El poder judicial ordeno detener al hombre que prendio fuego a su pareja
Una explosión para los sentidos: colores sabores y aromas · 2017-03-10 · selecciono la fruta y...
Transcript of Una explosión para los sentidos: colores sabores y aromas · 2017-03-10 · selecciono la fruta y...
SIN CÓDIGO DE BARRAS
La balanza dentro de una caja de cristal: símbolo de la igualdad , del equilibrio
entre consumidores y vendedores.
Una explosión para los sentidos: colores sabores y
aromas
| Brenda Pérez |
V oy caminando hacia el Pilar. El cierzo se mete por
el cuello de mi abrigo provocándome un escalo-
frío. Cruzo por las vías del tranvía y tres arcos con sus grandes
ojos negros me miran. Me están llamando para que entre a un
edifico construido con forma de planta rectangular, dividida en
tres naves diseñadas como si de una basílica gótica se tratara.
Estoy ante el “templo” del Mercado Central. Miro hacia arriba.
El viento vuelve a golpearme en la cara. Cuando por fin consigo
quitarme el pelo de los ojos veo las columnas que sujetan se-
mejante estructura. Son fuertes, de piedra y rematadas con
elementos neoclásicos, quizás contagiados por la cercanía de
las murallas romanas. Están plagadas de relieves de alegorías
de la agricultura, la pesca, la caza y el comercio que nos antici-
pan la mercancía que vamos a encontrar dentro. Mi mirada se
agudiza y logro ver unos pináculos acabados con fruteros al más
estilo caribeño de Carmen Miranda: frutas una encima de otra
amontonadas a rebosar.
Pongo un pie en el primer escalón de una de las dos puertas
principales y oigo un “¡Qué mal huele, tío!”. A esta señora no le
debe gustar nada el Mercado Central. De todas formas, entro.
Abro la puerta y un bullicio de voces interrumpen mis pensa-
mientos. Una estructura nervada de hierro verde sujeta el te-
cho. Tengo la sensación de estar dentro de la tripa de una balle-
na y puedo observar perfectamente sus costillas, e incluso su
olor, aroma a lenguado, gambas, merluza y salmonete bañados
en cubitos de sal. Avanzo por uno de los estrechos pasillos late-
rales. Mis ojos no dan abasto: ¡hay comida por todos lados! Los
dependientes de los puestos me miran esperando que pare
para comprarles algo. A cada paso que doy voy escuchando
distintas melodías: “Perdone cariño, ¿qué le pongo?”, “Las pi-
ñas de oferta: dos piezas a 1 euro”, “Dígame señor”, “¿Quién
va?”, ¿Cómo quiere que se la parta?”, “¿Quién es la última?”.
Esta es la música del mercado central. Sigo caminando y al final
del pasillo, justo en la otra entrada, hay algo que me llama la
atención. No sé si estoy viendo una paleta de colores de un
artista o un puesto de frutas multicolor. Las manzanas son ver-
des ácidas, las naranjas son tan llamativas que valdrían para
iluminar una calle entera, plátanos amarillos brillantes como la
luz del sol y unas uvas moradas que parecen de cristal. Sin pro-
bar siquiera un bocado, mi mente se imagina su sabor: fresco,
suave y gustoso. Sin quererlo me he quedado embobada imagi-
nándolo. La dependienta me hace volver a la realidad con su
cálida voz diciendo: “¿Qué quieres guapa?” y yo le pido medio
kilo de rebollones, o como pone en la pizarra con tiza
“robellones 4 €/kilo”. Aquí no valen ni códigos de barras ni
fruta empaquetada. Ella es la Yola y solo
deja tocar su mercancía con los ojos. Me
quedo un rato hablando con ella, es muy
simpática. Me cuenta su vida. “Este pues-
to no es mío, yo solo me dedico a vender
y reponer la mercancía. El Norvin es
quien hace el trabajo más duro”. Mi mira-
da se desplaza hacia un joven inmigrante
que está a su lado: ese debe ser Norvin.
Mi curiosidad me hace preguntarle que a
qué hora se levanta. “A las 4:00 de la ma-
ñana estoy en pie porque entro a trabajar
a las 5”. Otra vez mi inquietud me hace
seguir preguntando por su trabajo. Real-
mente es duro: “Voy a Mercazaragoza
todos los días a las 5:00 de la mañana,
selecciono la fruta y la compro. Después
vengo aquí, la ordeno y hago torres con la
fruta, así luego la Yola la vende. Al final
de la tarde me toca recoger la mercancía
en las cámaras comunitarias que hay en
el sótano”. La Yola añade a nuestra con-
versación que la fruta fuerte como las
manzanas o las mandarinas duermen en
el puesto por las noches, pero otras más
delicadas como el rebollón o la uva se
bajan a las cámaras frigoríficas que hay
en el sótano. La Yola lleva dos años y me-
dio trabajando en este mercado y sabe
mejor que nadie de lo que me habla.
