VOLUNTARIADO LIMA LEE

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BIOCUENTOS LIMEÑOS PARA GRANDES Y PEQUEÑOS

Cuentos infantiles sobre el adulto mayor y biodiversidad en Lima Metropolitana

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Biocuentos limeños para grandes y pequeñosVoluntariado Lima Lee 2021-2

Christopher Zecevich ArriagaGerente de Educación y Deportes

Juan Pablo de la Guerra de UriosteAsesor de Educación

Doris Renata Teodori de la PuenteGestora de proyectos educativos

María Celeste del Rocío Asurza MatosJefa del programa Lima Lee

Fiorella Arteta ParedesResponsable de las coordinaciones

Aracelli Rita Isabel Muñoz HerreraConcepto y elaboración de portada

Ponentes que participaron en las capacitaciones:Ana Lourdes Valverde LescanoAndrea Ledesma SullcaEsther Marchán Tarazona.

Editor del programa Lima Lee: John Martínez GonzalesCorrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla RodríguezDiagramación: Leonardo Enrique Collas Alegría

Editado por la Municipalidad Metropolitana de LimaJirón de la Unión 300, Limawww.munlima.gob.pe

Lima, 2021

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Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

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interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

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BIOCUENTOS LIMEÑOS PARA GRANDES Y PEQUEÑOS

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Pescado frito (Ancón)

Milagros Nevado Chávez

Esa mañana se sentía como el primer día de clases en el colegio. No sé explicar exactamente por qué, pero tenía ese sentimiento. Tal vez era porque dentro de mí había una mezcla de alegría, emoción y expectativa por el paseo que haríamos.

Era viernes y a las 9 de la mañana en punto, como todos los viernes, llegaría papá Augusto a visitarnos. Vendría con su guayabera bien planchada, un pañuelo en la solapa y su infaltable sombrero que lo hacía ver como «artista de cine», según algunas personas.

—¿Ya están listas, negritas?

—Sí, papá Augusto —contestamos al unísono mi hermana Ruthy y yo.

—Entonces, vayan a despedirse de su mamá y díganle que ya regresamos.

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Papá Augusto era mi abuelo por el lado materno. No había semana que no nos visitara a mis hermanas y a mí. Era el mejor pintor, gasfitero, inventor y cocinero que he conocido. Aún hoy, después de tantos años, puedo saborear las delicias que cocinaba las tardes en las que nos quedamos a su cuidado.

Recuerdo también algunos de los programas televisivos que aprendí a amar gracias a él: El gran chaparral, Los expedientes secretos X, Conan El Bárbaro, y el mejor de todos: la WWE, donde me volví fanática de las luchas de La Roca, Triple H y otros muchos representantes de la lucha libre.

Ese día iba a ser diferente, por primera vez saldríamos de paseo con el abuelo a un lugar llamado Ancón. El camino desde Comas —el lugar donde vivíamos— hacia Ancón era largo, tuvimos que tomar un carro que nos dejó en el paradero Pro y luego otro ómnibus que nos llevaría hasta la playa. En el camino, papá Augusto nos contaba cómo años atrás él y sus hijas —mi mamá y mi tía— iban a Ancón regularmente, sobre todo en el verano. Allí paseaban por el malecón, jugaban en la arena y nadaban en las frías aguas del mar.

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—A su mamá le encantaba ver llegar a los pescadores con la pesca fresca del día.

—Papá Augusto, ¿hoy podremos ver eso también? —preguntó mi hermana.

—Claro que sí, no nos iremos hasta ver a los pescadores llegar al puerto.

—¿Y también podremos comprar pescadito para llevar a la casa? —pregunté.

—Jajaja, también —respondió mi abuelo— sabía que ibas a preguntar eso porque te encanta el pescado frito.

Nuestra visita a Ancón fue toda una aventura. Dimos un paseo por todo el malecón en unas bicicletas acondicionadas para llevar tres pasajeros. Podía sentir el aire frío rozando mi rostro mientras contemplaba las casas alrededor, así como a las gaviotas, los pelícanos y los piqueros que volaban por encima del inmenso mar. Luego, paseamos descalzos por la arena y pudimos ver algunas conchitas y erizos que el mar iba dejando a su paso.

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También hicimos un paseo en bote recorriendo algunas de las islas del Grupo de Pescadores. Gracias al guía, supimos que las islas que veíamos eran el hábitat temporal o permanente de algunas aves marinas como el guanay, la gaviota, el zarcillo, el piquero y de mamíferos como el lobo marino de pelo chusco.

Al terminar el paseo, a eso de las 5 de la tarde, vimos llegar a las embarcaciones artesanales llenas de pejerreyes, bonitos, cabrillas y otras pescas del día; tal como mi mamá lo había hecho muchos años atrás.

¡Qué feliz me sentí de regreso a casa! No esperaba las horas de llegar para contarle a mi mamá todo lo que habíamos vivido ese día y, sobre todo, no podía esperar más para saborear —gracias a la sazón de mi papá Augusto— el delicioso pescadito frito que en unos momentos estaría sobre mi mesa.

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Escuchar al gran árbol (Ate)

Luigi Ancajima Coyla

Mis papás me llevaron por primera vez al Parque de los Anillos. En Internet había un anuncio de los «Jueves de patitas», un día de la semana en el que se permite la entrada de mascotas, así que decidimos llevar a Awki, nuestro perro peruano sin pelo. Mamá y papá nos dejaron pasear por dentro, mientras ellos nos iban a esperar en la puerta. Era un lugar muy verde, lleno de árboles y plantas con flores.

Nos detuvimos en el área de juegos. Desde lejos vino corriendo un perro dóberman, y detrás de él corría Juan, un amigo de mi salón.

—¡Draco, ven aquí! —gritó.

Draco pasó como una ráfaga a nuestro lado y Awki fue detrás de él para jugar. Ambos corrieron demasiado rápido, hasta que los perdimos de vista.

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—¿Y ahora cómo los vamos a encontrar? —pregunté, preocupada.

—No hay problema, Diana, mi abuelo nos puede ayudar.

En una banca de madera, al costado de una estatua de jirafa, estaba sentado el abuelito de Juan. Tenía en las manos un lapicero y un cuaderno grande.

—Yo conozco este parque tanto como conozco las páginas de mi cuaderno. Es un área muy grande, y como todo está lleno de árboles, podría ser fácil perderse. Pero tengo un truco para ubicarme.

El abuelo se levantó para ayudarnos a buscar a los perros. Mientras caminábamos, siguió hablando:

—He escrito historias durante toda mi vida. He venido aquí desde hace muchos años. Escribí acerca de cada planta y cada animal. Para poder hacerlo, descubrí que era muy importante escuchar a la naturaleza.

Nos detuvimos.

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—Escuchen con atención, Diana, Juan, el sonido de las hojas de las palmeras, se oyen más agudo que las de los otros árboles.

Seguimos el sonido agudo de las hojas sopladas por el viento. Las palmeras guiaron nuestro camino.

—¿Ahora oyen esos graznidos cerca de los arbustos? Son patos, significa que estamos cerca de la laguna. Cuando lleguemos allí, verán otros animalitos: conejos, cuyes y aves que, por el calor, seguro deben estar refugiados bajo la sombra del gran árbol, que ha estado allí desde hace muchísimo tiempo, y es tan frondoso que les da sombra a varios animales.

En medio del recorrido, el camino se dividía en dos direcciones. El abuelo nos dijo que siguiéramos escuchando con atención. En el lado derecho se escuchaba el agua moviéndose y pequeños chapuzones de aves. ¡Allí estaba la laguna y también el gran árbol! Bajo la sombra, estaban recostados Draco y Awki, cansados, después de haber corrido tanto.

Ya se hacía tarde, así que nos despedimos, pero con la promesa de regresar al parque para seguir escuchando

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al abuelo, que de seguro tiene historias fascinantes que contar, guardadas en las hojas de su cuaderno.

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La gaviota Carolina (Chorrillos)

Gabriela Nicole Acosta Rivas

Gaviota por gaviota, el líder entregó la hoja de ruta para la migración de este año. Además, con un fuerte graznido dio unas órdenes muy serias: «¡Silencio, por favor! Les estoy entregando el itinerario dos meses antes de nuestro viaje. Por favor, es obligatorio que todos memoricen la ruta completa. No quiero que nadie se retrase». El día había llegado, todos estaban muy alborotados, pero listos para emprender el viaje. El líder, quien siempre erguía el pecho y era el más valiente, estaba muriendo de nervios porque su nieta Carolina viajaría por primera vez con toda la bandada. Carolina se miró al espejo y dijo: «Han pasado dos meses y apenas puedo recordar una sola parada de todo el viaje, parada en los Pantanos de Villa, Lima, Perú. El abuelo estará muy decepcionado si llego a perderme. ¿Y si me pregunta en el desayuno sobre el itinerario? ¡Ay! No sé qué le diré».

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—¡Carolina! ¡Papá! ¡Por favor, bajen! —la mamá de Carolina llamaba para el desayuno. Carolina cogió su maleta y sus lentes protectores de aire y salió volando.

—Mamá, desayunaré en camino. Tengo que coordinar unas cosas con mis amigos antes del viaje —dijo Carolina. Ella no quería cruzarse con su abuelo por temor a decepcionarlo cuando descubra que no memorizó la ruta del viaje.

Caminaba y caminaba sigilosa a la costa para encontrarse con sus amigos, pues tal vez ellos podrían ayudarla.

—¡Carolina, aquí! —gritaba su mejor amiga, Paola. Carolina se acercó al grupo de sus amigos y dijo:

—¡No he memorizado la ruta! ¡Me perderé!

—¡Carolina, cálmate! —le dijeron todos.

—Es imposible que te pierdas, volaremos a tu alrededor y te guiaremos. Solo ten a la mano tu brújula en caso nos separemos —Paola la calmó.

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Todos estaban listos. Carolina estaba tranquila porque sabía que sus amigos la ayudarían y tenía la brújula en su mochila, ¿o tal vez no?

Omar, el líder, dio un graznido fuerte indicando que ya era hora de tomar vuelo. Carolina llenó sus pulmones de aire, se puso sus lentes protectores y alzó sus alas para elevarse. Encantada del océano Pacífico se preguntaba cómo serán los lugares donde harán cada parada y en especial los Pantanos de Villa, Lima, Perú. Estaba tan perdida en su pensamiento que de pronto una corriente de aire desvió su vuelo y perdió de vista a la bandada. Carolina asustada paró en la próxima costa que vio. Se sacó la mochila para ver su brújula, pero no la encontró. Casi entra en pánico, pero se tranquilizó y pensó: «Debo preguntar a alguien cómo puedo llegar a los Pantanos de Villa, Lima, Perú. Mi abuelo se dará cuenta y tal vez me espere ahí». Preguntó a casi todas las aves que vio, la mayoría le decían que no conocían la ruta y otras le decían que vuele hacia el sur. ¡Pero ella no tenía su brújula!

Cansada se sentó en la orilla. Se reprochaba no haber escuchado a su abuelo cada puesta de sol.

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Para suerte de Carolina, una familia de flamencos había llegado a esa costa. Ellos escucharon que una gaviota estaba perdida y quería llegar a Perú, e inmediatamente fueron a ayudarle.

—Disculpe, ¿usted es Carolina? —preguntó Federico, el papá flamenco. Carolina se asustó, no sabía si responder o no. Sin embargo, recordó que su madre le dijo que los flamencos son aves que siempre se cuidan entre ellos y también están dispuestos a darle un ala a quien los necesite. Entonces, respondió:

—Sí, yo soy Carolina.

Federico le sonrió diciéndole:

—Sé cómo llegar a Perú, aunque no vuelo tan lejos como tú, una gaviota de Franklin. Puedo guiarte y volar contigo. Además, conozco a otras aves que pueden guiarte tramo a tramo. Así que, si aceptas, mi familia está dispuesta a acompañarte.

Carolina no tuvo opción y aceptó la ayuda.

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Federico y su familia la acompañaron por cuatro semanas; luego la encomendó con un playero pata amarilla menor y su grupo de amigos.

Cerca de la costa peruana, un rayador interceptó el grupo y alertando dijo:

—Carolina, la nieta del líder de la bandada de gaviotas de Franklin, que vienen desde Alaska, está perdida. Por favor, búsquenla en todas las costas de América.

Carolina escuchando eso gritó:

—¡Soy yo! ¡Carolina!

El rayador se sorprendió al verla volando con ese grupo.

—Tu abuelo te espera en los Pantanos de Villa.

—¡Querida nieta! —exclamó Omar al verla a lo lejos y esperó a que su nieta toque la costa para abrazarla.

—Abuelo, lo siento mucho —la pequeña gaviota estaba avergonzada.

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—No te preocupes. Lo bueno es que tus plumas están completas —dijo Omar.

—Pero, abuelo, fue mi culpa, te debí obedecer y aprenderme la ruta. Así no me hubiera perdido —dijo Carolina muy triste.

Su abuelo la miró detenidamente y le dijo:

—No hay nada que podamos cambiar. Eres joven, y es parte de la vida dejar la brújula en casa y aventurarse. Pero si alguien que ha vivido más que tú te da un consejo, es mejor saber por qué lo hace. Ahora, volvamos a casa que la líder del siguiente viaje se llama Carolina, y es mi nieta.

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El camino a tu lugar (Chorrillos)

Juan José Berrio Huamani

Percy tiene 69 años, de los cuales vivió casi todos en Villa El Salvador. Él ha visto crecer casas, construirse pistas y caerse muros. Ha tenido innumerables mascotas, de las cuales solo tiene pequeños recuerdos. Todos los días camina varios minutos para llegar a los Pantanos de Villa; lo hace para poder hacer ejercicio, pero también para poder ver a los animales que le interesan.

Observa las aves migratorias, hermosas y elegantes, son distantes, sabe que solo están un tiempo, pero Percy camina cuando está oscureciendo, quiere observar a la lechuza de los arenales; en su apariencia ve su imagen, se mueve lento cuando está en una rama, pero a su vez enfocado. Tiene una grabadora antigua, pero lo suficiente para poder admirarla a gusto. A veces viene de día, pero no se queda mucho tiempo porque es padre de un guía en la reserva y esposo de una guía también. Les lleva su comida y espera a que terminen para poder regresar.

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En la noche vuelve para regresar a casa con su hijo y su esposa no sin antes poder admirar a las lechuzas.

Ha tomado fotos de todos los animales y de las plantas. Varias de estas se muestran en el recorrido de los guías en la reserva. Él promueve las visitas en su barrio, con sus amigos y familiares. Siente que este lugar es especial porque en la reserva conoció a su esposa, quien es una guía en la reserva, y admiró su trabajo y su pasión.

Hoy es un día especial. Ha regresado temprano y salió más tarde de lo común. Está buscando un lugar para sentarse. Hoy se quedó más tiempo para poder contemplar a las aves y esto es porque es su cumpleaños, hoy cumple 70 años y se tomará una foto con su hijo y esposa dentro de la reserva con el maravilloso paisaje. No se puede ver bien la fotografía, pero eso no le interesa mucho, para él es más importante estar con su hijo y esposa junto a un lugar maravilloso: el ambiente es cálido y se siente feliz de poder tener esta suerte.

Regresa con su familia a casa para seguir con su fiesta de cumpleaños. Su hijo le regala un libro de su animal favorito la lechuza de arenales, su esposa trae un pastel en forma de lechuza y cantan juntos celebrando su cumpleaños.

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Percy se ha despertado al día siguiente. Es temprano. Son las 6 de la mañana, pero él se ve más jovial de lo regular. La felicidad ha cortado sus horas de sueño. Es muy feliz por poder tener una gran familia y un gran lugar donde vivir.

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El abuelo y la lechuza (Chorrillos)

Christopher Elías Carrera Muñoz

Había terminado de escribir la carta a su nieto. En ella le contaba que había entrado a trabajar como guardia en los Pantanos de Villa: «Es un lugar hermoso. ¡Tiene una naturaleza impresionante, muy impresionante! Te va a encantar cuando llegues», le decía en unas líneas emocionado.

Rubén se había jubilado hacía unos meses, pero no quería quedarse en casa y decidió entretenerse colaborando con su sociedad. Siempre le había fascinado la naturaleza. Cuando era pequeño, en su natal Ayacucho, su padre lo llevaba al campo; con él cosechaba la papa, sembraba el maíz, ordeñaba a las vacas. Pero al llegar a Lima mucha de esa naturaleza con la que él había crecido casi no existía; por eso, cuando tuvo el dinero suficiente para comprarse una casa, decidió vivir en Lurín. Cercano a él tendría un oasis, el cual le recordaba la naturaleza de su tierra natal: «Allá teníamos ríos donde había peces

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de distintos colores», le decía a su nieto. Rubén estaba emocionado, aunque había ido muchas veces a los Pantanos de Villa, jamás había tenido la posibilidad de disfrutar de tan cerca y con tanta libertad como lo hacía ahora. «¡Es como tener un gran jardín, uno enorme!», le comentaba a su nieto —que vivía en Santiago de Chile, y pronto vendría a visitarlo a él y al Perú por primera vez—, intentando describir su enormidad. «Seguro que nunca has ido a un pantano. No es como lo quieren pintar algunos, no huele mal ni es asqueroso», trataba de animarlo; «El aire aquí es fresco y todo está muy limpio, yo mismo me encargo de eso».

