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1 LAS TACITURNAS (Primera Novela de Papeles o Libro de Hojas Troqueladas) de Raúl Alberto Ceruti [email protected]

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LAS TACITURNAS

(Primera Novela de Papeles o Libro de Hojas Troqueladas)

de Raúl Alberto Ceruti

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El aire se ahueca, alrededor de la flama de los cirios:Esa pequeña aureola de temblor

transparente,en la que respira el fuego contenido, donde puede hallarse la semilla de la

eternidad.

La nave lateral de la iglesia recuerda a la cueva primigenia sobre la que se formó, y

a la que intenta imitar de un modo torpe y aparatoso.

Los sonidos, despiertos, consagrados, aparecen espontáneamente ycon tal

profundidad que muchos de ellos parecen producirse con anterioridad al hecho que los

genera.

Así, por ejemplo, se puede escuchar en algunos rincones el eco de unas voces que

no se han pronunciado todavía.

(Por favor, dejar este papel donde lo encontró.)

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Vestirse fuera acaso necesario. Como si la condición humana tuviera en la

vergüenza su seña distintiva.

Cubrirnos, taparnos, escondernos, en una huida permanente, de los mismos ojos que

buscamos.

Claro que están el frío y las asperezas. Pero aún sin frío ni asperezas, busca el

cuerpo un qué ponerse.

El cuerpo no es adorno del cuerpo. Es el punto cero. A partir de dónde. A partir de

cuándo.

Llegar al propio cuerpo es dejar de conocer. Ya que a partir del cuerpo ya no hay

signos, sino síntomas. Ya no hay un nombre y una personalidad, sino partes de una

anatomía.

Así que revolver bolsas llenas de ropa de las donaciones, era asistir a una

anonimización, un orden de las escamas, de las capas sucesivas de los cuerpos que alguna

vez las llevaron consigo. Y luego, reconstituirlas a una abstracción, que permita un nuevo

uso, su próxima pertenencia. Esa reconstitución tenía necesidad de un ritual y ellas tres eran

quienes lo llevaban a cabo.

Como un tribunal ciego, inconmovible e imparcial, las camisas de él, los pantalones

de ella, los pesados sobretodos, la liviana musculosa, todos eran sometidos al escrutinio

mecánico de sus dedos.

Allí, entre sus dedos, se deshace la intimidad de las prendas, se opaca todo lustre, se

ahoga todo recuerdo, se deshilachan usos y costumbres, gestos y posturas; se destiñe la

utilización del tiempo como marca de los días, de las horas del día, del carácter de las

noches.

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Todo lo anteriormente personal que pudiera haber quedado entre las telas, queda

desprendido, y luego se va desengreñando entre los dedos de las tres.

Quizás por eso, cuando lavan sus manos, indefectiblemente después de cada

ceremonia de clasificación, deben insistir y fregar y frotar tanto sobre las yemas, de donde

arrancan las pequeñas adherencias de la ropa que acaba de ser manipulada, como si se

quitaran la capa de un pegamento de contacto, como una segunda piel húmeda y

cicatrizada, de la que se deshacen en silencio.

Acaso ese rito de inmortalidad las hacía indestructibles.

Y luego del ritual, al que nadie pretende aproximarse más allá de lo necesario, van a

la Secretaría a tomar el té.

Allí se vuelven mundanas y ruidosas, proscribiendo nombres y palabras con la

misma inapelable desatención con la que se revuelve el azúcar.

No podría decir con exactitud cómo ellas estaban vestidas. Eran, como las imágenes

religiosas, una sola cosa con sus atavíos. Una guía para volver a sus cuerpos y sus nombres,

a pesar de tener un rostro difuso o desdibujado. Ni siquiera me es posible recordar el color

de sus ojos. No podías ver sus ojos, más allá de su mirada.

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Ester, María Ester, Mercedes o Estela, “Mecha”, la más joven, era sencilla, curiosa

y reservada. Urdía las tramas de las prendas hallando siempre el punto de encuentro. Le

llamaban la atención los colores. Podía dar cuenta de un color sólo con olerlo o con tocarlo.

Sin embargo, ella vestía de gris, violeta pálido o amarillo. Como si no pudiera tolerarse

estridencias en la piel.

Michelle, Marcela, Celina o Selene, “Chela”, la del medio, había sido cocinera, pero

un largo padecimiento gástrico y una innegociable indicación médica la retrajo a la labor de

las donaciones de ropa. Atrapada entre las telas. Mortales y terrosos eran sus colores.

Ocres, mostazas, ambarinos eran sus atavíos. Esculpía pequeñísimas figuras con los restos

de hilo que quedaban desarmados sobre la mesa.

Henrietta, Alexandra, Rebeca o Renata, “Queta” la que parecía ser la mayor de las

tres,era lo que podía recordarse de una antigua Dama de Beneficencia. Dejaba su tapado

lustroso sobre el respaldo de la silla y nadie se atrevía a sentarse en ella. Rojas, blancas,

verdes y negras eran sus capas, sus enseres, sus pañuelos y sus pantalones. Declamaba con

el uso de grandes vocales, abiertas y entornadas, mientras medía las prendas con un

precioso centímetro dorado.

Cloto, Atropos, Laquesis; Urd, Skuld, Verdandi; Laima, Dekla, Karta; Nona, Morta,

Décima. Las moiras, las nornas, las lamas, las parcas.

(No exponer este papel a llama)

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Juntas, en la Secretaría, me ocultaba detrás de la puerta para oírlas conversar, o con

cualquier excusa entraba para engancharles el hilo.

“¿Viste quién murió?”

“¿Quién Chela? No me digas que…”

“Sí. Edelmiro, Mecha.”

“¿Otra vez? ¡Qué mal gusto ese muchacho!”

“Otra vez, Mecha. Otra vez. Y también dejó notita.”

“¿La tenés? ¿latenés?” - Ester, María Ester, Mercedes o Estela, aunque también

podría llamarse Teresa, estiraba sus manos para hurgarle los bolsillos a Michelle, Marcela,

Celina o Selene, aunque también podría llamarse Gisel, que retrocedió entre divertida y

ofendida por ese ataque.

“No. No la tengo. Estoy en eso. Parece que esta vez le echa la culpa a un tío suyo

del Uruguay. Por eso esta vez se tiró en el Río de la Plata”

“La otra vez se había pegado un tiro con la escopeta del abuelo, ¿te acordás? Y años

atrás se había ahorcado con una corbata del padre. Lo peor fue cuando se prendió fuego.

Casi se lleva puesta a la vecina.”

“Hay que ir a buscar la ropa en seguida, porque mañana va a resucitar y ya no

vamos a poder.” – Sentenció, práctica, Henrietta, Alexandra, Karla o Renata, que también

podría llamarse Roberta.

“La familia ya ni lo vela. Lo tiran en el cajón que ya tienen comprado desde el

noventa y cuatro y ya ni siquiera se reparten las cosas.”

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“Un día se va a morir para siempre, Chela. Por lo pronto, están trayendo el saco que

dejó en la playa antes de tirarse. Ahí tenía la notita.”

“Nos va a venir bien. Trajeron hoy uno con un saco todo rotoso. No es forma de

morirse. Se lo podemos cambiar por ese. Me parece que por las medidas le va a sentar

bastante. Será cuestión de ajustarlo un poco de la cintura, nomás.”

“¿Y el tío este vive? ¿Vos sabés, Queta?”

“Vive, sí. Como todos a los que echa la culpa de cada uno de sus suicidios.

Demasiado explícito, para mí como forma teatral de protesta.”

“De dónde habrá sacado esa habilidad, ¿no? Porque milagro no puede ser.”

“Alguna droga, Cheli, como la del párroco de Romeo y Julieta.”

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La primera en notarlo había sido Chela, la del medio. Pero se lo guardó durante un

tiempo, porque podía ser idea suya. Pero ahora ya había sucedido por tercera vez, y ella

notó que también Mecha se había dado cuenta. Queta, como le decían a la mayor, lo venía

viendo, pero callaba para no ser derivada un centro para la “tercera edad”. Las tres

coincidían en que se trataba de algo sumamente serio: La vestimenta y los accesorios de las

imágenes de los santos (capas, faldas, camisas y atributos) cambiaba de santos.

El robusto atuendo gris de San Estanislao, propio de un fraile de provincia de la

zona montañosa del norte de España, pasaba a vestir a Santa Berna, que apenas se cubría

con un par de telas rústicas pero livianas, de la zona mediterránea. La capa azul de la

Virgen de San Pietro pasaba a cubrir el torso de San Herrera. Los ribetes dorados de la

túnica de Santa Lis, pasaban a adornar los andrajos harapientos de San Oruz.

Algunos cambios sólo podían ser detectados por algún erudito hagiógrafo y por

ellas, que habían visto vestir a esas imágenes durante más de treinta años, como el cirio de

Santa Ruma en las manos delicadas de Santa Flor, que ardió en la hoguera, o las sandalias

de San Sereno, calzadas en los pies de San Roldán, que siempre había sido representado

descalzo, para exhibir las llagas de sus caminatas. O como el báculo del Santo Obispo de

Torrelalba, en las manos de San Hesiodo, cuya humildad había rozado los límites de la

humillación; o el cuaderno de rezos de Santa Coda, en las manos de San Eusebio Filón,

príncipe de Neria, que murió analfabeto.

Las tres corrían a avisar al párroco, al diácono, a la secretaria administrativa y al

tesorero de la fundación. Ninguno les prestó mucha atención, ya que los cambios no eran

duraderos ni previsibles. Una noche cambiaban, otra noche volvían, otra noche cambiaban

por otros, otra noche quedaban así.

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Y fue también a Chela, la del medio, que se le ocurrió vestir a San Abad de Cerillán

con uno de los sobretodos traídos en la última donación: Al día siguiente apareció en la

bolsa para clasificar, un manto carmesí de finísima tela, con manchones de un cirio pascual

de hacía un siglo.

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¿Qué es primero, qué es segundo, qué es después? ¿Cómo se acomodan las

secuencias de los hechos (que no están en ellos, no forman parte ni de sus características ni

de su descripción), a los hechos?

¿Qué es primero, el verte o el mirarme? ¿Irme o que te alejes? ¿Escucharte o que me

hables? ¿que me duela o que lastime? Todo puede transcurrir al mismo tiempo, menos el

escenario, menos la puesta, que son de la Historia.

No hay un camino señalado ni necesidades causales. Nada más frágil que la verdad.

Y nada tan fuerte como un deseo.

Cada paso que damos debe ser sostenido por una nueva tierra. Cada palabra por un

nuevo aire, una nueva voz, un nuevo signo.

No usamos palabras inventadas por nosotros. Cuando digo tu nombre, es el nombre

con que te hacés llamar. Todos los términos son ajenos, vienen empujando nuestro idioma

desde hace siglos. Vienen a hablar por mí, a acomodarse a la selección de mi secuencia de

vocales y consonantes.

Así también las acciones. Aún el gesto más imperceptible, ejecutado en la más

completa soledad, viene de lejos, llega desde muchos otros gestos, se incorpora desde todos

los lugares donde pueda hacerse comprensible.

De ahí que el instante tenga memoria. Que se pueda esbozar la memoria del

instante. Desde cada una de las miradas, por ejemplo, que trazan el ritmo de un cuadro.

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Miguel, que ya tenía alrededor de treinta y pico de años, era el “muchacho” que

recibía, cargaba y llevaba las bolsas con las donaciones.

Había llegado a la parroquia hacía unos veinte años atrás, ya que estaba en la calle y

necesitaba comida. Y desde entonces se quedó, ayudando aquí y allá en pequeñas tareas,

durmiendo en uno u otro rincón, siendo al principio tolerado y más tarde querido por

quienes llevaban la gestión diaria del templo y de su Secretaría. Especialmente Ariel, el

diácono, sin hablar casi, a través de pequeños gestos como el de tenerle preparado un sillón

o cambiarle el tenedor o el plato rotos, lo había decidido a no alejarse de allí.

Y más tarde, tampoco se iría por Mecha, ya que verla nada más para él era un

sosiego.

Las clasificadoras mayores tenían un trato familiar con él. Pero Mecha, sería por

timidez o por suspicacia, tan sólo lo miraba con intriga.

Una noche, Miguel soñó con ella. Tenía el traje rojo que había robado porque sí

hacía tiempo, con un primo, de una de las tiendas del centro. Y decidió meterlo en la bolsa

de las donaciones.

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Luego, también estaba Roberto, el mago desarmado, que no podía usar sus manos

por un accidente en la fábrica. Y que se veía obligado a hacer magia a través de otros.

Enseñando a otros, entrenando a otros. Todo el que pudiera compartirle una sonrisa.

A Miguel, por ejemplo, le enseñó un juego de cartas, en el que hacía elegir una

reina, se sacaba del resto de la baraja, se firmaba por el espectador y se la ponía en un

sobre. La reina desaparecía del sobre y volvía a aparecerse en el medio de la baraja, pero

esta vez, pintada con un vestido rojo con la firma por debajo.

Magia.Ni ciencia ni milagro. Donde busca demostrarse la viabilidad de lo

imposible.

Con Roberto, con el que pasaban largas horas del día, habían establecido las reglas

de un juego de aparición de palabras antiguas o en desuso, el cual consistía en hacerle decir

a alguien determinada cosa, a lo largo del día, de la semana o de la quincena. La palabra

cuando aparecía, luego de haberse trabajado un largo tiempo, era un hallazgo, mejor aún

que el súbito surgir de una paloma desde el interior de una galera.

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Mecha, Chela, Queta. Las tres apenas sabían algo de sus vidas fuera de la parroquia.

Llegaban, tomaban unos mates y en cuanto Miguel les dejaba las bolsas sobre la mesa de la

pared del fondo, corrían al encuentro de la nueva partida de ropa objeto de donación.

Alguna de ellas jugaba a veces a elegirle prendas a las restantes, o a imaginarse con

éste o con aquel color, textura o diseño.

Cierta vez Mecha tenía una fiesta. Les había hablado durante todo el mes del

advenimiento de esa fiesta. Un bautismo, un quince, un casamiento, algo grande. Una

genial ocasión para conocer gente, para recuperar vínculos, para hilar miradas, labios y

corazones… Y esa tarde apareció el vestido.

Era un vestido rojo, que no parecía haber tenido uso.

Mecha era la más joven de las tres. La más delgada, la más graciosa. Mecha y Queta

no pudieron dejar de pensar en ella cuando vieron ese vestido. Pero ninguna abrió la boca.

Les parecía un poco desleal que cualquiera de ellas se llevara una de las prendas donadas

por los vecinos. ¿Y qué pasaría si justo la que lo donó, o el que lo donó, estaba en la fiesta y

lo reconocía?

Sólo una noche – pensaban las tres, a pesar de que ninguna hablaba acerca de ello –

Sólo una noche y por lo que durara la fiesta. Tenían todavía cinco días. No podía ser algo

malo.

Entonces se animó Queta y dijo en voz alta:

“Cosiéndole un botón. Cosiéndole un botón, cambia.” – y diciendo esto arrancó de

un sacón un enorme botón negro.

“Eso – se entusiasmó Chela – Y con un cinto que venga de acá a allá” – alzaba ella

un cinturón rojo que extrajo raudamente de un salto de cama.

Mecha las vio. Las vio mirar el vestido y mirarla. Por eso bajó los [email protected]

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“Ese vestido no es mío” – dijo como para sí, un poco avergonzada.

“Ni de nadie, por ahora” – agregó Chela.

“No podría. Es muy lindo. Sería aprovecharme. Probablemente, luego no podría

volver a esta Parroquia.”

“No exageres, ¿querés?” – irrumpió Queta, que sin embargo ya empezaba a tener

remordimientos, por lo que no pudo evitar decir: – “Quién sabe por qué está aquí, ¿no?.

Tan lindo, tan nuevo.”

“Tan rojo” – cerraba Mecha. – “Tan rojo que dan ganas de robárselo” – pensaba

mientras tanto.

“Hagamos una rifa.” – se iluminó Chela – “Una rifa, de paso es dinero para las

obras. El vestido es muy lindo. Pero no hay mejor modo de venderlo que mostrarlo puesto.”

Miguel sonrió detrás de la puerta.

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“Apenas devuelta la mirada, hacer con este papel los pliegues necesarios sobre la

mesa (un medio, un medio; un cuarto, un cuarto) y colocarlo en el bolsillo interior

izquierdo (el del corazón).

No sacar este papel del bolsillo.”

(De una esquela hallada en un saco raído, cosido al bolsillo interior izquierdo. El papel

estaba nuevo)

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El papel como el vestido de las palabras.

Marcando caracteres en la pantalla de una computadora. ¿Con la superficie de qué,

en la superficie de dónde? En los ecos del silencio queda la palabra escrita por impulsos

digitales.

Una imagen no es un cuerpo. El cuerpo ha de vestirse, nutrirse, encontrarse.

También entonces la palabra necesita una piel para saberse, una piel con la textura de una

voz o de una trama. Una superficie donde quede inscripta desde donde y hacia donde se

pueda dirigir el oído o la mirada.

No hay pueblo “sin escritura”. Las palabras se inscriben en los ritmos, en las voces,

en los tonos y las declinaciones que portaban, como estructuras verdaderas y valederas en

las que ubicarlas.

En estos tiempos de realidad virtual, de avatares anónimos, de algoritmos infalibles,

darle ropa a la gente, darle papel a las palabras.

Las palabras tienen cuerpo. Nacen de un cuerpo y se dirigen a otro. Tienen lugar,

ocupación, límite y horizontes.

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Mirna sembraba notas en el aire. Sin siquiera cantarlas. Sólo el modo de andar, de

mirar, de girar su cabeza, tejían una melodía. Por eso, si la veías mientras tarareabas,

recordabas o entonabas alguna canción, te desviaba de su curso y te apartaba hacia otros,

más cadenciosos a veces, más frescos otras, más tonales o atonales según el viento y el

ángulo y la boca de ella.

Fermín la había conocido en el colectivo 132, adonde ella se subía para vender

pilotos para la lluvia. Lo hacía de un modo que era imposible no verlo: Llevaba puestos

diez o doce pilotos y se los sacaba uno a uno para mostrarlos. Eran de un plástico más o

menos transparente. Y daban ganas que lloviera para usarlos. Él ya le había comprado tres

y nunca usó ni uno solo. Compraba por el gesto adolescente de llevarse algo de ella. Algo

que hubiera estado en contacto con ella.Un modo de devolverle los tonos que su gracia

regalaba, involuntariamente,por la calle.

Más de una vez se había dado vuelta para buscar las campanas que sentía a su

alrededor. Era ella, dispersando, esparciendo, notas de metales dulces a su paso.

A veces también colocaba notas en algunos lugares en donde se detenía por un rato.

Tarea para la casa, esa misma noche: Ponerse a escuchar los pilotos que Mirna le

vendiera y ver si era posible escribir alguna melodía.

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Ahora que los vigías tienen redes electrónicas, que pueden rastrear códigos, bits,

sistemas, programas y terminales, a lo largo de cientos de miles de cableados, de tendidos

inalámbricos, huellas digitales, direcciones IP, cuentas virtuales, ficticias, asociadas,

avatares engañosos y falsos nicknames… No existe rebeldía posible en sus formatos.

En cambio de ello, nadie sabe de dónde salió el primer trazo en un papel. El

indetectable surco de un lápiz sobre un papel arrugado. ¿Dónde quién cuándo para qué se

hizo? La plural intimidad de la letra cursiva, repitiendo los gestos de la palabra, sosteniendo

los gestos de la palabra, más allá de la ruina de las normas.

Papeles. Papeles. Recogidos como susurros.

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Si hoy para escribir (o para que te lean, que es lo mismo, desde el otro lado) hacen

falta las pantallas, participar de una tecnología onerosa y excluyente, llegará un tiempo en

el que no se podrá hablar sino a través de intercomunicadores, que alejen tu voz de mis

oídos, y las palabras de tu boca. A fin de que no se distinga humano de robot. A fin de que

podamos seguir fingiendo humanidad, en un medio desolado.

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“Te vas, pero el trazo que dejaste en el papel alarga tu marcha. Como si me hubieras

alcanzado la punta de un ovillo, de una madeja, que pudiera seguirse hasta coincidir con tus

continuidades.Y coincidirte en la calle, el modo y el ritmo en el que te vayas a encontrar

después.

“La letra en el papel, transparencia de la sombra.”

(Hilo de pensamiento de Walter en el subterráneo metropolitano de Buenos Aires. Tiene en

la mano derecha una servilleta escrita con la letra de Karina)

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En el bar, en la biblioteca, debajo de los asientos de los taxis, detrás de los

confesionarios, los paraguas eligen quedarse. Se quedan perdidos para otro o para siempre.

Algunos con palabras o mensajes en su interior.

Un mapa. Debería poder hacerse un mapa de los paraguas destruidos, deshechos,

inanimados. O meramente dejados por ahí, en cuanto dejó de llover.

Un mapa también de las miradas perdidas. Esas que se quedan mirando un lugar,

pero sin mirarlo. Sólo arrojándose a un vacío concreto y particular, que le devuelva el aire.

Carlos, el periodista que denostaba a la verdad, a la que veía exenta de todo

compromiso con la complejidad del ser, se propuso como nota para el diario la siguiente

actividad o experimento: Trazar las líneas entre las miradas ausentes, detenidas,

inconscientes. Tenía la impresión de que eran recurrentes los espacios donde las personas

se colgaban de un punto ajeno a ellos, y que también eran recurrentes esos puntos, que de

alguna forma fungían como atractores involuntarios.

Un mapa de miradas perdidas, con la misma utilidad que un reloj de chocolate. Pero

con la precisión de una lente largamente pulida.

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Escribir, pero escribir largamente, para la persona que tenemos al lado.

Pasarle luego el papel, como si se tratara de un mensaje clandestino.

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“Me acuerdo una vez – con picardía, contaba Jaime – me acuerdo una vez que había

mandado una carta. Ni extensa, ni clave, ni conmovedora. Contaba en ella todo lo que en

ese momento necesitaba contar. Pero el correo es más moroso que la voluntad. Y ocurrió

que antes de que llegara esa carta a su destino, ya no tenía necesidad de esas palabras, de

contar esas palabras, de acudir con ellas a la vista de nadie.

“Entonces corrí contra mis propias voces, mis propias oraciones, mi propia mano.

Intentando deshacer en el tiempo lo que yo mismo había echado a andar.

“Por eso ahora escribo sólo si tengo al lado a quien escribo. Y mejor aún, sobre el

papel que ellos mismos me entregan.

“Como en un acto de magia escueta, mis predicciones sólo alcanzan el segundo

siguiente.”

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…Y escribir en las prendas, para que no sólo el olor les quede de nosotros.

Prendas con pizarras, para que cualquiera pueda, en un momento de quietud

o de descuido, tomar la tiza y pronunciarse.

Camisas escritas para detenerse en ellas.

Pantalones escritos, para que la mirada no descanse.

Faldas escritas, que alteraran el ritmo de sus sílabas con el viento de las

piernas.

Pulóveres escritos en el entramado de la lana.

Mecha, Ester, María Ester, Mercedes o Clotilde (aunque también puede que

se llamara Blanca), escribía, atesoraba en unos papelitos, que luego guardaba en

distintos sobres, todo lo que hallaba escrito entre las prendas, antes de enviarlas a

lavar. A lavar, para proseguir el encadenamiento de los anonimatos.

