Sujeto envolvente

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1 Sujeto Envolvente I “... He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable. Como anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el regreso. Al comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos y todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara ahí. Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la complejidad del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un recorrido. Y que este supone convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si en términos relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición de sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si, en fin de cuentas, lo hecho es tal, en razón a esa misma posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como lugares y situaciones que se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por lo menos, sin ser conscientes de eso. Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni cuando me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo esto último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que, en mí, no fue crecer, Ni mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido. Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de las otras. Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es necesario para el postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de calendas y de establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por la vía de endosarlo a quienes ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado Estado. O a quienes posan como gendarmes de todo, incluida la vida de todos y todas. Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de confrontar y transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta de mi verdadero alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las otras. Y de sus posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la vida y con la muerte.

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Sujeto Envolvente

I “... He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable. Como anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el regreso. Al comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos y todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara ahí.

Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la complejidad del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un recorrido. Y que este supone convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si en términos relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición de sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si, en fin de cuentas, lo hecho es tal, en razón a esa misma posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como lugares y situaciones que se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por lo menos, sin ser conscientes de eso.

Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni cuando me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo esto último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que, en mí, no fue crecer, Ni mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido.

Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de las otras. Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es necesario para el postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de calendas y de establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por la vía de endosarlo a quienes ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado Estado. O a quienes posan como gendarmes de todo, incluida la vida de todos y todas.

Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de confrontar y transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta de mi verdadero alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las otras. Y de sus posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la vida y con la muerte.

Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los escenarios. Y yo, como es apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con mis ilusiones. Y con mis asomos a la libertad. En ellas se descubrieron mis filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones recónditas, en las cuales exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el paseo que está orientado, hacia la muerte.

Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo crecían, alrededor de mi estancia, las mujeres y los hombres que conocí cuando eran niños y niñas. Y, estando en vecindad de la vecindad, conocí lo perdulario. Ese ente que posa siempre latente. Que está ahí; en cualquier parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes ejercen como mascotas del poder. Como ilusionistas soportados en las artes de hacer creer que lo que vemos y/o creemos no es así; porque ver y creer es tanto como dejarse embaucar por lo que se ve y se cree. Una disociación de conceptos, asociados a la sociedad de los que disocian a la sociedad civil y la convierten en la sociedad mariana y en la sociedad trinitaria y confesional. Y, siendo ellos y ellas ilusionistas que ilusionan acerca de la posibilidad de correr el velo de la ilusión para dar paso al ilusionismo que es redentor de la mentira que aspira a ser verdad y la mentira que es sobornada por quienes son solidarios y consultores para construir verdades.

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Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando empezaba a creer en el ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que me convocó a reconocerme en lo que soy en verdad. Sujeto que va y viene. Que se enajena ante cualquier soplo de realidad verdadera. Que ha recorrido todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos y videntes de la otra orilla. Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que caminan atados a la vocinglería que reclama ser reconocida con voz de los itinerantes. Y, estando en esas, me sorprendió la incapacidad para protestar por la infamia de los desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de los días por venir y de los días perdidos.

Y volví a pensar en mí. Como tratando de localizar mi yo perdido, desde que conocí y hablé con los magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre kantiano y hegeliano. Entre socrático y aristotélico. Entre kafkiano y nietzscheano. Pero, sobre todo, entre herético y confesional. Ese yo mío tan original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin embargo, tan posicionado en los escenarios de piruetas y encantadores de serpientes. Saltimbanquis que me convocan a cantarle a la luna, desde mi lecho de enfermo terminal. La enfermedad de la tristeza envalentonada. Sintiéndome poseído por los avatares increados; pero vigentes. Artilugios de día y noche.

II Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio fronterizo. Entre Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo la han acomodado ellos. En tiempo de mi pequeñez de infante, tenía mis predilecciones a la hora de rezar y empatar. La tríada indemostrable. Uno que son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero también le recé a Santo Tomás y al Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos los periodos. Caminé con la Virgen María. De su mano recibía El Cáliz Sagrado cada Cuaresma. En esos mis sueños en los cuales también buscaba el Santo Crial. En esa blancura perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología nefasta. Purpurados blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros recorriendo los inmensos territorios habitados por infieles. Rodaron cabezas setenta veces siete. La tortura fue su diversión predilecta. En la Santa Hoguera y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y cayeron muchos y muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las canonizaciones se otorgaban como recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como cuñete que soporta la avanzada papista; aun en este tiempo. Vaticano nauseabundo. Sitio en el cual la presencia de los herederos de San Pedro, ejercen como espectro que pretende velar el contenido criminal de pasado y presente. Siguen anclados. Y difundiendo su versión acerca de la vida y de la muerte. Purpurados perdularios. Para quienes la Guerra Santa es heredad que debe ser revivida.

Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar. Ya pasó lo de Méjico y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con derrota incluida) y lo de Bahía Cochinos y está vigente lo de Irak y lo de Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene Guantánamo como escenario en el cual efectúan y efectuaron sus prácticas los profesionales de la tortura.

…Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible. En esta bifurcación de caminos. Todos a una: la ignominia. Y me levanto cada mañana; con la mira puesta en una que otra versión. Escuchadas en la noche; cuando no podía embolatar el hechizo tan cercano a la locura, al cual me he ido acostumbrando. Y, a capela, alguien me insinúa, a mitad de camino, la posibilidad de argüir mi condición de lobotomizado, cuando enfrente el juicio histórico de mis cercanos y cercanas. Ante todo, aquellos y aquellas con los (as) cuales he compartido. Siendo volantín al socaire. Siendo aproximación a la condición de sujeto libertario. Siendo apenas buscador de límites.

III. En esta inmensa soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de acontecimientos y de acciones. Como si fuese experto prestidigitador .Como lo fueron aquellos sujetos encargados de divertir a reyezuelos. Otrora, yo hubiese protestado cualquier asimilación posible de mis acciones a aquellos teatrines incorporados a la cotidianidad burlesca.

Pero ya no puedo protestar nada. Simplemente, porque no he sabido posicionarme como cuestionador de las entelequias del poder. En el día a día. Porque así es como funciona y como es efectivo. Obnubilando los entornos. De tal manera que he llegado al mismo sitio al que llegan los lapidadores de la verdad y de la ética. Sitio embadurnado; mimetizado y que posa como lugar

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común. Y que reúne a figuras asimiladas a los sátrapas. Personajes delegados por las jefaturas de los imperios. Sí, como diría alguien próximo, ¡así de sencillo llavería!

Inmerso en ella (…en la misma soledad) he vivido en este tiempo. Ya, el pasado, no cuenta para mí. O, al menos como debiera contar. Es decir, como referente reclamador ante expresiones que tuve o dejé de tener. Cierto es que me fugué hace un corto tiempo. Fugarse del pasado es lo mismo que hacer elusión de la convocatoria a vivir en condiciones en las cuales, el presente no obre como tormento. Ficticio o no. Pero tormento en fin de cuentas.

Soledad relacionada con la herencia, casi como copia de genes. Soledad que me remite siempre a ese pasado de todos y de todas. Pero que, en mí, cobra mayor fuerza en razón a la proporcionalidad entre decires y silencios. Esos silencios míos que pueden ser tipificados como verdaderos naufragios conceptuales. Como remisión a la deslealtad. Con mi yo. Y con todos y todas quienes estuvieron en ese tiempo. Y, entonces, reconozco a Hortensia, a Fabiana, a la Nena linda de Tunja , y a la negrita Caribú, y a Nancy, y a la Zoraida que muerte medio en el ahora y a…

IV. Y, como si fuera poco, me hice protagónico en el ejercicio de las repeticiones. Como queriendo volver a esos escenarios en los cuales no estuve, pero que intuyo. El Homo-Sapiens en todo su vigor. Tratando de localizarme a futuro, para endosarme su tristeza. Para hacerme heredero de penurias. En ese tránsito cultural que fue, paso a paso, su itinerario. Cultura sin soporte diferente a aquellos ditirambos que nos situaron en condiciones de vulnerar a la Naturaleza; pero también de construir el significado del amor; de la ternura; de la solidaridad.

V. Y, en eso de la ternura, de la solidaridad y del amor, me estoy volviendo experto. Pero como en regresión. Es decir en contravía de lo que, creí en el pasado, era mi fortaleza. Y me veo como advenedizo en este tiempo en el cual, precisamente, es más necesario ser herético, punzante, hacedor de propuestas de exterminio de aquellos que consolidaron su poder, a costa de la penuria y de la infelicidad de los otros y de las otras.

Y, en eso de ser libre, me quedé a mitad de camino. Como pensando en nada diferente que estar ahí; como simple perspectiva de confrontación. Una existencia próxima al desvarío de aquellos y aquellas que siguen estando, como yo, sin comenzar siquiera el camino. Camino que se me escapa cada vez que lo miro o lo pienso. Camino que me es y ha sido esquivo por milenios.

Porque nací hace tantos siglos que no recuerdo si accedí a la vida o al albur de los acontecimientos. Vida que se retuerce día a día y que no es tal, porque no la he vivido como corresponde. Lejanos momentos esos. En los cuales imaginé ser humano perfecto. Humano centrado en el itinerario vertido al unísono con las epopeyas de los y las libertarios (as). Lejana tierra mía (como dice el lunfardo). Tierra que fue arrasada desde mucho tiempo atrás. Desde que lo infame se posicionó como prerrequisito para andar. Y andando se quedó. Un andar predefinido. Andar que no es otra cosa que seguir la huella trazada por nefandos personajes que hicieron de la vida una yunta. Como encadenamiento cifrado. Como propuesta que restringe la libertad. Y que la condiciona. Y que la mata, a cada momento.

Lejanos horizontes los que caminé. Solo. Porque la soledad es sinónimo de estar ahí. Como convulsivo sujeto de mil maneras de aprender nada. Sujeto que se sumergió en el lago mágico del olvido. Ese que nos retrotrae siempre a la ceremonia primera en la cual se hizo cirugía al vuelo libertario. Cortando alas aquí y allá. Cirugía que se convirtió en ritual perenne. Como cuando se siente el vértigo de la muerte. Muerte que huele a solución, cada vez que recuerdo y vivo. Pasado y presente. Como si fuera la misma cosa.

VI. Como soplo de dioses, pasó el tiempo. Yo enajenado. Esa pérdida de la memoria que remite al vacío. Y estuve, en esa condición, todo el tiempo. Desde que empecé a creer que había empezado a vivir. Enajenación, similar a la de los personajes de Kafka. Prolongación del yo no posible, en autonomía. Más bien reflejo de lo que no sucede. De lo que no existe. Un yo parecido a la vida de los simios. Repitiendo movimientos. Inventando nada. Simple réplica. Sin el acumulado de verdades y de hechos y de posibilidades, que debe ser soporte de vivir la vida. Y, cualquier día, me

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dije que no volvería a experimentar con eso de no sentir nada. Pero no fue posible. Simplemente porque nunca encontré otro libreto. Porque me quedé recabando en lo que pude haber sido y no fui. Porque, como los marianos, me quedé esperando que viniera la redención, por la vía de la Santa Madre. Porque me obnubilé con ese desasosiego inmenso que constituye el estar ahí. Pensando, si acaso eso es pensar. Pensando en que sería otro. Diferente. Otro yo. No perverso. No conciliador con la gendarmería. Otro sujeto de viva voz, no voz tardía y repetitiva. Voz de mil y más expresiones de expansión. En el ancho mundo histórico. Ese que es concreción de vida. Porque, lo otro, es decir estar ahí, es como mantener vigente la enajenación profunda.

Un yo Kantiano que se sumergió (¡otra vez¡) en la heredad de los emperadores y de los dioses míticos y de las creencias aciagas y de los postulados polimorfos de los sacerdotes socráticos y aristotélicos. Sacerdotes que remiten a la interpretación de lo que existe, por la vía de la vulneración del yo concreto, vivencial; necesitado de vivir sin el cepo perenne de una interpretación de la vida, sin otra opción que estar ahí. Esperando que los silogismos desentrañen la vida. Y que la sitúen como premeditación. Como expectativa unilateral; sin cuestionamientos y sin alternativas diferentes a ser gregarios personajes que deletrean las verdades de conformidad con el discurso ampuloso ante la asamblea de diputados que tratan de convencerse a sí mismos, de que no existe otra alternativa a mirar el universo como centro que fue creado desde siempre por quien sabe quién. O el Dios Zeus; el Dios Júpiter; el Dios Cristiano que no supo administrar, a través de su hijo ilustre, las posibilidades de quebrantar el yugo de los imperios. O del Dios del profeta Mahoma que se enredó en justificar mil disputas por el poder que otorga la verdad. Todos, en fin asfixiándola, en cada momento histórico. Dioses perdularios. Matadores de cualquier ilusión. Pero yo me quedé expectante. Esperando que llegara el salvador por la vía de la Razón kantiana; o por la vía de la postulación dialéctica hegeliana. O, simplemente, por la vía de la propuesta ecléctica de Engels.

Y todavía estoy aquí. Y ensayé con la proclamación de Darwin, para resarcirme de mis creencias de la creación de las especies, a la manera de Génesis II, 18-24. Y, tal parece que no entendí su mandato evolutivo. Y me recree en Morgan, en la intención de concretar una propuesta de sociedad heredada, a partir de sucesivos momentos en la historia de la humanidad. Y me quedé esperando ver en Marx una opción diferente a la de Max Weber. Sociedad de confrontación. De lucha de clases. Pero, tal parece que tampoco eso lo entendí. Simplemente porque no pude descifrar el código revolucionario inmerso en su teoría. Y me quedé esperando a Lenin. Con su teoría de partido y de concreción de la libertad por la vía de la extirpación de la ideología de los terratenientes y de los burgueses y del Estado

Y me quedé esperando al divino Robespierre, cuando supe de sus arengas para destruir a la Bastilla y a los reyezuelos y a los monárquicos todos. Pero me confundí cuando este erigió la guillotina como solución. Y, antes, había esperado a Giordano Bruno. Pero, por su misma opción hermosa de libertad, no pude interpretarlo; y su muerte atroz, me sorprendió prendiéndole velas a Descartes.

VII. Otra vez desperté pensando en la libertad. Es una reiteración. De ese tipo de expresiones que naufragan, cuando nos percatamos que la hemos inmolado en beneficio de la metástasis con la violencia oficial. Un tipo de vulneración que la llevó (…a la libertad) a ser auriga de vocingleros de la democracia, que encubren prestancia adecuándola a su intervención como promotores de esperanza centrada en su discurso de que aquí no ha pasado nada y que solo ellos son alternativa.

VIII. Y estuve en el mercado de san Alejo. Esperando que llegaran los cachivaches colocados como símbolo por parte de los testaferros de la guerra, actuando a nombre de los cruzados por la buena fe, la moralidad y la eutanasia hacia los proclives de la insubordinación. Y, allí, conocí a aquellos y aquellas que se han constituido en beneficiarios de esa guerra y de sus mil y más interpretaciones. Y, en esa dirección, conocí a los académicos. Sí, a los usurpadores. Escribiendo para diarios y revistas.

Una opereta que no acaba. Y vi, con repugnancia, a los desmovilizados y desmovilizadas. Vociferando en contra de su pasado. Y los y las vi como caza recompensas. Allí estaba Rojas (…el de la amputación de la mano de su jefe político y militar y que presentó como trofeo y como

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justificación para recibir la mesada oficial infame) y vi a Santos y su cohorte administrando la guerra a nombre de “los ciudadanos y ciudadanas de bien”. Y vi a todos y todas aquellos (as) que están al lado del Emperador Pigmeo. Y vi a quienes construyen discursos vomitivos, a nombre de la “sociedad civil”, vendiendo sus palabras acartonadas. Como equilibristas que se agazapan. Esperando un nombramiento.

A Eduardo Pizarro Leongómez, blandiendo su pobre erudición, diciendo que las mujeres violadas por los paramilitares no deben hacer de su denuncia una bandera de lucha en contra de los criminales de guerra; a los Angelino Garzón. El mismo que conocí como punta de lanza del Partido Comunista, liderando organizaciones sindicales, a nombre de la revolución. Sí, lo vi como fórmula vicepresidencial del invasor del Ecuador y prístino representante de los monopolios de la comunicación. Y me encontré, vendiendo sus declaraciones, al “Joyero”. Si, al brillador de lámparas de Aladino; es decir, me encontré con Daniel Samper. Sí, el mismo que defendió el bastión monárquico, cuando se produjo el conflicto entre el feudal Juan Carlos de España y el chafarote populista Hugo Chávez. El mismo Daniel Samper que pasó de agache cuando el Santo Oficio de la Alianza Santos-Planeta, expulsó a Claudia López, por haber escrito la verdad acerca de los manejos de los dueños de la verdad en el periódico. Y vi a León Valencia, cuando llegó de Londres con su maleta cargada de palabras en contra de la lucha armada revolucionaria y con un breviario confesional que contiene el evangelio de los “nuevos demócratas”.

Y, por lo mismo, me dije: ¿será que estamos condenados como pueblo a tener que asistir al parloteo de loros y loras que han renunciado a sus convicciones a nombre de la democracia infame de los detentadores del poder en nuestro país. Por siglos. Pasando por encima de los muertos y las muertas que ellos mismos han ajusticiado? ¿Será que, somos un pueblo imbécil que consume la mercancía averiada (parodiando al viejo Lenin) de la paz y la justicia social?

IX. Y seguí dando tumbos. De fiesta en fiesta, como dijo Serrat, cuando cantó interpretó la canción. Y me quedé tendido, en el piso. Como queriendo horadar el suelo para enterrarme vivo; antes que seguir aquí. En esta pudrición universal. En donde la lógica ha sido trastocada; en donde las verdades se han diseccionado y recompuesto, para que asimilen las palabras de los directores y nieguen las palabras nuestras, las de los sometidos. Y seguí ahí. En ese ahí que es todo artificio. Todo lugar común, por donde pasan maltratados y maltratadores, como si nada. Es decir como repeticiones y prolongaciones sin fin.

X No se cuánto tiempo llevo así. Solo se que me niego a reconocer mi trombosis vivencial. Se, por ejemplo, que asistí al evento en el cual Suetonio presentó su obra acerca de los Césares. Y me acuerdo que, estando allá, me encontré con Sísifo. Lo noté un tanto cansado de lidiar con su condena. La piedra, insumo mismo otorgado por los dioses perversos, había crecido en tamaño y en peso. Y no es que la gravedad se hubiese modificado. A pesar de no haber sido cuantificada todavía, seguía ahí; siendo la misma. Y me dijo Sísifo: te cambio mi vida por tu interpretación del escrito del viejo Suetonio. Y le dije: no vaya a ser que estés embolatando el tiempo conmigo, pensando en un descuido para endosarme tú útil pétreo. Y me dijo, casi llorando, “lo mío es otra cosa. No sabes cuánto me divierto, sabiendo que a cada subida y a cada bajada, me queda claro que desafié a los dioses y me siento bien así”. “Pero en cambio tú, sigues ahí. Me cuentan que te han visto en cuanto evento se organiza. Y vas. Y vuelves a ir. Y sigues siendo el mismo Adán que recibió hembras y machos, a manos del dios bíblico. Me cuentan que has tratado de cambiar a Eva por la alfombra voladora de Abdallah Subdalá Asimbalá. Y que en ella piensas remontar vuelo hacia el primer hoyo negro de la Vía Láctea. Pero, también me han dicho, que ni eso has logrado. Que sigues ahí, esperando que regrese Carlomagno de su travesía, para solicitarle que te deje admirar los objetos traídos de su saqueo.

Y, en verdad, me puse a pensar en lo dicho por el viejo Sísifo. Y, no lo pude soportar. Y lo maté. Y logré asir la alta mar, en el barco de Ulises. Y llegué a la sitiada Troya Latina. Sí, llegué a esta patria que tanto me ha dado. Por ejemplo, me ha dado la posibilidad de entender que todos y todas somos como hijos de Edipo. Somos vituperarlos del Santo Oficio de la gestión autoritaria; pero no reparamos que, a diario, poseemos a la madre democracia. Que le cambiamos de nombre cada cuatro años. Pero que sigue siendo la misma. Es decir: ¡nada¡

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XI. Llegué a ciudad Calcuta el mismo día en que nació Teresa. La madre de todos y de todas…y de ninguno. La conocí, un día en el cual estaba succionando el pus salido de las pústulas que había sembrado Indira Gandhi. La vi. Le vi sus ojos mansos. Como mansos han hemos sido; llenos de oprobios y pidiendo a dios por los que gobiernan. Y viajé, al lado de ella, al Vaticano (…sí otra vez). Ella me presentó a Juan Pablo Primero. Recién, el Santo Sínodo Cardenalicio, lo había nombrado Papa. Y, con él, estaban los directivos del Banco Ambrosiano. A los dos días murió envenenado. Después vine a saber, a través de Teresa, que su muerte tuvo como justificación, una investigación que el frustrado Papa, había iniciado siendo todavía cardenal.

