Vuelan Las Palomas

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CARLOS GOROSTIZA

VUELANLAS PALOMAS

PLANETA

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Esta novela recibió elPREMIO PLANETA (Argentina),

otorgado por el siguiente jurado:

ABELARDO CASTILLOMARÍA ESTHER DE MIGUELEDUARDO GUDIÑO KIEFER

RICARDO SABANES

Diseño de cubierta: Mario Blanco Diseño de interior: Alejandro Ulloa

© 1999, Carlos Gorostiza

Derechos exclusivos de edición en castellanoreservados para todo el mundo:

© 1999, Editorial Planeta Argentina S.A.I.C. Independencia 1668, (1100) Buenos Aires

Grupo Editorial Planeta

ISBN 950-49-0327-4

Hecho el depósito que prevé la ley 1 1 .723 Impreso en la Argentina

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser

reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya

sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso

previo del editor.

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A Teresa, siempre

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UNO

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Los ocho máuseres en fila estallan al mismo tiempo y se oye un poderoso y único estampido. El humo que sale de los fusiles borronea la figura del hombre ensangrentado caído sobre el piso de baldosas. Allí arriba hay una explosión de palomas. Los soldados bajan las armas y el humo sube y se desvanece. Las palomas se alejan revoloteando, asustadas.

Habrá llegado el año 1983. Los viejos se detendrán al doblar la esquina y desde allí, quietos, viejos, quedarán mirando hacia el fondo de la cuadra.

—Esta es tu famosa Calle de los Tambos.—Esta es.Habrá un silencio bastante largo. La vieja, sin duda, esperará algo

más. El viejo apenas murmurará: —Qué distinto todo.Caminará unos pasos y se detendrá frente al antiguo plátano

todavía erguido junto al cordón de la vereda. —Esta es lo único que queda.Acariciará el arrugado tronco con suavidad. Ya entonces estaba

aquí.La vieja lo tomará del brazo. El viejo levantará la cabeza apuntando

hacia el fondo de la calle, más allá de la transversal, donde habrá un amplio parque.

—Y ahí estaba la cárcel.—La Penitenciaría.—Sí.—Fue ahí. —Sí.Después de otro largo silencio el viejo se apartará del árbol y se

acercará a la pared. Tal vez en ese mismo sitio, donde brillara un frente de granito pulido, se abría antes el ancho portón del tambo. El tambo real, el verdadero, el de la concreta animalidad. Y por aquí cada mañana

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y cada tarde, anunciados por sus cencerros, las vacas y los terneros hacían su lenta aparición y luego ocupaban la calle y ofrecían el ordeño de la leche tibia y cremosa. Todas las mañanas y todas las tardes, a lo largo de la calle y frente a las puertas vecinales. Como una ceremonia vital ineludible.

—Por aquí estaba el tambo. El verdadero. Los otros estaban allá, cerca de la otra esquina: me refiero al prostíbulo y a la amueblada; al hotel para parejas, bah. Lo que tantas veces te conté.

En realidad los tres establecimientos eran verdaderos: el tambo con sus vacas, el prostíbulo con sus mujeres y el hotel con sus parejas. Todo formaba parte de esa calle. También el conventillo, la casa de los ricos, el corralón, y por supuesto también el almacén; tal vez éste con más derecho que nadie por culpa de la hija del almacenero. Pero alguien, con un poco de humor y otro poco de sarcasmo, había mezclado las esencias de aquel lugar. Y lo había bautizado la Calle de los Tambos.

—Y para colmo estaba la Porota, también. La hija del almacenero. Ella colaboraba. Tenía unas tetas así.

El viejo querrá reír pero no podrá. Ella querrá tomarle la mano pero él se lo impedirá recostándose contra la pared de granito pulido quizá con la intención de incorporarse a ese nuevo paisaje, quizá pretendiendo disimular su memoria. Pero no dejará de espiar hacia el fondo de la calle, allí donde tiempo atrás se levantaba la Penitenciaría y donde justo en ese instante el atardecer empezará a mezclar formas y colores. Con su mirada recorrerá cada metro de presente y de pasado. Los enfrentará, los cotejará. Todo será distinto. Esas paredes, ese asfalto cubriendo los antiguos adoquines, esas veredas. Hasta el aire será otro. Con sus nuevos sonidos, con sus nuevos olores. Sólo el lugar —esa abstracción— será el mismo de antes. Y ese antiguo plátano descascarado. Sus cansadas ramas caerán pesadamente frente al espacio que alguna vez ocupó la puerta de la vieja casa. La casa de la infancia. La puerta de madera de doble hoja tallada. El umbral de mármol amarillento.

El viejo se acercará al blanco umbral de mármol de la casa con frente de granito pulido y quedará contemplándolo. La mujer entonces querrá tomarle otra vez la mano.

—Vení, caminemos.—Esperá.Y como buscando un nuevo punto de mira o tratando de recordar

una antigua perspectiva el viejo se sentará sorpresivamente en ese umbral, acomodará su espalda contra la moderna puerta de vidrio enrejado y se pondrá otra vez a mirar hacia el fondo de la calle.

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LA CALLE DE LOS TAMBOS1919

Sentado sobre el umbral Nacho desgranaba con parsimonia un racimo de uvas maduras y después de hacer estallar cada grano en su boca escupía las semillas hacia el cordón de la vereda. Hasta que oyó la voz susurrante de su madre.

—No salgo. No quiero que me vean en kimono.Después la voz de un hombre:—Te queda bien.—Sí. Pero dentro de casa.Hubo una risita ahogada y después un silencio. El chico apoyó toda

su espalda contra la hoja cerrada de la puerta de madera. Por el espacio que dejaba la otra hoja abierta llegaron suspiros y gemidos.

—Bueno, Almanza. Basta.—Un ratito más.—Nos puede ver Nacho.Nacho trató de levantarse del umbral sin hacer ruido pero al

moverse hizo temblar la hoja de la puerta. En seguida por el espacio abierto apareció la cabeza de doña Encarnación.

—Qué hacés aquí.Nacho se alejó hasta el cordón de la vereda y se apoyó en el tronco

joven del árbol mostrando el racimo de uvas. —Estaba comiendo. —Mejor se va para adentro. Nacho se alejó un paso. —No voy nada.La voz de la madre se oyó amenazadora. —¿Cómo dijo?—Déjelo, Encarna. Nacho ya es todo un hombre.

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Detrás de la voz apareció Almanza. Llevaba el sombrero puesto, como casi siempre. Nacho vio cómo se inclinaba amistosamente y le ponía una moneda de níquel en la mano.

—Tomá, pibe.Era una de diez centavos. Nacho la miró: brillaba. Oyó la voz de la

madre:—Ahora no te comprés porquerías.Nacho tomó la moneda sin responder, se la puso en el bolsillo y

empezó a caminar.—Y volvé antes de que oscurezca.Nacho siguió caminando sin contestar. Se metió los dos últimos

granos de uva en la boca, arrojó el gajito pelado al aire y luego lo pateó en dirección al carro cargado con enormes cachos de bananas verdes que pasaba tirado por cuatro caballos tristes y un viejo pero aún brioso cadenero. Era uno de los tantos carros que transportaban cargas desde la terminal ferroviaria de Retiro hasta el Mercado de Abasto. Él y el Pata —mejor dicho el Pata y él— habían aligerado más de una vez esas cargas. Nacho dejó pasar el carro, se colgó de su culata y arrancó una banana. Después se descolgó de un salto, miró hacia atrás y pudo ver que Almanza se alejaba hacia la otra esquina y que la cabeza de su madre había desaparecido. Entonces guardó la banana en un bolsillo y del otro extrajo la moneda. La miró. En medio del atardecer la moneda de níquel brillaba. Volvió a mirar hacia adelante. Frente a él se abría toda la calle. Toda la vida. Nacho revoleó la moneda, la cazó en el aire y enderezó hacia la esquina. Allí, al fondo, la transversal y el paredón de la Penitenciaría cortaban la continuidad de la Calle de los Tambos. Pero su meta era aquel caserón ruinoso que imponía su presencia desde la mitad de cuadra; a esa hora el oscuro portal estaba siempre copado por la vocinglería de los vecinos del conventillo que todas las tardes se citaban allí para mirarse y discutir sobre el destino de los hombres y de los pueblos. El Pata no estaba a la vista. Nacho siguió caminando hacia el caserón sintiendo en la palma de su mano el frescor del níquel. Eludió a los vecinos del portal y entró al conventillo. El primer patio estaba oscuro y frío. Nacho lo atravesó y desde el corredor espió hacia más allá del segundo patio; en el tercero algunos vecinos tomaban mate frente a las puertas de sus piezas, los chicos corrían y chillaban y las mujeres, a los gritos, intercambiaban ideas y opiniones de cocinita a cocinita, de pileta a pileta. Nacho espió y vio que el Pata no estaba a la vista. Tampoco estaba su padre. Frente a la pieza número 36 sólo se veía una silla de paja. Nacho se acercó a la puerta cerrada.

—¡Pata! ¡Pata!La voz del Pata se oyó en seguida: —Dale, entrá.

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Nacho abrió la puerta. Apenas pudo distinguir a su amigo sentado sobre una cama, inmóvil.

—Qué hacés ahí, Pata. ¿Por qué no salís?—Calláte, belinún. Y traéme esa llave que está ahí, en el cajón. En la

mesita de luz de mi viejo.Sorprendido, Nacho iba a seguir preguntando. Pero sus ojos ya se

habían acostumbrado a la oscuridad y pudo ver la cadena enroscada en los barrotes de la cama y en el cuerpo del Pata. Un simple candado que unía dos eslabones lo inmovilizaba. Deslumbrado por la escena, Nacho también se inmovilizó.

—Como el Conde de Montecristo.—Dejáte de joder y agarrá la llave. El viejo está por llegar. Nacho pegó un salto, fue hasta la mesita de luz, abrió el cajón y vio

la llave. Se la mostró al Pata.—Sí, es esa. Apuráte y abrí el candado.Nacho pegó otro salto y se acercó al Pata. Trató durante unos

segundos de meter la llave en el agujero de la cerradura. La emoción le hacía temblar la mano.

—Vamos, chitrulo. Embocá de una vez, que si ahora llega a aparecer mi viejo nos encadena a los dos.

Era la instrucción que Nacho necesitaba. A los pocos segundos salían los dos de la pieza. Nacho se contenía para no correr.

—Andá despacio, gilastro, si no, los vecinos se van a dar cuenta —dijo el Pata por un costado de la boca. Nacho se esforzaba en caminar despacio, pero las piernas se le aflojaban demasiado o se le endurecían del todo.

—No puedo, Pata, no puedo —murmuró al fin, desolado.—Falta poco, turrito, aguantá —lo volvió a instruir el Pata

entredientes.Faltaba poco. Atravesaron el primer patio y después de superar el

portal y el corro de vecinos se encontraron en la calle.—Bueno, chau. Me voy antes de que llegue el viejo —dijo el Pata

espiando hacia donde la calle se prolongaba.—¿Pero no me vas a contar?—Para qué. Si no servís ni para abrir un candado. —¿Pero adónde vas? ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a volver? ¿Y qué le

digo a tu viejo si alguna vez lo veo y...Nacho habría seguido con las preguntas. Pero vio cómo el Pata

entrecerraba los ojos pensativo. Entonces se calló y esperó.—Qué le decís a mi viejo —repitió el Pata—. Decíle... decíle... que

me voy por ahí, a... bah, no le digas nada y se acabó. Chau.Nacho se atrevió a tomarlo de un brazo. —Pero, Pata... ¿Vas a volver?

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—Qué sé yo. —Miró teatralmente a la distancia—. Uno nunca sabe si va a volver o no. Y soltáme, que mi viejo debe estar por llegar.

—Tomá.Nacho le ofrecía la moneda de diez centavos. Brillaba más que

nunca en su mano. El Pata, sorprendido, miró a Nacho. Luego la moneda. Luego a Nacho. Al fin tomó la moneda. La revoleó. La recibió en la palma de la mano y volvió a mirarla.

—Cara —dijo sonriendo—. Buena señal. Vas a ver cómo todo va a ir fenómeno. —Carraspeó para no decir gracias, le pegó a Nacho un golpecito en el brazo, dejó caer un “ya te la voy a devolver” y se fue a paso rápido.

Nacho quedó mirándolo. Vio cómo su amigo empezaba a trotar pateando piedritas aquí y allá y cómo desaparecía doblando la esquina. Después de un momento de indecisión Nacho también trotó hasta la esquina. Una vez allí miró hacia el fondo de la calle. Alcanzó a ver cómo el cuerpo del Pata se esfumaba, tratando de desembarazarse de la sombra que ya lo envolvía.

La única sombra que quedó frente a Nacho fue la de la tarde. Unos pasos más allá empezaba a borronearse el duro paredón de la Penitenciaría con sus troneras, sus torrecillas y sus guardias custodiando el secreto de tantas fugas olvidadas. Nacho miró hacia el paredón y vio al guardia caminando con su fusil al hombro. Su figura se desplazaba por detrás de las troneras y se ocultaba y aparecía, se ocultaba y aparecía. Nacho espió desde la vereda opuesta hasta que la figura del guardia apareció entera detrás de la torrecilla. Entonces avanzó hacia la mitad de la calle. Quería gritarle algo referido al Pata, a sus cadenas y a su reciente liberación, a los presos encadenados allí adentro, detrás del paredón, y al aire que el Conde de Montecristo respiró en libertad al evadirse del Castillo de If. Pero sólo se atrevió a avanzar con cautela hasta una distancia prudente del paredón y desde ahí, después de sacar la banana de su bolsillo, tomó puntería y la lanzó con todas sus fuerzas contra la figura del guardia que ya también empezaba a esfumarse en las sombras. Después salió corriendo sin mirar atrás, tratando de alcanzar cuanto antes el umbral seguro de su casa.

LAS OTRAS CALLES1931

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Fue algo así como un acto depurador. Casi un rito. Por lo menos una ceremonia que Ignacio necesitaba celebrar consigo mismo. Sabía que dejando ese uniforme abandonado por ahí no aseguraba su desaparición. Y él no sólo quería poner esas prendas fuera de su vida sino fuera de la vida de toda la humanidad. Por eso, después de envolverlas con la chaqueta azul caminó sigilosamente hasta el fondo del patio, se metió en el baño, cerró la puerta con llave, puso el atado de ropa dentro de la bañera y buscó la botella con alcohol de quemar que habitualmente servía para encender el calefón.

Las llamas eran más azules que rojas. Él las habría preferido rojas y crepitantes. Pero sólo aparecían con timidez unos tenues resplandores rosas en medio de las llamitas azules y el crepitar no era un crepitar adulto, verdadero, sino un ligero chasquido que se repetía de tanto en tanto sin dramatismo alguno. De todos modos había sentido que ese acto adquiría la dimensión de una auténtica ceremonia; una ceremonia iniciada al tomar la botella, que continuó cuando volcó el líquido ritual sobre el confuso bulto de tela azul que esperaba en el fondo de la bañera, que siguió cuando encendió el fósforo y con un gesto dramático lo dejó caer sobre la ropa, y que terminó al ver cómo el fuego convertía la tela en chispas, humo y llamas que aunque no fueran totalmente rojas cumplían al fin con el cometido de volatilizar su reciente y ominoso pasado.

Durante unos minutos permaneció inmóvil, contemplando aquellos restos. Allí quedaban, achicharrados, unos botones de metal, un pedazo de alambre retorcido —seguramente el que servía para tensar la copa de la gorra de soldado— un montoncito de ceniza gris, y sobre todo un tramo de su vida que quería ver esfumado para siempre. Por eso fue, tal vez, que jamás pudo olvidar aquella imagen final de la bañera.

Con ella en la mente imaginó el destino para el resto de su uniforme: el correaje, los pesados botines Patria y la bayoneta. Primero fue el correaje, que en realidad no era más que un ancho e impersonal cinturón de cuero con portabayoneta. En la pieza que habitaba no sólo hubo siempre lugar para la cama de hierro de una plaza, para la menuda mesa de luz y para el angosto ropero de madera con espejo; allí también convivieron con él, desde sus años de pantalones cortos, pilas de cajas redondas de cartón para sombreros pertenecientes al taller de Felicia. Ella aparecía de vez en cuando para traer o llevar alguna caja; entraba a la pieza desprejuiciadamente, sin anunciarse, y lo sorprendía a veces en su más cruda intimidad. Pero esas situaciones jamás disgustaron a Ignacio. Por el contrario, recordaba con emoción la primera aparición imprevista de Felicia y con dulce placer la continuidad de aquellos días en que ella —siempre sorprendiéndolo— encontraba excusas para visitarlo en su cuarto. Ignacio revisó el interior de algunas de esas cajas. Al fin, habiendo encontrado la que buscaba, colocó allí dentro, alrededor

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de la copa de un sombrero de fieltro rojo, el cinturón con el portabayoneta. Después dejó la caja en primera fila: Felicia la abriría muy pronto y encontraría allí el cinturón con el que ella había jugado una larga tarde aprovechando la ausencia de doña Encarnación. Le dejaba ese cinturón como recuerdo. Y no como un recuerdo estrictamente suyo. En realidad era un recuerdo compartido por los dos. Un recuerdo de una tarde repetida que ahora se interrumpía para siempre.

Había llegado el turno de los libros. Miró los que estaban repartidos en estantes de la mesa de luz y se despidió de ellos con una mirada de agradecimiento. Eran los libros de su infancia, los de las apasionantes historias leídas con pantalones cortos. Pero también estaban los otros libros, los de don Ovidio. Estaban bajo la cama. Se arrodilló, extendió el brazo y extrajo una pequeña valija. Dentro de ella había libros que esperaba volver a leer. Montó la valija sobre la caja de sombreros que acababa de dejar en el ropero y dejó sobre ella un corto mensaje: “Cuidame esta valija. Algún día volveré a buscarla. El cinturón es para vos. Gracias”.

La decisión sobre el destino de los botines Patria fue inmediata. Copia fiel del calzado creado por el ejército alemán para la guerra, los Patria eran fuertes, preparados para largas caminatas sobre caminos duros. Los alemanes no sólo sabían crear en el terreno de la música, de la literatura, de la filosofía; para balancear sus valores humanos los alemanes también sabían crear en el terreno de la guerra. Ignacio sabía que le esperaban duros y largos caminos y tal vez la guerra de escaparle a la guerra. Y vistos desde arriba, los Patria poco se distinguían de unos zapatos negros comunes. De modo que quedarían con él durante un buen tiempo, como útiles compañeros de viaje.

Faltaba la bayoneta. Se sentó en la cama, desenvainó la hoja tersa y quedó un instante mirándola mientras deslizaba con suavidad sus dedos ida y vuelta por la estría cavada a lo largo de toda la superficie del acero. Esa estría estaba ahí para que la dura charrasca entrara y saliera mejor del cuerpo del enemigo. Por ahí debería pasar el aire. O la sangre. Y así el acero no quedaría apresado por la carne asustada. Al contrario, entraría y saldría suave y dócil para volver a entrar y salir, entrar y salir, entrar y salir suave y dócil de uno y otro cuerpo tanto del mío como del tuyo y de todos los cuerpos vivos del mundo hasta que los cuerpos vivos estuvieran bien muertos. Ignacio metió la hoja de la charrasca en la vaina y después de mirar el arma durante un rato la dejó a su lado, sobre la cama. Estuvo así otro rato, pensando, mirando de tanto en tanto la bayoneta de reojo. Hasta que tomó la decisión.

Sabía que abandonaba su casa y la Calle de los Tambos por un tiempo largo, si no para siempre. Tal vez por eso prefirió restarle trascendencia a la despedida. Tomó la valija en la que había amontonado desordenadamente un poco de ropa, metió adentro la

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bayoneta, se puso el impermeable que en la vida civil le servía tanto en los días de lluvia como de sol, se caló el sombrero hasta las cejas y salió sin querer mirar a su alrededor. Una vez afuera dedicó apenas una mirada leve al fondo de la calle, donde entre sombras se distinguía el muro de la Penitenciaría.

No sólo las palomas fueron sorprendidas. El aire, expulsado hacia adelante a través de un torbellino de pólvora y estruendo, también fue sorprendido; y antes de caer sin fuerzas sobre el muro salpicado de sangre se lanzó, desestabilizado, a golpear las alas de las palomas.

Se caló aún más el sombrero y se encaminó hacia el lado opuesto de aquel muro. Al llegar a la esquina giró la cabeza y echó una breve y última mirada hacia atrás, por donde se borroneaban el final de la cuadra y las otras esquinas. Pero en seguida dobló por la avenida y dejó atrás la Calle de los Tambos. Caminaba a paso rápido, apretando contra su cuerpo la valija de fibra de cartón. Sabía todo lo que se llevaba. Aunque todavía no sabía todo lo que dejaba.

Y entre todo —lo poco— que se llevaba, envuelta entre camisas, medias y calzoncillos, estaba la bayoneta. Para ella había imaginado un destino más de acuerdo con el fin para el que había sido creada. Ella merecía un destino definitivo, sin regreso. Un destino verdaderamente mortal. Por eso esperó a que el ferry, que lo llevaba hasta la orilla oriental estuviera en medio del río. Allí, ocultándose de las posibles miradas de los otros pasajeros, abrió con disimulo la valija, extrajo la bayoneta y la dejó caer sobre la borda. El arma desapareció en la noche y en el agua mientras Ignacio mascullaba sordamente algunas palabras que sólo él podía oír. Y que oyó durante mucho tiempo.

LA CALLE DE LOS TAMBOS1920

Más allá de la puerta de madera y del umbral de mármol había una escalera también de mármol. Allí, en ese zaguán que subía, las horas de siesta de verano eran especialmente frescas. Nacho se recostaba de pared a pared a lo largo del séptimo escalón y con un libro en la mano esperaba a Felicia, que todos los viernes a esa hora regresaba de su

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visita semanal a la sombrerería. Anunciaba su presencia con el sonido de los tacos sobre la vereda y al fin, sosteniendo en sus brazos una o dos cajas vacías de sombreros, oscurecía el zaguán al emerger del misterio y cubrir la puerta con su figura. En ese momento Nacho simulaba concentrarse en la lectura y estiraba más sus piernas a lo largo del escalón. Felicia subía los seis primeros peldaños y al llegar al séptimo levantaba con prudencia un pie calzado con un pequeño zapato rojo con tacos peligrosamente altos y lo pasaba por encima del cuerpo de Nacho. El movimiento de la pierna era lento y cuidadoso y creaba posibilidades a la imaginación. Nacho apartaba entonces los ojos del libro y espiaba allí dentro, entre el zapatito que todavía estaba en el sexto escalón y el que ya estaba en el octavo. Primero veía las brillosas medias de seda inflándose en la zona de los muslos; luego las ligas negras ascendiendo por la carne blanca y partiendo brutalmente cada pierna en dos, y más arriba la puntilla de los calzones rosas. O blancos. Aunque casi siempre rosas. Pero al fin el zapatito del sexto escalón pasaba también por encima del cuerpo de Nacho. Y entonces sólo quedaba el perfume y el secreto íntimo guardado detrás de aquella falda que había flameado durante un tiempo demasiado corto sobre su cabeza y que después se alejaba, trepando siete escalones más hasta llegar al descanso junto a la puerta cancel. Allí era donde Felicia, haciendo juego con la cortina de macramé que cubría la puerta, giraba insinuando algo parecido a un nuevo y desconocido paso de baile y murmuraba con una dulzura extraña: “¡Ay, Nachito, Nachito!”. Y se iba, llevándose consigo casi todo lo que había de valor en este mundo.

Pero esa tarde Felicia no había llegado sola. Dejando atrás el sonido de su taconear sobre la vereda y después de ocupar durante una ráfaga de segundo el vano de la puerta, Felicia se hizo a un lado y dejó ver la figura casi etérea de una niña semiescondida detrás de dos enormes cajas de sombreros. Con los bracitos ceñía una caja y con el mentón estirado sostenía la otra consiguiendo mantener las dos en equilibrio. Apenas se le veían una boca fruncida, unos ojitos asombrados y unos pelos finos que le caían sobre la frente en forma desordenada.

—Este vaguito es Nacho. Esta es mi sobrina Lucía. Vino del Uruguay a visitarme. Así que espero que te portes bien con ella.

Nacho no respondió a las palabras de presentación de Felicia pero sí a su sonrisa cómplice encogiendo las piernas y permitiéndole subir cómodamente por la escalera. Después, espiando por encima del libro que simulaba leer, vio cómo Lucía se esforzaba por llevar las cajas hasta la puerta cancel donde ya la esperaba su tía. Era lo que podía llamarse una chica esmirriada y sin personalidad y en ninguna parte de su cuerpo habría podido descubrir Nacho el anticipo de la mujer. La miró pasar con cierto desdén y después vio la enorme diferencia de los senos de Felicia allí arriba, esperando junto a la puerta cancel. Y ya no vio más; porque la

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puerta otra vez cerrada interrumpió su visión y porque prefirió dedicarse a escuchar el nuevo sonido de los tacos de Felicia, que ahora golpeteaban sobre el último tramo de la escalera de madera. Nacho escuchó el dulce sonido hasta que adivinó que se desvanecía más allá del vestíbulo del primer piso. Entonces suspiró, volvió a estirar sus piernas y trató de concentrarse de veras en su lectura.

Poco a poco, y a medida que el tiempo fue pasando, Nacho fue sintiendo que Lucía le resultaba bastante insoportable. Nunca hablaba demasiado y habría sido injusto acusarla por meterse en su vida como se meten muchas personas en las vidas de los otros, pero siempre estaba en algún lugar cercano espiando, atenta a cualquier movimiento que Nacho iniciara para luego seguir su pista furtivamente, como una tenaz celadora del más ínfimo de sus actos. Y siempre callada, siempre espiándolo desde atrás de algún mueble, siempre con la cabeza agachada mostrando apenas los pelos que le caían sobre la frente. Era insoportable. Por eso fueron muy pocas las palabras que habían cruzado. Pero al fin fue Nacho quien, cansado de la vigilancia pertinaz de Lucía, resolvió cierta vez iniciar el diálogo. Hacía un buen rato que la había descubierto mirándolo desde atrás de una silla, observando cómo él hacía verdaderas maravillas con su balero. Dejó de jugar por un momento y la enfrentó:

—Qué pasa. Qué mirás.Lucía se encogió aún más.—Nada. —Pareció que callaba para siempre cuando sorprendió a

Nacho agregando:— Qué bien jugás.—Más o menos —dijo Nacho. Y para demostrar que él estaba de

acuerdo con el juicio emitido revoleó peligrosamente el balero por el aire, lo volvió a tomar y culminó la demostración con una embocada perfecta—. Chau —se dignó agregar. Y se fue para su cuarto sin oír el “chau” de Lucía.

El segundo diálogo se atrevió a iniciarlo Lucía. Nacho había buscado la luz del patio para leer y estaba tan concentrado que no advirtió su presencia.

—¿Qué estás leyendo?Ella estaba ahí a su lado, paradita, sorprendiéndolo con una voz que

nunca le había oído, una voz grave que parecía salir de otro cuerpo.—Una novela. El Conde de Montecristo —respondió Nacho todavía

sorprendido. —¿Es linda?—Sí. Ya la leí dos veces. Esta es la tercera.—¿Cuando la termines me la prestás? —¿Cuántos años tenés?

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—Nueve.—No es para vos —dijo terminando la conversación y levantándose

pesadamente de su asiento. —¿Y vos cuántos tenés?—Once —anunció Nacho con suficiencia. Y se fue carraspeando para

su cuarto.La Porota era otra cosa. No sólo tenía casi once años sino que

parecía tener trece. O catorce. A veces él debía ponerse en puntas de pie cuando a ella se le ocurría calzar unos zapatitos de medio taco que algunos días de fiesta le gustaba lucir. Un día se había parado justo frente a él, como midiéndose, y le había dicho “Me parece que ya te pasé”. A él le dio bastante rabia esa comparación y le contestó: “Claro, porque yo no uso los zapatos de mi viejo”. Y entonces ella le retrucó enojada: “Ni los podrías usar porque vos no tenés viejo”. Y eso fue demasiado; porque él no tenía viejo pero tenía su orgullo; y sin decirle una palabra dio media vuelta y se alejó sin saludarla.

Pero al día siguiente los dos olvidaron el enojo. Después de todo a Nacho la Porota le gustaba bastante y a ella le gustaba gustarle a Nacho. Claro que a ella le gustaba gustarle a todos los chicos del barrio —aunque no a los del conventillo, tan atorrantes—, pero hacía poco tiempo, caminando los dos en un atardecer a lo largo del paredón de la Penitenciaría, Nacho le había preguntado si quería ser su novia y ella había respondido con una sonrisa mientras salía corriendo para su casa. Y eso quería decir que sí. De modo que esa tarde, después de alejarse de Lucía y de dejar El Conde de Montecristo sobre la mesita de luz de su pieza, salió a la calle y se dirigió al almacén. Esa era la hora de salida de los chicos del colegio, turno tarde. Y la Porota llegaría de regreso vistiendo el blanco guardapolvo almidonado, luciendo un hermoso moño sobre su cabeza, oliendo a lápiz, a tiza y a muchas cosas más. Nacho salió de su casa y oyó la música de las campanillas que colgadas del pescuezo de la vaca acompañaban el ofrecimiento de la leche tibia por toda la cuadra. De un salto eludió la vaca y después de darle una palmada cordial al ternero se dirigió siempre a los saltos hacia el almacén sin oír las palabras poco amistosas acerca de los niños que profería el tambero que arriaba los animales. Llegó justo para ver que por el lado de la avenida hacían su aparición algunos guardapolvos blancos. Entonces se sentó en el confortable asiento que formaba el alféizar de la vidriera del almacén, cruzó las piernas con superioridad y adoptó un gesto definitivo de indiferencia como demostrando que estaba ahí por casualidad, simplemente porque los oleajes de la vida lo habían traído a estas playas. Pero lo primero que le dijo la Porota cuando lo vio fue “Bajate de esa vidriera porque si te ve papá te mata”. Y casi al mismo tiempo se despidió del chico que la acompañaba sonriéndole de una manera que a Nacho no le gustó nada. Por eso, algo confundido,

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apenas si tuvo tiempo para pegar un salto desde la vidriera y preguntarle a la Porota, antes de que entrara al almacén, “¿Después salís un rato?”. Y apenas tuvo tiempo, también, de oír a la Porota que antes de desaparecer respondía “No sé. Voy a ver”.

Entonces, como actitud de rebeldía pero sobre todo entendiendo que esa era la mejor manera y el mejor lugar para esperar el posible regreso de la Porota, volvió a sentarse en el alféizar de la vidriera del almacén y durante un rato largo estuvo allí, solo, observando el ir y venir del movimiento de la cuadra.

LAS OTRAS CALLES1931

Lucía se había convertido en otra mujer. Muy diferente de aquella niña insignificante que años atrás visitara a su tía Felicia en Buenos Aires. Cuando después de tanto tiempo Ignacio la descubrió esperándolo en el muelle del puerto de Montevideo fue como verla por primera vez. No podía decirse que el tiempo la había convertido en una mujer atractiva. Pero ya no era una niña. Y tal vez esa circunstancia marcaba la diferencia.

—Cómo cambiaste.—Vos también. Pero en seguida te reconocí.Después, mientras caminaban despacio hacía la casa, ella le habló

de la carta que su tía Felicia había enviado desde Buenos Aires, del consentimiento de sus padres para albergar a Ignacio durante unos días y de su preocupación por conseguirle los papeles necesarios para seguir moviéndose por este mundo.

—Te metiste en un lindo lío, ¿no?Ignacio no contestó. Seguía caminando despacio, apenas mirando

hacia adelante.—¿No te gusta que te pregunte?Ignacio la miró como regresando de un pensamiento lejano.—Que me preguntes qué.—Si te metiste en un lío.Ahora la miró esbozando una sonrisa.—Hasta ese momento no se me había ocurrido pensar que me

metía en un lío. Pensé que salía.Caminaron callados unos metros. Hasta que al fin Lucía se atrevió. —¿Qué te hubiera pasado en la Argentina si te quedabas?

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—No sé.—¿Qué les hacen allí a los desertores?Ignacio tardó en responder. —Cualquier cosa.—Porque ahora allí, con Uriburu... Papá dice que los militares son lo

peor que hay. Él es socialista, ¿sabés? Y te va a ayudar todo lo que pueda.

—Cómo. ¿No es anarquista?—No. Socialista. ¿Por qué?—Por nada. Por saber.Ya habían llegado a la casa de Lucía. Allí se albergaría todo el

tiempo posible. Aunque él entendía que su permanencia no podría prolongarse demasiado. Ese alojamiento provisorio había sido concebido por Felicia apoyándose en las ideas y buena voluntad de los padres de Lucía. Pero su futuro no sólo era imprevisible; no tardaría en llegar el día en que, debido a la proximidad con Buenos Aires, permanecer en Montevideo sería riesgoso. Y así fue. Una noche don Francisco reunió a toda la familia y dijo:

—Los reúno a todos porque tenemos que decidir esto entre todos. Aquí están los papeles que le conseguí a Nacho. No sé por cuánto tiempo pueden servir. Así que lo mejor será que se embarque para Europa en el primer buque que salga. Y hay uno la semana que viene. —Se atrevió a mirar a Ignacio.— En el partido juntamos la plata para el pasaje y además te podemos conectar con compañeros en Barcelona, para que puedas manejarte. —Hizo una pausa, miró a todos y preguntó:— Bueno: ¿Qué opinan?

Ignacio no permitió que alguien opinara.—Que me voy. Creo que no me queda otra. Y espero que algún día

pueda pagarles todo lo que están haciendo por mí.Ignacio oyó el estallido de un llanto y en seguida vio a Lucía salir

corriendo hacia su cuarto. Doña Herminia, después de apretar la mano de Ignacio con afecto, fue detrás de su hija. Hubo un silencio pesado.

—Parece que te quiere.Ignacio vio a don Francisco cabecear señalando el cuarto de Lucía.

Sintió que debía decir algo. —Yo también.Bajó la cabeza pero en seguida oyó el ruido de una silla que era

empujada con rabia.—Y yo también, qué carajo. Y te tengo que dejar ir, como si no

hubieras sido más que un turista. Carajo.Don Francisco caminaba alrededor de la mesa rezongando mientras

su voz y sus ojos se iban empañando.—Como si no hubieras sido más que un...

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Don Francisco se detuvo y calló. Ignacio se vio a sí mismo levantándose de repente y abrazando con fuerza a ese hombre que no se parecía a su padre, a ese hombre que hacía tres meses no era más que un extraño sólo reconocible en el recuerdo de alguna borrosa presencia en Buenos Aires adonde había llegado para visitar a su cuñada Felicia. Como en una antigua postal los vio a ellos dos, entonces los lejanos Francisco y Herminia, junto a Felicia y a su propia madre, los cuatro alrededor de la mesa del comedor hablando en secreto y bajando más la voz cuando él aparecía semioculto detrás de alguna puerta. Y ahora abrazaba con fuerza a don Francisco. Era su manera de agradecerle los tres meses transcurridos en familia. No había vivido un solo día parecido a éste en su propio hogar.

La despedida no fue fácil. Todos estuvieron de acuerdo en que los padres de Lucía no acompañaran a Ignacio hasta el barco, pero nadie pudo convencer a Lucía de que se quedara en la casa. Los padres se despidieron de Ignacio casi en silencio junto a la puerta de calle. Apenas se le oyó a doña Herminia un tímido “Cuidate” y a don Francisco una tos apagada. Cuando Ignacio, después de haber caminado unos metros, se dio vuelta para saludarlos por última vez, los vio juntos allí en la puerta, apretados uno contra el otro, tomados de la mano. Entonces giró y no volvió a mirar hacia atrás.

Sólo cuando se detuvieron en la Avenida 18 de Julio Ignacio y Lucía se miraron y sonrieron, comprendiendo que habían caminado más de una cuadra sin hablar. Ignacio pasó la valija de una mano a la otra y con la que le quedaba libre rodeó el cuerpo de Lucía.

—Gracias.Lucía también pasó a la otra mano un paquete que llevaba.—Cuidado. Podés apretar las milanesas.Se volvieron a mirar pero ahora un rato larguísimo.—Te voy a extrañar.—Yo también.Era como si se hubieran dicho todo. Dejaron de mirarse y eludieron

un largo discurso. Tomaron un taxi, bajaron en la estación marítima y buscaron el barco con la mirada. Allí, a pocos metros y junto al muelle, estaba el Infanta Isabel de Borbón, el enorme transatlántico que lo llevaría tan lejos; lejos de su país, de su gente más querida y lejos de Lucía. Ignacio la miró, vio cómo ella bajaba los ojos sin poder disimular las lágrimas y él entonces, por solidaridad, también bajó los ojos y descubrió —los miraba por primera vez, de modo que era realmente un descubrimiento— que Lucía casi no tenía senos. Su pecho era enjuto, casi cóncavo, con dos pequeñas turgencias disimuladas debajo de un sweater amplio y sin forma. Qué diferente a su tía Felicia. Y de la Porota ni hablar. Ignacio miró de nuevo el buque y resolvió secar esas lágrimas de Lucía apartándose del tema de la despedida.

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—¿Leíste Una ciudad flotante?Lucía aprovechó para secarse los ojos y acomodar su garganta. —No. Qué es eso.—Una novela. Ahí Julio Verne se anticipó a la creación de estos

barcos. Vos sabés que él se anticipó a todo: al dirigible, al submarino... Vas a ver cómo uno de estos días el hombre también va a poder viajar al centro de la Tierra. O a la Luna. Tenés que leer Una ciudad flotante. —Trató de sonreír.— Así te vas a poder acordar de mí.

Lucía no sonrió.—¿No pensás volver?—Sí, claro. Algún día,—Si vos no venís, voy yo.Ignacio sintió que la voz grave de Lucía, siempre opuesta a su tenue

apariencia física, esa vez llegaba decidida desde sus zonas internas más profundas y se distanciaba aún más de su cuerpo exterior.

—Acordáte —agregó con la misma voz grave—. Si vos no venís voy yo.

Cuando el soldado llegó frente al paredón vio todo gris: los caños de los ocho máuseres, el cielo, los uniformes de fajina, el mismo paredón. Y cuando los máuseres estallaron vio que el humo, como fiel humo de pólvora, también era gris. Y vio que también era gris el vuelo loco de las palomas.

—Acordáte —repitió Lucía. Y después de darle un beso rápido en la mejilla se fue con un paso también rápido, sin mirar atrás.

Ignacio quedó en el muelle solo, rodeado de gente desconocida. Allí esperaba el enorme transatlántico que hacía oír su silbato de llamada. Ignacio levantó la valija que estaba en el suelo, apretó el paquete con comida que le había dejado Lucía y se fue caminando despacio hacia la ciudad flotante.

Cuando el buque empezó a moverse todo en el muelle fue una fiesta. Asomado a la borda Ignacio no alcanzaba a comprender cómo los hombres podían convertir una triste despedida en un hecho festivo matizado con música, risas y serpentinas. El barco demoró un largo rato en alejarse del muelle y enfilar hacia el centro del río en dirección al mar. Pero al fin la orquesta calló y los pasajeros, poco a poco, fueron abandonando la cubierta. También las serpentinas que habían engalanado el adiós fueron cayendo desde la borda solitaria, empujadas por el viento. Pero Ignacio no había quedado solo. Sintió un golpeteo de alas sobre su cabeza y le costó mucho levantar la mirada para ver cómo las últimas gaviotas se despedían revoloteando. Del mismo modo que le

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costó mucho, también, entender que aquellas aves eran gaviotas alegres saludándolo. Y no palomas asustadas.

LA CALLE DE LOS TAMBOS1921

Una lluvia fina descendía lentamente atravesando el vaho gris de esa tarde de otoño. Los adoquines de granito de la calle brillaban bajo el agua y las gotas retenidas sobre las hojas de los plátanos resbalaban y caían pesadas sobre la vereda. Al salir de su casa Nacho oyó durante un instante el constante rumor de la lluvia rondando aquí y allá, indiferente al transcurso del tiempo. Pero el paisaje cambió para él apenas echó una mirada hacia el portal del conventillo. El mal tiempo había retenido a los vecinos en el interior de sus piezas y allí, sentado en el ancho umbral, extrañamente solo en ese ámbito siempre tan habitado, estaba el Rusito. Nacho levantó los hombros y agachó la cabeza pretendiendo de ese modo guarecerse de la lluvia, y se lanzó hacia el conventillo corriendo de perfil, arrimándose todo lo posible a las paredes de las casas bajas.

—Qué hacés. Cuando te vi pensé que eras el Pata —dijo apenas llegó.

El Rusito no contestó. Tenía la mirada clavada unos metros más allá, en la vereda opuesta. No pestañeaba.

—Él siempre se sentaba así, como vos, con las rodillas levantadas —explicó Nacho. Pero el Rusito seguía inmóvil, mirando fijo hacia allá, sin pestañear.

—Qué te pasa. Qué estás mirando.—Esperá. Ahora nomás salen —dijo el Rusito sin alterar su posición.

Era interesante observar cuánto tiempo podía permanecer sin pestañear.—Quiénes —preguntó Nacho siguiendo la dirección de la mirada del

Rusito.—La pareja. El mucamo entró recién con un taxi. Ya deben estar por

salir de la amueblada.Se refería al hotel. Una de las parejas, después de hacer uso de las

instalaciones, estaba a punto de abandonar el establecimiento. Cuando la pareja anunciaba su deseo de partir uno de los mucamos, vistiendo correcto saquito blanco, salía apurado en dirección a la avenida y allí detenía el primer coche de alquiler. Se podía ver a los mucamos durante todo el día y a cada rato salir del hotel y luego retornar doblando la esquina para después entrar a la Calle de los Tambos encaramados

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sobre los estribos de los taxis, guiándolos airosos hasta hacerlos desaparecer con un pase mágico por la entrada de automóviles. Desde ese momento hasta la salida del coche ya cargado con la pareja transcurrían unos pocos minutos; eran los que estaban transcurriendo en ese preciso instante y que provocaban la mirada fija y sin pestañear del Rusito.

Al fin, como respondiendo a esa empecinada vigilancia, el taxi salió del hotel. Apareció silencioso, furtivo. Pero no lo suficiente como para burlar la atención del Rusito, quien antes de que la doble puerta vaivén se cerrara detrás del automóvil se lanzó de un brinco a través de la calle, se apareó a él y corriendo a su lado espió su interior provocando así la espontánea reacción de la mujer, que se hundió en el asiento y ocultó su cara detrás de una cartera. Todo esto ocurrió en pocos segundos. En seguida el coche aceleró y —ya ni silencioso ni furtivo— dobló y desapareció por la avenida.

El Rusito había quedado atrás, jadeando. Y jadeando volvió junto a Nacho, que no se había movido de la puerta del conventillo.

—¿No te gusta mirar? —dijo con muy poco aliento mientras el agua le caía por la nariz y por los ojos. El pelo amarillo rojizo se había vuelto marrón.

—Sí —contestó Nacho indiferente—. Pero siempre se tapan y no las podés ver. Además al final son todas iguales.

Tal vez el Rusito no había alcanzado a ver la cara de la mujer pero debía justificar su esfuerzo.

—Esta era distinta. Cuando se tapó ya era tarde. Y la pude ver. Era una mina bárbara.

—Ahí no van minas bárbaras. Todas las que van ahí son putas.—Hay putas que son bárbaras.—Yo no conozco ninguna.—Ah, no. ¿Y la Colorada?—Esa no es puta. Trabaja de noche. Pero eso no quiere decir que

sea puta.—¿Y de qué trabaja?—No sé. Pero el Pata me dijo que no era puta. —Cómo la tenés con el Pata, hoy. Nacho dudó entre contárselo o no. —Anoche soñé con él.—¿Y vos te acordás de los sueños? —A veces sí.—Yo nunca. ¿Y qué soñaste?Y Nacho le contó el sueño. Los dos sentados en el umbral y la lluvia

cayendo frente a ellos tediosa, interminable.—El Pata se había puesto los pantalones largos. Tenía sombrero y

todo. Y nos cargaba. Se ponía delante de nosotros... estaba toda la

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barra, ¿sabés? Y él nos cargaba a todos. Decía que éramos unos pendejos y qué sé yo cuántas cosas más.

—¿Yo estaba?—No sé. No te vi. Pero yo sí estaba. Y después de cargarnos a todos

me agarraba del brazo, me llevaba aparte y me decía bajito: “Yo anoche estuve con vos, eh”. Yo no entendía nada. Y entonces me dijo: “Anoche estuve en un golpe, babieca. Y vos me tenés que servir de coartada”.

Se interrumpió mirando al Rusito.—¿Vos sabés qué es una coartada?—Más o menos.—Bueno: es eso que inventan los criminales cuando matan a

alguien. Dicen que estuvieron con vos, por ejemplo. Y si estuvieron con vos no pudieron matar a nadie. Eso es una coartada.

—Ah.—Y eso era lo que el Pata quería hacer conmigo. —Ah. —El Rusito se había quedado pensando.— Pero todo eso era

un sueño. —Claro, gilito.—¿Y vos qué le decías? ¿Hablabas en el sueño?—Claro. De repente yo también tenía los pantalones largos y

sombrero y todo lo demás, y le decía: “Me viene fenómeno; porque yo también anoche estuve en un golpe. Así que si me preguntan... yo estuve con vos”.

—¿Los dos en el mismo golpe?—No, babiecún. Eso era para la coartada. Yo había estado en un

golpe y él en otro.—¿Pero vos habías estado de veras en un golpe?—Qué sé yo. Yo me acuerdo de lo que le dije al Pata, nada más. Y

de repente él me daba un abrazo fuerte y nos íbamos los dos caminando, abrazados, sin mirar a ninguno de ustedes. Porque todos ustedes eran pendejos.

—Dijiste que no me viste. Así que no sabés si yo estaba o no.—Cómo no vas a estar. Si vos estás siempre.Nacho tenía razón. Si había alguien que no faltaba nunca a las

reuniones que los chicos del conventillo improvisaban en cualquier rincón del barrio, ese era el Rusito. A pesar de ser a menudo víctima del menosprecio de los muchachos más grandes de la barra, que se apoyaban en su candidez para descargar sobre él las burlas más crueles, el Rusito no faltaba nunca. Su problema era que le gustaban las aventuras, aunque las aventuras fueran sólo inventadas o aunque sus protagonistas fueran los otros; y en el corro que formaban diariamente los chicos del conventillo confluían aventuras de todo tipo y color. Hasta podría decirse que no había tema que se tratara en esas reuniones que no tuviera que ver con algún hecho intrépido considerado por ellos fuera

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de la ley. El Rusito hablaba poco; porque tenía poco para contar pero sobre todo porque le gustaba escuchar. Y así vivía sus aventuras. Cuando podía y como podía. Escuchando callado. Para admirar a sus héroes lejanos sólo necesitaba la proximidad del relato. Él siempre escuchaba con total concentración y contagiándose del entusiasmo del ocasional protagonista. El Rusito vivía así sus aventuras. Y así estaba viviendo esa tarde el relato que Nacho le hacía de su sueño.

—¿Pero y los golpes? ¿Cómo fueron los golpes? ¿No te acordás?Nacho iba a contestar cuando sintió que alguien llegaba por el

zaguán y se detenía en el umbral, a su lado. Era la hermana del Rusito.—¿Siempre tenés que estar en la calle, vos? Andá para adentro, que

te llama papá.Sarita era sólo un año mayor y medía apenas un centímetro más

que su hermano, quien no se destacaba por su gran estatura, y además tenía la voz finita. Pero uno la oía y ya fuera por los tonos que empleaba o por las palabras que elegía impresionaba como una mujer adulta.

—En seguida voy —dijo el Rusito con desgano.—Nada de “en seguida voy”. Tenés que ir ahora mismo. Papá

precisa que lo ayudes y te está esperando. Y sería mejor que primero te secaras. Mirá cómo te pusiste.

El Rusito se levantó rezongando, farfulló un “después la seguimos” dirigido a Nacho con cierta turbación y desapareció en el interior del conventillo. Nacho se levantó de su asiento.

—¿No querés quedarte un poco conmigo?Nacho vaciló; Sarita no había dado una orden pero en algún lugar

de ese inocente pedido latía una disimulada exigencia.—Tengo que hacer los deberes —respondió Nacho sin moverse de

su sitio.—Vení, vení —ordenó Sarita sentándose en el umbral—. Si podías

estar con Saúl podés estar conmigo.—Bueno. Un ratito. Pero tengo que hacer los deberes.Se sentó y después de mirar distraídamente la lluvia que seguía

cayendo desvió la mirada hacia Sarita. Ella había cruzado los brazos sobre su regazo y sonreía.

—Vos sos tímido, ¿no?Nacho se encogió de hombros.—Inteligente sí sos.Nacho volvió a encogerse de hombros.—Saúl me dijo que en el colegio sos uno de los mejores. Nacho miró hacia otro lado.—Es una gran cosa ser inteligente. No sé por qué te juntás con

todos estos atorrantes del conventillo. Ahora sí la miró, aunque de costado. —Tu hermano no es un atorrante.

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—Más o menos, porque siempre se escapa a la calle para no hacer nada. Papá quiere enseñarle el oficio para que cuando sea grande sea un buen sastre como él.

El padre de Sarita había traído consigo desde su amada y odiada Polonia todo el conocimiento que pudo acumular allí a pesar de los pogroms y otros rechazos. Desde entonces y acompañado por su esposa Raquel, a quien conoció o mejor dicho descubrió a bordo del barco de la inmigración, se había esforzado por demostrar a todo el mundo su idoneidad para cortar y coser trajes y sobretodos. Habían pasado más de diez años desde el día de aquel desembarco, de la breve estadía en el Hotel de los Inmigrantes y de la angustiosa búsqueda de un lugar para trabajar y de otro para descansar. Y don Jaime solía confesar que si bien este país no había premiado su honestidad y su trabajo como él habría deseado, al menos no se podía quejar porque le había permitido conquistar una buena clientela barrial, que aunque no pudiera encargarle la hechura de trajes a medida sí le confiaba la tarea de achicar, agrandar o dar vuelta sacos y pantalones. Y además, y lo más importante, le había permitido fundar y establecer una familia unida, quizá más unida que otras porque los cuatro —él, doña Raquel, Sarita y Saulito— ocupaban el mismo cuarto del conventillo, señalado en la puerta con una pequeña chapa esmaltada en la que se leía el número 67. Don Jaime era un hombre de trabajo y no de juego y por eso jamás aceptó la invitación de Falcione, el levantador de quiniela de la vecindad, quien varias veces lo tentó con la idea de jugarle unas monedas al 67 a la cabeza. La labor del quinielero se potenciaba incitando a cada uno de los inquilinos de las setenta y cinco piezas a apostar en cada jugada al número de pieza que le correspondía por dictamen de la diosa Fortuna. Era por esta razón que en más de una oportunidad se oían gritos de júbilo en algún patio del conventillo; pero en la mayoría de los casos se lo pudo ver a Falcione pasar sonriendo socarrón frente a la pieza cuyos moradores no habían respondido a su invitación al juego —el caso de don Jaime, por ejemplo—, y cuyo número, en esa jugada, había resultado desgraciadamente agraciado. Falcione pasaba murmurando “Yo le dije, don Jaime, yo le dije...”. Y a la semana siguiente volvía con más ímpetu pero esta vez sugiriendo jugarle también al número invertido: Falcione lo planteaba en otros términos, pero en realidad él advertía que el cartero sólo llama dos veces.

