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1 LA VIRGEN DOLOROSA, MADRE DE LA ESPERANZA, EN SAN JUAN DE ÁVILA (Juan Esquerda Bifet) Presentación: Virgen Dolorosa, Madre de la Esperanza 1. Datos históricos preliminares 2. Una espera dolorosa alentada por el amor 3. Una espera confiada iluminada por la fe en Cristo Resucitado 4. Una espera compartida en la caridad fraterna y en la misión A modo de conclusión. Una espera permanente con María, en la Iglesia de todos los tiempos *** Presentación: Virgen Dolorosa, Madre de la Esperanza Cuando apareció la primera noticia sobre la celebración de los cincuenta años de la coronación de “María de la Esperanza de la Macarena” (1964- 2014), vino a mi mente, como tantas veces desde mi infancia, el rostro de esta conmovedora imagen, donde una lágrima expresa un misterio de amor que es, al mismo tiempo, de dolor y de esperanza. A veces he pensado que en esta lágrima se esconde y también se dilucida el dolor inexplicable de toda la humanidad que sufre, pero que vive con esperanza, porque el dolor de una madre que sufre y ama tiene que ser inmortal y fecundo. Hay en él, un proyecto de amor que parece indescifrable. Tal vez alguno de nosotros recuerda las últimas lágrimas de su madre querida, cuya explicación sólo se puede encontrar en el corazón de Dios

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LA VIRGEN DOLOROSA, MADRE DE LA ESPERANZA, EN SAN JUAN DE ÁVILA

(Juan Esquerda Bifet)

Presentación: Virgen Dolorosa, Madre de la Esperanza1. Datos históricos preliminares2. Una espera dolorosa alentada por el amor3. Una espera confiada iluminada por la fe en Cristo Resucitado4. Una espera compartida en la caridad fraterna y en la misiónA modo de conclusión. Una espera permanente con María, en la Iglesia de todos los tiempos

***

Presentación: Virgen Dolorosa, Madre de la Esperanza

Cuando apareció la primera noticia sobre la celebración de los cincuenta años de la coronación de “María de la Esperanza de la Macarena” (1964-2014), vino a mi mente, como tantas veces desde mi infancia, el rostro de esta conmovedora imagen, donde una lágrima expresa un misterio de amor que es, al mismo tiempo, de dolor y de esperanza.

A veces he pensado que en esta lágrima se esconde y también se dilucida el dolor inexplicable de toda la humanidad que sufre, pero que vive con esperanza, porque el dolor de una madre que sufre y ama tiene que ser inmortal y fecundo. Hay en él, un proyecto de amor que parece indescifrable. Tal vez alguno de nosotros recuerda las últimas lágrimas de su madre querida, cuya explicación sólo se puede encontrar en el corazón de Dios Amor, que se ha querido reflejar en el rostro de María.

Para desarrollar este pensamiento, me ayudó una afirmación del nuevo Doctor de la Iglesia Universal, San Juan de Ávila, tan relacionado con Sevilla en el siglo XVI, y apóstol de Andalucía. Dice este santo Maestro en un sermón sobre la Soledad de la Virgen: “¿Por qué se cuece a Jesucristo en las lágrimas de su Madre? … cocido está en lágrimas, que de los ojos de su sacratísima Madre salían, viendo lo que estaba padeciendo" (Sermón 67, n.9). El sermón mariano de este santo Doctor de la Iglesia está todo impregnado de esperanza cristiana como respuesta al dolor humano.

En las pupilas de la Virgen y en sus lágrimas, se reflejó del algún modo el rostro de Jesús cuando preguntó al Padre sobre el “por qué” de su dolor (cfr. Mt 27,46) y el por qué del dolor de tantos inocentes durante la historia humana. Es como el niño pequeño que pregunta sobre un “misterio” o

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sobre algo inexplicable para él, y su padre responde sólo con una mirada silenciosa de amor.

El objetivo de mi reflexión es, pues, intentar encontrar la sintonía entre el sufrimiento de la Virgen Dolorosa y su corazón lleno de esperanza. Parecen dos términos irreconciliables: dolor y esperanza. Tal vez el milagro sólo se puede dar en corazón de una madre que sufre amando. ¿Cómo es posible? El rostro de la Macarena, con su lágrima y su sonrisa, nos indica el camino. Cuando Jesús en la última cena describió el dolor de una madre al dar a luz, lo hizo para recalcar al gozo de la fecundidad (cfr. Jn 16,21). Al leer este texto evangélico, parece entreverse el dolor y gozo esperanzado de María y de la Iglesia. Si se pudiera recoger e inmortalizar la última lágrima de una madre, que ha gastado la vida por toda su familia, y especialmente por el hijo único, sería una obra maestra superior a muchos monumentos del patrimonio artístico universal.

Si me permiten, ya desde el inicio, les digo que me parece ver esta realidad en dos “huellas” que están en el Evangelio. La primera huella la encuentro en el rostro de María cuando coloca a su hijo recién nacido en una cuna “le envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2,7). Ciertamente era un rostro sereno feliz, lleno de esperanza. La segunda huella es ya su rostro de madre dolorosa ante el hijo que sufre, crucificado, que va a morir: “Estaba en pie junto a la cruz de Jesús, su madre” (Jn 19,25). Seguramente allí recordaría cuando, años atrás, ella y San José buscaban con sus rostros “angustiados” al niño perdido en el templo.

Dice el Papa Francisco con expresiones vivas: “Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado” (Evangelii Gaudium, n.125)

En este camino de reflexión me han ayudado de modo especial los sermones de San Juan de Ávila, apóstol de Andalucía, en el siglo XVI, sobre la Virgen Dolorosa que es Madre de la esperanza. Es lo que voy a exponer. Pero antes hemos de recordar unos datos históricos.