XII. Estando en la intención de desatar ese entuerto, me di cuenta que había olvidado mi entorno. Simplemente, me perdí en ese laberinto de las mentiras históricas, construidas a partir de las necesidades de quienes ejercen alguna autoridad. Y lo que pasa es que existen muchas autoridades. Y lo que pasa es que esas autoridades gobiernan desde mucho tiempo atrás. Y, me he dado cuenta de que, tendencialmente, son las mismas. Yuntas que coartan el espíritu. Y que nos colocan en posición de esclavitud constante. Y que, tan pronto devienen en los castigos penales y civiles. Y que, al mismo tiempo, devienen en mandatos que atosigan. Como ese de respetar y acatar lo que no es nuestro. Por ejemplo, cuando somos requeridos a aceptar los postulados de los imperios. Cuando estos parlotean acerca de lo habido y por haber. Aun sabiendo que han violentado y han saqueado. Por ejemplo, cuando sabemos que han acumulado beneficios que no le son propios.

Y vuelve y juega. Como quien dice: no ha pasado nada distinto a aceptar lo que nos es mandado. Y, siempre nosotros, aceptando. Y estamos aquí. En ese ahora que es taxativo en términos de lo que debemos hacer y no hacer. De mi parte, ya me cansé. Espero, simplemente, que llegue la hora de la partida. Que llegó, justo ahora, por cuenta de mi amada; la Zoraida mía.

Canto en yo perdido

Quizá estoy enfermo. Es como si todo el cuerpo, estuviera impregnado de ese manto de luz brillante en tono amarillo. Una agudeza de dolor antes no sentido. Y, el cuerpo, daba vueltas. Y yo traté de correr. Pero mis piernas se negaban a responder. Como si no fuese su dueño., en el entendido que soy cuerpo uno. Descendí a lo inapropiado en entorno no visto, por mí, antes. Siguiendo la huella de quienes ya han pasado. Por todo lo habido como tierra y como sujeto necesario para ejercer reflexión. Una voladura de percepciones. Dibujando, en el espectro, una ilusión siquiera. Yendo por ahí, con fruición primera. Apelmazada, siendo memoria abierta. Pero no fluida. Hecha de material insoluble. Ese cuerpo mío, entonces, dándole vuelta al corcho. Siendo, hasta cierto punto, proclive al hoy. Succionando todo lo material. Yo, dando la impresión de sujeto precluido. Un rumbo de vida inane. Por lo mismo sometido a ir y venir en concurrencia con todos y todas quienes han iniciado su periplo aquietante. Como inmóvil cuerda de la mano de muchos y muchas, queriendo que sea alondra simultánea. En un oficio de voladura ya callado. Ya no percibido como elocuente voz. Ni como móvil corriendo hacia la Luna. Tal vez, en el sentido de espacio exterior vuelto colmena. Y, en esa Luna mía, en contra sosiego inmediato. Para dejar de ser cuerpo de estigmas dolorosas. Que se aferra a la piel. Consumiéndola. En una indicación del estar, derritiéndose. Una visión desamparada, Como demiurgo intentando sopesar al tiempo. Escalando el universo. En esa presencia, Luna lunita pasajera. Exacerbándose el dolor manifiesto. Como impávido averno dantesco. Sin exhibir largo vuelo. Simplemente, avejentado como explorador inicuo.

Y empezó, entonces, la cabalgata hacia lo ignorado. Una visibilidad de objetos distorsionados. Mirando, con los ojos embelesados. Nutridos, también, por la heridas vergonzantes. Por lo mismo que ha sido sima vuelta, envolvente. Al vacío yendo. Una nomenclatura desleída. Simples fijaciones en ese mismo estar. Y, yo, dándole, otra vez, vuelta a la tuerca. Llegando a una torcedura inmediata. Tornando inmóvil todo asunto de tierra en piso. Y, en esa elongación cimera, tratando de ver todo el espacio,

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asfixiado por esas notas mías. Todas consumidas en la hoguera primera. De los Cruzados retornando en felicidad, después de haber cubierto de oprobios todo lo que insinuara desarraigo, herejía o simple yunta milenaria. Volviendo a los dioses idos desde antes de haber nacido.

Y sí que he tornado al cuerpo mío. Centrado en sufrimiento. Vertiendo sombras acezantes. Sin el faro de Palas Atenea, para orientar mí paso. Como esperando quien empujara el carruaje de Zeus. Para poder dar nombre al camino. Sin el horizonte perplejo. O el sonido de un violín para una cantata de Chopin. O para melodía espléndida de Mozart viviendo aún.

Lo cierto, entonces, es mi desarreglo ávido de sentar pies y cabeza en la Tierra viva. Volviendo desde allá, desde la Luna hospedante. Blanca o gris. O cualquier color asimilado como propio. Dejando que el Sol ilumine solo su cara punzante. Dándole a la otra el eterno obscuro.

Por fin entiendo lo que quise ser. Sujeto benevolente consigo mismo. Brújula de mi cuerpo, convertido en móvil tardío. Que echó vuelo trepidante, pero silencioso. Como ave perdida. En remolino de viento, ultrajada. Sintiendo, cada nada, la volatilidad subsumida en mí mismo. Como cuerpo magnánimo fracasado. Por lo que quise ser en tiempo pasado. Como Hermes violentado. Tal vez, haciendo de mi voz, solo un paraíso perdido. Sin canarios ni gorriones embelleciendo con sus trinos la doble vía. Expandiéndolos en el confín mismo. Desde acá, huyendo a cualquier galaxia escondida. O perdida por la fuerza subyugante de la energía consumida toda. Hasta dar lugar a la absoluta explosión. La última, antes de perder la vida.proponer cosas habladas. En insidiosas especulaciones que, ella misma, refería como simples engarces de verdades. Una tras otra. Una nimiedad de haceres pródigos. Como en esa libertad de libre albedrío, que no permite inferir, siquiera, ficciones ampulosas. Tal vez en lo que surge como simple respuesta monocorde. Insincera. Demoniaca, diría Dante.

Por mi parte, ofrecí un entendido como manifiesto originario. Venido desde la melancolía primera. Atravesada. Estando ahí, siendo yo sujeto milenario, se fue diluyendo el decir. Cualquiera que haya sido. Me fui por el otro lado. En una evasión tormentosa. Abigarrado volantín en tinieblas. Sin poder atarle el lazo de control. Y, entonces, desde ese pie de acción; lo demás se fue extinguiendo.

Sin hablarnos, pasamos durante tiempo prolongado. Sus vivencias, empezaron a buscar un refugio pertinente. Se fugó de la casa en la que hacía vida societaria. No le dijo a nadie hacia donde iba. Solo yo logré descifrar esas palabras escritas. Un lenguaje enano. Casi imperceptible. Y la seguí en su enjuta ruta. Sin ver los caminos andados. Era casi como levitación de brujos maltratados, lacerados por la ignominia inquisidora. Volaba, ella, en dirección a la marginalidad

Yo, vulnerador

En lo diferido, en ese entonces, estuve malgastando los recuerdos. Como quiera que son muchos. Y han viajado, conmigo, en la línea del tiempo profundo. Hacia diferentes medidas de trayecto lineal. En este día, estoy como al comienzo. Es decir como aletargado por las palabras vertidas en todo el camino posible. Uno de los momentos que más me oprimen, tiene que ver con el incremento de hechos dados. Expósitos. Como esperando que alguien efectúe inventario de vida alrededor de ellos. Y, en ese proceso de manejo contado, fui hilvanando preguntas. Algunas, se han quedado sin respuesta. Y, por lo mismo, es un énfasis en litigio. Entre lo que soy ahora. Y lo contado por mí mismo, como insumos del ayer pasado.

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El día en que conocí a Abelarda Alfonsín, fue uno de tantos. Andábamos, ella y yo, en esos escapes que, en veces, son manifiesto otorgado a la locura. Ella, venida desde el pasado. Un origen, el suyo, envuelto en esa somnolencia propia de quienes han heredado tósigos. Como emblema hiriente. Un yo, acezante, dijo el primer día de nuestro encuentro. Iba en esa aplicación del legado, como infortunio. Aún visto desde la simpleza de la lógica en desarmonía con los códigos de vida. En universo de opciones no lúcidas. Más bien, como ejerciendo de hospedante de las cosas vagas. Esto fue propuesto, por ella, como referencia sin la cual no podría atravesar ese mar abierto punzante, hiriente. Y yo, en eso de tratar de interpretar lo mío. Como pretendiendo izar la iconografía, por vía explayada. En la cual, el unísono como plegaria, hirsuta; hacia destinos perdidos, antes de ser comienzo.

En la noche habitamos ese desierto impávido. Hecho de pedacitos de verdades. En una perspectiva de ilusiones varadas en su propia longitud de travesía andada. No más nos miramos, dispusimos una aceptación tácita. Como esas que vienen desde las tristezas ampliados. Un quehacer de nervio enjuto. Y nos mirábamos, a cada nada. Ella, mi acompañante vencida por el agobio de los años y de su heredad inviable; empezó a del horizonte kafkiano. Una rutina de día y noche. Sin intervalos de bondad. Ni de lúdica andante. Y, ella, vio en mí, los depositarios de sus ilusiones consumidas ya. Y, yo, hice énfasis en lo cotidiano casi como usura prestataria. Como si, lo mío, fuese entrega válida en, ese su vuelo a ras de la tierra.

Cuando lo hicimos, sentí un placer inapropiado. Ella impávida. Como simple depositaria de mi largueza hecha punzón. Un rompimiento de himen, doloroso. Y se durmió en mi recostada. Y vi crecer su vientre a cada minuto. Y la vi, en noveno mes, vencida. Como mirando la nada. Y con esos ojitos cafés llorando en su mismo silencio.

Vulcano lo llamé yo. Desde ese venirse en plena noche de abrumadora estreches de ver y de caminar. Y, este, creció ahí mismo. Y, ella, con un odio visceral conmigo y con él. Miraba sin vernos. Y fue decayendo su poquito ímpetu ya, de por si desguarnecido. Le dije, sottovoce, que el hijo parido quería hablar con ella. Y lo asumió como escarnio absoluto, pútrido.

La dejamos allí. En ese desierto brumoso. Nos fuimos en dirección mar abierto. Y empezamos a deletrear los mensajes recibidos. Desde ese vuelo perenne. Y sus códigos aviesos, ya sin ella. Hasta que recordé que la amaba. Y que le hice daño físico, al hendir lo mío en tierno sitio. Y dejé que Vulcano se fuera en otra dirección. Yo me quedé ahí. En sitio insano. Sin ninguna propiedad cálida. Sin ver sus brazos. Y su cuerpo todo. Y me fui yendo de esta vida. Y, rauda, la vi pasar. En otro vuelo abierto, con dirección a lo insumiso. Como heredad. Como sitio benévolo.

Comienzo y fin efímeros

Yo me inicié con justa causa. Mucho recorrido en lo que llevo de vida, Mi entorno hosco y presumido. Como cuando surgen las algarabías perplejas de tanto hacerse paso de recodos inciertos. Ya había perdido esa juntura exótica que he dado en llamar ingente plusvalía. Un ir mirando, lo digo yo ahora, lo que se ha hecho puntual de tendencia efímera. Como legado de la estadística intuitiva, que junta versiones de uno u otro lado. Es ahí, en ese punto de hoyo negro probabilístico, en el cual encontré la lluvia expiatoria. Un más o menos de recorrido penoso. No entendido, en comienzo. Y me hice vértigo de mí mismo. Como eso de no saber pulsar lo que me había sido dado. Un ceniciento sujeto opaco. La voltereta, en ciernes, sumaba hasta convertirme en ocaso prematuro. Podría decirse que es nimiedad de conceptos. En eso que tenemos todos y todas, de andar diciendo cualquier cosa. Como si el único requisito para hacerlo fuera lo que es una propuesta hecha fuego. Un ton y son exportado al aire puro o impuro.

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Rigoberto era como mi otro yo. Lo conocí en octubre primero. Estaba, él, recogiendo las bondades de lo humano. En un inventario insípido. Como quera que fue tomado de la usura puesta como principio y como quehacer. Los dos rodamos. Habiéndonos hecho cuerpos de hechura simple. Como simple fue lo que le dije en tiempo preciso. Lo hice reconocer que él solo era punto de llegada del trajín teológico. En eso aprendido que instauramos con condición de ser y estar. Una novedad manifiesta, para esa época langaruta. Mecida en el talismán de los sujetos hechos poder. Y le dije, además, que no entendía su desarreglo. Habiendo hecho, como en realidad lo hicimos, un tejido societario. Po por lo mismo, sujeto a las veleidades de los detentadores de poder afanado. Vuelto gobernanza infinita.

Y, habiendo pasado un siglo, nos juntamos otra vez. Él y yo. Como dualidad ajena a lo perdulario. Pero que, en sí misma, era com trocadero de puerto inasible. Por lo mismo que éramos cuerpos incrustados. Uno en el otro. En vencimiento de términos y adportas de sucumbir como sujetos venidos desde ese más allá interior de cada uno. Como si hubiéciimos embadurnado todo el pasar, pasando. Una especie de galimatías ramplón.

No en vano he dicho lo que ha pasado. Como secreto venido de logros perecederos. En una inventiva sacrílega, en razón de la contravía de quienes hablan un creador del universo. Y, él y yo. Empezamos el desmembramiento del ilusionario. Hicimos lo grotesco como límite ansiado. Yo quise adelantar mi vida y principios. Llegué a soñar con el futuro hecho madre bondadosa, pero anclada en el pasado suyo. En ese que conoció al padre vejatorio,

Y, él, embadurnado de motivos tibios. Tanto como decir que se fue encumbrando al infinito espacio no conocido, ni por mí siquiera que soy sujeto de volar amplio. . Hasta que dejé de verlo. Y lo busqué como beneficiario de los que habíamos sido. Yo, de mi parte, lo seduje con mis planillas dogmáticas. Siendo, yo, un especulador con los principios vivos y hechos en la proclama primera. Ya olvidada por todos y todas, Una unión de convocatoria inelástica.

El 30 de octubre lo maté. Ahí mismo. Entre Luna Y sol. Ya no me importó su sesera lúcida. Le Dí muerte ese sábado descosido. Unidos en lentejuelas picarescas. Como mares que se juntaban, por acción nuestra. La mía y la de los súbditos empalagosos. Como en esa eterna vaguedad en principios que siempre me cobija

Francisca y Gabriela

Sí que, ese día, la vi en paralelo con su hija. Habíamos estado, hace ya mucho tiempo, en la quietud lejana del inicio. Áspera desde que nació. Un montón de cosas fue construyendo. En ese barrio nuestro, travieso. Y, cuando fuimos creciendo, empezamos a entender, en didáctica cierta, el entono amado, La recuerdo en ese juego de calendas. Como engolosinados, ella y yo, sin compartir con los otros y las otras. Lidiábamos las venturas y las desventuras. En ese solarcito equipado con brevos amplios, generosos. Lo de la escuela iba siendo una aproximación a la ciencia de los conceptos y de los hechos. La geometría acosándonos siempre. En lectura y cálculo de triángulos y sus hipotenusas. La geografía anidando en la memoria. Identificando sitios, con sus ríos y sus montañas. Y, yendo más lejos, el viejo mar anchuroso y profundo. Una filosofía de la nada. Y fuimos engarzando íconos sobre el conocimiento. Aristóteles, por ahí, dándole vueltas a su ética maniquea. Un Platón esforzado. Perpendicular a la madre naturaleza. Y, el amplio y sutil Sócrates, dirigiendo la orquesta en tocata a la vida, por siempre. Y, ni que hablar tiene, la hechura castellana. Como lengua que fue voraz, cuando llegaron los invasores. Sustantivos y adjetivos. Verbos con ínfulas de

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dominarlo todo. Y la empalagosa historia. Con datos enanos, por lo mismo que maestros y maestras eran tímidos viajeros con nosotros y nosotras a bordo. Historia de país, achatada. Historia de lo lejos, muy lejos, apenas como ramplones ejecuciones en lectura a medias. Esa religión dándole vueltas a la creación. Al origen del universo todo. Con un solo dios como referente. Cruzándonos el alma y el cuerpo con desvencijadas ilusiones del más allá. Un catecismo infame. Metido a la fuerza como doctrina que asfixia la vida. Sin permitir respiro. Sin opciones diferentes. La aritmética. Con ella empezamos a contar. Los números mágicos. Enteros, naturales, fraccionarios, complejos. Con las raíces cuadradas y cúbicas. Con las vivencias en cálculo de todo lo habido, hecho material. Álgebra virtuosa. Efímera, a veces, por lo mismo que no dábamos con las respuestas. Talleres descritos y luego interpretados. La fuga de las ecuaciones. Y de las potencias. Y de los logaritmos. Y las funciones. La recta. Las cuadráticas. Memoria casi virgen para alojar las gráficas.

En medio estaba, nuestra cotidianidad. Sábados de gloria lúdica. Domingos acuciosos. Dándole largas a la interpretación de las volátiles horas. Estando, ella y yo, en esas casa amplias. Hospederas vivos. Todos y todas en proclamas hechas a punta de saber quererlos. Y transferíamos, en veces, amarguras. Como esas de estar en el brete impositivo, autoritario.

Ya crecida, Esperanza, empezó a soltarse de la pita hecha nudo por su mamá y su papá. Empezó a volar por cualquier parte. Con la ayuda de cualquier viento benévolo o agrio. Su cuerpo se fue haciendo una inmensidad de bondades. Sus pechos. Erectos, pulidos. Piernas de diosa. Gruesas, duras. Cara que convidaba a inventarse cualquier expresión magnificada. Glúteos de impresionante hechura. En esas estaba cuando conoció a quienes iban a ser sus amores borrascosos e intensos. Lo mío con ella, siempre fue solo caricias. Estando solos, en casa de Mariana y Jorge, cualquier día, nos denudamos. Ya empezaba a tomar forma lo que después fue cuerpo absolutamente bello. Nos tocamos a pura fuerza de gemidos, dulces. Y, yo, le palpé ese vientre divino. Y su juntura con tenues vellos, negros como era ella misma.

Dos amores, decía yo, suyos opuestos. De pulsión apasionada. Dora Helena Madariaga. Una negra inmensa. Bien hecho, como ella. Y Patricio Vengoechea, un sujeto de piel blanca, hermosa. Como hermosos era él, en todo lo que se dijere. Una vez con Dorita. Otra con Patricio. Una triada como para componer una sinfonía de largo aliento. Y empezaron a estar ella, Dora y Patricio. En una misma danza, simultánea. Las dos quedaron preñadas, casi al mismo tiempo. Y se fue volviendo, la trilogía, un inmenso nudo perfecto. Francisca, la hija de Dora. Y Gabriela, la hija de Esperanza. Y fueron creciendo. Se hizo viejo Patricio, el papá de las dos nenas. Y se hicieron viejas Dorita y Esperanza.

Por lo mismo, cuando la vi, en esa línea de tiempo y de vida, recordé que había soñado con Francisca y con Gabriela. Que habían pasado, en lento caminar, por el camino mío. Y que, a las dos las amé desde ese instante.

Desde mi silencio

Yo dije, en el pasado temprano. Quiero sentir el vibrato de la tierra. Tal vez para recordar, en ese silencio eterno que se avecina, lo que fui pasando por ahí cerca. Un volver a lo que fue mi latir antes de nacer. En una extensión brumosa. Acicalada. Y, recuerdo, por cierto hoy, ese tránsito aventajado. En trajín envolvente. De silencio abigarrado, en nostalgias idas. He ido, siempre, por lo bajo del espectro presente. Porque, siendo así, he sentido lo que ha sido, hasta ahora, palabras de aquí y de allá. Y, como en simultánea, viviendo la vida mía con acezante temple del yo sin heredad amiga. Por lo menos manifiesta. En lo que esto tiene de empuñadura apenas tenue. Casi sin rozar la vida de los otros y las otras. No más, para el ejemplo, lo inmediato

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venidero puede dar cuenta de mis hechuras un tanto brutales, como si estuviera prefigurando. Lo que seré en bajo tierra. Hablándole a quienes había, en el entonces, sujetos hechos para la habladera. Y señalando a las mujeres que estuvieron conmigo. En esos espacios plenos de una pulsión grata. Y, ahí, en ese mismo espacio, con el cual dotaron a este yo insumiso. Oyendo lo que antes lo oí en físico. En ese tránsito espaciado, benévolo. Y empecé a ver, desde el piso conmigo en su vertical. Y, con esas sombras que trajo la tierrita misma. Y, yo, en esa vocinglería niños y niñas esplendorosos y esplendorosas, contándome los hechos de allá afuera. En ese recreo libre. En las escuelitas. Jugando a la locura. En la cual yo era su consejero. Y ellos y ellas, siendo potenciada habladuría.

Y, en ese dicho mío perentorio empecé a ajustar mis acciones. Para que todo quedara, después de mí, como gobernanzas sinceras. Y, en ese sueñito de agosto 2, recreaba lo que podría ser. En ese final amplio. A pesar de la estrechura medida con plomadas y estructura que encontré. Hoy, estoy en eso. Suplicándole a la mujer que me soportó en los tiempos que dimos a volar, desde el primer día. Diciéndole que me llevará allí. Que me dejara ser cuerpo, no polvo inmediato. En horno crematorio con el poder del Sol, por la vía aciaga. Que me llevara, en romería estando ella conformada por mis cercanos amores. Mi hija y mis hijos. Y allá en remoto físico a quien tanto quise. Y, la mujer de ahora, con pañuelo de color negro. Porque negrura definí yo que fuera, el color punzante, por lo sincero, no efímero.

