VOCACIÓN FRUSTRADA

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AÑO III I*>r«íolo oéntliaa. NÜM. 50 VOCACIÓN FRUSTRADA JOAQUÍN ARDILA ^-^--P"-gk'-9* J-QS DÍAS 10. 20 Y 30 OC CADA MES I . PRECIOS „- N.* corriaote, l O ctnti; H ' itriaado, ^O ^ ^. A IM coiTMpoBtaleí, mano de tt eJc«Bplar«i, ^ t O U f«MIM.-~PACO ADELANTADO. Mudrid 10 de Mi yo de 1S86 8« idinflea (UKrlcione* en todi Eipalia «bonindo •Blid^oaBenlF U ri«inplar«*, por S IH'*'1» —1J CO- mspoodeacta. recianuomiei ir piedklut al idmlDlUTadin D. SUILLEIILO OSLKR, Eaplrtlu Sinlu. Id. Madrid. Figuraos una ciudad de veinteá treinta mil almas, bañada por las aguas del Me- diterráneo: figuráosla rica, animada, con un floreciente comercio, con lujosas tien- das, con pintorescos paseos, casino, tertu- lias, etc. Convenid conmigo en que semejante figuración puede tener una existencia real. Pues bien, ahora, bajo la autoridad de mi palabra, creed que existe y que su nombre no hace al caso. Entre los personajes notables de esta ciudad quiero que conozcáis á D. Justo, no sólo por su importancia en esta pe- queña narración, sino porque es digno de conocimiento. D. Justo era en lo físico un hombre como de cincuenta años, alto, enjuto, sanguíneo, de esa constitución fuerte y robusta c^ue hace presagiar mu- chos años de vida. Tenía el bigote espeso y cano, la frente despoblada y la mirada inquieta y recelosa; los labios gruesos, sensuales, y^ la nariz, de una longitud más que mediana, tenía el color de las que huelen con frecuencia el zumo de las vides, á pesar de que D. Justo no lo cataba jamás, porque uno de sus axiomas era este: —Cada vaso de vino que bebas es un arma que das á tus enemigos. En lo moral era un ser raro, excéntrico, y su vida la epopeya de la desconfianza. No tenía familia y habitaba solo una gran casa donde le servía una vieja que, no obstante su probada fide- lidad, solía inspirarle de vez en cuando muy serios temores. La suspicacia y los recelos de D. Justo eran proverbiales en la ciudad; pues por una contradicción inexpli- cable, amaba el trato y la conversación; de modo que no había perro ni gato que no le conociera. Gastaba la ropa ajustada como si temiese las indiscreciones del aire que se aposenta en los vestidos anchos. Su genio, algo brusco é irritable, hacía que los concurrentes al casino, jóvenes y bromistas la mayor parte, no se le burlasen en sus barbas. Durante la guerra civil había militado en las filas de D. Carlos, y esta circunstancia le obligaba á ser muy sobrio de apreciaciones políticas, temiendo que su interlocutor ó interlocutores fuesen espías ó asesinos del gobierno constitucional pagados para delatar ó destruir á los partidarios del poder absoluto. Esto explica también por qué bajo el chaleco se ponía unos cuantos pliegos de papel de estraza: era un pelo de su invención destinado á embotar el golpe del puñal homicida. Pero vean Vds. que extraña anomalía: D. Justo sólo desconfiaba de sus semejantes En todo lo demás des- cansaba con una confianza tan absoluta como el gobierno con que soñaba. No creía en la hidrofobia ni en los temblores de tierra. No tenía la más ligera idea Je la electricidad ni de sus fuerzas destructoras; así es que se burlaba de las tormentas, diciendo que el rayo era una cosa mitológica, invención de gcnie miedosa y sin corazón. .:-Jl» i<«J,»»r«^ y •,; l.tBH,-. •..-... *..»_.--

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AÑO III I * > r « í o l o o é n t l i a a . NÜM. 50

VOCACIÓN FRUSTRADA

JOAQUÍN ARDILA ^-^--P"-gk'-9* J-QS DÍAS 10. 20 Y 30 OC CADA MES

I . PRECIOS „ -N.* corriaote, l O ctnti; H ' itriaado, ^O ^ ^ . A IM coiTMpoBtaleí, mano de tt eJc«Bplar«i, ^ t O U

f«MIM.-~PACO ADELANTADO. Mudrid 10 de Mi yo de 1S86

8« idinflea (UKrlcione* en todi Eipalia «bonindo •Blid^oaBenlF U ri«inplar«*, por S IH'*'1» — 1 J CO-mspoodeacta. recianuomiei ir piedklut al idmlDlUTadin D. SUILLEIILO OSLKR, Eaplrtlu Sinlu. Id. Madrid.

Figuraos una ciudad de veinteá treinta mil almas, bañada por las aguas del Me­diterráneo: figuráosla rica, animada, con un floreciente comercio, con lujosas tien­das, con pintorescos paseos, casino, tertu­lias, etc.

Convenid conmigo en que semejante figuración puede tener una existencia real.

Pues bien, ahora, bajo la autoridad de mi palabra, creed que existe y que su nombre no hace al caso.

Entre los personajes notables de esta ciudad quiero que conozcáis á D. Justo, no sólo por su importancia en esta pe­queña narración, sino porque es digno de conocimiento.