1.Datos históricos preliminares

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San Juan de Ávila nació en Almodóvar del Campo (1500). Después de sus estudios jurídicos en Salamanca y teológicos en Alcalá, recién ordenado sacerdote, distribuyó su herencia entre los pobres y vino a Sevilla (1526) con la intención de embarcarse como misionero hacia el Nuevo Mundo, aprovechando el nombramiento del dominico Julián Garcés como primer obispo de Tlaxcala (México).

Pero nuestro santo tuvo que quedarse en Sevilla, por disposición del arzobispo, compartiendo su quehacer apostólico con un gran amigo suyo, sevillano, el Padre Fernando de Contreras, quien dejó en Sevilla huella de santidad. De este su buen amigo aprendió San Juan de Ávila una vida de pobreza dedicada a la catequesis y a los pobres. Posteriormente su ministerio se extiendo por toda Andalucía, especialmente por medio de sus numerosos discípulos. Moriría en Montilla (Córdoba) en 1569.

Para completar este breve esbozo sobre la figura de este santo, les leo esta afirmación del Papa Benedicto cuando lo proclamó Doctor de la Iglesia universal: “El amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, es la clave de la experiencia personal y de la doctrina del Santo Maestro Juan de Ávila, un «predicador evangélico», anclado siempre en la Sagrada Escritura, apasionado por la verdad y referente cualificado para la «Nueva Evangelización». La primacía de la gracia que impulsa al buen obrar, la promoción de una espiritualidad de la confianza y la llamada universal a la santidad vivida como respuesta al amor de Dios, son puntos centrales de la enseñanza de este presbítero diocesano que dedicó su vida al ejercicio de su ministerio sacerdotal”.1

Aún con el riesgo de ser inexacto, resumo también aquí unos datos históricos sobre la imagen de la “María de la Esperanza de la Macarena”. Lo hago para encuadrar el tiempo inmediatamente anterior, en el cual vivió y predicó San Juan de Ávila.

1 Benedicto XVI, Carta Apostólica San Juan de Ávila, sacerdote diocesano, proclamado Doctor de la Iglesia universal (7 octubre 2012), n.1. En el mismo documento, afirma: “Atento a captar lo que el Espíritu inspiraba a la Iglesia en una época compleja y convulsa de cambios culturales, de variadas corrientes humanísticas, de búsqueda de nuevas vías de espiritualidad, clarificó criterios y conceptos” (n.4). Unos meses antes, el Papa había afirmado: “Juan, sacerdote diocesano en los años del siglo de oro español, participó de las dificultades de la renovación cultural y religiosa de la Iglesia y de la organización social en los albores de la modernidad” (Benedicto XVI, Fiesta de Pentecostés, rezo del Regina caeli, 27 mayo 2012).

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El distrito sevillano de la Macarena es el que tiene el honor y privilegio de custodiar esta imagen escultórica, del siglo XVII, tal vez de los años en torno a 1680. Su autoría es discutible. Quizá la característica principal es la de su rostro: surcado por una lágrima en un lado y esbozando una sonrisa de esperanza en el lado opuesto. Pero la Cofradía de Nazarenos de la “Esperanza Nazarena” o de “María de la Esperanza” es ya del año 1585. Como sabemos el templo es basílica desde el siglo XX y por esto celebramos los cincuenta años de la coronación pontificia (1964-2014).

La fiesta de la Macarena, precisamente por el título de “María de la Esperanza”, se celebra el 18 de diciembre. Es el día más apropiado, por ser la antigua fiesta de la expectación del parto María, días antes de Navidad. Y aunque hay otra imagen venerando de la “Dolorosa”, es decir, la “Virgen de la Amargura”, a la Virgen de la Macarena le toca el turno de la procesión de Semana Santa en la madrugada del Viernes Santo.

Nos podemos colocar, pues, en los años inmediatamente anteriores a la cofradía “María de la Esperanza” (antes del año 1585) y también anteriores a la imagen cautivadora que estamos celebrando (del siglo XVII).

Los sermones de San Juan de Ávila, sobre la Virgen Dolorosa, como Madre de la Esperanza, fueron predicados en diversos lugares del amplio ámbito de Andalucía, sin excluir la misma ciudad de Sevilla. Los años de predicación del Maestro Ávila discurren entre 1526 y 1569. Ciertamente, la doctrina del Santo Maestro, que vamos a exponer, dejó huella imborrable en la devoción mariana popular en toda Andalucía y también más allá, por medio de sus discípulos. No se trata sólo del sermón sobre la Soledad o Dolorosa, sino del conjunto de todos los sermones, cuyos contenidos abarcan todos los temas marianos y están centrado en el Misterio de Cristo como solución definitiva al misterio del hombre.

Aunque los sermones marianos del apóstol de Andalucía se han presentado a veces como “libro de María”, hay que constatar propiamente que se trata de los “sermones de Nuestra Señora” (sermones 60 al 72). La doctrina mariana del Maestro se encuentra también diseminada en todos sus escritos y en los demás sermones del año litúrgico.2

2 Sus sermones marianos corresponden a las fiestas marianas del año litúrgico (era el siglo XVI): Natividad (nn.60-62), Presentación de Nuestra Señora (n.63), Purificación de Nuestra Señora (n.64), Anunciación (n.65, dos redacciones), Visitación (n.66), Soledad (n.67), Virgen de las Nieves (Santa María Mayor, n.68), Asunción (nn.69-72). Ver el texto en: San Juan de Ávila, obras completas (Madrid, BAC, 2002).vol.III. Algunos estudios

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En nuestro estudio, veremos cómo el dolor de la Virgen está amasado en el amor (n.2), que se fundamenta en la fe y confianza en Cristo resucitado (n.3). Por esto, es una esperanza que se traduce en caridad fraterna y misión (n.4). En este sentido María es figura de una Iglesia que vive de la esperanza (líneas conclusivas).