Estando ya aquí, entonces, sigo en las palabras que ya dije. Este silencio me acompaña. Esta dejadez, de física materia maleable. Creciendo casi en la exponencial. Carne de yugo nacida (…como escribió Miguelito Hernández). Fueron pasando, pues los días y las noches en ese contar hasta siempre. Un infinito mayúsculo. Y volé. Visitando a quienes están como yo. Ese cautiverio sensato. Afín con mi percepción de vida. Que acaba tarde o temprano. Y volví a enterrar, mi yo mismo. Cansado de visitar tantas fisuras. Hechas como obligatorias. En esa hendidura que define mi estancia lúgubre. Más no ajena a los momentos vividos. Cuando fui lúcido sujeto viajero.

Los escucho, a los y las que pasan. Oigo sus palabras, en murmullo v incansable. Y, en esa dirección, diré a mis cercanos que no dejen de transitar por ahí. Para seguir escuchando su palabrería Y sus risas.

Ojazos negros

Norberto Casilimas, llegó al pueblo un domingo. Eran las cuatro de la tarde, cuando bajó del bus. Venía desde Abejorral. Había vivido aquí cuarenta años. En ese lance que tuvo con Benjamín Paniagua, perdió una de sus manos. A su contendor lo velaron y enterraron el mismo día. Tanto calor se siente aquí, en La Dorada, que los cuerpos entran en pudrición en seis o siete horas. Por cierto, Paulina Vergara, siendo su novia lo acompañó hasta el terminal de transportes, disfrazado de policía rural. A las siente y treinta de la noche.

Habían vivido juntos, desde que murió mamá Roberta. Unos diez u once años atrás. Muy locuaz y parrandero. Desde el día sábado que recibía el paguito, empezaba a beber aguardiente. Solo paraba cuando los pesitos se acababan. Menos mal que Paulina iba hasta el tallercito de reparación de vehículos de carga. Y lograba que le entregara la mitad.

Norberto había llegado al pueblito hacía cuarenta y cinco años. Él y su familia se asentaron en la casita de doña Tributaria Martínez y don Sinforoso Hernández, Ella y él vivían de los alquileres de casitas y predios habilitados para juegos de azar. Una noche sin Luna presente. . Trajeron de todo. Incluidas cuatro gallinas y dos cerdos.

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Afortunadamente, para todos los vecinos y vecinas, les habían decomisado las dos vacas, antes de entrar al municipio.

Por cierto que “norbe”, como empezaron a llamarlo sus amigos y amigas, tenía dentadura perfecta. Manos gruesas y callosas. Pero sobresalían en ellas unos dedos hermosos. Largos y delgados. No pasaron tres semanas, cuando empezó a mostrar el cobre. Venía precedido de fama. Montaraz, peleador y don juanismo enervante. Porque no era solo que cargara con el peso de ser enamorado perenne. Además, tenía por costumbre los piropos, en veces demasiado groseros para las niñas. Por ejemplo, eso de “si así están los rieles, como será la estación. U, “oiga mamacita usted está tan buena que me dan ganas de montar en ese carrito para hundirle el clutch”

Casi siempre llegaba tarde a la casa. Contaban las gentes, que tenía dos mozas en “barrio chiquito”, Localizado a la entrada del municipio. Era como decir “el puteadero amarillo”. Dada la peculiaridad de tener todas las casas pintadas de amarillo. Empezó a despertar la hostilidad de todos los vecinos y vecinas de la cuadra, hacia toda la familia de “norbe” Siempre he dicho que fue irresponsable e injusta la generalización. Sobre todo hacia mamá Clementina y papá Alfredo- Personas respetuosas y solidarias. No pasaban día y noche, sin que apedrearan la casita y la embadurnaban de tinta morada, Los hermanos de “norbe”, bien juiciosos y trabajadores. La cosa empezó, en firme, desde el día en que Norberto usó su fuerza para reducir a Rosita y preñarla; por allá en el potrero. Yendo para “calle vaca”. La niña sufrió mucho. Casi se muere en el parto. La niñita que nació era hermosa. De ojazos negros, Increíblemente grandes. La nena empezó a caminar rápido. Ya lo hacía desde antes de cumplir un añito.

Bien enrarecido el ambiente. Una tensión avasallante. Ante todo los sábados. Benjamín y Norberto apostaban a quien era capaz de beber más aguardiente. Cada semana elevaban el puntaje. El record quedó cuatro frascos, de lado y lado

El día de la pelea a macheta entre los dos; amaneció opaco y bochornoso. A medida que pasaban las horas, se sentía más el aire presionado, llamando tormenta. Empezó a llover a las tres y treinta de la tarde. La cantinita de don Peláez empezó a llenarse de bebedores y bebedoras. A tal punto que no se podía entrar. Muchos y muchas se quedaron por fuera. Pedían las tandas por medio de “pipe” el hijo de don Peláez.

Como a las cinco de la tarde vino el primer alegato entre Norberto y Benjamín. Todo en razón a que uno de los dos escondió una de las cartas. Y, para ajustar, regó dos copas de aguardiente en la mesa de juego. Quién tiró primero fue Benjamín. Un escupitajo al rostro de Norberto. De una. Nunca se supo cómo llegó a sus manos las machetas, empezó el jaleo. De la cantinita salieron a la calle; mientras todos disfrutaban del lance. Unas heridas abiertas y distribuidas por todos los cuerpos. En giro raudo, Benjamín tronchó la mano izquierda de “Norbe” Con más bríos siguió la pelea. De dos golpes de mano certeros. Quedó herido Benjamín. Un machetazo en la garganta y otro en bajo vientre. Inmediatamente salieron las vísceras. Y se empezó a sentir un olor ácido y nauseabundo.

El día, entonces, que llegó de nuevo Todos y todas en el barriecito entramos en tensión manifiesta. Dos policías lo escoltaron hasta la puerta de entrada a la casa. Preguntó, a mamá Clementina, por su hija y por la mamá. No se había enterado que Rosita y “ojazos”, la nena, se habían mudado para Titiribí, a los dos meses de haberse marchado.

Un domingo lánguido, este que empieza hoy. Lo sentía uno como si todavía estuviera de noche. Relámpagos intermitentes. Y, como a las tres de larde, “Norbe” salió de su casa hacia la cantinita de dos Peláez. Su muñón se tornó muy ágil. Sobre todos contando con esa réplica de mano que le asentó muy bien. A las cinco de la tarde

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empezó el tropel. Dos hombres armados con fusiles, iniciaron la balacera dirigida a Norberto. Alcanzó a llegar a su casa. Dos balazos en ambas piernas y uno en el tórax, dieron cuenta de “norbe”.

Aquí, con mi pensadera alborotada. Y, después de cincuenta años sigo con el recuerdo vivo. He pasado los cien años de vida. No dejo de pensar en la versión difundida en el barriecito. “La muerte de “norbe”, corrió a cargo de Paulinita Vergara. Ella nunca le perdonó el hecho de haberla enfermado de gonorrea, desde el primer día que lo hicieron. “la negrita pau” como la llamábamos todos y todas se suicidó como tres meses después de la muerte de su “norbe”

Ella, Zoraida, mujer ingrávida .

Todo lo que he dicho, se hará mal recuerdo. Triturado. Como lo que he sido, aun sin palabras. Como hecho frío, digo ahora. Todo se me ha ido en juntar simples decires. Perdiéndose las voces enhebradas. Sin, saber cómo, ha pasado el tiempo. Lo que sí sé es que la esperanza de ella y la mía son, hoy por hoy, piezas desvencijadas. Por lo mismo que la ruta trazada, se fue diluyendo hasta llegar a esa nada inapropiada. Como tejida en silencio. De cuerpo despojada. Solo un hilillo tenue hoy nos acompaña. A ella por la vía de hechura incierta desde siempre. La mía como simple voladura de ojos explayados en espacio fijo. Inusitado, por cierto.

Lo poco que tenemos, ahora, de memoria, ha sido cubierto por la gravedad de lo que tenemos como pasado amado. Pero, a la vez, deshecho por la fuerza del viento rasante, pérfido. Y, ella y yo, lo hicimos en día todavía. Antes de empezar la noche. Nos envolvimos como solo un cuerpo. Y pasaron muchas horas de estar ahí, en esa trenza bulliciosa; por lo que iba acompañada de gritos. De susurros embriagantes. Y, después, sintiendo el vaho del líquido grisáceo que surtimos como fuentes de eterno gozo. Insensato; pero deseado y aplicado como unión de diosa y dios efímeros.

Una vez desanudamos el nudo que nos unió, empezamos otra vez con la tristeza. Prolongada en el poco tiempo que teníamos. Antes de saltar la cuerda y pasar al otro lado esperado. Por ella y por mí. Sabiendo, como en realidad así lo era, que habíamos de insinuar. De simular el otro camino faltante. Tal vez para abusar del pasado hecho ya, remoto epígrafe, todavía inseguro.

En los pasos falsos que dimos, se retrató todo lo ingrato de nuestra vivencia. Una lucidez perdida. No atinábamos, ya siquiera, a decirnos palabras coherentes. O, por lo menos, no de tanta untura acicalada, torpemente engalanada. Y, esos entornos vistos, se convirtieron en mera algarabía explayada. De momentos inocuos, aprisionados en la asfixiante brega de lo monótono, en veces, indescifrado.

Siendo hoy, cualquier día de nombre. Lo mismo lunes, o martes, sábado. Nos volvimos a ver para tratar de enfatizar en algo hablado benévolo. Llegó, ella, y yo después. Nos miramos de cuerpo entero, erecto lo mío. Hendidura acezante, lo de ella. Y, sin mediar siquiera palabra alguna, desenvaino la espada del dolor. Y me hirió en todo lo mío. Heridas duras, amplias, mortales. Y, mi Zoraida, me habló una vez caído, yerto. Diciéndome lo mucho que fue sufrir, para ella, el peso de mis desaires y olvidos. De cómo la había hecho vagar en sombras litigantes. Un ir y venir hechizo. Sin alma, sin nada. Y, siendo más locuaz que antes, se deshizo en palabras. Para que fueran una a una. Como tósigos imparables. Sin, siquiera expresar un insumo de bondad, ni nada.

Y la vi, desde mi nicho habitado. Siguió una huella no entendida. Y amplió sus pasos. Presurosos, como tratando de alcanzar una morada. O una risa suelta. Se encontraron. Él, con su capa aguamarina. Casi imperceptible. Ella, acezante, se abrazó a sus pies. Y exclamó con toda fuerza, en delirio casi infinito; su manifiesto amor prístino. Llorando

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se hizo cuerpo erguido. Atesando el cabello de Lucas, su amado desde que el mundo aprendió a dar vueltas. Y, él, inclemente, clavó su daga en el pecho de Zoraida, mujer incierta.

Lo vi perderse en el horizonte, con ella alzada. Como si su cuerpo no significara, siquiera una levedad ingrávida. Y, yo, desde mi refugio lánguido, le dije adiós a él. Y una lágrima para Zoraida. Mujer siempre por mi amada.

Ese, un día apasionado

Ingmar Cifuentes, llegó a ciudad Valdivia, un trece de abril. Martes, por cierto. Se veía degradado. No tanto por el cansancio de haber caminado largo trecho, Más, me parece a mí, por el enorme dolor sentido. Sus ojos grises, denotaban una amargura áspera, increpante. Su desasosiego vino a él desde hacía trescientos años. Cuando empezó la juntura de vaivenes inciertos. Y atosigantes. Primero fue el abandono, que hizo sentir y palpar Marcela Arias. Mujer que fue de amplio espectro afanado. Siendo, aún muy niña, sufrió el dolor de ser vulnerada en su hendidurita fresca y estrecha. Contaba, en ese entonces, con seis añitos mal vivido. Y, simplemente, se fue esa misma noche, Con un dolor inmenso, punzante. Tanto físico, como de alma. Fue a parar donde Rosenda Benavidez, la mujer que fue, en un tiempo ya lejano, amante de su mamá Angélica Peralonzo, En ese tiempo, no era santo que dos mujeres se tuvieran. Y ellas, si que lo vivieron en intensidad, Con sus cuerpos hechos pura pasión. En veces violenta. Y, en otras, de un delirio liviano. Bondadosa. Ansiado. Ella y ella, viajaban a lo más sublime, cuando lo hacían en ese llano amplio y anchuroso. Se perseguía, en un juego absoluto. Y se abrazaban y dejaban caer en el puro suelo. Verde, tierno. Se desunieron un día en que mamá Angélica migró siguiendo los pasos de Anás Fonseca. El titiritero viajante. Por todo el mundo. Se enamoró de él, al ver sus manos delgadas, con dedos largos y delgados. Y un turbante color rojo en su cabeza. Y unos labios gruesos, convocantes. Y sí que, Angélica entró en trance, ese día en que Anás la sorprendió sola, luego de una de las funciones en teatrillo. La sedujo. Y la inmovilizó con su mirada de ojos grandes. Color café, por cierto. Y la hizo rodar por todo el tapiz del cirquito. Y la golpeó con mano dura. Y le abrió sus piernas. Y la taladró de manera brusca. Y , aun así, fue tras él. Como rogándole que lo volviera a hacer. Como fuera. Pero que lo hiciera día y noche.

Cuando nació Marcelita, Ingmar ya tenía cuatro añitos. La vio crecer a su lado. En jugarretas sublimes. Le atesaba su cabello con sus manos hermosas. Y le empezó a contar historias. Más hermosos que los de Scherezada. Y mucho más bulliciosos que los de los Hermanos Grimm, Los había heredado de su mamá Gaviota. Una mujer recochera y frentera. A sus dieciséis años ya había tenido tres amantes. Se volvió monógama, cuando nació su bello “Ingmarsito”, como lo empezó a llamar coloquialmente. Su papá se murió en una rasca, cuando él tenía ocho añitos.

Y empezaron a galopar en el tiempo, el mismo día en que Rosenda Benavidez se quedó sola.. Íngrima del todo. Las mujeres que pasaron por su vida, después de su Angélica no tuvieron el pulso amatorio que ella poseía Ya es sabido, entonces, que mamá Angélica, por fin alcanzó a Anàs, en ese periplo de caminos de acechanzas. Se juntaron en ciudad Argelia, En un cuartico pagado a regañadientes por Anás, la hicieron a ella en un forcejeo brutal. Papá Anás fustigó a mamá Angélica. Le destrozó toda su hendidura. A tal punto que quedo incapacitada para ser penetrada; aun fuera por sujeto limpio, generoso. Apasionado, tierno. Anás aprovechó que Marcelita estaba desnudita en el reducido recinto de baño. Ahogó su vocecita. La tumbó al piso y se escurrió tres veces en su vaginita apretada hasta entonces.

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Ingmar, siendo todavía muy chico, hizo alas y voló a “Ciudad Perdida”. Dejó a mamá Gaviota en el cuartico en donde vivían. Se ganaba la vida como pitonisa. Y sí que le lucían los mantos bien coloreados. Casi siempre le hacían juego con sus ojos de color cambiante.

Ya Marcelita había cumplido trece añitos, cuando se volvieron a ver. Estaba, ella, en el parquecito del barrio Miraflores ubicado en todo el centro de “Ciudad Pascuala”. A su lado estaba mamá Rosenda. Jugaba con un chico como de la edad de Marcelita. El balancín siempre se inclinaba a favor del chico. Más por la delgadez de cuerpo de Rosenda; que por el peso del chico. Se llamaba Vulcano Benítez. Y ejercía como “novio oficial” de la niña.

Por más que Ingmar se esforzó; la Marcelita insistió en su relación con Vulcano. Y fue, por cierto, el punto en el cual encontramos a Ingmar en ciudad Valdivia. Todo ese tiempo, en calendas pasado, no hicieron mella ampulosa en él. Bien es cierto que languidecía cada minuto pasado. Y se dirigió hacia mí. Y, al preguntarle si tenía donde quedarse, me respondió que no.

Lo llevé a la casa en que yo vivía con mi abuela Incendiaria Moreno de Torres (como ella enfatizaba al responder cualquier saludo. Y el de Ignmar no fue la excepción). Comimos la especialidad de Incendiaria. Es decir: lentejas sudadas con carne de cerdo y arroz que llaman a la valenciana.

Dormimos en el mismo cuarto. Ya tenía yo la impresión, en el sentido gustarle a Ignmar. Volvimos a subir a la cama el colchón que habíamos bajado para que él durmiera. Hicimos trenza de cuerpo. Nos apabulló la pasión infinita. Al amanecer, me sentí solo. No estaba mi amado Ingmar, por ningún lado de la casita. Por más que indagué, nadie lo había visto. Ni siquiera en lEl Terminal de Transportes.

Aun ahora, son estos pesados sesenta años no supe que pudo haber pasado. Solo un sueño ingrato tuve. En este, Ingmar volaba en dirección al Sol. Iba, con una niña de traje velado en azul tenue. Volaban y volaban. Hasta que se me perdieron en infinito cielo. De color rojo, por cierto.

Cenizas, yugo y grito libertario

Día vaporoso, este, Siendo las diez de la mañana, ya se insinuaba como caldero hirviente. No más había pasado la luciérnaga henchida de Luna. Lunita. Cuando vi relampaguear en contravía de ella. Un solo silencio de voces. Pero, una andanada de nubes apretadas. Un circulo color rojo, se hizo expansivo, hacia el mediodía. Y, se vino la lluvia tempestuosa. En un ulular de viento malvado, por lo fuerte, intrigante. Apenas salía de esa somnolencia, después del sueño enjuto de la noche. Y, digo esto, porque vi sombras. Como gemelas del carbón brotado en las minas inclementes, como nichos asfixiantes para nuestra gente. Que en ellas se ganaba el pan benévolo; por lo mitigante del hambre acosador, siniestro. Los veía uno a uno. En languidez insumisa. Veía a sus mujeres. Ahí en bocamina azarosa. Ellas, recibían la riqueza del carbón, en canastas. Y las llevaban al tasador. Hombrote crudo. Sin ningún empalago societario, lúdico. Y eran decenas de ellas. Vestidas de remiendos hechos. Pero cálidos. Limpios. Generosos.

Fui hasta lo de la negra Rosita Ipiales. Vendedora de avena fría. Para pasar, pasando la sed voluminosa de ellos y ellas. Y, ya en mediodía, apretó el sofoco. Un calor ponzoñoso. Apretado, sin disipación posible, al momento. En contrario, la bocamina expelía fuego condensado. Amparado en el ripio que flotaba en el ambiente estrecho.

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Yo le dije a mamá Fortunata, que me exprimía el dolor de nuestra gente amorosa. Sencilla. Dicharachera, briosa, gozadora de la vida. No importando la pesadez del cansancio. Ni el hambre acumulada. Año tras año. Y, por lo mismo, hice énfasis en no dejarse triturar más por el ostentoso patrón, Miserable como el que más. Un tal Diosdado Pérez. Dueño. Expoliador. De esta y otras minas en entorno cercano y lejano. Y, también, le dije a mamá Fortunata, que iba a llegar el día de andar por caminos libres de polvo la piel de los cuerpos. Y de cenizas los vientres y los pulmones.

Dejé pasar, volando, el resto de tarde. Bien entrada la noche, hablé con Edgardo Cifuentes. Minero de años ha. Casi infinitos en el pasado remoto e inmediato. Nos dijimos muchas palabras. Contentivas de furia por desatar. Y, nos fuimos yendo a los cambuches cálidos, por lo que tenían estos, de habitantes a las mujeres. Los niños y niñas. Y los adultos hombres que prometían ser guerreros.

Y cuajamos las consignas y la fuerza puesta al servicio liberador de ese yugo puto, malparido. Y, en primero yo, le hice al capataz, herida profunda en su abultado vientre. Y, siendo el primero, en cada bocamina hicimos otros tantos. Y se fue exasperando la fuerza. Llegamos hasta las barracas lúcidas, pintadas, con aire pleno. Y con cocinitas limpias. Y con los frutos inmensos en bodegas. Y licores de extranjería. De mucha marca. Distantes del aguardientico oloroso, enguayabante. Y le metimos fuerza a las puertas. E hicimos sonar el trepidante pito acordado. Y vino la montonera graciosa, de libertad.

No había entrado, de lleno, la mañana siguiente; cuando sentimos y vimos el trepidar de las tanquetas acorazadas. Y el bramar de las columnas soldadescas. Y empezaron las ráfagas de los fusiles asesinos. Y el gas asfixiante. entraba por la hendidura de las burdas puertas de nuestro refugio. Y salí yo. Con mano empuñada gritando libertad absoluta. Sin remilgos ni sinónimos melifluos.

Ya ha pasado la trifulca libertaria. Fuimos vencidos a lo que, los patronos llaman, sangre y fuego. Casi todos morimos. Solo se alcanzan a ver las banderitas rojas, rampantes casi lujuriosas, que nuestras mujeres ataron a los postes de las bocaminas. Cuerpos doblemente ennegrecidos. Por el polvo del carbón desventurado. Y por la sangre seca en las heridas por las balas que penetraron nuestros cuerpos. Y, en nuestros cambuches, la soledad imperante. Niños y niñas, ahí expósitos. Mirando al aire que pasa. Y que no se detiene. Simplemente, sigue su habitual paseo mañanero.

No sé cuándo, ni como, me veo en hospicio breve. Inmenso en sus paredes aseadas, límpidas. Como habiendo sido hechas por las manos de dulzura. De las mujeres que siguen en la brega. Y que alzan voces manifiestas. Convocantes, libertarias. Se apagaron mis ojos. No las vi más, en físico. Pero, a vuelo alzado, van conmigo y con todos y todas muertos en carne. Viendo una luz potente, como faro guía. La luz de los silentes guerreros y guerreras que seguirán, con paso firme, la confrontación ampliada, libertaria.

