TEXTOS ESCOGIDOS 2012 LITOGRAFIA · 2019. 5. 9. · la maraca. El cuero de ternero de vientre lo...

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  • DIEZ JUGLARES EN SU PATIO(1991)

    Cuando trabajaba en el periódico El Universal de Cartagena empecé a hacer crónicas de músicos. Jorge García Usta también

    hacía crónicas de músicos. Él hacía las suyas sin pensar que algún día haría un libro y lo mismo me ocurría a mí. Como éramos tan

    amigos, un día cualquiera en su casa después de un almuerzo empezamos a hablar de esas historias, de la gran pasión que

    teníamos por los exponentes de la música popular en el Caribe colombiano y vimos que podíamos hacer un libro. Sin esos músicos no podría contarse la historia del Caribe colombiano, ellos fueron

    los primeros cronistas de la región, los primeros que contaron y cantaron nuestras miserias, nuestros sueños, nuestras vidas.

  • Catalino Parra, fabulador de río

    Viéndolo ahora, en el patio, con su pellejo macizo, su amplia sonrisa intacta, su recia musculatura de boxeador invencible, nadie pensaría que Catalino Parra tiene ya sesenta y cuatro años. Algunas canas se asoman, tímidas, en su pelo duro. Debajo de sus pequeños y saltones ojos –donde todavía hay torrentes de gracia– se amontona una piel trajinada por el tiempo que, al reír, se hace estrías. Pero no aparenta más de cincuenta años. Cualquiera diría, viéndolo así, vital, con su pecho al aire y su pantaloneta de colores subidos, que está listo para correr la maratón más larga del mundo.

    “Lo importante es estar vivo, ah vaina. El que anda pensando en la muerte, ya está muerto. ¿Sabe qué? A mí la muerte me rondó en un tiempo, hasta una mañana en que amanecí revuelto y le azucé los perros. ¡Santo remedio! Por eso es que usted me ve así, firme y engreído de la vida”.

    Su voz conserva la potencia y la limpieza de hace cuarenta años, cuando emprendió sus trashumancias. Con el tiempo, su talento para la fábula, que produjo canciones perdurables como “Manuelito Barrios”, “Josefa Matía” y “El morrocoyo”, ha madurado la plasticidad y chispa de sus versos, y su humor silvestre fluye ahora con más encanto. Sus dedos, que aún parecen tener vida propia, siguen siendo insuperables en el manejo de las baquetas: los únicos que le exprimen a la tambora su aliento original.

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    Hace más de veinte años, Catano –así le llaman en Soplaviento– comenzó a recorrer el mundo con los Gaiteros de San Jacinto, quie-nes poco antes le habían informado al país que existía una música elemental y bella, ancestral y vívida, concebida con instrumentos naturales (tambores de madera y cuero de venado; gaitas de cactus, pluma de pato, cera de abeja y carbón vegetal; maraca de totumo), una música endiablada y rítmica hecha por hombres de monte aden-tro en las pausas del laboreo.

    En su patio, lleno de animales domésticos y cimarrones, Parra se regodea contemplando las cosas de su universo, redescubriendo minuto a minuto el fundamento de sus cantos.

    “Hombre, el que nace con su don, con su don muere. Fíjese que papá tuvo veinte hijos, con cuatro mujeres, y entre todo ese poco de gente yo fui el único músico. Ahora yo tengo diez hijos y, por pura chiripa, el último, que tiene poco más de veinte años, medio olfatea la música. Con los nietos es diferente. Son dieciséis y por lo menos todos los grandecitos andan ya golpeando la tambora. Usted quizá pensará: Caramba, en la familia de este tipo sí hay gente. Es que antes los hijos se tenían por montones. Quizá cuando son un poco duran más para ponerse viejos. O usted cree que yo me he conservado, acaso, por obra del diablo”.

    La música, el camino

    Muy temprano, Catalino Parra observó que el mundo es, en esencia, una música. Son musicales sus ríos y sus piedras, cantan sus animales y sus árboles, y sus objetos se pueden reciclar hasta hacerlos música viva, palpitante: música creada con la propia naturaleza.

    Desde el principio fue muy divertido: se trataba de mirar aten-tamente las cosas e imaginar el modo más apropiado de tentarles la

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    música con que Dios las había concebido, o analizar de qué manera se podrían convertir en instrumentos musicales.

    “Aquí no hay misterios. No señor. Fíjese que usted coge un cue-ro, para hacer un tambor, y primero lo cura y lo pone en remojo, y después lo guinda al sol. Mientras el cuero se seca, ya usted tiene el ritmo en la sangre. El tiempo hará el resto. El tiempo y el sol tienen su música, y usted también tiene la suya”.

    Después, a Catano le fue imposible contemplar cualquier elemento de la Creación sin su relación indisoluble con la música. Así, cuando veía el árbol de totumo, advertía –ya sin proponérselo– el sonido de la maraca. El cuero de ternero de vientre lo trasladaba hacia un golpe de tambor próximo a germinar. El cactus era, en realidad, un grito de gaita que se cuajaba lentamente, abonado por el sol y la tierra. Las plumas de pato, la cera de abeja montuna, el carbón vegetal, la caña de millo, fueron música desde siempre, desde mucho antes de que él supiera mirar el mundo. El mundo que es una música.

    A los diez años descubrió la gaita. Habían llegado a Soplaviento unos músicos llamados “Los Pileles”, de Repelón, Atlántico, armados con unos ritmos de fiebre que taladraban el cuerpo para sacarle sus sensualidades originarias.

    “Todo se movía cuando ellos tocaban, porque lo que tocaban era como un mandato. Sí, apenas los vi, supe que sería músico de gaita”.

    El estímulo fortaleció su vocación y le llevó a fabricar un guacho con tapitas de cerveza y una tabla. El rústico instrumento que, des-pués de todo, producía un buen sonido al sobarlo con las manos, le avivó el instinto y le obligó a decidirse de una vez por todas: él era un hombre primitivo y conservaría, como sus antepasados, la armonía con el Universo hasta el final de su vida. La música era el camino.

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    Los primeros años

    Catano tenía nueve años cuando, con varios pedazos de alambre dulce y una plancha de madera, improvisó una guitarra para acompa-ñarse en el canto de los boleros de la época. El objeto que construyó con tanto esfuerzo parecía más un bate de béisbol que una guitarra, y por eso uno de sus hermanos decidió jugar con él y lo arruinó. Catano lloró un poco, pero se olvidó pronto de lo ocurrido. Y de los boleros.

    Porque cuando llegaron Los Pileles con la gaita endiablada que sofocaba a los duendes en sus rincones, con los tambores impacientes que zarandeaban las caderas de las hembras en las ruedas de cumbia y con los versos sencillos que hablaban de la pesca y el jornaleo, Catano se vio allí, en esa música, y no pensó más en los boleros que había cantado con su guitarra.

    “El problema entonces era que mi padre, Jesús María Parra Guzmán, no quería que ninguno de nosotros se enredara con músi-cos tomadores y me ordenó que me alejara de Los Pileles”.

    Maniatado por la prohibición, no le quedó más que escuchar las remotas ráfagas de cumbiamba que el viento –quizá adrede– bom-beaba desde el mercado hasta su casa del barrio El Chispón.

    Un día sintió que no aguantaba más y se arriesgó a fugarse de la cama, en la madrugada, jalonado por las convocatorias ancestrales de su raza. Esperó que su padre se fuera para las compuertas de San Cristóbal, a pescar, y casi enseguida salió corriendo, feliz de reen-contrarse con los sones atávicos de Los Pileles. Su madre, Rosa Elisa Ramírez Hurtado, quien ya había comprendido que contra la deci-sión del muchacho no valdría ningún recurso, ni pacífico ni violento, se convirtió desde ese día, hasta su temprana muerte, en su principal aliada.

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    “Hombre: en esa misma época llegaron los Gaiteros de Evitar, un pequeño corregimiento de Mahates, y eso fue como si Soplaviento todo hubiera quedado atrapado en una bola de cumbiamba. Nosotros y los jóvenes mayores esperábamos que los viejos se descuidaran para irnos a toda carrera a buscar el centro de esa bola alborotada que envolvía lo vivo y lo muerto, lo que se veía y lo que no se veía, con la alegría de sus ritmos. Pata de perro que éramos, verá usted”.

    Años después arribó Alejandro Manjarrez, un virtuoso del pito de caña de millo, quien motivó a los jóvenes inquietos a conformar una agrupación de soplavienteros, para aprender y perpetuar los ritmos tradicionales de la gaita. El grupo, compuesto por muchachos de El Chispón, fue llamado “Sangre en la uña”, que era el apodo de Manjarrez, y desde el principio trabajó con base en un completo ca-lendario de festejos populares y celebraciones religiosas de la región.

    “Tocábamos en bautizos, matrimonios, cumpleaños. No perdo-nábamos ni los velorios. Yo recuerdo que donde la difunta Genara clavaban todos los 13 de junio unos ramos de olivo en la puerta, y ahí formábamos unos parrandones grandísimos. Toda la cuadrilla, imagínese usted. Los que más tocábamos en esas fiestas éramos El Goyo, Guardián, La Monita, Caliche y la difunta Soledad. Pura gente de El Chispón. Esa gente tenía bastante gracia para tocar. Bastante”.

    Un día viajaron a Cartagena, a probar suerte, y descubrieron que, contrario a lo que creían, también allí gustaban la gaita corrida y el porro, el bullerengue y la puya, el mapalé y los bailes negros. En las tiendas y farmacias, en los centros comerciales y establecimientos públicos, los aclamaban y los veían como gancho para aumentar las ganancias, por el entusiasmo que despertaban entre los clientes.

    La familia Tabares, dueña de una legendaria peluquería en el ba-rrio Getsemaní, se los recomendó a la folclorista Delia Zapata, quien

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    andaba recorriendo los pueblos del Atlántico y del Pacífico en busca de las más ricas expresiones culturales de Colombia –sus hallazgos y aportes– y tras el rescate de sus protagonistas.

    “Cuando Delia vino, quería que las mujeres bailaran danza. La Monita, que bailaba danza de indios, no quiso. Y tampoco quiso Caliche, mi prima, que se sabía la del Garabato. Así que yo me metí en el cuarto y salí con un traje de mi mujer. A Delia le gustó eso. Me imagino que pensó: Si hace esto aquí, ¿qué no hará cuando esté ante un público?”.

    Poco después, Catalino Parra integró una delegación folclórica que, encabezada por los Gaiteros de San Jacinto, le dio la vuelta al mundo.

    La presencia de El Chispón

    Catalino Parra nació en 1925, en Soplaviento, Bolívar, un pue-blo flagelado por las epidemias, las inundaciones y la miseria, que ha construido con su propio padecimiento una de las tradiciones verbales más alegres –ironías de la cultura– y más ricas de la Costa Atlántica.

