Generaciones de Sistemas Operativos SISTEMAS OPERATIVOS I SISTEMAS OPERATIVOS CONVENCIONALES.
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PRINCIPALES SISTEMAS ÉTICOS
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PRINCIPALES SISTEMAS ÉTICOS
¿QUÉ ES UN SISTEMA ÉTICO?
Hemos visto que nuestras elecciones se basan en último término en unos valores
que aceptamos como tales. Los valores morales nos indican aquello que
consideramos bueno y, por ello, creemos que nuestros actos deben estar de
acuerdo con ellos. Si consideramos que la tolerancia es un valor moral, debemos
respetar y no marginar aquellas personas
que sean distintas o que no piensen como
nosotros.
Todas las jerarquías de valores dependen
finalmente de aquello que se considere el
bien más importante de todos. En
nuestra sociedad vemos personas para
las que los bienes materiales tienen una
importancia más fundamental que para
otros, para quienes, por ejemplo, prima la solidaridad, y al revés. En líneas
generales, aquellos valores que uno considera fundamentales condicionan su
forma de actuar en todos los campos.
A lo largo de la historia, ha habido filósofos que se han dedicado a reflexionar
sobre estos temas: ¿qué es lo mejor que podemos hacer?, ¿qué es lo moralmente
bueno o malo?, ¿con qué criterios debemos dirigir nuestros actos?, ¿por qué
debemos actuar moralmente bien?, etc. Este tipo de estudios constituyen la
parte de la filosofía llamada ética. Normalmente, para responder a este tipo de
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cuestiones, los filósofos se plantean en primer lugar qué es el bien, para deducir
de ahí qué acciones o, mejor, qué manera de ser y de actuar pueden considerarse
buenas, es decir, qué tipo de vida hay que llevar.
Las investigaciones éticas, en definitiva, se ocupan de reflexionar sobre los
fundamentos de la vida moral.
Se entiende por sistema ético un conjunto de valores, normas y criterios de
actuación que dirigen nuestra vida. Veamos algunos de los sistemas éticos que se
han dado. En principio los clasificaremos en éticas materiales o éticas de los
bienes o de los fines. Estas éticas indican qué debe hacerse para alcanzar la
felicidad, pero este «deber» no hay que entenderlo como una obligación absoluta,
sino más bien como una recomendación: si quieres ser feliz debes seguir este
camino; si no, ¡allá tú! En este sentido se oponen a otras éticas, por ejemplo, las
llamadas éticas formales o éticas del deber o de la obligación. Las éticas
formales son aquellas que no otorgan ningún contenido concreto a su fundamento,
sino que se fijan sólo en la forma que tiene el hombre de actuar, de hacer, y no
en lo que hace.
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EL HEDONISMO: SOY FELIZ CUANDO SIENTO PLACER
(del griego hedoné, placer, gozo, ) Concepción ética que considera que la
consecución del placer determina el valor moral de la acción. De esta manera el
hedonismo identifica el bien con el placer, que pasa a ser considerado como el fin
último que persigue la acción humana.
Podemos distinguir dos grandes grupos de hedonistas: los cirenaicos y los
epicúreos. Los cirenaicos (llamados así porque el iniciador de la teoría fue
Aristipo de Cirene, 435 a.C.) consideraron que el bien era el placer, y el mal, era
el dolor. La naturaleza, decían, nos ha dado un criterio claro para distinguir la
acción buena de la mala: si nos produce una sensación placentera, es que obramos
bien; si nos la produce dolorosa, es que obramos mal. Las sensaciones consisten
en movimientos que se dan en nosotros (externos, como una caricia, o internos,
como una emoción): los suaves son agradables; los violentos, dolorosos. Muchas
veces empiezan agradablemente y después se violentan. De ahí que haya placeres
que después produzcan dolores.
Por supuesto que hay que
buscar el placer del presente,
puesto que el pasado ya está
pasado y el futuro es incierto.