2.Una espera dolorosa alentada por el amor

San Juan de Ávila deja constancia de que el pueblo cristiano, y más concretamente en el sur de España, estaba acostumbrado a meditar en "los dolores de la Virgen María", especialmente "el viernes en la tarde y el sábado" (Sermón 67, n.17). Nos encontramos en el siglo XVI.

El sermón 67 está dedicado a la “soledad de María” y tiene como título: “¿A quién te compararé, Hija de Sión?” (Lam 2,13). Los contenidos se refieren a la redención obrada por Jesucristo con la asociación de María. Siguiendo la doctrina de San Pablo, invita a “llorar con los que lloran y a gozar con los que gozan” (Rom 12,15).

Este sermón es una invitación continua a acompañar a la Santísima Virgen, comprendiendo su dolor a la luz del amor y dentro de una perspectiva de esperanza en la salvación. La descripción del dolor de María es muy detallada, pero lo importante es preguntar por la causa del dolor. Se describen los diversos momentos de la pasión y especialmente la muerte y la lanzada, así como el descenso del cuerpo de Jesús para colocarlo en brazos de su Madre y luego en el sepulcro. El pequeño grupo de seguidores del Señor, con María, va hacia el sepulcro y luego regresa al Cenáculo. En esta última etapa se describe la soledad dolorosa de María, pero preocupada por los discípulos ausentes y huidizos, a quienes la Madre de Jesús les

más actuales sobre su mariología: J. ESQUERDA BIFET, La doctrina mariológica del Maestro san Juan de Avila: Marianum 62 (2001) 91-114; D. FERNÁNDEZ, Culto y devoción popular a María en la obra de San Juan de Ávila: Ephemerides Mariologicae 31 (1981) 79-99; A.P. GONZÁLEZ GUTIÉRREZ, La actuación de María en la Iglesia de Cristo según San Juan de Ávila: Scripta de Maria 9 (Pamplona 1987) 109-147; A. MOLINA PRIETO, Los tres sermones asuncionistas de San Juan de Ávila, en: Virgo Liber Verbi (Roma, Marianum, 1991) 281-309; J.I. RUIZ ALDAZ, La teología de los sermones de San Juan de Ávila: Scripta de Maria (2012) 275-311.

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envía a Juan como recadero, portador de esperanza y perdón, para invitarlos a volver.

La pista original que ofrece el Maestro para esta meditación es la del amor de María respecto a su Hijo, porque su "angustia" era tan grande como su "amor": “¿Quién medicinará tus angustias? ¿Quién pondrá tasa y medida a tus dolores? ¿Quién bastará a contar tus penas? ¿Quién contará lo que tal día como hoy padeciste? Cuan grande es el amor que ardía en tu corazón, tan grande es la angustia. Si supieseis conocer cuán grande es el amor que esta Virgen sacratísima tenía a su Hijo, sabríais conocer el dolor que hoy ha pasado por ella; pero, como no se puede conocer el amor, así también no se entiende el dolor que recibió” (Sermón 67, n.17).

Quien comprende el amor de María, comprende también la profundidad de su dolor. Pero la fuente del amor de la Virgen se encuentra en el mismo amor que Dios tiene a la humanidad redimida. Tanto María como Jesús son inocentes. El Maestro Ávila los describe unidos, como "Oveja y su Cordero inocente", que sufren por culpa de nuestros pecados (cfr. Sermón 67).

Y en su pedagogía dialogal, al describir el dolor de la Virgen, pregunta al Señor y él mismo se formula la respuesta: “Por qué moristeis, Señor? Por el amor que te tuve… ¿Por qué, Señor, afligiste tanto a la Madre y al Hijo? ¿Qué culpa tienen? Ovejas son inocentísimas. El amor que tuvo a los hombres Jesucristo, eso es” (Sermón, n 67, n.8).

Es aquí, en este contexto del amor en relación con el sufrimiento, donde encaja la afirmación sobre las lágrimas, que, en parte, ya he citado antes y que ahora cito en todo su contexto: “¿No bastaba matar al hijo y ponerle en una cruz, sin matar también a la Madre? ¿Por qué se cuece a Jesucristo en las lágrimas de su Madre? Si lo queréis asado, asado está en el fuego de tan grandes tormentos, asado lo tiene el fuego del amor, que en su benditísimo corazón ardía mientras estaba padeciendo en la cruz, y si lo queréis cocido, cocido está en lágrimas, que de los ojos de su sacratísima Madre salían, viendo lo que estaba padeciendo” (Sermón 67, n.9).3

Para atraer la atención de los oyentes, presenta el nombre de “María” como derivado de “mar”, donde confluyen la inmensas aguas. Con esta

3La fuente del dolor de María es, pues, el mismo amor que le tiene Dios por estar estrechamente unida al Hijo de Dios: “¡Oh Señor!, ¿y tan cara vendéis a esta Virgen vuestra privanza? Si mucho la amasteis, mucho la afligisteis; si muy santa la hicisteis, mucho la angustiasteis; a la medida de amor que tuvisteis, fue el doble que ha pasado” (Sermón 67, n.11).