Ella se quedaba con los retazos de los que no era posible retirar la tinta.

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Había, en el guardarropa de la Secretaría Privada, albas, camisas, pantalones,

casullas, estolas y zapatos, de todos los talles. Ropa secular y litúrgica siempre a punto,

impecable, aseada y acondicionada por Mecha, Chela y Queta, lista para el uso.

No había sólo un padre Alberto. Había distintos. A veces cambiaba a diario, a veces

se repetían, y a veces duraban por alguna temporada. Sucedía así: Entre las horas del sueño

y las de la madrugada, el primer (y en algún caso también la primera) de las almas que

ingresaban al templo para solicitar caridad, lograban alcanzar la Secretaría Privada, y

dentro de ella el guardarropa, y asumía para ese día (y eventualmente para los siguientes,

hasta que llegaba un reemplazo) el papel y la representación del padre Alberto.

Respecto de las cuestiones litúrgicas, formales, devocionales y administrativas, se

encargaban las mujeres del Rosario, que se juntaban todas las tardes.

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Existe al menos la superficie del papel.

La superficie del papel ya anticipa la inscripción, es el trazo en potencia, así

como la arena prefigura la huella en las orillas.

Todo lo que se acerca es una orilla.

Son entonces las orillas, de la superficie del papel, las que avanzan en las

letras.

La orilla aparece con el roce. En el primer roce del lápiz con la superficie del

papel.

Así que sólo conocemos las orillas, porque es orilla todo aquello que

ponemos en contacto con nosotros.

Y el espacio es la extensión de las orillas. Puntos prolongados de continuas

confluencias.

Sólo entendemos las orillas, nosotros, los recién llegados.

Los recién llegados, desde lejos, desde antes, desde otros; nos traemos las

orillas a las orillas.

Luego, la pregunta por la espera. ¿La espera también es encuentro potencial,

promesa de advenimiento, superficie de una orilla?

¿Es la espera una forma de avanzar, una apuesta en el silencio?

¿Es un verbo la espera?

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Sólo si es anhelo la espera es orilla de otra orilla, orilla de un encuentro,

extremo de un extremo que pueda asirse. El interior del ovillo que se despliega en el

borde de cualquiera de sus puntas. El recuerdo de lo que aún esté por ocurrir.

Somos bichos del tiempo: Todo lo sabemos,pero no sabemos cuándo.

Somos bichos del espacio: Todo lo sabemos, Pero no sabemos dónde.

Lo que habitamos, esta forma en que habitamos, es raíz en el borde de las

incertidumbres.

Así como el papel es a la letra, el viento es la palabra.

Superficie que roza en la superficie.

Voz en la voz, o voz en el descanso de las voces.

Todo grito clama por la orilla.

Este barco tiene los cuatro puntos cardinales. Avanza con ellos, los lleva con

él.

Salimos a la superficie para vernos las caras. Para vislumbrar el sitio en

donde se levantan las orillas.

¿Estás ahí?

Un barco, más extenso que el mar, se esconde.

Existe al menos la superficie del agua, que destila melodías en la lluvia.

La lluvia acerca las cosas, porque cada gota es una orilla.

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Al principio es el encuentro. Del que cada trozo de papel es un desgarro.

Las palabras, como las orillas, son rescates del naufragio.

Existe al menos la superficie del papel.

Deshaciéndose en el agua

Como un ancla absorta.

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Un día, inevitablemente, apareció Edelmiro.

El que se había tirado al río.

El que se había pegado un tiro en la cabeza.

El que se había tirado a un tren.

El que había saltado de un décimo piso.

El que moría para dejar una nota inculpatoria hacia cualquiera que le debiera algo, o

hacia el que por cualquier razón, sintiera hostilidad.

Vino con la lista de sus prendas, para revisar si sus amigos o familiares las habían

llevado ahí, para donarlas.

Miguel lo acompañó.

Al cabo de una hora y media largas de búsqueda, seleccionó un par de camisas, un

pantalón pijama y un par de zapatos, que coincidían exactamente con los de su lista.

Antes de irse, con mirada melancólica dio las gracias y aseguró que volvería.

(Dejar este papel en el asiento del colectivo)

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Recogían las hojas del otoño y escribían en ellas, en esa quebradiza

superficie, seca, olvidada, que las hacían frágiles y sonoras. Imitando una débil

corteza, cicatrizada de palabras. Una piel extendida en susurros que se dejaban leer

apenas antes de deshacerse.

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“2 tubos de Pasta dental.

1 kilo de Tomates.

1 frasco de Tinta escarlata.

3 Virtudes Teologales.

4 Cálices dorados

300 gramos de Tomillo.

2 o 3 kilos de Tomates.

1100 gramos de Harina Leudante.

Reponer 2 santos de la nave Oeste.

Alejar a las tres madres de Dios.

1500 gramos de chocolate para taza.

10 litros de leche.

5 kilos de azúcar (¿o era un kilo de azúcar por litro de leche?)

Consultar por la pérdida de agua de la pira bautismal”

(Lista de supermercado de un Padre Alberto)

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“¿Tienen los ángeles las alas escritas? ¿Pueden tenerlas? ¿Cómo se escribe, con qué

se escribiría sobre el ala de un ángel?¿Echando mano de qué tintas, de qué colores de tintas,

con qué letra, idioma o caligrafía?

Mecha era dada a preguntarse y desvelarse por ese tipo de sinrazones. Por eso

revolvía estanterías, libros y computadoras, tratando de ver si alguien se había detectado

algo, si alguien había vislumbrado algo, si algún medievalista, angelólogo, filólogo o

simplemente testigo, podía dar cuenta de haber leído las alas de un ángel, de haber palpado

las inscripciones, o de haber notado las letras, difusas, misteriosas, de una lengua lejana

pero reconocible como lengua, en los pocos momentos en que descansa el aleteo.

Ella misma había concluido en la posibilidad positiva de llevar las alas escritas.

Pero sostenía, y estaba dispuesta a defender su posición frente a cualquiera, que en un abrir

y cerrar de alas, las letras cambiaban, las oraciones variaban y ya podían significar algo

distinto.

Un ala hacia arriba, un ala hacia abajo. Con tinta del mismo aire, y cálamo de sus

propias plumas.

Calor convertido en letras. Se le ocurría a Mecha que el batir de las alas era para los

ángeles algo así como el inhalar y el exhalar de su respiración.

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El silencio no es una hoja el blanco.

El silencio es escritura.

Tinta fresca, lanza rota.

El silencio escucha

al surco abrirse paso por la hoja.

El silencio escucha

al germen de la palabra abrirse entre los labios.

La lengua mueve el lápiz, la lapicera o la carbonilla.

Y teje silencios intercomunicantes.

Los silencios que todo lo atraviesan

o se quedan en tus manos

como una antigua carta escrita también a mano.

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Una revolución por correspondencia. Con la garantía de la intimidad, secreto e

inverosimilitud que tal empresa requiere.

Intimidad, para sellar el compromiso, secreto para desarrollarlo, e inverosimilitud

para poder avanzar sin que se preparen defensas o vigilancias desde el otro lado.

A una página, al principio, continuada por otro u otra compañero o compañera, a

una oración después, continuada por otro u otra con su propia letra; a una palabra luego,

continuada por quien reciba ese papel; a una letra más tarde, formando palabras con las

letras de quienes vayan sucesivamente participando de ese encuentro epistolar

acumulativo… Y a un trazo finalmente, que ya pueda sobreentenderse porque todos sabrán

de qué se trata.

Una revolución por correspondencia, pero sin remitentes ni destinatarios. Sólo

intersecciones.

Ninguna palabra es propia, sino hasta que se da, y cuando se ha dado ya no se tiene.

Sin domicilios; sólo manos, manojos, carteras y bolsillos para llevarla.

Sin copias, sin cadenas, sin registros. Un fluido incesante trazando su dibujo por

encima de las calles.

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INSTRUCCIONES DE USO

Felicitaciones. Usted acaba de comprar una Heladera Smart Matic 400 Senior Superior,

Modelo 6501.

Para facilitarle el pleno disfrute de la Heladera, una vez instalada de acuerdo a las

especificaciones técnicas de las páginas anteriores, se le solicita lea atentamente las

siguientes instrucciones y sólo después proceda a su encendido.

1. Conecte su Heladera Smart Matic 400 Senior Superior, Modelo 6501 a los orificios

de doble entrada preexistentes en la llave de terminales de cables eléctricos o

enchufe, mediante la introducción en los mismos del extremo del cable grueso

adosado a la parte inferior trasera del aparato. Al hacerlo, no intente lavar con agua

y jabón las puntas de dicho extremo, ni humidificarlos mediante el uso de esponjas,

trapo rejillas o hisopos de algodón. Verifique que no haya corte del suministro

eléctrico mediante un sencillo prender y apagar la luz de la cocina.

2. Esta Heladera Smart Matic 400 Senior Superior, Modelo 6501 viene con un

contador dodecanumérico cuya frecuencia de aceleración se encuentra homologada

con el proceso horario diario, por lo que le convendrá hacer coincidir las cifras allí

señalizadas con las que correspondan en el momento de llevar a cabo su puesta en

marcha, con las del reloj de la pared (sólo en caso de que éste último funcione

adecuadamente).

3. Presione suavemente la perilla ubicada en el sector izquierdo de la puerta de la

Heladera Smart Matic 400 Senior Superior, Modelo 6501 sin encontrarse descalzo,

[email protected]

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sin llevar los pies húmedos y sin imanes de ningún tipo empalmados en la mano

cuyo dedo vaya a elegir para tal brioso menester.

4. En esemomento, cuente mentalmente hasta treinta y dos, pero sólo silbando cada

uno de los números en tiempo de milonga.

5. La heladera comenzará a enfriar inmediatamente. No coloque allí ninguno de sus

sueños. Al abrir la puerta detectará que se enciende una luz en su interior. Le será

imposible saber si se apaga cuando la cierre (a la puerta)

6. La presente Heladera es una mercancía, y por lo tanto, un fetiche. No la convierta en

un valor de cambio. Coloque en ella los alimentos que necesite o requiera refrigerar

para usted y sus amigos.

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“¿Cómo desmenuzar a Robespierre? ¿Cómo colocar la guillotina en el portaobjetos?

La ciencia de la historia, como forma de extrañarnos.

“Si del mismo modo que con los eras, las edades, los siglos, los años, analizáramos

los días, las horas, los segundos de la vida, ¿cuántas revoluciones encontraríamos?

¿Cuántos héroes, villanos, renunciamientos y epopeyas? ¿Cuántos olvidos?

“Siempre me llamó la atención el modo en que denominaban una serie de

variaciones medievales sobre un canto dado, ‘La disección de Un Hombre Armado’. ‘Un

hombre armado’ era el nombre del canto, y por ‘disección’ se entendían las variaciones

sobre su base melódica y armónica.

“La ‘disección de Un Hombre Armado’tiene algo de curiosidad entomológica o

botánica, de las hazañas y las acciones de un caballero, de un general, de un soldado.

“En fin, Historia. Estudiar Historia es dedicar el futuro a la diseminación del pasado

en el presente. Pero mi objetivo es saber por qué estoy acá en el subte, a esta hora, con esta

blusa verde y roja.”

(Hilo de pensamiento de Karina, de viaje en el subte a la Facultad)

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Eran tres heptágonos. Tres heptágonos en intersección.

El dibujo del mapeo de las miradas perdidas unía siempre siete puntos más o menos

equidistantes, igual que la unión de los puntos de los paraguas olvidados, igual que la línea

de encuentro de las palabras solas pronunciadas a solas, sin conciencia de decirlas, que se

soltaban en la calle.

Carlos publicó el informe en una revista para chicos. Nadie lo tomó en serio. Nadie

participó del rigor de sus anotaciones, del arduo y trabajoso relevamiento que por el

término de dos años y tres meses había sostenido su investigación.

¿Cómo era que la geometría encontraba regularidades, allí donde todo parecía ser

objeto del azar?

En el interior de un paraguas, un papelito seco, indicaba la hora y el lugar de la

próxima lluvia.

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Leer y desleer un vestido, un tejido, una superficie. Palpando, asimilando,

acariciando, conociendo, que siempre allí abajo, en los ostenes del silencio, en el cimiento y

el cemento de la voz, de la tinta y de la tela, está la piel.

La piel, más allá de la cual, o más acá de la cual, nada vibra, nada tiembla, nada

entibia, nada se puede conocer.

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“¡Pero tranquilamente, amigo!” – afirmaba con rigor de autoevidencia Jaime, frente

a su acostumbrado interlocutor, Roberto, mientras lo ayudaba a embocar un lápiz en el asa

de la taza de la café, que pretendía llevarse a la boca, sin manos.

“Es probable” – Asentía y agradecía Roberto.

“Es seguro. En estos días, las parcas, las nornas, las moiras, llámelas como usted

quiera, no se las representaría con una rueca, sino con la cinta y el carretel fílmicos.”

“Quizás hace no demasiado tiempo atrás, Jaime, pero ahora no. Ahora todo es

digital.

“No en el imaginario, Robertito. Si te muestro ahora mismo un pendrive, un disco

rígido, nunca vas a pensar en una película. En cambio si te muestro un rollo, un carretel,

aunque más no sea unos pocos centímetros del fílmico, con esos cuadraditos de los

costados para encajar en los dientes del proyector, inmediatamente pensarán en el cine.

Sobre todo en el cine clásico, el cine que inventó el lenguaje cinematográfico. Ya las veo.

Una, Cloto, recogiendo el film como si lo naciera entre sus manos; Láquesis, mirándolo al

trasluz para percibir los detalles de las escenas. Y Átropos, con la tijera del censor o el

ácido de la destrucción, a la espera de que se cumpla el destino.”

“Pero no sería real. En una cinta fílmica no hay vida real. Sólo personajes” –

objetaba Roberto, sin acabar de convencerse.

“Peor aún. Los personajes son más verosímiles que nosotros. Mírese usted, sin ir

más lejos, un mago sin manos. Hubiera creído que eso era imposible. Y míreme a mí, un

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filósofo de bar, al que de vez en cuando le compran una servilleta con dos o tres ideas

amalgamadas, las que escribo precisamente para poder olvidarme de ellas.”

Roberto se ríe.

“Además no pierda de vista que las nornas, parcas, moiras, lamas, como les quiera

llamar, tampoco han existido nunca.”

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Estrella grita los grandes titulares en la esquina del café.

En esa esquina ella es la propaladora de novedades.

En esa esquina ella es dueña de ejércitos y ministros, parejas desavenidas, insólitas

o deshauciadas.

En esa esquina ella es dueña de las noticias, con los ejemplares de periódico bajo el

brazo, induciendo a creer en la tinta de molde sobre un papel rugoso.

La habían convocado para ser canillita, y había sido un acierto, ya que su voz, llena

y profunda, y su presencia, amplia y abierta, habían acrecentado las ventas de diarios y

revistas.

Muchas veces, por no decir siempre, corregía los titulares, o lanzaba algunos de su

propia invención.

No importaba.

Contagiaba a los transeúntes de la necesidad de leer esas páginas, que luego estarían

cubiertas por la lluvia, que más tarde envolverían un vaso de vidrio o una docena de

huevos. O que el viento desgajaría contra los arbustos pinchudos de la plaza Rivas.

(Dejar este papel debajo de un platito de ingredientes)

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Micaelo entra con extrema precaución a la Secretaría Parroquial. Pregunta por

Miguel a Miguel. Trae una bolsa pesada.

“Vengo a traer este sobretodo naranja” – lo dijo casi con vergüenza, mientras lo

sacaba de la bolsa.

“Muchas gracias. Está nuevo” – sonrió Miguel.

“Sí. De hecho, realmente no tiene uso, si por uso ha de entenderse llevarlo puesto” –

Micaelo se quedaba quieto, como temiendo agregar algo más, pero a la vez, esperando que

alguien le inquiriera por ello

“¿En serio? ¿A usted no le queda? Es una prenda familiar?” – preguntó Miguel.

“No, no, nada de eso. Sucede que no se puede. No se puede poner. Ayer, por

ejemplo, lo llevé en el brazo durante todo el día. En ningún momento pude ponérmelo. El

que me lo dejó, me advirtió sobre lo mismo. Cada vez que decidía colocárselo, el clima se

volvía de pronto demasiado caluroso, o sus botones no conseguían entrar en los ojales, o

confundía el lado izquierdo con el derecho, o se dejaba caer en algún sitio donde era más

tarde olvidado. Yo más de una vez lo perdí entre el resto de mis abrigos, y no es que yo

tenga muchos. Apenas una campera, un sobretodo… Terminaba poniéndome esa campera o

ese sobretodo y salía, para luego, a mi regreso, encontrar este sacón abierto en pleno centro

visual del armario, o desparramado arriba de la cama.”

“Tiene un color… notorio” – indicó, divertido y asustado, Miguel.

“¿Verdad?. Y a pesar de eso cuando decidís ponértelo no lo ves. Por eso lo traigo,

con mil disculpas. No sé siquiera si te estoy dejando una prenda de vestir, ya que nadie ha

logrado vestirla.”

“Permítame” – le dijo Miguel, estirando la mano. Micaelo le pasó el sacón. En ese

mismo momento, un padre Alberto lo llamó desde la nave central de la Iglesia. Miguel [email protected]

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dudó por un momento, pero con la mano que había extendido saludó a Micaelo y dejó el

sacón sobre la mesa de la oficina.

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Paisajes sonoros enviados por correspondencia.

Enviamos cartas cuando estamos lejos. Enviamos rostros, gestos, semblanzas de la

lejanía.

Aquello de nosotros que quedó en donde partimos, espera en la carta. Espera a la

carta.

Soltamos amarras en los papeles, como lluvia de raíces.

Enviamos pedacitos de nosotros que quisiéramos retener, regresar, conectarse. Para

ver lo mismo pero con los ojos tuyos.

Para que veas lo mismo pero con mis ojos.

Leer la letra, leer las manos. Leer la continuidad de los nervios. Leer la tinta

deslizada a fuerza de las manos.

Escribir la letra, escribir las manos. Escribir la continuidad de los nervios. Escribir

la tinta deslizada al interior de las pupilas.

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Víctor Hernando trabajaba en el Correo. Desde los veintiún años. Se alcanzaba

ahora el año de su jubilación.

En algún momento alguien le había acercado el cuento de Melville, “Bartleby, el

Escribiente”, en el que se adivinan los estragos que puede ocasionar en las fibras de la

voluntad el trabajo con cartas que ya no serán despachadas. Bartleby, se indica en el último

párrafo del cuento, se había desempeñado oportunamente en la Oficina de Cartas Muertas

de Washington, con la misión de clasificar y separar para la hoguera tantas y tantas

intenciones.

Desde entonces, empezó a darle vueltas la idea de una “Suelta de Palabras”,

separando de toda esa correspondencia interrumpida, a aquellas escritas a mano que daban

la impresión de ser más personales, y luego mandarlas a repartir, un poco al azar, con la

complicidad de algunos carteros, en el circuito chico de la ciudad.

Excluida cualquier tipo de correspondencia oficial, las empresariales, las

celebraciones de efemérides, comenzó por aquellas cuya distancia entre el remitente y el

destinatario era menor. Había las que sólo diferían en dos cuadras. Y hasta había un par en

el que los domicilios de envío y de destino eran los mismos.

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En el cine. No la sala de proyecciones, sino el hall central, antes de ingresar a la

sala. Al cine es adonde se trasladaron los templos.

Los afiches son las imágenes de los santos, las pinturas de temática bíblica, las

historias conocidas de pecado y redención, la rebeldía iluminada, la honrosa buena fe, los

héroes de batalla.

El milagro se produce allí donde no puede mirarse, en el sagrario de donde emana la

luz del proyector, a espaldas del público. Y se proyecta en plena oscuridad, para alcanzar a

todos los sentidos al mismo tiempo.

Los actores y las actrices sacerdotes y sacerdotisas del antiguo ritual de narrar

historias junto al fuego. Ante el silencio de los fieles, reunidos en sus nombres.

Y la idolatría también.

Muchos afiches, una enorme cantidad de afiches, a pesar de la enorme vigilancia,

terminan escritos. Algunos tan escritos o tan explícitamente escritos, que deben retirarse del

salón de acceso.

Por lo general, se trata de jaculatorias doxológicas o soteriológicas. Oraciones de

adoración o pedidos de salvación. En muy pocos casos también se han verificado apostasías

y blasfemias. Pero más que nada, cuentan los escritos con un modo del acercamiento

agradecido a los personajes, de aquello que son, de aquello que logran, en las pantallas del

cine.

Todo lo que ocurre al interior de la sala es bendecido por la pantalla.

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Todo lo que ocurre en la pantalla es sacudido por la feligresía. Es una lástima que la

pantalla no se pueda escribir.

En mis tiempos de niño, existía un programa. Una hojita doblada, impresa en el día,

con los títulos de las películas que se daban y los anuncios de los negocios del barrio. Esos

papelitos o “programas” podían traficar palabras, dichas de uno a otra, de una a otro, y de

uno a otro, y de una a otra. Como una extensión de la cita, o un sello del encuentro o de la

coincidencia. Un “volverá a pasar” para que ocurra nuevamente.

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¿Existirá el “bicho papel”?

Un insecto como una hoja en blanco.

O mejor aún, que parezca escrito.

Y que acercándote a él para leerlo, se marchara.

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Ovillo, trama, telar, secuencia.

Las palabras llevan el tejido. Los silencios las hilvanan.

Tirar de una palabra es abrir espacio en otras.

Nunca quedan solas las palabras. Siempre continuas en una red inmarcesible, que

puede rasgarse, pero no morir.

De dónde hacia dónde sin centro ni punta.

Sólo con nudos donde se pueda acudir.

Charlas de café, suelta de palabras.

Cartas liberadas de remitente y de destinatario.

Entrecruzamientos. Del antes, del ahora y del después.

Alguien pierde en este momento un paraguas, que alguien encontró días atrás.

Alguien pronuncia en secreto el nombre de alguien que todavía no conoce.

(Llevar este papel encima por dos cuadras y dejarlo en la primera ventana)

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La primera actividad a realizar frente a una prenda usada es la del “bolsilleo” o

requisa de recados.

Así, en la Feria Americana, en el reparto de las sucesiones tanto como en la mesa de

donaciones para quien lo necesite.

La requisa de recados a veces premiaba con algún billete, que se compartía entre sus

descubridores, pero era siempre más grato encontrarse con algún texto, un poco más rico en

detalles sobre la vida de su antiguo portador. Aunque no fuera más que alguna lista de

supermercado, el listado de las siete cosas que hacer antes de morir, o la enumeración de

los ríos de España.

Una vez, encontró un relato ovillado, que recorría toda la camisa en su despliegue.

De papel tan fino, tan delicado y transparente, que más parecía ser la piel exterior de la

camisa. Quebradiza y legible.

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Estrella vociferaba en una mañana ventosa de otoño:

“Lloverá en París. Lloverá en Liniers. Lloverá en Tokio y bajo una de las glorietas

del Parque Tres de Febrero.

“Atención transeúntes: Un revuelo de hojarascas retarda la muerte en la esquina de

Cervantes y Artigas.

