Por África Lorente Castillo
A Agustín Marina
AL OTRO LADO DEL CREPÚSCULO ı 2
Las puertas que bajan del cielo se abren sólo por dentro.
Para cruzarlas, es necesario haber ido antes
al otro lado con la imaginación y los deseos.
Así lo hizo aquella tarde la mujer que hoy recuerdo
y así tendremos que seguir haciéndolo, cada día
nuestro, todas las mujeres. Después uno va y viene
por el umbral como si fuera un pájaro, sin dejarse pensar
ni cuándo ni hasta cuándo volverá hasta el alero que ha
cobijado las migas de su eternidad. Sin miedo, o mejor dicho,
aptas para desafiar a diario los miedos que les cierren el camino.
Ángeles Mastretta <<El cielo de los leones>>
AL OTRO LADO DEL CREPÚSCULO ı 3
AL OTRO LADO DEL CREPÚSCULO ı 4
PRIMERA PARTE
UNO
Leonor Ayala Aledo se sintió quebrada y sin asideras emocionales a
las que engancharse después de la muerte de su marido Víctor. Caía por un
terraplén sin obstáculos cuando un hecho sin mayor importancia liberó su
autoestima que vivía comprimida dentro de una botella sellada con lacre.
Sucedió después de una noche divertida en compañía de su amiga María.
Leonor se despertó de súbito, a su lado el hombre con el que había
pasado la noche. Para no perturbarlo se deslizó suavemente por la cama
hasta tocar con un pie el suelo. Fue recogiendo una a una sus ropas
esparcidas por toda la habitación y, cuando estuvo vestida, la abandonó
con sigilo.
Se dirigió a casa en un taxi que había tomado en la puerta del hotel.
Durante el trayecto el taxista intentó varias veces darle conversación, pero
ella no lo escuchaba. Cuando respondía se limitaba a emitir monosílabos
por seguirle la corriente de alguna manera porque la cabeza estaba
ocupada en su propia angustia: rodaba sin querer hacia el declive, sentía la
vida en un crepúsculo y carente de sentido.
Al llegar subió en el ascensor y una vez abrió la puerta echó un
vistazo a aquel piso que, a pesar de tener apenas cincuenta metros
cuadrados, cada vez le parecía más grande y desolador. Cerró la puerta y
fue directamente al cuarto de baño para tomar una ducha. Desnuda delante
del espejo, con los ojos semicerrados, descubrió unas intensas ojeras. La
noche había sido demasiado larga en brazos de aquel kurdo desconocido
de grandes ojos y nariz prominente con el que había ido a la cama por puro
deseo sexual. No recordaba con claridad lo sucedido, le dolía la cabeza.
Abrió el cajón de la derecha del armario del lavabo para sacar un par de
Alka-Seltzer, los tomó y se metió en la ducha con la esperanza de que las
pastillas y el agua produjeran un efecto beneficioso. Cuando acabó de
secarse el pelo, se fue a la cama.
Cuando despertó eran las cinco de la tarde. Tenía el domingo libre.
Se estiró la melena hacia atrás, como si ese gesto la ayudara a
espabilarse. Las ojeras siguen igual que antes, pensó. Inspiró con
intensidad por ver si de esa manera le entraban nuevos bríos. El teléfono
empezó a sonar, pero no tenía ganas de cogerlo, así que lo dejó hasta que
saltó el contestador.
—Hola, soy Leonor Ayala, deja tu mensaje por favor.
Al otro lado de la línea su amiga María, ansiosa por saber qué pasó
después de haberla dejado bailando con aquel kurdo. Se moría por conocer
los detalles del encuentro. Siempre preocupándose por mí, pensó Leonor.
Recordó entonces lo sucedido la noche anterior. No es que se arrepintiera,
pero no era su estilo. Hacía meses, muchos meses, que no estaba con
alguien en la cama. ¿Quizás era puro instinto animal? Por qué darle tantas
vueltas, lo había pasado bien y eso era todo.
Decidió vestirse con ropa cómoda, no le tocaba ir al hospital, había
cambiado la guardia con un compañero. Fue a la cocina, de la nevera sacó
tres piezas de fruta y mientras las comía, sentada a la mesa, ojeaba el
periódico para elegir una película. El jugo de la fruta al bajar por la garganta
parecía aportarle la energía desgastada. Una vez decidió la película se
dispuso a salir, pero recordó que antes, como cada domingo, debía cumplir
el ritual: llamar a su madre. Repitieron la conversación de siempre, la madre
la echaba de menos, ella también y así continuaron un rato repitiendo frases
parecidas a las de los domingos anteriores.
Al colgar el teléfono, se quedó mirando las fotos que había sobre el
aparador, en una de ellas aparecían sus padres, ella la había hecho un día
de agosto durante las fiestas del pueblo. La tomó en sus manos durante
unos segundos, se entretuvo en el recuerdo que capturaba la que había
sido la última foto de los dos antes de que su padre muriera. La puso de
nuevo donde estaba para echar un vistazo a las otras, como si hiciera un
repaso rápido a su vida. Se detuvo en la de Víctor, su marido, y mientras lo
hacía dos lágrimas empezaron a caerle, hasta que la mano les cortó el
camino. Negó con la cabeza para deshacerse de un pensamiento que no
tocaba y fue a coger el bolso para ir al cine.
Mientras conducía volvió sin querer a la noche anterior, demasiado
alcohol para alguien que apenas bebe, se dijo. La primera copa que le
ofreció aquel hombre, después una más, la habitación de hotel, y una
pasión violenta en brazos de un desconocido. <<Ya está bien ¿No hemos
quedado en que no tenía la mayor importancia?>>, dijo.
Entró en la sala casi vacía para elegir una butaca de la parte trasera
en la que pudiera estirar las piernas todo lo que el asiento de delante le
permitiera. Desde el principio al final no logró encontrar un especial encanto
a aquella historia que contenía buenas imágenes, una fotografía casi
perfecta, pero parecía hecha para lucimiento del actor principal. No le gustó
demasiado. Lo mejor habían sido las imágenes de la selva amazónica. Una
aparente aventura que acaba en un anodino romance. Mejor haberse
quedado en casa delante del televisor o leyendo un buen libro, aunque su
cabeza no estuviera para lecturas.
De regreso a casa las calles se habían llenado de coches. Encendió la
radio para hacer más llevadera la caravana mientras canturreaba algunas
de las canciones que oía, la música era una de las cosas que la
desconectaba de sus preocupaciones. Después de un largo rato en el coche
llegó a su casa con el mismo ánimo con el que había salido: el cine no la
había distraído demasiado de su rompecabezas. Al entrar, observó que el
contestador parpadeaba.
—Soy yo otra vez, María. Llámame cuando puedas.
Descolgó el teléfono con desgana para marcar el número de su
amiga. <<Está bien, tomaremos un café y te lo contaré>>, acabó diciendo.
La amiga no se conformaba con un café, quería la historia completa, con
pelos y señales.
—Mañana nos vemos y si quieres quedamos con tiempo
—respondió Leonor para zanjar la conversación.
A la mañana siguiente el despertador sonó a las seis, como cada día.
Se preparó un zumo de naranja y unas tostadas con aceite y sal, su
desayuno preferido. Después salió a correr un rato por el parque cercano a
su casa haciendo el recorrido habitual. De vuelta, se preparó para ir al
trabajo con la misma prisa que de costumbre. Salió en dirección a la
estación de metro que quedaba a dos manzanas. Prefería el transporte
público a usar su coche, entre otras razones porque el trayecto, con unas
cuantas paradas hasta llegar al destino, le permitía leer la prensa.
Cuando entró en el hospital le dijeron que su jefe quería verla, pero
antes de acudir a la llamada del coordinador de departamento fue hasta su
despacho a cambiarse. Encima de la mesa había una nota: Dra. Ayala, el
Dr. Rius quiere verla. No tenía idea a qué podía obedecer tanta insistencia.
Cuando llegó a la puerta de su jefe llamó, pero nadie respondía, estaba
vacío. Echó un vistazo por encima de la mesa rebosante de papeles y no
fue capaz de encontrar ningún indicio de lo que Joan pudiera querer de ella
con tanta urgencia. Se dirigió entonces al ala del hospital en que solía
trabajar y allí lo encontró.
—Hola, Joan. ¿Para qué querías verme?
—Me gustaría oír tu opinión sobre el paciente de la 206, aquel que
ingresó el viernes con malaria ¿Lo recuerdas?
—Pero si sabes de esa enfermedad más que nadie en este hospital,
por eso eres el Director del Departamento ¿No?
—Sí, está bien, pero quiero tu opinión, échale un vistazo cuando
puedas. Hoy tendremos sesión a las nueve y media en mi despacho, te
vienes un poco antes y lo comentamos.
—Pasaré consulta a mis pacientes y luego veo al de la 206. ¿Te
parece?
—De acuerdo.
Cuando iba por el pasillo, recibió un mensaje en su móvil: A las once
en la cafetería. María ¡Que insistencia la de su amiga!, pensó mientras
sonreía.
Al terminar la visita a sus enfermos, hizo lo prometido con el de la 206,
luego se dirigió al despacho de Joan Rius.
—¿Qué querías que viera exactamente en ese paciente?
—Dame tu opinión.
—He estado echando un vistazo a tu informe y no tengo nada más
que añadir.
—Bien.
—¿Qué quiere decir bien?
—Leonor, sabes que me falta poco tiempo para la jubilación, apenas
un año, y me gustaría proponerte como mi sustituta, tu experiencia de
dieciséis años te avala, esa es la razón por la que quiero compartir de vez
en cuando nuestros puntos de vista respecto a los pacientes.
—Es halagador que pienses en mi Joan, pero no. No me apetece
trabajar con la responsabilidad de un equipo sobre mis espaldas. Puede
parecer egoísta, poco profesional o qué se yo. Quiero un tiempo para mí,
esa podría ser la excusa. No te lo tomes a mal.
—Deberías olvidarte de Víctor ¿Es eso, verdad, lo que te tiene
preocupada? Entiendo tu situación, aún no te has recuperado, pero va
siendo hora de que efectivamente pienses en ti, aunque para ello no es
necesario hacer renuncias.
—Sí, es fácil cuando uno no está implicado —dijo con resignación.
—Dejemos tu estado de ánimo, tenemos mucho tiempo por delante
para que puedas recapacitar respecto a lo que te he dicho, no obstante, ya
sabes que la última palabra no la tengo yo, aunque creo que mi opinión
contará cuando deban tomar una decisión los que tienen que hacerlo.
—Gracias de nuevo, Joan, pero sigo creyendo que te equivocas de
persona.
—Sólo te pido que lo pienses. Nos vemos esta tarde en la reunión de
Departamento.
A las once entró en la cafetería, apenas quedaba gente almorzando.
María compartía mesa con otro médico.
—Hola, Leonor.
—Me voy, se me ha acabado el tiempo —se despidió el compañero de
mesa de María.
—Doctora López Andrade, doctora López Andrade, persónese en
traumatología —se oyó por los altavoces.
—¡Otra vez me voy a quedar en ascuas con tu asunto del sábado!,
dijo María. Ya sabes, los lunes son horrorosos en trauma. ¿Quedamos hoy
a cenar?
—No puedo, tengo guardia, pero…mañana, si te parece.
—De acuerdo. En el restaurante Attic a las nueve y media. Yo reservo.
Hasta luego.
—Hasta luego.
Leonor pasó el resto de la mañana deambulando por el hospital,
cumplía el trabajo con cierta desgana. Pensó en las palabras de Joan,
seguramente estaba en lo cierto respecto a Víctor, iba siendo hora de tomar
interés por otras cosas, pero no sabía cómo hacerlo. Habían pasado
bastantes meses desde su muerte y fuera como fuera, su marido no iba a
volver.
Llegó la última a la reunión de Departamento. La pequeña sala estaba
llena de médicos expectantes.
—Pasa, siéntate. Es mejor que todos estéis bien acomodados. Lo que
os tengo que comunicar no es precisamente una noticia de mi agrado, pero
me toca —dijo Joan Rius en tono serio.
—¡Venga, Joan, que parece que nos vas a anunciar el fin del mundo!
—exclamó uno de los médicos.
—Sabéis los problemas de gestión que tenemos últimamente en el
hospital. La gerencia nos ha comunicado a los directores de departamento
que nuestra área de influencia será más pequeña, es decir, atenderemos a
un número menor de pacientes. Eso significa, como podéis imaginar, una
reducción de plantilla. Desconozco hasta dónde llegará, nos lo comunicarán
más tarde, de momento están negociando con la administración esa
cuestión, pero me temo que alguno de vosotros tendrá que buscar otro
destino.
—¿Así, y ya está? —Interrumpió una de las asistentes.
—Tal vez tenía que haber esperado a tener datos más concretos para
comunicarlo, pero he pensado que cuanto antes los supierais, mejor se
podría resolver de manera satisfactoria esta situación. Es posible que
alguno de vosotros tenga una alternativa y decida marchar antes de un
posible despido.
—¿Y cuándo se sabrá algo?
—Tres meses, cuatro tal vez, pero no más.
Empezaron a comentar entre ellos, las conversaciones se cruzaban.
—¿Qué le pasa a Leonor, está como ausente? —preguntó uno de los
médicos a su compañero de silla.
—Es que su marido, haciendo submarinismo en las islas Medas, no
hizo la descompresión y se murió. Está muy afectada.
—Sí, eso lo sé ¿Pero hace tiempo no?
—Sí, hace tiempo, aunque le cuesta recuperarse.
Leonor optó por marcharse de la reunión sin que nadie se apercibiera.
Le daba igual, no sentía la menor preocupación por el puesto de trabajo.
Incluso pensaba comentarlo con el Comité de Personal. No se veía con
fuerzas para las negociaciones, sería mejor dejar paso a otro que ocupara
su lugar en el comité y defendiera los intereses de todos con mayor
entusiasmo. Al salir de la reunión tropezó con una señora que sostenía un
ramo de flores.
—Hola, doctora Ayala, la estaba buscando. Tenga, esto es para usted
—dijo acercándole el ramo de flores.
—¿Para mí?
—Sí, se ha portado usted muy bien con mi hijo. Cuando volvió de
Uganda todos creíamos que su vida se perdía y usted lo salvó.
—No gracias, no puedo aceptarlo, eso ha sido un trabajo de equipo y
yo soy una más en él.
—Acéptelo, por favor. No sabe lo agradecidos que le estamos.
—No, lo siento. Discúlpeme, tengo trabajo.
Dio media vuelta sin más, dejando a la señora con el ramo de flores y
cara de no entender qué le hacía rechazar un regalo tan sencillo sin saber
que Leonor nunca los aceptaba de los pacientes.
La guardia de la noche era tranquila, no había movimiento en el
hospital. Pasó muchas de las horas delante de un televisor, aunque
prestando poca atención. Mientras las imágenes pasaban delante de sus
ojos recordó aquella noche con el kurdo ¿Qué la había llevado a acabar, sin
más, en la cama de aquel hombre? Fue un despropósito. Tal vez le daba
demasiada importancia, quizás comentarlo con María no fuera tan mala
idea, aunque se sentía agotada como para ir a cenar. Cuando salió de la
guardia la llamó.
—¡Hola! ¿Cómo te ha ido la noche? Espero que no estés muy
cansada para la cena de hoy —dijo María.
—Te llamo por eso precisamente. Estoy cansada, no me apetece salir.
No te estoy dando esquinazo, pero de verdad me apetece quedarme en
casa y descansar.
—¡Bueno! —dijo María en tono displicente—. No te preocupes, hoy
tampoco me iba bien, Xavier ha vuelto de viaje antes de lo previsto y está
en casa.
—Mejor quedemos el viernes, entonces. Si no me equivoco las dos
tenemos el sábado libre y podremos alargar la noche.
—Ya no me fío mucho de ti. Está bien, llamo al restaurante y cambio
la reserva para el viernes a la misma hora ¿De acuerdo?
—Sí, de acuerdo. Hasta luego, me voy a dormir, lo necesito.
—Que descanses.
Llegó a casa y encendió muchas luces, como si de esa manera se
sintiera acompañada. Se le habían quitado las ganas de dormir. Se dirigió a
la estantería para coger uno de los libros de poesía que solía releer. Entre
sus hojas encontró un poema de Lola, una de sus compañeras de trabajo.
Volvió a leerlo porque cuando lo hacía recordaba con qué cariño se lo había
regalado.
De NadaCuando el inevitable hechizo de la noche — me asalta —de nada, sirve ya la serenidad reconquistada. De nada, cuando el cuerpo se rebelapara buscarte en el vacío — desesperadamente — De nada, cuando traicionero, clamainsistente, incesante, que ni siquiera
sé el espacio donde imaginarte.
Por eso, a medida que la noche — inexorablemente avanza —por debajo de la nada, el pensamiento me arroja sí, proclamaque no importa el lugar en que te encuentresporque el inevitable hechizo de la noche,
también a ti te asalta. Sólo que, en lugar de abrirte paso en el vaciopara —desesperadamente amarme—desde otro cuerpo, tú,lejos de rebelarte, acaso ya, ni te defiendes.
Lola Irún
Cuando leía aquel poema pensaba siempre en Víctor, aunque él ya no
pudiera ni desde otro cuerpo, ni desde ningún otro lugar, rebelarse o
defenderse. Se había quedado dormida en el sofá con el libro caído en su
regazo. Despertó a la hora de comer, fue a la nevera y sacó del congelador
una de esas comidas precocinadas que sólo había que calentar en el
microondas. Se le hacía tarde para la sesión de psicoanálisis. Acabó de
comer y después de tomar café se arregló. Con el maquillaje daría un
aspecto más relajado a la cara porque las ojeras no habían marchado aún.
Se pintó los ojos de manera discreta, dio un poco de brillo a los labios y
acabó recogiéndose la melena en una cola. En el armario buscó un traje
que estuviera de acuerdo con su estado de ánimo, algo discreto. Bajó los
cinco pisos que separaban su casa del aparcamiento en ascensor y cogió el
coche para dirigirse a la consulta.
Al pulsar el timbre nadie abrió la puerta. Le pareció extraño, eran las
cuatro y media, la hora a la que había quedado. Sacó la PDA para
cerciorarse y se dio cuenta del error: tenía la visita una hora más tarde,
había olvidado que en la última sesión la cambiaron.
Cruzó la calle para entrar en un bar a tomar un cortado. En el pequeño
bar, con olor a aceite requemado, no había más que una señora gruesa y
entrada en años detrás de la barra. <<Siento no poder servirla está cerrado
aunque puede probar en la esquina, saliendo a la izquierda, ese local suele
estar abierto>>, le dijo.
Entró en el café, uno de esos que se habían puesto de moda hacía
algunos años en Barcelona con sucursales por todas partes: “El café de
Roma”, enfrente del hospital había uno igual. Una luz un tanto apagada para
una cafetería, pensó. Para hacer tiempo cogió uno de los diarios que estaba
colgado de un gancho en la pared. Ojeándolo encontró la noticia que les
había comentado la tarde anterior Joan Rius y se detuvo en ella. Se hablaba
de la reducción de plantilla en el Hospital junto a una posible sustitución en
la Gerencia. Seguía sin preocuparle, había formalizado su dimisión del
Comité de Personal, eso la liberaba de compromisos. Acabó de tomarse el
cortado y pagó para dirigirse de nuevo a la consulta del psicoanalista.
Llamó al timbre para que le abrieran la puerta del zaguán. Subió en
ascensor, uno de esos antiguos que aún quedaban en el barrio del
Ensanche, con puertas de madera, asiento y espejo que parecía transportar
a principios de siglo. Olía a perfume de hombre, como si alguien hubiera
aprovechado para darse el último toque delante del espejo. En la puerta la
esperaba el terapeuta que le estrechó la mano.
—¿Qué tal?
—Aparte de que he venido con una hora de antelación, bien.
—Interesante dato. Pase.
Leonor se estiró en el diván y empezaron por comentar el que hubiera
llegado una hora antes como un posible estado de ansiedad, aunque ella lo
negó, prefería creer que era pura desorientación causada por el tipo de vida
que llevaba. Quiso reconocer, eso sí, que su carácter se volvía cada vez
más agrio, que era muy selectiva a la hora de elegir amigos, de hecho, sólo
se relacionaba con María y poco más. Se estaba volviendo una adicta al
trabajo, lo que suponía, según ella, un mal signo, un declive imparable. El
analista le preguntó si no se había planteado un cambio de trabajo, aunque
fuera en el mismo hospital. Se sentía cómoda con lo que hacía, pero iba a
reflexionar al respecto, quizá se le ofrecieran nuevas oportunidades.
Era Víctor lo que seguía pesando sobre su manera de comportarse.
