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Texto y fotosCarlos M. Martín

Celebra Lex Nova-La Revista, con su quincuagésima aparición, unas bodas de oro sim-bólicas. Es, no cabe duda, un motivo festivo. Permítase al responsable de esta sección que, en tan señalada ocasión, confi era a su colaboración un acento personalista, y

concédasele licencia para emplear la primera persona en su relato.En mis años de adolescencia, en los que apuntaba con fuerza una irreprimible tenden-

cia expansionista que me impelía a recorrer el mundo en un casi continuo viaje imaginario, soñaba con que la vida me permitiese presentarme ante la puerta de tres escenarios dorados: Quería sentir la calidez con la que siempre había imaginado las amables sabanas del Este de África, empaparme con el fragor que debían exhalar aquellas abrumadoras láminas boscosas de la selvas amazónicas y disfrutar la visión sobrecogedora de la cresta montañosa donde Mallory e Irving escenifi caron aquel prodigioso intento de conquista de la cumbre más alta del planeta. Eran otros tiempos. Las circunstancias no permitían, ni siquiera, soñar con la posibili-dad de que el viaje podría llegar a convertirse en un objetivo asequible, y daba por supuesto que si quería ver mundo debería hacerlo a través de las páginas del Libro de las Cosas Mara-villosas de Marco Polo, embarcarme imaginariamente con Charles Darwin en el HMS Beagle, acompañar a través de las hojas de un libro a Amundsen en su viaje al Polo Norte o devorar las crónicas de los viajes de los míticos descubridores —Burton, Speke, Livingstone, …— que la Royal Geographical Society británica había comisionado para dar rienda suelta a su afán exploratorio. Nunca llegaría a sufrir el mal de Stendhal, por mucho que acompañase a Henry Beyle en su viaje por Roma, Nápoles y Florencia. Y debería continuar admirando la resolución que expresaba Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas: «Cuando era un niño, tenía pasión por los mapas. Miraba horas y horas Sudamérica, África y Australia, y me hundía en ensoñaciones sobre las glorias de la exploración. En aquellos tiempos había muchos espacios en blanco en la tierra, y cuando daba con uno, lo encontraba particularmente atractivo. Ponía mi dedo sobre el lugar y decía: cuando crezca iré allí».

Pero el correr de los años haría virar diametralmente esta perspectiva, y aquella apariencia de imposibilidad de cumplir el sueño adolescente se desvaneció con la facilidad con que el sol disuelve la niebla en una maña-na de verano. En apenas unos puñados de años pude degustar los atardeceres de las sabanas keniatas, tanzanas o ugandesas y soportar el acoso implacable de la selva amazónica, recorriendo, en curiaras, bongos y otras especialidades locales de troncos huecos que muestran cierta resistencia al hundimiento, todo tipo de caños y subafl uentes de la Amazonía, siempre en un ambiente de inquie-tante incertidumbre. Y también pude, para ponerle un extraordi-nario colofón a la lucha por coronar mi sueño, volar, boquiabierto, sobre la cumbre del Everest, y situar sobre el propio terreno, en unos vibrantes y atropellados minutos, todas las peripecias que protagoniza-ron los montañeros ingleses que intentaron el asalto a su cumbre en las postrimerías del primer cuarto del siglo xx.

Aquello que antaño parecía un sueño inabordable, hoy forma parte del bagaje de recuerdos de multitud de personas de nuestro entorno cotidiano, hasta el punto de que ser viajero se ha convertido en un verdadero estilo de vida. Sin embargo, la desapa-rición de las difi cultades que entrañaba toda aventura viajera no ensombrece en absoluto el asombro con el que recibo cada bautismo en los nuevos destinos, ni causa merma alguna en la fascinación que me produce retornar a los anhelados destinos juveniles.

El viaje convierte en «real» la historia «virtual». Nos permite adueñarnos de estampas que hasta ese momento no constituían más que referencias casi oníricas adquiridas en los manuales de nuestra primera educación o en todo tipo de libros sobre viajes que rastreamos febrilmente durante la adolescencia intentando saciar nuestra sed viajera, desde el Itinera-rio, de Egeria —referencia emblemática de la literatura paleocristiana— hasta los faraónicos volúmenes del Cosmos, de Alexander Von Humbolt, o los clásicos Mi India, de Jim Corbett, El desierto, de Pierre Loti, o Gente remota, de Evelyn Waugh. Cuando, fi nalmente, pude mirar de frente al Taj Mahal o al Tesoro de Petra sentí el impulso primario de posar mi mano sobre estos mitos gloriosos que hasta ese momento no eran más que un componente de mis sue-ños, para convertirlos en una realidad tangible que pude interiorizar para el resto de mis días. Tantas imágenes deslumbrantes que había acumulado en los años infantiles y juveniles de ansiedad viajera —los amaneceres en los desiertos, las pirámides egipcias, las fantasías mol-deadas en las rocas de la Capadocia, el refl ejo del sol en los atardeceres sobre el abrumador río Mekong, el reloj parado de las Islas Galápagos y un sinfín de otras fascinaciones—, que eran sólo los componentes oníricos de un mundo virtual, fueron pasando, con el correr de los años, a constituirse en parte de mi más preciado bagaje personal, en el que sólo se ingresa a través del conocimiento directo y mediante la propia mirada asombrada.

Celebremos tan señalado número de Lex Nova-La Revista con una propuesta múltiple, que nos permita realizar un periplo por los cinco continentes siguiendo el orden de enunciación que establecía la geografía clásica.

en blanco en la tierra, y cuando daba con uno, lo encontraba particularmente atractivo. Ponía mi dedo sobre el lugar y decía: cuando crezca iré allí».

