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e UNA VISIÓN CUBANA DEL 98 ROLANDO RODRÍGUEZ (*) Un siglo ha transcurrido desde la con- tienda del 98, en la cual se vieron envuel- tas Cuba y España, para resultar ambas perdedoras, de una u otra forma, a manos de un tercero, ambicioso y entrometido. Mas, no se hace nada hiperbólico señalar que, cien años más tarde, en lo que a Cuba se refiere, sus huellas permanecen. Ade- más, puede aseverarse que ese conflicto acumulaba fuerzas desde principios de aquella centuria y sólo esperaba una opor-. tunidad para que estallara. Al desatarse la revolución por la inde- pendencia en las colonias americanas, Cuba se mantuvo al margen de los aconte- cimientos. La oposición de los hacendados y terratenientes esclavistas a salir de abajo de la sombrilla de España, para que su guarnición cuidara el orden de las dotacio- nes de esclavos, y con esto sus fortunas, explica en no poca medida por qué en Cuba fracasaron las conspiraciones irre- dentistas a lo largo de las tres primeras dé- cadas del siglo. Pero, después, no todo fue bien. Los liberales españoles lograron bajo María Cristina alcanzar el poder, y las ventajas que el absolutismo le había concedido a Cuba se tranformaron, a partir de enton- ces, en un sistema de continuas exacciones a favor de la burguesía y el fisco de la me- trópoli. Después de un largo camino se de- sembocaría, en 1868, en la Guerra de los (9 Historiador y novelista. La Habana (Cuba). Revista de Educación, núm. Extra (1997), pp. 201-220 Diez Años, expresión de una revolución anticolonial liberadora, propulsada por un sector radicalizado de los hacendados y terratenientes del levante del país. Su ta- lante liberal y demócrata lo probaría una divisa de su credo: conquistar, junto con la independencia, la emancipación de los esclavos. Ese conflicto, que costó 200.000 muer- tos y 600 millones de pesos, tuvo un alto en el Pacto del Zanjón. Pero éste ya no po- día solucionar el diferendo. En medio de los campos de batalla, la todavía deshilva- nada nación cubana había comenzado a tomar forma y exigía su espacio propio y definitivo y éste abarcaba todo el contorno de la isla. El neorreformismo de los auto- nomistas, emergido inmediatamente des- pués de la guerra, no podía darle cauce a las demandas planteadas y los grupos de poder españoles no estaban dispuestos a hacer la menor concesión. Por consiguien- te, la Guerra de los Diez Arios resultó sólo una contienda inconclusa y, de inmediato, su retoño, la Guerra Chiquita, volvió a con- mover los campos de Cuba. En todo el período que medió desde ésta, en 1879, hasta 1895, ni un solo día las fuerzas independentistas cesaron de cons- pirar. Quienes encabezaron el último año una nueva etapa revolucionaria no eran esta vez los grandes patricios, al estilo de aquéllos de la Guerra Grande, sino, en lo 201

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eUNA VISIÓN CUBANA DEL 98

ROLANDO RODRÍGUEZ (*)

Un siglo ha transcurrido desde la con-tienda del 98, en la cual se vieron envuel-tas Cuba y España, para resultar ambasperdedoras, de una u otra forma, a manosde un tercero, ambicioso y entrometido.Mas, no se hace nada hiperbólico señalarque, cien años más tarde, en lo que a Cubase refiere, sus huellas permanecen. Ade-más, puede aseverarse que ese conflictoacumulaba fuerzas desde principios deaquella centuria y sólo esperaba una opor-.tunidad para que estallara.

Al desatarse la revolución por la inde-pendencia en las colonias americanas,Cuba se mantuvo al margen de los aconte-cimientos. La oposición de los hacendadosy terratenientes esclavistas a salir de abajode la sombrilla de España, para que suguarnición cuidara el orden de las dotacio-nes de esclavos, y con esto sus fortunas,explica en no poca medida por qué enCuba fracasaron las conspiraciones irre-dentistas a lo largo de las tres primeras dé-cadas del siglo.

Pero, después, no todo fue bien. Losliberales españoles lograron bajo MaríaCristina alcanzar el poder, y las ventajasque el absolutismo le había concedido aCuba se tranformaron, a partir de enton-ces, en un sistema de continuas exaccionesa favor de la burguesía y el fisco de la me-trópoli. Después de un largo camino se de-sembocaría, en 1868, en la Guerra de los

(9 Historiador y novelista. La Habana (Cuba).

Revista de Educación, núm. Extra (1997), pp. 201-220

Diez Años, expresión de una revoluciónanticolonial liberadora, propulsada por unsector radicalizado de los hacendados yterratenientes del levante del país. Su ta-lante liberal y demócrata lo probaría unadivisa de su credo: conquistar, junto conla independencia, la emancipación de losesclavos.

Ese conflicto, que costó 200.000 muer-tos y 600 millones de pesos, tuvo un altoen el Pacto del Zanjón. Pero éste ya no po-día solucionar el diferendo. En medio delos campos de batalla, la todavía deshilva-nada nación cubana había comenzado atomar forma y exigía su espacio propio ydefinitivo y éste abarcaba todo el contornode la isla. El neorreformismo de los auto-nomistas, emergido inmediatamente des-pués de la guerra, no podía darle cauce alas demandas planteadas y los grupos depoder españoles no estaban dispuestos ahacer la menor concesión. Por consiguien-te, la Guerra de los Diez Arios resultó sólouna contienda inconclusa y, de inmediato,su retoño, la Guerra Chiquita, volvió a con-mover los campos de Cuba.

En todo el período que medió desdeésta, en 1879, hasta 1895, ni un solo día lasfuerzas independentistas cesaron de cons-pirar. Quienes encabezaron el último añouna nueva etapa revolucionaria no eranesta vez los grandes patricios, al estilo deaquéllos de la Guerra Grande, sino, en lo

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esencial, una pléyade de integrantes de lascapas medias urbanas y propietarios de re-gular o pequeña heredad rural. La figuraseñera de la empresa sería un intelectual,José Martí.

En los primeros momentos de la con-tienda, el poeta y abogado redactó el Ma-

nifiesto de Montecristi. Este documentocontenía el credo de la revolución y resul-taba, a la vez, el resumen del pensamientomartiano sobre política y guerra. En sus lí-neas, el guía revolucionario definió nosólo los objetivos de la contienda «culta»,como en aparente contrasentido calificó laliza, sino también muchas de sus preocu-paciones de aquellos instantes. Una de és-tas, su postulado de que la guerra no seríacuna del desorden y la tiranía cuando lle-gara una república. Respeto fue la palabraesencial empleada en algunas de sus preci-siones, porque estableció que la revolu-ción en marcha no perseguía el triunfo deun partido cubano sobre otro, sino la vo-luntad de independencia del pueblo cuba-no. De igual forma, gozarían de respeto enese porvenir el español, neutral y honrado,contra quien no iba a una guerra que veníade sus hijos. Y también le aseguró al pe-ninsular que en el pecho cubano no habríahacia él odio, como tampoco para el solda-do español arrancado de su casa y su te-rruño. Incluso, en relación con el ejércitoadversario, en cuyas filas recordó que ha-bía no pocos republicanos, señaló que,como éste reconocía el valor de los cuba-nos, los combatientes cubanos respetabanel suyo. Por último, con la visión del ame-nazante gigante del norte pegada en susojos, no dejó de recordar que el guerreroque caía en Cuba lo hacía por la inde-pendencia de América. Quizá, pocas vecesen la historia de la humanidad se haya es-crito con pasión una proclama de guerradonde prime mayor generosidad y menosodio, ni más altura y miras más lejanas.

Durante la Guerra de los Diez Arioshabía prevalecido la misma posición derespeto y afecto al español. Después, figu-

ras como los generales Antonio Maceo yMáximo Gómez reiteraron en no pocasocasiones que la pugna no se establecíacontra el peninsular al cual, incluso, invita-ron a militar en las filas independentistas.Tampoco la lucha se dirigía contra España,sino contra el régimen colonial. Repre-sentativas de este criterio fueron unas de-claraciones de Maceo, en 1886, con lascuales respondió a un periodista que lepreguntó si los revolucionarios se hallabanen inteligencia con Estados Unidos paraanexarle la isla. Ríspido, mientras relámpa-gos cruzaban sus ojos oscuros, le contestó:«Es una calumnia. Para depender Cuba dealguna potencia preferimos que sea Espa-ña, a la que queremos como la quieren lasRepúblicas independientes que a ella per-tenecieron. Antes que norteamericanos,queremos ser españoles. Nunca olvidaría-mos a la madre patria. Si nuestros propósi-tos llegaran a realizarse, procuraríamosmantener las más íntimas relaciones conella, y seguramente llegarían a una intimi-dad tal, que no hay ejemplo en ningúnpaís que pueda compararse».

Era innegable que, en el momento enque la nueva etapa de la contienda seabrió paso con su voz terrible y su fuerzaliberadora, el pueblo cubano se hallaba enmuchas mejores condiciones para empren-der la batalla que en 1868. Estaba cons-ciente de la incompatibilidad de sueconomía con los intereses de la penínsu-la, a cuyos efectos Cuba era tratada comopaís extranjero. No eran los cubanos losúnicos en señalar la situación. Con sinceri-dad, a poco del estallido revolucionario,los republicanos españoles dirían en un ar-tículo de La Justicia: «Buscaba la metró-poli el medio de obtener a todo tranceventajas comerciales arancelarias a costade la isla; mantenía un sistema administra-tivo que permitía el fraude y enriquecía acientos de estafadores a costa del país ex-plotado (...) y España era mirada, no comolo que es, como una nación madre y gene-rosa, sino como una red de tigres, ansiosos

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de dominación y de riquezas a costa delsudor y de la sangre cubana». Por su parte,la Liga Agraria, organización de los cerea-leros de Castilla, criticaba en su órgano deprensa las esquilmaciones a la isla por víadel sistema arancelario.