¡Cuántas veces habrá tenido que tirar la
fruta por el calor del verano! Me canso
solo de pensar en los madrugones del
nicaragüense Norvin y el esfuerzo de
montar todo y como dice él: “Y más con
este frío”. Me despido de ellos cuando
aparece Pablo Boned, el dueño del pues-
to. Para él, este es un negocio familiar,
pero por parte de su mujer porque Pablo
era mecánico. “Una forma de aumentar
las ventas es con las ofertas”, me dice. “Si
hay ofertas hay clientela, por eso tene-
mos todos los días. Aunque los clientes
que vienen miran mucho el dinero, son
inmigrantes o jubilados”. Y otra vez más
la crisis aparece de fondo en una conver-
sación… Aunque parezca que todos los
puestos son iguales, algunos juegan con
ventaja, como el de Pablo que por esta
situado al lado de una de las puertas prin-
cipales tiene más clientes; aunque eso
también se paga: el puesto es más caro. A
pesar de eso, “es rentable, es un sueldo
con el que puede vivir una familia”, afir-
ma Pablo.
Sigo caminando, esta vez por la nave cen-
tral que es más ancha que la de los latera-
les. Sigue habiendo animación, color y
bullicio, cajas apiladas llenas de género
preparadas ya para ser vendidas. “Aquí
las legumbres son estupendas: buenísi-
mas y más baratas que en otro sitio”, oigo
a dos señoras a mi espalda. Y con curiosi-
dad les pregunto si vienen mucho por
aquí. Carmen y Tere, que así se llaman,
no suelen venir mucho, pero siempre que
vienen “pican algo”. Los frutos secos no
deben ser tampoco malos por las bolsas
que veo que llevan en sus manos. Tanto
hablar de comida me ha hecho tener
hambre, no estaría mal comer algo.
Llego a la mitad del pasillo central. Noto
frío por mis piernas y pienso lo bien que
le debe venir eso a la fruta. El centro de
todo este edificio lo preside una balanza,
símbolo de la equidad entre los que com-
pran y los que venden, encerrada en una
caja de cristal como si fuera un tesoro.
“Cuidado, por favor. Paso, que voy”. Em-
pieza a sonar otra vez la música. Un hom-
bre con un carro lleno de lechugas, peras
y kiwis me ha hecho echarme a un lado.
De rebote topo con un puesto de embuti-
dos apilados y en exposición, como si
fuera un escaparate de una tienda de
moda. Mis ojos se centran en un queso
fresco. Es blanco, grande y redondo. Tie-
ne tan buena pinta… La charcutera me
mira, sus ojos no muestran la misma ale-
gría que los de la Yola. Yo pido mi desea-
do queso fresco y unas salchichas envuel-
tas en finas lonchas de bacon. Se me hace
la boca agua. De paso, me atrevo a pre-
guntarle cuántos años lleva con su pues-
to. Pilar me contesta que con su puesto
propio un año, pero que lleva trabajando
en el Mercado Central nueve años para
otra empresa. Trabaja porque le gusta,
pero ahora el negocio no va como antes.
Otra vez la crisis. “Además el tranvía no
nos ha beneficiado nada”, me dice esta
mujer madrugadora que empieza a las
7:30 de la mañana. Pilar añade: “La gente
que viene mira mucho la pela” que
Camiones de carga y descarga aparcados en la calle trasera del Mercado Central que traen los
alimentos cada día.
La Yola detrás de sus frutas y rodeada de carte-
les de pizarra.
El puesto de carne de potro de David
Escudero: una carne muy difícil de en-
contrar en Zaragoza.
El Mercado Central celebró su centenario el pasado 2003, 100 años de tradición.
coincide con lo que me contaba Pablo el
frutero. Pilar siempre intenta no tirar na-
da, antes de que se estropee el embutido
lo filetea, lo envasa al vacío y lo pone más
barato y si no, lo regala.
Se me está haciendo la hora. Voy camino
de una de las salidas cuando una nueva
música empieza a sonar. Esta vez es un
ruido fuerte y seco: “pom, pom, pom”. Es
el ruido de los cuchillos que cortan los
grandes trozos de carne. Miro hacia arriba
y veo un cartel que pone: Carnicería de
equino. ¡Esto sí que no me lo esperaba! Le
pregunto a David que está detrás del mos-
trador cómo se le ocurrió vender carne de
caballo. “Decidí venderla porque nadie la
vende. Comer carne de caballo no es cos-
tumbre en Zaragoza, así que decidí ser
diferente y especializarme. Además crio
yo a los potros, lo que es bastante duro y
costoso. Me levanto a las 4:00 de la ma-
ñana para ir a darles de comer y a limpiar-
los, luego vengo al mercado a montar la
pollería de mi hermana y mi puesto”. Me
estoy quedando asombrada: ¡cuánto tra-
bajo! Le pregunto quién compra este tipo
de carne, porque a decir verdad yo esto
no lo había oído nunca. David contesta:
“La compra fundamentalmente gente
enferma o anémica, por eso a mi puesto
lo llamo la segunda farmacia”. Me despi-
do y me voy con las ganas de probarla.
Salgo del Mercado Central con la sensa-
ción de que esta gente forma una gran
familia, y lo mejor de todo es que a ti te
tratan como tal.
Pilar Fuentes con toda su exposición de embu-
tidos.