    Lamido por el Canal del Dique –brazo del río Magdalena–, Soplaviento se inunda casi todos los años, desde comienzos de siglo, sin que los gobiernos de turno hayan tomado las elementales medidas de protección contra una calamidad que arrolla las calles y las casas, ocasiona enfermedades, devasta los cultivos, dificulta el transporte de alimentos desde las capitales cercanas y aumenta el costo de la vida.

    Allí, en esa desolación permanente, surgió el clarinete virtuoso de Clímaco Sarmiento (el autor de “La vaca vieja” y “Pie pelúo”), la trompeta sandunguera de José Catalino Ortiz y los versos espléndi-

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    dos de Simón Almanza y Donaldo Cueto. Allí nacieron los cantos de Catalino Parra –ágiles, chisporroteantes– y se cuajó su voz nítida y altiva, su dominio magistral de la tambora.

    Soplaviento es un pueblo de pescadores. Hasta 1951, cuando era el lugar de mayor movimiento comercial de la región, gracias a una ubicación privilegiada que le permitía utilizar transporte férreo y flu-vial, salían del puerto hacia las ciudades próximas dos y tres camio-nes diarios de pescado. Aquella era una época de tanta abundancia, que para el consumo interno los habitantes se regalaban el pescado o intercambiaban sus variedades, pero nunca se lo vendían. En los alambres de los patios colgaban largas ensartas de bocachico o barbul salado, que eran comidos con deleite tras varios días de sol y sereno.

    A pesar de que el empobrecimiento de las ciénagas cercanas sumió en la miseria a la mayor parte de la población, que deriva su sustento de la pesca, Soplaviento sigue siendo un pueblo de pesca-dores. El Chispón, el barrio donde nació y ha vivido durante toda su vida Catalino Parra, es el emporio de los pescadores, quienes desde por la madrugada parten en sus canoas hacia las compuertas de San Cristóbal. Hacen el camino inventando leyendas de amores infelices, monstruos dóciles o diluvios remotísimos.

    “Esos cuentos los empecé a oír cuando estaba chiquito, cuando mi abuelo me llevó a pescar por primera vez. Esas historias me hicieron hombre y me enseñaron a querer la pesca para siempre. Por eso, aun-que mis ocupaciones como profesor de danza y percusión en cuatro colegios de Cartagena me quitan mucho tiempo, no puedo dejar la pesca. Siempre estoy pendiente de la subienda. Me gusta saber que la liga de la casa la levanto yo, a pulso, pescando, en vez de comprarla por ahí, en algún expendio”.

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    La pesca es parte importante de las canciones de Catalino Parra. Como algunos elementos representativos de El Chispón que se asoman a sus versos, tratados con picardía: mulatos musculosos que cruzan a nado el Canal del Dique, sumergidos y de un solo tirón, aun cuando su caudal esté a punto de estallar; morenotas de fibras fuertes que lavan sus corpiños a la orilla del río, mascando hojas de limón y con las polleras zampadas en los muslos; los cerdos pacientísimos que trasiegan por las calles, a pleno sol, hociqueando las cercas aje-nas; los perros de nadie que andan exaltados, en cuadrillas, peleando la montura de una perra en calor; matronas que fuman cigarrillos sin filtro con la candela por dentro, desescamando pescado a las puertas de sus casas.

    En el terreno de sus cantos

    Los animales y sus hábitos, los conflictos de estos con el hombre, la vegetación silvestre, la siembra y la pesca, las congojas del cam-pesino, los amores ariscos, son los motivos de sus canciones. Con estos temas ordinarios, sacados de su realidad inmediata de siempre, Catano ha elaborado piezas de mucha soltura y belleza.

    Chiquita, la más chiquitala del canasto de florespero no estuvo chiquitapara haber tenido amores.Quiero amanecer, Manuelito Barrios…(Manuelito Barrios)

    De los pájaros del monteJosefa MatíaYo quisiera ser el toche

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    Josefa MatíaPara conversar contigoJosefa MatíaEn los claros de la nocheJosefa Matía.(Josefa Matía)

    Catalino Parra jamás buscó los temas. Más bien los temas –que prefiguraron su vida– lo reconocieron a él y eligieron su voz para transparentarse en sus historias sencillas y jocosas, contadas con un lenguaje penetrante. Tampoco se preocupó por cantar cosas distintas de las que a él le nacían, así los otros motivos, que le eran ajenos, tuvieran más interés para los comerciantes de discos. Por ello su creación es pareja y coherente, y tiene la huella de su estilo. Parra está en perfecta comunión con su universo y, a menudo, mientras sus canciones nos revelan su realidad, esta termina por revelarnos al autor.

    Ya vienen las colombianascon su maleta apretáya vienen de Venezuelaa pasar su navidad.Quiero, quiero, quieroquiero, quiero yaSusana tiene unas floresunas flores colorás.(Quiero, quiero)

    Ay, corre, morrocoyoque te coge el perico ligeroay, brinca, morrocoyo

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    que te coge el perico ligeroay, que la zorra está amarráque te coge el perico ligerosi no corres te quedas atrás…(El Morrocoyo)

    Animalito del monteno me dejas descansácomo andes con tanta vainavas a perder la quijá. Animalito del monteque sales de madrugáa comerte toa mi yucay yo tenerla que sembráeee, eea, óyeme puerco manaodéjame trabajá.(Animalito del monte)

    A Catano le interesaron los animales desde cuando era niño y descubrió en ellos ciertos rituales para sus actividades esenciales, como el sexo y la alimentación, que no todos los hombres conocen y con los que se identificaba su humor silvestre. Lo mismo observó en algunos elementos de la flora.

    “Es que el mundo de los animales tiene su gracia, ¿oyó? Los ani-males son como los hombres. Hay de todo: buenos, malos, perversos, astutos, rápidos, lentos, brutísimos. Por ejemplo, el morrocoyo y el perico ligero son muy lentos y se me ocurrió que si en una canción los ponía a correr, al uno detrás del otro, conseguía una pieza chus-ca. Cuando salió la canción, hubo estudiantes universitarios que me preguntaron qué era un morrocoyo, imagínese usted. El perico ligero no lo habían visto ni en película. Yo les explicaba: hombre,

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    ese es un animal lentísimo, que de aquí de mi casa, por ejemplo, se demora hasta tres días para llegar a la orilla del Dique. Si se lo coge la noche, puede dormir guindado con alguna de las patas delanteras en cualquier hoja de plátano. Todos los animales merecen atención, porque muchas veces le enseñan al hombre cosas que este no sabe, así sean animales dañinos, como el ñeque, que persigue el fruto que el hombre pone en la tierra, o brutísimos, como el ponche, que corre hacia donde su olfato siente la muerte”.

    Es claro que su conocimiento sobre las costumbres de los animales y las transformaciones de la vegetación no es científico, sino sacado de una observación cuidadosa, propia de la gente de su región, que le ha llevado a revelaciones con frecuencia ignoradas por profesionales y estudiantes.

    En Catano todo es fábula, esplendor verbal, deliciosa imaginería. Lo mismo cuando está creando una canción que cuando habla de las virtudes o defectos del hombre; cuando recuerda viejas anécdotas que cuando opina sobre los músicos de hoy, Catano juega siempre con imágenes de animales para matizar sus conceptos o historias.

    No solo es un maestro de la fábula –no conoce a Esopo ni a Samaniego– sino que el tratamiento primario que les da a los ani-males desemboca a veces en lo más antiguo del universo, en el soplo que antecedió a los hombres. Sus versos corren, con frecuencia, hacia nuestros orígenes desconocidos y, aunque no alcanzan a revelárnos-los, nos hacen sentirlos, intuirlos.

    Tío conejo va corriendola zorra le sigue atrássale el ponche de la zarzaque el tigre lo va a matar.

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    Ay, corre, ponche viejoque el tigre te va a matar.Ya el ñeque está pujandoel venao no sabe náel saino que se espantaguartinaja quedó atrás.Ay, corre, ponche viejo…(Ponche viejo – Inédita)

    En el quicio de mi casa yo tengo una aseguranza pero el diablo anda atrás para ver si se le alcanza. Ay, me sobé, me sobé, por debajo de la puerta.(Me sobé – Inédita)

    “Vea, compañero: yo cuando voy a componer pienso en llegar a la gente, en hacer cosas alegres. Así soy yo. No me preocupa que lo que compongo haya o no haya ocurrido. Lo importante es que el tema, real o imaginario, me entusiasme y se preste para sacarle punta. Ah, otra cosa: no sé por qué, pero lo cierto es que nunca me ha gustado escribir mis canciones. Cuando compongo, ensayo cada verso que hago hasta cuando, a punta de memoria, me lo aprendo. No es por-que no sepa escribir. Es que no me gusta hacerlo. Eso sí: cuando me meto a hacer una canción, es tema de todo el tiempo, mientras me la aprendo, claro. La ensayo en el baño, en el camino hacia la pesca, en los buses, en todas partes. Al comienzo, Tita, mi mujer, pensó que estaba loco, y me miraba con susto, así como puerco meando en iglesia”.

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    La armonía última

    “Bastante que caminamos con Los Gaiteros de San Jacinto. Bastante. En la primera gira, que fue en 1964, anduvimos por toda Colombia. En el 68, después de regresar de las Olimpiadas de México, adonde representamos a Colombia, fuimos a grabar. A mí me avisa-ron en Soplaviento y yo le dije a mi compadre Alejo “Sangre en la uña” que se preparara, que nos íbamos para Bogotá, a grabar”.

    –Compa, yo creo que no voy a poder ir, me dijo él.

    –¡Cómo que no va! ¿Y entonces quién nos toca el pito de caña de millo? Déjese de eso, Alejo. Ajá, ¿y por qué es que no quiere ir?

    –Compa: lo que pasa es que no estoy aparente.

    –¿Que no está aparente? ¿Cómo así?

    –No estoy aparente, compa, porque no tengo sino una muda de ropa.

    –Ah, pero eso no es grave. Vamos, que allá están interesados en que usted vaya y es seguro que le toman cariño y lo aperan.

    “Pero como mi compadre Alejo Manjarrez era así como era, brio-so y porfiado, nadie lo convenció de que fuera. ¡Y todo por no estar aparente!”.

    “Total: solo viajamos Toño Fernández, Juan y José Lara, Pedro Nolasco Mejía, Andrés Landeros y yo. ¡Qué grupo ese! ¿Usted ha visto algo igual? Bueno, sí: después hubo muchos problemas y Toño agarró su rumbo y los Lara agarraron el suyo. Pero ese grupo así, jun-to, era de ver cuando tocaba, oyó. Fíjese que esta música de gaitas casi no tenía salida ni sus intérpretes eran conocidos, y, cuando nosotros la cogimos, la levantamos y la hicimos conocer”.

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    “Lástima que los señores de San Jacinto grabaron ya viejos y se enfermaron o murieron en el apogeo de nuestra fama. Si no hubiera sido así, quién sabe por dónde anduviéramos. Porque para caminar sí. Para caminar sí. Todo se movía cuando llegábamos. Había que vernos tocar”.