Intentaba superar su desaparición, pero sin querer, se encerraba más y más
en si misma. Él había estado siempre a su lado desde que eran muy
jóvenes. Ambos se apoyaban mutuamente. Fueron una pareja con altos y
bajos en la relación, como otra cualquiera, pero siempre hubo entre ellos
muchas cosas que los unían. El analista le sugirió buscar cosas diferentes
al trabajo, alguna actividad que le gustara y ocupase su tiempo libre, a la
vez que le permitía hacer nuevos amigos que la ayudarían a superar poco
a poco la pérdida de Víctor.
Al acabar la sesión no salió mucho mejor de lo que había entrado,
pero al menos quedaron pendientes unas cuantas preguntas a las que
debía encontrar respuesta con el tiempo.
Se encaminó hacia el aparcamiento en donde había dejado su Audi
A3 con el que condujo hasta la playa de San Sebastián. Eran los últimos
días de primavera, aún le quedaban un par de horas de luz solar que
aprovecharía dando un paseo. Aparcado el coche, se descalzó las botas y,
a paso lento se dirigió por la arena hacia la orilla del mar. Con los
pantalones remangados hasta la rodilla empezó a caminar por el agua, un
poco fría, pensó, sintiendo las olas golpear sus piernas. Le gustaba el olor a
mar, el movimiento y recurría a él cuando necesitaba pensar. Caminó
durante algo más de media hora, mientras lo hacía, recordaba la
conversación con el psicoanalista. Sin duda no era una cuestión laboral, en
su trabajo se sentía cómoda a pesar del cansancio, eran sus relaciones, los
amigos, a los que tanto había descuidado en los últimos meses.
Seguramente él tenía razón al respecto.
Llegó a casa a las ocho de la tarde y se dijo que aún le quedaba
tiempo para ir al gimnasio. Cogió la bolsa de deportes del armario de su
habitación, la abrió para comprobar que contenía todo el equipo y salió de
casa. En la recepción del gimnasio se encontró con una de las personas
con las que coincidía habitualmente.
—¡Leonor, cuánto tiempo sin verte! ¿Es que ya no vienes por aquí?
—Sí, cada día, a no ser que tenga guardia, ya sabes, pero he
cambiado la hora, vengo un poco antes. Hoy tenía unos recados que hacer
y por eso se me ha hecho tarde.
Antes de entrar en la sala de máquinas recogió un diario con el que
distraer su pedaleo en la bicicleta estática. Vio la noticia del congreso que
se celebraría en la Universidad Menéndez Pelayo de Valencia al que ella
tenía previsto asistir con Joan Rius. Para ser un congreso al que acudirían
1.600 expertos el diario dedicaba poco espacio. Lo que no tiene
trascendencia mediática no existe, esa es la cruda realidad, pensó.
Al levantar la cabeza del diario vio que se le acercaba Luís, un
compañero de hospital que siempre había mostrado interés por ella.
Cuando se saludaron con un par de besos Luís le recordó que tenían
pendiente una cena, así que debía encontrar un hueco. Prometió que lo
intentaría, pero estaba muy ocupada en el hospital y siempre salía tarde y
cansada. Quedaron en llamarse para buscar un fin de semana que le fuera
bien a los dos. Se marchó pensando en el encuentro con Luis por el que no
sentía interés, aunque le pareciera una buena persona.
Se había hecho de noche y, aunque el verano estaba próximo, por las
calles apenas se veía gente, así que al dejar el coche en el aparcamiento
decidió disfrutar de esa soledad que tanto le gustaba. Paseaba observando
las luces de las viviendas e imaginaba la vida que habría en cada una de
aquellas casas, la felices y las infelices, las de los cansados de compartir y
la de las parejas recién constituidas y regresó tras el pequeño paseo con el
ánimo algo recompuesto porque después de todo era capaz de imaginar
vidas mucho peores que la suya.
Al entrar en el piso, dejó junto a la puerta la bolsa de deporte que
había recogido del y se dirigió por el pasillo hacia la cocina para sacar del
congelador un preparado de verduras. No le gustaba cocinar, así que su
nevera siempre estaba provista de esos precocinados que compraba en el
supermercado por decenas. No era una alimentación idónea, lo sabía, pero
en el hospital procuraba compensarlo con menús equilibrados. Mientras se
calentaban las verduras en el microondas, puso música de Miles Davis y
preparó la mesa. Después de cenar, apagó la música y fue a lavarse los
dientes. Delante del espejo comprobó que sus ojeras, por fin, habían
desaparecido. Aunque era temprano, estaba cansada y se fue a dormir.
DOS
Llegaron al restaurante Attic por separado. En una mesa con vistas a
las Ramblas se sentaba María en animada charla con el maître. No había
mucha gente, cosa extraña tratándose de un viernes, que en aquel
restaurante significaba lleno seguro. Cuando llegó junto a su amiga se
saludaron con un par de besos.
—Siento haber llegado tarde, habrás visto cómo está el tráfico —dijo
Leonor.
—Yo he venido en metro, he pensado que luego me llevarás a casa,
cada vez me da más pereza conducir y como sé que a ti te encanta...
—Me encanta cuando voy por una carretera despejada, pero por estos
atascos que se organizan a veces en Barcelona no me gusta tanto.
—¿Os parece bien la mesa que os he reservado? —preguntó el
maître.
—Ah, sí, perdona Bruno, ni siquiera te he saludado. Sí, es un sitio
estupendo, como siempre.
Mientras esperaban que les sirvieran la cena hablaron del
desasosiego que reinaba entre el personal del Clínico por la reducción de
plantilla. Algunos habían empezado la búsqueda de un nuevo trabajo. <<Tal
vez esa sea una oportunidad para muchos>>, comentó Leonor. María no
coincidía con ella. Estaba preocupada, no era el mejor momento para
cambiar después de dieciséis años de experiencia. Además, con su
tratamiento de fecundidad asistida, ni a ella ni a Xavier le iban a hacer
mucha gracia las incertidumbres. No era la mejor manera de recibir a una
criatura, con una madre en paro. Ellas no tenían por qué preocuparse, dijo
Leonor, si había reducción, era lógico que empezaran por los que entraron
los últimos, no le inquietaba lo más mínimo.
Una camarera les sirvió los primeros platos.
—A lo nuestro. Cuéntame lo del sábado con ese kurdo
—propuso María con voz entusiasmada.
—No hay nada que contar, un buen revolcón y nada más, no fue
importante.
—¡Toda la semana esperando que me cuentes la historia y eso es todo
lo que se te ocurre! ¿Un buen revolcón? —preguntó María en tono burlón.
—Es que no fue más que eso, no sé quién es, ni su número de
teléfono, ni siquiera sé si vive aquí o en Pernambuco. Fue una buena
noche y ya está, de verdad, María, no vale la pena darle más vueltas.
Deberías preguntar cómo estoy, eso es lo importante —dijo Leonor con una
sonrisa forzada.
—Está bien, me estás llamando cotilla, lo entiendo. Que quiera saber
lo que ocurrió no es incompatible con que me preocupe por ti. A veces dices
las cosas como si no nos conociéramos.
Leonor se dio cuenta de lo desafortunado de su comentario y en un
intento por desviar la conversación se puso a hablar de la última sesión con
el psicoanalista en la que había surgido la necesidad de relacionarse más.
María estaba de acuerdo porque ella misma había insistido en ese punto sin
logar el menor éxito, así que al hilo de la conversación se le ocurrió
proponer un encuentro con su antiguo grupo de amigas con las que Leonor
había perdido el contacto. Recuperarlas podría ser positivo. <<Compartir los
problemas con los amigos siempre ayuda>>, dijo María.
—No estoy muy segura de eso.
—Yo creo que cuando alguien pasa un mal momento lo peor que
puede hacer es encerrarse en si mismo. No quiero pasarme de sincera,
pero tu actitud con la gente, los amigos, después de lo de Víctor, no ha sido
buena para ti.
Leonor quiso desviar de nuevo la conversación, porque le costaba
reconocer lo que su amiga decía y tampoco quería enzarzarse en una
discusión que no le apetecía. Así que, sin venir a cuento explicó el
encuentro con Luís y que seguía insistiendo en invitarla a cenar. María
quiso saber porqué seguía siendo tan exigente. <<Aún recuerdo lo que le
costó a Víctor conquistarte>>, le dijo.
—¡María, deja de una vez a Víctor en paz!
—Disculpa, no pretendía herirte. Reconozco que el comentario ha sido
desafortunado. Perdona.
—Perdóname tú, estoy demasiado irascible.
—No te preocupes.
—Por cierto ¿Cómo está Xavier?
—¿Xavier?
—Bueno, es que hace tiempo que no lo veo.
—Está en Munich, viajando mucho, como siempre, pero ya me he
acostumbrado.
—Tal vez por eso apenas os peleáis —ambas se rieron.
—¿Qué te parece si quedamos con nuestras amigas para ir a aquella
casa rural, a la que nos llevaste en Semana Santa del año pasado?
—¿Te refieres al Querol Vell, aquella del Berguedà?
—Sí, a esa.
—No quiero que pienses que no pongo de mi parte. Si te apetece,
organízalo.
—¿Qué tal dentro de dos fines de semana?
—No me va bien, voy a Valencia a ese congreso de parasitología, es
muy importante para mí. Vienen 1.600 expertos de todo el mundo y
presentamos una ponencia sobre malaria. Debo prepararme a conciencia.
—Ah, sí, algo me habías comentado y el otro día lo leí en la prensa,
parece interesante.
—Lo es. Voy con Joan Rius que está entusiasmado con la ponencia.
—Esperamos que pase el congreso y organizo lo del Querol Vell.
Buscaré un fin de semana en que Xavier y yo no coincidamos.
—De acuerdo.
En el restaurante quedaban pocos clientes. El maître se les acercó.
—¿Os apetece un chupito?
—No, gracias ya nos vamos ¿Nos podéis traer la cuenta, por favor?
—preguntó Leonor.
—¿Habéis cenado bien?
—Sí, como siempre.
—Hacía tiempo que no os veía por aquí, en cambio, vuestras amigas
suelen venir casi cada fin de semana, es raro que no hayáis coincidido.
—Mucho trabajo. Ya sabes que las guardias en el hospital caen donde
quieren y algunas en fin de semana —contemporizó María.
—Espero veros pronto. Buenas noches.
—Buenas noches.
María y Leonor se dirigieron Rambla arriba para ir a buscar el coche a
la Plaza de Cataluña. Aunque era relativamente tarde, las ramblas estaban
a rebosar, sin duda porque la temperatura era muy agradable. Era un
conglomerado de turistas, lenguas diferentes, gente que bajaba y subía, un
espectáculo digno de ser observado.
—¿Qué te parece si tomamos algo aquí en el Zurich antes de irnos?
—preguntó María.
—Me parece bien, la noche invita a quedarse un rato, no hace nada
de frío. Además, fíjate cómo está de animado, si parecen las ocho de la
tarde.
El Zurich seguía concentrando a una clientela muy diversa, muchos
turistas paraban allí por su cercanía a las Ramblas y la Plaza de Cataluña
puntos ineludibles en cualquier guía de Barcelona para visitantes. Se
sentaron en la terraza exterior. María retoma la conversación sobre el
encuentro con las amigas e insiste en lo importante que puede ser retomar
aquella amistad. Están en animada charla cuando de una mesa se levanta
una persona que se acerca a saludarlas.
—¡Hola! Os he estado observando un rato porque no sabía si erais
vosotras. ¡Cuanto tiempo!
—¡Hola, Toni! ¿Cómo te va? —dijo Leonor.
—Bastante bien, aprovechando los últimos días en Barcelona.
—¿Los últimos días en Barcelona?
—Me marcho a trabajar en un proyecto de cooperación al que
dedicaré un año. Hace tiempo que quería hacer una cosa así y ahora me ha
surgido la oportunidad. Estoy muy ilusionado.
—Nunca es tarde si la dicha es grande.
—Sí, ya sé que he hablado mucho sobre esa idea y nunca la he
llevado a cabo, pero ya veis, ahora sí.
—Espero que te vaya bien —comentó Leonor.
—Antes de irme quisiera salir un día a dar una vuelta contigo y
mantener una charla.
—No me parece una idea muy apropiada, para mí está todo en su
justo lugar, después de tanto tiempo no creo que valga la pena.
—Precisamente porque el tiempo ha debido poner muchas cosas en
su sitio necesito hablar contigo antes de irme. Éste encuentro me ha venido
bien porque iba a llamarte por teléfono
—Está bien, llámame la semana que viene y quedamos —dijo a
regañadientes.
—¿Tu número de móvil sigue siendo el mismo?
—No, te anoto el nuevo.
Leonor cogió una servilleta de papel y escribió su número.
—Te llamo. Me alegro de haberos visto. Hasta luego.
—Adiós —dijeron al unísono.
María hizo saber a Leonor que le parecía bien que hubiera aceptado
la invitación de Toni. La hizo pensar en cómo había sufrido Toni la pérdida
del que fuera su mejor amigo y por qué no podía ser aquel un buen
momento para reconducir una amistad rota por malos entendidos. Leonor
no quiso añadir ningún comentario. Se limitó a mirar el reloj e indicar que
era hora de marchar.
TRES
Rius no pudo asistir al Congreso con Leonor que hubo de hacerse
cargo de la presentación de la ponencia que habían preparado
minuciosamente sobre los trabajos del equipo que en Manhiça,
Mozambique experimentaba una vacuna contra la malaria.
Leonor esperaba que le dieran habitación en la abarrotada recepción
del hotel Sidi Saler en donde se alojaba la organización y los ponentes del
congreso internacional de enfermedades infecciosas y bioterrorismo. A su
lado estaba Jean Carneveau, coordinador de la Organización Mundial de la
Salud.
—¿Qué tal doctora Ayala?
—Muy bien doctor Carneveau. Es un gran honor poder compartir con
usted una de las mesas de este congreso.
—No, por favor, el honor es mío. Los estudios del equipo de Salud
Internacional de su hospital sobre la malaria en África me parecen muy
interesantes. Esa vacuna que ustedes experimentan puede ser un gran
avance.
—Aquí tiene su llave, doctora Ayala, habitación 404. Un botones le
subirá enseguida el equipaje. El ascensor que lleva a la habitación lo
encontrará en el pasillo que hay a su izquierda. Que tenga una feliz
estancia —dijo el recepcionista.
—Muchas gracias. Bien, doctor Carneveau, supongo que nos iremos
viendo y tendremos oportunidad de charlar un rato. Le explicaré nuestra
experiencia en Mozambique de manera particular dado su interés.
—¡Cómo no! Estaré encantado. Me interesa lo que los doctores Rius,
Osnola y su equipo están haciendo desde el Clínico de Barcelona.
—Nos vemos entonces. Hasta luego.
A la mañana siguiente empezaba el Congreso. Varios autocares
recogieron a los congresistas en el hotel para llevarlos al campus de
Burjassot en donde la Universidad organizaba el encuentro de
parasitólogos.
Leonor compartió ponencia con algunos de los más reputados
expertos en malaria venidos de África, había coincidido con algunos de ellos
cuando estuvo en Mozambique y posteriormente en Tanzania.
Si los otros ponentes hablaron de la trágica realidad con la que se
encontraban cada día, los cientos de caídos por enfermedades infecciosas,
Leonor partió de la tragedia para poner un punto de esperanza en el
combate contra la malaria. Desmenuzó de manera prolija el proceso de
investigación del equipo liderado por Osnola y Rius, los pequeños avances,
pero importantes, con una vacuna contra ese mal de muchos países del
mundo, vacuna que se había mostrado eficaz en un 30% de los casos, un
avance considerable si se tenía en cuenta que hasta la puesta en práctica
de su vacuna se partía prácticamente de cero. No olvidó solicitar la
concurrencia de los organismos internacionales como la OMS para que
actuaran de conciencia sensibilizadora ante las grandes potencias
farmacéuticas, más sensibles al rendimiento económico que a salvaguardar
la salud de los desheredados del mundo.
Al término de la mesa redonda fue e felicitada por muchos de los
asistentes al Congreso. Ella les agradecía su amabilidad con la mejor de
sus sonrisas. Era cierto que se lo había preparado a conciencia y que
contaba con una amplia experiencia en países africanos, pero se sentía un
poco abrumada ante tanto reconocimiento. En el fondo, creía ser una
privilegiada frente a los demás que vivían sus experiencias en continuo
contacto con la dura realidad que afectaba a millones de personas en el
mundo. Ella podía volver a Barcelona después de pisar territorio africano y
eso era una gran diferencia frente a aquellos médicos que siempre estaban
en contacto con aquella dura realidad.
En la comida que siguió a la mesa redonda coincidió con un
responsable de la OMS, que durante la sobremesa le sugirió la posibilidad
de trabajar para dicho organismo. Leonor estaba agradecida por la
propuesta, pero declinó la oferta sin pensárselo, sin dar oportunidad a su
interlocutor de explicarse. No entraba en sus cálculos abandonar Barcelona.
El Congreso fue un éxito en cuanto a intercambio de experiencias,
pero reinaba el pesimismo entre los asistentes, incapaces de encontrar
fórmulas que ayudaran a paliar muchas de las enfermedades que
diezmaban la población del tercer mundo. “¿Por qué la globalización que
tanto hacía por la economía de los países ricos no podía funcionar para
encontrar soluciones a los problemas del tercer mundo?”, se preguntaba
Leonor que a pesar del éxito de su ponencia veía el futuro con bastante
desazón.
No obstante, salió del Congreso con la autoestima recargada. Bien
sabía que su ponencia no era el producto del trabajo de una sola persona,
sino de un equipo, pero había tenido el honor, porque así lo sentía, de
presentar al mundo los logros de aquellas personas que habían trabajado
en el proyecto de manera esforzada y que se empezaban a ver
recompensados por unos resultados que mejorarían la vida de millones de
personas.
Con el mismo orgullo recordó a sus padres, aquella pareja de jóvenes
maestros que había partido de un municipio de siete mil habitantes de la
huerta murciana con una niña de cuatro años a la que querían ofrecerle las
mejores oportunidades del mundo. Una pareja que se instaló en Barcelona
sin conocer a nadie y que se mantuvo siempre alerta a los progresos que su
única hija experimentaba día a día en los quehaceres escolares, celebrando
cada buena nota con tanta alegría y orgullo que ella se sentía compensada
por el esfuerzo.
Y cómo olvidar a Víctor, lo orgulloso que se hubiera sentido de ella. Él,
que tomó el testigo de sus padres y fue el mayor apoyo en la incansable
carrera de obstáculos de una complicada carrera de medicina, el
compañero que la ayudaba a perseverar y mantenerse en pie cuando las
cosas se complicaban.
Se iba de allí satisfecha por no haber defraudado a ninguno de ellos, a
sus padres, a Víctor y al equipo del Clínico.
CUATRO
Leonor y Toni supieron vencer sus reticencias y quedaron una tarde
soleada en la que las calles estaban llenas de gente. Ella llegó antes y lo
esperaba sentada en un banco junto a una fuente en la que unos niños
jugaban con el agua contagiándole sus divertidas risas. Al instante vio
aparecer a lo lejos a Toni entre un grupo de turistas. Lo distinguió por su
cabello negro rizado y aquella manera de caminar tan peculiar, como dando
saltitos, que lo caracterizaba. Llevaba puesta un jersey gris de cremallera
que Víctor y ella le regalaron en un cumpleaños.
—¿Te he hecho esperar mucho?
—No, acabo de llegar.
—Gracias por aceptar mi invitación.
—No hay de qué, he venido porque le he dado muchas vueltas a
cómo empecé a distanciarme de ti y he llegado a la conclusión de que
durante todo este tiempo mi actitud no ha sido correcta. A veces hacemos
las cosas creyendo que vamos por buen camino y el tiempo nos quita la
razón.
—Vamos a dar un paseo mientras charlamos ¿Te parece?
—Buena idea.
—El encuentro casual del otro día me pareció una suerte. Quería
llamarte hace meses, pero no encontraba un estado de ánimo o el momento
oportuno para hacerlo.
—Sí, algo parecido me ha ocurrido a mí. He obrado mal en todo este
asunto. Hasta ahora pensaba que si te mantenía lejos podría olvidar el
sufrimiento que aún me produce la desaparición de Víctor. Grave error el
mío, cuando, sin duda, hubieras podido ayudarme, o mejor, nos hubiéramos
ayudado mutuamente a pasar ese trago.
—Tal vez yo tenga parte de culpa, debería haber forzado el encuentro.
Durante este tiempo he pensado muchas veces en cómo debías estar, me
preguntaba si te era fácil o difícil continuar la vida sin él.
—Me sigue costando hablar de ello, aunque es posible que haya
llegado el momento.
—Creo que guardar lo que uno siente sin compartirlo no es
beneficioso, pero estoy dispuesto a respetar tus deseos y que hablemos de
eso sin prisas, poco a poco.
—Creo que necesito más tiempo, de momento es bueno que vayamos
engrasando nuestra deteriorada amistad. Llegará un punto en que podamos
hablar con mayor serenidad.