Harmonía, diosa muerta en mí

Quiero hacer un no sé qué. En esta, mi vida, enjuta. Siento que está suprimida mi larga estancia. En, de a poquitos, ensanchada, ahora. Como estando en la largueza de lo que se dice de la angustia. Intentando reabrir una brecha, en esta morada ya deshecha. Volcada hacia la deshumanización imperativa. Por mí mismo hecha constancia. Que de chiquita pasó a ser de la envergadura de lo que se presume casi muerto. En esa ceguera refleja. Ansiada competencia que busco. Para trinar, desde mi mismo, al aire tornado en instancia minusválida. Para lo que soy hoy. En naufragio hecho casi proclama. Viviendo en el entredicho de ser célebre, despierto. O, simplemente, ser alguien sin respuesta a lo que viene ahora. Y que vendrá a distancia, no medida. Por lo

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mismo que se dice, en punzante diatriba, lo que no puedo asir. Ni podré. Eso creo. En esa larga estrechura de camino. Como asfixiado letargo. Siento lo inmóvil en lo que, hoy, es apenas percepción vacía. En estridente presupuesto hecho antes. Ir por ahí. Vagando como animal loco. Allí y allá. En esto o aquello estudiado y vivido.

Y sí que, entonces, merodeo lo vago y lo impropio. Como queriendo desandar lo habido antes. Una prolongación hechiza dell significante de estar. Cuando fue alado. O, por lo menos, en potencia única. La que me fue cedida al nacer. No se por quién. Ni porqué. Ni me importa ahora. Un trasunto milenario epopéyico, si esto es caminar sin ver. Sin pensar. Sin una brizna, siquiera, de lo que fue quehacer umbrío. De lo que se hizo, en mí, tronar de tambores sordos, ciegos.

Quise mucho, digo yo. Tanto que no recuerdo la trenza hecha para ser así. Briosa bestia anclada. Reducida en su tamaño y en su holgura. Yendo en ese ir simple. Débil. Casi monocorde. Un hilillo de feliz ser. Ni eso, digo ahora, alcancé a ser y a vivir. Esa enjundia cimera que soñé al nacer; ha tornado mera ansiedad enfermiza. Como cuando se ve torcer lo inmediato. Lleno de espinas hirientes. No bondadosas. Sin ser hechas para la defensa de sí misma, como flor. Que vuela en aire equívoco, demoniaco. Que difunde lo que nunca fue hecho. Ni en conjunción pequeña con la tierra y con el agua. No dichosa. Simple expresión de vértebra no lúcida. Como en acuosa redondez de lo pútrido. De lo no valedero, para acceder a estar vivo. Elocuente. Palabra a medias, siquiera.

Hoy por hoy, entonces, todo es vaguedad primaria. Desdichada la vida, por esto. La mía que decrece sin parar. Y que, se ha ido yendo, por ahí. En desierto impávido. Y en sutura ciega, de herida magnificada. En unión no válida. No pertinente. Ni siquiera aspersor de nimiedades. Lo preclaro es, vuelvo y digo, en mí; solo cara de Luna seca, obscura. Abandonada. Triste, desde su inicio, por no ver que es mirada por alguien. Una acezante postulación al silencio de ahora y por siempre.

O niña mía, lo cierto es que desvarío, cuando pienso en tu memoria diáfana. Loca, irreverente. Mi nomenclatura, mujer mía, es simple recordación de términos. De íconos subsumidos. De nichos ululantes. Sangría nefasta. Y mi temor, alma mía, es untarte de tragedia. En esa carita tersa, subyugante.

Y ahí, en lo que digo y expongo, se va yendo lo que, antes en mí, fue vida imbécil. Por lo mucho que, vuelvo y reitero, la brillantez mía; es simple imagen apagada.

Trono mezquino

Sujeto ávido de tiempo para malgastar. No otra cosa pensé cuando vi a Cástulo Benavidez. Las condiciones habían cambiado desde que supe de su brega con quienes tenían, casi como ofertorio, las pausas para ilustrar la vida. En un aposento idólatra. Manejando las opciones constantes. En entremezcla de lo circunstancial y lo continuo. Era, algo así, como reivindicar los moldes abstractos, aplicados a un estilo de actuar propio de los circunspectos. Horadando los derechos habidos y respetados desde que nacimos los dos. Una viajadera hasta el borde del tiempo conocido. Como ruleta vergonzante que exhibe los lugares para vivir. En irrelevante condensación de lo humano. Como patrimonio embargable, por cuenta de los dioses anclados en cada periodo histórico. Una bruscadera de verdades inventadas.

En esta reiteración estábamos cuando se produjo la fractura de los principios y los devenires ciertos. Apostándole a llobotomizar la memoria, por la vía de los emblemas como tósigos. Él, en esa rutina malvada que todo lo pierde al comienzo. Sin entrar a las verificaciones respectivas. De las incidencias programáticas insulsas, de vuelo rasante. Y, lo nuestro, empezó a declinar. Inclusive en el espacio abrigado que yo

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había tendido. Como una de las alfombras voladoras en la magia inocente. Y, sobre todo yo, me fui perdiendo en el horizonte enemigo. El de las acciones de perversidad manifiesta. Por fuera de la yunta con él, decidí espatarrar el cuerpo. En un ir y venir como mera esponja absorbente.

Él cogió el camino de fácil llegada. Aquel de beneficio próximo a la admonición jerarquizada. Por los truhanes del pasado. Hechos presente, a cualquier hora. Preferiblemente cuando de ahogar la iridiscencia se trata. Embolatada la razón de ser de nosotros y nosotras. Una gobernanza espuria, fundamental en su discurso. Y fue hecho como recompensa. A quien quisiera promover el engaño prematuro. Hecho a puro pulso del saber impávido, bochornoso. En lejura infinita. Con el albedrío inflamado. Para ser aplicado como tormento profundo, inigualable.

Y, en eso pasos dados, en regresión nos fuimos diluyendo. Como distancia que empieza a separar los roles. Una ventisca soldadesca. Afín a la dominación vergonzosa. Del tipo de gobernanzas imperiosas. En principio no advertido. Pero yéndose por la sombra, fue impuesto en este ahora brutal. Y, con ello, el tiempo dio vuelta en ese estrecho espacio presuroso. Como endilgable voz de saturación. De vehemencia invertida. De gritos punzantes, alevosos.

Entonces, malgastando tiempo y vida al unísono impelidas. Sin sosiego. Como lo efímero contado en regresión. Un verbo hecho sustantivo, por lo bajo. Él y yo agitados. En tropelía programada. Hecha de bruscos recuerdos. Minimizando todo lo habido. Colocando la insania como postulación imperecedera. Enigmática, compleja. Y, en ese vuelo de memorias agresivas, nos fuimos diluyendo. Como terminan los bazares hechos de gritería enfermiza. Sin lugar para las opciones de beneficio solidarios, de ternura. Una manera hábil de nutrir las no inclusiones. Sembrando de bagatelas el suelo de lo que añoramos como futuro diciente anclado en las manos de los niños y las niñas. Ese yo ampuloso e ingrávido, el de él. Patrocinado por el golpe irascible, acerado. Frío y yerto.

En el aquí y ahora lo he perdido de vista. Como si hubiese viajado por la lateralidad de nuestra galaxia. En un acto de contraternura. Vociferando palabras ya desgastadas de tanto repetirla. Él y yo, inmersos en lo nublado del día. En la caterva umbría, insólita.

Bajo Fuego

Ayer no más estuve visitando a Fabiana. Me habían contado de su situación. Un tanto compleja, por cierto. Y, en verdad la noté un tanto deteriorada en su pulsión de vida. “Es que no he logrado resarcirme a mí misma. Porque, estando para allá y para acá, se me abrió la vieja herida. No sé si recuerdas lo de mi obsesión por lo vivido en lo cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo, estaba unida al dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado. Verlos, por ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la creciente pauperización. Pero no solo en lo que respecta al mínimo de calidad de vida posible. También en eso de ver decrecer los valores íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un escenario inmediato y tendencial, anclado en la preeminencia de los poderes económicos y políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en llamar beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la explotación absoluta. En donde no existe espacio posible para la solidaridad y los agregados sociales indispensables para aspirar, por lo menos, al equilibrio. Y no es que esté asumiendo posiciones panfletarias. Es más en el sentido de decantación de lo que he sido. Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la heredad de quienes se han esmerado por construir opciones que suponen una visión

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diferente. De aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron todo, hasta su vida. Por enseñar y comprometerse a fondo.

Es tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi caminata por la vida. Porque siento que no hay con quien ni con quienes. Aunque parezca absurdo, todos y todas que estuvieron conmigo, han emigrado. Han cambiado valores por posiciones políticas en las cuales se exhibe una opción de acomodarse a las circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados en lo que ellos y ellas llaman Desenmascarar, en vivo, a esos beneficiarios fundamentales. Convirtiendo la lucha en debates insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden construir lo que se ha dado en llamar tercera vía. O, lo que es lo mismo, una connivencia con los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han posicionado como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico es social y de derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las garantías de su permanencia. Vía, un proceso que es como reservorio. Como eso de asimilar eventos, que para nada lesionan su razón de ser.

Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como noria. Como lo que llamarían mis contradictores, un ejercicio ramplón. Supra ortodoxo. En fiel posición, que no es más que una figura asimilada a esa utopía sinrazón. Es como si hubiese llegado a un punto que ejerce como estación de vida. Como convocando a desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los bretes diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y eso duele Germán. Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo. Tanto como soportar una comezón visceral.

Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada. Hermética. Sabiendo lo riesgos. Porque cuando se llega a un momento como este, es tanto como querer no ir más. No forzar más a la vida en lo que esta no me puede dar. Desde ahí, hasta la regresión paulatina, solo existe un nano segundo…”

Ciertamente, me conmovió la Fabiana. Con todo lo que la he querido. Con todo lo que vivimos en el pasado. Definitivamente la admiro. Pero me entra el temor de que, en verdad, no quiera ir más.

Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella supe, a través de Juliana, que encontraron su cuerpo incinerado. Murió como esos bonzos que otrora, en público, se incendiaban. Fabiana, simplemente, se fue. Y, aún en eso, se destaca su entendido de vida. Bello, pleno y de absoluta lealtad con ella misma.

Utopía silenciada. Como férula hecha cuerpo

Nació en el leprosorio de Ciudad Vigía. Inimaginables los vientos, rodando. Venidos desde la ternura amarrada, enviciada al truculento espasmo. Ella, por si sola, había rondado desde antiquísimos tiempos. Desde cuando la vida se hizo secuencia desparramada por el mar hiriente. Los avatares, en seguidilla, lo fueron siguiendo. Desde la violencia hecha muralla, profanada e inhóspita, por lo bajo.

Ese hombrecito, empezó a ver el mundo, como proclama ya arrinconada: Metida en la muerte de la simpleza y de la aventura ansiada. Ahora mutilada. Sus orígenes, en eso de la herencia venida como patrón circular; remontan al tiempo en el cual la levitación era viento turbio; como cuando uno pretende dibujar El Sol a mano alzado. Una circunscripción rotando por todos los avatares del entorno. Viviendo una mudez que se amplía. Una memoria vaga; la ternura embolatada. Sin hacer superficie en el agua. Dulce o salada. En todo caso, cuando Patronato Antonio Lizarazu llegó a la vida; desde ahí mismo sintió que no podía vivir en ese escenario ditirámbico. Y se juntó con Inesita

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del Santísimo Juramento de las Casas. Ella y él trataron de buscar remedio a las afugias heredadas. Se hicieron al torbellino brusco, insensato.

Y, entre ella y él, vaciaron todas sus fuerzas, como rogando aceptación. En este universo explayado. Con sus sistemas ya definidos. Después de esa explosión constante. Yéndose por ahí. En lo que sería una finura en todos los tiempos. Ecos de él y ella. Cantándole a los mares. Como decían otrora; solo cantos de sirena.

Y llegaban las noches, después de ver morir el día. Y en la inmensa Luna, trataron de conocer su otra cara. Como diciendo que no es posible la obscuridad eterna. Que lo sensato sería que, esa Luna lunita, los acogiera. Y que les permitiera crecer a su lado.

Ya, en el pueblito suyo habían comenzado las fiestas. Y se escondieron para que no los incitaran, a ella y a él a desestimular la alegría que, siempre, han querido conocer. Fiestecita encumbrada. Venciendo la gravedad, al aire sus cuerpos. Atendiendo las miradas de papá y mamá. Fingiendo, en veces, una locura hirsuta. Como escogiendo las nubes con las cuales arroparse. Y su Sol, amado Sol, les prohibió avanzar hasta su centro hirviente; milenario.

Cuando a él lo tocaron las fisuras de piel. En esas ampollas que maduraban constantemente. Para luego volverse estigmas supurando ese pus malévolo. Ella le rogó que la untara. Para acompañarlo hasta todos los día y todas las noches juntos. Y, él en arrebato impuro le dijo sí. Y llegaron a ese sitio. Conocieron a sus pares. Se hicieron solidarios. Cada día, en esa carne viva licuada por el calor inmenso, como tósigo; fueron enhebrando los días. Y, en las noches, contándose las historias aprendidas en pasado hiriente. Se hicieron sujetos y sujetas de la veeduría ampliada. En ese perímetro primero y último, tuvieron que asumir sus datos personales. En lo que eran ya. No en lo que fueron antes.

Y pasaban los días, en veces, fulgurantes. Rojos como deben ser las cosas y los cuerpos a la orilla de esa estrella enana que va muriendo. Pensaron en la miríada de otros cuerpos celestes ampliados. Un ejercicio que combina lo cierto de ahora. Y lo que puede pasar después.-Patronato e Inesita del Santísimo Juramento de las Casas, empezaron ese mediodía que separa la vida de la muerte. Ahí, en esa sillita breve. La del parquecito único. Se hacían sangría en sus pústulas. Se besaban. Juntando esos labios henchidos. A punto de reventar. Se acariciaban sus cabellos. Se miraban entre sí. Como en ese espejo no conocido.

Por fin, les llegó la muerte. En esa amplitud manifiesta. En ese parquecito. En su casita color azul perenne. Y llevaron sus cuerpos. Los devolvieron a la tierra de la cual habían venido. Y se perdió la suma de años y de siglos…simplemente no volvieron.

Un vuelo; un instante.

Dibujo en la sombra, ese cuerpo tuyo volátil, incierto.

Te dije, en pasado inmediato, la locura que me cruza,

En el universo cierto, cercano. Como cuando te decía, en mis sueños; lo de la vida mía

Puesta en el abismo. Como hechizo perenne. Como pintura en agua fuerte,

Yendo, todos los días, de la mano de mis pasos, al garete, hacia la muerte.

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No sé si recuerdas lo que fuiste en primer día. De tu vida y de la mía,

De todo lo pasado que pasó, ya en memoria mía perdida.

Silente, en el ejercicio que mejor aprendí. Estar ahí. En veloz vuelo,

Rasante, efímero. Viéndote en el horizonte abierto, enjuto, a veces.

Perspectiva válida para el vacío que, hoy, siento en la enhebración, de lo habido,

En el aire difuminado. Palabras de cimera perdición. En cada recodo del barriecito. De calles abiertas, en veces, pero en prolongación cerrada, obscura, casi siempre.

He de volver, pues, a tu dominio grato. En el día mismo en que decidas irte, a bordo de la Vía Láctea. Anclada en cuerpo celeste más brillante. Más diciente.

Tres grados bajo cero

Se hicieron cómplices en ese brete diario. Expandieron sus miradas, en esa amplitud vivencial, en Ciudad Perdida. Se habían conocido un 29 de febrero, cuando apenas tenían tres añitos ella y cuatro añitos él. Sus familias habían llegado desde Ciudad Jerusalem: como itinerantes forzados. Allá quedaron sus memorias y sus ranchitos. Construidos hacía ya varias generaciones.

Todo empezó a agriarse, cuando llegaron los “Soldados de María y José.”. Cuando, éstos, hicieron de la vida, puro juego de albures. Incitando a la “violencia necesaria” en tratándose de conservar los valores históricos, prístinos. Sus casitas fueron arrasadas, hasta que solo quedaron “piedra sobre piedra”. Mamá Ígnea y papá Ámbar, se escondieron en el sótano de la casa asignada a las sacerdotisas vinculadas a la doctrina de “El Dios Potente”. Estuvieron tres días y tres noches, en ese hueco hechizo. Solo volvieron en sí, el mismo día en que mataron a Apolinar Enjuto. Sujeto este de largo prontuario en las hechicerías heredadas de Virgilio Héctor.

Niños y niñas de fortaleza infinita. En esos escenarios vivieron antes de llegar a la ciudad. Llegaron en el tren de las ocho de la mañana. Con sus arrumes de corotos. Ya, en la Terminal, localizaron el barriecito en el cual vivían sus primas Eloísa María y María Eloísa. Cuando llegaron a casa, estaba dispuesta la piecita.

Durmieron hasta bien entrada la noche. Un sueño benigno; comoquiera que quedó expuesta la necesidad de enfrentar lo que habría de pasar. En esa exhibición de fuerza que permite volar en ese espacio viajero. Pero todo se fue en mera algarabía inapropiada. Por lo mismo que caminaban por el suelo cenizo todos los días. Y, todos los días, empezaron a sentir que lo suyo no era solo afugia comparada con el querer ser. Más bien, y en ese sentido, los hechos y las acciones convirtieron en un tipo de vivencia agreste. En un tiempo voraz que solo admitía expresiones de andar firme. Y no, simplemente, decires amarrados a la elocuencia estrambótica sin ninguna lucidez ni compromiso verdadero.

En ese andar de la complicidad, se fueron diluyendo. Ella, Mariposa Vélez Anzoátegui y él, Roncancio Elías Martínez Bajonero, empezaron a entender la diferencia entre ser insumiso e insumisa; y solo ser cuerpos enredados en la inopia vergonzante.

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Caminaron, en doble sentido. Desde el sur-norte prolongado y el occidente-oriente aprendido apenas en el ayer de la brusquedad inoficiosa, burda.

Cada quien por su camino, les había dicho la señora Porcelana de Jesús Remedios y Jiménez. Esa señora vecina de la casita verde morada, la de ella, y grisrojointenso, la de él. Además les anunció que no estaba en disposición de alcahuetear sus ligerezas. Como esa de tenerse en las aceras. Influyendo, de tal manera entre los niños y las niñas, que estaban haciendo vuelo mágico desmirriado.

Esos viernes, embelesados por cierto, fueron llamados. Él y ella a rendir cuentas por su influencia equívoca y maligna, en todo el barrio. Un vuelo rasante sobre la empedrada callejuela. Azalea del Carmen Veranodelarosa, la niñita que siempre los quiso, empezó a demostrar una mudez y unas expresiones dolorosas. Dijo, la señora Imaginaria Chejov Hinestroza, esto no puede seguir así. Algo hay que hacer. Las lentejuelas nocturnas, no pueden seguir siendo el vestido de todos los días. Algo hay que hacer. Pero no puedo actuar más como mujer sórdida que no da cuenta del significado que adquiere la esperanza, cuando se maltrata a quienes están en capacidad de entenderla y vivirla.

Por lo tanto, entonces, las primas Eloísa María y María Eloísa, decidieron negarles el apoyo solidario. Por lo tanto, ella y él, regresaron por donde habían llegado. Y, allá en la Terminal de Trasportes, se hicieron cuerpos muertos, no sin antes reiterar que lo de ella y lo de él, no era otra cosa que vivir, sin entender nada de lo de Hoy, ayer, y en lo venidero.

Travesía

Al llegar, Paulina Moterroso, me hizo conocer a que venía. Ella era de unas condiciones espirituales excepcionales. Tanto que fue elegida, por el señor alcalde como “mujer de la eterna dulzura y faro de todas las mujeres de San Calixto” Yo veía en ella algo parecido a “todas las diosas juntas”. Cuando cruzó por la puerta de la Terminal de Transporte de Lago Viejo, quedé perplejo. Me habían hablado mucho de su belleza corporal. Pero, a decir verdad, era mucho más. Una hermosura de ojos y de cara. Piernas como recién hechas. Me le presenté como Everardo Camino González. Y fui elegido como su guía mientras permanezca en la ciudad.

Ni me sonrió. Solamente, me entregó sus maletas. Y, ella misma, hizo señales al conductor de una de las berlinas que estaban ahí en la bahía dispuesta. Conversamos solamente lo necesario. Como esa pregunta rutinaria ¿cómo le fue en el viaje?... ¿llegó muy cansada? La respuesta fue un monosílabo erguido como sucesión de palabras que decían nada.

Al legar a la tienda de don Hildo Monterroso, solicitó a su papá, una bebida bien fría. Preferiblemente una cerveza. Para mí no pidió nada. Solo la infinita bondad del propietario, impidió que muriera de sed y de rabia, ante esa actitud pérfida de la señorita Paulina. Yo le expresé a don Hildo que iba para la casa de mi mamá a almorzar y que luego regresaría para acompañar a la señorita Paulina a las visitas de rigor para sus amigas.