    “Estuvimos en Panamá, Costa Rica, Honduras, El Salvador, Ecuador, Estados Unidos, Unión Soviética, México, Italia, Alemania, Francia y España, y en todos esos sitios nos admiraron y nos quisie-ron. Muy bonito viajar. Muy bonito”.

    “Han quedado muchas historias de nuestras andanzas por el mun-do. Por ejemplo, una vez, en Nueva York, aprovechando un descanso, Juan Lara y yo salimos a dar una vuelta. Claro que estábamos pen-dientes de no alejarnos mucho del hotel, para no perdernos. Bueno: apenas habíamos comenzado cuando salió un perro grandote detrás de nosotros, ladrándonos con insistencia. Y ahí mismo salieron otros perros y nos rodearon. Estaban rabiosos. Todavía no sé de dónde pudieron salir tantos perros. En medio de los ladridos, yo estaba asustado y a Juancho se le ocurrió preguntarme: oye, Catalino, ¿por qué será que en todas partes los perros tienen la misma lenguará? Y yo le dije: carajo, Juancho, qué esperas, ¿que ladren en inglés?”.

    “En Nueva York nos fue bastante bien. Tocábamos acordeón, gaita y caña de millo, y en el Teatro Radio City nos pagaban 240 dólares por semana”.

    “Desde que Juancho se murió, nadie ha vuelto a tocar la gaita hembra como es debido. Ahora los muchachos sacan unos sones aturdidos, desgarbados. Parece que no tuvieran dedos. Pero en ver-dad lo que no tienen son ganas, estímulos. Yo recuerdo que Juancho pasaba los dedos por candela, para tenerlos siempre veloces. Cada rato hacía ejercicios moviendo los dedos en el aire. ¡Ese hombre sí

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    tenía dedos para tocar, carajo! Tapaba y destapaba los orificios de la gaita con una rapidez impresionante, y le daba a la melodía todos sus registros, con unas vueltas y cadencias muy bonitas. Ahora no hay quien haga eso ni quien tenga ese poco de aire que él tenía en los pulmones para pitar con fuerza por la boquilla de la gaita”.

    “Por eso me preocupa el futuro de esta música. Es que todo se ha ido perdiendo. Ya no hay cumbiambas ni fandangos. Pero no tengo nada contra los músicos de ahora, porque creo que, en el fondo, ellos no tienen la culpa. Habría que averiguar bien a qué se debe esta decadencia. Y contra las casas de discos tampoco tengo nada. A mí me llegan veinte mil pesos todos los años, por todo lo que he grabado. Algunos me dicen que es una miseria. Otros, que es una buena cantidad. Yo pienso que no necesito más que eso”.

    “Lo que sí lamento de verdad es no tener aquel grupo que te-níamos con Los Gaiteros de San Jacinto y que hacía bailar hasta las piedras. Varios de mis compañeros, como Mañe Serpa, Juan Lara, Nolasco Mejía y Manuel Mendoza, se han ido muriendo. Ahora que lo pienso bien, creo que era tanta la armonía que teníamos que ahora nos estamos muriendo juntos”.

    Soplaviento, noviembre de 1987

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    La nueva ola

    Autor: Catalino Parra*

    Ya en Cartagena no bailancomo antes se bailabacon este baile modernono se mueven donde se paran.

    II

    No bailan porro ni cumbiaporque eso no está de modapobre de esas muchachitasque están en la nueva ola.

    III

    Cuando están en la casetay el novio se quiere irse le agarran de la manotú no me dejas aquí.

    * Catalino no destila veneno sino canciones ante el hecho cierto de que la receptividad hacia su folclor está herida de muerte.

  • La tristeza de Leandro

    “Lo que es verdad bajo la luz de la lámpara, no lo es siempre bajo la luz del sol”.

    franz schubert

    –¿Por dónde empezamos, maestro?

    –Usted dirá. Para mí no hay mal comienzo.

    –Bueno, lo veo triste y es de eso de lo que quiero que hablemos.

    –Eso de que soy triste me lo han dicho tres periodistas. Solo ellos me han visto así. Mis amigos, que me tratan con más frecuencia, no han pensado que sea triste. Soy ciego y hablo poco: quizá sea eso lo que me hace parecer así.

    –Siendo ciego, sus canciones describen cosas que usted nunca ha visto. Son descripciones precisas, hermosas.

    –Es porque he sido cuidadoso. Yo aprendí, desde niño, a diferen-ciar la sombra de los rayos del sol y a captar lo que hay entre ambas cosas. Cuando compuse “El verano”, había un árbol en la casa donde yo vivía. Era el único árbol que había allí. Y debajo de ese árbol me ponía yo todos los mediodías, porque corría un fresco sabroso que me hacía pensar cosas bonitas. Un día sentí algo caliente en la cara. Quise quitármelo de encima, pero esa cosa calurosa siguió pegada a mi cara: era el sol.

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    Entonces descubrí que llegábamos a la estación de verano y el árbol perdía su vestido, como dije en la canción. No necesité verlo para contarlo, pues lo que sentí fue suficiente. Al principio, las hojas caían en forma lenta. Después, más rápido. Unas me caían encima y las otras rodaban por el suelo. Yo me iba a quedar sin sombra y, sin embargo, eso no fue lo que me dio una gran tristeza. Lo que me puso triste fue pensar en el parecido de ese pobre árbol con el destino del hombre.

    –¿Usted se propuso cantarle a ciertos elementos de la naturaleza como si los hubiera visto?

    –No, ese estilo que usted menciona no me lo propuse de manera consciente. Salió, casi sin darme cuenta, de las cosas que me rodea-ron desde la infancia. Nací en una finca y en ella me crié hasta los veinte años. Esos primeros años de mi vida fueron de amistad con la naturaleza, de convivencia magnífica con las plantas, con los cereales, con la tierra desértica y también con la tierra buena, con los ríos y las brisas. Con todo eso que aparece en mis cantos.

    –¿Usted cree que todavía tiene algo que decir sobre su ceguera?

    –Es probable que sí, pues esta es mi realidad. De todos modos la ceguera no es tan importante para mí, aunque algunas de mis can-ciones digan lo contrario. A veces hasta se me olvida que soy ciego.

    –No parece que se olvidara. ¿Es la ceguera la que lo hace triste?

    –¡Ah, pero es que usted insiste en verme triste! Así como me ve ahora soy siempre. Es cosa de mi temperamento. Y, para que vea cómo son las cosas, fíjese que hace rato pasó un viejo amigo por aquí y me dijo: “¡Caramba, Leandro, qué mosquito te picó que última-mente andas más alegre!”.

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    Yo puedo ser triste, como lo puede ser usted, cuando existe el motivo de la tristeza. En el caso de que lo fuera, no necesariamente lo sería por estar sin vista. Mucha gente se sorprende de lo que he podido aprender estando ciego. ¡Fíjese usted en la cantidad de gente que puede ver y que sin embargo es más ciega que yo! Porque no ven las cosas como son, no analizan, no sienten o no saben vivir.

    –¿Y usted sabe vivir?

    –Algo he aprendido de lo que he vivido. La vida… la vida me ha enseñado a vivir.

    Un ciego le adivina el futuro

    Leandro Díaz nació y vivió sus primeros veinte años en la finca Lagunita de la Sierra, ubicada en la vereda llamada Alto Pino, del municipio de Barrancas, Guajira. Al principio, Leandro, el mayor de los hijos de Abel Duarte –quien se negó a darle el apellido– y María Ignacia Díaz, era muy torpe para andar por aquella maraña inmensa y reseca que era la finca, cundida de lomas peladas y cactus.

    Sus hermanos corrían entre el monte, reventaban avisperos con piedras, perseguían a las gallinas cluecas. En cambio él apenas se movilizaba, con torpeza, cerca del rancho. Una vez escuchó, a distan-cia, los chillidos divertidos de sus hermanos, que jugaban con algo, y trató de reunirse con ellos. En su afán se deslizó por una zanja y estuvo a punto de romperse la pierna izquierda.

    Caminó más bien tarde y, para aprender, sufrió mucho más de lo que suelen sufrir los niños en este proceso, pues, privado de la vista, sentía que jamás tendría el equilibrio para desplazarse por un espacio tan ajeno.

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    El Universo, con sus duros e incomprensibles objetos, era el prin-cipio y el fin de un temor que se le fue sedimentando en el corazón, haciéndolo caer en forma dolorosa contra el piso, aún a los siete años de edad.

    Pero las dificultades, que hicieron de Leandro Díaz un niño aislado, miedoso y triste, no eran estrictamente físicas: Leandro trataba de imaginar cómo era ese sol que brotaba a espaldas de los cerros; oía hablar de la luna que abría caminos de luz en el monte y se preocupaba por saber algún día cómo era la figura de su madre, a quien creía muy bella por el tono de la voz. Nada de eso le pertenecía. Y él refugiaba su oculta ansiedad bajo un árbol de totumo, donde se recostaba todas las tardes a escuchar música.

    Cuando sus párpados se acostumbraron al peso oscuro de la ceguera y pudo por fin conducirse sin tropiezos por entre los más intrincados matorrales, decidió ejercitarse en alguna actividad que lo mantuviera ocupado, para no seguir sintiéndose inútil.

    Su padre, un agricultor que creía en los maleficios, se las había ingeniado para sacarle maíz, café y fríjol a una tierra árida donde, según las bromas de viejos parroquianos, las plantas salvajes se retor-cían de sed y los sapos se morían sin saber nadar.

    Tanto aprendió Leandro sobre el orden de su mundo, que no solo lo recorría palmo a palmo, al derecho y al revés, sino que incluso llegó a realizar trabajos insólitos para un ciego: destroncaba las malezas, con las manos o con machete, sin estropear una sola mata de café o de maíz; le ensartaba el hilo a la aguja de coser de su madre y ayudaba a su padre a recoger las cosechas. En esta tarea era tan eficiente que hasta vigilaba la calidad de los cultivos.

    Su memoria se tornó más segura, más obsesiva con los detalles, lo que le permitía registrar situaciones o datos que para sus familiares

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    pasaban inadvertidos y que él sacaba, como del cubilete de un presti-digitador, justo cuando eran de gran utilidad.

    A los diecisiete años, después de escuchar a los trovadores que pasaban por la finca, a lomo de burro, cantando penurias laborales, noticias de muerte, picarescas reflexiones de la vida y del amor, com-puso su primera canción, “A mí no me consuela nadie”.

    Aquella canción que brotó de su alma casi sin darse cuenta, mo-tivada quizá por los relatos de los vaqueros de la región, marcó su destino de hombre en la Tierra: a partir de ese momento, el Universo sería otra cosa gracias al canto. Y no solo el Universo. También él acababa de sufrir un cambio, sin duda el más importante de su vida.