—¿Y vos qué pensás ser cuando seas grande?Nacho esquivó otra vez la mirada seductora de Sarita y durante un

instante contempló la lluvia.—No sé. Con ser grande ya es bastante.—Pero no me digas que no lo pensaste y que no te gustaría ser

médico o abogado. Y seguro que vos vas a poder. No como estos atorrantes de aquí, que van a ser todos ladrones o algo así. Vos sos

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distinto. Por eso me gusta hablar con vos. —La voz de Sarita se volvía cada vez más dulce, aunque sin perder autoridad.— Yo sé que vos tenés un futuro. No como Saúl ni...

—¡Uyuyuy! —exclamó de repente Nacho dando un salto— ¡Dejé unas zapatillas mojadas junto al fuego! ¡Se deben estar quemando! ¡Chau! —Y sin más justificación, montado sobre la torpe mentira, salió corriendo hacia su casa otra vez bajo la lluvia, siempre de perfil y pegado a las paredes. El agua, demorada en rincones de las precarias cornisas, caía a chorros sobre su cabeza refrescando sus incendiarias ideas acerca de Sarita y la idiotez humana. Cuando llegó frente a la puerta de su casa se metió en el zaguán y se tiró sobre el primer escalón, esta vez sin recordar a Felicia y sólo esperando algún pensamiento que le hiciera olvidar a la seductora Sarita. El Rusito no tenía derecho a tener una hermana así. No era su culpa, pero de todos modos no tenía derecho a tener una hermana así. Si el Rusito se destacaba por alguna virtud era por su desinterés personal, por su vocación de entrega, por su existencia consagrada al resto de la humanidad. Él pensaba sólo en actos heroicos, aunque éstos fueran realizados por los demás. Lo importante era que se realizaran. Y él estaba ahí, siempre listo para escuchar el relato de esas proezas.

Cuando Nacho pensaba en él sentía una emoción suave que lo dulcificaba, una sensación de paz y armonía que no solía sentir cuando pensaba en los otros chicos. Todo lo contrario, por ejemplo, de lo que sentía cuando recordaba al Pata. Habían pasado ya largos meses desde la tarde aquella en que el Pata se había despedido y sin embargo cada vez que lo recordaba —y lo recordaba bastante— sentía una extraña intranquilidad, una especie de desazón que a su pesar lo seducía. El Pata era un rebelde. Su ausencia, justamente, era un producto de su rebeldía. ¿Por dónde andaría ahora? ¿Qué habría hecho de aquella moneda de diez centavos que Nacho le había dado el día de la despedida como muestra de afecto o de admiración o simplemente de respeto; pero sobre todo, y de esto él estaba seguro, para que su amigo pudiera iniciar con alguna base económica el camino de su libertad? Ahora el Pata estaría recorriendo caminos desconocidos y tal vez tortuosos pero buscados y elegidos por él. A lo mejor inventados por él. Lo que importaba era que el Pata se había liberado; ahora estaba lejos de la pieza de conventillo que compartía con su padre y lejos de la herrumbrosa cadena con la que a menudo era amarrado a la cama de hierro. Y sobre todo lejos de su padre. Nacho trataba de evitar un encuentro con él. Cuando veía que el hombre, casi siempre con paso lento y tambaleante, se acercaba al conventillo, Nacho se alejaba con disimulo hacia el otro lado de la calle. Hasta que un día se vio obligado a enfrentarlo. Y ese día comprendió que ese hombre jamás le haría preguntas sobre su hijo; lo leyó en sus ojos vidriosos de borracho, en el

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temblequeo de sus manos, en su silencio y en el movimiento huidizo de su cuerpo al meterse en el conventillo.

Era triste. Porque tener un padre así era como no tener padre. O peor. Tal vez el Pata, de no haber sido tan hosco, tan callado y tan poco afecto a hablar de sí mismo, habría confesado que para tener un padre así era mejor no tenerlo. Pero el Pata nunca hablaba de esas cosas. Nacho recordaba que sólo en una oportunidad había tocado ese tema. Fue en un anochecer de verano, mientras jugaban al ainenti sentados en el cordón de la vereda. El Pata revoleaba los carozos de damasco y cantaba sus ainenti cuando se interrumpió al ver a su padre que había aparecido como siempre, caminando con dificultad, manteniendo apenas el equilibrio. Al pasar frente a ellos movió un brazo torpemente hacia el Pata farfullando “atorrante, atorrante” y después de otros pocos pasos inseguros desapareció en el conventillo, sin dejar de repetir “atorrante, atorrante” y sin dejar de mover el brazo de un lado para el otro como queriendo ahora involucrar en su desprecio al mundo entero.

El Pata había quedado quieto y callado, mirando los carozos que tenía en la mano. Y de repente había preguntado:

—¿Tu viejo es así, también? Nacho, sorprendido, tardó en responder. —No sé.—Pero cuando vivía en tu casa... ¿era así?—No me acuerdo. Yo era muy chico. —El tuyo no está. Y el mío es como si no estuviera. Quedaron callados durante un instante. Hasta que el Pata volvió a

hablar.—Vos tenés vieja. Eso es algo. —Más o menos.Nacho sintió que el Pata le echaba una mirada profunda y entendió

que no le haría ninguna pregunta más sobre su madre. Y después de un largo silencio oyó que decía en voz muy baja:

—Qué suerte que tenemos, eh. —Y empezó a revolear los carozos.— Ainenti uno... ainenti dos...Nacho no recordaba otra oportunidad en la que el Pata se hubiera

referido a sus problemas familiares. Generalmente hablaba poco, y menos de sus padres. Y para qué pensar en el misterio de su madre, una desconocida para todo el conventillo. Ahora el Pata estaba lejos —muy lejos, seguramente— y quién sabe si volvería a verlo. Sólo le quedaba el recuerdo de esa curiosa amistad formada por afecto, respeto, admiración y quizás hasta temor. Y también, por qué no, por algo de envidia. Nacho reconocía que muchas veces había envidiado su capacidad de decisión, su valentía; y ahora envidiaba, aunque fuera a la distancia, todas las alternativas aventureras que el Pata seguramente estaría viviendo.

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Una voz firme de mujer le cambió los pensamientos. —¡Nacho! ¿Qué haces ahí todo mojado? Su madre estaba allí arriba, detrás de la puerta cancel, asomada a

la baranda del vestíbulo, esperando algo más que su respuesta. —Vamos, suba rápido y cámbiese que se va a agarrar un resfrío.Cuando quería darle una orden, imponer respeto o simplemente

establecer cierta distancia, doña Encarnación trataba a su hijo de usted.—Vamos, suba. ¿O quiere que baje a buscarlo?Sin responder y con movimientos pesados, tratando así de expresar

que aceptaba la orden bajo protesta, Nacho subió las escaleras hasta el vestíbulo. Pero no contaba conque al llegar allí no sólo se iba a encontrar con la voz ahora más airada de doña Encarnación sino también con la palma de su mano que al pasar cacheteó con entusiasmo su trasero.

Después de escapar del radio de acción de su madre Nacho se metió en su cuarto y cerró la puerta con llave. Se quitó la camisa y las zapatillas mojadas; ahora sí tendría que ponerlas a secar junto al fuego de la cocina. Luego se quitó los pantaloncitos. Quedó en calzoncillos y se miró en el espejo del ropero. Con el tiempo y un poco de suerte podría convertirse en un hombre bien formado y atractivo para las mujeres. Se quitó los calzoncillos y se vio desnudo. En realidad ya era todo un hombre. Y entonces vio también las cajas reflejadas en el espejo. Las cajas de Felicia. Las cajas con los sombreros que ella creaba y vendía, las cajas que ella tocaba, palpaba, acariciaba con sus manos. Nacho tomó una de ellas y la abrazó. La tuvo durante un instante entre los brazos apretada contra el pecho. Después le quitó la tapa y olió el interior. Allí estaba el olor de Felicia, el que Nacho siempre sentía cuando ella se le acercaba; el olor que dejaba en la pieza cuando se iba después de traer o llevar sus sombreros. Nacho destapó otra caja y las abrazó a las dos, una con cada brazo. Las apretó contra su cuerpo. Eran dos enormes senos, mucho más grandes que los verdaderos de Felicia pero con el mismo olor. Siguió apretándolos contra su cuerpo durante un rato internándose en sus olores. Después dejó las cajas en la cama frente a él y empezó a masturbarse.

LAS OTRAS CALLES1931

No sabía qué y cuánto dejaba atrás. Desde la borda del Infanta Isabel de Borbón Ignacio contemplaba el mar pero las aguas del océano

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sólo le sugerían la magnitud de su propio misterio. El mundo de los hombres —el pequeño mundo suyo, al fin de cuentas— parecía no estar relacionado en absoluto con esa inmensidad.

Ignacio ignoraba que en algún momento de una próxima noche, quizás en ese mismo lugar de cubierta y ante un misterio tal vez ahondado por las sombras, un hombre saltaría por la borda y desaparecería en el mar. Ignacio había advertido la presencia de aquel hombre al zarpar el barco de Montevideo. Quizá lo había atraído su mirada oscura asomando debajo del chambergo claro o su desinterés ante la partida, ceremonia que presenció inmóvil, en soledad y sin mostrar la más pequeña emoción, como tratando de evitar todo lo que pudiera parecer ostentación de algún sentimiento. Ignacio estuvo observándolo con curiosidad durante un rato hasta que descubrió que estaba comparándose: ese hombre apenas era un poco mayor que él pero parecía haber vivido mucho más. Su imagen había sido dibujada por el tiempo con dureza pero también con generosidad. Tenía un rostro bello y firme y cierta elegancia que se advertía no tanto en la calidad de su ropa como en el modo de llevarla. Ignacio, en cambio, no se consideraba a sí mismo elegante; su modo de vestir denunciaba generalmente cierta negligencia basada quizás en un desdén por lo exterior. Desdén que en esos días aparecía casi desafiante debido a ese viejo impermeable para uso general, a esos pantalones arrugados del traje de medidas irregulares heredado de don Francisco y allá, más abajo todavía, a esos aguantadores botines Patria gastados ya por algunas largas caminatas andadas y otras por andar. Ignacio se comparaba y se preguntaba si esas diferencias exteriores aparecerían también en un eventual examen de lo interior. Observaba a aquel hombre detenido allí arriba no sólo sobre la borda de la cubierta de segunda clase sino también sobre el borde de algún hecho que en ese momento posiblemente lo conmovía. Ignacio estaba tan abstraído pensando en él y en sí mismo que sólo cuando advirtió el movimiento de la mano que lo saludaba descubrió que el gesto aun viniendo del mismo lugar no venía del mismo hombre. Quien se hacía presente de esa manera movido por la curiosidad al ver a Ignacio allí abajo, apoyado sobra la borda de la cubierta de tercera mirando abstraído hacia el lugar ahora desierto de la cubierta superior, era Martín Iriberri. Así se lo reveló el mismo Martín días más tarde, cuando al conocer la reglamentación que lo autorizaba como pasajero de segunda clase a visitar la cubierta de tercera decidió bajar y buscar a Ignacio para hacerle este singular comentario. Con los días los comentarios sin importancia fueron convirtiéndose tímidamente en confidencias mutuas y así nació y creció entre ellos una amistad que nunca imaginaron llegaría a ser tan firme y duradera.

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Martín se había acercado con la mano extendida y una sonrisa y no tuvo que decir más que “Hola” para que Ignacio comprendiera que frente a él tenía a un español.

—Vengo en busca de la juventud —agregó Martín siempre sonriendo—. En este buque no viajan más que niños, hembras y viejos.

—Sí —musitó Ignacio.Una sílaba era también suficiente para que Martín comprendiera

que Ignacio era rioplatense. —Uruguayo. —No. Argentino. —Es lo mismo.—Más o menos.Martín observó los ojos huidizos de Ignacio. —No vi que te embarcaras en Buenos Aires. —Subí en Montevideo.Ignacio desvió la mirada como escondiendo alguna falta. Martín, en

cambio, lo miró de frente. La curiosidad que había nacido de cubierta a cubierta se acrecentó ante aquella actitud equívoca. Pero Martín comprendió que el acercamiento con Ignacio dependía de su iniciativa. Y empezó a confesarse.

Esta travesía era su viaje de regreso. Había abandonado España dos años atrás huyendo del régimen dictatorial de Primo de Rivera y al mismo tiempo esperanzado con las posibilidades que le aguardaban en ese remoto pero prometedor país del sur de América. Pero no podía ocultarle la verdad: América —Argentina era América— lo había decepcionado. Tal vez aquellos que tuvieran estómago a prueba de desdichas llegarían algún día a conquistar un lugar en esa sociedad capitalista tanto o más perversa que la española. Y entonces podrían decir que habían hecho la América. Pero era una cuestión de estómago. Y de qué estómago, coño.

—Yo me aguanté allí dos años porque no tuve más remedio. Pero casi todos los que desembarcaron conmigo en Buenos Aires se volvieron. Y los pocos que se quedaron porque tuvieron suerte están haciendo dinero, sí, pero esperan juntar lo bastante para regresar. En cuanto a la mayoría de los inmigrantes ahí los tienes, peor que cuando estaban en España y sin una perra chica para el regreso. Ni les hables de hacerse la América. Yo te diría que de cinco que llegaron, cuatro se volvieron. Por suerte ahora, con la república, me toca volver a mí.

Miró a Ignacio como arrepentido.—No te molesta que te cuente estas cosas ¿no? Después de todo tú

eres argentino y...—No, para nada —interrumpió Ignacio—. Para nada.Pensaba en la gente del conventillo: en el padre del Rusito,

remendando o dando vuelta sacos y pantalones; en el italiano que

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exhibía el sarcástico cartel de “El Luchador de la Crisis” en su carro tirado por un raquítico caballo con el que mudaba todo lo que pudiera mudarse, en el turco dicharachero que vendía baratijas de puerta en puerta, en el gallego hosco y huraño que se resistía a abandonar el sueño del taxi propio; en el padre borracho del Pata. Pensaba en todos ellos y revisaba en su memoria las sórdidas piezas del conventillo y sus cadenas. No todos habían hecho la América, no.

—Para nada —repitió otra vez sin darse cuenta de que estaba repitiéndose.

—Menos mal. Porque la gente infla globos y los globos suben y después ya es tarde para pincharlos. Y la verdad es que América es una mierda. Ese globo habría que pincharlo antes de que suba más.

Calló unos segundos esperando alguna frase aprobatoria. Ignacio en ese momento pensó que Martín estaba exagerando un poco y tuvo intención de decirle “Me parece que no es para tanto”. Pero prefirió callar. Y como Martín no era lo que se dice un ferviente partidario del silencio en seguida preguntó:

—Y tú... ¿A qué vas a España?Ignacio tenía la respuesta preparada, tan falsa como sus

documentos y su nuevo nombre, creados en Montevideo por los compañeros de partido de don Francisco. Pero algo le ocurría frente a ese españolito simpático y hablador:

—Otro día te lo voy a decir.Y otro día, aunque parcialmente, se lo dijo. A medida que Martín le

fue contando su vida, Ignacio fue contándole la suya. En esas horas en que el tiempo y el barco parecían detenerse en medio del océano como invitando a los hombres al recuerdo, a la reflexión y a veces a la confidencia, Ignacio le habló a Martín de su vida: de su infancia, de su hogar desordenado y olvidable, de sus amigos; y al hablar de sus amores no sólo recordó a Lucía sino que mencionó también a Felicia y a la Porota. Y fue así que terminó hablando de algunos de sus sentimientos íntimos: de su desobediencia, de su dolor ante la injusticia, de su rebeldía frente a algunas actitudes de los hombres. Y al fin llegó a contar su deserción, la huida a través del Uruguay y la adopción de una nueva identidad.

Pero no habló del hecho preciso que más había conmovido su alma. No habló del fusilamiento, ni de aquel hombre caído junto al muro, ni de su sangre, ni del vuelo precipitado de las palomas. De todo aquello no habló.

—Qué bueno que pienses así —dijo Martín—. Oyéndote hablar de ese modo me haces sentir aún más anarquista. Porque, ¿sabes, hermano?, es hora de que sepas que soy anarquista.

Martín quiso sumar a sus palabras la calidez de un contacto físico y tendió un brazo fraternal alrededor de los hombros de su amigo. Pero se

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encontró con un Ignacio rígido, desconocido, que lo miraba con una expresión de exagerado asombro, casi de terror.

—¿Qué pasa? ¿Te asusta? —Martín lo miraba sonriendo.—No. Por qué me va a asustar —farfulló Ignacio agregando algunas

sílabas ininteligibles que Martín no pudo descifrar.—Menos mal. Porque no olvides que vas a España, y ahora allí... —

Martín se puso a reír francamente.— Allí te vas a divertir, verás. Ya lo creo que te vas a divertir.— Y siempre riendo francamente lo tomó del brazo y lo llevó caminando a lo largo de la cubierta.

Varias tardes después, como tantas otras tardes, absorto, Ignacio contemplaba el mar acodado sobre la borda de la cubierta de tercera clase cuando oyó un silbido que llegaba desde arriba. Allí estaba Martín haciéndole urgentes señas invitándolo a subir por la escalerilla.

—Ven. Tengo algo que mostrarte.Ignacio obedeció y en seguida volvió a oír la voz de Martín, ahora

más cercana.—Tú eres mi invitado —dijo desenganchando la cadena que obstruía

el acceso al final de la escalerilla—. De modo que puedes acompañarme y jerarquizar un poco esta puñetera segunda clase.

Ignacio sintió que se convertía en un feliz transgresor y dejó que Martín lo guiara. El buque intentaba continuar con la división de clases establecida en la sociedad terrestre pero sus dimensiones no eran tan amplias de modo que el pasaje estaba burdamente dividido en tres clases: la primera de lujo, reservada a aquellos que viajaban por impúdico placer o negocios de alto vuelo; la tercera, destinada a la travesía miserable de los emigrantes que en este viaje Ignacio compartía; y la segunda, ocupada por aquellos que simplemente necesitaban trasladarse de un continente a otro con cierta comodidad, sin lujos pero sin padecimientos. A pesar de los comentarios irónicos sobre sus compañeros de clase Martín parecía sentirse a sus anchas entre ellos y así lo entendió Ignacio cuando atravesó junto a él la cubierta, descendió por la escalera central y entró al salón donde una pianola mecánica martillaba un charleston. Esa fue la segunda vez —y la última— que Ignacio vio al hombre del chambergo claro sobre los ojos oscuros. Ahora no había sombrero ni ala que le cubriera la frente y su cara descubierta mostraba una palidez casi traslúcida. En el centro del pequeño salón, y agitándose al ritmo del endiablado charleston, se alejaba y se acercaba de su compañera en un patético intento de perseverar en una torpe danza que sin duda no era un acuerdo cordial entre dos bailarines sino algo así como una lucha entre dos enemigos o al menos un directo desafío a una lucha que por alguna razón no podía concretarse, Martín le apretó el brazo.

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—Ahí están. Esto es lo que te quería mostrar. Están bailando así, sin parar, hace más de dos horas. ¿Ves? Es como una lucha.

Era una lucha. Y una lucha desigual. Había algo desesperado en cada uno de los movimientos del hombre y algo piadoso, implorante, en la actitud de la mujer. Pero de todos modos los dos estaban frente a frente desafiándose, disputándose algo: un tiempo, un espacio, una idea. O un sentimiento.

—Al principio él mismo volvía a poner el rollo en la pianola; y ese instante, en cierto modo, era un descanso. Pero ahora el rollo lo pone aquel gordo. Y ellos bailan sin parar. ¿Qué coño estarán discutiendo?

Ignacio miró la cara del gordo que sonreía gozando con la situación; seguramente ya había apostado por el ganador. Después Ignacio observó a los demás espectadores; el círculo que rodeaba a los dos bailarines seguía estrechándose y era evidente que cada uno de ellos había hecho también su apuesta. Entretanto el charleston que brotaba de la pianola seguía envolviendo y golpeando a la pareja. Ninguno de los dos podía ya disimular el agotamiento producido por ese raro combate. Era inminente algún abandono. Pero Ignacio no quiso esperar. Hizo una seña a Martín y se alejó del salón antes de quedar envuelto él también en la locura del charleston. Una vez en cubierta oyó la voz de Martín:

—¿No quieres ver cómo terminan estos gilipollas?—No. Y no son gilipollas, como vos decís. —Miró a lo lejos como

reflexionando y luego agregó:— No sé qué son.Y se fue caminando despacio en dirección a la escalerilla sin

imaginar que esa indefinición lo mantendría algo más que pensativo durante el resto del viaje.

Porque alrededor de la medianoche el ulular repetido de la sirena del buque lo hizo estremecerse en su cucheta. Se vistió rápido y una vez afuera oyó las voces alteradas de los pasajeros reunidos arriba, en la cubierta de segunda clase. Espió desde la borda y vio sobre el agua calma la luz roja de los pequeños fanales de los salvavidas y luego las parábolas de las luces de bengala que subían y caían sobre el mar iluminándolo. Después notó que el buque había disminuido su velocidad y que giraba despacio en círculos amplios. Entonces trepó rápido por la escalerilla, desenganchó la cadena que lo separaba de aquel mundo, se mezcló con los pasajeros de segunda y se enteró de lo ocurrido.

—Claro que era un gilipollas, coño. Claro que lo era.Martín estaba ahí. Tenía el pelo revuelto y una bata rojiza echada

sobre el cuerpo; pero era su expresión lo que realmente había cambiado. Parecía indignado pero no con alguien en particular, sino con el mundo entero.

—Un gilipollas del carajo.Se refería al hombre del baile endemoniado, que sorpresivamente

había dejado sus documentos sobre el piso de cubierta y se había

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arrojado al mar. Un tripulante, al verlo saltar, había dado en seguida la voz de alarma. Pero todos suponían que cualquier esfuerzo para salvarlo ya era inútil. Del confuso rumor de los corrillos que se habían formado se desprendían trágicos vaticinios: que el hombre ya no aparecería, que la succión de la hélice, que el ancho mar... Sin embargo, el barco continuaría durante un buen rato girando en círculos, buscando. Hasta que todas las conciencias quedaran tranquilas.

—¿Y ella? ¿La viste?—Sí. Ahí está. —Martín cabeceó con rabia hacia el extremo de la

borda.— Otra gilipollas.Estaba allí sola, inmóvil, mirando fijamente la superficie del mar. A

Ignacio le pareció que la veía por primera vez. Esa tarde su cara no había sido más que un confuso montaje de rasgos sobreimpresos a toda velocidad en medio del baile loco. Ahora la veía nítida, clara: el pelo negro y tirante detrás de una frente ancha y esos ojos. Cómo pudo haber estado mirándola durante todo un rato sin haber descubierto esos ojos. Ahora lloraban asombrados mientras buscaban con desesperación alguna pista que insinuara la presencia de su compañero de baile. Ignacio oyó que Martín seguía refunfuñando.

—Y ahora díganme quién fue el que ganó de los dos, coño. Quién fue el que ganó de los dos.

Ignacio se acodó sobre la borda cerca de la mujer y la oyó sollozar calladamente. El buque seguía girando en amplios círculos y haciendo sonar la sirena. Ignacio observó el rostro desencajado de la mujer y vio caer lágrimas por su cara. Después volvió a mirar el mar oscuro tratando de entender.

Cuando llegó frente al paredón el peso del máuser era insoportable. Quizá después, con el disparo, llegaría cierta liberación. Pero el disparo llegó y las palomas huyeron espantadas y el fusil quedó temblando en el aire, más pesado que nunca.

Y así pasó el tiempo. Ya no quedaba nadie a su alrededor. Martín había desaparecido y la mujer también se había ido en silencio. Frente a él estaba sólo el mar solitario. La sirena había callado, el buque había abandonado ya sus vueltas inútiles y retomado su marcha habitual camino al Peñón de Gibraltar. Más allá lo esperaba una nueva vida, el Mediterráneo, Barcelona. Sin embargo en ese momento, acodado sobre la borda y mirando al mar, Ignacio no pensaba en ese pequeño destino sino en el otro. Y así permaneció durante un rato largo, larguísimo.

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DOS

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—Levantáte, viejo. La gente está mirando. —Antes uno podía sentarse en cualquier umbral y la gente no

miraba.—Antes eras un chico. Todo era diferente.—¿ Todo? Las formas, nada más que las formas.Al fin el viejo aceptará el brazo de su mujer y con esfuerzo se

levantará del umbral. De repente una mano más fuerte se agregará a la de la mujer y el viejo se sentirá en el aire.

—Epa, epa.—Disculpe. Quise ayudarlo.A su lado habrá un muchacho mirándolo confundido. —Te lo agradezco. Pero a pesar de mi mujer todavía puedo

sentarme y levantarme solo. —¿Cómo?El viejo señalará los auriculares que cubren los oídos del muchacho. —Ah. Perdón. —El muchacho se quitará los auriculares.— ¿Cómo

decía?—Que antes uno podía sentarse en un umbral y nadie se

preocupaba por eso.—Ah, sí, sí, claro. Disculpe.El muchacho reiniciará la marcha mientras se colocará otra vez los

auriculares. Los dos viejos lo mirarán alejarse.—No debiste hablarle de esa manera. El muchacho te quiso ayudar. —No oyen. Se ponen esos aparatitos en las orejas y no oyen. Ella lo tomará del brazo y caminarán unos pasos en silencio. —El cordón —dirá el viejo de repente. —¿Cómo?—En el cordón. Ahí me gustaba sentarme, también.Levantará un brazo lentamente y apuntará hacia el cordón de

granito de la vereda. Luego, siempre señalándolo con el dedo, lo recorrerá hasta el fondo de la calle. Como si con ese gesto recorriera algo más vasto y menos preciso que un lugar. Como si con ese gesto recorriera un tiempo.

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—Nos sentábamos aquí o allí. Toda la cuadra era nuestra. Mejor dicho todo el barrio. La ciudad. El mundo. La vida, bah.

El viejo parecerá un prócer, una estatua en movimiento, con el brazo estirado caminará apuntando con el dedo hacia más allá, donde un espacio de luz ilumina el amplio parque. Allí, hace años, se levantaba la Penitenciaría.

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LA CALLE DE LOS TAMBOS1922

—Parece que anoche hubo batuque. —Dónde. —En la Peni.Frente al portal del conventillo varios hombres comentaban en tono

conspirativo los hechos ocurridos durante la noche anterior en la cárcel vecina.

—Dicen que se piantaron unos cuantos.—Siete. Y no se piantaron más porque un alemán chitrulo, en vez de

meterse en el túnel de cabeza, se metió con los pies para adelante y se atrancó. Y así jodió a todos los que venían detrás. Si no hubiera sido por él se hubieran rajado veintitrés.

—¿Y usted cómo sabe eso?—Qué. ¿No me cree?—Sí. Yo preguntaba, nada más.—Ah. Porque si yo lo digo es porque lo sé.—Sí, hombre. Quién le discute.—Ah, bueno.Nacho giraba su cabeza mirando a uno y a otro, tratando de no

perder ninguno de los comentarios.—Entonces quiere decir que... veintitrés menos siete... se jodieron...

a ver...—Diecisiete.—No, dieciséis.—Esa. Dieciséis.—Contándolo al alemán.—Sí, claro.—Hay que ser papanatas. —Qué le parece.—Lo que le espera ahora en la cana.

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—Flor de biaba le van a dar. —Se la tiene merecida.—Van a tener que encerrarlo en un calabozo especial. —Al contrario. Lo van a mezclar con todos para que lo felpeen. ¿O

no conoce a la yuta? —Ahí tiene razón. —Y bueno, que se joda por chitrulo.Los hombres siguieron volcando sus entusiastas opiniones durante

un largo rato. Y con una ansiedad parecida al entusiasmo Nacho siguió el curso de esa conversación hasta que de pronto recordó que ya era la hora de la cena y en la pensión de doña Encarna se exigía que las horas de comer no sólo debían ser respetadas; también debían ser veneradas. De modo que sin pensar más en la celeridad con que el tiempo había transcurrido esa tarde Nacho se apartó como un estampido del grupo conversador y después de salvar corriendo los treinta metros que lo separaban de su casa y de subir a trancos la empinada escalera llegó agitado al comedor donde ya estaba tendido el mantel para la cena. Allí también había hombres —los comensales que esperaban el momento de sentarse a la mesa— y sus comentarios también se referían al episodio de la Penitenciaría. Pero estos comentarios diferían de los que Nacho acababa de oír en la puerta del conventillo; en vez de execrar al alemán incompetente y canonizar a los siete fugitivos los presentes no ocultaban su preocupación por el desagradable acontecimiento.

—Y a lo mejor están escondidos por aquí cerca.—Claro. En el conventillo tienen lugar de sobra para esconderse.—¿Y la policía no fue a revisar?—Qué van a ir a revisar. Le preguntan al encargado y con eso listo:

se lavan las manos. No se animan a meterse ahí adentro. La vez pasada se metió un vigilante persiguiendo a un ladrón y tuvo que salir corriendo y en camiseta. Adentro le sacaron el revólver, la varita, las esposas... todo. Hasta el uniforme le sacaron.

Se oyeron risas.—No se rían. Pregúntenle a doña Encarna. Seguro que se acuerda.

Ella vio salir al pobre tipo.Nacho también lo había visto salir y también se acordaba, vaya si se

acordaba. Además el día siguiente había visto al ladrón tomando mate lo más tranquilo en la pieza del Gavilán. Cosa extraña, porque el Gavilán era cafishio y Nacho sabía que los chorros y los cafishios no se llevaban bien. Pero el Pata lo había agarrado de un brazo, lo había llevado hasta la puerta de la pieza del Gavilán, que estaba en el segundo patio y se lo había mostrado: allí estaba el ladrón, tomando mate tan tranquilo que cuando vio a Nacho que lo espiaba lo sorprendió con una sonrisa mientras le mostraba el mate y le decía: “¿Querés un mate, pibe?”. Apenas si Nacho había podido balbucear “No, gracias” y salir corriendo

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mientras por su cabeza empezaban a desfilar escenas completas de Los miserables.

—Quién sabe es un tipo fenómeno —le dijo al Pata apenas pudo hablar—. Al tipo de Los miserables, uno que se llama Jean Valjean, la policía lo persigue y lo persigue y no lo deja vivir tranquilo y sin embargo es un tipo fenómeno que hace bien a todo el mundo. Pero la policía...

—No escorchés con los tipos de las novelas. ¿Vos te creés que éste es igual? Éste es más que chorro. Éste es bufa. El otro día quiso atracarla a la Porota, pero lo vio el gallego y casi lo mata.

—Con razón el Gavilán se lleva bien con él —apenas pudo musitar Nacho.

—Y vos no te descuidés —agregó socarrón el Pata—, porque también le gustan los pebetes lindos.

—Andate a la mierda —se había enojado al fin Nacho mientras iniciaba una decidida y digna retirada.

—Esperá, esperá. ¿No querés que te muestre algo?Las actitudes del Pata encerraban siempre alguna sorpresa de

modo que no habría sido astuto desaprovechar, por culpa de un caprichoso gesto de dignidad personal, todo lo que prometía aquella envenenada pregunta. Así que Nacho se detuvo de golpe.

—Qué tenés.—Vení.Nacho siguió al Pata hasta el último patio y se metió con él en la

pieza.—Mi viejo no sabe nada, eh —dijo el Pata mientras se metía debajo

de la cama. En seguida volvió a salir con un bulto envuelto en hojas de papel de diario. Se acercó a la puerta, comprobó que no venía nadie y empezó a desenvolver el bulto con cuidado. Trataba de aportarle al acto todo el suspenso posible. Nacho miraba con curiosidad el paquete y hacía esfuerzos por adivinar qué era ese objeto más o menos redondo que tenía el tamaño y la forma de una pelota de fútbol. Cuando el Pata retiró la última hoja de papel y exhibió el trofeo extendiendo su brazo en un ademán por demás teatral Nacho confirmó que había sido una actitud inteligente haber accedido a la invitación del Pata.

—¿Te gusta? Te lo doy por un mango.La sorpresa y emoción de Nacho eran tan fuertes que no podía

contestar. Pero el Pata estaba apurado.—Vamos. Dame cincuenta guitas y listo. Te hago este precio porque

tengo miedo de que lo descubra mi viejo.Nacho estaba volviendo en sí.—El que le quitaron al botón —murmuró.—Sí. ¿Viste qué fetén? El asunto es que no lo saques a la calle. Ni en

carnaval. Pero lo podés usar en tu casa. ¿Y? ¿Lo querés por cincuenta guitas o no?

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Nacho miraba el quepis de vigilante sin atreverse a tocarlo. Los metales que adornaban el casco centelleaban frente a sus ojos. Lo enceguecían.

—¿Y? ¿Lo llevás o no? Está casi nuevo, miralo.Nacho seguía mirando la punta de lanza y los botones brillantes

sobre la opaca tela azul que forraba el casco. El quepis era la prenda más visible de los vigilantes. Para beneficio de los habitantes del conventillo sus brillos anunciaban desde lejos la llegada del representante de la ley. Nunca Nacho había tenido tan cerca, casi en sus manos un símbolo tan importante de autoridad. Estiró una mano y lo tocó.

—¿Qué hacés ahí, en vez de ayudar a poner la mesa?Doña Encarnación venía cargada de platos y cubiertos y detrás de

ella llegaba Felicia con un sifón de soda en cada mano. Nacho no respondió a la protesta de su madre. Le costaba regresar de aquel conventillo, de aquel Pata y de aquellos recuerdos. Con esfuerzo tomó algunos de los platos que traía doña Encarnación y fue acomodándolos distraídamente frente a las sillas. Felicia dejó los sifones directamente sobre el mantel y al regresar acarició su cabeza.

—No sé por qué, pero me parece que éste está enamorado.Nacho sintió una punzada en el corazón.—Lo que pasa es que está en la edad del pavo.La punzada que ahora había sentido era distinta. Y no lo había

herido sólo en el corazón. Él la conocía. Era una especialidad de su madre. Era una punzada que empezaba no sabía dónde pero que en veloz curso le atravesaba todo el cuerpo como un dardo envenenado. Nacho sentía recorrer dentro de sí ese extraño veneno como un agrio estilete que lo hería, que lo hería. Dejó caer sin cuidado el último plato sobre la mesa y sin mirar a nadie se dirigió rápido hacia la puerta que daba al vestíbulo. Doña Encarnación quiso detenerlo con una voz de mando:

—¿Adónde vas, ahora?—A mi pieza. No tengo hambre —farfulló tercamente mientras

desaparecía de la vista de su madre y de los hombres, quienes sin abandonar el tema de la fuga de los presos iban sentándose a la mesa. Lo único que le dolía era desaparecer también de la vista de Felicia. Ella había mirado cómo se iba no sólo con algo de cariño en los ojos sino también con algo de íntima preocupación. Nacho había advertido esa mirada y lamentaba que al alejarse del comedor —monstruoso lugar donde se daba cita toda la hostilidad del mundo— se alejaba al mismo tiempo de Felicia, cuyas miradas iba necesitando cada día más.

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Pero Nacho recibiría una compensación esa misma noche. Desde su pieza oyó durante un buen rato las voces descalibradas de los pensionistas que en la sala siguieron intercambiando variadas opiniones alrededor del último gran acontecimiento del barrio. Pero al terminar la cena las voces fueron asordinándose, alejándose, desapareciendo. Primero fue la voz de Felipe, el carnicero, que como siempre al irse clamaba por una justicia niveladora que le permitiera levantarse todas las mañanas a la hora en que se levantaban todos los seres humanos. Felipe no vivía en la casa; sólo venía a cenar y nadie sabía cómo transcurría su tiempo fuera de estas cenas y de las horas que pasaba en la carnicería trinchando, serruchando, preparando los cuartos de los animales para la venta. Nacho trataba siempre de esquivarlo porque era habitual descubrir en algún lugar de su ropa restos de sangre seca. Y además porque intuía algo trágico en su misterio. Pero sobre todo la sangre, esa sangre inmortal siempre ahí, en cualquier parte, escondida pero presente. No la podía soportar. No le pasaba lo mismo con los otros pensionistas cuyas voces, poco a poco, se habían ido alejando detrás de la del carnicero. Podía llegar a sentir desprecio por don Atilio, por ejemplo, que no cesaba de hostigar sin disimulo a Felicia; o, por razones obvias, padecer un confuso, indescifrable y torpe entumecimiento frente a Almanza. Pero casi todos los otros pensionistas le resultaban indiferentes o al menos así quería sentirlo él. Sólo hacía excepción con don Justo, el viejo silencioso que trabajaba de sereno y sobre quien concentraba toda su simpatía no sólo respetando su sueño diurno sino también instando a todos los habitantes de la pensión a que lo respetaran.

Mientras escuchaba los sordos y difusos ruidos generales creados por la noche que avanzaba por el angosto corredor hacia el fondo de la casa la memoria de Nacho volvió a traerle el recuerdo del Pata y de aquella compra del quepis en el conventillo. Ya habían transcurrido casi dos años y por alguna razón desconocida recordaba la escena como recién vivida. Pensando esto abrió la puerta de su ropero, se subió a una silla, estiró los brazos y extrajo de la oscuridad una caja semiescondida, igual a las que estaban apiladas frente a cada espacio libre de pared. Era una de las cajas de sombreros de Felicia. Bajó de la silla, puso la caja sobre la cama y le quitó la tapa. A pesar del tiempo transcurrido los metales del quepis conservaban su brillo y Nacho volvió a sentir una vez más sus destellos. Sacó el quepis de la caja, lo tuvo un instante entre sus manos y lo colocó sobre la cama. Después se puso de pie, se alejó unos pasos y lo contempló. En ese momento, sorpresivamente, se abrió la puerta y apareció Felicia. Traía una bandeja y en ella un plato con comida.

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—No le digas nada a tu mamá, pero aquí te traigo un poco de guiso. No te vas a ir a dormir sin comer —dijo empleando una voz íntima, susurrante.

Nacho trataba de ocultar con su cuerpo el quepis que decoraba la cama.

—¿Qué te pasa? ¿Qué es lo que... —Felicia se interrumpió y espió sobre el hombro de Nacho hasta que descubrió el quepis, —¿Y eso? ¿De dónde lo sacaste?

Nacho entendió que debía convertir a Felicia en su confidente. Y le contó todo: la posesión secreta de ese quepis desde aquella tarde de la transacción comercial con el Pata, su íntimo y misterioso placer por tener ese quepis escondido allí arriba y su deleite en contemplarlo a veces en soledad tal como lo estaba haciendo esa noche. Felicia lo escuchaba con algo más que una sonrisa. Era una risa contenida hasta que depositó la bandeja con comida sobre la mesita de luz y pudo exclamar:

—Pero ahora, aunque no te guste, somos dos los que estamos en el secreto.

Y entonces su risa explotó. Y después siguió riendo; cuando agarró el quepis, cuando se lo puso en la cabeza y cuando después de hacer la venia se puso a bailar una extraña marcha militar que ella misma tarareaba en medio de carcajadas al tiempo que con sus manos tomaba el vuelo de su falda y al izarla la ampliaba mostrando en los giros esas piernas tan torneadas. Tan bien torneadas.

Nacho la miraba extático. La seguía por toda la pieza moviendo sólo los ojos y manteniendo la cabeza inmóvil. En ese momento ninguno de los dos recordaba el plato de guiso que se enfriaba sin remedio sobre la mesita de luz.

LAS OTRAS CALLES1932

Ignacio fue recibido en Barcelona por los compañeros políticos de don Francisco con verdadera simpatía. Los forjadores de la Segunda República, efervescentes de entusiasmo, encontraron en seguida un lugar de trabajo para el joven argentino. Ese lugar fue una imprenta destartalada que apenas imprimía unas escasas hojas mensuales para una sociedad de fomento barrial: el conchabo no ofrecía un brillante porvenir pero sí aseguraba el jornal básico necesario para cubrir las necesidades de un exiliado. Martín Iriberri, el amigo descubierto en plena

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travesía, coincidió con los camaradas de don Francisco: Ignacio debía ser ubicado en un hospedaje que no tuviera conexiones con militantes políticos y en un lugar de trabajo que lo alejara del riesgo de posibles rastreos policiales. Martín había compartido con Ignacio las horas posteriores al desembarco en Barcelona; y no sólo lo ayudó a conectarse con los amigos de don Francisco sino que lo colmó de útiles consejos y al partir hacia el País Vasco se despidió de él con un fuerte abrazo y una promesa de reencuentro cercano. De modo que a los pocos días de haber arribado a Barcelona Ignacio gozaba ya de una modesta pero ordenada forma de vida.

Las primeras semanas las dedicó a conocer la ciudad. Todas las tardes, después de sus tareas en la imprenta, recorría las calles observando sus casas y sus habitantes. Y fue en una de esas tardes cuando la casualidad le hizo descubrir a la mujer del barco. Ignacio estaba sentado en uno de los bancos de la Rambla observando a los paseantes, reflexionando sobre ellos y sobre sí mismo, comenzando a sospechar que no era más que un peligroso intruso entre aquellos seres desprevenidos. Y entonces vio venir a la mujer. Caminaba despacio, como haciendo tiempo. Sobre su pelo negro y quieto llevaba una llamativa boina roja y su figura delgada, envuelta en un vestido liviano de lanilla beige, se desplazaba indiferente a todo lo que la rodeaba. Ignacio se levantó de un salto, se puso a su lado y repitió varias veces un tímido “Hola, cómo le va” y luego un más tímido “Perdone. ¿No me reconoce?”. Pero la mujer seguía caminando ajena a cualquier llamado del exterior. Hasta que Ignacio recordó que si bien él la había observado a ella en el barco durante un buen rato, ella no lo había observado a él. Y entonces agregó: “Tal vez usted no me vio, pero viajamos juntos en el Infanta Isabel”. Y entonces sí la mujer reaccionó. Se detuvo de golpe, miró a Ignacio con sorpresa y balbuceó: “No... no recuerdo haberlo visto. Yo...”. Después continuó el diálogo. Al principio tímido, quebrado, titubeante; pero al fin convertido en una entrecortada pero larga conversación durante la cual Ignacio, siguiendo con esfuerzo uno de los sanos consejos de Martín, no dio a conocer su verdadera identidad. Afirmó nerviosamente que su nombre era Raúl Farías y su nacionalidad uruguaya, y que si ahora estaba en España era por su afán incontenible de aventuras. Laura, en cambio, habló de sí misma con una voz suave y serena que parecía nacer de una gran tristeza. Durante un tiempo Ignacio se preguntó si el principal atractivo de Laura brotaba de esa misteriosa tristeza o de la suma de contrastes que se advertía tanto en su carácter como en su figura liviana, delgada y grácil hasta la fragilidad y sin embargo portadora de unos senos que se insinuaban fuera de proporción; unos senos que esa misma noche, al quedar en descubierto, iban a herir las pupilas de Ignacio tal como las habían herido, tiempo atrás, los senos redondos, acogedores y generosos de Felicia y aquellos

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huidizos, agresivos y no menos generosos de la Porota. Pero los contrastes de Laura no terminaban ahí, sorprendía también observar el pelo tan negro y brillante sobre la piel blanca y mate, tanto como recibir esa voz tenue y apenas audible junto a la mirada cálida, penetrante y casi desesperada de sus ojos oscuros. Y hasta la ropa —aquel vestido de color beige suave y sobre él la violenta boina roja— o la manera de caminar, sin apuro y con aparente desprecio por el tiempo pero también con la arrogancia de quien llega diciendo “Aquí llego yo, mírenme”. En realidad todo en ella era un gran contraste. Hablaba poco pero con tal contundencia que apenas dejaba espacio para un posible intercambio de opiniones. Sus palabras caían de una altura impredecible portadoras casi siempre de alguna sorpresa. Así fue como al poco rato de haberse encontrado con Ignacio, sorpresivamente, en medio de un silencio y cuando nada lo hacia esperar, dejó caer esas palabras desde allí arriba: “Yo no tuve la culpa”. Ignacio comprendió en seguida que se refería al suicidio de aquel misterioso compañero de baile del Infanta Isabel. Y pensó que ella, después de dejar caer esas palabras, había quedado esperando algo de él; tal vez algo pequeño, algo así como un levísimo gesto de humana solidaridad. Pero Ignacio, inmovilizado por la sorpresa, no sólo calló sino que siguió caminando a su lado sin mirarla y esforzándose por sentirse ajeno a los sollozos que ella dejaba caer también extrañamente desde arriba, como las palabras.

Así llegaron a lo que Ignacio supuso era el final del primer encuentro. Estaban a pocas cuadras de la casa de Laura cuando ella se detuvo y sugirió que debían separarse. Ya los dos habían empezado a utilizar una extraña vía de comunicación formada por silencios y tácitos entendimientos, de modo que a Laura le habría bastado insinuar que no quería mostrarse en las proximidades de su casa acompañada por un desconocido. Pero sin embargo de repente agregó:

—Papá es el cónsul argentino en Barcelona. Y toda la familia debe respetar ciertas reglas.

Ignacio sintió que el aire entraba y salía de sus pulmones velozmente y con dificultad. Aquella era una situación inesperada. Su condición de desertor y portador de documentación falsa le aconsejaba evitar todo contacto con autoridades y sobre todo con las de su propio país.

—Lléveme a cualquier otra parte.Ésta era la segunda vez que la voz de Laura sorprendía a Ignacio

con un giro inesperado.—A cualquier otra parte —insistió apretándole el brazo—. Por favor,

Raúl.La actitud de Laura era muy extraña. Viéndola y oyéndola se podía

creer que estaba otra vez a punto de llorar. Pero también se podía pensar que estaba a punto de largarse a reír. Todo podía suponerse

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viéndola allí implorando, volcada sobre el hombro de Ignacio. De Ignacio, y no de Raúl. Qué mal le caía a Ignacio oír que Laura lo nombrara con ese nombre ajeno. Sobre todo cuando el aire, aunque ahora fuera por otras razones, seguía entrando y saliendo con dificultad de sus pulmones. Dificultad que Laura al fin advirtió.

—Qué le pasa. Se enojó.—No, todo lo contrario. Venga, alejémonos, no quiero que se

comprometa.La tomó del brazo y la alejó de allí. Curiosamente, ahora Ignacio no

pensaba en sus propios problemas sino en las eventuales dificultades que ese situación podía ocasionarle a Laura. Y así, cercados por un silencio que ninguno de los dos interrumpió mientras caminaban, llegaron hasta un banco del parque y allí se sentaron, en medio de la penumbra, como dos enamorados.

Pero ellos sabían que no lo eran. Por eso estuvieron sentados en aquel banco durante un rato callados, quietos, sin mirarse. Esperaban que apareciera algo: un sonido, un pensamiento, algo que pudiera unirlos sin esfuerzo aunque sólo fuera por un instante. Por eso, cuando Laura no pudo resistir por más tiempo esa espera y habló, su excesiva naturalidad casi vuelve a sorprender a Ignacio.

—“El que se canse primero se tira al mar”. Así me dijo.Ese era el tema que los dos, sentados allí callados y sin tener

conciencia, habían estado esperando. Pero Ignacio ahora pretendía algo más que un simple relato referido a lo exterior de los hechos. Ignacio ahora pretendía que Laura hablara desde la propia entraña de aquel desventurado episodio. Por eso esperó hasta que ella pudo continuar:

—Yo creí que era una broma. Cuando él me dijo que yo había ganado le noté una mirada rara. Pero todo en él era raro. Esa apuesta. Quién iba a pensar. Yo creí que me lo decía en broma. Como cuando abandonó el baile y haciéndome una reverencia me dijo que yo había ganado, nunca pensé entonces que... Pero quién, quién lo iba a pensar, si él...

Poco a poco Laura había ido dejando atrás su tono desaprensivo.—Perdóneme, yo... No tengo por qué contarle todo esto, Yo... No sé

qué pasó. Y no sé por qué...Ahora hablaba a borbotones, como si le costara pensar, tratando de

recordar con esfuerzo. Y entonces de repente calló, tomó la mano de Ignacio y la apretó con fuerza. Ignacio acogió su mano con suavidad. Laura sonrió y abandonó la suya en la de Ignacio. Cuando volvió a hablar fue como si para ella hubieran transcurrido largas horas. Su voz era otra vez distinta, sin rastros de emoción.

—¿No entendiste qué quise decir cuando dije que me llevaras a cualquier parte?

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Claro que Ignacio había entendido; pero no estaba dispuesto a dejarse sorprender a cada instante.

Hasta que Laura agregó: —Quise decir que me gustaría que me llevaras a tu casa. Imposible no sorprenderse con esta mujer. Ignacio tragó saliva. —No tengo casa. —Qué. ¿Vivís en la calle? —En un hotelito. —¿Y ahí no dejan llevar mujeres? —No sé. Nunca llevé a nadie. —¿No querés averiguarlo?Ya era demasiado. Ignacio retiró su mano y la miró de frente.—¿Te enamoraste tan rápido?—No me hago esa clase de preguntas.Ignacio resolvió también, desde ese momento, no volver a hacer

esa clase de preguntas. Se puso de pie y apenas murmuró: —Vamos.Entraron al hotel sin que nadie los molestara. En la entrada había

una mucama semidormida y los huéspedes, casi todos en tránsito, no hacían ningún esfuerzo por conocerse entre ellos. Ignacio no saludó a nadie, retiró su llave y condujo a Laura por una escalera y un corredor hasta su cuarto. Cuando cerró la puerta tras de sí vio que ella estaba quieta, en medio de la pieza, mirando la pequeña cama.

—Ya está —dijo entonces Ignacio—. Ya lo averiguamos. Puedo traer mujeres.

Laura miró alrededor.—Lo que pudiste traer fueron libros.—Algunos, sí.Laura sonrió, se paró frente a él y lo miró a los ojos, como

esperando su iniciativa. Ignacio entendió el desafío. Le quitó lentamente la boina roja y sintió que ese rostro pálido, enmarcado ahora totalmente por la melena negra, había adquirido tal ingenuidad que por insospechada se convertía en un nuevo elemento de sorpresa. Después bajó la mirada. Allí, detrás de la lanilla beige, ellos lo estaban esperando. Aunque no llegarían a convertirse en una sorpresa: ya los había adivinado detrás del suave tejido de lanilla. De modo que no había tiempo que perder. Casi sin tocar su cuerpo quieto, en pocos segundos y con la destreza de un prestidigitador hizo desaparecer el vestido y una mórbida enagua rosa. Quedaban frente a él los últimos obstáculos: un sedoso calzón color té con puntillas y ese ridículo portasenos cruzado por ballenas que escondían estúpidamente el tesoro más deseado. Durante un instante Ignacio se inmovilizó contemplando el cuerpo semidesnudo. Fue entonces cuando sintió las manos de Laura resbalar sobre su cuerpo y a sus pantalones caer estrepitosamente a lo largo de las pantorrillas

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hasta rebotar desorganizados contra el suelo. Ahora estaban los dos semidesnudos. Ignacio podía oír su propia respiración pero no la de Laura, que lo miraba impasible, sonriendo, con la expresión ingenua de quien sólo comete una picardía. Ignacio no pudo soportar más la curiosidad. Rodeó con sus brazos el cuerpo que se le ofrecía y con los dedos buscó en su espalda los ganchos del portasenos que durante un tiempo demasiado prolongado se resistieron al desprendimiento. Pero al fin el imponente adminículo, un verdadero artefacto inflexible y desalmado que aún fuera del cuerpo de Laura conservó sus esféricos volúmenes, cayó también al suelo produciendo un singular ruido metálico y dejando al fin libres el torso de Laura y la mirada de Ignacio, quien en ese momento comprobó que la ansiedad de la espera había sido totalmente justificada. Porque frente a él, como dos seres con vida propia emancipados del cuerpo que los contenía y haciendo juego con los hermosos ojos verdaderos, estaban esos otros dos ojos impúdicos y anhelantes que reclamaban para sí un irrenunciable protagonismo.