Pero el correr de los años haría virar diametralmente esta perspectiva, y aquella apariencia de imposibilidad de cumplir el sueño adolescente se desvaneció con la facilidad con que el sol disuelve la niebla en una maña-con la facilidad con que el sol disuelve la niebla en una maña-na de verano. En apenas unos puñados de años pude degustar na de verano. En apenas unos puñados de años pude degustar los atardeceres de las sabanas keniatas, tanzanas o ugandesas y los atardeceres de las sabanas keniatas, tanzanas o ugandesas y soportar el acoso implacable de la selva amazónica, recorriendo, soportar el acoso implacable de la selva amazónica, recorriendo, en curiaras, bongos y otras especialidades locales de troncos huecos en curiaras, bongos y otras especialidades locales de troncos huecos que muestran cierta resistencia al hundimiento, todo tipo de caños y que muestran cierta resistencia al hundimiento, todo tipo de caños y subafl uentes de la Amazonía, siempre en un ambiente de inquie-subafl uentes de la Amazonía, siempre en un ambiente de inquie-tante incertidumbre. Y también pude, para ponerle un extraordi-tante incertidumbre. Y también pude, para ponerle un extraordi-nario colofón a la lucha por coronar mi sueño, volar, boquiabierto, nario colofón a la lucha por coronar mi sueño, volar, boquiabierto, sobre la cumbre del Everest, y situar sobre el propio terreno, en unos sobre la cumbre del Everest, y situar sobre el propio terreno, en unos vibrantes y atropellados minutos, todas las peripecias que protagoniza-vibrantes y atropellados minutos, todas las peripecias que protagoniza-ron los montañeros ingleses que intentaron el asalto a su cumbre en las ron los montañeros ingleses que intentaron el asalto a su cumbre en las postrimerías del primer cuarto del siglo xx.

Aquello que antaño parecía un sueño inabordable, hoy forma parte del Aquello que antaño parecía un sueño inabordable, hoy forma parte del bagaje de recuerdos de multitud de personas de nuestro entorno cotidiano, hasta el punto bagaje de recuerdos de multitud de personas de nuestro entorno cotidiano, hasta el punto de que ser viajero se ha convertido en un verdadero de que ser viajero se ha convertido en un verdadero estilo de vida. Sin embargo, la desapa-estilo de vida. Sin embargo, la desapa-estilo de vida.rición de las difi cultades que entrañaba toda aventura viajera no ensombrece en absoluto el rición de las difi cultades que entrañaba toda aventura viajera no ensombrece en absoluto el asombro con el que recibo cada bautismo en los nuevos destinos, ni causa merma alguna en asombro con el que recibo cada bautismo en los nuevos destinos, ni causa merma alguna en la fascinación que me produce retornar a los anhelados destinos juveniles.la fascinación que me produce retornar a los anhelados destinos juveniles.

El viaje convierte en «real» la historia «virtual». Nos permite adueñarnos de estampas El viaje convierte en «real» la historia «virtual». Nos permite adueñarnos de estampas que hasta ese momento no constituían más que referencias casi oníricas adquiridas en los que hasta ese momento no constituían más que referencias casi oníricas adquiridas en los manuales de nuestra primera educación o en todo tipo de libros sobre viajes que rastreamos manuales de nuestra primera educación o en todo tipo de libros sobre viajes que rastreamos febrilmente durante la adolescencia intentando saciar nuestra sed viajera, desde el

, de Egeria —referencia emblemática de la literatura paleocristiana— hasta los faraónicos de Alexander Von Humbolt, o los clásicos Mi India,

Gente remota, de Evelyn Waugh. Cuando, fi nalmente, pude mirar Gente remota, de Evelyn Waugh. Cuando, fi nalmente, pude mirar Gente remotade frente al Taj Mahal o al Tesoro de Petra sentí el impulso primario de posar mi mano sobre de frente al Taj Mahal o al Tesoro de Petra sentí el impulso primario de posar mi mano sobre estos mitos gloriosos que hasta ese momento no eran más que un componente de mis sue-estos mitos gloriosos que hasta ese momento no eran más que un componente de mis sue-ños, para convertirlos en una realidad tangible que pude interiorizar para el resto de mis días. ños, para convertirlos en una realidad tangible que pude interiorizar para el resto de mis días. Tantas imágenes deslumbrantes que había acumulado en los años infantiles y juveniles de Tantas imágenes deslumbrantes que había acumulado en los años infantiles y juveniles de ansiedad viajera —los amaneceres en los desiertos, las pirámides egipcias, las fantasías mol-ansiedad viajera —los amaneceres en los desiertos, las pirámides egipcias, las fantasías mol-deadas en las rocas de la Capadocia, el refl ejo del sol en los atardeceres sobre el abrumador deadas en las rocas de la Capadocia, el refl ejo del sol en los atardeceres sobre el abrumador río Mekong, el reloj parado de las Islas Galápagos y un sinfín de otras fascinaciones—, que río Mekong, el reloj parado de las Islas Galápagos y un sinfín de otras fascinaciones—, que eran sólo los componentes oníricos de un mundo virtual, fueron pasando, con el correr de los eran sólo los componentes oníricos de un mundo virtual, fueron pasando, con el correr de los años, a constituirse en parte de mi más preciado bagaje personal, en el que sólo se ingresa a través del conocimiento directo y mediante la propia mirada asombrada.

Celebremos tan señalado número de Lex Nova-La Revista con una propuesta múltiple, que Lex Nova-La Revista con una propuesta múltiple, que Lex Nova-La Revistanos permita realizar un periplo por los cinco continentes siguiendo el orden de enunciación cinco continentes siguiendo el orden de enunciación cinco continentes

en curiaras, bongos y otras especialidades locales de troncos huecos que muestran cierta resistencia al hundimiento, todo tipo de caños y

sobre la cumbre del Everest, y situar sobre el propio terreno, en unos vibrantes y atropellados minutos, todas las peripecias que protagoniza-ron los montañeros ingleses que intentaron el asalto a su cumbre en las

Aquello que antaño parecía un sueño inabordable, hoy forma parte del bagaje de recuerdos de multitud de personas de nuestro entorno cotidiano, hasta el punto

Sin embargo, la desapa-rición de las difi cultades que entrañaba toda aventura viajera no ensombrece en absoluto el asombro con el que recibo cada bautismo en los nuevos destinos, ni causa merma alguna en la fascinación que me produce retornar a los anhelados destinos juveniles.

