Sevilla. Fiestas

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Sevilla

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14514425 razones para conocer Sevilla La Semana SantaLAS FIESTAS

S ostiene el hispanista Leo Spitzer que para conocer el es-píritu del Barroco hay que ver la Semana Santa de Sevilla. Aquella época dejó huellas en el arte y en las costumbres,

en la forma de exprimir el idioma hasta sacarle los recursos más ocultos a la sintaxis, hasta agotar los paralelismos y las combinaciones, hasta dejar la len-gua tan brillante, que ciega los ojos del lector que se atreve con los grandes poetas del XVII. Pero esa huella es una sucesión de fragmentos, a menudo in-conexos: un autorretrato de Rembrandt o un poe-ma de Lope, un lienzo de Velázquez o una tragedia de Shakespeare, una sonata de Bach, una iglesia de Vignola o una estatua de Bernini.

EL BARRoco renace de sus cenizas como el Ave Fénix, y so-brevuela el cielo de marzo con el piar de los vencejos que regresan cada primavera a la ciudad que con-vierte la Pasión y la Muerte en una obra de Arte. La Semana Santa es una ópera colectiva que se celebra de forma continua y simultánea en el teatro abier-to de la calle. Es una representación vivida donde el dramaturgo es el mismo Jesús que muere en el madero, pero no del todo. Porque en esta vieja y sa-

bia ciudad no se le escapa a nadie el final feliz de la historia. Por eso el Domingo de Ramos se cele-bra la Resurrección con una semana de adelanto, y los niños nazarenos derraman su blancura desde el templo del Salvador para anunciarle a la ciudad que el Galileo ha regresado, y que va a entrar en ella.

A PARtIR de ese momento, la ciudad se convier-te en un templo al aire libre, incluidas lasa tabernas donde se oficia el rito profano del convivir y del ‘combeber’. Es imposible distinguir lo sagrado de lo profano, lo religioso de la costumbre. La razón, si es que la hay en estos días donde se pierde el sentido del tiempo, es muy sencilla: Dios se confunde con la ciudad. todo es el Uno, y el Uno está en todo. Si el visitante se empeña en desgajar lo espiritual de lo carnal, lo litúrgico de lo sensorial, está perdido. Lo único que debe hacer es dejarse llevar por lo que pasa

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Fue don Manuel Machado quien acuñando el pi-ropo más hermoso a esta divina ciudad, la definió como a ninguna otra cuando, después de describir con hermosura a cada una de las siete capitales restantes de Andalucía junto con sus caracteres principales, concluyó su poema refiriéndose a esta de la manera más elocuente y precisa, al decir es-cuetamente: …y Sevilla. Más tarde, Pascual González, de Los Cantores de Híspalis, en una sevillana certificaría la expresión inmensa con que don Manuel visualizó ésta, su tierra, al explicar la razón de ser presentada tan sucintamente: es que, diciendo Sevilla, ya se está diciendo to.¡¿Qué añadir ahora a lo dicho, hermano?! Porque tú, Sevilla mía, eres como este dolor que me crece dentro. Esta mirada que oculto tras los visillos. Esta espera que me llena de tu ausencia. Porque tú, Sevilla mía, me hiciste ser antes de yo saberlo. Por eso, si algo bueno hay en mí, será por cuanto eres. Por ser tu aliento el calor que me pro-tegía, la que siempre estaba. La que me esperaba en mis noches frías y en el soñar temprano de mis ilusiones. Quien ponía en mis angustias un ramito de esperanza; la que me sonríe mientras crezco. ¡Ay!, Sevilla mía, ¡cuánto duele el amor que por ti siento!»

a su alrededor, que ya es bastante. Abandonarse, como hacían los místicos cuando buscaban la vía unitiva que les permitiera contemplar la Luz. Esa luz es una de las protagonistas de esta fiesta solar y luminosa, primaveral y sanguínea, emotiva y desga-rradora en el mejor sentido de la palabra.

DURAntE LA Semana Santa, el sevillano se en-cuentra consigo mismo. con el niño que fue. con aquéllos que faltan, y que siguen ahí, en esa esqui-na concreta, en esa calle por la que vuelve a pasar el crucificado del Amor que abraza a la ciudad ente-ra, o la Estrella que todo lo enciende cuando cruza el puente de triana y deja su resplandor sobre las aguas quietas del Guadalquivir. La Semana Santa es la Amargura que vuelve su cara a San Juan para que-darse a solas con su dolor sin límites, y es el Dulce nombre que deja un rastro de color rosa a su paso. La Semana Santa es el barrio extramuros que se sale literalmente de sus fronteras urbanas para conquis-tar el corazón de la ciudad: Porvenir, tiro de Línea, San Gonzalo, Polígono de San Pablo, cerro del Águila, San Bernardo... La Semana Santa no es un fósil que pervive, como una crisálida permanente, en las calles típicas que reinventó la estética del se-villanismo, sino la gran fiesta que incluye en su seno a todos los sevillanos: creyentes e indecisos, niños y mayores, jóvenes y maduros, ricos y pobres, de iz-quierdas y de derechas, nativos y forasteros... todos tienen cabida en este tiempo que definió el poeta caro Romero con un verso tan certero: “La vida es una Semana”.