Otras razones del cubano estribabanen que, entre 1878 y 1894, de 568 millonesde pesos que le habían estrujado para can-celar el acápite de gastos del presupuesto,nada menos que 218 millones se habíandestinado a los pagos del ejército y la ma-rina. Como si fuera poco, la deuda contraídaa cuenta de Cuba para pagar esencialmente laaventura mexicana de 1861, la anexión deSanto Domingo, el enfrentamiento conPerú y Chile y la Guerra de los Diez Ariosmontaba ya 185 millones de pesos (unos 115pesos por habitante). Es decir, sobre la isla pe-saban enteramente «cargas de la nación»,caso típico de las relaciones coloniales.

Por añadidura, al cubano le escandali-zaba la negación de los recursos para lamejora de sus condiciones de vida, la faltade libertades, la represión, los gobernado-res militares, los abusos de las autoridades,la preterición a la hora de ocupar cargospúblicos, el pago de una nómina de fun-cionarios enviados de la península, ham-brientos de cohecho y coimas. También sequejaba de que, a diferencia de la penínsu-la donde el voto era universal masculino,en Cuba se ejercía según el censo de con-tribuyentes. ¿Cómo se le decía, pues, queél era tan ciudadano español como el deallende el oceáno? ¿Resultaba o no Cubauna colonia aunque, mero eufemismo, lallamaran provincia española? Todas las ca-lamidades enumeradas y otras más pesa-ban sobre él y no tenía esperanza algunade que variara aquella situación sórdida.

Junto a todo esto, el pueblo cubanoiba tomando conciencia de sí. La revolu-ción de antaño le había dado orgullo ysentido de una historia propia. También,en su evolución, había creado una sicolo-gía y su visión ecuménica estaba confor-mada por rasgos que ya lo caracterizaban

en su singularidad. Su cultura, hija detransculturaciones, mixtura esencialmentede la española y africana, había ganado alo largo del tiempo perfiles que la distin-guían de sus progenitoras y estaba enraiza-da. Por los factores apuntados, Cuba teníatodos los rasgos de una nación y había for-jado una nacionalidad, y esa nación exigíaeliminar la dominación y gestar ya su pro-pio Estado.

Cánovas del Castillo emplearía el argu-mento de que la liza se trataba de una gue-rra civil, para esconder ante la opiniónpública los intereses que se movían a favorde hacer la campaña, tanto en la metrópolicomo en la isla: los financieros que le pres-taban al Estado; los industriales y comer-ciantes que sacaban partido de lasimportaciones protegidas; los abastecedo-res de los institutos armados; la jauría deempleados malversadores y envueltos enla prevaricación; los políticos con intereseseconómicos en la isla. Mientras el puebloespañol ponía la sangre, otros se beneficia-ban. No por gusto la voz de Miguel deUnamuno se levantaría contra la contien-da, para decir que «los gastos de la guerrarecaen sobre todos los ciudadanos; los pro-vechos, sobre los dueños del capital». Mas,dijera lo que dijera Cánovas, al margen delos sentimientos, el mismo hecho de que loscomponentes del pueblo cubano sólo fueranen parte de origen español ya aleja la posi-bilidad de hablar de una guerra civil.

Por supuesto, a esa conflagración novendrían los hijos de las familias con medioseconómicos, porque el caduco sistema dequintas imperante permitía la llamada «re-dención en metálico»; es decir, quien podíapagar 1.500 pesetas condonaba la obliga-ción cíe prestar servicios armados. Sobreeste sistema, bien diría Blasco Ibáñez queera la variante de la esclavitud para pobresparias que carecían de fortuna.

Lo único que podría obtener en laguerra ese españolito enviado a ella era unpasaje gratis en los buques de Comillas —api-ñado en el cual posiblemente sus condicio-

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nes antihigiénicas lo harían constituirse enbaja antes de desembarcar—, un uniforme yun fusil, para caer en todo caso en la ma-nigua cubana víctima primordialmente nodel machete revolucionario o del mosquitoinsurgente, sino, en realidad, de quienes loenviaban. Cuánta pena da ese soldado espa-ñol que luchó valerosamente, en ocasionesmás allá del deber, a veces hambriento, en-fermo, con los pies desnudos, sin paga,para defender intereses que no eran suyos.Junto a la admiración por su valor, todavíaproduce pena recordar al heroico EloyGonzalo, Cascorro.

Aquella guerra, según postulaba Martí,debía ser breve como el rayo, porque,como de manera evidente temía, de pro-longarse podía abocarse a que EstadosUnidos la tomara como pretexto para inje-rirse en el conflicto y cumplir así su viejosueño de tomar posesión de Cuba. Ya, des-de 1803, Thomas Jefferson, presidente deaquel país, había hecho explícito que lavecina de las Antillas era un objetivo paralas aspiraciones norteamericanas de am-pliar su territorio, y, en noviembre de 1805,llegó a decirle a Merry, el representantebritánico en Estados Unidos: «La posesiónde la isla de Cuba es necesaria para la de-fensa de la Luisiana y la Florida porque esla llave del Golfo». Jefferson repetiría nopocas veces sus ideas de expansión a costade Cuba, pero no podría ponerlas en eje-cución. Entonces, Estados Unidos seguiríacon Cuba una política de tiempos deRoma: las prendas ambicionadas, mientrasno pudieran tomarse, debían permaneceren las manos más debiles y, en el momen-to difícil del débil, debía abandonarse laactitud expectante para obrar rápida yenérgicamente contra éste. Durante largotiempo esta norma constituiría atributo dela política exterior norteamericana en rela-ción con Cuba, y sería más sólidamenteobservada que un dogma de fe. El princi-pio de la abstinencia expectante, la políticade la procrastinación, se acataría así cadadía, pero también sin falta llegaría el mo-

memo de asestar el golpe y apoderarse deCuba. En 1823, en dos ocasiones quedóplasmada la apetencia sobre la isla, graciasal secretario de Estado, John QuincyAdams: primero, mediante la teoría de queCuba separada de España, como una frutamadura, caería obligatoriamente en el re-gazo de Estados Unidos y, también, en vir-tud de la Doctrina Monroe.

A medida que pasaron los años, a lasambiciones geopolíticas de Estados Unidossobre la Gran Antilla se unió la del régi-men esclavista del sur de esa nación, nece-sitado continuamente de expandirse, y nofueron pocos los intentos de comprarlaque llevaron adelante varios gobiernos deaquel país. La pretensión quedó expresadade manera resonante, en 1854, en el Mani-fiesto de Ostende, mediante el cual tres di-plomáticos de Estados Unidos, reunidospor instrucciones del Departamento de Es-tado, fijaron el pensamiento norteamericanoen tomo a Cuba: «Ciertamente —dijeron— laUnión jamás podrá disfrutar de reposo, niconquistar una seguridad verdadera mien-tras Cuba no esté comprendida en sus lími-tes». El final de la Guerra de Secesión nocanceló las ambiciones expansionistas;quedó latente en el seno de aquel país,embargado en esos momentos en las ta-reas de su desarrollo interior. En eso, esta-lló la Guerra de los Diez Arios, y a lo largodel conflicto los gobiernos de Estados Uni-dos no sólo no le prestaron el menor apoyoa la lucha cubana, sino que la obstaculizaronen todo lo posible. Bien sabían que Inglate-rra no les permitiría aprovechar las circuns-tancias para echarse sobre Cuba.

De tales ancestrales ambiciones emer-gía el temor de Martí de que Estados Uni-dos fuera a inmiscuirse en el nuevoepisodio liberador. No por gusto, inclusoantes de que estallara, preñado cle malospensamientos, había hecho palpitar todassus angustias al preguntarse: «Y una vezen Cuba los Estados Unidos, ¿quién lossaca de ella?» También Máximo Gómez,general en jefe del ejército cubano, como

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Antonio Maceo, lugarteniente general, re-chazaban la intervención de Estados Uni-dos en la Guerra. Tanto éstos, como elgobierno insurrecto, que presidía SalvadorCisneros Betancourt, habían evidenciadoque no estaban por mendigar nada a Esta-dos Unidos. Confiaban en sus fuerzas,veían la simpatía que la causa cubana des-pertaba en la opinión pública de Nortea-mérica, pero desconfiaban de su gobierno.

En abril de 1896 Maceo le recalcó aTomás Estrada Palma, jefe de la delegacióncubana en Nueva York, que lo único quenecesitaban de ese país consistía en sucooperación, y especificaba que ésta eraen el sentido de ayuda para conseguir ar-mas. En julio, ratificaría su postura de for-ma categórica: «No me parece cosa detanta importancia el reconocimiento oficialde nuestra beligerancia que, a su logro, ha-yamos de enderezar nuestras gestiones enel extranjero, ni tan provechosa al porvenirde Cuba la intervención norteamericana,como supone la generalidad de nuestroscompatriotas. Creo más bien que, en el es-fuerzo de los cubanos que trabajan por lapatria independencia, se encierra el secre-to de nuestro definitivo triunfo, que sólotraerá aparejada la felicidad del país, si sealcanza sin aquella intervención».