D. Justo era en lo físico un hombre como de cincuenta años, alto, enjuto, sanguíneo, de esa constitución fuerte y robusta c ue hace presagiar mu­chos años de vida. Tenía el bigote espeso y cano, la frente despoblada y la mirada inquieta y recelosa; los labios gruesos, sensuales, y^ la nariz, de una longitud más que mediana, tenía el color de las que huelen con frecuencia el zumo de las vides, á pesar de que D. Justo no lo cataba jamás, porque uno de sus axiomas era este:

—Cada vaso de vino que bebas es un arma que das á tus enemigos. En lo moral era un ser raro, excéntrico, y su vida la epopeya de la desconfianza. No tenía familia y habitaba solo una gran casa donde le servía una vieja que, no obstante su probada fide­

lidad, solía inspirarle de vez en cuando muy serios temores. La suspicacia y los recelos de D. Justo eran proverbiales en la ciudad; pues por una contradicción inexpli­

cable, amaba el trato y la conversación; de modo que no había perro ni gato que no le conociera. Gastaba la ropa ajustada como si temiese las indiscreciones del aire que se aposenta en los vestidos anchos. Su genio, algo brusco é irritable, hacía que los concurrentes al casino, jóvenes y bromistas la mayor parte,

no se le burlasen en sus barbas. Durante la guerra civil había militado en las filas de D. Carlos, y esta circunstancia le obligaba á ser muy

sobrio de apreciaciones políticas, temiendo que su interlocutor ó interlocutores fuesen espías ó asesinos del gobierno constitucional pagados para delatar ó destruir á los partidarios del poder absoluto. Esto explica también por qué bajo el chaleco se ponía unos cuantos pliegos de papel de estraza: era un pelo de su invención destinado á embotar el golpe del puñal homicida.

Pero vean Vds. que extraña anomalía: D. Justo sólo desconfiaba de sus semejantes En todo lo demás des­cansaba con una confianza tan absoluta como el gobierno con que soñaba.

No creía en la hidrofobia ni en los temblores de tierra. No tenía la más ligera idea Je la electricidad ni de sus fuerzas destructoras; así es que se burlaba de las

tormentas, diciendo que el rayo era una cosa mitológica, invención de gcnie miedosa y sin corazón.

.:-Jl» i<«J,»»r«^ y •,; l . t B H , - . • . . - . . . * . . » _ . - -

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E n cambio demandaba silencio á la tertulia más animada; cortaba todas las conversaciones y exigía una atención solemne, casi religiosa, a rqueando el cuerpo, aguzando las orejas, extendiendo el brazo y apuntando con el índice á un punto invisible en el espacio cuando oía sonar á lo lejos las ruedas de un vehículo, creyendo que la artillería estaba en movi­miento ó que redoblaban los tambores . Otras veces, la causa de esta pantomina, que se repetía con fre­cuencia, era el pregón de un vendedor ambulante que él lomaba por el grito de una turba sediciosa, van­guardia de la revolución.

Cuando en la pareJ de cualquier habitación veía una raya ó lista, se acercaba en seguida á investigar sí era la rendija de una puerta secreta. Los garabatos que los chicos pintarrajean en las fachadas con car­bón eran señales misteriosas, citas ó avisos.

D. Justo tenía la pretensión de adivinar por el rostro los pensamientos de los demás; nunca tomaba las palabras en su verdadero sentido; siempre les ba­ilaba el sentido oculto, la intención del que las pro­nunciara . Resultaban de esto m u y cómicas disputas; parecía que los adversarios jugaban al juego de los despropósitos. D . Ju s tó se acaloraba mucho contes • tando á cosas que él se imaginaba y que nadie había dicho ni pensado; á tal pun to llegaba su acaloramien­to, que casi siempre concluía por hacer cuestión de puños todas las cuestiones. Este era tal vez el origen de que la gente del t rueno, en el Gasino, le hubiese variado el nombre y le l lamara D. Injusto.

Una vez en el terreno de las sospechas, no se con­tenía; las suposiciones se sucedían unas á otras en escala ascendente con increíble rapidez. E ran la bola de nieve.

D. Justo llevaba ordinar iamente un grueso bastón que le servía para golpear las paredes y averiguar por el soríído si eran huecas ó macizas.

C o m o gozaba de una regular fortuna, no se le co­nocían parientes y tenía rasgos de esplendidez algo raros en solterones de su edad, las familias mejor aco­modadas le franqueaban sus puertas y le toleraban sus excentricidades. Los jóvenes del Casino eran úni­camente quienes le hacían rabiar, discutir y sudar; pero aun éstos contenían sus b romasen ciertos límites.

La hgura histórica más grandiosa para D. Justo era la de Luis XI .

Terminaré este boceto con algunas de las frases que repetía sentenciosamente:

—Quien desee vivir t ranquilo no se fíe ni aun de su camisa.

—El más cruel enemigo de los hombres es el hombre.

—La vida es una cont inua guerra donde abundan las emboscadas; para evitarlas es poca toda precaución.

—Ser franco y ser tonto es una misma cosa. Supongo que ya conocéis á D. Jus to , ¿ehf Si no

le conocéis, al menos os habrá cansado. ¡Todo se compensa en el mundo! Dejémosle por ahora tranquilo y pasemos á trabar

relaciones con otras cosas y otros personajes.

II

Por aquel mismo tiempo había en ia ciudad un barbero-peluquero-dentista-sangrador l lamado Poli-carpo.

La coexistencia de Policarpo y ü . Justo no debe extrañar á nadie, porque no se t ra taban: ni aun se conocían.

Sin embargo, la tienda de Policarpo estaba en el

mejor sitio de la ciudad; y como divisa de su profe­sión, á más de las bacías de metal amari l lo, que se balanceaban colgando de una percha, veíanse en la vidriera unos cuantos rizos de indefiniblé-color: al que lilis se asemejaba era al de las bacías. -,

Pero la maravilla, el pasmo, estaban en el interior de la t ienda.

Policarpo no había hecho en toda su yida más que rasurar barbas: es decir, arañar pieles; á pesar^de eso, tal vez por ahción á los efectos escénicos, la de­coración no dejaba nada que desear. Aquí las nava­jas, algunas de las cuales tenían cuchillas angostas, como corta plumas; allí instrumentos de acero que afectaban diversas y caprichosas formas; unos la de una S, otros la de tenazas: otros la de espiral; por acá asombraba la mente y espantaba los ojos una d e n t a ­dura de gigante, por allá dos dientes sucios separados cerca de una pulgada uno de otro; en esta pared una muela descomunal , en la otra un colmillo que no le iba en zaga. Pero el mayor lujo, lo que daba á la tienda un aspecto fantástico, eran las cabelleras; h a ­bíalas en gran cantidad y de variados matices; negras, rojai, verdo-^as.