Los compañeros de Rubén lo recibieron de la mejor manera, desde el primer momento lo consideraron como a un padre, pues la mayoría de ellos tenían niños pequeños y algunos aún estaban estudiando en la universidad. A Rubén le agradó mucho el trato que recibió por parte de sus compañeros, aunque algunas veces le molestaba que no le dejasen hacer algunas cosas que ellos consideraban peligroso para un hombre viejo, como salvar los nidos de las aves que a veces caían cerca de las riberas de las lagunas. Le habían dicho que hay que andar con cuidado, pues si bien muchos de los animales

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son inofensivos, en raras ocasiones aparecen algunas serpientes. Un día, caminando por entre los juncos y musgos cercanos a la ribera, sintió que algo pasó por entre sus pies con un chillido. Al voltear pareció ver un hoyo. En un primer momento creyó que se trataba de un roedor, pero se sorprendió cuando al acercarse se levantó una cabeza emplumada con unos grandes ojos amarillentos. Se detuvo y se quedó observando, jamás había visto que un ave hiciese nidos como los roedores, «es decir, una madriguera, como los conejos», le transmitía su fascinación y asombro a su nieto. Pero Rubén creyó ver algo más: del pico del ave algo parecía colgar: era una serpiente. A partir de ese encuentro Rubén no sería el mismo, comenzó a investigar más sobre esta especie de ave, primero preguntando a sus compañeros y luego leyendo libros que pedía prestado de la Biblioteca Nacional. Se hizo un experto de esta ave, que se llamaba lechuza de los arenales; comenzó a tratar de rescatarla, puesto que se había dado cuenta que su rareza se basaba en las amenazas de las que esta ave era víctima, no solo por la depredación de su hábitat, sino también por la ignorancia de las personas. «La gente cree que su chillido atrae a la muerte», le explicaba a su nieto, «eso no es cierto porque ella y yo somos muy buenos amigos.

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Martha me salvó la vida». Rubén comenzó a difundir la existencia de estas aves y llegó a formar una asociación cuyo fin era protegerlas, con la imagen de Martha como representante, aquella lechuza con la que se encontró por primera vez en los pantanos y salvó su vida.

Su esfuerzo fue tal que fue invitado a una conferencia sobre las especies en peligro de extinción. «Te enseñaré a Martha cuando llegues», le prometió a su nieto. «Acaba de tener dos nuevos polluelos», «podrás ser el padrino de uno de ellos cuando vengas». «Y recuerda», le aconsejó a su nieto, «no todo lo que escuchas de los demás es cierto, siempre investiga», «y nunca jamás maltrates a ningún animal», «los animales son importantes para nuestra vida», «si no hubiese sido por Martha, quizá no me hubieses podido conocer». «Así que te espero, no tengas miedo, con compañía de un experto como yo viviremos una experiencia inolvidable».

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Lala y María, juntas en la playa Chorrillos, hasta el infinito y más allá

(Chorrillos)

Mónica María Collantes Salinas

Había una vez una niña muy inteligente y buena, llamada María, vivía con su abuela Lala en el distrito pesquero en Chorrillos, en Lima Metropolitana. Lala cuidaba de María mientras sus padres laboraban en provincia. Lala tenía una pequeña chacra donde había muchos árboles llenos de fruta y aves de muchos colores. Ella quería mucho a su nieta María y como no había tenido más nietos, María se convirtió en su consentida y prometió hacer de esta una persona humana que ame y respete la fauna y flora de su ciudad. Lala era muy sabia, le enseñaba a María a ser una buena niña, le enseñaba con el ejemplo muchos valores, como decir siempre la verdad, comportarse bien en la mesa, tomar la palabra sin interrumpir, a ser respetuosa con las personas y la naturaleza, a limpiar su cuarto antes de jugar, a ordenar sus juguetes después de jugar, a ver televisión solo por dos horas al día y asearse diariamente.

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Lala y María disfrutaban mucho, eran como madre e hija. Lala le daba mucho amor en todas las formas posibles, cocinaba para María sus platos favoritos como la causa rellena y el ceviche, enseñándole que debe comer rico y nutritivo. También jugaban en las tardes en la chacra, María se escondía entre los árboles y Lala, sabiendo donde se había escondido, se hacía la que no la había visto y María terminaba diciéndole: «Abuelita, qué gran escondite encontré. Nunca pudiste encontrarme». Lala la abrazaba y le decía que era muy inteligente y astuta. Ambas reían y regresaban a casa conversando. En el verano Lala llevaba a María a la playa Agua Dulce en el distrito pesquero de Chorrillos. A pesar de que Lala no gustaba de la arena, llevaba a María a conocer y disfrutar del mar. En la arena se escondían varios animalitos como los carreteros y los muy muy, también podían observar aves como gaviotas, pelícanos y piqueros, típicos de la zona. Al regresar compraban pescados llamados lenguados para preparar en la cena.

Cierto día en la playa, María observó cómo las personas contaminaban el mar dejando muchos plásticos y basura en la arena. Se sentía muy triste y enojada. Lala se dio cuenta de la frustración de María, pues eran muchas las

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personas que contaminaban la playa. María le preguntó a su abuela:

—¿Por qué las personas dejaban sus desechos en la arena?

A lo que Lala le respondió:

—Cada uno da lo que tiene en su corazón y es muy probable que desde niños no se les enseñó en casa el respeto a la naturaleza.

Luego de unos días María investigó en Internet cómo dar el ejemplo para contribuir con el cuidado de las playas. Encontró que podía ella misma llevar muchos tachos y bolsas de basura junto a Lala y animar a sus amiguitos del colegio a realizar lo mismo. Es así cómo cada vez que María iba a la playa llevaba muchos tachos de basura para proteger la vida animal en el mar. Y sus amiguitos también lo hacían.

Lala abrazaba y felicitaba a María cada vez que realizaba esta acción, le daba de premio su postre favorito y prometía llevarla muy pronto devuelta a la playa. María había aprendido muy bien a respetar y cuidar la naturaleza

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en la playa Chorrillos gracias a su abuela Lala. Así, la niña fue creciendo en virtudes y valores inculcados por su abuela Lala, quien la abrazaba y felicitaba siempre. A ella le encantaba apoyarla porque sabía que María estaría feliz. Así Lala disfrutaba del amor de su nieta y viceversa.

María terminó el colegio y tuvo que prepararse para poder ingresar a la universidad. Aunque María no tenía mucho tiempo para compartir con Lala, sabía que en cuanto estuviera en casa podría disfrutar de su abuela. Más adelante, María ingresó a la universidad y a los pocos meses falleció su abuela, pues tenía una enfermedad terminal que había ocultado para no preocupar a María.

María sufrió mucho al perder a su abuela y a la vez recordaba que, con amor, ella fue madre y padre en toda su infancia. Se sentía orgullosa de haber tenido una abuela tan amorosa que le inculcara el respeto por las personas y por la naturaleza. Ahora que es madre y profesional, María les enseña a sus hijos todo lo que su amada abuela Lala le inculcó, y los lleva a pasear por la playa de Chorrillos llevando bolsas para recoger la basura que las personas dejan sin control. Les cuenta historias de su hermosa infancia y sus hijos aman a Lala a pesar de no haberla conocido.

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El regalo de la experiencia (Chorrillos)

Fiorella Chávez Bernaola

El abuelo Elisbán era un solitario viejito que vivía en la playa Pescadores. Todos los días daba caminatas en la playa y veía los pingüinos que ahí habitaban. Vivía solo, ya que sus hijos trabajaban en el extranjero y no podían visitarlo regularmente. El abuelo Elisbán, a pesar de su avanzada edad, disfrutaba de sus caminatas por la playa, donde apreciaba el hermoso paisaje y veía jugar a los niños de su comunidad. Extrañaba a sus nietos y los niños le recordaban que tal vez en Navidad volvería a ver a su familia.

En una de estas caminatas, mientras miraba a los pingüinos en la lejanía, el abuelo Elisbán se tropezó y cayó. Muy triste se puso a llorar diciendo:

—¡Ya estoy muy viejito! No puedo ni dar caminatas por mi playa. Mi vista se está deteriorando. ¡Ya no sirvo para nada! —se desmayó del dolor, y al despertar vio que uno de los pingüinos lo miraba con curiosidad y le decía:

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—¡Eres necesario en tu comunidad! Tu experiencia es un regalo para ti y los que te rodean —exclamó el pingüino.

Súbitamente escuchó la voz de Jorge, un vecino de la comunidad, quien lo llamaba preocupado diciendo:

—Abuelo Elisbán, ¿se encuentra bien? —decía mientras corría desesperado hacia él. El abuelo Elisbán se incorporó lentamente mirando a su alrededor, pero el pingüino había desaparecido. Se quedó pensando que había sido un sueño o una alucinación, y con ayuda de Jorge regresó a su casa.

Pasaron los días y poco a poco el abuelo Elisbán se recuperó. Sus vecinos lo visitaban de vez en cuando para ver cómo estaba. Un día de aquellos se encontró con Jorge, el vecino que lo ayudó cuando se cayó, quien estaba preocupado, pues tenía mucho trabajo al día siguiente y no regresaría hasta la noche. Observando que Elisbán estaba mejor, le pidió ayuda para cuidarlos en su ausencia, a lo que el abuelo Elisbán accedió. Pasó toda la tarde del día siguiente jugando con los niños y contándoles historias de su juventud. Fue una tarde muy divertida y por la noche los niños prometieron

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que la siguiente semana volverían para que les contara más historias. Jorge le agradeció su ayuda y le dijo que sus hijos se divirtieron mucho. Cuando le dijo esto el abuelo Elisbán recordó las palabras del pingüino: «Eres necesario en tu comunidad. Tu experiencia es un regalo para ti y los que te rodean». Se quedó pensando si tal vez el pingüino le había dicho esto por lo mucho que los niños parecían disfrutar y aprender de sus historias.

Durante la semana en una de sus caminatas se encontró con Santiago. Santiago era un joven de 21 años que cursaba la universidad. Cuando lo vio, Santiago se acercó y se sentó a conversar, se sentía preocupado por varios problemas relacionados a sus clases y necesitaba consejo. El abuelo Elisbán le aconsejó porque había pasado por lo mismo en su juventud y sabía lo que estaba sintiendo. Santiago se fue, no sin antes agradecerle y decirle que esperaba hablar con él otro día. En ese momento el abuelo Elisbán recordó nuevamente las palabras del pingüino: «Eres necesario en tu comunidad. Tu experiencia es un regalo para ti y los que te rodean». Pensó que tal vez el pingüino le habría dicho esto porque podía aconsejar a los jóvenes, ya que él había pasado por las mismas experiencias.

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Pasaron las semanas y la comunidad se acercaba a Elisbán para pedir ayuda y consejos. Los adultos, al ver que el abuelo Elisbán era de gran ayuda para todos, decidieron hacerle una fiesta sorpresa, para agradecerle por todo lo que hacía por ellos. Los niños y jóvenes ayudaron en la decoración, y cuando llegó el gran día, el abuelo Elisbán se emocionó muchísimo cuando vio la gran fiesta que hicieron para él. No entendía por qué le habían organizado una fiesta, ya que en su mente su ayuda no era muy grande, pero los miembros de la comunidad le explicaron que gracias a él, los jóvenes tenían a alguien que les aconseje, los adultos a alguien con quien contar y los niños a alguien de quien aprender. Este aporte era el más importante de todos, y por ello se sentían muy agradecidos. En ese momento el abuelo Elisbán por fin comprendió las palabras del pingüino, y le agradeció en silencio sin saber si fue un sueño o si fue real. Por fin el abuelo Elisbán entendió que su experiencia era un regalo para la comunidad, uno realmente necesario.

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La Santa Rosita de los Pantanos de Villa (Chorrillos)

Liz Estephany Fernanda Osco Anca

Don Víctor es uno de los guardianes de los Pantanos de Villa en Chorrillos, la ciudad heroica, desde muy joven él se ha dedicado a cuidar a las aves, a las plantas y a los peces que viven en este hermoso paraíso natural, y como ha pasado tanto tiempo de su vida como guardián de este maravilloso lugar, tiene sorprendentes historias por contar.

Hace un par de años fueron de excursión un grupo de niños junto a su profesora. La persona que les mostraría los hermosos Pantanos de Villa sería don Víctor, quien empezó a comentar sobre cada animalito, en especial aves, o plantita que los niños podían ver en el recorrido. Los niños estaban asombrados con poder ver a aves como el pato de cabeza verde, el pato silbador, la garza tricolor o su prima la garza blanca, el playerito occidental, el cushuri y muchas más; los niños estaban encantados con el mundo mágico de los Pantanos de Villa.

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Durante el recorrido don Víctor notó que en un pequeño nido de la golondrina azul y blanco, más conocida por el nombre de Santa Rosita, faltaba el ave madre. Los huevos estaban expuestos al peligro. Un poco preocupado, don Víctor comenzó a comentarle a los niños sobre lo importante que es cuidar a todas las aves de los pantanos, mientras giraba la cabeza tratando de encontrar a su pequeña amiga ahí.

Antes de que don Víctor pudiera ubicar a la Santa Rosita, la profesora muy asustada comenzó a buscar a Mateo, un niño al que había perdido de vista hace no mucho tiempo. Don Víctor entonces pidió a todos que mantuvieran la calma, pues él tenía una amiga que podía ayudar y que sin duda alguna ya estaría haciéndolo. Don Víctor comenzó a silbar. Su silbido era uno muy suave y delicado. La profesora y los niños no entendían qué hacía, hasta pensaron que estaba un poco loco, cuando de pronto el silbido tuvo respuesta. Se escuchó cerca. Don Víctor continuó silbando y a paso delicado se acercaba a lo que parecía ser un mirador. En lo alto estaba dando vueltas la pequeña Santa Rosita, sí ella era la madre de aquel nido que don Víctor observó vacío, pero ¿qué hacía allí? Ayudando, ella dando vueltas y cantando esperaba

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que su buen amigo don Víctor la pudiera escuchar, pues había encontrado a un niño perdido por los pantanos, por eso dejó un momento su nido para poder hacerle compañía al pequeño Mateo mientras lo encontraran.

Mateo se reunió con el grupo y la profesora le preguntó a don Víctor cómo sabía que con silbar podrían encontrar a Mateo. Don Víctor entonces les comentó que a su amiga, la Santa Rosita, siempre le ha gustado ayudar a quienes se pierden en los Pantanos de Villa. Ella sabe que a veces las personas se quedan maravilladas con la hermosura de este mágico lugar que pueden perder el camino, por eso los lleva cerca al mirador y canta para que los guardianes de los pantanos podamos encontrarlos. Ella es una gran amiga y al igual que todas las aves de este lugar, sabe que ustedes vienen a visitar, como es su hogar y ustedes son su visita, buscará siempre que se sientan a gusto, por ello debemos siempre ser respetuosos y cuidar su casita en agradecimiento. Pensemos en este mágico lugar como su hogar. ¿A ustedes les gusta cuidar su hogar? ¿A ustedes les gusta que su visita cuide su casita? Pues a nuestras amigas también. Luego de decir todo esto don Víctor guió al grupo hasta la salida. La Santa Rosita se despidió con un canto muy animado, para luego volver a su pequeño

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nido. Los niños felices le pidieron a su profesora que pudieran visitar los Pantanos de Villa otro día, pues sin duda era todo una maravilla. La profesora, sonriendo, les aseguró que volverían muy pronto.

Y colorado colorín, este cuento sobre la Santa Rosita de los pantanos ha llegado a su fin.

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Palomita (Chorrillos)

Candy Patricia Risco Loayza

Durante la tarde del domingo primero de abril, retumba una canción alrededor de las casas aledañas del Pantano de Villa. ¡La urbanización las Brisas de Villa está de fiesta! Hoy es el cumpleaños de Paloma, más conocida como «la maestra Palomita», una mujer querida por toda la comunidad, no solo por haber sido guardaparques de los Pantanos de Villa durante 20 años, sino también por su desenvolvimiento como maestra de Biología Marina en la Universidad Científica del Sur. Ella tiene 70 años y hoy cumple 1 año más de vida, una persona llena de energía e ímpetu para enseñar a sus alumnos. Y la música suena muy alto:

Kurruku, kurruku vuela palomita.Kurruku, kurruku mi casa es tu hogar.

Kurruku,kurruku vuela palomita.