    Como le fastidiaba depender económicamente de un padre que no le había dado apellido ni a él ni a sus hermanos, hizo difundir un falso rumor que durante un tiempo le permitió sobrevivir con independencia: desde Barrancas hasta Manaure, pasando por Distracción, El Hatico, Fonseca, Villanueva, Urumita, La Jagua del Pilar y El Molino, por toda esa zona de la desértica Guajira, corrió la noticia de que en la finca Lagunita de la Sierra había un ciego que adivinaba el futuro, sin bola de cristal y sin la borra del café, cuya clarividencia superaba la de las gitanas.

    Las mujeres, que conformaban la mayor parte de su clientela, re-garon por la región que al ciego le bastaba con pasar los dedos por las palmas de las manos de sus visitantes, para saber lo que les depararía el porvenir.

    Leandro Díaz no daba abasto para atender a la clientela, que al principio se amontonaba en desorden y después, cuando ya sus poderes eran fama por todo el Magdalena Grande, organizaba largas filas para consultarlo. Para muchas mujeres, este hombre que hablaba despacio, con un tono neutral, mientras las sometía a una prolongada

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    indagación dactilar y les decía cosas tranquilizantes, era la personifi-cación de la inocencia y la sabiduría.

    Sin embargo, Díaz tuvo que abandonar el oficio cuando la suspica-cia y la hostilidad de los hombres de la región se convirtieron en una amenaza para su vida. Supo que había llegado el momento de hacer otra cosa cuando los hombres empezaron a desconfiar de la conducta de sus mujeres. Comprendió que había llevado demasiado lejos esta curiosa forma de la quiromancia y que ello era muy peligroso en esa comarca donde los antepasados establecieron hace mucho tiempo sus códigos de honor: las mujeres no fueron hechas, en definitiva, para averiguar aquellas cosas de sus maridos que ellos mismos no se atrevían a decirles, ni era propio de las buenas compañeras salir a entrevistarse con un hombre que, según se decía, les proponía pruebas innobles.

    Déjeme contarle una historia

    –Después de tanto pensar en la ceguera, ¿cómo la define?

    –Es una forma de vida. Por eso uno debe tomarla como ayuda, no como estorbo. En mi caso, la ceguera ha sido también una forma de música. Porque el mundo de un ciego no es tan vacío, como la gente cree. Le pongo un ejemplo: aquí, en mi casa, se va la luz a cada rato. A veces se va de noche, cuando estoy dormido, y entonces mi mujer y mis hijos se pierden, no encuentran los rumbos de la casa ni saben llegar a la vela. Tengo que levantarme a resolverles el problema. ¿Qué pasa? Que ellos se pierden porque han vivido en el mundo de la luz y dependen enteramente de él. En cambio yo tengo que crear mi propia luz y tener dentro de mí los caminos de la casa. ¡Dese cuenta de que ser ciego también es una ventaja!

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    –Pero en sus canciones se habla más de las desventajas: usted habla de sufrimiento, de aislamiento, de soledad.

    –Ya sé para dónde quiere ir usted. Pero, bueno, eso que dijo es verdad. Yo lo que quiero es que usted me entienda. A estas alturas, sé convivir con mi problema, lo cual no quiere decir que a veces no me incomode. Pero parece que usted no quiere creer que, en verdad, algunas veces se me olvida que soy ciego.

    Déjeme contarle una historia: mi gran idea, desde cuando me hice muchacho, es que el hombre debe recorrer un camino, que hay un camino para cada hombre. Esas cosas las empecé a pensar con más insistencia cuando tenía diecisiete años, porque fue cuando revisé bien mis sensaciones y me dije: “caramba, Leandro, no hay más que hacer: eres ciego”. Pero enseguida tuve una respuesta: sí, soy ciego, pero para algo tengo que vivir y para algo Dios me tiene vivo. Esa fue la primera conclusión importante de mi vida: que Dios me tenía vivo para algo y yo debía averiguar para qué.

    No perdí el tiempo: de inmediato empecé a tantear el espacio para ver si aparecía mi camino. Creí encontrarlo cuando me metí a adivi-no. En realidad, me divertía con las muchachas echándoles la suerte y en el fondo lo único que me interesaba era agarrarles las manos, porque de predicciones y cosas de esas no sabía ni pío.

    –¿Y nunca descubrieron eso?

    –Al contrario: entre más me consultaban, más sabio me veían. ¡Había que ver la fe que me tenían aquellas mujeres! Muchas veces les dije cosas que a mí mismo me parecían un desatino enorme, pero ellas las tomaron por verdad. Y como las creyeron, terminaron siendo ciertas. En mi tierra hay mujeres que no se echan la suerte con ninguna gitana, porque yo se las dije hace treinta, cuarenta años.

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    –¿Les cobraba por decirles cosas que ni usted mismo creía?

    –No. Nunca cobré, a pesar de que entre mis intenciones figuraba la de ganarme la vida con ese trabajo. Ahora: es cierto que yo no sabía de brujería, pero trataba de aprender y de paso saber lo que es una mujer, porque ya estaba grandecito y si no me avispo nunca hubiera sentido en mi propia piel la piel de una mujer. En eso no hay egoísmo ni engaño sino desesperación. Aquí venían muchachas suspirantes, enamoradas, a retener un novio que se les escapaba y para compen-sar mi ayuda me daban un pañuelito, una loción o una flor. Nunca pedí más que eso. Después, cuando mi fama se creció tanto, venían mujeres ya hechas, pasadas de los treinta, y las de mi edad se fueron alejando. Por eso y por otras cosas me di cuenta de que allí no estaba el camino que Dios me había reservado.

    –¿Cómo imagina usted a la mujer?

    –Uno con el tacto puede dibujarla. Trato de averiguar si es dulce o fregadora, delicada o indelicada. O bonita. Esas cosas las averiguo a través de su voz, de su piel, de su aroma.

    La voz de una mujer siempre ha sido mi encanto. Los hombres que pueden mirar se fijan en otras cosas y no les importa la armonía de la mujer con su voz. Yo conozco el canto de los pájaros que más bonito cantan y puedo decirle a usted que nada puede igualar la belleza de la voz de una mujer.

    Mi oído es muy atento para buscar los sonidos agradables. Hoy, por casualidad, estuve en El Rincón, más allá de Media Luna. Sabroso: amanecí oyendo los pajaritos, las chicharras, las lechuzas, y me acor-dé mucho de mi tierra, la Guajira, tierra sin agua pero hermosa.

    –Aparte de la voz, ¿hay otro elemento de la mujer que le llame tan poderosamente la atención?

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    –Sí, la piel. He descubierto que el perfume es perfume por la piel que lo lleva, no por su olor. Fíjese que el mismo perfume no tiene un efecto igual en todas las mujeres, porque cada piel es un mundo. Todo esto lo sé no por sabio sino por ciego.

    Con una armónica se hace camino

    En 1949, un amigo le regaló una armónica que se había ganado cuatro años atrás en Puerto López, Guajira, limpiando un barco alemán. Leandro recibió el obsequio con desgano, pensando que ese instrumento frío que cabía en una sola de sus manos no serviría para sus planes de sobrevivir con independencia, y lo guardó, sin probarlo, durante varios meses.

    Un día, impulsado por el aburrimiento de no tener nada que hacer, decidió tantear la armónica y descubrió que sus sonidos eran similares a los del acordeón, el instrumento que él siempre quiso tener. Entonces resolvió alcanzar la perfección en su manejo y juró que a aquella armónica no le quedaría ni media nota por dentro que él no llegase a conocer.

    Con dos mudas de ropa salió de la finca ese mismo año, dispuesto a granjearse el sustento a punta de melodías, pues ya había adquirido una gran pericia para manipular la armónica. Llegó a Tocaimo, en San Diego, Cesar, y allí ganó enseguida el cariño de todos los habi-tantes, a quienes sacaba de la monotonía con sus melodías.

    A la orilla del río Tocaimo, que salpicaba las quince casas de la po-blación, compuso “Matilde Lina”, una de sus más famosas canciones, y aprendió a tocar la guacharaca simultáneamente con la armónica, de modo que él, él solo, era casi una fiesta.

    Todas las tardes, al llegar de sus parcelas, los hombres buscaban a Leandro para sacarse con sus melodías el cansancio incrustado en

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    el cuerpo como un maleficio, y dejarse caer unos cuantos chorros de ron de caña. Díaz ejecutaba la armónica y la guacharaca al mismo tiempo. Y cuando llegaba el momento de cantar, sacaba rápidamente el instrumento de su boca y seguía entonces cantando y tocando la guacharaca, en una maniobra graciosa y diestra que se repetía hasta el final de la noche.

    Tres años después, cuando llegó la hora de partir, dejó escurrir unas lágrimas, pues en el pueblo que iba a abandonar no solo vivió, según sus palabras, libre y feliz como el jilguero, sino que, además, allí le habían puesto de padrino de dieciséis niños y le habían entregado mucho amor.

    A Chimora, un caserío cercano que después se convirtió en finca, llegó en 1952, a probar suerte por unos días y, casi sin darse cuenta, se quedó por tres años, con su oficio de aliviar las penas a domicilio. Desde el principio se hospedó donde Zoyla Fuentes, una mujer que pasaba de los cuarenta años y lo quería como a un hijo. La señora era dueña del único restaurante del pueblo, en el cual Leandro entonaba sus versos todos los mediodías para alegrar la digestión de los clien-tes, quienes le daban propinas, se lo llevaban a parrandear los fines de semana o le regalaban ropa.

    Mucha gente acudía al establecimiento sin ganas de comer, atraída solamente por las notas de su armónica. Entrada la tarde, cuando se iba el último de sus admiradores, era cuando Díaz almorzaba. Solo tomaba la sopa y pedía siempre a la dueña del restaurante que le guardara el bastimento para la cena, a pesar de que ella insistía en que se lo comiera, que más tarde habría más, y le decía que él no le ocasionaba molestias sino beneficios.

    La actitud maternal de la señora Fuentes fue lo que determinó la salida de Leandro hacía San Diego, en 1955, tras haber llegado a

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    la conclusión de que ella le daba más de lo que él honradamente se ganaba con su armónica.

    El credo de Leandro

    –Bueno, hablemos de sus canciones…

    –Sí, está bien. Pero primero diga que yo no acepto que las casas de discos me impongan temas, porque eso es absurdo. Ellos, los del negocio, saben cómo vender sus discos. Nosotros debemos saber cómo componer nuestras canciones.

    –A usted nunca se le ha visto furioso y ahora parece estarlo.

    –No tengo por qué negarlo. Es que me han tratado mal. En sesenta años de vida he escrito más de trescientas canciones, muchas de las cuales se siguen vendiendo bastante, y, sin embargo, aquí estoy… No, qué va, así no se puede. ¡Si usted supiera que por la canción que más me ha dado, “La gordita”, no recibí ni doscientos mil pesos, con todo lo que tuve que pelear para que me pagaran puntual! ¡En cambio, vea usted lo que ganan los temáticos de ahora!