El que entraba en la tienda de Policarpo podía hacerse U ilusión de que penetraba en la salvaje cho­za de un valiente caníbal .

Según Policarpo, el origen de su tienda pertenecía á la más remota antigüedad. Uno de sus antecesores, l lamado Rompelazas, tuvo la s ingular idea de adqui­rir navajas fabulosamente usadas, creyendo m u y de verás que habían pertenecido á los héroes más céle­bres de la historia, y sobre la puerta del estableci­miento puso entonces ia siguiente muestra: Barbería de los valientes.

Es bastante conocida la siguiente anécdota; pero quiero referirla, porque el buen Policarpo se le a t r i ­buía á su ilustre antecesor, ya nombrado .

Una mañana entró en la Barbería de los valientes cierto labriego cuyo rostro indicaba la más candida buena fe. Recibióle Rompelanzas con gran agasajo, y él mismo se dispuso á servirle, endosándole los pa­ños y hundiéndole en la garganta la bacía, con tanto esmero, que la mella de esta parecía más bien que es­taba en la nuez del paciente.

Después de haberlo enjabonado á su sabor, mien­tras hablaba del tiempo y de los trigos, preguntó me­losamente al labriego:

—¿Qué navaja quiere Vd.? Encogióse aquél de hombros y articuló penosa­

mente: —Cualquiera. —¿Quiere Vd. la de Carlo-Magno, la del Cid, la de

Roldan, la de. . .? —La que haga menos daño. —Bien; voy á darle el primer repaso con Aníbal .

y luego lo descañonaré con Bernardo del Carpió. Y diciendo y haciendo pasaba rápidamente por un

pedazo de cuero el verduguillo, como gráficamente le l laman.

Apenas hubo comenzado la operación, ponderan­do la honra de la cara que , mora lmente , se ponía por este medio en contacto con la de Aníbal , cuando el labriego lanzó una especie de gemido.

—¿Qué es eso? . . . ¿Le incomoda á Vd.? El labriego hizo una señal de asentimiento.

—Tiene Vd. razón, prosiguió Rompelanzas, al hn y al cabo Aníbal no era más que un cartaginés. Aho­ra probará Vd. de lo bueno.

El labriego le miró asustado. — Esta es la del Gran Capitán, navaja española,

pura sangre.

LA NOVELA ILUSTRADA 395

Y Rompelanzas repetía los pases en el pedazo de cuero.

—¿Qué tal? le preguntó haciéndole un rasguño. El labriego hizo una señal negativa y gesto de

dolor. —-Nada, allá va el Cid Campeador, que es.mi favo­

rito. ¡Apenas degolló moros el Cid!... El labriego le miró de reojo, c6mo si temiese que

también degollara cristianos. ^ ,..•-', —jVerá Vd. que blanda y suatVe! - ¡ A y ! . . . —Pues señor, apelaré á los Niños de Ecija^ que es

mi último recurso para los cutis excesivamente deli­cados.

El labriego, que hasta entonces apenas despega­ra los labios, y que ya tenía lleno un carrillo de sangrientos surcos, se arriesgó á preguntar tímida­mente:

—Diga Vd., maestro, ¿no podía Vd. afeitarme con la navaja de Juan Lanas?

Pero dejemos la historia de la tienda y volvamos á Policarpo. Sus dos más gratas ilusiones consistían en inventar una pomada para hacer brotar el pelo y for­mar discípulos aventajados en el arte de bien hablar y escribir la ienguacasiellana.

Por el tiempo á que se refiere esta historia tenía uno cuya inteligencia clara y despejada, cuyo espíri­tu vivo y penetrante no se había contentado con las lecciones del maestro, y hacía mucho que tomaba las que le diera cierto fraile exclaustrado que le profe­saba un cariño casi paternal.

Este mancebo, honra y prez de los de su raza, te­nía la mano derecha algo defectuosa, por lo cual le apellidaban el Manco\ pero tal defecto no le impedía manejar el verduguillo como el más diestro rapador.

Era el Manco un chico dócil y simpático, de esta­tura mediana, pelo de mechones rebeldes, rostro me­lancólico y ojos negros, grandes y reflexivos. En la sabia escuela del exclaustrido había adquirido cono­cimientos, extensos, aunque no muy profundos: la gramática, el latín, la geografía y la historia, rudi­mento*' de algunas lenguas vivas, y la literatura an-tiguEtiy. moderna era lo que principalmente los cos-tituíáhi *

Su natural modestia apenas dejaba traslucir tales conocimientos; muclias pe.-sonas, no obstante, los ha­bían adivinado; y daban la enhorabuena á Policarao, que orgullosamente se atribuía toda la gloria delflis-cípulo.-' ;

Las letras tenían para el pobre Manco una atrac­ción irresistible.

Su j¿ocacÍón estaba ya marcada, determinado el porvenÍír¿;.

Nady^^ás que ^¡exclaustrado estaba al corriente de los wi^ños y las aspiraciones del Manco. Cuando este hiiJáa[Compi\adÍJ'> que á su genio le habían cre-

^s, qui^ ) YO Un. Una comezón extraordina-" d inqui^Arle, la de ver en letras de molde

cido las ría em sus ide

Des s de mu(3ics desvelos, de muchas consul­tas, de nilicho papel,emborronado y de mil dificulta­des vencidas^ ll,egó por fin la solemne aurora de la publicidad.

Una hermosa mañana apareció en las columnas de El Eco del Mediterráneo^ periódico de la locali­dad, el siguiente artículo humorístico, género que eli­gió por parC'Cér líjenos pretencioso.

'Va supondrán nues|íos,;lecíores que el Manco no comió ni durmió en lostrfcy^díasgue precedieron á su salida.

Helo aquí:

<iLa na r i z

«¡Oh! Tú. la má.'; noble, la má.s modesta, la más expresiva y espiritual de las facciones humanas! Yo te saludo.

>JY no te saludo quitándome ceremoniosamente el sombrero como un acto de mero cumplido, sino que lo hago poseído de un entusiasmo ferviente, y hasta procurando modular mi voz como si fuera á can­tarte.