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comparación quiere explicar la profundidad del dolor, que corresponde a la profundidad del amor de María. Ella sufre según el grado de su amor: “Como cuando al principio del mundo crió la luz, así veréis hacer fuego de nuevo, y como allá manda, llegar todas las aguas a un lugar, y llamóle mar, así acá alléguense todas las virtudes que están repartidas por muchos en un lugar, toda la santidad, toda la castidad, toda la fe y la esperanza y la caridad júntense en esta Virgen bendita muy más perfectamente que en otra persona ninguna, y júntense también todos los dolores, las angustias, la tristeza y lágrimas el día de hoy en esta Virgen, y llámese María” (Sermón 67, n.15).4

El objetivo que persigue nuestro predicador es el de suscitar la confianza de los creyentes en la misericordia divina. Ha habido pecados en la humanidad, pero la misericordia de Dios es más allá de la iniquidad, porque se identifica con su mismo amor divino. El expositor no se queda en principios generales, sino que señala a cada uno sin zaherir, para suscitar una respuesta responsable: “Por tu amor atormentan hoy a la Madre y al Hijo; sábelo por amor suyo conocer y agradecer; sábete aprovechar. No hayan ahora padecido la Madre y el Hijo tan grandes trabajos y tormentos en balde; en balde sería si no hubiese quien se aprovechase del fruto de ellos” (Sermón 67, n.16).

El dolor materno de María es peculiar, más allá de nuestro modo de pensar sobre las cosas y acontecimientos. No se trata sólo del hijo único que muere en una cruz, sino del Hijo que es para ella su sola razón de ser. Cuando comenzó a formarse en su vientre, ella había resumido su propia existencia en un “sí” de pertenencia total a la obra de su Hijo. Al mismo tiempo ella había siempre vivido en sintonía con los sentimientos del Hijo, “el Salvador” (Jesús), que iba a salvar al mundo de sus pecados (cfr. Lc 1,31; Mt 1,21).

La clave de este sufrir amando la podemos encontrar en la explicación del mismo Jesús durante la última Cena antes de la pasión. Efectivamente allí compara las dificultades de su seguidores a una madre que sufre dolores de parto, pero que, al mismo tiempo, tiene el gozo de dar a luz (cfr. Jn 16,21). María vivía pendiente de la obra salvífica de Cristo; su propia razón de ser consistía en compartir la misma suerte, la misma “espada” (cfr. Lc 2,35).4 En la metáfora del “mar” se inspira también la imagen de las siete espadas: “Oh virginal corazón! Pintáisla con siete cuchillos, ¡con setecientos la habíais de pintar! No tienen cuenta las gotas de la mar y sus arenas, no tienen cuenta las estrellas del cielo con los dolores de la Virgen María” (Sermón 67, n.19)

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Las enseñanzas de San Pablo sobre su propio sufrimiento y el de la Iglesia, tiene el sentido de “completar” o hacer propios los sufrimientos de Cristo (cfr. Col 1,24). En esta base paulina es donde podemos encontrar la explicación de San Juan de Ávila, que era conocido como un grande imitador de San Pablo y propagador de sus enseñanzas.

Cuando el Maestro Ávila describe a María como “Oveja” junto a “su Cordero” (Sermón 67, n.4), es para explicar el dolor de María como complemento del dolor de su Hijo. Ella cooperaba a la redención por medio de su fe, ya que ella era la Nueva Eva: “¿Qué hizo esta Virgen, Señor, que así la habéis amargado el día de hoy, y qué culpa tiene y qué mereció, porque así la afligiste? ¿Qué hizo esta oveja inocente, Señor? Por donde se perdió el mundo, por ahí se ha de tornar a cobrar. Hombre y mujer le han de tornar a cobrar. ¡Negra manzana y negros deleites, qué caros habéis costado al Hijo, y por eso a la Madre! Adán y Eva perdieron el mundo; Cristo y María lo han cobrado” (Sermón 67, n.15).5

En el sermón segundo sobre la Natividad de María (sermón 61) la presenta como “madre del sol”, “madre del rocío” (Sermón 61, n.6). En este mismo sermón dice: “Parecéis, Señora, más a la alba, porque … al alba cae el rocío en los campos” (ibidem, n.8).

Es conocida la doctrina mariana del concilio Vaticano II sobre este tema de la “asociación” de María a la redención, como “Madre de Dios Redentor” y “madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles” (LG 53). “Se consagró totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente”, siendo de este modo “cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, «obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero»” (LG 56).

Esta realidad de asociación a Cristo en la pasión y muerte, queda también descrita en su aspecto vivencial con estas palabras del concilio: “Mantuvo 5 El tema de la colaboración de María en la redención es frecuente en los sermones avilistas. Ella había sido escogida para que “ayudase al segundo Adán, Cristo, a restaurar lo que el primer hombre y mujer echaron a perder” (Sermón 68, n.21). Además de la bibliografía citada más arriba, he estudiado el tema en: María la creyente, figura de la Iglesia creyente en San Juan de Ávila: Estudios Marianos (2014), apartado 2: Contenidos de la fe en los sermones marianos de San Juan de Ávila.

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fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz, en donde, no sin designio divino, se mantuvo de pie (cfr. Jn 19, 25), se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma, y, por fin, fue dada como Madre al discípulo por el mismo Cristo Jesús, moribundo en la Cruz con estas palabras: «¡Mujer, he ahí a tu hijo! » (Jn 19,26-27)” (LG 58; cfr. PO 18).