De todos modos, hay que tener
cierta previsión y, por eso, hay
que potenciar aquellos que no
vayan seguidos de dolor. Los
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placeres sensibles (comida, bebida, sexo, etc.) son importantes, pero son los que
más fácilmente se convierten en dolor cuando se cometen excesos, cosa que no
ocurre con los espirituales (el equilibrio mental, la amistad). Hay que gozar, sí,
pero nunca debemos perder el autocontrol convirtiéndonos en esclavos de los
placeres.
Para los epicúreos (nombre que proviene de su fundador Epicuro de Samos, que
vivió entre el 341 y el 270 a.C.), el placer consiste más en la tranquilidad, es
decir, en la ausencia de dolor, que en una sensación positiva proveniente de una
agitación del cuerpo o del
espíritu, como creían los
cirenaicos. Los epicúreos
distinguen el placer
estático, que es
justamente el estado de
tranquilidad, sin ninguna
clase de dolor, y los
placeres cinéticos, que
consisten en un
movimiento o variación de estado. Así, cuando tenemos hambre, cuando sentimos
un malestar, comemos (placer cinético) hasta que ya no sentimos hambre (placer
estático). Si seguimos comiendo, podemos sentir un nuevo placer cinético, pero
éste, al ser forzado (ya no se come para aliviar el hambre, que es lo natural)
produce a la corta o a la larga dolor.
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Así pues, hay que perseguir el auténtico placer, el estático, que es el estado
natural de equilibrio, de calma. Al placer estático del cuerpo lo llamaban estado
de aponía, es decir, la ausencia de molestias o de dolores corporales, y al placer
del espíritu, ataraxia, que es la ausencia de ansiedad o turbación mental.
Distinguían entre los deseos:
a) naturales y necesarios (como la comida y la bebida);
b) naturales e innecesarios (como el comer manjares esquisitos, o el sexo).
c) no naturales y no necesarios (el triunfo político, la fama ).
Puesto que los primeros eliminan las molestias y el dolor, y producen, por tanto,
placer estático, hay que satisfacerlos. Sin embargo, éstos son muy pocos, de
modo que el sabio tiene pocas necesidades. Los segundos producen placeres
cinéticos, pero debido al riesgo de dolor que conllevan, deben evitarse, aunque no
siempre: de vez en cuando, una buena comida produce un gran placer. Los últimos
deben evitarse siempre, puesto que a la larga producen más dolor que placer. En
cambio, los placeres del alma, como la sabiduría y la auténtica amistad, son
placeres más tranquilos que los corporales y no producen dolores. Son, por tanto,
siempre deseables. De este modo se consigue el ideal del sabio que es la
autarquía, es decir, ser dueño de sí mismo.
Aunque el placer es un bien y el dolor un mal, no es inteligente elegir siempre el
placer y rechazar siempre el dolor: debemos rechazar los placeres a los que les
siguen sufrimientos mayores y aceptar dolores cuando se siguen de ello placeres
mayores. Antes de obrar hay que pesar cuidadosamente el placer o el dolor que
se seguirá de ello y establecer un balance placer-dolor. No hay que renunciar a
los placeres corporales sino ordenarlos y administrarlos de cara al bienestar
físico y espiritual. La razón representa un papel decisivo en lo que respecta a
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nuestra felicidad: nos permite alcanzar el estado de total sosiego(ataraxia), de
absoluta imperturbabilidad ante todo (Epicuro lo compara con el total reposo del
mar cuando ningún viento mueve su superficie) y nos da libertad ante las
pasiones, los afectos y los apetitos. El sabio alcanza la vida buena y feliz gracias
a esta autonomía frente al dolor y los bienes exteriores, a los amigos con los que
convive y a su aislamiento respecto de lo social.