Fue justo en ese momento cuando se oyeron las detonaciones. Ignacio vio sólo la sombra de las palomas cruzar frente a la ventana del cuarto. Dificultosamente, un poco a los saltos, enredados sus tobillos en el pantalón caído, se acercó a la cortina de macramé y la apartó. Allí abajo la gente corría desorientada en medio de los gritos y de algunas imprecisas detonaciones que ahora sonaban más alejadas.

—Algún lío político. Todos los días hay uno. Y papá dice que ahora no es nada. Que cada día va a ser peor. Y que la culpa la tienen los comunistas y los anarquistas.

Otra vez los anarquistas. Laura estaba junto a él, medio desnuda, espiando también a través de la ventana. Caramba, todos los temas que uno podría llegar a tratar con esta mujer. Ignacio se acomodó el pantalón como pudo, la tomó de un brazo y la llevó directamente a la cama. Sin ningún pudor, él frente a ella y ella frente a él, los dos se quitaron del cuerpo las prendas que sobraban y se miraron. Era el momento de acostarse. Pero cuando él quiso tomarla por la cintura para echarla sobre la cama el brazo de ella fue más veloz o todo su cuerpo fue más veloz y él de pronto se vio a sí mismo acostado de espaldas pero sobre todo vio el cuerpo de ella montado sobre su propio cuerpo. Y las sorpresas que la vida depara: en ese preciso instante, como una ráfaga que llegaba desde muy lejos pero neta y fresca como recién vivida, se le apareció repetida la misma imagen. La mismísima imagen. Pero ahora la mujer montada sobre su emoción y su cuerpo entonces de niño no era Laura sino Felicia. Ah, la cómplice Felicia. Tan lejos y todavía tan cerca. Las sorpresas que depara la vida.

Pero eso fue todo. Con la misma velocidad con que aquel recuerdo intruso llegó, se fue. Aquellas circunstancias no eran las más propicias para la permanencia de cualquier pensamiento.

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LA CALLE DE LOS TAMBOS1921

Nacho no sabía cómo separar la sangre de la lealtad. Él había sido leal con el Negrito Casares, compañero de banco en el aula del 6º “A” y socio todas las tardes en el camino de ida y vuelta entre la escuela y la Calle de los Tambos. Pero su lealtad y su guardapolvo blanco se vieron teñidos con sangre ajena por primera vez una tarde a la salida de clase cuando Nacho decidió defender a su amigo del ataque porfiadamente hostil de los chicos del 6º “B”. El Negrito Casares era ciertamente negro, integrante de una de las últimas familias negras que en aquel tiempo residían aún en Buenos Aires. Era flaco, casi esmirriado y de carácter retraído, pero poseía una ternura natural para tratar a las personas. Tal vez por esta última condición, que Nacho supo apreciar especialmente, fue que desde los primeros días de clase lo eligió como compañero. Todos los mediodías Casares salía al trote del conventillo, llegaba hasta la puerta de la casa de Nacho, desde allí abajo lanzaba un chiflido que en seguida era contestado desde arriba por su amigo, y a los pocos minutos los dos estaban camino a la escuela que quedaba a pocas cuadras, charlando alegremente sobre cualquier cosa. Pero desde aquella tarde en que Nacho, quebrando una obligada promesa de buena conducta consumada frente a su madre, se lanzara en franca lucha contra los agresores de su compañero cubriéndose de sangre, esas caminatas comunes no fueron iguales. Desde entonces dejaron de charlar sobre cualquier cosa. Fue como si ese episodio hubiera servido para diluir ciertas capas de frivolidad que hasta ese momento, ya fuera por pudor o sólo por el hecho de haberse conocido como condiscípulos o simples vecinos de barrio, disimulaban una profunda amistad naciente. Y así empezaron a contarse sus vidas. Nacho habló de los problemas de su entorno familiar y Casares habló de los suyos, compartidos en dos piezas del conventillo con sus dieciocho hermanos y sus dos progenitores. Porque toda la familia negra vivía allí, en esas dos piezas de medidas comunes, acomodados uno junto al otro en un increíble aprovechamiento del espacio físico y oyendo durante toda la noche algo más que las pesadas respiraciones y los gemidos de las pesadillas de los otros. Pero el Negrito Casares no se quejaba de su vida. La contaba, nada más. Y a veces la contaba muerto de risa, volviendo a disfrutar las alternativas de la noche pasada.

—Anoche apareció en el techo una cucaracha así de grande. Si los ratones la veían se asustaban. Y entre todos empezamos a jugar a ver quién la bajaba de un zapatazo. ¿Vos sabes qué risa? Pero al final la desgraciada escapó. A lo mejor esta noche vuelve. Y ya arreglamos: el que le pegue duerme al lado de la puerta una semana entera. Porque

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nos turnamos; a mí me tocaría el viernes que viene. Pero seguro que esta noche le pego. Me tengo una fe bárbara.

—¿Pero no hacen mucho ruido? ¿Tus viejos no dicen nada?—Ellos duermen en la otra pieza, con los más chicos. Y además a los

grandes no nos dicen nada. Somos grandes.Él no era tan grande; estaba más o menos a mitad de camino entre

el más joven y el más viejo de los hermanos. Pero ya era considerado como uno de los que podían padecer poluciones nocturnas.

—¿Y Obdulio?Obdulio era el hermano boxeador, admirado hasta la veneración; no

sólo era el personaje más famoso de todos los hermanos sino el más famoso de todo el conventillo y quién sabe de cuántas manzanas a la redonda.

—No. Él duerme poco con nosotros. Le prestan una pieza en el gimnasio para que se pueda entrenar más.

Si Obdulio Casares no era campeón era algo parecido. Lo cierto es que cuando el crédito del conventillo ganaba una pelea el tránsito de la cuadra quedaba interrumpido; porque entre el baile improvisado gracias al bandoneón y al violín de la orquesta típica que solía ensayar en el conventillo y las carreras improvisadas de cien metros que se corrían desde el paredón de la Penitenciaría hasta la mismísima avenida, la Calle de los Tambos era testigo y protagonista de una gran fiesta nocturna a la que se plegaban algunas veces hasta las mujeres del prostíbulo y otras veces, aunque con cierto recato, hasta visitantes del hotel para parejas. Los únicos seres que permanecían ajenos en esas noches de algarabía eran las vacas del tambo verdadero, quienes se plegaban a la fiesta sólo de vez en cuando con algún tímido mugido circunstancial.

En esas noches especiales Nacho planeaba su estrategia desde temprano: esperaba escondido detrás de un postigo de su habitación y cuando llegaba el momento propicio se escurría sin ser visto por el patio hasta la calle. Allí estaba la aventura, allí la vida lucía seductora y fascinante, allí él podía mezclarse con bailarines y atletas, con músicos y animadores, con improvisados comentaristas y con simples espectadores de la fiesta. Aquel acontecimiento cubría el empedrado gris de la calle y de las paredes de las casas iluminando todo el barrio de luz y de color.

—Esto se está poniendo bueno. Me parece que esta noche no voy al cafetín —alcanzó Nacho a oír al cafishio Gavilán cuando llegó a la puerta del conventillo en busca del Negrito Casares.

Nacho se apasionaba escuchando los relatos que casi todos los atardeceres de verano hilvanaba el Gavilán en la puerta del conventillo ante una platea nutrida y heterogénea. Listo para la correría nocturna con su saco oscuro, su pantalón de fantasía, sus zapatos de charol con tacones altos y el invariable sombrero negro con ribete de seda sobre su

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cabeza, el Gavilán seducía relatando cada tarde una nueva conquista amorosa. Así respondía al entusiasmo con que lo escuchaba un sector de su auditorio; porque el otro sector estaba formado por algunas escépticas mujeres que acudían muy interesadas a cada una de esas tertulias vespertinas, sí, pero que luego, en plena sesión, no cesaban de intercambiar miradas cómplices cargadas de incredulidad. Y algo de razón tenían aquellas escépticas señoras: años después Nacho se enteró de que el Gavilán era un conocido frecuentador de los cafetines de Paseo de Julio pero sólo en calidad de ayudante de una anciana que atendía el guardarropa del “Vieux París”, un cafetín de mala muerte que ya desde el nombre revelaba sus frustradas aspiraciones internacionales.

Pero en aquella época Nacho le creía al Gavilán. Y la Porota también. Por eso fue que la tarde siguiente a una de aquellas fiestas, cuando Nacho intentó abordarla con algo más que unas simples palabras, la Porota detuvo el brazo que pretendía internarse bajo su blusa diciéndole: “¿Qué pasa? ¿Ahora te creés el Gavilán, vos?”. Ese había sido su primer intento de aproximación al cuerpo de la Porota. Entreverada en su memoria con los cuentos del Gavilán, Nacho recordó esa fallida incursión durante toda su vida. Pero también, y con parecido disgusto, recordó siempre la segunda tentativa: esa vez su brazo había logrado seguir su derrotero sin oposición y al internarse por debajo de la blusa de la Porota había oído que ella, bastante conmocionada, no le hablaba esta vez del Gavilán sino que le decía: “Prometeme que no se lo vas a contar a nadie”. Y fue justo ahí que el destino le jugó a Nacho la mala pasada. Porque empujado por su entusiasmo no sólo le prometió discreción a la Porota sino que hasta quiso elevar su promesa a la altura de un juramento. Y como a veces las buenas intenciones no tienen el premio merecido, al querer confirmar el valor de su palabra mediante el clásico beso del pulgar sobre la boca toda la operación se le complicó; porque para efectuar ese movimiento se vio obligado a retirar la mano que ya estaba bajo la blusa de la Porota y entonces, por razones que él nunca entendió, justo justo en ese instante se le cruzó la imagen de Felicia y su mente entró en tal confusión que ya no supo si continuar con su juramento o volver a meter la mano por debajo de la blusa. Y parece que en ese momento la Porota entró también en confusión porque sin más ni más exclamó “Me parece que viene papá, chau”. Y salió corriendo hacia el almacén en cuyo interior desapareció dejando atrás nada más que soledad. Porque Nacho se había quedado solo, muy solo. Solo y sorprendido. Con el pulgar en el aire a mitad de camino entre la blusa y el juramento.

Nacho recordaba esa escena durante una de las fiestas de los negros Casares mientras escuchaba distraído una de las tantas historias que contaba el Gavilán en la puerta del conventillo. Aún no había podido conquistar aquel apetecido y misterioso espacio que se escondía bajo la

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blusa de la Porota. El obstáculo residía tal vez en su propia mente, donde continuaban reapareciendo persistentes imágenes que vinculaban a la Porota con Felicia y a Felicia con la Porota, mezclando las blusas y los quepis con seductoras turgencias y azarosas ideas. Y todas esas imágenes nublaban su entendimiento y obstruían sus oídos de tal modo que aquella noche en aquella puerta del conventillo apenas si alcanzó a oír cómo el Gavilán pronunciaba palabras sueltas como “mina” y “papito” y de pronto sorpresivamente el nombre del presidente Yrigoyen que poco tenía que ver con el cafetín del Paseo de Julio y las correrías del Gavilán pero que algo sí tendría que ver porque si no él no habría pronunciado ese nombre con tanto orgullo y con un énfasis tan combativo. Y gracias a que el Gavilán había pronunciado el nombre de Yrigoyen con tanto fervor fue que Nacho empezó a oír otra voz, una que no era la del Gavilán sino otra que le brotaba en algún desconocido lugar interior y que repetía el nombre no de Yrigoyen sino el nombre de Felicia. Y extrañamente, cuando Nacho oyó latir dentro de sí el nombre de Felicia sintió que al mismo tiempo le brotaba un entusiasmo hasta ese momento escondido. Y abandonando el corrillo creado por el Gavilán se largó hacia el centro de la calle, donde la fiesta alcanzaba su máximo esplendor. Y allí saltó y danzó junto a los celebrantes del triunfo boxístico como un entusiasta más, sin detenerse a considerar el origen de su entusiasmo.

Y las sorpresas que depara la vida, a los pocos minutos Nacho tuvo que interrumpir su espontánea participación en la fiesta callejera. Un hombre flaco y alto, de mirada penetrante, le había hecho señas desde la vereda pidiéndole que se acercara. Sorprendido, Nacho se acercó y antes de tomar conciencia de lo que ocurría tuvo en sus manos un papel doblado junto a una moneda de veinte centavos. Veinte centavos era mucha plata y ese papel doblado mucho papel, sobre todo cuando la entrega fue acompañada con un parco “Tomá, pibe, llévaselo a Felicia; y esto es para vos”. Su entusiasmo, aparecido misteriosamente cuando oyó la voz del Gavilán, desapareció también misteriosamente al oír la nueva voz. Ese hombre tenía algo que ver con Felicia y lo utilizaba a él, justo a él, como correo cómplice de una maquinación seguramente perversa y corrupta. Ese hombre era seguramente un hombre casado obligado por las circunstancias a ocultar su identidad y por eso ahora lo utilizaba a él, justo a él, como correo inmoral de un mensaje secreto seguramente ignominioso. Pocos segundos tardó Nacho en confirmar su presentimiento. Al llegar al primer descanso de la escalera de su casa, hacia donde enfiló vigilado por la mirada penetrante del hombre alto y flaco, se detuvo y desdobló el papel. Allí leyó, escrito con una letra que Nacho en seguida descalificó, el siguiente mensaje: “Te espero en el lugar de siempre”. Nada más. No estaba dirigido a nadie y no llevaba firma. Era más que un anónimo. Era un anónimo con destino anónimo.

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De modo que a él no le cabría ninguna responsabilidad si rompía el papel a pedacitos, como lo estaba haciendo en ese momento, y si después introducía los pedacitos a través de la rejilla del desagüe del patio, justo frente a la puerta del cuarto de su madre, quien esa noche había salido de paseo con Almanza. Por suerte Felicia había visto sólo la última parte de la operación porque cuando apareció allí, junto a él, preguntó:

—¿Qué metiste en esa rejilla?Nacho era veloz para las respuestas. Se puso de pie y enfrentó a

Felicia.—Un bicho muerto. Ahora su familia puede reunirse ahí abajo y

hacerle un velorio.Felicia no festejó la salida. Sólo arrugó la nariz.—Qué asqueroso. —Después sí sonrió.— ¿Sos asqueroso, vos?—No, qué voy a ser. —Y luego agregó, tratando de poetizar la

situación:— El bicho tampoco. Era un grillo.—Ah, habrá sido el que no me dejó dormir anoche. ¿A vos te dejó

dormir?Nacho estaba sorprendido. Era impresionante cómo crecía el

producto de la imaginación. —Yo siempre duermo.—¿Y cómo dormís? ¿Boca arriba o boca abajo? —No me acuerdo.—Yo duermo de muchas maneras. Boca arriba, boca abajo, de

costado... —Felicia ahora estaba muy cerca de él. Sonreía.— ¿No querés que te muestre?

Nacho tardó unos segundos en contestar. Primero tragó saliva y luego dejó escapar un hálito de voz:

—¿Qué?—Cómo duermo. Vení, vamos a mi pieza. Total en la casa no hay

nadie.Felicia avanzó lentamente hacia su cuarto dejando tras de sí una

estela vaporosa. Nacho, tropezando con el aire, siguió tras de la estela. De ahí en adelante transcurrió un tiempo apenas recordado por Nacho en el que ella habló del triste estado de ánimo que la poseía esa tarde: “No tendría por qué contarte, pero estoy muy triste, muy desengañada”. Y Nacho no necesitó más datos para entender que ese estado de ánimo había sido provocado por innobles actitudes de un individuo alto, flaco y de mirada penetrante. Y después, para diluir todo rastro de culpa, le preguntó a ella si había leído Miguel Strogoff o El Correo del Zar. Y Felicia explicó que al fin del día le quedaba siempre muy poco tiempo para dedicarse a la lectura, excusa que Nacho entendió; y entonces trató de ilustrarla:

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—Miguel Strogoff es un héroe. Arriesga su vida por llevar a destino un mensaje importante, decente. —Ahí Nacho hizo una pausa y agregó:— Muy decente. Es el correo del Zar. No como otros.

—Qué bien —había comentado ella sin entender nada—. Pero no me hables de eso, que estoy triste. Ahora quiero mostrarte cómo duermo.

Y se recostó felinamente sobre la cama, y fue enseñándole a Nacho las diferentes posiciones que su cuerpo asumía durante el sueño, y después lo invitó a él a recordar cuáles eran sus posibles posiciones, y poco a poco, posición va posición viene, las ropas mutuas fueron desprendidas y abandonadas a un costado hasta que Nacho fue obligado a mostrar cómo extendía su cuerpo cuando dormía de espaldas y ella lo miró desde arriba abrasadoramente y abriendo mucho los ojos —y esto sí lo recuerda Nacho — le dijo “Tenía razón yo cuando te dije que eras un asqueroso”. Concepto que Nacho no pudo rebatir porque en seguida sintió el cuerpo de Felicia montado sobre el suyo y en ese instante apenas si pudo tener un fugaz pensamiento acerca de las sorpresas que nos depara la vida.

LAS OTRAS CALLES1933

—¿Así que te llamás Ignacio? ¿No era que te llamabas Raúl?Esas fueron las últimas preguntas de Laura. Los dos habían

compartido casi dos veranos y más de un lecho en la nerviosa Barcelona de preguerra. Pero no fue necesario que transcurriera mucho más tiempo ni más amor para que Ignacio empezara a preguntarse por qué ella siempre tenía a mano tantas preguntas directas y tan pocas respuestas verosímiles. Fue tal vez esa deducción la que lo llevó a dudar acerca de su identidad y casi inmediatamente a descubrir que aquella comentada relación filial con el cónsul argentino en Barcelona no era más que otro producto de su sorprendente fantasía. Laura no era hija de ningún cónsul y durante esos pocos meses Ignacio no sólo jamás pudo enterarse de quiénes eran sus padres sino tampoco de quién era ella. Y cuando pensaba en su misteriosa identidad no pensaba en los documentos que ella pudiera exhibir sino en su identidad interior, aquella que lo sorprendió en el Infanta Isabel y lo siguió sorprendiendo en Barcelona, sobre los bancos de los parques y entre las sábanas de la cama del hotel, lugares habituales de sus encuentros. Por ese mismo motivo, tal vez, el propio Ignacio había continuado disimulando su

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verdadera identidad. De modo que al descubrir y leer subrepticiamente la carta que don Francisco le había hecho llegar a Ignacio a través de un camarada anunciando su posible viaje a España, Laura disparó las preguntas:

—¿Así que te llamás Ignacio? ¿No era que te llamabas Raúl?Ignacio aprovechó la molestia que le había causado la actitud de

Laura y trató de evadir la respuesta.—Habíamos quedado en que jamás nos haríamos preguntas. Y abrir

una carta ajena es mucho más que hacer una pregunta.La situación fue desagradable pero Ignacio entendió que no había

alcanzado la condición de enfrentamiento. Y como el estilo de aquella relación nunca había estado adornado con complejas discusiones, cuando Laura dijo “está bien” y sin agregar más se despidió de él con una corta sonrisa y un saludo aún más corto con la mano, Ignacio pensó que aquella había sido una de las tantas actitudes enigmáticas de esa enigmática mujer. Pero Ignacio no había tomado nota en su agenda diaria de las repetidas actitudes enigmáticas de Laura en los últimos tiempos. Las fue recordando al pasar los días, cuando su desaparición se hizo evidente. Entonces sí recordó que desde que la situación política había comenzado a complicarse de modo amenazador la conducta de Laura había profundizado sus rasgos enigmáticos con más comentarios equívocos, más miradas sesgadas, más silencios profundos. Y entendió que él mismo debió también haber profundizado sus enigmas, aquellos en los que escondió no sólo su verdadera identidad sino también la noticia del inminente arribo de don Francisco y la presencia concreta de Martín, quien había bajado del País Vasco en medio del mayor secreto y en cuyos planes políticos Ignacio se veía cada día más incorporado. Al fin ellos, Ignacio y Laura, no habían sido más que dos personajes ajenos entre sí, cada uno encapsulado en su propio enigma interno y unidos por fuera gracias a alguna extraña composición química que al simple contacto de los cuerpos generaba una explosión. ¿Pero era sólo esa atracción lo que los había unido hasta entonces? Ignacio no encontraba respuesta para esa pregunta. Y por ahora debía desalojar esas preocupaciones. Eran otros, más importantes por no decir más trágicos, los hechos que en ese momento ocurrían a su alrededor.

—Extraña mujer, ésa —fue el comentario de Martín después de oír la historia contada por Ignacio.

—Sí. Muy extraña.Martín conocía los amores de Ignacio y Laura y podía agregar más

comentarios; pero calló. Fue Ignacio quien volvió a hablar después de un silencio.

—Y no sé por qué, pero creo que es mejor que no se haya enterado de que estás aquí y de cuáles son tus movimientos.

—Que ahora son los tuyos.

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—Más o menos.—¡Vamos, che! —exclamó Martín sonriendo y parodiando el “che”

argentino con énfasis mientras le golpeaba en el hombro—. Creí que nos entendíamos.

—Claro que nos entendemos.Aunque en verdad Ignacio no sabía hasta dónde llegaba ese

entendimiento. Siempre tenía problemas con aquellas personas a quienes estaba ligado por el afecto. En esos casos sentía dentro de sí lazos cálidos y profundos. Pero independientes. Su mente era incapaz de reconocerlos o identificarlos.

—Yo quiero porque sí. O mejor dicho no sé si quiero —le había dicho cierta vez a Laura.

—A mí me ocurre lo mismo. Pero no me importa. En cambio a vos sí te importa —le había respondido ella—. Por eso tal vez yo gozo más las cosas de la vida.

Pero no era verdad que ella gozara tanto de la vida. Era cierto que de ella brotaba siempre, aun en sus frecuentes momentos de angustia, una fuerza parecida al entusiasmo que nace del placer de vivir; pero pocos meses le habían bastado a Ignacio para descubrir que esa era una fuerza creada por ella para poder continuar su lucha en procura de un estado de felicidad ideal con el que soñaba. Ignacio fue descubriendo esto de a poco, sobre todo en los instantes de reposo posteriores al acto de amor, observando cómo su cabeza inmóvil descansaba sin peso sobre la almohada y cómo sus ojos mantenían una mirada inexpresiva y quizá desconsolada fija en el cielo raso. En esos momentos Laura resultaba ser para Ignacio una mujer aérea, opuesta radicalmente a la hembra que lo había conducido minutos antes por una estruendosa travesía terrestre.

—Y vamos a tener que entendernos más —agregó Martín—. Porque hay que juntar fuerzas para defender la República.

Ignacio regresó confundido y enfrentó los ojos de Martín. Claro que había que defenderla. La República había aceptado su nombre falso de desertor y lo había cobijado como una verdadera madre. Tal vez era lo único que le había quedado verdaderamente vivo a su alrededor. La República. Y no era cuestión de perderla a ella también.

Y al fin llegó el año 1936. Y a pesar de haber sido temida, anunciada y prevista, la guerra sorprendió. Quizá por demasiado cercana, por haberse gestado alevosamente en el mismo vientre de España, la guerra inaceptable sorprendió al precipitarse sobre el mundo. Todos los presagios y advertencias inteligentes no habían servido para nada.

El mismo Martín, militante consciente y atento a todos los cambios políticos de su país, fue sorprendido. La noticia del levantamiento le llegó de repente en Barcelona, en plena tarea de esclarecimiento ideológico.

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No demoró un instante en decidir su militancia activa en defensa de la República. Apenas si tuvo tiempo para despedirse de Ignacio al partir de regreso hacia el País Vasco.

—Nos seguiremos viendo. ¡Viva la República!—¡Viva! —Ignacio se asombró de la fuerza con que había

pronunciado esa palabra. Él había estado de este lado de la Historia desde el primer día pero nunca había sentido dentro de sí tanto entusiasmo verdadero, tanta pasión.

Durante los días siguientes contagió y fue contagiado por esa misma pasión, la que rebotaba de mirada en mirada y de voz en voz, repicando en las casas, en las calles, en los locales políticos y en los centros de reclutamiento. Ignacio llegó a uno de ellos apenas se separó de su amigo Martín. La relación con los improvisados funcionarios del lugar fue, como debía ser, entreverada y confusa; pero después de un rato pudo salir de allí con lo necesario: un birrete identificatorio, el fusil con su correaje, la provisión necesaria de cartuchos y la bayoneta.

La bayoneta. Al alejarse del mostrador donde lo habían equipado con los elementos accesorios para convertir a un hombre común en un soldado, Ignacio aminoró sus pasos. A los pocos metros tuvo necesidad de detenerse. Por allí, apoyado contra una pared, había un banco de madera. Antes de llegar al banco tuvo que eludir a hombres que con los mismos fusiles emprendían su mismo camino. Cuando llegó junto al banco se dejó caer. Miró hacia el galpón adonde se dirigían los futuros milicianos y los vio entrar allí ruidosamente, porfiadamente. Algún tiempo atrás, en Buenos Aires, él había salido de un galpón semejante pero por otras razones y en silencio. Miró sus rodillas. Entre ellas estaba ahora el fusil, vertical, apuntando hacia la nada; y sobre ellas, en un paquete informe, junto a las cartucheras y el correaje, también estaba la bayoneta.

El tiempo parece detenerse. Y también el humo. Y el sonido insoportable del atronador disparo común saliendo de los caños de los fusiles que aún apuntan hacia el paredón. Todo parece detenerse. Como si alguien se atreviera a negar la existencia del tiempo y del espacio. Pero las palomas no. Las palomas, ensordecidas, vuelan espantadas creando un agitado contraste de plumas y de alas.

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TRES

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“Y aquí, junto a la amueblada, estaba el quilombo —dirá el viejo deteniéndose y señalando la puerta de cristal de la casa de departamentos—. Entonces llamábamos así a los prostíbulos. —Luego se acercará al cristal y lo tocará con la punta de los dedos.— Los empezaron a cerrar allá por el 30. El general Uriburu cerró muchas cosas. Aunque algunas no pudo.

—¿Qué cosas no pudo cerrar? —preguntará la mujer.—Éstas —dirá el viejo con una sonrisa y dándose golpecitos en la

sien con el dedo índice.—Se habría necesitado más de un general para cerrarte eso a vos

—comentará la vieja.—A mí solo no. Siempre fuimos más de uno. El Rusito, por ejemplo,

fue otro. Quién lo hubiera pensado. Aquí, junto al quilombo, estaba la amueblada; y allí enfrente —lo señalará— el conventillo. Y él, cuando podía, allí estaba, firme, sentadito, espiando a las mujeres que entraban y salían.

—Linda costumbre.El viejo seguirá señalando y mirando hacia la vereda opuesta y se le

acabará la sonrisa.—Pobre Rusito. Tenía unas ganas locas de vivir. No hacía más que

soñar con aventuras, Pero eso no fue lo único que lo llevó a España. No. Sobre todo fue por altruismo. ¿Te acordás de esa palabra? Se usa poco, ahora.

El viejo quedará en silencio y ella lo acompañará apretándole el brazo. Pero en seguida, como atraído por el recuerdo, el viejo se alejará de la moderna puerta de cristal y se acercará al borde de la vereda.

—Allí está el conventillo. Y ahí, en el umbral —bajará el dedo índice apuntando hacia abajo—, está el Rusito. Como siempre. Está esperando que salga alguna pareja. Él cree que eso es una forma de la aventura.

La vieja le apretará más fuerte el brazo sin advertirle que había cambiado los tiempos de su memoria. Y volverá a oír su voz, ahora como un murmullo:

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—Está ahí, esperando. Siempre está ahí. Pero un día se va a cansar y va a salir a buscar la verdadera aventura. Rusito lindo. La sorpresa que me vas a dar.

La vieja verá su sonrisa y comprenderá que ese es el momento de tomarle la mano y acariciársela. Así lo hará. Y los dos quedarán, la cabeza de ella sobre el hombro de él, los dos mirando la vieja puerta del conventillo.

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LA CALLE DE LOS TAMBOS1927

Nacho ya era otro. Algunos hasta habían empezado a llamarlo Ignacio. De un salto había caído en plena adolescencia como quien cae sorpresivamente en el centro de un ring. Desde ese momento el simple anuncio de una presencia desconocida significaba para él una amenaza que lo incitaba a ponerse en guardia o directamente a repartir golpes a su alrededor. Por esa misma razón se había ido alejando de la generación de los mayores y sobre todo de los habitantes de la pensión. Ninguno de los pensionistas que continuaban allí podían llegar a comprenderlo. Ni don Justo, el viejito cada vez más silencioso que trabajaba de sereno y a quien lo unía una escondida simpatía; ni don Atilio, perseguidor de Felicia; ni el carnicero Felipe, repartidor de sangre. Y menos aún los que a través del tiempo fueron renovando el elenco de la pensión. Y ni hablar de Almanza. A pesar de aceptar en su fuero interno que alguna razón debería existir para que el melindroso amigo de su madre mantuviera con ella una relación que ya sumaba años, al mismo tiempo entendía que esa relación llevaba el estigma de un ocultamiento, que la convertía no sólo en misteriosa sino también en perversa. Varias veces, frente a ellos, había sentido bullir dentro de sí el reclamo de un cúmulo de preguntas; pero nunca esas preguntas atravesaron sus labios; siempre quedaron allí, inmovilizadas por esos dos rostros que lo miraban como a un ser extraño y tal vez molesto. Fue así como la relación con su madre no llegó nunca a superar los límites de un trato frío que con el tiempo se tornó distante. Pero curiosamente ese hecho no lo entristecía. Tal vez porque allí, cerca, delante, detrás, alrededor, siempre estaba Felicia. La cómplice Felicia. La excepción. No sólo suplantando a su madre sino a toda la humanidad, apareciendo mágicamente justo en los momentos en que él la necesitaba, acompañándolo en su travesía a lo largo de la pubertad y la adolescencia cuidándolo, amándolo y quizás, a su vez y a su manera,

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también necesitándolo. Felicia parecía ser una mujer sin límites precisos. Más allá de su cuerpo físico se podía vislumbrar un aura donde se abría y se prolongaba un mundo infinito. Un universo. Todo era posible en el espacio en que reinaba Felicia. Ignacio no incorporó nunca a la esfera de su razonamiento una teoría que justificara el amor no programado que los unió durante tan largo período con acuerdo implícito de gozar una total libertad sin fechas ni promesas como las que generalmente ordena el corazón. Ignacio —Nacho— recibió la presencia periódica de Felicia con toda naturalidad, como si esa relación hubiera estado signada por el orden aparentemente desordenado de la Naturaleza. Felicia había llegado y siguió llegando cada vez que él la necesitó, por no decir que ella siempre estaba ahí, presente aun en la ausencia, presintiendo el instante en que la necesidad fuera recíproca. Y casi sin palabras. O con palabras que ocultaban otras palabras y que desde el principio conformaron un lenguaje juguetón y desprejuiciado, pleno de tácitos entendimientos, que les sirvió a los dos para hablar sin hablar de eso tan especial que les estaba ocurriendo y que los ayudaba tanto a vivir. Y así fue el amor de Felicia y Nacho —Ignacio— hasta el último día. O, mejor dicho, hasta la última noche, aquella en que él decidió abandonar todo en silencio. Y todo era su propia madre, la pensión, sus impenitentes pensionistas y, por supuesto, también era Felicia. Aunque aquella noche no sintió que se despedía de ella. Aquella noche Ignacio simplemente se fue, sin pensar en la posibilidad de un futuro encuentro o de un adiós para siempre. Se fue sin mirar atrás. Apenas soslayando el muro de la Penitenciaría que se levantaba más allá, donde terminaba la Calle de los Tambos.

Pero aquel abandono se iba a producir varios años después. Hasta ese momento el tiempo, sin visibles urgencias, incorporaría a la vida de Nacho la sustancia de los pequeños y grandes sucesos con que iría transcurriendo su adolescencia. Y en ellos, y no por casualidad, estuvieron siempre presentes el Negrito Casares y el Rusito.

En realidad fue la sangre lo que los unió. Ya estaban olvidadas algunas lejanas reyertas escolares y aún les faltaban algunos tramos para entrar a la adolescencia cuando se vieron obligados a afrontar su primer desafío casi adulto. Como saldo de ese encuentro a puño limpio habían quedado dos o tres moretones y unas gotas de sangre ya coaguladas manchando alguna camisa. Nadie sabía de quién había sido esa sangre. La ausencia de huellas en los tres cuerpos era un signo de victoria. Seguramente esa sangre había pertenecido a algún enemigo. Fue entonces cuando por primera vez Nacho extendió su mano y declamó: “Todos para uno y uno para todos”. Al Negrito Casares y al Rusito les gustó la frase tanto como el gesto y adhirieron al pacto. Pero Ignacio comprendió en seguida que ellos desconocían el origen de aquella ceremonia y entonces ilustró: “Como en Los Tres Mosqueteros”.

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Y los tres, ante la falta de espadas, sables o floretes, extendieron sus brazos y sus manos y juntando los tres dedos índices repitieron: “Todos para uno y uno para todos”.

Pero lo que quedaría en sus memorias —sobre todo en la memoria de Nacho— no sería solamente el pacto fraternal de esa tarde sino la injusta y salvaje incriminación que había descargado sobre el Rusito don Manuel, el dueño de la “Lechería y Venta de Helados” que en las tardes de verano seducía a quien se asomaba por la transversal de la Calle de los Tambos. Transcurrieron muchos años sin que Ignacio pudiera entender el porqué de ciertas demostraciones insultantes que algunas personas dispensaban a su amigo Saúl y al Negrito Casares. Esto no quiere decir que con el correr del tiempo Ignacio alcanzara la comprensión total de esos comportamientos; en verdad, los años pasaron y sólo pudo atribuir estas actitudes a complejas y ocultas particularidades de la condición humana. Pero este exiguo descubrimiento le sirvió al menos para explicarse aunque fuera en forma parcial el porqué de la profunda indignación que sentía cada vez que era testigo de un acto que él consideraba discriminatorio. Y esa indignación fue justamente la que Ignacio sintió aquella tarde cuando el lechero don Manuel desalojó al Rusito de su local a empujones y con una frase más dolorosa que los empujones: “Andate de acá, judío de mierda”. Lo único que el Rusito había pretendido esa tarde de verano sin dinero y con ansias de crema y chocolate era acercarse a la heladera contenedora de las preciadas sustancias y olerlas, tratando de sentir, aunque fuera en lejanía, los aromas y el frescor de aquellos helados tan ajenos y tan apetecibles. Fue entonces cuando el hombre, tal vez agobiado por el calor y hastiado del hábito únicamente husmeador del Rusito, le dijo lo que le dijo. Y fue entonces cuando Nacho, más indignado por la frase que por los empujones que el Rusito venía recibiendo, ingresó a su vez al interior del local y de manera desafiante profirió un: “Usted no tiene por qué empujar a nadie y menos meterse con su religión”. Y ese desafío fue el disparador de la refriega que se desató a continuación y que algunas vecinas desocupadas pudieron apreciar desde la misma puerta del conventillo. Porque cuando el lechero intentó un sarcástico “¿Qué? ¿Vos también sos un judío de mierda?”, Nacho, indignado, poniendo énfasis a sus palabras y avanzando francamente al interior del local replicó a su vez “Sí, prefiero ser judío de mierda y no gallego de mierda”. Y esto fue la orden de partida para que a los pocos segundos los tres amigos estuvieran manoteando cucuruchos, obleas, vasitos y otras menudencias expuestas en los estantes y arrojándolas al suelo y contra las paredes en medio de los gritos desconsolados del lechero, que no sabía cómo frenar la rebelión.

Y entonces, ante el influjo de los gritos del lechero mayor, aparecieron sus hijos. Eran sólo dos. Pero eran grandes. En ese instante

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los tres amigos descubrieron que habían desestimado la complexión física de los dos lecheritos. Y entendieron, sin intercambiar innecesarias miradas de inteligencia, que convenía poner fin a sus actitudes vindicativas alejándose del lugar del hecho. Pero ya era tarde. Los dos muchachones obstruían la puerta de salida y trataban de sujetar a los tres amigos con algo más que el propósito de obstaculizar la difusión del tumultuoso acto. Lo que pasó a continuación tuvo un desarrollo confuso. Pero los tres amigos recordaban lo principal: después de varios segundos colmados de golpes que fueron y vinieron sin mucha precisión y aprovechándose del desvelo por conservar la estructura del establecimiento que distraía a los lecheritos, con ágiles saltos alcanzaron la vereda. Allí, las vecinas estaban esperándolos para concederles rápidas visas al interior del conventillo. Visas que les fueron negadas a los otros combatientes por no habitar la casa común y, sobre todo, como manifestó decididamente una vecina, porque ellos eran unos antipáticos. Ante este sólido argumento y la actitud decidida de las mujeres los lecheritos entendieron que no les quedaba más que una alternativa: retroceder sensatamente en dirección a la heladería. Lo que no esperaban era que, al llegar, se encontrarían con el lechero mayor dirigiéndoles desagradecidos insultos justamente a ellos, sus fieles hijos, mientras al mismo tiempo profería juramentos de prohibición eterna para todos “los judíos y negros de mierda” que habitaran el suelo argentino.

Pocos minutos después los tres amigos, a buen recaudo en el interior del conventillo y ya respirando con cierta normalidad, intercambiaban impresiones.

—¿Esa sangre de quién es? —preguntó Nacho señalando la camisa manchada del negrito Casares.

—Mía no es —contestó Casares iniciando una pícara sonrisa.—Mía tampoco —agregó con inocencia el Rusito.—Claro que no —aclaró Casares con cierto orgullo—. Es del más

grandote. Mi hermano Obdulio me enseñó: “Cuando tengas enfrente a uno más grande, pegá un salto y dale un uppercut directo a la nariz”. Me salió perfecto.

—Fenómeno —dijo el Rusito.—Bárbaro —dijo Nacho.Los dos miraban a Casares con la misma admiración. Pero la mirada

de Nacho, sombreada en seguida por un recuerdo, dejó de ver la figura actual del Negrito. En sobreimpresión sobre el Casares que tenía enfrente apareció un Casares distinto, el que pocos meses atrás había caído sobre su pecho llorando sin consuelo. Aquel también había sido un asunto de sangre. Pero no de una sangre superficial de reyerta casi boxística sino de una sangre profunda, alcanzada de repente por un cuchillo pequeño, de inocente apariencia. Ignacio había visto la hoja

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atravesar el aire velozmente y luego el mango sobresaliendo por la espalda de uno de los hermanos Casares. En seguida había visto al agresor pasar corriendo hacia la avenida, alejándose como un viento del conventillo y del muro de la Penitenciaría. Y después, nunca supo cuánto tiempo después, sintió sobre su pecho el llanto de dolor de su amigo.

—Obdulio lo va a vengar, Obdulio lo va a vengar —repetía llorando y recurriendo a su hermano mayor el campeón—. Obdulio lo va a vengar.

A Ignacio ahora se le mezclaban las dos figuras. Hasta que la voz actual del Negrito hizo callar la del recuerdo.

—Decíme, Nacho. ¿Por qué saliste a defender al Rusito? ¿Eh? ¿Por qué?

Nacho, que recién regresaba de otros pensamientos, lo miró y calló. Todavía no tenía respuestas para semejantes preguntas.

LAS OTRAS CALLES1939

Durante los últimos tres años Ignacio había sido testigo y a veces protagonista de sucesos que a pesar de merecer el calificativo de inolvidables se resistían a permanecer en su memoria. Podría decirse que ya no cabían en ella. O que ella rechazaba el rigor de esas crudas imágenes que mostraban a los hombres groseramente desnudos, en franca y tosca exhibición de lo mejor y lo peor de sí mismos. Jamás había imaginado Ignacio que la vida lo llevaría tan temprano a ser testigo privilegiado tanto de la grandeza como de la miseria del género humano. El altruismo y la ruindad, igual que el hierro, el mercurio, el sodio y muchas otras materias elementales, eran sólo partes que al mezclarse con el agua componían ese curioso todo que era el Hombre. Ignacio lloró sin vergüenza frente a otros camaradas, al reconocer en ellos su propia índole, su propia condición humana.

La primera vez fue cuando, aturdido todavía por los ruidos de las batallas iniciales, sorprendido aún por la capacidad de cada combatiente para efectuar las más inverosímiles cabriolas guerreras en procura de una victoria que no podía preverse segura ni cercana y contagiado él mismo por el ritmo y la melodía comunes, corría enarbolando un viejo fusil que no demoraría en demostrar su relativa eficacia. Pero en esos momentos cualquier objeto era apto para combatir el perverso mal que se oponía a la República. La adversidad estaba frente a él con figura de hombre, envuelta en ruidos y olores de guerra, a veces oculta detrás de

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una trinchera y otras avanzando a los gritos, enloquecida, con el pensamiento puesto vaya uno a saber dónde, tal vez en ninguna parte, corriendo para qué y por qué, si esos soldados son extranjeros por qué y si son españoles aún más por qué, por qué, por qué, si él, Ignacio, no es su enemigo, por qué, si al defender la República él está defendiendo a España. Y apenas unos minutos después, cuando ya había bajado su fusil, cuando todo parecía estar en calma luego de un inútil enfrentamiento que había devuelto cada bando a su primitivo lugar, vio el cuerpo del miliciano. Estaba tendido boca abajo con la cabeza incrustada en el barro y apenas si se podía intuir su perfil. Su uniforme era más informal aún que el de sus compañeros. A Ignacio le bastó una sola mirada para ver la figura entera: sus zapatos gastados, sus pantalones civiles disimulados por unas curiosas polainas y arriba, cubriendo su cuerpo, una burda chaqueta que pretendía ser militar. Tenía un brazo oculto bajo el pecho. En el extremo del otro brazo, en la mano, portaba un arma: pero no era un fusil viejo ni uno nuevo, ni tampoco un fusil eficaz o ineficaz; ni siquiera era una herrumbrada bayoneta. Como una parte de su propio cuerpo, aferrada aún en su mano y con la pluma dirigida hacia el enemigo, el brazo extendido a ras del suelo, el soldado blandía una vieja estilográfica. Ignacio lo había visto y oído antes del combate, “Yo peleo con esto”, había dicho en voz alta a quienes quisieran escucharlo. Y quienes lo escucharon esbozaron una sonrisa; en las filas de la Brigada Internacional no escaseaban los poetas locos. Pero cuando Ignacio lo vio allí, contra el suelo, confundido para siempre con la tierra irredenta de España, ahora callado pero con su arma apuntando inflexible hacia la trinchera enemiga, no esbozó una sonrisa. Quedó quieto frente a él, mirándolo para siempre. Esa fue la primera vez que lloró.

La segunda vez fue cuando vio al Rusito. En extensas y apasionadas cartas intercambiadas durante los años previos a la guerra el Rusito le había expresado su interés por la situación política de España. Pero jamás había imaginado hasta qué profundidades lo transportaría ese interés. Desde chico el Rusito había mostrado ilimitado entusiasmo por protagonizar cualquier peripecia imaginativa dentro del refulgente reino de la aventura. Y siempre elegía el bando heroico, el que lo colocaba del lado del bien y de la ofrenda generosa. Por supuesto, Ignacio suponía que su amigo jugaba todas esas acciones sólo en el campo de la imaginación y que aquello no era más que una especie de entrega solitaria lanzada hacia zonas lejanas de difícil acceso real. Pero no era así. Ignacio reconoció su error muy tarde, cuando a pesar de estar de pie frente a los ojos y la voz del Rusito tuvo que entender que ya le era imposible compartir con él no sólo sueños sino el más breve diálogo o la más leve mirada. El Rusito estaba allí, frente a él. Y ahora quedaba claro que sus juegos solitarios no eran juegos ni eran solitarios. Eran gestos

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que nacían de misteriosos compromisos contraídos consigo mismo en algún lugar profundo de su ser. Y él había entendido que ya era momento de compartirlos fraternalmente con el resto de la humanidad. Esa era la razón por la que el Rusito había llegado a España y se había alistado en las filas del Ejército Republicano. Todo en silencio. Y no en el plano de la imaginación sino en el de la mismísima realidad, bajo el sol verdadero y sobre la tierra verdadera de la España en guerra, donde Ignacio lo descubrió.

Fue por casualidad. Ya había transcurrido más de un año desde el inicio de la contienda. El peso de largas jornadas de combate doblaba las espadas de los soldados. Ignacio había regresado de una noche aciaga en el frente del Ebro. Estaba sentado casi inmóvil sobre la ruina de un sidecar abandonado y pensaba. Cada día que transcurría Ignacio dedicaba una fracción mayor de su tiempo libre a pensar. Envuelto en sus pensamientos miraba sin ver los batallones que, algunos de ida y otros de vuelta, seguían cruzándose en esa zona de retaguardia. En ese torbellino de órdenes y gestos era difícil particularizar voces o semblantes. Sin embargo de repente oyó que alguien se dirigía a él:

—Tú eres argentino.Ignacio miró al soldado sucio y barbudo que tenía delante. —Sí.—Me pareció oírte el otro día. Ustedes son inconfundibles. —¿Sí? ¿Y qué?A pesar de la simpatía del barbudo a Ignacio le molestó la supuesta

discriminación.—Que no sé si sabes que en el Hospital hay internado otro

argentino. Ustedes no son muchos, pero se hacen notar.Era evidente que al barbudo le había molestado la réplica de

Ignacio.—¿Quién es? ¿Dónde está?Ignacio se había puesto de pie pesadamente.—Pues búscalo. Ya te dije que ahí, en el Hospital. Qué coño.Ignacio no tuvo tiempo para formular otra pregunta; el barbudo ya

se había ido renqueando y farfullando por lo bajo un insulto indescifrable. Impulsado por una curiosidad que se originaba más en la espontánea actitud del barbudo que en el deseo de descubrir la identidad del argentino internado Ignacio se decidió a cubrir sin mayor prisa los doscientos metros que lo separaban de la vieja fábrica desocupada, ostentosamente denominada Hospital. En su interior amplio y despojado, donde las intimidades se canjeaban tanto por ayes como por tertulias compartidas, las autoridades sanitarias habían improvisado un ámbito que se suponía apropiado para la atención de un centenar de heridos. Al entrar, Ignacio se detuvo y echó una mirada general. Vio pequeñas camas, catres de campaña y jergones alineados sobre el piso,

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algunos apoyados contra las paredes y otros contra columnas que sostenían el precario techo de madera y zinc. Se puso a caminar. Una luz sorprendentemente blanca hería cada uno de los cuerpos echados, perdidos entre sábanas grises. Paso a paso fue recorriendo con su mirada un cuerpo tras otro, un rostro tras otro, un gemido tras otro, siempre en busca de una pista que lo llevara a descubrir al argentino. Fue al pasar detrás de una columna que oyó su nombre.

—¡Nacho!La voz era conocida. Ignacio giró rápido y pudo ver al Rusito. Su

jergón apoyado contra una columna, parecía más pequeño que los otros. Ignacio giró lentamente alrededor y lo enfrentó. Su boca seca apenas le permitió hablar.

—Sos vos.—¿Y quién iba a ser? ¿No te escribí que un día nos íbamos a

encontrar en España?Ignacio necesitaba agregar algo pero no sabía qué.—Me dijeron que aquí había un argentino. Pero vos sos ruso —

continuó improvisando—. ¿Me querés decir qué hacés acá, rusito de mierda?

—¡Lo mismo que vos, boludo, lo mismo que vos!El Rusito estiró los brazos.—¡Y vení! ¿Me vas a dar un abrazo o no?Ignacio no sabía qué hacer ni qué decir. El Rusito estaba radiante.

Se movía entre las sábanas como en medio de una fiesta.—¡Vení, carajo! ¡Vení y dame un abrazo!Ignacio cayó sobre el jergón cubriendo el pequeño cuerpo de su

amigo con un abrazo profundo y prolongado.—¡Nacho, carajo! ¡Yo sabía que te iba a encontrar! ¡Yo lo sabía!Se hacía duro recibir callado la alegría ruidosa y desbordante del

Rusito. Ignacio quería decir algo, articular alguna palabra, emitir aunque fuera un simple balbuceo, pero de su boca seca no salía el más imperceptible sonido. Hasta que una de sus manos chocó con la nada. Ignacio deshizo suavemente el abrazo y miró a los pies del pequeño jergón. Allí, donde debían estar las piernas del Rusito, había un gran vacío.

—¿Viste? —oyó que le decía el Rusito— Quisieron liquidarme pero no pudieron. Se llevaron mis piernas, nada más. Fue un obús fascista hijo de puta, así que ni vale la pena hablar de él. Ya está. Y yo estoy fenómeno, Nachito, no te pongas así que yo estoy fenómeno. ¿Sabés lo que estuve pensando? Que antes yo podía caminar, sí, pero no podía ir adonde yo quería. Porque solamente podía ir con las piernas. En cambio, ahora que no las tengo, tengo algo mejor. Tengo la imaginación, Nachito. Y voy a poder ir a cualquier parte. ¿Entendés? Con la imaginación. ¿Vos

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sabés la vida que me espera? Dale, Nachito, no te pongas así, que tenemos que ganarles a esos hijos de puta. No te pongas así.

Esa fue la segunda vez que Ignacio lloró. Ya no recordaba si había llorado junto a su amigo o después, a solas. O si había llorado allí y luego había seguido llorando el mismo llanto durante días y días, sin detenerse. Lo que siempre recordó fue que esa no sólo había sido la segunda vez; también había sido la última. Ignacio ya no lloraba más. El dolor comenzó a girar sobre sí mismo y a encallecer sus entrañas. Y todas sus ganas de llorar empezaron a parecerse a pensamientos duros e inapelables que iban convirtiéndose en partes de sí mismo. Le costaba verbalizar ideas y más aún sentimientos. Sin embargo, como nada es eterno en este mundo, tiempo después, compartiendo una tarde clara y extrañamente silenciosa de agosto junto a Martín Iriberri, recostados los dos contra un muro semiderruido de piedra castellana y mirando hacia más allá, sobre la misma línea del frente, donde un manso cielo azul aquietaba las almas, disimulando su sentimiento más hondo Ignacio se atrevió a murmurar:

—Hace mucho tiempo que no veo palomas.Martín esperó antes de hablar. En el frente siempre se espera.

Hasta que se decidió a comentar en voz baja:—Qué van a venir a hacer aquí.Ignacio siempre recordaba la algarabía de las palomas de las plazas

barcelonesas. Muchas veces se había detenido para verlas. Abstraído, observaba cómo iban y venían volando plácidamente, cómo se posaban, cómo marchaban columpiándose, cómo reiniciaban el vuelo. Cierta vez una de ellas, una vieja paloma oscura pero de sabia apariencia, se posó sobre su brazo. Ignacio llevaba un libro en la mano. La vieja paloma, contoneándose en el mismo lugar, lo miraba a los ojos. Ignacio vio la paloma y más allá el libro, los dos casi tocándose pero ignorándose. Inmediatamente sintió el impulso de sacudir el brazo. El movimiento fue brusco. La paloma voló y junto con ella voló por el aire el libro que sostenía su mano. Ignacio sintió durante segundos que se había establecido una tregua; todo estaba quieto y en silencio. La vieja paloma había encontrado en el suelo un lugar para posarse donde no había agresores y el libro esperaba que Ignacio, avergonzado, se inclinara y lo recogiera. Al fin Ignacio se inclinó, recogió el libro y se alejó sin mirar hacia atrás. Allí, la vieja y oscura paloma, nuevamente en compañía de sus semejantes, volvía a caminar acompasadamente buscando otro brazo donde posarse.

—Aquí sólo hay cuervos. Están allá —continuó Martín señalando con el mentón la tierra revuelta bajo el manso cielo azul—. Seguro que mañana vuelven a aparecer.