    –Maestro: pero usted es uno de los pocos trovadores viejos a quienes los intérpretes de hoy tienen en cuenta. No solo le piden canciones permanentemente, sino que también le regraban temas ya conocidos, como “La diosa coronada”.

    –¡Qué bonito! ¡Todo eso suena muy bonito! Lo malo es que no pagan. La palabra exacta ya la inventaron. ¿Se la puedo deletrear? R-e-g-a-l-í-a-s. Y como se trata de regalías, creen que viene de regalo, como algo que se nos da a título de favor en vez de ser el pago de un trabajo que realizamos y que influye en el progreso de la gente. Ahora yo le pregunto a usted: ¿dónde están las entidades que defienden a los artistas?

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    –¿Por qué no hablamos de sus temas?

    –Mis temas… mis temas son el hombre (lo que le pasa al hombre, lo que ese hombre piensa y hace) y la naturaleza. Yo mismo soy mi tema.

    –A usted, a diferencia de la mayoría de compositores de su gene-ración, le gusta más la reflexión que el relato.

    –Es porque trato de cantar en la misma forma en que pienso. Todos los días de mi vida he dedicado largas horas a pensar en mí, en el destino del hombre. Me gusta hacer eso, quizá porque soy ciego. Todo lo que se me va ocurriendo es lo que después convierto en canto.

    –Se supone que no es fácil componer así.

    –No sé si es fácil o difícil, porque es mi estilo natural y nunca he ensayado con otro. Es posible que a otro músico le cueste trabajo emplear este método, porque en su caso no sería natural. En cambio, para mí es normal. Ya le dije: pienso las cosas y de tanto pensarlas se me vuelven cantos, como si eso no dependiera directamente de mí. Lo único que he hecho es ponerle música a mis sueños, a mis pensamientos, a mis angustias y a mis alegrías. O, mejor dicho, le puse música a mi vida.

    –¿Cómo hace una canción?

    –Le decía que lo mío es pensar y cuando pienso no sé si de esas ideas va a salir una canción. Lo de la canción viene después o puede no venir. Más tarde lo sabré.

    –¿Cómo lo sabrá?

    –Bueno, uno piensa cosas, pero no siempre las escribe. A mí los temas me dicen cuándo quieren que los cante.

    –¿Usted cree en la inspiración?

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    –Sí, claro. Es eso que le acabo de decir: sentirse dispuesto a es-cribir una historia o un pensamiento. Ocurre en forma sorpresiva, cuando uno menos lo espera. Cuando eso ocurre, parece que uno no le debiera nada a Dios y estuviera en paz consigo mismo. Antes me pasaba con más frecuencia que ahora y, sin embargo, ahora me pasa más de una vez al mes. En esto influye mucho la gente que lo rodea a uno, el patio, el ambiente de la casa.

    –¿No le cuesta trabajo grabar los versos en la memoria, o alguien le escribe cuando compone?

    –¡Ah, eso, no! Yo no necesito secretarios y menos en algo tan personal como el canto. Yo soy mi secretario. Cada quien se defiende con lo que Dios le dio. Lo mío, además, es simple: hago la música y la letra al mismo tiempo, y cuando todo está hecho sigo cantando sin parar, y no se me olvida nada.

    –¿Nunca le ha fallado la memoria?

    –Hasta ahora no me ha fallado. Yo me sé todas mis canciones y en las parrandas se las puedo cantar una por una, sin repetir, y también le puedo cantar canciones que me sé desde hace años y que no son mías.

    –Usted tiene, a propósito, una canción titulada “Mi memoria”.

    –Sí, claro, a mí siempre me ha gustado cantarle a la memoria. Es que la Humanidad estaría perdida si no conservara la memoria. La memoria no solo debe servir para fijar imágenes o guardar informa-ción. La memoria es también un requisito para la creación. ¿Usted se imagina lo que sucedería si, de golpe, la Humanidad toda se quedara sin su pasado? ¿Qué sería lo que tendríamos que hacer para empezar la vida sin recuerdos?

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    Tres personajes en San Diego

    San Diego, uno de los pueblos más productores de ganado del Cesar, está a solo veinte minutos de Valledupar, la capital. Sus ha-bitantes, que celebran las fiestas religiosas de la Virgen del Perpetuo Socorro, el 16 de junio, y las de San Diego, el 13 de noviembre, con-forman una tradición de conversadores insuperables que tienen en la palabra bien tratada una de las razones más importantes de su vida.

    Al despuntar la noche, San Diego es un pueblo que vive en las terrazas de sus casas, donde la gente se recuesta con la mayor co-modidad del mundo a hablar de todo y de nada, que es de lo que, según algunos de sus moradores, debe hablar todo conversador que se respete. En los bordes de las calles, refrescados por árboles de almendro y matarratón, los parroquianos esperan la hora del sueño afincados en sus asientos de cuero, relatando historias heredadas de sus antepasados, analizando con sus vecinos el futuro de las siembras o comentando los noviazgos difíciles del pueblo.

    El Concejo Municipal de San Diego estudió en cierta ocasión la sugerencia de realizar un festival del asiento de cuero, encaminada a resaltar la tradición oral del pueblo, que es tal vez su característica más representativa. Aunque la propuesta no fue atendida, los san-dieganos realizan este festival todos los días y lo matizan con hábitos tan simples pero de tanto calor humano, como el de ofrecerles tinto a todos los visitantes ocasionales.

    Hace apenas diez años San Diego fue declarado municipio. Con una población de diez mil habitantes en la cabecera, comprende los corregimientos de Media Luna, Los Tupes, Los Brasiles, Tocaimo, Nuevas Flores y El Rincón.

    La mayor parte de la población de Media Luna, que se encuentra sobre la Cordillera Oriental, está integrada por santandereanos que

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    se vinieron huyendo de sus lugares de origen durante la llamada época de La Violencia. Hoy, cuando han pasado casi cuarenta años, muchos de los precursores de aquel éxodo masivo han muerto, pero sus descendientes conservan un núcleo cerrado que trabaja la tierra sin desmayos, acepta desafíos de honor, masca panela y toma aguardiente.

    En El Rincón, una vereda triste de solo diez casas, penó en sus últimos años el acordeonero Juan Muñoz, uno de los trovadores más representativos de la música vallenata. Los Tupes tomó su nombre de una antigua tribu indígena que habitó en ese lugar mucho antes de que existiera San Diego, mientras que el corregimiento de Nuevas Flores es comúnmente conocido como “El Desastre”, porque, según viejas leyendas, allí se desarrolló una de las batallas más sangrientas de la Guerra de los Mil Días. Algunos ancianos aseguran que aún hoy, arando las tierras, los campesinos encuentran proyectiles y pedazos de bayoneta. En todo este territorio los ricos se dedican a la ganadería y al cultivo de algodón, y los pobres, a sembrar maíz, yuca, fríjol y tomate.

    Los personajes más queridos de San Diego son tres: Julio, “el gago”, que mantiene una cría de treinta perros criollos en su casa; “el viejo Ato”, un hombre entrado en años que se desayuna con cuatro pláta-nos verdes y un tazón de café sin azúcar; y Leandro Díaz, a quien se le quiere como a uno de sus mejores hijos, a pesar de que no nació allá.

    Mejor que un valse

    –Maestro: usted es uno de los pocos compositores que emplean la décima.

    –Sí, eso es tradicional y a mí me gusta. También me gustan las estrofas de ocho versos. Los compositores de ahora no le jalan a ese

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    estilo, que a mí me parece limpio. Ellos prefieren meter palabras por todas partes, pura palabrería, y el mensaje se pierde entre ese montón de escombros. Además, la décima no es comercial.

    –Ya estamos tocando el tema de los compositores actuales.

    –De ese tema no tengo nada que decir. O quizá sí, una sola cosa, que los compositores de antes teníamos temas: las brisas, los ríos, el trabajo en el monte, la mujer. Los de ahora no tienen temas, sino que son temáticos. Siempre le cantan a un amor que es perverso, a un río que no tiene agua, a una mujer que se marcha, a una misma cosa obsesiva y casi siempre ficticia.

    –¿No le gusta que el compositor invente historias?

    –Si solo inventaran las historias no habría tanto problema. Pero es que uno ve que ellos inventan cosas peores: inventan las frases, inventan unos enredos con los que quieren reemplazar las verda-deras historias. Sus canciones todas son un invento. Al final de su cháchara aparece el vacío. Allí no hay nada dicho. Yo no critico a los compositores que inventan historias. Después de todo, cada quien elige si quiere inventar o cantar cosas sucedidas. Lo importante es hacerlo bien, en cualquiera de los dos casos. A mí, particularmente, no me importa un tema que no me haya sacudido.

    –¿Cuáles son sus mejores canciones?

    –Creo que son “El verano”, “Dos papeles”, “La diosa coronada” “Matilde Lina” y “A mí no me consuela nadie”. Esta lista cambia con frecuencia. Depende del ánimo que tenga en el momento y de los recuerdos de esos temas. Hace una semana mencioné “El verano”, “Soy”, “Debajo del palo de mango”, “Olvídame” y “Yo comprendo”. Usted debió darse cuenta de que solo “El verano” aparece en ambas listas. Esa canción siempre está entre mis favoritas.

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    –¿Cómo han nacido sus principales canciones?

    –Todas mis canciones han nacido de la misma manera. Pienso en algo y, si cuaja, después se me vuelve canción. Otra cosa es la historia. “Matilde Lina”, por ejemplo, dice su origen en la primera estrofa. El origen de “La diosa coronada” está en El amor en los tiempos del cólera, la última novela de Gabito.

    –¿Usted leyó ese libro?

    –Para serle sincero, no. Mis hijos han empezado a leérmelo varias veces, pero no han terminado. Ese es un problema que tengo con ellos, que cuando están chicos me leen de todo: periódicos viejos, hechos históricos, pensamientos de los sabios antiguos. En cambio, cuando crecen ya no quieren leerme nada, porque se la pasan todo el tiempo en la calle.

    –¿Por qué cree que Gabriel García Márquez escogió dos versos de esa canción para el epígrafe de la novela?

    –Yo creo que Gabo no solo utilizó dos versos (“En adelanto van estos lugares: ya tienen su diosa coronada”), sino toda la historia. Y para mí es un honor grandísimo. Él pudo encontrar estrofas más di-cientes que esa, de otros autores, pero se decidió por la mía y es algo que tengo que agradecerle. Después de ese epígrafe, mi vida cambió un poco. Aunque también, pensándolo bien, pudo ser que a Gabriel lo marcó mi canción.

    –¿En qué forma cambió su vida después del epígrafe?

    –Pues antes era un compositor apenas conocido por estudiosos del folclor y por amantes del vallenato. Algunos periodistas, como Germán Castro Caycedo, venían a mi casa a emborracharse y a escuchar mi repertorio. No eran muchos los que me conocían en Colombia. En cambio, ahora viene más gente. Y de todas partes. Una

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    vez llegaron unos europeos para que les cantara el valse “La diosa coronada”, y yo les dije que tenía una canción con ese nombre pero que no era valse sino vallenato. (Lo que pasó fue que Gabito les tomó el pelo en el libro). Lo importante para mí es que ellos la oyeron en vallenato y se fueron más contentos que si la hubieran oído como valse.