DE LoS cuatro puntos cardinales de la ciudad lle-gan las cofradías hasta su catedral. Algunas se fun-daron antes del Descubrimiento de América. Las que le dan solera y fundamento son del siglo XVI,

LA SEMAnA SAntA no es un museo en la calle, porque las imágenes son, para el sevillano, mucho más que una obra de arte. La imagen es la devoción y es la vida reflejada en los ojos verdes de la Virgen del Valle, o en ese paso de la misma cofradía donde Jesús es co-ronado de espinas mientras nuestro rostro se refleja en los espejitos de la rocalla del paso. Las imágenes están vivas. Se besan cuando bajan de los altares para ofrecernos sus manos. Se habla con ellas en la penumbra de sus capillas o a la luz del día cuan-do salen de sus templos a nuestro encuentro. Se las acompaña vestidos de nazarenos o de penitentes. Se las lleva con el esfuerzo del costalero que no con-siente ningún medio mecánico que las transporte,

de la centuria dorada que enriqueció a la ciudad con la plata de las Indias. Hermandades gremiales que aglutinaban en su seno a plateros y panaderos, a los medidores de la alhóndiga, a los cocheros de las ca-sas nobles, a los aristócratas y a los gitanos, a los me-nestrales y a los mulatos, a los nobles y a los negros que llegaban a venderse como esclavos para mante-ner a la cofradía que sigue llevando ese nombre: Los negritos. Así pues, que nadie piense que esto es una novelería, un invento de ayer por la mañana. todo lo contrario. Esto es la historia viva de la ciudad, la fiesta que va ligada a la cadena del tiempo que la ha atravesado siglo a siglo, desde las postrimerías del Medievo hasta nuestro siglo XXI.

Manolo Sanlúcar

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porque no son objetos, porque están vivas. Sólo hay que mirar alrededor del paso del cachorro para comprobar cómo la mirada ascendente del cristo expirante tiene su correlato en los ojos que se alzan para buscarlo en la bóveda infinita del cielo que cu-bre del barrio de triana.

LA SEMAnA SAntA tampoco es un rito postizo y premeditado. En cualquier momento puede saltar esa chispa que enciende el corazón y que convierte la mirada en ese mar que resume el oleaje de nuestra vida entera. Por eso el visitante debe mirar a los que miran, y dejarse llevar por esa emoción contenida que se contagia gracias a esta cadena de afectos com-partidos en la calle. Si alguien que no ha visto nunca la Semana Santa siente esa emoción, ese no sé qué que queda balbuciendo en los labios de San Juan de la cruz, que no se preocupe de nada. Que sólo se preocupe de vivir el instante, de soñar el presente. El retorcimiento manierista del cristo del Museo hará lo demás. o el pausado caminar del Señor cautivo que viene acompañado por su gente desde un barrio humilde donde no hay patios ni cancelas, sino blo-ques de pisos donde se encierra la verdadera esencia de esta ciudad.

QUE EL visitante abra las compuertas de los ojos, que no se deje llevar por los juicios ni por los prejui-cios, por las aparentes contradicciones que forman la masa de la sangre que palpita en el corazón de esta generosa ciudad. Porque en estos días, Sevilla se en-trega en carne y alma, en historia y presente, en espí-ritu y en arte. Saca lo mejor de sí misma a las calles y a las plazas, a las avenidas y a los rincones más ínti-mos. no se guarda nada. Absolutamente nada. Ahí está la Esperanza de triana para demostrarlo: no cabe mayor derroche de flores ni de amor, de llanto ni de alegría. Y en el ángulo opuesto, el Silencio que pasa como si fuera un sueño, una sombra de sí mis-mo, un cortejo tan perfecto que parece planificado desde la misma inteligencia del creador.

LA SEMAnA SAntA es un misterio. nadie la ha descifrado. nadie lo hará. tal vez por eso se llamen así, miste-rios, los pasos donde se representan los pasajes de la Pasión. Misterios que van desde la alegría que despierta la Sagrada Entrada en Jerusalén hasta el cortejo fúnebre del traslado al Sepulcro. Misterios que contienen todo el poderío de Roma en los que representan a Pilato presentando a Jesús al Pueblo, o condenándolo bajo el Arco de la Macarena. Pilato es un romano muy querido en esta ciudad que por aquella época se llamaba Híspalis. ¿Por qué? otra vez la contradicción. Esos misterios con-tienen toda la tensión que buscaban los imagine-ros del Barroco, como es el caso de la Exaltación, donde la cruz está en diagonal, levantándose lite-ralmente del suelo. Y levantándose de la cruz en un esfuerzo postrero y extenuante, el cristo de la conversión le dice al Buen Ladrón lo mismo que Dios le susurra a la ciudad con la brisa envuelta en el azahar de la noche: “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”. Misterios que van cayendo a plomo, como el tiempo que se llevó por unos días la vida terrenal del cristo. En La carretería, el momento anterior al Descendimiento, como si el paso lo hu-biera diseñado el mismo Rembrandt que pintó el momento previo a la acción en su Ronda nocturna. Ese misterio llega hasta el punto exacto del instan-

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te en el Descendimiento de la Quinta Angustia, la apoteosis temporal del Barroco. El cuerpo exangüe del cristo pende de la cruz. ni arriba, ni abajo. En ese tránsito que tanto se parece a la Expiración del cachorro. Luego, la Piedad de la Mortaja: es-tatismo de la Virgen con el cuerpo en sus brazos, juntando los pañales de Belén con la mortaja de Jerusalén.