No puede olvidarse tampoco que lehabía escrito a Estrada Palma, cuando to-davía resonahan los ecos de un debate so-bre el reconocimiento de la beligeranciacubana en el Congreso de Estados Unidos,palabras muy alertadoras sobre una posi-ble intervención: «...como s6 pronta termi-nación [de la contienda) es lo quedebemos procurar, ya que veo en los pe-riódicos que se discute si los Estados Uni-dos deben o no intervenir en esta guerra,para que concluya pronto sospecho queustedes, inspirados en razones y motivosde patriotismo, trabajan sin descanso poralcanzar para Cuba lo más que puedan, meatrevo a significarle que, a mi modo de ver,no necesitamos de tal intervención paratriunfar en plazo mayor o menor. Y si que-

remos reducir éste a muy pocos días, trái-ganse a Cuba veinticinco o treinta mil riflesy un millón de tiros en una, o a lo sumodos expediciones».

Una de las falacias que mucho se repe-tiría entonces en España se refería al apoyoque Estados Unidos le prestaba a la insur-gencia, casi al extremo de proclamar que aéste se debía la insurrección. En aquellosinstantes todavía las fuerzas que propulsa-ban el desarrollo endógeno de EstadosUnidos conservaban las riendas del poder,y era a España a la que el gobierno de Cle-veland, en la Casa Blanca, le prestaba sufavor sincero en la lucha. El más relevantehabía sido la frustración de las expedicio-nes que desde Fernandina, en la Florida,debía haber puesto en tierra cubana a losmás destacados jefes y altos oficiales de lainsurrección, junto a un alijo importante depertrechos. Con esas expediciones se le ibaa dar inicio a la lucha. Si este plan hubiesefructificado, sin dudas el conflicto bélico sehubiera acortado considerablemente.

La colaboración norteamericana con elgobierno de Madrid también se mostrabaen datos del duque de Tetuán, ministro deEstado de España. Según el aristócrata, de40 expediciones organizadas por los cuba-nos en Estados Unidos, en el período deCleveland, 22 fracasarían totalmente, 5 deforma parcial y sólo 13 lograrían arribar asu destino. Si bien las cifras no son muyexactas, el reconocimiento que hacía el exministro da una idea del trabajo de las au-toridades estadounidenses para frustrar lasacciones insurrectas en el exterior.

En marzo de 1897, William Mckinleyasumió la presidencia de Estados Unidos.Este cambio de poderes para nada signifi-caría que se le reconocería a la revoluciónel carácter de beligerante, tantas veces re-chazado por Cleveland, incluso cuando lainvasión del ejército mambí cruzó arrolla-dorarnente la isla y en enero de 1896 le-vantó su bandera en los confinesoccidentales del país. Este reconocimientohubiera permitido comprar legalmente

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pertrechos en Estados Unidos. El nuevogobierno republicano, por el contrario, or-denó recrudecer la persecución de las ex-pediciones cubanas y todo tipo de auxilioa la revolución. Cuba no debía ser inde-pendiente y, en todo caso, Washington ac-tuaría para que España le diera fin a lacontienda. Si no se volvía capaz de ha-cerlo, entonces debía venderle la isla aEstados Unidos y aquel país se encarga-ría de pacificarla. Con el fin de conven-cer a la metrópoli del nuevo curso de lapolítica que seguiría, el nuevo mandatarioenvió a Madrid, como representante, al ge-neral Woodforcl. Antes, este abogado ex-ploró por órdenes de su jefe la actitudeuropea en caso de una posible anexiónde Cuba.

Con la administración de McKinley, ai-res muy diferentes empezaban a soplar so-bre la política exterior de Estados Unidos:ahora habían ganado el predominio, lasccrrientes favorables a la expansión exte-rior. Desde principios de la década del 90se había evidenciado, mediante voces me-siánicas, que, al quedar sellada la fronteraexterior por el arrasamiento de los encla-ves de las tribus indias, se comenzaba adesarrollar la tendencia que demandaba laexpansión más allá de los lindes continenta-les de la nación. Un predicador evangélico,Josiah Strong, sostenía que el norteameri-cano anglosajón había sido el pueblo ele-gido por Dios y la selección natural deDarwin, para gobernar el continente dePolo a Polo }'7, no conforme con esto, tam-bién África.

Mas, fue un libro el encargado de con-mocionar a las elites expansionistas, por-que establecía las formas instrumentalespara lograr sus apetencias. La obra queconstituyó la epifanía del nuevo expansio-nismo norteamericano fue 7be influence ofthe Sea Power Upon (be History, 1660-1783, y el arcángel que hizo el anuncio, elmarino Alfred T. Mallan. Este teórico deldominio marítimo señaló, en 1890, la nece-sidad de una gran flota mercante y, sobre

todo, de una formidable escuadra de gue-ffa que velaría por los mercados conquista-dos. Desde luego, como estas naves seríanimpulsadas por el vapor, se necesitaban ba-ses carboneras en los mares, de las cualesEstados Unidos en un mundo colonial re-partido en la Conferencia de Berlín, de1884, no disponía.

¿Qué reflejaba indirectamente el librode Mallan? La demanda cíe exportar losproductos de un sistema industrial desarro-llado a grandes trancos, el cual estaba dejan-do atrás el sistema agrario y manufactureroque hasta pocas décadas anteriores habíapredominado en la economía norteameri-cana. La médula de esa producción indus-trial la constituían cada vez más, unosórganos poderosos, los trust y holdings. Entanto, en Wall Street, potentes capitalesbancarios se estaban concentrando y seacumulaban enormes masas de dinero enlos monopolios. Tanto estos capitales, enbusca de ganancias mas altas que las pro-porcionadas por el rédito del crédito,como el capital industrial, que demandabadinero para la expansión cíe la producción,se comenzaban a enlazarse. En el deceniodel 90, el número de estas nuevas entida-des absorbentes llegaría a 150 y su capitaltotal montaría la cifra, entonces fabulosa,de 3.150 millones de dólares. La amplia-ción de la producción requería merca-dos y fuentes de materias primas y lafusión de capitales los volvía tan volu-minosos, que se creaban excedentes dedinero llamados de inmediato a hallar,incluso fuera de las fronteras que leshabían visto emerger, dónde colocarsecomo inversiones. De todo esto, la ne-cesidad de la marina mercante; de todoesto, la necesidad de una marina de guerraque protegiese los buques mercantes y es-tableciese un predominio indisputable so-bre los mercados adquirentes deproductos, suministradores de materiasprimas y receptores de capital monopo-lista; de todo esto, la nececidacl de las ba-ses navales distantes.

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Ahora, en 1897, Mahan precisaría yampliaría sus tesis en otro libro, The Inte-

rest of Anzerica in (he Sea Power. Este textose constituiría en la bitácora de los nuevossueños del país, de la nueva verdad reve-lada. Si la Biblia había sido portadora de larecibida por los antiguos judíos, la obra delmarino se convertiría en el texto de losmodernos estadounidenses. Las conclusio-nes de Mallan eran codiciosamente ilumi-nadoras: Estados Unidos tenía que ir enpos de una marina cada vez más fuerte —apesar de que ya disponía de 111 buquesde guerra—, que debía surcar no sólo losmares de occidente. Resultaba necesariopensar en el peligro amarillo, que podríavenir por su ribera oeste, sobre todo de Ja-pón y sus intereses en China. El dominiodel Pacífico no admitía desconciertos. Paraeso sería irrenunciable anexar Hawai, ypara combinar la defensa y los intereseseconómicos del país no bastaba que un fe-rrocarril vinculase sus costas: se demanda-ba la apertura de un canal enCentroamérica. Ese canal, a su vez, tendríaque ser protegido. Para esto habría quecontar con bases en el Caribe, que simultá-neamente sirvieran para su aprovisiona-miento. Y qué puertos mejores para suinstalación que los de Cuba, que contabacon enormes bahías abrigadas, sobre todola inmensa bolsa de Guantánamo, capazde servir de refugio a toda la flota de unagran potencia.

Tales ideas conmocionaron a muchospolíticos, pero no sólo a éstos. Algunoshombres de empresa parecieron llegar a laconclusión de que por fin alguien había,.hablado para poner dentro de un sistemade abordaje válido la idea de cómo entrartriunfalmente en el mercado de Asia. ¿Porqué tenían que permanecer como parien-tes pobres mientras los europeos se repar-tían a retazos el botín? De esa forma, crecióel grupo de quienes se manifestaban re-sueltos a enfrentar los riesgos de un con-flicto si eso les reportaba ganancias yórganos de la prensa económica, como el

Financia! Record, comenzaron a procla-mar abiertamente que una guerra con Es-paña no rebajaría los valores de la bolsa devalores sino que los aumentaría, a la vezque influyentes empresarios se dirigieronal Departamento de Estado para hablar delos prometedores mercados de China y Ja-pón y hacer volver la mirada a lo expuestopor Mahan en relación con «el Caribe».Por su parte, los capitales del oeste y delvalle del Mississippi dieron la impresión deno tener nada en contra de que se le dierapaso a la contienda.

Por demás, ahora la idea del aborda-je del problema cubano quedaba redon-da: Estados Unidos, al controlar la isla,además de apoderarse de su mercado,que las leyes españolas hacían cautivo, yde restaurar la producción azucareraafectada severamente por la guerra, mate-ria prima de las refinerías del Trust del Azú-car, dispondría de sus puertos como basesnavales.

