Txt 2da Parte de La Bestia Humana

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2DA PARTE DE LA BESTIA HUMANA

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A t te conozco, y como s la hora quellega tu tren, te veo en la mquina. T no hacesms que pasar. Ayer hiciste as con la mano,pero yo no pude contestarte No, no, esa noes manera de ver la gente.Sin embargo, esta idea de la oleada de genteque los trenes ascendentes y descendentes arras-traban cuotidianamente ante ella, en medio delgran silencio de su soledad, la dejaba pensativa,fija la mirada en la va que iba borrndose entrelas sombras de la noche. Cuando poda valerse, iba y vena colocndose delante de la barrera,con la bandera empuada, no pensaba jams enestas cosas. Pero ensueos confusos, apenasformulados, le embrollaban la cabeza," desde quepasaba los das en aquella silla, no teniendo enqu pensar, sino en la lucha sorda que sostenacon su marido. Parecalo sarcstico vivir per-dida en el fondo de aquel desierto, sin un alma quien confiarse, cuando de da y de noche, con-tinuamente, desfilaban tantos hombres y mu-jeres, en la tempestad de trenes, que conmo-van la casa, huyendo todo vapor. A buen se-guro que todo el mundo pasaba por all, no so-lamente franceses, sino tambin extranjeros,gentes venidas de las comarcas ms lejanas, su-puesto que nadie poda permanecer ahora en sucasa, y *ue todos los pueblos, segn se deca,no formaran pronto ms que uno. Esto s queera el progreso, todos hermanos, rodando todosjuntos, all abajo, haca un pas de Jauja. Ellatrataba de contarlos, por trmino medio, tan-tos por vagn: haba muchos, y no lograba sudeseo. Frecuentemente crea reconocer algunascaras, la de un seor de barba rubia, un inglssin duda, que cada semana haca el viaje de Pa-rs, y la de una seora morena, que pasaba re-gularmente el mircoles y el sbado. Pero pasa-ban como un relmpago, y no estaba segurade haberlos visto, porque todos los rostros seconfundan como semejantes, desapareciendolos unos en los otros. El torrente corra no de-jando huella de s. Y lo que la pona triste eraque bajo aquel rodar continuo, bajo tanto bien-estar y dinero que se paseaban, senta que aque-lla multitud, siempre rugiente, ignoraba queella estuviese all, en peligro de muerte, hastatal punto, que si su hombre acababa con ellaalguna noche, los trenes continuaran cruzn-dose cerca de su cadver, sin sospechar siquierael crimen cometido en el fondo de su aisladacasa.Eufrasia se haba, quedado con los ojos fijosen la ventana, y resumi lo que experimentabademasiado vagamente para explicarlo con dete-nimiento.jAh! es una hermosa invencin, no se puedenegar. Se camina con rapidez, sabemos msPero las fieras salvajes siguen siendo fieras sal-vajes, y por ms que se inventen mquinas me-jores todava, siempre habr fieras salvajes.Santiago movi otra vez la cabeza para decirque pensaba como ella. Haca un instante queestaba mirando Flora ocupada en abrir la ba-rrera, delante de un carro de cantera, cargadocon dos enormes piedras. El camino serva ni-camente las canteras de Becourt, de tal modo,que por la noche la barrera se cerraba con unacadena, siendo raro que hiciesen levantar lajoven. Viendo sta hablar familiarmente conel carretero, un jovencillo moreno, exclam San-tiago:Toma! Est malo Cabuche, que su primoLuis gua las caballeras?.... Madrina, ve Ud. *menudo ese pobre Cabuche?Ella levant las manos sin responder, lanzan-do un profundo .suspiro. Aquello era todo undrama del otoo ltimo, que no poda mejorarla:su hija Luisita, la menor, que estaba como criadaen casa de la seora de Bonnelion, en Doinville,se haba escapado una noche, loca, herida, parair morir en casa de su buen amigo Cabuche,en la que ste habitaba en pleno bosque. Habancorrido rumores, que acusaban de estupro alpresidente Grandmorin; pero nadie se atreva repetirlo en. voz alta. La misma madre, aunquesupiese qu atenerse, no quera tratar de esteasunto. Sin embargo, acab por decir:No, ya no viene, se ha convertido en unverdadero lobo La pobre Luisita, que era tanmona, tan blanca, tan agradable! Cunto meamaba! Qu bien me hubiese cuidado! Mientrasque Flora Dios mo! no me quejo, pero es muyterca y slo quiere hac-r su santa voluntad, ytiene un carcter muy violento Todo esto esbien triste.Santiago, mientras escuchaba, segua con losojos el carro que, la sazn, atravesaba la va.Pero las ruedas se enredaron en los rails, y fupreciso que el conductor hiciese