—Puede que tengas razón.
—¿Por qué no me cuentas ya lo de tu viaje? –dijo Leonor para desviar
la conversación.
—Me voy a hacer de maestro a Brasil.
—¿A Brasil? ¿Pero, por qué tan lejos?
—Es una gran oportunidad poder colaborar con gente que lo necesita,
un reto, a la vez que una experiencia interesante.
—Para algo te va a servir que tu madre sea portuguesa.
—¡Mujer, dicho así!
—Me refiero a que saber portugués en Brasil es bastante útil. Cuenta
¿Qué se te ha perdido allí?
—Debes haber oído algo sobre que el Gobierno de Brasil está
llevando a cabo de manera prioritaria un programa sobre sanidad y
educación. Necesitan gente y me he ofrecido a hacer lo que sé: enseñar.
Sabes que siempre he querido participar en alguna experiencia de
colaboración y ésta es muy interesante.
—Sí, puede ser muy interesante ¿Y vas sólo?
—No, en septiembre me uno a dos médicos franceses y otro maestro
portugués para ir hacia allá.
—¡Ah! Pensaba que te ibas ya.
—Antes debo acabar el curso en junio, un par de meses de
vacaciones, que me van a hacer falta, y a mediados de septiembre
partiremos hacia Manaos.
—¿A la capital de la Amazonia brasileña?
—Sí, allí mismo.
—¿Y por cuánto tiempo dices que te vas?
—Un año, más o menos. Estoy arreglando los papeles para no tener
ningún problema a la vuelta y conservar mi lugar de trabajo. Pediré una
excedencia, ya tengo casi todo listo.
—¿Lo ves? Debe estar escrito en algún sitio que nuestra amistad no
puede ser fluida.
—¿Por qué?
—Lo veo difícil, hay miles de kilómetros de distancia.
—Existen las cartas, el correo electrónico....
—Ya, pero no creo que una relación epistolar tenga mucho futuro, es
algo muy frío.
—Me quedan algo más de dos meses para marchar y además voy a
volver, no me quedo allí para siempre. Me gustaría recuperar parte del
tiempo perdido.
— Ya hemos abierto la puerta de nuevo. Es cuestión de que los dos
pongamos de nuestra parte.
Toni se quedó mirándola como si estuviera pensando lo que iba a
decir. Ella se fijó en aquellos ojos casi negros que siempre le parecieron de
mirada sincera.
—Sí, lo has dicho antes, pero quiero que entre el aire por esa puerta.
Deberíamos vernos más a menudo.
—¿A qué te refieres?
—A que creo que es un lujo que no nos podemos permitir, ese de ir
perdiendo amistades por el camino. Estoy seguro de que si abrimos de
nuevo ese camino podremos seguir compartiendo muchos momentos.
—Estoy de acuerdo en que perder amistades es un lujo, pero las
cosas son así a veces.
—Las cosas son así si no ponemos nada de nuestra parte.
—Está bien, Toni. Ya he reconocido antes que no adopté la mejor de
las posturas respecto a ti.
—Tienes razón, ya lo hemos comentado antes.
—Deberíamos irnos, se está haciendo un poco tarde, esta noche
tengo guardia.
—De acuerdo. Te llamo otro día para cenar, si te parece, así
hablaremos con más tranquilidad.
Leonor se había sentido incómoda antes del encuentro porque era
consciente de haber sido la causante de la ruptura en la relación. Ahora se
daba cuenta de que el encuentro había sido una buena idea de Toni. Hablar
con él, aunque hubiera sido un breve instante, no resultó tan mal como ella
preveía.
Se había alejado del mejor amigo de su marido porque no dejaba de
asociarlo a la pérdida. Pensó que haciendo desaparecer a Toni lograría
sobrellevar el dolor. Ahora reconocía que su actitud sólo la llevó a perder a
un verdadero amigo.
CINCO
Era un día soleado de final de primavera con una fuerte luz
mediterránea. Leonor conducía a gran velocidad por la carretera estrecha
que llevaba hasta El Querol Vell, la casa de turismo rural que habían
alquilado para pasar el fin de semana todas las amigas. Sonaba un CD de
John Coltraine a volumen muy alto. María se limitaba a ver el paisaje. A
Leonor no le gustaba hablar mientras conducía y ella era muy respetuosa
con eso. Además no quería distraerla porque iba demasiado deprisa.
—Sabes que han colocado radares por todas las carreteras, deberías
ir un poco más despacio.
Leonor le hizo un gesto con la mano para indicarle que callara. Al
llegar al pantano de La Baells paró el coche.
—Me apetece pasear un rato por aquí —sugirió Leonor.
—Te espero sentada en el coche, he dormido poco esta noche y estoy
cansada.
Leonor exhaló aire profundamente para cargarse de energía e inició el
paseo. Las motas verdes de los brotes primaverales en las ramas daban un
color alegre al paisaje. La vegetación se asomaba al agua del pantano para
reflejarse en ella. La lluvia caída había dejado un rastro de olores intensos.
Durante el paseo pensaba en el encuentro con sus amigas las que hacía
casi un año que no veía. La idea de María para recuperarlas tal vez fuera
acertada, una buena oportunidad aunque aquel intento de recomponer la
amistad perdida no era fácil.
Estuvo caminando un rato largo. Era una de sus pasiones: el contacto
con la naturaleza, un medio en el que se desenvolvía bien, una afición que
había cultivado desde pequeña; solía dar largos paseos por la rivera del río
Segura con su padre cuando volvían a Ceutí, el pueblo de la familia. Víctor y
ella también solían hacer caminatas por el parque de Collserola, sobre todo
durante los domingos de primavera y otoño en los que daban aquellos
largos paseos. Mientras paseaba, recordó un día caluroso de primavera en
el que los dos empezaron besándose apasionadamente y acabaron
haciendo el amor entre unos matorrales. A él le divertía el riesgo de ser
descubiertos. Con ese pensamiento volvió hasta el coche en donde María la
esperaba dormida.
—Vayámonos, ya quedan pocos kilómetros.
—¡Qué susto! Me había quedado dormida.
Mientras conducía se le ocurrió explicarle a María la oferta que le
había hecho el responsable de la OMS cuando el congreso de Valencia. Era
una buena oferta pero la disuadía el tener que abandonar Barcelona y
porque estaba contenta con su trabajo. Su amiga también la consideró una
buena oferta, pero le dijo que nadie mejor que ella sabía si le iba a
compensar el cambio, o si estaba dispuesta a renunciar a lo que ya tenía.
“Tómate un tiempo para pensarlo”, le dijo.
—Te lo he comentado por hablar de algo, en realidad ya he resuelto
que no me interesa, pero me ha costado tomar la decisión. No sé si habré
perdido la oportunidad de mi vida.
Eran las once de la mañana cuando llegaron al Querol Vell. El dueño,
Manel, salió a recibirlas. Las recordaba de la otra vez que habían estado;
congeniaron mucho con él y su mujer e incluso les estuvieron ayudando en
algunas labores del huerto.
—Sois las primeras en llegar. Bienvenidas.
—¡Fantástico! Podremos elegir habitación —propuso María.
Leonor era capaz de acomodarse en cualquier lugar, pero quería una
habitación individual. Le gustaba reservarse momentos del día para estar
sola. Aquellas largas charlas en la cama antes de dormir no le habían
gustado ni cuando era pequeña en las salidas que organizaba el Instituto.
—Vamos a bajar las cosas del coche y aprovechamos para ir
colocándolas en el armario mientras llegan —dijo Leonor.
—Me parece buena idea.
—Si venís después por la cocina, os preparo un zumo de naranja.
—Estupendo, un zumo natural a media mañana es una gran idea.
Se oyó el ruido de un motor, a los pocos segundos apareció el coche
de Lorena, que iba al volante, con Irene y Ana. Las tres bajaron muy
sonrientes del coche y se dirigieron a saludar a las otras.
—¡Menos mal que hemos llegado! Nos habíamos perdido y hemos
dado más vueltas que una peonza, no me aclaraba con las carreteras.
—Llegáis justo a tiempo, me disponía a preparar un zumo de naranja
¿Os apetece?
—¡Claro!, ¡Estupendo!
Las tres se comportaban como si la relación no se hubiera roto tiempo
atrás, así habían quedado con María y así lo hacían.
—Nosotras íbamos a colocar las cosas —les comunicó Leonor.
—Es buena idea, luego tendremos todo el tiempo libre.
Entraron en la casa y se distribuyeron las habitaciones: María con
Ana, Irene con Lorena y Leonor sola, como de costumbre. Después de
colocar sus cosas en los armarios se dirigieron a la cocina donde Manel
preparaba los zumos.
—Esto ya casi está —dijo el casero acabando de exprimir la última
naranja—. Aquí tenéis el azúcar, por si os apetece.
—¿Y tu mujer, Manel? —preguntó María.
—Pepa ha ido a Berga, a una visita médica, no creo que tarde.
—¿Se encuentra mal? Porque por médicos no será, aquí somos tres.
—No, no, es una visita rutinaria al ginecólogo. Cosas de mujeres, ya
sabéis.
—Necesito estar sola un rato y disfrutar del paisaje. Vuelvo a la hora
de comer ¿Lo entendéis, verdad?—dijo Leonor.
No lo entendían, pero nadie dijo nada.
—Comeremos sobre las dos —le recordó María.
Las cuatro amigas se sentaron en el mirador desde el que se veían las
montañas que rodeaban la casa. Hacía un poco de fresco, pero prefirieron
abrigarse y disfrutar de la vista de las montañas. María aprovechó la
ausencia de Leonor para explicar cómo la veía y el porqué de la reunión.
—Es que se pasa el día diciendo que quiere cambiar de rumbo, pero
lo peor es que no sabe por dónde tirar. Está un poco descentrada, aunque
la veo algo mejor últimamente. El otro día quedó a dar una vuelta con Toni.
—¿Con Toni? Pero si hacía meses que no se hablaban
—comentó Ana.
—Tampoco se relacionaba con nosotras —dijo Irene.
—¿Y cómo le fue con él? —preguntó Lorena.
—Creo que bien, pero hablaron más del futuro de Toni que de otra
cosa. ¿Sabéis que se va a Brasil?
—¿Y qué va a hacer tan lejos? —preguntó Ana con interés.
—Va a incorporarse a un programa de cooperación del gobierno
brasileño. Hará de maestro, que es lo suyo, a una zona de la Amazonia
—Por fin va a realizar su sueño. Lo que están haciendo en Brasil me
parece muy interesante. Veremos si los dejan —comentó Lorena—. Si no
fuera porque tengo marido e hijos, hasta yo me iría, me parece una
experiencia digna de vivir y ¡En la Amazonia!
—¡Bueno, ya salió la otra aventurera del grupo! —exclamó Ana
riéndose.
—¿No digáis que no parece interesante?
—Yo soy incapaz de una aventura así, lo reconozco —dijo Ana.
—Volviendo a Leonor. Este fin de semana tenemos que recuperar
nuestras reuniones, nuestros encuentros, estoy convencida que así se
sentirá más centrada en todo. Necesita salir de una vez por todas de esa
espiral de soledad y ensimismamiento.
—Por nosotras no va a quedar María. Estamos aquí, eso es prueba de
nuestra buena voluntad. Pero no la veo muy receptiva —dijo Irene.
—Contigo es difícil que lo esté. Aún no entiendo ni cómo te habla,
después del lío que tuviste con Víctor —le recordó Lorena.
—Pero si sólo fue algo circunstancial, y si llego a saber el mal rollo,
me lo hubiera ahorrado. En su día le pedí perdón.
—Yo te hubiera arañado la cara —insistió Lorena—. No estuvo bien
aprovecharte de un mal momento entre los dos. Todas las parejas pasan
horas bajas, pero tú parecía que estuvieras al acecho para caer sobre
Víctor.
—¡Si vais a seguir con eso yo me largo!
—Sí, vamos a dejarlo.
—¿Sigue dando vueltas a su culpabilidad con respecto a lo de Víctor?
—preguntó Lorena.
—Sí, pero no permite sacar el tema, así que mejor pasar página.
Llegó la hora de comer. Pepa les había preparado una exquisita
menestra de verduras cogidas de su propio huerto y unas pechugas de pollo
rebozadas. Mientras comían, contaban anécdotas, cosas de los hijos -María
y Leonor eran las únicas que no los tenían-, de sus trabajos.
—¡Leonor os tiene que explicar una historia que tuvo con un kurdo! —
exclamó María riéndose.
—¡Ya salió lo del kurdo! Eres una indiscreta.
—¡Un kurdo! ¡Cuanta interculturalidad! —dijo Ana.
— Ya os lo contaré en otro momento, es una historia un poco sórdida.
—¡Qué seca! —exclamó Ana sin que apenas se la oyera.
—Por fin me podré enterar de lo que pasó, porque lo único que me ha
dicho es que fue un buen revolcón y nada más, si es que al final se decide a
contarlo, claro.
—¡Ah! ¿Pero va de revolcones? —preguntó Irene con voz inocente.
Las otras rieron. Como siempre, Irene parecía que no se enteraba de
nada. Leonor no tenía ganas de seguir con el asunto del kurdo, con la
excusa de que le apetecía leer un rato desapareció. Las demás comentaron
que seguramente no había sido buena idea reunirse de nuevo, el objetivo
del reencuentro, la recomposición del grupo, no iba por buen camino.
Todas, menos María, creían ver en Leonor a una persona distante y distinta,
nada que reprochar si había decidido romper con todo lo anterior. <<Las
personas van cambiando de amigos a lo largo de la vida y no por eso
debemos rasgarnos las vestiduras>>, comentó una de ellas . Lo más
prudente sería pasárselo lo mejor posible, disfrutar del paisaje y la
tranquilidad del lugar y dejar transcurrir aquel fin de semana con la mayor
armonía posible. Si finalmente lograban conectar de nuevo con ella, mejor
que mejor, pero tampoco estaban dispuestas a amargarse el fin de semana.
Cuando se acabaron las horas de su escapada a la montaña las
cosas estaban como el primer día: Leonor apartada del grupo paseando o
leyendo y las demás quejándose de lo desafortunado del encuentro. Ellas
ya se habían hecho a la idea de no contar con Leonor como amiga y aquello
no había servido más que para constatarlo. María se sintió culpable y no
hacía más que pedir disculpas y se despidió de ellas agradeciéndoles el
esfuerzo.
En el camino de vuelta a Barcelona María y Leonor mantuvieron un
diálogo tenso.
—Sabía que no funcionaría, pero no quise contradecirte —dijo Leonor
—. Además, la pánfila de Irene, no la soporto ¿Cómo tiene el rostro de
venir?
—¡Ya! Y has tenido que estar todo el tiempo a tu aire, sin apenas
cruzar palabra, para demostrar no sé qué. No puedes imaginar el esfuerzo
que han hecho para intentar la reparación de esta situación absurda.
—Lo siento, no me apetecía hacer teatro.
—Ni siquiera se te ha ocurrido pensar en mi papel. No te puedes
hacer ni idea de lo mal que lo he pasado.
—Fuiste tu la que te empeñaste en ir al Querol, no yo.
—A veces puedes ser muy cruel. Tomo nota de tu actitud, no te
preocupes, no pienso molestarte más. Si te quedas sola será tu problema.
Es como si hubieras decidido dar un portazo al mundo que te rodea.
—María, no te pongas así....
—Déjalo ya, Leonor, déjalo. Si quieres mantenerte en tu torre de
cristal, hazlo, pero todo tiene un límite. Nadie tiene ninguna obligación
contigo. Ellas han venido con la mejor voluntad y tú se lo agradeces
pasando olímpicamente. A veces me pregunto qué coño hago yo a tu lado.
—María…
—Ya está, no quiero que me digas nada más en este momento.
Reflexiona y cuando lo hagas hablamos.
Leonor dejó a María en su casa y no se dieron dos besos, como era
costumbre, ni siquiera se despidieron. María se limitó a recoger su equipaje
y cerrar la puerta.
SEIS
En su visita al psicoanalista, Leonor le cuenta el reencuentro con las
amigas: una mala experiencia. Considera que no estuvieron a su lado
cuando pasó los peores momentos y prefiere prescindir de ellas. No se vio
con ganas de recuperar una amistad y menos con Irene por en medio, para
ella era algo zanjado.
El enfado con María, eso le pesaba. Ella sí demostró estar en todo
momento a su lado, en los buenos y en los malos ratos.
—Es usted la que dirige el rumbo de su vida. No tiene por qué seguir
con ellas si así lo ha decidido, aunque siempre es bueno meditar lo que uno
va a hacer, por si luego no hay vuelta atrás y se arrepiente. Sopese porqué
cree que ellas no estuvieron cuando más las necesitaba ¿las cree
culpables? ¿Qué actitud tuvo usted con ellas?
—No quiero perder más tiempo en ese asunto. El error fue hacerle
caso a María, lo hice por la buena voluntad que ella ponía. Al final,
acabamos enfadadas. No nos vemos hace unos cuantos días.
—¿No pretenderá usted quedarse sin amigos, verdad?
—No, no quiero perder a María. Creo que los amigos de verdad
pueden enfadarse en un determinado momento, pero siempre se puede
recomponer algo así. La llamaré para reconocer mi parte de culpa o
simplemente para hablar.
A lo largo de la conversación hicieron referencia al encuentro con Toni
del que Leonor se sentía satisfecha porque le había permitido otra mirada
diferente sobre una relación que ahora estaba convencida de que no debía
haber roto en ningún momento. Comentó con entusiasmo lo que iba a hacer
él en y que ella, de haber tenido otras circunstancias hubiera querido
participar en una experiencia tan interesante como aquella.
—¿Es lo único que tiene que contarme de ese encuentro?
—Fue muy breve. No quise alargarlo porque después de tanto tiempo
tenía miedo de ser recriminada por mi actitud hacia él.
—¿Cuándo va a hacerse cargo de sus contradicciones? Se siente una
persona en el crepúsculo, según sus propias palabras, pero no veo que
ponga los medios para que las cosas cambien.
Leonor se quedó callada. No sabía qué responder.
—¿No me responde?
—Es que desconozco la respuesta.
—Piénselo. Si existe una duda, hay que resolverla.
—La duda me la acaba de plantear usted, yo simplemente he hecho
un comentario, aunque quizás tenga razón.
—Tal vez debería marcharme de Barcelona, todo está demasiado
ligado a mis recuerdos.
—¿Por qué no? Lo importante es buscar una salida a ese atolladero
en el que se encuentra.
—Perdería usted una buena clienta —dijo Leonor sonriendo.
—Si tengo que ir a pedir limosna, ya lo haré. Por esa razón
estaríamos salvados. Le he dicho en muchas ocasiones que usted, y sólo
usted, decide su futuro, recuérdelo.
—Es cierto que me supone un esfuerzo continuar aquí. Todo me
recuerda a Víctor, lo hemos comentado en muchas ocasiones. Ese sería un
buen motivo para marchar y desconectar. Empezar un nuevo proyecto que
me renueve y me de otra perspectiva de la vida, pero no sé si cambiando de
ciudad lo lograría. Pensaré en lo que hemos hablado.
SIETE
Leonor había ido a correr muy temprano por el parque cercano a su
casa porque a esas horas no había nadie y le gustaba disfrutar de las calles
desiertas mientras los demás aprovechaban sus últimos minutos de
descanso. Se levantó de buen humor y pensó aprovechar el ejercicio para
meditar su conversación del día anterior con el psicoanalista. El día diez de
diciembre cumpliría treinta y nueve años, tal vez fuera un buen momento.
Esa edad podría ser perfectamente la mitad de su existencia. No tenía nada
que perder si se marchaba. Sería un ejercicio muy interesante para añadir al
libro de su vida. No sabía si aceptar finalmente la oferta de la OMS, hasta
se le pasó por la cabeza marcharse con el grupo de Toni. Nunca le asustó
la aventura, incluso podría ser gratificante pasar un tiempo en la Amazonia.
Había pasado temporadas en África por qué no en la selva.
Al llegar a casa, delante del espejo, se preguntaba si no se había
abandonado demasiado a los designios del destino. <<El destino nos viene
dado, pero podríamos cambiarlo si fuéramos capaces de hacer algo para
que las cosas fueran mal>>, se dijo.
Pensó también en que debía disculparse con María. Ella era un punto de
apoyo importante que no podía dejar perder así como así.
Llegó al hospital y se encontró casualmente con ella.
—¡Hola! Tengo que hablar contigo, cuando tengas un momento, debo
pedirte disculpas.
—No te preocupes, no hay por qué pedir disculpas. A estas alturas no
creerás que estoy ofendida. Te conozco lo suficiente como para saber que
la sangre no llega al río.
—¿Tomamos luego un café?
—Claro. Por cierto ¿Dónde vas tan guapa? ¿Has hecho un ligue sin
avisarme?
—No, que va. Me sentía bien y he decidido ponerme ropa de colores
vivos. En la cafetería a las diez.