El viaje convierte en «real» la historia «virtual». Nos permite adueñarnos de estampas El viaje convierte en «real» la historia «virtual». Nos permite adueñarnos de estampas que hasta ese momento no constituían más que referencias casi oníricas adquiridas en los que hasta ese momento no constituían más que referencias casi oníricas adquiridas en los manuales de nuestra primera educación o en todo tipo de libros sobre viajes que rastreamos manuales de nuestra primera educación o en todo tipo de libros sobre viajes que rastreamos febrilmente durante la adolescencia intentando saciar nuestra sed viajera, desde el febrilmente durante la adolescencia intentando saciar nuestra sed viajera, desde el Itinera-Itinera-

, de Egeria —referencia emblemática de la literatura paleocristiana— hasta los faraónicos , de Egeria —referencia emblemática de la literatura paleocristiana— hasta los faraónicos Mi India, de Jim Corbett, de Jim Corbett, Mi India, de Jim Corbett, Mi India, El

, de Evelyn Waugh. Cuando, fi nalmente, pude mirar , de Evelyn Waugh. Cuando, fi nalmente, pude mirar de frente al Taj Mahal o al Tesoro de Petra sentí el impulso primario de posar mi mano sobre de frente al Taj Mahal o al Tesoro de Petra sentí el impulso primario de posar mi mano sobre estos mitos gloriosos que hasta ese momento no eran más que un componente de mis sue-estos mitos gloriosos que hasta ese momento no eran más que un componente de mis sue-ños, para convertirlos en una realidad tangible que pude interiorizar para el resto de mis días. Tantas imágenes deslumbrantes que había acumulado en los años infantiles y juveniles de ansiedad viajera —los amaneceres en los desiertos, las pirámides egipcias, las fantasías mol-deadas en las rocas de la Capadocia, el refl ejo del sol en los atardeceres sobre el abrumador río Mekong, el reloj parado de las Islas Galápagos y un sinfín de otras fascinaciones—, que eran sólo los componentes oníricos de un mundo virtual, fueron pasando, con el correr de los años, a constituirse en parte de mi más preciado bagaje personal, en el que sólo se ingresa a través del conocimiento directo y mediante la propia mirada asombrada.

con una propuesta múltiple, que siguiendo el orden de enunciación

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Praga corazón

de la vieja

Europa

Cualquier propuesta de catálogo de ciudades más bellas del Viejo Conti-nente debe llevar en su relación el

nombre de Praga. Leemos a Julio Cortázar en su Vuelta al día en ochenta mundos: «En Praga cunde una modesta temperatura de quince bajo cero, por lo cual el cronopio y su mujer casi ni se mueven del hotel de tránsito donde personas incomprensibles circulan por pasillos alfombrados. De tarde se animan y toman un tranvía que los lleva hasta el puente de Carlos, y todo está tan nevado y hay tantos niños y patos jugando en el hielo que el cronopio y su mujer se toman de las manos y bailan tregua y bailan catala diciendo así: «¡Praga, ciudad

legendaria, orgullo del centro de Europa!». Si el cronopio viajero protagonista del relato de Cortázar rompiese su timorata prevención, y se abandonase a un anár-quico deambular por las calles de Praga, encontraría una ciudad fascinante, que parece diseñada para ponerle escenario a un cuento. Mostrémosle las razones por las que debió desechar su actitud apocada y adentrarse en las calles de una ciudad que consta reseñada entre la Herencia Cultural y Científica de la UNESCO. Praga conserva improntas reveladoras de una extraordina-ria riqueza cultural. La ciudad se envuelve en un aura que invita a desentenderse de las cosas mundanas y a abandonarse a la bohemia. Quizá sea ésta la razón por la que el propio Rodolfo II —el emperador loco— decidió arroparse por alquimistas, astrónomos y artistas para instalarse en el ambiente que inspiró el relato de Ripellino,

que en su Praga mágica nos transporta a un mundo encantado, en el que desfilan personajes como Giuseppe Arcimboldo —el pintor que llevó el manierismo a sus más extravagantes manifestaciones—, Franz Kafka —aquel gris funcionario de seguros que navegaba entre la acción fantástica y la resignación juiciosa y que tanto influjo proyectó sobre la literatura contemporá-nea— o el buen soldado Svejk —creación literaria con la que Jaroslav Hasek ascendió los escalones que conducen al Olimpo de la literatura europea—.

Si el cronopio viajero de Cortázar hubiese vencido la molicie y la pereza y hubiese abandonado su confortable

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hotel de tránsito podría haber ascen-dido hasta el oteadero en el que se encarama al castillo de Praga, edificio que nació como simple refugio fortifi-cado en el siglo ix, y que con el correr de los años ampliaría sus límites, para encintar dentro de la barbacana defen-siva algunos símbolos del poder polí-tico y la relevancia social que la ciudad había ido adquiriendo. De este modo, la Catedral dedicada a San Vito, la basí-lica de San Jorge —que pasa por ser el primer convento de Bohemia—, dife-rentes palacios e incluso un encantador entramado de diminutas casas queda-ron encerrados en el interior del muro protector. Ha sido turbulenta la historia de la edificación de la catedral de San Vito. El resultado que se contempla en la actualidad corresponde a la adición de una sucesión de componentes arquitec-tónicos añadidos en diferentes épocas y bajo el dictado de estilísticas revelado-ras de gustos diversos. Se erigió sobre el antiguo emplazamiento de una vieja rotonda románica, donde se dice que san Wenceslao murió a manos de su hermano Boleslav. Iniciada en años de influencia de la estilística gótica —allá por la decimocuarta centuria—, la obra quedó inconclusa, y habría que esperar nada menos que medio milenio para que la ciudad diese un nuevo impulso a su Templo Mayor para completar la obra. De la fábrica primitiva resta una aguda

torre que eleva un centenar de metros el añadido del chapitel barroco que la corona, y una portada que se adorna con un bello tímpano ojival que enmarca una Crucifixión. Desde sus ventanas el cronopio viajero disfrutaría una vista sobrecogedora del corazón clásico de la ciudad. También divisaría desde allí los añadidos de las afiladas torres que se adosaron en el siglo xx. Pasear por el Callejón de Oro equivale a tornar los ojos a los años del siglo xvi, centuria en la que se edificaron sus diminutas viviendas, erigidas para alojamiento de orfebres y de la guarnición de defensa del castillo. El Callejón exhala un aire romántico, y no debe extrañar que atrajera a diver-sos personajes de la cultura, que fijaron allí su residencia. Kafka figura entre los nombres gloriosos de la nómina de habi-tantes de estas casitas. Y sin abandonar el recinto fortificado, aún se pueden repasar, mientras se contemplan las exquisitas trazas de las dependencias del Palacio Real, algunas nociones históricas adquiridas en las aulas escolares, reme-morando el pasaje protagonizado por aquellos enardecidos protestantes que iniciaron la revuelta motivadora de la defenestración que originó la Guerra de los Treinta Años.