Como tantas otras veces, Ignacio se había ido lejos con su pensamiento. Regresó y observó a Martín. Durante estos años su amigo

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había envejecido más de lo justo. Quizá también él mismo habría envejecido. Quizá todo el mundo habría envejecido más de lo justo. Al menos una buena parte del mundo, con todos ellos adentro: Martín, don Francisco...

—Mañana vamos a averiguar si se sabe algo —musitó sin dar más datos.

—¿Si se sabe algo de qué?—De don Francisco. A lo mejor ya tienen noticias. Hace rato que

debió haber llegado.—Ah. Me gustaría ver la jeta de ese hombre. Tanto que hablas de él.

Aunque me parece que lo que a ti te importa es su hija. ¿Cómo era que se llamaba?

—Lucía —dijo Ignacio sonriendo después de una pausa—. Hay un tango que se llama “La uruguayita Lucía”. ¿Querés que te lo cante?

—No, ¡por favor! ¡Un tango llorón! ¡Lo único que faltaba! Lo que nosotros ahora necesitamos es...

El estruendo que se oyó no era lo que ellos necesitaban. Casi al mismo tiempo sintieron caer sobre sus cuerpos añicos de piedra desprendidos del muro golpeado por el proyectil y de repente, como si todo —el proyectil, el muro, los dos cuerpos— hubiera sido parte de un mismo movimiento, Ignacio y Martín se vieron enfrentados cara a cara contra el piso de tierra. Durante unos segundos, mientras oían la continuación del bombardeo, se miraron a los ojos.

—Están apurados los hijos de su madre —murmuró al fin Martín respetuosamente al oído de Ignacio, como si aquel estrépito le ordenara no elevar su voz—. No esperaron a mañana.

En cierto modo Martín tenía razón. La presión continuó y la orden de retroceder llegó en seguida. Ignacio y Martín procuraron, dentro del desorden general, mantenerse ordenadamente juntos. Y así, respetando el mandato de la implacable y dolorosa Historia y la de sus obedientes jefes militares, los dos amigos, ya con más dolor que entusiasmo, retrocedieron.

Pocos días después estaban en Barcelona.—A mí no me van a ganar, coño. Podrán llegar a ocupar toda

España. Pero no van a ocupar a todos los españoles —rezongó Martín apenas se reencontró con Ignacio.

—Vos me dirás qué hacer. Yo te sigo —respondió Ignacio.—Lo mío fue un comentario personal. No una invitación para un

argentino perdido —respondió Martín ocultando su sorpresa.—Yo no estoy perdido. Y soy un argentino que quiere seguir. ¿Sabés

por qué?Martín lo miraba extrañado. Siempre había aceptado la parquedad

de Ignacio. Pero nunca se había preocupado en investigar su origen.—¿Por qué?

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—Porque esto aquí no para. Aunque ocupen toda España. Todo esto va a seguir.

—Tienes razón, coño. De veras que no estás perdido. Pero yo me iré a Euzkadi. Y Euzkadi es para los vascos. Tú, cuando puedas, vete a tu Argentina. Que allí también habrá algo que hacer. Y se acabó —terminó Martín propinándole un cordial golpecito en el brazo y alejándose sin darle otra oportunidad para proseguir el diálogo.

En ese momento Ignacio entendió que durante un tiempo Martín iba a necesitar estar solo. Aquel desafío lo había iniciado en soledad y hasta encontrar socios mayores o territorio apto para la empresa lo continuaría en soledad. De modo que calló y no volvió a hablarle del tema. Ya llegaría la oportunidad de convencerlo.

Pero varios hechos postergaron la oportunidad. Después de la dolorosa derrota republicana llegó el éxodo a la frontera, el confinamiento en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer —allí donde Martín dejaría caer sobre Ignacio la desoladora noticia de la muerte de Laura— y al fin la fuga del propio Martín. Esos hechos confundieron a Ignacio de tal modo que lo incapacitaron durante un tiempo para cualquier acción. Aunque no para recordar vivamente el forzado abandono de Barcelona y su paso por Figueras, allí donde en un mediodía del gélido febrero del 39 las fuerzas fascistas se ocuparon de herirlo por primera vez.

Como casi siempre, los dos amigos estaban juntos. Habían llegado a Figueras formando parte de un desorientado batallón en retirada que se había instalado precariamente cerca de la ciudad. Algunas noches pernoctaban en graneros abandonados de los alrededores y algunas otras en un viejo y codiciado castillo algo alejado del casco urbano. Corría el mes de enero y a las noches frías les sucedían los días fríos. Y fue en pleno mediodía de uno de esos días grises y fríos cuando aparecieron los aviones italianos. El batallón, en forma desordenada y lejos de mantener la disciplina militar que engendraba tantas discusiones, terminaba de atravesar el centro del pueblo frente a la calle del hospital. Martín se había retrasado unos metros y guareciéndose del viento trataba de encender un cigarrillo apoyado contra una pared. Ignacio se había detenido y miraba la cruz blanca ya desteñida pintada sobre el portal. Habían transcurrido largos meses desde su encuentro con el Rusito. Los cambios de estrategias y de frentes de batalla habían trasladado a Ignacio lejos de aquella zona de modo que pasó algún tiempo antes de que regresara para visitar nuevamente a su amigo. Y cuando pudo hacerlo el Rusito ya no estaba allí. Su jergón estaba ocupado por otro herido y su nombre ya no figuraba en las maltrechas listas del hospital. En pocas y dolidas palabras una miliciana enfermera le relató los últimos momentos del Rusito: “Pobre. Decía que ahora iba a poder ir a cualquier parte. Me daba mucha pena. No se daba cuenta de

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que iba a morir”. Ignacio, trabajosamente, alcanzó a murmurar: “Él tenía razón. Ahora puede estar en cualquier parte”. Y desde entonces Ignacio no dejó de buscar. A lo largo de los caminos hundidos por el peso de los tanques y la artillería, en las calles de las ciudades rotas, en las promiscuas trincheras, pero sobre todo en los hospitales, Ignacio no dejó de buscar. No podía pasar delante de un hospital sin penetrar en él y hurgar entre las camas en busca del amigo perdido. El Rusito debía estar en alguna parte. Una fuerza irracional lo impulsaba a mirar constantemente a su alrededor con la esperanza de encontrarlo. Ignacio sabía que aquello no era más que un fantasma que él había creado. Pero una fuerza superior lo obligaba a seguir explorando más allá de sí mismo. Aquel mediodía, detenido frente al ruinoso hospital de la pequeña ciudad de Figueras, Ignacio oyó dentro de sí, como tantas otras veces, la voz de su amigo: “Ahora puedo ir a cualquier parte”. Aquel era un hospital como cualquier otro, un lugar como cualquier otro: era “cualquier parte”. Ignacio vaciló antes de decidirse a reemprender la marcha. Y en ese momento aparecieron los aviones.

Cuando sintió que volvía a abrirse su memoria le costó unos segundos entender que ahora era él y no el Rusito quien estaba tirado sobre una revuelta cama de hospital. Y era Martín quien estaba a su lado.

—Coño que eres duro. Se te cayó el muro encima y tú como si nada.En ese momento Ignacio sintió una punzada en la sien. Intentó

llevar su mano a la herida. Y Martín se lo impidió.—Se mira y no se toca. Y eso cuando consigas un puñetero espejo.

Por ahora aguantarse, que no es nada.—Qué pasó. Duele —murmuró Ignacio.—Como para no doler. Mira un poco —dijo Martín señalando el

derruido frente del hospital, donde la ausencia del muro dejaba ver desde adentro la calle polvorienta—. Se te cayó todo encima. Yo me salvé porque estaba contra la pared de enfrente. Hay que saber elegir la pared.

—A un hospital. Bombardean un hospital —balbuceó Ignacio mientras recorría con la mirada el interior del viejo hospital bombardeado—. Son unos hijos de puta.

—Eso yo nunca lo puse en duda. Mejor dicho, cada día estoy más convencido.

Ignacio sintió una nueva punzada y lanzó un quejido.—Y aguantarse, que el médico dijo que esa herida es superficial.

Dentro de unos días te podrás quitar esa venda. Ahora... eso sí... dijo que no sabe si por dentro tienes algo. Pero yo le dije que no se preocupara, que ahí nunca tuviste nada.

Ignacio quiso sonreír y eso le costó una nueva punzada.

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—Y ahora cierra los ojos y trata de dormir, que para ti es la hora de la siesta.

No era la hora de la siesta pero Ignacio durmió. Al despertar el paisaje era otro. Sobre camas y jergones, entre los restos de paredes del devastado hospital, flotaba un aire de urgencia. Si ese aire no hubiera sido suficiente ahí estaban las palabras de Martín, apremiando:

—Se acabó. Nos vamos a Francia.Martín estaba serio como nunca lo había estado.Creo que te podrás mover. Tendremos que cruzar la frontera como

podamos. Y sin perder tiempo. ¿Podrás?—Claro que sí —dijo Ignacio intentando erguirse y conteniendo un

quejido de dolor. La punzada había regresado.—Claro que sí —lo imitó Martín con un dejo de sarcasmo—. Pero de

todos modos hay que intentarlo. Mientras sientas ese dolor querrá decir que estás vivo. En cambio, si nos quedamos aquí... Vamos. Yo te ayudo.

Y Martín lo ayudó. Cuidándolo como a un niño, casi mimándolo. Lo ayudó a salir de la ciudad, atravesar el campo, eludir los controles de dudoso origen que se habían multiplicado a lo largo de las estribaciones de los Pirineos, y al fin a acometer la dura empresa de cruzar la montaña por pasos desconocidos y casi inaccesibles durante varias largas, frías y oscuras noches, soportando la vida precaria de los fugitivos. Hasta que llegaron a Francia. En verdad tropezaron con ella. O con sus luces. Venían de la prolongada oscuridad española y de repente las vieron. La estación de Le Boulu los recibía con una escandalosa luminosidad. Eran las luces habituales de cualquier pequeña estación francesa de montaña, pero para Ignacio y Martín aquel era un brillante recibimiento, una cordial bienvenida que ellos habrían querido retribuir con la más sincera de sus alegrías. Casi encandilados avanzaron en silencio. Y llegaron. Allí comprobaron que eran dos ex soldados más deambulando entre los despojos de lo que poco tiempo atrás habían sido combativas columnas republicanas. Enfrentados a los soldados franceses experimentaron otra vez cierto encandilamiento. Serios e impasibles, los guardias franceses impartían órdenes mientras lucían con cierto orgullo cascos relucientes y cintos brillantes. Y sobre todo aquellos botones dorados. Ignacio sintió que esa luz brillaba en toda Francia. Y frente a esa luz estaban ellos, vistiendo sus tristes y andrajosos uniformes, mostrando en sus rostros vencidos la dolorosa oscuridad de España.

Todos estos hechos ya formaban parte del reciente pasado. Abandonar la zona de los ejércitos en Cataluña y emprender el éxodo a la frontera había sido un acto ajeno a la voluntad de Ignacio y a su capacidad de decisión. Hasta pocos meses atrás los republicanos habían rechazado tercamente la posibilidad de una derrota final; la idea de la resistencia se había arraigado en ellos con tanto vigor que ya se había convertido en algo más que una idea: ya era un sentimiento. Fue

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durante el último bombardeo fascista sobre Figueras que ese sentimiento quedó adormecido en el pecho de Ignacio. Las únicas visiones que horas después reaparecieron en su memoria fueron las de aviones italianos atravesando el cielo de la ciudad acompañadas por el ulular de las sirenas de alarma y por los estruendos de las bombas al caer sobre las casas y las calles. Y personas corriendo; mujeres, niños, milicianos, muchas personas corriendo sin orden entre el fuego y el polvo tratando de salvar sus cuerpos y sus almas. Y luego nada más que la oscuridad y el silencio. Una oscuridad y un silencio que no fueron bastante intensos como para poder silenciar los quejidos de dolor ni para oscurecer el rojo caliente de la sangre todavía vital de la gente que, cuando Ignacio recobró brevemente sus sentidos después del golpe, sintió gemir y sollozar a su alrededor. Hasta que otro silencio y otra oscuridad, esta vez más tenaces, encerraron durante un largo rato su lastimada memoria.

Pero todo aquello ya no era más que recuerdo. Horas después del cruce de la frontera Ignacio y Martín fueran recluidos en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, un triste lugar junto a la playa donde apenas se podía comer y dormir. Ninguno de los prisioneros del campo festejaba la suerte de estar vivo y la posibilidad de pensar en el futuro. Cada uno de ellos rumiaba en silencio su reciente y doloroso pasado. España y la derrota de la República estaban aún demasiado cercanas en el tiempo como para dejar lugar a otros pensamientos. Sus mentes estaban abiertas sólo al recuerdo de los hechos que acababan de vivir. Sin embargo el lugar se hizo aún más triste para Ignacio cuando Martín le confió los detalles de su próxima fuga. Obligados a la inmovilidad dentro del limitado reducto donde los había confinado el gobierno francés los dos amigos pasaban hablando las horas que les regalaba la equívoca paz que otorga el encierro. Eran aquellos días de tiempo sobrante, cuando la traicionera guerra grande, con la complicidad de un mundo en apariencia distraído, después de herir a España por la espalda había comenzado a socavar el cuerpo fláccido de toda Europa.

—¿Tú qué crees? ¿Existe la distancia?Fue con esta sorpresiva pregunta que Martín entró directamente en

el tema. Ya habían dejado atrás la etapa de adaptación a los hábitos del rígido sistema de vida. Ahora el tiempo pasaba frente a ellos con pesadez y ellos trataban de aligerarlo situando sus conversaciones en zonas abstractas, lejos de las concretas alambradas que los mantenían prisioneros. De modo que esa pregunta no tenía por qué haber sorprendido a Ignacio. Sin embargo, la inusual gravedad de la voz de Martín inauguraba un área de sospechas.

—De qué tipo de distancia me estás hablando —inquirió mirándole a los ojos.

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—De la física seguro que no —respondió Martín devolviéndole la mirada.

—Entonces sabés cuál es mi respuesta.—Cuál.Los dos se miraban fijo, sin pestañear.—Dejáte de joder. ¿Qué querés que te diga?—Que no existe ningún otro tipo de distancia.—Bueno. No existe ningún otro tipo de distancia. ¿Está bien así?Martín cabeceó aprobando y dejó de mirar a Ignacio.—Menos mal. Porque desde ahora en adelante deberemos tener

bien presente ese concepto.Y entonces se franqueó. Después de pedirle a Ignacio que no lo

interrumpiera, Martín le confió en unos minutos su plan de fuga. Esa misma noche un soldado francés amigo, de guardia en la zona de playa, le facilitaría la huida a lo largo de las dunas. Más allá, a lo largo de los Pirineos, contactaría con otros compañeros y luego con otros hasta llegar al Norte. Por allí cruzaría la frontera y penetraría en Irún, donde se incorporaría a la resistencia vasca. Era un plan organizado por camaradas franceses de modo que estaba seguro de poder llevarlo a cabo sin mayores problemas. Su mutismo hasta este momento se debía a una exigencia de sus camaradas. Ignacio no debía tomarlo a mal.

—Claro —protestó Ignacio viendo que ya tenía permiso para hablar—. Vos te vas por ahí a salvar el mundo solo, sin mí, y yo no debo tomarlo a mal.

—No seas impaciente. Ya sabes que la impaciencia es uno de los peores enemigos de un político.

—De qué impaciencia de político me estás hablando. Yo no soy político ni tengo impaciencia. Lo único que tengo es bronca porque debo seguir aquí y porque vos te cortás solo. ¿Sabés lo que quiere decir eso, gallego de mierda?

—Vasco —murmuró Martín muy serio.—Bueno: vasco de mierda, entonces.—Y a propósito de esa impaciencia que dices que no tienes, te

informo que dentro de unas semanas, cuando se olviden de mi fuga, podrás irte tú también. Si quieres.

Ignacio quedó mirándolo inmóvil. Parecía tranquilizado.—Claro que quiero. Pero cómo.—Ya hablé de ti. Tendrás que ver a Elurzún. El guardia de pelo y

bigotes rojos. Aunque ese pelo rojo no quiere decir nada; el tío es apenitas demócrata. Pero te ayudará a ti como ahora me ayuda a mí.

—¿Elurzún? ¿Entonces no es francés?—Jean Elurzún. Vasco francés.—Ah, un vasco francés de mierda, entonces.—Sí, de mierda francesa —respondió inmutable Martín.

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—Pero eso no los autoriza a ninguno de los dos a postergarme.—Eso no. Pero tu herida sí. Tienes que curarte del todo, tío. El viaje

no va a ser sencillo.Ignacio no pudo responder. Al oír la mención sobre la herida

recibida en Figueras sintió que la punzada, tal vez estimulada por el recuerdo, volvía a aparecer en su cabeza. Era un dolor repentino, lacerante, huidizo, pero al mismo tiempo fiel, que se hacía presente en ocasiones precisas. Ésta era una de ellas. La punzada había reaparecido ni más débil ni más fuerte que otras veces, siempre aguda y paralizante; y fugaz, como si se tratara de un aviso sin espera de respuesta. Nunca supuso Ignacio, al sentir aquella punzada por primera vez en el hospital de Figueras, que esa aparición era algo más que el simple acto de presencia de una herida destinada a cicatrizar y desaparecer en el tiempo. Estaba lejos de suponer que aquella punzada reaparecería constantemente como suele reaparecer un viejo y cruel pensamiento.

Esa misma noche, en plena vigilia, Ignacio volvió a sentir la punzada. Fue cuando Martín se acercó sigilosamente a su camastro para despedirse y entre sombras, en la actitud cautelosa que exigía la situación y con una voz sorda que a veces se confundía con el mero silencio, volcó sobre Ignacio lo que tal vez podría llegar a ser su última confidencia.

—Oye. No me quiero llevar este secreto a la tumba. Y menos porque no sé si llegaré a disfrutar de una tumba —le dijo en voz muy baja, acuclillado a su lado, impidiendo con una mano que Ignacio elevara su torso—. Se trata de Laura.

Martín sintió que se había creado un clima tenso. Durante un instante se oyó el sonido amortiguado de una respiración general que se desplazaba libremente por todo el barracón. Luego, desde el cuerpo tumbado y ahora inmóvil de Ignacio, surgió un murmullo ronco: “Dale, contá”.

Y Martín contó. Él no había hecho más que responder a un pedido o, para ser preciso, a una súplica de Laura. No le había sido fácil mantener escondida en el fondo de su corazón aquella brumosa historia de amor y de guerra. Más de una vez, en los momentos más difíciles y por eso quizá los más débiles, había estado a punto de quebrar su promesa. Pero aquellos momentos fueron superados y de cada uno de ellos salía fortalecida la voluntad de permanecer callado. Martín consideraba que el momento que ahora estaban compartiendo superaba las condiciones en que había sido sellada la promesa.

—No andemos con vueltas. Quizás ésta sea la última vez que podamos mirarnos. Yo le dije a Laura que iba a cumplir con el compromiso de no contarte nada mientras estuviéramos vivos. Pues bien. Hasta aquí cumplí. Pero ya no me puedo considerar ni vivo ni

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muerto. No sé cuál es mi estado desde esta noche. El destino lo sabrá. Fue él quien me acaba de liberar de mi promesa.

Hubo un silencio. Ignacio ya habla declinado su propósito de elevar su cuerpo. Ahora esperaba que Martín se decidiera a hablar. Al fin oyó llegar la voz. En realidad era apenas un susurro. Parecía venir de lejos, como si le costara atravesar el aire turbio del barracón. Ignacio escuchó el breve pero intenso relato inmóvil, con la mano de Martín apoyada sobre su pecho. Esa mano ya no estaba allí para impedir algún posible movimiento. Ahora la mano le servía a Martín para comentar sus propias palabras, bien ejerciendo una leve presión, bien deslizándola como en una caricia sobre la piel cada vez más fría de Ignacio.

Martín se había cruzado con Laura en San Sebastián, una tarde de toros pero no de sol. El cielo era puro plomo. Amenazaba.

—Cada vez que hay un cielo parecido me acuerdo de ella. Había algo detrás de aquel cielo.

Era uno de esos momentos en que la historia parece estar detenida pero en realidad bulle por dentro —o detrás, más allá de las nubes— pero siempre calladamente. Y entretanto organiza sus misteriosas fuerzas esperando que llegue la hora exacta para dar el golpe sorpresivo.

—No estaba sola. Con ella estaba un tío extraño. Los dos sentados en la sombra, aunque aquella tarde todo era sombra. Yo estaba más abajo, a un costado. La descubrí en seguida, antes de la primera corrida. Casi le hago una seña. Hacía tanto tiempo que no nos veíamos. Pero por suerte no me vio. Porque en seguida me di cuenta de que no habían ido allí para ver los toros. Se hablaban como en secreto, sin mirarse. Y no seguían la corrida.

Aquel tiempo no era sólo de amenazas. Las nubes cubrían mucho más que el cielo. Hasta los niños parecían mirarse de soslayo como queriendo ocultar el brillo de sus ojos. Era un tiempo cubierto de asechanzas y entretejido con voces furtivas.

—Habían buscado un lugar muy concurrido para poder estar solos. Pero no contaron conmigo, que estaba cansado de estar solo y quería descansar compartiendo algo con la gente.

Martín no era de los que se andan con vueltas. Y menos en aquellos días, cuando cada sospecha era casi anticipo de una realidad.

—Después de la primera corrida el tío se levantó y se fue. Esperé a ver qué pasaba y vi cómo ella, después de unos minutos, también se levantaba y se iba. Entonces la seguí.

Días no sólo de sospechas sino también de persecuciones y vigilancias y dobles sentidos de la vida eran aquellos previos a la guerra.

—La alcancé cuando estaba a punto de entrar a una casa. Ella se sorprendió y yo me hice el sorprendido. Me dijo que vivía allí desde hacía unos meses, que pronto regresaría a Barcelona y que no te contara

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nuestro encuentro porque lo de vosotros había terminado. Su actitud era muy extraña. Más extraña que de costumbre. De modo que me hice el tonto y me despedí.

Durante aquellos días de relaciones peligrosas era necesario descubrir en qué lugar del alma humana se había abierto la fisura que alojaba la posibilidad de convertir la franqueza en simulación, la verdad en engaño, el bien en mal.

—Ese mismo día di el parte a los camaradas para que vigilaran la casa. Se rumoreaba que se estaba preparando algo y no había que descalificar ninguna sospecha.

Martín hizo una pausa. Ignacio ahora estaba recogido en sí mismo, ocultando los ojos bajo los párpados caídos. Martín trató de abreviar.

—La próxima vez que la vi fue en prisión. Resultó que la casa aquella estaba rebosante de armas y albergaba a todo un grupo que se preparaba para lo que tú sabes.

Ignacio se recogió aún más en sí mismo, Martín vaciló.—Cuando pude hablar con ella me confundió aún más. Eso de

conspirar contra la República... Creo que no sabía lo que hacía. En fin, creo que nunca en su vida supo lo que hacía. Salvo...

Martín hizo una nueva pausa, miró los ojos cerrados de Ignacio y con su mano acarició su pecho.

—...salvo que te amaba. Ella sabía que te amaba. Me lo dijo. Volvió a rogarme que no te contara nada y me lo dijo.

Martín vio que Ignacio levantaba los párpados y pudo observar una mirada seca y dura. Y en seguida oyó su voz.

—Pero vos no me lo dijiste.—Me lo prohibió. —Por qué.Lo de Ignacio no había sido una pregunta. Se parecía más a una

queja o a una súplica.—Pocos días después entendí por qué.Martín hizo un esfuerzo para poder continuar. Sus palabras cayeron

al fin con un peso casi insoportable.—Laura era una suicida. Creo que lo fue siempre. Aquello del barco,

por ejemplo. Creo que la apuesta era amplia. Recíproca. Servía para los dos. El que perdió fue su compañero de baile. Si hubiera perdido ella...

Martín sintió que Ignacio se erguía en el jergón y su mano ya no bastó para retener su cuerpo.

—Una suicida —murmuró con voz ronca mirando a Martín por primera vez.

—Sí. La encontraron sin vida en la celda el día siguiente de mi visita.

Ignacio ya no miraba. Tal vez tampoco escuchaba. Volvió a sentir la punzada en la sien. Martín seguía hablando.

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—Fue después de arrancarme la promesa. Que yo cumplí hasta hoy. De aquí en más... no sé qué podrá pasar, así que... Pensé que no podía llevarme esta historia conmigo, mientras tú... No podía.

Martín espió a Ignacio y luego lo tomó de la mano. Ignacio dejó hacer.

—Algunos dejan escrito “no se culpe a nadie de mi muerte”. Ella no dejó nada escrito, pero no hizo falta. En la prisión sorprendió a todo el mundo. Ella siempre sorprendía a todo el mundo.

—Hasta después de muerta sigue sorprendiendo.La voz de Ignacio había sonado desafiante, rotunda. Después volvió

a recostarse cerrando los ojos, Martín le echó una lenta mirada general de despedida y se fue.

No fueron sólo las palomas. Las palomas dejaron de ser dueñas del aire y ahora son ellas las poseídas. Allí están también los desnudos muros del patio. Y el paredón. Todo fue sorprendido por el retumbar de los disparos. Todo continúa temblando durante unos instantes. Sólo los ojos de los soldados y sus máuseres, aún apuntando al espacio vacío donde antes estuvo el cuerpo del hombre, están inmóviles. Como arrepentidos.

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CUATRO

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Los dos viejos estarán recostados contra la pared. Él siempre mirando fijo hacia la vereda opuesta, allí donde alguna vez estuvo la puerta del conventillo. Ella, incorporada tal vez al pensamiento de su compañero, lo acompañará con su mirada y seguirá acariciándole el brazo automáticamente. Hasta que un leve sobresalto inquietará su figura.

—Vamos, viejo. Estamos llamando la atención.En realidad la gente que caminará abstraída en dirección al parque

o hacia la avenida no advertirá la presencia quieta y gris de los dos ancianos.

—No te preocupes. La gente ya no mira como antes. Mejor dicho: la gente ya no mira.

—Algunos miran.El viejo pensará un instante y carraspeará. —Algunos. Son tan pocos.—Son suficientes. Los que cambian el mundo. Y no me discutas, que

eso lo aprendí de vos.Al viejo le saldrá una risita extraña. —Las cosas que uno enseña sin darse cuenta. —Uno puede enseñar porque pudo aprender. Y eso también lo

aprendí de vos.En lugar de responder el viejo volverá a sonreír. Luego señalará el

lugar donde alguna vez estuvo la puerta del conventillo.—A veces me pregunto cuánto aprendí ahí. A veces me pregunto —

repetirá pensativamente— cuánto fue lo que me enseñaron el Gavilán, el Pata, el Rusito, la Porota...

—Dale con la Porota. El día que desertaste debiste haberla llevado con vos a Montevideo.

El viejo intentará continuar a su manera la broma iniciada por su mujer.

—No me la llevé conmigo porque ese día no deserté solamente del ejército. Ese fue un día de varias deserciones. Ese día...

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Pero no podrá continuar. Frente a él las paredes ajenas de la nueva calle se convertirán en antiguos muros reconocibles. Y junto a ellos irán apareciendo, uno a uno, los seres siempre recordados.

—Es curioso —dirá al fin entredientes, como para sí—. A esa puerta no la puedo recordar vacía. Siempre está ocupada por todos ellos. Me impiden el paso. Como si no quisieran dejarme entrar. Como si detrás de ellos se ocultara un misterio. Y sin embargo sé que allí ahora no hay ningún misterio. Quizás entonces lo había. Pero ahora ya no. Ahora no... ahora no.

El viejo seguirá repitiendo durante un instante las mismas palabras. Será un esfuerzo vano por convencerse de que detrás de ese espacio, transformado por el tiempo, nunca hubo lugar para el misterio.

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LA CALLE DE LOS TAMBOS1929

La palabra crisis se había convertido en una de las expresiones más populares de aquellos tiempos. Impulsada por la difícil situación social había ingresado con prepotencia tanto en los altos círculos como en los conglomerados humildes. Y si bien cada uno que la pronunciaba le adjudicaba un significado particular, todos advertían en ella un enmascarado y amenazador contenido dramático. De modo que la palabra crisis gozaba de un respeto universal concedido tanto por los ricos como por los pobres; y no sólo por los mayores sino también por los menores, porque los chicos —sabios decodificadores de las artimañas verbales empleadas por los grandes— captaban sin problemas el contenido perturbador de cada palabra. Por eso, salvo error o excepción, todos eran conscientes de que la lucha contra la crisis reclamaba la adopción de medidas extremadamente vigorosas. Fue sin duda este sentimiento el que inspiró al diminuto pero fornido calabrés, habitante con su mujer y su pequeño hijo de la habitación Nº 84 del conventillo de la Calle de los Tambos. De profesión carrero, propietario de un movedizo carro de dos ruedas y de un tranquilo mancarrón descolorido con los que efectuaba modestas mudanzas de barrio a barrio, el regordete italiano recorría erguido sobre el pescante las calles de Buenos Aires luciendo en ambos costados de su vehículo la leyenda que impresionaba a todos los paseantes: “El Luchador de la Crisis”. En realidad esta leyenda no provocaba risa sino admiración y se erguía como un precepto que el carrero difundía a los cuatro vientos creando en la ciudadanía un estado de preocupada meditación. Fue también esta palabra la que originó la primera y última disputa entre Nacho y el Pata, quien había regresado al barrio de improviso después de varios años de ausencia y cuando el recuerdo de su presencia había comenzado a desvanecerse en el ámbito cambiante del conventillo.

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—Para mí no hay crisis —fueron unos de los primeros conceptos que dejó caer el Pata con exagerada negligencia sobre la mesa de café poco después de haber aparecido. Estaba sentado frente a Nacho con el sombrero puesto y luciendo un traje oscuro a rayas blancas y una corbata tejida, negra y angosta. Los dos amigos, cada uno por su cuenta, habían abandonado sus habituales escenarios de la infancia —los cordones de la vereda, los umbrales de las casas, los alféizares de las vidrieras comerciales— trocándolos por los acogedores espacios de los cafés, que cuando contaban con sala de billares ofrecían no sólo una solución para el aburrimiento sino además el sonido seco y rutinario del chocar de los tacos contra las bolas, que a veces servía para disimular la eventual violencia de las conversaciones.

—Mirá —insistió el Pata sacando del bolsillo del saco un fajo de billetes y exhibiéndolo con total impudicia—. De qué crisis me hablás.

Ahí empezó la discusión. Desde hacía un tiempo Nacho solía oír esa palabra en cualquier lugar que frecuentaba. Se hablaba de crisis hasta en su propia casa, donde una seria preocupación se había apoderado de cada pensionista, de su madre y especialmente de Felicia, quien con alarma veía cómo se iban achicando las listas de pedidos de las sombrererías. Y si había un lugar donde más se hablaba de crisis era en su propio lugar de trabajo. Nacho —ya casi Ignacio— se había iniciado con bastante entusiasmo en un oficio que, más allá del modesto sueldo quincenal que le habían adjudicado por su condición de aprendiz, tuvo la virtud de conectarlo con su inclinación ya innegable hacia la lectura. Porque su primer lugar de trabajo fue una imprenta. Lo eligió o él fue elegido una tarde de verano, el último en que vistió pantalones cortos. Como tantas otras tardes estaba echado a lo largo del umbral de mármol de la puerta de calle de su casa con un libro entre las manos, concentrado en la lectura y ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, cuando el “Buen día” pronunciado por una voz de bajo persuasiva y algo ronca, que en seguida reconoció, rebotó sobre la página 35 de Robinson Crusoe y le hizo levantar la cabeza.

—Buen día —contestó Nacho algo sorprendido por una forma de saludo que era habitual sólo entre personas grandes.

—Parece que te gusta leer —dijo el hombre detenido frente a Nacho mientras lo observaba con simpatía.

—Sí.Sin saber por qué Nacho sentía un respeto exagerado —casi una

forma disimulada de admiración— por don Ovidio, de oficio linotipista y habitante solitario de una pieza del segundo patio del conventillo. Hasta ese momento Nacho había cruzado con él nada más que fugaces miradas. De modo que ésas eran las primeras palabras que se estaban intercambiando.

—Qué estás leyendo.

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Nacho aún no se decidía a intercambiar tantas palabras. Giró el libro y le mostró la tapa. El hombre aprobó con un gesto.

—Buen libro. ¿Te gusta?—Sí —arriesgó otra vez Nacho.—Hay muchos buenos libros —agregó don Ovidio, reflexivo. Y

después, sorprendentemente—: Vení un día a la imprenta. Allí tengo algo así como una bibliotequita. Y como veo que casi siempre andás con un libro bajo el brazo... Allá podrás encontrar muchos que te pueden interesar. Pero sobre todo hay uno que me gustaría que leyeras. Creo que ya estás en edad para entenderlo.

—“Jóvenes son los que tocan a rebato en toda generación” —citó Ignacio recordando a don Ovidio y mirando fijo a los ojos del Pata.

—De qué rebato me estás hablando —respondió el Pata también mirándolo fijo.

—Las fuerzas morales, de José Ingenieros. Te voy a prestar ese libro.

—Dejáme de joder con tus libros. Mi “rebato” es éste. Juná, juná —reaccionó el Pata mientras se abría el saco cruzado y dejaba ver un revólver encajado en la cintura—. ¿O querés que la vida me siga jodiendo? ¿No te parece que ya me jodió bastante? ¿Eh? ¿No te parece que ya me jodió bastante?

Y entonces habló de su padre, transportado al otro mundo por una cirrosis incurable. Y de su madre desconocida.

—¿Y vos, decíme, a vos te trató bien la vida? —agregó— ¿Te trató tan bien que ahora tenés que salir a tocar un rebato? ¿Por qué no me hablás vos también de tu viejo? ¿Eh? ¿Por qué no me hablás de él?

Ante ese pedido, curiosa mezcla de súplica y desafío, Nacho se vio obligado a hablar de su propio padre, desaparecido desde hacía muchos años sin enviar señales de vida.

—Para mí ésa es una manera de estar muerto. Desaparecer como él desapareció es una forma de morir.

Después de decir esto quedó un instante en silencio, tal vez sorprendido por lo inusitado de su confesión. Jamás había tocado ese tema con una persona —ni aun con el Rusito o con el negro Casares— y ahora, de repente, lo hacía con alguien al que años de distancia habían convertido en un ser si no desconocido por lo menos distinto de aquel otro de pantalones cortos a quien admirara por sus arrestos de audacia y por su chispeante personalidad. En esos tiempos —los dos eran conscientes de ello— algo los unía. Algo que desde los años de niñez cada uno guardó en su fuero interior y que aún hoy seguía uniéndolos. Y ese algo era una condición que, por razones difíciles de discernir, en cada uno de ellos había tomado distintas formas, distintos estilos, distintas calidades. Varios años después Nacho descubrió que esa oculta condición era la rebeldía.

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Por eso aquella tarde, frente a frente en la mesa de café, mirándose a los ojos y redescubriéndose después de tantas lejanías, los dos muchachos pudieron hablar y decirse lo que se dijeron. Luego de abundar en detalles acerca de la ausencia sentida de su padre Nacho habló de la presencia lejana y también sentida de su madre. Y ya había comenzado a explayarse sobre las duras batallas que uno debe librar en el camino de la vida y sobre lo difícil que era tomar una decisión frente a cada una de las encrucijadas que se nos presentan cuando advirtió que el Pata lo escuchaba con especial atención. Entonces intentó aprovechar la oportunidad y trató de convencerlo de que la vida era rica en otros valores; y le habló de esos valores que estaba empezando a conocer no sólo a través de los libros sino también a lo largo del diario vivir. Y le habló de don Ovidio, el único hombre que había sido un padre para él.

—Primero me consiguió el trabajo de aprendiz en la imprenta y después me enseñó el oficio de linotipista. Así que ahora me gano la vida yo solo. No dependo de nadie. Y además, si quisiera, con este oficio podría vivir en cualquier país donde se hable castellano. En cualquier parte podría conseguir trabajo.

El Pata había empezado a moverse; se sentía molesto.—Trabajo —murmuró.—Claro —insistió Nacho algo sorprendido.—Así que le estás agradecido a alguien que te hizo trabajar.—Claro —insistió otra vez Nacho, ahora más sorprendido.—Trabajando no conseguís ni medio, belinún. Tomá.Con un rápido movimiento el Pata sacó una moneda del bolsillo y la

plantó con un ruido seco sobre la mesa. Nacho la miró. Era una moneda de diez centavos. Resplandecía sobre la mesa oscura. La sonrisa del Pata también resplandecía.

—Eso qué es —atinó a preguntar Nacho.—Te dije que te la iba a devolver. No es la misma, pero vale lo

mismo.La mirada de Nacho iba de la moneda a la cara del Pata y de la cara

del Pata a la moneda.—Espero que no te ofendas —refunfuñó el Pata—. Porque cambiaste

tanto que a lo mejor te ofendés.—No me ofendo —también refunfuñó Nacho—. Y espero que vos

tampoco te ofendas; pero a mí nadie me debe nada —agregó arrastrando la moneda sobre la mesa en dirección al cuerpo del Pata.

—Acabála, no te hagás el rico —insistió el Pata haciendo recorrer a la moneda el camino inverso.

Nacho volvió a arrastrar la moneda hacia el Pata.—No me hago el rico ni me hago el pobre. Soy lo que soy. Y esa

moneda es tuya y se acabó.

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—No se acabó nada —gruñó en seguida el Pata mordisqueando las palabras y volviendo a empujar la moneda hacia el cuerpo de Nacho—. Agarrá esos diez guitas, carajo. Y dejáte de joder.

—El que se tiene que dejar de joder sos vos —replicó Nacho en el mismo tono.

A cada ida y vuelta de la moneda las voces se iban enronqueciendo y las palabras endureciendo. El níquel tallaba sobre la mesa el recorrido de y hacia cada uno de los contendientes. Los cuerpos, poco a poco, sin conciencia de sus movimientos, se habían ido irguiendo amenazantes en sus sillas. Ya estaban enfrentados peligrosamente cuando Nacho detuvo el último recorrido de la moneda colocando su mano sobre la mano de su amigo.

—Qué —dijo señalando con la barbilla la cintura del Pata, donde el saco entreabierto dejaba ver la empuñadura del revólver—. ¿Vas a usarlo conmigo porque no quiero esas diez guitas de mierda? Porque esas diez guitas son de mierda, ¿sabés? ¿Y sabés por qué son de mierda?

—Por qué —apenas musitó el Pata.—Porque no sé cómo las ganaste. Por eso.Y después de abandonar la presión sobre la otra mano, displicente,

Ignacio desarrugó con un golpecito suave las solapas de su saco y sin mirar a nadie se dirigió con paso expresivamente desafiante y lento hacia la puerta de salida.

Esa fue la última vez que Nacho vio al Pata. Debido a coincidencias fortuitas o provocadas desde esa tarde los cuerpos de los dos viejos amigos supieron eludirse en los alrededores de la Calle de los Tambos sin mayor dificultad. Pero no ocurrió lo mismo con las noticias. El regreso del Pata había causado cierta conmoción en el conventillo y los comentarios sobre sus correrías, convertidos rápidamente en leyendas populares, iban y venían chocando contra Nacho una y otra vez obligándolo a mantener viva una relación que muy a su pesar, tal vez por estar engarzada en los días eternos de la infancia, se obstinaba en permanecer invulnerable.

Por eso la última noticia, la que tuvo que ver con la detención del Pata después del asalto fallido a una carnicería, chocó contra Nacho con sorpresiva dureza. Otras noticias, a lo largo de meses, le habían llegado de una en una, hiriéndolo de a poco, como si recibiera constantes estocadas sobre la misma herida. La temeraria existencia del Pata no prometía sorpresas; por el contrario, podría suponerse que su instalación transitoria en una celda apretado por algo más que rejas y muros estrechos era el lógico desenlace que coronaba una etapa de delincuencia franca y provocadora. Pero Nacho sintió la noticia de su

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detención como si ella hubiera llegado sin anticipos, como si la cárcel no hubiera sido el lugar que fatalmente aguardaba el cuerpo del Pata, como si su estado actual de recluso no hubiera sido jamás previsto o al menos imaginado.

—Y pensar que está ahí nomás. A lo mejor detrás de esa pared —comentó el Rusito con tono sombrío, mientras caminaba con paso lento por la vereda que bordeaba el muro de la Penitenciaría.

—No. Los calabozos están más allá, en el centro, detrás de las palmeras —comentó Nacho, que caminaba a su lado.

—No sé qué mierda hacen ahí esas palmeras.—Y las palomas.Una paloma, como adivinando el comentario, pasó en vuelo rasante

sobre sus cabezas. Se trasladaba desde la rama de un plátano que ensombrecía la vereda hasta una de las palmeras del interior de la Penitenciaría.

—Yo sé qué hacen ahí esas palomas —dijo sin sonreír el Rusito—. Están para cagarles en la cabeza a los milicos.

Nacho acompañó la seriedad de la afirmación y tampoco sonrió. Estaban demasiado ligados a esa distancia que tanto los acercaba como los alejaba del Pata.

—Parece mentira — continuó reflexionando el Rusito sin perder el paso lento ni la seriedad—. Es como si uno tuviera que elegir. Y yo no quiero elegir. A mí no me gustan ni los milicos ni el Pata. ¿Por qué tengo que elegir ente los dos?

—Eso mismo digo yo. Por qué tenés que elegir entre los dos —le respondió Nacho mirándolo de costado, sin dejar de caminar. El Rusito entonces se detuvo. Había entendido.

—Tenés razón —dijo devolviéndole la mirada y agregando después de unos segundos—: ¿Me podés explicar, entonces, por qué vinimos por esta vereda? Podíamos haber agarrado la otra. O la avenida.

Nacho insinuó una sonrisa.—El de la idea fuiste vos. Dijiste que por aquí había más sol.El Rusito calló y durante un instante clavó la mirada en las baldosas

de la vereda.—Pata hijo de puta —dijo al fin—. Debe ser por las ganas que tengo

de vengarme. Si pudiera meterme ahí y romperle la cara. Si pudiera...Estaba a punto de llorar. Pocos días antes su hermana Sarita había

regresado al conventillo y relatado una historia cuyo coprotagonista era el Pata. Por una de esas razones que sólo los sentimientos o tal vez —en este caso preciso— las entrañas conocen, a los pocos días de su reaparición el Pata había seducido a una Sarita ansiosa por ser seducida. Los dos habían desaparecido durante varios días y el regreso de ambos, cada uno por su lado y en diferentes circunstancias, sólo había logrado atenuar la angustia creada por la ausencia de la hija pero no había

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alcanzado para disimular las huellas de dolor y deshonra que sufría la familia del Rusito.

—Y ahora, como un boludo, termino caminando por esta vereda, como si esto me sirviera para algo, como si con esto pudiera arreglar algo de todo lo que está mal en este mundo. ¿Por qué? ¿Me podés explicar por qué?

Nacho no respondió a su amigo. En su interior seguían acumulándose las preguntas sin respuestas, los sinuosos signos de interrogación que tanto lo desvelarían a lo largo de la vida. Otra paloma cruzó rápida sobre ellos y el muro fortificado de la Penitenciaría. Los dos amigos observaron su vuelo y luego reiniciaron la marcha en silencio.

LAS OTRAS CALLES1939

Acodado sobre la borda del barco Ignacio contemplaba absorto el mar que retrocedía. Tal vez recordaba algunas alternativas del viaje anterior; pero ahora las circunstancias eran diferentes: el buque no era un transatlántico sino un viejo carguero que lucía el pomposo nombre de Cité de Marseille y su ruta, de Este a Oeste, era inversa a la que años antes recorriera alejándose de América. Éste era un viaje de regreso. Aunque su destino final fuera el puerto de La Guaira en Venezuela y no el de Montevideo, de todos modos éste era un viaje de regreso. Abandonaba una Europa sumida al fin, fatalmente, en la guerra grande.

A Ignacio no le sorprendió el estallido. Lo esperaba desde las primeras horas de su confinamiento en el campo de Argelès-sur-Mer. Por eso el mismo día siguiente a la fuga de Martín concentró todos sus esfuerzos y su ingenio en la tarea de contactarse con Jean Elurzún, el mentado guarda vasco francés de pelo rojizo. Pero todo fue en vano. Tal vez la situación se había tornado demasiado delicada para continuar complicándose con fugas peligrosas. Tal vez, simplemente, había sido descubierto. De todos modos el guarda había desaparecido. Y un mal día la guerra, como era de esperar, estalló. Y él, como tantos otros prisioneros no españoles, fue forzado por las autoridades francesas a estampar una firma de conformidad y en pocas horas, víctima de una maniobra realizada con admirable presteza, fue transportado al puerto de Marsella, embarcado en el Cité de Marseille y expulsado del continente europeo.

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Ahora estaba otra vez acodado sobre la borda de un barco. Y meditaba. Distinto viaje era éste. Porque no sólo el buque era otro. Él era otro. El mundo era otro. Habían transcurrido siete años desde el viaje de ida y en ese lapso la humanidad, trastornada, parecía querer abreviar el lógico camino de la vida hacia la muerte. Ignacio había descubierto que la locura era algo más que una condición casual del hombre; sobre todo en los últimos tiempos esa irracionalidad había engendrado episodios que transgredían los límites de la imaginación.

¿La imaginación tenía límites? ¿La irracionalidad humana tenía límites? De tanto en tanto Ignacio dejaba de contemplar el mar y llevaba la mirada hacia la costa. Por allí, detrás de aquel borde amarronado que cortaba el mar anunciando la presencia del continente, tal vez estaba Barcelona, o quizá Valencia, o más allá, atravesando los campos martirizados por la guerra, el mismo Madrid. El mar sí tenía límites. El mar era una cosa concreta. Allí, detrás de él, más allá de la costa vislumbrada, estaba la tierra herida de España, la de la lucha cruenta y vana, la de sus camaradas muertos, la tierra en donde él mismo había sufrido el dolor de los combates, la misma tierra abatida por una inconsolable tristeza. Y la tristeza no tenía límites. Como la imaginación. Porque nadie sabía entonces por cuanto tiempo debería España soportar esa tristeza.

Un golpecito sobre el hombro lo sacó de sus cavilaciones y lo enfrentó a un hombre rubio, exageradamente delgado, que le mostraba un cigarrillo y le hacía una seña que significaba la necesidad de encenderlo. Ignacio asintió con la cabeza, sacó de su bolsillo una caja de fósforos y se la ofreció. Luego, al observar que al encender el cigarrillo la mano del hombre temblaba, tuvo necesidad de acercarle algo más que un poco de fuego. Tal vez unas palabras. El hombre, después de devolverle la caja de fósforos y antes de alejarse, murmuró:

—Merci.—¿Francés? —lo atajó entonces Ignacio.El hombre se detuvo y lo miró con cierta desconfianza.—Non. Polonais.Ignacio murmuró un “Ah” de bienvenida envuelto en una cálida

sonrisa y extendió su mano.—C’est un plaisir. Je suis argentin —agregó sin ganas de recordar su

falsa identidad uruguaya recuperada cuando ingresó al campo de Argelès-sur-Mer.

La cara del hombre cambió. Intentó devolver la sonrisa.—Oh. J’ai un ami, là.—Où?—À Buenos Aires.—Défense de fumer ici —se oyó una tercera voz que llegaba de

atrás con más aburrimiento que disgusto.

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El polaco giró, vio el uniforme y lanzó un “Oui, oui” veloz y tembloroso. Y con la misma rapidez, en un precipitado movimiento giró otra vez su cuerpo y arrojó el cigarrillo al mar. Ignacio vio al marino uniformado echar una última mirada sorprendida al polaco y luego alejarse con paso cansado. Y entonces volvió a mirar al hombre: había apoyado las dos manos sobre la borda; su cuerpo estaba rígido, tenía la cabeza gacha y el mentón apretado contra su pecho. Y temblaba. No era aquel tenue temblor que Ignacio había observado en su mano al encender el cigarrillo. Era un temblor de todo su cuerpo. Ignacio apoyó suavemente su mano en el hombro del polaco con un gesto que era un poco pregunta y otro poco acercamiento solidario. Pero el hombre se desprendió bruscamente de la mano de Ignacio, abandonó su apoyo en la borda y se alejó sin decir una palabra.

Ignacio tardó unos días en entender aquella reacción. En verdad fue el mismo polaco quien decidió explicársela a Ignacio, dialogando mitad en un francés mal hablado por ambos y mitad en un ruinoso español que el hombre se empeñaba en practicar con la idea de dominarlo antes de arribar a Sudamérica. Fue en pleno Atlántico. Habían dejado atrás el estrecho de Gibraltar y el buque dirigía su proa decididamente hacia las costas venezolanas. Ignacio tenía frente a sí al polaco, que ahora hablaba sin cesar. Habían sido suficientes unos pocos días para que este hombre —Ignacio sabía ya que se llamaba Iosef— sintiera renacer la confianza que tanto necesitaba para relacionarse con otro ser humano. Y mientras Ignacio escuchaba no cesaba de vincular esta escena con una escena de otro tiempo, en otro barco y con otro hombre frente a él. Antes había sido Martín y ahora era Iosef, los dos en ambas ocasiones formando parte del mismo cuadro: detrás de ellos el mar y bajo sus pies el machihembrado de una cubierta de barco. Pero uno incluido en un viaje de ida y el otro en un viaje de vuelta. Dos momentos de la misma historia, uno de ida con un español esperanzado dispuesto a luchar por la felicidad de su país y otro de vuelta con un judío polaco huyendo de la desdicha impuesta a su pueblo. Con un resto de voz y después de un esfuerzo Iosef relató la dispersión de su familia, perseguida por los nazis desde la iniciación de la guerra —en qué lugar perdido del mundo estarían ahora sus padres, su hermana y un hermano menor— y trató de explicar el tenaz resabio de terror que volvía y lo sobresaltaba cada vez que era enfrentado a recuerdos del reciente pasado. Ese terror era el que había reaparecido ante la sorpresiva presencia de un simple uniforme: el del marino del Cité de Marseille. En ese momento Ignacio sintió que la voz enronquecida de Iosef se desvanecía y su propio pensamiento se trasladaba a una escena vivida años atrás en la Calle de los Tambos junto al Rusito y al Negrito Casares, los tres luchando contra los dos fornidos lecheritos. En aquellos días ninguno de los tres muchachos habría podido discernir cuál era la razón que los había

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impulsado a tan aventurada lucha. Simplemente cada uno había respondido a un impulso desconocido. Pero el Rusito Saúl había sido rebautizado por el lechero padre con el apelativo de “judío de mierda”. Y eso había sido suficiente para unirse en una pelea desigual contra un enemigo común; por más que ese enemigo fuera tan fornido como era el frente formado por los dos lecheritos y el lechero mayor.

Un silencio demasiado largo terminó sorprendiendo a Ignacio. Observó entonces a su nuevo amigo, cuyos ojos semicerrados no miraban, seguramente, hacia el exterior. Hasta que le oyó decir entrecortadamente:

—Y esto recién empieza. Créame que recién empieza.Ignacio reconoció ese pensamiento como suyo. Algo parecido le

había dicho él mismo a Martín, en una de sus largas charlas de milicianos, apenas iniciada la guerra española. Pero no se sorprendió ante el recuerdo. Habían transcurrido siete años. Y posiblemente todo estaba empezando.