Mientras, a espaldas de las instruccio-nes recibidas, Estrada Palma empujaba de-senfrenadamente la intervención militarde Estados Unidos en la contienda cuba-na. Civil durante la guerra del 68; de áni-mo mellado por la pérdida de aquellaguerra, hasta el punto de que Martí habíatenido que infundirle fe para que seuniera a la nueva empresa; distante delcampo de batalla; al parecer crédulamen-te convencido de los partes mentirososdel general Valeriano Weyler, en los cua-les anunciaba pacificaciones inexistentes;impresionado por la muerte de Maceo;reservadamente anexionista, corno se ha-bía mostrado en 1878, en una carta don-de su prisión en el Castillo de Figueras,tenía gran desconfianza en que el ejércitomambí pudiese derrotar al español. Hayuna prueba concluyente de su actitud; po-cos años después, una confesión a Gonza-lo de Quesada, en aquella épocarepresentante de la delegación cubana enWashington, de su talante derrotista y suconvicción de que sólo Estados Unidos po-

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día salvar Cuba de la situación'. Por cierto,para alguien como él, nada mejor porque,en todo caso, primero vendría una inde-pendencia de mero trámite y después laanexión. Por tanto, a partir de sus gestio-nes a favor de la intervención, puede cali-ficarse su conducta de desleal y hasta detraidora.

La posibilidad de que los conflictosentre Estados Unidos y España se compli-caran en alguna ocasión colmaba de preo-cupación no sólo a los dirigentes cubanos,sino también a los políticos españoles. Es-paña llevaba un siglo lidiando con la joveny revoltosa república que, para hacerle lavida más difícil a Inglaterra, había ayudadoa fundar y, luego, esa nación, desconside-radamente, le había estado arrancando a ti-rones el territorio de sus colonias enAmérica del Norte, hasta desalojarla de allí.En abril del 95, el duque de Tetuán anotóque los gobiernos de la Corona estabanconvencidos de que, mientras la guerra deCuba durase, siempre se estaría bordeandola posibilidad de una confrontación conEstados Unidos; y que el primer cañonazoque se disparase entre los dos países seríapara España la señal de pérdidas y desas-tres inevitables. Tanto montaba el receloespañol que, según también confesaría elministro cíe Estado, a eso se debía en buenmedida todos los sacrificios que estaba ha-ciendo España para ponerle fin cuanto antesa la insurrección. No por gusto el duque es-cribiría: «Cuando una Nación declara quenecesita de otro territorio para su existenciay seguridad, es positivo que se apoderaráde él el día que pueda hacerlo sin grandessacrificios. De semejante política no sedesiste jamás».

El duque se hubiera confirmado ensus criterios de que se marchaba en buscadel incidente si hubiera sabido que en ju-nio de 1897 el comandante Kimball, jefe

de informaciones de la marina norteameri-cana, que en abril del 96 ya había solicita-do a la delegación cubana en Nueva York elplano de La Habana y su puerto, ahora pedíalos de Santiago de Cuba y Cienfuegos.

Los escarceos entre Woodford y el du-que de Tetuán, y las notas entre las canci-llerías estadounidense y española, duranteel otoño, y después, cuando ya Cánovashabía muerto a manos de Angiolillo y en elPalacio de Oriente sesionaba el gabinetede Sagasta, comenzaron a revelar que ellenguaje de entendimientos de tiempos deCleveland había terminado. Al echarle encara la administración de Washington algobierno español la política brutal de re-concentración del general Weyler —quepoco más tarde Estados Unidos pondría enpráctica en su lucha contra los patriotas fi-lipinos—, la cual causaría al pueblo cubanomás de 350 mil muertos por el hambre ylas enfermedades, sólo pretendía presionara España con el fin de que pusiera la islaen manos del país sajón. La exigencia deque concediera a los cubanos la autono-mía sólo constituiría otro artificio para lle-var a Madrid contra las cuerdas.Washington tenía elementos suficientes cíeque los mambises rechazaban rotunda-mente el engendro reformista. Sin embar-go, curiosamente no pedía que se leconcediera a Cuba la única demanda queconocía terminaría en breve con la guerra:la independencia, la cual, por otra parte,no sin gran intranquilidad creía a la vista.

A los ojos de Washington, la posibili-dad del fracaso de la autonomía y de lavictoria de los heroicos mambises no escuestión de dudar. Una evaluación sobre lasituación bélica en Cuba, expuesta por elsecretario del Departamento, Russell A. Al-ger, señalaba que las tropas españolas enCuba resultaban incapaces de resistir mu-cho tiempo más a los insurrectos. Por tan-

(1) <dDe Estrada Palma a Gonzalo de Quesada», 14 de marzo de 1901. Archivo de Gonzalo de Quesada,Epistolario, La Habana, 1948, t. I, pp. 151 y 152.

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to, qué otra alternativa a la independenciacabía que las presiones hasta que Españacediera la isla o, si no, la intervención.Bien comprendían los mandatarios delnorte que las campañas que desarrollabanMáximo Gómez, al oeste de la trocha deJúcaro a Morón, y Calixto García —que a lamuerte de Maceo había sido designado lu-garteniente general— al este, habían demo-lido el enorme ejército de más de 200.000hombres enviados a Cuba. Esto sin contarunos 80.000 voluntarios y 25.000 moviliza-dos en las llamadas guerrillas. Según losestimados del propio general Blanco, a sullegada a Cuba, en octubre del 97, parasustituir al vapuleado Weyler, las tropas delínea en condiciones de operar no sobre-pasaban los 89.000 hombres.

Después de los disturbios de la capitalcubana, de enero de 1898, en que una tur-ba de integristas y militares, enemigos delrecién implantado régimen autonómico,asaltó las redacciones de algunos diarios,el gobierno de Washington envió a La Ha-bana el acorazado Maine, bajo el pretextoembustero de una visita de cortesía y, enrealidad, una nueva medida de presión eintimidación a España; y el 15 de febrero,cuando sospechosamente el buque estallótuvo mas que todo un extraordinario moti-vo para agitar a favor de la guerra la opi-nión pública de su país y convencer a lascancillerías de las grandes potencias euro-peas de que tenía derecho de inmiscuirseen el problema cubano. A esa hora, cues-tión importante, ya casi tenía la certeza deque Inglaterra no objetaría que Cuba pasa-se bajo cualquier carácter a su control, por-que Albión necesitaba su apoyo en losconflictos internacionales de la época.

Se ha repetido hasta el aburrimientoque el Maine le serviría a Estados Unidosde casus belli. Se pierde de vista que elmensaje presidencial de McKinley sobre lacatástrofe y el informe de la comisión in-vestigadora norteamericana sobre el hecho—que sólo unas horas después de su llega-da a La Habana había acumulado suficien-

tes elementos que la llevaran, no a unapresunción sobre el origen externo de laexplosión, sino a considerarlo un hechoprobado y hasta a determinar el medio em-pleado en la voladura—, fue al Congreso ypasó a comisiones sin que nunca llegara adiscutirse en las cámaras. El mensaje quese consideró fue el del 11 de abril, y enéste el mandatario no mencionó práctica-mente el asunto del Maine. Solicitaba se leotorgaran autorización y poderes paraadoptar medidas que permitieran «el com-pleto y definitivo término de las hostilida-des entre el gobierno de España y elpueblo cubano». Para ésto solicitó que sele autorizara, de ser necesario, el empleode las fuerzas militares y navales del país,McKinley expuso que la razón que lo ani-maba a enviar el mensaje estaba en «lacausa de la humanidad y para poner térmi-no a las barbaridades de la lucha, la efu-sión de sangre, hambre y horrorosamiseria». Pero tales palabras, expresión delmayor idealismo, cerraba con otras no me-nos irrevocables y más reales en cuanto alos intereses en juego: «El derecho de inter-vención puede justificarse con los gravísimosperjuicios al comercio y los negocios denuestros ciudadanos, la destrucción gratuitade la propiedad y la devastación de la isla».

Otras palabras reafirman toda la garrule-ría malévola del mensaje. McKinley recomenda-ba que no se reconociera la independencia deCuba: «Tal reconocimiento no es necesariopara autorizar a los Estados Unidos a inter-venir y pacificar la isla», precisó. Como sifuera poco, llegó también a postular que laintervención implicaba «tanto el empleo demedidas hostiles contra ambas partes con-tendientes, como la imposición de una tre-gua que conduzca al arreglo eventual de lacontienda».

¿Qué derechos tenía McKinley, su go-bierno y todo el Estado norteamericano,para intervenir en la cuestión cubana, paraerigirse en juez del destino de un pueblodel que pretendía desconocer su calidad

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de independiente, de un pueblo que elmandatario conocía, sin embargo, estabaluchando denodada y valerosamente paraconquistar su libertad? Asimismo, ¿no cabepreguntarse por qué el gobernante conver-tía en enemigos a los cubanos, si habíasido España a la que había exigido la con-clusión de la guerra y con la que había sos-tenido el litigio? ¿Por qué emplear fuerzasestadounidenses para terminar con la si-tuación si no cabe la menor duda, bien losabía la Secretaría de Guerra de EstadosUnidos, que con armar adecuadamente lasfogueadas fuerzas mambisas, aclimatadas ynotablemente ampliadas, de suministrarse-les pertrechos serían capaces de derrotarlos restos del ejército colonial? De esa for-ma, al dejarles el asunto en sus manos,prácticamente las fuerzas de Estados Uni-dos no sufrirían ni una baja por enferme-dades tropicales. Para llevar al mínimo detiempo ese final, hubiera bastado que lamarina norteamericana impidiera todo au-xilio desde la península a las tropas espa-ñolas. Sin embargo, McKinley no iba enesa dirección. La razón más clara, sin du-das, se vuelve que plantearse la hostiliza-ción de las fuerzas cubanas significaría queCuba podía convertirse simplemente enuna presa conquistada por Estados Unidos.