«¿Y por qué no? Los poetas han sido injustos con­tigo. Ellos no han tenido acordes en su lira más que para el límpido rayo de unos hechiceros ojos, para la dulce sonrisa de una boca que viene perlas como la alborada, para unos labios de grana o de carmín, para una tersa frente, etc., etc. Tú siempre les has parecido indigna de su musa.

»Yo, que no tengo preiensiones de poeta, puedo permitirme al menos tenerlas de hombre justo.

"Todos los días leo descripciones, retratos hechos á pluma, en que todas las facciones de un rostro se llevan los premios y los accésits; la pobre nariz ape­nas si alcanza una mención honoríficai ¿Por qué esa injusta parcialidad? Tal vez porque es modesta y no brilla.

)>Y, sin embargo, ninguna otra facción pudiera alegar mejor derecho para mostrarse insolente y or-gullosa. Ella campea en medio d ^ ; ^ redondo ú ova­lado pedazo dej s'érfísico, que.^Sf^án dicen, reñeja el ser moral. Ella ejerce importantes funciones. JBrillat-Savarín !a llama la vanguardia: del gusto. EJla da nobleza y rñajeslad. ¿Habéis observado la mezOTina, la mísera expresión de los chatos? a

«Los animales que más se distinguen por su inte­ligencia y afecto al hombre, con quienes llegan, por decirlo así, á identificarse, son aquellos en quienes predomina el uso de la nariz: emperró y el elefante.

»De aquí han deducido algunos que un olfoto es-quisito es prenda seguradefidelidad, y que una nariz, con la cual puedan llevarse á laboca los manjares, es muy útil para los que no tienéi? brazos: mas yo de­duzco solamente la nobleza d,(ú^í dt;fendida.

nlJna gran nariz se ha tenido en ciertos tiempos por atributo rea!; pero la vercUd es que su tamaño nada tiene que ver con sus c.uilt idades reales.

«Hay muchas gentes, y hasta autores muy serlos, que le atribuyen íntimas relaciones con ciertas pro­porciones líiusculares. No lo"crean Vds. Esas son ca­lumnias que la envidia.de las demás facciones ha es­parcido piara empanar su honor.

»¿Y qué diré de la discreción y la franqueza que la distinguen?

«¿Os reís? »Sí señor, es franca al mismo tiempo que discreta,

porque ni engaña ni hace imprudentes revelaciones. «¡Cuántas veces la mirada más impenetrable deja

escapar un'rayo que la vende! La boca más circuns­pecta, á \cczs también, deja escapar una palabra, una sonrisa, un gesto, que revelan un mundo de pensamit;ntos. Las cejas, arqueándose o frunciéndo­se involuntariantente, suelen también decir mucho.

»La nariz nunca dice nada. »SÍ algo revela, y entonces Ip hace de una manera

constante y muda, es el verdadero carácter del que la posee, sin que hasta ahora hayan podido adivinarse los medios que adopta para hacer esa revelación; por eso es eminentemente espiritual.

)>Hay un caso, un solo caso en que su elocuencia deja de ser muda y adquiere una sonoridad que envi­dian muchos instrumentos. Este caso es aquel en que se introduce en.sus respiraderos lin cuerpo extraño;

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DON JUSTO

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el estornudo sobreviene entonces, y luego esfuerzos inauditos para arrojarlo estrepitosamente. .

«Supongan Vds. una nariz virgen de todo polvo, en cuyas ventanillas se aloje por mediación del pul­gar y del índice una buena dosis de rapé. Vedla como se contrae, searruga, se colora y concluye últimamen­te por sacudirse el polvo de una manera inimitable para los demás órganos del cuerpo humano.

»Hay pueblos salvajes donde se acostumbra aplas­tar la nariz de los recién nacidos. Esta costumbre dice mucho en favor de los indicados pueblos, pues denota un gran espíritu de observación y una tendencia tilo-süfico social muy marcada. Semejante procedimiento tiene la ventaja de dar á los individuos de aquella na­ción un sello especial, la de igualarlos á todos y la de quitar á las fisonomías esa expresión característica que es como el rellejo de sus cualidades morales.

nSÍ, señores; la nariz, á más de lo que por sí mis­ma expresa, tiene la facultad de dar alma y carácter á las demás facciones.

»Un diplomático sin narices sería el más perfecto de los diplomáticos, porque sería impenetrable.

»Toda la celebridad del príncipe Tayllerand la debe á su nariz, que, segim dicen, tenía una aparien­cia metálica, plomiza, que hacía de su rostro como una máscara de hielo, donde era imposible leer cosa algu­na. Con el tiempo las naciones civilizadas han de adoptar, estoy seguro, ciertas costumbres salvajes.

"Otros pueblos hay (se me figura que estoy leyen­do mi discurso de recepción en la Academia) donde consiste el saludo en frotarse mutuamente las narices dé la misma manera que cuando tratamos de afilar uno con otro dos cuchillos.

«¡Cuánto más digno es este saludo que el que nos­otros usamos!

nEn el apretón de manos, en el abrazo, en el beso, hay cierta volupiuosidad que debiera proscribirse. En cambio, ¡qué afecto tan suave y casto revela el roce de dos narices graves, serias y hasta pensadoras.

»Ese pedacillo cartilaginoso, de original figura, colocado en medio del rostro de la humanidad, sere­no, impasible, contemplando desde lugar tan distin­guido sus miserias y flaquezas, tiene algo de sublime. Parécese á la imagen del varón justo descrito por Ho­racio, que: "Aunqueel mundo cayera hecho pedazos»

Impavidum ferient ruina'.

Ya he dicho antes de ahora que es evidentemente espiritual; aduciré algunas pruebas porque no se crea que baso mis argumentos en el aire.