“Hoy es el día del Viajante de Comercio. Cómpreles aunque más no sea su tiempo

desparramado, con paciencia.

“Se ha reportado el olvido de un saco de lana, un cinturón de seda y un sobretodo

amarillo en la Sala 9 del Cine Universo. Las personas que los hubieran perdido y puedan

exhibir al menos una foto con dichas prendas, podrán reclamarlos en el hall central durante

todo el día.

“Se han robado o han desaparecido dos palabras en la Biblioteca de la Facultad. Los

investigadores aún no han podido descubrir cuáles son.

“Se han robado o desaparecido dos notas en el órgano de San Solícito. Las teclas

están pero su sonido es sustituido por una tos repentina o por un mueble que se desplaza de

su lugar. Aún nadie se atribuyó el hecho.

“Hoy no habrá represión. Pueden salir a la calle.

“¡Diario diario! ¡Diario diario! Lleve su ejemplar en hoja de papel, materia del

tiempo. Lleve la foto del Sr. Presidente, o del gabinete completo del Reinado de

Strassbaum y hágase después un sombrero de pintor.”

El viento se hacía sentir y a veces doblaba las hojas hacia adentro.

Alguien preguntó si podía elegir los titulares que compraría.

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Coser y descoser. Cortar y moldear. Zurcir y remendar. Verbos del hilo, de la

cirugía y de la tela.

Una vez pidieron la ayuda de Chela (la única de las tres que podía estar a esas horas,

por muy temprana o por muy tarde) para coser parte del tejido de uno de los paños

resguardados bajo el cristal de la nave izquierda, que se decía había sido parte de una de las

prendas de San Bernardino, aparentemente una camisa de lino.

Por algún trabajo sobre la repisa que sostenía el exhibidor, un tironeo asaz brutal

que zarandeó la pequeña reliquia, Alberto se dio cuenta de que se había rasgado.

“No tengo hilo de lino” – avergonzada, pedía un poco de clemencia.

“No importa, mientras sea del mismo color”.

Así, Chela, muy delicadamente, muy honrosa y piadosamente, tomó el pequeño

rectángulo de tela entre sus manos y lo remendó como si le estuviera rezando.

Evidentemente era una tela muy vieja. Tanto, que estaba más seca que sus propios

dedos con frío.

La pieza tendría algo así como dos centímetros por cuatro. Pero nunca Chela tardó

tanto en tan poco espacio.

Buscaba no separar, no perder, no desarticular ninguna fibra. Tanto, que la tela

comenzó a oler a anís, a anís con laurel, un aroma boscoso y fresco, que iba y venía de aquí

y hacia allá con una pequeña aguja de madera.

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Mariano preguntó a una de sus madres lo que le estaba dando.

“Son stickers, pegatinas. De superhéroes y princesas. A los chicos les gusta. Fija si

se los podés dar a los nenes los de héroes y a las nenas los de princesas, para que le hinchen

a los papás que se los compren. Diez pesos ponemos que vale cada uno. ¿Tenés todavía lo

otro?”

“¿Las tarjetas de Navidad? Sí, tengo. Lo mismo las de cumpleaños, las del día de la

madre, las de San Valentín y las del día del amigo.”

“Fenómeno. Vos llevá todas. No importa qué día es. No importa. Vos mostrá, y al

que pique, le vendés.”

“Ok. Te veo en la estación terminal, después del último coche”.

“Dale. Esperame. No te vayas solo. Si no estoy yo, va a ir otra de tus mamás,

cualquiera de ellas, ¿sabés?”

Mariano asintió con rostro serio y responsable, y se paró a esperar la nueva

formación en el andén.

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Fermín, el organista ateo, lograba atmósferas místicas con dos o tres acordes.

Lo habían traído para una misa de difuntos, luego para un casamiento, luego

también para una comunión, para un bautismo, y finalmente se quedó. Un padre Alberto le

dio permiso para que fuera a practicar y ensayar en los días y en las horas que quisiera. Y

así lo hizo.

Cobraba sólo en las ceremonias importantes, pero para él, que de todos modos

necesitaba el dinero, ya era suficiente poder echar mano de ese órgano antiguo tan bien

conservado.

Cierta vez, avanzada una tarde tormentosa, interpretando un salmo, el dedo anular

de la mano izquierda fue a dar en una tecla errónea. Apenas un semitono, pero suficiente

para ensombrecer un poco la atmósfera de la nave central, cuya tonalidad descendió de un

ocre anaranjado a un azul grisáceo.

El grupo de mujeres que estaba rezando el Rosario, sin darse cuenta, también

modularon sus voces hacia una escala menor, y a un ritmo inferior.

Fue cuando se escucharon unos pasos torpes y luego un grito, acompañando al ruido

de unos cristales astillados.

Norberta, que dirigía el grupo de mujeres, con un gesto que sólo ellas conocían, les

indicó que continuaran con el Ave María, mientras ella se levantaba a mirar.

A los pies de Mirna cayó la caja de cristal, el relicario que contenía unos

centímetros de la tela del sayo que había sido de San Bernardino.

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Mirna miraba a Norberta con una expresión entre asustada, piadosa, cómplice y

suplicante.

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Busco los versos que me continúen

Endecasílabos que me sostengan

Subir despacio al viento de la cumbre

La boca en la voz, el ancla en la lluvia.

(Medio poema escrito en la cara de un billete de curso legal y forzoso)

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Y encontrar el canto que se insinúe.

Ojos idos donde tus ojos vengan.

Los verbos esparcidos en la lumbre.

(La sed es remedio para la zubia)

(Medio poema escrito en el dorso de otro billete de curso legal y forzoso)

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Después de quedarse viuda, Enriqueta (Queta en sus pequeños círculos), adaptó el

garaje que ya no usaba (nunca había aprendido a manejar y el auto que tenía, demasiado

grande para ella sola, se lo vendió a un sobrino) y se montó un local de ropa usada, una

“feria americana”, cuya primera mercadería la aportó de sus propios armarios.

Sus compañeras de la parroquia, a las que conocía desde mucho tiempo atrás, y a las

que alguna vez les había presentado a su esposo, no tenían que enterarse de su viudez, ni de

la existencia de ese local. De todos modos, ella nunca se llevó ropa de la entregada en

donación a la parroquia (que ella ayudaba a clasificar y poner a punto), para el negocio; ni

del negocio nunca sacó ropa de la otorgada en consignación o puesta en venta o comodato,

para llevar a la parroquia. Ambos mundos estaban así en paz, y así seguirían.

Poco a poco logró tener alguna visibilidad y el negocio se fue volviendo cada vez

más próspero. Quien no compraba, canjeaba, quien no canjeaba dejaba al menos algo para

descubrir: Un nudo imposible, una costura, un aplique, un remiendo, una nota en un

bolsillo. Así el local se fue llenando de prendas y de historias. Sobre todo de historias, de

las prendas y de sus anteriores dueñas o dueños.

Así, quien se llevaba una camisa, un vestido, un pantalón, una cartera, se llevaba

también el hilo de esa historia, para seguir desmadejando.

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Mirna vio venir la lluvia mucho antes que el resto, pero tardó mucho más en recoger

y guardar todas sus cosas. Títeres de madera, de gomaespuma, de papel, de tela y de

porcelana. Uno a uno los fue envolviendo delicadamente, buscando el papel que más

correspondiera a su tamaño y desenvoltura, y ubicándolos precisa y ordenadamente en la

valija de equipaje. Cuando la lluvia ya estaba declarada, la feria estaba prácticamente

desierta. Entonces juntó valor, arrimó las últimas tres piezas con su pañuelo verde y corrió

a refugiarse al primer techo que encontrara con las puertas abiertas, el que resultó ser el de

la iglesia.

Al entrar, se sentó en uno de los últimos bancos, abrió su valija, terminó de

acomodar sus títeres, y se quitó las zapatillas para ver cuán mojadas tenía las medias.

Sonaba un ave maría desacompasado de cuatro o cinco mujeres, allá adelante. Y

sonaba también un órgano, que evidentemente estaba en otra cosa. Las gotas de lluvia

derramadas sobre los vitreaux daban a las imágenes un relieve cálido al igual que

misterioso. Las líneas de agua, a través de los cristales verdes, rojos, azules, violetas,

oscilaban hacia abajo como la flama de las velas, al interior del templo, oscilaban hacia

arriba; sólo que más lento.

La lluvia le daba otro relieve a las palabras y entorpecía los movimientos.

Mirna muchas veces se imaginaba marioneta. Y ahora se pensaba como una

marioneta dirigida por el azar de esas gotas de agua. Levantaba su mano y la mano

levantaba su brazo y su brazo levantaba el hombro y el hombre levantaba todo su cuerpo

que quedaba por un instante levitando.

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No fue su mano, sino los hilos, o quizás los cordones de las zapatillas que llevaba entre los

dedos, que rozando no sabe qué cable, qué sostén, qué apuntalamiento, provocó que algo

diera con otra cosa y esa otra impactara contra el exhibidor de las reliquias de San

Bernardino, que cayó al piso al mismo tiempo que Fermín, el organista, confundía una nota

por otra y se detuvo Norberta en el rezo del Ave María.

Algo se había enganchado con algo, y al decir de Norberta, se había descosido el

retazo de un sayo de alrededor de 13:20, última de las pocas pertenencias certificadas del

Santo.

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“No se podrá ya. Hace un par de semanas que no viene. Aunque es imposible

verificarlo, habiendo tantos vagones. Ella se tenía que subir en esta estación. En mi

memoria llevatodavíaese chalequito violetay ese sombrerito verde con que la había

reconocido la primera vez. Así la espero y la proyecto en la impaciencia. ¿Será que aún si

estuviera frente a mí, vestida de otra manera, no me daría cuenta que es ella? ¿Habrá

cambiado de horario, de trabajo, de domicilio? A veces veo un saquito del mismo color, o

un sombrerito del mismo modelo. Son atisbos, promesas, breves empeños infundados de la

esperanza. ¿Tengo tiempo todavía para pasar de vuelta? ¿Y el olor? ¿Podría notar su

presencia sin mirarla? El sonido. Por el sonido sí. Esa voz todavía se filtra a través de mi

ventana.”

(Hilo de pensamiento de Micaelo, Subte Metropolitano de Buenos Aires. A primerashoras

de la mañana).

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La muestra había tenido lugar en el hall de una de las cadenas más grandes de cine.

Decidieron hacerla ahí, ya que en las tiendas de ropa se asustaron de que pudiera

generar algún efecto de merma de las ventas, y en las galerías de arte (donde entre otras

cosas habían expuesto urinales y escaleras sucias de madera) les dijeron que no condecía

con la apuesta estética del lugar.

Así que finalmente hablaron con la empresa titular de la distribución

cinematográfica, y como en unas semanas iba a estrenarse una película sobre sastres y

fantasmas, les pareció que podía funcionar como atracción.

Se trataba de exhibir ropa humana, de la secuestrada durante los allanamientos de

los talleres clandestinos, de trabajo esclavo.

Se exhibía la prenda y al lado o en un bolsillo cuya costura se había reemplazado

por una telilla transparente, manojos de cabellos de sus costureras. Así, en letras de

imprenta escritas apuradamente sobre papel de diario, se indicaba “esta prenda ha sido

confeccionada en un taller clandestino, por mano de obra esclava” y a continuación el

domicilio en el que había sido hallada.

En todos los casos se le había dejado también la marca, prolijamente estampada,

cosida o pegada sobre la tela.

Tres mujeres eran las curadoras de la muestra. Sus fotografías aparecieron en el

diario del 3 de octubre.

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Cartas en el bolsillo.

Antiguas cartas en los bolsillos.

Escritas de puño y letra, de unos a otros, de años atrás.

Se encontraban en la Plaza de los Ombúes. A intercambiar toda esa correspondencia

que de pronto había resucitado en el Correo. Buscando encontrarse. Buscando hallar la

carta que responda a la que se ha leído. Buscando leer la carta que la motivó.

Sin saber que todas ellas habían quedado demoradas tanto tiempo.

Había quienes se quedaban con algunas. Las atesoraban como si hubieran estado

dirigidas a ellos o a ellas. Y ni siquiera contaban nada acerca de su contenido. Cartas

susurros escritas en voz baja, para que se puedan leer con los ojos cerrados.

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Escribir desde este lado. Leerse desde el otro.

Si hubiera un modo de escritura inverso que te trajera.

Si hubiera un modo de tinta vésrica que me llevara hasta donde estás.

De ese lado del mundo, el que escribe es invisible. De este lado, es invisible el

lector.

El punto de encuentro es un borde. Un extremo.

Un sitio desde donde salir oitis nu ed acsub ne.

Rilas ednod edsed oitis un en busca de un sitio.

(Escrito del lado de adentro del papel.)

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Durante aquellos años de la terrible devaluación, a Karina se le ocurrió escribir a

mano alzada (podía hacer una letra firme y elegante) en los billetes. Poemas incompletos,

que buscaran su pregunta o su respuesta. Cuartetos o tercetos arrojados a la calle, en la

circulación de los servicios y de las cosas.

Todo escrito por mitades. Por mitades de mitades. Y así ad infinitum.

Cuando viera alguien que buscara uno de aquellos billetes por el poema más que por

el valor nominal que porta, estaría contenta.

Un modo de sustituir, por una vez, el valor de cambio por el valor de uso, y no al

revés, como siempre. Una forma de ir reduciendo la entropía. Y sumando complejidad.

Trataba de sembrar esos billetes en lugares apartados, casi como una excusa para

que se atraigan y atraigan a la gente que se pudiera convertir en su poseedora.

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“Coser de este lado de la prenda, que muestra el diseño y su marca a grito luminoso,

invisibiliza la costura, invisibiliza al costurero o a la costurera.

Coser desde este lado del mundo. Vestir del otro lado.

Si hubiera un hilo inverso, con el que poder cose las prendas del revés. Lograr un

revés tan perfecto que desde este lado del mundo se vea la prenda, pero desde el otro, desde

aquel en el que todos miran, desde aquel en donde hay exhibidores, y ventanas y

vidrieras… puedan vernos.

Pero una prenda así, es un riesgo. Quizás, sólo quizás, invisibilice a quien la use.”

(Pensamiento de Joanna, cosiendo una prenda al revés, en un taller clandestino de Floresta).

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Fuera de las propias partes del cuerpo de las santas y de los santos, no es el criterio

de pertenencia, en el sentido de propiedad o de derecho, lo que convierte a una pieza en

reliquia; sino en el sentido de contacto, de uso o de proximidad. En tal sentido, poco

importa el dueño de una prenda, sino el cuerpo que la llevaba. Del mismo modo que en la

escritura de puño y letra, en la que resulta desdeñable la procedencia de la tinta, del papel o

de la pluma, y sólo resulta relevante la continuidad de la mano en el trazo.

Los falsificadores de letras, de firmas, de los documentos llamados jurídicamente

“ológrafos”, indagan en la personalidad de las personas a las que pertenecen o

pertenecieron. Hay un momento en la falsificación, cuando está bien lograda, bien llevada a

cabo, en la que ciertos rasgos de la forma de ser y de actuar de los portadores originales de

la letra a imitar, son trasladados a los dedos del falsificador. Durante el breve lapso de la

firma o de la escritura, se produce una suerte de sustitución, de reemplazo de uno por el

otro, en la secreta intimidad de la trasposición de una mano en el trazo.

Hay una respiración, una danza en la escritura, que está muy asociada al contacto de

los dedos, a la historia de esas manos, a sus movimientos acostumbrados, a la trama de sus

proyecciones, de sus recepciones, de sus ausencias. La escritura como liturgia de una

búsqueda perpetua, cuyo centro no está en ninguna parte.

¿Se puede tirar de la escritura como de un piolín, para saber dónde comienza? ¿Y

dónde termina?. En una espiral sin tiempo la escritura se persigue a sí misma, entrando y

saliendo de otras tantas escrituras, de otras manos, de otras vidas.

“La oración infinita” era un juego que hacíamos en la secundaria. Se trataba de

redactar una oración, pasarle la hoja a una compañera o compañero y que ella o él la

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continuara, tratando de no darle nunca un término. El juego terminaba cuando cualquiera de

las nuevas palabras añadidas cerraba del todo la idea y ya no podía continuarse. En ese

papel, los signos caligráficos se sucedían en el mismo renglón y a veceshasta en la misma

palabra, que se completaba con las letras añadidas por las otras y los otros. Conformando

un tejido sensual y promiscuo, que permitían el roce de las manos, la articulación de las

respiraciones, la coordinación de los ritmos sobre la misma hoja de papel.

Estilizadas, homogenizadas, abstraídas, las letras de molde o de fuente premoldeada,

no pueden acariciarse.

De allí que resulte imprescindible en muchos casos la voz. Haber tenido a mano la

voz, para seguir el fluido de las palabras.

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Entre las botellas devueltas en el supermercado comenzaron a aparecer pequeños

tubitos de hojas plegadas, escritas. Con leyendas que no podían verse desde afuera.

Quienes las dejaban lo hacían con recato y disimulo. Pasaban por cualquier otro

consumidor de botellas, que las devolvía a la caja correspondiente.

Pero luego de dar algunas vueltas y de comprar algo fundamentalmente innecesario,

volvían y retiraban el papelito de alguna otra botella dejada por alguna otra alma con

anterioridad.

Nadie firmaba los papeles que se enviaban en las botellas. Eran conversaciones

entre cualquiera y cualquiera. O sólo entre quienes compartían el silencio y la curiosidad de

una hoja de papel plegada dentro de un secreto de vidrio.

(Formar un cilindro con este papel, con la parte escrita hacia adentro, e introducirlo en una

botella)

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El chico, Mariano, esperaba que lo fueran a buscar, en la terminal del subte. Se

había hecho muy tarde.

Roberto se lo llevó al lado de la ventana. Estaba oscuro y si bien estaba nublado,

algunas luces artificiales brillaban por ahí.

“¿Un mago?” – le preguntó el chico – “¿sin manos?”

“Así es” – le contestó Roberto – “De otro modo sólo serían trucos”.

“¿Qué sabés hacer?”

“Mirá hacia allá, por la ventana.¿Ves?” – el chico, Mariano, miró por la ventana, sin

mucho convencimiento, sólo para matar el tiempo mientras tanto.

Entonces Roberto acercó una vela encendida y apagando el pabilo con los dedos

hizo el gesto de lanzar la flama al aire. El chico no pudo más que girar la cabeza y

parpadear por un instante, perdiendo el punto que había estado mirando.

“Ahora, volvé a mirar. Al mismo lugar. Fijate bien. Muy lenta y fijamente. Dejá que

la lumbre llegue hasta tus ojos desde allá tan lejos. ¿Ves allá? Allá, allá, un poquito hacia la

izquierda. Esa estrella no estaba ahí hasta ahora. No soples por el momento. En los

primeros tres minutos es todavía muy frágil”.

Cuando llegaron a buscarlo (su madre había tenido que concurrir a un compromiso

serio, hospitalario, familiar) el chico, medio despierto y medio dormido, todavía podía

encontrar su estrella nueva con la vista.

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A Fermín se le atravesaba ese recuerdo. Ese recuerdo que le hacía variar un

semitono cualquier partitura que estuviera tocando.

Los órganos de iglesia son sensibles a esos pasajes, a esos cambios momentáneos de

atmósfera o temperatura. El aire en las tuberías a veces los anida y otras veces los expande

o espanta.

Hay recuerdos pesados que se quedan en el fondo y nunca suenan, hay recuerdos

livianos, que flotan de una nota a otra, y hay recuerdos zigzagueantes, que entran y salen

provocando alteraciones innecesarias o imprevistas.

El de Fermín era un recuerdo de lluvia. Y por eso en la lluvia se desgranaba. Y

entonces el “si” sonaba en “si bemol” o el “fa” en “fa sostenido”.

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Había una imagen, recostada detrás de las últimas columnas de la nave lateral sur, al

costado de una de las puertas de acceso al patio, que dada su posición en un punto ciego de

la iglesia, se prestaba de guardarropa. Muchos de los que entraban y salían por esa puerta, y

hasta muchos de los que trabajaban sobre las paredes o en el piso o en las instalaciones del

templo, le cargaban sus bolsos y camperas. Ayudaba a esa excesiva confianza el hecho de

que nadie sabía quién era. Tenía una placa que señalaba “San Güelber”, pero consultados

todos los libros y santorales del párroco, del obispo y del cardenal, no había referencia que

permitiera identificarlo o reconocerlo. Un padre Alberto se excusaba diciendo que había

formado parte de “un pack”, que se había comprado con dinero de la curia hacía bastante

tiempo atrás, luego de un fuerte incendio que desmejoró gran parte de las imágenes. Venían

ocho o nueve santos y cuatro vírgenes María en bloque, a un precio que no permitía dudar,

así que se compró el lote completo.

La imagen de San Güelber tenía una suerte de carraca o matraca en la mano

izquierda y algo así como una suerte de antifaz deteriorado por el tiempo, colgándole hacia

la espalda.

(Conservar este papel en un lugar seco)

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Lavarropas KENGOR.

Manual de Usuario

El Lavarropas KENGOR, si se siguen estas instrucciones, se vuelve extremadamente

rítimico y persistente.

No intente abrirlo mientras se encuentre en actividad (el lavarropas).

Algunas precisiones especiales:

Lave las medias de a una por vez, o por pares impares, a fin de no extraviar ningún

par.

No deje la bandera del sindicato en el interior en forma conjunta con prendas de

colores suaves o directamente blancas.

Por ninguna razón coloque un sombrero en su interior, ni un lobo de mar ni un

escalopendro.

La presión de los dedos índice y pulgar de la mano derecha o izquierda sobre la

perilla identificada como “seleccionador de funciones”, generando un impulso hacia

uno u otro lado, girará dicha perilla, de perillas.

Una vez girada la perilla en la posición “inicial” comenzará el enjuague retrógrado

recíproco característico. Esta operación puede durar dos o tres etapas de enfriado y

canonización.

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Cuando escuche la voz del silbato, esconda su documentación y salte al interior del

recipiente.

El enjuague no retrógado recíproco inusual se presentará sólo en caso de anomalía,

situación ante la cual deberá insertar su dedo mayor índice anular en la fase superior

del escarnio.

Este modelo viene con dos secados, nueve lavados y setenta y siete enjuagues. El

seleccionador de prendas (no incluido) le indicará cuándo usar unos y otros

comandos sin perjuicio para ellas.

La anilina sólo tiñe las superficies.

(Dejar a la vista en una tienda de electrodomésticos)

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Queta sorprendía los sobrantes de hilo que pendían de las prendas. Y no podía dejar

de cortarlos con su tijerita, siempre a mano.

Suarez, que limpiaba el lugar después de que ellas se iban, como se le enredaban en

el escobillón, comenzó a juntarlos en una cajita. Algunos más cortos, otros más largos,

todos sobrantes, sobrantes desechados de una prenda abandonada. En un doble destierro,

apartado de lo apartado.

Como si en el principio del mundo, alguien, sin saber la utilidad de esos signos

sueltos, arrojados en papeles por las calles, se quedara con una letra o dos, una mayúscula,

una inicial, o cualquiera de las inflexiones del lápiz o la tinta, arrancados de su texto.