El mismo 11 de abril comenzó en elCongreso un debate tormentoso sobre elmensaje. Frente a un proyecto de resolu-ción conjunta aprobado por la cámara derepresentantes, que autorizaba la interven-ción, y hablaba de establecer en la isla unnebuloso gobierno independiente y esta-ble (por tanto, no tenía que ser cubano), elSenado se pronunció a favor de otro quereconocía tanto que Cuba era y de derechodebía ser libre e independiente, como larepública cubana. Corno guinda del pastelse añadía una enmienda de Henri M. Te-ller, legislador por Colorado, Estado remo-lachero al que no le convenía en lo másmínimo la anexión de Cuba, que establecíaque Estados Unidos a la hora de su inter-vención sólo tenía la intención de pacificar

la isla y que, tan pronto se consiguiese eseobjetivo, se le dejaría al pueblo de la islasu gobierno. Según Horatio Rubens, asesorlegal de la delegación cubana en NuevaYork, días antes había visitado a Teller y leexpuso su temor en relación con las inten-ciones verdaderas del gobierno de Washing-ton. Entonces, el senador había redactadoel texto de lo que constituiría su enmienda.

Como resultado de conciliaciones entrelas dos cámaras del Congreso, el 19 de abril seaprobó la resolución conjunta pero sin el reco-nocimiento de la república de Cuba, requisitoque exigieron los representantes para votarla.

Las razones para que el Congreso hu-biese aprobado la resolución con la decla-ración que hacía la enmienda Teller eranvarias. Una cíe ellas, el rechazo cle los legis-ladores de Estados remolacheros y tabaca-leros a admitir la competencia de losazúcares y tabaco de una Cuba anexada, yotra, los intereses del trust del Azúcar, alcual también le habría resultado inconve-niente la anexión, pues caería la barrera aran-celaria que impedía importar los refinos de laisla en vez de los crudos que procesabanlas refinerías de la American Sugar Co.

Tampoco debe descontarse entre losmotivos la convicción de que no debía in-corporarse a la Unión aquel millón y me-dio de individuos de otra raza, otra lenguay con predomino de la religión católica en-tre los creyentes. No poco debe de haberinfluido en la decisión evitar que las gran-des potencias europeas terminaran en unacoalición bélica con España. Así lo afirma-ría Bacon, uno de los senadores que votóa favor de la resolución. También puedeañadirse otra previsión: la necesidad deaplacar los recelos de América Latina con-tra el evidente expansionismo de EstadosUnidos. En adición, puede afirmarse quedebe de haber contribuido a la aprobaciónla necesidad de convencer al pueblo nor-teamericano, que en definitiva pondría losvoluntarios y pagaría los tributos de gue-rra, que no lo conducían a una guerra ane-xionista sino altruista y noble.

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Ahora bien, no caben dudas de quetanto en la aprobación de la enmienda Te-Iler como en la votación de la resolucióninfluyó enormemente el cabildeo que me-diante los bonos de la delegación cubanade Nueva York venían haciendo los ban-queros Janney y McCook sobre los legisla-dores. La prueba al canto se produciría yaen la república, precisamente durante elperíodo presidencial de Estrada Palma,cuando el Senado cubano aprobó el reco-nocimiento de una deuda en bonos, deunos dos millones de pesos con un interésdel 6% en manos de Janney y McCook. Se-gún un contrato que Estrada Palma firmóen 1897, se entregarían 37,5 millones dedólares si estos tratantes conseguían queEspaña, mediante la presión de EstadosUnidos, evacuaba sus tropas de Cuba y sereconocía la independencia de la isla. Laevidencia de que algo lograron lo demues-tra que el delegado, en mayo de 1898, yaen medio de la guerra, convocó a sus con-sejeros más íntimos, y les planteó que, sibien había considerado vencido el contra-to, de alguna manera lo obtenido, aunqueparcial de acuerdo con el objetivo de laconcertación, se debía a las gestiones deJanney y McCook. Como consecuencia, seconvino que debía entregárseles una partede los bonos a cambio de cancelar cual-quier reclamación.

El 20 de abril, McKinley sancionó la re-solución conjunta. Debe de haberla firma-do de no muy buena gana, a causa de laenmienda Teller. Mientras, en Madrid, esemismo día, antes de que se refrendara laresolución, la reina María Cristina, en lainauguración de las sesiones del nuevoparlamento, hizo una declaración paladina:si el gobierno de Washington a fin de cuen-tas hacía caso y cedía a la corriente provoca-dora que se movía en aquel país, Españarompería sus relaciones diplomáticas.

En medio del marasmo de vocesdesesperadas y desesperantemente ignora-das que llamaban en España a evitar la ca-tástrofe, se distinguía la de Pi y Margall,

que continuaba clamando por que se leconcediese la independencia a Cuba. Tam-bién la de Azorín, que con valor había lle-gado a comparar a los cubanos con loshéroes españoles de 1808. No fueron losÚnicos. Montero Ríos, el presidente del Se-nado español, visitó el día 20 a Sagasta y leplanteó que debía evitarse la contienda. Lasolución estribaba en reconocer de inme-diato la independencia cubana y negociarcon los insurgentes la deuda de Cuba oparte de ella. Sagasta rechazó esta reco-mendación. Prefería hundir a su pueblo enuna guerra, que sabía perdida de antema-no, antes que buscar una salida que no te-nía que ser la humillante de regalarle la islaa Estados Unidos, sino otra que a la largapodía constituirse en timbre de generosi-dad: la independencia cubana. Pero todoparece indicar que esta solución le produ-cía aún más temor a aquellos débiles go-bernantes que entregar Cuba a EstadosUnidos o ir a la guerra con ese país a cuen-ta del pueblo español. Aparte de la presiónde los intereses que se hubiesen reveladocontra la decisión, les parecía demasiadopeligroso el falso orgullo de los uniforma-dos hispanos, sobre quienes se rumoreabano podrían admitir esa independencia,porque resultaría la confesión cíe su derro-ta, e, indignados por el ultraje, podríancombinarse con republicanos, federalistasy carlistas y terminar con la monarquía o ladinastía.

A todas estas, el gabinete de Madridestaba prácticamente seguro de que Espa-ña no contaría con ningún apoyo europeoy tenía plena conciencia de la inferioridadde sus medios para enfrentar la contienda.Tanto es así que, poco tiempo después,cuando ya el desastre era evidente, Sagastadiría que España no podía haber esperadomejores resultados de un conflicto armadocon la primera nación industrial del mun-do. Incluso, ésta no sería la única ocasiónen que se afirmaría que se había marchadoa la contienda a sabiendas cle la supe-rioridad del adversario y la limitación de

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los recursos bélicos disponibles o su malestado. Un testimonio en aquellos momen-tos asegura que el ministro SegismundoMoret confesó que ir a la guerra resultabauna locura, a causa de la debilidad militarde España, pero no podía expresarlo pú-blicamente porque el trono caería. Tam-bién, semanas antes del estallido de laguerra, el 13 de marzo, el almirante Ber-mejo, en comunicación a Cervera, le habíadicho que el gobierno estaba enterado porsu mediación de las deficiencias de lasfuerzas navales españolas. De forma aná-loga, el general Blanco conocía de la situa-ción en que se encontraban porque, segúnle confesaría en carta a la reina, había he-cho cuanto estaba a su alcance para retardarel estallido de la contienda, convencido deque España no estaba preparada para ella.

El día 23, cuando ya había empezadoel bloqueo naval de Cuba, España, me-diante un real decreto de la regente, decla-ró formalmente la guerra a Estados Unidos.Ahora, una contienda imperialista venía asuperponerse a una de liberación nacional:comenzaba la guerra hispano-cubano-nor-teamericana.

De inmediato, Estrada Palma, sin con-sultar al gobierno insurrecto, tomó una de-cisión que no le competía: en carta aMcKinley subordinó completamente elejército cubano a Estados Unidos, o, lo quees lo mismo, le entregó atada de pies y ma-nos la revolución. Posiblemente, el gobier-no de la manigua, que presidía en esosmomentos el general Bartolomé Masó, hu-biese establecido un acuerdo con el de Es-tados Unidos para actuar de conjuntoporque éste, ya en guerra con España, sindudas pediría la cooperación de las fuerzascubanas. Pero también, con toda seguri-dad, habría intentado sacar alguna ventaja,como el reconocimiento del gobierno in-surrecto y algunas garantías adicionales so-bre la posterior independencia de la isla.Sabía que Estados Unidos necesitaba de lasfuerzas mambisas y esta carta era impor-tantísima. Sobre todo, los militares esta-

dounidenses tenían que comprender la vir-tud de tener de su parte un ejército foguea-do e inmune a las enfermedades, de másde 30.000 hombres, potencialmente dupli-cable de recibir armamentos. Tal demandase probaría en los días siguientes. Cuandoel gobierno cubano tuvo conocimiento dela subordinación establecida por EstradaPalma, se creyó sin otra alternativa que aca-tarla y ordenó a los generales cubanos seguirlos planes de los militares estadouniden-ses. Fue quizá, aquel momento, uno de losmás graves y decisivos que confrontó la re-volución cubana. Los hechos posterioresdemostrarían el enorme error de haber re-frendado aquella decisión, sin tratar de po-ner condición alguna.