"La nariz f^arece tener un alma que le es propia y le presta sus diferentes cualidades; porque admira y sorprende no poder determinar que líneas easí imper­ceptibles coniituyen su infinita diversidad de expre­sión.

nLa variedad de los rostros es inmensa; ¿en qué consiste? En la nariz. Quitad las narices á la humani­dad y encontraréis muchos rostros parecidos.

nPoneos una nariz postiza, y ya estáis perfecta­mente disfrado.

nEl abate Lavater, que era hombre que lo enten­día, da mucha importancia á la nariz en la significa­ción del rostro, y arguye una prueba más en favor de su espiritualismo poniendo á Sócrates por ejemplo. La nariz de Sócrates parece á primera vista innoble; era pequeña y remangada por la punta. Pero déte-teniendo el examen y mirando con el alma, se com­prende que debía estar sobre una boca dispuesta siem­pre á beber cicuta.

"Cuando Colon pisó por primera vez la tierra americana, los naturales del país visitaron los buques, y como los objetos que veían eran nuevos y descono­cidos, trataban de dcirse cuenta de ellos por medio del olfato. ¡Qué admirable instinto! ¡Cómo en este solo rasgo se revelaban ya los que habían de ponerse al frente de la civilización en el siglo XIX.

"Que la nariz es honrada y virtuosa, no hay para qué demostrarlo. Cuando su propietario se entrega al desorden y á la crápula, en seguida lo delata á la so­ciedad, ruborizándose de vergüenza con un subido encarnado. Si lo domina el juego, también lo delata palideciendo de indignación.

nDícese frecuentemente que los ojos son las venta­nas por donde se asoma el alma. ¡Mentiral Las ver­daderas ventanas ó ventanillas son las de la nariz. Sí ' el alma no asoma á ellas será porque no se le antoje. En cambio se asoman otras cosas. ,

»E1 pobre Ovidio debió una parte def ún nombre, de su gloria y de sus desgracias á su descomunal na­riz. Sin ella seguramente no hubiera escrito las poe­sías que le han hecho inmortal.

«En fin, para terminar el elogio de esta excelen­tísima aunque pequeña parte cíe nuestro ser, baste decir que es el mejor termómetro que se conoce.

»Color natural.—Temperatura elevada. «Palidez mate.—De cinco á diez grados. «Color rosado que aumenta en intensidad hacia la

punta.—Cero. «Rojo subido.—De uno á cinco bajo cero. I «Violado ó carmesí (según los temperamentos).—'

De cinco bajo cero hasta la más baja temperatura. «Por instinto natural todo el mundo defiende sit

nariz escudándola con el brazo. Esto algo quiere de­cir, y aunque en opiniones no estemos enlazados por más vínculos que éste, debe bastar para que unáis vuestra voz á la mía, y entonemos un himno cuya música será la del himno popular inglés God sdve the king, y cuya letra, que estoy componiendo ahora, co­mienza asi: (

«Dios salve á la nariz.» ,' EL MANCO.!

ni

La mañana en que vió su primera luz el anterior artículo hubo en el Casino una gran conmoción. El elemento joven, que era el que allí predominaba, ce­lebraba una de sus más ruidosas conferencias con mo­tivo del debut literario del aprendiz.

Uno de los jóvenes tuvo, sin duda, una feliz ocu­rrencia, porquefué corriendo de boca en boca, llevan­do consigo ruidosa hilaridad y estrepitosas muestras de aprobación.

El Eco del Mediterráneo tenía su pane en la feliz ocurrencia, pues todos se lo disputaban.

—¿Quién se encarga de la embajada? preguntó uno. —Yo. —Yo. —Yo.

Y el monosílaboj'o atronóelespacio,repetido por veinte ó treinta bocas. ._

—Cuidado, señores, añadió el de la pregunta, que también era autor de la idea; cuidado que es delicada la misión: se necesita mucho tacto, mucha diplo­macia...

—Eso es; y luego aquí, entre todos, completar la obra.

—Que sea Cándido el embajador: dijo una voz: —¡Cándido, sí, nol contestaron otras voces.

3!)8 LA NOVELA, ILUSTRADA

—¡Al ordea! que se ponga á votación. —lA votar! ¡A votar!

Hecha la votación, resultó elegido Cándido por una gran mayoría.

Cándido salió, y los demás fueron poco á poco dispersándose después de citarse allí para las ocho de aquella noche.

Sigamos á Cándido. Pocos minutos le bastaron para llegar á una casa

destartalada y sola, contigua á un solar abandonado mucho tiempo hacía.

Aquella casa no constaba más que de planta baja y piso superior. En nada se diferenciaba de otras muchas de la misma calle, y sin embargo, parecía una fortificación. Las cuatro ventanas y el balcón, así como la puerta de la calle, se veían herméticamente cerradas.

Cándido, sin admirarse de aquel aspecto, cogió resueltamente el aldabón y dio unos cuantos golpes.

Al principio cualquiera diría que había llamado á la mansión de la muerte: todo era en su interior si­lencio y reposo. Mas al cabo de cinco ó seis minutos oyese algún ruído, y una ventana del piso alto se abrió, dando paso, primero, á un gorro de terciopelo negro; luego, á una cabeza.

—¿Qué se ofrece? preguntó la cabeza del gorro de terciopelo.

—Abra Vd., D. Justo, respondió Cándido. Vi. Justo, porque suyos eran la cabeía y el gorro,

no se dio prisa a obedecer: avanzó con precaución la mitad del cuerpo y volvió á preguntar:

—¿Pero qué ocurre? ¡Ah! ¿es Vd. Cándido? añadió reconociéndole.

—Tengo que hablar con Vd, sobre un asunto que atañe á su honra y á su dignidad.

—Estoy tan ocupado... ¡Mi honra! ¡MÍ dignidadl añadió para sí, Pero, ¿qué bulto es ese que trae usted en el bolsillo? volvió á preguntar siempre desde la ventana.

—El pañuelo y un periódico de hoy, contestó Cán­dido, enseñándole dichos objetos.

—En fin. si es cosa tan importante lo que... — iYa verá Vd.l

Todavía se tomaron algunas precauciones y se tardó algiJn tiempo en entreabrir la puerta de la calle para dar paso á Cándido é introducirlo en una sala baja qu2 D. Justo llamaba fastuosamente su despa­cho, donde no había más que una mesa de cedro y algunas sillas de guilapercha llenas siempre de polvo.