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«¡A todo volumen!», dice Gaviota, nieta de Paloma, una joven de 15 años, risueña y carismática, sus padres fallecieron cuando era una bebe. Gaviota admira mucho a su abuela, pues es como una madre para ella. Gaviota quiere convertirse en una gran pintora después de terminar la escuela. Ese es su más grande sueño. Le apasiona la naturaleza, por ello cada tarde, después de terminar sus tareas, es una fiel visitante de los Pantanos de Villa, admirando a las aves. Tomar fotos a las aves es su principal hobbie, pero de una forma diferente, no cuenta con una cámara, sin embargo, tiene algo más valioso e inigualable, su habilidad en la pintura. Siempre carga con un diario de hojas blancas, que le regaló su abuela, para pintar las aves que ve; prácticamente tiene un libro hecho por ella misma. De todas las que ha visto, su favorita es el cisne.

Sin embargo, la noticia de la desaparición de un pato colorado, un ave en peligro de extinción perteneciente a los Pantanos de Villa, conmocionó a toda la comunidad, lo cual entristeció a Paloma, ya que ella había rescatado a la pata colorada Felipa en su época de guardaparques. La búsqueda fue exhaustiva, pues tenía que encontrarse lo antes posible, porque de no ser así, sus polluelos se criarían por otra madre.

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—Hoy es tu día para cantar. Hoy es tu cumpleaños, querida abuela, «la gran maestra Palomita».

—Hoy no es día para celebrar, acaban de reportar la desaparición de Felipa, la pata colorada que rescaté hace años. Esta es una noticia muy grave.

—¿Cómo pudo suceder eso? Tenemos que hacer algo.

Al día siguiente, Gaviota y su abuela fueron a los Pantanos de Villa y aprovecharon para buscar algunas pistas en las zonas aledañas sobre el paradero de la pata colorada, ya que su hábitat son los estuarios y deltas. Su abuela es su mejor compañera de aventuras. Un día, le invitaron a una fiesta de disfraces, y no tenía qué ponerse. Su abuela recogió algunas sábanas, y pidió a su casera que le regale algunas plumas blancas de pollo, y resultó ser un lindo cisne con plumas de pollo. O cómo olvidar el día cuando Paloma le ayudó a presentarse en un concurso de pintura en su colegio y ganó el concurso.

—Abuela, ¿sabes por qué razón habría desaparecido el ave?

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—La verdad es muy raro. El macho desaparece por la muda de su plumaje, pero la hembra no lo hace. Es un ave de agua. No puede estar muy lejos.

—Pintaré a Felipa, para pegar su foto en toda la ciudad, así la encontraremos.

Pasó una semana y no se tenía ninguna noticia. Todos los voluntarios y guardaparques se esforzaron en encontrar a la pequeña ave, sin ningún resultado positivo. Sin fuerzas para seguir con su búsqueda, se fueron a casa a tomar un descanso. Al caer la noche, Gaviota escuchó algo que le inquieta, se levantó de la cama y comenzó a recorrer la casa. Su abuela se despertó y le preguntó:

—¿Qué haces, Gaviota?

—Escuché algo, vengo a ver qué hay.

—Es muy peligroso, puede ser un ladrón. Quédate dentro, yo voy a fijarme.

Paloma abrió la puerta y comenzó a llorar de emoción, con solo escuchar lo que estaba frente a ella… Cuac Cuac. ¡Felipa había aparecido!

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Un pequeño paraíso (Chorrillos)

Fabiola Terrazas Espinoza

Era muy temprano cuando Alexandra jugaba en el parque, había ido a pasear en compañía de su abuela Fermina, quien estaba sentada en el pasto contemplando los escasos árboles y escuchando a las pocas aves que podía ver. Alexandra vio un nido de pájaros en un árbol y, tal como le había enseñado un amigo del colegio, trepó sigilosamente para que su abuelita no se diera cuenta y con un palo sacó el nido del árbol. Este cayó al piso y los pequeños huevos que estaban ahí se estrellaron contra el suelo. Alexandra bajó del árbol y miró curiosa su destrucción. Al verla, su abuela se preocupó de que su nieta no respetara a los animales y recordó cómo hace muchos años había gran variedad de aves por esa zona. Se acercó a su nieta y le dijo que al día siguiente la llevaría a un pequeño paraíso que quedaba muy cerca a su casa. Alexandra se entusiasmó. Toda la noche estuvo soñando con un paraíso de juegos mecánicos y realidad virtual donde sus videojuegos favoritos cobraron vida. Al

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día siguiente su abuela se alistó y despertó a su nieta. Esta no sabía a dónde iban a ir, pero estaba muy emocionada por conocer el pequeño paraíso.

Cuando llegaron al lugar, la niña, al comienzo, estaba un poco decepcionada, no era el lugar que había imaginado, era una especie de campo grande donde crecía hierba y totora. Fermina, la abuela, le dijo que ese lugar se llamaba los Pantanos de Villa y que era un área protegida que albergaba cuyes salvajes y aves migratorias. Alexandra se sorprendió de que muy cerca de donde vivía existiera un lugar tan grande como ese. Cuando entraron, ella comenzó a sorprenderse más, ya que, gracias a una guía, recorrieron todos los pantanos, pudo ver aves diversas, como los cormoranes que fueron sus favoritos, ya que vivían en grupo y se posaban en los troncos de árboles en medio de las lagunas. También le explicaron que en ciertas épocas del año llegaban otras aves como las parihuanas que visitaban los pantanos para descansar en su trayecto migratorio.

Alexandra aprendió mucho ese día, y no fue aburrido como pensó que podría ser, ya que se subió al mirador y pudo ver el mar y pasear en bote por una de las lagunas.

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Desde el bote vio varios nidos y sintió un poco de pena porque otros niños igual que ella atentaban contra la naturaleza casi como jugando. Su abuela Fermina le contó que antes los pantanos de Villa era un lugar más grande, pero por el poco cuidado que tenían los vecinos, debido a la poca información que tenían sobre la importancia del pantano, habían invadido y hecho sus casas en pleno pantano. Por eso, Alexandra asumió la misión de decirles a sus vecinos y amigos que no debían jugar con los nidos de las aves y, sobre todo, que debían visitar los Pantanos de Villa, ese pequeño paraíso en medio del desierto.

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Por una invitación (Chorrillos)

Evelin Villalobos Laguna

En la tarde, Dannee de 70 años solía pasear por el vecindario apreciando las plantas de los parques cercanos y se detenía frente a la iglesia para dar de comer a las palomas. Esa era una de las formas en la que ella se relajaba y entretenía.

En una de aquellas tardes conoció a un joven que, después de limpiar la zona, daba de comer a las palomas e imitaba su vuelo, acto que llamó la atención de Dannee. Así pasaron algunas semanas y veía cómo realizaba la rutina con una alegría contagiosa. No pudo evitarlo y se acercó al joven con una bolsa de alimentos para palomas.

Dannee inició la conversación y obtuvo una respuesta amable de parte del joven, quien se presentó con el nombre de Fede, un joven que en sus tiempos libres apoyaba al párroco de la iglesia con la limpieza y alimentación de las palomas; fue así que ambos entablaron una amistad.

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Fede le contó que se encontraba en Lima por sus estudios, que pronto terminarían, también que desde que llegó a la ciudad se interesó en conocer lugares que tuvieran atractivos, plantas diversas y animales para sentirse como en casa y que, para su sorpresa, encontró muchos cerca de la ciudad, es así como cada fin de mes, desde hace casi cinco años, visitaba los diversos lugares de Lima.

Dannee, que durante su juventud se había dedicado al cuidado de sus hijos y al trabajo, escuchaba con atención cuando Fede iba narrando de los lugares hermosos ricos en biodiversidad, como las Lomas de Amancaes en el Rímac, Lomas de Mangomarca y las Lomas del Mirador en San Juan de Lurigancho, Lomas de Lúcumo en Pachacamac, Lomas de Pamplona en San Juan de Miraflores, Lomas del Paraíso en Villa María del Triunfo, Lomas de Primavera en Carabayllo, los Pantanos de Villa en Chorrillos y otros lugares hermosos como las islas Palomino, la Huaca Pucllana, el Malecón de Miraflores, el balneario de Punta Negra, etc.; sin duda alguna, Fede disfrutaba mucho describiendo los lugares y cuando lo hacía era inevitable no llenarse de ganas por visitarlos.

Un día de esos Fede no regresó y en su lugar solo hacía la limpieza el párroco de la iglesia. Dannee le preguntó

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por Fede y el padre solo atinó a decir que ese buen muchacho había regresado con sus familiares porque por allá lo necesitaban. Antes de despedirse, el párroco le entregó una carta a Dannee. Ella se sentía triste porque ya no escucharía las aventuras de su joven amigo en los maravillosos lugares de Lima; sin embargo, le alegraba que Fede pudiera estar junto a su familia.

Cuando llegó a su casa, abrió la carta, y se conmovió al leer las notas de Fede, pues indicaba el aprecio que le tenía, que durante sus encuentros disfrutó de su compañía, su escucha, sus sabios consejos y experiencias valiosas, asimismo la motivaba e invitaba a conocer los lugares y le puso énfasis que no se limite por su edad, ya que eso no era un impedimento para conocer los museos, playas, reservas, lomas, atractivos que pocos dan importancia, pero que en Lima son numerosos.

Con miedo y sin saber cómo resultaría, ese fin de semana pidió a su hijo que le acompañe a visitar los Pantanos de Villa. Cuando Dannee llegó, se sorprendió al ver las plantas acuáticas, semiacuáticas y terrestres, la cantidad de aves que habían como el pato colorado, el huerequeque, la gaviota Franklin, el yanavico, el pelícano

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y otras que, según el guía, existían más de 210 especies de aves entre migratorias y residentes. Dannee no dejaba de mirarlas con ojos lleno de emociones y recordaba admirado a su joven amigo. Se decía que si no hubiera sido por su invitación, ahora no estaría disfrutando de esta oportunidad única, y se prometía que nunca más se perdería de conocer los distintos lugares de Lima. Su hijo al notar la expresión de disfrute y felicidad quedó impresionado y agradecido por haberse dado la oportunidad de acompañarla.

El siguiente fin de semana ya no solo iban Danne y su hijo, sino también su nuera y sus nietos. Y así cada vez la familia se iba uniendo para conocer los lugares hermosos de Lima. 

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El Chillido (Chorrillos)

Johan Villanueva López

Mauro se despertaba en medio de la noche en busca de un vaso de agua, pues tenía sed. El recorrido entre su cuarto y la cocina era grande. El sueño lo hacía moverse despacio. Los ojos lagañosos y cansados lo obligaban a tocar las paredes, hasta que un chillido lo alarmó. Giró la cabeza de repente y en la oscuridad del pasillo sintió miedo.

—Mamá… —dijo en voz baja el pequeño Mauro.

—¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! —se escuchaba más fuerte.

—¡Mamá! —gritó Mauro corriendo a su cuarto.

Bajo las sábanas Mauro se sentía protegido e intocable. Lo que sea que fuese ese chillido ya no lo podía tocar. Ese monstruo que imaginaba no lo podía tocar. O eso creyó. Una mano grande tocó su cabeza cubierta y la descubrió. Mauro soltó otro grito, pero se calmó al instante al ver

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que no era un monstruo, sino su abuelo. Los chillidos seguían, mientras que el miedo no tanto.

—Mauro, ¿por qué gritaste así? —preguntó su abuelo Julio, tan calmado como siempre.

—Es que, abuelo…, escuché algo raro que me asusta… ¡Escucha! ¡Escucha ese chillido! —exclamó Mauro.

—Mauro —dijo Julio soltando una pequeña risa—, no tienes que asustarte. No te pueden hacer daño esos chillidos de yanavicos.

—¿Yanavicos? —preguntó el pequeño—. ¿Qué son?

—Son unas aves… unas aves negras como la sombra. Vienen de vez en cuando a la ciudad. No te asustes, son muy bonitas.

—¿De dónde vienen esas aves, abuelito? —continuó preguntando Mauro.

—De la sierra, mi niño. Ellos viajan desde ahí hasta aquí para vacacionar.

—¿Así como nosotros cuando viajamos de vacaciones a otro lado?

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—Exacto, justo así. Vamos a la ventana, quizá haya alguna merodeando cerca. No olvides que tenemos cerca unos pantanos, los Pantanos de Villa —dijo Julio mientras cargaba a su nieto entre brazos para llevarlo hacia la ventana.

—Pero ¿qué tienen que ver los pantanos?

—Lo tienen que ver todo. Esos pantanos son como hoteles para ellos. Mira, justo ahí hay uno entre los matorrales.

Mauro se sorprendió de cómo tan pequeña ave podía hacer tremenda bulla.

—Cuando era pequeño como tú —dijo riendo Julio—, recuerdo que jugaba persiguiéndolos hasta que comenzaran a volar y no pudiese alcanzarlos.

—Sería divertido hacer lo mismo —sonrió Mauro con una cara traviesa.

—No, mi niño, no hagas eso. Era divertido, pero no es necesario asustar a tan lindo animal. No te gustó que te asustaran, tampoco los asustes. Solo míralos y disfruta de su canto.

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Mauro se durmió al rato, ya sin miedo y sabiendo que tan lindas aves solo venían de vez en cuando. Julio se quedó en la ventana para ver a esas aves con las que siempre se encontraba al visitar los pantanos cercanos. Aquella noche helada de junio se mantuvo poco silenciosa por los chillidos de los yanavicos.

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Huaquito en la laguna más grande de Lima (La Molina)

Rosi Helé Castellanos del Portal

Hace unos 50 años, la familia de la señora Celina decidió vivir fuera del centro de la ciudad de Lima por su alta contaminación. Buscaron hasta que encontraron el lugar perfecto: la Laguna Grande de La Molina, cuya historia es muy curiosa, pues se hizo aprovechando un inmenso hueco producido por la extracción de arena para la construcción de la ciudad. Los propietarios de la zona se hicieron cargo de su mantenimiento, recirculando el agua, ubicando y cuidando plantas, peces y otros animalitos. Las aves se fueron pasando la voz de que había una zona tranquila donde descansar entre vuelos largos. Muy pronto tuvieron crías que se adaptaron al clima, decidiendo quedarse para siempre. Poco a poco la gran laguna se fue llenando de flora y fauna de diversos tamaños y colores.

Todas las tardes, la señora Celina o «Mamali», como la llamaban sus hijos, se sentaba a descansar mientras

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miraba a sus niños jugar en los amplios jardines de su casa, que llegaban hasta el borde de la laguna. Los pajaritos, patos y aves pescadoras se dieron cuenta de que era muy dulce e inofensiva y empezaron a acercarse. Ella tomó la costumbre de darles de comer y los niños la ayudaban llevando comida a las avecitas más pequeñas, que no les daban tregua. Sus colores, rojo, azul, amarillo, verde eran tan hermosos que comentaron con su mamá lo mucho que les gustaría tener algunas en casa, pero Mamali no estaba de acuerdo en atrapar ninguna. Su feliz infancia la había pasado entre montañas, plantas y animales. Amaba la naturaleza por sobre todas las cosas y nada la hacía más feliz que cuidarla.

—Las aves deben vivir libres —explicó—. Sus cantos y colores son regalos suficientes para que nosotros disfrutemos de esas maravillas. Miren, ahora han venido los canaritos. Amarillo el macho, la hembrita es más pequeña y su cabeza oscura. ¡Qué bello cantan los mirlos! No se peleen, hay comida para todos. ¿Y las golondrinas? Es fácil distinguirlas con su cola partida. ¡Miren qué mañosos los patos, empujando a los demás para comer primero!

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Y así pasaban las horas de la tarde. En un tris también pasaron los años. Los hijos de Mamali crecieron y tuvieron sus propios hijos. Mamali enviudó y su caminar se hizo lento, pero nunca dejó de salir a dar de comer a los pajaritos visitantes, que apenas la veían revoloteaban de alegría por su jardín. Ella reía y aplaudía, gozando como cuando era niña. Los hijos le daban para el gasto en maíz y alpiste, ¡todo un presupuesto!

De la manera más casual, descubrió una nueva familia de aves que se convirtieron en sus salvadores. Aunque eran bastante grandes, pasaron desapercibidos por mucho tiempo. La pareja Huaco era muy unida y hacían juntos todos sus quehaceres, incluída la crianza de su amado hijo (estas aves se llaman así porque dicen: Huac, Huac, Huac). El papá Huaco, plumaje negro y con dos pelos blancos muy largos, la mamá Huaco, menuda y sin adornos y Huaquito, de color gris suave fácil de confundirse con las piedras del entorno.

«Esa señora que tiene los ojos del color de la laguna parece muy buena, pero nunca me da comida», pensó Huaquito. «¿Será que no me ve?».