Alguno de esos hilos, alguna de esas letras, sería el hilo primigenio, la letra original.

El inicio a partir del cual se fue desarrollando todo.

Y ahí sí. Quien tironeara de él, o comenzara por pronunciarla a ella, podría provocar

mundos completos, o acabar con éste.

Queta disfrutaba con esos cortes. Como si estuviera impartiendo justicia, ajustando

los bordes, alisando las desprolijidades. Chela a veces quería coserlos de nuevo. Aducía que

no eran sobrantes, sino salientes, y que debían volver a engrosar la trama. Pero Queta

operaba con su tijerita antes de que Chela hubiera encontrado la parte de la trama que se

encontraba más abierta, y a la que correspondían.

Otras veces, eran cabellos, no hilos. Cabellos, con los que también a veces aparecían

cosidos algunos dobladillos, fijados algunos botones, corregida cierta medida.

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Al poco tiempo, algunos de los hilos de la caja de Suarez se fueron apelotonando,

entrelazando, abigarrando, como queriendo entretejerse, escaparse, disfrazarse, evadirse.

De vez en cuando adoptaban formas y posturas caprichosas pero inteligibles, que Suarez

daba a Mecha para que las descubra y las arme. Con apenas dos o tres puntadas, nuevas

mediecitas, corbatines o pequeños pañuelos aparecían en el mundo.

Otros de los hilos, en cambio, permanecían en obstinado aislamiento, y se dejaban

caer en formas más o menos gráciles, más o menos retorcidas, dibujando letras

involuntarias.

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(ANVERSO)

LEA PRIMERO EL OTRO LADO DEL VOLANTE. AUNQUE YA NO SERÁ POSIBLE

(REVERSO)

NO LEA ESTE LADO DEL VOLANTE SIN ANTES HABERLE DADO VUELTA.

(Volante repartido en Buenos Aires, una noche oscura y lluviosa de Junio)

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(ANVERSO)

OBSERVE SÓLO ESTA PARTE DEL VOLANTE Y VERÁ QUE NO PODRÁ

HACERLO SIN LA OTRA

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(REVERSO)

OBSERVE SÓLO ESTA PARTE DEL VOLANTE Y VERÁQUENOPODRÁ HACERLO

SIN LA OTRA

(Volante entregado en mano una fría madrugada de agosto. Entregar en mano un día

de lluvia)

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Ricardo ha sacado a la calle el sacón naranja, después que Norberta le hiciera un

escándalo acerca de dónde lo había obtenido. Pero ella salió, lo levantó y poniéndolo sobre

un banco de madera le soltó:

“No es para tirar. Pero tampoco puedo usarlo. Te doy esta penitencia: Con la propia

lana del sacón, o no sé, comprate una que sea igual exactamente igual, con plata decente, te

vas a anudar las cuentas de un rosario por cada día que pase hasta que tengas de nuevo un

laburo. Después vas y lo donás a la iglesia.”

Ricardo lo recogió entre los brazos: “Increíble cuánto pesa un sacón de lana mojado

por la lluvia.”

(En la medida de lo posible, no haga bolitas con este papel)

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Roberto, parado en la esquina opuesta a la del puesto de diario de Estrella, en línea

diagonal norte respecto de las ventanas del bar de Giraldez, a una cuadra y media del

puesto de flores de Estela, a la vuelta de donde acaban de caerse siete monedas, se

concentra en el juego. Cierra los ojos y los mueve dentro de los párpados. Gira la cabeza.

Levanta los muñones en una secuencia irrepetible. El efecto buscado es la aparición de la

mirada. El sitio preciso en donde tendrá lugar la aparición de la mirada. Para entonces

desempeñar el juego de la multiplicación de las miradas. Y la mirada que quede engarzada

en la mirada. La mirada que se lleve una mirada consigo. La mirada recíproca.

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Norberta, como todos los miércoles, era la encargada de dirigir la oración del

Rosario. Estación por estación, nudo por nudo, piedra por piedra. La oración no era sólo un

coro entre las voces que se hallaban presentes en la nave de la iglesia. Era también un coro

con las mismas voces (casi integralmente compuesto por mujeres, con diferencias

indetectables de una o dos en determinados días y horarios) pronunciadas allí mismo, pero

en días diferentes. Una acumulación horizontal y una acumulación vertical. Diacrónica y

sincrónica.

La letanía, el ritmo, eran tan regulares, que Norberta podía jurar estar pronunciando

la misma sílaba en el mismo minuto cada uno de los miércoles en lo que se encontraban.

Incluso esa lluvia repentina, que ahuecaba las palabras, le daba mayor seguridad a esa

precisión.

Pero entonces el órgano. El órgano se deslizó un semitono por encima o por debajo

del correcto. Todas dudaron en ese momento, deteniendo por un brevísimo instante su

fraseo. Pero luego fue el ruido de unos cristales, e inmediatamente un grito y unos pasos.

Así que entonces todas cortaron en seco su salmodia, adviniéndose al mundo de las cosas.

Norberta, con un gesto, logró que continuaran. Pero ya se habían desencontrado del

coro del miércoles anterior, y seguramente, del miércoles siguiente.

A partir de entonces seguían solas. Sus voces solas, repetidas, en un salón gigante,

en medio de la lluvia.

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Jaime aprendía con los dueños de la imprenta, que apenas hablaban castellano,

algunos pobres elementos de la lengua japonesa, que más tarde olvidaba aunque no

quisiera.

Los kanji le llamaban poderosamente la atención, como buen linotipista. Haruki y

Nakawa tenían algunos tipos móviles con esos hermosos signos polisémicos y

almismotiempo exactos. Con esa puntillosidad de la sencillez que caracteriza a la estética

japonesa.

No sabe si la historia era cierta o no, pero a Jaime le gustaba creer en ella. Y en

cuanto podía, encontraba un hueco entre los peregrinos del bar de Giraldez, para

contárselas.

“Este tipo, me contaban los japoneses, este tipo era experto, sumamente experto en

la crianza de flores delicadas, y era también un genetista aficionado.

“Parece que le tocó una vuelta en la que las rosas rojas aparecieron como con unos

manchones salpicados. Todas en el mismo doblez del mismo pétalo.

“Ese para él era un hallazgo, y se preguntó si podía obtener sobre la tenuísima

superficie del pétalo de rosa, un signo.

“Fue probando entonces, cruzando y descruzando, para obtener mayor justeza y

claridad en la mancha negra. De tinta negro. De tinte de la propia rosa, escanciada sobre

ella con humilde veneración.

“Así hasta que consiguió una letra. Un signo. El signo de los signos.

“¿De qué está hecha la tinta, jefe? – yo preguntaba – y los dueños de la imprenta

respondían:

“Eso no importa, mientras haya tinta.

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“Hay quienes dicen – contaba Nakawa – que alguna vez la tinta se preparaba para

los diferentes tonos emocionales de la escritura. Así, existiría una tinta negra para dar

cuenta de ella en los papeles de la melancolía. Tinta elaborada desde la destilación de la

lágrima. Otra tinta, también negra, pero más espesa, para dar cuenta de las historias de

fantasmas. Tinta elaborada con el derretimiento del mármol. Otra tinta, azul, para dar

cuenta de las historias de romance. Elaborada con el néctar de los pétalos oscuros. Otra

tinta naranja o ambarina, escanciada desde el fondo de las tazas de té, para dar cuenta de los

ensayos otoñales…”

“Unos capos, esos japoneses. Un día, así nomás, se volvieron a Japón, y vaya a

saber por qué, me dejaron la imprenta.”

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Ahora que todas las mesas dan hacia afuera, que prendimos todos los televisores a

lo largo del techo, no hay más lugar para el murmullo. El sonido de las palabras, mezcladas

y divergentes, polirrítmico, polisémico, politemático.

El conversatorio del bar era el verdadero germen de las democracias. Donde todo se

trasvasaba con todo, donde lo personal se nutría y se rodeaba de lo social, de lo político.

Entonces, provocarlos, como se le ocurrió al mozo Don Andrés:

Murmullo de servilletas. Eso es. El bar nunca estuvo silencioso. No un bar que haya

sido medianamente concurrido como éste. Un bar que aún sigue siendo medianamente

concurrido, pero que en estos días, no produce ningún sonido.

Servilletas que crujan. Que hagan ruido al obtenerse, al repasarlas, al escribirlas.

Ya podrían llevar en los bolsillos el sonido del bar. Como los caracoles guardan el

de las olas.

Y para que crujan, dejar escrito algo, en puño y letra, como si fuera escrito por el

último cliente. El que acaba de levantarse. El que no va a volver a recuperarlo.

La palabra hablada, el texto de puño y letra. Y la servilleta arrugada, a un costado.

Esperando abrirse al encuentro de otro.

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Tarjetas de navidad, vende. Nada más triste.

Con los deseos empresariales, impresos desde la propia editorial, confeccionados,

producidos y desarrollados genéricamente, para ser distribuidos por igual.

La palabra, sin embargo; la palabra, y el regalo no son fungibles.

Tarjetas de navidad, o de cumpleaños, o de felicitaciones por un ascenso, o por un

casamiento, o por un hijo. Exactamente iguales. De diferentes marcas, pero con las mismas

señales de extravío.

Contra ellas y la red de comercialización de la sinceridad y el afecto, no caben

conductas tibias: Se debe actuar. Rápida y drásticamente.

Habrá que organizar un grupo, que a su vez organice a otros dos grupos, y así hasta

llevarlo al infinito. Que cada grupo tome una zona, y los siguientes otras subzonas, hasta

abarcar todas las calles.

Acordar la tinta, la firma y salir. A intervenir todas las tarjetas. A faltarles el

respeto, a dejar expuesta su infamia. Que las empresas regalen a las empresas. Que las

marcas saluden a las marcas. Que las editoriales envíen sus impresiones a las editoriales.

Para que ninguna persona se vuelva impersonal.

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“Todas las novelas son novelas de papeles” – me dijo.

“Todas las novelas son novelas CON papeles” – respondí, acusando el énfasis en la

preposición – y ni siquiera todas, hoy en día, con las ediciones digitales. Sin embargo, ésta

es una novela DE papeles. Está construida DESDE los papeles, asentada SOBRE los

papeles, papeles sueltos que la van paulatinamente conformando.”

“Una novela, entonces, a la que se le han arrancado las hojas” – sugirió, como

alternativa.

“Puede ser, pero al revés. Unas hojas de la que se desprende una novela.”

Una novela así, “de papeles”, sería un modo de rebelarse contra la Segunda Ley de

la Termodinámica.

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Todas las mañanas, o casi todas las mañanas, al paso que Roberto iba para el bar de

Giraldez, pasaba por delante de Estrella, que entonces acomodaba los diarios sobre un

banquito de madera. Ella se le acercaba secretamente y le decía al oído un par de titulares

(preferentemente de fútbol, pero no siempre de fútbol).

Más tarde, bastante más tarde, cuando ya se hubieran juntado unos cuantos en el

bar, sobre la ventana que da al puesto de diarios, Roberto hacía magia: Afirmaba que podía

ver los titulares si se le dejaba el diario a mano; o que podía anticipar los titulares que al

rato Estrella gritaría hacia la calle. O que aún con la calle atestada de automóviles y gente y

el bar lleno de un murmullo incesante, podía seguir la voz de Estrella con suma claridad. O

que aún cuando nadie la escuchaba, apagada su voz por el cansancio, él era capaz, poniendo

sus dedos sobre el vidrio, en el sitio en donde se veía la boca de ella, de leerle los labios.

Una mañana, ya que no todas las mañanas, ella no le pasó un titular al oído, sino

que lo invitó a salir.

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“Imagine una obra musical compuesta por notas que fuera recogiendo por la calle.

La bocina de un auto, el silbido de un transeúnte, el silbato del tren, una cacerola, la voz de

un niño, de un adulto, de un bebé, algo metálico que se cae…Confluencia de

contingencias.” – Juan señalaba a través de la ventana del bar.

“Pero, nada de eso tendría mucho sentido.” – discutió Miguel, imaginando.

“El sentido de cualquier sonido lo da quien lo escucha, no quien lo produce. Y con

esta novela será igual: Su ensamble, su sentido, entre tanto texto desparramado y

desordenado, depende del lector. Las escenas puede que estén sucediendo todas al mismo

tiempo. O no, puede que hayan transcurrido veinte generaciones entre una y otra. Como

dice Roberto, el Mago sin Manos: La magia no está en el mago ni en los objetos que

manipula. Eso es apenas el juego o el truco. La magia la pone el público.”

“Pero, ¿cómo compartirlo? En el caso de la magia, al menos el público está siendo

testigo de un mismo asunto, de un mismo efecto…”

“Buen punto. Excelente punto. Nada es significativo si no se puede compartir. Y

hay dos soluciones para eso: La primera es la memoria. El recuerdo que pueda ser después

vertido en una partitura que incluya los mismos sucesos y la misma caminata. La segunda

es el ritmo. Generar entre algunos ciertos transeúntes la célula básica de la comunión, que

es el ritmo. Un ritmo que dé una unidad temporal a cada uno de los detalles sonoros en un

recorrido cierto.

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Ahí estaba, finalmente, frente a Salzíbar, el delgado y desgarbado órgano, que los

operarios del subte llamaban “órgano sutil”, ya que producía, aún sin tocar sus teclas, una

suerte de arrullo embalsamado, sólo por el roce del viento cada vez que una formación

surcaba el túnel aledaño.

El tipo al que llamaban “El Rusito” le contó:

“Ya le tenemos cariño. Por el ruido que hace. Da la sensación de que respira, ¿vio?

Hay compañeros que vienen acá a dormir, o a descansar, cuando tienen la cabeza llena de

quilombos. ¿Vio el diseño del mueble? ¡Estupendo!. Ya vino gente a buscarlo, pero no

ofrecen nada. Se lo quieren llevar por la madera, por los tubos… Ahí se nos

desengancharon algunos, otros ya vinieron así, desencajados o abiertos. Algunos se los

afanaron. Algunos están un poco comidos por el óxido… Pero qué quiere que le diga. Este

bicho hace de este taller una especie de remanso.”

Alguien que estaba acostado al costado del órgano, se puso de pie:

“Habla. El órgano habla. Muy bajito, a veces, entrecortado casi siempre. Pero habla.

Habla como si pensara.”

Salzíbar contestó, con suficiencia sin más pruebas:

“Debe ser un reflejo. Dicen que los espejos guardan imágenes. No sería raro que un

órgano, sobre todo un órgano abandonado como éste, intente transitar sonidos que alguna

vez pasaron por sus moléculas.”

El tipo que se había puesto de pie lo miraba con atención:

“¿Una especie de eco espontáneo?”[email protected]

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Se quedaron los tres mirando las molduras del teclado roto, desconfigurado. El

“Rusito” sopló superficialmente por encima de la tapa, que se había corrido para adentro y

se pudo escuchar un acorde, muy tenue, pero como si sonara en otro lado, más lejos, más

largo, más antiguamente.

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Occidente viene hace tiempo perfeccionando su “novela vertical”. Se entiende por

“Novela Vertical” aquella en la cual el protagonista tiene el mandato implícito de ascender

en la realización de su voluntad, para lo cual debe enfrentar varios obstáculos y finalmente

alcanzarlo. El avance en el tiempo es lineal y esa línea es una línea recta. Las vicisitudes

acumuladas se presentan como escalas, estaciones o eslabones en esa dirección.

Con la Novela de Papeles se pretende ensayar una suerte de “Novela Horizontal”.

Donde el protagonista esté repartido, y las acciones puedan transcurrir no una después de la

otra, sino incluso al mismo tiempo. Donde todo sea impulso, vario, confluyente, divergente,

desde diferentes puntos hacia un nodo.

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Jaime discurría en el patio de la imprenta, debajo de una vieja parra, en una silla de

esterilla, mate de por medio:

“Esta palabra que circula, del mismo modo en que circula el mate, es constructora

del verbo. No hay verdad que no sea plural. No hay verdad que no sea colectiva. Un

experimento no prueba nada. Una regularidad no prueba nada. Son datos. Pero los datos no

son la verdad. Ni siquiera sus ladrillos. Una verdad se construye con esas pequeñas

ficciones necesarias. Como que estamos vivos. Como que estaremos vivos a la ronda

siguiente en que nos toque de nuevo el mate.”

Los pibes, mucho más jóvenes que él, entre los que se encontraban Miguel y

Roberto, lo tenían por profeta del presente. De un presente mágico y que de a ratos se hacía

persistir, en los intersticios de las seguridades.

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“¿Y esto? – preguntaba Chela alzando un traje continuo bordado con plumas, y con

un arnés a su espalda.

“Un disfraz, Chela” – Mecha aclaraba lo que ya era evidente, al momento de

desplegarse las alas del traje, al salir completamente de la bolsa.

“Qué mal gusto” – giraba negativamente la cabeza Queta.

“¿Por qué Queta?”

“Son donaciones. Donaciones para la gente más pobre. Más humilde. ¿Y meter un

disfraz? Esa gente necesita vestirse, abrigarse, salir a la calle, a trabajar…” – estaba

visiblemente enojada.

“¿No pueden ponerse un disfraz?” – intervino tímidamente Chela.

“No veo por qué no” – la apoyó Mecha – sobre todo teniendo en cuenta que se trata

del disfraz de un ángel. No sólo lo necesario requiere la gente.”

“No sólo lo necesario, sino todo lo humanamente significativo” – agregó Chela.

“Ya van a ver – Queta insistía, con expresión de irónico desengaño – ellos mismos

se van a quejar. No es útil.”

Miguel, que había recibido la donación con cierta velada emoción, había dejado la

bolsa y se había ido, volvió a la sala y se metió en la discusión:

“Está muy lindo. Tampoco son útiles los cirios, ni los rosarios, ni las estampas.

Tampoco es útil la música o el alma.”

“No sólo la supervivencia, sino sobre todo, la dignidad, Queta, nos hace humanos.”

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La tentación de tirar de la punta del hilo

Siempre que haya un hilo suelto.

Y de tejer la palabra

Allí donde despunte el olvido.

(De la remera de una marioneta de Mirna)

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En el bar, las palabras están sobre la mesa. Se juegan como barajas, una tras otra,

buscando acercarse a algún atisbo de silencio. Algunas surgían altas, muy altas, desde

obtusos campanarios. Otras tenían que esforzarse para ser oídas, pronunciadas al interior de

un bosque frondoso. Algunas se dejaban caer, nomás, y otras se arrojaban como espinas a

distancia. Algunas se jugaban calladas, o dadas vuelta, mostrando el dorso nomás,

esperando el momento.

Muchas, quedaban ahí revueltas entre las servilletas, hasta escritas literalmente en

ellas, o aparecían como centinelas en el borde del pocillo, o se reagrupaban en el fondo de

la borra del café.

Giraldez, el mozo, a veces las recogía, aquí y allá, junto a las tazas y las migas, los

sobres rotos de azúcar y la propina bajo el platito.

En cuántas ocasiones, habiendo el mozo identificado su dueño o su destinatario, se

la acercaba silenciosamente cuando veía que se estaba retirando:

“Señor, se olvida esta palabra”.

“Señora, su palabra”

“Niño, niña, se está dejando esas palabras ahí”.

La persona se daba vuelta con una sonrisa confundida, volvía a la mesa, y se la

llevaba, para satisfacción y seguridad de todos.

El mozo debía confesar, que en muchas oportunidades se guardó algunas.

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Se habían llevado el sayo de San Güelber. Un sayo color aceituna de una tela

bastante rústica pero tejida con habilidad.

En la confusión con los sacos, las camperas y los bolsos que a veces depositaban en

la imagen y que luego eran retirados de ella, alguien se había hecho con el sayo.

No tardó en llegar el alegre feligrés vestido con el sayo aceitunado de San Güelber,

que obviamente no pasó desapercibido.

Increpado, Micaelo indicó haberlo hallado en la calle. Pero un rato más tarde, en la

Secretaría Parroquial, se declaró pariente de San Güelber por parte de madre, en línea

directa, lo que lo volvía formal heredero y le daba acceso legítimo a sus pertenencias. Un

padre Alberto le explicó la diferencia entre los bienes del santo y la evocación que de ellos

hacían las imágenes, que eran obra y propiedad de otro distinto que el santo mismo. Y que

el sayo ese había sido elaborado por un telar para la santería en donde se lo había

comprado. Entonces Micaelo cambió nuevamente su versión indicando que era una pieza

confeccionada por él mismo, aunque sólo pidió volver a ponérsela cada vez que lloviera,

comprometiendo su lavado a posteriori en cada oportunidad que ello ocurra.

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Una norma no escrita del gremio gastronómico, una norma que resguarda el carácter

caballeresco de los mozos del bar, y que por sí misma da cuenta de la dignidad de su tarea,

prescribe que en ningún caso debe contarse la propina que deja un cliente después de

marcharse. La propina debe recogerse como una cosa más, sin atenciones especiales ni

cálculos intuitivos (es considerado de mal gusto incluso el gesto de pesar las monedas sobre

la palma). Los mozos más experimentados, como Giraldez, ni siquiera miran la propina,

limitándose a recogerla en un rápido movimiento de mano y muñeca, llevándola al bolsillo

superior izquierdo de la chaqueta o del saco.

Karina estudiaba en el bar. Mordiendo el lápiz mientras leía. La taza del cortado

apartada, tres sobres de azúcar desparramados, y las fotocopias de la facultad en abanico

sobre la mesa.

Cuando tenía el tiempo, pero no la cabeza, lo que a sus años ya le ocurría a menudo,

arrancaba algunas tiras del cuaderno y con letra apretada y miniaturesca, preparaba sus

machetes de fechas, apellidos, lugares y sucesos, en hermética caligrafía, para ocultarlos

luego como una maga antigua, debajo del reloj, adentro del bolsillo, o empalmada entre los

dedos de la mano derecha. Trámites de juventud para una experiencia consumada.

Abstraída en las lecciones, mezclada su vida en los bolsillos,una vez ledejó de

propina, a Giraldez, el mozo, dos de las tiras macheteadas en lugar de dosbilletes. Eran

apuntes acerca de la Revolución Francesa, que incluía el sintagma “germen

revolucionario”.

Todo había quedado trastocado esa mañana:Karina no pudo contar con sus apuntes

para las preguntas: “¿Dónde se encontraba Napoleón en el momento de la toma de la

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Bastilla? ¿Y Robespierre? ¿Y Marat? ¿Y Danton?, y ¿De qué modo la letra de la Marsellesa

pudo ser conocida por todos en tan poco tiempo?”. Giraldez, el mozo cuando intentó buscar

el cambio para cobrar a un cliente, extrajo del bolsillo unos apuntes cuidadosamente

confeccionados, con detalles del 14 de julio de 1789.

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Fue entonces que Giraldez, el mozo, pergeñó su Plan de Acción: Tomar las

servilletas escritas y dibujadas, llevarlas a la librería e intercalarlas minuciosa y

clandestinamente entre las páginas de los bestseller, principalmente de las novelas de moda

y de las razonables perversiones de autoayuda.

Sin una clasificación previa, sin un destino lógico manifiesto, las cuartetas, los

descargos, las declaraciones, las broncas, los equívocos, irían a parar a diferentes

volúmenes con el único objetivo de devolverle humanidad a las palabras, de devolverle

cercanía y sentido.