crujir su ltigo,mientras que Flora excitaba las caballeras consus voces.Diantre!exclam el jovenDios quieraque no llegue un tren, porque los hara una tor-tilla,Oh! no hay peligrorepuso la seora Eu-frasia.Flora es temeraria algunas veces, peroconoce bien su oficio y abre el ojo..... Gracias Dios hace cinco anos no experimentamos acci-dente alguno. Antes fu atropellado un hombre.Nosotros no hemos sufrido ms que el atropellode una vaca, que por poco hace descarrilar untren. Ah! pobre animal! la cabeza se encontren un lado, cerca del tnel, y el cuerpo en otroCon Flora puede uno dormir pierna suelta,El carro haba pasado, dejando oir las pro-fundas sacudidas de sus ruedas contra las pie-dras del camino. Entonces Eufrasia volvi suconstante preocupacin: la idea de la salud, tan-to en los dems como en ella,Ests completamente bien ahora? Teacordars de los padecimientos que tenas ennuestra casa y de los cuales nada comprendael mdico?Santiago sufri un desvanecimiento de lavista.Estoy muy bien, madrina.De veras! Ha desaparecido todo? Ese do-lor que te atravesaba el crneo por detrs de lasorejas? Los accesos de fiebre y la tristeza quehaca ocultarte como una bestia en el fondo desu guarida? ,A medida que hablaba, turbbase mas San-tiago, vctima de un malestar, y acab por inte-rrumpirla, diciendo con voz dbil:-Le aseguro TJd. que estoy muy bien, notengo nada, nada absolutamente.Vamos, -tanto mejor, hijo mo! No ha-bra de curarme yo porque t estuvieses malo.Adems, es natural que tu edad tengas salud.Ah! no hay nada mejor que tener salud Tehas portado muy bien viniendo verme cuandopodas haber ido otra parte divertirte. Come-rs con nosotros y te acostars arriba en el gra-nero junto al cuarto de Flora.Pero otra vez, un toque de trompeta le cortola palabra. Ya era de noche, y al mirar por laventana, slo distinguieron confusamente Mi-sard hablando con otro hombre. Acababan dedar las seis, y dejaba encargado (le su servicioal que lo reemplazaba de noche. Ya iba que-darse libre despus de las doce horas pasadas enaquella caseta, amueblada nicamente con unamesa donde estaban los aparatos, un taburetey un calorfero, cuyo calor demasiado fuerte leobligaba tener casi siempre la puerta abierta.Ah! ya vienemurmur la seora Eufra-sia, llena de miedo.El tren anunciado lleg, largo y pesado, consu rugido cada vez ms perceptible. Y el joventuvo que inclinarse para que le oyese la enfer-ma, conmovido por el estado miserable en quela vea y deseoso de consolarla.Escuche Ud., madrina, si verdaderamentetiene malos propsitos, tal vez lo detenga el sa-ber que ando yo de por medio Hara Ud. bienen confiarme los mil francos.Ella se rebel otra vez.Mis mil francos! ni t ni l! Te digoque prefiero reventar!En aquel momento pasaba el tren, con sutempestuosa violencia, como si barriese todo de-lante de l. La casa retembl, envuelta en unaoleada de viento. Aquel tren, que iba al Havre,llevaba muchos viajeros, pues el da siguientedomingo haba una fiesta, el lanzamiento de unnavio. A pesar de la velocidad, por las vidrierasde las portezuelas se haban podido ver las filasde las cabezas de los viajeros que llenaban losdepartamentos, filas que se sucedan, desapare-ciendo con rapidez vertiginosa. Cunta gente!Otra vez la multitud, la multitud sin fin, enmedio del rodar de los vagones, del silbar de lasmquinas, del tictac del telgrafo y el tintineode los timbres elctricos! Aquello era como ungran cuerpo, un ser gigante acostado en tierracon la cabeza en Pars, las vrtebras lo lar-go de la lnea, los miembros unidos por lostopes y los pies y las manos en el Havre y enotras ciudades de llegada. Y aquello pasaba,pasaba, triunfal marchando con una rectitud ma-temtica, en medio de la ignorancia voluntariade cuanto haba de humano, en los dos lados delcamino, la eterna pasin y el eterno crimen.Flora entr la primera, encendi una lampa-rita de petrleo, sin pantalla, y puso la mesa.Nadie pronunci una palabra. Sobre el hogarcalentbase una sopa de coles. Estaba Flora sir-vindola, cuando Misard entr su vez, sin ma-nifestar sorpresa por ver all al joven. Tal vezlo haba visto llegar, pero no se lo pregunt. Unapretn de manos, tres breves palabras, nadams. Santiago tuvo que repetir espontnea-mente la historia de la biela rota, su idea devenir ver su madrina y quedarse dormirall. Misard se content con mover la cabeza,como si lo hallase todo perfectamente, y todosse sentaron, empezando comer sin