EL UTILITARISMO: PLACER PARA TODOS
El hedonismo tuvo poca importancia en la Edad Media a causa de la predominancia
del cristianismo durante este período, pero reapareció en el Renacimiento. Sin
embargo, no fue hasta finales del siglo XVIII que adquirió una nueva forma en el
llamado utilitarismo. Los utilitaristas también identifican la felicidad con el
placer: una acción será buena si es útil para -si produce- la felicidad. La
diferencia está en que, para los utilitaristas, la felicidad no puede considerarse
de modo individualista, como la entendían los hedonistas. Yo no puedo ser feliz si
estoy rodeado de personas infelices. Por ello, el principio utilitarista básico,
formulado por Jeremy Bentham, el fundador de esta corriente, fue: «La mayor
felicidad para el mayor número». Una acción sera más buena cuanta mayor
felicidad produzca para el mayor número posible de personas. Los dos grandes
utilitaristas fueron J. Bentham y John Stuart MilI, pero entre ellos hay notables
diferencias.
Jeremy Bentham (1748-1832) es el más hedonista. Según él, la
naturaleza, nos ha dado dos grandes maestros: el placer y el
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dolor. Éstos nos muestran lo que es bueno y lo que es malo para nosotros. Es el
llamado «principio de interés», que debe regir nuestra conducta. La felicidad
consistirá en “maximizar el placer y minimizar el dolor”. Para conseguirlo
debemos dirigir nuestras acciones según la llamada «aritmética de los placeres»:
frente a cada acción debemos calcular la cantidad de placer que nos
proporcionará y restarle la cantidad de dolor que puede provocar; cuanto más
positivo sea el resultado, mejor será la acción.
Pero puesto que vivimos en sociedad y el balance, sumando las ventajas y
restando los inconvenientes, sale positivo, entonces el cálculo no puede hacerse
sólo en relación a nosotros mismos, ya que muchas de nuestras acciones
repercuten en los demás, y tenemos que pensar que ellos también buscan el
placer. Por tanto, en el cálculo también tenemos que prever si mi acción
provocará placer o dolor en los demás. De ahí que Bentham estuviera muy
preocupado por las cuestiones políticas y sociales: la bondad o maldad de una ley
(o de una acción) se juzgaba por su utilidad para promover la mayor felicidad
para la mayoría. El criterio para juzgar esta utilidad eran sus consecuencias. Si
en vez de más felicidad producía más dolor, había que cambiarla.
Para Bentham, lo que importaba era solo la cantidad de placer, no la clase del
mismo. Así para él, tanto placer podría proporcionar una partida de parchís o una
buena comida, como la contemplación de una obra de arte. De este modo, la vida
humana no sería muy distinta de la de los animales- cuyo objetivo es solamente la
comida, la bebida y el sexo.
John Stuart MilI (1806-1873) argumenta que esto sería así si
los seres humanos tuvieran las mismas facultades que los
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animales, pero no es verdad: los humanos tienen otras facultades (como la
inteligencia y la voluntad) que, debidamente cultivadas, se satisfacen con
placeres superiores. En general, una persona cultivada en música preferirá asistir
a un concierto de Mozart que a un banquete cuyo único objetivo sea hartarse. Por
tanto, respecto de los placeres, la calidad es preferible a la cantidad.
También es cierto, y Mill lo reconoce, que cuanto más cultivada sea una persona,
si bien puede tener un disfrute mayor, sus sufrimientos también serán mayores,
ya que su sensibilidad será mucho
más fina: si esta persona causa
algún perjuicio a los demás, lo
sentirá mucho más que otros, o
sufrirá mucho más al contemplar
las desgracias ajenas. Sin
embargo, afirmará MilI, quien
haya desarrollado sus capacidades
superiores sabe que: «Más vale ser
un hombre insatisfecho que un
cerdo satisfecho». Así, cuanto más
educada, cultivada y desarrollada esté una persona, más nobles y elevados serán
sus intereses, de tal manera que llegará un momento en que su máximo placer lo
hallará en promover el bienestar de los demás.