De este modo y especialmente “padeciendo con su Hijo mientras El moría en la Cruz, cooperó en forma del todo singular, por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad en la restauración de la vida sobrenatural de las almas. por tal motivo es nuestra Madre en el orden de la gracia” (LG 61).6

3. Una espera confiada iluminada por la fe en Cristo Resucitado

El dolor de la Santísima Virgen, como hemos visto, sólo puede explicarse a la luz del amor de Dios hacia la humanidad entera. En María, su amor es fuente de dolor salvífico. Pero esta realidad está en el contexto de la Encarnación redentora de Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, único Salvador, que quiere nuestra colaboración responsable.

Por esto, San Juan de Ávila describe la realidad dolorosa de María durante el viernes y sábado santo, en unión con el grupito de la comunidad de la Iglesia primitiva, es decir, los discípulos y discípulas de Jesús. Todos esperaban algo que no sabían descifrar, porque Jesús había hablado de resurrección. Pero María viene a ser el punto de referencia de esa fe y esperanza que es todavía débil en los discípulos del Señor.

6 También el magisterio posterior ha insistido en la asociación de María a la redención, como modelo de nuestra cooperación. Por ejemplo, Papa Benedicto XVI al hablar de la Eucaristía: “Por esto, cada vez que en la Liturgia eucarística nos acercamos al Cuerpo y Sangre de Cristo, nos dirigimos también a Ella que, adhiriéndose plenamente al sacrificio de Cristo, lo ha acogido para toda la Iglesia... María inaugura la participación de la Iglesia en el sacrificio del Redentor. Ella es la Inmaculada que acoge incondicionalmente el don de Dios y, de esa manera, se asocia a la obra de la salvación. María de Nazaret, icono de la Iglesia naciente, es el modelo de cómo cada uno de nosotros está llamado a recibir el don que Jesús hace de sí mismo en la Eucaristía” (Sacramentum Caritatis, n.33).

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Es importante notar la comparación que hace el Maestro Ávila entre la fe de María y la fe de Abraham. De algún modo, la espera de María, como fe confiada, está en relación con el tiempo en que esperaba el parto en Belén.

La referencia a la fe de Abraham es uno de los contenidos básicos de la doctrina de San Pablo, cuando presenta al santo patriarca como quien “esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rom 4,18).

La fe y esperanza de María exceden a esta fe de Abraham. Si Abraham estaba dispuesto a inmolar a su hijo Isaac, María llegó a experimentar y sufrir la inmolación. Para ella, Jesús era su esperanza y su todo. “¿A quién te compararé? A Abraham mandóle Dios que subiese al monte y sacrificase a su hijo, pero después contentóse Dios con sola su obediencia de corazón … mas la Virgen nuestra Señora no así. Al monte Calvario subió con su hijo; mas no le trujo a la vuelta consigo, que allá le dejó” (Sermón 67, n.14).

En el dolor de María, se entrevé también la doctrina de San Pablo, quien recomendaba vivir del "gozo de la esperanza" (Rom 12,12), porque "la esperanza no delude" (Rom 5,5). Por esto, el apóstol podía afirmar: “Tengo plena confianza en hablaros… Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones” (2Cor 7,4).

El inmenso dolor de María, en un primer momento, parece alejar todo atisbo de esperanza, pero, en realidad, se presenta ya su relación estrecha con Cristo su Hijo, en quien ella siempre creyó confiadamente: “Oh Virgen bendita! Y quien te preguntase: ¿En quién estaba tu consuelo? ¿En quién esperabas? ¿Qué era lo que más amabas? ¿Por ventura no era Jesucristo? Él uno y solo era tu consuelo y esposo, tu Hijo, tu alegría, tu remedio; Él solo te era todas las cosas; con solo Él estabas, Señora, contenta y ninguna cosa echabas menos; teniendo a Él, ninguna cosa faltaba; faltándote Él, todo tu bien has perdido; no lo trocaras por cielos y tierra” (Sermón 67, n.13).

Es importante notar la referencia a la actitud de María en el momento de concebir a Cristo, cuando su “sí” era la expresión de una actitud constante de fe, esperanza y amor, que nunca la abandonaría. Así lo resume el Maestro poniendo en labios de la Virgen esta oración: “Con alegría, Señor, le recibí, y con grande dolor te lo torno. Grande fue el gozo que mi ánima recibió el día que el ángel me trajo la nueva de que le había de parir; pero grandísimo dolor sentí en mi corazón el verle partirse de mí con tanto trabajo” (Sermón 67, n.21).

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Esta oración mariana, llena de fe y esperanza, es la pauta para la comunidad eclesial que en aquel momento la acompañaba, y lo sigue siendo para la Iglesia de todos los tiempos: “Padre de misericordia decía la Virgen, veis aquí vuestra esclava, cúmplase en mí vuestra voluntad. Este Hijo me distes; con gran alegría le recibí. Veisle, ahí os lo torno; vos me lo distes, vos me lo quitaste, cúmplase vuestra santísima voluntad; esclava soy para todo lo que vuestra majestad quisiere hacer de mí. El día de mi alegría os canté: Engrandezca mi ánima al Señor y gócese mi espíritu con Dios mi salud (Lc 1,46-47); el día de mi tristeza y dolores suplícoos le recibáis en agradable sacrificio por los pecados de los hombres” (Sermón 67, n.35).

Esta actitud oblativa de María, ya la había descrito el Maestro Ávila en su sermón sobre la Presentación del niño Jesús en el templo (o fiesta de la Purificación): “¡Quién viera aquel relicario de Dios y con cuánta humildad lo ofrece! … «Señor; este Niño os ofrezco; vuestro es, pues de vos es eternalmente engendrado; y mío, porque por vos, para remedio de los pecadores, me fue dado, ¡a vos sea la gloria! Vuestro es, yo os lo ofrezco». La mejor ofrenda que nunca se ha ofrecido, y más agradable a los ojos del Padre, fue lo que la Virgen ofreció hoy… «Padre, yo os ofrezco a vuestro Hijo». Padres sacerdotes, aprended de la Virgen cómo habéis de ofrecer al Padre su Hijo” (Sermón 64, n.21). “¡Oh cuánto debemos a la Virgen! … Ofrézcoos, Padre, este Niño para que padezca por los hombres” (ibídem, 64, n.22).