    Leandro, Helena y Nelly

    Desde el principio, los sandieganos simpatizaron con el trovador ciego que, de casa en casa, decía los buenos días en verso, y luego, con su canto, pasaba revista todas las tardes, cuando los hombres habían vuelto de sus ocupaciones y deseaban descansar.

    Leandro recibía las colaboraciones con la misma espontaneidad con que le eran entregadas, pues, aunque su propósito era sobrevivir con el fruto de ese trabajo, nunca cobró, fiel a su convicción de que los asuntos del espíritu no deben tener tarifas. Así, quienes podían darle una cabra, le daban una cabra; quienes estaban en capacidad de premiarlo con unas monedas, le daban unas monedas. Pero si alguien no poseía más que su sonrisa, esa sonrisa era suficiente.

    Al poco tiempo de haber llegado a San Diego conoció a los tres célebres guitarristas que desde entonces lo acompañan a parrandear: Hugo Araújo, Juan Calderón y Antonio Brahim, quienes aparecen en varias de sus canciones, y, simultáneamente, organizó un conjunto de acordeón con el legendario Antonio Salas, hermano del viejo Emiliano Zuleta. Pero con Toño Salas las parrandas eran menos fre-cuentes, debido a que este vivía en El Plan, Guajira.

    Con la creación de estas agrupaciones, Díaz tenía más posibilida-des de ganarse la vida. Pero en realidad casi siempre le pagaban con especies que se consumían en el mismo sitio de trabajo: ron y chivo

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    asado. De modo que volvía a casa como había salido, con apenas unas cuantas monedas más en la mochila.

    En una de esas parrandas encontró la voz que cambió el curso de su vida: la voz de una mujer que se le acercó para pedirle una can-ción. Se llamaba Helena Clementina Ramos y lo de la canción había sido solo un pretexto para acercarse a él, después de haberlo pensado tanto en los últimos días. Leandro le respondió que no tenía ningún inconveniente en cantarle la canción, siempre y cuando estuvieran los dos solos, y ella le dijo que estaría pendiente en la ventana, por la noche.

    Helena estuvo esperando en la ventana hasta las tres de la madru-gada, cuando apareció él, acompañado por sus guitarristas, y entonó “A mí no me consuela nadie”, la canción que ella le había pedido por la tarde. Hablaron. Se tomaron de las manos. Y después, según Hugo Araújo, Leandro dijo que había que seguir bebiendo por lo menos dos días más, porque apenas ahora, a los veintisiete años, había con-seguido su primera novia oficial.

    Se casaron en 1955 y en treinta y tres años de convivencia han te-nido cinco hijos, pero no recuerdan haber discutido en forma grave, a pesar de que Leandro, poco después de haber conocido a Helena, se enamoró de Nelly Soto, otra mujer de San Diego, con quien tuvo tres hijos.

    En la actualidad, convive con ambas mujeres, aunque duerme siempre en casa de Helena, en el barrio Niño Jesús. Por las tardes visita a Nelly Soto, al otro extremo del pueblo, en el sector de Las Flores. Cuentan sus vecinos que algunas veces Leandro ha olvidado la visita a Nelly Soto, y su propia esposa le recuerda la obligación de ver a los otros hijos y llevarles algo para que no se sientan solos.

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    Cuando sus amigos van a la casa a buscarlo, la respuesta invariable de Helena es “está allá abajo”, que es como ella identifica las salidas de Leandro hacia donde su segunda mujer. Un par de gemelos que Díaz tuvo con Helena se alternan la tarea de conducirlo todas las tardes adonde Nelly Soto.

    Para nadie en San Diego esta situación es anormal y tampoco nadie la ha calificado jamás de concubinato, porque la palabra pa-rece muy grosera para referirse a lo que Díaz y las dos mujeres han conseguido: una convivencia perfecta, a toda prueba. A menudo, las mujeres intercambian viandas y obsequios, que el propio Leandro se encarga de transportar.

    Vamos a pintar

    –¿Qué es lo que más le gusta?

    –Escribir canciones y cantárselas a mis amigos en las parrandas.

    –Si tuviera que escoger entre su vida y sus canciones, ¿con qué se quedaría?

    –Mis canciones son mi vida.

    –¿Y la familia?

    –Ah, esa es la otra parte importante de mi vida. Tengo ocho hijos y cinco nietos. Y eso, junto con mis trescientas canciones, será lo único que dejaré.

    –¿Qué es lo que más recuerda de lo que ha aprendido?

    –Que uno debe poner su vida en todo lo que hace, y no solo en las cosas que más quiere, para que todo salga bien.

    –¿Hay alguna pregunta que a usted le gustaría responder y que nunca le hayan hecho?

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    –Bueno, sí. Ya que usted ha insistido en que soy una persona triste porque lo ha escuchado en alguna de mis canciones, ¿por qué no me da la oportunidad de hablar de la felicidad?

    –¡Buena idea!

    –La felicidad es una inquietud que todos tenemos. ¿Y cuántas veces no pasamos por alto la felicidad? Por ejemplo, ahora, hablando con usted, me siento feliz. Creo que usted también siente lo mismo. Y, sin embargo, probablemente no nos habíamos dado cuenta antes de que estamos felices.

    –¿Cómo define la felicidad?

    –Le digo que la felicidad es pintada por el hombre. Si uno está en paz consigo y con Dios, limpio ante el mundo, está feliz. Lo que pasa es que esta situación cada quien la pinta y la ve a su manera, porque la felicidad no es una figura única para todo el mundo, una figura que todos podamos ver a la misma altura, como una estrella, por ejemplo, y decir: “caramba, aquello que se ve allá es la felicidad”. No, la felicidad es creada por el hombre.

    –¿Ya usted creó la suya?

    –He vivido muchos momentos agradables y de todos ellos he creado mi felicidad. A veces no soy tan feliz como quisiera, pero estoy vivo y estar vivo es lo que se necesita para pintar la felicidad.

    San Diego, marzo de 1988*

    * Este reportaje obtuvo el Gran Premio de Periodismo India Catalina en el año 1989.

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    Matilde Lina

    Autor: Leandro Díaz

    Un mediodía que estuve pensando (bis) en la mujer que me hace soñarlas aguas claras del río Tocaimome dieron fuerzas para cantar.

    Llegó de pronto a mi pensamiento esta bella melodíay como nada teníala aproveché en el momento. (bis)

    Este paseo es de Leandro Díaz (bis) pero parece de Emilianitotiene los versos bien chiquititosy bajiticos de melodía.

    Tiene una nota muy recogidaque no parece hecho míoera que estaba en el ríopensando en Matilde Lina. (bis)

    El sentimiento se hizo más grande (bis)que palpitaba mi corazón (bis) el bello canto de los turpiales me acompañaba en esta canción.Canción del alma, canción queridaque para mí fue sublimeal recordarte Matilde sentí temor por mi vida. (bis)

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    Si ven que un hombre llega a La Jagua (bis)coge el camino y se va p’al planestá pendiente que en la sabanavive una hembra muy populares elegante todos la admirany en su tierra tiene fama.Cuando Matilde camina hasta sonríe la sabana. (bis)

  • LOS GOLPES DE LA ESPERANZA*(1993)

    En cierta ocasión salí de mi casa en Cartagena para ir al periódico a trabajar. De pronto, en la parada de buses, vi a un niño de diez u

    once años encorvado por el peso de un maletín. Me llamó la atención que tenía unos guantes de boxeo colgados al cuello. Le pregunté qué hacía con eso y me respondió que era boxeador. A través de aquel chico descubrí la historia de Los golpes de la esperanza.

    * Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, 1991.

  • Lo que dicen los niños

    Lo único que José Montero Jiménez comió esa tarde, antes de salir a entrenar, fue un trozo de patilla, de los trescientos que tenía su hermano mayor en su puesto de frutas del Mercado de Bazurto. El niño, de doce años, había escuchado en el gimnasio que cuando la comida escasea se deben comer las frutas de la época, que, por ser tan abundantes, se consiguen a bajos precios y son hidratantes.

    Para su edad, Montero era demasiado enclenque y pequeño, y su mirada, bruñida por una simpática dulzura infantil, resultaba ajena a una actividad tan hosca como el boxeo. Sus rodillas estaban infectadas de forúnculos y cicatrices de viejas peladuras. Su tierna voz inspiraría, en quienes la escuchasen sin pertenecer al mundo del boxeo, el deseo de pedirle que se retire de ese oficio tan áspero.

    “Es que mi hermano ese día amaneció con la cantaleta de que yo tenía parásitos y me dijo que con tanta lombriz no debería seguir boxeando. A él no le gustó que yo le echara azúcar a la patilla, porque dice que el dulce revuelve los parásitos. Total es que se le metió el tema de que yo no iba a entrenar más boxeo, porque no estaba en buenas condiciones, y me advirtió que desde ese día no iría más al gimnasio. Yo no le contesté nada, sino que me aparté con la cara tris-te y entonces él se condolió, me dio plata para los buses y, sin hablar, nada más con un gesto de la cara, me hizo señas de que me fuera a practicar. A mí se me salió una sonrisa con él antes de irme”.

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    En el trayecto hacia la parada de buses, Montero aspiró, con una mezcla de delectación y desasosiego, el olor a pescado frito que salía de la Fonda de Socorro, y más adelante, sin todavía reponerse, lo asaltó un vaho de sancocho de gallina criolla, en medio del cual reen-contró su desamparo. Los puestos de comida y frituras de Bazurto estaban atestados de caras complacidas, con palillos en las comisuras de los labios, y había voces fuertes que discutían sobre boxeo, sobre la honra de las mujeres y sobre la importancia de defender el honor de los varones. Por momentos, una emanación de cerveza se entreve-raba con el aroma de la comida y entonces un chillido pedestre salía disparado de alguna parte, para festejar la letra de una ranchera.

    “El hambre aturde más cuando hay ruidos y el sol está caliente y uno ve que hay gente comiendo y cantando por donde está uno. Claro que el entrenador de nosotros es bueno: si no hemos comido, no nos exige entrenar. Él no es como otros, que no preguntan eso. Si alguno de nosotros no ha comido o está fallo, tiene que avisarle y entonces él le dice que así no lo puede dejar que entrene. Algunos no dicen nada, por pena. A mí ese día la pregunta me tomó por sorpresa, porque no esperaba que me la hiciera a mí primero. Bueno, yo le contesté que tenía entre pecho y espalda medio bolo de patilla con azúcar por dentro. Ah, pero me hice el pendejo y no le conté que me estaban dando unos retorcijones en las tripas. Como que la patilla me cayó mal”.