Por eso la máxima virtud del utilitarista será el altruismo, que consiste en
sacrificar el propio placer para el bien de los demás. En realidad, es en esto en lo
que el altruista encuentra el máximo placer. La sociedad utilitarista será, pues,
aquella que, mediante la educación, tienda a conseguir que «en todos los
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individuos el impulso directo de mejorar el bien general se convierta en uno de
los motivos habituales de la acción».
EL EUDEMONISMO : SOY FELIZ CUANDO ME REALIZO
Prácticamente todo el mundo estaría de acuerdo en que la finalidad última
de todo lo que hacemos es conseguir la felicidad. En las teorías que hemos visto
hasta ahora la felicidad se identificaba con el placer. Sin embargo hay otras
teorías, llamadas eudemonistas (eudaimonía = felicidad ), que identifican la
felicidad con la bondad. Es feliz el hombre bueno y el hombre bueno es aquel que
actúa virtuosamente. Estas teorías ya fueron formuladas en la antigua Grecia,
especialmente por Sócrates, Platón y Aristóteles.
Todo lo que hacemos, dice Aristóteles (384-322 a.C.), lo hacemos para conseguir
algo. Así, preparamos un examen para aprobarlo. La consecución de este fin, el
aprobado, lo consideramos como un bien para nosotros. Son muchos los fines que
nos proponemos: para estar en forma hacemos gimnasia, para divertimos vamos a
la discoteca, para llegar a tiempo al trabajo nos levantamos a determinada hora,
etc... La mayoría de estos fines, sin embargo, no los buscamos por sí mismos, sino
más bien para conseguir otros fines. Así, no pretendemos aprobar el examen
Simplemente por la satisfacción que nos produce el aprobado: lo que queremos
realmente es aprobar la asignatura, y deseamos sacar adelante la asignatura con
el fin de aprobar el curso, y ambicionamos pasar el curso para obtener el título;
pero tampoco éste es un fin último, pues lo que queremos es cursar estudios
superiores o encontrar trabajo, etc. Vemos así que la mayoría de fines están
subordinados a otros que consideramos más importantes. Los fines subordinados
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no son, pues, fines últimos, sino que son simplemente medios para alcanzar otros
fines.
Algunos parecen ser fines últimos. Voy a una fiesta para divertirme. Pero ¿para
qué quiero divertirme? Parece que no hay un para qué: simplemente divirtiéndome
soy feliz. Evidentemente, la felicidad es el fin último. No tiene sentido
preguntarse para qué quiere uno ser feliz. Sin embargo, la «felicidad» que me
proporciona la fiesta es momentánea, y por supuesto no es la auténtica felicidad.
La auténtica felicidad es, pues, el fin último y, por tanto, el sumo bien: quien es
feliz ya no persigue otro fin. En
esto está de acuerdo todo el
mundo, dice Aristóteles, pero
¿en qué consiste la felicidad?
Aquí es donde aparecen las
discrepancias. Hemos visto que
los hedonistas la identifican
con el placer; otros, sigue
Aristóteles, la identifican con
los honores y la fama, y otros
con la riqueza. Pero ninguna de
estas cosas produce la
felicidad. Respecto de los
primeros dice que, si bien el placer parece un fin último, a la larga esclaviza al
hombre, ya que se acaba pronto y le obliga a buscar nuevos placeres, hecho que le
produce ansiedad. Tampoco los honores y la fama conducen a la felicidad, puesto
que dependen de los demás, al igual que las riquezas, que sólo son un medio para
conseguir otras cosas. ¿En qué consiste, pues, la felicidad? Si el bien de una
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acción radica en que cumpla su fin, la felicidad para el ser humano consistirá en
que éste cumpla su finalidad: hacer, podríamos decir, «de humano» del modo más
excelente. ¿ y qué quiere decir «hacer de humano» ? Son muchas las funciones
que atañen a la persona humana: en primer lugar están las vitales (vivir y
reproducirse) y las sensitivas (ver, oír, apetecer, etc. ), pero ninguna de estas
funciones define a la persona como propiamente «humana», ya que éstas también
son propias de los animales. Sólo las personas piensan y toman decisiones y
precisamente esto es lo que las de me como tales. Podemos decir, pues, que la
función propiamente humana es la de
actuar racionalmente, y cuando una
persona haga esto de modo excelente
(virtuosamente), será feliz.