prisa y ensilencio. Eufrasia, que desde por la maana nohaba quitado los ojos de la olla donde herva la.sopa de coles, acept un plato. Su marido sehaba levantado para darle el agua de hierro,olvidada por Flora, una garrafa llena de clavos;pero ella no la prob. Misard, enclenque, con sumaligna tos, no pareca observar las ansiosas mi-radas con que Eufrasia segua ss menores mo-vimientos. Como ella pidiese sal, que no habaen la mesa, djole l que tendra que arrepen-tirse de comer tanto, pues esto era lo que la po-na mala; y se levant trayendo un poco enuna cuchara, aceptndola ella sin desconfianza,porque la sal lo purificaba todo, segn deca.Entonces hablaron del tiempo verdaderamentetibio que haca aquellos das, y de un descarri-lamiento acaecido en Maromme. Santiago acabpor creer que su madrina tena pesadillas des-pierta, pues no sorprenda nada en aquel es-crpulo de hombre de indecisa mirada. Tarda-ron ms de una hora en comer. Cuatro veces la seal de la trompeta haba salido Flora mimomento. Los trenes pasaban sacudiendo losvasos sobre la mesa; pero ninguno de los convi-dados se fijaba en ello.Un nuevo toque de trompeta se oy, y esta, vezFlora, que acababa de quitar la mesa, no vol-vi. Dejaba su madre y los dos hombres sen-tados la mesa delante de una botella de aguar-diente de cidra, Los tres permanecieron allmedia hora todava. Luego Misard, que hacaun instante haba fijado sus ojos en un rincnde la estancia, cogi su gorra y sali dando lasbuenas noches. Merodeaba en los arroyuelos ve-cinos, donde haba muchas anguilas, y nuncase acostaba sin ir visitar el fondo de dichosarroyuelos.En cuanto Misard se march, dirigi Eufra-sia una mirada su alujado dicindole:Le has visto? Le has visto registrar conla mirada aquel ricn? Es que se le ha ocu-rrido la idea de que yo poda haber ocultado mibolsa detrs del puchero de manteca Ah! leconozco bien, estoy segura de que esta noche se-parar el puchero para verlo.Su cuerpo se haba cubierto de un copiososudor y sifs miembros se agitaban copyulsos. Mira! eso est ah todava! Dc>c habermeI. 5envenenado, porque tengo la boca amarga comosi hubiese tomado monedas de cobre viejo. Diossabe, sin embargo, que nada he tomado de susmanos Esta noche no puedo ms, mejor esque me acueste. Adis, hijo mo, porque si te vasmaana las siete y veintisis, ser demasiadotemprano para m. Vo 1 vers, no es eso? y espe-remos que todava est yo en pie.Santiago tuvo que ayudarla entrar en sucuarto, donde se acost, quedndose dormida,sin fuerzas. En cuanto se vi solo, dud Santia-go si subir echarse sobre el heno que le espe-raba en el granero. Pero no eran ms que lasocho menos cuarto y tiempo le quedaba de dor-mir. Sali su vez, dejando encendida la lampa-rilla de petrleo en la casa vaca y soolienta,conmovida de vez en cuando por algn tren.Fuera ya, Santiago experiment los efectosde la suavidad del ambiente. Sin duda iba llover ms. En el cielo una nube lechosa, unifor-me, se haba extendido, y la luna llena, que nose vea, oculta detrs de la nube, aclaraba todala bveda celeste con un color rojizo. Tambin sedistingua claramente el campo, cuyas tierras yeminencias y cuyos rboles se destacaban negrosenpiedio de aquella luz igual y mortecina, comoseres insomnes. Di la vuelta la reducida huer-ta. Despus pens marcharse hacia Doinville,porque all la subida del camino era menosspera. Pero la vista de la casa solitaria-, cons-truida de cualquier manera al otro' lado de lalnea, lo atrajo, y atraves la va pasando por laempalizada, pues la barrera estaba ya cerradapor la noche. Esa casa conocala l perfecta-mente y la miraba en todos sus viajes, enmediodel rugido de su veloz mquina, molestndolesin que supiese por qu, con la sensacin confu-sa que produca en su existencia. Cada vez ex-perimentaba. primero como miedo de no volver encontrarla all, y despus como cierto males-tar al verla en su sitio. Nunca haba visto abier-tas sus puertas y sus ventanas. Todo lo que lehaban dicho de ella era que perteneca al presi-dente Grandmorin; y aquella noche sinti undeseo irresistible de pasearse en sus alrededorespara-saber ms.Santiago permaneci un rato parado en el-camino frente la verja, Retroceda y se alzabasobre las puntas dlos pies, tratando de darsocuenta. El camino de hierro, al cortar el jardn,no haba dejado delante de la casa ms que unestrecho parterre cerrado por tapias; detrs soextenda, un vasto terreno rodeado por un setovivo. Ofreca cierto aspecto