Aunque en casi todos sus sermones marianos hace referencia al dolor esperanzado de María, es el sermón 70 (sobre la Asunción), donde se describe el dolor de la esperanza, como deseo ardiente del encuentro definitivo con el Hijo. En aquel dolor se inserta el dolor de la comunidad de los creyentes. Por esto, su dolor era de quien espera a una persona amada, mientras experimenta su ausencia. Era un “penoso martirio”, el “martirio que esta Virgen sagrada pasó todo el tiempo que vivió en este destierro” (Sermón 70, n.8).

Es importante este tema, porque concreta el camino de la fe oscura o de la noche de la fe, que todo cristiano está llamado a vivir. Contemplando a María, ahora más insertada en el dolor de la espera, el creyente aprende el sentido del dolor en esta peregrinación. Es un “martirio de amor”: “Oh Virgen gloriosa, que de una misma fuente os nace lo dulce y amargo, lo que os hace a Dios agradable y lo que os martiriza! El amor, y grandísimo amor, que sobrepuja todo conocimiento, que a Dios tuvisteis, éste os hace alta, y agradable, y bienaventurada en su acatamiento; y este mismo a la medida de su grandeza, os atormenta como gran sayón” (Sermón 70, n.9).

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Propiamente este sufrimiento es como “amargura de la ausencia” del Hijo amado (ibídem, n.10). Pero es una “herida que da salud”, producida por la contemplación del misterio divino: “¿Quién contará los misterios del amor que entre Dios y la Virgen pasaban, hiriendo Él a ella con la contemplación de su hermosura y de su bondad, y ella a Él con amarlo y pensar en Él con grandísima fidelidad?” (ibídem, n.14). Como ella y con ella, la comunidad cristiana se siente “aparejada a padecer el martirio de amor” (ibídem, n.21).

Esta realidad cristiana es imposible de comprenderla sin la luz del Espíritu Santo. Efectivamente la Santísima Virgen “era movida por el Espíritu Santo”, y por esto todo “su intento era obedecer y agradar a Dios en todas las cosas” (ibídem, n.25). La comunidad cristiana necesita experimentar la presencia activa y materna de María para aprender a sufrir amando como ella.

El concilio Vaticano II nos ha acostumbrado a sentirnos acompañados por María en este camino de fe y esperanza, porque ella “antecede con su luz al Pueblo de Dios peregrinante como signo de esperanza y de consuelo hasta que llegue el día del Señor” (LG 68).

4. Una espera compartida en la caridad fraterna y en la misión

Ya durante su “soledad” dolorosa y esperanzada, que hemos descrito antes, el dolor no le impedía a la Santísima Virgen preocuparse por los hermanos. La última parte del sermón sobre la Soledad (Sermón 67), describe a María en el Cenáculo, acompañada por las piadosas mujeres y por Juan el discípulo amado. Es entonces cuando el Maestro Ávila la describe preocupada por la fe de los demás. Las expresiones son de gran colorido y expresan una gran ternura materna:

“Llama a San Juan: Di, hijo mío, ¿adónde están mis hijos? Vuestros hermanos, ¿dónde están? Los racimos de mi corazón, los pedazos de mis entrañas, ¿adónde están? Traérmelos acá. Dejad eso, Señora; harto tenemos ahora en qué entender con el muerto, dejad ahora los vivos. No, no, dijo la Virgen; baste mi dolor, no añadáis dolor a dolor; bástenme mis angustias; traédmelos, que no descansaré hasta que vea los discípulos de mi Hijo. Que no digáis eso, Señora. ¿Quién ha de osar venir? Todos huimos cuando le prendieron; Pedro le negó. Que no querrán venir de vergüenza. No digáis tal; traédmelos, que yo les prometo perdón de mi Hijo” (Sermón 67, n.42).“Llega San Juan (donde está Pedro): No más, no más, hermano; anda acá, que nuestra Madre la Virgen te llama, y a todos. , Quita allá

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(responde Pedro), no me digas eso, ¿y parecer había yo delante de la Madre de mi Maestro? Hombre que tuvo cara para huir, ¿quieres que la tenga ahora para parecer? Calla, hermano, que perdonarte ha; ¿no conoces ya su misericordia? La Madre me ha prometido de alcanzar perdón; anda acá, no hayas vergüenza … Anda acá, Pedro, no digas tal; ¿tan poca confianza tienes de nuestro Maestro? ¿Por qué dices eso? ¿No sabes cuán blando es y cuán amoroso? Anda acá, que su Madre y nuestra te llama; hazte ahora amigo con ella, y luego te alcanzará perdón. Anda, vámonos, no hayas vergüenza” (Sermón 67, n.43).

Así podemos comprender mejor la fe dolorosa con que María vivía en la comunidad eclesial primitiva, antes de su Asunción. Era como quien estaba todavía “enferma de amor” (Sermón 69, n.24). Pero ahora este martirio era “para provecho de los futuros creyentes” (Sermón 70, n.43).