¿En qué consiste la excelencia o virtud?
En encontrar siempre el justo medio en
dos extremos, que son los vicios, y
hacerlo en todos los aspectos, desde algo
tan básico como la alimentación (no hay
que comer poco ni demasiado, sino lo justo) hasta en las empresas más difíciles.
Así, hay personas cobardes (vicio por defecto) que no se atreven a nada porque
ven peligros que acechan por todas partes, y otras que actúan con temeridad
(vicio por exceso) y que no calibran los auténticos peligros. La virtud es la
valentía que consiste en saber qué riesgo puede uno afrontar, y afrontarlo.
Precisamente la virtud fundamental, la prudencia, consiste en saber descubrir el
justo medio para cada uno pero ¿cómo se adquiere la virtud?
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Según Aristóteles, virtud y vicio son hábitos que se adquieren por repetición de
actos. Cuando uno ha adquirido el hábito, por ejemplo, de decir la verdad, ya no le
cuesta ser sincero, y al revés. De hecho, no somos sinceros porque decimos la
verdad, sino que decimos la verdad porque somos sinceros, porque hemos
adquirido este hábito. Por eso es tan importante habituar a los niños desde
pequeños en las buenas costumbres.
Así pues, la persona virtuosa y, por tanto, feliz, es aquella que todo lo que hace lo
hace de modo excelente, es la persona que se autorrealiza. No todas las
actividades, sin embargo, producen el mismo grado de felicidad. Un carpintero
puede sentirse feliz de haber hecho bien un mueble, pero no hace muebles para
sentirse feliz, sino para ganarse la vida; es decir, hacer muebles no es el bien
supremo. La única actividad que, según Aristóteles, no se lleva a cabo como medio
para alcanzar otra cosa, es el cultivo del saber teórico, la contemplación de la
verdad. Actualmente esto no se entiende así, pero en tiempos de Aristóteles el
hombre de ciencia investigaba por puro placer, no para la aplicación técnica, como
ahora.
Por supuesto, esta actividad sólo le estaba permitida a aquellas personas que
tenían cubiertas todas sus necesidades básicas. Por eso, según Aristóteles, no se
puede ser feliz sin un mínimo de medios económicos y otras circunstancias como
la salud, e incluso un poco de suerte.
PROBLEMAS Y CONTRADICCIONES DE LAS ÉTICAS MATERIALES
Como mencionamos más arriba, las éticas materiales tienen una serie de
inconvenientes.
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En primer lugar, no son autónomas, pues siempre se actúa para conseguir un
fin. Si no quieres conseguir el fin, entonces no debes seguir las normas o
preceptos. Para compensar este grave fallo, se necesitan castigos: si no cumples
las normas serás castigado con la infelicidad, la amargura, la soledad, el
sufrimiento, el infierno, etc.
Y en segundo lugar, no pueden ser universales, no valen para todos ni para
cualquier momento, como puede comprobarse en la gran variedad existente.
ÉTICAS FORMALES
Como ya apuntamos más arriba, las éticas formales no buscan un fin último o
Bien Supremo, no quieren lograr ningún objeto moral concreto. Por esto tampoco
señalan el modo en que debemos comportarnos, es decir, cuáles son los fines para
conseguir nuestro objetivo. Su propuesta es que debemos actuar por el deber
mismo. Para éstas, no es moral actuar para conseguir un premio o para evitar un
castigo. Es moral actuar por el puro respeto al deber, a la ley, a la razón. Las
éticas formales, a diferencia de las materiales, sí que son autónomas y
universales.