Antes de abandonar la barriada alta de Hradcany, aún se debe visitar el Santuario de Loreto, prominente muestra de la arquitectura barroca que conserva un valioso tesoro, en el que destaca una monumental custodia que engarza más de seis mil diamantes.

Busquemos un puente para regre-sar al corazón de la ciudad. Nuestros

cronopios viajeros ya conocen el Puente Carlos, obra del siglo xiv que se enga-lana con un elegante repertorio de esta-tuas y se precia de constituir uno de los emblemas más representativos de la ciudad que Guillaume Apollinaire veía como «un barco dorado que navega majestuosamente sobre el Moldava». Antes de refugiarse en la seguridad de su hotel, nuestros viajeros aún podrían pasear por la Ciudad Vieja, para degus-tar la elegancia indiscutida de su terno arquitectónico. Siguiendo el perímetro de la Plaza de Stare Mesto tendrían ocasión de admirar una sucesión inago-table de motivos de extraordinario valor, como las iglesias de Tyn y San Nicolás, el Palacio de la Campana o el Edificio del Ayuntamiento, antes de detenerse a admirar el reloj astronómico que desde comienzos del siglo xv asombra a los visitantes.

Si los cronopios viajeros hubiesen visitado el Barrio Judío habrían reme-morado, también, la leyenda del Golem, aquella mítica criatura de barro a quien el rabino Low animó para que defendiese el gueto hebraico de la Praga del xvi.

Goethe consideraba a Praga “la más exquisita gema de la corona del mundo”. No faltan, desde luego, razo-nes. La ciudad que muestra un perfil erizado con un centenar de torres fue centro cultural y político del corazón de Europa, y ha acumulado, a lo largo de un milenio de vibrante historia, un mara-villoso conjunto arquitectónico que hace que Praga quede anclada en la memoria del viajero como uno de sus más hermo-sos recuerdos.

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Katmandú representó, para la con- ciencia colectiva de una generación que ya camina hacia la madurez, un

mito urbano, que permanecerá para siempre asociado al movimiento hippie. De todos los confines de Occidente llegaron a la ciudad miles de jóvenes peregrinos que acudieron a

la capital del reino himalayo atraídos por las promesas de felicidad y paz que intuían en el misticismo hindú. Algunos tratadistas propo-nen que el movimiento que en el Mayo del 68 francés se transformó en acción política tuvo una segunda manifestación, menos beligerante, en el movimiento evasivo del

que se hace eco Rene Barja-vel en su libro Los Caminos a Katmandú. La rebeldía juvenil frente a la sociedad artificiosa y opresiva buscó, también, una vía de escape en la evasión hacia un mundo libre de aque-llas ataduras. Pero el sueño hippie terminó, de modo tan repentino como expeditivo, cuando las autoridades loca-les decidieron acabar con la condescendencia con la que contemplaban el consumo de drogas.

En los últimos años no han soplado vientos demasiado favorables para la paz en este santuario del pacifismo, debido a la convulsión política que ha sacudido al país. Pero el nombre de Katmandú continúa reso-nando envuelto en una aureola de color y espiritualidad. Color,

explosivo color, en el baile de banderolas que descienden desde las agudas agujas de sus stupas, en las vestimentas de sus habitan-tes, en las especias que se ofrecen al público en los mercados callejeros, en el humo que desprenden los inciensos quemados en honor de los dioses, en los pétalos de flores de las ofrendas… Y espiritualidad en una ciudad donde el viajero puede mirar a los ojos a una diosa viviente, aunque el visitante occidental vea siempre con algún recelo, no exento de suspicacia, la figura de la joven Kumari que, displicente, se asoma al balcón para cumpli-mentar a los expectantes visitantes.

De la religiosidad de Katmandú da fe una interminable sucesión de templos que se alinean en el perímetro de la Plaza Durbar, lugar enclavado en pleno corazón urbano donde el visitante suele recibir su bautismo ciudadano. Allí podrá contar hasta medio centenar de edificios religiosos, animados por pintorescas representaciones estatua-rias de las que tan amigo es el gusto hindú. Los templos de Shiva y su consorte Parvati, Visnhu, Krishna, Indrapur, Kakeshwar y una relación interminable de dedicatorias van sucediéndose ante los ojos atónitos del viajero, que torcerá el gesto al situarse frente a la intimidante estampa de Kala Bhairab —Bhairab negro— que representa la estampa más temible de Shiva. El templo

Katmandú Conmoción sensorial

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de Kasthamandap ofrece el atractivo peculiar de haber prestado su nombre a la ciudad. No puede dejar el viajero de visi-tar Kumari Bahal, residencia de la impú-ber diosa de los newari que dejará ver su rostro a través de una de las ventanas que se asoman al patio central. Sorpren-derá al visitante la compleja relación de dioses y diosas, deidades, encarnaciones, avatares, bodhishattvas y toda suerte de manifestaciones de una variopinta gama de atribuciones divinas que se veneran en Katmandú.

La Plaza Durbar no es sólo el corazón urbano de la ciudad. Es el lugar en el que se escenifica diariamente una deslumbrante comedia humana, entre cuyos protago-nistas llaman la atención unos peculia-res personajes que lucen largas túnicas y coloridos turbantes, muestran generosas cabelleras y pobladas barbas sobre rostros abigarradamente pintados y a menudo portan bastones rematados por una desconcertante cornamenta rodeada de una sorprendente colección de símbolos. Se trata de los shadu, hombres santos que al llegar a una edad que anuncia la inmi-nencia de la senectud, deciden cambiar de vida para entregarse por completo a una tardía vocación espiritual, que les despoja de todas sus pertenencias y comodidades y les empuja a deambular en una constante peregrinación hacia lugares santos.

Thamel es el barrio más emblemático de Katmandú. Ingresar en él supone sumer-girse en un mundo tan caótico como fasci-nante, en el que el viajero lamenta tener que prestar parte de su atención a esquivar los vehículos que se abren paso a golpe de claxon, en lugar de concentrarse en la maraña de viandantes pintorescos que colapsan la calzada. Viajeros y expediciona-rios que acaban de regresar del Himalaya se mezclan, despistados y confundidos, con una turbamulta más acostumbrada a sobrevivir en este hormiguero humano. El exceso de población y la pobreza no han conseguido, sin embargo, eliminar el carácter afable y la actitud digna e íntegra de los habitantes de la Meca del mundo hippie.