—De acuerdo.
Leonor se dirigió al despacho del doctor Rius. Quería comentarle qué
le parecía la posibilidad de ir a Brasil. Él sería un buen consejero, no en
vano era un país que conocía bastante bien y en el que tenía contactos;
incluso vivió allí un año entero hacía relativamente poco.
No estaba en su despacho. Una enfermera le recordó que no vendría
porque tenía una reunión con la Consejera de Sanidad y el equipo directivo
del hospital. Deja recado de que quiere hablar con él cuando le sea posible,
se marcha a pasar visita a sus pacientes
Por el pasillo encuentra a un paciente al que había dado el alta hacía
pocos días, un marinero gallego al que había cogido cierto cariño.
—Buenos días, doctora Ayala, venía a traerle este pequeño detalle.
—No tenía por qué molestarse —le agradeció con una amplia sonrisa.
—No es ninguna molestia, es una simple caja de bombones. Ha sido
usted tan amable conmigo.
—De acuerdo, muchas gracias.
—Mañana vuelvo a Namibia, a la fábrica de Pescanova, así que
aprovecho también para despedirme.
—¿No dijo usted que no volvería a África?
—Ya, pero he trabajado tanto tiempo allí, que lo echo de menos, no
me acostumbro a estar aquí. Además, tengo un buen grupo de amigos a
los que encuentro a faltar. Al final, es verdad aquello que dicen en mi tierra:
el hombre no es de donde nace sino de donde pace.
—No está mal ese dicho. Espero que le vaya bien y no nos tengamos
que volver a ver por culpa de la malaria. Le deseo mucha suerte.
—Muchas gracias por sus atenciones doctora Ayala.
—Repito lo dicho, que le vaya bien por aquellas tierras. Y gracias por
los bombones.
Era la primera vez que aceptaba un regalo de un paciente y al
recibirlo se sintió reconfortada, después de todo no era tan grave aceptar
esos pequeños obsequios que la gente hacía con buena voluntad, pensó.
Después de pasar visita a unos cuantos pacientes Leonor se dirigió a
la cafetería para encontrarse con María. Había mucho bullicio, era la hora
en que se concentraba más personal para tomar el café de media mañana y
todas las mesas estaban ocupadas.. En una de ellas estaba Luís que le hizo
señas para que se sentara. Le agradeció el gesto, pero dijo que esperaba a
su amiga con quien debía hablar un asunto privado. Aceptando la excusa
Luis le recordó que tenían una cena pendiente y ella aceptó la oferta sin la
habitual reticencia. Le pareció una buena idea para aclarar aquel asunto y
zanjar de esa manera su insistencia. Al poco quedaron un par de sillas
libres junto a una pequeña mesa con dos sillas que Leonor ocupó tras
despedirse.
Cuando María llegó Leonor empezó por pedirle disculpas por la actitud
en la casa rural. Veía a las otras amigas demasiado superficiales,
encerradas en ellas mismas, en sus modelitos, en sus ligues y en ir a
pasear el palmito por los sitios de moda. Las encontraba frívolas y no tenía
ganas de compartir nada con gente así. María le reprochó que tuviera esa
visión tan distorsionada y pobre de ellas. Habían sido amigas durante
mucho tiempo y era la primera vez que oía esos comentarios tan
desafortunados. Exageraba, eran excusas sin ton ni son. No coincidía con
ella en ninguna de esas apreciaciones, pero no estaba dispuesta a perder ni
un minuto para ir en contra de esa opinión tan poco acertada, lo que
importaba era poner cordura y paz en su relación.
Leonor, que tampoco pretendía extenderse, le explicó que había quedado a
cenar con Luis el próximo jueves. <<Luis es una persona estupenda para ti,
siempre ha mostrado interés>>, dijo María. Leonor dejó de nuevo claro que
no le atraía más que como un buen amigo y que si había decidido ir era
para dejarle las cosas claras en ese sentido.
—En realidad, quería hablar contigo para explicarte que le estoy
dando vueltas a un asunto.
—A ver ¿Qué asusto es ese? Porque eres imprevisible.
—Lo he pensado mucho y, aunque la decisión no es firme, cada vez
estoy más convencida: quiero marcharme a Brasil.
—¿De vacaciones? ¡Guau, qué chulo! La samba, la playa, los
brasileños.....
—¡No, no! A trabajar.
—¿A trabajar? ¿Y qué se te ha perdido allí? ¿Te parece poco el
trabajo que tienes aquí?
—El trabajo de aquí me gusta, pero necesito cambiar de aires, hacer
cosas distintas. Sería sólo por un año o algo así, después volvería. Es
cuestión de pedir una excedencia.
—Claro. Y para renovarte no se te ocurre otra cosa que irte a trabajar
a miles de kilómetros. O sea, que no vas por algo altruista, sino por pura
renovación —comentó con sorna.
—¡María, no me creas tan egoísta! Me parece muy interesante lo que
el gobierno de Brasil propone, había oído algo sobre ello, pero el otro día
cuando hablé con Toni y me lo explicó con más detalle me pareció una
buena idea.
—Yo creo que a tu edad no se pueden hacer ese tipo de cosas.
—¿Acaso me ves vieja sólo porque tengo tres años más que tu?
—Al margen de la edad, no es un buen momento. En el hospital van a
reducir personal, habrá cambios, no creo que sea oportuno.
—Mejor, si pido una excedencia no podrán echarme.
—No, echarte no, pero cuando vuelvas igual te dicen que no hay sitio.
—No me preocupa lo más mínimo. Ya encontraré qué hacer.
—Son las diez y media —dijo María mirando al reloj que había en la
pared— deberíamos irnos.
—Ya seguiremos hablando, aún me quedan un par de meses para
pensarlo y tomar una decisión en firme. Quedamos el fin de semana, si
quieres.
—De acuerdo, nos llamamos, pero yo que tú, desistiría de esa idea.
No la veo muy acertada.
OCHO
Leonor se había puesto un vestido verde oliva satinado, el corte al
bies hacía que se ajustara a su esbelta figura. Los tirantes finos y un escote
desbocado dejaban al descubierto unos hombros bien formados. Se dio un
poco de sombra marrón que resaltaba el color miel de sus almendrados
ojos. Se puso perfume detrás de las orejas y en las muñecas. De entre los
zapatos eligió unas sandalias de verano, con tacón muy alto, que hacía
tiempo no usaba. Al mirarse en el espejo hizo un gesto de aprobación y se
dispuso a salir.
Decidió ir en taxi por si en la cena bebía algo más de la cuenta.
Estaba en la calle esperando mientras disfrutaba de aquella agradable
noche de primavera de cielo estrellado y luna casi llena cuando en la puerta
se le cruzó el vecino de enfrente, un señor mayor con el que ella mantenía
una buena relación quien dijo verla muy elegante como hacía tiempo no la
veía y que además de elegante estaba muy guapa. Leonor se lo agradeció
con una amplia sonrisa sin poder extenderse más sobre el comentario
porque llegó el taxi que la llevaría a La Torre de Alta Mar, el restaurante en
el que había quedado con Luís.
Mientras hacía el recorrido, se preguntaba si haber aceptado la
invitación no llevaría a equívocos, aunque esa era precisamente la razón
por la que aceptó: dejar claro que no quería una relación con él.
Al llegar, le preguntaron en la puerta si tenía reserva, ella dio el nombre de
Luís Azcarate. La esperaba arriba, le dijeron.
Para acceder al restaurante, que ocupaba la parte superior de una de
las torres del funicular de Montjüic, tuvo que coger el ascensor. Encontró a
Luis sentado en el sofá blanco de la antesala. Se saludaron con dos besos.
—Estás muy guapa.
—Gracias. Tu también.
Pasaron al comedor donde Luis había reservado una mesa desde la
que se apreciaba una bonita vista. De entre la multitud de pequeñas luces
en que quedaba convertida la Barcelona nocturna sobresalían la Sagrada
Familia y el Tibidabo.
—Gracias por aceptar mi invitación—dijo Luis.
—Debía aceptar, aunque sólo fuera por el tiempo transcurrido desde
que me lo pediste.
—Espero que esta cena no suponga una obligación.
—No, no me refería a eso. He venido con mucho gusto.
—¿Vas a comer carne o pescado?
—Pescado, la carne no es de mis platos preferidos.
—¿Qué te parece si pedimos un Casta Diva fresquito?
—¿Cómo sabes que me gusta ese vino?
—Alguien me lo ha dicho.
—No dirás que me has estado investigando.
—No, por favor. Saber qué vino te gusta no es producto de una
investigación, sino de una conversación casual con María, no hay más
secreto que ese.
—A lo mejor no lo tienen. No son muy comunes los vinos de Alicante
por aquí.
—Deben tenerlo, cuando hice la reserva me encargué de hacerles
saber que me gustaría ese vino.
—Pidámoslo, entonces.
—Tengo entendido que quieres marcharte a Brasil.
—¡Ah! Menos mal que sólo habías preguntado por el vino que me
gusta.
—Hombre, estuve tomando un café con María y en la conversación
salió de forma casual.
—No lo tengo decidido del todo. Por un lado creo que puedo contribuir
a mejorar las condiciones de vida de aquella gente. Es algo que siempre me
ha gustado hacer. Sabes que he estado varias veces en países de África.
Es una oportunidad de hacer algo que me gusta. Nada me ata aquí.
Además, será una experiencia temporal, no es para toda la vida.
—No te entiendo. Tienes una magnífica posición en el hospital,
muchos la querrían, y decides tirar todo eso por la borda y marcharte a
descubrir mundo.
—No voy a descubrir mundo, sino a intentar mejorar un poco el que
hay. Lo de la posición en el hospital no es despreciable, lo sé, pero me
apetece esta nueva experiencia. Se trata de aportar mis conocimientos a
algo que creo muy interesante.
—¿Y cuánto tardarás en volver?
—Un año, más o menos.
—Yo te seguiré esperando.
—Luís, me halagan mucho tus palabras, pero ya te he dicho en alguna
ocasión que no esperes nada de mí.
—Lo sé, pero dicen que el que la sigue la consigue.
—De verdad, no quiero herirte, pero creo que tú y yo no estamos
hechos para formar pareja. Me gusta charlar contigo, salir por ahí de vez en
cuando. Eres un hombre estupendo, pero no creo que funcionáramos juntos
—Vamos a comer. La lubina tiene un aspecto buenísimo. Brindemos
al menos por nuestra amistad.
—¡Salud! —dijeron al unísono.
Al acabar, decidieron ir a dar un paseo por la playa de San Sebastián.
La luna, casi llena, inundaba de luz el mar, que estaba en calma. Se
descalzaron para caminar por la orilla.
—¿Sabes que la luna es una mentirosa?
—¿Una mentirosa? —preguntó extrañada.
—Sí, lo leí en una novela de Muñoz Molina, cuando tiene forma de D,
es luna creciente y cuando la tiene de C es decreciente, justo al revés.
—¡Qué curioso! Nunca me había parado a pensar en eso, es curioso.
Luis le pasó el brazo por encima de los hombros. Ella no se lo impidió.
Caminaron un rato largo en silencio oyendo el romper de las olas en la orilla
hasta que él intentó de nuevo persuadirla para que aquello fuera el
comienzo de una relación. Leonor, sin titubear, dejó claro que no quería
compartir su vida con nadie y mirando el reloj le dijo que se hacía tarde y al
día siguiente los dos empezaban temprano a trabajar. Luis aceptó aquel
requiebro en la conversación sin oponer resistencia y se ofreció para llevarla
a casa porque le venía de camino.
Al llegar Luis detuvo el coche en doble fila en la puerta , la abrazó e
intentó besarla, pero ella se resistió apartando la cara. Él entendió el gesto y
dejó de insistir, daba por perdida la batalla, aunque se despidieron con un
par de besos.
NUEVE
Leonor abrió los ojos una hora antes de que sonara el despertador.
Como no podía volver a conciliar el sueño, se levantó para coger ropa
deportiva del armario e irse a correr. Faltaba un rato para las seis de la
mañana y el tráfico empezaba a ser intenso. Mientras corría, pensaba en la
noche anterior. Luís no era el hombre con el que ella quería compartir su
vida a pesar de reconocerle cualidades como buen compañero y amigo. No
se arrepentía de la cena, le resultó agradable y creyó que con aquel gesto
cerraba un pequeño pasaje de su historia particular que no debía haber
dilatado tanto en el tiempo.
Después de correr durante un largo rato volvió a casa con energía
suficiente para acometer el nuevo día. Se preparó para ir al trabajo pero en
lugar de desayunar en casa, como tenía por costumbre, lo pospuso a la
cafetería del hospital. Compró el diario en el quiosco de la esquina y se
dirigió a coger el metro. Cuando llegó al hospital, fue a la cafetería y vio a
Luís sentado en una mesa desayunando.
—¿Puedo? —dijo cogiendo el respaldo de una silla.
—¡Buenos días! ¡Cómo no, siéntate!
—Me alegro de encontrarte. Fue una noche deliciosa, quería
agradecértelo.
—Soy yo el que tiene que agradecer.
—Estuvo muy bien, pero con respecto a la despedida.....
—No digas nada —la cortó Luís—. Prefiero guardar el buen recuerdo.
Ya sé que no quieres comprometerte conmigo, me lo dijiste ¿No?
—Sí, creo que siempre lo has sabido.
—Déjame, al menos, que me quede con que fue una noche
estupenda.
—Está bien. Veo que entiendes la situación.
—No me queda otro remedio.
Luís y Leonor acabaron de desayunar para incorporarse al trabajo.
Ella tenía concertada una entrevista con Joan Rius para hablar de Brasil. Lo
que pensara era importante para ella, aunque la decisión estaba casi
tomada.
Rius estaba en su despacho sentado detrás de una mesa llena de
papeles, absorto mirando la pantalla del ordenador y no se apercibió de la
entrada de Leonor. Ella se sentó en la silla que había a la izquierda de la
mesa. Al advertir su presencia levantó la mirada <<Estaba buscando alguna
referencia del programa de Brasil, pero no encuentro información
concreta>>, le dijo. Ese mismo día iba a llamar a un antiguo amigo que
ahora desempeñaba algún cargo en el Ministerio de Sanidad brasileño para
que le concretara en qué consistía el plan del gobierno. Leonor le agradeció
su ayuda.
<<Con franqueza, no me parece una buena opción>>, comentó Rius.
Tenía pensado recomendarla como su sustituta cuando se produjera la
jubilación en algo menos de un año. Si se marchaba, esa recomendación
era inviable. Leonor no entendía su negativa, máxime cuando él había
estado en Brasil no hacía mucho. Rius prometió ayudarla, a pesar de todo,
y acordaron verse de nuevo al día siguiente, cuando hubiera podido hablar
con su amigo brasileño.
Leonor había quedado con María a la hora del descanso de media
mañana. Sabía que la iba a someter a un interrogatorio sobre la noche
anterior, pero no le importaba. Cuando se encontraron y antes de verse
sometida a un interrogatorio, le explicó la velada con Luís, lo agradable que
fue. Se había sentido querida, pero no era su tipo. María le volvió a
recriminar sus exigencias. Según su opinión, Luís era un hombre
estupendo, además de muy atractivo. La veía muy cargada de manías.
Leonor trató de hacerla comprender una vez más que no deseaba pareja ni
compromiso alguno. Con toda seguridad se iba a Brasil porque estaba
prácticamente decidido y no tenía sentido empezar algo que al cabo de dos
meses quedaría interrumpido y menos con alguien a quien no encontraba
apropiado. María le dijo que aquello parecía una huída ¿Qué se le había
perdido en aquel país tan lejano? ¿Por qué dejar un buen trabajo por una
aventura que no sabía cómo iba a funcionar?, le preguntó.
Ella creía que era un error marchar a la aventura. A Leonor, por el
contrario, le parecía el momento más oportuno además de un reto y una
manera de aportar algo a los demás.
Debía atravesar esa barrera de incomunicación que había establecido
con el mundo. Un viaje de ida y vuelta le convenía y no hablaba del sentido
físico del viaje, sino de ella, de su personalidad acorralada.
A la mañana siguiente, Rius charlaba con Leonor sobre lo que había
averiguado del proyecto.
—Mi amigo de Brasil dice que el trabajo estaría centrado en una zona
del Amazonas en la que se necesita atención médica. Me informó que las
condiciones serán un poco duras y necesitan gente no sólo experta, sino
bien preparada físicamente.
—No veo dónde está el problema Joan. Reúno esas dos condiciones.
—Me parece una experiencia arriesgada y me sigue preocupando no
poderte recuperar para dirigir el departamento. Si te marchas es posible que
pierdas la oportunidad de ascender en el hospital.
—No digo que no me haga ilusión ocupar tu puesto, decir lo contrario
sería mentir, aunque no me apetece en este momento asumir mayores
responsabilidades, pero creo más importante sentirme bien. El cambio me
ayudará, profesionalmente y como persona.
—Piensa en los pros y los contras, sabes que aunque no me guste lo
que decidas, cuentas con mi apoyo, pero es una decisión que no se puede
tomar a la ligera. No eres una joven recién salida de la facultad, eres una
mujer con responsabilidades.
—Te haré caso, hay tiempo para meditar, aunque creo que la decisión
está casi tomada.
DIEZ
El verano ha llegado con toda su intensidad. El calor es sofocante y
Leonor sale a dar una vuelta por las Ramblas antes de ir a cenar con Toni.
Sentada en una terraza se distrae viendo pasar la gente. Le gusta el ir y
venir de la marea humana tan variopinta que inunda Barcelona en verano.
Su mirada escruta a la gente mientras juega a adivinar las historias
escondidas tras cada uno de los paseantes que elige por algún detalle que
le llama la atención. Conserva esa costumbre que practicaba a menudo con
Víctor. Les divertía jugar juntos a inventar las vidas de los que veían pasar
imaginando qué tipo de persona era, cuáles sus costumbres cotidianas, en
qué trabajaban, si eran felices.
Faltaba un rato para la cena así que decidió dar un paseo hasta el
restaurante del Borne en el que había quedado. Pasó por delante del Museo
Picasso en la calle Montcada que tiempo visitaba periódicamente, debía
hacer meses que perdió aquella costumbre, a pesar de que el pintor era uno
de sus preferidos. Se dijo que debía volver a esa costumbre que de paso le
proporcionaba un estado de las cosas por aquella zona de la ciudad.
Tras un recorrido a paso lento en el que había descubierto nuevos
comercios y bares llegó a la calle Comercio, la del restaurante. Era uno más
de los muchos que habían proliferado en la zona. Una leve luz y los cuadros
de grandes dimensiones de colores muy vivos daban calidez al local, lo
hacían acogedor. Se sentó en la mesa reservada a nombre de Toni. La
camarera encendió la vela del centro y le preguntó si quería tomar un
aperitivo. Pidió un agua bien fresca y cuando se la servían vio a Toni en la
puerta y le hizo una señal levantando el brazo. Se dieron un par de besos
mientras reían de la casualidad: los dos llevaban la misma camiseta de
Custo.
—Parecemos los hermanos Pin y Pon.
—Sí es un poco chocante.
—Te veo mucho más animada.
—Ya ves, el tiempo acaba por poner las cosas poco a poco en su
lugar o lo arregla o lo empeora, pero sentencia.
—¿Cómo estás?
—Bastante bien. He decidido darme un baño de multitudes y darme
algún capricho que otro, como un par de camisetas en la calle Ferran y mira
qué cuadro ¿A que es original? —dijo Leonor mientras lo desenvolvía—. Me
gusta este personaje suspendido en un cable entre los dos edificios, es
como si quisiera conservar el equilibrio entre dos mundos.
—Sí está muy bien. Son bonitos los colores pastel que tiene. Parece
que hoy te ha dado la vena compradora.
—Lo mismo que he pensado yo, hacía meses que no iba de tiendas.
Ha sido muy agradable. Debería hacerlo más a menudo.
Leonor no quería dejar pasar más tiempo sin agradecer a Toni que
hubiera puesto de su parte para recuperar aquella amistad. Aunque algo
tarde, había descubierto que el propósito de alejarse de todos y todo lo que
tuviera que ver con Víctor no mejoró nada la situación. Era consciente de
que lo que no se cuida acaba por desaparecer y su amistad nunca debía
haberla perdido. Con su obsesión por romper con el pasado, también
quebró el cariño de muchos amigos. Toni coincidió en que era positivo mirar
hacia delante, positivo el nuevo rumbo de la relación porque perder a Víctor
también fue un mazazo para él. Su amistad se había trabado a lo largo de
los años, desde la escuela primaria. Nadie como Víctor lo entendía, lo
arropaba siempre con su manto protector. Aunque eran de la misma edad
ejerció sobre él toda la sabiduría de un hermano mayor con el que se
mantiene una buena relación. Era su mejor amigo, en las grandes juergas y
en los momentos difíciles. Le había costado bastante superar su pérdida.