    Montero practicaba el boxeo desde hacía dos meses, pero el manejador nunca le había ordenado hacer guantes, debido a su escasa edad. En cambio, le mandaba a intensificar el trabajo en lo más elemental: concentración, preocupación defensiva con base en una guardia bien armada, agilidad para mover el tronco y la cabeza, rapidez y firmeza para configurar el compás de las piernas y destreza para golpear el saco de arena y saltar la cuerda.

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    Su madre, Elisa Jiménez, le había recordado recientemente al entrenador que cuando el chico tenía cuatro años se escapaba de la casa a cazar lagartijas por los playones de La Candelaria, y no solo las atrapaba con una habilidad asombrosa para su edad, sino que también, muchas veces, se las llevaba a la boca, después de haberlas descuartizado con pedazos de vidrio. Ella creía que desde esa época a su hijo le había crecido el abdomen.

    Sin embargo, el hinchado vientre, sin duda lo que más resaltaba de su figura, no le había molestado al niño hasta aquella tarde, en que sentía como si lo estuvieran apretando por dentro con unas pinzas.

    –Profe, quiero una soda.

    –¿Una soda? ¿Y eso para qué?

    –Tengo la garganta reseca.

    –Tú no tienes nada en la garganta. Lo que estás es pálido. Así no puedes entrenar hoy.

    –Bueno, profe, le voy a decir la verdad: es que tengo la barriga llena de viento.

    –Ah, te duele, ¿verdad? ¡Y no me habías dicho nada! ¿Quién crees que responde por ti cuando estás en el gimnasio, eh? Aquí yo soy tu padre y tu madre y tienes que comunicarme todo lo que sientes.

    “En ese momento yo miré los ojos del profesor y estaban serios. Eso me dio mucho sentimiento. Y como la barriga me dolía, enton-ces me puse a llorar. Al profe como que también le dio sentimiento, porque se quedó callado y me abrazó y empezó a sobarme donde me dolía. Después, me consiguió la soda y el dolor se me fue quitando poco a poco. Pero no entrené ese día. El profesor también pensaba que yo tenía parásitos y me mandó a tomar un purgante”.

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    Lo que dicen los niños

    Más de doscientos niños entre los ocho y los trece años, provenien-tes de diferentes barrios de Cartagena y de las poblaciones cercanas del norte de Bolívar, acuden de lunes a viernes al gimnasio del Pie del Cerro a realizar sus prácticas de boxeo. El desarrollo físico de un gran porcentaje de estos chicos es deficiente, por lo cual representan una edad inferior a la que en realidad tienen. Algunos se ven tan maltrechos, que es difícil explicarse por qué no se les rompen los huesos después de los primeros minutos de la sesión.

    Muchos de quienes en apariencia lucen saludables, con sus cuer-pos magros y tensos chorreando sudor, descargando puñetazos en el aire y moviendo la cabeza con bríos para esquivar los golpes de un rival imaginario, no solo se vinieron sin comer, sino que, además, por falta de dinero para abordar un bus urbano, recorrieron, a pie, diez o más kilómetros de distancia.

    A esa edad, casi todos están convencidos de que, por regla, el sacri-ficio los hará campeones mundiales y así podrán sacar de la miseria a su familia. A nadie se le ocurre que existe también la alternativa de que, a pesar del esfuerzo, no lleguen a ninguna parte, por falta de suerte y de oportunidades, o porque tropiecen con rivales mejores que ellos.

    En el fondo, no saben todavía qué es lo que hay detrás del boxeo, como lo sostiene el entrenador Aldemiro Díaz: “es posible que un niño de diez años se mueva bien y pegue bien, pero eso todavía no prueba nada, porque a esa edad nadie ha definido lo que quiere ser y menos en una actividad tan fuerte como el boxeo”.

    Rafael Zúñiga, gran prospecto del pugilismo colombiano, no está de acuerdo con que los niños practiquen este deporte, por las mismas razones de Díaz. Además, él piensa que si el boxeo se asume en la

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    infancia puede ocasionar serios trastornos en el organismo, por la temprana acumulación de golpes.

    “Mira, mi hermano –dice Zúñiga–: la primera pelea de un boxea-dor es cuando decide ser boxeador. Esa decisión la debe tomar uno solo, porque si alguien te lo recomienda, esa persona no va a estar contigo el día que te toque subir al ring”.

    Luis Mendoza, actual campeón mundial de la división supergallo, también se opone a que los niños hagan boxeo, porque piensa que en la niñez el cuerpo es frágil y susceptible de sufrir daños irreparables. Desde luego, hay también muchas opiniones favorables, como la del experimentado adiestrador Orlando Pineda: “es obvio que a un niño no se le ponen las mismas cargas de trabajo de un adulto, sino sesio-nes que estén dentro de sus posibilidades. En cualquier disciplina deportiva, por muy dura que sea, quienes empiezan en la infancia gozan de alguna ventaja”.

    Ninguno de estos niños tiene conciencia plena de lo tempestuoso que es el boxeo ni de los estragos que puede ocasionar, pues a todos los preparan para pensar que el trabajo vehemente los llevará a ser campeones mundiales. Así, cuando se les pregunta por qué boxean, responden con frases que han escuchado en el gimnasio: “yo boxeo para hacer deporte, mi vale, y el día de mañana no caer en el vicio”. O bien recitan: “esto es duro, compa, pero lo hago para sacar a mi familia de la pobreza cuando sea campeón mundial”.

    A la hora de explicar por qué eligieron ese camino, son muchos los que combinan el candor propio de la infancia con la agresividad aprendida en el oficio. Henry Torres Azán, trece años, dice: “yo boxeo porque me gusta ese arte”.

    –¿Y no te parece muy pesado?

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    – Sí. Pero a mí me gusta.

    –¿Qué sientes cuando golpeas a alguien en el rostro?

    –Un corrientazo sabroso en los nudillos.

    –¿Y cuando te golpean a ti?

    –Busco la manera de desquitarme enseguida.

    Eusebio Robles Ayala, doce años, considera, por su parte, que el boxeo es un deporte fuerte “porque el cuerpo de los humanos se maltrata mucho”.

    –Si es muy fuerte, ¿por qué lo practicas?

    –Es que en la casa, que queda en el Barrio Chino, a veces no se desayuna y si yo quedo campeón mundial es más fácil conseguir la comida.

    –¿Qué te dicen tus padres del boxeo?

    –Ellos lo único que me dicen es que me cuide. Que no pelee con pelados más cuajados que yo.

    –¿Qué esperas tú del boxeo?

    –Que me dé alegrías. No meterme al vicio ni nada de eso.

    –¿Cómo te va en el colegio?

    –Bueno, me va bien. Yo estudio en el Colegio Ciudad de Santa Marta. Pregunte allí para que vea que yo soy buen alumno.

    –¿Qué serás, entonces, cuando seas grande?

    – Un boxeador inteligente.

    –Siendo buen estudiante, deberías retirarte del boxeo y seguir en el colegio.

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    –No, compa. Esa es mala. Mejor me retiro del estudio.

    La respuesta de Víctor Herrera es más directa: “boxeo porque co-nozco el hambre”. Herrera tiene diecisiete años –comenzó a practicar a los catorce– y cursa tercer grado de bachillerato en el Liceo Pedro de Heredia.

    –El boxeo es bueno, porque a uno no se le da por la droga.

    –Eso no es cierto. Hay muchos boxeadores que consumen drogas.

    –Ah, sí. Pero son unos pocos. Locos que son, porque cuando uno hace deporte no necesita vicio.

    –¿No te parece muy violento que dos niños se peguen?

    –Eso depende. Si es boxeando, ahí no hay violencia, porque ellos no han salido de discusión ni se odian. Solamente están viendo quién es mejor y al que le toca perder no se queda con rasquiñita. De malas, mi vale, ¿qué se va a hacer?

    –¿A tus padres les parece bien que tú pelees?

    –Aguántate ahí: yo no peleo. Yo boxeo, que es distinto. Y mis vie-jos no le ven nada malo a eso. Al contrario, ellos me animan. Y como soy primo hermano de “Mochila” Herrera, me dicen que tengo cría.

    Gustavo Herrera Mangones, siete años, es el menor de los niños que acuden al gimnasio y no tiene una explicación clara a la pregunta de por qué boxea. “Para dar puños”, dice. Su hermano, Francisco Javier, que cursa primer grado de bachillerato y tiene doce años, asegura que el boxeo debería ser obligatorio en los colegios, para que los estudiantes “crezcan sanos”.

    –¿No crees que te puede ocurrir algo malo?

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    –Si yo no supiera pasar los golpes, tal vez. Pero yo me cuido. Tengo buena vista y me protejo bien.

    –¿Crees que vas a ser campeón mundial?

    –Claro, mi vale. Si no, no estuviera aquí. Yo voy a ser alguien. ¿Ya apuntó mi nombre?

  • Los golpes no son vitamina

    Mientras caminaba hacia el cuadrilátero, Antonio “Mochila” Herrera tuvo la sensación de que el Gimnasio Nuevo Panamá estaba a punto de desmoronarse. A pesar de que en su larga carrera como boxeador le había tocado escuchar gritos hostiles en las principales plazas del mundo, a Herrera le resultaba difícil soportar el denso ru-gido del público panameño, cargado de odio. El bramido en sí mismo, sordo y anónimo, no era lo que más le perturbaba, sino la atrocidad de algunas frases que se soltaban del barullo para reventarse contra su alma sola.

    Aquella inquina alimentada durante años había encontrado, por fin, una fisura en el ánimo de “Mochila”, que no entendía cómo se puede detestar a alguien por el solo hecho de haber ganado una pe-lea. Porque las cosas –él lo recordaba muy bien– habían comenzado hacía seis años, cuando, siendo un desconocido, le quitó el invicto a Ismael Laguna, en Bogotá.

    Laguna era, en 1963, un ídolo en Panamá y una de las grandes promesas del boxeo en el mundo, razón por la cual muchos de sus seguidores empezaron a odiar al intruso que había osado cerrarle el camino. La revancha se montó el 15 de septiembre del mismo año, en Panamá, y en esa segunda oportunidad el ganador fue Ismael Laguna, por nocaut técnico en el séptimo asalto. El desquite, lejos de disipar el rencor almacenado contra “Mochila”, pareció aumentarlo.

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    Por eso, aquella noche del 21 de septiembre de 1969, mien-tras se dirigía hacia el ring para pelear con el púgil local Alfonso “Peppermint” Frazer, Herrera sintió como si de repente todo se fuera a desplomar a sus pies.

    “Fue la primera y única vez en mi vida que yo me puse nervioso en la víspera de un combate. Pero ahora me doy cuenta, caramba, de que aquello era un aviso. Yo tenía la costumbre de tomarme un trago de ron blanco antes de subir al ring. Uno solito, no piense mal. Me servía para calentar el cuerpo y entonar el ánimo. Cuando fui a Osaka, Japón, a pelear con Masaiko Harada, exigí que me dejaran llevar una botella de “Tornillo”, el ron popular de Cartagena. Y le cuento que esa botella hizo bulla en Japón. Hasta Harada se metió un buche antes de la pelea. En cambio, cuando viajé a Panamá para el choque contra “Peppermint”, alguien me robó la botella y eso me descuadró enseguida. Me tocó chuparme a palo seco todas las ofensas que los panameños me gritaron mientras iba hacia el ring”.