A pesar de que el budismo es dogma minoritario, las stupas que esta doctrina filosófica y religiosa derivada del brahma-nismo ha erigido confieren a Katmandú las notas más acusadas de su personalidad. La de Swayambhunath —conocida también como Templo de los Monos— es, sin duda, la de mayor nombradía. Debe el visitante trepar trabajosamente por la ladera de un

cerro situado extramuros de Katmandú para alcanzar este fascinante destino. Los monjes no ponen obstáculos a la presencia de extranjeros durante sus preces, siempre que se guarde la debida compostura y se adopte una posición prudente en algún rincón de la sala de meditaciones. En un ambiente especialmente predispuesto para la inmersión espiritual, en el que las volutas del humo del incienso juegan a reflejar la escasa luz natural que se cuela por diminu-tos ventanucos, el visitante se siente trans-portado a un mundo mágico. Los monjes parecen pugnar por imponer su jaculatoria sobre la del colindante, elevando paulati-namente el tono hasta crear un caos de voces crecientes que acaban confluyendo, con precisión sorprendente, en un mismo mantra común, mientras se da paso al sobrecogedor sonido de las trompas. Lejos de crear cualquier tipo de tensión o exci-tación, el frenético impulso de los monjes que oran por quienes aún permanecen

esclavizados por el deseo y el contundente sonido de los instrumentos de viento provocan una placentera sensación de relajación. Podrá el viajero disfrutar otras extraordinarias stupas tanto en pleno cora-zón de Thamel —Kathesimbhu— como en el Barrio Nepalí, que acoge a una cuantiosa población de refugiados.

El visitante que quiera completar su conmoción sensorial, experimentando emociones intensas, puede acercarse hasta Pasupatinath. En los gaths de cremación instalados a orillas del río Bagmati se puede contemplar alguna impresionante ceremonia funeraria, que revela las diferentes concepciones del modo de enfrentarse a la muerte que existen en las diferentes culturas.

Katmandú es un delirio para los senti-dos. Un lugar mágico, en el que el viajero se siente transportado a un mundo fantástico, pletórico de color, donde las emociones afloran a cada paso.

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África despierta pasiones. La tibieza de sus atardeceres, el ritmo de su música —que se siente como melo-

día pegada a las manifestaciones más ances-trales del ser humano—, su mágica aureola, en definitiva, envuelven la conciencia debili-tada del viajero, y la atmósfera africana acaba por adueñarse de su voluntad y rendirle a sus encantos. No resulta sencillo representar al continente de piel oscura a través de un solo destino. África es una realidad plural. La magia del color que ilumina el Magreb, la fascinación del Egipto milenario, el calor de la convivencia tribal de los pueblos del occi-dente, las amables sabanas del entorno del Rift Valley o la estética indescifrable de los desiertos del cono sur constituyen algunos ejemplos incontestables de esta apreciación. Es, además, reducto de grandes mamíferos, el último rincón del Planeta donde la codicia del hombre no los ha arrinconado hasta su exterminio.

Hace apenas unos meses el diario informá-tico el mundo.es abría un suplemento dedi-cado a las preocupantes previsiones que se ciernen sobre la Tierra con una escalofriante rúbrica: “2030: DESAPARECEN LOS GORi-LAS”. En su texto se leía «En el corazón de los montes Virunga, cerca de la línea imaginaria

que separa Uganda, Ruanda y la República del Congo, murió ayer el último gorila que quedaba en el mundo». Aunque la noticia está formulada en términos de ficción, produce un verdadero vuelco de corazón. ¿Será el hombre capaz de consentir el exterminio de su más próximo pariente? Sumamos nuestra voz a la de todos cuantos han clamado por su conser-vación —en algunos casos, como en el Dian Fossey, pagando con su propia vida la pasión por estos primates—, dirigiendo nuestro viaje africano hacia las exuberantes laderas de los Montes Virunga, en tierras de la República Democrática del Congo, donde habita una población de nuestros últimos Gorilas de Montaña. Es, ciertamente, una situación de penumbra la que se cierne sobre este soberbio primate, de mirada triste y profunda, incon-testablemente humana. Apenas quedan siete centenares de ejemplares, y constituye un inex-cusable imperativo de responsabilidad cultural garantizar su conservación.

La República Democrática del Congo es, en la actualidad, un país dominado por conflicti-vidad política y social, que se deja sentir a cada paso. Quien tenga la determinación de cruzar su mirada con la de un espalda plateada debe ser consciente de que se enfrenta a un viaje cargado de tensión e incomodidades. Poco

importan las penurias que proporcionan no menos de diez horas de tortura saltando en el interior de una especie de furgoneta-cocte-lera que agita sin compasión a sus ocupantes por las descarnadas carreteras de este país sacudido por la violencia y masacrado por la miseria. Poco importa, también, la sensación de que en cualquier momento pueda surgir el incidente poco deseado de un asalto. Esperan los Gorilas de Montaña.

El acceso más confortable a las laderas de los fascinantes Montes Virunga se realiza desde tierras de Uganda. Las gestiones fronte-rizas no concluyen hasta que se ha ultimado la contratación de un transporte, operación que se asemeja más a un pertrecho militar que a una expedición turística de placer. Los trámites incluyen la contratación de algunos congole-ños —nunca se acaba de tener muy claro si se trata de militares o paramilitares— que subirán al vehículo armados con viejas reliquias de combate que inmediatamente evocan la sugerencia de las primeras series de esos kalashnikov que acaban de cumplir sesenta años de existencia, desechadas por haber superado con amplitud de margen sus ciclos naturales de operatividad. No deberá el viajero preocuparse de rastrear nerviosamente el entorno, en busca de algún peligro externo, ya

Montes Virunga Gorilas en la penumbra

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que la perspectiva del asalto no llega a preocu-par tanto como el propio temor a que en cualquier momento las viejas armas de guerra, cuyos cargadores se sujetan con gomas y correas al cañón de la vetusta arma, comien-cen a descerrajar autónomamente en el inte-rior del vehículo una ensalada de tiros, aprove-chando cualquiera de los brutales bamboleos que provocan los socavones del firme.