—Me marcho por una larga temporada y he querido compartir contigo
este sentimiento que volvió a aflorar cuando nos encontramos el otro día
porque eres la única que puede entenderlo. Soy consciente de que al hablar
de Víctor puedo reabrir heridas que ni siquiera han acabado de cicatrizar.
—Tienes que entenderme, Toni. Fueron muchos años de vida
compartida con él. Tú mejor que nadie conoces nuestra trayectoria.
Empezamos juntos la carrera en la Universidad de Barcelona, éramos casi
unos adolescentes. Nuestra relación estaba en un buen momento, en lo
mejor de ella se va. Todo su optimismo, aquel impulso que sabía dar a las
cosas, desapareció. Así que opté por alejarme de lo que me lo recordara y
tú, su mejor amigo, estabas incluido en el lote. Pero aún así, aún
apartándome de todo lo que me lo recordaba no he conseguido superarlo.
—He respetado al máximo tu decisión, aunque nunca la he
compartido. Tal vez ahora, transcurrido el tiempo, sea el momento de
recomponer algunas cosas.
—Quizás tengas razón. Yo también le he dado muchas vueltas y por
el camino se han quedado las amistades, los sueños conjuntos debido a mi
actitud. María es prácticamente la única persona que me queda.
—Aún está a tiempo de arreglarlo. Echar marcha atrás se convierte a
veces en una buena solución.
—Cada vez estoy más convencida de que debe ser así, aunque tengo
la sensación de haber pasado tanto el límite de lo aconsejable que me va a
resultar difícil recomponer las cosas.
—Deberías ser más optimista.
—Es cierto que no estoy en el mejor momento. Me siento bajando la
pendiente que conduce al abismo. Siempre doy vueltas a la desafortunada
suerte de Víctor con aquella descompresión que no hizo. No sé salir de ese
atolladero. Es un pensamiento recurrente que me atormenta.
La camarera les trajo las ensaladas que habían pedido de primer
plato.
—No tienes por qué seguir culpabilizándote, no tuviste nada que ver
con su muerte. Fue un error que se lo llevó por delante. Ya ha pasado
mucho tiempo y aunque yo también lo recuerdo, deberíamos empezar a
asumir su ausencia y encontrar otras cosas que nos hagan recordarlo como
lo que era sin sufrimiento.
—Una cosa es asumirlo y otra muy distinta olvidarlo. Yo lo animé a
aprender submarinismo, lo animé a que hiciera esa inmersión. Fue y sigue
siendo muy duro.
Como uno más de sus desaciertos sacó a colación el encuentro en el
Querol Vell, aquel intento de recomposición del grupo de amigas había ido
mal. Quiso echar la culpa al hecho de que estuviera Irene.
—Pero si hicisteis las paces ¿No?
—Porque me lo pediste actuando de apaga fuegos entre Víctor y yo,
pero no debí perdonarla, siempre me ha quedado una cosa ahí, como de no
haber hecho lo correcto.
—No coincido contigo, pero si sólo fue cosa de un día, unas copas de
más y un polvo, eso fue todo.
—¿Eso fue todo? ¡Qué gracia me haces! Ella sabía que Víctor y yo
pasábamos un mal momento y aprovechó las circunstancias. Vamos a
dejarlo, a lo mejor tienes razón, quizás sólo estoy buscando excusas.
—Creo que esa decisión de tragártelo tú sola todo, no te beneficia en
nada. Habéis sido amigas durante muchos años ¿Por qué tirarlo todo por la
borda?
—A veces lo pienso, pero estoy en una situación un poco complicada.
Tal vez deba aclarar primero mis ideas y luego obrar en consecuencia.
—Insisto en que abramos una nueva manera de ver las cosas ¿No te
parece?
—Te lo agradezco, aunque siempre tengo la sensación de que es algo
que debo hacer sola, que nadie puede ayudarme.
—Son maneras de verlo. En cambio, siempre he creído que los
problemas se superan mejor en compañía.
—Puede que tengas razón.
Leonor quería pasar a otro asunto porque le vinieron ganas de llorar
y no quería estropear aquella cena tan gratificante para ella.
—¿Sabes que estoy valorando la posibilidad de irme contigo a Brasil?
Me gustó la idea de alejarme de aquí y participar en un proyecto tan
atractivo.
—¿Cómo no me habías dicho nada? ¿Pero qué significa que lo estás
valorando?
— Rius ¿Sabes quién es?
—Sí, tu jefe.
—Él estuvo indagando en el Ministerio de sanidad brasileño y me
parece un proyecto muy interesante, pero Rius me presiona para que no me
vaya. Tiene previsto proponerme como su sustituta cuando se jubile, dentro
de un año. Estoy hecha un lío porque María tampoco me apoya e insiste
mucho en que eso es una locura.
—En cambio yo sí estoy de acuerdo contigo. Míralo como la
experiencia temporal que es. Me has dicho que necesitas nuevos retos,
cosas que te hagan sentir la persona que fuiste. Estoy convencido que no
sólo conseguirías ese objetivo sino que además podrías aportar todo eso en
los que estáis trabajando en beneficio de una comunidad desfavorecida.
—También he pensado en mi madre. Dejarla sola me preocupa.
—Pero si tu madre vive en Murcia ¿No?
—Sí, pero ella dice que no son lo mismo los seiscientos y pico
kilómetros que nos separan que los miles que hay entre Murcia y Brasil.
— No obstante, nosotros nos marchamos dentro de un mes, ya lo
sabes. Así que tienes tiempo de pensarlo.
—La semana que viene empiezo mis vacaciones. Iré unos días a ver a
mi madre a Ceutí, la visita obligada de verano, y luego me voy con María y
Xavier a pasar un par de semanas a Tarifa. Una amiga suya tiene un
pequeño hotel y nos ha invitado a pasar unos días. Será un buen momento
para reflexionar.
—Tarifa es un sitio con mucha marcha.
—De eso se trata, de desconectar y pasárselo bien. Nunca he estado,
pero mucha gente me ha hablado muy bien.
Después fueron a tomar unas copas cerca del restaurante, a un bar
musical donde Toni solía ir con sus amigos. Estuvieron charlando y bailando
con todo el grupo. Leonor no lo pasaba tan bien desde hacía mucho tiempo.
De madrugada salieron del local y Toni la llevó hasta su casa.
ONCE
El día era muy caluroso, el típico de agosto en el que apenas se podía
mover un dedo sin que el sudor invadiera todo el cuerpo. Leonor estaba
tumbada en una hamaca que colgaba de dos limoneros, en el pequeño
huerto de casa de su madre. Las cigarras apagaban con su canto
ensordecedor el silencio. Le venían a la memoria los días de verano, en los
que sus primos y ella se bañaban en un barreño para sofocar el calor.
Jugando a tirarse agua y a meter las piernas. Recordaba a su padre
sentado en la mecedora de enea intentando leer y que cada dos por tres
les decía que no gritaran tanto, que no podía leer, aunque ella sabía que
disfrutaba viéndolos divertirse. Aquel huerto había sido lugar de juegos y
complicidades infantiles y adolescentes durante sus vacaciones.
Estaba sola en casa de su madre. Al jubilarse como maestra, hacía
apenas un año, había vuelto al pueblo, pensó que estaría mejor junto a sus
hermanos. Desde que su padre había muerto de accidente unos años atrás,
Barcelona le resultaba demasiado grande. Algo se rompió entre ellas con
aquella decisión, discutieron mucho al respecto pero no hubo acuerdo.
Leonor quería que se quedara, que disfrutara de los amigos, que no volviera
a una tierra que le iba a resultar extraña después de tantos años. La madre,
en cambio, parecía querer atrincherarse entre sus hermanos esperando que
ellos llenaran la ausencia del marido. Cuando su madre marchó nunca
volvieron a hablar sobre esa decisión. Ambas mantenían una apariencia de
cordialidad madre-hija, aunque ésta se limitara a las llamadas dominicales y
la corta visita de verano.
Leonor volvió a pensar sobre aquella discusión con su madre, pero
optó por alejar ese pensamiento, era una historia sin retorno. Se puso a leer
el libro de Nadine Gordimer que había encontrado por casualidad en su
librería habitual, uno de los que formaba parte de las lecturas para las
vacaciones. <<¡Qué rara belleza en sus palabras!>>, pensó. La densidad
de las pequeñas cosas la envolvía adentrándola en las debilidades
humanas descritas con tanta sutileza que le era imposible no sumergirse en
aquella lectura y olvidarse de todo lo demás. Tras un rato largo de lectura
volvió sin querer a lo sucedido con su madre por la mañana temprano.
Habían tenido otra de sus típicas desavenencias. La madre marchó con su
tía para acompañarla al hospital de la Virgen de la Arrixaca, a una de las
revisiones periódicas a la que debía someterse. Insistió en que fuera con
ellas, pero no quiso porque no serviría de nada, no conocía a ningún médico
de ese hospital. Prefería quedarse leyendo. Su tía le recriminó que fuera tan
despegada como siempre y ella le recordó que de ser así no habría invitado
a toda la familia a cenar aquella noche de ser así. Tía y madre se fueron
pensando que seguía siendo la misma niña independiente y poco familiar de
siempre.
Fue a la cocina a preparar algunos platos para la cena familiar, la
mayoría serían fríos y si no los preparaba por la mañana, por la noche
estarían calientes. No iba a complicarse, cosas fáciles, la cocina no era su
especialidad, más bien sentía aversión. Con la cena pretendía evitarse ir
casa por casa saludando a tíos y primos. Quedaba bien con ellos y de paso
contentaba a su madre.
Cuando estaba casi lista la cena aparecieron sus dos amigas para ir a
comer a Los Torraos, a la Frasquita, un lugar cercano al pueblo, famoso por
los ricos asados de cordero con patatas al ajo cabañil. Sus padres eran
asiduos a aquel tradicional restaurante al que acudían con cualquier excusa
o para alguna celebración. Ir a comer las tres juntas era un ritual que se
repetía cada verano y una buena ocasión para las dos amigas de dejar a los
niños con los maridos.
Por el camino reían a carcajadas, rememorando anécdotas de la
época adolescente y las tonterías que llegaban a hacer para conquistar a
los chicos que les gustaban, o a los que simplemente les querían tomar el
pelo. Siempre eran las mismas anécdotas, pero disfrutaban repitiéndolas
año tras año.
—Leonor, no te escaquees y cuéntanos cómo vas de novios.
—Nada de nada —contestó en tono jocoso.
—¡Vamos, eso no se lo cree nadie! Con lo estupenda que estás.
—Hay un compañero con el que he salido alguna vez, pero, como
dicen en Cataluña, no me acaba de hacer el peso.
—¿Qué quiere decir eso, que está gordo, que es flaco?
—No. Que es un tío estupendo, pero no me veo con él.
—¡Pero si ahora no hay que vivir juntos! Salís de vez en cuando y en
el momento que se tercie, un buen polvo y ya está.
—¡Te has vuelto muy moderna! En eso sigo siendo algo clásica, no es
mi ideal de relación.
—Usted perdone —dijo la amiga en tono burlón.
—En serio. No tengo ganas de liarme con nadie. Hay muchas otras
cosas por las que preocuparse. Estoy bien así. Hago lo que quiero y cuando
quiero.
—¿No te has planteado la posibilidad de tener hijos?
—¿A qué viene esa pregunta?
—Eso digo yo, qué tontería acabo de decir.
El restaurante estaba lleno. Rosario, la dueña, vino a saludarlas.
—¡Qué alegría teneros aquí otra vez! Leonor estás más guapa que el
año pasado. Hay que ver, que no pasa el tiempo por ti.
—Muchas gracias Rosario, pero las arrugas van apareciendo sin
remedio.
—Ani, que se sienten en la mesa de la esquina —dijo a la menor de
sus cuatro hijos.
—¡Qué hambre! Con ese olor tan rico se me ha abierto más el apetito
—dijo Leonor.
—¿Aquel no es Paco? —preguntó una de las amigas.
—Sí.
—¿Os acordáis cuando en la fiesta de San Roque le dijimos que
María lo estaba esperando en las cuatro esquinas? Estaba coladito por ella
y nos inventamos aquello para ver qué hacía. Salió disparado como una
flecha, el pobre.
—¡Qué memoria Leonor, yo no recuerdo eso!
—Yo sí, porque recuerdo cada una de las fiestas como si fuera ahora
mismo.
Paco las vio y se levantó a saludarlas.
—¡Hola! ¿Cómo estáis? ¿Qué haces por aquí, Leonorcita?
—He venido unos días a ver a mi madre y a la familia, como cada
verano. Pero no me llames Leonorcita, que ya estoy algo mayor para eso.
—Perdona, pero así es como te he llamado siempre. Además cuando
encuentro a tu madre me habla de cómo echa de menos a su Leonorcita.
—Me alegro de saludaros, y tu Leonor, a ver si te dejas caer más a
menudo por aquí, que eres muy cara de ver.
— me gustaría, pero mi trabajo no me permite poder venir a menudo.
Ani les anunció que como el cordero lo hacían al momento, tendrían
que esperar un ratico. Mientras tanto, trajo para picar un plato con mojama y
almendras fritas que ayudó a distraer el desbordado apetito.
A la espera de la comida, aprovecharon para contarse las cosas que
les habían ocurrido desde el verano anterior. Leonor les explicó con
entusiasmo que estaba sopesando la posibilidad de ir a Brasil por un tiempo
para ejercer allí su profesión. <<Tan aventurera como siempre, viajando por
el mundo cada dos por tres>>, dijo una de ellas.
La comida llegó en una bandeja que parecía para el doble de
comensales, con unas raciones tan exageradas que fue imposible acabar
con ella. Entre risas, chismes y comentarios cómplices alargaron la
sobremesa, tanto, que quedaron solas en el restaurante. Rosario, que había
terminado en la cocina, se sentó con ellas a tomar el café antes de cerrar.
De vuelta a casa Leonor encontró a su madre sentada en el patio, en
la mecedora de enea, con aspecto de haber estado llorando. Hacía tres
años, en aquella fecha, su padre había muerto. Leonor lo sabía cuando
organizó la cena familiar, pero había decidido reunirlos precisamente ese
día para que el recuerdo de la muerte del padre se hiciera más llevadero.
Llegó la hora de la cena, entre tíos y primos eran diecisiete. Leonor
había preparado zarangollo, ensalada murciana, tortilla de patatas y otros
platos ligeros propios del verano.
Como Leonor era la única que vivía fuera del pueblo, buena parte de
la conversación giró en torno a ella. Las anécdotas de infancia se sucedían
una tras otra y por más repetidas que estuvieran, siempre había algún
familiar que recordaba algún dato nuevo desde la última vez. Leonor
participaba de la conversación con entusiasmo porque le resultaba divertido
comprobar lo distintas que son las cosas cuando es otro el que las relata. A
su tío siempre le gustaba mencionar que de pequeña había dado muestras
de su interés por los países lejanos, cosiendo a preguntas tanto a su padre
como a él sobre los niños de África deseosa de saber cómo vivían, porqué
se morían de hambre. Le horrorizaban las imágenes en televisión y no
entendía cómo era posible que se los dejara morir.
En esta ocasión, como en las otras, acabaron con las cajas de
zapatos llenas de fotos y los álbumes antiguos. Cada foto era una anécdota
y la velada se alargó hasta la madrugada.
DOCE
Leonor regresó de Tarifa con las pilas recargadas. María, su marido
Xavier y ella disfrutaron de las vacaciones como hacía tiempo no
recordaban. En el propio hotel lograron formar un grupo que fue de aquí
para allá como si se conocieran de mucho tiempo atrás, animando todos los
encuentros, tanto en los días ventosos de playa, como en las cenas y
tomando copas en los bares.
De vuelta a Barcelona, aún le quedaba una semana para estar
relajada y reincorporarse al trabajo con la energía gastado a raudales en
las agotadoras vacaciones. María también tenía unos días, así que
acordaron dedicarlos a hacer actividades de manera más relajada visitando
exposiciones, yendo al cine, compartiendo paseos al atardecer por la playa.
María estaba contenta de ver a Leonor en aquel nuevo estado de
ánimo, como si por fin hubiera decidido dar un nuevo y positivo rumbo a su
vida. Por fin parecía que la ausencia de Víctor empezaba a estar en el
recuerdo.
Se acababan las vacaciones, era el último viernes antes de volver al
trabajo y Leonor, María y Xavier asistieron a una fiesta en Castelldefels con
un grupo de amigos de los que conocieron en Tarifa. La cena era en casa
de uno de ellos que cada año solía hacerla para celebrar el final del verano.
Leonor pasó a recoger a María porque Xavier más tarde en su coche.
—¡Qué guapa te has puesto! —dijo María.
—Tú también. Se nos acaban las vacaciones, así que hay que
aprovechar la última fiesta antes de la vuelta a la rutina.
—Hay que aprovechar hasta el último minuto.
Leonor condujo por la C-32 con la música a todo volumen. En la radio
sonaba una canción de Norah Jones que ambas tarareaban. La autopista
iba cargada de tráfico todo el mundo quisiera aprovechar aquel fin de
semana.
Les costó bastante dar con la casa, porque la urbanización en que
estaba ubicada era un vericueto de calles que no tenían nombre, sino
números: trescientos quince, trescientos ocho, trescientos doce. No había
manera de encontrar la trescientos dieciséis, ni los propios vecinos
conocían muy bien el callejero del barrio.
Llegaron un poco más tarde de la hora prevista, así que la casa ya
estaba muy concurrida. El anfitrión había cuidado hasta el más mínimo
detalle, las plantas lucían verdes, un reguero de grandes velas recorría
buena parte del jardín y la piscina, especialmente iluminada, congregaba a
buena parte de los invitados. En una esquina un cuarteto tocando jazz
interpretaba piezas lentas. En dos puntos opuestos del jardín se podía
tomar bebida o picar de alguno de los múltiples y variados platos que
llenaban las amplias mesas.
—No sabía que Andreu estuviera tan bien situado económicamente.
Esto es una pasada —dijo María.
—Sí, yo tampoco lo hubiera dicho, como en Tarifa siempre iba vestido
de aquella manera tan poco formal.
—La gente del windsurf viste así.
—¡Eh, mira! Andreu está al lado de los músicos, vamos a saludarlo.
—Está hablando con una chica, mejor lo saludamos después.
—¡Vamos, Leonor! —dijo en tono un tanto recriminatorio—. Pero si
estamos en esta fiesta porque él hizo mucho hincapié en que vinieras.
—No empieces a adjudicarme novios María, que te conozco.
—Leonor, no te hagas la estrecha. Si todo el grupo en Tarifa
comentaba que Andreu estaba pendiente de ti.
—¡Tonterías! Vamos a picar algo y tomar una copa. La noche es
larga, cuando lo veamos menos ocupado lo saludamos ¿De acuerdo?
—Sí, Sra. Ayala, lo que usted diga, Sra. Ayala —contestó María con
retintín.
—¡María.....! —dijo con desdén.
—¡Leonor....! —contestó María con una carcajada.
Las dos fueron riéndose hasta la mesa de las bebidas. Ambas
pidieron cava y cogieron para picar un plato con quesos para dirigirse hacia
un grupo de conocidos que estaba enfrascado en contar anécdotas de los
días pasados. El típico aguafiestas recordó, sin venir a cuento, que el lunes
se trabajaba y todos empezaron a hacer bromas con él. Cuando el cuarteto
de jazz cambió el ritmo hacia una música más ligera algunos se animaron a
bailar. Leonor fue una de las que más bailó. Entre pieza y pieza iba en
busca de cava fresco para paliar el calor y seguir su trepidante ritmo bailón.
María estaba asombrada de la capacidad de aguante de su amiga, era
como un mecano al que le hubieran dado cuerda infinita.
Sonaba una pieza lenta que Leonor conocía muy bien porque la tenía
en casa en uno de aquellos CDs de Miles Davis que le regalaron en uno de
sus cumpleaños cuando Andreu se acercó para bailar con ella, la cogió por
la cintura. Conforme seguía la evolución del baile él se aproximaba más
hasta que a media pieza Leonor dijo estar mareada, no podía seguir dando
vueltas por miedo a caer. Pidió disculpas a Andreu que se quedó perplejo y
sin saber qué decir hasta que le ofreció una de las habitaciones por si
quería descansar, pero Leonor dijo preferir su casa. Insistió en buscar a
María para que la llevara cuanto antes, tenía miedo de montar un numerito
delante de toda la gente.
María visiblemente disgustada por tener que marchar en aquel
momento, el mejor de la noche, no entendió porqué le había dado por
beber, era la primera vez que la veía en aquel estado. A Xavier tampoco le
hizo ninguna gracia porque la fiesta estaba en su mejor momento. María
optó por llevarla muy a regañadientes, no sin antes recriminarle que parecía
una adolescente desbocada. Ella dio la callada por respuesta no sólo
porque su amiga tenía razón sino porque la cabeza empezó a darle vueltas.