La presencia de María en la comunidad eclesial de los primeros discípulos era como la “memoria” viviente del evangelio de Jesús. Ella era el modelo y la guía en el itinerario de la fe, también para quienes se abrían por primera vez al mensaje evangélico. Es interesante notar cómo la describe el Maestro Ávila, ofreciendo los rasgos de sus sentimientos maternos hacia los creyentes de todos los tiempos: “Tengo hijos en el mundo, la salvación de los cuales deseo con muy amoroso y maternal corazón... no he perdido la compasión de ellos... Este cuidado tendré hasta que el mundo se acabe" (Sermón 69, n.39).

Incluso el Maestro describe la actitud filial por parte de los fieles, como respuesta al cuidado materno de María, la cual era como un árbol que les había proporcionado el fruto de la redención de Jesús: “¿Quién contará el deseo que daba a los que se convertían a la fe de Jesucristo bendito, de ver a la Madre del Hijo, que era su Redentor y su Dios? Adoraban, alababan al Hijo, gozaban de sus trabajos y redención; y como gente agradecida deseaban ver y agradecer el árbol que tal fruto dio, y echábanle mil cuentos de bendiciones” (Sermón 70, n.35).

Quizá hoy nos cuesta imaginarnos esta realidad de la Iglesia primitiva. Pero el Maestro Ávila refleja una realidad histórica permanente, que es un don del Espíritu Santo a su Iglesia. Podemos imaginarnos la devoción mariana de quienes escuchaban al santo Maestro, una devoción que continúa todavía en nuestras comunidades: “¿Quién dirá de cuán buena gana. cuán llenos de confianza y devoción iban a ella, así por deseo de verla como por ser enseñados en sus dudas, confortados en sus trabajos y aprovechados en todo lo que convenía a sus ánimas? … y después de su muerte, de los que

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habían de ir a ver a su Madre sagrada y gozar de su doctrina y de los apóstoles … y después venían a ver la casa del Dios de Jacob, que era la Virgen sagrada, templo santo de Jesucristo, para ser enseñados de los caminos de los mandamientos de Dios y las sendas de sus consejos; que para lo uno y lo otro y para todas cuantas necesidades traían les daba suficiente consejo y remedio la prudentísima y santísima Madre” (Sermón 70, n.36).

También encontramos en su explicación el sentido de la devoción mariana del pueblo sencillo. Ella no es el centro, sino Jesús su Hijo. Ella insta a vivir en Cristo, como invitaba siempre San Pablo (cfr. Col 3,3): “¿Con qué ojos miraba la Virgen bendita aquella gente convertida a la fe de su Hijo, que a ella venía, pues había amado tan de corazón la salvación de sus ánimas y gracia del Señor, que por el santo baptismo habían recibido, que, porque ellos tuviesen el bien que tenían y viviesen en gracia delante de los ojos de Dios, ella ofreció a la muerte de cruz a su Hijo unigénito? Y por eso sus entrañas santísimas se henchían de consolación viendo que el fruto de la Pasión de su benditísimo Hijo no salía en balde, pues por el mérito de ella tanta gente se convertía a El. Y parecíale que acoger y regalar, enseñar y esforzar a los que a ella venían, era recoger la sangre de su Hijo bendito, que delante los ojos de ella se había derramado por ellos” (Sermón 70, n.37).7

Según San Juan de Ávila, los redimidos por Cristo somos “hacienda de sus entrañas”, y ella se muestra como “pastora” que cuida del rebaño salvado por el Buen Pastor: “Porque lo que su esposo y Hijo Jesucristo había ganado en el monte Calvario derramando su sangre, ella lo guardaba y cuidaba y procuraba de acrecentar como hacienda de sus entrañas, por cuyo bien tales y tantas prendas tenía metidas. ¡Dichosas ovejas que tal pastora tenían y tal pasto recibían por medio de ella! Pastora, no jornalera que buscase su propio interese, pues que amaba tanto a las ovejas (cfr. Jn 10,12), que, después de haber dado por la vida de ellas la vida de su amantísimo Hijo, diera de muy buena gana su vida propia, si necesidad de ella tuvieran” (Sermón 70, n.38).

Desde los inicios de la Iglesia, María continúa ejerciendo su oficio materno. La misma predicación de los Apóstoles, así como los escritos de 7 Puede servirnos de referencia esta afirmación del Papa Francisco: “Jesucristo dio su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida” (Evangelii Gaudium, n.274).

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los evangelistas, reflejan de algún modo lo que la Madre de Jesús guardaba en su corazón: “Este, pues, era el ejercicio de la Santísima Virgen después de subido al cielo su Hijo y Señor: enseñar a los del pueblo y también a sus maestros, aunque fuesen los apóstoles, los cuales aprendieron de ella muchas cosas que ignoraban, y los santos evangelistas escribieron cosas que de ella supieron” (Sermón 70, n.39).

María es para nosotros “muro” de apoyo y defensa de nuestra fe: “Buena sois para muro, Señora … buena es para muro, para defensa nuestra. Parió un hijo para nuestro bien y remedio, tan lindo, tan rico, tan grande Señor. Así como supo regalar al hijo natural, envolverlo y darle leche, así sabrá criar los adoptivos; ella nos regalará, dará leche; ella nos socorrerá en nuestras necesidades. Buena es para muro, para amparo y remedio nuestro” (Sermón 62, n.46).

La invitación a acompañar a María en su dolor esperanzado, se concreta, para la comunidad cristiana, en sintonía con ella, y también para sentirla cercana en nuestra realidad de itinerantes. Recordando cómo los primeros creyentes acompañaron a María, dice: “Así pasemos nosotros, acompañando y consolando a la Virgen y llorando con ella tanto dolor como por nuestra causa le vino; y esta Señora, por cuya honra os juntasteis aquí, os la pagará rogando por vosotros cuando la llamareis. Consolaros ha en vuestras tibiezas socorreros vuestros trabajos; alcanzaros ha gracia y después gloria, ad quam nos perducat. Amen” (Sermón 67, n.45).