Las palabras no están para explicarnos nada, sino para cuestionarnos. Están allí no

para reproducir la realidad (esa deleznable “verdad” que tanto adoran los periodistas) sino

para transformarla. De allí que las ciencias naturales y exactas desconfíen tanto de las

palabras, sustituyéndolas con signos y con fórmulas.

(Mojar este papel en el café con leche)

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Joanna había llegado con la ilusión de un trabajo que le permitiera vivir y compartir.

Eran veintiocho, entre varones y mujeres, pero preponderantemente mujeres. Viajaron en

ómnibus bastante bien (había que pagar después con el trabajo el valor del pasaje) pero al

llegar a Buenos Aires los metieron en un camión sin más y un señor de saco y corbata les

sacó los documentos.

Al día siguiente ya estaban hacinados en una pequeña habitación, con una radio

bochinchera a máximo volumen, y las máquinas de coser dispuestas en fila. Una chica, de

no más de catorce años, a la que le decían “Mechita”, les enseñó a manejarse con las

máquinas.

Dormían ahí mismo y ahí mismo tenían todo su contacto con el exterior. Iban y

venían dos mujeres que llevaban la cuenta de las prendas confeccionadas a término, de las

horas que llevaban de trabajo y de las que habían salido defectuosas), de vez en cuando a

explicarles cómo manejarse con el dinero, cómo debían hacer para mandar plata afuera y

todo eso.

Ilusiones nomás, porque la paga era poca y raleada. Una de ellas, que tendría

alrededor de unos cuarenta años (la otra parecía mayor) llevaba siempre un diario en la

mano. En el diario salían los clasificados que buscaban gente y los que ofrecían taller de

costura a todas las marcas. Los pibes le pedían la sección deportiva y ella, en un gesto de

condescendencia, se la dejaba.

Ningún dinero. Una paga magra y a destiempo. Un desayuno consumido al lado de

las máquinas, que después lo descontaban del pago. Un hedor acumulado con la ropa sucia,

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que ponían a lavar, a secar y a ventilarse en el baño. Y ni siquiera una ventana para escapar

con la vista.

La ilusión, ya que no la esperanza, era el hilo de continuidad de los esfuerzos. La

ilusión, impartida como forma de la crueldad. La ilusión pervertida en cinismo. Atada a los

cinco minutos diarios para comer, para orinar y defecar, para calmar la espalda encorvada

sobre la tela demandante; para fingir, por principio de supervivencia, que en alguna medida

valdrá la pena.

Alguien había traído y tirado unos cuantos diarios del 3 de octubre. Parecía que

nunca cambiara de día.

Cuando salían, era para volver a unas penosas habitaciones, allí nomás, a la vuelta, o

en uno de los pisos por escalera del mismo edificio donde funcionaba el taller. Y era tarde.

Tarde en una calle transitada pero anónima, en la que el único ánimo que les permitía

continuar con la rutina, era el absurdo sostenimiento de una mentira.

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Hubo un año en el que escasearon notablemente las donaciones. Llegaban dos o tres

medias o cinco pañuelos de vez en cuando. Como los regalos impersonales de los tíos que

sólo vemos en los cumpleaños. Coincidió con la época en que, suponemos por las mismas

razones, acudía más gente necesitada en busca de alguna prenda limpia, seca y digna que

ponerse.

Las tres señoras de la parroquia encargadas de recibir y clasificar las donaciones,

Mecha, Chela y Queta, encargaron a Miguel, el cadete secretamente enamorado de Mecha,

que saliera a buscar ropa “por ahí”.

¿Pero dónde ir a buscar prendas de vestir en buen estado, de las que las personas se

quieran desprender sin abonar un peso?

Una de las vecinas de Miguel, Sandra, estaba viuda hacía mucho tiempo. No tenía

hijos. Probablemente guardara todavía la ropa del marido, y por eso fue a verla. Ella, muy

amablemente le mostró un placard lleno de pantalones, ropa interior, remeras, sacos y

camisas, pero “lamentándolo en el alma”, por la “memoria del Nino”, como le decía, sólo le

podía dar una camiseta, un salto de cama y un par de pantuflas.

Tuvo más suerte con Débora, que se acababa de divorciar. Ella le hizo entrar a la

habitación que ocupara en común con su ex marido y abriéndole la puerta del placard le

dijo a Miguel: “Lléveselo todo. No lo quiero ver más acá.” A consecuencia de ello,

volvieron a contar con una importante reserva de indumentaria masculina “XL”.

En dos hoteles, de apenas unas cuadras, por el mismo barrio, consiguió también

unas cuantas bolsas de ropa que los hospedados dejaban olvidada, con algún o sin ningún

motivo, en las habitaciones.

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Haciendo la inspección final del último tren, con ayuda del guarda, también pudo

hacerse de nuevas prendas, por lo general, pilotos de lluvia, guantes rotos, y hasta algún

sombrero. Carteras, bolsos y valijas quedaban sin revisar, para ser llevados a la estación

central.

En los vestuarios de uno de los clubes del barrio y de dos gimnasios, así como en

los tres los albergues transitorios, finalmente, pudo conseguir ropa interior, abandonada

hacía tiempo.

Todo ese acopio sólo sirvió para atender las necesidades de una sola noche.

“Qué bicho tan raro, con necesidad de vestir. Qué bicho tan carente y necesitado,

que ni el propio calor que necesita genera” – pensaba Miguel.

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En la sala grande de la Biblioteca, entre libro y libro de estudios, Karina se bajaba

alguno de poesía.

Había uno especialmente, al que recurría en las tardes pesadas y calurosas. Se

llamaba “Las ruinas del aire” y era de Rodolfo Paso.

Grande fue su consternación cuando abriendo la página 109 de cualquier otro libro,

se encontró con el mismo hayku allí impreso, escrito desde la punta de un lápiz blando,

sobre la frágil y rugosa superficie de una servilleta.

El hayku:

Se descalza el aire

En la palabra

El oído es la huella.

Karina se lleva las manos atrás de sus orejas, acomoda su cabello, y mira hacia un

lado y hacia otro, antes de acariciar la hoja.

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Jaime los miraba desde la distancia de sus años. Sonreía blandamente mientras se

aseguraba de sus nombres:

“¿Walter, verdad? Y usted… Micaelo.”

Asintieron los dos, con sólo el gesto de bajar la cabeza.

“Los errores, amigos. Los errores son la marca. Desconfíen de toda perfección. La

perfección daña, oculta, impone. No busquen construir sobre las certezas sino hacerlo desde

las contradicciones. Cuando la respuesta es exacta, todos pueden dar la misma. Cuando la

respuesta es errónea, cada quien llegó por un camino diferente. A lo largo de la vida, si han

logrado, si les ha sido permitido errar algunas cuantas veces, alcanzarán cierto halo de

sabiduría.”

“¿Nos enseñará a equivocarnos, Don Jaime?” – preguntó Micaelo, ante el asombro

de Walter.

“Nadie puede hacer eso por ustedes. Nadie se equivoca a propósito. Y ahí está el

secreto. No se sabe cuándo tendremos que abrirlo para saber de él.”

Walter devolvió el mate que Jaime seguiría cebando hasta diluirse la tarde.

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El primero de los papeles arrugados lo vio Mecha, arreglando un tapado.

Había tenido que descoser el forro de la zona de la espalda. Y ahí le llamó la

atención una suerte de bolsillo interno que hacía un ruido como de tela seca. Cosido muy

torpemente, a las apuradas, con dos suturas de un hilo demasiado grueso.Ella arrancó la

costura y salió a la luz unpapel de diario (sección deportiva) metido allí rápida y

subrepticiamente.

Desenvuelto, el papelito hacía constar en una denuncia muda y elocuente: “Prenda

fabricada en taller clandestino”.

Instintivamente, Mecha alejó el tapado hacia el piso, aterrada.

Luego vendrían otros, en el forro de una pollera de invierno, en el interior de un

saco de hombre, en la parte de adentro de una capucha, en un delantal de colegio. Ya se

daban cuenta antes de abrir los bolsillitos, que allí dentro estaba el fatídico papel. Escrito

con un lápiz grueso o sin punta, o mediante el raspado de la propia aguja, o con un aceite

recalentado. La fatídica sentencia. Prendas confeccionadas en condiciones de trata de

personas.

Todas esas prendas las fueron apilando a un costado, porque no sabían qué hacer.

Les daba temor tocarlas, mirarlas, saber siquiera que estaban ahí, porque de alguna manera

las hacía sentir partícipes de lo que se viviera en esos talleres.

Miguel dijo “Hay que prenderlas fuego” – en un delirio purificador.

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“¿Una carta?” – Ramón Salzíbar estaba asombrado.

“Efectivamente. Una carta. Y recién abierta, porque estaban encima de la mesa los

pedazos de papel que le faltaban al sobre.” – Giraldez sostenía las tres hojas en la mano

derecha y las examinaba del derecho y del revés.

“¿Pero cómo se van a olvidar la carta arriba de la mesa?” – con una mueca, Salzibar

acababa de cerrar su silogismo de imposibilidad.

“Quizás no la olvidaron. Sino que la dejaron ahí.” – Giraldez quería creer. Aunque

aún no se animaba a leerla, y las dos o tres palabras que aparecían llanas y fáciles para la

vista, le daban un pudor culposo.

“¿Pero quién escribe cartas en estos días?”

“La abrieron hoy, pero no es de estos días. Fijate la fecha” – señaló Giraldez con el

dedo.

“¿12 de abril de 1947?” – Leyendo Salzíbar.

“12 de abril de 1947” – de memoria, Giraldez.

“¿Y quién la envía?” – Salzíbar da vuelta el sobre.

“Esteban Auletta. No sé quién es.” – otra vez, de memoria, Giraldez.

“¿Y lo envía desde aquí mismo?Da la dirección del bar como remitente.”

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Mecha acompañó a Mirna a la salita donde clasificaban la ropa de las donaciones.

No era la mejor habitación, pero parecía a esa hora y con esa lluvia, la más cálida y seca. O

quizás la terminó llevando ahí porque era su recorrido habitual de todos los días, y porque

además podía prestarle algo para que se pusiera mientras se ponía a secar su ropa, que

estaba verdaderamente empapada.

Ahí pudo ver una cantidad de prendas arrinconadas, castigadas al rincón más oscuro

del cuarto, relegadas a la vergüenza.

“¿Y esa ropa?” – preguntó.

Sin mirarla, bajando la cabeza como en una confesión, Mecha le dijo: - “Todo eso

es de un taller clandestino. Trabajo esclavo”.

“Qué raro, ¿no? Es raro eso del trabajo esclavo. Debería ser contradictorio: O es

trabajo o es esclavitud. Pero es notable cómo aceptamos la fórmula, sin que choque con

nuestra semántica.”

A Mecha ya le parecía que esa piba hablaba mucho, por lo que siguió acomodando

el sillón para que pudiera recostarse, sin mirarla ni contestarle.

“¿Y cómo saben?” – preguntó, naturalmente, Mirna.

Mecha se dio vuelta: – ¿“Que cómo sabemos qué?”

Mirna, rápida, insistió: – “¿Cómo saben que es trabajo esclavo?”

Mecha abrió un cajoncito y se lo mostró: – “Tenía cosido esto adentro.”

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Un papelito arrugado, de diario, escrito a presión, con una letra apurada, decía

“Prenda confeccionada en taller clandestino”.

Mirna tomó el papelito, lo leyó y lo devolvió a Mecha. Los tres pasos en silencio.

Mecha lo guardó de nuevo en el cajón junto a los otros. Después eligió una remera y un

pantalón de un viejo armario pintado de verde, se los puso en las manos a Mirna y le señaló

la puerta del baño: – “Ahí te podés cambiar tranquila.”

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Escalas, arpegios, progresiones. Y de vez en cuando una línea. Una voz. Un trazo,

en su inserción polirrítmica con los sonidos exteriores. Entonces, los dedos sobre el pasaje

que le recordaba sus manos, (el pasaje que había profanado RutiliaCarolli para el aria de

“Rosamunde”), y después el acorde. Fermín sabía que cuando tocara ese acorde, afuera

estaría lloviendo. Y en las gotas como cristales se multiplicarían los ojos de ella.

Dentro de la iglesia todo permanecía seco y sereno. Demasiado pagana es la lluvia,

para que pueda penetrar en el templo.

Mirna no lo sabía. Por eso estaría por entrar por esa puerta, a preguntar por el baño.

(Dejar humedecer este papel antes de releerlo)

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Coser palabras, como mundos anudados.

Con hilos de tinta, de grafito o de saliva.

Hilvanar las sílabas, suturando ruidos.

Llegar a la raíz y darla vuelta, para afirmarla.

Cruzarse con otras raíces y volver a cruzarse.

El sentido del sentido es puro gesto.

Preguntar por el origen de una voz, de una inflexión, de una palabra, es preguntar

por el origen de un movimiento.

En cualquier etimología siempre se llega finalmente a la piel.

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Alguna tardes, o algunas noches (dependiendo de la voluntad, los horarios y las

fuerzas de cada uno), después de verse, Estrella le dejaba Roberto la página 37 del

suplemento económico de los diarios que se enviaba a los bares de la zona, y de los que

vendía a los habituales del café.

A la semana siguiente, cuando ello ocurría, Estrella cambiaba la página 37 del

suplemento económico por la que le había dejado. Mientras tanto, él ya se había aprendido

de memoria toda la página.

Por suerte (o por lógica) en el bar nadie leía el suplemento económico, así que

apenas llegaba alguien con el diario del día, a primera hora, que enviaba siempre a alguien

a comprar a la parada de Estrella, le hacía una sesión de mentalismo leyendo a través de él

la página 37 del suplemento económico.

Nadie nunca reparaba que la fecha indicada en la parte superior derecha de la

página, no correspondía al día que se estaba viviendo.

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Había amanecido con un enorme cielo, más abierto que de costumbre.

Mirna se había quedado a dormir ahí, ya que la lluvia no paró hasta muy avanzada

la madrugada.

Después de los saludos y las explicaciones, del té con vainillas (Mecha y Queta) o

del mate con biscochos (Chela y Mirna), durante un breve instante las cuatro coincidieron

su mirada sobre la ropa acumulada en el rincón oscuro. La ropa a la que habían encontrado

cosidos en la parte de atrás unos papelitos escritos a mano denunciando que había sido

confeccionada en un taller clandestino.

Esas notas, las manos que denotaban esa letra nerviosa y apretada, las instaba a

hacer algo.

“Una muestra – se entusiasmó Mirna, atravesada al mismo tiempo por una

sensación de culpa – una muestra que exhiba los papeles y las prendas. O las fotos de los

papeles y las prendas originales. O los papeles originales con las fotos de las prendas”.

“No estaría mal” – se contagió Queta – “si el cura nos deja”.

“Nos va a dejar” – terció Chela, ante la mirada interrogativa de las otras: - Porque

vamos a hacer una muestra con todos los mensajes que encontramos en la ropa de las

donaciones. Con música en el pasillo. Y al final de la muestra guardamos un lugar

importante para todas estas. Todas estas con el mismo mensaje: ‘Prenda confeccionada en

taller clandestino’. Sin música. Con la excusa de promover las donaciones, alertamos de la

existencia de esto.”

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Mecha sonrió y en ese mismo momento entró Miguel con tres nuevas bolsas.Pero

fue Mirna la primera en saludarlo con un beso alegre.

Queta reflexionó repasando las columnas de la nave principal en su memoria: “Y si

no nos deja, entonces podemos probar en otro lado. En una sala de exhibiciones, en un

shopping (ahí va a estar difícil, también)… en un cine”.

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“El ritmo” – explicaba Fermín – “el ritmo es el germen de lo social. La semilla de la

comunicación. El encuentro, propiamente dicho, el encuentro ‘en sí’. Luego se construía la

melodía, apoyada en ese ritmo y con una largueza tal que hacía estirar el tiempo y lo

obligaba a acontecer, a sufrir las peripecias. Más tarde, más tarde ocurriría el milagro de la

armonía, donde distintas líneas melódicas acudían en correspondencia, consonante o

disonante, abriendo el arte de escuchar hacia todos los extremos. Más tarde aún, entonces,

la polirritmia, que permitía dar comienzo a nuevas e impensadas civilizaciones.

“Una palabra no es la cosa que nombra, sino el nombre de la cosa. Pero un acorde,

una nota, un ritmo, una melodía, es la cosa en sí”

Ese era el credo de Fermín, su credo y su revolución, que iba diseminando en sus

charlas de mate a mate, en sus tardes de café, en sus clases de música, en la ejecución de su

instrumento. Su instrumento, el órgano de iglesia. Que no era suyo porque era de la

feligresía. Que era suyo porque sonaba por obra y trabajo de sus manos. Que era suyo

mientras sonaba.

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Se había cortado la luz en la casa de Mecha. Todo el edificio, cuya instalación

eléctrica estaba llena de agujeros y ramificaciones clandestinas.

Lo primero que pensó fue ir a la iglesia a buscar velas. Esas velas que le destinan a

los santos, que les dan a esas figuras un claroscuro lúgubre y tembloroso.

Entró por la Secretaría (hacía un tiempo ya que ella tenía las llaves, para llevar y

traer la ropa compuesta y seleccionada) y se metió por una de las naves laterales hasta el

pequeño altarcito de San Horcón, que durante esa semana había estado de gala porque se

cumplían una enorme cantidad de años terminada en cero de su canonización, y se decía

que era bueno para encontrar cosas que no se sabían perdidas, y para añorar momentos que

aún no habían transcurrido.

Estaba juntando unas siete o nueve velas (apagándolas previamente, claro está)

colocándolas en una caja de cartón, cuando la asustó una sombra prolongarse por las luces

de esas pequeñas flamas. Miró para el lugar desde donde era proyectada y pudo divisar el

pesado movimiento de lo que parecía ser un hombre, un hombre grande y deforme, y el

sonido de las páginas del ofertorio doblándose hacia un lado y el otro.

Quienquiera que fuera, estaba escribiendo. Pero cuando ella apenas empezó a

caminar hacia él, se fue por detrás de un confesionario y lo perdió de vista.

A la luz de una de las velas del ofertorio de Santa Lara, leyó (en una letra prolija,

austera, apretada y concisa):

“Podemos hablar por acá. No puedo hablar.

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Si hablo, mi madre (cualquiera de ellas) se enojan.

Escríbame aquí y mañana a la mañana, cuando pueda le contesto.

Mariano.”

(Este papel ha de leerse con poca luz)

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“Una carta, mirá” – Chela le entregaba los tres papeles exquisitamente plegados, a

Queta.

“Una carta – se ilusionó Queta – ¡Cuánto tiempo hace que no veo una, así, de frente!

Parece una obviedad, chicas, pero ¡es una carta escrita a mano!”

Mecha quería saber más: “Leámosla. A ver de qué se trata. Por algo estaba en el

bolsillo interior izquierdo del saco. Del costado del corazón.”

Queta se hizo rogar: “No sé si corresponde que la leamos. Es entrar en una

intimidad para la que no tenemos permiso.” –Y diciendo esto dejó la carta sobre la mesa,

tentando a las otras dos.

Mecha estiró el brazo, pero en el instante de duda, Chela la tomó y se fue a sentar

con ella entre las manos, al banco que habían apartado de la nave principal de la iglesia

después que descubrieran que alguien había raspado alguna blasfemia.

Mecha y Queta se sentaron a sus costados con la suficiente seguridad como para

exigirle que leyera en voz alta.

“Está fechada hace más de cincuenta años. Es de 1947”. – comenzó.

“El saco es nuevo. No debe tener más de cinco años…” – interrumpió Queta, que

aún le parecía decente fingir no querer escucharla.

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“Es así” – explicaba Giraldez, el mozo de más antigüedad en el bar – “Antes de que

existiera este bar, en este mismo lote se levantaba un hotel. Un hotel de paso,

principalmente usado por los viajantes de comercio, gente que no se quedaba más de tres o

cuatro noches.”

Los demás mozos le seguían la conversación con el cansancio del día y escapando

de cuando en cuando las miradas hacia esos cuatro papeles que se habían acomodado en el

mostrador, entre los platos secos, para que no se mojen.

“Había escuchado – seguía Giraldez, expositivo – “había escuchado que circulaba

correspondencia entre ellos. De allí que no sea ilógico que el remitente y el destinatario

coincidan. Lo que no coincidía era el tiempo. Era la misma habitación, pero ocupada por

otro.”

“Ah, pero entonces… – se lamentó Larange, el mozo más nuevo – ¿qué son?

¿Recomendaciones sobre clientes, estrategias de venta, lugares para comer y eso?”

Giraldez sonrió: “Nada de eso, amigo. Se trataba de una conspiración urdida entre

manos anónimas.”

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“Este traje me resulta familiar. Yo a este traje lo ví puesto.” – Queta sabía que ese

traje de mujer azul pálido, con cuatro bolsillos y siete botones forrados lo conocía. Sin

embargo, no se le ocurría a cuál de las vecinas o de los vecinos atribuírselo. ¿Una fiesta? –

era demasiado melancólico para una fiesta. ¿Una comunión, un casamiento, un bautismo? –

tenía algo de gótico en las mangas… y le faltaba el sombrero. Un sombrero más o menos

ancho, del mismo color. Con el sombrero y una camisa violeta y unos zapatos de madera

pintada, se completaba el cuadro. Ella estaba segura de habérselo visto a alguien. Pero no

recordaba a quién. Tenía un pañuelo en la parte de adentro. Un pañuelo rojo. De un rojo

también apagado, pero que pudo haber sido brillante en algún momento.

Lo que Queta más recordaba era el movimiento de la falda. La caída del saco era

dulcemente irregular, como apropiada para alguien que tuviera una cojera pronunciada, o

requiriera disimular una joroba… El movimiento de la falda acompañado de un vaivén

musical. Un cinturón. Un cinturón ancho y de cuero. ¡Y peluca, claro! La visión se

completaba con una peluca. Blanca. Larga. Antigua. Armada. Una peluca de grandes

voces.

Finalmente, un día llegó Queta con el folleto de una ópera que había ido a ver al

teatro, y ahí estaba: El traje de Rosamunde, de la ópera del mismo nombre, de la

compositoraRutiliaCarolli, del siglo XVI.

Quién puede saber cuántas representaciones tuvo. En el Teatro Colón había

alcanzado las 24. Pero eran épocas en las que se salía de gira por los cálidos teatros del

interior, con el elenco completo.

¿Cómo había llegado ese traje a la bolsa de las donaciones?

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Mecha trajo el dato de que la ópera “Rosamunde” de RutiliaCarolli, estuvo

prohibida durante mucho tiempo,que fueron destruidos los registros, y que se había

ordenado la eliminación de las partituras. Luego, las imposiciones del mercado musical la

ignoraron, lo que devino en que no hubiera instituciones, academias o empresarios que

dedicaran tiempo y esfuerzo para recomponerla.

Quizás algún melómano entusiasta, alguna cantante identificada con el personaje, o

con especiales vínculos vocales o sentimentales con él, la siguieron representando, acaso de

memoria. O se quedaron con lo poco que podían conservar como recuerdo de esa ópera.

Quizás ese melómano o esa cantante habrían muerto, y no siendo un traje cómodo

para ningún tipo de celebración, más allá de una fiesta de disfraces, fue separado de la

herencia y entregado a la donación.