Cándido, conociendo muy bien el carácter de don Justo, no quiso aceptar el asiento con que le invitó.

—Tengo que hacer, le dijo disculpándose. Vengo impulsado por la indignación que me inspira ver un hombre respetable y de los antecedentes de Vd. sien­do objeto de mofa para un miserable que no se con­tenta con mofarse él solo sino que quiere hacer cóm­plices suyo á toda la ciudad, á la nación entera.

—¡Qué! ¡mofarse de mí! ¿quién? ¿cómo? exclamó D. Justo, trémulo ya por un principio de ira concen­trada.

—No quiero que desconfíe Vd. de mí. Ahí le dejo el cuerpo del delito, añadió Cándido, entregándole un periódico; lea Vd. y medite; su penetración hará lo demás, Unicamentd le advertiré que si no toma una resolució enérgica, va á ser la fábula y el ludibrio de todos. Cuente Vd. con mi persona y^ la de mis amigos.

Dichas estas frases, un tanto enigmáticas y miste­riosas, Cándido se marchó gravemente, dejando á don Justo con el periódico en la mano entre aturdido y confuso.

La primer sospecha que despertó este mensaje fué

contra el mismo mensajero; no obstante, después de una larga meditación salió absuelto en el tribunal de D.Justo. Entonces se decidió á inspeccionar aquel pliego ennegrecido que le quemaba los dedos, y para dar á este acto toda la gravedad conveniente, se arrella­nó en un gran sillón de baqueta que olía i despojo de convento, se caló unas gafas, cuyos turbios cristales tenían la virtud de aclarar su cansada vista, tosió y desdobló el periódico.

En vez de comenzar por donde se comienzan todas las cosas, D, Justo lo tomó por el fin, por la plana de anuncios,

—Aquí, dijo para sus adentros, aquí debe estar el cuerpo del delito,

D. Justo siempre había tenido contra los anuncios una prevención extraordinaria. Para él todo lo que se anunciaba era mentira, falsedad^ engaño.

Pues á pesar de todas estas prevenciones, de haber empleado seis cuartos de hora en su lectura y de la mucha tinta que ennegrecía la plana, el resultado es que salió del juicio con la blancura de la más pura inocencia.

Luego tocó la vez al artículo de fondo. En él se trataba de mejorar y embellecer la población, dotán­dola de hermosas luentes y de paseos más amplios y dignos de su culto vecindario. La conveniencia de éstas y otras mejoras inspiraba al articulista reflexio­nes que dieron qué pensar mucho á D. Justo, v

Dado el exequátur al fondo, pasó á las noticias políticas tomadas de los diarios de Madrid, luego á la crónica loca!, y por último á la sección de Varieda­des, donde le llamó la atención este epígrafe con le­tras gordas:

"La Nariz •

—¡Tate! dijo para sus adentros, llevándosela diestra mano á la que adornaba su rostro: aquí debe ser.

¿Visteis la cólera del célebre hidalgo manchego al notar la risa de Sancho cuando se descub'-ió que eran mazos de batanes lo que habían creído el principio de una peligrosa aventura contra endiablados gigantes? Pues fué nada en comparación con la de D. Justo, conforme avanzaba en la lectura del malhadado artí­culo: á buen seguro que si hubiera tenido un lanzón y sobre quién descargarlo, no lo escapara tan bien ia víctima como el buen escudero.

Llevado de su natural suspicacia y excitada esta además por las palabras de Cándido, creía encontrar en cada línea una alusión personal. Y la verdad es que el más lince no hubiera podido hallar otra revela­ción entre el artículo y D. Justo que tratarse en aquél de la nariz y tener éste una muy respetable y colora­da. Pero D. Justo se preciaba de ver más allá de sus narices.

—¡Canallas! ¡infames! ¡pillos! murmuraba sorda­mente, haciendo con estas exclamaciones un parénte-tesis en cada palabra.

Luego que terminó, vistióse aceleradamente, y po­niéndose por la calle la corbata, se dirigió al Casino, Solo tres individuos de la pandilla de Cándido se en­contraban en él jugando al billar, Al ver á D. Justo le salieron precipitadamente al encuentro con la com­pungida cara de quien da un pésame.

—Mucho siento que un mal intencionado rapaz lo haya elegido á Vd. por blanco de sus tiros, le dijo uno.

—¿Ha visto Vd. que insolencia? añadió otro. —Puede Vd, contar con nosotros para todo cuanto

se refiera á ese desgraciado lance, exclamó el tercero. El castigo debe seguir inmediatamente á la ofensa.

L A N O V E L A ILUSTRADA 399

>, replicó

D. Justo les apretó convulsivamente la mano en señal de agradecimiento sin poder pronunciar una sí-Jaba; tan agitado y nervioso estaba.

—Pronto vuelvo, articuló al Hn con voz ronca, y volvió á salir como un cohete.

No estaba lejos la redacción de El Eco del Medite­rráneo .

D. Justo se dejó caer en ella como una bomba. —¿Quién ha escrito esto? preguntó á los redactores

estupefactos, enseñándoles con iracundo ademán el ofensivo impreso.

—¿Quién ha escrito esto? volvió á preguntar , viendo que no le contestaban tan pronto como su impacien­cia exigía.

— Caballero, dijo entonces uno de los redactores, no tenemos obligación de contestar á quien nos pre­gunta con tan poca cortesía: si tiene Vd. algún moti­vo de queja, nosotros y nuestro director, ausente, acep­tamos toda la responsabilidad de lo escrito, y estamos prontos á satisfacerle en el terreno que elija.

Ca lmado con esta digna respuesta. D. Justo les explicó más sosegadamente la causa de su agresión. Los redactores se miraron unos á otros procurando reprimir la risa, y trataron de demostrarle su error.

— U.Medes no están en antecedentes, les respondió 1). Jus to; veo que han sorprendido su buena fe para arrojarme este insulto á la cara delante de la nación entera, y por tan to , les suplico que digan el nombre del autor .