Al llegar al pie de la falda donde se asienta el centro de operaciones de Bukima, la furgo-neta comienza a trepar por una descarnada pista que en ocasiones se empina hasta extre-mos que hacen inverosímil el avance del braví-simo vehículo. Los niños congole-ses comienzan a acostumbrarse a este tránsito y utilizan, para enojo del conductor, cualquier estribo de la furgoneta para agarrarse y darse un homenaje de carrusel de feria, cual improvisada montaña rusa, hasta que el malhumorado chófer decida detener el vehículo y expul-sar a pedradas a la bulliciosa chiqui-llería, que arriesga su vida ante los atónitos ojos del viajero a cambio de unos instantes de emoción.

Alcanzado el destino, el ocupante desciende a tierra firme. Pasarán algunos minutos antes de que pueda recuperar su descom-puesto sentido del equilibrio. Comienza ahora una caminata de aproximación por bellos campos de sorgo, ahora bajo la tutela de un comando militar que protege al visitante de indeseados asaltos o secuestros. Hay una seriedad secular en el rostro del jefe de la comitiva. Gesto adusto que no se sabe muy bien cómo interpretar. El despliegue de seguridad es tan notable, que el viajero duda si se encuentra en situación de máxima seguridad o de inminente peligro. Prefiere pensar lo primero, pues de lo contrario el tránsito por la entraña boscosa de los Montes Virunga se convertiría en una pesadilla. Aguar-dan al visitante varias horas de marcha en las que habrá de saltar sobre las ramas, arrastrarse por el suelo y doblar el espinazo hasta el límite de sus recursos, esfuerzos a los que no se concede la más mínima importancia, siempre que se albergue la esperanza de alcanzar el objetivo. La tarde avanza y el sol comienza a declinar. Súbitamente se percibe un cambio de actitud en los guías, quienes mediante gestos ostensibles piden a los visitantes que se despo-jen de sus mochilas. ¡Los gorilas están ahí!.

¿Dónde? Parece mentira que un lugar tan emboscado pueda servir de morada a anima-les tan corpulentos. Quiere creer el viajero que por fin ha llegado su momento de gloria, pero hasta que no tenga a la vista a «sus» gorilas no será capaz de desterrar su incredulidad. Se encuentra sumido en el interior de una especie de dolina cónica, y le parece imposible que en este lugar casi intransitable pueda existir otra vida animal superior. Trepa ansiosamente por la ladera para salir de aquel atolladero, y al coronar el borde de la hoya el corazón se le paraliza. Súbitamente pasa de la incertidum-bre a la fascinación. Arrinconados en una

pequeña meseta clareada, de apenas una docena de metros de radio, los componentes de un grupo familiar de gorilas de montaña fruncen el ceño para manifestar su incomo-didad ante la irrupción de aquel contingente de militares y hombres de tez blanquecina que han surgido de entre la maraña para turbar la santa paz de la familia. Con una frenética actividad de gestos y mensajes sordos, los guías armados piden a los viajeros que se agazapen junto a los árboles para dejar una vía de salida al grupo familiar, que ha iniciado una maniobra de desplazamiento en busca de nueva intimidad. En ocasiones el soberbio espalda plateada se aproxima hacia el lugar

donde permanecen boquiabiertos los visitan-tes y pasa a su lado rozando su vestimenta. La tensión se incrementa, hasta que la mirada del pater familias revela una tranquilizadora ausencia de agresividad, y apenas se adivina una advertencia. «No sé quién eres, sujeto de tez enfermiza, pero mira con quién te la estás jugando», parece decir con su gesto el esplén-dido ejemplar. El silencio y la actitud sumisa de los visitantes se tornan muy elocuentes, y pare-cen tranquilizar al admirable espalda plateada. «¡Tranquilo, que si estoy aquí es porque no me puedo apartar; ni por lo más remoto se me ocurriría probar tu malhumor!», contesta con

su mirada el visitante. Se siente a flor de piel un diálogo de silencios y contención de la respiración que termina por resultar fascinante. Cuando la Naturaleza coloca a dos seres vivos en posición de enfren-tamiento, nada mejor que saber aceptar el papel que corresponde a cada uno. Retorna el silencio absoluto a la selva nebulosa, hasta que la paciencia del gran jerarca primate alcanza su límite y decide que aquel juego debe terminar.

Todas las penurias sufridas en el acceso resultan accidentales en la balanza del recuerdo, en la que vence con peso abruma-dor la sensación de fascinación que proporciona el inolvida-ble encuentro con los gorilas. Durante unos minutos carga-dos de intensidad sensitiva sin precedentes el viajero recupera una percepción de reencuentro con un rincón del alma donde perviven algunos recuerdos ancestrales, plenos de emotivi-dad. Cuando se mira a los ojos a uno de estos primates, el tiempo parece paralizarse. Su mirada

revela un sentimiento de melancolía y trans-mite una extraña sensación de placidez que invitan a recuperar el ritmo pausado que permite degustar las cosas verdaderamente importantes. Aquellas que nos reconcilian con la propia naturaleza humana. En los ojos de un espalda plateada se mezclan sugerencias de sentimientos infantiles con la evidencia del poder de la fuerza esplen-dorosa de quien se cree indestructible. Perdurará para siempre en el recuerdo del viajero una mirada capaz de hacer entender: «Estoy en mi santuario y merezco disfrutar mi vida; respétame y no te haré comprobar las consecuencias de mi ira».

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Para representar al continente americano hemos fijado nues-tra atención en un fenómeno

histórico que dejó una huella indele-ble en la fisonomía urbana de muchas capitales meridionales. Nos referimos a la impronta que dejó el colonialismo en diversas ciudades sudamericanas. El casco histórico colonial más antiguo y extenso de Hispanoamérica es el de la capital de Ecuador, que goza del recono-cimiento como Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1978.