O quizás aquellas mujeres que lo habían confeccionado, las que habían aplicado su

puntilloso arte en el diseño, en la elección y el cuidado de las telas, y en cada puntada,

corte, hilván, armado y planchado de ese traje, lo retuvieron en algún taller, buhardilla o

teatro. Y que luego, al cierre de ese taller, buhardilla o teatro, los nuevos dueños del

espacio, al encontrarlo entre los trastos, utilerías y miriñaques, lo entregaron a la donación.

Los vestidos de los personajes no le pertenecen a nadie. Ninguna de las cantantes

que lo usó podía llevárselo como propio.

Esos trajes van de taller a taller, de teatro a teatro, de cuerpo en cuerpo, como almas

en pena.

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El vestido tenía una doble costura que permitía adaptarlo al cuerpo de la cantante.

Más o menos caderona, más o menos pechugona. Más o menos petisona o alta. Metidos con

mucha sapiencia entre esas costuras, unas hojas amarillentas tenían la partitura del aria del

Tercer Acto, para soprano y orquesta, copiada a mano.

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Mariano leía todo lo que le caía en las manos, pero especialmente las historietas.

Siempre que encontraban algo para leer, lo tomaba para sí y se lo llevaba. Alguna de sus

madres lo retó por ello: “No te vas a vestir con lectura”. Y entonces se le ocurrió armarse,

contarse y escribirse un héroe con traje de papel.

Capa de papel, escudo de papel, chaleco de papel. Que no pudiera mojarse, aunque

sí estrujarse, desdoblarse y desplegarse.

Un traje en el que pudieran dibujarse y escribirse todas sus hazañas. Un traje que

pudiera darse a colorear.

Una vez había hecho una piedra con papel maché. Con el color, la consistencia y las

dimensiones de una piedra. Pero liviana. Dura, rústica, compacta, pero maleable.

El papel, las cosas de papel, humanizan la ciudad: Paredes de papel, como en Japón.

Salones de papel, ladrillos de papel, columnas de papel, sillones de papel. Esperanzas,

horizontes de papel.

Trazó sobre unas hojas pegadas unas a otras, sobre las que cabía de cuerpo entero,

un pantalón de papel y una camisa de papel. En varias capas, algunas tejidas en tiras, como

si fuera una trama de tela, y otras cruzadas y trabadas, una sobre otra, como si fueran

escamas.

Escribía su deseo en el mismo material con el que lo estaba deseando.

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Salzíbar había sido metalúrgico. Toda la vida estuvo rondando las fundiciones. El

calor sonoro del metal caliente había fraguado sus días. Por eso, cuando Fermín le propuso

su idea de fabricar un órgano de calle, se puso inmediatamente a la tarea, poniéndose a

diseñar y calcular los tubos de acero y de maderanecesarios, así como la caja de resonancia

y los teclados correspondientes.

Un órgano de calle, ya que Fermín odiaba las comparsas ruidosas así como los

bombos repetitivos de las marchas. Y sobre todo, odiaba seguir tocando en las iglesias. Un

órgano de calle, para hacer efectivo el aforismo “vox populi, vox dei”, para hacer vibrar

todas las casas del barrio, para asustar a cualquier gobierno miserable.

El diseño original se lo presentó en la mesa de un bar, armado con papeles. Luego

comenzó la juntada de tubos, de maderas, de caños de camión, de alta cilindrada, de

chimeneas de locomotora, de silbatos y bocinas industriales, de émbolos y pistones de

metal.

El aire haciendo desnudar al aire. El grito armónico. El viento organizado.

El primero en saberlo y divulgarlo fue Giraldez, el mozo anarquista del bar, que se

ofreció a juntar botellas especialmente sonoras, para agregarle un registro de vidrio. Frágil

y agudo. Fuerte y tierno.

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“Esta camisa estampada, la azul. Esta. No puede haber muchas como esta. Es la

tercera vez que la veo en el mes.”

“¿Estás segura” – inquirió, molesta y distraída, Chela.

“Tenés razón. Es igual.” – alargó la mano Mecha y lo comprobó.

De toda la ropa que recibían de las donaciones, era improbable que la misma camisa

volviera una y otra vez.

“Hacele una marca” – aventuró Mecha – “Hacele una marca, del lado de adentro.

Cuando vuelva sabremos si es la misma o hay una sobresaturación de camisas azules

estampadas por la ciudad”.

Le hicieron la marca, y tiempo después (cinco o seis días después, nada más),

comprobaron que se trataba de la misma camisa. Y que estaba de vuelta.

¿Una maldición? ¿Una deuda? ¿Una promesa? ¿Una vía de comunicación? ¿Por qué

volvía esa camisa una y otra vez a ser donada?

A fin de resolver el misterio, le encargaron a Miguel ocuparse de hacer la

trazabilidad de la camisa azul estampada, con la marca blanca.

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La semilla se mueve, no brota donde cae.

Su despertar es disperso, ignoto, pululante.

Las raíces son nudos de flores en el aire.

(Acomodar este papel en una maceta, o en su defecto, en el jardín)

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“La conspiración de los viajantes de comercio tuvo vocación internacional.” –

continuabaGiraldez, el mozo más antiguo del bar – “Al menos entre los viajantes de habla

castellana y de organización gremial anarquista.”

“¿Y qué hay en esa carta, Giraldez?” – Bermudez, otro de los mozos con bastante

experiencia, lo inquirió, levantándose del asiento para tomarla.

“Esperá. No la agarres todavía. No vas a entender. Dejame que te explique.” – lo

atajó Giraldez en el aire – “Estos tipos tenían una imprenta, o un arreglo con el gremio de

los linotipistas, que les permitía sacar tiradas más o menos importantes para la época

(estamos hablando de cuatrocientos o quinientos ejemplares) de manuales.”

“¿Manuales de qué, Giraldez? ¿Para poner bombas?” – Patricio, uno de los mozos

“free lance” que se había incorporado hacía dos semanas insinuó una risa que tuvo que

abortar en cuanto advirtió que en su recogida de miradas cómplices, sólo obtuvo

expresiones de desaprobación.

“Al principio fueron los manuales de los productos que vendían… – explicó,

paciente, Giraldez, generando expectativa – “…ya que ninguno lo traía de origen. Eran

manuales muy amplios. Incluía la descripción del aparato, el ensamblaje y las herramientas

para repararlo. Aprovechaban entonces los viajantes y entre el interruptor y la perilla, entre

la mirilla y el capacitor, ponían alguna que otra frase reivindicativa, de Proudhon, de

Kropotkine, de Tolstoi inclusive. Estamos hablando de principios del siglo XX”

Ya tenía ganada la audiencia, así que se pidió un mate, sorbió un poco y continuó:

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“Las compañías manufactureras se enteraron, y comenzaron a embalar junto a los

productos sus propios manuales. Mucho más escuetos y escondedores, se limitaban a poner

las funciones de cada uno de los comandos, sin agregar mucho más que lo que el propio

comando decía: “Prender / Apagar” se usa para prender y apagar; “regulador de

temperatura” se usa para regular la temperatura.”

“Eso no ha cambiado” – murmuró alguno por ahí, sin identificación.

“Así es. Pero entonces, los viajantes subieron la apuesta. Copiaron el estilo, la

tipografía y los logos de las marcas, tanto como los dibujos que venían en los manuales, e

imprimieron sus propios manuales, pero en esta ocasión, volviéndolos confusos y en

muchos casos, inutilizables. Estamos hablando de cercanos a la mitad del siglo XX.

Algunos de esos modelos de escritura se siguen replicando en los manuales oficiales. La

intención de los conspiradores era generar malestar (un poco a la teoría minimalista del

padre de Macedonio Fernandez) y al mismo tiempo, enseñar a desconfiar de las normas.”

“¿Y la carta?” – Bermudez se impacientó y fue por ella.

Giraldez le quitó a Bermudez las hojas, ycontinuó, sonriente: “La carta, fechada en

1947, es de las pioneras de la tercera etapa de esta conspiración.”

(Dejar estas hojas al alcance de cualquiera)

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En el ofertorio de Santa Lara, el cuaderno de oraciones y agradecimientos tenía esta

conversación:

“Creí ver que Chela le llevó algunas prendas para la Feria Americana de Queta.”

(Mariano)

“Serían suyas. Nada sale de acá, excepto para las donaciones” (Mecha)

“Y los recortes. Ví que muchas veces les hacen recortes.” (Mariano)

“Sí. Quitamos lo que esté muy arruinado, o los adaptamos para otros talles.”

(Mecha)

“Eso quiero. Los recortes. ¿Podrá ser? Tengo que vestir a unos muñecos con

hambre.” (Mariano)

“Mañana. A las ocho de la mañana, ¿podés?Acercate al limosnero de San Porthos.

Ahí te los voy a dejar” (Mecha)

“Es usted muy buena. Muchas gracias” (Mariano)

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La camisa azul estampada fue para la calle Pasos. La agradeció mucho un pibe de

unos treinta años, de apellido (no de nombre) Rubén, que según pudo ver Miguel, la tomó

en sus brazos, la dobló y la dejó planchada sobre la mesa de la única habitación en la que

vivía.

Al día siguiente, muy temprano, el hombre apellidado Rubén salió de su casa con

esa camisa puesta. Miguel, como había acordado con las mujeres de la parroquia, intentó

seguirlo, pero apenas aquel cruzó la calle, lo perdió de vista.

Otra vez en su casa, el tal Rubén se sacó la camisa, con parsimonioso desdén, y la

lavó, dejándola tendida para que secara. Al día siguiente la planchó y la metió en una bolsa.

Esa misma tarde Miguel volvía a recibirla dentro de otras tantas donaciones.

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Salzíbar comenzó a frecuentar los galpones de los chatarreros, buscando tubos de

toda índole, para armar el “órgano de calle” que estaba diseñando junto a Fermín.

Preguntaba en todos los ámbitos por el destino de los órganos que hubieran sido

desmantelados de algún templo, o incluso de alguna casa particular o institución de música

o lo que fuera. Así, llegó a sus oídos que existía en alguno de los talleres del subte un

material que habría pertenecido a la Iglesia de los Destinos, (credo fundado por una

asociación anarquista de viajantes de comercio a principios del siglo XX, y prohibido por

ese mismo motivo antes de alcanzar la década del 1930), que había poseído un órgano

notable y angosto, sutil y estilizado, cuyas partes probablemente todavía estaban allí, ya que

quienes lo tenían a resguardo no estaban dispuestas a venderlas por kilo, y que,

conversando con las personas adecuadas, podía llegar a obtener algo.

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Llueve. Chela, desde la ventana de la Secretaría, mira la lluvia como a un telar. Las

líneas verticales de la lluvia como urdimbre. Los colores y las luces de la calle como

tramas.

Se va trenzando un tejido aleatorio que depende de lo que suceda allí afuera, pero

también de a dónde mires.

El telar de la lluvia admite tramas en movimiento, que entran y salen por delante y

por detrás de los hilos tensados.

Hasta que coinciden con otra mirada, detrás de la ventana del bar de Giraldez. Otra

mirada mirando la lluvia como un telar.

(Deje este papel siempre en el medio de otros dos)

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“¿Cuándo se detiene la cuerda de la culpa, el salmo del error, el son del

arrepentimiento? Enredada sobre sí misma, no hace más que girar y girar en falso.

“Espiral invertida que se apuñala. Inmisericorde.

“Sentir que no eres merecedor ni de la mirada. Ni del saludo de un perro.

“¿Cuánto tarda uno mismo en perdonarse lo que no ha hecho, lo que no hará

todavía, lo que ya no volverá?

“Queda el cuerpo sostenido de una espina, que a la vez es una de sus vértebras

“Sin trabajo, sin desvelo. No habrá ya más estaciones. Sólo el viaje.”

(Hilo de pensamiento de Ricardo en el subte metropolitano, por la madrugada de un

miércoles.)

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Llueve. En el bar de Giraldez entra Francisco con unos frasquitos de cristal

ordenada y precisamente clasificados en una caja con innúmeras casillas.

Los frasquitos están taponados con corchos y sobre cada uno un sello de papel

especifica una fecha y una hora. Hay de 2019, de 2015, de 1993, de 1974… En la superficie

del vidrio, con el pincelito de un esmalte de uñas, está indicado el lugar. Todos contienen

muestras del agua de lluvia, recogido en ese día, en ese sitio.

Francisco los ofrece como ventanas de tiempo. No ya como máquinas del tiempo,

sino como ventanas de tiempo. Para ver o sentir aquello que vimos o sentimos en el

momento de transcurrir la lluvia correspondiente. La lluvia es la detención de la mirada. La

detención o el extravío de la mirada, que son más o menos la misma cosa. Mesa por mesa

va atravesando Francisco mostrando y explicando, pero rara vez alguien le compra. Muchos

seguramente desconfían de que sea efectivamente lluvia resguardada de ese día y lugar,

otros, porque ni siquiera dan cuenta de la lógica interna de esas ventanas. Agua recuperada

de antiguas lluvias. Como contemplación de la propia contemplación. Melancolía de la

melancolía. Ansia del ansia.

El agua de lluvia que cae sobre la ropa de algún modo la bendice, la beatifica.

Luego, ya no es más que una ropa mojada.

Fermín llama a Francisco y le pregunta por la lluvia de una tarde en particular, de un

3 de octubre.

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Relojes Munchäusen.

Marcan el tiempo cuando usted no los mira.

Colóquese un reloj Munchäusen en su muñeca. Admire su elegancia, sus contornos, sus

números arábigos en ronda de doce campanadas.

Los relojes Munchäusen son los únicos que se detienen con su mirada, para mostrar una

hora precisa. El resto del tiempo van marcando el paso de los segundos, los microsegundos,

los nanosegundos, los escrúpulos, en un fluir inevitable y discreto.

No estamos en el mundo para medir, controlar, perseguir.

Las agujas pueden variar de dirección.

El segundero puede quedarse quieto durante varios minutos.

Nadie puede saber

cuánto rato

estuvimoso estaremos juntos.

Que el tiempo no pase sin nosotros.

Los relojes Munchäusen no repiten nunca el mismo segundo.

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“Flores en el subte. Algo así como lluvia con Sol: “Se casa una vieja”. El contraste

es tierno pero también ridículo, o perturbador.

“El depósito estaba en arreglos, como casi siempre. Y otra vez tuve que traer las

flores desde casa. Flores en la heladera. Como en el cementerio, había dicho mi vecino,

alrededor de los fiambres.

“Flores en el subte. Pero muchas, razón por la cual se conoce que no son para mí.

Que no son desde mí. Que son para la venta.

“¿Debería llevarlas con un gesto alegre, iluminado, o más bien como si fuera como

cualquier otra mercadería, sándwiches, pañuelos, medias, con el rostro serio del

intermediario confiable?

“En un par de estaciones se va a hacer difícil protegerlas. La gente se apretuja y no

le importa que se dañen. Siempre exageran las flores. Se abren en abanico. Requieren de

espacio. Buscan el aire.

“Es una presencia imposible: Flores bajo tierra. Flores en el subterráneo. Sin luz

natural, ni riego, ni cuidado. Sólo de paso. Y arrancadas de sus paisajes. Como nosotros.”

(Hilo de pensamiento de Estela, yendo al puesto de flores en el Subte)

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Micaelo, uno de los feriantes al aire libre, que vende hilos entrelazados a modo de

pañuelos o collares o pulseras, tiene miedo de la lluvia. Cuando la ve acercarse

inmediatamente recoge sus cosas y se mete dentro del bar, donde pide un café y resguarda

sus cosas dentro de una valija verde, detrás del mostrador.

Micaelo teme licuarse, desteñirse, disolverse.

Sabe que su cuerpo, como el de todos nosotros, es agua, está compuesto

fundamentalmente de agua, pero él tiene miedo de escurrirse, si una sucesión de gotas se

derramaran por su cabeza o por su espalda, sin control, sin cauce, sin reparo.

Sabe que es un temor irracional. Sabe que no puede ocurrirle nunca algo semejante.

Pero cierta vez, en medio de la lluvia pudo sentir que ciertas partículas propias se

evanecían. Las gotas que rebotaban en sus brazos se llevaban trozos de él. Las gotas que no

lograban perforar su cabeza, hacían que sus cabellos tomaran direcciones fuera de su cauce.

Finalmente, la boca abierta, que no acertaba a beberse gota alguna, terminaba deshecha,

con la lengua rota y descansada sobre un costado. Y una lágrima. Y una lágrima, imposible

de entender por tristeza o por desesperanza. Una lágrima que sólo era un modo de empezar

a deshacerse, a desgajarse. Como los hilos sueltos de su piel en la piel, desandando sus

anudaciones.

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Walter mira cómo en las mesitas de su pequeño puesto de café de la Facultad, sólo

tres personas hablan, pero no entre sí, sino con otras personas que no estaban ahí, por vía

telefónica. Una más, recorta la cáscara del diario con los dedos. Otra más, revuelve una

cuchara fría, con el rostro vuelto hacia el abstraído hueco de la ventana.

Walter cierra los ojos y recordó alguna foto de tarde en un bar en otra época. Lleno

de gente portadora de gestos y palabras.

Piensa: “La ciencia y la democracia son invento de la mesa de los bares, no de los

salones de la Academia.

“En los bares se pone en crisis lo supuestamente real, lo supuestamente aceptado, lo

supuestamente bueno. Newton, Sartre, Macedonio. El arte de la conversación, que tiene su

raíz en las contradicciones, más que en las certezas.”

Levanta la vista. Nadie lo ve. Y mientras nadie lo ve escribe, con el filo de una

cucharita, en una de las mesas:

“Usted no está aquí”.

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Rubén se pone la camisa azul y sale encantado de lucirla.

En la cola hacia la ventanilla para sacar su pasaje de tren, es ignorado por el

boletero y por la señora muy oronda que tenía detrás suyo y a la que debió ceder lugar por

no ser descortés.

Al abordar el tren, un señor lo empuja y atraviesa, como si fuera una puerta.

Por la calle, son más de cuatro las personas que lo empujan o lo rozan sin querer.

Llega a su puesto de cadete, el que ocupa desde hace algunas semanas, pero nadie lo

saluda.

En la ronda de mate, en el trabajo, lo saltean tres o cuatro veces.

Alguien grita su nombre y luego con sorpresa descubre que lo tiene al lado.

Hablan durante un rato acerca de él, con él estando allí presente.

Le dejan documentación sobre el escritorio, sin indicarle qué hacer con ella, a dónde

llevarla o a quién alcanzarla.

Cuando hace una observación: “Conviene llevar primero esto, y de paso voy a

buscar lo que me indicó, que es más urgente”, no es siquiera tenido en cuenta: “Haga lo que

se le pide”.

Esa camisa azul, evidentemente, lo invisibiliza. Así que decide devolverla a primera

hora del día siguiente.

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Joanna descansa un rato su mirada a través de la ventana. Ha aprendido algunas

cosas de la costura, en los tiempos de descanso.

Cuando no la vigilan. Cuando deja de estar atenta a la producción. Cuando la

supervisora sale para el baño o a tomarse su único café recalentado de la tarde.

Ha aprendido a dejar su firma. Unos hilvanes por delante y por detrás, pero no con

la máquina. Con la mano. Con la aguja de la máquina sostenida entre el índice, el mayor y

el pulgar, pero con unas rápidas y elegantes puntadas, dirigidas por la muñeca. Un ir y

venir, un salir y volver, un estar y no estar. Las alas de una mariposa. En el borde del ruedo

o en el interior de la botamanga.

Mariposa triste, por cosida. Pero con un ala siempre del lado de afuera.

Cuando no es necesario lo necesario, toma lugar el resquicio de la humanidad.

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“Un túnel como único canal de expresión. Uno que sólo vaya penetrando cada vez

más en su propio agujero.

“El túnel de cada cual es el teléfono celular de cada cual. Metidos dentro.

Navegando dentro, aunque de vez en cuando levantemos la mirada adonde están las

miradas, sobre la superficie.

“Caras conocidas, recurrentes, que tomamos el subte a la misma hora. Para ir a

trabajar o para volver del trabajo.

“Los túneles no se tocan, no se cruzan, no se encuentran. Se solapan. Uno dentro del

otro, pasando por encima o por debajo del otro. Horadándonos, como lombrices ciegas.

“Nos llegan notificas de allá afuera: Lapiceras que escriben hacia arriba, que se

pueden borrar con la punta del dedo, chocolates retenidos por alguna misteriosa cuestión de

aduanas, un quitamanchas universal, y hasta un tipo que cante las siempre mismas tres

canciones. Ruinas de una civilización o de una moda anterior.

“No queda de nosotros lo que llevamos con nosotros o guardamos con algún secreto

(o recelo). Sólo queda de nosotros lo que perdemos. Lo que manos dejando o se va

desprendiendo de las paredes del túnel, y que otro recoge o se lleva.

“Sólo sabemos que estamos vivos cuando alguien no pide el asiento”.

(Hilo de Pensamiento de Walter, yendo en subte a robar el depósito de objetos perdidos de

la Facultad).

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Había llegado entre las bolsas de donaciones un sacón de lana, anaranjado, para

noches de mucho frío. Pero al tacto, hacia adentro, tenía algunas asperezas. Imposible de

llevar, ya que sentías clavarse unas bolitas en la espalda. La lana entumecida o seca,

pensaron, que habría quizás que destejer y estirar en algunos puntos. Se lo pasarona

Micaela, la tejedora ciega que hacía trabajos para la Pastoral, a ver qué podía hacer, porque

la prenda era buena y podía rescatarse.

Micaela lo estuvo palpando un buen rato, hacia arriba y hacia abajo, y en un

momento determinado arrugó los labios en un gesto de íntima preocupación.

“No sé si se podrán deshacer estos nudos, Chelita…”

“¿Qué pasa? ¿Están muy ajustados?”

“No, no es eso, Chela. ¿Sabemos de quién fue este sacón?”

“Llegó el viernes, en una de las bolsas de las donaciones. Capaz que Miguel sepa

quién lo trajo. ¿Por qué, Mica?”

“Estos nudos tienen un orden. Están hechos a propósito.”

“¿Qué orden, Mica? Si algunos parece que cuelgan, como destejidos…”

“No, Chela, no. Alguien estuvo anudando rosarios, entretejiendo los nudos de un

rosario tras otro en la trama de la lana. ¿Está por ahí Norberta? Ella va a saber a lo mejor de

qué se trata.”

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¿Con qué fingía Edelmiro sus sucesivas muertes, volviendo siempre al otro día a la

vida? Simplemente bebía del agua de lluvia del trece de agosto a las tres de la tarde. El

trece de agosto de hacía cuatro años. El día que recordaba con una infinita pena. El día que

le traía esa pena infinita de regreso.

Pero se había acabado. Así que Edelmiro tuvo que abrir otro de los frascos de agua

de lluvia. El que correspondía a un invierno de hacía unos tres años. Y como se le cayera un

poco de líquido en el proceso (sus manos ya no estaban habituadas a la tapa original) lo

completó con un poco de la lluvia del verano anterior.

Nunca había ocurrido algo así. Mezcladas al mismo tiempo el agua de lluvia de

hacía tres inviernos con la del verano anterior. Caída una dentro de la otra, una alrededor de

la otra, una junto a la otra.