A medio camino, tuvieron que parar el coche en el arcén para que
Leonor saliera a vomitar. Cuando llegaron, María la tuvo que ayudar a salir
del vehículo y con esfuerzo conducirla hasta el ascensor. Casi a rastras la
introdujo en la bañera, la desnudó y le dio una ducha de agua fría.
—Me voy a morir —repetía Leonor sin cesar.
—No te preocupes, la borrachera no es tan grande como para eso —
dijo María con sorna.
Después de la ducha, le preparó un vaso de agua con dos Alka-
Seltzer antes de meterla en la cama. María miró hacia el despertador de la
mesilla que señalaba las cuatro y cuarto y se dirigió a la cocina para coger
una papel de post-it: n el que escribió << Me he llevado tu coche. Llámame.
María>>”. La dejó enganchada en el espejo del cuarto de baño.
Leonor abrió los ojos lentamente, alargó el brazo izquierdo hasta la
mesilla y con la mano buscó el despertador. Eran las doce de la mañana.
Se dio media vuelta para rehuir la luz solar que le daba directa en la cara.
Tenía un fuerte dolor de cabeza y ardor de estómago. No recordaba cómo
había ido a parar a su cama. Lo último que le venía a la memoria era la
pieza de Miles Davis y su cuerpo pegado al de Andréu mientras bailaban.
Se desperezó. Le dolía todo el cuerpo, hasta el cuero cabelludo, como
si le hubieran dado una paliza. Los pies entumecidos apenas le permitían
caminar con la mirada hacia el techo intentó recordar, pero apenas
conseguía ver que había bailado mucho, no tenía pistas de cómo había
acabado la fiesta.
Fue al cuarto de baño en donde encontró la nota de María. Supo de
esta manera que debía haber sido ella quien la metiera en la cama. Una
larga ducha era la mejor solución para aquel cuerpo maltrecho. Estuvo bajo
un potente chorro de agua hasta que consiguió espabilarse. Cogió una
toalla pequeña para el cabello y se enrolló el cuerpo con la grande. Se secó
enérgicamente como para despertar una a una todas las células de su
cuerpo. Abrió el armario de la derecha en el que guardaba las cremas.
Mientras se las ponía miró las arrugas que tenía alrededor de los ojos, signo
inequívoco del desenfreno. Sentía una vergüenza enorme, a saber si podía
volver a mirar a la cara a la gente de la fiesta y Pobre Andreu, que trago,
pensó.
Una vez vestida, fue hasta la cocina. Al pasar por delante de la foto
que Víctor y ella se hicieron en la Costa Brava, junto a un mar de intenso
azul , se paró a mirarla y la cogió para llevarla a la cocina. Sentada en un
taburete estuvo un buen rato recreándose en la imagen. De nuevo sintió la
culpa de su muerte. Lo echaba mucho de menos. Recordaba aquella
sonrisa tan contagiosa, la alegría y el optimismo que lograba dar a las
situaciones difíciles y seguía notando su falta casi a cada instante. Con la
foto encima de la mesa preparó un desayuno con naranjas exprimidas sin
azúcar y tostadas, después llenó el mango de la cafetera con una carga de
café. Mientras tomaba el café amargo se dijo que era hora de llamar a María
aunque mientras marcaba el número se preguntaba por dónde empezar si
por pedirle perdón o agradecerle que la hubiera llevado a casa.
Al otro lado de la línea no debía haber nadie porque el teléfono sonó y
sonó hasta hacer saltar el contestador. Cuando se disponía a dejar un
mensaje María descolgó.
—¿Quién es? —dijo con voz ronca.
—Lo siento, soy yo ¿Te he despertado?
—No, acabo de levantarme.
—Es casi la una.
—¡La una! ¡Qué manera de dormir!
—Quería darte las gracias por lo de anoche.
—De nada, no se merecen —canturreando la frase.
—Había pensado invitarte a dar una vuelta ¿Qué te parece?
—¡Estupendo, Xavier ha salido en bicicleta con unos amigos! ¡Con las
pocas ganas que tengo de estar en casa!
—Pasa a recogerme con mi coche cuando estés lista. Te espero en la
cafetería de la esquina, así compro los diarios y aprovecho para leer
mientras llegas.
—De acuerdo. No tardo nada. Hasta luego.
Volvió a coger la foto de Víctor y se entretuvo en mirarla de nuevo
durante un largo rato, luego se fue hasta el salón para abrir el armario en el
que guardaba fotos y dejó allí la de Víctor.
Cuando María recogió a Leonor se dirigieron al parque de la
Ciudadela, a las dos les gustaba pasear por aquellos jardines. Durante el
recorrido Leonor se mostró preocupada por lo sucedido la noche anterior,
era la gota que colmaba el vaso de los despropósitos. <<Me voy a ir>>, dijo.
Había estado dándole vueltas a lo de Brasil. Sería un año. Un año pasaba
enseguida teniendo cosas interesantes que hacer. Tras meditarlo mucho
había tomado la decisión, era una oportunidad de desconectar para volver
con energías renovadas. María no supo qué decir al verla tan convencida.
Conocía a su amiga y si Leonor tomaba una determinación era porque la
había meditado mucho. No se atrevía a disuadirla, sólo preguntó que si lo
tenía bien pensado.
—Sí, lo tengo del todo decidido.
Iba a llamar a Toni para irse con su grupo, si era posible aún
quedaban algo más de quince días para que partieran. El lunes hablaría
también con el Doctor Rius para que hiciera de enlace con el Ministerio de
Sanidad brasileño. Tenía tiempo más que suficiente para las vacunas, pedir
una excedencia y dejar todo listo para su marcha. A María sólo se le ocurrió
abrazarla para dejar claro que si con eso iba a ser feliz, lo demás no era
importante.
SEGUNDA PARTE
TRECE
Eran algo más de las seis de la mañana cuando Toni y Leonor se
encontraron en la terminal B del aeropuerto de Barcelona. Hicieron cola
para facturar el equipaje con destino a São Paulo. El avión que los llevaría
hasta Lisboa tenía la salida a las siete y veinticinco y el capital de Portugal,
se unirían al resto del grupo, el portugués y los dos franceses hasta Brasil.
Después de embarcar el equipaje y pasar el control de la policía, fueron a
una cafetería.
Toni estaba contento de la presencia de Leonor en el grupo, así
disfrutaría de la compañía de una amiga en un lugar en el que era previsible
que las cosas no fueran fáciles. De los otros supo a través del correo
electrónico, eso no daba para mucho.
—Nunca hubiera imaginado que te añadirías, estoy contento de que
sea así— comentó Toni.
—Es una decisión bien meditada y me hace mucha ilusión— dijo ella.
Se sentaron a tomar café en una abarrotada barra de uno de los
bares. que había junto a la puerta de embarque. Ambos pidieron un
bocadillo pequeño de jamón con queso y un café con leche. Iniciaron una
conversación que recorría pasajes de sus vidas como si aquella charla fuera
una puesta a punto, una buena manera de normalizar su resquebrajada
relación. Después relajaron la conversación con cosas más triviales. Leonor
sentía curiosidad por el idioma, no sabía si entre el castellano y el catalán
haría una buena mezcla para entender el portugués. Toni dijo que el
portugués se entendía bien aunque el de Brasil fuera un poco diferente.
Apenas acabaron de desayunar anunciaron el embarque.
El avión despegó puntual y llegó a Lisboa con suficiente tiempo para
enlazar con el vuelo de São Paulo. Habían quedado en encontrarse con el
resto en la puerta de embarque. Cuando Toni y Leonor llegaron, los otros
tres estaban en animada charla. Enseguida empezaron la ronda de
presentaciones.
—Alain de Burdeos, médico —dijo el primero de ellos.
—Eliette, de Estrasburgo, pero vivo con mi marido Alain, también soy
médica.
—Paulo, de Oporto, maestro.
Leonor y Toni también se presentaron.
—¿Parece que soy la mayor, no? —comentó Leonor.
—¿Estás buscando alguna forma de tener un ascendente sobre
nosotros? —sugirió Toni riéndose.
—No, es que es una de mis manías, no hagáis caso, me gusta saber
la edad de la gente.
—Si te hace tanta ilusión, yo tengo treinta —bromeó Eliette.
—Veinticinco —canturreó Paulo.
—Treinta y cinco —sonrió Alain.
—Los míos ya los sabes, treinta y siete —dijo Toni—. Ahora te toca a
ti.
—Ya os lo decía: soy la mayor, treinta y ocho.
—¡Estamos todos fichados! —dijo Paulo sonriendo.
Iniciaron entre ellos una charla entrecruzada. ¿Por qué estás aquí?
¿Cómo te enteraste de esto? ¿Has tenido alguna experiencia parecida?
Eran algunas de las preguntas que se hacían unos a otros. Aunque todos
entendían el idioma de los demás, la conversación se desarrollaba en
inglés. Excepto Paulo, el de Oporto, el resto tenía alguna que otra
experiencia en cooperación, pero ninguno había pasado más de tres meses
fuera de su casa. Uno de ellos comentó que ansiaba empezar cuanto antes
la misión porque tenía ganas de aportar sus conocimientos a una
experiencia que parecía importante a la vez que estaba seguro de aprender
nuevas experiencias. Otro enumeró varias razones por las que aseguró
haberse apuntado y así cada expuso sus motivos que venían a ser
coincidentes en muchos puntos con los de los demás hasta que llegó la
hora de embarcar.
El avión era un boeing de la TAP, iba casi al completo, apenas unos
cuantos asientos vacíos al final. Los cinco estaban sentados en filas
diferentes, aunque Leonor y Toni compartían asientos contiguos. Eran las
nueve y cuarenta y cinco de la mañana cuando el boeing despegó puntual
rumbo a São Paulo. Leonor había aconsejado a sus compañeros que
cambiaran la hora de los relojes a la del país de destino y que procuraran, a
partir de ese momento, adecuarse a ese horario, de esa manera, evitarían
gran parte de los efectos del jet lag. Eliette dijo que ella lo había
comprobado en varias ocasiones, era una buena idea. Paulo apenas había
dormido la noche anterior, la despedida de los amigos se alargó hasta casi
la hora de coger el avión y prefería dormir. <<No se os ocurra despertarme
para comer>>, les dijo.
Leonor intentó distraerse con la lectura de un libro en inglés sobre la
Amazonia, lo había encontrado en la librería Altaïr de Barcelona,
especializada en viajes. Cuando descansaba de la lectura compartía
conversación con Toni y una brasileña que ocupó el asiento contiguo
derecho, una chica que estudiaba en la UPC ingeniería de
telecomunicaciones y que había sido becada por el Gobierno español para
acabar sus estudios en esa Universidad y que volvía a casa después de una
larga temporada en la que a pesar de haber aprendido y compartido
momentos divertidos añoró continuamente su Brasil natal.
Entre la lectura del libro, el par de películas que siempre hacían más
llevadero el viaje, y el ir y venir de las azafatas con bebida y comida, más
alguna cabezadita que otra, el vuelo les pareció corto. A las cuatro menos
cinco de la tarde bajaron por las escalerillas para tocar tierra brasileña en el
aeropuerto de Guarulhos. Una fuerte sensación de calor se les vino encima
como si alguien hubiera encendido una calefacción gigante para darles la
bienvenida a aquel territorio con un clima con el que a partir de aquel
momento tendrían que convivir.
Recogieron el equipaje de la cinta transportadora. Todos llevaban una
bolsa grande, excepto Leonor que trajo dos. Había cargado unos cuantos
libros, sin ellos se sentía desamparada, y un par de botas deportivas que
fueron en parte las responsables de la segunda bolsa. En la puerta de
salida un gentío con flores, pancartas, letreros de agencias de viajes,
esperaba a los pasajeros. Una mujer bajita, con rasgos indios, sostenía un
cartel en el que se leía el nombre de Toni Puig. Dijo llamarse Joana Anaiço
y había venido de Brasilia, la capital, para darles la bienvenida en nombre
del gobierno.
Subieron el equipaje a la furgoneta que los trasladaría al hotel. Nada
más ponerse en marcha Joana les informó que disponían de un día libre
para recuperarse del jet lag, después irían a la capital para reunirse con un
equipo del Ministerio de Educación y de Sanidad responsable de los
programas y que explicarían lo necesario para desempeñar el trabajo en la
Amazonia. Con la avidez propia de los que pisan el país por primera vez la
sometieron a un interrogatorio sobre todo tipo de cuestiones, hasta que
Alain intervino para sosegar a sus compañeros, Joana no daba abasto para
ofrecer las respuestas adecuadas.
Una vez en el hotel recogieron las llaves de las habitaciones y Joana
se despidió poniéndose a su disposición por si les apetecía visitar la ciudad
con la furgoneta. Aceptaron de buen grado el ofrecimiento. A las nueve de
la mañana del día siguiente desayunarían juntos y más tarde recorrerían la
ciudad durante unas horas para despedirse enseguida y retirarse a
descansar porque el cansancio los había vencido a todos.
Leonor entró en la habitación. Era pequeña, pero suficiente para el
poco tiempo que estarían allí. Cogió su móvil de la mochila y lo puso a
cargar. Había prometido llamar a su madre y a María a la llegada, aunque
aún no era buena hora para hacerlo. Tras esas dos llamadas se despediría
del móvil hasta regresar a Barcelona, ese era su firme propósito para
mantenerse alejada de lo que dejaba atrás: no más contactos de los
estrictamente necesarios.
El intenso ruido del tráfico aconsejaba usar tapones para los oídos
que ella siempre llevaba en el equipaje cuando viajaba. Se los puso, apagó
la luz que tenía a la izquierda de la cama y se durmió enseguida.
Eran las cuatro de la mañana, las nueve en Barcelona, cuando Leonor
despertó. A pesar de sus esfuerzos para no sufrir el jet lag, ahí estaba:
cansada y despierta a una hora intempestiva para Brasil. Sin poder coger el
sueño de nuevo, se levantó para descorrer las cortinas del balcón: aún era
de noche. A pesar de la hora, el tráfico empezaba a ser abundante. Estuvo
unos minutos mirando pasar los coches. Fue en ese momento cuando tomó
conciencia de que ya estaba en Brasil, le parecía mentira. Decidió volver de
nuevo en la cama e intentó relajarse para conseguir finalmente dormir un
par de horas más. Al despertar se le ocurrió que podía ir al gimnasio, hizo
una llamada a recepción para preguntar si disponían de él y a qué hora lo
encontraría abierto. Buscó ropa deportiva y se fue hacia él. Era tan
temprano que los únicos ocupantes eran ella y una chica de aspecto atlético
que le ofreció una toalla y le indicó el funcionamiento del agua para beber.
Tras poco más de cuarenta y cinco minutos de duro ejercicio se dijo que era
hora de volver a la habitación y prepararse para el desayuno.
Había acabado de arreglarse y aún faltaba un buen rato para la hora
convenida con los demás, pero bajó al restaurante para esperarlos allí. Al
entrar encontró a todos sentados en una mesa.
—¡Hola, Leonor! Parece que eres la única a la que ha dado resultado
los métodos anti jet lag —dijo Alain.
—¡Hola! ¿Hace mucho que estáis aquí?
—Desde que han abierto el comedor —contestó Paulo.
—Pues, a pesar de mis métodos me he despertado a las cuatro de la
mañana. A las seis y media me he ido al gimnasio para soltar un poco de
energía retenida.
—Eso es verdadero amor al deporte. Yo soy de aquellas que siempre
dice que va a empezar, pero nunca encuentra el momento.
—A lo mejor es puro masoquismo —comentó Toni riéndose.
—¿Alguien ha pensado qué podemos hacer hoy?
—A mi me parece un poco absurdo esto del día de descanso.
Supongo que ellos sabrán más que nosotros, pero no le veo el sentido —
expresó Paulo.
—No creo que eso deba preocuparnos ahora. Cuando tengamos la
reunión en Brasilia, empezará esto en serio; mientras tanto, podemos
aprovechar para conocer la ciudad
—sugirió Eliette, como siempre, viendo el lado positivo.
—Estoy de acuerdo, aunque me han dicho que en São Paulo no hay
muchas cosas que ver —dijo Toni.
—Si me disculpáis, voy a llamar por teléfono. Nos vemos en la
recepción ¿Media hora os parece bien? —preguntó Leonor.
—De acuerdo, nos vemos en media hora.
Hizo las llamadas a su madre y a María. Apenas llevaba unas horas
en Brasil y su madre ya la había echado en falta, no acababa de hacerse a
la idea de estar sin ella un año entero, y aunque Leonor intentó calmarla,
fue inevitable el llanto que se apoderó de ella como si no fuera a ver a su
hija nunca más. Con María se entretuvo en explicaciones sobre los
compañeros y la buena impresión que le habían causado nada más
conocerlos. Acababan la charla cuando Leonor quiso hacerle saber que
llamaría en contadas ocasiones por teléfono porque se había establecido a
sí misma ese requisito para guardar la distancia necesaria con todo lo
anterior.
—De vez en cuando, acuérdate de mí. Te echaré de menos —le dijo
María.
—Yo también. Te deseo suerte con el nuevo tratamiento de fertilidad y
dale recuerdos a Xavier.
CATORCE
Han llegado a Brasilia desde el aeropuerto de Congonhas
acompañados por Joana. Una furgoneta los lleva hasta la sede del FUNAI,
la Fundación Nacional del Indio, una institución que se encarga de su
protección. Allí les esperan representantes del Ministerio de Sanidad y de
Educación. Después de una larga reunión en la que les indican las zonas de
trabajo -cada uno tiene asignada zona diferente- y especifican las tareas a
llevar a cabo, les hacen saber que dispondrán de un fin de semana al mes
en Manaos que pueden aprovechar para encontrarse, sus puntos de trabajo
están más o menos equidistantes de esa ciudad y eso la convierte en el sitio
ideal para esos días de descanso.
Por la tarde parten en avión hacia la capital de la Amazonia brasileña.
Han conseguido sentarse juntos y se distraen mirando en un mapa dónde
desarrollará cada uno su trabajo. Paulo, despreocupado como siempre,
aprovecha para echar una cabezadita. Entre buscar en el mapa,
comentando las ganas que tienen de empezar, y alguna que otra referencia
a sus trabajos, el vuelo se les hace corto.
Después de recoger el equipaje una furgoneta los traslada al hotel
Novotel de Manaos en el que harán noche antes de partir cada uno a sus
puntos de trabajo. Cuando cada uno tiene la llave de su quedan en verse
sobre las ocho y media en el restaurante del hotel para cenar.
El hotel tiene aspecto de ser bastante nuevo. Leonor entra en la
habitación que es bastante espaciosa, con muebles modernos y una
decoración de estilo sobrio, pero con gusto. Descorre las cortinas del gran
ventanal. La habitación da a un patio interior lleno de vegetación de vivos
colores. Está contenta, siente curiosidad por lo que el nuevo trabajo le
deparará y una cierta impaciencia por trasladarse al interior de la selva.
Mientras observa las plantas decide salir porque no le apetecía
quedarse encerrada en la habitación pudiendo disfrutar de aquel lugar. Se
dirige al restaurante por el largo pasillo que va hasta la recepción. El hotel
es muy tranquilo, da la impresión de estar casi vacío. Al llegar todas las
mesas están ocupadas. La primera idea de un hotel vacío se desvanece.
Hay muchos hombres, unos trajeados y con corbata y otros vistiendo de
manera deportiva, pero se diría que son mayoría los ejecutivos medios.
Echa un vistazo para buscar a sus compañeros y ve que Eliette y
Alain están sentados en animada charla.
—El hotel está muy bien ¿No os parece?
—Sí, muy bien para su categoría. Nos vendrá bien regresar aquí cada
mes, disfrutaremos de unas comodidades que no vamos a tener en la selva
—dijo Eliette.
—Nuestro cuerpo lo va a agradecer —comentó Alain.
—Por ahí vienen Paulo y Toni —dijo Leonor que estaba sentada de
cara a la entrada del comedor.
—¡Hola! —saludaron los recién llegados.
—Será mejor que vayamos ya al buffet o corremos el riesgo de
quedarnos sin nada. Esto está a tope de gente.
—Id vosotros. Yo guardo la mesa hasta que volváis —dijo Leonor.
Paulo fue el primero en regresar con un plato lleno de ensalada, varios
quesos y salami.
—¿Pero vas a poder con todo eso? —preguntó Leonor.
—¡Ah, claro! Esto es sólo el primer plato. ¿De dónde crees que
procede mi bien cuidada barriga? —dijo Paulo riendo.
—Voy a por lo mío.