Cuando regresé ya Paulina había cambiado de traje y de personalidad. Me recibió con la risa que dicen es la más bonita en este territorio de dios. El dueño de la berlina, ya nos había preparado todo el lujo posible al interior. Fuimos primero donde Isabela Martínez, su compañera de toda la vida en el colegio Betlemitas. Hubo mucha alegría en el reencuentro. Doña Ranquelina, la mamá de Isabela, le había preparado dulce de

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duraznos, acompañados con cuajada, la especialidad de su casa y su secreto, al prepararlo.

Desde ahí, fuimos en el coche, hasta donde Martha Eugenia Cipagauta, quien fue novia del hermano de don Eurípides Gutiérrez. Este, a su vez, es el tío de Isabela. Mucha ternura noté yo en las expresiones vividas. Doña Esther había preparado dulce de maracuyá, acompañado con buñuelos, especialidad de la casa. Hablaron mamá Esther, Martha y Paulina. Se contaron hechos y acciones realizadas durante la ausencia.

Desde ahí, partimos hasta la vereda “Potro quemado”. Allí encontró a Gudelia Paniagua. Se conocieron desde chicas. Aun antes de ir a la escuela. Habían terminado juntas quinto de primaria. Ahora, con la carrera de medicina ya terminada , Paulina se ufanaba de su capacidad para ganarle el pulso a la vida, en todos los ámbitos.

La llevé a su casa. Eran las ocho de la noche. Ella golpeó la puerta, luego de agradecerle al señor conductor de la berlina. A mí, simplemente me dijo “adiós señor”. Mañana me debe recoger a las siete de la mañana; ya que debemos ir donde Evangelina Arregoces. Es muy lejos de aquí. Por esos, le solicito esté temprano, a la hora convenida

Al otro día estuve puntual a la hora convenida. Ya había llegado don Evaristo, el conductor del coche. Me informó que había tocado la puerta tres veces y que nadie abrió. Yo mismo golpee otras tres veces la puerta. Nadie abrió. Fuimos donde la señora Francisca, la vecina. Se extrañó de lo que hablamos. Según ella, don Hildo Monterroso y su hija Paulina habían muerto hacia dos años en accidente de automóvil, cuando iban desde aquí, hasta Santa Marta.

Absolutamente compungido, regresé a mi casa. Le conté a mi mamá lo sucedido. Ella me dijo “no es posible lo que me cuentas. Aquí, en nuestro pueblito nunca ha vivido señor de nombre Hildo, ni su supuesta hija .Y, mucho menos, existe una tienda en la esquina de “los Brujos”“.Nombre dado

a la esquina en donde yo llevé a Paulina. Y donde la recogí el día anterior. Y la que esperé en la Terminal de Transporte. Desconsolado cogí el camino de regreso a la casa de mi mamá. Cruzándola esquina de “los Brujos”, encontré un cartel que anunciaba los sepelios del día diecisiete de agoto de 1956.Entre ellas estaban los nombres Isabela Martínez. Martha Cipagauta y GUDIELA Paniagua. Las tres habían muerto en accidente vehicular el día anterior, cuando se dirigían a la ciudad de Bucaramanga. Cotejando versiones, me encontré que las tres señoritas habían muerto el mismo día en que doña Esther había percibido el tronar de los rayos; allí en la misma casa en que murió.

Tráfico de ilusiones

Uno (lo que éramos).

Cada quien vuelve a su pasado. Y, en veces, de manera abrupta, según el caso o la vivencia. En lo que respecta Virgilio Zapata Samaniego, sucedió un imprevisto que lo obligó a vaticinar su futuro, a partir de un engarce complejo. Problemas venidos desde

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su infancia, obligaron un paseo a bordo de la imaginación y del recuerdo. El suyo. Y el de Aurelia Lucía Monterroso, su eterna noviecita.

En evidencia tardía, supieron de lo suyo cuando contaban seis y cuatro añitos de vida, respectivamente. Unos arrabales que daban cuenta de lo tormentoso que era el tiempo en esos días. Como cuando la iridiscencia en el día a día. Y relacionada con el quehacer instrumental íngrimo obligaba a vivir con los otros y las otras, en vuelo rasante. A ras de la tierra. El barrio, su barriecito del alma, se vio inmerso en un proceso de deterioro continuo. Irreparable e irreversible. Unas vidas ahí expuestas. En enjundioso trabajo de los hechos. Ese tipo de violencias que hicieron mella. Esa búsqueda de conexiones y de los conflictos en ellas. De tal manera que se fue erigiendo un agregado cada vez más pesado. Esa latencia, allí. En los escenarios familiares bruscos. Incompatibles con el recorrido ilusionario.

Doña Cecilia Amalia del Bosque Samaniego, tuvo a Virgilio en esos días en que cualquiera diría, onerosos o infames. En ese recorrido lento de los momentos. De los decires cargados de ignominioso insumo vinculado con la diatriba hirsuta. En un aplicativo violento. Como diciendo que los valores son argumentos de ponderación en tiempos difíciles. Tal vez, haciendo alusión a la incorporación de definiciones, venidas desde los inicios de la teoría aristotélica. Desatando los nudos, a partir reflexiones por fuera del contexto cotidiano. Y, más bien, en el nexo con la parentela. Una vinculación de principios complejos y volátiles; a esas campañas de acompañamiento tutelar.

En ese tiempo de veloces haceres, se fue configurando el sentido propio de la nostalgia. Yendo en dirección al decolaje. Ligado a esos vientos milenarios que aparecen y desaparecen en infinitud de procesos. Y, en ese vuelo áspero se ha ido magnificando la desesperanza. Por lo mismo que recaba, siempre, en la necesidad de articular la vida, cualquier vida, al vuelo perenne. Que se repite y reinventa a cada paso. Por lo mismo, entonces, Cecilia Amalia, se hizo al viento. Así como otros u otras se hacen a la mar. Ella hizo ese vuelo en nocturnal expresión. De todo lo habido en el territorio efímero. Como cuando se traspasan las franjas y los husos horarios sin proponérselo.

Y la vaguedad de su intuición, la fue envolviendo. De tal manera que se fue perdiendo el ímpetu inicial. Y se fue tornando en rescoldo, atizado por el mismo viento que ella eligió como transporte benévolo. Un ir y venir, puestos en la memoria de quien sería su heredero, en lo que respecta a bienes soñados. Uno y mil momentos de trajín de acertijos madurados a la fuerza. Una presurosa orquestación lineal.

He andado muchos caminos (…como canta Serrat). En esa búsqueda de ilusiones. Tal parece que, estas, se han evaporado. El “frente frío” de los mares las han expandido, echándolas a volar. Como queriendo decir y hacer, que se ha posicionado lo perverso. En el caso particular mío, he navegado en todos los mares. Entre otras cosas, nunca he podido saber cuántos son. Simplemente yo he sido como esa noria que va y viene. Yendo por ahí. De lugar en lugar. Siendo, como he sido, una aborigen en tierra ajena. Y sí que lo he pagado caro. Simplemente, porque he estado en ese escenario que nunca ha sido mío. A veces, me he sentido como mujer sujeto que está aquí. Pero no ahora, sino en los escapes vinculados a lo que cada quien le ha estado dado, asumir opciones vinculantes. A lo que queremos ser. Sin tránsitos infames.

Eso explica, por lo tanto, mi vocación de nómada errante. Esa que se ha sentido predispuesta para entender las reglas, en veces, inhóspitas. Y he estado como en preclusión con respecto a la vida plena. He sentido, en perspectiva diferente a la que ayer, o cualquier día anterior, que se exhibían como proclamas al aire. Y, por esto mismo, yo he sido como vengadora solemne. Haciendo alusión a lo irrepetible. Pero, a decir verdad, me siento en locomoción perdida. Pegada al piso. Dando fe de la

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gravedad. Como insumo en contravía de ese vuelo nítido que siempre añoré. En esa infancia mía. Doliente expresión.

Dos (ese mirar protagónico)

Venía deambulando, desde el mismo momento en que supe del desvarío de mi Virgilio. Como ese rumiar que vuela. Unos ámbitos presurosos. Por ahí cayendo en cualquier parte. Yo me fui despacito. Hasta encontrarlo. En esa nimiedad de vida brusca. Por lo mismo que se fue distribuyendo con una vocación insípida. En esas ilusiones sin sustento. En un andar los caminos áridos. Y yo, como mujer libertaria, le dije a mi Virgilio que ampliáramos los pasos. En un reto a la longitud pensada e impuesta. Él y yo nos fuimos por la vía azarosa. Él sin padre. Y yo como preclara inspiradora. Aquella que no alcanzaba a dar el tono de lo diferente. En medio de tantas fisuras prolongadas por parte de los “gestores” de la vida.

Llegué, cualquier día, al pueblito benévolo. En el cual había nacido. Me hice fabricar lentejuelas de diversos colores. Como cuando una quiere que la recuerden. Eran, más o menos, las ocho de la noche. El bus me dejó, justo al lado de las notarías. Yo había sabido algo de ellas. Por el tono de sus pareceres, En esa prolongación de los caminos. Que, por sí mismo, se hacían angostos y abiertos. Según la lectura e interpretación de lo que fuera necesario. Llegué a casa de mis tías, siendo casi las nueve de la mañana. Allí conocí a mi primo Alberto. Había estado perdido mucho tiempo. En mi vaguedad, creí haberlo conocido, en ese treinta y uno de octubre de cualquier año. Estaba taciturno. En una mudez que traicionaba la palabrería de toda mi familia.

Estuvimos en conversa, casi tres días. Una habladuría parsimoniosa. Yo diría, ahora, impertinente. Por lo vacía. Como entendiendo, una, que las palabras se hacían vuelo rasante. Sin definiciones. En eso que una llamaría, la anti gramática universal. Y, este Diego Mauricio Cifuentes, sí que camina por lo vago e insuficiente. Una locuacidad incolora. Pero, aun así, me cautivó. Como queriendo, yo, decir que la parentela es una u otra. Todo depende de la manera como se conectan unas palabras con otras. Y lo mío, en esa entendedera supina, no llegaba más allá que la interpretación de las proposiciones. En verdades y no verdades. En esa tipología hechiza de la teoría de conjuntos. De la lógica imperecedera. Pero, tal vez por esto mismo, empecé a vaticinar lo que habría de suceder. Yo misma compuse el plano que serviría de referente. En cada juego y cada nomenclatura.

En esto de las veedurías angostas; la mira estaba del lado de lo nostálgico. Así fuese mero imaginario. Y lo llevé siempre conmigo. A cuanto territorio estuviese nombrado. Graficado. Me hice “sierva” de los holocaustos perennes. Aquí y allá. Como mensajera del vuelo de lo libertario. Me fui yendo en eso que llamábamos lo puntual de la vida ajena y propia.

Hasta que me fui diluyendo. No soportaba más las alegorías alrededor de las cosas. Y, fundamentalmente, de la vida. Me fui haciendo a la idea de vincular hechos y decires. Con la palabra gruesa, casi milenaria.

Y seguí ahí plantada. Ya habían pasado las lisonjeras convocatorias. Y en este otro tiempo, yo percibía que la condición de mujer arropada por las cobijas primeras. Desde ese primer frío que enhebré siendo volantona pasajera de a pie. En ese universo de opciones que, yo misma no entendí en el paso a paso de mi Virgilio que se hizo ilusionista de su propio entorno. Cuando lo abandoné en la orilla de ese rio henchido. Cuyas aguas lo llevaron al mar. Y, allí, se quedó por siempre. Con su Aurelia. La que siempre fue mi enemiga. Como quiera las dos siempre lo amamos.

Holograma

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Supe lo que pasó, cuando lo contó Luxila. La que estuvo en ese aspaviento de casa. Lo supe, entonces, en esa cortedad de tiempo. Vago, como pasa siempre. Como vaga es la verdad contada a porrazos. Y, en esa casita, rayada. Como dibujo hecho en la penumbra. Como cuando no se sabe lo que es ser cierto. Y, la Luxila, azotando al viento con sus palabras vertidas. Así. Dejándolas volar sin prisa. Con la vehemencia de quien ya, antes de hoy, le ha hablado al mundo. Y es que dicen que, siendo ella niña hechicera, se puso a pasar por encima del fuego vivo, enhiesto. Empecinado, envolvente. Como potencia misma, sin ocaso. Y, lo dicen ellos, que ella se fue adueñando de él y de lo circundante. Y que fue creciendo en pulsión y en calendas. Y que conoció a Cayetano Manrique. Avieso tormento. El mismo que llegó, siendo un junio soleado. Fugaz. Y se instaló en el predio de los Benjumea. Que los hirió con el punzón traído desde su época de matón. De funesto cobrador de deudas. En ese peregrinar insaciable de sus patronos. Vergonzantes aduladores del Jerarca mayor, bandolero por lo bajo.

Y, ese jueves en que pasó lo dicho por ella, se hizo hostigante día de holgura en odio supremo. Día que pasó lento. Como lenta fue la tortura infringida a los protestantes que habían levantado voces, juntas. En reclamante expresión primaria. En una seguidilla de opciones propuestas desde antes. Desde que se hizo evidente la sensación de exterminio palaciego. Y, tal vez, por eso mismo se fue tejiendo, en anchura, la noción de libertad. En una elucubración de ternura suprema. Unos ires evolucionados desde adentro.

Y las cosas, según ella, se dieron de tal manera que, cada quien, buscó lo suyo en ese mismo hilo envolvente. En el ejercicio máximo de fuerza suya. De las condiciones que empezaron a trepidar en ese adentro letal. En volcamiento de seres que fueron en crecimiento de razón como quiera que se fue disolviendo la verdad venida desde antes. Y, entonces, en posición venida se exhibieron las ofertas para horadar la ternura y la esperanza. Y, diciendo ella eso, supe de su verdadero rol. Y, en esa misma perspectiva, validé mi referente. Ya no era el que había sido hasta entonces. Ya era lo reducido del ver y del andar. Como si yo fuese taxidermista improvisado. O rebanador de cerebros. Así se lo hice saber, cuando terminó su letanía pensada desde antes. Y, en ese mismo destrozo de vida, se fue irguiendo la especulación con la esperanza. Una voladera de unciones aceitosas. Como simple caparazón que llegó a ser permeado por los ilustrados empotrados en el cuerpo que heredaron de su anterior extirpe. Como sujetos magos que, blandiendo las espadas novísimas, se convirtieron en simples azuzadores de proclamas venidas a menos.

Y ella, entonces, trató de alzar vuelo secuenciado. Como dosificando las palabras habidas desde allá. Desde esas noches en que ella hizo vigilia para observar la tornasolada transformación de las noches-días. De la iridiscencia opacada por el vuelo en alas de amargura. Y, en esa casa en que ella habló, se cerraron puertas y ventanas. Se hizo viento de acerado frío. De humedades sarnosas, Como si, en enfermizo entorno, la pudrición pudiera más que la velocidad luz de las reclamaciones.

En este hoy epopéyicos, ella y yo, juntamos habladurías. Para decirnos a nosotros lo que ya sabíamos. Pero fingiendo, en tartamudez vergonzante, que ese era nuestro mensaje nuevo. Traducido de las palabras escuchadas en las montañas frescas. En las cuales surgió la vida. Y que, en ese diciendo nuestro apestoso, mostramos como languideciendo el futuro. Que, con nuestras manos, ella y yo, fuimos haciendo hilatura gruesa. Como esa que ha protegido siempre a los malvados.

Y sí que, en ese juego extremo, nos sentamos a la vera de los caminos. Puliendo la piedra que habría de darle muerte a los libertarios. Pues sí que, habíamos transformado los tiempos. Habíamos mimetizado las verdades. Y habíamos hecho del delirio, manifiesta estampa de vida incierta.

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Sujetos de hecho, sujetos vencidos

Todo lo que he sido es nada. Lugar y tiempo, por ahí tirado. En una nomenclatura de alma, vacía. Sin las perspectivas que casi todos y todas tienen. Empecé por acceder a la vida, como cuando se asume una comparsa. Con sombras chinescas. Y con un vahído presuntuoso que no tuvo lugar nunca. Manifestaciones como para recordar nunca. En ese juego milenario de los altavoces, llamando a quien fuere sujeto envuelto en lo inhóspito como razón puntual de vida. En ese mediocamino surtido de veleidades. Como artesano venido a menos en sus haceres. Por ahí dándole a la palabra como mero lujo pasajero. Sin poder construir ternura. Este yo que ha andado tanto, pero que sigo en el mismo punto de partida. Una entelequia en la expresión. Presuroso e impávido doliente de la vida en plenitud.

Cierto día, en un marzo por cierto, invité a Pedronel Cipagauta, para que me acompañara en un ejercicio rudimentario. Como escoger una posición cualquiera. Para navegar en ella, hasta los límites del Pacífico asfixiante. Una duermevela, le dije yo. Venía, como yo, de cualquier lado y en cualquier tiempo. Y, él, surtió voces, rapadas al aire. En una tronera de posibilidades habladas. Tanto como la ejecución de opciones desprovistas de cualquier trasunto libertario.

Y, en estas elongaciones de cuerpo, nos fuimos. Caminando al lado de uno al otro. Circundamos toda la esfera corpórea. Por todos los atajos irreversibles. En ocasiones como simples ser él y ser yo. En algo parecido a la diatriba vergonzante. Unos episodios malgastados. Como vena rota. Aludiendo acerca de esto y de lo otro. Como para no dejar la costumbre de hablar. Pero decires improvisados y como al viento echados. Sin dirección alguna. Lo que, los otros y las otras, llaman vocería incompleta. Yendo por ahí. Por donde se prestara la brújula.

Cipagauta es sujeto anodino. Eso pienso yo, después de haber jerarquizado los cruces hablados y hechos. Notaba, en él, una figura como barca flotando. Meciéndose en recordaciones de lo que fue antes. Y sigue siendo ahora. En este universo de opciones que se pierden a cada momento vivido. Todo esto hecho con insumos encontrados en cualquier parte. Como inmersos en espacios acezantes; metidos a lo que a bien tenga quien lo vive. Y nos pusimos, en la tarde, a ver pasar la vida. Sin ningún esfuerzo. Ni siquiera en lo mínimo ilustrado, atropellado.

En este septiembre vivo, recurrimos a la búsqueda de la razón de ser de lo que somos. De nuestro deambular alcahueta. En el querer mismo de dejar pasar lo que fuere. Sin embargo le hicimos el escape a todo proclama vituperaría Y nos situamos en el perfil perdido desde hace setenta veces siete en años. Y yo lo busqué a él. Él me buscó. Y no nos encontramos en el mismo espacio. Como si hubiésemos anclado en aguas imperiosas. Demostrativas de lo enjuto que es el hablar hoy en día.

Lo lúgubre se impuso. Como cantinela abatida desde antes que fuese verbo de por sí, decantada en el ejercicio postulado. Hecho de mil haberes y decires agrios. Perdidos, sin huella. Siendo hoy el día de la cisura nostálgica; he decidido volver vista atrás. Como buscando los remos para enderezar la vida, hecha rescoldo ahora, por cuenta de los incendiarios vecinos nuestros. Idos en la contera de escenarios. Suponiendo, él y yo, que habíamos sido dispuestos para arengar lo que fuese, en nervadura de ocio y de aplicaciones.

Hoy, como ayer, estamos aquí anclados al hacer de lo inhóspito. Sin ejecuciones previstas antes. Situándonos en posición de inconformes ordenados de mayor a menor. Por fuera y por dentro. Éramos visires sin funciones. Perplejos sujetos que no pudieron

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volver al punto de partida. Ese que recordamos tanto, como se recuerda lo ansiado, desde casi estar en vientre de madres nutridas de silencio habidos en todo tiempo.

Sujetos de hecho, sujetos vencidos

Todo lo que he sido es nada. Lugar y tiempo, por ahí tirado. En una nomenclatura de alma, vacía. Sin las perspectivas que casi todos y todas tienen. Empecé por acceder a la vida, como cuando se asume una comparsa. Con sombras chinescas. Y con un vahído presuntuoso que no tuvo lugar nunca. Manifestaciones como para recordar nunca. En ese juego milenario de los altavoces, llamando a quien fuere sujeto envuelto en lo inhóspito como razón puntual de vida. En ese mediocamino surtido de veleidades. Como artesano venido a menos en sus haceres. Por ahí dándole a la palabra como mero lujo pasajero. Sin poder construir ternura. Este yo que ha andado tanto, pero que sigo en el mismo punto de partida. Una entelequia en la expresión. Presuroso e impávido doliente de la vida en plenitud.

Cierto día, en un marzo por cierto, invité a Pedronel Cipagauta, para que me acompañara en un ejercicio rudimentario. Como escoger una posición cualquiera. Para navegar en ella, hasta los límites del Pacífico asfixiante. Una duermevela, le dije yo. Venía, como yo, de cualquier lado y en cualquier tiempo. Y, él, surtió voces, rapadas al aire. En una tronera de posibilidades habladas. Tanto como la ejecución de opciones desprovistas de cualquier trasunto libertario.

Y, en estas elongaciones de cuerpo, nos fuimos. Caminando al lado de uno al otro. Circundamos toda la esfera corpórea. Por todos los atajos irreversibles. En ocasiones como simples ser él y ser yo. En algo parecido a la diatriba vergonzante. Unos episodios malgastados. Como vena rota. Aludiendo acerca de esto y de lo otro. Como para no dejar la costumbre de hablar. Pero decires improvisados y como al viento echados. Sin dirección alguna. Lo que, los otros y las otras, llaman vocería incompleta. Yendo por ahí. Por donde se prestara la brújula.