Y las dos bajo la nueva lluvia.

En el breve espacio del viejo taller en donde gente que aún no lo aborrecía, lo

dejaban habitar, se produjo un chispazo y la luz se cortó por un breve instante.

Al volver la luz, Edelmiro estaba muerto nuevamente. Esta vez no había dejado

correspondencia echándole la culpa a nadie. Habrá sido por eso que en poco tiempo, había

vuelto a la vida otra vez.

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Salzíbar preguntó por “El Rusito” en la boletería del Subte, explicando más o menos

algo relacionado con la Iglesia Anarquista del Destino y con material de desarme de un

viejo y delicado órgano. Le pidieron que volviera más tarde, cerca de la medianoche y

esperara en el andén después del horario de pasada de la última formación del día.

Desde los túneles, de alguna puerta escondida en lastinieblas, apareció un señor

flaquito, joven, de abandonado andar, una tos que parecía artificial, de cabello rubio, y con

una sonrisa incipiente sobre los labios (descripción detallada en el orden de su aparición o

descubrimiento, de la oscuridad a la luz).

Se dieron la mano, él desde arriba del andén y “El Rusito” desde el foso por donde

transitaba la vía:

“¿Usted pregunta por el órgano sutil?”

“Así es. Mucho gusto. Salzíbar.”

Luego del saludo, “El Rusito” lo invitó con un gesto a saltar hacia el foso, a lo que

Salzíbar accedió, con el entusiasmo de saberse llevando a cabo un suicidio imposible.

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Joanna se puso la camisa azul, que encontró tirada en el piso, y se largó a caminar

hacia la calle. Pasando por las mesas de confección de todas sus compañeras y compañeros

de trabajo, que aún persistían en el desempeño de sus tareas. Entre el ruido de las máquinas

y el de la radio bochinchera, la obsesiva concentración en cada uno de los hilos de la

confección, y el acostumbramiento de la desesperanza, nadie la vio.

Ella misma se sorprendió de hallarse en un momento tan lejos de la puerta de salida,

para la que no tenía llave. En todo lo que le llevó avanzar hasta ahí, a todo lo largo del

estrecho pasillo entre los trabajos pesados y continuados, nadie la retuvo, nadie le dio

órdenes o indicaciones. Estaba invisiblemente liberada.

Tomó prestada una tijera de una de las mesas de corte y recortó su cabello en varios

mechones, que fue depositando al lado de cada una de las máquinas de coser.

Llovía. Por un instante se cortó la luz. Alguien abrió la puerta. Joanna salía a la calle

por primera vez desde hacía más de un año. Dejó la camisa azul en la calle, como si se

deshiciera de un uniforme.

Estaba tan perdida, desde tanto tiempo llano, desde tanto espacio permanente, que

apenas entró en la calle de los feriantes, Micaelo la abrazó para encontrarla.

Era el 4 de octubre.

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“La ropa no es estrictamente necesaria. Y sin embargo, sin ella estamos desnudos.

“El papel no es estrictamente necesario. Y sin embargo, sin ellos estamos expuestos.

Enajenados. Como si nos hubieran retirado algo nuestro y lo hubieran colocado en un

reservorio, en un museo digital, indisponible, al control y bajo la administración de otro.

“Esta libretita, por ejemplo, en donde anoto esos breves relámpagos de lucidez, en

donde un par de imágenes, sonidos o texturas quedan inseparablemente unidos a un hilo de

palabras, puede borrarse, tacharse, perderse, reescribirse, reencontrarse… y será

reconocible como propia.

“Las cartas. Las cartas que tan a menudo escribíamos no hace tanto tiempo atrás…

siempre que han sido escritas por nosotros nos pertenecen, aún cuando hubieran dado la

vuelta al mundo.

“Volver al papel la mirada es volver al rostro el nombre.

“Sin datos, sino con la línea sola,

delicadamente trazada sobre su superficie,

el papel se nos parece en su fragilidad y polisemia.”

(pensamiento de Víctor Hernando. Subte B. Miércoles por la mañana)

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Un mechón de cabello, arrancado con las propias manos, cosido al fondo de una

prenda, como prueba de despojo. Y al lado la prenda, señalizado el sitio de donde se sacó.

Y abajo la marca.

Sacando a la luz la labor de los talleres clandestinos de confección. A una luz

necesariamente pública. En un salón de artes visuales.

Ironía, escarnio, descrédito. En el orden de la ficción de la belleza exhibir dolor real.

Mecha, Chela y Queta daban testimonio de los hallazgos. Al interior de cada prenda,

en el interior de los bolsillos, del otro lado del forro de las polleras, en el centro de los

dobladillos.

Acusaciones, excusaciones, escándalo mediático. Tres talleres paupérrimos pasados

al descubierto, como si nadie nunca hubiera sabido.

En uno de ellos aún cosía Joanna sus pequeñas mariposas imaginadas en la costura.

La belleza real en el sitio del horror.

(No devolver este papel a nadie)

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Todas las lluvias de primavera él se había quedado a charlar con ella.

El puesto de flores de Estela tenía un techo bastante generoso para los días de lluvia.

Guzmán pasaba por ahí siempre. Indefectiblemente, entre las 08:40 y las 09:10.

Dependiendo de la frecuencia de los trenes y el estado de las vías. Pero no fue sino hasta la

lluvia del 3 de octubre que guareciéndose en su puesto de flores, le dirigió alguna palabra

de ocasión.

Luego en cada lluvia, su puesto era una parada obligada. Guzmán no usaba

paraguas, o simulaba no usarlo de tantas veces perdido.

El aroma de la lluvia urgía al de las flores. Y a Guzmán parecía agradarle detenerse

allí, para esperar que pare, o a tomar respiro. Así, el “mientras tanto” se convirtió en un fin,

que celebraban ambos cuando volvían a saberse de nuevo reunidos cada vez que

empezaban a caer las primeras gotas de la mañana.

Todas las lluvias de otoño, invierno y primavera, como una cita meteorológica.

Hasta que se presentaron:

“Estela”

“Francisco”.

Las manos mojadas y los rostros húmedos

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Karina pide abrir un legajo propio en la Biblioteca de la Facultad.

“No hace falta, doctora – le dice Walter, acercándose – con su legajo de profesora

nomás, puede retirar los libros que desee.”

Karina se ríe, sintiendo una inevitable conmiseración por ella misma:

“Soy estudiante, por ahora” – le dice – “He decidido estudiar, aunque le parezca

raro” – como se quedó mirando hacia abajo, Walter se sintió obligado a alzar un poco la

voz:

“Me parece muy bien. Que se perfeccione. Que apunte hacia adelante, en plan de

progreso.”

Ella hizo el gesto de apartar algo con la mano derecha: “Ningún progreso, ¿de qué

me habla? No, no. Lo que yo quiero es entender. Y entenderme.”

“Eso es aún mejor – subió la apuesta Walter – Van de regalo los dos primeros cafés

de la Biblioteca.”

“Es usted muy amable. Se lo acepto. Pero primero, el legajo.”

“Yo se lo hago. El becario hoy no pudo venir. ¿Su nombre? ¿D.N.I.?”

“¿Está seguro? Karina. Aquí tiene.” – le extendió el documento con cierta galanura.

“Voy a necesitar dos fotos suyas.”

“Ah, sí. Tengo estas tres” – y le extendió tres fotos borrosas de un rostro veinte años

más joven, que Walter aceptó sin decir palabra, y las añadió a la carpeta que había abierto

para ella.

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“Datos.

“Un regalo no entregado es un objeto perdido.

“Una llave sin cerradura termina siendo una llave genérica.

“Todo nombre requiere de un rostro, de un contacto, de una impresión.

“Y tu nombre no es tu nombre hasta que otro te llame con él.

“Nada es tuyo hasta que puedas darlo.

“El fuego quema.

“Las cenizas se dispersan.

“Hay degradaciones que son inevitables.

“Un sólido no puede atravesar otro sólido.

“Dos objetos no pueden ocupar el mismo lugar al mismo tiempo.

“Ninguna verdad es tal hasta que sea la última.

“Lo real es inmenso, extenso y ajeno.

“Hay demasiado vacío en lo real.

“Los objetos de la cultura nos los hemos dado para habitar el vacío, para entender la

inmensidad, para acercar las extensiones, para que hable con nosotros.

“Cada uno de los signos, de las señas, de los gritos de la cultura, presumen de la

fantasía de la permanencia. Nuestros gestos efímeros sólo sobreviven en la mirada, en el

oído, o en algún punto de la piel del otro.

“La cultura, que sostenemos y nos sostiene, es una débil mentira, pero mentira

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“Las palabras son mentiras, ya que no son las cosas nombradas por ellas.

“Los datos no son verdaderos o falsos: Hay cantidades de cosas porque agrupamos

con el mismo nombre a una serie arbitraria de propiedades, sólo relevantes para quienes las

cuantificamos.

“Si lo verdadero sólo es lo inevitable, luego la cultura es la hermosa mentira de lo

posible. Una mentira trabajada, esmerada, compartida. ¿De dónde nos viene entonces este

énfasis en la verdad, sino de una pulsión conservadora? Ya que toda verdad entre nosotros

es mentira congelada.

“Hay un muerto en la autopista. Eso es la verdad. Pero sólo es verdad en tanto que

resulta irreversible.

“El conductor Capuleto atropelló a Montesco. Tal es el dato. Pero sólo es un dato en

tanto que se aísle del contexto. Que se declare ignorante o prescindente de la historia, de la

cultura.

“De ahí esta necesidad mía de trazar mapas, que unan gestos, impresiones, nervios

actuales, bocas ausentes.

“La verdad nos cosifica, nos aparta, nos destierra. Nos vuelve entonces cínicos o

impotentes. Y el dato nos reduce, nos abstrae, nos encierra. Nos vuelve entonces secos e

ignorantes.

“Como los científicos, a quienes todas las leyes de la física les resultan provisorias,

como periodista tengo el deber de mantenerme abierto a la verdad: No detener los circuitos

de la polisemia.”

(Hilo de pensamiento de Carlos, día 4 de su ingreso al periódico. Subte

metropolitano. Por la noche).

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Habían quedado en que Salzíbar fuera a buscar las partes de órgano de a una por

vez. Un ruido enorme hacían cada vez que se desplazaban. Como si estuvieran moviendo

unos pesados muebles en una habitación de acero. Lo más trabajoso eran precisamente los

tubos, que había que llevar más o menos envueltos en papel de diario, vaya a saber por qué

pudor.

Salzíbar llevaba los tubos abrazados contra el pecho. Cuando podía sentarse, los

acomodaba levemente hacia el costado izquierdo.

Los tubos inevitablemente hacían un sonido metálico y dulce, cuando el viento de

las ventanillas soplaba cerca de ellos.

Prestando un poco de atención, Salzíbar podía escuchar voces. Y algunas veces

hasta podía dar cuenta de a cuáles pasajeros pertenecían esas voces. Aunque estuvieran

callados. Aunque hubieran estado todo el viaje callados, por esos tubos se escuchaban,

tibia, leve, frágilmente, el hilo de sus pensamientos.

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“¿Es suficiente la verdad?” - Ricardo miraba de reojo el noticiero de la tele – “¿Es

suficiente la verdad para conocernos? Hay tantas consecuencias posibles de un mismo

hecho, tantas corrientes confluyendo hacia un mismo hecho, que ¿cómo hacer para elegir

una sola? La verdad así se empequeñece, queda convertida en residuo, sólo un recorte

periodístico de la inmensa realidad que nos excede por todas partes.

“La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. La reducción jurídica de un

hecho. El dato puro de los estadísticos. La tristeza.

“Y sin embargo, no hay más verdad que la emoción, o el sentimiento. Y nada menos

objetivo o descriptible. No hay más verdad que el dolor y la alegría. Y nada más

despreciado o denostado por las tecnologías sociales.

“Poca cosa la verdad. Penosa. Apocada y pretensiosa la verdad, a pesar de todo lo

que la rodee, lo que la contenga, lo que la sustente, lo que la hubiera arrojado de un mar de

posibilidades hacia un riacho de pequeñas decisiones. O peor aún, de decisiones normadas.

“Ymás tarde o más temprano, el tiempo. El tiempo que cristaliza, olvida o repercute.

La culpa como reverso del miedo. El miedo como extremo de una imposible ansiedad: la de

no poder cambiar lo que ya ocurrió:

“Cuánto la quise a Norberta y cuánto me quiso. Pero quedé sin trabajo. Y no le dije.

“¿Es suficiente la verdad para hacer justicia? No lo sería. No lo es. Pero estamos

ahogados en un ciclo repetitivo de reproches.

“Como si no fuéramos bichos del tiempo, sino escarabajos anónimos, arrastrando

nuestra propia bola de estiércol.

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“Este saco que abriga tanto pero tanto pesa, era una de las pocas cosas útiles que

sacamos de ese robo que no quise confesarle. No lo quiso”

Ricardo deja una modesta propina a Giraldez, toma el saco con dos dedos, lo deja

sobre la silla, hace un tímido gesto como de ir al baño, camina hacia el pasillo, pero luego

dobla, retrocede y sale por la puerta. El saco sobre la silla, Ricardo afuera.

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Coreografía, Distribución y Uso de la Novela de Papeles

Sería más o menos así:

Los papeles estarán sueltos, armados como barcos, sombreros o mariposas de papel,

u organizados en sobres, y distribuidos en los distintos paisajes de la novela: Uno o varios

bares (repartidos en las mesas o en los mostradores), una o varias bibliotecas, las estaciones

de subte, los patios o alrededores de las iglesias, uno o varios locales de feria americana

(sueltos en las mesitas o en el interior de las prendas), librerías (mezclados con los libros o

al interior de alguno de ellos), casas de productos para el hogar, monumentos, bancos de

plaza, puestos de venta de libros y revistas usados, puntos nodales de los barrios…

Los papeles sueltos también podrán entregarse como volantes en mano por la vía

pública. También podrán estar disponibles en los kioscos de diarios.

Los papeles y los sobres estarán identificados con el título de la novela: “Las

Taciturnas” y la referencia a la página web en donde se podrá acceder al listado completo

de los lugares donde podrán encontrarse, los textos en los que se explica y discute la idea y

estructura de la “Novela de Papeles”, y algún dato más acerca de su ensamblaje, fecha de

sembrado de papeles y descripción de personajes o escenas al descubierto. Cada uno de los

papeles, además, podrá tener un código que permita construir familias de papeles por

personaje, narración o paisaje, aún cuando todas las historias estén entrelazadas.

Se solicitará que en la medida de lo posible los papeles no sean sacados de los

sobres, al menos durante el primer mes de lanzamiento, cuando los sobres se encuentren

expuestos para su consulta en algún lugar fijo.

Los papeles y los sobres se irán renovando semanalmenteen los lugares fijos

(temporada de “siembra” de papeles), y se podrán establecer oleadas de distribución de [email protected]

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papeles y sus sobres en lugares móviles (tardecitas de “suelta de papeles”), a medida que el

tiempo vaya permitiendo la decantación de los anteriores y se pueda producir alguna

incógnita respecto la continuidad de los textos.

Las hojas podrán estar numeradas, aunque podrán intercalarse números decimales

entre ellas.

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[email protected]

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Estrella también modificaba ciertas noticias, cuando podía, y tenía tiempo y ganas

de hacerlo. Para eso contaba con la ayuda deun viejo imprentero, que tenía una humilde

pero efectiva fotocopiadora.

Estrella tenía recortadas algunas palabras con letras de diario, las que usaba como

tipos móviles para componer la página.

Por lo demás, ella tenía el pelo muy revuelto, por lo que de vez en cuando alguno

de sus cabellos dibujaba una letra involuntaria en las páginas fotocopiadas, en las que

alguno de los asistentes al bar de Giraldez pretendía ver un código cifrado.

De la manera señalada, Estrella publicó,por ejemplo, el hallazgo de un caracol en

medio de las Salinas Grandes, en Salta, de una rama de coral en la cima del Aconcagua, de

un órgano de tubos en la superficie lunar, y hasta del descubrimiento de una conspiración

anarquista vehiculizada por agentes de comercio.

La noticia, según Estrella, debía ser útil fundamentalmente a las artes de la

conversación.

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“Suponga que fuera posible” – le dijo Walter a Karina, con una carta en la mano, en

la mesa del café, que le acercó a las manos de ella – “Lea. Lea con atención y fíjese el día

de hoy.”

Karina leyó, atenta y desconfiada. Era una carta de hacía al menos cuatro décadas.

En ella, luego de contar una serie de viajes, de idas y vueltas de quien la suscribía,

establecía un punto de encuentro en una fecha determinada, sin indicar el año, para tomar

un café. Y sí, el día coincidía. Pero ni él ni ella coincidían con los actores aludidos en la

correspondencia. Sin perjuicio de ello, sonrió:

“Una invitación riesgosa. Demasiado tiempo para arrepentirse.” – le dijo a Walter,

al devolverle la carta.

“No es una invitación. Es una anticipación. El modo de crear un futuro momento.

Como si se dibujara la huella en el sitio donde mucho después habrán de pisar tus pies” –

Walter miró a los costados, porque algo en esa frase le daba pudor.

“Todo lo que hay es una serie de encuentros” – siguió – “Lo que haya en el medio

no cuenta”.

“Suponga que fuera posible que alguien hubiera preparado este momento, cuarenta

años antes. Suponga que fuera posible esperarlos todavía.”

“Nadie me espera hasta mañana, así que podemos, si le parece, quedarnos a ver.”

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Ricardo había robado ese saco y pensó que a ella le agradaría. Pero ella lo obligó a

arrepentirse y a anudar un rosario con la misma lana, del lado de adentro.

Pero el perdón o la penitencia no eran suficientes. Había decepcionado a Norberta.

Así que Ricardo pensó en el tiempo. El tiempo como medida del cansancio, más que

del castigo. Del cansancio de su propia conciencia, que lo percutía, permanentemente. En el

tiempo lejos de verla, lejos de todo lo que la recordaba.

Se metió en los fondos de unos talleres a medio construir, como huésped silencioso.

Pagaba la licencia a unas señoras que creyó escuchar que eran hermanas y que se hacían

llamar “Quelita” y “Quetita”. Barato, muy barato, ya que era insoportable el ruido de las

máquinas de las confeccionistas y costureras, durante todo el día, y esa radio a todo lo que

da, pasando música ruidosa sin pausa.

Se había dado cuenta de que esa gente no estaba ahí porque quería. Que ni siquiera

estaban ahí por una obligación laboral. Noche a noche los escuchaba condenados sin culpa,

sólo por miseria. Miseria humana y de la otra.

Había compartido algunos mates con ellos, y muchas veces les llevó facturas por la

mañana y tortas fritas por la noche. Él se mantenía siempre muy silencioso y adusto, ya que

no pasaba tampoco mucho tiempo en la pensión.Una mañana descubrió, en la sonrisa de

Joanna, un gesto de Norberta.

Fue entonces que decidió que en cuanto ella lograra escapar de ese lugar, entonces

sería para él el final de su propio periodo de reclusión, que ya llevaba más de dos años.

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Cuando Joanna se puso la camisa azul, sólo Ricardo la vio. Así como sólo Ricardo

pudo ver, cuando se produjo ese instantáneo corte del suministro eléctrico, que ella ya

estaba pasando al otro lado de la puerta. El lado de la calle y de la libertad.

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Carlos, el periodista al que le parecía insuficiente la verdad, propuso en la

Biblioteca de la facultad, que durante algo así como veinte o treinta minutos se leyera en

voz alta. Cada uno en su libro, su cuaderno, su tesis, su apunte, su fotocopia. Pero en voz

alta. La idea era encontrar un punto, un giro, una chispa, un instante, durante el que al

menos dos personas leyeran la misma palabra. Se llevó a cabo la experiencia a lo largo de

varios días, en esquemas horarios repartidos por al menos cinco semanas.

Lo que ocurrió fue que efectivamente se coincidió en la misma palabra (no valían,

por supuesto, preposiciones ni artículos, así como los verbos ser y estar) sólo en tres

momentos. Y sólo una vez de esas coincidencias, lo hicieron a la vez tres personas.

Las palabras fueron: “Pestañas”, “tardígrado” y “urgente”.

La alegría de esas personas fue enorme. No se conocían entre sí, y a partir de

entonces comenzaron a perderse juntos entre las páginas.

(Arrojar este papel en el bolsillo de otro)

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Llovía sobre los dos o tres cacharros que Estela dejaba afuera del techo del puesto

de flores.

Llovía sobre los tres o cuatro floreritos que tenía para exhibir algunos de los

arreglos que a veces tenía tiempo de componer, o alguna de las flores más raras.

Se iba juntando el agua de la lluvia en unos frasquitos que alguien dejó caer por ahí.

Francisco los recogió, les consiguió una tapa y les puso fecha.

Elixir de día de lluvia. De puesto de flores bajo la lluvia. Magia real, que ayude a

recordar un día, una esquina, una tarde.

Estela le extiende una rosa rota a Francisco, con uno de sus cabellos adherido a una

espina.

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“También puede tener formato libro. A fin de obtener o sugerir cierta secuencia de

lectura. Pero con las páginas troqueladas. Para que puedan arrancarse y esconderse en

cualquier sitio. Para que puedan regalarse, extraviarse, invitarse. Saberse parte de un mundo

abierto. En el que las historias puedan encontrarse.”

“Las hojas troqueladas, para que sea sencillo y elegante compartirlas. Para

repartirlas entre otros tantos otros que no sepan de la existencia de las otras.”

“Un libro troquelado, para que no haga falta preguntarse qué hacer con él cuando ya

lo hayamos leído”.

“O editadas sueltas en sobres por personaje, por tema, por asunto, por paisaje, por

color de la ropa que lleve el lector o la lectora…”

“Entregadas en la calle como delivery, como propina, como volante.”

“Circuladas de mano en mano, en la plaza, en la calle, en los lugares de trabajo”.

“Y luego – se entusiasmó uno de sus primeros lectores – luego organizar encuentros

de todos cuantos tengan consigo sus hojas sueltas.”

“Sin numerar, ¿no?”

“Las hojas, aún en el libro, sin numerar. Tenés razón”.

“O con numeraciones múltiples. Que cada cual la suya” –agregó, yéndose, por lo

que nunca supo si lo llegaron a escuchar.

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“Sé que llegarás tarde.

Que cuando llegues no estaré.

Lo sé por el modo de alejarte, sombra sola, en el horizonte. Como si no fuéramos

parte del mismo tiempo.

Lo sé además porque me iré y en lugar de a mí encontrarás la espera. Este banquito

mirando hacia afuera. Esta luz que apenas anochece ya se espanta. Esta pared callada.

Te darás cuenta que no estoy, por la prolijidad de mi ausencia.

Y me daré cuenta que llegaste, por cierta manera del atardecer.”

(De una carta perdida en el bolsillo de un chaleco)

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Karina se deja llevar por las gotas que caen del otro lado de la ventana.

Y del otro lado de la ventana del bar vuela desafiante una servilleta escrita.

El viento la deja trabada contra una raíz levantada, justo ahí debajo de la mirada de

ella. La servilleta se abre y se moja. La tinta, desleída, va haciendo cambiar los signos, las

letras, las palabras.

Karina lee en la servilleta un nuevo haiku desgranado.