LA CALLE DE LOS TAMBOS1929

El barrio estaba cambiando. El tambo verdadero se había mudado a una zona más alejada y en ese solar se había levantado una casa de dos pisos. Por otra parte, un rumor que surcaba amenazante la Calle de los Tambos anticipaba la próxima destitución del presidente Yrigoyen, episodio que podría provocar la descalificación y también posterior destitución del prostíbulo como casa oficialmente aceptada por las autoridades como centro de diversión y desahogo masculino. De cumplirse esos vaticinios sólo permanecería en la calle el hotel para parejas, establecimiento que a pesar de la crisis reinante y de los problemas políticos conservaba su vocación de organizar encuentros que algunos se atrevían a llamar amorosos. Sin embargo a nadie se le habría ocurrido pensar que tales cambios en la estructura social anularían el derecho de buena ley había adquirido por la Calle de los Tambos para ostentar ese nombre. El título había sido ganado históricamente. Además cualquier cambio siempre era bien recibido por la población del conventillo, cuya pobreza inalterable la mantenía atenta y deseosa de cualquier modificación que tuviera algo que ver con su existencia. Quizá por esa razón fue recibido con solidaria satisfacción el salto en la escala social de don Jaime, quien sorprendió a todos los inquilinos al trasladar

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su vivienda y taller de sastre desde una pieza del conventillo a la sala de una vieja casa vecina. Las dimensiones de la habitación le permitieron dividir su interior con algunos cortinados e inventar allí varios brevísimos dormitorios. Además, aprovechó el pequeño espacio restante para instalar su taller y el ancho balcón que se asomaba a la vereda para publicitar, gracias a un llamativo cartel creado por el Rusito: “Sastrería Don Jaime - Se dan vuelta trajes y sobretodos”.

El barrio estaba cambiando. Y los cambios no eran sólo físicos, evidentes por simple acto de presencia, sino también profundos como pueden llegar a ser los generados por algunas ausencias. La familia Casares, por ejemplo, fue desgranándose y perdiéndose en la rutina cotidiana, un miembro detrás de otro, todos empujados hacia destinos desconocidos, todos atribulados por los duros tiempos que se vivían. Fue el campeón Obdulio, principal integrante y orgullo de la familia, quien se convirtió en el triste iniciador del éxodo familiar. Ya en franca decadencia boxística y coronando una frondosa historia de alcoholismo y riñas callejeras desapareció del conventillo llenando de oprobio a padres y hermanos. Nacho había ido recibiendo estas ausencias sin dramatismo, aceptándolas como naturales alternativas de la continuidad de la vida. Hasta restó dramatismo a las lágrimas disimuladas del Negrito Casares cuando en su saludo de despedida incluyó la promesa de visitas constantes y prolongadas. Pero el tiempo, como es su costumbre, transcurrió indiferente a esperanzas y ansiedades ajenas y demostró que no todas las promesas se cumplen. Ni siquiera las del Negrito Casares. Ignacio tuvo que reconocer, varios meses después, que tal vez no vería más a su amigo. Se desconocía la razón pero el Negrito había decidido borrar todas sus huellas. Nadie pudo informar sobre su paradero. Llegado el momento Ignacio resolvió asumir el rol de amistoso investigador y recorrió una a una las setenta y cinco piezas del conventillo. En esta tarea fue acompañado por el Rusito, quien ya había dejado de ser un habitante de la casa para afirmarse como el hijo del próspero sastre vecino. Pero la gran investigación no dio buenos resultados. Lo único que Ignacio reconoció haber recogido como fruto de la prolongada pesquisa a lo largo de los tres patios y los dos pisos del conventillo fue una toma de conciencia acerca del fluir de las personas y las cosas en el tiempo. Por primera vez había sufrido el enfrentamiento con la dura verdad de lo transitorio.

Fue con este ánimo que Ignacio, después de despedirse del Rusito frente al flamante negocio de don Jaime, se dirigió a su casa recorriendo el camino que tantas veces, de ida y de vuelta, recorriera. Dejaba atrás el precario caserón, tan familiar en los días de su infancia. En él quedaba ya muy poco de sí mismo: apenas algunos recuerdos. Su progresivo alejamiento, iniciado en los últimos días de pantalón corto, sumado a la renovación constante de los inquilinos, había convertido aquella casa de

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vecindad en un lugar ajeno, poblado de desconocidos. La última deserción había sido la de don Ovidio. Asumiendo una sospechosa actitud de despedida y utilizando la pieza del conventillo nada más que como circunstancial reparo nocturno, durante un tiempo don Ovidio postergó el desgarro que sin duda le habría de producir el definitivo alejamiento. Ignacio no había sabido descifrar ciertos gestos, algunas reacciones y hasta varias actitudes con las que don Ovidio fue anunciando vagamente —tal vez sin proponérselo— la determinación que luego sorprendería a todo el taller.

—Cuanto menos bulto más claridad —había murmurado una vez casi al oído de Ignacio a la hora de cierre de la imprenta mientras retiraba algunos libros de un estante y los introducía en una valija.

—Vamos a necesitar mucha claridad —había agregado cargando la valija y alejándose con una sonrisa sin esperar respuesta.

Ignacio interpretó en ese momento que la referencia a la claridad era una sencilla metáfora —por otra parte muy propia de don Ovidio— acerca de una posible limpieza en el pequeño espacio que sus libros ocupaban en una pared del taller. Pero no pensó que aquella había sido una metáfora de alcance más vasto y de intencionalidad más profunda. Aunque las sospechas acerca de la actividad política de don Ovidio se habían ido acrecentando día a día, no fue sino hasta bastante tiempo después, cuando el golpe militar destronó a Yrigoyen junto a muchas aspiraciones populares y se produjo la furtiva reaparición de don Ovidio, que quedaran al descubierto los sentidos de sus metáforas.

Don Ovidio desaparecido. El Negrito Casares desaparecido. Ignacio llegó hasta la puerta de su casa y allí se detuvo, pensativo. ¿Continuarían sucediéndose las desapariciones? ¿Serían definitivas esas desapariciones? Detenido en el umbral junto a la doble puerta de madera oyó un rumor que llegaba desde arriba y su mirada trepó a lo largo de la escalera de mármol. Allí estaba, esperándolo como siempre, el cuerpo de Felicia. Un cuerpo conocido, ya sin sorpresas en la superficie; un cuerpo que lo había sorprendido cuando su propio cuerpo apenas amanecía. Pero ahora ya todo era luz en él. Se había acabado el misterio. Sin duda aquí había algo que también comenzaba a desaparecer. Ignacio eludió la mirada de Felicia y comenzó a subir pesadamente, mirando cómo sus pies se apoyaban uno a uno sobre sus viejos amigos los escalones de mármol. Así llegó hasta alcanzar la puerta cancel vestida con visillos de macramé. Entonces, con la misma lentitud, ascendió por los crujientes escalones de madera hasta llegar al vestíbulo. Allí estaba Felicia enfrentándolo, ahora apoyada sobre la baranda donde terminaba la doble escalera. Ignacio recibió de ella una sonrisa convocante y un “Hola, Nachito” que más que un saludo tenía la característica de una directa invitación. Ignacio se detuvo un segundo, intentó devolverle la sonrisa, pasó el dorso de su mano ligeramente

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sobre la mejilla que se ofrecía, musitó un definitivo “Estoy cansadísimo” y después de alejarse sin mirar atrás se metió en su pieza y cerró la puerta con llave tras de sí.

Los minutos siguientes los pasó sentado sobre la cama y con un libro cerrado entre las manos. Detrás de la puerta, por el patio abierto y desde más allá del patio, llegaban los conocidos rumores de la casa en movimiento. Primero había oído el paso indeciso de Felicia deteniéndose por unos segundos frente a la puerta y luego continuando su camino y perdiéndose en el fondo del patio cerca de su habitación. Luego prevaleció un silencio exagerado, premonitorio de una gran estridencia. Y luego la estridencia. Ignacio la adivinó llegando asordinada en la voz de su madre, quien recorría el patio en dirección inversa al camino recorrido por Felicia, sin duda dirigiéndose a su cuarto de casada sin marido, contiguo a la sala-comedor delantera que encabezaba el dominio familiar. Doña Encarna musitaba frases apenas audibles pero que llegaban cargadas de vehemencia a los oídos expectantes de su hijo. Detrás de la puerta, sentado sobre la cama y con el libro aún cerrado entre las manos, Ignacio oyó la voz que siempre esperaba oír. Pero esta vez lo sorprendió su contenido. Los tramos de frases le fueron llegando entrecortados, velados, envueltos en un murmullo vacilante que Ignacio al principio no supo desentrañar. Hasta que el rumor alcanzó la intensidad de la estridencia. Primero fueron medias frases sueltas sólo adivinables llegando desde atrás amortiguadas “Tenemos que... y cuando sea el momento.... no seas tan...” y luego palabras enteras casi sonoras frente a su puerta, allí donde alcanzó a distinguir con claridad la voz de Almanza susurrando “Cuidado, te puede oír” y ella lo más tranquila “No, todavía no llegó” y luego otra vez las dos voces alejándose veladas hacia el frente de la casa y otra vez las medias frases sueltas, las medias preguntas, las medias respuestas. Y todas refiriéndose a él: “Vos sabés cómo es Nacho; él necesita...”. Lo nombraban Nacho. Nacho, como siempre, en lugar de nombrarlo Ignacio, tal como él reclamaba ser nombrado entendiendo que así serían proclamadas de una vez la clausura de su infancia y la consagración de una juventud hasta hoy impugnada por su madre. Y ahora Ignacio oía que ella hablaba con otra persona refiriéndose a él. Y él escuchaba a su madre como un espectador ajeno y distante. Hablaban de Nacho y Nacho —o Ignacio— era él. Pero esta vez no se dirigían a él diciéndole “vos”; hablaban de él nombrándolo ajenamente “él”. Y él escuchaba cómo hablaban de “él”. Hasta que las voces fueron de nuevo diluyéndose y las palabras se convirtieron otra vez en un rumor velado y los entrecortados diálogos fueron totalmente cubiertos por un nuevo silencio.

Un nuevo silencio demasiado profundo. Ignacio se acercó en puntas de pie hasta la puerta, giró la llave, abrió y espió con cuidado hacia

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adelante. El silencio continuaba estando allí, en el patio. Sin duda las voces se habían encerrado en el interior del cuarto de doña Encarna. Siempre en puntas de pie Ignacio caminó hasta la puerta de ese cuarto y volvió a oír el rumor. Entonces arrimó el oído contra una de las hojas de la puerta entornada y escuchó. No fueron voces de pelea las que oyó. Ni siquiera las de una discusión. Aquello era apenas un nervioso intercambio de ideas. Pero de ideas en las cuales él, ausente con aviso pero presente por aguda suspicacia, jugaba un rol protagónico. “Ya falta poco tiempo —se oía la voz de doña Encarna—. El mes que viene lo sortean y quién te dice que a lo mejor le toca Marina; y entonces serían dos años.” Hablaban de su futura y posible ausencia. De su futura, posible y deseada ausencia. “¿Y si saca número bajo y se salva? —oyó a continuación la voz de Almanza— ¿Quiere decir que siempre tendríamos que vivir así? Además puede tocarle tierra. ¿Y entonces?” “Entonces veremos. Y no tenés por qué ser tan pesimista —respondía doña Encarna—. De algún modo nos vamos a arreglar.” Ignacio cambió de mano el libro que no había abandonado y extendiendo el otro brazo apoyó la mano libre contra la hoja de la puerta, dispuesto a entrar al cuarto y decir todo lo que tenía que decir. Pero lo interrumpió la voz de Almanza: “Yo voy a hablar con el chico y le voy a explicar. No podemos seguir viviendo así”. Ignacio contuvo el aliento. “Ni se te ocurra —volvió a oír la voz de su madre—. No lo conocés. No entendería nada. Es tan rebelde y caprichoso como su padre. Ya no sé qué hacer con él. Me tiene loca.” Ignacio sintió que algo le pegaba en el pecho. Se alejó de la puerta con el brazo aún extendido y así retrocedió hasta el centro del vestíbulo. La voz de su madre, como amplificada por un potente y cruel megáfono, había atravesado sus oídos y penetrado en su cuerpo. Sin conciencia de sus movimientos se largó escaleras abajo. Recorrió los dos largos tramos y al pisar el umbral junto a la puerta de madera descubrió que su brazo continuaba allí adelante, en la misma posición, como esperando la oportunidad de empujar una puerta invisible.

Después desandó una vez más el camino que iba desde su casa hasta el fondo de la calle. Caminó despacio, contando las baldosas cuadriculadas de la vereda y sin mirar la tarde que se iba allí arriba, por detrás de las torretas de la Penitenciaría. Llevado por una ingobernable inercia se detuvo frente a la vidriera del almacén del padre de la Porota, en cuyo alféizar tantas veces se sentara esperándola. Volvió a sentarse allí pero esta vez sin esperanzas. Había sido en ese mismo lugar, pocos meses atrás, en un recogido anochecer de domingo de invierno, cuando ella, tomándolo del brazo, aprovechó la ausencia de sus padres y lo condujo al interior de la casa, detrás del almacén. Ignacio nunca quiso recordar lo que ocurrió después. Le quedó apenas una fugaz visión del torso desnudo con sus estrepitosos y apetecibles senos y unas veloces y egocéntricas caricias que sólo sirvieron para cumplir con uno de sus más

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caros anhelos: descubrirlos entre sus manos y sorberlos como quien sorbe la vida por una única y maravillosa vez. Porque fue también durante aquel melancólico anochecer de invierno cuando la Porota reveló a Ignacio la inminencia de su compromiso con el doctor Gervasio Acuña, veinte años mayor que ella pero de gran futuro y no despreciable presente en los círculos odontológicos.

Ignacio abandonó el alféizar de la vidriera oscura y avanzó hacia el portón del conventillo, donde nuevas y desconocidas vecinas comentaban en voz bastante alta nuevos y desconocidos aconteceres. Pasó frente a ellas inadvertido y sin saludar cruzó la calle en diagonal soslayando la presencia frontal del hotel para parejas. El lugar con menos luces y más iluminado de la calle. En ese momento sintió que le pesaba el libro que llevaba consigo. Antes de cambiarlo de mano lo miró como quien mira un objeto extraño, inútil. Entonces lo colocó con fastidio bajo un brazo, puso sus manos en los bolsillos y siguió caminando despacio, sin destino, silbando.

LAS OTRAS CALLES1939

Ignacio sentía que todo su ser se dilataba. Un aire dulce y denso entraba blando en sus pulmones y luego se esparcía por su cuerpo ensanchando el recorrido de su sangre. El Trópico lo estaba recibiendo. Tal vez le estuviera dando la bienvenida. Después de algunos días de sortear islas y brumas caribeñas emergía frente a él la costa venezolana con su verdor profundo y las cumbres de sus bajos cerros perforando pesados y atrevidos nubarrones. Y allá atrás, en lo alto, el reposado Ávila luciéndose, dominando el Trópico y cobijando la ciudad escondida detrás de las verdes montañas. Y aquí abajo los olores. Olores dulzones de frutas despellejadas, abiertas, mordidas, anticipando sabores tan desconocidos como anhelados. Todas estas sensaciones iba experimentando Ignacio mientras se aproximaba al puerto de La Guaira. Venezuela le había ofrecido su tierra y él se había preparado para

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recibirla. Pero no había contado con su aire. El generoso ofrecimiento era doble y fascinante. Ignacio entraba en una vida nueva y parecía que las circunstancias querían hacer de él un hombre nuevo.

El Cité de Marseille no había terminado de amarrar cuando Ignacio vio por un instante a un hombre de pelo rojizo que desde el muelle oteaba en dirección al barco. No pudo dejar de pensar en Jean Elurzún, el vasco francés que había esperado en vano durante largos días en el campo de Argelès-sur-Mer. La planchada fue tendida, los pasajeros fueron clasificados y ordenados en grupos por las autoridades y el hombre apareció otra vez; ahora se desplazaba por la cubierta del barco y después de deambular por todos los lugares con aparente libertad se disponía a hablar con uno de los tripulantes. Ignacio se sintió entonces invadido por una inquietante sospecha: había advertido que el tripulante, como respondiendo a una pregunta del recién llegado, lo señalaba con disimulo. La respiración se le hizo dificultosa; sin duda se referían a él. Su corazón empezó a palpitar con urgencia cuando se sintió observado sin reservas por el hombre de pelo rojizo y más aún cuando lo vio acercarse a él francamente hasta ponerse a su lado. Pero su corazón desaceleró sus latidos al ver que una sonrisa acompañaba aquel rostro. Ignacio lo miró sorprendido. Era un doble de Jean Elurzún. Y hablaba el español afrancesado que hablaban los vascos franceses de la frontera.

—Perdone la pregunta. ¿Cuál es su nombre?Ignacio lo miró fijo a los ojos.—¿Y el suyo?El hombre sonrió.—André Elurzún. Creo que usted conoce a mi hermano. —No me diga —vaciló.—¿Así que usted es...? —Ignacio sintió que recuperaba las felices

bocanadas del Trópico. Volvió a respirar blandamente.—Farías. Raúl Farías es mi nombre.—¿Y... y cómo se llama su amigo? ¿Martín cuánto?Parecía que el nuevo pelirrojo necesitaba cierta confirmación.—Iriberri —barbotó rápidamente Ignacio—. Yo estuve esperando

que su hermano...—Espere —interrumpió André Elurzún—. Aquí ahora hay cierta

libertad pero no estamos todos en el mismo bando. Todavía.Había adornado esta última palabra con una sonrisa socarrona. Y

después de mirar alrededor, ya seriamente, agregó:—Venga conmigo. Sin mirar a nadie. Yo me encargo de todo.De ahí en adelante Ignacio tuvo la sensación de ser llevado, traído y

vuelto a llevar por una organización secreta y solidaria que había estado velando por su vida desde el campo de Argelès-sur-Mer y que continuaba aquí, en Sudamérica, apoyándose en la posibilidad de ayuda que la joven

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democracia establecida después de largos años de dictadura brindaba a los camaradas, compañeros o simplemente amigos.

—En algunos lugares hemos perdido. Pero en otros estamos ganando. Aquí, por ejemplo —comentó André Elurzún cuando ya estuvieron solos a bordo de un destartalado automóvil, a punto de iniciar el camino hacia Caracas—, aquí comenzó a pasar algo bueno. Y después de la guerra, cuando aplastemos al fascismo para siempre, en todo el mundo va a pasar algo bueno —agregó rematando sus palabras con una tremenda risotada.

Ignacio miró a su alrededor. Se sentía dentro de una burbuja llena de contrastes: la carcajada entusiasta de André, el triste paisaje humano que se iba desplegando frente a sus ojos a medida que el coche avanzaba iniciando su lenta ascensión hacia el Ávila, la atmósfera exuberante plena de riqueza natural que brotaba de la tierra rebelándose, filtrándose a través de los pobres seres y las pobres cosas. Ignacio sentía que poco a poco él mismo, a medida que ascendía, se iba incorporando a ese extraordinario tejido armado con contradicciones. Pero poco después André y su risa callaron, quedó atrás Macuto, el camino cambió su fisonomía y sólo quedaron en su retina aquellos niños, mujeres y hombres de todas las edades pero de la misma mísera condición social que observaban el paso del rotoso automóvil y sobre todo el llamativo pelo rojo de André con una mirada que además de un dejo de curiosidad incluía una luz emparentada —Ignacio no supo descifrar por qué— con la luz propia de la esperanza.

—Habrá que trabajar mucho —se sorprendió a sí mismo al expresar en alta voz un pensamiento que suponía secreto.

—En eso estamos, en eso estamos —prorrumpió André de manera inesperada agregando luego su cuota habitual de risa saludable. Pero enseguida, después de unos segundos de silencio, repitió casi dulcemente y con total seriedad—: En eso estamos.

Ignacio había visto de cerca al hermano de André allí, en el campo de Argelès-sur-Mer, en sólo dos o tres oportunidades. En su memoria sólo quedaba el recuerdo de una mirada honda y un andar siempre serio y preocupado. Salvo su pelambre roja, recordaba vagamente sus rasgos exteriores; en cuanto a sus rasgos interiores, intuía que los de Jean eran bastante diferentes de los de André. Días más tarde Ignacio se atrevió a hacer este comentario al mismo André.

—Es el trópico —explicó el vasco francés—. Aquí los pesares son diferentes. Y la esperanza también. Por eso me quedé aquí. La historia es larga y algún día te la contaré. Tendremos tiempo, porque seguro que tú también vas a querer quedarte —terminó André agregando la infaltable carcajada final.

Ignacio comprobaría con el tiempo que André tenía razón. Muchas serían las contradicciones de esta tierra, que lo sorprendería con su

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liviandad y profundidad entrelazadas, de ninguna manera opuestas sino mezcladas por quién sabe qué recóndito mandato de provocar amor y odio, interés e indiferencia, admiración y desprecio, todo simultáneamente y en iguales proporciones. Y ahora, además, por si todo aquello fuera poco, reconociendo una orden dictada por la historia, se proclamaba con pasión, a sí misma, tierra de libertad. De una libertad más que prometida: recuperada.

La preocupación del pelirrojo por resolver las sinuosidades que presentaba el camino hacia Caracas iba creando espacios de silencio que Ignacio ocupaba hurgando en los atisbos de futuro que le habían sugerido algunas lecturas, algunas palabras de André, trozos de paisaje y su propia imaginación. Todo esto era distinto del Sur en el que había nacido. También era distinto de la exigua fracción de Europa que le habían permitido conocer. Todo esto parecía ser distinto pero no sólo por fuera sino también por dentro. El camino que subía enroscándose por las laderas de los cerros también era distinto. El hecho de andar por ellos serpenteando entre tupidos follajes y sorpresivos precipicios podía ser interpretado por Ignacio como una aventura, como un desafío a la prudencia y a la sensatez. Sobre todo cuando cada viraje era acompañado por el grito festivo, casi deportivo, con el que André festejaba el éxito de cada maniobra. Todo era distinto, sin duda. Distinto de la severa formalidad adusta en la cual había vivido en la Argentina hasta convertirse en un desertor. Distinto de la seriedad dramática de una Europa fuera de sí, insensible a los llamados patéticos de algunos pocos hombres e inmersa ya en la guerra universal, continuación de la tragedia de España. Fue en ese momento cuando Ignacio, envuelto en un remolino de crudas y aventuradas ideas, contagiado tal vez por las circunstancias que lo acompañaban, intuyó que todas esas cualidades tal vez habían nacido a la par de un requisito histórico convertido en sentimiento: la primaria necesidad de vivir en libertad.

Confundido por aquellas ideas que se cruzaban desordenadas en su mente de recién llegado y quizá preocupado por la proyección que podrían alcanzar sus pensamientos Ignacio intentó interrumpir sus especulaciones personales iniciando un diálogo con André. Pero fue inútil. Su compañero de viaje alternaba sus vehementes comentarios y bulliciosas risotadas con silencios impenetrables; y era él quien decidía el momento en que cada actitud debía prevalecer. De modo que luego de varios intentos de diálogo sin respuesta Ignacio decidió aceptar el silencio y continuar mirando el camino que ascendía ondulante frente a sus ojos. El paisaje cambió abriéndose en abanico, mostrando un telón azul de cielo y muy cerca, a un costado, la verdadera altura del Ávila. Oyó jadear al motor del viejo automóvil que se quejaba por el último esfuerzo exigido y una brisa de aire seco y fresco le pegó en la cara. Habían alcanzado ya cerca de los mil metros de altura y el aire había

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cambiado otra vez. También habían cambiado los rostros de los seres que comenzaron a ocupar las puertas de los ranchos improvisados en las ahora suaves laderas de los cerros, ranchos construidos con restos de cajones, latas y un surtido prodigioso de materiales descartados para otros fines. Contrastaba con esa pobreza exterior la actitud de firme determinación que mostraba cada uno de los hombres y mujeres que saludaban con una sonrisa el paso del deteriorado automóvil. Algo, sin duda, estaba ocurriendo aquí. Pero el pelirrojo conductor persistía en su mutismo aferrándose al volante como si éste fuera un arma que no debiera abandonar. Entonces, inexplicablemente, Ignacio pensó en Iosef, de quien se había despedido en el puerto de La Guaira con la remota esperanza de encontrarse algún día en algún lugar del Sur. “Y sobre todo en algún lugar de nosotros mismos”, había manifestado Iosef en mitad de un abrazo que contenía más de un sentimiento. Porque durante la travesía tanto el defectuoso francés de Ignacio como el humilde español de Iosef habían mejorado lo suficiente como para que un simple idioma —cualquiera de ellos— les fuera útil para decirse las mejores cosas. Ignacio le había confesado a Iosef su verdadera identidad y su real situación. Iosef había volcado sobre Ignacio las más íntimas de sus confidencias. Y ahora Iosef, que prolongaba su viaje hasta un lejanísimo Buenos Aires donde lo esperaba una comunidad solidaria que no sólo le prometía una vida de paz y trabajo sino que también le aseguraba distancia de una Europa que lo expulsaba trágicamente, llevaba en sus bolsillos dos cartas secretas de Ignacio. La primera sería entregada en Montevideo y estaba dirigida a Lucía, la segunda en Buenos Aires y su destinataria era Felicia.

Ignacio retornó al camino. Recibió otro golpe de aire seco y fresco y ahora éste le hizo entender por qué de pronto y sin explicación había llevado sus pensamientos hasta Iosef y su despedida. El golpe de aire fresco y seco del valle de Caracas no venía solo. Allí estaba también el rostro de la gente del camino, la concentración de André en el volante. La esperanza. Todo había golpeado en la cara de Ignacio con una fuerza que había llevado sus pensamientos hacia los seres más queridos. En ese momento tuvo la necesidad imperiosa de compartir con ellos esta nueva vida que se abría para él con el aire fresco del valle.

André, de improviso, se puso a reír de una manera extraña. Desafiante. Apretando con más fuerza el volante con las dos manos señaló hacia adelante con la barbilla.

—Allí detrás, en Catia, ocurre algo. Lo esperaba, coño.—Qué es lo que esperabas.—Que se resistan. Los fascistas, coño. ¿No te dije que aquí también

los hay?Ignacio no tuvo tiempo para responder. Varios estampidos

demasiado cercanos lo paralizaron.

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—Agárrate fuerte —oyó que gritaba André—. Ahora verás lo que vale este cascajo.

Ignacio se aferró como pudo al asiento desfondado del auto y enseguida comprobó las condiciones hasta ese momento escondidas de la respetable máquina. El jadeo de otrora había desaparecido y un ronquido estremecedor acompañaba una marcha cada vez más veloz. Los estampidos también eran cada vez más cercanos.

—Mete abajo la cabeza —volvió a gritar André.Ignacio se tocó la sien. Había reaparecido la antigua punzada.

Volvió a aferrarse al asiento y vio cómo André hacía dar al automóvil un giro indescriptible para luego enderezar y acelerar por una avenida donde una marcha de manifestantes era disuelta por uniformados. Los disparos se hicieron más frecuentes y cercanos. André exigió al automóvil un nuevo viraje y lo condujo a toda velocidad sobre una de las aceras. Allí se vislumbraban armas y uniformes agazapados. El coche, acostumbrado a las sinuosidades del camino antes recorrido, parecía sentirse cómodo eludiendo cuerpos, unos corriendo y otros caídos sobre el pavimento; unos heridos, otros tal vez muertos. André ya no reía. Miraba hacia adelante atropellando el aire del suburbio caraqueño, eludiendo la sangre que a pesar de todo y sin que se supiera por dónde llegó y golpeó incrustándose contra el parabrisas.

Lo único que tuvo color fue la efímera sangre. Primero, al estallar, fue carmesí; después, al resbalar, fue escarlata; ahora, ya quieta, púrpura. Allí, sobre el cuerpo y en el piso de baldosas, queda el único color vivo de la mañana. Los soldados, inmóviles, miran el vuelo loco de las espantadas palomas, grises contra el cielo gris.

El viejo automóvil parecía revivir. Sobre el ruido de los disparos que iban alejándose se oía ya claramente el ronronear alegre de su motor. Cien metros más adelante sólo se oía su vibración. Ignacio volvió a oír, también, la voz de André.

—Ya está. Ya pasó. Hijoputas.André ya no reía. Dejó de hablar mientras disminuía la velocidad de

su coche.—Habrá que limpiar ese parabrisa, cabrón. Y a casa.Durante el resto del camino André volvió a su mutismo anterior.

Sólo miraba hacia adelante, hacia las calles que conducían al centro de Caracas. Ignacio, en cambio, miraba a su alrededor. La punzada había desaparecido. Era una hermosa ciudad de juguete ésa de los muros de colores, de los techos rojos, de las calles estrechas, del aire ahora quieto

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y suave. Era una hermosa ciudad. A pesar de todo era una ciudad de esperanza.

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CINCO

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La vieja respetará los silencios del viejo. Después de todo, sabrá que no son tiempos callados sino tiempos de recuerdos rumorosos. Lo vigilará observándolo de soslayo, no le soltará el brazo y tratará de caminar con él acompañándolo por los lugares de sus pensamientos.

—Mirá, uruguayita —exclamará el viejo de repente—, allí queda algo.

Ella advertirá su emoción, apretará más su brazo y continuará acompañándolo en esa marcha vigorosa iniciada por él en dirección a la vereda opuesta.

—Esa reja, esa reja —repetirá el viejo febrilmente al llegar frente a la vidriera de un negocio de antigüedades—. Era la del balcón de don Jaime. La casa estaba acá. La tiraron abajo, pero estaba acá.

La vieja sentirá como suyo el temblor del brazo del viejo.—Está bien. Venimos mañana y lo ves de cerca.El viejo dibujará con su mano el contorno de la desaparecida pared

sobre el vidrio pulido de la vidriera.—Estaba aquí mismo. A lo largo de la pared. Y justo detrás estaba el

cartel que había hecho el Rusito.—Está bien. Venimos mañana cuando abran y lo ves de cerca —

repetirá ella con inquietud.—Y lo toco —agregará él corrigiendo—. Y lo toco.—Está bien. Lo tocás. Pero antes me tendrás que explicar por qué

volviste a llamarme uruguayita. Hacía tiempo que no me llamabas así.Él retornará de la primera emoción y la mirará con curiosidad.—¿Así te llamé?—Así me llamaste.El viejo quedará quieto, pensando.—Uno junta las cosas. En el tiempo. Y al volver nadie vuelve solo. Mirará dulcemente a su mujer y agregará:— Vos una vez estuviste acá, también. Me acuerdo muy bien. Eras

una flaquita que no valía ni medio.—Una flaquita que después te conquistó.—Cuando me conquistaste ya no eras tan flaquita.

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Los dos se echarán a reír y juntarán aún más sus cuerpos. Después él volverá a quedar pensativo.

—Todo se une en el recuerdo. El tiempo no existe. Ni puede unir ni puede separar. Todo se junta y el tiempo desaparece. Y ahí —el viejo señalará la reja detrás de la vidriera— junto a esa reja no están solamente don Jaime y Sarita y el Rusito Saúl: los de la sastrería. No. Ahí estamos todos. Vos también. Estamos todos juntos, uruguayita Lucía.

Lucía no insistirá en conducir a Ignacio hacia otro lugar del presente. Se sentirá participe en amadas escenas de la memoria. Y quedará allí, junto a él. Como en un recuerdo.

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LA CALLE DE LOS TAMBOS1930

—¡Agáchese, abra las piernas y muestre el culo! ¡Vamos!Ignacio obedeció la orden del médico militar e imitó a todos los

reclutas que lo habían precedido en la fila de revisación: inclinó el torso hasta casi tocar la cabeza con el piso, abrió las piernas y con ambas manos apartó sus glúteos para que el hombre de guardapolvo blanco pudiera mirar su ano desde atrás sin mayores impedimentos.

—¡Adelante! ¡Siga la fila! ¡Rápido! ¡Avance el próximo!Considerándose aprobado Ignacio irguió su torso y sin vacilar sumó

su cuerpo a la fila de cuerpos desnudos que marchaban adelante. A pesar de andar descalzo trató de imitar a quienes lo precedían intentando un paso que se pareciera en algo al militar; temprano en la mañana había comenzado a oír voces de mando y había terminado por entender que su paso debía parecerse en alguna medida a aquellas voces, que aunque eran todas distintas también eran parecidas: todas teñidas con la misma pátina de soberbia y hastío. Ignacio había vivido primero esperanzado con que la suerte lo distinguiera en el sorteo y que un número bajo lo absolviera de la obligación patriótica de prestar servicio militar. Por desgracia el sorteo no lo favoreció y sólo le quedó como consuelo saber que apenas unos pocos números lo habían salvado de prestar servicios en la Marina durante dos años, según el temeroso pronóstico alarmista de Almanza que una vez pudo oír puerta de por medio. La segunda esperanza nació al recibir la citación del Ministerio de Guerra para presentarse a la rutinaria revisación médica; ella podría revelar algún defecto físico que lo invalidara como posible futuro defensor de la patria. Pero esta segunda esperanza también se frustró. Y poco tiempo después, bajo una desacostumbrada acumulación de variadas sensaciones, Ignacio no tuvo otra alternativa que presentarse en el barrio y en su propia casa vestido de conscripto con un uniforme azul demasiado holgado, una gorra demasiado ceñida estirada con un

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alambre y unos zapatos Patria, única prenda que le comunicó cierta sensación de seguridad cuando dio los primeros pasos por las conocidas veredas de la Calle de los Tambos. Sin embargo, el desembarco en su casa ataviado con el uniforme de soldado fue recibido por todos, incluidos los pensionistas más insensibles, como un verdadero acontecimiento que llegaba para modificar en algo la estructura social de la pensión, inusitadamente alterada en su ritmo habitual. Hasta podría afirmarse que el arribo de Ignacio produjo en el establecimiento hogareño un inesperado sentimiento de admiración general. Ya fuera por premeditada táctica personal o como resultado de la apatía de los demás, Nacho se había desplazado siempre por los patios y habitaciones de la casa de una manera cuasi sigilosa; manteniéndose apartado de los cambiantes centros de atención había logrado convertirse voluntariamente en una figura poco interesante para los pensionistas. Pero desde la histórica ocasión en que ingresó a la casa envuelto en un uniforme militar la persona del joven conscripto incorporó a la pensión algo así como un aura patriótica que encendió entusiasmos y engendró respetos a su alrededor.

Fue otra, en cambio, la actitud de Felicia frente al renovado Ignacio. Al cruzarse con él por el patio advirtió que su cuerpo se movía nervioso dentro del uniforme. Y entonces prefirió callar, esbozando sólo una corta sonrisa. Felicia habría deseado en ese momento saludarlo de un modo total y expresarle su comprensión frente a un trance que adivinaba difícil. Pero ese trance contenía para ella dos ineludibles peripecias: la que se refería al súbito ingreso de Ignacio a la legión de las personas responsables y su propia declinación como mujer apetecible, observación que surgía no tanto de los espejos como de las miradas de los hombres y sobre todo de la del flamante joven militar, tan distinto en el trato con ella desde hacía algún tiempo. Por su parte Ignacio respondió a ese saludo con una sonrisa también breve pero con diferente significado; sentía que su relación con Felicia se había ido decolorando poco a poco hasta llegar a este molesto color gris opaco, a esta distancia que se había creado entre ellos sin palabras: Felicia mirándolo de costado, o de lejos y a escondidas, y él rehuyendo solapadamente todo encuentro tratando de ocultar un particular remordimiento. A veces tratando en vano de explicar su inequívoca conducta.

—No es que ya no sienta nada por vos. Lo que pasa es que tengo mucho trabajo y vengo cansado. Pero ya se me va a pasar.

Felicia no reclamaba. Algunas veces preguntaba, pero nada más. Era Ignacio quien se sentía obligado a justificar su ausencia o su alejamiento. Y fue el uniforme militar el ropaje con el que terminó cubriendo y disfrazando una conducta de seguro vaticinio. Felicia no ignoraba la inexorable fugacidad de un amor de esa especie. En sus ojos

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ya había aparecido el reconocimiento de lo pasado y la tristeza por lo porvenir. Había elegido un amor oculto y efímero y se rendía ante él. Ignacio, en cambio, se había introducido en ese amor impensadamente, estimulado por su instinto, con el único resguardo de su ardor adolescente.

También fue de otra variedad la actitud de doña Encarna. Contradictoria como siempre, Ignacio esperaba de ella la frase sarcástica “Ahora vas a saber lo que es bueno” o la más hiriente “Pobre ejército argentino. Espero que no tengamos una guerra”, frases diferentes pero del mismo estilo que las pronunciadas al sorprenderlo en lecturas que ella consideraba peligrosas o ante juveniles actitudes que ni su condición de madre alcanzaba a comprender. Sin embargo, cuando doña Encarnación vio llegar a su hijo ataviado con aquel fulgurante uniforme no parpadeó antes de decir “Qué lindo te queda, Nachito”; y después de parpadear y antes de esperar una reacción de Ignacio, con un sencillo gesto que casi fue un manotazo le arrancó la gorra y al ver la cabeza rapada agregó “Y la pelada también te queda linda”. Además, después de devolver la gorra a su lugar causó sorpresa al proclamar “Esta noche vamos a cenar todos juntos, con los pensionistas. Quiero festejar y que todos te vean”. Ignacio quedó paralizado por la reacción de su madre. Al ver que ella se alejaba por el corredor exclamando “Vean, véanlo a Nachito, véanlo”, sólo atinó a deslizarse hacia el patio, allí donde había tenido el encuentro fugaz con Felicia.

Ya no quedaba nadie sin verlo. No sólo en el ámbito de la pensión sino en su misma calle y aún más allá, en el lugar secreto que últimamente frecuentaba con verdadera simpatía. A él se había dirigido directamente desde el cuartel, sin pasar antes por su propia casa. Don Ovidio había reaparecido después de unos meses de haber abandonado la imprenta. Lo había esperado al finalizar una jornada de trabajo, cuando la tarde ya estaba en retirada, a pocos metros de la puerta del taller. La noche ya había empezado a ensombrecer las calles y don Ovidio sorprendió a Ignacio apareciendo de repente detrás de un árbol cómplice. Se adelantó unos pasos y sin mostrar urgencia y hablando hacia atrás torciendo los labios y con una voz muy serena le pidió que lo siguiera disimuladamente. Ignacio obedeció y desde esa tarde la relación con don Ovidio se convirtió en una extraña amistad, mezcla de gozosa dependencia por parte de Ignacio y de feliz sentimiento paternal por parte de don Ovidio. “Siento que andás a la deriva, muchacho”, habían sido más o menos sus primeras palabras aquella tarde, cuando ya los dos pudieron mirarse frente a frente en el interior de la pieza que alquilaba don Ovidio. Y después de esas primeras palabras llegaron las segundas, ya más aleccionadoras. Y las terceras, francamente proselitistas: “Si no te gusta cómo está organizado este mundo hay que acabar con él, muchacho. Hay que acabar con él”. Y después de las

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palabras dichas vinieron las palabras escritas: por Proudhon, Bakunin, Kropotkin, Reclus y por todo aquel que se hubiera esforzado por demostrar la necesidad de suprimir el capital para así poder crear una sociedad igualitaria y justa. Al comienzo Ignacio oyó sorprendido y embelesado los argumentos que don Ovidio exponía rezumando ternura y convicción. Lo visitaba frecuentemente en su pieza alquilada y lo escuchaba ávido de recibir el conocimiento que a él podía escurrírsele entre las páginas de los libros. Fue en esa época cuando llamaron a Ignacio para prestar servicio militar. Y ese acontecimiento fue también aquí, igual que en el círculo de la pensión de su madre, motivo de cambio en las relaciones. Cuando Ignacio apareció esa tarde vistiendo el uniforme de conscripto no dejó de advertir un ceño adusto en la frente de su amigo.

—¡Qué curioso! —exclamó después de mirarlo de arriba abajo—. Yo ya sabía que uno de estos días ibas a venir de uniforme, y sin embargo... —Don Ovidio no podía desprenderse de su ceño adusto—. Esperá —exclamó al fin bruscamente. Y mientras investigaba los lomos de algunos libros de su biblioteca farfulló con desprecio—: Ya vamos a terminar con todos esos bandidos. En España ya cayó Primo de Rivera. Y ese más que Primo va a ser el primero. Pero en caer —continuó intentando insuflar algo de humor con poco éxito. Pero ya había encontrado lo que buscaba y entonces su ceño adusto desapareció. Blandía dos pequeños libros, uno en cada mano—. Tomá. Son sobre la guerra del 14. Uno es alemán: Sin novedad en el frente. Otro es francés: El fuego. Erich María Remarque, alemán, y Henry Barbusse, francés. Y los dos no fueron “enemigos”, como habrían querido algunos. Tuvieron que ir al frente, sí. Pero leé eso. Vas a ver lo que escribieron sobre esa guerra podrida. Porque ellos son ciudadanos del mundo y no...

Ignacio había dejado ya de oír a don Ovidio. Esa voz habitualmente dulce y serena se había trocado en un vozarrón teñido de indignación y dolor y sus gestos daban más impulso aún a las palabras. Ignacio miraba los ojos desorbitados sin lágrimas y oía sólo un murmullo violento como fondo de aquella imagen. La voz de don Ovidio regresó a los oídos de Ignacio, minutos después, cuando trepaba al tranvía que lo llevaría a su casa. Y la voz se abrió y llegaron las palabras. Llegaron repetidas para poder ser oídas nuevamente, para ser entendidas o discutidas. Para eso eran palabras. Y casi junto con las palabras oyó el tintinear provocado por el cordel manejado por el guarda del tranvía. Se acomodó a su lado en la plataforma, junto a la rueda del volante inmovilizado. El guarda lo miró sin verlo y volvió a agitar el cordel de la campanilla. Un militar no paga boleto. Ignacio sintió que los dos pequeños libros sobraban en sus manos y los ocultó dentro de su casaca, apoyados por dentro en el duro correaje. Después miró hacia adelante. Frente a él estaba el panel, mitad de vidrio y mitad de madera, que separaba la plataforma del interior del

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tranvía. Más allá de la división podía ver algunos pasajeros y los asientos de paja. Pero antes estaba él, él mismo, reflejado en el vidrio. Un reflejo de medio cuerpo entero, la cara seria y pálida, la gorra demasiado estrecha ciñendo la cabeza. Y allí abajo, a un costado, contra su muslo, interrumpida por la aparición de la madera, cortada por la mitad, aparecía la bayoneta. Ignacio estiró su brazo y trató de ocultarla detrás de su cuerpo. Pero la bayoneta se resistía. Ignacio extendió su brazo y la tapó a medias. Espió hacia un costado y vio al guarda que anotaba algo en una sucia planilla. Después miró detrás del vidrio, más allá de su reflejo y hacia el fondo del pasillo. Nadie lo miraba. Y entonces volvió a mirarse a sí mismo. Y vio a otro. Él se parecía muy poco a ese soldado de uniforme.

LAS OTRAS CALLES1940

La linotipia que tenía delante era parecida a cualquier otra linotipia. Las letras estaban allí, cada una en el mismo lugar del teclado, y eso era lo principal. La máquina de Barcelona había sido de origen inglés y ésta de Caracas era de origen norteamericano; pero todas fueron creadas con la misma finalidad: contribuir a la información, al conocimiento, al acercamiento de los hombres a través de la letra impresa. Ignacio había creído en tal finalidad desde el día en que don Ovidio lo había puesto al frente de una de esas máquinas. Aquella de Buenos Aires era de origen francés. Evidentemente esas diferencias entre nacionalidades se esfumaban cuando se trataba de linotipias. Algunos pequeños cambios, algunas mínimas adaptaciones y ya está: sirviéndose de esos pequeños, irregulares y hermosos veintiocho signos todo el mundo podía llegar a entenderse. Se trataba de estar dispuesto, nada más. De adoptar un gesto de buena voluntad hacia el otro, hacia aquel que estaba mirando el signo desde el otro lado, ya sea desde cerca o desde lejos. Total, los signos están todos en el mismo lugar del teclado tanto acá como allá, o tanto aquí como acullá si así os gusta más. Ignacio jugaba con la linotipia y con las palabras mientras esperaba. En general los cambios de lenguaje no le habían creado grandes dificultades. Había tenido algunos problemas para hablar el idioma francés debido a la falta de práctica: los tozudos camaradas españoles se empecinaban en no querer entender a los guardias franceses pero sí en continuar sus diálogos en un castellano lo más castizo posible. En cuanto al idioma español que se hablaba en

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España y éste otro que se hablaba en Venezuela las diferencias eran tan escasas, que bastaba con elegir bien los vocablos y asignarles a ellos la música del lugar olvidándose de la tonalidad rioplatense. Tanto André como los amigos venezolanos a quienes fue conociendo durante el tiempo posterior a su arribo se divertían con esta especial habilidad de Ignacio para imitar el habla caraqueña. Pero no fue este hecho superficial lo que estableció entre ellos una inicial relación feliz. Ella se forjó, sobre todo, gracias a la existencia de una voz común viva más allá del lenguaje original, una mirada común viva más allá del paisaje nativo, un sentimiento común vivo más allá de los dolores propios. Era una juventud viva unida por un soplo de alegre camaradería fundada en la esperanza de consumar un ideal tan común como sus voces, como sus miradas, como sus sentimientos.

Esta feliz relación inicial no duró mucho tiempo.Durante el transcurso de los meses siguientes a su arribo Ignacio

gozó de suficiente paz como para poder clarificar sus pensamientos y vislumbrar el origen de una vieja contradicción que lo distanciaba de sus compañeros de lucha en las instancias francas de decisión. Hasta ese momento, empujado por muchas de sus lecturas, por aquellos consejos de don Ovidio y obedeciendo a un impulso natural que había nacido con él y que se había desarrollado a través de varios acontecimientos confusos y fuertes como fueron su deserción y su incorporación a la lucha en la guerra de España, Ignacio había atravesado el mundo y la vida como aferrado a un esquife indómito en medio de una furiosa correntada. Ahora no. Ahora sentía que era él quien manejaba con cierta firmeza una embarcación obediente que podía conducir con bastante seguridad. Su carácter se había tornado sólido pero a la vez alerta. Su mirada se abría con cautela interrogando la condición de cada acontecimiento y sólo se involucraba en él después de un cuidadoso análisis.

—No te veo muy convencido, hermano. Y es bueno que sepas que aquí nadie te obliga a nada.

Estaban reunidos planificando una acción y el compañero venezolano que había hablado lo miraba fijo. Ignacio había recibido esa frase como una acusación. De modo que devolvió la mirada y respondió:

—Estoy convencido de luchar por la democracia y por la libertad. ¿Es suficiente ese convencimiento? ¿O no alcanza?

—¿Y el partido qué? El compañero seguía mirándolo fijo.—Bueno... Raúl nunca prometió más de lo que acaba de prometer

—terció André Elurzún—. Pero todos sabemos que es un tío prometedor —agregó el pelirrojo acompañándose como siempre con una franca risotada—. ¿O no? —concluyó mirando a su vez fijo a Ignacio.

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—Lo que prometo lo cumplo —respondió Ignacio mirando a uno y a otra—. ¿Está bien así?

—Está bien —exclamó André mientras que con un manotazo en el hombro daba por terminado el asunto.

Ese día Ignacio quedó convencido de que con sus respuestas la calidad de su compromiso había quedado claramente circunscrita. Pero también quedó convencido de que sus palabras habían sido recibidas por sus compañeros con frialdad y desencanto. Tal como había ocurrido otras veces su amplia actitud generosa había sido interpretada paradójicamente como individualista y estrecha. A partir de ese día soportó el inevitable distanciamiento sin mostrar más signos de discrepancias que los ya evidenciados y sin dar posibilidades para que su tarea diaria pudiera discutirse. Ignacio tenía una clara comprensión acerca de los hechos que sucedían en él y a su alrededor. La situación creada no era tan diferente de la que ocasionalmente había debido soportar con Martín Iriberri en España y, por supuesto, con el mismo don Ovidio en Buenos Aires. La decisión que se le pedía era nada menos que contraer un compromiso de carácter partidario. Y él no estaba en condiciones de asumir tal responsabilidad. No estaba dispuesto por ahora a acceder a una forzada afiliación partidista. Sí estaba dispuesto, en cambio, a continuar su lucha sincera a favor de conceptos y sentimientos personales, los que de todos modos eran parte de un ideal colectivo. Pero esta situación era bien conocida por Ignacio, en su momento hasta llegó a tolerar algunos de los injustos y pesados sarcasmos de Martín. Ya había aprendido a manejarse. Callar, meditar y esperar; ese era su lema. No podía ser de otra manera. Además era consciente de que la causa de la divergencia era su aparente indecisión. Y en cuanto a sus compañeros ocasionales, no podía sentir hacia ellos más que afecto y gratitud. Desde el día de su llegada su presencia generó gran simpatía convirtiéndolo en receptor de muchos favores. Si bien su aporte como linotipista había interesado tanto el pelirrojo André como a sus compañeros, Ignacio sintió que el afecto que había nacido a los pocos días de su llegada era desinteresado y recíproco. Así se planteaba por ahora su relación con la gente que amaba. Por ahora. Y ahora Ignacio estaba sentado frente a la linotipia y esperaba la aparición de uno de sus compañeros, quien llegaría corriendo portando un texto que convertido en miles de volantes se conocería luego en todo Caracas. Ese texto hablaba de democracia y de libertad. Ignacio no discutía consigo mismo sino con los demás. En Europa el nazismo ya había doblegado a Francia. La Unión Soviética, invadida. Trotsky, asesinado en México. El mundo entero, asombrado, no se atrevía a cerrar los ojos. En cambio aquí, en Venezuela, parecía nacer una nueva democracia.

—Aquí tienes, vale —alguien dejó caer sobre la linotipia una página escrita a máquina—. ¿Cuánto demorarás?

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—Nada.Ignacio echó apenas un vistazo sobre las primeras líneas y empezó

a armar los plomos sin pensar ya en otra cosa que no fuera su trabajo.

Un año más tarde el diálogo entre los compañeros de Ignacio tenía matices esperanzadores.

—Parece mentira. Primero esta aproximación a la democracia. Ahora este asunto del petróleo. Quién lo hubiera esperado de los militares.

—Bah. López Contreras, Medina Angarita... Una trenza de generales. No es otra casa.

—Pero desde Gómez algo ha cambiado, vale. Y de acuerdo a como va el mundo no nos podemos quejar.

—Por qué no. Si no nos quejamos nada va a cambiar.—Justamente. Algo está cambiando porque nos hemos quejado.El vuelo de un periódico terminó sobre la cabeza de uno de los dos

discutidores al mismo tiempo que se oyó una resonante carcajada.—Qui’hubo, vale. No puedes hablar sin reírte. Te estás contagiando

del colorado.Ignacio asistía al diálogo impresionado, como siempre, por la

vitalidad de sus compañeros. Cada uno a su manera y en su lugar, el hombre caraqueño jamás dejaba de exteriorizar el entusiasmo que nace de las simples ganas de vivir. Ignacio los observaba y los admiraba. Pero no se decidía a emitir su opinión, inevitablemente contagiada de frío sureño y de distancia.

Una nueva voz apareció en la puerta de la habitación dirigiéndose a Ignacio:

—¿Tú esperas a alguien?—No.Hubo un silencio. Los cuatro muchachos habían rentado en calidad

de estudiantes una vieja casa situada en el Este de la ciudad. Aunque algunas medidas de los dos últimos gobiernos habían logrado alivianar en parte el clima de oposición, ésta continuaba. Y una militancia activa aconsejaba no debilitar la toma de precauciones por más exageradas que parecieran.

—Una mujer pregunta por ti. Y habla como tú. Debe ser uruguaya, también.

Hubo otro silencio y la voz primera exclamó:—No puede ser. No creo que haya tantos uruguayos en el mundo.La broma pasó desapercibida para Ignacio.—¿Por quién preguntó?—Por Raúl Farías. Ése eres tú, ¿no?

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Ignacio sintió que su corazón lo precipitaba hacia el patio. Más allá, a un costado de las matas perennes y de las rejas que separaban la casa de la calle, estaba la puerta de hierro. Se acercó a ella despacio pero antes de tomar el picaporte oyó una voz temblorosa y casi desconocida que llegaba desde atrás de las rejas.