Kant: Ética del deber
El filósofo alemán Immanuel Kant (1724 – 1804) es el primer defensor de las
éticas formales frente a las materiales. De hecho, la terminología “formal” y
material” aplicada a la ética proviene de él mismo.
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En sus obras Crítica de la Razón Práctica o Fundamentación de la Metafísica
de las costumbres, el filósofo de Köninsberg parte de la idea de que no hay un fin
último o un objeto moral concreto (un Bien Supremo). Tampoco hay normas que
señalen la forma correcta de actuar siempre. Por esto, debemos encontrar una
ética diferente, que prescinda de todo contenido concreto y de unas recetas
para conseguir esos fines. Kant defiende que el ser humano debe superar su
etapa heterónoma, su “minoría de edad moral” para alcanzar la plena autonomía
moral, propia de un ser racional y adulto. Actuar por ganar un premio o evitar un
castigo es algo infantil. Entonces, ¿cómo debemos actuar?
La respuesta es que hay actuar por
deber. Según Kant, el “valor moral de
una acción no está en el propósito o la
finalidad, sino en la máxima de actuar
por deber”. Una máxima es un
principio básico que guía nuestra
conducta, por ejemplo “jamás
traicionaré a mis amigos” o “por
defender a mi familia mataría”. El valor moral de una acción es independiente,
pues, de la finalidad, y también del resultado: Por ejemplo, si colaboro con una
organización dando dinero para construir una escuela en Burundi, mi acción tiene
valor moral porque cumple con un deber, a saber, el de ayudar a los demás sin
esperar nada a cambio. Imaginemos que el voluntario al que le ofrezco mi dinero
es un estafador. A pesar de que el dinero no ha sido destinado para construir la
escuela, mi acción no pierde valor moral, porque la intención es lo que cuenta,
independientemente del resultado o del propósito. Es una acción moral porque he
actuado siguiendo el principio de actuar por deber.
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En el siguiente ejemplo se ve mejor cómo el valor de una acción reside en la
máxima de actuar por deber, no en su propósito u objetivo. Esto se ve claramente
en casos en los que mi acción me perjudica. Por ejemplo, andando por la calle me
encuentro con una cartera llena de dinero y una orden de embargo que si no es
abonada ese mismo día, dejaría en la calle a una familia con cinco hijos. El dinero
es justamente la cantidad necesaria para evitar el embargo. Pero resulta que me
he quedado en paro y no puedo pagar la mensualidad del alquiler, la comunidad,
etc., por lo que puedo perder mi derecho a residir en mi piso. Y el dinero me
alcanza para pagar la mensualidad y las deudas pendientes. ¿Qué debo hacer?
Independientemente de lo que haga, la acción tiene valor moral si cumplo con el
deber, que en este caso sería devolver el dinero a su dueño, pues tengo su
dirección y teléfono apuntado en la carta, aunque la acción me perjudica
claramente. ¿Por qué es
moral? Porque actuaría por
respeto al deber, en contra
de mis propios intereses.
Ahora bien, hay que distinguir
entre actuar por deber y
conforme al deber. Una
acción es conforme al deber
si coincide casual o
fortuitamente con el deber.
Es decir, aunque actúe
conforme al deber, si lo que
quiero lograr es un beneficio,
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un bien, entonces esa intención anula el valor moral de mi acción. Por ejemplo, un
comerciante actúa siguiendo el deber de la honestidad, cobrando el mismo precio
a todos por igual, tanto a sus clientes habituales como a los no habituales. Pero el
comerciante, si lo hace porque no quiere labrarse fama de estafador o tramposo,
le conviene ser honesto para no perder clientela. En ese caso, está actuando
conforme al deber, pero por el deber en sí mismo. Por tanto, su acción no tiene
valor moral. Lo mismo ocurre con las personas que son caritativas porque sienten
un gran placer en ayudar a los demás. Cuando, al cumplir un deber, tenemos una
satisfacción egoísta, entonces no estamos cumpliéndolo por él mismo, por lo que
no es actuar por deber, sino conforme a él.