Cipagauta es sujeto anodino. Eso pienso yo, después de haber jerarquizado los cruces hablados y hechos. Notaba, en él, una figura como barca flotando. Meciéndose en recordaciones de lo que fue antes. Y sigue siendo ahora. En este universo de opciones que se pierden a cada momento vivido. Todo esto hecho con insumos encontrados en cualquier parte. Como inmersos en espacios acezantes; metidos a lo que a bien tenga quien lo vive. Y nos pusimos, en la tarde, a ver pasar la vida. Sin ningún esfuerzo. Ni siquiera en lo mínimo ilustrado, atropellado.

En este septiembre vivo, recurrimos a la búsqueda de la razón de ser de lo que somos. De nuestro deambular alcahueta. En el querer mismo de dejar pasar lo que fuere. Sin embargo le hicimos el escape a todo proclama vituperaría Y nos situamos en el perfil perdido desde hace setenta veces siete en años. Y yo lo busqué a él. Él me buscó. Y no nos encontramos en el mismo espacio. Como si hubiésemos anclado en aguas imperiosas. Demostrativas de lo enjuto que es el hablar hoy en día.

Lo lúgubre se impuso. Como cantinela abatida desde antes que fuese verbo de por sí, decantada en el ejercicio postulado. Hecho de mil haberes y decires agrios. Perdidos, sin huella. Siendo hoy el día de la cisura nostálgica; he decidido volver vista atrás. Como buscando los remos para enderezar la vida, hecha rescoldo ahora, por cuenta de los incendiarios vecinos nuestros. Idos en la contera de escenarios. Suponiendo, él y yo, que habíamos sido dispuestos para arengar lo que fuese, en nervadura de ocio y de aplicaciones.

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Hoy, como ayer, estamos aquí anclados al hacer de lo inhóspito. Sin ejecuciones previstas antes. Situándonos en posición de inconformes ordenados de mayor a menor. Por fuera y por dentro. Éramos visires sin funciones. Perplejos sujetos que no pudieron volver al punto de partida. Ese que recordamos tanto, como se recuerda lo ansiado, desde casi estar en vientre de madres nutridas de silencio habidos en todo tiempo.

Lunita fugada

Cuenta la historia, con más de mil palabras, que eras muy bella, doncella.

Y me fui yendo en algarabía consumada. Como rogando al Dios efímero,

Que me prolongara la vida. Para volver una y otra vez, como en secuencia vespertina.

Antes de ver la noche caer. Antes de jurar, como sueño abatido, todo lo que fuiste.

En un ir venir, en veces, absurdo. Como martinete en piedra labrado. Como sujeto,

Repetido. Buscándote en el vacío primario. Desde antes que la Luna existiera. Antes de sentir,

Mi propia vida. Ahí abatida; a cada nada paso del vigía venido a menos, en este tiempo.

Si lo dije no lo recuerdo. Pero, enfatizo, mi memoria acuartelada, sumisa, yerta

Somos dos, no uno. Pero somos uno, siendo dos; sin pretender ser analogía del Dios uno, siendo tres.

Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das alcance. Y lo interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo mismo. Pero, al mismo tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación continua. Pero no como simple contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como referente. Y, entonces, se redefine y se expresa, En el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como perspectiva a futuro. Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni partiéndola, en el cajón de doble tejido y doble fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la vemos desvertebrada.

Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos, sería vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse a sí misma. Por temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo.

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Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo que ya vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a infinita textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio. Renaciendo ahí, en el mismo, pero distinto entorno.

Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa secuencia efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que estos tienen de magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía perdido. Volviéndolo escenario de la duermevela enquistada.

Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo lo tuyo estará ahí. En lo pasado ya pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como simple simpleza sí misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia entrega.

Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho menos, infeliz recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de latente calor como blindaje. Para qué hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo; permanezca. Siendo hoy, no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto, hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por vivir. Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a la vida. Iluminándola en lo que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por esto mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no lo hubieras conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y que, habiendo sido hoy, no lo será mañana.

Y es ahí en donde quedo. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al morir por verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atada, subsumida; repetida. Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la noche, por todo lo que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes. Como mensajes que vienen del universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí.

Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en ti lo que serás como guía de quienes vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano. O en el entorno que amamos.

Yo, sujeto ingrávido

Insípido tiempo. Este que deambula por ahí como si nada. Aun sabiendo que lleva en sí, ese tejido nefasto de violencia. De insania viva a toda hora y día. Con esos niños y esas niñas que van y vienen sin horizonte. A cuenta de opciones de vida y de conceptos, que las y las sitúan en posición de ser vulnerados por vejámenes. Abiertos, asincrónicos. De aquí y de allá. Como si fuese único horizonte habido y posible. O con esas mujeres nuestras, matadas. Vulneradas. Como sopladura en ese vahído maldito. Que nos cruza. Que las infiere como simples expresiones de vida sin pulsión válida. O, en esos dolores todos. Asumidos como vigencia y vigía circundantes. Como si fuese

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oxígeno necesario para vivir, así. En esa penuria de alma y de valores. Que están ahí mismo. En ese ir y venir de toda hora y momento.

Y sí que, entonces, este tiempo es tenido en cuenta como referente de las gobernanzas. Huero y hueco soporte de haceres alongados, potenciados. Erigidos como valores universales, a ser acatados. Como simbología que se torna proclama de recinto en lentejuelas soportado. Como vasos comunicantes, hechos hervideros de solapados agentes. Sujetos catalépticos, que obran como momias vivas. Revividas a puro golpe de normativas. Y de imperativos. En esa lógica con nervadura trinitaria. Con horizonte impúdico a lomo del gestor virulento, aciago, cicatero, malparido. En lo que esto tiene, no de referencia a mujer ninguna. Más bien como cuerpo y vida hecha y contrahecha, a partir de manuales pensados para armar. Rompecabezas, con piezas preestablecidas. En eso que tienen todos los modelos construidos. A semejanza de rutinas, pensadas en catacumbas pútridos.

O, en esa ironía que da la vida, ver rodando y crescendo, la búsqueda de orquesta que partitura interprete. En cualquier opción de pentagrama. Así sea en RE o en Do desparramado. Erigiendo, como expresión con algún sentido y tono, la vendimia de los saqueadores de culturas y promotores de lobotomías colectivas. Directrices hechas y, por lo mismo, diseminadas. Como pandemias. Expuestas al viento. Para que vuelen. Y que, volando, hagan aplicación en su derrotero. Aquí y allá. Como en el ahí de los troyanos sorprendidos. Como esos inventos de toda la vida y de todos los días. En cuanto que somos sujetos y sujetas de locomoción, entre incierta y cierta. Viviendo en una u otra entelequia. Qué más da. Si todo lo habido ha sido y será, secuencia a perpetuidad pensada. O no pensada. Siendo cierto, eso sí, que lo que más odian y han odiado los exterminadores ha sido y es a la fémina ternura. Tal vez, más por ser fémina que otra cosa.

Y, yendo en ese por ahí, tortuoso e in-sereno; hemos ido encontrando lo avieso de las conjuras. Hemos ido andando el pantano. Que succiona los cuerpos y las vidas en ellos. Caminando lo empinado y pedregoso. Como yendo al lugar que conocimos como cuna de Pedro Páramo. O en el cuarto frío, en tierra en que vivió el que encontró la perla casi viva; en la nomenclatura de palabras en Steimbeck.

Y sí que, en ese envolvente torbellino de vidas juntas. O en las soledades solas de Kafka. O en lo insólito vivido por el sujeto sutilmente áspero de Camus. O, en esa comunidad internalizada, viviente y compleja de Cortázar en su Rayuela. O, en fin, en ese saber que somos. Casi siempre sin haber sido nosotros y nosotras. Ahí, en ese tejido de vida pasando y pasando. En este maldito tiempo de cronología que mata. Por lo mismo que, siendo tiempo, no redimido. Por lo mismo que redención es sinonimia de puro embeleco mata pasiones y mata ilusiones.

Será por eso que yo, en mi íntimo yo incierto y perturbado, sigo amando a esa ramera propuesta por Manolo Galván. En esa simple letra, en canción casi clisé zalamero. O, en esa misma línea, sigo amando a la amante del puerto que dio origen a la otra simpleza del “hombre llamado Jesús””; el hijo de esa que entregó su cuerpo a quien pasó primero. Vuelvo y digo: será por eso. Por tantas simplezas juntas; que sigo viviendo a diario, con la dermis ilusionada, expuesta, a lo que pasa, pasando. Tal vez pobre sujeto, insumiso empedernido. Que sigue atado a cualquier canto de letra compleja o fútil. Pero expeliendo más vida que este tiempo enjuto. Pletórico de sujetos, serios. De pies en tierra, dominando. Valgo más yo, como sujeto ingrávido de fácil volar, volando.

Un vuelo; un instante.

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Dibujo en la sombra, ese cuerpo tuyo volátil, incierto.

Te dije, en pasado inmediato, la locura que me cruza,

En el universo cierto, cercano. Como cuando te decía, en mis sueños; lo de la vida mía

Puesta en el abismo. Como hechizo perenne. Como pintura en agua fuerte,

Yendo, todos los días, de la mano de mis pasos, al garete, hacia la muerte.

No sé si recuerdas lo que fuiste en primer día. De tu vida y de la mía,

De todo lo pasado que pasó, ya en memoria mía perdida.

Silente, en el ejercicio que mejor aprendí. Estar ahí. En veloz vuelo,

Rasante, efímero. Viéndote en el horizonte abierto, enjuto, a veces.

Perspectiva válida para el vacío que, hoy, siento en la enhebración, de lo habido,

En el aire difuminado. Palabras de cimera perdición. En cada recodo del barriecito. De calles abiertas, en veces, pero en prolongación cerrada, obscura, casi siempre.

He de volver, pues, a tu dominio grato. En el día mismo en que decidas irte, a bordo de la Vía Láctea. Anclada en cuerpo celeste más brillante. Más diciente.

Al límite

Nube violenta, esa. La del trajín cotidiano,

La de lluvias anunciadas, que palpo;

Nube que viene y va. Como sortilegio agravado,

Como lentejuela imperturbable. Como secuencia ígnea;

Yendo hasta el dominio de las palabras. Yendo,

Hasta el epílogo de toda historia.

Volando, esta nube. Mi nube. La que gané, en juego

Inapropiado, maldito.

Secuencia mía, breve. Volando que volar, a bordo,

De la tormenta hecha latente,

Viajando, que viajar hasta el límite de este universo, prepotente.

Para mí, aciago, envolvente.

Un viaje

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Nunca supe que fue primero. Si este silencio mío, derivado de mi profunda tristeza. O el yo que difiere de todo lo que se pudo haber contado. Y esta opción dubitativa que no me deja asir la ternura, ni la esperanza. Esto es lo mismo que vagar por ahí. Entornos de asfixia. Que recuerdo ahora. Y que me han asediado. Decir, entonces, otraparte es tanto como que no entiendo lo que me cruza la piel y mi cabeza. He estado a la espera de revivir lo mío. Desde el momento mismo de haber nacido. Tratando de recordar sí, ese tiempo pasado, tuve alguna ilusión. Sí, por ejemplo, no pude localizar lo que era. Y, esto, me ha generado una angustia, en todo mi tránsito por lo que llevo de vida. Metiéndome en este cuerpo. Y tratando de exhibirlo como trofeo de mí mismo. Es una sensación de vértigo. Y, por lo mismo, no recuerdo si tuvo su origen desde allí. Desde ese desprendimiento con respecto a mi madre. Y, el silencio, me lleva a estar más lejos. Desde que se inauguró la palabra. Como si volviese a ese pasado absoluto de todos y todas. Siendo así, manifiesto que lo que soy, no sé si era proyecto mío. O de quien. Como relámpago, mi memoria se torna cada vez más obsoleta. Por cuanto no atina a establecer, siquiera, los referentes primarios que pudiesen desatar mi cuerpo, del yo sujeto. Es como una incandescencia milenaria. Como sí el Sol no me hubiera alumbrado, desde el momento en que prefiguré como ser. En la latencia propia de quienes hicimos camino. Desde ahí, al comienzo del tiempo.

Hoy, en la mañana, me propuse salir de viaje. En esa nave de papel que heredé de mi padre. Como, el mismo decía “no vaya a ser que te extravíes en la vida que te ha sido dada”. Y rogué, en este hoy, que me fuera impuesta la brújula navegante, sin par. Esa que he tenido en mis sueños. Pero que, cuando despierto ya no estaba. O está. No sé, en verdad lo que pueda decir y pensar. En este mediodía ligero, coloqué mi barquita en el lago inmenso situado junto a mi casa. Y la soplé, como intentando que hiciera mar en lo que no es ahora. Y, su fragilidad, la hizo naufragar. Menos mal que no la había montado. O, mejor sería decir, lo debí hacer; para ver si este desasosiego se hunde y se ahoga. Y que, yo como sujeto herido, no me levantara jamás, del fondo grasoso que creí intuir primero. Busqué un reparador de ilusiones dañadas, como para ver si la podía rescatar. Y, este, me la entregó casi recién hecha.

Entonces, me fui con ella debajo de mi brazo. Llegué al mar verdadero, en la tarde de este día. Y toqué, con mis pies, la laminita de agua en la orilla-playa. Y sentí que ascendía hacia el espacio abierto. Que empecé a flotar como sujeto herido de muerte, en esta vida. Y que busca la otra en cualquier parte. Es un unísono lenguaje cantado. El límite de mi ascenso fue la pesadez de mi cuerpo y el yo sujeto. Empecé a notar que me hacía falta el suelo. Y el agua de mar, para seguir navegando en mi reconstruida barquita. Bajé en la noche. Escuchaba el trepidar del agua. Y la fuerza del viento que se erigía como potencia mayor. Y que transportaba las olas, por la vía de enseñarles sus caminos. Y yo fui señalado y las olas me pegaban como fuerza casi inaudita. Toda la noche en eso. Sin poder dormir. Tal vez porque temía que, al llegar el otro día, se haría más fuerte mi desazón y mi incapacidad para seguir yendo con mi barquita.

Empecé a sentir que no podía moverme. No sé si era todavía noche. O si era el otro día. Lo cierto es que estaba inmóvil. Desarropado. En una miseria de vida dolorosa. Pero podía hablar. Y traté de expresar algo, por la vía de mis palabras aprendidas al nacer. Y sentí que solo era un balbuceo insípido, irrelevante. Un vuelo de lenguaje asido al piso. Como no entenderá construida aquí en este presente, que heredé de quienes fueron primero que yo. Y, en el desvarío siguiente, entendí que eso era mi muerte,

Ígnea, diosa hiriente

Hoy, como también ayer, hice esa parada del tiempo. De mi tiempo que se originó cualquier día. Desde muy lejos regresé. No tengo creencia del por qué me había ausentado de este pueblito. Miserable, dirán algunos y algunas. Para mí ha sido

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embeleso llano. Estando allá lo veía como territorio insumiso. Que fue creciendo estando yo allá. En un proceso de decantación de las palabras mayores. Para hacerlas más nítidas. Más simples a la entendedera de esas mujeres y esos hombres que andaban en él, cuando no había nacido. Una pulsión henchida me arropó desde ese entonces. Cuando yo era simple plebeyo. Como sujeto ahí. Sin entender lo lejana que es la vida; cuando ella es para quien la vive; simple acechanza. No por su negrura bella. Más bien porque me fui en el viento que me recogió, un buen día. Y me llevó sin ningún descanso, hasta donde me encontraba antes de regresar. Hoy, en este umbroso día, empecé a recorrer lo que antes ya había hecho. Pero que, en el hoy mío, lo hago de nuevo. Tal vez tratando de hacer de mis pasos una lentitud benévola. Tal vez para verificar si todo está ahora, como estaba cuando me fui.

Camina que camina, llegué al parquecito de tantas historias vistas y oídas. No lo encontré lúcido. Estaba abrigado por un tono gris, que parece recién hecho. Seguí por Calle Santander. Solo observé el respiro de quienes ya se habían ido, después que yo. Un tono de vida incierta, parecía ya. Seguí hasta la que fuera nuestra casa. No había nadie. Se fugaron desde hace más de mil años. Y me dio por la pensadera. Trayendo acá la figura de Ámbar. La mujer que siempre quise. En ese remolino de cuerpos, no la detecte. Mi imaginario perplejo, se fue deslizando hasta el solarcito de su casa. Donde jugábamos todos los días. Sentí un hálito de nostalgia, aferrada a la puerta que daba a la calle. Desde esa dejadera de espasmos secretos. Como yendo en vuelo, hasta hacer retroceder el tiempo. Para volverla a ver. Para acariciar sus ojos benévolos. Llamé al viento que me llevó un día de esos en que pensar era simple elocuencia, aferrada al ámbito suyo.

Fui a la escuelita aquella. Donde hice mil letras. Y mil palabras con ellas. En ese acento de ilusión, traté de reconvenir a la duda manifiesta que siempre tuve. Preguntándome, en ejemplo, sobre el comienzo del universo. Y por la hechura de vida de los dioses. Y, ahí al lado de esa entrada, decanté yo mismo mis preguntas. Como reiterándolos. Fui al rio. Ese el del agua ya ida. Solo hilito de agua es ya. Y recordé cuando me bañaba en él. Acompañado por el amigo del alma. Mauricio Hernández. El poeta siempre enhiesto. Sin regatear conceptos y rimas. Lo veo en ese dechado de imaginarios que tenía. Recordé, del mismo modo, la muerte de Estercita Loboguerrero. La amiga de todos. Pero solo en uno depositó su condición de mujer amada. Y veo al Rigoberto Machado. Con esa risa amplia y generosa. Al lado de la bella Esther.

De vuelta, tomé por el camino que siempre llamamos El Cruzado. Nadie pudo recordar el origen de este nombre, que trae a cuento y a recuerdo esos ejércitos de golpes secos. Una amargura, en sí misma. Sujetos poseídos por su dios. Para no dejar a su paso, siquiera la nostalgia de los caídos, bajo sus lanzas y sus espadas. Me detuve a mitad de camino. Para respirar lo que todos y todas dejamos en el aire. Esa sensación de ternura. Esa expresión etérea de los imaginarios todos.

Y volvió el viento por mí. En una mañana parecida al del anterior vuelo. Y, desde arriba, a ráfagas vi cómo se iba poblando otra vez el pueblito amado. Como si todo solo hubiera sido simple pulsión mía. Adherida a la ceguera física que me cedió el mismo viento. Todavía recuerdo el líquido incandescente que hirió mis ojos. Ese día después de haber visto a la mujer esposa del viento. En la desnudez absoluta, Por haber osado quedarme absorto, sin retirar mi mirada de la hermosura de cuerpo de Ígnea, la que hizo mecer mi espíritu, en esa latencia habida.

Tres grados bajo cero

Se hicieron cómplices en ese brete diario. Expandieron sus miradas, en esa amplitud vivencial, en Ciudad Perdida. Se habían conocido un 29 de febrero, cuando apenas tenían tres añitos ella y cuatro añitos él. Sus familias habían llegado desde Ciudad

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Jerusalem: como itinerantes forzados. Allá quedaron sus memorias y sus ranchitos. Construidos hacía ya varias generaciones.

Todo empezó a agriarse, cuando llegaron los “Soldados de María y José.”. Cuando, éstos, hicieron de la vida, puro juego de albures. Incitando a la “violencia necesaria” en tratándose de conservar los valores históricos, prístinos. Sus casitas fueron arrasadas, hasta que solo quedaron “piedra sobre piedra”. Mamá Ígnea y papá Ámbar, se escondieron en el sótano de la casa asignada a las sacerdotisas vinculadas a la doctrina de “El Dios Potente”. Estuvieron tres días y tres noches, en ese hueco hechizo. Solo volvieron en sí, el mismo día en que mataron a Apolinar Enjuto. Sujeto este de largo prontuario en las hechicerías heredadas de Virgilio Héctor.

Niños y niñas de fortaleza infinita. En esos escenarios vivieron antes de llegar a la ciudad. Llegaron en el tren de las ocho de la mañana. Con sus arrumes de corotos. Ya, en la Terminal, localizaron el barriecito en el cual vivían sus primas Eloísa María y María Eloísa. Cuando llegaron a casa, estaba dispuesta la piecita.

Durmieron hasta bien entrada la noche. Un sueño benigno; comoquiera que quedó expuesta la necesidad de enfrentar lo que habría de pasar. En esa exhibición de fuerza que permite volar en ese espacio viajero. Pero todo se fue en mera algarabía inapropiada. Por lo mismo que caminaban por el suelo cenizo todos los días. Y, todos los días, empezaron a sentir que lo suyo no era solo afugia comparada con el querer ser. Más bien, y en ese sentido, los hechos y las acciones convirtieron en un tipo de vivencia agreste. En un tiempo voraz que solo admitía expresiones de andar firme. Y no, simplemente, decires amarrados a la elocuencia estrambótica sin ninguna lucidez ni compromiso verdadero.

En ese andar de la complicidad, se fueron diluyendo. Ella, Mariposa Vélez Anzoátegui y él, Roncancio Elías Martínez Bajonero, empezaron a entender la diferencia entre ser insumiso e insumisa; y solo ser cuerpos enredados en la inopia vergonzante. Caminaron, en doble sentido. Desde el sur-norte prolongado y el occidente-oriente aprendido apenas en el ayer de la brusquedad inoficiosa, burda.