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Claro que Mamali ni cuenta se daba de que Huaquito estaba allí, porque se paraba inmóvil entre las piedras y no se le notaba. Huaquito aprendió a volar y pescar, pero seguía siendo ignorado por Mamali, así que decidió acercarse más. No lo vio. Y otro día tampoco. Hasta que decidió hacer algo muy osado. Alzó vuelo y se acercó mucho más de lo que se había acercado a humano alguno, parándose justo frente a Mamali completamente inmóvil. La miró muy fijo, con sus redondos ojos rojos, por un momento que a ambos les pareció eterno. Sus miradas se encontraron. Ella iba a pararse y tal vez gritar, pero ¡fue una gran carcajada la que lanzó!

—¿Cómo te llamas? —le preguntó cuando pudo dejar de reír.

—Huac, Huac, Huac —le respondió Huaquito, que de inmediato se dio cuenta que le había caído muy bien a Mamali y que su arriesgada maniobra había servido para distinguirse, aunque no tuviera un bello canto ni coloridas plumas.

Desde ese momento, empezó a recibir las mismas atenciones que las demás aves.

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Sucedió que un día Mamali estaba por sentarse para empezar su rutina de alimentarlos, cuando resbaló con el pasto recién cortado y húmedo. Se quedó muy quieta boca abajo. Pasaron los minutos, no se movía.

A Huaquito le pareció una broma pesada que le estuviera imitando en su mejor pose inmóvil, cuando oyó que ella decía muy despacito «Huacooo… Huaquitooooo…», voló y se le acercó todo lo que pudo, como la primera vez. Sus ojos color laguna estaban cerrados. Eso fue suficiente para que Huaquito volara muy rápido a la casa y con su fuerte pico empezara a tocar las ventanas. Él ya había hecho eso antes para saludar a Mamali y sabía que con ese ruido llamaría la atención de sus familiares, que corrieron a ayudarla al verla en el suelo. Felizmente, se recuperó pronto y pudo reanudar sus salidas por las tardes, acompañada. Sus nietos empezaron a turnarse para que no estuviera sola durante sus paseos al jardín que no dejó nunca, para alegría de todas las aves de la laguna. Lo que disfrutaron sus nietos se los cuento otro día, ¿ya? Solo les adelanto que desde que la salvó, Huaquito pasó a ser su mejor amigo y la vida en la Laguna Grande continuó en armonía y paz.

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La laguna perdida (La Molina)

Claudia Andrea Sotomayor Michuy

Muchos años después, frente a aquella laguna, Miguel recordó a su abuelo Ricardo. La Laguna Grande era entonces un lugar abandonado en La Molina pero rodeado de naturaleza. Era simplemente un universo verde y mágico.

Una leyenda decía que si encontrabas la laguna perdida, un deseo tuyo se cumpliría. Ricardo tenía un deseo del corazón, pero no recordaba su ubicación, pues no había regresado desde la última vez que lo llevó su padre cuando apenas era un niño. Entonces pidió ayuda a Miguel, prometiéndole que si la encontraban, él podría pedir un deseo también. Pasaron muchas aventuras juntos tratando de hallarla. No había rastro de sus aguas verdosas ni de las aves que la rodeaban como la garza bueyera, el yanavico, el pato gargantillo, el turtupilín. Tampoco se veía la vegetación verdosa que la hacía parecer un lugar de otro mundo. Pasó el tiempo y con él

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muchas caminatas diurnas y conversaciones nocturnas donde Ricardo y su experiencia fueron clave en todo momento para cumplir la misión.

Finalmente la encontraron y era el momento que habían esperado. Miguel entonces le preguntó a su abuelo Ricardo cuál era su deseo. Él lo miró a los ojos y le dijo que su deseo ya se había cumplido. Miguel extrañado le preguntó cómo había sucedido eso si no habían encontrado la laguna antes. Ricardo respondió que la magia no estaba en la laguna, sino en el tiempo que pasaron juntos y era lo que él más deseaba desde su corazón. El nieto miró a su abuelo con lágrimas y le dijo que ese fue el mejor deseo del mundo y lo abrazó.

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El canto secreto de las aves (Lima Cercado)

Leonardo A. Guimarey Vargas

Lima es la ciudad donde vivimos, una ciudad llena de historia y eventos importantes, rica en cultura y biodiversidad, al igual que el país donde se encuentra. Es una mítica ciudad llena de secretos y enigmas por resolver.

Desde la época preincaica, los antiguos pobladores conocieron sus más íntimos secretos y lograron descubrir su esencia, esa esencia que ha permitido el desarrollo de la ciudad a lo largo de los años. La cosmovisión que tenían les permitió aprovechar un rito sagrado y único que ocurre cuando la Luna está llena, un evento fenomenal solo perceptible para aquellos que se permiten sentir el espíritu de aquellos seres que nos protegen y se reúnen cuando todos duermen. Estamos hablando de las almas ancestrales de animales que han habitado y acompañado a los antiguos pobladores, protectores del patrimonio cultural y natural. Esta relación entre los antiguos

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pobladores y los animales protectores era mística y perfecta, pero la costumbre se ha ido perdiendo a lo largo de los años por la modernización de la ciudad y se han adoptado otros hábitos.

Estas reuniones secretas son organizadas por los animales más ancianos, pues son los más sabios de todos, los que también en algún momento fueron jóvenes entusiastas que querían hacer un cambio positivo en la ciudad. Además, ellos pueden explorar los secretos de la ciudad cuando todos duermen, utilizan sus años de experiencia para meditar las problemáticas que acometen a la ciudad. En este selecto grupo podemos encontrar animales nocturnos como búhos, lechuzas y geckos. Estos ancianos tienen como base de su personalidad, la sabiduría y la templanza, actitudes necesarias para tomar decisiones importantes.

Las reuniones se dan en las huacas más importantes de Lima, como la huaca Mateo Salado, la cual pertenece a la antigua ruta Inca. Estos son lugares perfectos por su distribución. Estas edificaciones se compartían con los incas. Ellos los usaban de día y nuestras bondadosas almas durante las noches. Ahí se debaten problemas como por

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ejemplo cómo aconsejar a las personas que tengan algún problema para que lo puedan resolver, cómo aliviar el corazón de aquellos que estén tristes, cómo cuidar la ciudad de la basura y también a los animalitos que no tienen hogar, entre otros asuntos igualmente importante.

Las reuniones duran toda la noche hasta el amanecer, de esta forma los ancianos pueden instruir a los más jóvenes para que sean ellos sus mensajeros e impartan los sabios conocimientos y estrategias que fueron acordadas a lo largo de la reunión.

Cuando estas reuniones acaban, en las mañanas, podemos oír a los pájaros cantar, pero estos cantos son en realidad mensajes secretos que comparten los animales para comunicarse entre ellos y decirse lo que han de hacer y las decisiones tomadas. Para nosotros, las personas, que solo escuchamos silbidos son en realidad bendiciones. Estas bendiciones son elegidas cuidadosamente entre todas las bendiciones, tanto las más nuevas como las más antiguas, las cuales son útiles para aquel que las quiera escuchar y las necesite. Debemos comprender la importancia de las sabias almas ancianas que compartiendo sus historias y consejos nos

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permiten ser mejores personas, y así superarnos todos los días y permitir que Lima, la ciudad donde vivimos, siga siendo próspera, pues la clave del desarrollo es su gente, porque las acciones cotidianas que uno realiza, como ayudar a quien lo necesita, mantener la ciudad limpia, ser organizado y bondadoso, son aquellas que permiten el cambio positivo.

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Mi abuelo Max y el turtupilín (Lince)

Conny Xiomara Consuelo Ponte Angulo

Hace mucho tiempo cuando la tierra, el aire, el agua y el sol vivían en armonía, había en Villa El Salvador un pantano donde vivía toda clase de aves, desde el halcón peregrino hasta las más pequeñas aves como el turtupilín. Era un lugar pacífico y feliz hasta que un día los humanos construyeron sus casas en los pantanos, destruyendo los humedales que hacían posible la vida para las aves, plantas y otros animales.

Las aves huyeron desesperadas, temerosas y tristes, pues habían perdido su hogar, su pantano, sus humedades.

¿Humedales?, preguntarás. Pues son suelos que casi siempre tienen agua.

Mientras todo sucedía, rápidamente el turtupilín se alejaba cantando, un canto de despedida a su casa y a sus amigos que quizás ya no volvería a ver. Su canto ya

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no volvería a alertar del peligro, ahora su canto era una triste despedida.

Las aves que huyeron de Villa El Salvador volaron hacia otros lugares de Lima, como los parques en la ciudad. El turtupilín, nuestra pequeña ave de plumas negras, de cabeza y pecho rojo, volaba por los cielos de Lima en busca de refugio, hasta que de tanto volar encontró en las ramas de un árbol un lugar donde dormir. Los meses pasaron y el parque Ramón Castilla se convirtió en su nuevo hogar, atrás quedaron sus amigos del pantano, como el pato colorado, la garza blanca y el yanavico.

Todas las mañanas cantaba en busca de amigos, pues se sentía solo. En ese momento, en otra parte del parque Castilla se encontraba Max sentado en una de las bancas, mirando el cielo y las hojas verdes de los árboles.

Así como el turtupilín, Max estaba solo, pues desde la pandemia había perdido tanto hasta a su adorada Bicenta, así como él otros habían perdido a sus seres queridos. Como extrañaba a su Bicenta, esa era la razón de que visitará el parque Castilla todos los días, pues a ella le gustaba y le había prometido no estar solo, por eso Max buscaba un amigo.

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Max, a sus muchos, muchos años de vida, sabía una cosa: la amistad es un sentimiento de cariño que nace de lo más profundo del corazón.

Entonces un día conoció a un turtupilín y, a pesar de ser diferentes, se hicieron muy buenos amigos. Al principio turtupilín tenía miedo de Max porque era humano y recordaba con temor su hogar destruido, pero Max había demostrado con su amistad que era una buena persona.

Los meses pasaron entre juegos, cariños y paseos en el parque Castilla.

Cuando Max enfermó, el turtupilín dejó caer una lágrima sobre su rostro. La lágrima estaba hecha de amistad. Turtupilín nunca lo dejó solo, lo acompañó de día y de noche, cantando su dulce melodía hasta que Max mejoró.

Cómo no recordar a ese pequeño turtupilín y a Max, mi abuelo, porque su amistad duró tantos años hasta que un día juntos volaron hasta el cielo.

Ellos me enseñaron que la amistad viene de diferentes

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formas, tamaños y colores, y la puedes encontrar de quien menos lo esperas. Y no importa si estás listo o no, siempre que tengas un corazón dispuesto, llegará a ti.

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Juanita y el cantor (Lince)

Lucía Cristina Rodríguez Quispe

Juana, una ancianita de cabello corto y zapatos cómodos, solía sentarse cerca a la pileta del parque Ramón Castilla en Lince a la hora del almuerzo para alimentar a los pajaritos que se posaban alrededor.

Un día vio una pequeña ave, la cual llamó su atención, era de color negro con rojo, sus plumas oscuras formaban un antifaz y tenía un canto fuerte a pesar de su tamaño. Rápidamente, este pajarito entró en confianza con Juana. Ella era una mujer muy conversadora y amante de la naturaleza, por lo que no le fue difícil encontrar un rasgo en común para entablar una conversación con el pajarito.

—Dime, pequeñín, ¿qué te trae por acá?

—Vengo a alertar a mis compañeros de un posible peligro, por eso canto tan fuerte.

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—Eres entonces un guardián de la seguridad. ¿Te gusta este parque?

—Claro que sí. Es mi favorito, me encantan sus árboles y flores.

—La naturaleza es hermosa, me siento feliz cada vez que vengo por aquí.

La ancianita agachó un poco la cabeza en señal de respeto y se presentó:

—Soy Juana, o como me dice mi nieta, Juanita. Me encargo de alimentar a tus amigas aves.

—Un gusto, Juanita, soy el turtupilín, ya habrás escuchado mi canto; de ahí viene mi nombre.

El turtupilín y Juanita conversaron un tiempo más, hasta que llegaron los niños con sus mochilas de colegio a correr por el lugar. Y cuando esa hora llegaba, Juanita sabía que tenía que ir a casa a ver a su querida nieta.

—Bueno, cantor, me tengo que ir. ¿Te veré mañana?

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—Por supuesto, a la misma hora y en el mismo lugar.

Así fueron pasando los días, Juanita le contaba sobre su calmada vida actual, sus aventuras de cuando era joven, y el cantor, como así lo llamaba ella, le narraba sus historias sobre cómo luce la ciudad desde arriba. Una de las cosas que los unía, aparte de su amor por la naturaleza, era la libertad que da el sentir el aire fresco. De esa forma, ambos formaron una bella amistad.

La gente que pasaba los veía extrañados porque los dos eran seres muy distintos el uno del otro y, sin embargo, se llevaban muy bien.

—Oye, Juanita.

—Dime, cantor.

—A pesar de ser diferentes, nos llevamos muy bien. Nunca pensé ser amigo de una abuelita tan carismática.

—Así es, pequeño amigo. Yo tampoco pensé entablar tan buenas conversaciones con un pajarito cantor. ¡La vida nunca deja de sorprendernos! Ven, te voy a contar sobre la vez que gané un concurso de ciencias en mi colegio.

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—¿Qué? ¿Todavía te acuerdas, Juanita?

—Ja, ja, ja

Y así, Juanita y el cantor pasaron sus días riendo y conversando de la vida, de las experiencias y aprendiendo uno del otro; una gran amistad se formó desde el primer día que cruzaron palabras.

Esto nos demuestra que podemos vernos diferentes, pero incluso así, se pueden tener cosas en común y divertirse juntos en el proceso de conocerse.

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Visitando mis recuerdos (Lurín)

Miguel Jesús Reátegui Solis

Uno de esos últimos domingos de mes en los que mi familia suele visitar distintos lugares atractivos y ricos en cultura, decidimos ir al lugar donde mi hija creció. Para sorpresa mía, antes de subir al carro, me di cuenta que se nos sumó un nuevo compañero de aventuras; él, sangre de mi sangre, con gran inocencia aún en su mirada se escondía a espaldas de su madre sin decir una palabra. Yo, con muchos años por delante, decidí acercarme y preguntarle su nombre.

—Soy Manuel —me dijo con su dulce voz temblorosa por el miedo que le causaba ver por primera vez a alguien tan viejo como yo.

—Hola, Manuelito, soy tu abuelito —le respondí con una sonrisa en el rostro.

—¿Papá Lolo? —preguntó desprendiéndose de su madre.

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¡Qué feliz estaba de ver a mi nieto! Creció mucho desde la última vez que lo vi en su cochecito para bebés. Subimos al carro y emprendimos el viaje.

Llegamos a Lurín, distrito donde viví la mayor parte de mi vida y tan solo con pasar por las afueras del Santuario de Pachacámac, mil recuerdos se apoderaron de mi mente. Pasamos por el puente de Lurín, ubicado en Julio C. Tello, una zona muy concurrida por las famosas chicharronerías y la hermosa vista que ofrece el mirador con el mismo nombre. Por un momento el tiempo se detuvo y regresé a la época cuando mi hija estaba creciendo. ¡Tan linda ella!, jugando y chapoteando con las aguas del río Lurín. Su hermano mayor y yo atrapando algunos camaroncitos, recogiendo berros, plátanos y moras. ¡Qué lindo es el río! Ya estaba ansioso por volver a verlo y me imaginaba a mi nieto jugando igual que su mamita cuando era pequeña.

Bajando del carro me di cuenta que el paisaje había cambiado mucho en comparación a cuando vivía por aquí. Las aguas ya no estaban limpias, ¿camarones? No encontré ninguno y ¿peces? Tampoco. ¡Una gran pena! No podía asimilar la diferencia que noté apenas di el

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primer vistazo al que había sido alguna vez lugar de recreación para mi familia.

Una lástima que Manuelito no pueda disfrutar de esto.

Caminando y adentrándonos un poco más en el río recordé el manantial del que se hablaba tanto en mis tiempos. Las conchitas… ¡Cómo olvidar los famosos peces de oro que se le presentaron a aquel hombre al que la fortuna no le sonreía!

Todo esto se lo conté a Manuelito e inmediatamente me dijo:

—¡Yo cambiaré eso abuelito! —emocionado y con un hermoso brillo en sus ojos.

Hoy en día hay personas que como Manuelito, con ese mismo brillo que nace del corazón, sueñan con recuperar y preservar lo hermoso de nuestra naturaleza. Gracias a ellos los recuerdos vuelven a hacerse realidad y no se quedan solo dentro de mi mente.

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Para Rosita (Miraflores)

Aracelli Rita Isabel Muñoz Herrera

Hace mucho tiempo descubrí qué importante eran las letras de las canciones y lo descubrí porque podrías cantarlas, tararearlas, bailarlas o simplemente escucharlas de fondo cuando esperabas algo… simplemente era así, como la vida, muchas de ellas se te quedan en la mente, ¡otras las olvidas y después de un tiempo, cuando las vuelves a escuchar, recuerdas los momentos vividos… ah!