Quito acomoda su caserío en un paraje de accidentada orografía. Hunde su corazón histórico en una hoya cobi-jada en el regazo del volcán Pichincha. Su concepción original intentó responder al modelo que hizo fortuna en la urbe ibérica de finales de la decimoquinta centuria, con estructura reticulada en torno a una gran plaza central a la que se asomaban las edificaciones más rele-vantes. Pero la abigarrada orografía del lugar condicionó este proyecto, y obligó a recurrir a un hibridaje de soluciones indígenas y occidentales para planificar su desarrollo. Fue refundada en el año 1534 sobre los escombros de la antigua capital de un efímero reino indígena, cuyo caudillo Rumiñahui prefirió destruir la ciudad antes que dejarla caer en las

manos del colonizador ibérico, que capi-taneado por Francisco Pizarro avanzaba imparablemente hacia el corazón de sus dominios. La Villa de San Francisco de Quito iniciaba, tras su reconstrucción, un largo trayecto histórico que habría de engalanar sus calles con una dotación arquitectónica de belleza incomparable, síntesis del ideario estilístico que llevaba consigo el colonizador ibérico y de la tradición vernácula que conservaban los habitantes autóctonos.

Quito organiza su urdimbre arquitec-tónica en torno a grandes plazas, que constituyen una buena referencia para planificar un acercamiento a su casco histórico. La Plaza Grande —también llamada de la Independencia— es una especie de salón colectivo donde los quiteños ejercen ese sistema tan tradi-cional de comunicación social que es la tertulia improvisada en torno a un banco. A ella se asoman los Palacios del Gobierno —que revela la influencia de un adusto estilo neoclásico—, Arzobis-pal —estructurado en torno a recoletos y encantadores patios interiores— y Muni-cipal, además de la iglesia del Sagrario y la Catedral que se erigió en 1565. Esta plaza es el recurrente punto de concen-tración e intercambio social de los quite-ños, y constituye el verdadero corazón de

la ciudad. Un corto paseo por el casco colonial de Quito nos conduce hasta otra de las plazas umbilicales de la ciudad, la de San Francisco, que toma su nombre del templo homónimo que ostenta la condición de edificación religiosa más antigua de la ciudad. El bullicio y el colo-rido del mercado callejero, la enorme amplitud del espacio abierto y el telón de fondo del volcán Pichincha convierten a este lugar, que retumba bajo un casi continuo repicar de campanas, en uno de los rincones más atractivos de Quito. La edificación de la espléndida iglesia de San Francisco se debe a un misio-nero flamenco llamado Joedco Ricke, a quien las crónicas atribuyen, también, la introducción en el país de las plantacio-nes de trigo. Más recoleta, pero también cargada de sabor popular, la plaza de Santo Domingo adquiere el aire bohemio que confieren los artistas callejeros que allí se reúnen. La plaza comienza a cobrar un aura especial al anochecer, cuando la luz moribunda del día se entremez-cla con la de los focos que iluminan las cúpulas del templo que preside la plaza. Es posible que los personajes de la farán-dula que allí actúan no sean consumados especialistas, pero siempre concitan la atención de un nutrido grupo de quite-ños que rodean al improvisado payaso,

Quito Perla colonial

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aprendiz de mago, malabarista en periodo de prácticas o saltimbanqui que hace equi-librios milagrosos sobre una silla.

Los Jesuitas dejaron, también, un legado impresionante. La iglesia de la Compañía es obra prodigiosa, en la que se emplea-ron, según el relato de ciertas crónicas no exentas de cierta propensión legendaria, siete toneladas de oro para revestir alta-res, muros y cubiertas. Nada más traspa-sar el umbral de esta soberbia edificación comprenderá el visitante que se precisase más de un siglo y medio para rematar unas obras cuya primera piedra se colocó en el año 1605.

Para abrazar con un solo golpe de vista todo este soberbio legado histórico, la ciudad ofrece dos destacados oteade-ros. Uno lo puso la Naturaleza. El otro lo construyó el hombre. Encaramémosnos al primero. El Cerro del Panecillo nos sitúa a tres millares de metros sobre el nivel del mar, donde el viajero occidental procedente de tierras bajas comienza a acusar esfuer-zos que en otras circunstancias de altitud resultarían completamente inocuos. Histo-riadores y cronistas nos ofrecen versiones diferentes acerca de los antecedentes del lugar. Algunos tratadistas nos cuentan que los pobladores autóctonos anteriores a la colonización designaron a esta atalaya con el nombre de Yavirac, voz que provenía del templo que aquí se alzaba en honor de este dios-sol de los Incas. Otros autores propo-nen como antecedente el nombre de Shun-goloma, una voz quechua que significaba algo así como Loma del Corazón. En todo caso, el colonizador sustituyó el nombre indígena por el de Cerro del Panecillo al

reparar en su forma que sugería un prepa-rado de harina cocida. Trasladémosnos, ahora, a la atalaya artificial a la que antes nos referíamos. La Basílica del Voto Nacio-nal es un edificio ciclópeo erigido bien avanzado el siglo xix con un ideario estilís-tico que vuelve los ojos al dictado gótico, si bien sustituye las tradicionales gárgolas por una muestra de animales representativa de la herpetología local. Sus dos docenas de capillas representan a las veinticuatro provincias ecuatorianas. Puede el visitante remontar los ciento quince metros de su torre mayor para disfrutar de espectacu-lares vistas sobre el núcleo colonial de la ciudad.

Quito sorprenderá al viajero, que acabará por sentirse atrapado en la atmós-

fera de mestizaje cultural que respira esta ciudad encastillada. ¿Cuál es la razón por la que el viajero acaba siempre rendido ante la belleza de esta ciudad? Quizá sea el aire cristalino que la envuelve, tal vez la altitud que destruye las defensas del viandante foráneo, que avanza trabajosamente por sus calles empinadas mientras se embe-lesa contemplando las casonas encaladas y esa nómina interminable de prodigiosos edificios religiosos que ha motivado el cali-ficativo de la ciudad como el claustro de América, o posiblemente sea la sinfonía de sincretismo cultural que ha resistido el embate de las diferentes modas culturales, el asedio del tiempo y el efecto destructor de las bramantes entrañas terrestres. Quito enamora, siempre, al visitante.

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Hubo un tiempo remoto en que se crearon todas las cosas y se dictaron todas las leyes. Los abo-

rígenes australianos de los pueblos Pitjan-tjatjara y Yankunytjara, integrantes de la etnia Anangu, se refieren a este periodo de creación con una expresión que ha sido traducida como el Tiempo del Sueño. Esta filosofía aborigen sitúa su epicentro en un monolito rocoso que brota en la desierta llanura de piel rojiza del corazón de Australia, que la tradición vernácula conoce con el nombre de Uluru. Los co-lonizadores occidentales lo rebautizaron, denominándolo Ayers Rock. Es un lugar mágico para los moradores milenarios de esta tierra y fascinante para el visitante moderno.