Nuestra fe en Cristo resucitado presente se fortalece al pensar en la fe de María: “Ya que nosotros no lo vimos, lo creemos y entramos en el número de los que dijo el Señor: ¡Bienaventurados los que no me vieron y creyeron! (cfr. Jn 20,29). Despabilemos bien nuestros ojos y aprovechémonos de la lumbre de la fe que Dios nos ha dado; y si no nos hallamos presentes a tanto bien con los cuerpos, hallémonos presentes con el espíritu, trayendo a la memoria aquellos dichosos tiempos en que la Virgen, como un resplandeciente sol, alumbraba y calentaba la tierra … pues es notorio que ha habido muchos en la Iglesia que, no viendo a Jesucristo nuestro Señor en la carne, ni oyendo sus sermones, ni viendo sus milagros, se dieron tan buen recaudo, que mediante la fe y el amor se aprovecharon más de Él y fueron más santos que muchos de los que gozaron de su corporal presencia” (Sermón 70, n.44).

Nuestra fe, en medio de las dificultades, es la fe “de aquellos que habían de nacer mientras el mundo durase”. Precisamente por ser fe auténtica, dice el

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Maestro, “por ventura nos será mayor provecho que si entonces gozáremos de su presencia” (Sermón 70, n.45).8

A modo de conclusión. Una espera permanente con María, en la Iglesia de todos los tiempos

El Maestro Ávila invita, pues, a la comunidad eclesial, de su tiempo y de la actualidad, a acompañar a María, como lo hizo el grupito de discípulos de la Iglesia primitiva. Se trata de esperar, con ella, aunque sea dolorosamente, la resurrección del Señor: “Gastad ahora, por reverencia de Dios, este día en acompañar a la Viuda, y dalla cada uno en su rinconcillo ayudarle a llorar y a estar allí con ella, pues sois la causa de sus dolores. Celebrad la pasión de Jesucristo, si queréis sentir los gozos de su resurrección” (Sermón 67, n.3).

En esta perspectiva de fe y esperanza, la comunidad eclesial de todo los tiempos se siente identificada con María (su “icono” o “figura”), para descubrir con ella que el evangelio sigue aconteciendo. Acudimos a ella con confianza para vivir en sintonía con su actitud de sufrir amando, “gozosos en la esperanza” (Rom 12, 12). El Maestro Ávila invita con estas palabras: "Cuando a alguna persona mucho le doliere ofrecer algo a Dios, acuérdese de este dolor de la Virgen y este ofrecimiento que hizo, y sosegarse ha su dolor" (Plática 16ª). "Acuérdese de la Madre de Dios, que al pie de la cruz estaba en pie, y con corazón esforzado entre tantos trabajos. Y si parte quiere del gozo de ello, téngala en las penas con ella" (Carta 212).

El Papa Francisco nos lo dice con estas hermosas palabras: “Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio” (Evangelii Gaudium, n.285).

El mismo Papa nos da esta explicación: “Ella es la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como madre de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para acompañarnos 8 San Juan de Ávila describe la despedida de la Virgen antes de su Asunción a los cielos, invitando a los creyentes a que “se esperasen un poco y perseverasen en la fe y buena vida que habían comenzado, y que presto irían ellos donde ella iba, y estarían todos juntos sin se apartar para siempre jamás” (Sermón 70, n.61).

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por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno. Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. A través de las distintas advocaciones marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las historias de cada pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a formar parte de su identidad histórica … María les da la caricia de su consuelo maternal y les dice al oído: «No se turbe tu corazón … ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre?»” (Evangelii Gaudium, n.286). “Es el Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Con María avanzamos confiados hacia esta promesa” (ibídem, n.288).9

El rostro de todo buen cristiano debe reflejar siempre el rostro de la Madre de Jesús, rostro de dolor y de esperanza, como el rostro de Jesús que muere amando y perdonando, y que ahora nos acompaña con su presencia de Resucitado.

Del rostro de María se puede aprender la sabiduría cristiana, don del Espíritu Santo, es decir, la sabiduría de mirar al mundo con la mirada de Dios Amor. “La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es primero don antes que exigencia!” (Papa Francisco, Evangelii Gaudium, n.142).10

9 Algunos santos que han vivido en Sevilla, han aprendido de “María de la Esperanza” el sentido de la existencia. Santa Ángela de la Cruz (1864-1932: Ella se llamaba “zapaterita, negrita y tontita”. Su deseo: “Hacerse pobre con los pobres”. La llaman: “Madre de los pobres”. Canonizada por Juan Pablo II, 2003. En la coronación de la Virgen de la Macarena 31 mayo 1964), las Hermanas de la Cruz estaban representadas por la niña internada en su convento, que hacía de madrina de la fiesta. Habría que recordar también al “arzobispo mendigo” por amor a los pobres, fundador de las Esclavas del Sagrado Corazón, Beato Marcelo Spínola y Maestre, nacido en San Fernando (Cádiz, 1835), arzobispo de Sevilla desde 1896 hasta 1906, que consiguió la coronación canónica de la Virgen de los Reyes en 1904.

10 J.L. MORENO MARTÍNEZ, Muerte y esperanza, según San Juan de Avila: Escatología y vida cristiana, XXII Simposio Internacional de Teología de la Univ. de Navarra (Pamplona, 2001) 537-554. Se pueden consultar algunos “blogs” que presentan la figura de San Juan de Ávila: http://sanjuandeavila.conferenciaepiscopal.es

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http://juandeavila.wordpress.comhttp:// compartirencristo.wordpress.com