de lgubre tristeza-en su abandono, con el reflejo rojizo de aquellanebulosa noche. Disponase Santiago alejarse,sintiendo un calofro, cuando not que haba unagujero en el seto. La idea de que sera cobardesi no entraba le hizo pasar por el agujero. Sucorazn lata violentamente. Pero enseguida sedetuvo al ver una sombra agazapada.Cmo! eres t?exclam asombrado alreconocer Flora.Qu haces aqu?Tambin ella sinti un estremecimiento desorpresa. Repuesta luego, dijo tranquilamente: Ya lo ves, estoy cogiendo cuerdas handejado un montn y se pudriran sin servil- nadie. Por eso yo, que las necesito, vengo co-gerlas.En efecto, con unas grandes tijeras en lamano, sentada en el suelo, estaba Flora desenre-dando las las de cuerdas y cortando los nudosque se resistan.No viene el propietario?pregunt el jo-ven.Ella se ech rer.Oh! Desde la cuestin de Luisita no haycuidado que el presidente se atreva asomar 1a.punta de su nariz por la Croix-de-Maufras. Pue-do cogerle sus cuerdas sin cuidado.Santiago se call un momento, turbado porel recuerdo de la trgica aventura que evocaba.Y t, crees lo que Luisita ha contado?crees que l haya querido violarla y que lu-chando es como.se ha herido ella?Flora exclam bruscamente dejando de reirse:Luisita nunca ha mentido, ni Cabuche tam-poco Es amigo mo.Y tal vez tu novio estas horas.El! Habra que ser una famosa rameraNo, no! es mi amigo; yo no tengo novio ni quie-ro tenerlo.Flora haba erguido su poderosa cabeza, cuy oespeso velln le dejaba descubierto poco espaciode frente; y de todo su robusto ser se desprendauna salvaje energa de voluntad. Ya era la he-roina de una leyenda en el pas. Contbanseliistorias de salvamentos: una carreta retiradade la va al pasar un tren; un vagn que bajabasolo por la cuesta de Barentn, detenido; comouna bestia feroz galopando al encuentro de unexprs. Y estas pruebas de fuerza asombraban,haciendo que los hombres la deseasen, tantp mscuanto que la creyeron fcil en un principio,porque vagaba por los campos, buscando losrincones ms apartados y eclindose en el fondode las cuevas, con los ojos abiertos inmvil.Pero los primeros que se haban arriesgado novolvieron sentir gana de comenzar la aventura.Como la gustaba baarse desnuda en un vecinoarroyo, algunos pilluelos de su edad haban idopor verla; pero ella logr coger uno de ellos, ysin tomarse siquiera el cuidado de ponerse la ca-misa, lo vapule de tal modo que ya nadie iba observarla. En fin, esparcase el murmullo deuna historia con cierto guarda-aguja del empal-me de ] )ieppe, acaecida al otro lado del tnel;un tal llamado Ozil, muchacho de treinta aos,muy honrado, quien ella pareci dar algunasesperanzas, pero que, habiendo tratado de vio-lentarla cierta noche, por poco le deja muertode un garrotazo. Flora era virgen y guerrera,desdeosa de varn, lo que acab por conven-cer las gentes de que tena la cabeza extra-viada.Al oira declarar que no quera novios, San-tiago continu sus zumbas.Entonces no se realiza tu casamiento conOzil? Yo haba odo decir que todos los das an-dabas buscndole por el tnel.Ella se encogi de hombros._Ah! mi casamiento Me hace gracia lodel tnel. Dos kilmetros y medio de galopar aobscuras, con el miedo de que un tren puedaaplastarla a una si no abre bien el ojo. Hay queor los trenes all abajo!.... me tiene aburridaese Ozil. Ya no es l quien quiero.Quieres, pues, otro?-Ah! no lo s No fe ma!^ Y solt una carcajada, mientras un tuertenudo que no poda deshacer, reclamaba toda suatencin. Luego, sin levantar la cabeza, comoabsorbida por su tarea, dijo:Y t, no tienes novia?Santiago su vez se puso serio. Sus ojos seextraviaron, fijndose lo lejos en la noche.Despus respondi con brevedad:No.Eso es, me han contado que odias a las mu-jeres. Adems, no te conozco de ayer; jamsnos has dirigido una palabra amable Poi-qu, di?Santiago continuaba callado, y 1 lora, aban-donando el nudo, se decidi mirarle.Es que slo quieres tu mquina? Se di-cen muchas cosas respecto de eso, sabes? Dicenque ests siempre en la frontera hacindola re-lucir, como si slo tuvieses caricias para ellaYo te lo digo porque soy amiga tuya.El tambin la miraba ahora la plida cla-ridad del nebuloso cielo. Y se acordaba de ellacuando era pequea, violenta y voluntariosa,saltndole al cuello en cuanto lo vea, sintiendopor l una pasin de nia salvaje. Despusfu perdindola de vista, encontrndola cadavez ms crecida, pero recibindole siempre delmismo modo, acosndole ms y ms