La verdad es una: a pesar de que la ex-plosión del Maine dejaba pocas dudas deque el conflicto entre Estados Unidos y Es-paña sobrevendría con la ineluctabilidadcon que una piedra cae al vacío, la direc-ción revolucionaria finalmente había sidobastante sorprendida por el estallido de laguerra y no había trazado estrategia algunapara el caso de esta eventualidad. Conreferencia a la visión perpleja del gobier-no, Masó confiaría: «...se veía venir la in-tervención, sin que se supiera cuándo nicómo, ni en qué dirección ni condicionesse ejercería». Quizás aquélla, más que nin-guna otra, hubiera sido la hora de la genia-lidad previsora de José Martí y, a falta deél, de Antonio Maceo.

Desde luego, resulta evidente que lapasividad hasta ahí mostrada por los direc-tores de la revolución partía de la confian-za que tenían de que Estrada Palma, suviejo compañero, el ex presidente de la re-pública en armas, el patriota reputado deíntegro e inmaculado, vigilaba. Además,creían que éste siempre les había ofrecidoinformación veraz y oportuna, y consultabalo que debía consultar. En realidad, EstradaPalma había aislado a los órganos de direc-ción para facilitarse tomar las decisionesque, desde su muy particular criterio, con-sideraba apropiadas para el destino de

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Cuba, y ahora presentaba una situación dehechos consumados. Como lo probaba lacorrespondencia del gobierno con el dele-gado, aquel órgano estaba ayuno de infor-mación y, en todo caso, la que habíarecibido le hacía creer que la actitud de laadministración de Washington era inmejo-rable para la causa cubana y, cuando as-pectos de su cara verdadera y desfavorablese habían puesto de relieve, el delegado lahabía ocultado o maquillado (por ejemplo,no le mencionó que McKinley en su men-saje había definido enemigos a ambos be-ligerantes). De la misma forma, habíaprocedido con las cabezas del Ejército Li-bertador. Es indiscutible que, al quedar sinpuntos de referencia o tenerlos mal coloca-dos, la dirección de la manigua, de manerainevitable, se veía obligada a tomar deci-siones desacertadas, erradas.

En medio de esto, en quienes las re-servas hacia Estados Unidos se volvíanmás acentuadas y venían de vieja data,como Máximo Gómez, constituía un puntofocal de sus aspiraciones que los soldadosnorteamericanos no pusieran su planta enCuba. Por eso, le envió un mensaje al en-tonces comodoro Sampson en que le decíaque para lograr la capitulación españolabastaba con que desembarcara «algunosartilleros, muchos recursos y por todas par-tes y de muchas clases», que con los esta-dounidences dueños del mar los cubanosdarían cuenta de lo que quedara de tropasespañolas y éstas en seis meses se habríanrendido.

En medio de esta situación, el caudillocubano había respondido airadamente auna propuesta de alianza que el generalBlanco le hizo, a cambio de la cual, al ter-minar la guerra con Estados Unidos, se leconcedería la independencia a Cuba. Gó-mez, en una sola frase de su respuesta,condensó el punto de vista de los mambi-ses: ya era «muy tarde». Con ese rechazoel general en jefe reflejaba el punto de vis-ta emocional y más extendido en el ejérci-to mambí y, también, la lógica de los

acontecimientos. Quedaban lejos los díasen que la cúpula dominante española, ensu terquedad, había desoído precisamenteun llamado del viejo luchador a retirar deCuba el régimen colonial. El encono de lalucha, el invencible resentimiento acumu-lado por la guerra de exterminio weyleria-na, la animadversión contra la colonia yhasta el recuerdo de cómo los acuerdosdel Zanjón habían sido incumplidos crea-ban un valladar que le impedía a los insu-rrectos entrar en entendimientos que nofueran la independencia incondicional einmediata y ésta, por cierto, no era la queproponía Blanco.

Los resultados probaron el grado deimpreparación de las armas españolas.Después de la destrucción de las fuerzasnavales del almirante Montojo en la bahíade Manila, la anunciada destrucción cle laescuadra del contralmirante Cervera alabandonar la bahía de Santiago de Cuba yla rendición de esta ciudad, España pidióla paz.

En la lucha que finalizaba, la participa-ción cubana había resultado decisiva. Elplan de la campaña de Santiago, seguido apartir cle la llegada de la expedición esta-dounidense, se debía a la factura de Calix-to García, y la exploración mambisa y lasinformaciones proporcionadas le resultaronvitales tanto al ejército como a la marina nor-teamericana. También, la participación delos cubanos en la lucha en el Viso, el Caneyy San Juan; el papel de Calixto García enlos momentos en que se aflojó la fibra delmando de las fuerzas del cuerpo expedi-cionario y quiso retirarse a la costa; la ac-ción mambisa en el cerco de Santiago deCuba y la oposición del jefe insurrecto aque se dejasen unir las tropas de la plazacon las de Holguín.

En particular, debe precisarse que, sinel auxilio cubano al desembarco, la jefatu-ra española hubiese podido atacar a los in-vasores antes de llegar a tierra, y habríaque valorar qué hubiese sucedido enton-ces. El general español Arsenio Linares,

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jefe del frente de Santiago de Cuba, reco-nocería que, sin la ayuda de los insurrec-tos, los estadounidenses no habríanpodido desembarcar. El coronel Zhilinski,observador militar ruso agregado a las tro-pas españolas, al emitir su juicio sobre elsignificado de auxilio mambí estimó que elpapel de las tropas cubanas había sidoinestimable y, gracias a ellas, los estadou-nidenses pudieron tomar tierra sin pérdi-das de ningún tipo. También debe tomarseen cuenta que, de haber concentrado elmando español en Santiago sus tropas deOriente, quizás la batalla hubiera dado ungiro terrible contra las armas de EstadosUnidos y no pudo hacerlo gracias al cierredel paso a los posibles refuerzos efectuadopor los mambises. En resumen, sin estaparticipación cubana, otra podría habersido la historia de aquella lucha.

El 15 de julio, cuando se ultimaban lasnegociaciones para la capitulación de San-tiago de Cuba, el general Calixto García re-cibió noticias de que los norteamericanos,al ocupar la ciudad, dejarían en sus pues-tos a las autoridades coloniales. La noticiadebió sentarle como una bofetada. Parahacer mas grave el insulto, a poco tam-bién conoció que, lejos de las promesasanteriores del jefe del cuerpo expedicio-nario de Estados Unidos, general WilliamShafter, de que sus tropas entrarían con-juntamente en Santiago de Cuba, estejefe le había comunicado al general Joa-quín Castillo, oficial de enlace cubano, quese les negaría a los mambises ese honor.Con la arrogancia que hasta ahí no habíatenido, le espetó: «Mis is american terri-tot:y con quered by us». Al conocerse laofensa, el júbilo por la capitulación quehabía invadido los campamentos insurrec-tos se apagó y la sonrisa de la victoria,que por un momento alumbró el rostrode los combatientes cubanos, se trocóprimero en incredulidad y, enseguida, encólera. Ya entonces no fueron pocos quie-nes dejaron de creer en la buena fe de losestadounidenses.

Al parecer, el general José Toral, jefeespañol de la ciudad, había solicitado seimpidiera el paso de los victoriosos mam-bises a la población para evitar supuestasvenganzas. Esa fue la explicación que se ledio al hecho en Estados Unidos. Pero, difí-cilmente, los militares de esa nación hubie-ran aceptado motu proprio la petición. Notenía sentido que quisieran herir a quienesse creía todavía podría necesitarse. La gue-rra no había concluido y se pensaba queaún habría que luchar en Puerto Rico y enla propia Cuba. Llama la atención que elgeneral en jefe del ejército de Estados Uni-dos, Nelson A. Miles, que a la sazón estabaen la isla, censurara la prohibición. Ese esun indicio de que la orden debía haber ve-nido «de más arriba». En efecto, si se co-noce lo estrechamente que la Casa Blancaseguía las acciones en Cuba y que cada de-cisión era tomada o aprobada en el cuartode operaciones militares de la mansión dePennsylvania Avenue, no puede caber lamenor duda de que de allí habían llegadolas decisiones. Mantener las autoridadescoloniales conjugaba perfectamente con elcriterio de McKinley y sus aclläteres de noreconocer autoridad mambisa alguna y, deesa forma, no tener interferencias formalesa la hora de establecer sobre Cuba el régi-men que le viniese en gana. No es nadacasual que el periódico que resultaba elseso mismo del mandatario, el nibune, deNueva York, de Whitelaw Reid, dijera po-cos días después que la presunción de quelos cubanos estaban listos para gobernarseresultaba falsa y la anarquía sobrevendríasi se entregaba el dominio de la isla a lapatulea independentista. Por tanto, la lógi-ca indica que, gracias a Toral, Washingtonse tropezó con un buen pretexto para daruna orden con que trataba de deprimir elprestigio insurrecto no tanto en la islacomo en el seno de la sociedad norteame-ricana, al presentar a los denodados mam-bises como salvajes capaces de cometertropelías contra los vencidos. Ambos cons-tituían pasos para comenzar a quitarle base

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a la resolución conjunta y avanzar en elpropósito de apoderarse de la isla.

Mas, todavía puede esgrimirse otroelemento que se vuelve demostración pal-pable de que la instrucción de mantenerlas autoridades coloniales vino de la CasaBlanca. Horas después se recibió de McKin-ley una proclama en la cual, aparte de seña-lar que la presencia norteamericana enSantiago de Cuba se establecía por dere-cho de conquista y el jefe de las fuerzasmilitares tenía poderes supremos, hacía ex-plícito que seguirían vigentes las diferentesdisposiciones legales del régimen colonial,así como sus jueces.