PERo DonDE habita el misterio de verdad es en las imágenes que no se pueden explicar por mu-cho que el poeta se apriete el cerebro o se ensañe con el corazón. Ese caminar suave de Jesús de la Pasión, esa dulzura del martirio, ese dolor metafí-sico que va más allá de lo intelectual pero que no consigue doblegar la voluntad... Esa bondad en la muerte del cristo de la Buena Muerte, ese cuerpo crucificado que es un sueño tronchado de lirios en su cintura caída. Ese crujido de la caoba que sostie-ne al calvario, y esa gracia gitana que lleva a com-pás, siempre muy despacio, al Señor de la Salud. Y en el centro del todo, como el fuego sagrado de una madera que se ha ennegrecido para convertirse en el carbón que nos calienta el alma, la efigie sin fisuras del Gran Poder. El Dios de la ciudad. El que escucha las debilidades de los que se acercan hasta la ternura de su cuerpo derrotado y alzado a un tiempo. Parece que no puede con la cruz, mas avanza con zancada abierta y paso firme. El pueblo lo llamó el cisquero por eso. Porque estaba renegrido y porque servía y sigue sirviendo de rescoldo y de bálsamo para el frío de la muerte. Esto no es una representación, ni un carnaval. Esto es algo perfectamente serio.

Y PoR si esto no fuera bastante, el sevillano de adopción -ya no es visitante quien se enfrente con su mirada- sentirá cómo el cuerpo se queda en el

SI EL SEVILLAno de adopción ha conseguido sobrevivir a tan-tas emociones, ya puede sentirse uno más entre no-sotros. Y puede afirmar, como hiciera el escritor se-villano Joseph Peyré que nació en Francia, que toda la tristeza que embarga a la ciudad el Sábado Santo, cuando la Soledad va de regreso a San Lorenzo, es el preámbulo de la alegría que volveremos a sentir el próximo Domingo de Ramos. nadie se lo explicó a Peyré. Él lo dejó escrito. De forma clara y tajante. De la misma manera que el visitante, bautizado como sevillano por el aire de marzo o abril, por las lágri-mas de la emoción y la sonrisa del gozo, dirá cuando llegue a su lugar de origen con la dulce espina de la nostalgia clavada en su corazón: “Lo sé por haberlo vivido yo mismo”.

olvido cuando llega la Esperanza. todo es alma cuando todo es la Macarena. La imagen misma de la belleza que vence al dolor y que se enfrenta con la muerte para vencerla cada mañana de Viernes Santo, cuando regresa hasta su templo después de haber conquistado todas las Madrugadas de la ciu-dad. La asimetría de su rostro es la vida misma que corre por nuestras entrañas. La sonrisa adolescente de la Muchacha que espera el Fruto de su vientre, y las lágrimas que se anticipan a la Resurección que Ella va anunciando desde ese paso donde nadie se fija en la riqueza del manto, ni en la orfebrería de los varales, ni en la lenta cera ardida, porque su rostro es el todo, y porque el todo cabe en esa carita que es la ciudad sobre todas las cosas.

¡Hace ya tantos años que decidí que Sevilla era la ciu-dad donde quería vivir! Su luz, sus decires, su paisaje y sus costumbres, me resultan difíciles de permutar por otras. Hace ya algún tiempo que le declaré mi amor públicamente en los versos de mi Pregón de Semana Santa:

Soy, mi amor, lo que queda de un abrazo El vaivén de tibias manos en la cuna Ese gozo que cabe en tu regazo Cuando un niño esta rezándole a la luna.

Soy un hombre feliz porque te amo Porque espero que tu entraña se entreabra E ir sembrando, quedamente, tramo a tramo Tanto amor recriado en tu palabra.

No me mueve más la risa que el lamento Ni a ti la multitud. Una cuadrilla Te basta, te sobra, te da aliento Soy la sombra, tú la luz, eres Sevilla.»

Carlos Herrera

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S i la Semana Santa hunde sus raíces en el dolor y en la historia, en lo espiritual y en lo penitencial, la Feria de Abril le sirve a la ciudad para alegrarse de algo tan evi-

dente que a veces se nos escapa. La Feria de Abril es la alegría que se experimenta por el hecho de que estemos vivos. En la Feria todo es vitalismo. todo es luz y todo es el color que despliega su abanico de matices por ese espacio concreto que se conoce como el Real. Allí se levantan unas casetas de lona que son tan efímeras como esa vida que se celebra, pero que no dejan resquicio para la tristeza. todo bulle, como si la primavera fuera una diosa pagana que cubre con el sol de abril el recinto de la gloria que linda con la calle del Infierno, llamada así por el ruido que provocan las atracciones propias de estos festejos.

SI SEVILLA es una ciudad con nombre y hechuras de mujer, en la Feria de Abril alcanza el culmen de ese carác-ter femenino por obra y gracia de la belleza. todo está medido en esta fiesta que es lo contrario de una

bacanal. De momento, emborracharse en la Feria está mal visto. como ir mal vestido, como si aque-llo fuera un campamento o un descampado. A la Feria se va con las mejores galas, y en la Feria hay que comportarse como si aquello fuera un elegante salón más aristocrático que popular. nada de bo-rracheras que hacen perder el sentido de la vertica-lidad. Se bebe lo justo para mantenerse animado, y se come poco a poco, sin llegar nunca al hartazgo que provoca el sueño.