Cada quien por su camino, les había dicho la señora Porcelana de Jesús Remedios y Jiménez. Esa señora vecina de la casita verde morada, la de ella, y grisrojointenso, la de él. Además les anunció que no estaba en disposición de alcahuetear sus ligerezas. Como esa de tenerse en las aceras. Influyendo, de tal manera entre los niños y las niñas, que estaban haciendo vuelo mágico desmirriado.

Esos viernes, embelesados por cierto, fueron llamados. Él y ella a rendir cuentas por su influencia equívoca y maligna, en todo el barrio. Un vuelo rasante sobre la empedrada callejuela. Azalea del Carmen Veranodelarosa, la niñita que siempre los quiso, empezó a demostrar una mudez y unas expresiones dolorosas. Dijo, la señora Imaginaria Chejov Hinestroza, esto no puede seguir así. Algo hay que hacer. Las lentejuelas nocturnas, no pueden seguir siendo el vestido de todos los días. Algo hay que hacer. Pero no puedo actuar más como mujer sórdida que no da cuenta del significado que adquiere la esperanza, cuando se maltrata a quienes están en capacidad de entenderla y vivirla.

Por lo tanto, entonces, las primas Eloísa María y María Eloísa, decidieron negarles el apoyo solidario. Por lo tanto, ella y él, regresaron por donde habían llegado. Y, allá en la Terminal de Trasportes, se hicieron cuerpos muertos, no sin antes reiterar que lo de ella y lo de él, no era otra cosa que vivir, sin entender nada de lo de Hoy, ayer, y en lo venidero.

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Canto a Melisa

Yo, en Melisa Vivo. Como en Egea doliente Como que estaba yo sumido en tinieblas. Y relampagueante vino Cronos en búsqueda de Egea la Madre mía. Y que, en el Urano naciente, decantaron las cosas habidas. En tránsito elocuente. Por la vía de la partición de lo circundante. Como propio Dios avieso. En elongación propuesta; al término del vivir manifiesto. Y me embolaté en roles. Lo permitido era casi nada. Por lo mismo que el Zeus venido, hacía de su séquito de nubes una expresión primera. Una vía encarnada en lo que supo, después, por su madre valerosa. Que engañó al engañador pétreo. Y que hizo de él, torrente de vida plena. Esa Rea vigorosa en puño de voz de acción. A partir de la profecía de Urano. En teniéndolo lo ocultó. Una expresión de viva potencia. Y, allí, con las Horas hechas en separación del mundo terreno. El de Egea viva. Y lo arroparon en la Creta posible. Como cuna para albergar al bienvenido y bien protegido. Y, en la avanzada misma, Hefestos, castigado por el avieso Cronos, empezó la agenda que haría posible el Trono mismo para el admirado. Ese Zeus vibrante, apoyado en la hermosa cabra Amaltea. Y, por ahí mismo, se fueron dibujando los pasos y las potenciales acciones. Con Melisa, abeja admirable y solidaria, empezaron a acunar al latente Dios en ciernes. En la posición de albergar a cada día; aquello que solo sería posible, con el arrebato mismo de la pasión concreta. Con esos inicios desparramando alegorías y trinos.

Un cantar venido y habido. Y, cada quien, como yo mismo, embelesado en lo que sería euforia en transcurriendo el día. Y la noche postulada. Como manto para evitar la soledad y la agonía. Provenida desde allá mismo. Desde la creación primera. Y que, yo, sin asirla sucumbía en los quebrantos de lo que me albergaba. Como territorio y como proclama perdida. Por ahí, vagando. Con el alma endurecida. Con esos pliegues de ternura perdidos. Desde que había perecido la gran Metis acompañante. Desde que no supe más de la Melisa mía. O de Zeus…En fin que me di a la tarea de ser yo único. En esa intención presenta, cada día, de penetrar la Tierra misma. La Egea sumida en simple trozo pasivo y ceniciento. Y, por ahí que fue la cosa, me fui poniendo el rótulo de doliente humano presente. Perdido. Ausente. Venido a menos, como cualquier coloquial verso cantado por la Luna misma.

Y sí que, deambulando en lo que soy, fui perfilando el futuro seré. Anclado en los testimonios perdidos. Nunca encontrados. De lo que Prometeo dijo al momento de nacer. En esa elocuencia viva de tejedor de verdades y de haceres en solidaridad conmigo y que todos y todas. En ese ir yendo de sabiduría y de solidaridad perenne. Como cuando veía, yo, coser los hilos a mi madre. Para la cobija. Para las vestiduras mías. A cada paso y a cada momento de realidad posible. O imposible. Según la lectura que cada quien quiera hacer. O inventar.

Y sí que, en crecimiento necesario, me fui acercando a mi yo concreto. Palpable. En construcción de lo que pude haber sido. En derrota de la decrepitud. Me acerqué al ser Lacaniano. Invertido. Puesto en el pellejo de lo propuesto por Freud. Como Dios silente. En cantilena expresada. En el derrotero incipiente. O real. O ya culminado. Cualquiera cosa dicha, se tornaba en la preclusión de lo propuesto. De lo ejercido. De lo manifiesto. En ese aquí y allá dicho. Vivo. Escudero, yo, de lo que vendría. Entre el Lacan insidioso y herético. Y el Freud, cimentando cada yo sujeto puesto. Manifiesto. Ahí postulado y previsto.

Y sí que se derrumbó mi vida. La vida. Esa que, en mí, se tornó en bicicleta de tres pedales. Sujeto en posición crítica. Perdularia. O cimera, en lo que esto tiene de haber estado. O estar. O seguidilla de haceres y de propuestas. En la vaguedad sombría. De mi Luna. O del lado del Sol hiriente. Como martinete machacante. Perenne. O efímero. O doliente. Como cuerpo atravesado por la daga mía. O de cualquiera. Que, en fin no

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volví. Y no volveré. Ante la Egea promiscua. Sabedora de lo que pasa y pasará. Aquí. En donde estoy hoy. Pero que no estaré mañana.

Déjalos y déjalas hablar contigo viejo mar

Mar de ayer. Que no el de hoy. Sujeto triste. Llave de agua, que creíamos perenne. ¿Qué te hemos hecho, viejo vigía de las creaturas todas que en ti nacieron. Hoy, están como tú. Diezmadas en enésima potencia. Dime qué siente y que sienten. Qué sintieron antes. Los pasados, pasados vivos y que perdieron su ruta evolutiva, por las ansias desbordadas. De viajantes milenarios. De vituperarios en ciernes siempre. Te mando a decir con el viento, llave de lluvia, que aquí, en el hoy. Están los únicos sujetos vivos en quienes pueden confiar. Niños y niñas veloces en decantar las voces. Las palabras. Las de ayer y las de hoy. No sabemos si las de mañana. Todo depende, viejo loco intrépido. Depende de ti mismo. En tu ir y venir. Depende de tu itinerario. Llave de lluvia. Viejo y perplejo mar. Por lo que te hemos hecho. ¡Anda!. Habla con ellos y con ellas. A ver qué te dicen.

Tal vez que también han sido vejados y vejadas. En el día y noche truculentos. Han andado caminos al dolor expuestos. Han subsumido lo suyo. Como equívoco navegante. Han dejado atrás sus territorios que sintieron su primer llanto. Pero también el primer susurro en voz. De las mujeres madres todas. Diles algo, llave de lluvia. Háblales de tus pactos con el viento. Y con esa fuerza potente latente entre nubes. Fuerza desbordada. Luz y sonido en estrecho abrazo.

Esto de hablar con infantes es bien difícil. Porque a socaire. Voces en una locución de idéntica tersura. De inspiración primigenia. De vuelo señor. En aires avallasante. De vuelo que cruje. Que se enternece cuando, como águila, te localiza. Allá. En lo tuyo. En lo que sabes y has sabido hacer siempre. En esa estremecedora voz de fuerza contra las peñas acantilados. Subidas en sí mismas, para verte y sentirte bramar. Como millones de toros condensados en un solo. Vamos, viejo intrépido. Habla con ellos y ellas. No te quedes como mudo sonsonete. Por lo triste. Tal vez. Pero puede que en ellas y ellos encuentres el rumbo que parece perdido. Son (ellos, ellas), viajantes empedernidos. Sacrílegos en el mundo de los señores. De los imperios que devastan. Que han maltratado tu cuerpo de agua vasta. Casi infinita.

Déjalos hablar. Puede ser que te digan, en palabras, lo que tú y el viento han hecho lenguaje sonoro por milenios. Ya sé que has visitado todos los lugares. Que has estado con tus amigos, los glaciares. Sé que has llevado y has traído todos los barcos posibles. Qué te han penetrado los submarinos. Que te han engañado, algunos. Porque han sido a la guerra lo que las tramas celulares, han sido a la vida. Es misma que siempre llevas en tu vientre. Y que se han esparcido en el infinito envolvente.

Déjalos y déjalas que, a viva voz, te digan en sus palabras; lo que tal vez ya tú conoces a través de las heridas que han hecho en tí, melancolía. Cuéntales lo mucho que conoces. Del mil de millones de historias. Cuéntales que conoces la química del universo. Que, como llave de lluvia, has prodigado vida. En todos los entornos. En todos los lugares. Aunque, algunos y algunas no te conozcan en tu vigor físico. Ni de tu pasado violento. Cuando irrumpías contra natura en formación.

Hasta es posible que te inciten a vivir viviendo la vida tuya de otra manera. Como la de ellos y ellas, vástagos de futuro. Tal vez no de la iridiscencia de esa bravía hecha espuma punzante. Pero si de esa ternura primigenia. Como si fuera lectura en mapa genético. Tal vez de la anchura extendida.. Cercana a la de alfa tendiendo al infinito. Pero si para que te cuenten de las palabras voces de sus madres en cuna. Y las de sus palabras en esa acezante motivación para el crecer alegre y creativo.

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En fin de cuentas. Déjalos, viejo mar, que estén contigo. Para que no estés triste, llave de lluvias. Déjalos ser como ellos quieren que tú seas, yo te lo digo.

Sigue yendo por ahí

Sé que vienes por ahí; oh diablillo envidioso. Tal vez es que te contaron de mi cuerpo hermoso. O será que, por ser de día, no hallaste el camino de tu casita olvidada. O, será que quieres quedarte a rogarle perdón al Sol, por lo mucho que has vagado.

De lo que sea será, chiquilla habladora. No vengo ni voy tampoco. Solo espero la noche, aquí en este lugar que no brilla, ni calor tiene; ni risas tampoco. Yo siendo tú niña de alto vuelo, correría a buscar refugio en cualquier lado; antes que yo te convierta en bruja y viajes por las nubes con la escoba y el gorro.

No me digas que debo hacer; no tienes por qué decirlo. Yo a ti no te creo, ni te quiero siquiera un poco. Anda ve y te pierdes. Espera la noche solo; como tiene que ser y como será siempre por lo que eres, diablillo mentiroso.

Si tuviera aquí mi tridente te ensartara en él sin remedio. Y te haría arder en el fuego mío que tengo. Desde ayer y todos los días más; para vivir sin estorbos. Vete tú ahora no quiero ver ni tu rostro, ni tu pelo ni tus zapatos que tienen el color que no quiero; porque me hace recordar el día aquel en que partí la Luna en dos trazos. Uno para mí y el otro para mi hijo que se ha quedado allá solo.

Vuelvo y te digo señor, que no te tengo miedo ni respeto. Eres para mí solo huella pasajera; que no puede anidar aquí; ni allí; ni allá en la casita de todos. Sigue tu marcha, pues, no vaya a ser que te conviertas en sumiso escorpión que no tenga aguijón, ni de a poco.

Qué suerte la mía, digo ahora, encontrarme esta niña hoy; cuando yo llegué a creer que no había nadie aquí; en este bosque y ciudad que quiero tanto; por ser ella y él mi universo primero. Y buscando siempre estuve a quien robar y a quien soplar para que no viva más como ahora; sino como animal que ni pelo tenga. Ni muchos menos lindos ojos.

Cuéntale eso a cualquiera que no te conozca. Yo, por lo pronto, sé quién eres y quien fuiste, porque me lo contó la alondrita mía que amo. Y que me avisó también, que vendrías muy solo, como para poder engañar; a ella, a mí y las otras también. Sigue andando pues, hasta que puedas hallar a quien engañar y a quien pelar para a la olla llevar y prepara así suculento festín y para reírte sin fin.

Ya ni ganas tengo de seguir hablando contigo; muchacha necia y sabia; me voy por otros caminos; buscando a quien agradar y ofrecerle mis mimos. No sabes lo que te has perdido, por andar hablando demás y por meterte conmigo.

Que te vaya mal deseo, diablillo de ojos vivos. Tú seguirás tu camino y yo a vivir aquí me quedo. Como cuando no estabas, ni habías llegado siquiera. Saluda a tu hijo de mi parte; porque si es aún niño debe ser hermoso, cálido y tierno; como somos todos y todas las que, siendo niños y niñas vivimos la vida siempre, con la mirada hecha para amar ahora y por siempre.

Sigue yendo por ahí

Sé que vienes por ahí; oh diablillo envidioso. Tal vez es que te contaron de mi cuerpo hermoso. O será que, por ser de día, no hallaste el camino de tu casita olvidada. O, será que quieres quedarte a rogarle perdón al Sol, por lo mucho que has vagado.

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De lo que sea será, chiquilla habladora. No vengo ni voy tampoco. Solo espero la noche, aquí en este lugar que no brilla, ni calor tiene; ni risas tampoco. Yo siendo tú niña de alto vuelo, correría a buscar refugio en cualquier lado; antes que yo te convierta en bruja y viajes por las nubes con la escoba y el gorro.

No me digas que debo hacer; no tienes por qué decirlo. Yo a ti no te creo, ni te quiero siquiera un poco. Anda ve y te pierdes. Espera la noche solo; como tiene que ser y como será siempre por lo que eres, diablillo mentiroso.

Si tuviera aquí mi tridente te ensartara en él sin remedio. Y te haría arder en el fuego mío que tengo. Desde ayer y todos los días más; para vivir sin estorbos. Vete tú ahora no quiero ver ni tu rostro, ni tu pelo ni tus zapatos que tienen el color que no quiero; porque me hace recordar el día aquel en que partí la Luna en dos trazos. Uno para mí y el otro para mi hijo que se ha quedado allá solo.

Vuelvo y te digo señor, que no te tengo miedo ni respeto. Eres para mí solo huella pasajera; que no puede anidar aquí; ni allí; ni allá en la casita de todos. Sigue tu marcha, pues, no vaya a ser que te conviertas en sumiso escorpión que no tenga aguijón, ni de a poco.

Qué suerte la mía, digo ahora, encontrarme esta niña hoy; cuando yo llegué a creer que no había nadie aquí; en este bosque y ciudad que quiero tanto; por ser ella y él mi universo primero. Y buscando siempre estuve a quien robar y a quien soplar para que no viva más como ahora; sino como animal que ni pelo tenga. Ni muchos menos lindos ojos.

Cuéntale eso a cualquiera que no te conozca. Yo, por lo pronto, sé quién eres y quien fuiste, porque me lo contó la alondrita mía que amo. Y que me avisó también, que vendrías muy solo, como para poder engañar; a ella, a mí y las otras también. Sigue andando pues, hasta que puedas hallar a quien engañar y a quien pelar para a la olla llevar y prepara así suculento festín y para reírte sin fin.

Ya ni ganas tengo de seguir hablando contigo; muchacha necia y sabia; me voy por otros caminos; buscando a quien agradar y ofrecerle mis mimos. No sabes lo que te has perdido, por andar hablando demás y por meterte conmigo.

Que te vaya mal deseo, diablillo de ojos vivos. Tú seguirás tu camino y yo a vivir aquí me quedo. Como cuando no estabas, ni habías llegado siquiera. Saluda a tu hijo de mi parte; porque si es aún niño debe ser hermoso, cálido y tierno; como somos todos y todas las que, siendo niños y niñas vivimos la vida siempre, con la mirada hecha para amar ahora y por siempre.

Recreando a Eros

Que la vida es una, no lo sé. Sé si, que tiene que ser vivida en el ahora presente. De futuro incierto. Como si fuera no válido, para abrigarla. Y de pasado opulento, a veces, pero sin mirada posible, en el ahora, vivido. Como si fuese, ella, profanadora en ímpetu. De la belleza ingrávida. O de la tristeza necesaria. Fungiendo como ave arpía; que no se duele de ella. Pero que causa dolor pasmoso, insólito; por lo mismo que siendo tal, se exhibe y vuela, pero no se pierde.

Por lo tanto, en vida esta, siento que se desparrama lo habido. Como si fuese etéreo patrimonio no vigente. Como si, en larga esa vida, manifestara el dolor como primer recurso. Como atadura infame. Como torcedura que atranca lo que pudiera discurrir como cosa pura. O, al menos, como nervadura de alma, que la hace empinada y susurrante de ternura. Y, siendo así esa vida doliente, se empecina en retrotraer lo que fue. Allá en el no recuerdo nunca. O como si estuviera atada a la invariante locura de

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quienes no han sido y nunca fueron en sí, sí mismos. Tanto como sentir que revolotean en memoria. Sin alas suyas. Siendo prestadas las que usan, para planear sobre los entornos; de esa vida que duele y es agria. Como la hiel que le dieron a probar al Maestro. Ese en que cree ella; mi amante que vive. En un no estar ahí.

Y la herrumbre se ensancha. Como ensancha esa vida el mortal quehacer que vuelve y duele. Como aguijón de escorpión en desierto. Como con atadura a la rueda inquisitorial. Partiendo los huesos de cuerpo que duele tanto que hasta muere de ese dolor inmenso. Que casi como, impensado. No más vuelve avanzando a zancadas. En noche plena de Luna; pero insípida por no verte. Es como si ensanchando lo profundo, volviese a momentos. Punzante como ahora. Siendo, tal vez, punzante siempre.

Y vuelvo a mirar esa vida, no vida. Por lo mismo, vuelvo y digo, que no están. O que, esa misma vida mía, te hizo perder en lontananza. En periferia escabrosa. Como silencio absoluto. Siseando solo la voz de la serpiente engalanada. Con sus aires de domestica de esa vida mía. Como acechándome sin contera. Como palpando el aire. Localizando mi cuerpo casi yerto.

Y se expande, con absoluta holgura, la ceguera de los ojos míos que no lo siento ahora; porque han volado las ansias, agotadas por no sentirte. Y sigue viva esa vida lacerante. En corpúsculos hirientes. Como aristas del tridente que es alzado por Dante Aglieri, simulando sus inframundos, como infiernos. Y todo, así, entonces, se vuelve y se volverá recinto de tortura. En proclama avivando mi dolor in situ. De lo que fue y lo que será. Pasando por el es ahora. Hibernando en soledad. En locomoción estática. Como móvil arbitrario. Que no se mueve ni deja mover. Como supongo que es la nada. Es decir como sintiendo que faltas en este universo pequeño mío, hoy.

Todo así, como si fuera el todo total existente,. Como si fuera lugar perenne. En donde habitan las sombras de tenacidad impía. Como el vociferar de los dioses venidos a menos. Como las Parcas de Zeus. Colocadas ahí no más. Vigilando la vida para, algún día y por siempre, volverla muerte incesante. Como constante variación de la ternura. Como disecando la felicidad que sentía antes. Cuando te veía siempre. Todos los días, más días. Más soleados de Sol alegre. Como cuando te veía enhebrar la risa, como obsequio a cualquier suceso; por simple que fuese.

Con la voz desafinada. Más de lo que antes fuera. Con las manos buscando la puerta de la ventana tuya. Del símil de vida, ésa si vida plena. Y navego, entonces. Desde aquí y para allá, perdido. Siendo lo mío final estando apenas en el principio. Por ahí; en tumbos, por lo mismo inciertos. Como palabra no generosa. Más bien como estallido de las armas en todas las guerras. En tronera las siento ahora. En esa pavura como cantata de aspavientos. Lóbrega al infinito. Frío carnaval de la desesperanza. Con la hidra de mil ramas y mil espinas, como oferente.

Siendo el día que es hoy. Siendo el antes de mañana. Sigo diciendo que necesito tu voz. No echada al aire a través de ondas invisibles. Sino como voz fresca, incitante, persuasiva. Siendo, entonces, este hoy sin ser mañana, estoy aquí; o ahí. O no se dónde. Pero donde sea siempre estaré esperando tu abrigo. De Sol naciente.

Geraldine

Y sí que me fui por el volado. En sima caí. Y me dije que ya basta de tanto amar a Geraldine. Que si se fue. Que se vaya y no vuelva. Y lo repito a diario. A modo de cancionero repitente. En esa insania propia de quienes, como yo, no han sabido amar nunca. Y me hice a ese camino en caída libre. A ese modo de ser que no es. Pero que si ser que sea. Porque si no es, por lo mismo, me empalaga. Me retrotrae al inicio. Como

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espécimen de comienzo. Con las agujas puestas. Para transitar. Punzante. Ser de, ni siquiera, cimiento endeble. Nada de nada.