con la lla-ma de sus claros ojos. A la sazn era una sober-bia mujer, codiciable; y sin duda le quera hacamucho tiempo, desde su niez. Su corazn co-menz latir, presintiendo repentinamente queaquella mujer le amaba apasionadamente. Tras-tornaban su cabeza oleadas de sangre, y su pri-mer movimiento fu huir. El deseo le habavuelto loco siempre; todo lo vea rojo.Qu haces ah de pi? Sintate.El vacil de nuevo. Luego, vencido por lanecesidad de gustar otra vez del amor, flaquen-dole las piernas, dejse caer junto ella sobre elmontn de cuerdas. No hablaba, tena seca lagarganta, A la sazn era ella, la orgullosa, laseria, quien hablaba por los codos, aturdindose s misma.Ves qu mal hizo mam casndose conMisai-d? Siempre la jugar alguna mala partida...Yo me lavo las manos, porque bastante tieneuna con sus quehaceres, no es verdad? Adems,mam me enva acostar en cuanto quiero in-tervenir Que se desenrede ella! Yo vivofuera pensando en cosas para ms tarde.... Ali!Te vi pasar esta maana en tu mquina, desdeesos matorrales de all abajo donde estaba sen-tada. Pero t no miras nunca Ya te dir lascosas en que pienso, pero no ahora, ms tarde,cuando seamos amigos del todo.Haba dejado caer las tijeras, y l, siempremudo, se haba apoderado de sus dos manos.Ella, encantada, se las abandonaba. Sin embargo,cuando Santiago se las llev los labios, Florasufri un estr emecimiento de virgen. La gue-rrera se despertaba batalladora, esta primeraaproximacin del hombre.No, no! djame, no quiero Estate quie-to, hablaremos Los hombres no pensis msque en eso. Ah! si yo te repitiese lo que Luisitame cont el da que muri en casa de CabuchePor lo dems, ya estaba yo enterada de lo que esel presidente, porque le he visto hacer algunasporqueras cuando venia aqu con ciertas mu-chachas Hay una de quien nadie sospechala ha casado despus.Santiago no escuchaba. Habala cogidobrutalmente y deshaca su boca contra la deella.Flora lanz un dbil grito, una queja msbien, profunda y dulce, donde estallaba la con-fesin de su ternura, oculta durante muchotiempo; pero segua luchando, pesar de que lodeseaba. Sin proferir palabra, pecho contra pe-cho, forcejeaban ver quin caa primero. Uninstante pareci ser ella la ms fuerte; habrapodido tirar Santiago debajo de s, no serporque ste la agarr del pescuezo. Salt el cor-pio y aparecieron los dos pechos, duros, blan-eos como la leche. Flora cay de espaldas,vencida.Entonces l, jadeante, con los miembros agi-tados por un temblor nervioso, S3 detuvo mirn-dola en vez de poseerla. Un furor sbito pareciapoderarse de Santiago, una ferocidad que lehaca buscar con los ojos un arma, una piedra,cualquiera cosa con que matarla. Sus miradasencontraron las tijeras brillando entre los mon-tones de cuerdas, y se apoder de ellas, parahundirlas en aquella desnuda garganta, entrelos dos pechos de sonrosados pezones. Pero unfro horrible le congelaba los miembros; arroj-las y huy, mientras que ella, con los prpadoscerrados, crea que la rechazaba su vez porhaberse resistido.Santiago subi corriendo por el sendero deuna cuesta y fu parar al fondo de un estrechovalle. Las piedras que rodaban su paso loasustaron, y tom la izquierda por entre variasmalezas, volviendo un recodo que lo arroj laderecha sobre una meseta vaca. De pronto res-bal y fu dar contra la valla del camino dehierro. Llegaba un tren, y l no lo not en unprincipio, lleno de espanto como se hallaba.Ah, s! era el continuo oleaje humano quepasaba mientras l estaba agonizante all! Trepy baj de nuevo, encontrndose siempre con lava en el centro de profundas zanjas. Aquel de-sierto pas, cortado por montecillos, era como unlaberinto sin salida, donde se agitaba su locuraen medio de terrenos ocultos. Despus de algu-nos minutos, battaite las pendientes, cuando videlante de s la negra abertura, la abierta boca,del tnel. Un tren ascendente se precipitaba porl, bramando, silbando y haciendo retemblar elterreno.Entonces, ilaquendole las piernas, cay San-tiago al borde de la lnea, boca abajo sobre la-hierba, prorrumpiendo en sollozos convulsivos.Dios mo! le habra vuelto aquel abominablemal de que se crea curado? Haba querido matar una muchacha! Matar una mujer! matar -una mujer! Y esto resonaba en sus odos, desdeel fondo de su juventud, con la fiebre creciente,enloquecedora del deseo. As como otros, al des-pertar de la pubertad, suean con el deseo deposeer una mujer, l se haba excitado ante laidea de matarla. Porque no