Los Anangu son legatarios de un antiquísimo acervo espiritual basado en una rica cultura que gravita sobre el en-tramado de relaciones entre el hombre, los animales y plantas y los propios com-ponentes del paisaje. Las leyes que esta-blecen el modo de interpretar y preservar este equilibrio se aglutinan en una tradi-ción cuya naturaleza cabalga entre la le-yenda, la filosofía y la religión. La vida de los aborígenes se rige por el Tjukurpa, un código de leyes que explican del origen de las cosas y regulan el ordenado man-tenimiento de las relaciones del hombre con el entorno. La impregnación religiosa

de los Anangu ha dejado multitud de huellas impresas en el paisaje. Uluru es el santuario sagrado de esta filosofía. Allí se originaron las cosas y se dictaron las leyes. El visitante occidental se asoma a la catedral del Tjukurpa con inicial escepti-cismo, pero pronto se ve atrapado en las redes tejidas por una concepción filosó-fica ancestral y por los relatos alusivos al Tiempo del Sueño, que nos hablan de las heroicas hazañas de viajeros ancestrales que recorrieron la Tierra cuando aún era maleable, dibujando caminos, excavando pozos y habilitando manantiales, para que las duras condiciones del ecosistema desértico dejaran algunos resquicios que posibilitaran la vida de los moradores de este inhóspito lugar. El caminante que cubra los nueve kilómetros y medio del perímetro del grandioso monolito sentirá una inevitable sensación de espiritualidad y no dejará de asombrarse ante cada una de las inexplicables intervenciones naturales —obra de los espíritus, en la interpretación Anangu— en un mono-lito que eleva con potencia y soberbia irrefrenables tres centenares y medio de metros de roca bermeja sobre la devas-tada llanura. Algunas cavidades naturales de Uluru continúan vetadas a los turistas. Así ocurre, por ejemplo, con la cueva de los hombres-canguro de Mala, que es es-cenario de los asombrosos ritos iniciáticos

de los jóvenes aborígenes. Aunque los Anangu no son muy partidarios de esta práctica, son muchos los visitantes que ascienden a la cumbre de Uluru, y una fila casi continua de turistas se perfila so-bre su vertiginoso perfil, en el que ha sido preciso instalar una cadena para evitar los frecuentes accidentes —muchas veces mortales— que provocaba cualquier pér-dida de apoyo sobre la áspera roca.

Al amanecer Uluru se percibe como un refulgente sol naciente que no se decide a terminar de salir. Su iluminación cambia con la variación del ángulo de incidencia de los rayos solares, ante la sorprendida mirada del visitante. No es menor el im-pacto estético que produce el crepúsculo vespertino. El prodigioso roquedo va perdiendo su color hasta integrarse en la absoluta oscuridad de la noche siempre estrellada de este rincón desértico austra-liano, manifestando una mutación que sugiere un paulatino cambio de humor. Muchos visitantes celebran la emotividad de este espectáculo descorchando bote-llas de vino espumoso. Quien se aparte de este bullicio disgregador disfrutará con mayor intensidad, desde la intimidad de algunos puntos de observación retirados de las rutas habituales del turismo, el espectáculo crepuscular, y dispondrá de mejores condiciones para intentar com-prender los motivos que llevaron a los

Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta El Tiempo del Sueño

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pobladores aborígenes a divinizar este ciclópeo roquedo, creador de leyendas y generador de emociones estéticas.

El área sagrada de los Anangu tiene otro santuario aledaño que ha sido herma-nado con Uluru mediante la creación de un Parque Nacional que engloba a ambos lugares. Se trata de Kata Tjuta —Muchas Cabezas, en lengua Anangu—, que los colonizadores occidentales rebautizaron con el sobrenombre de Monte Olga. Tres docenas de rocas esféricas emergen de la nada, como el vecino Uluru, en la desér-tica planicie australiana. Las Olgas elevan su redondeada estructura hasta una cota culminante que supera los quinientos me-tros de altitud. No puede sorprender que estas caprichosas formaciones desper-taran la especulación de las ancestrales tribus vernáculas para explicar su origen, por mucho que la geología moderna nos hable, con evidente frialdad, del sola-pamiento de placas tectónicas y nos sorprenda manifestando que únicamente un pequeño porcentaje —posiblemente no superior al 5%— de la formación emerge de la tie-rra, cual punta de iceberg, y que estos batolitos continúan

creciendo, eso sí, con la lentitud propia de los procesos orogenéticos.

El gobierno australiano ha reconocido, hace apenas unos años, que la titularidad de estas tierras corresponde a los Anangu, a quienes ha cedido la responsabilidad de la gestión del Parque Uluru-Kata Tjuta, creado para proteger un santuario cultu-ral que aúna la fascinación de una cultura aborigen milenaria con la estética des-lumbrante de un paisaje único. La cultura aborigen se presenta en Uluru-Kata Tjuta como una manifestación de visión cosmo-lógica y una vocación religiosa matizadas con normas que, más allá de su propia in-tegración en un sentimiento colectivo car-gado de referencias mágicas, se inspiran en el más irreprochable sentido común. La tradición vernácula se ha transmitido

entre generaciones a través de las cancio-nes, los cuentos, la escultura y la pintura, circunstancia que el moderno mercanti-lismo ha sabido rentabilizar, creando una floreciente industria turística. El viajero mira, no obstante, con cierto recelo los desorbitados precios de algunas muestras de la pintura puntillista que se le ofrece, sospechando que se pretende vender ar-tesanía a precio de verdadero arte.

Uluru y Kata Tjuta siguen habitados. En sus entrañas continúan morando es-píritus ancestrales que mantienen viva la conexión con el Tiempo del Sueño. Habrá un momento en que el viajero se sienta tentado de aceptar la intervención de los espíritus en tan inexplicables acci-dentes orográficos, cuando se vea inva-dido por una sensación mágica mientras

contempla, ensimismado, las desconcertantes trans-formaciones experimentadas por estas asombrosas mon-tañas rocosas. El ideario del Tjukurpa se manifiesta, sobre un paisaje de belleza deslum-brante, como la adecuación de las normas al desarrollo armónico de la relación del hombre con el espacio natu-ral en el que habita.

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Parque Nacional Uluru-Kata Tjuta El Tiempo del Sueño