PARA EntRAR en la Feria no sólo hay que pasar bajo la portada que se renueva cada año, como si el mito de Perséfone o Proserpina se plasmara en esa estructura de paneles y bombillas que refleja la novelería del sevillano. En la Feria se entra a través de la amistad. La mayoría de las casetas son más o menos particulares: asociaciones, centros cultura-

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La Feria de Abril

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15715625 razones para conocer Sevilla LAS FIESTAS La Feria de Abril

Desde hace mucho tiempo tengo la suerte de vivir en Sevilla. Ella me da generosamente muchas de esas cosas pequeñas, que a menudo pasan inad-vertidas pero que son esenciales para la felicidad. Mis sensaciones acerca de Sevilla están más liga-das a vivencias rutinarias que a las grandes cele-braciones que ocurren en la ciudad cada año. Para mí, Sevilla es cruzar el parque de María Luisa o el Guadalquivir por cualquier razón, deambular por el barrio de Santa Cruz camino del centro, ir a misa a la Catedral, pasar por el Postigo de noche a la vuel-

José Javier Brey ta de la ópera, o ir a comprar al Mercado de la Car-ne. En todo ello, es esencial su gente, los sevillanos. Esta es una ciudad que te habla, sin necesidad de palabras, a través de sus habitantes. Se comunica conmigo cuando tengo la suerte de ver a un gru-po de jóvenes bailando sevillanas en los Jardines de Murillo, y también lo hace, en este caso casi a gri-tos, cuando de forma espontánea todo el mundo participa en las grandes fiestas de la ciudad. Pero no es necesario que se trate de situaciones espe-ciales. Mi entorno cotidiano, es decir, mi frutero, mi panadero, mi vendedor de periódicos, el taxista y otros muchos, me hablan cada día en nombre de Sevilla, como lo hacen también los niños que juegan en los parques y los ancianos sentados en un ban-co. Lo que todos ellos me trasmiten es algo muy íntimo y personal que sólo siento en esta ciudad.Mi relación con Sevilla ha sido y es determinante en el devenir de mi vida. Aquí encuentro la tranqui-lidad de espíritu y el entorno acogedor adecuados. Considero a Sevilla mi amiga, y por ello no le doy las gracias a pesar de lo mucho que le debo.»

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les, peñas del Sevilla Fc o del Real Betis Balompié, círculos y casinos, hermandades y cofradías, o sim-plemente grupos de amigos que se organizan para montar una caseta. En este punto y hora hay que decir la verdad para no engañar al visitante. En la Feria no se entra así como así. Primero hay que bus-carse un cicerone que nos lleve de una caseta a otra, que nos vaya explicando los pequeños secretos de la fiesta, y que nos integre en esta ciudad efímera que dura siete días. Después vendrá la diversión, el cante y el baile, el compartir charlas y momentos que pueden ser inolvidables. Pero antes hay que en-trar por esa puerta tan discreta y complicada como la ciudad misma.

ALGUIEn QUE venga de fuera también puede entrar en las casetas de entrada libre, o en aqué-llas que no lo sean siempre que se haga con res-peto y con educación. Existe para ello un truco muy sencillo: al sevillano le gusta sentirse halaga-do, que se le hable bien de sus cosas, de su ciu-dad, de sus fiestas, de su feria... Quien lo haga, tiene medio pasaporte sellado para entrar donde quiera, incluso para ser agasajado por alguien a quien acaba de conocer. Pero lo mejor es llegar de la mano de alguien que conozca bien la Feria y que la domine. Si eso no fuera posible, la Feria de Abril también ofrece un espectáculo gratui-to para todos los que se acerquen a su recinto:

el paseo de caballos. carruajes adornados a la antigua usanza, tirados por mulas enjaezadas, o caballos montados por jinetes o amazonas impe-cablemente vestidos harán las delicias de quien se detenga a contemplarlos durante las horas de la tarde. Es un auténtico espectáculo gratuito, como antes se ha señalado, que la ciudad ofrece a sus visitantes sin cobrarles absolutamente nada.

ADEMÁS, la Feria es un derroche de belleza en sí misma. Sólo hay que dejarse llevar por el color dora-do del albero, esa arena tan rubia y tan especial que se obtiene en las canteras de Alcalá de Guadaíra. o por la hermosura de las mujeres vestidas de flamen-ca. trajes regionales que son los únicos que han evolucionado con el tiempo. Vestidos ceñidos a la cintura que se curvan en las caderas, que estilizan el talle y remarcan todos los encantos femeninos de la mujer. Hay que fijarse detenidamente en una sevillana vestida de flamenca o de gitana, nunca de faralaes como se dice fuera de la ciudad que jamás usa ese término. Entonces se comprenderá de dón-de nace el embrujo de esta ciudad tan femenina y tan sensual.

EL PELo recogido como un jardín del que nace la flor que corona su figura. El rostro suavemente ma-quillado, como si la flamenca fuera a casarse con el mes de abril. Los ojos insinuantes, pícaros y pro-fundos, rasgados por esa mirada que es capaz de descomponer por dentro al hombre que tenga la osadía de asomarse a ese abismo. Los labios como espadas que son capaces de clavarse en la otra boca sin que haya más contacto que el aire tibio que todo lo reúne en el ámbito apasionado de la caseta. Ese cuello de cisne que se eleva sobre la desnudez ar-quitectónica de los hombros como una fuente de

Sevilla por su gente, por su generosidad, por su forma de ser y de vivir la ciudad. Vivir en Sevilla ya es un premio porque Sevilla te

invita a vivir. Sol, alegría, salir a tapear, sus grandes restaurantes. Sevilla lo tiene todo. Cualquier rincón es maravilloso, aunque el embrujo del barrio de Santa Cruz con poco se puede com-parar. Pasear por ella es estar en otro planeta; no parece realidad, sino un sueño. Su olor a azahar, la Semana Santa… su maravillosa primavera es la estación más bonita, cuando empie-zan los naranjos a florecer. ¡Cuánto la echo de menos! Y el flamenco, lo máximo junto a Jerez-Caí-Los Puer-tos. Es la fragua de los pelaos de Triana. Como decía Antonio Mairena, del cuervo pá bajo, tos embrujaos. Siempre digo que aunque soy de Jerez, Sevilla es mi segunda casa, y que me ha recibo con los brazos abiertos. Me siento sevillano en cuanto pongo allí un pie por-que soy uno más. La gente me quiere. Es una gran ciudad, de mis predilectas.»