poda mentirse, habacogido las tijeras para clavarlas en las carnes deFlora, en cuanto vi aquellas parns, aquel senotibio y blanco. Y no por clera, no! era por gus-to, porque haba sentido deseos de ello, deseostales que si no se hubiera agarrado desesperada-mente la hierba habra vuelto corriendo, allabajo, para asesinarla. A ella santo cielo! lajoven que l haba visto crecer, y por la cualacababa de sentirse amado profundsimamente.Sus crispados dedos penetraron en la tierra y lossollozos le desgarraron la garganta, en un acce-so de espantosa desesperacin.Esforzbase por calmarse, queriendo com-prender el misterio. Qu tena l que lo dife-renciaba de los dems? All abajo, en Plassans,en su juventud, ya se haba dirigido la mismapregunta varias veces. Su madre Gervasia lehaba tenido muy joven, los quince aos ymedio; fu el segundo, pues su madre haba pa-rida Claudio cuando apenas tena catorceaos; y ninguno de sus dos hermanos, ni Clau-dio, ni Esteban, nacido despus, pareca que seresintieran de haber tenido una madre tan jo-ven y un padre tan mozo como ella, el apues-to Lautier, cuyo mal corazn tantas lgrimascost Gervasia. Tal vez sus hermanos tenanalgn mal que no confesaban; el mayor sobretodo, arda en deseos de ser pintor, tan rabiosa-mente, que todos le crean medio loco. La fami-lia no estaba bien equilibrada, muchos de sus in-dividuos tenan una lesin cerebral. El, ciertashoras, senta esta lesin hereditaria: no porquetuviese mala salud, pues la aprensin y la ver-genza de sus crisis eran las solas causas de quehubiese adelgazado en otro tiempo; pero habaen su ser repentinas prdidas de equilibrio, comoroturas, agujeros, por los cuales el yo se le esca-paba en medio de una especie de gran humaredaque disformaba todo. Santiago no se perteneca s mismo, obedeca sus msculos, la fiera en-tullecida. Sin embargo, no beba, rehusaba hastauna copa de aguardiente, porque haba obser-vado que la menor gota de alcohol le volva loco.Y vino caer en la cuenta de que pagaba pol-los dems: por los padres, por los abuelos,generaciones de borrachos que tenan la sangregangrenada, sintiendo l ahora un lento enve-nenamiento, un salvajismo, que lo asemejaba los lobos devoradores de mujeres en el fondode los bosques. Santiago se haba apoyado sobreun codo, reflexionando, mirando la negra en-trada del tnel; y un nuevo sollozo recorri todosu ser, cay de nuevo dando con la cabeza entierra, lanzando gritos de dolor. Aquella mu-chacha, aquella muchacha que l haba queridomatar! Esta idea le acosaba, aguda y terrible,como si las tijeras le hubieran entrado en suspropias carnes. Ningn razonamiento lo tran-quilizaba; haba querido matarla y la matara,si todava se hallaba en el mismo sitio, descei-da, con el seno descubierto. Santiago se acordababien: apenas tena diez y seis aos, cuando lesorprendi el mal por primera vez, jugando conuna muchacha, hija de un pariente, dos aosmenor que l: la muchacha se haba cado, l levi las piernas y se ech encima. Tambin re-cordaba que al ao siguiente haba afilado uncuchillo para hundirlo en el cuello de una gra-ciosa rubia quien vea pasar todas las maanaspor su puerta. Esta tena el cuello grueso ysonrosado, donde Santiago elega el sitio, unaseal obscura detrs de la oreja. Luego habansido otras. Una hilera que se presentaba ante surecuerdo como- horrible pesadilla, todas aquellas quienes haba hablado con su deseo brutal deasesino. Haba una principalmente, quien sloconoca por estar sentada junto l en el teatro,y de la cual tuvo que huir por no destriparla.Supuesto que no las conoca qu furor poda te-ner contra ellas? y,sin embargo, aquello era comouna crisis repentina de rabia ciega, como unainagotable sed de vengar antiguas ofensas, delas cuales hubiese perdido el recuerdo exacto.Proceda-esto del mal que las mujeres habancausado en su generacin, del rencor acumuladode hombre en hombre, desde el primer engaoen el fondo de las cavernas? Y l senta tambinen su acceso, una necesidad de batallar paraconquistar la hembra y domarla, la necesidadpervertida de echarse la muerta la espalda cualun botn que se arranca los dem 1 para siem-pre. Su crneo estallaba bajo el esfuerzo. San-tiago no lograba darse una contestacin satis-factoria, demasiado ignorante, en aquella agonade hombre impelido cometer actos en que suvoluntad no tomaba parte, y cuya causa habadesaparecido en l.Otro tren pas con el relmpago de sus lucesy se intern como el rayo que