—Ignacio.Hacía mucho tiempo que no oía pronunciar su verdadero nombre. Y

ahora lo oía envuelto en ese temblor tan profundo y tan cercano. Giró rápido y miró detrás de la reja y de las matas. Allí estaba Lucía, la uruguayita. La uruguayita Lucía. Ignacio se lanzó sobre las matas, las aplastó, puso su pecho contra la reja y extendió sus manos entre los fríos barrotes acostumbrados a inventar separaciones. Las cuatro manos unidas y los dos en silencio. Quedaron así mucho tiempo. Un tiempo enorme. Reían y se miraban sin verse más que los ojos. Hasta que Ignacio pudo reaccionar. Murmuró “ya... ya...”, desprendió sus manos, fue hasta la puerta, la abrió y vio allí por primera vez, después de tanto tanto tiempo, entera, a la uruguayita Lucía.

Los dos estaban sentados frente a frente. Al arribo de Lucía los compañeros de Ignacio habían desalojado rápidamente la habitación. Los dos estaban solos, mirándose, tomados de las manos. Era muy poco lo que podían decirse. No se veían desde los años ya lejanos en el puerto de Montevideo. Se miraban reconociéndose, comparando aquellas personas de entonces con éstas de ahora y recordando aquel momento de la despedida: ella ofreciendo el maternal paquete con milanesas, él aceptándolo con timidez, con los ojos puestos ya en otros horizontes, sobre su cuerpo adolescente el impermeable que ocultaba el traje holgado de don Francisco y allí abajo los zapatos Patria.

Al rato la memoria pareció haberse agotado. Y entonces, sin querer traer un recuerdo sino descubriendo algo actual, algo presente allí entre los dos, tal vez entre sus manos entrelazadas:

—Yo te dije: “Si vos no venís, voy yo”. ¿Te acordás? —Cómo no me voy a acordar. Pero yo pensé que era una frase,

nada más.—Yo estoy llena de frases.Rieron. No a causa de la réplica sino, simplemente, porque se

sentían felices. Pero luego volvieron a callar, en la inteligencia de haber llegado al final del primer capítulo de su encuentro. Y entonces fue cuando los largos años salteados sobre la distancia y el silencio aparecieron protestando, exigiendo estar presentes. Y cada uno, como pudo, relató sus andanzas a lo largo de su existencia. Hablaron interrumpiéndose, a tropiezos, a veces vacilando y otras atropellando su propio relato, ansiosos de oír y de saber. Y así pudo enterarse Ignacio de

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que la carta transportada por el polaco Iosef había tardado en llegar a manos de Lucía pero que al fin había llegado. “Y también le llegó la carta a tía Felicia. Tomá. Aquí te contesta.” Y buscó en su cartera y extendió el sobre arrugado por el viaje en dirección a Ignacio y él al principio no supo qué hacer y titubeando preguntó “¿Vos la leíste?”. Y ella “No, cómo la voy a leer”. Pero él sabía que Lucía había leído la carta después de luchar vanamente contra la tentación durante largos días de barco y que tal vez, incluso sin haber leído la carta, ella ya estaba enterada de todo y disimulaba porque su carácter era así y entonces se metió el sobre en el bolsillo para demostrar su actual desinterés por Felicia y dijo “La leo después. Ahora quiero que me cuentes todo”.

Ignacio vislumbró algo así como un pequeño relámpago que apareció y desapareció en seguida de los ojos de Lucía. Aún no habían podido hablar del tema más importante para ellos, que era el de ellos mismos; hablar de todo lo que había pasado en esos años por dentro y también por fuera de ellos, “porque el mundo está lleno de hombres y sobre todo de mujeres, Ignacio; y yo sé que en la guerra todos los soldados son hombres y en el campo de concentración también son hombres pero no podemos olvidarnos de la imaginación y a mí me gustaría saber si la tuya está llena de mujeres o si había unas pocas o si estaba yo sola. Porque vos, en mi imaginación, estuviste siempre solo. Y por eso estoy aquí hoy. Para que sepas por qué vine así, como vine. El barco que me trajo vuelve a la Guaira desde New Orleans dentro de unos pocos días. Y si a vos te parece... tengo una reserva hecha, para Montevideo. Si a vos te parece”. Lo miró profundamente a los ojos y repitió otra vez: “Si a vos te parece”.

La mutua ansiedad había elegido los temas privilegiando unos y posponiendo otros. Quedó así relegado para otro momento el intercambio de impresiones sobre un hecho de tanta importancia como la guerra, que ya había alcanzado su última y oprobiosa etapa en Pearl Harbour. Pero sin duda los temas más injustamente postergados por Lucía fueron aquellos que se referían a su propia gente: la ausencia de toda noticia de don Francisco desde su partida a España, la muerte de su madre, doña Herminia, tan compañera de su marido que no pudo soportar no sólo su ausencia sino, sobre todo, el presentimiento de su desaparición definitiva; y los informes sobre la pensión que doña Encarna había liquidado para armar en otro lugar una pareja ilegal pero privada y estable con Almanza y, en fin, las noticias sobre la otra gente, su tía Felicia, por ejemplo, quien desde hacía tiempo padecía una tristeza muy grande que compartía a solas con sus fantasmas en la pieza que había heredado junto con la pensión. Lucía había dicho “a solas con sus fantasmas” y en ese preciso instante Ignacio se había sentido uno de esos fantasmas. Ellos, y él siendo uno de ellos, aparecerían de vez en cuando en esa pieza llena de cajas ahora vacías de sombreros pero

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llenas de recuerdos que la harían sentirse más sola y apartada de la vida porque con recuerdos, nada más que con recuerdos, pobre Felicia, no se vive.

Ignacio pasó la mano por su sien. —Qué pasa. ¿Te duele?—No. Ahora no. A veces. Me quedó la costumbre. En cuanto a esa

carta de tu tía —agregó para cambiar de tema—, ahí está. Podés leerla cuando quieras.

Lucía hizo un gesto de leve molestia.—Sabés que la leí. Pobre.No hablaron más de ella. Y de las otras personas hablaron luego,

cuando los dos tuvieron suficiente aire para dedicar a los demás, cuando tuvieron fuerza para desgajar años que ya eran ajenos porque de ellos, en ese momento, sólo era el presente.

—Y del futuro ni hablemos. Vaya uno a saber dónde está —había comentado Ignacio en un susurro.

—Está aquí —dijo Lucía imitando el susurro de Ignacio mientras enlazaba sus piernas desnudas en el otro cuerpo también desnudo.

Los compañeros habían respetado su encuentro y los habían dejado solos en la habitación después de una breve, simpática y reveladora despedida.

—Nos vamos hasta la noche. No respondan a ningún llamado. Cualquier visitante, si quiere, que nos espere afuera. Y ustedes vayan acostumbrándose a esa recámara. No sé por qué pero nos parece que se quedarán ahí por un rato. Sobre todo ahora, con ese golpe rioplatense.

—De qué golpe hablás —atinó a preguntar Ignacio.—Uno militar, qué otro se podía esperar. En la Argentina. Y eso está

bastante cerca de ustedes, si no me equivoco. Así que vayan preparándose por las dudas. Nosotros estamos saliendo de los militares y ustedes están entrando. Qué le van a hacer. Así es la vida. Hasta mañana.

La puerta se cerró frente a ellos y los dos quedaron otra vez solos. En seguida oyeron el ruido metálico del portón de la calle al cerrarse. Ignacio quiso iniciar un comentario:

—Otro golpe. Yo estuve allí en el 30, ¿sabés? y...Lucía le cubrió la boca con la mano.—Shhh. Dejemos eso para después. Por favor.Ignacio calló y entrevió el mundo nuevo que Lucía había abierto con

esas simples palabras. Casi involuntariamente, sin total conciencia de lo que hacía, le tomó la cabeza entre las manos y la besó. Y entonces los dos comprendieron que su amor no era un amor postergado. Que siempre había estado ahí, latiendo, escondido, encerrado tal vez en algún lugar de la sangre.

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—No sabía cómo era esto —murmuró Lucía después, como disculpándose, mirando a Ignacio con timidez y esperando, sin duda, algún comentario aprobatorio.

Ignacio sonrió.—Lo sabías. Lo que ocurre es que no sabías que lo sabías. —Pensé que... tal vez yo no... Vos anduviste mucho por ahí y...

Ignacio entendió a quién se refería.—Creo que querés saber si comparé. Entonces te digo que sí.

Comparé.Ignacio aquí hizo una pausa. Lucía contuvo su respiración. —Y descubrí algo —continuó Ignacio—. Hasta ahora todo esto

siempre me había pasado en la tierra.Calló, la miró durante unos segundos y le acarició la cabeza. —Esta fue mi primera visita al cielo, uruguayita.

Era de no creer. Aquel automóvil destartalado de André Elurzún que una vez sorprendiera a Ignacio en medio de un tumulto convirtiéndose de repente en un sofisticado coche de carrera, casi diez años después seguía sorprendiéndolo. Ignacio recorría en él nuevamente el camino que separa Caracas del puerto de La Guaira. Esta vez lo hacía en sentido contrario, alejándose del valle y acercándose al litoral venezolano. Y el sorprendente automóvil respondía con la misma fidelidad de antaño a las maniobras que le imponía su dueño pelirrojo a lo largo de la carretera en franco descenso.

—No te preocupes. Tengo bien los frenos —tranquilizó André a Ignacio después de un giro brusco.

André se refería a las partes del viejo coche como si fueran partes de su propio cuerpo. Utilizaba siempre la primera persona del singular: “tengo sucio el carburador” o “ando necesitando gasolina” o “me parece que estoy queriendo agua”. Él y el coche se habían fusionado constituyendo una unidad irremplazable en situaciones como ésta, en las que se hacía necesario un medio de transporte seguro y reservado.

El aviso había llegado con tiempo. Las amistades nacidas y desarrolladas a lo largo de esos años eran amistades sólidas, formadas en plena militancia y unidas en las ideas y en los afectos. Por eso el allanamiento de la imprenta fue secretamente anunciado al grupo con el tiempo necesario para que cada uno de los comprometidos con la causa pudiera cubrir su retirada rápidamente, con relativa calma y prudencia. Sobre todo aquellos extranjeros cuya situación legal no era perfecta. Y si bien Lucía había logrado un permiso de radicación legal, Ignacio continuaba utilizando su falsa identidad, oficializada a medias por un amigo con influencias en el consulado uruguayo. Por lo tanto la permanencia de Ignacio y Lucía en Caracas como matrimonio no era tan

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formal como lo parecía. Establecidos primero en aquella casa que compartían con los camaradas y luego en otra pequeña que les aseguró más independencia y privacidad, la vida de la pareja había sufrido distintas variaciones durante aquellos años.

En las primeras noches después de su arribo se le había hecho difícil a Lucía encontrar la calma indispensable para poder entregarse al sueño. A pocas horas de su llegada había experimentado ya tantas intensas emociones que sólo en la soledad de la vigilia nocturna podía convocar en paz a su espíritu y ordenar sus pensamientos. Y entre esas emociones, además de la feliz confirmación del amor en contacto con el cuerpo de Ignacio, estaban también los sucesos con que la historia se obstinaba en encuadrar sus vidas. Pocos días después de su aparición sorpresiva en la casa donde se alojaba Ignacio fue ella quien se sorprendió. Primero, por la algarabía a duras penas contenida con que los compañeros de Ignacio invadieron la casa festejando el desembarco de los aliados en Normandía; después, por la intensificación de las acciones políticas exigida por la compleja historia venezolana de aquellos tiempos. Así, durante largos meses su mente no descansó esforzándose en adaptarse al nuevo tipo de vida. Entretanto iba acompañando y aceptando, junto a Ignacio, las modificaciones de la política local que, pocos meses después de la definitiva victoria aliada y la finalización de la guerra, se concretó al ser destituido el gobierno de democracia relativa del general Medina Angarita y al asumir el poder una Junta de Gobierno de civiles, de total vocación democrática. Desde ese octubre de 1945 hasta fines del 48, cuando el escritor Rómulo Gallegos, elegido por voto popular, fue derrocado por un nuevo golpe militar, el pueblo venezolano vivió seguro de estar recorriendo una edad llena de peligros pero también llena de promesas. Así vivieron también esa etapa las camaradas de Ignacio y él mismo, que poco a poco, desde su lugar en la imprenta, había ido intensificando su participación en la militancia. Esa misma situación inducía habitualmente a la pareja a compartir reflexiones generales; hasta que una tarde Lucía sorprendió a Ignacio con una reflexión más aguda:

—¿No te parece que esto se pone cada vez más peligroso?—¿Dónde no?—¿Montevideo?Ignacio sonrió y le acarició la mejilla.—Muy cerca de Buenos Aires. Y ahora allí está ese coronel Perón.

Militar. Todavía no se sabe. Mejor dicho, nunca se sabe. Vos leíste lo que dice el polaco en su carta.

Iosef había escrito relatando sus vicisitudes en Buenos Aires. Parientes lejanos le habían abierto sus puertas y en poco tiempo había logrado trabajo. Pero no dejaba de expresar sus dudas sobre la situación

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política, sobre un golpe militar y sobre brotes sorprendentes, en ese lejano país del sur, de un indisimulado antisemitismo.

—¿Pero a vos te parece que aquí vamos a estar tranquilos los tres?Lucía había continuado con el diálogo. Y el estilo que adoptaba cada

vez que invitaba a su interlocutor a internarse en un tema que exigía cierto compromiso o simplemente cuando comunicaba una noticia muy importante era el opuesto al que podía esperarse. Esa vez dijo “estar tranquilos los tres” con tal carencia de énfasis o intención oculta que parecía dar por seguro que Ignacio o cualquiera que oyera esas palabras debía saber ya, sin duda, quiénes eran esos tres. Pero Ignacio entendía, por lo menos hasta ese momento, que ellos eran solamente dos. Y tuvo que ir hasta el fondo de los ojos de Lucía para entender que ese tercero era un ser que estaba por llegar. Y Lucía había elegido la mejor manera de comunicárselo.

Esa tarde fue recordada por Ignacio durante muchas noches. Y muchas mañanas. La mirada profunda de Lucía había actuado en él como impulsora de una revelación. La revelación de un mundo casi olvidado, de un mundo originalmente vivo que desafiaba la muerte habitual, aquella muerte latente con cuya amenaza compartía largas noches de vigilia y lentos amaneceres. Anticipándose a la salida del sol, en la espera, Ignacio trataba de contener el ahogo provocado por su angustia. Y esa tarde había vuelto a reconocer el rostro olvidado de la vida nueva, de la vida constante, de la vida en lucha tenaz e indeclinable con la muerte.

El automóvil mágico de André seguía eludiendo los cerros a una velocidad milagrosa. Se había plegado a esta azarosa carrera cuando su dueño, en pleno amanecer, lo sacó del letargo que disfrutaba en una vieja cochera con la promesa de hacerle vivir la aventura que ahora estaba viviendo. Porque la carrera general había comenzado durante la noche oscura en las piernas de apremiados mensajeros, en los códigos secretos transmitidos a través de inocentes cables telefónicos, en el despertar violento, en el urgente llenar las maletas y sobre todo en planificar la huida de aquellos extranjeros cuyas vidas podían peligrar víctimas de la eventual represión que el golpe militar iniciaría esa misma madrugada. Fue en esa instancia que también se plegó a la carrera el uruguayo amigo de Lucía, que en brevísimo tiempo supo preparar documentos con directivas oficiales del consulado facilitando la partida. Seguramente el automóvil amaestrado de André se habría asombrado si hubiera podido enterarse de la rapidez y precisión de todas las gestiones —pasajes a México incluidos— realizadas mientras la noche oscura de Caracas, encerrada entre sus cerros, demoraba su tránsito hacia el día.

—Vamos bien. Si no nos detiene alguien en el camino, los dejo en Maiquetía justo para tomar el avión. Y no los quiero ver más por acá —terminó André coronando como siempre su parlamento con una risotada.

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—Alguna vez me vas a explicar por qué te quedás. Sos tan extranjero como nosotros y...

—Alguna vez —interrumpió André a Ignacio dejando de reír. Y luego agregó suavemente—: Cuando tú entiendas la militancia.

La réplica de André fue suave, sí. Y teñida de afecto. Pero tuvo la suficiente consistencia como para ensombrecer el rostro de Ignacio durante el resto del camino y para que los tres, como en un pacto tácito, eligieran el silencio.

Llegaron a Maiquetía sin interrupciones. En el aeropuerto se encontraron con el amigo uruguayo del consulado, que en una última demostración de amistad y eficiencia estaba esperándolos con algunas instrucciones. Ése era el momento de la despedida de André. Él lo sabía y por eso había dejado para ese instante unas palabras finales.

—Te manda saludos Jean. Había olvidado decírtelo.—¿Quién?—Jean. Mi hermano. El otro colorado. No pudiste verlo en el campo

porque se había unido con los maquis. Ahora está en la política abierta. Para eso ganamos la guerra, ¿no?

Ignacio no supo responderle. Las pocas y simples palabras de André cayeron sobre su cabeza pesadamente, como un torrente denso de ideas que no se habían pronunciado pero que sí habían sido sugeridas y por eso eran más perentorias. Y esta vez el francés no las coronó con la correspondiente carcajada. Abrazó fuerte a Ignacio, luego a Lucía y con un simple saludo al uruguayo dio media vuelta y se fue. Ignacio apenas pudo seguirlo con la mirada porque en seguida debió estrechar en un abrazo de despedida al otro amigo. Cuando el uruguayo también se alejó tomó a Lucía del brazo y caminó hacia el control de salida tratando de pensar sólo en el futuro. Pero antes de cruzar la puerta que lo separaba de la pista donde aguardaba el avión quiso echar una última mirada hacia atrás; necesitaba despedirse por última vez de esa tierra amiga y de sus amigos. Y entonces vio la cabeza roja de André que se agitaba con violencia resistiéndose entre dos uniformados. Y en seguida vio cómo todo su cuerpo era dominado y cómo sólo la roja cabeza se sacudía impotente al atravesar una puerta que se abría oscura hacia un más allá incierto. Y después no lo vio más. Continuó oyéndolo, sí; continuó oyendo cómo exclamaba otra vez suavemente: “Cuando tú entiendas la militancia”. André tenía razón. Él no la entendía. Quedó allí, en la puerta, indeciso e inmóvil unos segundos. Entonces fue Lucía quien lo tomó del brazo y diciéndole “No podemos hacer nada, vamos” lo impulsó hacia la pista en dirección al avión que ya había sido abordado por los pasajeros.

Siguieron en silencio durante un buen rato. El avión al fin decoló y los alejó de la tierra. Allí abajo todo se fue achicando. La única imagen que permanecía firme y sin cambios era la de André y su roja cabeza

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resistiéndose a los gendarmes. Así cobraron altura, giraron eludiendo un cerro y las hélices apuntaron al fin por el Caribe hacia el noroeste, donde los esperaba una tierra nueva. Ignacio miró a través de la ventanilla. Allí abajo estaba el mar, azul y plácido. Y sobre él podía verse la sombra del avión, deslizándose solitaria sobre las olas. Sólo en ese momento Ignacio pudo hablar.

—Mirá, uruguayita —dijo mientras señalaba la sombra del avión—. Una paloma. Parece una paloma.

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SEIS

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El viejo corregirá una y otra vez la dirección de su mirada. Caminará por la vereda examinando con detenimiento las paredes cercanas. Revisará los frentes de las casas, sus puertas, sus zaguanes. Se detendrá en cada placa y su numeración. Se esforzará en descubrir viejas señales, imposibles vestigios de desaparecidos domicilios. Explorará cada umbral y cada recodo de sombra buscando en vano el rastro que estará exigiéndole su memoria.

—No queda nada. Parece mentira.—Está la reja.—Sí. Y el árbol.Ignacio dirigirá la mirada hacia Lucía y en seguida la desviará

tratando de evitar que sus ojos lo lleven hacia el final de la cuadra. Él sabrá que allí, en el parque, estará el viejo lugar aguardándolo. Lucía abrazará la cintura de Ignacio y con la cabeza señalará vagamente hacia allí.

—¿Vamos?Ignacio se desprenderá rápido del abrazo. —No. Todavía no.Dirá que no sin violencia, sintiendo que aún no ha llegado la hora de

enfrentar el lugar. Pero de repente callará y permanecerá quieto unos segundos frente a una de las paredes.

—Aquí estaba el prostíbulo.Y sin agregar más palabras tratará de escarbar con la uña la capa

de pintura que pretenderá disimular la vieja superficie de ladrillo. —Quién hubiera dicho. Éste es el prostíbulo. Lucía le apartará la mano. —No vas a poder, Ignacio. Ignacio se detendrá.—Claro que no. Pero ahí atrás está el prostíbulo. El frente entonces

era distinto. Pero detrás de todas esas capas está el prostíbulo. Lucía sonreirá.—Detrás de todas esas capas hay una carnicería.

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—Es verdad. Una carnicería. Tanto no cambió la cuadra. Tanto no cambió.

Los dos reirán bajito. Luego Ignacio proyectará una mirada decidida hacia el final de la calle.

—Creo que yo tampoco cambié tanto. Una serie de capas, una arriba de la otra. Pero la de atrás. La del fondo. Algún día tendré que descubrirla —sonreirá con tristeza—. Someterme al pentimento, como una vieja pintura.

Quedará callado durante un instante. Lucía entonces lo verá erguirse, respirar hondo y fijar la vista más allá de la esquina.

—Quiero ver qué pasa con ese pentimento. Ya tenemos el árbol. La reja. Pero nada más. Hasta el aire es diferente. Tiene olor a petróleo.

Callará otra vez. Lucía lo verá erguirse aún más. Parecerá un clavadista antes de una arriesgada zambullida.

—Vamos, uruguayita.Empezará a caminar hacia el parque y Lucía lo acompañará sin

tocarlo. El paso de Ignacio será lento; cuidadoso. Y firme. En dirección a un destino temido y esperado.

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LA CALLE DE LOS TAMBOS1930

Un molesto cosquilleo recorría todo el cuerpo de Ignacio. Sentía que el uniforme le bailaba sobre la piel y que la gorra le pesaba tanto sobre la cabeza como los botines Patria en los pies. Antes de salir de la Penitenciaría buscó la puerta más alejada de la Calle de los Tambos; en esa cuadra había siempre alguien que de manera franca o subrepticia espiaba cada entrada y cada salida de cada casa y hasta cada paso de cada transeúnte que se hubiera arriesgado a caminar por esas veredas. Y él no quería ser visto. Su sorpresivo destino había sido la Penitenciaría Nacional, donde ahora compartía el lugar con hoscos guardiacárceles y donde los únicos enemigos eran los presidiarios. Por eso ahora vivía una ridícula incomodidad. Sentía más que nunca que él no era él, que esa incomodidad que experimentaba se debía a una sensación de extrañeza provocada por una superposición de personalidades que le habían sido transferidas junto con el uniforme. Un uniforme que pesaba hoy más que nunca sobre su piel y frente a los espejos. Un uniforme que lo exponía públicamente obligándolo a salir por una puerta del penal y luego a recorrer con él la Calle de los Tambos hasta llegar a su casa. Y la Penitenciaría estaba situada sólo unos metros más allá de las esquinas donde terminaba esa calle, donde estaba el conventillo, el prostíbulo, el hotel para parejas. Y su mismo hogar. Todo esto parecía un complot organizado por el Pata. Aunque el Pata ya no estaba recluido en esa cárcel bien podía haber dejado allí una simiente malévola propia de su imaginación. Pero el Pata, en este caso, no tenía culpa alguna. Este hecho era producto de una de esas casualidades que hacen pensar en la existencia de algún ente extraterreno cuya diversión es obligar a ciertas personas a ejecutar curiosas piruetas con apariencia de destino. El Pata había sido condenado a pasar largos años en la prisión de Ushuaia, había abandonado la Penitenciaría y ya era un ser casi olvidado por Ignacio.

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Aunque no por el Rusito, quien a pesar de odiar al Pata lo envidiaba por el halo de aventura que adornaba cada una de sus andanzas.

—Mirá —le había dicho una tarde de verano a Nacho. Los dos estaban sentados en el cordón de la vereda. Con un cabito de rama de plátano el Rusito revolvía la tierra entre dos adoquines de granito donde pequeñas hormigas negras marchaban en fila, indiferentes a todo la que no fuera su propia marcha.

—¿Las ves? Yo no quiero ser una hormiga más. Eso es por lo único que entiendo al Pata. Él no quiere ser una hormiga más. Y yo tampoco. Yo tengo una cabeza para pensar, tengo un alma. ¿Vos creés en el alma?

—No sé. Pero si seguís hablando boludeces te voy a romper el alma.—Hacé chistes. Pero capaz que hasta el Pata tiene un alma. ¿Vos

pensás que no? —Qué sé yo.Nacho se levantó y con un puntapié rompió la fila de las hormigas.

Después se paró frente al Rusito y en posición de desafío señaló las hormigas aplastadas.

—¿Y ésas? ¿Tenían alma? ¿Eh? ¿Tenían alma?Después, sin hablar y con la cabeza semiescondida entre los

hombros se alejó del Rusito dando fin al único enfrentamiento de sus vidas.

Escondiendo la cabeza no sólo entre los hombros sino también bajo la gorra de conscripto Ignacio había pasado esa tarde frente al cordón de la vereda donde años atrás estuviera sentado junto al Rusito. Había mirado el cordón al pasar. Aquella época era la de los advenimientos, aunque entonces ellos no la denominaran así. Quien había usado esa palabra había sido el cura de la parroquia vecina, que un día se había detenido frente a ellos —en ese tiempo el Pata aún frecuentaba el grupo— y los había invitado a conocer la iglesia. Tanto por religión como por costumbre al Rusito esto no le gustó nada. Y cuando a los pocos días se atrevió a aparecer por allí un oficial de policía para invitarlos a “jugar tranquilos dentro de la comisaría lejos de los peligros que acechan a los niños que atorrantean en la calle”, apenas volvieron a quedar solos el Rusito lanzó por primera vez su proclama: “¿Por qué me tienen que obligar a elegir entre la comisaría o la iglesia? ¡Yo no quiero elegir! ¡Ahora me quedo aquí porque no tengo otro lugar adonde ir, y se acabó! ¡A mí no me van a obligar a elegir nada!”. Y esa también fue la primera vez que el Pata, con una simple respuesta, sintetizó toda su filosofía de vida. “Yo los voy a joder a los dos: al cura y al cana. Porque no voy a ir ni a la comi, ni a la iglesia, ni me voy a quedar aquí. ¿Por qué tenemos que quedarnos aquí? ¿Vos sabés todos los lugares que hay en el mundo para poder ir? Y yo no pienso perderme ninguno”. Con sus reflexiones, ese día

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el Rusito y el Pata habían dejado al resto de los contertulios sumidos en hondos pensamientos. Aún hoy Ignacio continuaba recordando aquella tarde. Pensaba en ella mientras se acercaba a su casa, donde unió ese recuerdo a muchos otros. Era quizá la influencia del uniforme sobre su cuerpo lo que lo separaba de un concreto contacto con la realidad actual; era quizá su peso, su forma y su color lo que le indicaba que otra etapa de su vida se iniciaba de repente, sin aviso previo, sorprendiéndolo. Fuera la que fuera él sentía la necesidad de saber quién era, quién había sido hasta ese momento. Y para saberlo qué mejor que los recuerdos, aunque los suyos fueran recientes, pequeños, triviales. Por qué no recordar los recuerdos que uno tiene. Tal vez por eso fue que al asentar su botín Patria sobre el primer escalón de mármol se vio a sí mismo saliendo por esa misma puerta, vistiendo aún pantalones cortos en una tarde lejana, llevando en su mano una jarra abollada de aluminio con la que recibiría al lechero puntual de las tres de la tarde. Eran tiempos puntuales aquellos de la entreguerra. Cuando llegaba el lechero empezaba la tarde. Y el hombre de raza ignota pero vestido con la casaca vasca de color crema cubierta de bordados y alamares, casaca impuesta para no desmentir el origen de la profesión, traía por la brida al obediente percherón que arrastraba el carro colmado de grandes tarros llenos de leche. El lechero se acercaba a cada puerta con un tarro pequeño y el caballo se detenía. Nacho los observaba a los dos y luego extendía la jarra en la que el lechero vertía el líquido. Tal vez las únicas palabras intercambiadas durante toda la operación eran las que el vasco lechero dirigía a su caballo ordenándole que lo siguiera hasta la próxima puerta. El caballo obedecía. Era un episodio que se repetía todas las tardes a la misma hora y con el mismo ritmo. Pero para Nacho ese corto lapso de cada tarde contenía todo el tiempo del mundo. Ignacio se quitó la gorra y ascendió por la primera escalera. La de mármol, amarillenta ya por los años y el uso. Volvió a ver allí a la pequeña Lucía una lejana tarde transportando con esfuerzo unas cajas de sombreros. El tiempo había transcurrido y ahora él llevaba una carta de ella en el bolsillo. El sobre contenía también una fotografía. Lucía ya era una señorita. La foto había sido tomada en la playa de Pocitos y se la veía luciendo un juicioso traje de baño. Su cabeza algo inclinada delataba una turbación apenas vencida y su relativa desnudez dejaba ver un cuerpo magro y sin muchos atractivos. La propia Felicia le había entregado el sobre abierto, mordisqueando una sonrisa burlona mientras dejaba caer como al descuido comentarios sarcásticos sobre su sobrina.

—Parece que le gustás.—Cosas de chicas.—Está más flaca que nunca.—Delgada —había corregido Ignacio. Y en seguida había continuado

su camino sin dar mayores posibilidades a Felicia para proseguir el

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diálogo. Pero Ignacio avanzó sólo un corto trecho. Antes de llegar a su pieza fue interrumpido por una voz. Se detuvo con un gesto de aburrimiento sin mirar atrás. Ser interrumpido en el interior de su hogar tenía para Ignacio el carácter de una metáfora. Ignacio siempre era interrumpido, tanto en los corredores como en los patios o en las habitaciones de la casa siempre había voces que interrumpían su camino. Y sin duda —no podía ser de otra manera— cada interrupción debería tener un significado oculto que él se confesaba incapaz de develar. Pero la voz que esta vez se interponía entre él y su libre albedrío era distinta. Pertenecía a Almanza, quien apareció de repente por un ángulo del corredor —lugar por el que Ignacio lo veía siempre aparecer y desaparecer—, hasta que quedó frente a él mirándolo fijo, como inaugurando un nuevo estilo de comunicación. Ignacio giró y lo esperó quieto y callado. Sin duda esa tarde Almanza parecía otro hombre: la dureza habitual de su cara atravesada siempre por un rictus que invitaba a imaginar cruentas batallas interiores consumadas en largas jornadas había desaparecido y una sonrisa agazapada esperaba la oportunidad para surgir franca y amistosa. La sorpresa de Ignacio cuando observó el cambio exterior de Almanza se multiplicó al descubrir el cuerpo entero de su madre que en un sólo movimiento fugaz apareció y desapareció por el mismo ángulo del corredor. Desde ese momento Ignacio supo que el cambio de Almanza se debía a la decisión de hablarle de la oscura relación que mantenía desde hacía mucho tiempo con su madre y también de posibles planes futuros. Y no se equivocó. Almanza le pidió que lo invitara a entrar en la pieza y una vez allí, en el cuarto de Ignacio, le habló de frente y como se habla a una persona madura. Ignacio escuchó el conmovido discurso de Almanza sin interferirlo con gestos o reacciones impropias. Escuchó con calma su decisión de integrar con Encarna una pareja estable, si bien no legal dado que en el país todavía no era permitido el divorcio, sí profundamente moral y con todos los atributos formales posibles en el marco, claro está, impuesto por las reglas que predominaban en la época. Y como justificando haber elegido ese momento para la toma de semejante decisión habló también de la actual madurez de Ignacio, de su flamante circunstancia militar y de la posible programación de su futuro. Y por supuesto habló también de Encarna, que sería la mujer más feliz si su hijo recibiera con inteligencia y buenos ojos esta noticia. Ignacio entendía que aquel no era un discurso aprendido de memoria pero que sí había sido pensado, construido y tal vez ensayado parte por parte imaginando el posible diálogo posterior. De todos modos se mantuvo callado. Hasta que en una pausa que Almanza ocupó en respirar dijo de repente:

—¿Y por qué se esconde?Almanza quedó petrificado.

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—¿Cómo?—Mi madre. Si todo es así, como usted dice, ¿por qué se esconde?Almanza tardó unos segundos en recobrar su capacidad para emitir

palabras. Pero cuando volvió a hablar su discurso ya no era aquel que había pensado, construido y quizás ensayado. Y a borbotones pero francamente, dolorosamente, habló de la difícil relación de la madre con el hijo y del hijo con la madre sin echarle la culpa a ninguno de los dos, por supuesto, ya que el problema era que esa relación no era de hoy sino que venía arrastrándose desde hacía muchos años y aunque él no quería meterse en la vida de nadie deducía, es decir suponía, se le ocurría pensar nada más, sacando una conclusión aquí y otra allá, que tal vez esa mala relación era fruto de la época en que su padre, y eso de ninguna manera quería decir que él tuviera la culpa, había desaparecido del hogar. Al oír tal comentario Ignacio farfulló para sí y en voz muy baja “Ahora éste quiere ocupar el puesto vacío”, manifestación que para Almanza no fue más que un murmullo y por eso preguntó “¿Cómo?”. Y entonces Ignacio respondió “Nada, que todo está bien, que hagan lo quieran”. Y ahí Almanza aclaró que de ningún modo él pretendía asumir la responsabilidad de un padre pero que en cambio sí se comprometía a comportarse como un verdadero amigo que podría llegar a colaborar en el rescate de esa relación que era una verdadera pena que...

—Está bien. Ya les dije. Hagan lo que quieran.Más que una interrupción su respuesta fue un portazo contra la

nariz de su interlocutor. Almanza quedó paralizado por el golpe. No sabía si hablar o callar. Fue el tiempo que necesitó Ignacio para entender que ahora debía alejarse de este padre que se le había aparecido por el ángulo del corredor y que para eso tenía que desandar su anterior camino y no quedarse en la pieza sino enfilar hacia el vestíbulo donde se abría la escalera de madera y luego la de mármol y luego el umbral con la puerta de madera y luego la calle y luego la enorme ciudad.

Y atravesando la enorme ciudad, más allá del Parque Centenario y de sus árboles, bastante más al Oeste, estaba la casa aquella que en ocasiones Ignacio visitaba. El tranvía lo llevó ruidosamente hasta el fin de ese barrio desprestigiado por la gente elegante. Descendió del tranvía y se internó en la vieja casa donde don Ovidio alquilaba una pieza. Hoy era un día de padres. Después de atravesar un angosto corredor y un soleado patio llegó frente a la puerta de la habitación. Golpeó y volvió a golpear cada vez más fuerte. Tal vez don Ovidio estuviera en su pieza pero tal vez no estuviera. Aplicó un último golpe más fuerte que los anteriores y esperó unos segundos. Al comprobar que sólo seguía respondiendo el silencio metió la mano en su chaqueta, sacó un papel y un lápiz y usando la pared como apoyo comenzó a escribir un mensaje. Fue entonces cuando la puerta se abrió silenciosamente y apareció la cabeza de don Ovidio medio oculto por la oscuridad interior.

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—¿Qué hacés acá?—Vine a verlo. Como no respondía le iba a dejar un mensaje. —Pasá, pasá.Don Ovidio abrió la puerta dejándole paso y espió con recelo hacia

el corredor. Después cerró la puerta y miró a Ignacio con preocupación. Ignacio, a su vez, miró a don Ovidio. Hoy era un día de padres, sí. Y si la obligación era tener un padre, el elegido era éste. Siguió mirándolo con una sonrisa. Y quiso saber.

—¿Qué le pasa?—No debías haber venido.—¿Por qué?—Sentáte.Ignacio se sentó y entonces don Ovidio comenzó a hablar. Mostraba

una calma exagerada, una serenidad que parecía labrada con esfuerzo a lo largo de muchos años. Caminaba por la pieza con pasos cortos y firmes hablando lentamente con la cabeza baja y mirando el piso. De vez en cuando se detenía y enfrentaba a Ignacio. Sin embargo de su interior brotaba una incontenible exaltación difícil de clasificar. A veces mostraba todos los rasgos de la pasión, a veces sólo los de un extraño y medido entusiasmo. Sus ojos lanzaban desordenados destellos de indignación, de temor, de desafío. Entretanto Ignacio permanecía sentado, con las manos sobre las rodillas, sorprendido por esa tranquila avalancha de palabras y de gestos. Hasta que de pronto sintió que era invadido por un agudo desasosiego. Había comprendido al fin que don Ovidio le estaba anunciando el arribo de un tiempo poblado de peligros. Y esos peligros eran reales, habían cumplido ya su período de gestación y en ese preciso momento, esperando la noche, estaban por lanzarse y extenderse sobre el indefenso mapa de todo el país. Tratando de no comprometer a Ignacio con informes demasiado precisos don Ovidio demoró bastante en confiarle que estaba al tanto de que esa misma madrugada el ejército se levantaría en armas contra el gobierno de Yrigoyen y que desde ese momento sería reprimido el país entero y sobre todo personas como él, de notoria militancia y profusa figuración en los archivos policiales. Pero al fin soslayó todo eufemismo aconsejándole severamente “Y ya es hora de que te vayas y no vuelvas más por aquí porque en cualquier momento aparece la policía o el ejército y te llevan a vos también”. Y agregando “Esperá, que aquí separé algo para vos” le puso una vieja y pequeña valija de cartón en una mano y con un “Y por mí no te preocupes que no voy a dejar que me agarren” lo empujó fuera de la pieza. Ignacio no oyó todas estas palabras. Tampoco algún adiós último agregado quizá como despedida. Más tarde sí, en soledad, las palabras volvieron y él pudo restablecer su sentido. Pero en ese momento, confundido y sin posibilidades de reacción, lo único que oyó fue el ruido de sus propios botines Patria

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sobre las baldosas del corredor y así, casi sin darse cuenta, alcanzó la calle que a esas horas ya era iluminada por el brillo de una tarde primaveral.

LAS OTRAS CALLES1952

La sangre derramada por las calles de Venezuela había sido ajena, pero al llegar a México la sangre fue propia y además íntima. Ignacio sentía que lo obligaban a volar de sangre en sangre. Ésta que había brotado del vientre de Lucía en pleno vuelo había disuelto una de las esperanzas mejor compartidas por los dos. No había transcurrido más de una hora cuando Lucía murmuró al oído de Ignacio “Se me va, mi amor, se me va”. Y después todo ocurrió con la rapidez y agresividad de los hechos imprevisibles, difíciles luego de ser recordados como formando parte de la continuidad original; cuando vuelven lo hacen en forma de imágenes individuales, confusas, montadas unas sobre otras y apenas permitiendo que el tiempo se detenga sobre algunas de ellas el instante justo para componer una memoria borrosa del hecho general. Ignacio recordaba en ráfagas algunas palabras y gestos de Lucía, la asistencia de cordiales azafatas en pleno vuelo, el arribo al aeropuerto de México, el encuentro con la misma miseria de España, de Venezuela, del Uruguay, de la Argentina... La eterna miseria. Y la presencia ahí de los nuevos compañeros mexicanos, la ambulancia, el hospital y al fin nítidamente, ya con el tiempo detenido sobre el rostro de Lucía, su tristeza infinita.

—La culpa fue mía, uruguayita. Debimos habernos quedado. No estabas para ese traqueteo. Soy un aturdido.

—No nos podíamos quedar. No sos un aturdido. Además no fue el traqueteo. Debió haber sido el susto. Y de eso vos no tenés la culpa.

—Ah, no. ¿Y quién la tiene?—No sé. El que tiene la culpa entera, supongo. Habrá que

averiguarlo.

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Hasta en situaciones así Lucía podía recurrir al humor. Fue esta aptitud lo que le permitió en seguida tomar a Ignacio de la mano y mirarlo a los ojos.

—El próximo se va a quedar. Aquí o donde sea. Con o sin traqueteo. Pero se va a quedar.

—Claro que sí.Pero Ignacio sabía que no habría un próximo. Y también sabía que

por ahora Lucía debía ignorar esa noticia. Los nuevos compañeros mexicanos que habían ido a recibirlos al aeropuerto y que luego les ofrecerían un alojamiento provisorio colaboraron aportando un optimismo exagerado.

—¡Órale! ¿Cómo “el próximo”? ¡Dirás “los próximos”! Ten en cuenta que en la nueva sociedad harán falta buenos brazos. Así que “los próximos” serán por lo menos dos. Aunque vendrían bien tres. O cuatro. ¡Desde hoy México es la casa de ustedes!

Ignacio acababa de conocer a sus nuevos amigos y ya podía percibir en ellos el nervio sustancial que los unía con los camaradas venezolanos. Estaban a la vista las conexiones afectuosas entre las militancias amigas. Cuando Lucía estuvo fuera de peligro y los hombres pudieron dedicarse a intercambiar impresiones internacionales sobraron las palabras de simpatía para los venezolanos y para Jean y André Elurzún. Los “colorados” o los “franchutes”, como les gustaba llamarlos, despertaban en ellos una simpatía también exagerada.

—Son muy padres. Y los franceses no siempre son así. Aquí conocimos algunos. Pero estos dos colorados, ¡pues ni modo!, aunque sean franceses son muy padres. Muy padres.

Poco después declaraban con entusiasmo que también los sureños eran muy padres; pero los destinatarios de manifestaciones tan afectuosas no se detuvieron a analizar si esas afirmaciones eran sinceras o sólo una vía útil para ayudarlos a superar el duro momento que estaban viviendo. Porque debió transcurrir cierto tiempo antes de que Ignacio y Lucía se decidieran a enfrentar la vida con la energía y el aliento evidenciados antes de ese triste episodio.

Toda transformación se produce de a poco, insensiblemente, sin que los protagonistas perciban el menor síntoma del cambio. Hasta que de repente el cambio aparece sorprendiendo. Fue Ignacio quien dio el pie para desbrozar la situación a través de un simple comentario.

—Creo que es hora de escribir a tu tío diciéndole que ya no necesitamos los giros.

Lucía tenía unos papeles en la mano.—Ya le escribí. Este será el último giro que recibimos.Ignacio la miró asombrado pero también divertido.—Decíme una cosa: casi siempre pensamos igual. Pero vos siempre

me ganás de mano. ¿Por qué?

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—Porque vos te demorás.Ignacio entendió que allí atrás había otro tema. —Te escucho.Lucía pensó durante un instante antes de hablar. —Son tus dudas las que te hacen demorar. —Mis dudas. —Sí.—¿Y las tuyas? ¿Vos no tenés dudas? Lucía volvió a pensar. —No sé.—¿Ves? Vos también dudás.Con una fingida y breve carcajada y un alejamiento en apariencia

distendido Ignacio quiso dar por terminado el diálogo. Pero aquel era un tema que ya no soportaba más postergaciones. De modo que después de caminar dos pasos se detuvo, dudó un segundo y volvió hacia ella.

—Está bien. Hablemos.Era claro que Lucía discutía consigo misma. Hasta que algo dentro

de ella ganó.—Me tuviste meses engañada, pensando que algún día podía llegar

a tener un hijo.Y sin duda algo, dentro de Ignacio, había perdido.—Pasó mucho tiempo ya, uruguayita. ¿Cómo me salís con eso?La voz de Lucía llegó húmeda, teñida de dolor, cansada de tanto

tiempo de espera.—Te salgo con esto porque esto tiene que ver con tus dudas, con tu

falta de decisión. Aquella pérdida fue un aborto. No lo quisimos, pero fue un aborto. Y vos nunca fuiste capaz de llamarlo aborto. Aborto, sí, aborto. Nunca fuiste capaz de contarme la verdad, de decirme que ya nunca podría llegar a ser madre, que mi vida desde ese momento iba a ser distinta de la que yo esperaba. Estás lleno de eufemismos, Ignacio.

Calló y suspiró profundamente. Como aliviada. Como si lo que acababa de decir se hubiera mantenido dentro de ella en estado de hibernación durante demasiado tiempo y ya los años o los meses hubieran perdido su significado. Después, ante el silencio casi sumiso de Ignacio, continuó hablando. Pero ahora su voz era la de siempre: grave y honda pero calma, como si sopesara no sólo cada palabra sino también sus posibles consecuencias.

—Pensálo bien. Se trata de toda tu historia. Es una constante en tu vida. Pensálo bien.

Ignacio hizo un gesto mezcla de desagrado y desánimo.—Pensar. Deberías saber que esa es mi mala costumbre. En cuanto

al asunto de... —tuvo que esforzarse para pronunciar la palabra— ...del aborto, el médico estuvo de acuerdo conmigo: temí hacerte daño si te lo decía en seguida.

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—Temiste. Siempre temés. Sea por esto o sea por aquello, temés. Y entonces dudás. Eso es duda, Ignacio. No le cambies el nombre, por favor.

La respuesta de Ignacio apareció después de una larga pausa, lentamente. Llegó con una voz de otro color, como si fuera otro el que hablaba.

—No todo es duda, uruguayita. Si estamos acá es porque no todo es duda. Aunque vos...

Calló, hizo un gesto amplio y vago con la mano, volvió a girar y se alejó. Así, inconclusa a pesar de todo lo dicho, había quedado ese día la discusión. Pero el tema perseveraría en el tiempo, a veces oculto y otras veces contenido en sordas querellas, ocupando una época difícil de sus vidas. Desde su atribulado arribo a México y durante varios años se vieron obligados a concentrar todos sus esfuerzos en lograr una modesta y honorable subsistencia. Para ello contaron con el apoyo de grupos políticos solidarios con la castigada democracia venezolana y también con la actitud fraterna de republicanos españoles exiliados. Y también, por supuesto, con el generoso respaldo de los tíos de Lucía. La alarmante falta de noticias de don Francisco había logrado acercar a los tíos con la sobrina ausente. El acercamiento epistolar se había concretado luego en forma de giros postales periódicos que ayudaron a que la pareja pudiera establecerse. Fue así como al poco tiempo Ignacio se vio otra vez frente a una linotipia y pudo alcanzar su independencia económica instalando una pequeña imprenta que servía no sólo para móviles políticos sino también para asuntos estrictamente comerciales. Todo este proceso ocupó un tiempo gris de las vidas de Ignacio y Lucía. Un tiempo que de repente hizo explosión revelándoles la esencia de lo transcurrido, desnudando ante sus ojos largas horas y días y meses y años de inaceptable insensibilidad y letargo. Fue el día que reapareció Martín Iriberri.

Llegó con la fuerte sonrisa joven de siempre. Se presentó en la imprenta de Ignacio de improviso. De repente se lo vio allí en la puerta como un brote que hubiera surgido desde las profundidades, como si su cuerpo hubiera nacido y crecido en ese preciso lugar. Ahí estaba, como suspendido en el aire, el sonriente Martín de siempre, sorprendiendo y sorprendiéndose a sí mismo con su propia presencia. Al verlo, Ignacio también quedó suspendido en el aire. Fue sólo un instante. En seguida cayeron los dos desde aquel incierto espacio. Se abalanzaron uno contra el otro riendo y riendo y se abrazaron durante un rato largo muy largo. Hasta que al fin pudieron separarse y mirarse seriamente.

—Sobrevivimos —murmuró Martín después de un instante.—No estoy tan seguro, vasco, no estoy tan seguro —respondió

Ignacio antes de desviar su mirada inquieta del rostro preocupado de Martín.

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Los tres estaban en silencio. Con la cabeza gacha, exploraban regiones delicadas del pensamiento. Martín había llegado de Europa con noticias de don Francisco. Una calma pesada inmovilizaba el grupo. Aunque las noticias traían el peso de los sucesos que el tiempo y vagas versiones habían hecho suponer, la transformación de aquellas versiones en incuestionable noticia cayó brutalmente sobre la pareja aniquilando sus últimas y débiles esperanzas. Don Francisco figuraba en las listas franquistas como uno de los tantos combatientes extranjeros muertos por el ejército nacionalista. Martín había logrado confirmar la versión de este dato en una de las temerarias incursiones que realizaba partiendo de Francia e internándose en tierra vasca. La denominación bajo la cual figuraba era común y vaga. No había fechas ni otros detalles. Como uno más, don Francisco formaba parte del despreciado conglomerado anónimo que había combatido contra la España nacionalista.

Lucía fue la primera que irguió la cabeza. Después se levantó, pasó su mano por la espalda curva de Ignacio y con voz bastante firme dijo “Voy a servirles café”. Y se alejó.

Después Martín habló de André Elurzún y de su tristeza. Se veía a menudo con él y con su hermano Jean en Francia, donde ellos continuaban militando ahora sin las dolorosas represiones del pasado. No obstante, y a pesar de haber transcurrido bastante tiempo desde sus días de prisión y su obligado abandono de Venezuela, André no había podido desprenderse de una tristeza que ya parecía formar parte definitiva de su personalidad. En pocas palabras, el pelirrojo André, desde su regreso a Francia, era otro.

—Ya pasaron años. Y sigue extrañando su tiempo en Venezuela. No sé cuánto jugará el trópico en todo esto. ¿Tú lo sabes? No hace más que hablar de él: “El trópico, el trópico...” ¿Entiendes eso? ¿Es explicable?

—Lo entiendo. Pero no es explicable. El trópico pega así. Eso es todo.

Fue en ese momento cuando de repente, montada sobre el golpe suave pero rotundo de la bandeja con café al chocar contra la mesa, se oyó la voz también suave y rotunda de Lucía.

—Me vuelvo a Montevideo, Ignacio.Desde la llegada de Martín el ritmo de la conversación había sido

fecundo en pausas y voces apresuradas que se agolpaban unas sobre otras nerviosamente, la pareja apoyada en el ansia de saber y el recién llegado en la discreta comunicación de las noticias. Cuando Lucía llegó con el café informando sorpresivamente de su decisión, el silencio que se creó fue singular. Ignacio supo en seguida que la resolución de Lucía era inapelable y que él debía responder con su propia resolución. Tener y mostrar una respuesta. Sin mirar a ninguno de los hombres Lucía se sentó a la mesa, llenó los pocillos con un café humeante y oloroso, y

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esperó. Durante un rato los ojos de Ignacio se movieron nerviosos, buscando esa respuesta.

Ahora sólo estaban los dos hombres en silencio y con las cabezas gachas frente a la mesa vacía. Compartían uno de esos mágicos momentos en que las personas han alcanzado la inexorable madurez exigida por sus historias.

Lucía se había marchado a Montevideo. Ignacio la había dejado partir y la despedida había sido un beso sin promesas. Sí, era cierto que Uruguay era ahora un país más abierto, que había inventado un democrático y original Consejo de Gobierno y que además allí estaba la familia. Pero Ignacio no podía volver aún a la Argentina sin el riesgo de ir preso y además no tenía familia o, si la tenía, no la quería tener. Y Montevideo seguía condenada a estar cerca de Buenos Aires. En cambio México, donde ya estaba instalado, quedaba lejos de todo aquello y además le gustaba esta tierra, qué joder.

—Creo que debes pensar en eso: en por qué te gusta esta tierra —murmuró Martín sin levantar la cabeza.

Desde aquel lejano encuentro a bordo del Infanta Isabel y a lo largo de una amistad interrumpida por distancias y acontecimientos inclementes habían sido escasas las oportunidades en que los dos muchachos, ahora hombres, habían podido compartir ideas, pensamientos o simplemente evasivos diálogos. Además, el estilo que los dos amigos habían elegido para su relación —o el único impuesto por las urgentes circunstancias—, estaba formado por riesgosos sobreentendidos, por charlas ambiguas que servían solamente para eludir opiniones francamente comprometidas. Pero el alejamiento de Lucía, sumado a una vida de hombres solos en una tierra fuerte y provocativa como la mexicana, hizo que el estilo de aquel diálogo cambiara. El cambio se inició al día siguiente de la partida de Lucía. En realidad tal cambio apareció dibujado con claridad en el rostro de Ignacio. Y Martín lo había percibido.