Y la seguí. A la Geraldine. Y la asedié. Con ese discurso mío. Vomitivo de tres días de náuseas. Y me puse al brete de no dejarla vivir su vida. De mujer que es y ha sido ella. Liberta perenne. Que ha conducido montones de veces. A la brega del día a día. En contra de los tumultos de acezantes machos cabríos. En contra de los vilipendiarlos. De los que nunca han dejado ser al ser fémina, en vida propia. Que, por contrario, las asesinan. Con la palabra. Con el martillo de la religiosidad. De esa que ha sido, en construcción constante, conserje de la impunidad. Guardadora de las piezas de la tortura. De los incendiarios de cuerpos. Por lo que fueron y son. De aquellos y aquellas que ejercieron la pudrición del saber. Y que, aún hoy, lo conminan al silencio. En ese desvarío propio de misóginos enteleridos. Que fabrican púlpitos en cada acera y en cada balcón. En cada escritorio mohoso. Por lo perdulario y nefasto.

Y seguí con el propósito de exterminarla. Y ella, la Geraldine. Tropelera incesante, Al vuelo de su inmenso poder. De convocante lúcida. De intuitiva guerrera. No se hizo. Ni se hace la ausente. Está ahí. Siempre ha estado. Sin eludir compromiso. Y, yo. Su inverso pujante. Atrabiliario constante. Tratando de cortarle el camino. Y de agredirla en físico. Como retaliación propia. Por lo que ella ha sido. Es. Y sigue siendo.

Y seguí en mi caída. Conminándome a toda hora. Haciéndome a la idea que lo único posible, en este caso, es la venganza. Nacida de esa estrechura conceptual. De esa cepa. De gendarme pleno.

Como si nada fuera. Me adentré en el recuerdo acumulado. Y la vi nacer. Como nací yo. En el barrio hospedante. De trajines en infancia. De juegos locos. Como loca es la ternura. Como tierna es la locura del que hace del juego. Creatividad constante. Sin ser línea de ciega que repite. Más bien de constancia como terquedad.

Y esa suma de recuerdos, me llevaron a ella. Otra vez. La negra que vi, en primera vez, el día mismo en que aprendí a mirar la vida. Con ojos de soñador. Viéndola. A Geraldine. Navegaba por todo lo habido. En ese territorio que fue nuestro. Y la esperaba. Al término de la jornada de escuela básica. Y cogía sus manos. Y le hablaba. Con palabras primeras. Mágicas. Y ella, mi Geraldine, riendo como solo ella lo hace.

Y, este viernes de celebración impúdica. De miradas atrás. Sollozantes. De calvarios y de cruces venales. La maté. Ahí mismo. En ese altar sacrílego. Es decir. En su altar de libertad. En esa plaza que la había visto, tanto tiempo. Alzar su brazo. Trémulo. Acompañando a las palabras hechas por ella. Como episodio siempre nuevo. Siempre libre. Sin ataduras. Sin engañosas florituras.

La dejé ahí. Ni siquiera me atreví a cerrar sus ojos. Que me acompañaron. Mirándome. Hasta que me perdí. Cayendo. Y sentí mi peso sobre el suelo. Y fui mero reguero de cuerpo esparcido. Y, hasta ahí, supe de mí. Viendo, todavía, los ojos de mi Geraldine. Que me seguían mirando.

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PALABRAS AL VIENTO

II

Lo que se de mí mismo, es poco.

Como si mi memoria hubiese sido vertida al mar.

Como si, a cada paso, no encontrara la bitácora en el tiempo.

Tiempo que pasó,

Pero que no recuerdo.

Tiempo enclaustrado,

En mis sueños perdido;

En la vaguedad de tu figura;

Esa que tuve; pero que ahora no recuerdo.

Momentos que trato de asir, sin lograrlo.

Que trato de recomponer.

Pero que se diluyen.

Pero que, bordean lo inhóspito;

La soledad. Y la contra ternura.

Como ráfagas aparecen algunos.

Como instrumentos que laceran.

Cuando, por ejemplo, invitan a reinventar el dominio.

Y su aplastante contubernio con la noche que no termina.

Que se erige como enhiesta amargura.

Como longitud inacabada. Sin referentes.

Solo vacíos que se bifurcan. Prolongando este dolor que me inhibe;

Para encontrar la alegría.

III

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Inmensidad Es mi vida. Como continuidad sin tiempo.

Como exploración que se pierde,

En la infinitud de tu ausencia.

No tengo la certeza de haberte conocido.

Solo la vaguedad que hiere

Que avanza y me satura.

Una inmensidad incierta.

Eso soy yo. Esa es mi vida.

…sin comenzar siquiera,

Se perdió contigo. Se hizo tiniebla.

…Se hizo olvido.

IV

Como soy ahora, fui ayer. Fui siempre.

Prófugo de la libertad.

Huyendo de ella. Sin conocerla.

Sin tener certeza de su extensión; ni de su valor.

Aun así. La busco. Pero me pierdo al hacerlo.

Porque no conozco su identificación.

No sé si es inmensa. O si no existe.

No sé si es efímera. O constante.

No sé si vuela. Como la imaginación;

O si, es estática. Como el horizonte en que he vivido.

Lo cierto es que no la tengo. Ni la he tenido.

Sigo atado.

A tu mirada. A tu cuerpo.

Aquel que apenas he soñado.

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Que no es realidad;

Porque sigue siendo etéreo recuento de voces.

Y de manos. Y de risas.

Libertad que no conozco. Ausencia tuya que siempre ha estado ahí.

Libertad para decidir acerca de lo que quiero.

Acerca de lo que quise ser.

Acerca de caminos que no crucé.

…Porque eran simas. Porque no existieron.

Siendo ella, la libertad, tu símil.

Tú presencia.

Moviola

Un lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se hizo referente como persona ajena, a los otros y las otras. En ese mundo de algarabía. En este territorio de infinito abandono, con respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que esto supone crecer. De ir yendo en procura de las ilusiones. Un deambular casi sin límites. Como expósito itinerario. En veces de regreso al pasado. En otras, asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como rodeando los cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió el primer frío.

Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como cosas que vuelan. Que volaron desde que la humanidad empezó el camino. En el proceso de transformación. Todo en un escenario sin convicciones sinceras. Más bien, como en alusión a lo perdido desde antes de haber nacido. Y Luisito, como siempre lo llamó su madre, estuvo en la situación de invidente. Nacido así. En la obscuridad tan íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de los acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó los horizontes. Las fronteras. Los territorios. Todo, en el contexto de lo societario. Y se encumbró en el aire. Y en las montañas insondables. Y las aguas de mares y ríos. Aprendió a llorar. Y a reír. Editando cada uno de los momentos, en sucesión.

Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin ver. Todo porque su madre lo supo antes que él. La intuición de todas las madres. Que Luisito la miraba sin verla. Y se dedicó a enseñarle como se tratan los momentos, sin verlos. Como se hace nexo con la vida de los otros y las otras. Aprendió, de su mano, a ver volar los volantines de sus pares infantes. A seguir la huella de los carritos de madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él y de ella. Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a la ciudad centro. A mirar el barrio. Y la casa suya. Y fueron creciendo en la pulsión que significa asumir retos y resolverlos.

Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de más lejos. El hilo conductor de las palabras de Eloísa Valverde, despejaban dudas. Y, en la escuelita,

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emprendió la lucha por alcanzar el conocimiento trascedente. A medir la Luna. A imaginar su luz refleja. A dirigirse, en coordenadas, al Sol. A entender el régimen de la física que estudia los planetas todos. Allí conoció a su Sonia. La amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos. Negros, inescrutables. Vivos en el silencio de la noche constante. Y aprendió a hablar con ella de todo lo habido. De los rigores del clima. De la exuberante naturaleza amenazada. De la química del universo. Y de los códigos ocultos de las matemáticas infinitas. Y del significado de las voces agrias. Atropelladas, envolventes. Ácidas, disolventes. Pero, al mismo tiempo, las voces de los sueños. De la ilusión. De la vida compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron los colores mágicos del arco iris. Enhebrando cada instante. Soplando el azul maravilloso. Y succionando el amarillo cándido. Y vertiendo al mar los tonos del verde insinuado. Y, avivando el rojo magnífico.

Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de allá. En un obsequiarse, en el día a día. Palpando sus cabezas. Y sus caras. Y sus vientres. Y sus piernas. Todo cuerpo elongado por toda la inmensidad de los decires. Y caminaban camino al Parque. Manos entrelazadas. Risas volando a lo inmenso del firmamento cercano. Y hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban de alegría, cuando escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre, ella y él, asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia. Corriendo. Tratando de superar, en velocidad, al sonido y a la luz, su luz suya y de nadie más.

Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles. Entendiendo cada hecho. Fino o grueso. O, simplemente, atado al estar lúcido. Y corrieron, siempre, detrás del viento. Hasta superarlo. Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio. De sus gentes amigas. Y, cada día, se contaban los sueños habidos en la noche dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron distanciamientos. Ella y Él, con sus secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada cuadra. Dibujos de pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De la María Palitos, en cada hoja. De los leones anhelantes. De las cebras rotuladas en blanco y negro. Sus colores ciertos. Posibles.

Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los negros y las negras, en lo suyo. Con las praderas y los lagos incomparables. Con el sufrimiento originado en el arrasamiento de sus culturas y de sus vidas. Por la caterva de bandidos armados, pretendiendo erosionar sus vidas. Y, ella y él, se aventuraron por los caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con Patricio Lumumba. Y con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la profundidad de saberes. De rituales. De razas. De la China inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica de sus valores. Y vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a partir de la explosión nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las niñas, en Nagasaki Hiroshima arrasadas, Entendieron la dialéctica simple de Gandhi. Y sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el Imperio pretendió aniquilar a sus gentes. Sintieron el calor destructor del Napalm. Y entraron a los túneles en los arrozales. Y Vieron, en ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en Europa. Con todas las contradicciones puestas. Desde la ambición de los colonizadores. Su entendido de vida. Como esclavistas. Pero, al mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de sus afugias. Y recorrieron a nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de sus divisiones territoriales. Sobre todo, la más profunda. Norte Y Sur. En esa fracturación aciaga.

Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y el barrio. Su barrio, se fue perdiendo. Lo sintieron en la decadencia. Cuando sus vivencias y las de su gente, fueron arrinconadas, asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres. Y se sintieron en soledad profunda. Pero, aprendieron a hacer los cortes y las ediciones de vida. Su vida. Y, en su noche constante y profunda, se fueron acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a Sonia y a su Luisito. Y, ella y él, siguieron

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viviendo su vida. Descubriendo, cada día, las maravillas y las hecatombes en el infinito universo. En esa brillante noche. Iridiscente. Hecha con su imaginación y sus ilusiones.

Tiempo pasado. Pasado uno

Su silencio es muy extraño. Sobre todo porque he estado acostumbrado a sus palabras sueltas. Siempre ahí, diciendo muchas cosas juntas. Lo empecé a notar desde el día en que llegó tarde a casa. En una palidez de cuerpo entero. Con sus ojos mirando al vacío. En profunda lejanía. Y no respondió a mi pregunta obvia: ¿qué te pasa Manuela? Y se acostó hay mismo. Sin siquiera quitarse la ropa. Y quedó dormida, absoluta. Y yo ahí quedé. Lívido. Vigilando su sueño.

Y me metí en su sueño. Y empecé a ver, en ráfagas, cantidad de cuerpos y de lugares. Caminos sinuosos. Expresiones de locura en rostros y cuerpos. En violentos giros. Y en visionarias posiciones. De Lunas anaranjadas. Pero ninguna era la nuestra. Y galaxias explayadas en todo el universo. Pero ninguna era nuestra Vía Láctea. Niños y niñas en volandas. Ansiosas sus miradas. Envolviéndolo todo. Y ríos de torrentes ampulosos. En pleno vuelo hacia unos mares abiertos. De inmensidad casi setenta veces siete los nuestros.

Y volví yo, más no ella. Como extasiada estaba. En caminatas infinitas. No palabras. Solo miradas. Aquí y allá. Escrutándolo todo. Como cuando, a pulso, sentimos que estamos reconstruyendo el pasado. Nuestro pasado. O el de todos y todas al mismo tiempo. Y yo la llamaba a gritos. En intención primera y única, para que volviera. Para que no se perdiera en esos rumbos aviesos. En esos lunares-vacíos provocantes. Como sumideros continuos. Al infinito.

Y, al ver que no regresaba ella, me volví a meter en su espacio soñado. Ávido de no sé qué cosa. Tal vez de localizar sus ojos que, ajenos y briosos, buscaban el naufragio último. Definitivo. Como ese que, supongo yo, es la muerte deseada. En tiempo reclamado como uno solo. Circundante. Violento. Prolongado. Y cogí sus manos. Armé, con ellas, un lazo inmenso. Y, ella, hizo de ese lazo un nudo. Y trató de asfixiarme. En una bronca rápida, rabiosa.

Despertó ella. Desperté yo. Pero seguía muda. Ninguna palabra. Ni nueva, ni vieja. Y le indagué por su expresión silente. Sin decir palabra alguna, ella, regresó a su pasado. Yo fui tras ella. Y la encontré niña. En la calle del barrio que yo conocía. Y, ella, volvió a la invención de juegos. Y se enrumbó para las travesuras vividas. Y la vi cuando miró al muchacho llamado Vulcano. Y, en sus ojos, solo había amor profundo. En ternura soportado. En apasionado verso no mudo. Suelto. De palabras de grueso afán. Diciéndole “Vulcano mío. Que has de volar mañana hacia el lugar de sombras profundas. De silencio absoluto y doliente. Llévame contigo. Vulcano mío”.

Y sólo ahí. En esas palabras vertidas al vuelo, comprendí qué era. Que ella no había vivido nunca, después de ese pasado suyo. Que, ella y su Vulcano, pactaron no vivir futuro alguno. Por lo mismo que, él y ella, habían fundido sus cuerpos. Y que, siendo ya uno solo, trazaron camino único. Y lo recorrieron en la inversa lógica muda.

Y lo que vi entonces, no era ni Manuela. Ni su silencio. Lo que vi era su pasado habido. Perdido desde ese mismo día en que murió su Vulcano amado. Y que con él, ella, voló volando al no futuro.

Testamento

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¡Sí, he de volver¡ le dije a Euclides. Como pasando por encima de los derechos de Jesús Bocanegra. Y lo hice, en razón a lo hablado por él el año anterior. Tanto como entender las fisuras en su discurso de vida. Sabiendo que eso, de por sí, supone fracturar los acuerdos. En eso quise ser muy enfático. Tanto como es posible actuar, en el contexto de la teoría habida en relación con todos y todas. Los que conocimos el esfuerzo para asumir una opción de vida. Cercana a la verdad de lo sucedido en Puerto Abuchaibe. Con todas sus aristas incluidas. Los niños y las niñas fueron colocados como expiación manifiesta. Desconociendo que, en perspectiva, hemos de transitar hacia posiciones de fe absoluta en la libertad. No solo de ellos y ellas. También en lo que hace referencia a todas las voces explayadas. Como retomando la necesidad de ser sujetos de incidencia en el futuro, albergando la connotación que debe tener la palabra, como gruesa intervención en la construcción de alternativas válidas.

Y sí que recuerdo cuando estuve con él en el escenario de vida que venía desde atrás. Desde ese territorio aupado por quienes estamos en ese camino, casi al momento mismo de aprender a caminar y hablar. Con los visos de aquellos colores que, previamente, habíamos definido como protagonistas en la definición del horizonte. En imaginario escrito con los lápices de nuestro deber ser. En eso que llamábamos imprimirle a lo cotidiano, los referentes de beneficio inequívoco para albergar las ilusiones. Siendo, estas, no otra cosa que esperanzador vuelo hacia la libertad.

Yo hablé con Jesús antes. Le dije que el inventario realizado estaba, en conexión con las ínfulas de cada quien. Pero sin perder la huella de lo societario. Reivindiqué el derecho a escribir la historia, partiendo de sincerar las intervenciones. En este territorio que fue creado por nosotros y nosotras. Además, le propuse hacer de los recuerdos, las utopías todas. En algo así como potenciar lo que somos. Y le hice el relato narrado antes. Que la solidaridad no podía ser solo compromiso etéreo. Ni simple proclama insulsa. Los dos caminamos un largo trecho. Como tratando de despejar los ánimos en el entendido que las manifestaciones de la palabra, al hablar, compromete el quehacer posterior. Hicimos lo que llamamos “vuelta a la tuerca”. En ese ir y venir en el universo.

Ya estando aquí, como te dije Euclides; empecé la búsqueda del hilo conductor. En la hegemonía latente de las acciones, por encima de cualquier asunto de personalismos. Y, contigo, quiero ahora que me acompañes en esa brega. Teniendo en consideración lo tratado antes. Empezando casi desde cero. Porque, a decir verdad, sin Jesús se pierde, hasta cierto punto, la claridad en los conceptos. Inclusive quisiera que, lo suyo, sea de amplio espectro. Y que orientó, por mucho tiempo las guerras epopéyicas que asumimos en tiempo ido.

Estoy por creer que Jesús se quedará en donde está ahora. Además de lo que te he manifestado, puedo decir que su horizonte ya no es el mismo. Algo así como entender que, en términos de ideología, no vamos a tener piso durante lo que nos queda de vida. Que, todo lo nuestro, va a ser liquidado. Aquí y ahora.

Recreando a Eros

Que la vida es una, no lo sé. Sé si, que tiene que ser vivida en el ahora presente. De futuro incierto. Como si fuera no válido, para abrigarla. Y de pasado opulento, a veces, pero sin mirada posible, en el ahora, vivido. Como si fuese, ella, profanadora en ímpetu. De la belleza ingrávida. O de la tristeza necesaria. Fungiendo como ave arpía; que no se duele de ella. Pero que causa dolor pasmoso, insólito; por lo mismo que siendo tal, se exhibe y vuela, pero no se pierde.

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Por lo tanto, en vida esta, siento que se desparrama lo habido. Como si fuese etéreo patrimonio no vigente. Como si, en larga esa vida, manifestara el dolor como primer recurso. Como atadura infame. Como torcedura que atranca lo que pudiera discurrir como cosa pura. O, al menos, como nervadura de alma, que la hace empinada y susurrante de ternura. Y, siendo así esa vida doliente, se empecina en retrotraer lo que fue. Allá en el no recuerdo nunca. O como si estuviera atada a la invariante locura de quienes no han sido y nunca fueron en sí, sí mismos. Tanto como sentir que revolotean en memoria. Sin alas suyas. Siendo prestadas las que usan, para planear sobre los entornos; de esa vida que duele y es agria. Como la hiel que le dieron a probar al Maestro. Ese en que cree ella; mi amante que vive. En un no estar ahí.

Y la herrumbre se ensancha. Como ensancha esa vida el mortal quehacer que vuelve y duele. Como aguijón de escorpión en desierto. Como con atadura a la rueda inquisitorial. Partiendo los huesos de cuerpo que duele tanto que hasta muere de ese dolor inmenso. Que casi como, impensado. No más vuelve avanzando a zancadas. En noche plena de Luna; pero insípida por no verte. Es como si ensanchando lo profundo, volviese a momentos. Punzante como ahora. Siendo, tal vez, punzante siempre.

Y vuelvo a mirar esa vida, no vida. Por lo mismo, vuelvo y digo, que no están. O que, esa misma vida mía, te hizo perder en lontananza. En periferia escabrosa. Como silencio absoluto. Siseando solo la voz de la serpiente engalanada. Con sus aires de domestica de esa vida mía. Como acechándome sin contera. Como palpando el aire. Localizando mi cuerpo casi yerto.

Y se expande, con absoluta holgura, la ceguera de los ojos míos que no lo siento ahora; porque han volado las ansias, agotadas por no sentirte. Y sigue viva esa vida lacerante. En corpúsculos hirientes. Como aristas del tridente que es alzado por Dante Aglieri, simulando sus inframundos, como infiernos. Y todo, así, entonces, se vuelve y se volverá recinto de tortura. En proclama avivando mi dolor in situ. De lo que fue y lo que será. Pasando por el es ahora. Hibernando en soledad. En locomoción estática. Como móvil arbitrario. Que no se mueve ni deja mover. Como supongo que es la nada. Es decir como sintiendo que faltas en este universo pequeño mío, hoy.

Todo así, como si fuera el todo total existente,. Como si fuera lugar perenne. En donde habitan las sombras de tenacidad impía. Como el vociferar de los dioses venidos a menos. Como las Parcas de Zeus. Colocadas ahí no más. Vigilando la vida para, algún día y por siempre, volverla muerte incesante. Como constante variación de la ternura. Como disecando la felicidad que sentía antes. Cuando te veía siempre. Todos los días, más días. Más soleados de Sol alegre. Como cuando te veía enhebrar la risa, como obsequio a cualquier suceso; por simple que fuese.

Con la voz desafinada. Más de lo que antes fuera. Con las manos buscando la puerta de la ventana tuya. Del símil de vida, ésa si vida plena. Y navego, entonces. Desde aquí y para allá, perdido. Siendo lo mío final estando apenas en el principio. Por ahí; en tumbos, por lo mismo inciertos. Como palabra no generosa. Más bien como estallido de las armas en todas las guerras. En tronera las siento ahora. En esa pavura como cantata de aspavientos. Lóbrega al infinito. Frío carnaval de la desesperanza. Con la hidra de mil ramas y mil espinas, como oferente.

Siendo el día que es hoy. Siendo el antes de mañana. Sigo diciendo que necesito tu voz. No echada al aire a través de ondas invisibles. Sino como voz fresca, incitante, persuasiva. Siendo, entonces, este hoy sin ser mañana, estoy aquí; o ahí. O no se dónde. Pero donde sea siempre estaré esperando tu abrigo. De Sol naciente.

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