ruge y se extin-gue en el fondo del tnel; y Santiago, como siaquella muchedumbre annima, indiferente yoprimida hubiese podido oirle, se haba levan-tado ahogando sus sollozos, tomando una acti-tud inofensiva, Cuntas veces, continuacinde uno de estos accesos, haba sentido los so-bresaltos de -un culpable, al menor ruido! Noviva tranquilo, feliz, desligado del mundo, sinocuando estaba en su mquina. Cuando lollevaba en la trepidacin de sus ruedas, congran velocidad, cuando Santiago tena puestala mano sobre el volante de marcha, embebidoenteramente por la vigilancia de la va, mirandolas seales, no pensaba ya y respiraba libre elaire puro que soplaba siempre como aire de tor-menta. Y por esto amaba tanto su mquina,como si fuese una querida de la cual slo es-perase felicidad. Al salir d la Escuela deArtes y Oficios, pesar de su viva inteligen-cia, haba elegido este oficio de maquinistapor causa de la soledad y aturdimiento en queviva, sin ambiciones, habiendo llegado en cua-tro aos maquinista de primera clase y ga-nando ya dos mil ochocientos francos; lo cual,con las primas de calefaccin y engrasamiento,ascenda ms de cuatro mil, sin soar connada ms. Yea sus compaeros de segunda ytercera clase, los quo formaban la compaa, los obreros quienes tomaba como discpulos,vealos casi todos casarse con obreras, conmujeres quienes solamente se vea la horade partir, cuando llevaban las cestas de la co-mida; mientras que los compaeros ambiciosos,sobre todo los que salan de alguna escuela,esperaban ser jefes de depsito para casarse,con la esperanza de encontrar una seora desombrero. l hua de las mujeres qu le impor-taban? No se casara nunca, no tena otro porve-nir que rodar solo, ahora y siempre sin des-canso. Todos sus jefes lo presentaban como unmaquinista excepcional, que no deba ni semezclaba en aventuras, siendo solamente objetode zumbas de parte de sus compaeros por elexceso de su buena conduta, inquietando S-lenciosamente los dems cuando caa en sustristezas, mudo, lnguido y terrosa la faz. En sucuartito de la calle de Cardinet, desde donde sevea el depsito de Batignolles, al cual pertene-ca su mquina cuntas horas recordaba haberpasado, encerrado como el monje en el fondo desu celda, dominando la revolucin de sus deseos fuerza de sueo, durmiendo boca abajo!Haciendo un esfuerzo intent Santiago levan-tarse. Qu haca all, en la hierba, en aquella ti-bia y nebulosa noche de invierno? El campo se-gua anegado en sombras, no haba ms luz jue ladel cielo; la niebla fra semejaba una inmensacpula de cristal esmerilado, que la luna, ocul-ta detrs, alumbraba con un plido reflejo amari-llento, y el horizonte negro dorma con la in-movilidad de la muerte. Daban ser cerca de lasnueve; lo mejor era irse su casa y acostarse.Pero en su atolondramiento so verse de vueltaen casa de los de Misard, subiendo la escaleradel granero, y echndose sobre el heno junto alcuarto de Flora. All estara ella, Santiago laca respirar; hasta saba que jams cerraba lapuerta y podra reunirse ella. Un gran ca-lofro recorri su cuerpo; la imagen evocadade aquella muchacha desnuda, con los miem-bros abandonados y tibios por el sueo, le sa-cudi una vez ms con un sollozo, cuya violen-cia le tir de nuevo al suelo. Haba querido ma-tarla, matarla, Dios mo! Santiago agonizabaante la idea de que ira matarla en el lechodentro de poco si volva la casa. Por ms que4. no tuviese arma alguna, por ms que hiciese es-fuerzos para contenerse, comprenda que la bes-tia, fuera de su voluntad, empujara la puerto yestrangulara la muchacha bajo el impulso delrapto instintivo y de la necesidad de vengar laantigua injuria, No, no! antes rasar la nocheerrando por los campos que volver all! Habaselevantado de un salto y ech correr.Entonces, durante media hora, anduvoerrante travs del negro campo, como si .lajaura desencadenada de los espantos lo hubieseperseguido con sus ladridos. Subi cuestas ybaj estrechas caadas. Uno tras otro, presen-tronse arroyos su paso, pero l los franquemojndose hasta las caderas. Unas malezas quele cortaban el camino lo exasperaron. Su nicopensamiento era caminar en lnea recta, lejos,ms lejos cada vez para huir de la bestia enfu-recida que senta dentro de s. Pero la bes-tia iba consigo, galopaba al comps de l.Haca siete meses que llevaba una existenciacomo cualquier mortal, creyendo estar ya librede la fiera, y ahora volva empezar la luchapara que no saltase sobre la primera