—Si me lo permitieras, te diría que ahí, dentro de ti, hay algo que no anda.

Ignacio dejó asomar una mueca amarga.—Curioso. Eso me dijo Lucía antes de irse. Casi las mismas

palabras: “Hay algo que no anda, ¿no?”, me dijo. Pero ella se refería a los dos. No sólo a mí.

—Nadie está solo en este mundo.Se miraron a los ojos y se hizo un silencio pesado. Pero en seguida

Martín retomó su ánimo habitual y exclamó:

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—A propósito de no estar solos. Esta tarde hay una reunión de exiliados cubanos. Te invito. Hablé de ti, y estás autorizado. En el grupo hay un argentino, de modo que...

—Yo soy uruguayo —interrumpió Ignacio con calma.—Creo que con ellos podrías llegar a franquearte.—Soy uruguayo. Ahí está mi documento. Raúl Farías.En los ojos de Martín comenzó a aparecer una dureza inusual.—Qué pasa. ¿A los uruguayos les gusta Batista?—Me cago en Batista.Ahora se miraban los dos duramente.—Está bien eso de cagarse. Pero además está lo otro. Eso de elegir

el grupo.Las palabras empezaron a salir afiladas de la boca de Martín. —Elegir estar al lado de los que mueren por una idea es una cosa.

Elegir estar al lado de los que mueren sin ideas es otra cosa. Estos últimos, generalmente, son los que también viven sin ideas.

Martín había dicho lo que quería decir. Se puso de pie y se movió como para irse sin esperanza de continuar el diálogo. Pero lo detuvo la voz sorda de Ignacio.

—Elegir. Siempre hay que elegir.Martín entendió que así era como Ignacio prefería despedirse.—Así es —confirmó Martín. Luego caminó lentamente hasta la

puerta y allí pareció recordar algo. Entonces giró y se dirigió a Ignacio de frente—. Pero no se trata de salir a “cambiar el mundo”, como cierta vez me dijiste tú en Argelès-sur-Mer. A veces la elección es mucho más modesta.

Al menos por esa tarde el diálogo había terminado. Sin otro saludo de despedida Martín abrió la puerta y se fue.

Ahora era Ignacio quien estaba solo, con la cabeza gacha, frente a la mesa vacía. De pronto, como despertando con violencia de un mal sueño, estiró su cuerpo, se irguió y se puso a dar pasos sin sentido por la habitación.

Un rato después caminaba a lo largo de una de las anchas veredas del Paseo de la Reforma. Sus pasos habían empezado a cobrar sentido. Pronto se encontró frente a la casa que ocupaba el gobierno de la República Española en el exilio. Ignacio solía visitar la triste casa sin darse cuenta de que cada una de esas visitas era una visita que se realizaba a sí mismo, una ceremonia que lo conectaba con su tiempo español, con las luchas que había librado en aquella dura tierra y con las que ahora libraba en su propia mente. Entró despacio a la casa y, sin poder discernir si esa observación respondía a una fiel interpretación de la realidad o a un interesado producto de su imaginación, volvió a

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observar en las paredes, en los pisos y en los modestos muebles la pátina de la vejez o, lo que es peor, del deterioro.

Se detuvo en mitad de la habitación. Se suponía que a esa hora debía haber gente por ahí. Al fin oyó una voz inconfundiblemente española. Era Jiménez, algo así como el cuidador de la casa.

—Hola. Hacía tiempo que no venías.Ignacio giró y vio a Jiménez. Lo encontró bastante más viejo que la

última vez. —Sí. Ocupaciones.—¿Sabes que llegó Martín Iriberri? Te estaba buscando. —Hace rato que me encontró.Jiménez lo miró de costado y se sentó en una silla de madera que

estaba junto a una mesa pequeña. —Creí que eran amigos. —A lo mejor todavía lo somos.—Qué bien —dijo Jiménez con sorna mientras encendía un cigarrillo.Ignacio caminó unos pasos y su mirada se desvió hacia un rincón de

la pieza. —¿Y esa valija? —Del Moro. —¿El andaluz? —Sí.—Qué pasa. ¿Se va?Jiménez lo miró con cierta amargura.—Se fue. Pero al otro mundo. Hace más de un mes. Hacía mucho

que no venías.Ignacio sintió que las palabras de Jiménez lo clavaban sobre el piso

de madera.—Ya te dije. Ocupaciones.—Ya, ya.Ignacio no podía dejar de mirar la valija. Era grande, de un cuero

descolorido por el tiempo. Una cincha de soga oscura rodeaba varias veces su hinchado lomo. Volvió a oír la voz de Jiménez.

—Ahí está toda su ropa. La de entonces. Vaya uno a saber cómo estará ahora. Con esa valija, así como la ves, llegó de España hace como veinte años. Nunca la quiso abrir. Decía siempre que pronto iba a volver, así que no valía la pena deshacerla.

Hizo una pausa, aspiró humo de su cigarrillo, estiró las piernas, devolvió un resto del humo a la habitación y suspiró cansado.

—Ahora no sabemos qué hacer con ella. En España no aparece ningún familiar. En fin... estamos en eso.

Le costó trabajo a Ignacio desclavar sus pies del piso de madera. Después farfulló un confuso saludo de despedida y salió a la calle. Caminó varios pasos sin mirar hacia atrás. Habría querido encontrar una

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manera de despedirse de la casa. Pero no la encontró. Y siguió caminando tercamente hacia adelante, los músculos y la mirada sin dirección precisa. Fue por eso quizá que no oyó la voz de mujer que llegó de atrás llamándolo. Y fue quizá por eso que se sorprendió al sentir la mano que lo detenía apretándole el brazo y la voz que le reclamaba:

—Pues qué te pasa, Raúl. ¿Es que estás sordo?Ignacio se detuvo y tardó un instante en regresar a esa calle, a esa

ciudad, a ese mundo. Y en reconocer a Consuelo.—Hola. Perdoname. Estaba abstraído y no... Perdoname.—Estás perdonado. Seguro vienes de la Casa.—Sí.—Yo iba para allá. Cuando me siento demasiado alegre vengo a

hacerle una visita; ahí enfrento la realidad y entonces compenso y recobro el equilibrio.

Ignacio no contestó. Miraba silenciosamente a Consuelo, que sonreía. Ella insistió:

—Parece que tú no has hallado el equilibrio.Ignacio quiso acompañarla y esbozó una deplorable sonrisa.—Parece que no.—Entonces te voy a dar la oportunidad de encontrarlo conmigo.

Ven. En casa tengo tequila, limón, sal... en fin, todo lo que tú sabes.Ensayó un gracioso mohín, lo tomó del brazo definitivamente y

encaminó a Ignacio hacia una dirección precisa, tal vez la que él necesitaba.

Consuelo era niña cuando llegó a México con su padre, un viejo militante republicano. Ignacio la había conocido ya hecha mujer, en una de sus visitas a la casa del gobierno español en el exilio. Desde el primer momento los dos sintieron el va y viene de esas ondas misteriosas que, independientes de la voluntad de ambos polos, aparecen, se lanzan, se cruzan, se reconocen y en el mejor de los casos chocan entre sí provocando un estallido apasionado. Ninguno de los dos ignoró jamás la presencia constante de aquella clara atracción recíproca. Pero también desde el primer momento ambos reconocieron otras presencias que se interponían: por un lado la de Lucía y por el otro la de un joven también español y también hijo de padre exiliado. De modo que sólo se atrevieron a comentar esa atracción sin emplear palabras, con la exigua complicidad de miradas y sonrisas veladas. Pero el tiempo había pasado y las cosas habían cambiado. Y ahora, años después, estaban los dos desnudos en la cama de soltera de Consuelo, apenas tomados de la mano, a un lado una bandeja con dos vasos y una botella de tequila. Y callados. Hasta que Consuelo posó su otra mano sobre las dos manos y murmuró dulcemente:

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—No fue como esperabas, ¿no es verdad?Ignacio no respondió en seguida. Se mojó los labios y carraspeó.—No. Y para vos tampoco, ¿no es así?—No.Los dos giraron sus cabezas sobre la almohada común, se miraron y

se echaron a reír al mismo tiempo.Aquello también había sido una forma de amor. Pero luego la risa

abierta fue calmándose y terminaron compartiendo un diálogo afectuoso poblado de confidencias dignas de antiguos camaradas. Hasta que poco a poco ese diálogo los fue llevando hacia las regiones de la política y de los compromisos con sus países de origen y de allí a temas de definiciones tan escabrosas que culminaron en la creación de un clima muy distinto al de toda la tarde; y fue entonces cuando Consuelo, observando la seriedad en el rostro de Ignacio, dijo “Se acabó. Es hora de ver alguna película”. Y saltando por sobre la cama se acercó al televisor que estaba junto a la pared opuesta. Ignacio, desde su lugar de privilegio, contempló su cuerpo. Consuelo era hermosa. Tenía senos pequeños pero era hermosa. Al volver podría contemplarla de frente, en perspectiva, y admirarla en todo su esplendor. Pero ella burló su expectativa. Después de girar la perilla del televisor emitió una risita aguda y divertida y retrocedió de espaldas hasta la cama y con una graciosa voltereta cayó junto a Ignacio. Al mismo tiempo comenzaba a oírse, desde el aparato, la voz de un locutor. Hablaba de revolución en la Argentina. Fue Ignacio quien entonces pegó un salto hasta quedar de rodillas sobre la cama. En la pantalla aparecía el medio cuerpo del locutor y a un costado una antigua fotografía de la Plaza de Mayo. El hombre hablaba de aviones, de un bombardeo a mediodía sobre la plaza inerme, de cientos de muertos y de un golpe revolucionario abortado. Ignacio oyó todo esto de rodillas, desnudo sobre la cama. En ese momento habían desaparecido de su alrededor tanto la mujer que estaba a su lado como el hombre que hablaba desde el aparato. Su mirada estaba fija en aquella vieja foto de la plaza. Era una plaza inusitadamente desnuda, donde sólo podían verse los árboles, alguna estatua y algún banco. No se veía ninguna persona. Ninguna paloma.

LA CALLE DE LOS TAMBOS1930

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Las voces fueron llegando sordas colándose por las ventanas y atravesando el techo y las paredes hasta que fue abierto el portón de entrada del depósito destinado a albergar al pequeño batallón de conscriptos. Y entonces los feroces “¡Viva la patria!” se oyeron cercanos, repetidos y furibundos. Los soldados ya habían brincado fuera de sus cuchetas y escuchaban las órdenes del sargento que parecía haberse incautado de la patria declarándola un bien personal.

—¡Vamos, carajo! ¡Todos arriba que tenemos que ir a defender la patria! ¡Vamos!

Un ballet estrepitoso de soldados semidesnudos yendo y viniendo de urinarios y piletas comunes fue bailando al ritmo de las órdenes implementadas por la voz militar. Ignacio iba tomando lentamente contacto con la realidad recién aparecida. Sentía que todo aquello no era más que un sueño demorado. Hasta que junto a sus compañeros de batallón se incorporó a las filas que se estaban formando en el gran patio y oyó las apelaciones militares.

—¡Y ahora prepárense, carajo! ¡A defender la Casa de Gobierno! ¡Viva la patria!

Contagiados por el clima imperante algunos conscriptos quisieron responder al llamado patriótico de la superioridad: desde varios puntos se oyeron surgir aislados gritos de adhesión que si bien no lograron conformar un verdadero coro por lo menos repitieron con cierto fervor el mismo “¡Viva la patria!” vociferado por el sargento a cargo del minúsculo batallón. Pero el coro debió haber resultado por demás desafinado porque la única respuesta del sargento fue una mirada fulminante que podría haber servido para algo más que para desalentar cualquier nuevo intento de adhesión. De todos modos la nerviosa algarabía despabiló a Ignacio y terminó por enfrentarlo con una confusa realidad. La melodía de la música que aquí estaba sonando era diferente de la que él esperaba oír. El vaticinio de don Ovidio se estaba cumpliendo pero sólo en parte; en el encuentro de la tarde anterior Ignacio le había oído hablar de una patria avasallada por el ejército. Y justamente el ejército, de acuerdo con el pronóstico de don Ovidio, había salido de los cuarteles, sí; pero los motivos parecían ser otros. El sargento no se cansaba de repetirlo: el Ejército, representado en este caso por una limitada unidad, salía en tren de guerra a defender la patria. Y según él la patria estaba en la Casa de Gobierno.

Durante toda esa jornada los hechos fueron esclareciéndose. La primera y conflictiva señal la recibieron al abandonar el establecimiento penitenciario; la salida por un portón alejado a la Calle de los Tambos tranquilizó a Ignacio, pero la aparición y el paso de la columna por las calles fue saludado por algunos pocos vecinos con comprometido entusiasmo y por otros con absoluto desdén. Sólo al internarse en el centro de la ciudad vieron aparecer algunos automóviles tripulados por

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jóvenes que vivaban ya no únicamente la patria sino también la revolución. Al fin, a lo largo de la pesada marcha, de a poco, de fila a fila y de soldado a soldado, hilachas de noticias transmitidas en voz baja terminaron por organizarse y armar un tejido claro y armonioso: el ejército —es decir ellos, es decir el mismo Ignacio— se había sublevado. Y la forma que el ejército había concebido para salvar a la patria era despedir al gobierno constitucional de Yrigoyen y organizar por su cuenta un nuevo gobierno militar.

La tarde estaba por irse cuando la formación que integraba Ignacio, acoplada ya a otras mayores, arribó a Plaza de Mayo. Allí se encontraron con la calma que genera la ausencia. No había nadie en la plaza. Sólo estaban las palmeras, el monumento a Belgrano, la Pirámide de Mayo y los bancos de madera o de piedra. Pero ninguna presencia humana; hasta el hombre de las palomas, con su silbato y su alforja repleta de granos de maíz, había desaparecido, y las palomas, ignorantes de los acontecimientos que desolaban la ciudad, daban graciosas vueltas y revoloteos buscando entre los canteros, sobre el césped y el pedregullo de los caminos, el alimento que hoy el hombre del silbato les había negado.

Inmediatamente, sin perder tiempo en fruslerías, los jefes militares impartieron las órdenes: había que rodear la Casa de Gobierno. El Presidente destituido había fugado y la Casa estaba vacía, pero había que defenderla con uñas y dientes de cualquier ulterior ataque antirrevolucionario. Ignacio oyó pronunciar esta frase a un joven y apasionado teniente que recorría las filas hacia arriba y hacia abajo moviendo las manos de manera amenazante. A Ignacio no le preocupaba su mano libre sino la otra: allí brillaba una pesada pistola empuñada sin el menor recato y seguramente cargada con la peor de las intenciones. Pero al fin los nervios de la situación dejaron paso a la calma de la inacción. Los soldados fueron divididos en grupos y destinados a diferentes locaciones; cada puerta de la casa, en cada uno de los cuatro flancos, fue ocupada por soldados con fusiles ametralladoras. También fueron resguardados la azotea y todos los balcones. Ignacio fue destinado a uno de ellos, tal vez el más importante, ubicado en el centro del flanco central. Desde allí se podía divisar toda la extensión de la plaza y aún más allá, donde se abrían varias calles hacia tres de los cuatro puntos cardinales. Lo obligaron a echarse cuerpo a tierra de espaldas al Este con el máuser entre las manos y la mirada puesta en el Oeste. Allí se iniciaba y prolongaba la Avenida de Mayo hasta morir en la Plaza de los Dos Congresos. Ese fue el momento de calma en la espera.

Ignacio observó al soldado que estaba a su lado, también echado sobre el piso de mosaicos del balcón. Allí había sido emplazada la ametralladora sobre su trípode y con el extremo del caño asomando hacia el exterior ente dos balaustres. Recostado a lo largo del arma, casi

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abrazándola, el soldado acariciaba el caño nerviosamente. Tanto él como Ignacio, que estaba a su lado para servirlo y apoyarlo con su fusil, tenían la consigna de defender la posición con uñas y dientes. Esa era la frase preferida del apasionado oficial, quien la repetía por todo el edificio sin dedicarse a observar la actitud y situación de los destinatarios. Por ejemplo el soldado de la ametralladora. A juzgar por su apariencia y para eventual disgusto del teniente no era seguro que, en casos forzosos, el soldadito estuviera capacitado para mostrar uñas o dientes. Ignacio lo observaba con la barbilla apoyada en su fusil. En ese momento su compañero escondía la cabeza detrás de la ametralladora y con los ojos cerrados parecía apelar a alguien o algo que lo defendiera y lo librara de esta situación. Pero fue su mano, que acariciaba el caño de la ametralladora sin poder disimular un frágil temblor, lo que conmovió a Ignacio. Por eso, aprovechando el momento de calma, intentó ayudarlo apartándolo de sus pensamientos.

—Yo tenía un amigo que trabajaba aquí —le dijo cabeceando hacia atrás, hacia el interior del gran salón a oscuras.

Por un instante el soldado pareció interesarse; levantó la cabeza y miró con sorpresa primero a Ignacio y después hacia el salón.

—Era ordenanza. Portero. Lo contrataron por ser negro. Pero cuando pudo irse, se fue.

La mirada del soldado mostró cierto escéptico desaliento y su cabeza volvió a internarse entre los fierros de la ametralladora.

Entonces Ignacio calló. Aunque le habría gustado, justo en ese momento de nerviosa calma, y tal vez no tanto para entretener el ánimo de su compañero sino el suyo propio, hablar del Negrito Casares. Hacía ya tiempo que no sabía nada de él. El Rusito, que en ocasiones disfrutaba luciendo su sentido del humor, había dicho una vez “El Negro se hizo humo”. Y en realidad algo así había ocurrido. Los administradores de la Casa Rosada habían pretendido continuar con el amigo de Ignacio la conocida tradición de emplear como ordenanzas a ciudadanos con piel de distinto color. Era un pintoresco matiz que se sumaba al brillante atuendo de gala, una librea tal vez inspirada en las utilizadas alguna vez en la corte de Luis XV, ideada para deslumbrar a los visitantes desde las señoriales puertas de entrada. El Negrito Casares había hecho su arribo demasiado tarde para poder lucir esas rumbosas vestimentas eliminadas hacía poco tiempo por el presidente Yrigoyen; pero se alejó de la casa con la suficiente anticipación como para poder declarar que aprovecharse de una característica racial con fines abyectos era un método que repudiaba. Ignacio recordaba su último encuentro con el Negrito Casares.

—No aguanto más —le había confesado a Ignacio pocas horas antes de abandonar su empleo—. Fueron tres meses. Demasiado tiempo.

—Y qué pensás hacer.

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—Todavía no sé —había contestado dubitativamente.Y de pronto, como si su amigo Ignacio fuera otra persona y él

mismo fuera otra persona, el Negrito Casares agregó casi en un grito:—¿¡Pero no entendés cuando te digo que no aguanto más!?Los dos habían quedado mirándose. Los dos estaban sorprendidos.

Nunca Ignacio había visto al Negrito Casares alterado de esa manera. Su dura respuesta se estrelló contra la frente de Ignacio. Pero el impacto mayor fue la mirada cargada de odio con que el Negrito acompañó sus palabras. En un primer momento Ignacio no alcanzó a descubrir el origen de aquella reacción. Pero en seguida sintió que su amigo se pegaba a su pecho y lo rodeaba con sus brazos, intentando sin éxito contener un llanto convulsivo que no había nacido en ese preciso momento sino mucho antes, en un tiempo que quizá ni el mismo Negrito había conocido.

Después de aquel encuentro no lo había visto más. Tampoco lo había visto ninguno de sus amigos. La familia Casares entera, poco a poco, primero uno y después otro, todos fueron abandonando el conventillo y nunca más fueron vistos. El campeón Obdulio fue rastreado alguna vez en un club boxístico de extramuros y luego también desapareció. Como todos los negros de Buenos Aires, de a poco, misteriosamente, sin explicación dada ni recibida, habían desaparecido de los lugares que antes frecuentaban. Nadie sabía explicar por qué. Tal vez la explicación estuviera dada en aquel llanto del Negrito Casares.

El momento de calma en la espera había terminado. Primero se oyó una detonación lejana. Luego otra y otra y en seguida un rosario de detonaciones del mismo calibre. A continuación el tableteo de varias ametralladoras. Todas las explosiones venían desde el fondo de la avenida, quizá desde la Plaza de los Dos Congresos. Ignacio miró al soldado que a su lado sostenía la ametralladora. Curiosamente, no temblaba más. Por el contrario, apretaba el arma con fuerza y ahora sus labios estaban ceñidos por un rictus fiero.

—¿Eso dónde es? —musitó Ignacio espiando hacia el fondo de la plaza, por donde se abría la avenida.

—¡Que sea donde sea! ¡Que sea donde sea, carajo! ¡Que vengan aquí, carajo, que vengan!

El soldadito era un nudo de nervios. El arma y él formaban ahora un único ser peligrosamente escindido de la condición humana. De repente, sobre el ruido lejano, se oyó la voz cercana del teniente que vociferaba desde el salón oscuro. Su voz ahora era menos firme, casi temblorosa, pero era evidente que pretendía ser más combativa.

—¡Vamos, mis soldados! ¡Atentos que ya empezó la maroma! ¡Preparados para el combate! ¡A ver! ¡Déjenme lugar!

Y sin esperar que el soldadito le dejara lugar se arrojó al piso haciendo peligrar la estabilidad de ese ser indivisible en que se habían

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convertido soldado y ametralladora. Sin ningún otro comentario se quitó la gorra y trató de encajar su cabeza por encima del caño del arma entre los dos balaustres. Quedó espiando furiosamente hacia la avenida.

Después de unos segundos y ante el silencio repentino del oficial, Ignacio se atrevió a preguntar:

—¿Dónde es ese tiroteo, mi teniente?El teniente no vaciló. Sus palabras estuvieron teñidas de cierto

orgullo. Habló como volviendo de allí o como si en ese momento estuviera en medio del fragor de la pelea.

—Frente al Congreso, soldado, frente al Congreso. Los cadetes de la patria están sacando a esos politiquitos de mierda fuera del Congreso.

Como dando razón a las palabras del teniente se oyó un poderoso estampido notoriamente diferenciado de las anteriores detonaciones. El teniente debió haber oído sonar ese estampido dentro de su propio corazón.

—¡Ahí está! ¡Eso fue un cañonazo, mierda! ¡Ahora van a salir como ratas por tirante, carajo!

Sin perder tiempo volvió a encajar su cabeza entre los dos balaustres mientras lanzaba fuertes carcajaditas de satisfacción. Ignacio lo miró y vio también a su lado al soldadito tratando de imitar su risa. Ignacio contempló a los dos hombres durante un instante. Por encima de ellos la plaza estaba en silencio, recibiendo indiferente el escándalo de explosiones que llegaba sin pausa desde lejos. Luego dirigió la mirada hacia más allá de la avenida, por donde se suponía estaba situado el palacio del Congreso. Allí, al fondo, ocupando el anochecer de la ciudad, se mezclaban con el cielo brumoso lentas y espesas columnas de humo. Ignacio bajó la mirada y observó la plaza desierta y silenciosa. Sólo vio las palmeras, las estatuas, los bancos. Ninguna paloma.

LAS OTRAS CALLES1960

Ignacio se sentía cómodo en México. “Demasiado cómodo”, le había deslizado Consuelo sonriendo pero al mismo tiempo inundándolo de responsabilidad y culpa política. La sonrisa en ella era tan natural y sincera que cuando ejercía una crítica no impresionaba como un elemento contradictorio; la gracia de un rostro hermoso, delicado y sonriente compensaba la agresividad del impacto crítico. Después del casual encuentro frente a la casa del Gobierno de España Republicana y

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sus posteriores consecuencias los dos habían llegado a compartir un tiempo de cordial amistad. Una amistad que facilitaba la franqueza y allanaba el terreno para la confidencia y la crítica. Pero tal relación no había podido mantenerse más que unos meses; durante ese tiempo fueron comprobando que una amistad de esa índole, para perdurar, necesita que sus afinidades se conecten no sólo con los sentidos sino también con el pensamiento. Y una noche casi convertida en madrugada, influenciados ambos contendores por los cansancios de una densa jornada de trabajo y por la agilidad con que iban agotando el contenido de una transparente botella de tequila, fueron las ideas quienes protagonizaron la discusión.

—Okey. Si tú lo prefieres no actúes en el partido. Es tu decisión. Pero no sé qué ganas dedicándole todo tu tiempo a esa pinche chamba —había comentado Consuelo poniéndose de pie como dando por terminada la discusión.

Ignacio bebió el resto de la copa de un trago, hizo un ruido exagerado con los labios y después imitó a Consuelo poniéndose de pie. Entretanto intentaba construir en su mente una respuesta que también diera por finalizada esa áspera conversación. Al fin, antes de que Consuelo saliera del cuarto, habló. Ella ya estaba cerca de la puerta y se detuvo cuando oyó su voz. Ignacio tenía aún la copa vacía en su mano y miraba hacia el piso eludiendo la posible mirada de Consuelo. La voz que ella oyó no era la voz que tanto conocía; esta voz llegaba desde una profundidad desconocida y parecía carecer de interlocutor.

—Ante todo, mi trabajo no es una pinche chamba. Con él me gano la vida honradamente y además doy trabajo a varias personas. Por otra parte, y aunque parezca una militancia de segundo grado, mi editorial sirve a la causa. A mi causa. La causa a la que sirvo desde que me fui de mi país. Tal vez para ustedes sea una causa demasiado general. Pero es mi causa.

—Está bien, Raúl. No quiero que platiquemos más sobre este tema porque...

—¡No, señorita! —interrumpió Ignacio sordamente—. Yo voy a platicar mi parte. Ya escuché la tuya, Ahora vos escuchá la mía.

Giró hacia ella y la miró fijo. Ella contestó la mirada.—Okey, escucho —murmuró Consuelo. Y con un gesto desafiante

volvió a sentarse cruzando las piernas y llevando la mirada hacia el cielo raso. Ignacio hizo una pausa, comenzó a pasearse rítmicamente por la habitación y al fin habló.

—Comprendo lo que algunos de ustedes piensan de mí. Lo comprendo porque conozco sus ideas y sentimientos. Es más: comparto en general esas ideas y esos sentimientos. Pero sólo en general. No puedo particularizar. No está en mí. Desde los veinte años me bulle todo esto en mi cerebro. La diferencia entre lo que hago y lo que debo hacer.

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No puedo convocar a todos mis sentimientos, mis ideas, mis pasiones, mis odios, mis amores y encerrarlos a todos bien apretaditos dentro de un único andarivel.

Respiró con fuerza. Dejó de caminar y miró con desesperación a la mujer.

—Tanto vos como los otros amigos saben de qué estoy a favor y de qué estoy en contra.

La voz empezó a salir con dificultad de su garganta; parecía discutir consigo mismo.

—La libertad, la justicia, la honestidad. Todo eso aquí, de este lado.Se tocaba el pecho, se lo golpeaba.—Y del otro lado, en cualquier parte, por ahí...Abanicó con sus brazos el aire que lo rodeaba.—...la oscuridad, todo negro, la nada. La inhumanidad.Le había quedado sólo un resto de voz. Hizo una pausa y caminó

lentamente hasta una silla. Acarició su respaldo y luego se sentó en ella. Cuando volvió a hablar ya había dejado de discutir consigo mismo. Ahora hablaba, nada más. Con extrema calma.

—Pero no puedo hacer otra cosa. Para mí no están hechos los dogmas, los partidos. No sé si está bien o si está mal. Pero quiero ser honesto conmigo mismo. De otro modo no podría ser honesto con ustedes. Aunque esto nos duela, a mí y a ustedes. Pero la cosa es así.

Respiró. Se frotó la sien; había reaparecido la punzada. Le costaba decir lo que iba a decir.

—Lo único que podría hacer, si querés, es decirles que lo siento mucho y pedirles que me perdonen. Pero no sé si sería justo.

Inclinó la cabeza sobre el pecho y calló. Hacía un rato ya que Consuelo había descruzado sus piernas. Mirando al hombre con ternura y entendiendo que ahora sí había terminado la discusión, se puso de pie. Luego caminó hasta detenerse junto a él. Una vez a su lado deslizó la mano sobre su cabeza. Así, sin ningún movimiento salvo la mano que acariciaba la cabeza de Ignacio, estuvieron unos instantes. Después, sin palabras, lentamente, Consuelo fue hasta la puerta. Allí giró y echó una última mirada a Ignacio. Él había levantado la cabeza y también la miraba. Ésa fue la última vez que se miraron. Se vieron otras veces, sí, en reuniones u otros sitios conocidos. Pero fue esa noche cuando se miraron por última vez.

Desde la partida de Lucía al Uruguay Ignacio se había dedicado obsesivamente a su trabajo. Fue así como al poco tiempo su pequeña imprenta para servicios varios se transformó en un establecimiento impresor de libros con especial prestigio en los círculos progresistas. Sin embargo, un sector de esos mismos círculos y sobre todo algunos

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amigos, entre los que se contaba Consuelo, acuciaban a Ignacio exigiéndole una militancia más franca y comprometida. En el complejo decurso de su historia personal Ignacio había sufrido a menudo estas francas embestidas de sus compañeros de ruta. Y él había dado siempre la misma respuesta; a veces de manera sesgada y otras veces de frente, pero siempre respondiendo a las demandas con una actitud que no dejaba espacio para las dudas. Él era el dueño de sus armas y él decidía cómo y cuándo usarlas para bien de la causa general que no había abandonado desde los veinte años. Pero desde la ausencia de Lucía la soledad acaparaba sus noches y permitía la entrada sigilosa de esas dudas, las mismas que ella había mencionado antes de su partida. Y entonces la soledad era más soledad, el silencio adquiría más hondura, mucha más hondura; y la noche —porque casi siempre esto le ocurría muy de noche, ya finalizada su jornada de trabajo— dejaba de ser noche para convertirse en un tiempo abstracto sin luz donde cabía todo pero donde todo estaba ausente. Era difícil ahuyentar aquel tormento impuesto por la misteriosa nada. Y así, horas después, aprisionado por el silencio ruidoso de su memoria, acababa siendo sorprendido por la luz concreta de la mañana que comenzaba a iluminar una concreta botella semivacía de tequila.

Sin embargo Ignacio nunca estuvo totalmente solo. Allí, junto a él, siempre estuvo Lucía. Desde su Montevideo recuperado ella se había hecho presente a menudo, a veces con su voz, a veces con sus envíos. Fue ella quien desde su ciudad logró institucionalizar aquella ficticia identidad uruguaya titulada Raúl Farías; Ignacio quería conservarla porque sospechaba que la prescripción para un desertor, en su país, continuaba siendo una vana palabra. De modo que él esperaría que su país se institucionalizara como correspondía que se institucionalizase. Entonces sí él se institucionalizaría. Y desafiaba a cualquier valiente a destrabar este trabalenguas con la misma facilidad con que él lo hacía. Y esta facilidad no era consecuencia de una especial destreza para los destrabalenguas sino por su insistencia en destrabar el que le había tocado en suerte desde hacía varios años. Porque lo había repetido muchísimas veces, ya sea en voz alta o para sus adentros. Tantas veces como había repetido sus más íntimos pensamientos, aquellos que tenían que ver con su tierra, con su gente querida, en fin: consigo mismo.

Cuando Martín Iriberri reapareció esa tarde en la oficina de Ignacio ya habían transcurrido largos años de alejamiento. Llegó sin aviso previo y con su aire de siempre, al mismo tiempo natural y furtivo. La sorpresa de Ignacio estuvo tan desbordada por la alegría que olvidó que el trajinado tema sería inevitablemente convocado por su viejo amigo. Pero así tenía que ser y así fue.

Martín había localizado a Ignacio gracias a las señas que le había facilitado Consuelo. Sin embargo, al explicar el hecho y mencionar su

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nombre, Martín voló sobre el tema evadiéndolo de manera sospechosamente superficial. Aquello le hizo pensar a Ignacio que el tema de fondo quedaba postergado para más adelante. Las siguientes palabras intercambiadas fueron, por supuesto, referidas al aspecto físico: hablaron pocos minutos pero enjundiosamente del tiempo transcurrido, de kilos de más, de arrugas, de canas y calvicies. Después pasaron a las relaciones familiares, a la ausencia o presencia de mujeres, hijos y otros parientes. Y al fin llegó el tema. Se inició cuando Martín informó a Ignacio de la renovada alegría del colorado André frente a la posibilidad de su regreso a la querida Venezuela, donde ya estaría militando aunque no con la franqueza que podía esperarse en una flamante democracia. Después Martín habló de su viaje. Con cautela, con excesivo cuidado; pero entre los espacios que dejan las palabras, en pleno aire, asomaban ideas no dichas pero sí pensadas. Martín acababa de llegar de Cuba. Durante un tiempo había vivido en contacto con el grupo que hacía tres años había iniciado en México su periplo revolucionario. Después de la invasión a la isla y del éxito de la revolución él había partido también hacia Cuba. Allí había vivido largo tiempo y ahora regresaba pleno de ideas, de planes y de entusiasmo.

La mirada de Martín había quedado quieta sobre los ojos de Ignacio. Los ojos de Ignacio le devolvieron la mirada a Martín. No era un desafío. Era un juego. Al fin Martín sonrió abiertamente.

—Te conté todo eso porque creo que te interesa. Nada más.—Gracias —respondió Ignacio sin hacer el más mínimo gesto. Era evidente que esperaba la segunda parte del cuento. —Estuve hablando con Consuelo acerca de ti. Era eso.—Me lo imaginé.—Le dije que estaba equivocada.No. Entonces no era eso. Ignacio sabía que debía preguntar “por

qué” pero la pregunta se resistía allí adentro. Esperó.—Consuelo me contó vuestra discusión —dijo al fin Martín—. En fin,

vuestra disidencia.Ignacio siguió callado, esperando.—Y yo le expliqué que ya ha llegado el momento de liberarte de

compromisos partidarios. Creo que lo entendió. Otros compañeros ya lo han entendido.

—Ajá —murmuró al fin Ignacio con un dejo de sorna.—Sí —dijo Martín ignorando la intención de Ignacio—. Yo hace rato

que lo entendí.—Gracias. Parece que te hizo bien el viaje.Martín sonrió y le aplicó un golpecito en el brazo.—Paso por encima de tu sarcasmo, “Au dessus de la mêlée”, como

hubiera dicho tu querido Romain Rolland.

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—Dejemos a Rolland tranquilo. Sabía mucho más que nosotros de todo esto. Y no le dieron pelota.

—En este caso le estamos dando, Raulito.Dejó de hablar, hizo una pausa expectante y después miró a Ignacio

inquisitivamente.—¿Te sigues llamando Raúl?—Sí. Mientras la patria lo exija.—Bueno. Entonces, Raúl, paso “au dessus” de tu sarcasmo. Y te

digo que las autocríticas a veces son valiosas. Y esta es mi autocrítica: aprendí que nuestro campo no es uno solo e indivisible. Al menos está dividido en dos zonas: una bastante amplia que podríamos llamar la del pensamiento; y otra más... digamos, más rigurosa que podríamos llamar la de la acción. Bien. Tú juegas en la primera zona. Yo en la segunda. Y aunque la primera es mucho más amplia y controvertible, al fin de cuentas las dos son necesarias. Y por otra parte ahí están: existen. En todo caso se trata de saber oír la música del porvenir, y cada uno tiene su oído propio. Lo entendí. Tardé un poco. Pero terminé entendiéndolo. Perdón por la tardanza.

Ahora el perdón se lo pedían a él. Aunque venía desde la otra zona, era el mismo perdón que una noche no muy lejana él había estado dispuesto a pedírselo a Consuelo. Y ahora se lo pedían a él.

—Hay que elegir. Y yo elijo —murmuró.—Eso.—Lo que se llama libertad de conciencia. —Eso. Aunque suene a burgués. O a argentino. O a uruguayo,

perdón.Las últimas palabras de Martín estaban cargadas de afecto. Ignacio

lo percibió así. Despojado ya de la dureza del sarcasmo se acercó a Martín y le dio un fuerte abrazo. Durante mucho tiempo Ignacio sintió contra su cuerpo el cuerpo vigoroso, lleno de sangre y nervios del amigo. En ese momento ignoraba que jamás lo volvería a ver.

Fue al año siguiente, previo sorpresivo llamado desde Montevideo, cuando volvió a ver a Lucía. El llamado consistió en unas frases rápidas anunciando el viaje y datos del vuelo, envueltas en una declaración de cariño aún más rápida. El laconismo de esa conversación bastó para desasosegar a Ignacio, quien no esperó la hora de llegada del avión para acercarse al aeropuerto. Allí estuvo horas antes de lo necesario, esperando nerviosamente el arribo, caminando de arriba abajo por el amplio y atestado hall sin detenerse, calibrando cada una de las razones posibles que pudieran justificar la extremada concisión del llamado. Hasta que Lucía llegó. La emoción de volver a verse frente a frente después de tanto tiempo y la conmoción producida por el

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descubrimiento recíproco de las diferencias que el tiempo había marcado en sus cuerpos cubrió los primeros momentos del encuentro. El viaje hacia el centro de la ciudad en taxi fue pródigo en tímidas sonrisas y miradas de soslayo intercambiadas con el intento mutuo de vincular estas nuevas imágenes con aquellas conservadas en el recuerdo. Pero Ignacio creyó que ya había llegado la hora de las preguntas. Contenidas, nerviosas, las expulsó de repente y en tropel. Lucía le apretó una mano, respondió: “Hablemos cuando lleguemos a tu casa” y acompañó la evasiva con un cabeceo señalando al chofer del taxi, un válido argumento para que Ignacio no insistiera con sus preguntas. A los pocos minutos llegaron al apartamento. Lo único que al entrar Lucía dijo e Ignacio oyó fue “Cuántos libros”. En seguida Lucía se sentó en un sofá y con la mano golpeó suavemente el espacio vacío a su lado. Ignacio obedeció y cuando los dos estuvieron sentados uno junto al otro, Ignacio —ahora sí— pudo decir: “te oigo”.

Lucia opinaba que ciertas noticias no debían ser transmitidas a través de medios indirectos. Esa era, en apariencia, la razón principal de su viaje. Más adelante reconocería que la necesidad de transmitir esas noticias personalmente había sido el pretexto para volver a México considerando que ya había sido superado el tiempo de las disidencias. Pero ahora se trataba de comunicar algunas tristes noticias. Primero, y ante un Ignacio replegado que tal vez esperaba la confirmación de un presentimiento, Lucía le comunicó la muerte de su madre. Almanza, desolado, había cruzado a Montevideo a los pocos días del fallecimiento de doña Encarna tratando de encontrar hombros amigos donde apoyarse —allí estaba viviendo desde hacía unos años Felicia, “tan viejita y sola, la pobre”— o francamente algún pecho sobre el que llorar: “Almanza la quería mucho a tu mamá, Ignacio. La quería mucho. Y ahora no sabe qué hacer con su vida. Se volvió a Buenos Aires y no volvió a llamar ni a escribir”.

—Así que está en Uruguay.—No. Te dije que se volvió a Buenos Aires.—Felicia, digo. ¿Vive en Uruguay?Lucía vaciló antes de responder.—Ah. Sí. Con su hermano. Mi tío.—¿Y en Buenos Aires? ¿No hay nadie?—Sí. Hay golpes; el ejército está siempre en la calle —respondió con

amarga ironía.—Ya lo sé. Aquí hay diarios. Yo me refiero a la pensión —continuó

intentando restar énfasis a su pregunta—. ¿Qué pasó con la pensión?—No está más. Creo que están construyendo una casa de

departamentos.Ignacio entrecerró los ojos y vio a su Calle de los Tambos desierta,

con los muros lisos de un solo color, sin puertas ni ventanas, sin veredas

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y sin cielo, impersonal y ajena. Se mojó los labios y preguntó en voz baja, muy baja:

—¿Y el conventillo?—No está más. Ahora hay un garaje.Su voz era cada vez más ronca.—¿Y la Penitenciaría?—Hace rato que allí hay un parque.Ignacio se puso de pie y se sacudió como un perro después de una

siesta prolongada.—Cuando vuelva, si es que alguna vez vuelvo, andá sabiéndolo, no

voy a entrar en esa calle. Se acabó. Basta. Y ahora tampoco. No quiero entrar ahí ni con el pensamiento.

Se alejó con pasos violentos hasta alcanzar un mueble sobre el que había vasos y botellas. Tomó una botella de tequila y volcó un poco de su contenido en un vaso. Después giró hasta ponerse de espaldas al mueble, se apoyó en él y levantó el vaso como en un brindis. Lucía seguía sentada allí, ahora sola, casi lejos. Ignacio dijo “Salud” y bebió el tequila de un sorbo. Cuando bajó el vaso vio que Lucía se había levantado y giraba el cuerpo en dirección a la puerta.

—¿Adónde vas?—No sé. A algún hotel.—Aquí hay lugar.—No sabía.Ignacio dejó el vaso vacío sobre el mueble y se acercó a Lucía.—Lo que me pasa no es con vos. Es con todo aquello. Con mi país.

Con ese país que...No pudo seguir explicando. Se acercó aún más y la rodeó con sus

brazos.—Quiero que sepas que entre todas las noticias tristes que me

trajiste hubo una muy buena. Lucía lo miró intrigada. —Cuál.—Vos. Vos sos la buena noticia que me trajiste.La abrazó y murmuró tímidamente en su oído:—Sos lo único que tengo, uruguayita. Gracias por venir.Al rato, Ignacio y Lucía decidieron que más allá de las noticias, de

los dramas y de los tiempos que alejan o acercan a los seres, había llegado el momento de explorar sus nuevos cuerpos desnudos y reconocer los pliegues de las piernas y los brazos y los contornos de los pechos. Y volver a oír los susurros añorados en silencio y a la distancia por los dos.

Los hechos que generalmente componen las pequeñas historias, a veces repetidos hasta el agobio, acaban creando una burbuja aisladora, una honda trinchera cavada como defensa inconsciente contra el mundo exterior. Así volvió a transcurrir el tiempo y así transcurrió la vida de

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Ignacio y Lucía durante unos años. Desde la llegada de Lucía las horas y los días fueron sucediéndose sin mayores alternativas, con el tiempo total dedicado a la administración de la empresa editorial. A raíz de la calidad de sus ediciones nunca dejó de ser frecuente la relación con gente del arte, de la literatura y sobre todo de la política. Pero algo ocurría allí, dentro de ellos mismos, que impedía que esa relación transpusiera los límites del hecho editorial. “Debe ser la fuerza de gravedad”, comentó cierta vez Ignacio rozando el área de comprensión. Fue una noche larga y sin planes, sentados los dos frente a frente con un libro sobre las rodillas y la vista perdida en un más allá. De pronto se miraron y sintieron que allí, en el mismo lugar que ocupaban, rodeándolos, se había creado algo ajeno y cada vez más profundo que los contenía. Fue entonces cuando ella dijo “¿Qué es lo que nos está pasando?” y él, ensayando una sonrisa que desapareció en seguida respondió “Debe ser la fuerza de gravedad”. Ignacio había intuido que esa frase, dicha con un peculiar sentido del humor, escondía un significado que se le escapaba. El ceño fruncido que había reemplazado a la sonrisa revelaba el esfuerzo por descubrir el mensaje que acababa de enviarse a sí mismo y que aún deambulaba por los recovecos de su mente.

Fue también un mensaje encubierto el que se envió a sí mismo aquella tarde del 2 de octubre de 1968. La vida de la ciudad de México estaba conmovida por continuos y dolorosos encuentros entre las fuerzas llamadas del orden y organizaciones de estudiantes capciosamente calificadas como provocadoras del desorden. En realidad el enfrentamiento era entre una comunidad estudiosa que reclamaba derechos republicanos y un régimen que no toleraba discusiones políticas. Ignacio había asistido a esta constante, dolorosa y a veces hasta sangrienta disputa desde su resguardado palco de lejano observador. Pero el anuncio de ese mitin fijado para la tarde del 2 de octubre en la Plaza de las Tres Culturas, por razones indescifrables le despertó inquietudes aletargadas durante años. Tal vez esas inquietudes, envueltas en nubes de dudas y suspicacias durante largo tiempo, reaparecieron por fuerza de los acontecimientos, repetidos con insistencia alrededor y dentro de la Ciudad Universitaria. O mejor, como diría el mismo Ignacio, esas inquietudes reaparecieron por la fuerza de gravedad.

—Voy a espiar —había dicho de repente sorprendiendo a Lucía con su decisión y ya en camino hacia la puerta de salida.

—No me preguntás si quiero acompañarte. —Quizás haya que correr. Y vos tenés piernas cortas. —Pero te gustan.—Eso sí. Pero cuando están quietas.

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Las bromas servían para disimular una preocupación latente. Pero en estos casos las bromas tienen poco alcance. Al fin Lucía se acercó a Ignacio y le acomodó las solapas a su impermeable.

—Cuidáte. Está por llover.—No te preocupes. Tlatelolco es grande. Además el mitin debe

haber empezado hace rato. Ya son más de las seis. Voy a espiar un poco, nada más.

Ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse. Ignacio se ajustó el impermeable y salió. Una vez en la calle se puso a caminar. Su paso inicialmente franco y rápido a los pocos metros fue tornándose lento y cuidadoso. La Plaza de las Tres Culturas no estaba lejos y ya sentía ruidos indescifrables de hombres y de máquinas. La ciudad era otra ciudad. El aire del valle era un aire pesado que cubría de misterio calles y edificios. El cielo estaba gris. La calle y las antiguas paredes estaban grises. Girando a lo lejos, por encima de la Plaza, aparecieron dos grises helicópteros. Todo se iba tornando más gris y más pesado. Ignacio aminoró aún más la velocidad de sus pasos. Una brillante luz de bengala cruzó el cielo gris como dando la señal para el inicio de la jornada macabra. Comenzaron a oírse los primeros disparos y los primeros gritos. El ruido, convertido en fragor, llegó nítido atravesando los pocos cientos de metros que separaban a Ignacio de la Plaza. Furibundas detonaciones rebotaban en sus oídos y en las paredes insensibles de la calle amortiguando gritos de desesperación cada vez más cercanos. Ignacio empezó a retroceder minuciosamente, centímetro a centímetro. Su cuerpo se resistía a darle la espalda a aquel torbellino que lo atraía desde la Plaza. Jirones de una muchedumbre desesperada intentaba escapar por la calzada. Ignacio sintió el dolor de la punzada en su sien. Dejó de retroceder. Giró y se puso a correr hacia su casa. Ya no podía oír los ayes de dolor de la multitud acribillada ni el repiqueteo frío de las armas de los acribilladores.

El paredón también fue herido. Ya pasó el momento de los disparos y ahora destila sangre ajena que resbala por la fría superficie hasta caer allí, junto a la verdadera muerte perpendicular del hombre que ha quedado inmóvil sobre las baldosas. Las palomas, cuyo vuelo ya traspuso las copas de las palmeras, están en medio del cielo. Pero apenas se distingue su lejano aletear.

“No soy nadie. Siempre estoy lejos”, se repetía Ignacio casi en voz alta parado en medio del cuarto. La noche ya había avanzado. Todavía llevaba puesto el impermeable mojado por la lluvia. Estaba ahí, sin haber tomado conciencia del camino que lo había llevado a su casa. “No soy

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nadie, no soy nadie. Siempre estoy lejos”. Tenía frente a sí, detrás de sí y a sus lados pilas de libros leídos y no leídos, algunos de edición propia y otros de editoriales ajenas. Montones de libros. Ignacio deslizaba su mirada sobre ellos y continuaba repitiendo “No soy nadie, no soy nadie”. Hasta que tomó un libro cercano y casi sin mirarlo lo tiró al suelo con desprecio. Y como si esa acción hubiera sido propulsora de otras más intensas tomó un segundo libro y luego un tercero y luego un cuarto arrojándolos todos al suelo con fuerza hasta que arrojó su propio cuerpo contra un estante repleto de libros y con una violencia alimentada por la desesperación descargó sobre ellos duros y continuos puñetazos. Sus brazos se habían convertido en dos aspas locas que volteaban libros y libros y libros. Hasta que sintió las manos y la voz de Lucía que lo abrazaban desde atrás y le decían “basta, Nacho”. Y entonces quedó quieto, muy quieto. Y sólo luego, cuando su respiración se hubo calmado, alcanzó a susurrar unas palabras.

—No me gusto. No me gusta este mundo ni me gusto yo, uruguayita.

Lucía le apretó el brazo y no le dijo nada. Los dos miraban impotentes los libros desparramados por el suelo. Algunos habían sido leídos. Otros no.

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SIETE

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Tomados de la mano y en silencio los dos viejos irán con exagerada lentitud caminando por la vereda hacia el parque. El paso de Ignacio, acompañado rítmicamente por el de Lucía, parecerá esforzarse por vencer la densidad del aire. Atrás y a sus costados retrocederá el actual paisaje gris de lo que alguna vez fue la Calle de los Tambos. Frente a ellos, más allá de la esquina, en el lugar donde antiguamente se levantaban los muros de la cárcel, se abrirá un nuevo panorama poblado de verdes: césped, arbustos, árboles. Y flores. Aún más allá se asomarán las copas de unas altas palmeras. Ignacio se desprenderá del brazo de Lucía y detendrá su esforzado paso.

—Mirá. Las palmeras. Todavía están ahí.Lucía mirará los árboles tratando de asociarse al recuerdo de

Ignacio. Pero en seguida será sorprendida por la explosión de una risa corta y sofocada. Lucía volverá la vista hacia Ignacio con curiosidad y descubrirá su insólita transición. Porque lo verá sonriendo, señalando un preciso lugar de una de las últimas paredes de la calle.

—Aquí era donde yo me sentaba. En este lugar estaba la vidriera del almacén —dirá acercándose a la pared y apoyando en ella su cuerpo—. Yo me sentaba aquí y la esperaba.

Lucía ladeará la cabeza y sonreirá.—A la Porota.—Sí.—Cuándo no.—Tengo que reconocer. Las tetas siempre fueron mi perdición. —Pero fue conmigo con quien perdiste —dirá Lucía echándose a

reír.Ignacio acompañará a Lucía en su risa. Y después dirá: —Gané, uruguayita, gané.Lucía lo volverá a tomar del brazo y le dirá ociosamente “Vamos,

vamos”, obligándolo a reiniciar otra vez la marcha hacia el parque. Así caminarán unos metros hasta alcanzar el final de la calle y hasta ver frente a ellos, ahora francamente abierto, el parque entero. Un parque inmenso. Tan inmenso como había sido antiguamente la Penitenciaría.

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—Hermoso parque —musitará Lucía.—Hermoso —confirmará Ignacio.Los dos viejos quedarán allí detenidos durante un tiempo larguísimo

y sin hablarse, de espaldas a la Calle de los Tambos y frente a la voluptuosa extensión del parque. Y entonces Ignacio murmurará casi para sí:

—Lo feo y lo hermoso, todo en el mismo lugar. El mal y el bien. El horror y lo sublime. Todo en el mismo lugar, junto. Sólo el tiempo está en el medio. Alguien lo habrá puesto ahí para demostrarnos que sirve para algo.

De ahí en adelante Ignacio no necesitará el apoyo de Lucía. Avanzará solo, decidido, con destino fijo, con la vista puesta más allá de unos canteros repletos de flores bulliciosas. Después de sortear los canteros bordeándolos por el camino de pedregullo se detendrá frente a un banco también verde y hará girar su cabeza como buscando confirmar su hallazgo. “Fue por aquí, fue por aquí”, le oirá murmurar Lucía. Y luego lo verá acercarse y caer pensativamente sobre el banco verde, buscando con los ojos a su alrededor el lugar exacto de su pensamiento.