El fondo de todo lo puso en evidenciael coronel mambí Enrique Thomas, al en-viarle a su jefe, el general Periquito Pérez,una copia de la proclama y comentarle pers-picazmente que, según ella, los cubanosresultaban «tan conquistados como los es-pañoles por las armas americanas», por-que el documento no hacía menciónalguna del papel de los mambises durantela campaña. Esta política de desconocer elpapel insurrecto la continuaría McKinleyen su mensaje al Congreso, el de diciem-bre de aquel ario. En éste, tampoco se ha-ría mención alguna.

Todo esto evidencia que, en reali-dad, Estados Unidos no había considera-do a las tropas cubanas aliadas sinovasallas y Cuba no significaba otra cosaque el botín del águila.

Al decir de Martí, la hora de los hom-bres sin honor es también la de aquéllos aquienes le sobra. Ante el ultraje, CalixtoGarcía escribió una carta a Shafter quedejó a salvo el honor del ejército insurrec-to. En ésta le echaba en cara la falsedad desu actitud, al prometer la entrada conjuntade las tropas en la ciudad y haber dejadoconstituidas las mismas autoridades de lacolonia. También protestó de que se esgri-miera el argumento de las posibles repre-salias contra los españoles. Por último, lecomunicaba que para no tener que cum-plir más la orden del gobierno mambí de

seguir sus órdenes había remitido al co-mandante en jefe cubano su dimisión y seretiraba de la región.

El 12 de agosto advino el armisticio.Buscar la paz resultaba inevitable paraEspaña. Puerto Rico ya estaba invadida, yManila, rodeada por los insurgentes taga-los y fuerzas estadounidenses, podía ca-pitular en cualquier instante; ya nodisponía nada más que de unos pocosbuques con que defender las costas de lapenínsula, Canarias o Baleares, y el teso-ro del Estado estaba en bancarrota y se ledebía hasta la camisa a banqueros, comolos Rothschild o los Pereire. En mayo sehabían emitido otros 400 millones de pese-tas en obligaciones y en junio 1.000 millo-nes más. En julio, el ministro de Ultramar,Romero Girón, había asegurado demasia-do conservadoramente que la suma degastos de guerra se elevaba a 1.952 millo-nes de pesetas (Sagasta, en octubre, daríala cifra de 3.750 millones) y, según apunta-ba la revista El Economista, la deuda quese había comenzado a contraer graciosa-mente a partir del tesoro de Cuba alcanza-ba el 31 de diciembre de 1897 la fabulosacifra de 522 millones de pesos. La consig-na terrible de «hasta el último hombre yla última peseta», imputada sólo a Cáno-vas, cuando antes la pronunció Sagasta, sehabía cumplido sin otro resultado que undesastre nacional: a España no le queda-ban reservas en los cuarteles, ni oro en labolsa.

Para llegar a acuerdo, el duque de Al-modóvar del Río, ministro de Estado, ins-truyó al mediador, el embajador francés enWashington Jules Cambón, que en su diá-logo con las autoridades norteamericanasdebía precisar que, en cuanto al destino deCuba, España se hallaba «dispuesta áaceptar la solución que plazca á los Esta-dos Unidos: independencia absoluta, inde-pendencia bajo el protectorado ó anexióná la República americana; prefiriendo laanexión definitiva, porque mejor garantizala seguridad de vidas y haciendas de los

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españoles allí establecidos ó afincados»2.Esa actitud parecía responder a los grandesintereses peninsulares en Cuba. Diáfana-mente lo expondría el general Blanco enun mensaje al ministro de la Guerra, en elcual le dijo que la opinión unánime de esacomunidad en la isla se pronunciaba por lacesión a Estados Unidos o su anexión, por-que consideraba que la independencia nogarantizaba sus intereses y sería ademáshumillante para España'. Mas, había unarazón mayor para que el gobierno de Ma-drid buscara que aquel país se subordinasela isla de forma plena: la monumental«deuda de Cuba» que, garantizada por Es-paña, alejaba el sueño de la almohada delos gobernantes.

En efecto, todas aquellas obligaciones,aunque imputadas al tesoro cubano, teníanal país ibérico como deudor subsidiario.En verdad, ni legal ni moralmente Españapodría pretender que Cuba asumiese esadeuda porque, después de todo, se ha-bía suscrito sin contar con los cubanos.Además, se había adquirido para man-tener a la fuerza la soberanía hispana sobrela isla y también con vistas a eventualidades,muchas de las cuales nada tenían que vercon ella.

Al día siguiente de la firma del armisticio,un emisario del gobierno de Estados Uni-dos arribó al despacho de Estrada Palma,en Nueva York, para solicitar que los mam-bises hicieran un alto al fuego. McKinleyenviaba con esa gestión a un amigo suyo yno a un funcionario, para hacer patenteque ésta no tenía carácter oficial. Obvia-mente, aspiraba a que el gobierno cubanoaceptara el armisticio sin que para eso se lehubiese otorgado reconocimiento alguno.Estrada Palma, sin facultad alguna para es-tablecer este concierto, aceptó acatar la

suspensión «en nombre del Gobierno Pro-visional de Cuba». De esa forma, lo comu-nicó en un telegrama a Santiago de Cubapara que se le hiciera llegar a Masó, en elque incluso en términos conminatorios es-cribió como si fuera el verdadero podercubano: «Usted debe dar inmediatas órde-nes al ejército en toda Cuba de suspendertodas las hostilidades». Argumentaría quehabía procedido a aceptar, ya que de esaforma se ganaba terreno en el reconoci-miento del gobierno cubano pues él era susubordinado y a los norteamericanos noles había quedado más remedio que asu-mir esa realidad. Resultaba una tesis sofis-ta, y lo único real se volvía que se habíatomado una vez más atribuciones que notenía. El gobierno mambí, que sin dudas semostraba débil e incierto, al conocer el 25de agosto una copia del telegrama que Es-trada Palma le había enviado dio por sus-pendidas las hostilidades.

Según registrarían los libros del Ejérci-to Libertador, en la contienda habían parti-cipado 53.774 hombres y habían caído10.665 mambises. Por la divisa inde-pendentista, Cuba pagaba un precio esti-mado en 387.000 víctimas, sobre un totalde 1,8 millones de habitantes, y la devasta-ción del país. En no poca medida, su po-blación sobreviviente se hallaba famélica yenferma. Los campos estaban yermos, nohabía prácticamente cultivos ni apenas ani-males de producción. Nada puede pintarmás exactamente la situación que las pala-bras de un contemporáneo, quien aseguróque hasta las aves carrorieras morían dehambre. La situación se volvía todavía másangustiosa si cabe, porque los campesinosno tenían aperos, semillas ni animales detiro para cultivar la tierra, y, además no po-dían alimentarse mientras brotaban las pri-

(2) «El ministro de Estado al embajador de S.M. en París», 28 de julio de 1898. DOC.0 memos presentadosa las Cortes durante la legislatura de 1898 por el ministro de Estado, Madrid, 1898, pp. 105 y ss.

(3) «De Blanco al ministro de la Guerra», 14 de agosto de 1898. Arcbito General del Palacio de Oriente,Madrid, caja 13, 113.

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meras cosechas. En cuanto a las enferme-dades, la situación no resultaba menos de-sesperante. Sólo en Santiago de Cuba,después de terminar las hostilidades, lamortalidad se elevaba a más de 200 perso-nas diarias. En medio de estas tribulacio-nes, volvió a aparecer la mano piadosa deClara Barton, al frente de la Cruz Roja nor-teamericana. Gracias a su ayuda muchasfamilias pudieron sobrevivir.

Al firmarse el armisticio, el disgustoreinaba en las filas mambisas. Además dela ofensa recibida, el poderoso aliado cir-cunstancial había encontrado un chivo expia-torio para sus desaguisados al imputarles suserrores y hasta acusarlos de haberlos aban-donado en ocasiones en el campo de batalla.Señal de que las ambiciones sobre la isla em-pezaban a moverse, el mambf, antaño héroe,se presentaba ahora en la prensa de EstadosUnidos casi como un caníbal.

También, la incertidumbre sobre el fu-turo cubano comenzaba a espesarse y, a lavez, empezaba a verse claro por qué Martíhabía propugnado la «guerra corta y deci-siva». Era la fórmula para sorprender a Es-tados Unidos, antes de que tuviese tiempode reaccionar e interviniera en el conflictocon vista a llevar adelante unos propósitosque el percibía protervos. Sin embargo, fi-nalmente todo se había conjugado contraese propósito. Enrique José Varona diríaque la intervención y la ocupación militarde Estados Unidos estaba anunciada desdetiempos del presidente Ulises Grant, y sóloera evitable si Cuba hubiese tenido fuerzaspara vencer al país ibérico, o éste, previ-sión bastante para pactar con los cubanos.No le faltaba razón; sólo que para la victo-ria todavía se hubieran necesitado algunosmeses más.

En cuanto a España, según algunos desus historiadores de la época, a pesar delos anuncios de los grandes y detalladosplanes de guerra trazados, en realidadnunca hubo ninguno y el general Luis M.de Pando aseguró en Cortes, poco despuésde la derrota, que no se había defendido

Cuba porque no se había querido pues ha-bía el propósito premeditado de perder laisla; en otras palabras, se había querido en-tregarla a Estados Unidos, para que, conese botín en las manos, aceptase detener elconflicto. Muy grave el juicio de Pando.Pero debió añadir una pregunta: 4-y las ór-denes insensatas dadas a la escuadra deCervera no tendrían que ver con el propó-sito de justificar, con los barcos hundidos,que ya no quedaba más remedio que ha-cer la paz? Con una coartada en el terrenobélico, creada por el hundimiento de casitoda la flota, se le podría poner fin a unacontienda a la cual se había marchado apesar de conocerse que la derrota estabaprevista pero resultaba necesaria para sos-tener la Corona.