mu-jer qu$> hallara en su camino. Sin embargo, elprofundo silencio, la inmensa soledad le tran-quilizaban un poco, hacanle soar con una, vida muda y desierta como aquel aislado pas,en medio de la cual caminara siempre fuera delos senderos transitados, sin encontrar jams unalma. Tuvo, sin embargo, que volverse pesarsuyo, porque al otro lado tropez con la va,despus de haber descrito un ancho semicrculo,entre las desiguales pendientes que hay debajodel tnel. Retrocedi, con inquieta clera, te-miendo encontrar seres vivientes. Luego quisocortar por detrs de un monteclo, perdise yvolvi tropezar con la valla del camino dehierro, precisamente la salida del subterrneo,frente al prado donde haba estado sollozandopoco antes. Y, vencido, encontrbase all depie, cuando el trueno de un tren que sala delseno de la tierra, lo detuvo. Era el exprs delHavre, salido de Pars las seis y treinta, quepasaba por aquellos sitios las nueve y veinti-cinco: un tren, que de dos en dos das, estaba lencargado de conducirlo.Santiago vi primero aclararse la negra bocadel tnel como la de un horno, donde se abrasantrozos de lea. Despus, en medio del estruendoque produca, apareci la mquina, con el des-lumbramiento de su inmenso ojo redondo, lalinterna delantera, cuya luz agujere las tinie-blas del campo, encendiendo lo lejos los railscon una doble lnea de fuego. Aquello era unaaparicin, como un relmpago; enseguida su-cedironse todos los vagones, rpidos, con loscuadrados vidrios de las portezuelas profusa-mente alumbrados, haciendo desfilar los depar-tamentos llenos de viajeros, en vrtigo tal develocidad, que la vista se perda sin distinguirclaramente las imgenes. En aquel momentopreciso, Santiago vi por los relucientes crista-les de una berlina, un hombre que sujetando I. 6otro tumbado sobre el asiento, le clavaba unanavaja en la garganta, mientras una masa ne-gra, tal vez una tercera persona, tal vez unamaleta cada, gravitaba con todo su peso sobrelas convulsas piernas del asesinado. El trenhua, se perda hacia la Croix-de-Maufras, nodejando ver de l, en las tinieblas, ms que lostre faroles de detrs, el tringulo rojo.Clavado en tierra, el joven segua con susojos el tren, cuyo rugido se extingua en elfondo de la paz mortal de los campos. Habavisto bien? Dudaba, sin embargo; no se atre-va afirmar la verdad de la realidad de esta vi-sin trada y llevada en un relmpago. Ni unrasgo slo de los dos actores del drama se le ha-ba quedado impreso en la imaginacin. La masaobscura deba ser una manta de viaje, cada altravs del cuerpo de la vctima. No obstante,crey en un principio haber distinguido, bajoespesa cabellera, un delicado y plido perfil,pero todo se confunda y evaporaba como en unensueo. Un instante, evocado el perfil, reapa-reci: luego borrse definitivamente. Aquellono era sin duda ms que una ilusin. Y todoesto le helaba, parecale tan extraordinario, quecasi acababa por creer en una alucinacin, na-cida de la espantosa crisis que-acababa de atra-vesar.Durante cerca de una hora todava anduvoSantiago con la imaginacin trastornada por con-fusos fantasmas. Estaba fatigadsimo y la fiebreque antes sintiera haba cedido un glacial frointerior. Sin haberlo decidido acab por tomarel camino que conduce la Croix-de-Maufras:y as que hubo llegado junto la casa del guar-da-aguja. se detuvo, pensando en quedarse adormir bajo el estrecho soportal; pero le llamo laatencin un rayo de luz que pasaba por la rendijade la puerta, y la empuj maquinalmente. Un es-pectculo inesperado ledej inmvilenel umbral.Misard, en el rincn, haba apartado el pu-chero de manteca; y gatas por el suelo, conuna linterna encendida puesta junto a si, bus-caba en la pared, examinndola por medio doleves golpes dados con el puo. Por lo dems nose turb nada y dijo con naturalsimo acento:Se me han cado unas cerillas. Y cuandohubo colocado en su sitio el puchero de man-teca, aadi:He trado la linterna, porque hace poco,al entrar, he visto un hombre tendido en lava creo que est muerto.Santiago, quien en un principio le habaasaltado la idea de que Misard estaba ocupadoen buscar el bolsillo de la seora Eufrasia,convirtindose en certeza sus dudas acerca delas acusaciones formuladas por esta ltima, sin-tise tan impresionado por la noticia, que se ol-vid del otro drama, el que se representaba all-en aquella casita perdida. La escena de la berli-na, la visin tan fugaz de un hombre degollando otro, acababa de renacer.