Esto sucedió mientras íbamos a mudarnos a una nueva casa. Teníamos tantas cajas que decidimos solo llevar lo necesario. ¿Pero qué es necesario en una vida llena de recuerdos? Quizás para unos no puedan vivir sin los apuntes que hiciste hace años en una clase que juraste que lo ibas a usar. Para mis papás, lo importante era la ropa y nada más. Dejamos juguetes, cuadernos y cosas que «solo llenaban de basura la nueva casa».

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En una caja al fondo del armario, encontramos una bandeja de lata de galletas. Esas que solo tenían hilos y agujas. Pero esta era diferente, tenía una mantilla y un casete. Fue en ese momento que recordé a Rosita.

Fue muy especial, como cuando de pronto te encuentras con alguien que no veías desde hace tiempo. A diferenciar estas cosas me enseñó mi abuelita Rosita. Ella era una mezcla de lo dulce, de incógnita también porque cada día tenía su propio afán, te enseñaba cosas sin que te dieras cuenta. Contaba cuentos muy lindos, pero lo divertido era que ella vestía igual que nuestra casa, desde pañuelos, mantillas, guantes, etc., y también te la ponía a ti y sin querer eras protagonista del cuento. ¡Linda vida!…

Cuando salíamos al parque era genial. La abuelita Rosita jugaba con nosotros a la pelota y cuando estábamos cansados, nos decía: «Ven a la banca, échate y mira el cielo», y en el parque Raimondi de Miraflores observábamos… «Ahora míralas y fíjate qué figuras forman, escucha a los pajaritos que también están cansados como tú». Con Rosita, veíamos cómo las nubes caminaban a los compases del viento y que con su brisa

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no solo te refrescaba, sino que también te rodeaba de la inmensidad de un cielo que usualmente no veías, porque Miraflores siempre andaba con neblina.

También si ibas más tarde, podías ver el atardecer. Cuando veíamos al sol esconderse entre el mar y los colores del cielo, cambiaban como acuarela fresca de distintos colores. Fue Rosita quien me enseñó a diferenciar las aves, turtupilines, pericos, guardacaballos, jilgueros y gorriones.

Pero de todos, recuerdo con mucho cariño al botón de oro, era tan pequeño como mi abuelita Rosita, saltaba de un lado al otro como si tuviera un evento muy importante que atender con su pecho dorado de gala.

Mi abuelita me enseñó cómo ir a la iglesia los domingos. Como el botón de oro, usabas tu mantilla de encaje, una era para niñas y otras para señoritas y señoras. Cuando íbamos al Parque Central de Miraflores, teníamos que ir con vestidos vaporosos. Tú podías ver a las personas muy elegantes y sobrias.

Es increíble cómo un objeto podía traer tantos recuerdos. Y fue con la mantilla en la mano que se

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acercaron mis papás mientras terminaban de separar las cajas. Todos nos sentamos en el piso, alrededor de la caja de galletas, y recordamos a Rosita, a las mantillas, al parque Raimondi y al botón de oro. Mi abuelita me enseñó a ver la vida así de simple, así de bonito.

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¡Las luciérnagas, mágicos pequeños focos de luz!

(Pachacámac)

Rosa Segovia Quin

Tictac, tictac, el reloj marcaba la hora, cual apresurado caminante. ¡Oh, tan pronto llegó la noche! y la hermosa Luna se asomaba a la ventana. Mientras afuera de casa, se escuchaba el susurro de los árboles, el silbido del viento y el ulular de lechuzas. El abuelo Luis, después de su jornada, se sentó a descansar en el viejo sillón de la sala.

¡Sorpresa! Toc, toc, toc, es la puerta. Allí estaban su nieta Sofía y su madre, llegaron para pasar unas cortas vacaciones en las Lomas de Jatosisa, Pachacámac, en casa de sus abuelos Rosa y Luis. Todos se saludaron felices, dando la bienvenida. Ellas dejaron sus maletas y se sentaron a cenar, durante la sobremesa preguntas van y vienen.

Sofía dijo:

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—Los extrañé mucho, abuelos. Ahora quiero pedirles algo. ¿Abuelo, me cuentas un cuento?

Él respondió:

—Por supuesto que sí, mi niña linda. Esta es una ¡hermosa historia de amor y solidaridad de la luciérnaga Maga! Ella vive en estas lomas de Jatosisa, rodeada de eucaliptus y frutales. Maga, la mamá luciérnaga tiene una gran familia, es muy amorosa con sus pequeños hijos y los demás animales del campo y el bosque, cuando por las noches anuncian su llegada con su canto on off, on off, on off, revolotean de un lado a otro, con brillantes luces encienden sus mágicos focos de luz confundiéndose con las estrellas; muestran un espectáculo maravilloso.

«Así se encontraban paseando la familia de ardillas, graciosas y juguetonas, trepaban los árboles, luego se echaron a contemplar el cielo, sorprendidas por las luces brillantes. Entonces, muy curiosa la pequeña ardillita, preguntó:

—¿Qué son esas luces, mamá? ¡Me parece tener a las estrellas muy cerca de mí!

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La madre respondió:

—No, no, pequeña, no son estrellas, son nuestras amigas las luciérnagas».

—¡Vaya! Pero qué lindo es verlas brillar, nunca las había visto. ¿Las puedo tocar, mamá? —preguntó Sofía.

—No, porque las puedes lastimar. Ellas nos ayudarán para retornar a casa, iluminarán el camino con sus luces brillantes, y así retornarán a casa muy contentos, mientras las luciérnagas muestran su solidaridad acompañando a sus amigos del bosque.

Sofía muy callada y atenta escuchaba la historia y volvió a preguntar:

—Abuelo, ¿dónde y cómo viven esas luciérnagas?

Él respondió con entusiasmo:

—Viven en los campos dentro del follaje y árboles del bosque, donde hay humedad y calor, las puedes ver brillar solo por las noches, encienden sus pequeños focos mágicos de luz. Son los insectos más interesantes de la naturaleza.

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Sofía preguntó otra vez:

—Abuelo, ¿puedo acercarme a la ventana para contemplarlas?

Se abrieron las ventanas. ¡Oh! Sorpresa, estaban posadas en los arbolitos, aquellos pequeños gusanos que emitían intermitentemente su luz.

—¡Oh, abuelo! Algunas son más brillantes que otras. ¿Por qué sucede eso?

Él respondió a su curiosidad:

—La luciérnaga Maga cuando observa al enemigo, enciende su luz más brillante, para alertar del peligro a los pequeños, ella los cuida y protege con mucho amor, dando vuelos muy cercanos alrededor de los demás. También los ayuda a buscar alimentos y crecer saludables.

El abuelo también le cuenta:

—Las luciérnagas, cuando son larvas, viven en el suelo, entre tres a cuatro meses, se alimentan de lombrices, escarabajos, paralizan a su presa y luego succionan

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su alimento. En cambio, los adultos se alimentan del néctar de las flores, todos tienen sus foquitos de luz en el abdomen. Los machos encienden sus luces brillantes y rojas, para llamar la atención de las hembras. Ellas también responden encendiendo sus luces, así se comunican para elegir su pareja; las hembras ponen huevos, luego nacen las larvas, crecen y se convierten en adultos.

Sofía estaba muy feliz al contemplar la noche, preguntándose ¿cómo será la vida de todos los animalitos en el bosque?

—¡Qué linda historia de las luciérnagas, abuelo! Me encanta este lugar. Me quedaré contigo para ayudar a cuidar el bosque y proteger a las luciérnagas, dejaremos troncos y follaje, donde puedan vivir junto a otros animalitos.

El abuelo muy emocionado respondió:

—¡Es una buena idea, amada nieta, este es mi bosque, mi bosque de eucaliptos y luciérnagas! Debemos agradecer a Dios y la madre naturaleza que cobija tanta diversidad de animales y plantas. ¡Es nuestro deber preservarlas, para tener un mundo mejor!

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Viajando en el tiempo (Pueblo Libre)

Joycy Vilcanqui Sarmiento

Una mañana gris y con mucho frío, Rafael se sentó frente al mar, como siempre lo había hecho junto a su abuelo Ernesto, y empezó a recordar esas tardes hermosas de lectura y viajes interminables a través de cada una de las historias que leían juntos. Sin embargo, esta vez no se encontraba junto a su compañero de viajes «el gran capitán», como él lo llamaba. Por lo que trató de revivir esos momentos a través de sus recuerdos y su hijo Mariano se convirtió en el nuevo pasajero esa tarde.

Rafael le contó a Mariano que su bisabuelito le había enseñado a ser un viajero del tiempo, y que esa tarde tendrían un fabuloso viaje sin necesidad de alistar maletas. Además, en este viaje podría conocer a su gran capitán y que él sería su guía estrella.

—La historia se sitúa en una tarde de verano, cuando fui a ver a mi abuelo Ernesto. Él, como todas las tardes, siempre reposaba en su jardín con un libro en mano.

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«La lectura en una tarde soleada y con la brisa del mar le permitía viajar entre sus pensamientos e imaginación de las letras de cada una de las novelas o crónicas que leía. Sin embargo, esa tarde estaba leyendo unas crónicas de nuestro antiguo Perú y me dijo:

—Mi pequeño, cuando crezcas, deberás leer estas historias y apreciar tus raíces.

Pero, yo no entendía mucho a qué se refería; así que puse mi rostro de duda. Ante esta expresión mi abuelo me dijo:

—El día de hoy haremos un viaje a un excelente museo y verás que existen más realidades que la nuestra, que deberíamos considerar para poder comprender y contribuir a nuestro país.

Entonces emprendimos un viaje de una hora hasta el distrito de Pueblo Libre en el carro clásico y con un silencio que me hacía escuchar mis preguntas en mi cabeza: ¿Qué es lo que podría ayudar a nuestro país? ¿Qué quería mi abuelo que rescate de esa visita? ¿Por qué íbamos a ese lugar?

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Una vez que llegamos, recuerdo que mi asombro fue tanto que empecé a pensar que estábamos en una película, ya que toda la infraestructura era representativa de la época colonial. Lo mejor empezó a suceder cuando iniciamos nuestro recorrido con los mejores guías que había podido tener «mi gran capitán» y uno de sus amigos que trabajaba en el lugar; ya que en cada una de las salas salían anécdotas características de cada una de las culturas, ya sea de sus mantos, cerámicas, etc., e incluso de su mismo estilo de vida. La forma en cómo mi abuelo contaba las historias me hacía imaginar todo y valorar aun más el trabajo que había detrás de lo que estaba observando.

La última parada de nuestra vista era la terraza de los bellos jardines del museo, el cual tenía una vista privilegiada a toda la casona virreinal. En una de esas sillas me senté junto a mi abuelo y él me dijo:

—Todo lo que viste y oíste hoy deberás recordarlo siempre, también quisiera que consideres que cada persona o cultura por más diferente que sea siempre debe ser valorada porque contribuyeron en gran medida para que tengamos estos conocimientos.

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Ahí comprendí que era el fin del viaje y la gran enseñanza que mi abuelo me dio.

Entonces, Mariano le preguntó muy emocionado:

—¿Cuál era el nombre del fabuloso museo? ¿Podríamos hacer el mismo viaje?

Ante esta pregunta, Rafael le contestó que el grandioso museo se llamaba Museo Rafael Larco Herrera. Pero debido a que observó en Mariano una inminente alegría y deseo de conocer aquel escenario donde ocurrió su grandiosa experiencia, Rafael decidió que esa misma tarde realizaría esa grandiosa aventura y que a través de esa experiencia su hijo podría valorar más la antigua historia de nuestro país.

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La sabiduría y el parque El Olivar (San Isidro)

Rulesby Céspedes Atoche

Era una noche estrellada, la más estrellada que cualquier humano hubiese visto. El más longevo de los adultos mayores de San Isidro había vuelto a caminar con uno de sus nietos por el parque El Olivar.

Llegando se sentaron. El anciano junto a su pequeño se recostó sobre un olivo, con el deseo de descansar. De pronto vio pasar a su amiga la lechucita de campanario, la saludó, eran tantos los años que la había visto que ya había aprendido a comunicarse con ella, pero esta vez la avecilla estaba muy triste, sus grandes ojos hipnotizadores no se veían tan lúcidos como siempre. El anciano le preguntó:

—Querida amiga, ¿por qué estás triste?

La lechucita le respondió con una voz melancólica:

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—Estoy triste porque últimamente no están viniendo mucho los ancianos. Se extraña escuchar el eco de sus voces resonantes de sabiduría, sus historias, sus penas y algarabías. Solo vienen unos cuantos jóvenes visitantes. Algunos ensucian el parque y maltratan a mis amigos los olivos.

A todo lo dicho el anciano respondió:

—No te preocupes, veré una forma de ayudarte. Te prometo que vendré más seguido e invitaré a mis amigos para dar unas carcajadas y olvidar el dolor de huesos de la edad.

El pequeño niño, al escuchar la conversación, comprendió la tristeza de la lechucita. Ante ello se puso a pensar qué podría hacer para alegrar poco a poco a la lechucita, y así mismo poder ayudar a conservar el parque y los olivos. El pequeño abrazó fuertemente a su abuelo, mientras este le contaba un cuentito. Después de un largo rato, regresaron a casa.

Al día siguiente, el pequeño y su abuelo, después del desayuno, salieron de su casa a buscar a los niños y a los ancianos que vivían cerca para hacer carteles y una

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campaña para el cuidado de los olivos y el parque. Así lo hicieron. Viendo esto los visitantes del parque empezaron a limpiarlo y entre todos pusieron muchos más botes de basura.

Desde aquel día, los ancianos acordaron ir todas las tardes con sus nietos. Jóvenes, visitantes y turistas empezaron a cuidar el parque y respetar a los olivos.

La lechucita de campanario en gratitud siempre está cuidando a los niños, mientras se deleita y aprende tanto de la sabiduría humana que solo los ancianos abuelos poseen. Los olivos celebran dando aire puro desde su naturaleza a la nuestra.

La sabiduría y los olivos con el viento nos dicen que este cuento, que te cuento, ha acabado.

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El árbol que vi crecer hasta el final (San Isidro)

Luz Gabriela Félix Terrazas

Han pasado 15 años desde la primera vez que decidí salir a correr todas las mañanas en este gran parque El Olivar, en el distrito que me vio nacer, San Isidro. Hoy con 25 años de edad no puedo evitar recordar las palabras que me dijo mi abuelo, aquel día, como cualquier otro, que despertaba temprano para correr un rato por el parque. Luego de preguntarle por qué no dormía un rato más, me respondió:

—Sigo enderezando el tronco, ahora más que nunca —dijo mientras tomaba su botella de agua—. Si quieres, hoy acompáñame, pero apúrate.

Después de estar corriendo 15 minutos, lo vi detenerse frente a uno de los árboles más altos. Me preguntaba qué miraba tanto y qué tenía de especial, pues desde las raíces se notaba un árbol muy viejo, tenía algunas hojas caídas, pero aún se conservaba frondoso.

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—Papito, ¿qué tanto ves en ese árbol ya viejo? —le pregunté.

—En este árbol fue que le pedí matrimonio a tu abuelita, y en este mismo ella me dio la noticia de que estaba embarazada de tu mamá —tomó una pausa para dar unos cuantos suspiros y continuó—. He corrido cientos de veces aquí y siempre me detengo frente a este árbol, en todas las estaciones del año, y sigue tan fuerte como la primera vez que lo encontré. El más viejo y el más fuerte.

—Abu, pero en algún momento tendrán que sacarlo, mira sus raíces, se puede caer. —le decía a mi abuelo señalando las raíces que se estaban desprendiendo de la tierra.

—Aun así, yo creo que tiene unas décadas más, pero es verdad que está tan viejo como yo y algún día como yo tendrá que partir de aquí. Pero ¿te imaginas todas las historias que se llevará este árbol? La mía solo será una de ellas y hay más historias en todos los árboles que están aquí. Y aunque digas que ya el árbol está viejo, míralo, sigue aquí fuerte a pesar de los años. Los años le han permitido conocer este parque. Al igual que yo, los años

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de experiencia me han permitido llegar hasta donde estoy, a estar hablando contigo —me decía mientras tocaba el tronco con nostalgia.

—Pero abuelito qué cosas dices —toqué el tronco junto a él.

—Permíteme darte un consejo. Imagina que todos nosotros somos los árboles de este parque. Todos de distintos tamaños y edades. Algunos crecieron más derechos que otros y eso es porque desde que los plantaron los hicieron unos con más cuidado que otros. Igual eres tú, tus padres te han sembrado y todos los días es como si te regaran y cuidaran para que crezcas derechito. Pero habrá un día que ya no lo harán. Estarás en un inmenso parque con muchos más árboles creciendo gracias a los cimientos de tus padres y empapándote de años de vida y de historias de otras personas. Este árbol ha sido testigo de momentos especiales para mí y espero que lo sea para ti —respiró profundamente, como si estuviera cansado de hablar—, pero el consejo es que nunca olvides tus raíces, las que te mantienen aferrado a la tierra y te permite seguir aquí como todos. Espero que tú también vivas tus experiencias y puedas regresar a este árbol.