Leonor cogió un plato para dirigirse a la zona de las ensaladas, no
tenía mucha hambre. En la fila, mientras esperaba su turno, se fijó en las
botas de la persona que tenía delante (siempre se fijaba en el calzado, le
parecía una manera de conocer a la gente: el tipo, el color, si estaba sucio o
limpio, si la suciedad era de tiempo atrás o del día). Las botas de su vecino
en la cola eran iguales que unas que ella llevaba en el equipaje. Al ir a
coger los cubiertos que estaban en la bandeja del tomate la persona que la
precedía, un hombre alto y corpulento que parecía salido de una película de
aventuras no sólo por el atuendo, sino por lo curtido de la piel y su trabajada
musculatura, hizo el gesto de querer coger los mismos cubiertos.
—Perdón —dijeron los dos a la vez, Leonor en catalán y el hombre en
italiano.
—Please —dijo el hombre señalando con su mano la bandeja.
—Thank you. You first —dijo Leonor reconociendo que él estaba
antes.
—Thank you —respondió disponiéndose a coger los cubiertos.
Leonor se quedó un poco aturdida por el azul tan intenso y claro de
los ojos de aquel hombre, unos ojos muy llamativos y aunque aquellos
segundos no le permitieron hacer un análisis del personaje le pareció un
tipo interesante. Se sirvió una ensalada variada y volvió a la mesa en la que
estaban sus compañeros.
—¿Tienes intención de hacer régimen para volver todavía más
guapa? —bromeó Paulo.
—Es que he comido en el avión y ahora no tengo apetito —dijo Leonor
con una sonrisa.
Mientras el resto del grupo hablaba, Leonor empezó a pasear su
mirada por el comedor buscando al hombre de los ojos azules. Lo vio
sentado con otros dos, de espaldas a ella. Se preguntaba qué haría allí
aquel hombre con pinta de aventurero que encajaba poco en aquel
enjambre de ejecutivos. Dejó de mirar después de encontrarse absurda en
aquel rastreo para volver a la conversación.
—Mañana vendrán a recogernos nuestros acompañantes y será el
momento de la despedida.
—Sólo por un mes, recordad —dijo Alain.
—Sí, pero un mes puede ser eterno —dijo Paulo—. Me puede dar un
ataque de ansiedad como la comida no sea buena.
—¡Qué exagerado eres con la comida!
—Venga, chicos. Vamos a brindar —dijo Eliette—¡Por nosotros y por
nuestra misión!
—¿Con agua? Eso da mala suerte—dijo Alain.
—Lo importante es el brindis.
—¡Por nosotros y por nuestra misión!
La sobremesa fue corta porque vendrían a recogerlos muy temprano y
se imponía un descanso antes de partir hacia los respectivos lugares de
trabajo. Toni y Leonor fueron los últimos en abandonar la mesa.
—Espero no haberte metido en ningún lío.
—¿Por qué lo dices? —preguntó Leonor.
—Porque si estás aquí, en parte, se debe a que yo te incité a venir.
—Es cierto, tienes bastante que ver en mi decisión, si no me hubieras
hablado de esto, tal vez no estaría aquí. Espero poder agradecértelo al final.
Creo que va a ser muy interesante poder mejorar la calidad de vida de estas
gentes. Estoy encantada, de verdad.
—No lo dudo. Estoy convencido de que vamos a aprender muchas
cosas. Lo único que me fastidia de todo esto es el tratamiento de
prevención de la malaria, es un fastidio estar pendiente de la medicación.
—Sí es fastidioso, pero no hay más remedio y aún así, nada garantiza
que no nos pique uno de esos mosquitos y nos haga la pascua.
—Menos mal que estoy rodeado de médicos que si de algo entienden
es de malaria.
—¡Menuda garantía! Como si los anopheles lo supieran.
—¿Los quién?
— Los mosquitos.
—¡Ah! Los anopheles, no te había entendido.
—¿Qué te ha parecido el grupo?
—Variopinto, a simple vista creo que nos llevaremos bien.
—La pena es que estamos dispersos en el territorio.
—Sí, es una pena. Quizás eso haga la experiencia más interesante.
Nos tendremos que espabilar por nuestra cuenta. Es un reto más.
—Se hace tarde, deberíamos irnos a dormir.
—Tienes razón. Hasta mañana Leonor.
—Hasta mañana. Que descanses.
Se despidieron con un par de besos.
QUINCE
El grupo se había reunido con los guías en la recepción del hotel
dispuesto a partir cada uno a su destino. Tras cargar el equipaje se
despidieron deseándose suerte.
Germano, el guía de Leonor, es un hombre de unos cuarenta y pocos
años, de mediana estatura, alto, para ser indio. Se presentó explicándole
que procedía de la Amazonia peruana, de la tribu de los tikuna, aunque
hace muchos años que vive en esa zona de Brasil. -pensó Leonor-.
Mientras Germano conducía un todoterreno hasta el barco que los
llevaría a su destino contó que estaba casado y tenía dos hijos: un niño y
una niña que vivían en Manaos. Leonor se interesó por ellos y quiso saber
si no los echaba de menos cuando estaba fuera.
—Están acostumbrados, desempeño ese tipo de trabajos desde antes
de conocer a mi mujer.
Siguió explicando que en otro tiempo había hecho de guía para los
pocos turistas que visitaban la zona y ahora trabaja para el gobierno. La
ocupación actual le parecía más segura y valoraba mucho el salario fijo. En
el otro dependía mucho de las propinas. Cuando Leonor quiso saber si
conservaba la lengua materna de los tikunas, Germano explicó que sí,
además del portugués y un par de lenguas de los indios que habitan la zona
a la que ellos iban. Dijo estar aprendiendo inglés con unos libros y un CD
que una turista española le había enviado desde Barcelona, pero se quejó
de lo poco que sabía porque consideraba difícil aprender con unos libros,
había que tener mucha fuerza de voluntad y le faltaba esa fuerza.
—Puedo ayudarte a aprender inglés en los ratos que tengamos libres
y tú me enseñas algo de las lenguas indias.
—Te lo agradezco, pero dice no estoy seguro de que vayamos a tener
mucho tiempo disponible.
Llegaron a la puerta del hotel Tropical. Quedaba un rato para que
zarpara el barco que los llevaría por el río Negro hacia el destino. Leonor
propuso tomar un café, aunque Germano la advirtió de que nunca había
entrado porque era un hotel muy caro y tampoco estaba seguro de que lo
dejaran entrar.
—Dos cafés seguro que me los puedo permitir. La entrada a los
hoteles es libre, aunque no estés alojado —contesta Leonor.
Accedieron al hotel a través de un cuidado jardín lleno de flores de
múltiples colores. La recepción era muy espaciosa, decorada con maderas
labradas a mano. Leonor se acercó a la recepción para hacerse con un
folleto que pudiera satisfacer en parte su curiosidad.
Se dirigieron hacia la derecha donde se encontraba la cafetería en la
que no hay ningún cliente. Se sentaron en los taburetes de la barra y pedir
un par de cafés que les sirvió un camarero amable y sonriente.
Leonor quiso saber si había muchos clientes en el hotel como una
manera de entrar en conversación con el camarero y él respondió que en
aquella época del año la ocupación era alta porque siempre lo era durante
la estación seca.
—Hay mucha gente de diferentes países del mundo, el hotel tiene
más de seiscientas habitaciones. Algunos de los clientes son adinerados
hombres de negocios, bastantes de ellos relacionados con la madera,
aunque también hay mucho turismo.
Se hizo la hora de salida del barco y ambos recogieron las bolsas de
equipaje para encaminarse al embarcadero. Allí esperaban unos cuantos
turistas y trabajadores del hotel Ariaú Amazon Towers, según informó
Germano, el hotel donde se alojarían a la llegada y los fines de semana que
permanecieran en la selva.
Se oyó la voz de un muchacho joven indicando que podían embarcar.
Bajaron entonces la rampa de madera que unía el embarcadero con el
barco. Al entrar depositaron el equipaje, Germano se encargó de los billetes
mientras Leonor subió las empinadas escaleras hasta la cubierta.
El día era soleado con una ligerísima brisa que ayudaba a sofocar la
humedad del ambiente. Leonor se había quedado asombrada ante la
inmensidad del río porque nunca había visto, ni siquiera imaginado un
caudal de agua semejante. Tras unos minutos observando el paisaje que
como primeriza observó como hipnotizada, se dijo que debía disparar unas
cuantas fotos con la cámara que llevaba colgada al cuello. Cuando quitaba
el protector de la lente para hacer una foto desde la popa Germano se
acercó y le dijo que si aquello le asombraba más lo iba a estar cuando
navegaran río arriba en donde había una distancia de veinticinco kilómetros
de margen a margen.
—Soy incapaz de imaginarme una cosa así, mi imaginación no da
para tanto. ¿Cuánto debe hacer el Ebro de ancho? —se preguntó.
Cuando el barco inició la marcha Leonor seguía la estela del agua
sentada en un banco de la proa. Le causó perplejidad el color negro del
agua aunque sabía que estaba en el río Negro y enseguida Germano le
ofreció la explicación oportuna.
—Es debido a la cantidad de sustancias orgánicas que hay disueltas
en el agua.
Le aconsejó que se pusiera cómoda porque la travesía duraría algo
más de dos horas y media, aunque ella estaba tan absorbida por el paisaje
que no le prestó atención. Ante el poco resultado de sus explicaciones
Germano decidió dejarla sola para entablar conversación con los
trabajadores del hotel que estaban abajo.
Leonor ni siquiera se percató de la marcha de Germano abstraída
como estaba en la observación de los diferentes tonos de verde, en la
cantidad de agua, en la inmensidad de la vegetación. Sin haber pisado el
territorio empezaba a convencerse de que su año en Brasil, en la Amazonia,
iba a ser gratificante, aunque pudiera esperar momentos difíciles, en eso no
se engañaba.
Cuando ha pasado algo más de una hora Germano compró en el bar
un par de botellines de agua y subió a ofrecerle uno a Leonor. La encontró
dormida con la cabeza recostada en el brazo. Le tocó el hombro para
despertarla y ofrecerle el agua. Leonor se despertó sobresaltada aunque
tuviera delante la sonriente imagen de su guía que le alargó la botella que
ella bebió de un tirón.
—Tenía mucha sed, gracias.
Germano se sentó junto a ella y le comentó que había estado de
charla con los trabajadores que iban en el barco. Leonor quiso saber cómo
eran sus turnos de trabajo y él le explicó que vivían en Manaos y cada
quince días tenían cuatro de descanso. Se sentían bien con aquel trabajo
porque la dirección del hotel los cuidaba aunque el sueldo fuera pequeño.
Las propinas de los turistas se convertían en un gran suplemento que
convertía aquel trabajo en algo envidiado por muchos trabajadores. Añadió
que cuando él era guía, los estadounidenses y los españoles eran de los
turistas más generosos, aunque españoles se veían pocos.
Navegando hacia el Noroeste desde Manaos recorrieron los sesenta
kilómetros que separaban la capital de la Amazonia y el hotel. Cuando el
barco atracó en el embarcadero era media mañana. Los pasajeros
empezaron a bajar los equipajes y nada más poner pie en el hotel eran
amablemente recibidos y obsequiados con una bebida de frutas, una
recepción típica en un hotel habitado mayoritariamente por turistas.
La directora, que conoce la llegada de Leonor, le dio la bienvenida en
un perfecto castellano, sería clienta durante mucho tiempo y por esa razón
le dispensaban un trato deferente. Mientras Germano se ocupaba del
equipaje Leonor, acompañada por la directora va a registrarse mientras
charlaban sobre el origen del hotel.
—Como puede ver el hotel está construido a base de maderas y todo
él anclado sobre enormes pilotes. El agua del río llega casi a tocar los
pasillos de madera que unen las diferentes construcciones cuando es la
estación húmeda. Ahora es época seca y por eso el nivel del agua ha
bajado unos cinco metros.
Leonor seguía con curiosidad los detalles que aquella mujer,
relativamente joven para su responsabilidad, desgranaba convencida del
interés que despertaba en la nueva huésped.
Después de acabar los trámites en la recepción y recoger la llave un
trabajador la acompañó a su habitación. Hasta llegar a ella recorrieron una
larga pasarela que unía las instalaciones centrales con el primer bloque de
habitaciones. Por una empinada escalera con peldaños de madera,
accedieron a la habitación 103 situada en el primer piso de un bloque de
madera que albergaba dos plantas más sobre aquella. El número 103
estaba grabado en una pieza de madera junto a una talla de un guacamayo.
En el rellano había cinco habitaciones y cada una de ellas tenía colgado de
la puerta el número con un animal diferente.
El trabajador dejó el equipaje junto al armario para pasar a explicar
con brevedad el funcionamiento del ventilador y las luces. Se despidió con
unos cuantos reales que Leonor le dio de propina.
Parada en el quicio de la puerta hizo un reconocimiento visual: a la
derecha un armario de madera sin cajones del que cuelgan unas cuantas
perchas, a ambos lados de la cama unas mesillas, una con un despertador
y otra con una lámpara. La cama era de matrimonio, muy amplia, cubierta
con sábanas de inmaculado algodón blanco. Al fondo de la habitación, en
un espacio muy reducido, una ducha y un inodoro. Será difícil hacer las
cosas en un sitio tan pequeño, pensó. Desde algún lado llegaba muy leve
una música de piano que Leonor reconoció enseguida porque era una de
las sonatas de Joseph Haydn que Toni les regaló cuando Víctor y ella
cumplieron su primer aniversario de boda y que habían sonado en múltiples
ocasiones en su casa porque a su marido le gustaba escuchar esos CDs
cuando leía.
Se paró a saborear la melodía sin saber aún de dónde procedía el
sonido para enseguida volver al reconocimiento. Colgado de la pared un
pequeño espejo de plástico con una repisa algo justa para poner las cosas
de aseo. Junto a la ducha, un pequeño balcón con un banco de madera al
que decidió salir para disfrutar de la tranquilidad absoluta que se percibía en
aquel lugar. Desde allí observa las torres redondas que repartidas entre los
árboles gigantes formaban otro grupo de habitaciones. Las torres estaban
unidas entre sí por largas pasarelas de madera sustentadas sobre largos
pilotes como todas las construcciones del hotel.
Hacía bastante calor y el ambiente era muy húmedo, así que puso en
marcha el ventilador blanco que colgaba del techo. Se dispuso a deshacer
el equipaje, pero pensó que antes debía averiguar con Germano qué tipo de
prendas le iban a ser de más utilidad cuando fueran a visitar los poblados
de la selva.
Se dirigió al aseo para orinar cuando descubrió en la pared de éste
una abertura a la altura de sus ojos que le permitía ver a tres hombres que
entraban en las habitaciones de enfrente y a los que no consiguió ver la
cara. Tras hacer sus necesidades salió del cuarto y mientras caminaba por
la larga pasarela hacia las instalaciones centrales se quedó absorta mirando
los pájaros y los monos posados en las barandillas. Algunos monos van
saltando de árbol en árbol emitiendo un característico y agudo chillido.
Aquella visión tan cercana de los animales en la naturaleza la hizo pensar
de nuevo que aquel lugar tan fascinante y lleno de tranquilidad era un sitio
donde sentirse cómodo y relajado, un paraíso que iba a disfrutar aunque
sólo fuera aquellos fines de semana que tenía asignados.
Entró en la zona del bar donde Germano mantenía una animada
charla con algunos trabajadores en tiempo de descanso.
—Hola, Leonor, no esperaba que vinieras tan pronto.
—Es que tengo un poco de hambre. Me imagino que el restaurante
está cerrado ¿Podré pedir algo de comida aquí?
—Sí, te pueden hacer un sandwich.
—Con eso será suficiente hasta la hora de la cena.
Se sentaron en una mesa del bar con la mirada de todos los
trabajadores puestas en Leonor. Sin duda Germano había estado
comentando quién era ella porque la curiosidad de los hombres era
evidente. Cuando Leonor les devolvió la mirada giraron la cabeza un tanto
avergonzados para reanudar la charla a continuación.
El guía desplegó un plano de la zona para explicarle dónde se
encontraban y los sitios en los que trabajarían. Se trataba de una zona
protegida por el Funai, la fundación nacional del indio, aunque en aquella
zona no existían puestos de vigilancia como en otras más protegidas. La
vigilancia evitaba la intrusión del hombre blanco en el territorio indio. Por
desgracia eran pocas las tribus inmaculadas, libres del contacto del
depredador hombre blanco. En aquella región había más mestizos, a los
que llaman cabucos, que tribus aborígenes. Los aborígenes seguían
viviendo en la edad de piedra y encendiendo el fuego con dos palos, explicó
Germano. En cambio en la zona que ellos visitarían por razones de trabajo
muchos niños iban a la escuela, sus habitantes disponían de algunos
adelantos de la llamada civilización y el sistema de vida era semejante a
otros pueblos de Brasil. Incluso en algún núcleo importante se podían
encontrar generadores, como era el caso de los habitantes de Nossa
Senhora, una de las poblaciones en las que pasarán unos días cada mes
por ser un núcleo de servicios a las comunidades próximas.
—Veo que tienes ganas de empezar a trabajar —dice Leonor.
—¿Por qué ? —pregunta Germano.
—Porque no me has dado ni un rato de respiro para que me pueda
ubicar y ya me estás hablando del trabajo.
—Es sólo por situarte, pensé que querrías saberlo.
—Sí, claro, sigue, sigue —sugirió Leonor con una amplia sonrisa—.
Mientras como el sándwich te escucho.
—Me cuesta estar callado, soy capaz de ponerme a hablar y no parar
en un buen rato —ambos rieron.
Una vez hubo terminado Leonor de comer Germano y ella fueron a ver
las instalaciones del hotel.
A la izquierda del bar tres pequeñas tiendas en las que se vendían
souvenirs, productos de aseos y múltiples objetos de los que los turistas o
han olvidado o terminado. En la más grande de las tres, una exposición de
piedras preciosas y semipreciosas dispuestas para las compras de los más
adinerados. Junto a las tiendas tenía su sede un desvencijado gimnasio en
estado considerable de dejadez con un par de aparatos maltrechos y unas
cuantas mancuernas que no invitaban a hacer deporte.
Tras el pequeño recorrido caminaron hasta la recepción y Germano
explicó que se podía llamar por teléfono, enviar faxes y conectarse a
Internet, cosa que sorprendió mucho a Leonor, pero el guía le explicó que el
satélite permitía esa conexión desde hacía poco tiempo. Leonor pensó
enseguida en que podría conectarse con María durante los fines de semana
porque aunque había decidido prescindir del teléfono estaría bien mantener
algún tipo de contacto, no había porqué ser tan rígida.
Después del recorrido a Leonor le apetecía leer un poco antes de la
cena, así que se despidió hasta las nueve. Había visto una hamaca en un
rincón que parecía tranquilo para leer sin ser molestado. Antes pasaría por
la habitación para ponerse repelente de mosquitos antes de que aumentara
el número de picaduras en sus ya aguijoneados brazos y piernas.
En la hamaca de una de las zonas de descanso empezó un libro que
María le había regalado antes de partir: Mentira, de Enrique de Hériz.
Curiosamente la protagonista estaba en la selva, pero de Guatemala. ¡Qué
casualidad!, pensó. Su amiga se lo había regalado porque lo eligieron como
el mejor del año los libreros de Barcelona. El principio le pareció interesante,
daban por muerta a una mujer que en realidad ha sido confundida con el
cadáver de otra. <<Es una buena manera de desaparecer sin que nadie te
moleste>>, se dijo.
Enfrascada en la lectura el tiempo le pasó volando. Abandonó a
desgana el libro y el rincón tranquilo para dirigirse por las empinadas
escaleras que partían desde la recepción al comedor de la primera planta.
Encontró a Germano sentado a una mesa en actitud de espera. En el
comedor apenas habría unas diez personas porque los pocos turistas que
se alojaban en el hotel ya habían cenado ya que las nueve era una hora
tardía para las costumbres del lugar. Entre los comensales se encontraban
los trabajadores de empresas de la zona que solían alojarse en el hotel. En
el buffet había un poco de todo: verdura, ensalada, sopa, pescado, carne y
muchas frutas, todo con un buen aspecto. Tras servirse un poco de todo de
cada una de las bandejas fueron a ocupar su lugar en donde alternaban la
comida con una animada charla que había comenzado Leonor ansiosa por
conocer cuantos más detalles del trabajo que estaba a punto de iniciar.
Germano se mostraba prudente en las respuestas y quiso advertirla sobre
todo de que algunas zonas podían resultar peligrosas por lo que era
aconsejable contener el entusiasmo. Leonor le reconoció su estado de
ansiedad a la vez que le hizo la firme promesa de seguir todos sus consejos
consciente de que la Amazonia era una zona no exenta de peligros.
Alargaron la charla hasta que el comedor quedó vacío porque la
tranquilidad de la que disfrutaban les hizo pasar el rato sin apercibirse de lo
tarde que era. Optaron por marcharse a dormir ya que al día siguiente
debían salir a las seis de la mañana, justo al amanecer.