En octubre comenzaron en París lasconversaciones de paz. Para nada se llamóa cubanos y filipinos. No eran otra cosaque objetos de negociación. Tan pronto lascomisiones entraron en materia, y EstadosUnidos presentó su propuesta sobre losprimeros artículos del tratado, la comisiónespañola pareció sobresaltarse. En el casode Cuba el texto expresaba que España re-nunciaría a la soberanía sobre la isla, perono estipulaba quién la asumiría. Esto entra-fiaba uno de los conflictos que formaríanel eje central de aquellas negociaciones: sinadie recibía la soberanía sobre Cuba, ¿aquién se le encajarían las «obligaciones ycargas» de la isla; es decir, la descomunaldeuda de Cuba? El gobierno español debíabuscar que Estados Unidos se hiciera cargode la colonia, para que recibiera la deuda.Pero, los comisionados norteamericanosestaban bien al tanto de esta obligación.Estrada Palma había hecho que semanasatrás uno de sus consejeros se entrevistaracon los senadores Davis y Frye, miembrosde la comisión, para ponerlos al tanto delasunto. Su planteamiento fue que la sobe-ranía española sobre Cuba se renunciaba,y nada le tenía que importar a España so-bre quién recaería. Los representantes deMadrid consultaron urgentemente a su go-

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bierno qué hacer. Como respuesta, Almo-clóvar del Río instruyó: «Ya sea en formade anexión, ya de protectorado, es indis-pensable que los Estados Unidos seanquienes acepten la renuncia de la sobera-nía en su favor, determinándose con todaclaridad y precisión en el Tratado los mu-tuos derechos y obligaciones resultantesde la renuncia de soberanía y derechosanejos por parte de Esparia» 4 . Durante lar-gas semanas los comisionados españolesintentaron, con el empleo de todo tipo deargucias y argumentos, que Estados Uni-dos aceptara el dominio formal sobreCuba. Por último, los norteamericanosamenazaron veladamente con las mayoresconsecuencias si no se aceptaban sus tér-minos, los cuales llegarían a incluir, ade-mas, la entrega de Puerto Rico, comocompensación de guerra, y también, sin tí-tulo alguno, sólo en virtud del derecho dela fuerza, Filipinas. El gobierno de Madridtuvo que soportar la tremenda humillacióny el día 10 de diciembre de 1898, a las 8:50de la noche, se firmó aquel tratado vergon-zoso en el mismo salón del Quai d'Orseyen que se habían celebrado las sesiones.

A cambio de millones de dólares unoscentenares de hombres muertos en loscombates y otros a causa de las enferme-dades tropicales, en aquella «pequeñaguerrita espléndida», como la llamó JohnHay, Estados Unidos había conquistado unimperio: posesiones en las Antillas, Asia yOceanía y, además, había podido acelerarel proceso de absorción del archipiélagode Hawai. Si económicamente se volvíanformidables las adquisiciones que habíahecho, quizás lo eran todavía mas sus lo-gros indirectos, al colocarse de maneraesencial en el mapa geoestratégico delmundo. Gracias a las nuevas posesiones, elfuturo canal en Centroamérica quedabaprotegido, había avanzado hacia el sur y

ahora sería más fácil su penetración en laAmérica meridional. Asimismo, tenía unabase para lanzarse sobre China y dispondríade carboneras en el Caribe y el Pacífico.

En cuanto a Cuba, puede decirse queen París también contribuyeron a salvarlade cualquier intento de anexión otras razo-nes y no sólo la deuda. La primera, la acti-tud de los cubanos que todavía, arma albrazo, podrían emprender una nueva gue-rra de liberación si se hubiesen convenci-do que les iban escamotear el resultado desus luchas y sacrificios de tres décadas. Esolo sabían los mandatarios y jefes militaresde Estados Unidos, que no querían paranada enfrentar tal situación: los políticos,porque una contienda desastrosa en Cubapodía costarles las próximas elecciones, y,los militares, por la dificultad que repre-sentaba el pleito. Tómese en cuenta la ex-periencia combativa del ejército cubano ylas condiciones infernales a que someteríaa su enemigo. Los miles de enfermos de lacampaña de Santiago, a sólo poco más deun mes de comenzada, resultaba un factorque no podía ser olvidado. Además, políti-cos y militares debían valorar otro elemen-to. Resultaba obvio que los patriotasfilipinos, al conocer el destino que le espe-raba a su país, lucharían con las armas porsu derecho y libertad. A la cúpula dirigentenorteamericana no le debió haber sido di-fícil comprender lo mismo que advirtió elJournal de Alabama: que en caso de tratarde engullirse la isla, hubiese que luchar, ala vez, contra cubanos y filipinos.

Desde luego, la tinta de la resoluciónconjunta estaba demasiado fresca paraque, a la luz de la opinión pública estadou-nidense e internacional, los mandatariosde Washington no tuvieran que tener encuenta el costo de violarla. Aparte de la vi-gilancia de las potencias europeas, EstadosUnidos tenía sobre sí el recelo del resto de

(4) «El ministro de Estado al presidente de la comisión española de paz», 6 de octubre de 1898. Docu-mentas presentados a las cortes..., pp. 24 y 25.

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los países del hemisferio, que ya comenza-ba a desconfiar de las intenciones de la po-tencia del norte. Por otra parte, elmovimiento antiexpansionista estadouni-dense era poderoso y había apoyado vigo-rosamente la independencia cíe Cuba.También pesaba sobremanera contra laanexión la actitud de los Estados remola-cheros y tabacaleros, que no querían ver aCuba dentro de las fronteras de EstadosUnidos por la competencia que le haría asus productos. De igual forma, figurabanen la oposición quienes rechazaban el au-mento de la población negra, mulata y deblancos latinos. Por estas razones, si el tra-tado hubiese contenido la absorción deCuba, posiblemente hubiese encontrado elrechazo del senado. Quizá, algún papeldesempeñó, como en los tiempos de la re-solución conjunta, que entre los miembrosde la comisión de paz de París estuviese unpersonaje ligado al grupo financiero de Jan-ney y McCook, el senador George Gray, quedebía cobrar los sobornos recibidos en bo-nos cuando Cuba fuese independiente. Ensu casi totalidad, y durante un tiempo, estasrazones se iban a mantener y, para suertede Cuba, la iban a ayudar a lograr una in-dependencia aunque fuese mediatizada.

El 1 de enero de 1899 Estados Unidosocupó la isla. A partir de entonces, con ar-timañas y todo tipo de rejuegos logró dejara los cubanos sin su órgano de repre-sentación, la Asamblea de Representantes,que había sido elegida en lugar del gobier-no, y que se licenciara el Ejército Liberta-dor. A esta situación cle desarticulación delas fuerzas independentistas contribuyó Es-trada Palma quien, de manera unilateral,disolvió el Partido Revolucionario Cubano,fundado por Martí. Entonces Estados Uni-dos quedó en posición de imponer sobreCuba, al menos en parte, su voluntad. Ha-bía prometido desalojar la isla en algúnmomento pero no había dicho cómo. Poreso, a la convención cubana que estable-ció la constitución de 1901, que regiría larepública que instauraría, la obligó de ma-

nera chantajista a colocarle un apéndiceque formaría parte de ésta. Según una en-mienda a una ley de Estados Unidos, vota-da apresuradamente para que constituyerael texto del engendro, entre otras limitacio-nes, Cuba no podría establecer tratados nicontraer deudas públicas sin aprobaciónde Estados Unidos; además, debía consen-tir que ese país interviniera militarmenteen la isla cuando lo estimase conveniente.También, permitir el establecimiento de es-taciones navales del país vecino. Por últi-mo, precisaba que Isla de Pinos seríaomitida de los límites de Cuba y se dejabala determinación de su propiedad para unfuturo arreglo. Tratar punto por punto es-tas disposiciones del Congreso cle EstadosUnidos se volvía la única posibilidad paralibrarse de la ocupación.

Sin dudas, la Enmienda Platt, comofue conocida la disposición, constituyó lamayor afrenta que se le pudo inferir alpueblo cubano. Se empleó hasta 1934 paraconvertir la isla en una semicolonia, cuyaeconomía pasó casi completamente a po-der de empresas estadounidenses, su suelomás de una vez lo hollaron con sus botaslos soldados cle Estados Unidos y permitióuna nueva intervención norteamericanaentre 1906 y 1909. Peor aún. Creó durantemuchos arios un sentimiento cle inferiori-dad en muchos cubanos, que para todoveían la necesidad de la aprobación delTío Sam. Además, la política fue lastradabrutalmente por el miedo a la interven-ción.

Los agravios no cesaron y, a partir deltriunfo de la revolución, el 1 cle enero cle1959, cuando al fin Cuba conquistó su ver-dadera independencia, incluso aumenta-ron su magnitud. Los norteamericanossiempre tan prácticos, tan proclives a exa-minar el valor de las cosas de acuerdo conlos dividendos que le rindan a sus intere-ses, parecieron, desde 1898, no percatarsede que una política a corto plazo tan apa-rentemente rentable, como la de su inter-vención y control forzoso de Cuba, siembra

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semillas que pueden tardar en germinar de Estados Unidos no parecen haber com-pero brotan sin falta y en el futuro multipli- prendido que William James es un malcan las complicaciones. Los conductores consejero en cuestiones políticas.

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