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Estoy seguro que de niño mis padres me cuidaron como una plantita, para hacer fuertes mis cimientos. Pude entender lo importante que era mantener fuertes mis raíces, es decir, recordar de dónde venía y para dónde iba, vivir mis experiencias y hacerlas con los años anécdotas que contaré a mis hijos, nietos y demás.

Hoy me dirijo al mismo árbol, junto con mamá y papá para tomarnos una foto en familia que colocaré en el video de mi graduación virtual. Y aunque no estés aquí para ver este triunfo, te lo dedico a ti. Porque también aportaste en fortalecer mis raíces para ser el profesional que soy hoy en día. Ingeniero ambiental como tú, abuelito.

Y no puedo dejar de observar este parque con tantos árboles y personas con diferentes historias, pensando cuál es el siguiente paso a dar para seguir conservando este bello lugar.

Te escucho en la brisa del aire que golpea los árboles, en los pájaros cantar y en el bullicio de las personas disfrutando de este hermoso lugar.

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La reunión de la abuela (San Isidro)

Delia Alejandra Mesones Fajardo

La señora Granda paseaba por el parque José Luis Bustamante y Rivero en su calmado Surquillo, escuchando el cantar de los pájaros en las copas de los árboles y los rayos de sol asomándose entre los huecos de aquel parque que parecía un pequeño bosque enrejado y escondido. A sus 85 años, caminar seguía siendo una de sus más grandes pasiones como lo era el pintar tan bellos cuadros que vendía.

Entonces se sentó en una pequeña banca al costado de la gran estatua de bronce del parque, sobre un pequeño pedestal se encontraba José Luis Bustamante y Rivero, un antiguo presidente del Perú. Suspiró y vio cómo había tantos padres con sus hijos jugando con bicicletas o con una pelota, llenando de vida y alegría tan hermoso paisaje alrededor de ellos. Juntó sus manos y cerró los ojos por unos momentos, ¡qué hermoso sería que sus nietos se juntasen como lo hacían hace años para jugar

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y reír! Ahora casi todos eran profesionales trabajando o estudiando, hasta con hijos, llenándola de muchos bisnietos que ella amaba tanto.

Esa hermosa ilusión rondaba en su mente, pero ella sabía que sola y sentada no iba a conseguir nada. Caminó despacio hacia su casa, cogió su teléfono y empezó a llamar a todos sus hijos, nietos y bisnietos.

—¡Es algo urgente! —les avisó la abuela—. ¡Los espero mañana en el parque, aquí cerca de mi casita!... Sí, sí, por donde jugabas.

Alistó una linda cesta de comida con su gran mantel rojo con bordados, caminó al parque con un leve apuro, empezó a sentir como si los bellos pájaros la estuvieran saludando con un bello tintineo en el aire; unas pequeñas ardillas paseando entre las grandes ramas que se cruzaban y los colibríes revoloteando en los bajos arbustos de flores.

Acababan de abrir una pequeña zona familiar en el parque. Ella pensó comer a gusto rodeada de tan verde ambiente, como si se tratase de estar acampando en un bosque. Se sentó en su banca favorita y se dispuso a esperar.

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Pasó una hora y nadie parecía llegar, una pequeña lágrima cayó por su mejilla, entonces escuchó una pequeña e inocente voz.

—¡Aquí estás, abuelita! —era su bisnieto Stefano—. Te estábamos esperando allá en la mesa, ¿estás bien? ¿Te has cansado de caminar tanto?

La sonrisa volvió a su rostro. El niño tomó su mano y juntos caminaron a la zona de comida. Allí bajo los árboles estaban sus hijos, sus nietos y algunos bisnietos. Todos reían, cantaban, se contaban viejas travesuras que habían hecho desde tan chiquitos.

—Mamita —dijo emocionada Eugenia, su hija menor—, ¿dónde estabas? ¡Siéntate aquí que te guardamos un sitio!

Así pasó la tarde, rodeada de su familia, del lugar tan hermoso al que solían acudir en los viejos tiempos. Risas, muecas, abrazos, tantas cosas que había extrañado y añorado. Entonces vio a su familia unida, vio cómo todos habían aparecido para estar con ella en tan bello momento.

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Esto era lo que faltaba... un tierno y cálido momento familiar.

Y cuando tuvo pintura en mano, el pincel comenzó a bailar.

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El guardián de las lomas (San Juan de Lurigancho)

Anaela Mendoza Trujillo

—Las lomas están más vivas que nunca, Ricardito —dijo el abuelo Aurelio aquella fría mañana de junio.

A mi corta edad, yo no entendí a qué se refería hasta que veía los cerros tornarse de color verde y ser bañados por una esponjosa neblina. Yo solo me quedaba mirando fijo, jurando por dentro que mi abuelito era todo un adivino.

—A las florecillas de las lomas les encanta la neblina —seguía contando—. Cuando es invierno, la absorben como si tomaran su bebida preferida.

Cuando las lomas reverdecían, el abuelo Aurelio se quedaba sentado en su mecedora pegada a la ventana y observaba atento el movimiento del viento. Yo solía acompañarlo y, aunque siempre veía lo mismo todos los días, me quedaba escuchando aquellos comentarios repentinos.

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—De seguro que hay muchas lagartijas rondando por ahí, de color tierra, bien chiquitas —comentaba. Yo ponía una mueca de asombro, mientras mi abuelo me dedicaba una sonrisa sin dientes—. Y también andan por ahí uno que otro gato. Pero esos son solo mostrencos (salvajes). Solo quieren molestar a las lagartijas.

—Pero no se puede ver nada desde aquí, abuelito —le objeté—. ¿No podemos ir a verlo con nuestros propios ojos?

—Nada me haría más feliz que eso —me respondió, pero la tristeza se denotaba en su voz—. Siempre he amado las lomas, el verdor, la espuma fría… pero ya estoy viejo, Ricardito. Mis pies ya no caminan como antes; mis ojos apenas ven los detalles. ¿Cómo podría un anciano como yo subir a las lomas en este estado?

Mamá me sugirió que podía ir con mis amigos o unirme a un grupo de excursión por mi cuenta, pero yo no estuve de acuerdo: nadie tendría el don de mi abuelo, la capacidad de hablar de la naturaleza como si hubiese vivido toda su vida en las profundidades de un bosque.

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—Vamos, abuelito —insistí—. ¿No quisieras visitar las lomas, aunque sea una vez más? Yo estaré a tu lado y no te dejaré caer.

Ante mi insistencia, mi abuelito aceptó. Aquel día, salimos de casa sin que nadie se diera cuenta. Nos unimos a un grupo de excursión y, tras escuchar las recomendaciones, ascendimos. Nos retrasamos un montón, ya que el abuelo subía de a pocos, un tanto apoyado en mí; otro tanto, en su flaco bastón de madera. Sin embargo, nuestro ascenso fue de lo más emocionante, pues aunque el abuelo ya no miraba bien sabía cuándo pasaba una lagartija o cuándo estábamos por pisar una planta diminuta por accidente. Sin darme cuenta, el verdor nos arropó por completo: las florecillas nos saludaban al lado del camino y su rico aroma se mezclaba con la humedad del ambiente. Desde donde estábamos, nuestro distrito era apenas un borrón gris y triste, comparado con la dulce y tierna frialdad de las lomas.

—Esta es una flor de Amancaes —decía mi abuelo, señalando con su arrugado dedo—.Y esta, esta… ¿Cómo se llamaba? ¡Ah! ¡Una siempreviva! ¡Claro! ¡Y, y espera! Tienes que ver esta de aquí…

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Y fue en ese trajín de nombres diversos y caminos pedregosos que llegamos a la cima. La ciudad se veía lejos, muy lejos, mientras que el viento nos acariciaba las orejas, silbando sobre las largas hojas verdes a nuestros pies.

—¿Sabes qué, Ricardito? —me preguntó con emoción—. Por mí, viviría aquí para siempre. Sería el guardián de todas estas plantas. El frío no me importaría.

Y así fue cómo comencé a amar a las lomas.

***

Hoy es mi primer día como guía oficial de aquellas lomas cercanas a mi casa. Niños, adultos y hasta ancianos me rodean mientras esperan mis primeras palabras.

—¡Bienvenidos a todos a las Lomas de Amancaes! Las lomas están más vivas que nunca y pronto sabrán por qué.

A continuación, los guío a todos hacia ese camino, hacia donde sé que se encuentra el alma de mi abuelo, cuidando de las lomas y de todos aquellos que viven en ellas, esperando mi regreso.

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Viajando hacia las Lomas de Pamplona (San Juan de Miraflores)

Ana Milagros Rondón Ochoa

—Hice cambiar la dirección de la nave por tercera vez —le dije a Pipito, mi nieto—. Hoy iremos a Lima.

Pipito solo conocía de Lima por libros que le había prestado. Algunas noches me había escuchado llorar en silencio, pues recordaba mis paseos por el río Rímac antes de llegar a la plaza Chabuca Granda y sentarme con mis amigos a jugar para luego ir a dar una vuelta al cerro San Cristóbal.

—Qué bellos recuerdos, Pipito, un día te llevaré a ver las puestas de sol en Chorrillos y a ver cómo vuela mi pájaro favorito, el cormorán; si lo vieras Pipito, sus alas negras y su gran pico.

Él me escuchaba y me decía:

—Abuelito, por favor, llévame, no seas malo.

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Y así fue cómo esa mañana del 15 de julio del 2045 empezamos a volar sobre los cielos de la gran Lima. Lo primero que le llamó la atención fue ver el hermoso océano Pacífico, y ver a las gaviotas de Franklin caminar junto a los pelícanos.

Por primera vez en años volví a sentir ese lindo olor a mar, y Pipito vio, por primera vez, una gaviota.

Bajamos de la nave y empezamos a bañarnos, hasta que pensé: «¿Seguirán existiendo las Lomas de Pamplona?». Esa pregunta me mantuvo mucho tiempo en silencio hasta que dije:

—Pipito, quiero que conozcas uno de los lugares más importantes de la biodiversidad en esta ciudad. Iremos a las lomas, un sistema único y estacional que se desarrolla en medio de este desierto, justo en este mes está todo cubierto de linda vegetación.

El rostro de Pipito se llenó de alegría y exclamó:

—¡Vamos, abuelito!

Mientras manejaba la nave me puse a pensar si las cosas en la tierra habían cambiado. Lima era una ciudad

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hermosa, pero la contaminación que sufría era muy fuerte.

Grande fue mi asombro al aterrizar y ver a la mariposa vanessa carye, más conocida como «mariposa colorada», volando sobre las flores. Pipito quiso tocarla, pero le dije que no, sus alas eran muy delicadas y si él las tocaba, ella perdería muchas de sus escamas y quizá, no volvería a volar. Pipito entendió y me dijo:

—¡Gracias, abuelito, por tus enseñanzas, eres un hombre muy sabio y que conoce mucho sobre las animales!

Mientras caminábamos viendo las begonias, apareció un muchacho de aproximadamente 23 años con un polo que decía «Hemos salvado las lomas», entonces le pregunté:

—Cuéntame, buen amigo, ¿cómo así es que llegaron a salvar las lomas?

Cristian, como se llamaba el muchacho, me contó que las Lomas de Pamplona fueron declaradas «Patrimonio del Perú», entonces Pipito preguntó:

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—¿Qué es eso, abuelito?

A lo que Christian contó que luego de los cambios climáticos que sufrió el Perú, se decidió preservar, proteger y dar a conocer la importancia cultural y natural de cada lugar de este país, donde existan animales y plantas. Esta acción llevó a que la flora se extendiera por todos los lugares y a la construcción de un museo donde todos los que vivían en la parte baja de la loma encontrarían una fuente de trabajo: algunos trabajaban como administradores, historiadores, guías turísticos, etc. Muchos de los niños que crecieron visitando las lomas estudiaron años más tarde carreras como Ingeniería Ambiental, Biología, etc., para seguir aprendiendo y protegiendo las lomas.

Esto me llenó de alegría y me hizo derramar un par de lágrimas. Me emocionó saber que sí se pudo, que todos los que lucharon pudieron lograr su conservación.

Agradecí a Christian por su tiempo y lo felicité por el gran trabajo, a lo que él me dijo: —La unión hace la fuerza, Pedro, pero antes que te vayas, quiero darte este libro, donde está nuestra historia de lucha.

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Lloré y le dije que ese libro lo mostraría y lo leería a todos los habitantes de los demás planetas y los animaría a venir a Lima y, por supuesto, a visitar las Lomas de Pamplona.

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Mi abuelo y la historia de Pingüi (San Miguel)

Olga Oliva Mendoza Vásquez

Para mí, él era mi mentor; él era mi abuelo. Aún recuerdo, verle sentado en el jardín de la casa leyendo la Biblia o alguna revista que le regalaron. Nunca fuimos una familia adinerada, pero él me enseñó que trabajando con esfuerzo se podría lograr muchas cosas. Me encantaba escuchar sus historias; era magnífico poder transportarme a muchos lugares a través de la imaginación. Mi abuelo leía bastante, creo que se refugió en la lectura después de padecer de una enfermedad que lo llevó hasta la sala del quirófano.

Una tarde, se encontraba leyendo en el pequeño jardín de la casa, mientras yo jugaba alrededor suyo, cuando observé por primera vez un dibujo de un pingüino en la revista que atentamente leía.

—¡Abuelo!, ¡abuelo! ¿Qué es esto? —pregunté señalando la imagen del pingüino.

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—Es un pingüino de Humboldt. Es un animal que vive en el mar —me contestó—. El fin de semana te llevaré a un lugar donde albergan a un pingüino que tiene una historia especial.

—Gracias, abuelo —le dije y le abracé.

El tan anhelado día al fin llegó. El domingo por la mañana muy temprano me desperté y fui corriendo a su cuarto.

—¡Abuelito!, ¡abuelito! —gritaba—, hoy me llevarás a ver pingüinos, ¿verdad?

—Buenos días, mi nieta querida —me dijo—. Así será. Hoy iremos a un lugar que te va a encantar.

Ese lugar era el Parque de las Leyendas. Me asombré mucho al ver una jirafa, un oso, una tortuga, pero mi emoción fue más grande cuando vi a los pingüinos de Humboldt.

—¡Abuelito!, ¡abuelito, mira cómo caminan! ¡Mira, abuelito! ¡Cómo se meten al agua! —exclamaba.

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En dicho recinto había diez pingüinos, pero había uno especial, era elegante al caminar, al parecer ya llevaba mucho tiempo viviendo ahí; sin embargo, parecía que extrañaba algo.

—¡Abuelito!, mira ese pingüino de ahí, parece que no se divierte como los otros.

—¿Quieres que te cuente una historia?

—Sí, sí —contesté apresuradamente.

—Cuando era pescador, una vez en nuestras redes quedó atrapado un pingüino de Humboldt. Mis cuatro compañeros y yo discutimos sobre el destino de dicho animal. Dos de ellos opinaron que lo vendiéramos a un traficante de animales y los otros dos opinaban que lo vendiéramos en el mercado a cualquier persona, ya que algunas lo utilizan como mascota o a veces hasta utilizan su carne para su consumo. Sin embargo, yo opinaba diferente a ellos, pensaba que deberíamos regresarlo al mar. Recordé lo que mi padre me dijo alguna vez: «Hijo, la naturaleza se debe de cuidar, solo debemos obtener provecho de ella lo suficiente, teniendo siempre en cuenta de que ninguna especie desaparezca. Nunca captures a

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un pingüino, porque ellos eligen una pareja para toda la vida. Imagínate si tú separas a uno de ellos de su pareja. Nunca más volverán a estar con otra, por lo tanto, no se reproducirán y el número de su especie empezará a reducirse, hasta que llegue su extinción». Esas sabias palabras de mi padre me recordaron que tenía que hacer algo para regresar a ese pingüino a su hogar.

«Al desembarcar, mis compañeros cogieron al pingüino y se lo llevaron, mientras yo descargaba el pescado, pero al percatarme de lo sucedido, los seguí y vi cómo lo vendían a un traficante de animales. Esperé a que mis compañeros se fueran, me acerqué a dicha persona y le pedí que me lo vendiera. Pero me dijo:

—Tú, pescador, para qué necesitas uno si fácilmente puedes conseguir varios.

Intenté convencerle, y al final me dijo que me vendería si le pagaba una cantidad de dinero muy elevada. En esos momentos solo llevaba en los bolsillos del pantalón unas cuantas monedas, por lo que intenté persuadirlo de devolver al pingüino al mar. El traficante se molestó y al inclinarse a coger la jaula donde estaba el pingüino grande fue nuestra sorpresa al ver que no estaba. El

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traficante, muy furioso, me gritó una serie de malas palabras y se marchó. Al parecer no había cerrado bien la jaula y el pingüino se había escapado mientras nosotros conversábamos.