José Mercé

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agua clara. Agitado el pecho por el baile, apuntan-do al cielo cuajado de farolillos venecianos. Un ta-lle infinito que va zigzagueando con las curvas que remarca el baile. Y esas manos que rozan el cielo tachonado de flores de papel, que se enredan en los compases de las sevillanas, y que vuelan como vo-lutas barrocas que cambian de un instante a otro. Quien asista a este prodigio comprobará que la Feria de Abril es la belleza... o no es nada.

LUEGo HABRÁ que comer y beber. Siempre a pequeños sorbos. Manzanilla de Sanlúcar o fino de Jerez. La comida se reduce al tapeo continuo, a esa manera

de prolongar la fiesta durante todo el día. no exis-ten horarios en la Feria. Y cada uno la cuenta, o se la monta, según le va. Los actos fijados de antemano, más o menos protocolarios, no forman parte de la esencia de esta fiesta. Lo suyo es pasear y disfrutar de la luz y el colorido. Entrar en una caseta y charlar con los amigos mientras se comparte media botella de manzanilla y un plato de jamón. o una tortilla de papatas y unos pimientos fritos si la cosa no da para más. cantar, tocar las palmas, bailar, participar en el jolgorio cuando se tercia. Esa expresión es muy sevi-llana, y al foráneo le cuesta algo de trabajo asumirla: cuando se tercia, o sea, cuando todo está dispuesto

para la juerga. Porque la alegría no se puede provo-car así como así. Y si no llega ese momento, pues a disfrutar del guiso que preparan en la caseta para asentar el estómago, o del caldo de puchero que ali-gera los otros caldos, más fríos, que se han tomado.

LA FERIA es, además, el gran escaparate de la ciu-dad. El sevillano va a ver, pero sobre todo, a dejarse ver. A exhibirse en carruajes o montado a caballo. A invitar a los demás para dejar claro que no le falta de nada. Esa generosidad corre en paralelo con la va-nidad. Aspectos complementarios que no chirrían cuando se hacen de buena fe, como es el caso que

nos ocupa. Así pues, lo mejor es dejar los proble-mas junto a la portada que se ilumina cada noche para dejar constancia de que la luz nunca falta en esta ciudad de la fiesta. Y con el ánimo limpio de preocupaciones, disfrutar del paseo de caballos y de carruajes, de la belleza que derrama esa flamen-ca descalza que ya no puede con su cuerpo, pero que sigue bailando mientras camina al son de su hermosura. Y cuando uno ya no pueda más, que se dé la vuelta en busca del descanso, y que pronuncie la frase que le da un sentido vivencial a todo esto: “Que nos quiten lo bailao”. Porque nadie nos podrá quitar lo vivido.

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16516425 razones para conocer Sevilla El CorpusLAS FIESTAS

U n amanecer radiante de junio. Un sol que se ha que-dado a vivir en el calendario íntimo de la ciudad, y que apenas le deja un breve espacio a la sombra tem-

plada de la noche. Una mañana que empieza muy pronto en el interior de esa catedral iluminada por las voces infantiles y por la campana que portan los niños carráncanos que arrancan la procesión. En la calle huele a juncia y romero. Una alfombra vegetal y aromática. como si el campo se hubiera metido de lleno en la ciudad que un día, antes de su fundación, lo fue. Uvas y espigas le añaden un matiz agrario a la fiesta. Es uno de esos jueves que relucen más que el sol según el refrán popular. Es Sevilla en el día gran-de del corpus christi.

toDA LA plata del Renacimiento y todo el esplendor del Barroco unidos en una misma procesión. “Señor, Sevilla pasa”. Y es cierto el adagio. Es la ciudad mis-ma quien pasa por las calles que forman el nudo gordiano de su propio laberinto. La Sevilla que pro-cesiona, y la Sevilla que mira a los que forman parte

del cortejo. otra vez el juego de los espejos que nun-ca dejan de mirarse en esta ciudad de las pompas y las vanidades, de las celebraciones que se remontan, río arriba del tiempo, hasta unos siglos que en otros lugares ya forman parte del polvo olvidado en esos vetustos manuales que nadie abre. Aquí la Historia está viva, y por eso discurre por las calles que trazan los imposibles ejes de simetría que sustentan el ur-banismo de esta barroca ciudad.

LA PRocESIón del corpus se abre con esos niños que son toda una metáfora de la existencia. como en la Semana Santa, lo importante siempre empieza con la infancia. tras ellos, las representa-ciones de las hermandades y de las cofradías con sus estandartes. terciopelo bordado en oro. Atrás que-daron las tarascas y las zarabandas, el lado profano de la procesión que se perdió con el tiempo. Ahora

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El Cor pus

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todo es solemne, pero sin pasarse. Porque el sevilla-no está tan acostumbrado a estos acontecimientos, que los vive de una forma doméstica y cotidiana. no se extrañe el visitante si ve a uno, a dos, a cientos de participantes en la procesión saludar al público, o entablar conversación con un amigo o un conocido. Sevilla es así en sus días grandes.