En cambio, actuar por deber es más difícil de percibir, pues no podemos
meternos en el interior de las personas y comprobar que no están movidas por un
interés egoísta. Sin embargo, en casos como el de antes, donde la acción conlleva
un perjuicio o sufrimiento para mi, sí que podemos encontrar una verdadera
acción por deber, que goza de auténtico valor moral. Cuando un alumno confiesa
haber actuado mal a sabiendas de que va a ser castigado, o cuando alguien
informa al camarero que le han cobrado de menos en la cuenta, por lo que debe
pagar más, entonces se ve claramente que se está actuando por respeto al deber,
sin intereses ocultos por conseguir beneficios.
Hemos visto que el valor moral está en actuar por deber. Ahora bien, ¿qué es
actuar por deber? Según Kant es un imperativo categórico que consiste en
cumplir las leyes morales sólo porque son leyes morales, no por conseguir nada.
Kant los distingue de los imperativos hipotéticos, que son mandatos
condicionales, medios para conseguir fines (“Si te portas bien, te pondré un
positivo”).
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El ser humano es el único ser capaz de actuar según el imperativo categórico,
porque posee razón. La razón es la única que me puede obligar a actuar siguiendo
el deber. Aquí entra en juego la libertad. El ser humano, por ser racional, es
libre. Y actúa por deber porque ese deber es racional, es una ley de la razón que
me impongo yo mismo porque soy libre de hacerlo, no porque me lo impongan los
demás, la sociedad, a través de premios o castigos. La verdadera libertad es la
autolimitación que un ser racional puede imponerse por puro convencimiento
racional. Si actúo por deber es porque la razón así me lo propone: esto es la base
de la autonomía moral.
Esta ética kantiana es una ética de la responsabilidad, de personas adultas y
racionales, que han superado la etapa heterónoma, en la que se siguen las normas
porque son impuestas desde afuera, utilizando el premio y el castigo como
motivaciones, pasando a la etapa autónoma, donde el individuo se impone sus
propias normas siguiendo su propio criterio: su razón.
Las éticas materiales se guían por medio de imperativos hipotéticos, mientras
que las formales siguen el categórico. El imperativo categórico no indica ninguna
norma concreta, a diferencia del hipotético. Indican, por tanto, la forma que
debe tener la acción para que la máxima que lo guía sea universal. Para
comprenderlo mejor, Kant formuló el imperativo categórico de dos maneras.
1. “Actúa de forma que puedas querer que tu máxima se convierta en
una máxima universal”.
2. “Trata a las personas, tú mismo incluido, como fines en sí mismos,
nunca como medios”.
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El primero puede servir de criterio para saber si estoy actuando por deber. Si
puedo desear que mi acción la haga todo el mundo, entonces mi acción tiene valor
moral y respeta el deber. Por ejemplo, ¿puedo querer que todo el mundo mienta?
Si aplico el imperativo, si yo miento, todo el mundo debería mentir también. Pero
si todo el mundo miente, ¿qué sentido tiene comunicarnos? ¿Cómo podemos
fiarnos de los demás? Por tanto, no puedo desear que todo el mundo mienta, por
lo que mentir no puede ser un imperativo categórico, una acción que respeta el
deber. Pero sí que lo es su contrario: decir la verdad. ¿Puedo desear que todo el
mundo diga la verdad? Parece que sí, que si todo el mundo se ve obligado a decir
la verdad la comunicación, la confianza, las promesas, tienen sentido. Otro caso:
¿cumplir lo prometido, o no traicionar a los amigos, son imperativos categóricos?