¿Dónde está el pingüino?, no pudo ir tan lejos, pensé. Así que empecé a buscarlo y cuando ya me daba por vencido, a dos cuadras de donde yo estaba, vi mucha gente reunida, pensé que había un accidente de tránsito, pero cuando me acerqué, grande fue mi sorpresa al ver al pingüino que buscaba. En ese instante llegó la policía rescatista de animales y se lo llevó. Al día siguiente me acerqué a la comisaría a preguntar qué había pasado con el pingüino y un agente de la policía me comentó que lo habían llevado al Parque de las Leyendas. Ese de ahí, es Pingüi, el pingüino que quedó atrapado en nuestras redes».

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El renacer de las flores (Villa María del Triunfo)

Andrea R. Buenaño Hochman

En la casa de Nadia las flores frescas dan la bienvenida. El aroma de las coloridas musas enmarca el estudio de la pintora paisajista y naturalista de 99 años. Su proceso creativo empieza a las 6 de la mañana, junto a los primeros rayos solares, que se asoman traviesos entre las delicadas cortinas. Con 102 libros publicados sobre la flora limeña, sigue pensando el retrato especial para su libro recopilatorio.

—¡Ah! Llegó la inspiración —murmuró, tomando su café matutino y preparando sus pinceles para trazar la flor característica de Lima, aquella que crece en invierno, cuando ninguna otra se atreve a florecer.

Un amarillo vibrante plasmaba los pétalos e iluminaba la habitación. Observaba atenta la flor de amancaes unida a su lienzo. El último pincelazo verde en las hojas y habrá terminado su obra. En ese momento recordó las

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lomas de paraíso en donde crece la flor y que alguna vez relató a su nieto. «Todavía puedo ver las imágenes de cada flor al cerrar los ojos. ¿Podrá Chelo elevar el nivel de conservación de la vegetación?», meditó Nadia.

—¡Mamama, ya pues, vamos a la loma! —resonó en paralelo con el tac tac de las pisadas que se acercaban presurosas. Marcello Jr. de amplia sonrisa, apareció en el umbral de la puerta.

—Chelito, ¿quieres ver las flores de mis libros? —respondía la abuela, rodeando afectuosa con ambos brazos al niño.

—¡Sí, salgamos a visitarlas! Quiero ver las trompetas naranjas, las rojas amapolas, las cositas esas… de color blanco. ¿Esas cómo se llaman? —expresaba emocionado, abriendo los ojos.

—¡Ah! Las muy pequeñitas son zapatitos de bebé. Cada especie es sorprendente… Quisiera ir contigo, pero estoy cansada, y no tan joven como quisiera. Estaré esperando aquí. ¿Me traerías muchas fotos de tu recorrido? —indicó la mamama.

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Explorador nato como su abuela, era su turno de ver los frágiles ecosistemas de las zonas protegidas que tanto admira ella.

—Cuando sea grande, seré botánico —dijo alegre mientras partía. Al escuchar esa frase toda preocupación se disipó, pues podía verlo partir hacia el futuro.

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Un día de paseo (Villa María del Triunfo)

Christian Bryan Cachay Luna

El pequeño Luis miraba el calendario de la sala con mucha atención. Un día importante se acercaba. Su madre, la señora Rosa, había resaltado el 15 de junio, ese día era el cumpleaños del abuelo Juan. Mientras Luis observaba el calendario, su madre planeaba un regalo para el abuelo. Ella pensó en regalarle algo especial. «El abuelo tiene muchas corbatas y camisas ya», dijo. Entonces, Luis la miró y dijo:

—Vamos de paseo. Eso le gustará al abuelo.

No era la primera vez que el niño sugería esa idea para un cumpleaños. En año nuevo Luis dijo que quería viajar, pero el mal clima arruinó las intenciones de la familia por complacer al pequeño.

—¿A dónde quieres ir con el abuelo? —preguntó Rosa.

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—En las Lomas del Paraíso, hay muchos animales y plantas —dijo el pequeño mientras sonreía.

La maestra de Luis había contado en clases su paseo por las lomas, así que a Rosa no le sorprendió la sugerencia del niño. Rosa miró dulcemente a su hijo y recordó el entusiasmo que sentía ella mientras de niña escuchaba al abuelo Juan relatar sus viajes.

—Me tomó diez horas llegar caminando, pero el paisaje valía la pena, no hay nada igual —dijo Juan una vez cuando visitó la selva. Pero eso fue antes, ahora el abuelo pasaba sus días tranquilo en su habitación, escribía, eso sí, su propio libro: «Es para los futuros viajeros, como el pequeño Luis».

El abuelo Juan se emocionó al escuchar la idea de su nieto y aceptó hacer la visita a las Lomas del Paraíso en el día de su cumpleaños. No hubo inconvenientes porque la familia estaba informada del ecoturismo saludable.

—La maestra nos enseñó sobre eso en clase —decía el pequeño Luis.

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El abuelo Juan y la señora Rosa estaban orgullosos del niño. La familia llegó durante la época húmeda de las lomas, la cual inicia en junio y termina en octubre, por lo que pudieron observar en todo su esplendor el paisaje verde y el manto de flores que embellecían el lugar.

—Las flores amarillas se llaman flores de amancaes, junio es su temporada —dijo el abuelo Juan. El pequeño Luis no aguantaba su emoción y pedía a su madre que le tomara muchas fotos.

—Quiero recordar para siempre este día —decía el niño.

—La naturaleza es amable si te portas bien con ella. Cuando te lleve a pasear recuerda respetar a las plantas y los animales.

—Este es uno de los cinco circuitos de las áreas de conservación regional que se encuentran en Lima —enseñaba el abuelo Juan—. Aquí podremos encontrar gran cantidad de flores y plantas. Además, esta zona es hogar de geckos, lagartijas y muchas especies de aves.

—Es muy importante cuidar este lugar —decía en voz alta Luis.

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El paseo duró varias horas más mientras el abuelo Juan demostraba su gran conocimiento y el pequeño Luis pedía fotografías con todos los animales posibles. El pequeño se emocionó mucho al ver una vizcacha, su pelaje le pareció muy suave y quería abrazarla, pero su abuelo le hizo entender que debía dejarla tranquila y solo observarla. Hacia el final, como un agradecimiento de la madre naturaleza, un turtupilín se acercó a la familia y dejó que Luis le tomara una fotografía.

—Adiós, amigo de pecho rojo —le dijo el pequeño cuando el ave retomó el vuelo.

—Papá, ¿te gustó el paseo? —preguntó Rosa.

—Me encantó. Hace mucho que no tenía un día de paseo y me gustaría repetirlo. Ya tengo a mi nuevo compañero de viajes —dijo emocionado el abuelo Juan mientras abrazaba a su nieto. El pequeño se quedó dormido luego de usar toda su energía para aprender y observar la belleza de una hermosa zona de Lima.

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De camino a las nubes con el superabuelo (Villa María del Triunfo)

Krisell María Cainicela Alvino

Don Claudio es un señor muy alegre, bromista e inteligente. Acostumbra a sonreír mucho y hacer sentir bienvenidos y cómodos a los que le rodean, a él también le gusta contar muchos chistes que sin lugar a duda hace reír a más de uno. Además, se caracteriza por ser una persona muy inteligente y curiosa. Por ello, en su cumpleaños número 65 todos sus hijos le regalaron una brújula de colección.

Una tarde, después de almorzar, don Claudio y su nieta Mariel, de 5 añitos, fueron al parque de Chaclacayo a pasear. Mientras escuchaban los cantos de los pájaros violinistas, la pequeña Mariel miró al cielo muy sorprendida y le hizo una pregunta a su abuelito:

—Papito —le dijo—, ¿se pueden tocar las nubes?

—Hmm —contestó—, yo creo que no, hijita.

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—¡Oh! —exclamó algo desanimada.

—Hijita, aunque ahora que recuerdo hay un lugar en Lima llamado de Apu Siqay, «El colchón de las nubes», está ubicado en Villa María del Triunfo. Siempre quise ir, pero no me había dado el tiempo.

—¡Papito Claudio, quiero ir, por favor! —le dijo con voz tierna.

Después de aquella charla, don Claudio y la pequeña Mariel regresaron a casa. Ahí encontraron a los padres de la niña haciendo la cena. Mientras cenaban, don Claudio le comentó a su hijo y a su nuera sobre la idea de ir hacia Apu Siqay. Al principio, don Claudio tuvo que explicarles sobre el lugar y de lo emocionados que estaban Mariel y él de emprender aquel viaje. Después de unas coordinaciones la familia tenía listo el presupuesto y el día en el que irían.

Pasaron tres días, la pequeña Mariel se levantó a las 7 de la mañana para bañarse y desayunar temprano. Ella llevaba su cámara de juguete muy emocionada pensando utilizarla en el camino. Después de desayunar y hacer el recorrido en carro, llegaron al ansiado Apu Siqay.

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Hicieron un largo recorrido con el carro. Cerca de la cima se encontraron con una estatua de la cabeza de un inca, se tomaron muchas fotos y al caminar más encontraron una estatua en forma de cisne en la que posaron todos juntos muy entusiasmados antes de continuar con la ruta.

—¡Por fin llegamos! —dijo la pequeña Mariel entusiasmada.

Y sí, ellos realmente habían llegado, el cielo estaba despejado.

—Es bellísimo —expresaron don Claudio y los padres de Mariel.

Lo cierto es que no había descripción exacta para expresar tanta belleza: el cielo se veía a poca distancia y las nubes las tenías prácticamente al lado, el sol estaba resplandeciente, y con tonos amarillos, anaranjados, rosados y celestes.

Después de tanto encanto tuvieron que descender. Para ello tuvieron mucho cuidado porque a pesar de que la cima de Apu Siqay estaba con el sol en plenitud, al

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descender se encontraron con nubes de mayor espesor. Al regresar a casa después de ese extraordinario viaje, don Claudio cenó con su familia y llevó a acostar a la pequeña Mariel. Ella muy emocionada le dijo: Gracias, papito, eres mi superabuelo.

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Mi gran pequeño tesoro (Villa María del Triunfo)

Esteffani M. Gutiérrez Rojas

—¡Ayuda, por favor! —exclamó de forma desesperada una voz desconocida. Sergio se despertó perplejo. Confundido decidió dar un paseo. De repente observó una pequeña flor de color amarillo volando hacia él y, como si fuese un avión, se balanceó alrededor de su rostro.

—Parece que quieres que te siga —se percató Sergio.

La pequeña flor aterrizó en las Lomas del Paraíso. La neblina fría y cálida a la vez fluía. Se podía apreciar la biodiversidad que ahí habitaba: la fauna y flora convivían pacíficamente. Para los ojos de Sergio era maravilloso: respiraba paz y admiraba la tranquilidad que el ambiente le transmitía.

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—Bienvenido seas a mi hogar. Soy Amancaes —dijo una vocecita alegre.

—¡Tú eres con la que soñé! —exclamó Sergio sorprendido.

Era una planta de belleza hipnotizante y Sergio lo supo cuando la vio: sus hojas verdes, sus flores amarillas tan brillantes que refrescaban el corazón y en su interior le decoraban unas líneas verdes.

—Mi hogar es continuamente afectado por acciones humanas —respondió Amancaes—. Mi familia me prohibía intentar comunicarme con un humano, ya que buscaba ayuda de ellos; pero no me rendí, mantenía la esperanza que alguien me escucharía y al fin apareciste.

—¿Por qué confías que una persona de 80 años como yo te ayudará, Amancaes?

—Porque tu interés hizo que llegaras a mi hogar; eso me hizo feliz. No fui invisible para ti. Me respetas e incluso me llamas por mi nombre.

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Aquellas palabras se introdujeron en lo profundo del corazón de Sergio y lagrimeó. —Amancaes, a veces deseaba que alguien también me considerara y velará por mí —dijo Sergio sollozando—. Pequeña Amancaes, me ofrezco a velar por ti. —¡Sabía que los humanos no son malos! —exclamó sonriente—. Yo no los odio; pero su indiferencia e ignorar nuestra existencia nos lastima mucho.

Sergio se quedó casi toda la tarde conversando con Amancaes. Compartían relatos y anécdotas de lo que cada uno había vivido; si una persona los escuchara sabría de la riqueza que guardaban sus historias, e incluso un historiador estaría muy interesado. Sergio y Amancaes se admiraban mutuamente y así transcurrió una tarde plácida y cálida para los corazones de los dos. Antes de despedirse, Amancaes señaló: —Sergio, sé que peligra mi existencia y tarde o temprano mi hogar se desvanecerá; aun así deseo que sigamos coexistiendo y mi familia tenga un futuro agradable. —Amancaes, yo estoy aquí para ti. Tú y tu familia son importantes para los humanos, aunque no estemos conscientes de ello todavía —dijo mientras la acariciaba. Ambos se despidieron sonrientes y prometieron volver a verse mañana.

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—Sergio, estoy feliz de haberte conocido. Adiós —se despidió la pequeña Amancaes, llorando mientras sonreía.

Sergio corrió hacia el hogar de su pequeña amiga anhelando que solo haya sido un mal sueño. Pero rápidamente comprobó que la zona donde habitaba su amiga Amancaes había sido destruida y arruinada, su amiga desapareció.

Sergio lloró destrozado, se arrodilló y dijo entre lágrimas:

—Amancaes, me diste un motivo e inspiraste mi vida gracias a tu existencia. Me ayudaste y te lo agradezco. Eres mi gran pequeño tesoro.

Amancaes no se rindió en lograr alcanzar una pequeña oportunidad para cambiar el destino de su hogar, que era lo que más le importaba. Sergio sabía de eso perfectamente y por ello creó una asociación enfocada en preservar y defender las vidas valiosas que aún se encontraban en aquella loma; vidas que su amiga le encargó proteger, vidas que eran especiales para Amancaes.

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Sergio miró al cielo y dijo:

—Te extraño mucho, amiga, pero sé que te estoy haciendo feliz y sé también que somos importantes. ¡No somos invisibles!

«Donde Lima es gris, existe un cerro que en invierno se pinta de verde».

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Las verdes lomas en la Lima gris (Villa María del Triunfo)

Antuané Fiorella Pizarro Padilla

—Ese anciano le quita la vitalidad a la calle. No sé por qué no se va con sus otros hijos —dijo un vecino.

—Lo mismo pienso. Se le ve tan gris en la puerta de su casa, que combina bien con el invierno, pero no en esta cuadra llena de tantos jóvenes —afirmó otra vecina, mientras que una segunda mujer asentía con la cabeza.

Daniel pasó al lado de esas personas, apretando ligeramente el periódico que llevaba en su mano derecha y la bolsa de pan que tenía en su mano izquierda. Estaba un poco enojado al oír esos comentarios hacia su abuelo, más aún porque los vecinos no tuvieron nada de cuidado al decirlo casi al momento que pasaba al lado.

Llegó a su casa cabizbajo, dejando el periódico en la mesa de centro junto a las monedas que sobraron. Mientras colocaba la bolsa de pan en la mesa del comedor,

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pensaba en lo que escuchó y en cómo podía defender las críticas hacia su querido abuelo. Él aún era un niño de nueve años, no sabía cómo expresarse correctamente sin que parezca que está siendo grosero. Quería aclarar que no era un punto gris en una zona colorida, porque su abuelo Juan era muy cálido y divertido, solo que ellos no querían darse el tiempo de conocerlo.

Sus pensamientos eran entreverados, pero alguien lo despertó de ellos, y fue justo su abuelo, quien terminaba de arreglarse para sentarse a desayunar.

—Daniel, ¿en qué piensas? ¿Está todo bien?

El niño asintió con una pequeña sonrisa antes de ir a lavarse las manos. Al estar listo, saludó a su abuelo con un beso en la mejilla. En ese instante, pudo percibir ese aroma tan peculiar que desprenden los adultos mayores, generando un sentimiento hermoso en el corazón.

Desayunaron juntos y se fueron a la escuela. Ese día irían de paseo, por lo que, al llegar, fue a darle su permiso de parte de sus padres a la profesora. El trayecto fue largo, pero llegaron a una zona que nunca había visitado.

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—Bienvenidos a Lomas de Paraíso —leyó el cartel que había en la entrada.

Un guía los llevaba a recorrer por los caminos de las lomas, al mismo tiempo que compartía ciertos conocimientos del lugar.

—Lomas de Paraíso tiene dos visiones a lo largo del año. Un cálido color marrón, a causa del fuerte calor del ambiente, se percibe en verano —empezó el guía—, mientras que un llamativo verde, como lo pueden apreciar ahora, está presente por los días húmedos. Este lugar tiene su mayor esplendor en invierno.