—El autor no trata de ocultarse, dijo el redactor que primero hablara; su firma va al pie del ar t ículo: no tenemos secreto alguno que guardar .

—Yo creí que la firma era un pseudónimo, D. Justo .

—No, señor; es un apodo por el cual conoce la m i ­tad de la población á uno de los mancebos de Poli-carpo, chico modesto y aventajado, que hasta ahora no ha dado á nadie motivo alguno de queja.

—¿Dónde vive ese Poücarpo? —Desde aqu í justamente se ve la tienda, dijeron

señalándola por la ventana. D. Justo salió otra vez echando chispas despue's de

asegurar las señas. Muy descuidado y satisfecho estaba el buen Pol i -

carpo en medio de su tienda pasando sobre una pie­dra con amor cierto instrumento que á primera vista no podía adivinarse si consistía su uso en afeitar ó ri­zar el pelo, y que era nada menos que la navaja The-místocles, heredada de su antecesor Rompelanzas, cuando un estrépito inusitado le hizo brincar de sor­presa.

Las cabelleras se agitaron, chocáronse las muelas, temblaron las paredes, rompiéronse dos vidrios, los rizos cayeron, y las vacías lanzaron una vibración metálica al abrirse las puertas de par en par, merced á un vigoroso empuje, dando paso á un hombre des­compuesto y con el sombrero echado atrás .

Era D . Justo. Quedáronse los dos mirando de arriba á aba­

jo, como dos adversarios que tratan de medir sus fuerzas.

—¿Quién es Policarpo? ¿Quién el ;\/ÍI«CO? interpeló D . Justo, pudiendo apenas respirar por la agitación de la carrera y el esfuerzo que acababa de hacer.

A estas preguntas contestó Policarpo con estas otras, sin dejar de blandir á Themísiocles. que . en honor de la verdad, aún conservaba prestigio bastan­te para mantener á D. Justo á una prudente dis­tancia.

—¿Sabe Vd. dónde está? ¿Quién es Vd.? ¿De dónde viene Vd.? ¿A dónde va Vd.?

Si las preguntas de Policarpo se hubieran escrito en una hoja de papel, y ésta se hubiera echado á vo ­lar por esos mundos , armárase una batahola de los demonios.

Espiritualistas y materialistas, eclécticos y racio­nalistas, alineáranse como para dar una batalla, y es posible que aun los muertos hablaran desde sus t u m ­bas. Todos los incomprensibles, desde Kaut hasta He-gel y Krauss; todas las escuelas de la antigüedad ca­pitaneadas por Pitágoras, y los espiritistas, desde Svredemborg hasta mister í^ume, atronarían el es­pacio.

Pero aquí no sucedió nada de eso. Ni D. Justo ni Policarpo sabían una jota de filo­

sofía; así es que D. Justo nada tuvo que replicar cuan­do su adversario, con la mayor sencillez, resolvió ?si las cuestiones propuestas:

—Está Vd. en mí casa, y en ella tengo derecho á que se me respete. Usted sin duda es un loco furioso escapado de su jaula, y va Vd. á volverse al manico­mio de donde ha venido.

Sin la influencia de Themístocles, es m u y posible que Policarpo no hubiese terminado el anterior pe­ríodo. D. Justo se puso amoratado hasta hacer creer en la inminencia de una apoplegía.

Las primeras palabras que pudo pronunciar , co­miéndose al barbero con la mirada, fueron estas:

—lAh! [conque Vd. también hace bofa de mí! Estaba tan furioso D. Justo, que no advirtió la

gracia de su invención. De tas palabras befa y mofa había compuesto una nueva que participaba de ambas .

—¡Yo! contestó Pol icarpo, lo que quiero por lo pronto es que me pague Vd. los vidrios que ha hecho pedazos .

— ¡Bien! ¡bien! ¡está bien! ¡ya nos veremos! Y don Jus to , volvió á salir con la misma impetuosidad que entrara.

Verdaderamente había razón para creer con Poli-carpo que D. Justo no se hallaba en su sano juicio. Es imposible narrar todos los disparates que hizo aquel día. Su natural desconfianza le abandonó . ¡Tan ciertos y poderosos son los extragos que causan las heridas de amor propio!

Po r la noche hubo en el Casino una verdadera función. D. Justo peroró, gesticulo como un energú­meno.

— ¡ H u m ! . . . ¡Huml . - . decía mascul lando el art ícu­lo; la alusión está m u y clara . «Quitad las narices á la humanidad . . . » ¡Pues! ¡Esta humanidad es la mía! jY aconseja, pide que se me haga una horrorosa mutila­ción! Es verdad que se dice en son de broma, pero la in tención. . . la intención es lo que yo miro .

—¡Hola! ¡hola! ¡conque mi nariz delata mis vicios! decía después: ¡conque soy un bor'-achol N o tenga Vd. cuidado, señor Zurdo ó señor Tuer to ; ya ajusta­remos cuentas. Y esto lo decía cerrando los puños y amenazando con ellos á un invisible autor que parecía tener delante.

— ¡Eso! ¡eso! D. Jus to , es necesario hacer un escar­miento que imponga á los demás, saltaba un sociode los más chuscos; si no torna Vd. esa determinación, mañana nos vemos todos en caricatura.

Algunas personas formales que presenciaban aque­lla escena, trataron de intervenir temiendo que la bro­ma tuviese un fatal desenlace; pero la tu rba-mul ta de los calaveras ahogó sus voces y determinó por unani­midad que era imprescindible un duelo.

—Las manchas de la honra no salen más que con sangre, dijo uno trágicamente.

Determinado el duelo y elegidos los padr inos , sur­gió la dificultad de cómo se balería D. Justo con un

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manco, sin verse expuesto á la crítica y la maledicen­cia. Este obstáculo se hallanó también dandoal Manco la elección de las armas y la designación de las demás condiciones que equilibrasen la desigualdad física de ambos contendientes.