LoS PASItoS que conforman el cortejo sirven para repasar la memoria de la ciudad. Lo abre, desde hace muy pocos años, la imagen de Santa Ángela de la cruz, la monja de los pobres, la mujer que llevó la caridad hasta la mayúscula de una vida entregada a los más débiles. Hasta tal punto concitó la unanimi-dad en esta ciudad dual, que fue el Ayuntamiento republicano quien le dedicó la calle que lleva su nombre. Abren el repaso a la historia de la ciudad las santas Justa y Rufina, alfareras de la Híspalis romana que sufrieron pena de muerte por negarse a adorar a la diosa Salambó cuando su procesión pasó por su taller, ya que todo aquello les sonaba a idoloatría. Al cabo de los años, las Santas Justa y Rufina salen en procesión: ¿cabe mayor paradoja? Sostienen una deliciosa Giralda, de la cual son protectoras y de-fensoras ante los terremotos que no pudieron con la turris Fortissima.

tRAS ELLAS, los santos medievales el periodo visigótico. San Leandro y San Isidoro, revestidos con la plata barroca, pues las imágenes son del siglo XVII: más de mil años entre el santo y su escultura lo dicen todo sobre la forma de entender los siglos en

Jersusalén de occidente. La Inmaculada lo convier-te todo en el celeste que ya brilla en la bóveda infinita del cielo. El niño Jesús de Martínez Montañés sigue protegido por ese templete de plata que semeja el tiempo de la infancia. La Santa Espina nos anuncia el dolor que siempre está por llegar. Y por último, la colosal y fastuosa custodia, verdadera catedral ar-géntea, obra maestra de Arfe. orfebrería que ascien-de hasta el círculo blanco, perfecto, donde habita el misterio de Dios. Uvas y espigas. Silencio y repicar de campanas. Música y recogimiento. Sevilla ha pa-sado para que Sevilla se contemple a sí misma en esta mañana donde nace la luz cenital y cegadora de su estación total: el verano.

esta ciudad. cierra esa parte de la historia cristiana de la ciudad el Rey Santo. Fernando III conquistó Sevilla en 1248, pero hasta el siglo XVII no fue cano-nizado. La imagen que procesiona es del imaginero barroco Pedro Roldán, de ahí los rasgos más propios de aquella época que de la Edad Media en que vivió este rey castellano.

A PARtIR de ahí, los representantes militares y civiles, diplomáticos y académicos, clérigos y ca-nónigos, autoridades municipales con el alcalde al frente, y el arzobispo presidiéndolo todo. De lo his-toricista, a lo sagrado. Ya no son santos, obispos ni reyes. Ahora la ciudad se convierte, otra vez, en la

He tenido la suerte, durante toda mi vida, de com-partir con Sevilla momentos maravillosos que han marcado mi carrera y mi corazón, por eso siempre me sobran razones para volver . La primera vez que bailé allí era una niña y fue en el Teatro Lope de Vega. Entonces empezó mi ro-mance con Sevilla. Recuerdo la soleá en Itálica, la caña en los Reales Alcázares, la farruca en el Par-que María Luisa, en el Hotel Triana la carcelera, las alegrías en el Teatro Central, por tangos en Fibes, por bulerías en Casa Pilatos y por seguirilla en el Teatro de la Maestranza… En todos estos fantásticos lugares tengo los re-cuerdos más bonitos del mundo, no solo por su belleza sino por la entrega mágica de Sevilla. Des-pués… cuando me voy, llevo dentro la sensación de querer volver… Y siempre me sobran razones… ¡Me encanta Sevilla!»

Sara Baras

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17117025 razones para conocer Sevilla Los TorosLAS FIESTAS

L a fiesta de los toros está íntimamente ligada a la ciudad de Sevilla, si bien hay muchos sevillanos que no son aficionados a este mundo. Los toros son algo más que

un vestigio del pasado. Antes que nada hay que se-ñalar que la plaza donde se celebran las corridas es un auténtico monumento que destaca por su belle-za arquitectónica. Enclavada en el Arenal que fue el lugar por el que transitaban las personas y las mer-cancías que iban a las Indias o que llegaban desde América, La Plaza de toros de la Real Maestranza de caballería es un lugar único. Su fachada presenta esa blancura de lo inmaculado, de lo limpio, de lo que está bien terminado. culta y popular a un tiem-po, como la fiesta que acoge en su seno. Y abierta al espacio que linda con la lámina del río por una puerta que sólo se abre para que pase el torero que ha conseguido vencer a la muerte y al fracaso, y que se ha erigido en un triunfador, en un héroe: la Puerta del Príncipe.

LA PLAzA de toros no está vacía cuando no hay público en sus gradas. La plaza se encuentra, entonces, desnuda. como una mujer rubia y extendida que ha puesto el

oro de su albero a secar, que se dedica a tomar el sol que calienta suavemente su piel de ladrillo, o que se queda dormida bajo la luna que llena de luz blanca el espacio circular de su alma. Esta plaza no es una plaza cualquiera. Es la belleza renacentista de esa lo-gia que le da la vuelta a su vuelo. Es la conjunción del rojo y el amarillo, almagre y calamocha, sangre y triunfo. Es un templo profano donde la inteligencia y el arte son capaces de vencer a la fiera que lleva la muerte en el filo de sus pitones.