Daniel, al escucharlo hablar, sonrió ampliamente. Pensó en los comentarios de sus vecinos. Su querido abuelo Juan no era un punto gris que opacaba su calle, ni era solo compatible con el color del invierno, sino que era tan brillante y colorido como las Lomas de Paraíso. Apreció la naturaleza alrededor, desde las plantas —como la flor de amancaes— hasta diversos animales que recorrían la extensión del lugar. Todo era hermoso, al igual que la risa del abuelo después de contar una anécdota graciosa o una sonrisa de añoranza cuando recordaba sus paseos juveniles con la abuela. Lomas de

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Paraíso era un lugar muy recorrido, según el guía, pero él sabía que igual había personas que no llegaban a conocer el lugar —así como los vecinos no intentaban llegar a su abuelo.

Luego de un largo camino con un paisaje bello y lleno de muchos conocimientos, llegó el momento de las fotos. Daniel tenía muchas fotos con sus compañeros y maestra, pero pidió una individual con las lomas de fondo.

Click, sonó la cámara del celular.

El abuelo Juan no era similar a la tan conocida Lima gris, sino que estaba tan lleno de vida como las lomas verdes, estas Lomas de Paraíso que era su escenario para tan bella foto que demostraría a sus vecinos la hermosura que puede tener el invierno a pesar del clima frío y húmedo.

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La lechuza de campanario (Villa María del Triunfo)

Beatriz Mirna Ruiz Salazar

Don Mateo es una lechuza de campanario. Se le llama así porque generalmente habitan en los campanarios de algunas iglesias. Efectivamente, don Mateo había vivido toda su infancia y juventud en el campanario de la iglesia de San Juan Grande, que pertenece a la hacienda del mismo nombre.

Habían pasado ya muchos años, Mateo había recorrido más de 100 iglesias de Lima, las conocía al derecho y al revés, pero… ya los años no le permitían realizar largos vuelos, ya se sentía cansado, sus alas rotas y a veces por la falta de práctica olvidaba los lugares.

Se sentía cansado, pero quería ser útil, y todas las noches pensaba: «Mañana temprano saldré a buscar a quién ayudar», y así fue.

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A la mañana siguiente se puso su saco y corbata y echó vuelo hacia el mar, pues sabía que había muchas aves que temprano se congregaban en ese lugar. De pronto divisó al amiguillo el zarcillo que no encontraba su alimento. Mateo presuroso se acercó y le preguntó:

—¿Quieres que te ayude a buscar tu alimento?

El zarcillo contestó:

—¡No!, eres muy anciano y no ves bien, no podrás ayudarme.

Y se fue. Mateo entristeció, pero no se detuvo siguió buscando a quién ayudar.

Volaba y volaba sobre el parque Castilla y vio a una turtupilín que preocupada buscaba pasto y ramitas para hacer su nido… Mateo se acercó y le preguntó:

—¿Quieres que te ayude a buscar las ramitas para tu nido?

La turtupilín le contestó amablemente:

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—Gracias, señor lechuza, pero yo puedo y debo hacerlo sola, además no creo que puedas, te cansarías muy rápido porque estás ancianito.

Y se alejó.

Mateo otra vez quedó triste, pues él quería ayudar y no encontraba la forma… Después de tanto buscar, regresó a su campanario.

A la mañana siguiente, nuevamente se puso su saquito y corbata, además un sombrerito, pues había salido el sol, y echó a volar, con la única intención de encontrar a alguien a quien pudiese ayudar. Esta vez voló hacia las Lomas de Villa y encontró a muchos huarequeques que volaban de un lado a otro, todos preocupados. Mateo se acercó y les preguntó:

—¿Qué pasa?

Ellos le contaron que ya desde hace unos días no sabían qué hacer con sus pichones, que los veían muy inquietos y ya no querían obedecer. Mateo tuvo una genial idea:

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—¡Haremos una escuela!

—¿Una escuela? —preguntaron las aves.

—Sí —contestó Mateo.

—Yo seré el profesor.

—¡Qué bueno! —contestó mamá huarequeque—, además usted, señor lechuza, es un ave muy inteligente y con todos sus años de experiencia va a saber guiar a nuestros pequeñuelos.

Esa noche Mateo no pudo dormir de la emoción, preparó sus clases y temprano voló hacia las Lomas de Villa, escogió un árbol no tan alto, pues a los huarequeques les gusta estar en el suelo, limpió cada rama, y esperó a sus alumnos.

Los pequeños huarequeques fueron llegando de uno en uno, algunos tímidamente, otros curiosamente, se acercaron a saludar a Mateo, que con una sonrisa los recibía.

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Así pasaron muchos días llenos de alegría y aprendizajes nuevos. Mateo se sintió muy útil y encontró su verdadera vocación. 

Ah, me olvidaba de contarles que todas las semanas escogían una iglesia de Lima para visitarla y hacer un gran recorrido, pues Mateo las conocía al derecho y al revés.

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Un paraíso de aventuras (Villa María del Triunfo)

Graciela Romina Sarmiento Malla

Hola, soy el abuelo Pablo. Vivo en Lomas del Paraíso muchísimo tiempo, en el distrito de Villa María del Triunfo. Me gusta pasear por diversos lugares, a veces tardo demasiado, pero no vayan a creer que es por mi edad, ir lento es parte de ser un caracol.

El día de hoy les contaré una historia muy divertida. ¿Alguna vez han participado en una competencia? Yo sí, y lo recuerdo como si hubiese sido ayer. ¡Oh! Cierto, fue ayer, je je je.

La competencia consistía en encontrar la mayor cantidad de flores de amancaes. La mayoría de este tipo no florecen en el mes de junio y apenas duran 3 a 4 días. Por suerte sí era junio, pero iba a tardar mucho en encontrarlas, aun así, no me desanimé y me inscribí en la lista, donde también estaban la lechuza, el turtupilín, la vizcacha y la lagartija.

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Al llegar a casa le conté a toda mi familia sobre la competencia. Ellos estaban muy felices y decidieron acompañarme para darme ánimos.

Había llegado por fin el gran día. Todos los animales de las Lomas del Paraíso se levantaron temprano porque era el día de la gran competencia para encontrar tan hermosas flores. A las nueve estaban todos los competidores junto al antiguo cauce, de donde descendía un hermoso manantial, lugar bautizado como Edén del Manantial.

Allí se encontraba la lechuza de los arenales con sus grandes ojos, observando a todos los demás. La vizcacha de las zonas rocosas, expuesta entre las hojas y eso parecía preocuparla, ya que está acostumbrada a camuflarse entre las rocas. El turtupilín, de pecho rojo, se veía emocionado y ya quería que comience la búsqueda. En ese momento llega la lagartija, pero era tan presumida que se acomodó rápidamente lejos de todos y comenzó a burlarse de nosotros con sus amigos.

—Ja, ja, ja, mejor ve a dormir —se reía de la vizcacha.

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—Je, je, je, volando no encontrarán nada —se reía del turtupilín y la lechuza.

—Jo, jo, jo, alguien tan pequeño y lento ni siquiera debería participar —dijo finalmente, refiriéndose a mí.

La ignoramos, mientras esperábamos la orden para iniciar la búsqueda. En ese instante el organizador nos dio la señal y todos nos pusimos a buscar. La lechuza y el turtupilín volaban cerca de las hojas buscando. La vizcacha saltaba entre las hojas. De repente un grito llamó mi atención, era la lagartija que estaba atrapada entre unas ramas. Me acerqué para ayudarla y pasé por encima de las ramas dejando un rastro de baba para hacerlo más resbaladizo. Cuando ya se encontraba libre, no podía entender por qué la había ayudado.

—Gracias por salvarme —dijo la lagartija mientras me miraba sorprendida, pero ya no estaba viéndome a mí, sino a lo que había detrás. Al voltearme se hallaban unos cuantos brotes de las flores de amancaes, llamamos al organizador de la competencia y nos preguntó quién la había visto primero.

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—Fue el caracol, él me ayudó a liberarme de las ramas, pero ya había encontrado las flores antes —dijo la lagartija.

—Entonces ya tenemos un ganador —dijo el organizador mientras llamaba a los demás competidores, quienes llegaron y me felicitaron.

—Yo me reí de todos ustedes por ser diferentes. Es cierto, todos somos diferentes, pero todos tenemos cualidades y podemos ser amigos, ayudarnos cuando lo necesitemos. Gracias, caracol Pablo, por ser mi amigo y espero que ustedes también puedan perdonarme —dijo la lagartija.

El organizador decidió que todos ganaron por haberse esforzado y nosotros festejamos por haber ganado a una nueva amiga que además había aprendido lo que significaba la amistad.

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La dama de los amancaes (Villa María del Triunfo)

Manoli del Milagro Vargas Sánchez

El viento frío y la humedad son tus compañeros al caminar por las Lomas del Paraíso; hueles a tierra fresca al pisar y temes un poco resbalar, pero contemplar el bello paisaje impulsa tu andar, hasta que logras ver aquel personaje, cuya figura se ha vuelto cotidiana entre los pétalos de los amancaes. Ella es la mujer de cabello cano, la de pisar lento, la de sonrisa eterna, la de mirada dulce y cuyo brillo no se apaga ni por más neblina que la envuelva.

Todos los días viene siempre puntual en la mañana, a cuidar sus amancaes que cultivó con tanta paciencia y cariño durante todo el año, conversa con las vizcachas, con las lagartijas y con el turtupilín que se posa a su lado, y hasta parecen viejos amigos de antaño que intercambian sus vivencias. Hay ocasiones en que la escuché cantar una melodía poco conocida, pero parece que fuera el abono indispensable para que florezcan sus amancaes cada día;

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la vi también llorar en una ocasión, cuando encontró una lechucita de los arenales sin vida, ese día el cielo lloró también con ella.

La miro desde lejos y temo acercarme por temor, o tal vez será para no perturbar este cuadro tan perfecto de la dama con sus amancaes. Pero un día la fina señora se percató de mi presencia y me sonrió; yo asustadiza traté de evadir sus profundos ojos azabache muy parecidos al manto de la noche cubierto de estrellas. Ella me habló en silencio, con su mirar me dijo todo, e inmediatamente me acerqué abriéndome paso entre los pétalos del color amanecer brillante, necesitaba ayuda por cuanto tenía una mano vendada y no podía realizar con facilidad sus labores diarias en las lomas. Inicié mi trabajo siendo su ayudante, de alguna manera le presté mis manos para que lograse acabar con su tarea; ese día me enteré que se llama Raquel, que es maestra jubilada y que le apasionaba los amancaes desde que un día escuchó la canción José Antonio de Chabuca Granda. Me dijo que no tenía familia; sin embargo, me afirmó que nunca estaba sola, porque Dios siempre está con ella. Y por eso viene a las Lomas del Paraíso porque para ella este lugar es el cielo en la tierra. Me enseñó a sembrar y cantar a los

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amancaes, a hablar con los animales, a rezar agradecida acompañada del trinar de los pajaritos santa rosita. Desde aquel día somos la pareja perfecta de charlas interminables, aunque somos de distintas generaciones, y aunque ella me habla de gente que nunca conocí, siento que estamos conectadas espiritualmente; aunque no lo puedo describir, alegra mi existir. Tiene recuerdos muy antiguos, de lugares, de personas, de cosas, conoce muchas historias y leyendas, pero sobre todo conoce mucho a Dios, y su alegría es interminable y contagiante, siempre terminamos entre sonrisas. Me encanta aprender de ella, sobre todo de los amancaes, pues me dice que todos debemos ser como estas flores tan hermosas que, aunque a nuestro alrededor se vuelva gris e invernal, no debe ser impedimento para florecer en medio de la adversidad, no podemos dejar de brillar porque Dios nos regala cada día y que hay que vivirlo con alegría; sobre todo me dice, que todos estamos llamados a ser maestros y sembradores de buenas semillas, de bellos sueños, de deliciosos frutos. Me enseñó a bailar el vals y a bailar la marinera limeña, me dijo que siempre debo estar orgullosa de mi tierra, que nunca debo sentirme menos, y hoy le prometí que no me conformaré con ser profesora de conocimientos, sino que seré maestra de valores, que seguiré cultivando

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sus amancaes por siempre, y que bailaremos un vals en medio de ellos en cada invierno limeño.

Nunca podré olvidar a la dama de los amancaes, puesto que con ella olvidé el vacío que dejó mi mamá y completó mi mundo interno llenando y sembrando en mi corazón sus dulces amancaes.

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Lo que sucede en otros lugares también nos puede afectar

Aquella Bola Verde

Liliana Carolina Condori Huamani

—¡Unaa boola verrrdeee! —fueron las últimas palabras que mi cansado amigo Aarón pronunció esa noche. A sus 10 años, el día se le hacía corto porque siempre buscaba algo que hacer. Entendí lo que dijo cuando fui a la cocina y tomé mi café; allí estaba, la espléndida y misteriosa bola verde. Comprendí en el acto, que la vio entre sueños cuando lo llevaba en brazos hasta su cama.

Al día siguiente, apenas vio a tía Fanny le preguntó:

—Tía, esa bola verde que ayer trajiste de tu trabajo, ¿es una pelota? ¿Puedo jugar con ella?

Una alerta se activó en la cabeza de su tía.

—¡No, no, no, no! —dijo rápidamente con una entonación graciosamente nerviosa—. Es una Kokedama —acotó.

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—¡¿Aaahhhh?! —exclamó Aarón y se volteó a verme. Yo que no se inglés, solo me encogí de hombros y abrí los ojos cual huevo frito.

Tía Fanny nos miró y con aires de superioridad explicó:

—Kokedama es una palabra japonesa que significa bola de musgo. Dentro de esa bola, como le dicen ustedes, hay una semilla rodeada de tierra con nutrientes y envuelta en musgo verde; de allí nacerá una linda flor.

—¡Ohh! —dijimos en coro el niño y yo. «¡Caso resuelto!», pensé.

Por la tarde, después de terminar sus deberes, Aarón en vez de jugar y llamarme para ver cómo unas plantas, con caritas de sol, les daban duro a unos zombis (cada uno más huachafo que el otro); buscó en Google esa palabra japonesa. Efectivamente, las flores se veían hermosas erguidas en sus esféricos pedestales y se imaginó siendo el objeto de interés de su preciada vecina Caro, una niña de su edad con la que jugaba los fines de semana. Ya estaba por cerrar esa ventana, cuando vio algo que

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lo detuvo… una palabra. Una palabra que era imposible que tuviera que ver con flores, esa palabra era PELIGRO.

Leyó y continuó leyendo, finalmente respiró profundo y me buscó para contarme que ese musgo que cubre nuestra bola verde provenía de un bofedal, donde el musgo capta la humedad del ambiente y la convierte en agua.

Supo que un bofedal también es un humedal, como Pantanos de Villa, al cual ya había ido de excursión quedando encantado con tantas aves que fotografiar; organizó más paseos hacia otras lomas de Lima, pero la pandemia truncó sus planes. Esto era diferente. Más serio, pues tenía la cara roja de emoción.

—¿Abuelo, te das cuenta? ¡Una planta que produce agua! ¡Eso es magia! —me dijo. Al instante pensé: «¡Agua!, esa agua que tanta gente desperdicia cuando riega el jardín o se ducha. Agua que pesa tanto; solo el que la ha cargado en baldes y tinas, hasta el cuarto piso de un edificio o de un cerro, me entenderá». Pero luego, su expresión cambió y me contó con tristeza que existían personas que lo saqueaban, que lo arrancaban y luego lo vendían como abono en los mercados de las

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grandes ciudades. Que solo quedaría tierra seca, que los pobladores del lugar no tendrían agua y nosotros... tampoco.

—No entiendo. ¿Por qué lo hacen? —me dijo con molesto desánimo.

—Tal vez ignoren lo que tú sabes ahora —le contesté.

Su cara se iluminó de repente y dijo:

—Es cierto, papá Alejo, te quiero. ¿Me ayudas a hacer famoso al bofedal?

Y yo con una sonrisa le dije que sí.

La ignorancia, el no saber, eso es lo peligroso. ¿Si no conoces un lugar, un animal, una flor, cómo lo vas a querer? No se cuida lo que no se conoce.

Así, mi nieto empezó su campaña. Enroló en su misión a tía Fanny, quien corrió la voz entre sus amigas secretarias de la empresa y ellas a su vez se lo contaron a otras de las empresas vecinas; tanto barullo hicieron, que sus jefes vieron con agrado apoyar a las instituciones que ya cuidaban este ecosistema pero con pocos resultados.

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Por mi parte, aproveché la junta vecinal del edificio para contarles a todos esta realidad. Los niños hicieron dibujos de la bella flora, luego a alguien se le ocurrió la idea de un mural; todos cooperamos y de lo bien que quedó hasta la televisión se interesó. Así lo pusimos de moda.

A mis 76 años, tengo un amigo que me enseña que cada día hay más por hacer. Que causas por las cuales luchar hay muchas, Solo escoge la tuya. Hoy vamos al pueblo de Carampoma, más allá de Santa Eulalia, aquí, en Lima, vamos a buscar ese mágico lugar. Hoy iremos por la ruta del bofedal.

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