    En 1969, con treinta años, Herrera era un boxeador acabado, debido a la gran cantidad de golpes que había recibido en su carrera. Sobre todo por su manera brutal de fajarse de principio a fin en cada combate, enconchado en el centro del ring, sin rehuir jamás el castigo. Hasta ese momento su historial registraba 103 peleas, de las cuales había ganado 82, empatado 4 y perdido 17. Muchas de esas contiendas fueron, en realidad, salvajes carnicerías que dejaron un reguero de sangre en el cuadrilátero.

    Sus combates ante el cubano Ultiminio Ramos, el brasileño Sebastião Nascimento y el panameño Valentín Brown, son recorda-dos como ejemplos típicos de coraje y vigor, en especial el último, que se llevó a cabo en Cartagena. En esa memorable batalla, los dos púgiles se fajaron desde el campanazo inicial en el centro del cua-

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    drilátero, y lo hicieron de una manera tan fragorosa y limpia que el árbitro no tuvo necesidad de intervenir para separarlos.

    En el décimo asalto, los dos boxeadores, salpicados de sangre, se-guían peleando con ardor. De pronto, un golpe lanzado en corto por Herrera rompió el equilibrio que había imperado hasta ese momento y puso en malas condiciones a Brown. El colombiano entró a rematar con decisión, pero el panameño, en su agonía, sacó una trompada imprevisible y lo mandó al piso por la cuenta definitiva.

    “La verdad es que yo había sido maltratado, por mi forma de buscar la zona de candela. Eso sí: téngalo por seguro que yo también maltraté a un poco de gente. Precisamente en los días en que iba a pelear con Frazer, un médico me dijo que yo tenía principios de hemiplejía. En cambio, Frazer, mi rival de aquella noche, era un prospecto de escasos veintiún años, fuerte y elástico. Cuando el árbitro nos llamó al centro del ring para darnos las instrucciones, me di cuenta de que su mirada era fría. No era que él me mirara fríamente, sino que su mirada era fría. Aunque no podría decirle si ese frío era odio. Es algo que nunca he visto claro. Bueno, el primer asalto lo terminé de pie, a pesar de que él me pegó a su antojo en el minuto final. Mi mente me decía: ‘tienes que enconcharte como en tus viejos tiempos, Mochi, y mover el tronco para que él no te golpee’. Pero qué va, el cuerpo no me obedecía: estaba lento, fofo, aturdido. Entonces pensé: ‘carajo, tienes treinta años pero estás viejo. Esta debe ser tu última pelea’. Es que nunca antes yo había sido tan poca cosa ante un hombre. Nunca antes un boxeador me había castigado con tanta libertad, porque nunca antes se había presentado el caso de que yo fuera incapaz no solo de defenderme sino también de atacar. En el segundo asalto ocurrió todo. No me pregunte cómo fue, que pierde su tiempo. No recuerdo mayor cosa. Solo sé que me cayó una retreta de golpes en la cabeza y que caí al suelo, inconsciente. ¡Quién sabe

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    cuánto duré en la lona! Dicen que más de media hora. Dicen que en mi esquina me lloraron. Dicen que “Peppermint” no fue capaz de agacharse para ver cómo me había dejado. Cuando abrí los ojos, una luz me encandiló la cara y sentí que mi cuerpo estaba dando vueltas. No distinguía nada. Apenas veía como un humito. No sé si lloré o si fue que pensé que estaba llorando. Pero quizás lloré, porque no era para menos y no me da pena decirlo. Escuché de pronto que alguien gritó que me retirara del boxeo y pedí algo para el dolor de cabeza. En ese momento quedé inconsciente de nuevo. Casi un día en un sueño parecido a la muerte”.

    A pesar de que “Mochila” quedó con un “ruidito” en la cabeza, aceptó combatir contra José Isaacs Marín, el 29 de octubre de 1969, y la Federación Nacional de Boxeo, en uno de sus habituales actos irresponsables, le concedió la autorización.

    “A mí me revisó un médico. Lo que pasa es que en aquella época a los boxeadores no nos hacían radiografías, ni electrocardiogramas, ni encefalogramas, ni nada de eso. Solo nos mandaban a sacar la lengua y nos examinaban un poco las pupilas. El tipo dijo que yo estaba en buenas condiciones y que podía pelear. Caramba, y Marín me estrelló en el primer asalto con una combinación que él manejaba muy bien: gancho de izquierda al hígado y recto de derecha al mentón. De esa no se salvaba ni un burro. A los pocos días fue cuando me dio la trombosis y desde entonces la vida no ha sido igual para mí”.

    Los golpes no son vitamina

    La lista de boxeadores activos y retirados que presentan trastornos físicos y mentales es larga. Algunos médicos estudiosos de este tema, como el neurocirujano Jaime Fandiño Franky, sostienen que todos los boxeadores tienen traumas, pues el boxeo es, en esencia, una agresión contra el cerebro.

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    La mayoría de los nocauts se produce por conmociones cerebrales ocasionadas por uno o varios golpes. Se trata, según los científicos, de traumatismos encéfalo-craneanos que, aunque algunas veces son menores, repercuten casi siempre en la salud y en la vida social de las víctimas.

    “Hay que recordar –explica Fandiño– que el cerebro es una caja herméticamente cerrada. Es una masa sólida que está flotando sobre el líquido encefalorraquídeo. Entonces, cuando se produce un golpe allí, el cerebro rota sobre sí mismo y su eje puede torcerse. Al rom-perse el tallo cerebral, se revientan fibras ínfimas, microscópicas. Y, naturalmente, las micro-hemorragias que se presentan por los golpes dañan las células cerebrales, las cuales, como se sabe, no se recuperan jamás”.

    La mayor parte de los boxeadores que han tenido una larga carrera, con traumas repetidos sobre el cerebro, tarde o temprano padece los efectos de la lesión cerebral, que se manifiesta a través de fallas focales en los miembros (por ejemplo, debilidad de un lado del cuerpo) o de problemas de comportamiento.

    “Son muchos los que pierden la responsabilidad, el sentido auto-crítico y posiblemente también algo de inteligencia y de memoria. Este deterioro de sus facultades mentales superiores acarrea un cam-bio sensible en su conducta social: se vuelven sociópatas, proceden en forma incorrecta, acceden con facilidad a la megalomanía. Todo eso resulta de las frecuentes desconexiones de los circuitos cerebrales, acusadas por los golpes”, señala Fandiño, quien ha atendido a varios boxeadores con problemas neuronales.

    Los entrenadores y los boxeadores mismos saben que ejercen una actividad dañina, que a menudo conduce a la muerte, y utilizan un catálogo de supersticiones para conjurar los temores: “uno lo que

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    tiene es que rezarse el cuerpo, para que los golpes no se ceben aden-tro”. O se justifican con argumentos, tales como “qué va, mi vale, más peligroso es ser político o periodista, porque en ese caso no te van a dar golpes sino bala”.

    Alfonso “El pelúo” Arnedo considera que en la actualidad el boxeo es más humano, debido a que las entidades que lo manejan expidieron normas con ese fin, tales como el acortamiento de los combates, la suspensión inmediata de las contiendas en las cuales hay un púgil indefenso y el nuevo diseño de los guantes, encaminado a reducir los casos de desprendimiento de retina. Hace veinte años era muy raro que los árbitros suspendieran las peleas donde uno de los contrincantes presentaba heridas o contusiones, mientras que ahora esta clase de baldaduras, aparte de ameritar la revisión médica, justifica parar el combate en forma definitiva.

    Arnedo, quien vocaliza con grandes dificultades debido a los daños que le dejó el boxeo, coincide con “Mochila” Herrera en que los boxeadores contemporáneos con él eran más guerreros que los actuales: “si yo apareciera en este tiempo, con las condiciones que tenía en mi época, haría una fiesta con los boxeadores de ahora”.

    “El pelúo” estima que su principal ventaja, en este caso, sería el he-cho de que los boxeadores de ahora solo pelean doce asaltos, mientras que él peleaba quince pero se preparaba para veinte. “A nosotros nos gustaba meternos en el centro de la candela. Cuando nos hacían una herida en los párpados, por ejemplo, no nos arrugábamos creyendo que se nos iba a acabar el mundo o a salir el ojo por esa cortadura. Al contrario: cuando eso nos ocurría, era cuando más buscábamos la candela. Quizá por eso es que ahora estamos jodidos”, dice.

    Pese a las normas que pretenden humanizar el boxeo, el fantasma de la muerte sigue latente, y no solo por los golpes que repercuten

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    contra el cerebro: Ray “Boom–Boom” Mancini mató a Duk Koo King con una trompada seca a la altura del pecho y Alberto Dávila hizo lo mismo con Francisco Bejines, pero con una andanada de guantazos en la llamada zona hepática. Ya lo aconsejaba Jack Dempsey, el in-olvidable destructor de los pesados: “no te afanes tirando al rostro. Pega en el cuerpo, que la cabeza se cae solita”.

    Lesiones cerebrales, ruptura del tabique nasal y de los nudillos, heridas en el rostro y desprendimiento de la retina son los estragos más comunes del boxeo, hasta el punto de que encontrar un púgil sin por lo menos una de estas huellas equivale, más o menos, a hallar una meretriz virgen.

    En el cuadrilátero, con su alma y su sangre, los boxeadores han aprendido que uno de los golpes más peligrosos es el “upper” que, partiendo desde bien abajo, explota con su máxima potencia y re-corrido en plena punta de la barbilla, porque sacude la cabeza hacia atrás con violencia dañina. También allí descubrieron que quienes reciben muchos puños y son duros para caer a la lona, están más propensos a las lesiones, debido a que su resistencia les permite acu-mular demasiados golpes en el cuerpo y en el cerebro. “Es que el golpe entra, pero no sale. Eso no es vitamina”, sentencia “Kid Rapidez”.

    Según Rodrigo Valdez, “esos boxeadores que agarran seis, siete golpes en la cabeza, y siguen de pie, despiertan la admiración del público, pero después sufrirán las consecuencias. En cambio, los que se caen con una trompada casi siempre resultan menos perjudicados, aunque pierdan más rápido”.

    De la misma manera que existe un manual de agüeros contra el miedo, existe una enciclopedia oral que contiene la lista de los gol-pes más maléficos y de los nocauts más devastadores. El principio básico de esta especie de libro de vida, que los boxeadores consultan

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    con frecuencia, es que cuando la trompada va por el aire no conoce amigos.

    “Yo sé, por experiencia –explica Eusebio García–, que el golpe de frente no es el que más afecta el ojo, si