En LAS tardes de corrida, la luz representa un pa-pel fundamental. El toro se la bebe cuando su pelo es capaz de recoger toda la negrura de la tragedia. o deja que lo acaricie cuando su pelo se vuelve co-lorado como un atardecer al otro lado del río, en la triana donde Belmonte sigue mirando a la plaza de sus triunfos desde el bronce de su estatua. El toro sale con esa furia que arrebata y atemoriza, y que

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Los toros

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reo, según la definición atinada e ingeniosa del poeta José Bergamín. Un silencio que se escucha, que se palpa, que se corta cuando la embestida del animal rasga, con su bufido, el aire espectral que se ha que-dado, como el torero, quieto. Ese silencio es la señal inequívoca del respeto que el aficionado siente por el hombre que en ese instante se juega la vida para crear una belleza efímera que permanecería, intac-ta, en la mente de los buenos aficionados. Pero el silencio también puede ser de indiferencia. En lu-gar de gritar y de sumarse al anonimato de la bronca colectiva, el sevillano prefiere quedarse callado. Es la peor de las protestas, porque es el silencio de la indiferencia. Incluso del desprecio que siente quien ha ido para ver algo grande, y se ha quedado con la sensación de que el engañado no era el toro, sino él mismo.

En LA Plaza de toros, las dualidades sevillanas se hacen míticas y tangibles a un tiempo. El toro y el torero. El hombre y la fiera. La inteligencia y la em-bestida. El arte y el instinto. El diestro y el público separados por la barrera. El público privilegiado de la sombra, y el que tiene que soportar los rigores del sol. El triunfo y el fracaso. La verdad y el engaño. La muerte y la vida. todos estos contrarios se dan cita cada tarde, cuando el reloj marca esa hora que sea cual sea, siempre nos recuerda a las cinco de la tar-de, como en la elegía de Lorca. En la Plaza de toros, a esa hora esperanzada y fatídica, se representa una tragedia griega, un ballet de verdad, una ópera del silencio, una obra de arte que pretende lo imposible: templar la embestida del toro, crear arte con ella, y detener el tiempo con las muñecas del artista que maneja el capote o la muleta. nada más. Y nada me-nos...

sólo puede dominar el torero con la sabiduría del engaño, como si fuera a cortejarlo, a enamorarlo con el rosa y amarillo del capote, con el grana lentísimo de esa muleta que le permite detener el tiempo gra-cias al temple. Porque aquí, excepto la salida del toro, todo se hace despacio. Muy despacio.

ESA LUz le saca esquirlas de oro y plata a los vestidos de to-rear, y nos muestra la paleta de colores que le dan un tono poético al cromatismo del torero: el rojo es grana, el celeste es purísima, el amarillo deja la su-perstición que provoca para convertirse en caña, el morado es nazareno, el marrón se denomina tabaco, y el negro se conoce con el nombre de azabache. La

estética triunda sobre el rito. todo está diseñado con esa minuciosidad que se reserva a los momentos im-portantes de la vida y del arte. Es la luz de la ciudad quien provoca esas estampas que van desde el brillo más absoluto, a los matices más sutiles. De las luces, a los contraluces. El toro también puede ser sombra de sí mismo. Sombra de la sombra sobre el espejo dorado del albero.

En LA Plaza de toros, el silencio es la música de la expectación, del respeto y de la indiferencia. En este templo pagano se puede escuchar el silencio cuando el torero se enfrenta a solas con el toro. Es un silencio casi religioso. Es la música callada del to-

Sevilla es una de las cunas del arte en to-das las épocas. En esta tierra han nacido artistas grandiosos, por eso son los sevi-

llanos los que hacen que esta ciudad tenga no sólo 25 motivos para conocerla, sino infinitos. Su his-toria, sus monumentos, su gracia, su luz especial, su alegría.Sólo basta ir un día a una corrida de toros a la Plaza de La Maestranza. Es una lección de categoría que tienen los sevillanos. Silencian en el fracaso y se entusiasman al apreciar el arte en el triunfo. Por eso vivo y disfruto todos los días de Sevilla, sólo con pasear por el puente de Triana o por la margen de este río con sus casitas y el barrio de Triana, con ese arte. Es algo especial.Vuelvo a decir que no sólo hay 25 razones, sino infinitas para sentirla. Y me lleno de orgullo de per-tenecer a ella.»

Curro Romero

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L a navidad en Sevilla no es la fiesta del trineo ni de la nieve. La navidad en Sevilla es la fiesta de la luz. Sólo hay que pasear por sus calles llenas de gente que dis-

fruta de ese sol de diciembre que es ajeno en otras latitudes. Un sol amable y templado que le saca a la ciudad sus mejores colores. Un cielo azul intenso es el telón de fondo para estos días donde el sol se pone después de las seis de la tarde, algo que sorprende al visitante que está acostumbrado a esos anocheceres tempranos que dejan el día envuelto en una sombra tan triste como pertinaz.