A las diez se disolvió la reunión. Por extrañaque parezca la alucinación deD. Justo,

explícase perfectamente, si se tiene en cuenta su carác­ter suspicaz, su falta de criterio y sobre lodo las mu­chas burlas que habían llovido sobre su ancha, larga y colorada nariz.

Considere el lector cuáles serían el espanto y la admiración del pobre Manco, muchacho débil, sensi-

^ ble y tímido, cuando al día siguiente se le presentaron dos jóvenes elegantes y burlones á proponerle un duelo con el militar excarlista. Por más que se deshizo en satisfacciones y escusas, pálido, trémulo y confun­dido al ver las inesperadas consecuencias de su ino­cente artículo, los padrinos, fingiendo obedecer las se­veras instrucciones del agraviado, permanecieron ine­xorables.

Policarpo,quc se hallaba presente y no era manco, hizo una proposición que no fué aceptada, porque se quería que el verdadero delincuente sufriese el con­digno castigo. La proposición fué que él se batiría con D. .lusto. l.os padrinos de éste se marcharon des­pués de rogarles que les enviasen personas con quie­nes pudiesen entenderse acerca de las condiciones del duelo.

Inútil es decir que el Manco á todo estaba resuelto menos á batirse. Toda la mañana anduvo corriendo por la población, temiendo encontrarse á cada paso con la irritada sombra de D. Justo, viendo á cuantas personas se interesaban por él, llorándoles y refirién­doles la espantosa cuita en que se hallaba. Algunas le sosegaron ofreciéndole su protección; pero todas es tuvieron conformes en no comprender una palabra del asunto, á no darles la explicación de Policarpo: que D. Justo debía estar en Leganés.

A medio día recibió D. Justo la visita del exclaus­trado, que procuró dar á la conferencia un carácter eminentemente pacífico y convertirla en amigable, refiriendo las aspiraciones de su ahijado, y aun redi-culizándolas por hacer gracia á su feroz y obstinado interlocutor.

Todo fué en vano. —Pero señor, exclamaba el conciliador viejo, ¿qué

palabra, qué frase, qué idea es la que ha podido ofen­der á Vd. y hacerle sospechar esa alusión invero­símil?

—¿Qué? replicaba D. Justo, agitándose en su asien­to y rechinando los dientes; todo. ¿A Vd. se le figura que me chupo el dedo? Y no soy yo solo quien ha visto la alusión; cuantos han leído ese envenenado artículo, me le han advertido inmediatamente, por más que esté muy bien embozada con las citas de los puli­ólos salvajes^ de Sócrates de Taylierand; por más que hable de espiritualismo, de modestia de pirtud\ y en fin, por más que parezca referirse á la nariz de todo el mundo, todo el mundo conoce que es la mía. Y esto no ha de quedar así.

El exclaustrado, después de habci" agotado inútil­mente todos los medios de persuación, tuvo que mar­charse convencido de quese las había con un loco.

La aventura se extendió por toda la ciudad. Unos defendieron la broma, otros la atacaron, y todos tu­vieron sabroso pasto para las veladas.

Entre tanto, con las idas y venidas de los padrinos, el miedo del Manco, su disgusto y su excitación ner­viosa durante aquellos días, llegaron á tal punto, que

^ ^ i d ^ ^ S i ^ y ó gravemente enfermo.

Esta circunstancia hizo recaer las simpatías sobre el incipiente escritor, y ciertas personas influyentes, cuya autoridad era generalmente respetada^ conven­cieron á D. Justo de su injusiicia, y echaron una se­ria reprimenda á los jóvenes causantes de todo aquel escándalo.

Las tranquilas ondas, un momento agitadas por aquella ráfaga, volvieron á tomar su acompasado oleaje.

Pasaron días: el enfermo entró en convalecencia, y al fin sanó del todo, volviendo á sus antiguas ocupa­ciones barberiles. La literatura, sin haber perdido para él su encantador atractivo, le producía un santo y repulsivo horror cada vez que recordaba sus amar­guras.

D. Justo, por su parte, aunque cedió á sugestio­nes poderosas, no volvió á su tranquilidad sino apa­rentemente. Cuando estaba solo se mordía los puños, echaba espumarajos poi la boca y juraba atroz ven­ganza.

Una noche que algo larde volvía el Manco á casa de su patrón, después uc haber evacuado diligencias que éste le encomendara, sintióse de repente cogido por una mano vigorosa que le apretaba el cuello; lue­go un violento empellón le hizo rodar, y una lluvia de palos cayó sobre sus costillas, sin que pudiese co­nocer más que por instinto ó por adivinación la mano que se los prodigaba.

Herido y contuso entró el Manco arrastrándose penosamente en la barbería, donde fué auxiliado por Policarpo, que no pudo arrancarle una palabra sobre aquella desventurada aventura.

Una buena sangría, y medio mes de guardar el lecho, bastaron para que tornase el Manco á sus ocu­paciones habituales. A pesar de todas las precaucio­nes que tomo para lo sucesivo, dos veces más se repi­tió esta función, siempre con el mismo misterio, y sin que el Manco se atreviera á quejarse á nadie por temor de resucitar escándalos antiguos, hasta que una mañana Policarpo echó de menos á su mancebo favo­rito: inútilmente lo buscó por toda la ciudad, inútil­mente lo esperó algunos días.

El Manco había desaparecido. Algunos años después fué cuando se supo tjuc

existía en la Habana, al frente de un gran estableci­miento de peluquería, que se había casado y que te­nía hermosos hijos mulatos, herederos de un decente capital.

El Manco, en efecto, se resolvió á huir, y á deste­rrar para siempre de su imaginación las tentaciones literarias.

De toda su antigua ambición y de su pasada vida, no quedaron al Manco más que dos cosas: afición á la lectura, y una especie de debilidad ó afección nervio­sa; apenas veía la trinidad creadora de los mundos li­terarios, ó sea la pluma, la tinta y el papel blanco, se desmayaba.

Espero que al terminar esta historia no suceda lo mismo á mis lectores.

FIN

Inop. de fi Osler, Espirita Santii, 18, Madrid.

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