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LA CALLE DE LOS TAMBOS1930

La Calle de los Tambos se preparaba ruidosamente para recibir el Año Nuevo. La tarde parecía detenida como queriendo postergar la entrada de la noche. Aún faltaban horas para la culminación del gran acto ceremonial que algunos utilizan para agasajar el año que se va, otros el que viene y otros el hecho de sentirse todavía vivos. Sin embargo la Calle ya anunciaba, con un fogoso estrépito de cohetes, cañitas voladoras, buscapiés, rompeportones y otros fuegos de artificio, la proximidad de la hora cumbre, la hora feliz del encuentro fraterno con la humanidad entera, la hora en que todo se recuerda y todo se olvida. Ignacio saltaba gambeteando cada uno de los cohetes que estallaban a su paso ennegreciendo baldosas y adoquines. Beneficiado con unas horas de franco había emprendido el obligado camino hacia su casa a lo largo de la Calle de los Tambos. Fue entonces cuando lo sorprendió la artillería. Los mortíferos proyectiles cruzaban raudos amenazando el uniforme de fajina que enfundaba su cuerpo. La mitad de la población del conventillo observaba el desarrollo de las acciones espiando desde posiciones de privilegio mientras comentaba divertida la reacción de algunos transeúntes sorprendidos por los indiscriminados ataques que partían desde solapados balcones y azoteas. Al irrumpir en la Calle y verse enfrentado a tamaña cohetería Ignacio trató de refugiarse en un portal cuya entrada se conservaba siempre misteriosamente cerrada. A pesar de la profusión de comentarios nadie en la vecindad había podido hasta hoy certificar la real naturaleza de los habitantes de la casa, caracterizados por su entrar y salir misterioso, casi embozado, como tratando de evitar todo contacto con vecinos pertenecientes a otra clase social. Ignacio llegó al portal con un último salto que lo enfrentó no con un habitante de la casa sino con el mismísimo Luchador de la Crisis, quien se había guarecido allí esperando la oportunidad para cruzar la vereda, montarse al carro que lo esperaba en la calzada y escapar ileso

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de ese festejo barrial anticipado. Debido al apremio por eludir la cohetería Ignacio no había reparado en el carro estacionado con su caballo frente a la casa. Pero el Luchador lo sacó de su ignorancia apenas lo tuvo a su lado.

—Qué me contás. Qué ganan haciendo tanto ruido. Gastar pólvora, nada más. Por mí no me importaría. Pero por el caballo. Pobrecito.

Ignacio miró hacia el carro y vio cómo el caballo, sin moverse del lugar, trataba de eludir los cohetes moviendo la cabeza desesperadamente.

—Eso no le hace bien. Ni a él ni a nadie.Pero Ignacio había visto otra cosa.—Qué pasó. ¿Ya no es más “El Luchador de la Crisis”?En el costado del carro ahora se leía “El Luchador de Palermo”.—Estás loco. ¿Te creés que con los militares en el gobierno ahora se

va a poder hablar de algo? Y menos de crisis. Por eso me cambié el nombre. Me puse “El Luchador de Palermo” y listo. Por las dudas. Así nadie va a poder decir nada: yo soy de Palermo. Aunque con los milicos nunca se sabe qué puede pasar.

Miró con repentina desconfianza el uniforme de Ignacio y agregó con cierto temor:

—Que quede claro que yo no estoy hablando mal del gobierno.—Sí, claro.—Yo me adapto a la situación. ¿Está claro, no? —Sí, claro.El Luchador seguía mirando el uniforme de Ignacio con

desconfianza.—Aunque de todas maneras, llegado el caso vos nunca me

delatarías, ¿no es cierto?—No, no tenga miedo, don...Tuvo ganas de hablarle y explicarle algunas cosas acerca de su

uniforme, de las obligaciones del servicio militar y de su condición de simple ciudadano; pero antes de iniciar la conversación pensó en llamarlo por su nombre y entonces comprendió que si tenía ese nombre registrado era en una región muy oculta de su cerebro porque el único que se le apareció fue el de “Luchador de la Crisis” transformado ahora en “Luchador de Palermo”. Pero fue el mismo Luchador quien le interrumpió sus pensamientos con una corta exclamación y un “Dale ahora que amainó”. El Luchador tenía razón: la cohetería había amainado. Como una lluvia cualquiera. Y había que aprovechar esa pausa. El Luchador ya había huido del portal a toda velocidad, trepado a su carro y pegado un grito a su caballo, quien no esperaba más que una orden semejante para alejarse a todo galope de esa terrible trinchera sin terraplén. Ignacio salió corriendo detrás de “El Luchador”. Cruzó la calle y apenas puso el pie en el umbral de su casa se reiniciaron los fuegos de

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artificio. “El Luchador” y su caballo ya habían desaparecido de la vista y seguramente ahora estarían marchando al trotecito habitual por la avenida. Ignacio recostó su cuerpo contra la puerta de madera y miró hacia el fondo de la calle, desde donde partía el fuego más nutrido. Alguien habría ordenado allí “fuego a discreción”. Ignacio ya había participado en varias jornadas de instrucción militar y algo sabía de estas cosas.

Cuando después de subir las dos largas escaleras llegó al corazón de su hogar se encontró con que el panorama interior era distinto al panorama exterior sólo en la forma: porque al atisbar entre las puertas entornadas pudo percibir las silenciosas detonaciones interiores que se anticipaban a la fiesta de la medianoche. Allí estaban doña Encarna y Almanza y también Felicia adornando la sala para recibir con toda dignidad el Año Nuevo. Algunos pensionistas prestaban entusiasmados su desinteresada colaboración. Don Atilio, el infatigable perseguidor de Felicia, estaba también allí pero sin tanto desinterés y con otro tipo de entusiasmo; porque simulando sostener la silla en la que Felicia se había encaramado espiaba sus piernas con más ansiedad que devoción por la fiesta. De una manera u otra todos estaban empeñados en dar fin a una complicada operación: cruzando el cielo de la sala, clavado con chinches en paredes, muebles y cuadros, trepaba impunemente sobre la vieja araña de caireles central un empavesado de brillante papel crepé matizado con banderitas de colores. Ignacio oyó a uno de los pensionistas exclamar embelesado “parece un barco, parece un barco”. Fue suficiente. La misma reserva que Ignacio había elegido para acercarse a la sala la eligió para apartarse de ella, internarse por el corredor y desaparecer en su pieza.

Primero dio unos pasos sin dirección y luego se sentó en la cama. Tenía toda la noche por delante. El franco vencía a las seis de la mañana del nuevo año y hasta esa hora no tenía nada que hacer. Se inclinó y retiró la valija escondida bajo la cama. Era aquella pequeña valija con libros que le había confiado don Ovidio. En esos tres largos meses había tenido tiempo no sólo para leer cada uno de ellos sino también para aprender a discutir con sus autores. Abrió la valija y tomó un libro: Las fuerzas morales de José Ingenieros. Estas Fuerzas le estaban ganando tres a dos a La isla de los pingüinos de Anatole France. Ignacio no sólo había leído ese libro tres veces sino que había releído repetidamente cada una de sus páginas. Por eso podía recordar de memoria sin esfuerzo algunos conceptos como “juventud sin entusiasmo es flor sin perfume” o “jóvenes son los que tocan a rebato en toda generación” o “jóvenes son los que no tienen complicidad con el pasado” y así muchos otros conceptos que le habían impresionado profundamente. Y ahora, al estar entre sus manos, el libro lo invitaba a algo más que a ser leído por cuarta vez. Le pedía que lo acariciara.

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Ignacio acarició la tapa blanda del pequeño libro, recostó la cabeza en la almohada y se quedó dormido.

Lo despertó Felicia con gran suavidad. Entró a la pieza sin golpear, se acercó a la cama en puntas de pie, quedó mirándolo unos segundos y luego comenzó a acariciarle la frente y las mejillas hasta que Ignacio abrió los ojos y la vio. Todo el cuerpo de Felicia estaba peligrosamente cerca. Un hálito alcohólico reemplazaba el aroma de extracto francés que tiempo atrás subyugara tanto a Ignacio. Sin dejar de acariciar su mejilla Felicia dijo “Dentro de poco van a dar las doce, Nachito. Tenés que venir a brindar”. Ignacio pegó un salto murmurando “Sí, gracias”, metió el libro en la valija, la empujó con el pie escondiéndola bajo la cama y agregó “Vamos” sin darle tiempo a Felicia para intentar un nuevo tipo de caricia.

Lo primero que Ignacio vio al llegar a la sala fue el precario empavesado que se balanceaba empujado por alguna corriente de aire traidora y por el peso no sólo de las banderitas de colores sino también por excesivas cantidades de serpentinas lanzadas sobre él de pared a pared sin la más mínima prudencia. Pero esta observación duró apenas un segundo. Porque en seguida todos los pensionistas, incluido el empalagoso don Atilio, se lanzaron sobre Ignacio con el único afán de saludarlo e incorporarlo al ambiente festivo que, a deducir por el estado de los concurrentes, era resultado lógico de la incalculable cantidad de alcohol consumido. Por eso a Ignacio no le asombró que a los vigorosos abrazos iniciales se sumara sin solución de continuidad una insistente invitación a brindar con diversos pretextos: el primer contertulio que se hizo oír pudo brindar tímidamente “por todos nosotros” pero en seguida otras voces estruendosas se superpusieron con sugerencias más patrióticas, todas en honor del uniforme militar que no obstante ser de fajina había despertado mucho entusiasmo en los concurrentes. De modo que al “brindo por la Patria” o al “brindo por el soldado argentino” fueron agregándose sugerencias cada vez más patrióticas. Hasta que Ignacio, levantando la copa con sidra que le habían puesto en la mano elevó la voz y dijo “ustedes brinden por lo que quieran pero yo debo informarles que soy un soldado del ejército argentino en servicio y ustedes deben saber que un soldado del ejército argentino en servicio no debe beber ni una sola gota de alcohol cualquiera sea la festividad que se celebre. Y además —mintió Ignacio después de ensayar un carraspeo que supuso oportuno para el caso—, ya se está consumiendo el breve franco con que me distinguió el Ejército y mi deber es reincorporarme antes del nuevo año a mi batallón”. Terminó de hablar, con firme ademán puso su copa sobre la mesa y se divirtió bastante cuando vio la cara de asombro con que los contertulios habían recibido su arenga. Y fue en ese momento, al llevar la vista más allá, cuando descubrió a doña Encarna. Estaba sola, sin Almanza, como escondida en un rincón de la

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sala y con una copa semivacía en la mano. Desde allí a la distancia, miraba a su hijo como si nunca lo hubiera visto. Un gesto rígido nacía en sus ojos y se prolongaba por todo el cuerpo inmovilizándola. Parecía atrapada por una particular emoción, Ignacio, que no conocía ese gesto, abandonó el sorprendido corro de copas en alto y caminó hacia su madre. Pero sólo pudo avanzar unos pasos. Porque ella había desordenado repentinamente su rigidez y ya avanzaba veloz extendiendo los brazos. Sorprendido, Ignacio la esperó en su lugar. Doña Encarna llegó, lo abrazó torpemente y tropezando contra su hombro volcó sobre el uniforme de fajina las últimas gotas de su copa. Ignacio, oyó un fino sollozo confundido con un “Perdoname, Nachito, te mojé”. Después de un segundo de turbación y esbozando una sonrisa cómplice Ignacio masculló “No es nada, mamá, estamos festejando”. Y sacudió con la mano su uniforme de fajina borrando de su hombro todo rastro de alcohol y de lágrimas.

Los asistentes comentaron el tímido accidente con humor y aprovecharon la circunstancia para reanudar la fiesta con rejuvenecidos bríos. Doña Encarna había vuelto a su rincón. Ignacio entendió que no debía desaprovechar esa oportunidad. Repitió aquello de la brevedad del franco y de sus obligaciones de soldado y antes de abandonar la reunión exclamó “Feliz año nuevo”. Un inarmónico coro con las copas otra vez en alto repitió “Feliz año nuevo”. Ignacio, ya en la puerta y a punto de salir, señaló intencionadamente las copas llenas y el empavesado a punto de caerse y aconsejó “Tengan cuidado”. Y se fue.

Anticipándose a la hora límite de su franco Ignacio atravesó la puerta de la Penitenciaría en el instante preciso en que el nuevo año atravesaba la puerta de la media noche. La sonora recepción que la gente le tributara durante las horas de la tarde no había sido más que un anticipo tibio y tempranero. Cuando los relojes puntuales marcaron las doce horas del último día del año no hubo estridencia que no fuera convocada para confirmar el reconocimiento humano por la continuidad de la vida. Más amenazando que celebrando, las ululantes sirenas de los diarios esparcían sobre la ciudad sus oscilantes alaridos reservados para proclamar acontecimientos fundamentales de la vida de la humanidad. Y en tren de competencia con las sirenas, trazando peligrosas huellas de fuego en el firmamento, alcanzaban su máxima expresión las detonaciones de cañitas voladoras, cohetes y otros artefactos entre los que se distinguían secos y subrepticios disparos de armas de fuego de todo calibre. En ese preciso instante nadie desestimaba el uso de cualquier elemento retumbante que pudiera ser capaz de testimoniar públicamente la presencia del Hombre en este mundo.

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Ignacio traspuso la puerta. Algo conocido quedaba atrás y algo misterioso se abría por delante. Lo primero que apareció ante sus ojos, surcando el cielo detrás de las palmeras, fue el haz luminoso y colorido de una luz de bengala. La siguió con la mirada hasta que la luz desapareció detrás de uno de los pabellones. Solitaria, recortada contra el cielo claro de verano, se veía la ensombrecida pared del pabellón. Apenas alumbraba un farol turbio y lejano. Por eso fue que antes de distinguir al grupo de hombres que se acercaba en dirección al pabellón Ignacio oyó sus pasos, irregulares y pesados. El ruido de los pasos sobre el camino de grava había llegado antes que los cuerpos. Ignacio se detuvo y entonces vio aparecer, en medio de la noche, a un apretado grupo de hombres de caminar cansado y reticente. Flanqueados por impávidos guardiacárceles armados con revólveres y fusiles los hombres caminaban mirando sólo hacia adelante, tratando de adivinar el destino prefijado por sus custodios. Ignacio estaba detenido junto al camino, en la oscuridad. Trató de ver las caras de los hombres pero en la semipenumbra todos sus rasgos se confundían. Uno de ellos, del otro lado de la fila, caminaba con el pecho hundido y un brazo apoyado en la cadera. Ignacio conocía esa manera de caminar. Aguzó la vista tratando de distinguir ese rostro. Pero en seguida el grupo de hombres y sus custodios superaron el pabellón y desaparecieron por otro camino dejando atrás el mismo rumor con el que habían aparecido. Frente a Ignacio quedó, de nuevo en soledad, la pared ensombrecida del pabellón. Otra luz de bengala surgió detrás de las palmeras y cayó equivocada sobre el camino de grava. Allí consumió su inocencia frente a los botines Patria de Ignacio.

LAS OTRAS CALLES1975

La Avenida 18 de Julio no conservaba el aire despreocupado y espontáneo de años atrás; pero a pesar de los notorios cambios físicos no había dejado de ser la Avenida 18 de Julio. Montevideo tampoco había dejado de ser Montevideo. La reposada sabiduría de la ciudad había logrado sobrevivir a los incontables embates que mortificaban su historia. Las heridas estaban a la vista, honrándola.

Sentado a la mesa del viejo café, con su frente casi pegada al cristal de la ventana, Ignacio veía caminar a mujeres y hombres por las anchas veredas de la avenida. El cristal, en lugar de aislarlo, lo vinculaba con la

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multitud que a esa hora del mediodía poblaba la calle. Era una multitud renovada, diferente de la que conociera en el Montevideo de su juventud. Una multitud que ya no incluía a don Francisco, ni a doña Herminia, ni a otros recordados amigos. Habían sobrevivido, sí, los tíos lejanos. Pero la única persona cercana que continuaba a su lado era Lucía. Sin mirarla, con la vista puesta más allá del cristal de la ventana, Ignacio le extendió su mano. Ella, también sin mirarlo y con naturalidad, la recibió. Aquel era un gesto habitual. Y necesario.

Después del doloroso episodio de Tlatelolco y estimulado por la opinión decidida de Lucía, Ignacio había aceptado casi con fatalismo el traslado al Uruguay. Conocía las circunstancias políticas por las que atravesaba también ese país. Pero también sabía que en Montevideo el riesgo que corría era menor. Algunas circunstancias obraban a su favor. Gracias a perseverantes ayudas amistosas su identidad uruguaya ya no creaba cuestionamientos. Su verdadero nombre era Raúl Farías; Ignacio no era más que un apodo. En poco tiempo la pareja organizó el traslado total y después de unos meses Ignacio pudo instalar en Montevideo una imprenta especializada en trabajos comerciales. Entretanto esperaba con agitada impaciencia que las circunstancias políticas se modificaran y le permitieran establecer una empresa editorial similar a la de México.

Una impaciencia parecida le impedía ahora separar su vista de la ventana del café. Más allá, desde la calle, en cualquier momento aparecería su viejo amigo el polaco Iosef. Habían sido muchas y variadas las emociones que Ignacio había vivido desde su llegada a Montevideo; pero eran dos las que se destacaban dramáticamente de todas las otras. Una era el encuentro con Felicia. Ella había estado aguardándolos en el aeropuerto detrás de un público apiñado en el salón de espera. Ignacio la vio allí milagrosamente de pie, sola y con una sonrisa vieja, tan vieja como ella misma, pero que dejaba filtrar un anhelo joven: el de reconocer a Ignacio y reconocerse a sí misma. El emocionado abrazo tuvo sólo un viaje de ida. Al deshacerse y regresar, ya sin contacto con el cuerpo de Ignacio, los brazos de Felicia quedaron sin destino moviéndose nerviosos en el aire. Todo a su alrededor era muy distinto a como ella lo había imaginado: el lugar, la luz, la gente, los ruidos, Nacho, el tiempo pasado, ella misma. Hasta que Ignacio pudo mentirle un suave “Qué bien estás” y Felicia entonces pudo sonreír y de ahí en adelante abundaron las preguntas y respuestas naturales, simplemente curiosas, sin especial emoción.

La verdadera emoción estaba reservada para Ignacio en la casa de los viejos tíos. Allí, rompiendo un rotundo silencio que se había creado después del primer intercambio de saludos y agradecimientos, Felicia exclamó “Esperá que tengo algo para vos”. Cuando volvió traía en su mano una pequeña y vieja valija de cartón. Ignacio reconoció en seguida la valija de don Ovidio. La recibió con una forzada sonrisa sin contestar la

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ociosa pregunta de Felicia “¿Te acordás?” y mantuvo esa terca sonrisa hasta que un rato después, ya en el cuarto destinado provisoriamente para los recién llegados, se sentó en la cama como lo hiciera tiempo atrás, posó la valija sobre sus rodillas, la abrió, oyó el ronroneo con que la fibra de cartón agradecía el aire nuevo, y vio los libros. Allí adentro, unos sobre otros, agrietados y descoloridos por la humedad del tiempo estaban Las fuerzas morales de Ingenieros, La isla de los pingüinos de France, La revolución permanente de Trotsky, El talón de hierro de London, El estado y la anarquía de Bakunin, Don Segundo Sombra de Güiraldes, El Estado y la revolución de Lenin. Una amplia combinación de inquietudes generosas. Ignacio no quiso seguir mirando. Acomodó groseramente los libros dentro de la pequeña valija y al cerrarla de un golpe acalló el ronroneo que en ese caso se pareció más a un gemido de protesta. Después, también como lo hiciera tiempo atrás, puso la valija en el suelo y con el pie la empujó escondiéndola bajo la cama. Pero esta vez allí, junto a él, estaba Lucía. Ignacio le explicaría más tarde en una larga charla el significado de aquella valija, de aquellos libros, de aquella ceremonia.

La otra emoción la recibió años después. Fue la aparición del polaco Iosef en Montevideo. Desde su llegada a la Argentina Iosef se había dedicado al comercio de ropa de lana con bastante éxito y sus visitas al Uruguay eran frecuentes. Fue en una de esas visitas que por casualidad alguien le habló de “la imprenta de Farías”. Iosef recordó vagamente el sonido de aquel apellido. Y dos o tres preguntas más lo decidieron a visitar la imprenta. Cuando llegó y vio al hombre detrás del escritorio lo reconoció al instante. Abrió los brazos y lanzó un grito de alegría: “¡C’est vous, argentin!”. Ignacio quedó mirándolo con los ojos muy abiertos. Ese hombre grandote y rechoncho, de cutis sonrosado, calvo y aparentemente muy activo, le era completamente desconocido. Hasta que Iosef se identificó, pero ahora en español: “¡Soy Iosef! ¿No te acordás de mí?”. Lo único que Ignacio al principio recordó fue el nombre. Nada de esta persona le recordaba a aquel polaco flaco, entristecido y cubierto de pelos que había conocido en la cubierta del Cité de Marseille. Y menos hablando ese idioma español con extraño acento argentino y ocultas reminiscencias extranjeras. Pero llegó un nuevo ataque de Iosef: “¿Ya no me conoces más, che? ¿Cambié tanto desde entonces?”. Y eso bastó para que se descorrieran todos los velos que los años habían instalado sobre la memoria de Ignacio. Se levantó de la silla, borró de un salto la distancia que lo separaba de Iosef y se estrechó con él en un abrazo que contenía más, mucho más que simples olvidos y recuerdos.

La impaciencia iba en aumento en la mesa del viejo café. Ignacio no había variado su inquieta actitud de espera. Entretanto el mediodía se hacía más evidente en plena avenida. La hora del almuerzo había raleado las filas de la multitud y sólo se veían algunas tranquilas

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individualidades demoradas. Algunas de ellas entraban y salían del imponente Palacio Salvo.

—¿Vendrá? —susurró Ignacio siempre mirando la calle, sin dirigirse directamente a Lucía.

—Todavía no es la hora.—Sí. Pero el polaco es muy puntual. Muchas veces llega antes de

hora.Lucía escondió una sonrisa y recostó su espalda contra la silla de

Viena acompañando callada la ansiosa espera de Ignacio. Había conocido a Iosef el mismo día del encuentro de los dos amigos y desde el primer momento percibió en esa relación la presencia de un componente singular. Cada vez que Iosef aparecía en la imprenta de Ignacio su llegada se convertía en una fiesta desmesurada. Ignacio parecía recuperar una parte físicamente viva de su pasado. Y lo mismo le ocurría a Iosef. Por esa razón, tal vez, había sido posible la especial concertación de este encuentro. Ignacio le había telefoneado a Buenos Aires:

—¿Para cuándo es tu próximo viaje?—¿Por qué?—Necesito hablarte personalmente. —¿Tenés urgencia? —Más o menos.El día siguiente Iosef tuvo la respuesta. Debían acordar día, hora y

lugar.—¿Por qué en un café?—No hay mejor lugar que un café para hablar de cuestiones

privadas.Y ahora estaban aquí los dos, esperando. Hasta que Iosef llegó.

Ignacio lo vio entrar al café y acercarse con su andar movedizo hasta la mesa que ellos ocupaban. Al verlo volvió a sentir que este hombre era un lejano recuerdo de aquel muchacho flaco del Cité de Marseille. Pero curiosamente este hombre no dejaba de ser el polaco Iosef, el mismo que conociera sobre la cubierta del barco.

—Aquí estoy —fue lo primero que dijo—. Vamos a ver qué tal son esas cuestiones privadas.

Ignacio habló entonces de esas cuestiones. Había decidido viajar a Buenos Aires y tratar de recobrar su verdadera identidad. Ya era hora. Su condición de desertor ya estaba prescripta y ahora en Buenos Aires había un gobierno democrático que seguramente le brindaría ciertas seguridades.

—Eso es lo que vos suponés —comentó tímidamente Iosef.—Sé lo que querés decir. Aquí llegan los diarios. Pero algún día

tendré que volver. Y no me queda tanto tiempo. Me quedan menos años que los que pasaron desde la última vez que...

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Se interrumpió, trató de no mirar a una Lucía silenciosa y agregó entredientes:

—Cuarenta y cuatro años, Polaco. Pasaron cuarenta y cuatro años desde entonces.

Ahora era Iosef quien miraba más allá del cristal. La gente comenzaba a regresar a la avenida.

—Está bien —dijo—. Pero vas a dejar que yo maneje las cosas.Ignacio suspiró como después de haber corrido un largo trecho. Su

amigo le había devuelto algo muy querido.—Gracias. Y no te olvides que somos dos. La uruguayita viene

conmigo.Iosef asintió y observó las dos manos entrelazadas sobre la mesa.

Después miró con detención el rostro agradecido de Ignacio. Él también debió hacer un esfuerzo para recordar aquel muchacho cordial con aire adolescente que una vez sobre la cubierta del Cité de Marseille se había acercado a su terror.

El taxi avanzaba por la avenida. Trataba de ganarle a cada luz verde acelerando en cada bocacalle. Ignacio y Lucía estaban sentados en el asiento posterior del coche y miraban ávidos a través de las ventanillas la ciudad que retrocedía rápida por los costados. Era de mañana y Buenos Aires despertaba. Lucía señaló a su izquierda a través de la ventanilla.

—Vamos a pasar por la Calle. ¿Querés que nos paremos? Ignacio giró la cabeza hacia la ventanilla derecha y murmuró con

cierto desgano: —Para qué.El taxi se detuvo frente a la luz roja de un semáforo. Transcurrió un

tiempo largo, demasiado largo. Luego reinició la marcha.—Es aquí —insistió Lucía señalando la ventanilla izquierda.De repente, sorprendiendo a Lucía, Ignacio volcó su cuerpo tratando

de ver a través de esa ventanilla. El coche atravesó raudo la bocacalle de la transversal dando tiempo sólo para una fugaz mirada. Ignacio volvió a recostarse en el respaldo del asiento. Tenía un aire exageradamente inexpresivo.

—No la conozco —murmuró—. Mucho no pude ver. Pero no queda nada. Me parece. No sé.

Durante el resto del camino Ignacio no habló ni miró la ciudad. Mantuvo las manos entre sus rodillas juntas y la misma mirada inexpresiva alejada tercamente de las dos ventanillas.

Iosef los esperaba en su casa reunido con toda su familia. Sin duda aquel era un encuentro esperado. La mujer era argentina y había escuchado repetidas memorias de su marido referidas a los tiempos de

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la guerra y al encuentro feliz con Ignacio huyendo de la gran tragedia racista.

—Bueno. Todo aquello pasó —dejó caer Ignacio sin mucha convicción.

Iosef y su mujer intercambiaran una mirada preocupada. —Aquello sí —aceptó al fin Iosef—. Pero siempre aparecen cosas

nuevas. Y en cualquier lugar.Ignacio y Lucía lo interrogaron con la mirada. —Tuvimos algunos problemas —explicó Iosef. —¿Aquí?—Aquí —respondió Iosef.—Y los seguimos teniendo —se sumó la mujer con firmeza. Ignacio echó un soplido de disgusto.—Todavía no aprendieron. Con todo lo que pasó —dijo mordiendo

las palabras.—No creo que esos aprendan alguna vez —sentenció con tristeza

Iosef.Después el matrimonio abundó sobre el tema. Contaron las

pequeñas y grandes humillaciones, la discriminación franca o disimulada. Y después, en voz mucho más baja, hablaron de la dura época que se estaba viviendo en el país, de los asesinatos cotidianos y también de los asesinos encaramados en un poder traidor y faccioso. Ignacio y Lucía quedaban nuevamente advertidos. Iosef tenía conexión con un empleado del Departamento de Policía y en una semana por unos pocos pesos podría tener sus documentos auténticos actualizados. Pero los tiempos no eran los mejores. Ya estaba advertido.

—No te preocupes. Vos me das los datos del tipo y se acabó. Yo voy solo.

—Para él, decir que va solo quiere decir que va conmigo —comentó Lucía con una sonrisa.

—No —reclamó Iosef un poco molesto—. Vamos los tres.Fueron los tres. Ya era de tarde y la luz llegaba en diagonal desde el

oeste. El gran edificio del Departamento de Policía no había cambiado. Tal vez había variado algo su color. Su vieja magnificencia se conservaba custodiada por agentes y oficiales que hacían preguntas semiacusadoras en las puertas o acechaban desde los umbrales.

—Es por allá —informó Iosef señalando con la barbilla una puerta atestada de gente.

Ignacio se detuvo como tocado por una corriente eléctrica. Lucía lo tomó del brazo. Los tres se habían detenido a pocos metros de la puerta.

—Qué pasa —inquirió Lucía.—No puedo. Necesito un poco más de tiempo. Mañana. Vengo

mañana solo, polaco. Perdoname.

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Iosef no respondió. Recordó la borda de un barco, muchos años atrás, y la presencia sorpresiva de un uniforme. Y su propio temblor. Tomó del otro brazo a su amigo y le dijo casi alegremente:

—Me parece que te entiendo. Vamos, media vuelta y march.Los tres giraron y se alejaron del enorme edificio. Caminaron un

rato en silencio y de pronto Ignacio se sorprendió al oír que Iosef se había puesto a silbar bajito la vieja melodía de “Lilí Marlene”.

Ignacio había resuelto esperar. Necesitaba tiempo para recibir y ser recibido por esta ciudad distinta. Altos edificios conteniendo brevísimas viviendas habían reemplazado a las viejas casas de un solo piso con azoteas bordeadas por voluptuosos balaustres. Pero esas no eran las únicas novedades que le habían sorprendido durante las pocas horas transcurridas desde su llegada. Había algo invisible, indescifrable y pesado que ondeaba entre los antiguos árboles de las calles siempre estrechas y sobre los asfaltos de las nuevas avenidas y se deslizaba alevosamente a lo largo de las paredes de los edificios. Algo que le impidió continuar su camino cuando en las puertas del Departamento de Policía vio de cerca a los uniformados con sus severas actitudes y sus interminables armamentos. Sin duda necesitaba tiempo para entender algunas cosas y tiempo para culminar su decisión.

Ya era casi el anochecer cuando se despidieron de Iosef y su mujer hasta el día siguiente. En el departamento de la familia no sobraban comodidades. La Avenida de Mayo había sido siempre una vía elegida para el establecimiento de hoteles de variada categoría. De modo que se dirigieron a la avenida. Las calles iban ensombreciéndose a cada paso. No alcanzaban focos, ni faroles, ni la atiborrada iluminación de algunos negocios para compensar la suave despedida de la luz del sol. Una leve brisa fresca anunciaba que también el otoño se estaba despidiendo. Llegaron a la Avenida, se detuvieron en la esquina y miraron primero al Este. Como en brumas Ignacio vio en el fondo, detrás de la plaza, la Casa de Gobierno. Desde su lugar no alcanzaba a distinguir el balcón. Pero allí estaba. Seguro que sí. Ya no estaba allí el soldadito nervioso con su ametralladora ni el fogoso teniente, ni él mismo. Pero el balcón estaba allí. Giró la cabeza hacia el Oeste. El relumbrón del sol que se iba recortaba en gris oscuro la silueta del palacio del Congreso. Aquí estaba la ciudad. Cambiada pero permanente. Con su propia historia.

Ignacio y Lucía caminaron unos pasos por la ancha vereda en busca de un hotel apropiado. Anticipándose a las despedidas del sol y del otoño la gente también parecía haberse despedido de la ciudad. La avenida estaba casi desierta y la ausencia de seres humanos acentuaba el clima inquietante que se percibía en las otras calles. Aquella sensación continuaba aquí, aunque más amenazante. De pronto Ignacio lanzó una

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exclamación: “¡El Barolo!”. A pocos metros se levantaba un enorme edificio con una belleza particular. “¡El pasaje Barolo!”, repitió Ignacio seducido por el descubrimiento. “Con el Rusito estuvimos poco después de la inauguración. Entonces era el edificio más alto de Buenos Aires. Era hermoso. Vení. Si no lo cambiaron debe seguir igual. Entremos. Después buscamos el hotel.” Lucía no tuvo tiempo para expresar otra opinión. Por otra parte el edificio era realmente interesante y no recordaba haberlo visitado. Penetraron y se detuvieron en medio del pasaje. “No está exactamente igual. Algo cambió”, murmuró Ignacio mirando con disgusto algunos stands que desde el centro del pasaje lastimaban la vista con el desparpajo de su mal gusto. “Mejor dicho lo quisieron cambiar pero no pudieron”, agregó mirando la perspectiva del pasaje que comunicaba con la otra calle. “Mirá”, dijo señalando los ricos muros. “Lo construyó el mismo arquitecto que construyó el Palacio Salvo. Un italiano. Me acuerdo muy bien de un ascensor. Era tan hermoso que con el Rusito una tarde viajamos en él como veinte veces hasta que el ascensorista nos echó. Vení, vamos a ver cómo está”. Ignacio se movió hacia un recodo que se abría a un costado de la galería creando un espacio exclusivo. Allí estaba el amplio y lujoso ascensor, el mismísimo de antes, en medio de la penumbra y con un cartel de “No funciona” colgado de su señorial reja de bronce. “No funciona—se quejó Ignacio— no se podía esperar otra cosa de...”

—¿Qué pasa? —interrumpió en voz baja Lucía.Ignacio se detuvo y escuchó. Una marea de sonidos había

comenzado a llegar confusamente desde la otra calle, más allá del fondo del pasaje. Ruidos de motores exigidos, chirridos de neumáticos sobre el pavimento, gritos. Y al fin nítidos disparos de arma de fuego que penetraron sin disimulo en el ámbito de la galería.

Lucía se abrazó a Ignacio. Sus dos espaldas tensas presionaron la puerta del ascensor como reclamando espacio. Ignacio oyó ruidos de gente que corría por el pasaje, giró su cuerpo y logró abrir las dobles rejas plegadizas. Agarró a Lucía de un brazo y la introdujo en el ámbito oscuro del ascensor. Pero una vez adentro y antes de cerrar nuevamente la reja interior oyó un quejido cercano, el golpe de un cuerpo al desplomarse sobre el piso y el de un pesado objeto metálico que caía a sus pies. Primero miró el cuerpo de la joven mujer caída que gemía de dolor junto a la pared opuesta. Luego miró a sus pies y vio una pistola de gran calibre. La mujer había tratado de esconder el arma arrojándola lejos de sí. Ignacio inició un movimiento instintivo hacia la mujer. Lucía lo contuvo con un “¡Esperá!”, se agachó para recoger el arma y se la ofreció. Ignacio la rechazó y reinició el movimiento hacia la muchacha herida. Pero inmediatamente unos pasos rápidos que llegaron desde la galería lo obligaron a retroceder y a ocultarse junto a Lucía en el interior penumbroso del ascensor. En seguida vio al hombre anunciado por los

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pasos. Llevaba puesta ropa común de trabajo pero en algún lado de su campera de cuero había un objeto que brillaba. Sus ojos fríos también brillaban. También brillaba el arma que llevaba en su mano. Ignacio y Lucía dejaron de respirar y aplastaron sus espaldas contra la pared del ascensor. El hombre se había detenido frente a la mujer y la miraba. La mujer había levantado los ojos y desde el suelo, con una mirada distinta, también lo miraba. El hombre no pudo soportarlo. De repente, con un gesto que expresaba venganza y placer al mismo tiempo empezó a aplicar puntapiés al cuerpo de la muchacha mientras vociferaba sordos “¡Tomá, hija de puta, tomá!”. Después, apretando los dientes, apuntó con su arma a la muchacha herida y descerrajó dos disparos. El cuerpo reaccionó con dos cortos movimientos convulsivos y luego quedó quieto. El hombre miró a la muchacha por última vez con triunfante desprecio y giró para irse agregando un nuevo “¡Hija de puta!”. Pero antes de terminar el movimiento lanzó una mirada casual hacia el ascensor. Rápidamente Lucía puso el arma en la mano de Ignacio. Ignacio vio que los ojos fríos lo descubrían. No vaciló. Apretó el gatillo dos veces y vio cómo el hombre caía y después quedaba también inmóvil junto a la muchacha. Arrojó en seguida el arma junto a los cuerpos, cerró las dos hojas del ascensor y apretó el botón del piso 2. El ascensor tembló y luego ascendió suavemente, Ignacio lanzó un suspiro ahogado. Pegó su frente a la reja y espió hacia abajo. Al alcanzar el segundo piso el ascensor se detuvo bruscamente, Ignacio abrió rápido la reja interior y en ese momento oyó fuertes voces y pasos de gente que llegaba corriendo e invadía la planta baja del pasaje. Después oyó algunas aisladas exclamaciones, un murmullo de voces y el ruido de un golpe sobre la reja del ascensor que lucía el cartel de “No funciona”. Sigilosamente Ignacio terminó de abrir la reja interior y luego la exterior. Ayudó a salir a Lucía y dejó la última reja abierta de modo que el ascensor quedara inmovilizado. Después los dos avanzaron silenciosamente hacia una esquina del corredor. El segundo piso estaba tan desierto por dentro como los otros pisos, como el pasaje, como la avenida, como la ciudad. Ignacio y Lucía entendieron que iban a tener que esperar varias horas en medio de la oscuridad y el silencio. Eligieron un ángulo del corredor. Ignacio colocó su campera en el suelo para aislar el frío de los cuerpos y se sentaron. Ignacio aún respiraba agitado y trataba de oír los murmullos y los ruidos de los cuerpos en movimiento que llegaban desde la planta baja. Al rato todos los ruidos cesaron. Ignacio y Lucía esperaron quietos y callados el tiempo necesario para estar seguros de que los ruidos, las voces y el peligro se habían alejado. Fue sólo entonces que Lucía, con una pequeña voz ahogada y todavía estremecida pudo susurrar al oído de Ignacio “¿Estás bien?”. “Sí, muy bien, uruguayita. Muy bien”, respondió Ignacio con pensativa firmeza. Luego acomodaron sus cuerpos. Y así, muy juntos, casi abrazados, en

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silencio, con los ojos y oídos bien abiertos, pasaron el resto de la noche. Esperando.

LA CALLE DE LOS TAMBOS1931

Los soldados fueron informados de la indigna noticia un atardecer de ese verano. La misma voz aguardentosa del mismo sargento gritón que unos meses atrás les había ordenado el asalto a la Casa de Gobierno con el patriótico propósito de hacer una revolución, ahora los convocaba para formar parte de un pelotón de fusilamiento. Debía seleccionar ocho soldados del batallón. Les hizo formar fila y los eligió mirándoles la cara y usando a fondo sus improbables conocimientos psicológicos. “Usted, usted, usted”. Así, uno a uno y descuidadamente, seleccionó los ocho soldados que unidos en la acción deberían terminar con la vida de un hombre que no conocían y cuya imagen iban a llevar impresa en su cerebro para siempre. Uno de los ocho elegidos fue Ignacio. El “Usted” y el índice del sargento señalándolo fueron un doble y ominoso impacto acusador que lo dejó sin capacidad de reacción. Espió a sus futuros compañeros de pelotón y no descubrió en ellos más que lo que podía descubrir en sí mismo. El sargento vociferó “Esta madrugada haremos un ensayo” y olvidándose de ordenar el “Rompan filas” se alejó con total displicencia.

Aún era noche plena cuando el sargento y sus gritos ingresaron al galpón ordenando la presencia de los ocho elegidos. Había sido una noche de verano fresca y la madrugada lo era más aún. A los pocos minutos los ocho soldados marchaban en fila hacia un patio interior. Cuando llegaron ya estaba allí un oficial que los esperaba. Las instrucciones fueron pocas, claras y precisas. Todos ellos habían sido bien instruidos en el arte de tirar con el máuser. Aquí todo iba a ser fácil. El blanco sería quieto y la distancia, una miserabilidad. “Una miserabilidad”, repitió el oficial sonriendo. El oficial indicó el lugar de formación, los tiempos y la calidad de sus órdenes. Y ensayaron. Frente a ellos estaba el paredón gris, desnudo y algo descascarado. Más allá, por encima del paredón, se veían las copas de unas palmeras. Ensayaron el procedimiento repetidas veces. Al fin el oficial se dio por satisfecho y volviendo a sonreír repitió: “Una patética miserabilidad”. Más tarde Ignacio explicó a sus compañeros que el oficial había pronunciado esa palabra con ánimo de burlarse del presidente destituido en setiembre. El

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sargento, ignorando la sutileza militar, no había podido acompañar con una risa franca el comentario de su superior. Sólo esbozó una sonrisa forzada y esperó que el oficial se alejara para volver a bramar “Soldados, ya saben lo que tienen que hacer”. Luego agregó “Y ahora a dormir que mañana tienen que estar bien frescos” y sin mayor ortodoxia les ordenó un “De frente march hacia los dormitorios”.

Ignacio y los otros siete soldados marcharon detrás del sargento marcando el paso sin precisión. Sus mentes estaban ocupadas por otros pensamientos. De pronto frente a ellos cruzó un grupo de detenidos flanqueados como siempre por guardiacárceles bien armados. Era el mismo grupo que Ignacio había visto la última noche del año. El pelotón de soldados se detuvo esperando que el grupo de hombres terminara de pasar. Y entonces Ignacio lo vio. Ese hombre. El de pecho hundido y el brazo en la cadera. Era don Ovidio. Pero no era don Ovidio. Al pasar echó una mirada perdida hacia Ignacio. Pero en seguida desvió la vista hacia adelante imitando a los otros hombres, ignorando al pelotón. Ignacio quedó paralizado. Su inmovilidad no era consecuencia de la calidad del mensaje sino producto de su asombro. Un asombro que alcanzaba la categoría de estupor.

LAS OTRAS CALLES1975

El día empezaba a despertar y junto con el día despertaba el Pasaje Barolo. Afuera se despabilaba la avenida y toda la ciudad. En el interior del edificio ya se podía oír cercano el eco de algunos rumores provenientes de trabajos de limpieza y más lejanos los ronquidos de los motores que comenzaban a invadir las calles y a penetrar en las casas por balcones y ventanas. La pareja de avanzada edad que descendió dos pisos por las escaleras y luego salió caminando conversando en paz y del brazo por la galería hasta salir del Pasaje Barolo por la calle opuesta a la avenida no despertó la curiosidad de nadie. Después se los vio caminar con la misma parsimonia manteniendo un diálogo en apariencia muy

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entretenido a lo largo de la misma calle. Hasta que tomaron por la primera transversal y desaparecieron en dirección al Sur.

La fingida calma de Ignacio y Lucía era resultado de un gran esfuerzo. A la zozobra vivida durante toda la noche se había sumado el incierto desafío de alejarse del lugar sin problemas. Caminaron esos infinitos metros tensos y cautelosos apretando un cuerpo contra el otro y simulando una animada conversación cuyos temas luego jamás podrían recordar, la inquietud empezó a desvanecerse sólo cuando el Pasaje Barolo y su historia quedaron atrás en la distancia. Aunque no en sus pensamientos. Las huellas en sus rostros eran las evidencias de haber vivido una jornada especialmente inesperada y brutal.

Cuando llegaron al departamento de Iosef el aspecto de Ignacio y Lucía motivó lógicas preguntas. Ignacio alegó una mala elección de hotel y una noche sin dormir, les habló difusamente del inoportuno viaje, les agradeció sus gestos de amistad y les comunicó su decisión de postergar para una época más adecuada el rescate de su identidad. La despedida fue nerviosa. Detrás de los ojos de Iosef quedaron muchas preguntas sin formular. “Los veo en Montevideo” fue la despedida intrascendente de Iosef, lanzada al acaso, con el ánimo de restarle dramatismo a la situación. Ignacio y Lucía recogieron sus bolsos de viaje y partieron sin perder más tiempo camino a la dársena donde con suerte podrían embarcarse esa misma mañana en un ferry que los transportara a Montevideo. Tuvieron suerte. En dos horas partiría el próximo ferry.

Cuatro horas más tarde el barco navegaba en mitad del río. El sol de ese fresco verano caía a pico y calentaba tibiamente en pleno mediodía. Ignacio y Lucía estaban sentados sobre un banco despintado y recibían el aire húmedo de ese río sin costas a la vista. Sobre sus rodillas estaban desplegados varios diarios de la mañana. Ninguna noticia que informara de un encuentro armado o del hallazgo de dos personas muertas por armas de fuego. Ignacio dejó los diarios abandonados sobre el banco. Parecía meditar. Lucía lo observó y creyó que era el momento oportuno para una pregunta que postergaba desde la noche anterior. “¿Cómo sabías que ese ascensor funcionaba?” Ignacio oyó la pregunta, sonrió y como hablándole a un tiempo pasado, con una voz que sonaba agradecida, susurró. “No lo sabía. Pensé que ese ascensor no podía fallarle al Rusito.” Y de pronto, abandonando la sonrisa, tomó de la mano a Lucía, se acercó con ella lentamente hasta la borda del barco y una vez allí junto a la baranda, señaló el medio del río. “Fue allí. Estoy seguro que fue allí. Debe estar allí abajo todavía”. Lucía lo miraba preocupada. Ignacio notó su preocupación. “La bayoneta. Era noche oscura pero recuerdo bien el lugar en el agua. Hay cosas que se saben. Como lo del ascensor.” Hizo una pausa larga. Los dos miraban el agua intranquila y marrón. Al fin Ignacio agregó con dureza “Me habría gustado tirar aquí ese revolver de mierda”. Y después de unos segundos, mordiéndose los

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dientes: “Todas las armas de mierda que hay en el mundo. Todas tirarlas aquí, carajo”.

LA CALLE DE LOS TAMBOS1931

Era de madrugada. El sargento no tuvo necesidad de despertar a los ocho soldados. Les gritó las primeras órdenes en el galpón donde habían permanecido en vigilia toda la noche, les repitió las mismas instrucciones de la noche anterior y los hizo marchar ruidosamente por pasillos oscuros y silenciosos hasta llegar al patio donde se iba a llevar a cabo la ejecución. Ignacio recorrió este larguísimo camino tratando de descubrir a su alrededor un cuerpo, un rostro, una minúscula pista que le revelara la identidad del condenado a muerte. “Un anarquista” era la única voz que había estado rondando toda la noche por el ámbito del improvisado cuartel militar.

Cuando llegaron al patio un alba callada se demoraba en aparecer detrás del paredón. Las palmeras se recortaban oscuras en el contraluz. Ignacio oyó la dura voz del sargento ordenando el firmes y el formen fila. Los soldados respetaron la formación ensayada la noche anterior, volvieron a oír la voz del sargento ordenando descanso y quedaron allí guardando un hosco silencio, esperando. Ignacio miró el muro gris y lo vio también esperando; a cada instante se tornaba más gris y más solitario. Sin embargo ocho soldados y un sargento estaban frente a él también velando la espera. Hasta que llegó el oficial. Sin saludar y sin mirarlos pasó frente a ellos, se detuvo a un costado y entonces sí los miró y con una voz impersonal y soñolienta amenazó “Vamos a ver cómo se portan”. Después les dio la espalda, encendió un cigarrillo y él también esperó. Todos esperaban: los soldados, el sargento, el oficial, el muro, las palmeras, la noche. Hasta el silencio. Ignacio tenía la culata del máuser apoyada sobre las baldosas, el cañón del fusil hundido en su estómago le dificultaba la respiración. Durante unos minutos escuchó el sonido sordo que salía con esfuerzo de sus pulmones. Luego sintió que ese sonido se unía al que llegaba desde los pechos de sus siete compañeros. Tenía la boca entreabierta y los ojos fijos en el corredor por donde debería aparecer el condenado a muerte. El tiempo se había hecho impreciso. La noche parecía haberse detenido. Todos los hombres giraron sus cabezas y miraron hacia el corredor. Por allí aparecieron, anunciados por el rumor de sus cuerpos, cuatro guardiacárceles. Entre

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ellos, semioculto, venía el reo. El grupo avanzó. El modo de caminar, el pecho hundido, el brazo contra la cadera. Era don Ovidio. Pero no era don Ovidio. El grupo siguió avanzando organizadamente hasta que los guardiacárceles colocaron al condenado junto al paredón. Luego se alejaron. El condenado quedó solo y enfrentado al pelotón de soldados. Ignacio pudo mirarlo de frente. Los ojos del hombre se posaran en él también de frente. No era don Ovidio. Pero era don Ovidio. El fusil empezó a temblarle entre las manos. Sintió más intensa aún la presión sobre su estómago. Los ojos del hombre, que se fueron posando en cada uno de los otros siete soldados, parecían sonreír. Había cierta desafiante dulzura en esa mirada. Después el tiempo dejó de ser impreciso. La noche se movió y el alba inició su avance sobre el patio. El oficial se acercó al reo y cumplió con los ofrecimientos reglamentarios. El reo los rechazó. Y después, cuando el amanecer había cambiado casi el color de las palmeras, impartió las órdenes. Primero una, después otra y después la final. Apenas tuvo tiempo el condenado para lanzar el grito de “Viva la anarquía” que Ignacio nunca supo si fue un desafío, un ruego o una simple afirmación. El estampido de su propio fusil le acalló el pensamiento.

La descarga unánime de los ocho máuseres había tronado en el pequeño patio y empujado el aire hacia el cielo abierto. Ignacio, con el fusil aún humeando, vio la explosión de palomas que huían aterradas hacia el amanecer. Sólo entonces bajó la mirada para ver al desconocido. Su cuerpo muerto estaba tendido a los pies del paredón. Su rostro oculto por las últimas sombras de la noche.

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El recuerdo había sido algo vivo, crujiente. Ignacio lo había sentido latir dentro de su propio cuerpo. Liberada, la memoria se había expandido por tiempos y lugares y le había hecho compartir venturas y padecimientos. Había convertido el tiempo futuro en presente y éste se estaba convirtiendo en pasado. Ignacio y Lucía continuaban sentados en el banco verde del parque. Ignacio miraba fijamente un arbusto con lantanas rojas y amarillas que chispeaban no lejos de las palmeras. Las señaló.

—Fue por ahí. Seguro que fue por ahí.Lucía miraba hacia las lantanas.—¿Qué le dirías? —preguntó de repente.—A quién.—A ese hombre. A cualquiera.La voz de Ignacio era todo pensamiento.—Que hice todo lo que pude. Sé que no es bastante. Es todo lo que

pude.Esbozó una sonrisa triste y agregó:—El pentimento es sólo para los artistas. Hubo una pausa. —¿Y a Dios?—No lo conozco. Y si lo viera no le diría nada. Tal vez él tenga algo

que decirme.No hablaron más. Los dos miraban hacia la calle que se abría frente

al parque, la del nombre actual ya olvidado. Ahora era un conjunto de pequeños comercios elegantes y de grandes edificios de departamentos separados por una franja de asfalto brillante. Pero Ignacio y Lucía mantuvieron la vista fija en esa calle abierta frente a ellos, frente al banco verde, frente a todo el parque. Y entonces vieron la del único nombre: la Calle de los Tambos. La pudieron ver aparecer allí, primero tímidamente y luego con firmeza cada vez mayor cubriendo la falsa visión de la realidad actual. Primero el dibujo desparejo de los adoquines de granito verdaderos sobre el oscuro asfalto. Después las antiguas paredes encaladas con sus puertas: la puerta grande y bulliciosa del

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conventillo, la furtiva entrada para coches del hotel para parejas, la puerta discreta del prostíbulo, el portón generoso de las vacas y terneros, la puerta inconquistable del almacén de la Porota. Estaban allí todas las puertas. Todas saludando en su definitiva despedida. Y sentado en el umbral de la última puerta, la de su propia casa, el chico con las uvas. Y el árbol.

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