LA nAVIDAD en Sevilla es, además, la fiesta de los Belenes, que aquí se llaman nacimientos. Fieles a la tradición de la imaginería y del teatro que nos legó el Barroco, los sevillanos montan unos Belenes dignos de ser vi-sitados y admirados. El misterio del nacimiento del Señor se rodea con multitud de escenas costumbris-tas protagonizadas por los pastores y por los Magos de oriente. Así se crea un mundo donde todo es paz, y donde reina esa alegría que la ciudad contagia a los que la visitan por esas fechas.

coRoS DE campanilleros se encargan de animar las noches de la navidad. cada tarde se enciende, además, un alumbrado diseñado para el entrama-do urbano de esta urbe fundada por los fenicios y amurallada por los romanos, para esta Sevilla que contiene en su casco antiguo las huellas propias del laberinto medieval. Así, la ciudad luce en estas fe-chas gracias a la luz solar que acompaña la cálida en-trada en el invierno sevillano, y gracias también a ese alumbrado que sirve de reclamo para que nativos y foráneos pueblen sus calles con el gozoso bullicio que acompaña a esta celebración.

Un APARtADo propio merecen los dulces que se elaboran en los conventos sevillanos. Manos monji-les, delicadas y expertas, convierten los ingredientes naturales en verdaderas delicias para el paladar. con harina, huevo, leche, almendras, azúcar, chocolate y

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La Navidad

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las naranjas amargas de los naranjos sevillanos, es-tas monjas elevan la repostería a la categoría de obra de arte. En el silencio claustral de sus cenobios, las monjas van dándoles forma a los bollitos de Santa Inés, el convento donde Bécquer sitúa su leyenda Maese Pérez el organista, y donde reposan los res-tos de Doña María coronel, la dama que prefirió quemarse la cara antes que sucumbir al adulterio con el rey Pedro I el cruel. En Santa Paula, el con-vento con la portada donde se reúnen la cerámica y el Ranacimiento, se elabora la mejor mermelada del mundo. En Madre de Dios consiguen que la naran-ja y el mazapán se fusionen en un bocado divino, como se fusionan todos los tiempos de la ciudad en ese convento construido en el filo de la vieja Judería, y que escogió la viuda de Hernán cortés para pasar los últimos días de su vida terrenal, y para reposar el resto del tiempo en una sepultura situada en su templo.

VISItAR ESoS conventos es entrar de lleno en la ciudad del silencio. En la Sevilla más verdadera y más oculta. Entre sus muros se guarda un patrimo-nio artístico de primer nivel. Sólo hay que recordar que la Sevilla del Siglo de oro era conocida como la ciudad convento por el número de clausuras que se abrían en su interior. El visitante podrá gozar de patios abiertos a la claridad de un cielo que allí pa-rece la estampa misma de la eternidad. no hay nada más hondo que una sala de profundis, el lugar don-de se vela a la monja que ha entregado su vida al Altísimo, y que ya no espera lo que esperó durante su existencia en este mundo. Es una mística vivida y aceptada que nada tiene que ver con la pérdida de libertad que para algunos supone la clausura, sino todo lo contrario.

Y PARA culminar la navidad, nada mejor que asistir a la cabalgata de Reyes que organiza el Ateneo cada tarde del 5 de enero. Esa víspera de la Epifanía sale a las calles de Sevilla el mayor cortejo de los que desfilan por la ciudad. niños y mayores disfrutan de la cabalgata, fundada en 1918 por José María Izquierdo, el ateneísta que fundó el sevillanismo literario gracias a su obra

Un SoL templado, unas horas de luz que no existen en la in-mensa mayoría de las ciudades europeas, una suce-sión de Belenes que se visitan a lo largo de un paseo tan agradable como la temperatura, la alegría en las calles y el aroma de los dulces artesanales que elabo-ran las monjas en sus conventos. como guinda, la cabalgata de Reyes Magos. Sevilla es la ciudad del sol en navidad.

maestra: Divagando por la ciudad de la gracia. Los Reyes Magos, tan esperados durante las fies-tas de navidad, arrojan cientos de kilos de cara-melos que servirán para endulzar la tensa espera. Porque esa noche acudirán, en secreto, a los ho-gares donde viven esos niños que les han pedido sus regalos. contemplar la cabalgata rodeado de niños es una forma de darles la vuelta a los relojes y recuperar el único territorio perdido que merece la pena: la infancia.

Ese niño chiquito no tiene cuna...su padre es carpintero y le hará una. En Sevilla todo lo ínfimo se convierte en grandeza, toda la tristeza del mundo parece dormirse bajo los efectos de una nana de Lorca en un cofrecito repleto de belleza... llegas a la vera del río y el efecto del olor de las flores disipan el hastío de la vida y se hace la magia... de repente y sin venir a cuento eres comple-tamente feliz. Ya no se sabe distinguir si son sus delicados balcones llenos de colores, o los desayunos con pan con aceite, o su cielo azul, o la sonrisa llena de humanidad de sus gentes que inmediatamente responde a tu mirada... La verdad es que como un niño montado en unos ca-ballitos de feria ya no quieres salir nunca de allí. Sevilla, además, está unida íntimamente a mi voz. A Rosina, Cherubino y, sobre todo, a Carmen, aquí me vine a buscar su corazón para ser capaz de interpre-tarla con toda la honestidad posible, y aquí la encon-tré cantando y bailando en cada rincón, pizpireta, so-ñadora y libre y allí supe que Teresa, como Carmen, ya no quería ser de otra manera. Así que confieso que si me ataca la melancolía, si me duele el alma sin querer, si todo parece imposible-mente negro, aparece un deseo que me devuelve a la vida... a Sevilla, vuela sin parar... hasta la ciudad donde duermen las penas y despiertan las alegrías y donde todos lo galapaguitos tienen su cuna... allí!»

Teresa Berganza

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