Las palabras una a una van entrando y desapareciendo.

“El viento cabe

Adentro detus párpados.

Lágrima abierta.”

Hasta que el papel se diluye encima de la raíz, como abrazada. Una gota impacta

justo sobre una letra “hache”. Y la hace sonar.

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De una lluvia a otra el camino

De estas salpicaduras a las de más tarde.

El tiempo no es continuo.

Va de ropa en ropa, muda en muda, viaje a viaje.

Hasta que te quede en la boca

o en las manos

en el paraguas vencido, en el

pañuelo que mojaste,

las semillas o detritus de un entonces

de un ahora

de un todavía.

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En el afán de ascender y progresar, los hilos a engrosar y a tensar son aquellos que

se cuelgan en forma de plomada, como la soga del ahorcado.

Hilos de tiro y cinchada. De traer y llevar. De cargar y ser carga. De arriba y

abajo.Hilos que permitan subir un plano inclinado o una escalera.

Hilos que mantengan ordenadas, numeradas, inmóviles, las páginas completas de un

volumen.

Y en la medida que los otros hilos se tienden hacia ellos, recaen en ellos, descansan

en ellos, cada vez más enhiestos y robustos, se aflojan o desprenden de sus lazos y junturas

horizontales, de sus puentes filigranados. Cuando eso ocurre, dan ganas de volver a

juntarse, de salir a la calle, de volcarse en un nosotros magnífico y simple, abierto y

continuado.

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¿Para la presentación de la Novela de Papeles?

¿Qué tal un disfraz?

Un disfraz de libro, con el lomo en la espalda y las páginas abiertas en el pecho.

Que casi no pueda cerrarse, que casi no quede cerrado.

Que pudiera leerse, pasarse la tarde intercalando páginas.

Que pudiera escribirse, pasarse la noche anudando letras.

Sin principio ni final. Escrito desde adentro para afuera.

Y que al desnudarse dejara los hilos al descubierto.

Un disfraz de libro, que bien podría ser un Atlas de Anatomía.

(En la solapa del Libro Troquelado, indicar como modo de uso: “Recorte las páginas por el

troquel, pierda primero los papeles por distintos lugares de la casa, del pueblo o del barrio,

y sólo después comenzar a leerlos”)

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Mariano vestía a los muñecos de la calle. Con los retazos y recortes de tela

que le facilitaba Mecha, armaba camisas y pantalones para tres palitos, un pullover de

abrigo para dos piedras, una capa elegante para una raíz, un sombrero y un pañuelo para un

carozo de palta, un piloto para la lluvia para un trozo de adoquín, y hasta una pollera

acampanada para una piña pequeña. Hasta tenía diseños muy preparados para vestir a

escarabajos y langostas, pero nunca se dejaron.

Una vez vestidos los muñecos, recién una vez vestidos, Mariano les daba voz.

Luego, empezaban a hablar y a reunirse entre ellos.

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“Los hechos pueden ocurrir unos después de otros, unos antes de otros, o al mismo

tiempo. Las historias se van armando en el orden en que se viven, se recuerdan, se leen o se

encuentran.

“Causas y consecuencias pueden referirse a fenómenos físicos, en los que es

estrictamente inevitable que una cosa suceda a la otra. En esos fenómenos, la concepción

del movimiento es meramente espacial. Se rige por sólo dos principios: El de tercero

excluido y el que establece que dos cuerpos no pueden estar al mismo tiempo ocupando el

mismo espacio.

“Pero en las historias humanas, no. Dada la pluricausalidad, la

pluriconsecuencialidad de los fenómenos humanos, sólo puede hablarse de historias. De

historias convergentes y divergentes, no de causas y consecuencias.

“Visto desde el tiempo no hay causas y consecuencias, sino historias de entradas y

salidas.

“Y se entra y se sale de una historia, aún permaneciendo en el mismo lugar, y

haciendo las mismas cosas.”

“¿Cómo es eso de historias de entrada e historias de salida? Esa es una concepción

más espacial, o al menos, menos ‘temporal’ que la de causas y consecuencias, ¿no cree?”

“No creo. Las causas y las consecuencias están pegadas. Se las hace ver como

independientes, pero van a la par. Si algo sube, cae. Si algo cae, se rompe. Y si algo se

rompe, ya no se puede recomponer. Todo está ligado, o por decir así, atraído, por el

segundo principio de la termodinámica.”

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“Y esas entradas y salidas, ¿son entradas y salidas a dónde y de dónde?”

“Son historias, de entrada y salida a otras historias, que a su vez son entradas y

salidas. Y no importa dónde den comienzo o cuál sea el proceso que atraviesen.”

“Pero si alguien, por ejemplo, hace algo malo, es lógico que…”

“No es lógico nada. La realidad, estimado, (y qué bueno que así sea) no es policial.

De una conducta oscura pueden resultar conductas luminosas. Lo que debe hacerse es dejar

el camino despejado para abrirlas.”

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“Un juego con cartas, Maestro”, le pedían a Roberto, el mago sin manos.

Entonces, él alzaba su cabeza y sosteniendo las miradas en el aire, iba diciendo, de

izquierda a derecha:

“Cincuenta y dos dorsos iguales todos ellos

Preguntan su por qué a las suertes arrojados.

Cincuenta y dos dorsos iguales y el deseo

De que sean capaces de contarnos algo.

Todos los tahúres van jugando en rebeldía

Contra la razón, el azar y lo posible.

Cada uno de los naipes estáarriesgandounaordalía

Y en cada mano va rozando lo intangible

Contra la irreversible

ley de la entropía.

Trescientas sesenta y cinco cartas para verte

Aunque ya no estemos, o estemos todavía

Reveladas una a una en el tapete

las barajas guardanaún secretas melodías.

Que al conjuro de su cifra el cálculo tiemble

Que sólo pueda el misterio narrar la vida.”

Y luego todos nos quedábamos callados, por lo menos durante dos minutos.

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Iban a robar los objetos perdidos, precisamente en el depósito de objetos perdidos

de la Biblioteca de la Facultad. Por eso Walter, que manejaba el puestito de café del hall, y

que había armado la operación, decía que no era propiamente un robo. Pero Walter porque

quería recuperar ese pañuelo. Ese pañuelo que le había dado a Karina, y que Karina se

olvidó en el pupitre.

A Ricardo lo habían despedido de esa misma Facultad (todavía no se lo había

contado a Norberta). Y no tenía muchas cosas que hacer por la mañana. Además, ¿puede

considerarse un robo el apoderarse de algo que nadie echará en falta? ¿o aún cuando ese

alguien ya lo ha echado en falta antes de que se lo robara?

Walter le hizo recordar que cuando chicos, hurgaban en los jardines de los grandes

edificios, de muchos pisos. La gente tiraba cosas, se le caían cosas, se deshacía de cosas. Y

todo iba a parar ahí: medallitas incumplidoras, anillos traicionados, pulseritas descuidadas,

monedas licenciosas… Hoy ya no se podía encontrar nada por ahí. En estos días toda

decepción se vende. Sin embargo, en la vieja institución del depósito de objetos perdidos,

todavía podía confiarse.

Entraron dos horas después de la hora del cierre. No era difícil entrar, siquiera hubo

que romper vidrios, ya que ninguna de las dos ventanas había cerrado nunca bien del todo,

colocadas a falsa escuadra.

Y allí adentro había: Libros (¡libros perdidos en una biblioteca!), paraguas,

lapiceras, aros, anteojos recetados, gorritos… un par de abrigos, bastantes periódicos (pero

quién iría a buscar un periódico, a no ser que tuviera algunas anotaciones al margen) y un

par de pañuelos.

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Metieron lo que les pareció más útil en el abrigo de lana. Abrigo que Ricardo,

después se lo quedó.

Walter encontró el pañuelo, lo levantó hasta su boca, en la que dibujó sólo media

sonrisa, y finalmente lo dejó de nuevo sobre la mesa. Pero aún antes de irse, escribió algo

en uno de los bordes.

(Perder este papel en el interior de un libro)

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“Una revolución no puede tener un punto de inicio. Y mucho menos de llegada.

Donde tiene un punto de inicio, es fácilmente reprimida; donde tiene un punto de llegada,

es prontamente traicionada.

“Una revolución, por ende, tiene que ser aérea, indeterminada, ubicua. Tiene que

estar entre los puntos de reunión, sin estar en ninguno de los puntos de reunión. Ha de

poder ser dictada por dos miradas y un gesto, y sostenida por tres suspiros y un labio. Casi

sin palabras, pero con todos los sentidos.

“El equivalente a la inminencia en el orden espacial. Que pueda ocurrir en cualquier

parte. El equivalente a la esquina en el orden temporal. Que se encuentre siempre a poco de

andar.

“Que se produzcan encuentros que no queden cerrados, sino que se abran en un río

de liberadas confluencias.”

“Creer en las palabras y desconfiar de las normas. Aún de las normas que pudieran

surgir de la revolución.”

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Norberta, maniática, obsesiva, persistente, reza su rosario aún en el subte. Nudo por

nudo, pasaje a pasaje, dolor por dolor, milagro por milagro. Por las curvas y contracurvas,

por detenerse a pensar en Ricardo, aprieta un poco los dedos, retuerce un poco las uñas, y

ya sea por el desgaste o el manoseo, una de las piedras atadas en la lana se le desprende.

Se agacha a buscarla (es hora pico, y tiene que abrirse paso entre bolsos y piernas) y

se limita a tantear sin mirar.

Hay algo ahí, en el piso, que parece tener alas.

Norberta lo levanta y una mariposa de lana, abigarrada en el centro y lánguida hacia

afuera, se mueve sorpresivamente y salta sobre su hombro izquierdo.

“Listo” – se dice – “Ya está” – sonríe – “No con justicia se hace el universo. Sino

por la gracia”.

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Queta se encuentra con su amiga, Manuela, en la confitería La Gardenia. Se

saludan, Queta le acomoda la silla (Manuela se había quedado casi totalmente ciega unos

años atrás) y se sienta frente a ella.

Manuela pone encima de la mesa unas cajitas azules y saca de ellas unos sobres

amarronados, atados con una cinta verde. Le dice a Queta, mientras desenvuelve los

sobres.

“Fue una bendición comprar esa casa. La casa donde había vivido Rutilia Carolli.

Había cartas por todas partes. Muchas de ellas sin abrir. Y siguieron llegando cartas,

incluso después que se supo lo de su accidente. Cartas de admiradores, de secretos

enamorados, de eruditos impertinentes, de lanceros y lanzados. De jóvenes cantantes

pidiendo consejo. De viejos pretendientes pidiendo un recuerdo.”

Le daba algunas cartas a Queta y ella se quedaba con otras, las que se sabía de

memoria y reconocía por el tacto y el aroma.

“Ojalá te lleguen cartas, Queta. Aunque no sean para vos.”

(Poner en un sobre sin lacrar, con una planta aromática)

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“La tercera fase de la conspiración de los viajantes de comercio tenía cierto aire de

brujería. Cansados de desordenar o de desalentar la aplicación de normas para el uso de los

artefactos, se confeccionaban esquirlas, secretos, grietas de la fabricación o del traslado, y

así, aparecían por ejemplo las “Memorias de una heladera vacía”, los “Consejos de un

aciago lavarropas”, las “Declaraciones de un horno de provincia”, dejando además de las

cartas, algunas pertenencias que las hacían verosímiles.

“Las cartas, enviadas de un viajante a otro, que ocupaban la misma habitación sólo

que en apenas uno o dos días posteriores, indicaban el modo de insertar esas pertenencias,

esas páginas, esas consideraciones, en el interior de los embalajes, y en los interiores de los

artefactos. Se pretendía así, ganar en sorpresa, contra todas las previsiones posibles.

“Las previsiones son delaciones. Prever que algo habrá de ocurrir es desde ya

despojarlo de realidad, de puntual y verdadera ocurrencia.”

Giraldez continuaba explicando el contexto de producción de la carta que habían

recibido en el bar, fechada hacía más de cincuenta años, con las dos o tres hojas

manuscritas resguardadas bajo el sobre, y con el sobre protegido sobre la mesa, bajo su

brazo derecho.

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Una novela de papeles dispersa, o una novela dispersa de papeles.

Un viento que fuera recogiendo susurros.

Una voz que fuera obteniendo palabras.

Un silencio que se fuera acomodando entre las cosas.

No hay secuencias. Todo se obtiene desde el principio.

Y como todo es primigenio, no hay acto posible de verificación.

La “verdad”, última muleta religiosa de la Era de la Razón, gritona, unívoca

prepotente, cuando se afirma sobre los sujetos y los bichos del tiempo, se vuelve necia.

Poner en crisis la verdad es requisito de convivencia.

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Pilas de periódicos en el piso de la vereda. Aún con la vereda mojada.

Papeles de noticias impostergables y vencidas.

Papeles fungibles, reemplazables. Intercambiables.

Pilas de papeles cuando se descargan del camión al kiosco, como grandes

novedades. Pilas de papeles cuando se descargan del kiosco al camión, como datos viejos.

Siempre apretados, aplastados, incómodos, que luego por peso se venden. Como

huesos roídos, ropa deshecha, lana vieja, tomos de La Ley que nadie consultó, comida

barata, sin dedicación ni elaboración, retacería del tiempo apelmazado y mohíno.

Cuánto más ayudarían unos naipes, aún añosos y marcados, sin estuche y sin

paquete, para saber quiénes somos.

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Si algo no se transforma, no está vivo.

Algo que haya quedado detenido en el pasado, ya no es verdad.

Sólo es verdad lo que está vivo.

Sólo es verdad lo que transforma y lo que se transforma.

Por eso la magia es verdadera.

Roberto, sin manos,

suspende, levita, sostiene

una

gota de lluvia

en tu mirada.

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Son tres las parcas, las moiras, o las nornas.

Una es la tejedora, una es la tensadora y una es la cortadora.

Literalmente, “Cloto” en griego es “hiladora”, a la que se invocaba en el noveno

mes de embarazo, para que el ovillo de la vida fuera amplio, robusto y generoso;

literalmente “Láquesis” en griego es “la que echa suertes”, y era responsable de la longitud

del hilo de la vida; “Atropos” en griego es “la que no gira”, y era la encargada de

cortarlo.En Roma fueron “Nona”, por el ya referido noveno mes de los embarazos,

“Décima” (por la medida de las cosas) y “Morta” (por la finitud de la vida). En la mitología

nórdica se las conoce con los respectivos nombres de “Urd”, o lo que ha ocurrido;

“Verdandi” o lo que ocurre ahora; y “Skuld”, lo que debe suceder o es necesario que

ocurra.

Occidente hizo abuso de Atropos, Morta o “Skuld”, al sostener en todos los aspectos

de su cultura, el arquetipo binario. Antes y después, afuera y adentro, entonces y ahora,

cerca o lejos, natural y artificial, causa y efecto: Sustituyendo al relato, al curso del tiempo

y a la narrativa, por el silogismo, el orden de las cosas, la imputación. Como si desde uno

solo de sus hilos pudiera deshacerse la trama. Como si no hubiera un tejido enorme,

ramificado y múltiple. Como si la vida fuera en algo parecida a un esquema de decisiones.

Como si todas las decisiones fueran pares. Por una o por otra. Por sí o por no. Por uno o por

cero. Como si no crecieran nuevos árboles. Como si todas las preguntas ya hubieran sido

hechas. Como si todos los argumentos fueran rastreros del deber o de la razón.

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A Jaime, uno de los últimos linotipistas de la Gráfica Warnes, le agradaban

sobremanera las charlas de sobremesa. Sobre todo aquellas que se extendían minutos antes

de cerrar el bar. Historias de bandas inexplicables, de equipos fantasmas, de conspiraciones

no escritas, de gremios inverosímiles, de profecías extraviadas o a medio cumplir, de

experimentos no ensayados, o suicidas arrepentidos.

Y luego, en los momentos de sano espíritu anarquista, ponía a trabajar su prensa

haciendo imprimir los textos que él se había ido imaginando a través de esas charlas.

Convocatorias imposibles, mapas erráticos, volantes absurdos, manuales

intervenidos, anuncios demorados. En pequeñas, humildes, exclusivas tiradas. Como

homenaje a lo verdaderamente humano del tiempo. El tiempo de las cosas inútiles. El

tiempo de las sagradas cosas sin causa. La biblia volátil. El código disperso. La religión de

un libro perdido, apenas gestualizado.

Textos que inician o continúan en un tatuaje, en un graffiti, en una voz, robada a

otras conversaciones.

Esa era su misión. Esa era su rebeldía.

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“Era un ángel. Seguro que era un ángel. Estaba todo de blanco, de un blanco tiznado

por el uso diario, con algunas salpicaduras aquí y allá. Yo lo ví levantarse con cierta

dificultad, cara de dormido y cuerpo doblado, de entre unas frazadas viejas.

“Había pasado la noche exactamente ahí, junto a otras cuatro personas,

desparramadas sobre unos colchones rotos, a lo largo de la vereda.

“Y tenía alas. Unas alas un poco dobladas, pero alas al fin. Con un reflejo casi

dorado a la luz de la mañana.

“El ángel revolvía un poco la basura y sacaba de allí algunos mendrugos de pan.”

(hilo de pensamiento de Karina, en el subte metropolitano. Último vagón de la última

formación del día).

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Sonó el teléfono en la anterior habitación de Ricardo. Naturalmente, él no ya no

estaba ahí. Aunque lo llame Norberta.

Atendió alguien más, anónimo, despierto, que recién tomaba posesión de la pieza, y

no había pasado el número a nadie.

¿Habrá un secreto hálito de voz que aún permite reconocer un signo, retener un

silencio, una respiración, alguna cosa que dé cuenta de quien hablara tantas veces por esa

línea?

Hace demasiado tiempo que los teléfonos no se ligan entre sí. Cuando era chica le

encantaba cuando eso sucedía.

Ahora si el número no era exacto, nadie respondía.

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“¿Chela? – preguntó Giraldez, con una bolsa entre las manos.

“¿Qué hacésGiraldez? – Ella lo conocía de su época de cocinera, en el mismo bar

donde Giraldez se desempeñaba como mozo, desde hacía mucho, mucho tiempo.

“Yo sé que ustedes… – le costaba hablar, a pesar de que por lo general era

sumamente vivaz en las conversaciones - … que vos, con otras mujeres de acá, de la

parroquia, juntan ropa para donar a los necesitados.”

“Sí, así es. ¿Tenés algo para dar?”

“Mirá, Chela. En pocos meses más me estoy jubilando. En esta bolsa tengo todos

mis delantales y uniformes” – con un movimiento torpe, se lo puso en la mano a ella.

“Me parece muy bien, Giraldez… - abrió un poco la bolsa y metió la mano dentro -

¿puedo ver?”

“Sí, sí. Vas a ver que…”

“¿Qué voy a ver, Giraldez? – Chela nombraba a medida que sacaba: “Delantal de

cocina del Bar de Golder, delantal de cocina del Restaurante del Gauchito, uniforme del

salón del Hotel Portland… - y ahí paró de enumerar, porque la prenda siguiente estaba

manchada. Entonces miró a Giraldez: “¿Y esto?”

“¿Te acordás? De cuando trabajamos juntos, en la Gardenia. Vos me lo manchaste.

Por eso lo guardé.”

Chela bajó los brazos y con una tierna sonrisa tomó con su mano la mano de él.

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“Y sin embargo, el inmediato, el inmediato está allí, negado por las abstracciones de

identidad, por los grupos de pertenencia, por las tradiciones y las estructuras. El inmediato.

El gesto, la ayuda, la mano del inmediato, con el que no nos liga ninguna institución

familiar, social, religiosa o política, es la célula de lo social, el principio del Cosmos.”

(Escrito en una servilleta del bar de Giraldez)

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Poblar el tiempo.

Sembrarlo de palabras, en los surcos de papel.

Luego, que la misma palabra, en el mismo papel, en el mismo sitio, sea un modo de

volver el tiempo, de coincidir en el tiempo, de hacer un verbo con el espacio.

El tiempo es una suma de carencias iguales, medibles, constantes, hasta que se

puebla de semillas, que rompan el curso causal de los acontecimientos, separen lo pasado

de lo irreversible, y lo futuro de lo inevitable.

Si, por ejemplo, supieras que esta palabra te espera mañana en tal café de Buenos

Aires, ya podrías tener el recuerdo de lo que aún no ha ocurrido.

Podríamos citarnos a una palabra, en lugar de a un sitio.

Podríamos encontrarnos con la palabra escrita ayer, como a un gesto nuevo.

Dispersos los papales en lugares abiertos, como un modo de esconder los secretos a

la vista.

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Mirna no podía saberlo. Porque nadie lo sabía:

Cuando improvisó esa melodía nocturna con Fermín, estaba cantando el aria central

de Rosamunde, de acuerdo a la versión de RutiliaCarolli, de la que no han quedado

registros ni partituras, y sólo se sabe que fue la dulce profanación de un canto religioso, que

al mismo tiempo lanzó y despidió su carrera de soprano.

Fermín escribe la melodía en su cabeza. Y dos semanas después la creerá improvisar

en el órgano de calle, para todo el barrio, con unos pibes y pibitas jugando alrededor de los

sonidos.

Y Salzíbar, el armador, el constructor, la bailaría, sacudiendo los pensamientos del

subte de su cabeza.

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Mecha, Chela y Queta, las clasificadoras, las costureras, las hilanderas.

Durante toda su labor hablaban y hablaban para hacer que discurran las prendas

entre sus dedos.

Hablaban también al llegar y saludarse, en todo el ámbito de la secretaría parroquial,

y hasta en el patio de la parroquia.

Sin embargo, si se encontraran en la calle, en la fila del almacén, en el asiento del

colectivo, en la ventanilla de al lado de alguna entidad bancaria, en el negocio de Queta, en

la esquina de Chela, en la casa de Mecha, no se dirigirían la palabra. Sólo papeles. Sólo

papeles se dejan ver entre una y la otra. Sólo papeles circulan entre sus manos taciturnas.

Papeles como signos de una ignota conspiración, de un secreto desplegado en una red

urbana. Papeles que ellas toman por aquí y por allá y luego se reparten, casi sin mirarlos.

Como un modo de distribuir el juego. Papeles como barajas, como líneas de la vida, como

destinos. Papeles que pueden terminar en el cesto o en el bolsillo. Papeles para seguir

derivando la tinta de los ojos.

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Vestir un cuerpo. De afuera hacia adentro.

Dar la superficie en papel a las palabras. De adentro hacia afuera.

Modos de conjurar el fío y la ingravidez.

Poner en el papel o en la garganta a las palabras. Darles cuerpo.

Vestirlas con su propia piel, y después también conseguirles un ropaje, una muda,

una apariencia. Que se pueda ver, tocar o demorarse.

Un traje para la piel, una piel para las palabras, y

unas palabras para poblar el tiempo.

(Dejar este papel descuidadamente perdido en un vestidor)

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Un devenir es un hilo.

Dos hilos hacen un nudo.

Tres desarrollan la trama.

Tres hilos son el principio del cuento

(Escrito en la mesa de tejido de Chela)

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Lo mejor que podría pasarle a esta novela es que en lugar de terminarse en un último

capítulo, se multiplicara con nuevas historias, reflexiones y personajes. Incluso de aquellos

no imaginados por el autor.”

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