DIECISÉIS
Parecía que el agua iba a entrar de un momento a otro en el bote. La
embarcación de madera, pintada de verde con un pequeño motor
fueraborda, llevaba lo necesario para instalarse en la selva: comida, unas
tiendas de campaña, cocina de camping, medicamentos, maletín, ropa y
todo lo que fuera útil en caso de emergencia. Germano conducía con
bastante pericia la embarcación, mientras Leonor, atraída por la novedad,
hacía fotos sin parar. La vegetación se abocaba a las aguas del canal como
si las hojas quisieran beber directamente de ella. Se dirigían al primer
núcleo de población marcado en la ruta.
—¿Ves esa pequeña casa de madera que flota?
—¡Como no la voy a ver, si es lo único que hay en medio del agua! —
contestó Leonor.
—¿Sabes qué es?
—Una casa.
—Un supermercado.
—¿Un supermercado eso tan pequeño?
—Te asombrarías de la cantidad de cosas que venden.
—¿Pero quién compra aquí?
—No todo son tribus de indios o cabucos, como llamamos aquí a los
mestizos, que no tienen dinero y no saben su valor, hay un poco de todo:
seringueiros, garimpeiros, trabajadores de empresas madereras. Siempre
necesitan comprar alguna cosa de vez en cuando, aunque traigan sus
provisiones de Manaos.
—¿Cómo has dicho serin...qué?
—Seringueiros, son los que recolectan caucho y látex, los
garimpeiros, buscadores de metales, sobre todo oro.
—¡Ah!
—Ya te he dicho que verás gente de todo tipo aunque nuestro trabajo
vaya dirigido a los oriundos o mestizos de la zona que son los que nos
necesitan.
Cuando habían hecho unas dos horas de camino Germano paró el
bote en la orilla, ató el cabo a un árbol y extendió la mano para ayudarla a
bajar.
—¿Querido chamán, hemos llegado?
—No soy un chamán, no tengo ni sus conocimientos ni sus poderes —dijo
Germano sonriendo.
—Pero sabes de plantas medicinales y árboles, es lo que me dijiste,
por eso te llamo chamán.
—Es un honor que no merezco, no te burles de mí.
—No me burlo, es un nombre cariñoso con el que pienso llamarte.
—Si es por cariño ¡Bienvenido sea! —dijo Germano sonriendo.
Un hombre con rasgos indios, de baja estatura, pelo lacio negro,
vestido con un calzón, salió a saludarlos. Extendió su mano para estrechar
la de ellos. Germano y él hablaban un idioma que Leonor era incapaz de
entender.
—¿Qué dice?
—Le explico quién eres y qué vienes a hacer aquí.
El hombre, jefe de un grupo de unos treinta indios entre los que había
hombres, mujeres y niños, pidió que lo acompañaran. Se sentaron en unas
esteras tejidas con hojas de palmera donde se acercó una mujer para
ofrecerles tapioca con nueces y bebida.
—¿Qué es eso blanco?
—Es tapioca, un producto de la mandioca. Cómelo con las nueces,
está muy bueno porque la tapioca sola tiene poco sabor.
—A mi me encantan las nueces de Brasil.
—¿Así las llamáis en Europa?
—Sí, porque nuestras nueces son de otra forma y para distinguirlas,
las llamamos de Brasil.
—Ten, coge un poco con las manos.
—Hummm, está bueno. Aunque tienes razón, la tapioca sola es un
poco insípida.
—Prueba este vino —ofreciéndole un cuenco hecho de calabaza.
—¿Vino tan de mañana?
—Es un vino de la palmera azaí, está muy rico.
—Lo probaré por no hacer un feo, pero yo no suelo beber y menos a
estas horas.
—Quieren ser hospitalarios, no les podemos hacer un feo.
Leonor moja un poco los labios y degusta el vino de azaí.
—No entiendo mucho de vinos, pero diles que está rico.
Poco a poco, los integrantes de la comunidad se fueron acercando a
ellos. Los más pequeños la miraban con risas contenidas. Una mujer quiso
tocar la larga melena de Leonor mientras ella se dejaba hacer. La mujer le
dijo con gestos que era muy bonita y fuerte y ella le agradeció el cumplido
con una sonrisa. Una de las niñas señaló con el índice la peca que Leonor
tenía debajo del ojo derecho preguntando a Germano si era pintura. Leonor
se rió cunado él la tradujo e hizo que la niña la tocara para demostrarle que
era natural.
Los indios de aquel poblado tenían trato con hombres blancos,
aunque de manera infrecuente. No solían ver a mujeres, por eso todos
observaban con curiosidad la presencia de Leonor. Las mujeres y los
hombres de la tribu, todos de piel curtida y arrugadas por el sol, se
arremolinaban a su alrededor. Leonor les dedicó la mejor de sus sonrisas,
como había hecho con los niños. Incapacitada para hablar su lengua, le
parecía que sonreír era un signo de comunicación que crearía cierta
empatía.
Tras un rato de saludos y risas Leonor sugirió que debían ponerse a
trabajar. Al preguntar por los niños de entre uno y cuatro años el jefe
informó que eran unos ocho. Ellos recibirían el tratamiento preventivo contra
el paludismo, uno de sus cometidos principales en la selva. La malaria
causaba muchas muertes al año entre la población de aquella zona y por
esa razón iban a priorizar el programa de vacunación. A través de Germano
explicó al jefe que el tratamiento debía aplicarse en tres veces, de esta
manera acortaría el riesgo de contraer la enfermedad. Tras una larga
conversación del jefe con los padres de los niños en la que expresaron sus
dudas al respecto dieron la aprobación aunque no estuvieran convencidos,
pero en la pequeña comunidad habían perdido hacía poco a uno de sus
miembros por la malaria, lo que ayudó a que tomaran la decisión a favor.
Cuando Leonor se disponía a abrir su maletín un grupo de tres niños
se le acercó para darle un beso. Se quedó muy sorprendida por la
espontaneidad y le gustó aquel gesto que venía a demostrar que, después
de todo, la acogían con cariño. Aquellos niños subieron en una pequeña
barca de madera donde la madre se ocupó de remar para conducirlos hasta
la escuela que se encontraba no muy lejos de allí, según explicó Germano.
Empezó a aplicar el tratamiento por los más pequeños. Las madres,
aunque convencidas de que debían colaborar, llevaban a los niños ante
Leonor con cierta cara de preocupación, aquello les resultaba extraño y
desconocido. Las sonrisas y las caricias hacia los niños suavizaron en parte
la preocupación de las madres.
Al acabar el trabajo, el jefe quiso enseñarles la comunidad. Subieron
por una pendiente hasta llegar a un grupo de cabañas de madera cubiertas
con hojas de palmera. Por un camino que había a la izquierda se dirigieron
hacia un pequeño campo de cultivo. Aquel hombre los condujo a través de
las plantaciones de mandioca, bananeros, frijoles y las abundantes frutas,
que Leonor se entretuvo en oler una a una. El intenso olor de las frutas,
junto a la abundancia de colores le pareció un regalo para los sentidos.
De vuelta al poblado a Leonor le hubiera gustado entrar en una de
aquellas cabañas, pero pensó que si no se las habían enseñado no podría
entrar en la intimidad de aquellas chozas por mera curiosidad, con el
tiempo generaría la confianza suficiente como para entrar en ellas sin el
menor problema.
Como el trabajo había llegado a su fin se despidieron agradecidos por
la hospitalidad, expresando el compromiso de volver dentro de un tiempo
para seguir con el tratamiento. Subieron al bote ante la mirada de muchos
de los integrantes de la comunidad que llegaron hasta la orilla del río para
despedirlos con saludos y sonrisas.
Pusieron rumbo a otro poblado a través de los canales del río.
Germano, que había recogido unas pocas frutas, ofreció una de ellas a
Leonor.
—Toma, esta fruta está muy buena.
—Sí, me gustan las ciruelas.
—No son ciruelas, es camu-camu. Esta fruta tiene cuarenta veces
más vitamina C que una naranja.
—Pues el aspecto es parecido. ¡Cuarenta veces más vitamina C que
la naranja!
—Sí, aunque el sabor es muy diferente. Lo de la vitamina C me lo dijo
un recolector que la exporta.
Leonor limpió un camu-camu con el bajo de su camisa, después de
entretenerse disfrutando el aroma empezó a comerlo. Tenía un sabor entre
dulce y ácido que no podía asociar a ninguna otra fruta conocida.
—Chamán, tengo una curiosidad.
—Te ha gustado lo de llamarme chamán —dijo Germano sonriendo—.
Dime.
—¿Cómo avisa esta gente cuando uno de ellos está enfermo?
—Tienen un sistema para comunicarse: con una rama fuerte golpean
en las raíces salientes del paracanauva, un árbol que propaga mucho el
sonido y, de esa manera, a veces, no siempre, consiguen que un chamán o
un médico acuda en su ayuda. Cuando la población es grande, suelen tener
una emisora de radio.
—¿Y funciona eso de los golpes?
—Ya te he dicho que a veces sí y a veces no. Esto es la selva, un sitio
precioso, pero con muchos inconvenientes.
—Sí, claro. Los inconvenientes de la llamada civilización.
—Hay cosas peores que eso. Ya te irás dando cuenta.
—¿A qué te refieres?
—A las compañías madereras que trabajan de manera ilegal; a los
asesinatos para ocupar las tierras de los indios; a la sobreexplotación de los
trabajadores, y a otras tantas cosas.
—¿Pero eso sigue sucediendo?
—Sí, por desgracia. No todo acabó con el asesinato del seringueiro
sindicalista Chico Mendes. La suya fue una muerte muy sonada, pero más
de quince años después hay otras que no trascienden porque los muertos
no eran personas conocidas.
—Parece increíble lo que me cuentas.
—No quiero alarmarte, pero así es. Esperemos no encontrarnos con
ningún conflicto grave. Crucemos los dedos
—Confiemos en que así sea.
Hacia el mediodía llegaron a casa de una familia de cabucos amigos
de Germano, un matrimonio con ocho hijos de todas las edades: desde
adolescentes hasta uno pequeño de dos años. Tras las presentaciones los
invitaron a sentarse en dos bancos que había junto a una mesa larga para
compartir la comida: frijoles con arroz. Explicaron que vivían de sus
plantaciones y de una pequeña tienda de recuerdos para los turistas en la
que vendían cerbatanas, collares y figuras hechas de madera. Los niños
pequeños iban al colegio y los mayores ayudaban al padre a cultivar la
tierra. Leonor echó un vistazo desde la mesa a aquel lugar que, pese a su
sencillez, parecía ofrecer a aquella gente todo lo necesario. Vivían en una
pequeña casa de madera elevada sobre unos pilotes, sin duda para
salvaguardarla de las crecidas del río en la estación húmeda.
Después de comer quisieron enseñarle la tienda. El lugar no era más
que una caseta pequeña de madera en donde se exponían unos cuantos
objetos hechos por ellos mismos. Germano se quedó mirando una de las
cerbatanas por las que sentía predilección. Su pueblo, el tikuna, era experto
en preparar el curare, el veneno con el que untaban la punta de la pequeña
flecha para que cuando se clavara en un animal su muerte fuera más
rápida. Tras mostrarle los diferentes objetos regalaron a Leonor un sencillo
collar elaborado con las enormes escamas del pez pirarucú.
Se hacía tarde y antes de la caída del sol era preciso llegar a la
siguiente población. A Leonor le había encantado compartir el tiempo con
aquella familia y les agradeció su hospitalidad así como el regalo.
—Qué diferente esta gente del poblado que hemos visitado esta
mañana.
—Los de esta mañana eran indios y estos son cabucos, como ves hay
algunas diferencias entre ellos. Esta es una tierra de muchos contrastes, se
pueden encontrar palafitos, cabañas, todo tipo de viviendas. Hasta habrá
oportunidad de ver alguna casa tan grande y bonita que te parecerá
increíble que haya cosas así en medio de la selva.
—Sólo es el primer día, ya lo sé, pero estoy impresionada.
—Ahora vamos a Nossa Señora, un pueblo con calles, colegio, y
hasta un dispensario en donde visitarás mañana a los enfermos. Es otro
lugar muy diferente.
Eran las cinco y media, en plena puesta de sol, cuando
desembarcaban. Germano fue a buscar al bar de enfrente del pequeño
embarcadero a alguien para que le ayudara a descargar.
Nossa Senhora tenía una calle principal de tierra en la que a ambos
lados se distribuían dos hileras alineadas de pequeños palafitos de madera.
Todas las casas eran muy parecidas: pequeñas, elevadas sobre pilotes,
fachada con galería y un par de ventanas laterales.
Germano regresó con un hombre mayor, el único que estaba en el
bar, que se ofreció gustoso a ayudarlos. Saludó primero a Leonor, a quién
deseó una feliz estancia entre ellos, para luego recoger algunas de las
cosas de la barca. Preguntó si no tomarían una cervecita con él antes de
llegar a la casa. Era evidente que buscaba una recompensa a tan
desinteresada ayuda. Germano echó mano al bolsillo del pantalón y sacó
unos cuantos reales para que aquel hombre saciara su repentina sed, pero
ellos denegaron la invitación.
Tras recorrer la pequeña calle principal llegaron hasta lo que
llamaban la casa del médico, su residencia. Al entrar les recibió un olor
penetrante de estancia cerrada, a humedad. Dejaron las bolsas para abrir
todas las ventanas y airearla. Germano fue a llamar a la vecina de la
vivienda contigua, Fabiana, ella era la encargada de la limpieza. Mientras,
Leonor miraba con curiosidad los colores en los que estaban pintadas las
paredes exteriores, de un subido color azul turquesa y las ventanas y la
puerta de rosa chillón.
Pronto se presentaron Fabiana y Germano. Ella, una mujer de poco
más de cincuenta años, que parecía mayor, muy morena de piel, con
cabello canoso rizado recogido en una cola. Era bajita y muy ancha de
caderas, con un prominente y empinado trasero. Todo lo que tenía de
grande, lo tenía también de simpática, comentó Germano al oído de Leonor.
Fabiana se abalanzó sobre ella como si fuera una hija a la que hace
meses que no ve para rodearla con sus potentes brazos y darle un beso en
cada mejilla.
—¡Pero que doctora más guapa nos han mandado esta vez! —
comentó Fabiana con cerrado acento brasileño, pero que Leonor entendió
perfectamente.
—Obrigada —dijo usando una de las pocas palabras que sabía en
portugués.
—¿Y cómo se llama?
—Leonor.
—Ahora mismo haré las habitaciones, o sabía que venían hoy.
Bienvenida y siéntase como en casa.
Mientras Fabiana ponía orden ellos fueron a dar una vuelta por el
pequeño pueblo en el que no debían vivir más de treinta familias. Nossa
Senhora había sido construida en mil novecientos setenta y seis con
intención de agrupar a la gente con el fin de darles servicios sanitarios y de
educación. Desde esta población se ofrecían esos servicios a otros núcleos
de pequeños poblados que se encontraban relativamente cerca.
Llamó la atención de Leonor la cantidad de flores que había plantadas
en la puerta de muchas casas en tiestos variopintos, mejor o peor cuidados,
las flores crecían por doquier con llamativos colores y formas
desprendiendo un aroma agradable. Le gustaban los tonos vivos de las
casas, siempre con el contraste de color entre puerta, ventanas y paredes,
aunque las había sin pintar, con la madera de color gris producto del paso
del tiempo. Se acercaron al dispensario para verlo por fuera: era la única
edificación nueva hecha con ladrillos y teja.
—Comparado con lo que hemos visitado hasta ahora, esto es un lujo
—dijo Leonor a Germano.
—No es gran cosa, a pesar de la apariencia. El doctor que venía antes
siempre se quejaba de la falta de material, pero es lo mejor que hay en
muchos kilómetros a la redonda.
Hacía rato que la noche había hecho su aparición y decidieron ir a la
Anaconda a cenar, un lugar que hacía de bar, mercería, tienda y sobre todo,
un sitio donde se reunían los vecinos y visitantes esporádicos. Una mujer y
su marido atendían durante el día a los turistas que lograban acercarse por
allí, y por la tarde y la noche a los lugareños, sobre todo ,hombres que iban
a tomar una cerveza o un vino. Cuando Germano y Leonor entraron, todas
las caras se giraron hacia ellos. Un rumor de voces se levantó junto a las
curiosas miradas que analizaban a Leonor de arriba a abajo.
—Es la doctora Ayala, Leonor Ayala Aledo. Viene de Barcelona, en
España.
Sólo había cuatro hombres sentados en una mesa, gente con piel
curtida por el sol, de mediana edad. Cuchicheaban y sonreían con la misma
cara de sorpresa que expresan los niños ante una novedad.
—¿Por qué sonríen tanto? —preguntó Leonor.
—Debe de ser porque eres la primera mujer médica que ven por aquí.
Leonor quiso entrar con buen pie y le pareció que a dar la mano uno
por uno a aquellos hombres sería una muestra de buena voluntad. Ellos le
devolvieron el saludo con un gesto entre la sorpresa y la timidez. Uno de
ellos hizo el gesto de levantarse de la silla, una especie de reverencia.
Después de los saludos, Leonor y Germano se sentaron en una mesa
contigua a la de los hombres. Sobre el hule de cuadros rojos y blancos que
la cubría, el dueño de la Anaconda depositó los cubiertos, los vasos y unas
servilletas de papel.
—Hoy tenemos tacacá y pirarucú.
—Perdone, pero puede explicar qué es cada cosa.
—Tacacá es una sopa con tucupi, mandioca y camarones y pirarucú
es un pescado de la zona. El collar que lleva usted colgado es de escamas
de ese pez.
—¡Ah! Ya no me acordaba del nombre. Yo prefiero pirarucú, hace
mucho calor para la sopa —dijo Leonor—. ¿Cómo lo preparan?
—A la plancha. La nuestra es una cocina sencilla, si quiere algo que
lleve más preparación, tiene que ser por encargo, no viene mucha gente a
cenar por aquí.
—A la plancha está bien, es como más me gusta el pescado. ¿Nos
puede traer una ensalada?
—Sí, como no. Germano ¿Tu también pirarucú?
—Sí, lo mismo que la doctora. Para beber nos traes agua fresquita.
Mientras la mujer de la Anaconda entró a la cocina para preparar la
cena, entablaron conversación con los vecinos de mesa.
—¿Cómo es que una mujer como usted ha venido a parar hasta aquí?
—preguntó uno de los hombres a Leonor.
—Es una oportunidad para aportar mis conocimientos y colaborar en
la mejora de la asistencia sanitaria. Soy especialista en enfermedades
tropicales, en malaria, especialmente. He venido con un grupo de
cooperantes.
—¿Y dónde están esos cooperantes?
—Cada uno de nosotros tiene asignada una zona diferente del
Amazonas, aunque no están lejos de aquí.
—Mañana va a tener usted el consultorio lleno —dijo uno de los
hombres con un ligero tono de sorna.
—Sí, ya me lo imagino.
—No, si no digo de enfermos. Va a haber quien se invente cualquier
dolencia para poder verla a usted.
—Imagino que lo dice porque soy la única europea, aparte de las
turistas, y eso despierta curiosidad, será normal al principio.
—No. Lo digo porque es usted muy guapa.
—Le agradezco el cumplido, pero espero que sólo vengan los que de
verdad lo necesiten —contestó con una amplia sonrisa.
Enseguida salió de la cocina la dueña con el pirarucú a la plancha y
una ensalada de tomate con cebolla. Leonor pidió limón, pero le dijeron que
el pirarucú era el bacalao del Amazonas, tenía el mismo sabor y estaría
mejor con un poco de aceite.
—¿El pirarucú es ese pescado tan grande del que he oído hablar?
—Sí, es el más grande del Amazonas. Aunque ya no se encuentran
como antes, los había hasta de treinta metros —le dijo uno de los hombres
muy moreno de tez y grandes surcos en la cara.
—¿Es usted pescador?
—Sí. Salgo a pescar algunas veces con Serafim, el marido de Fabiana
. Los cuatro somos pescadores.
—¿Y a qué se debe que ahora no se encuentren tan grandes?
—Es que el pirarucú tiene que sacar la cabeza para respirar y se
aprovecha ese momento para pescarlo, o sea que es muy fácil cogerlo.
Pero como sigamos pescándolo sin control, pronto vamos a acabar con él.
—Realmente sabe a bacalao, es curioso —dijo al probar el pescado..
—¿Le gusta? —preguntó la cocinera.
—Sí, está muy rico.
—Nos vamos doctora. Que tenga suerte con su trabajo y esperamos
volver a verla por aquí.
—Muchas gracias. Yo también lo espero. Pero, por favor, llámenme
Leonor.
—Está bien. Hasta otra.
Acabaron la cena y se retiraron a descansar. Aquel había sido un día
de mucho ajetreo y el cuerpo les pedía cama.
DIECISIETE
Dos días pasando consulta habían dado una idea de la cantidad de
trabajo que se concentraba en aquella población. Leonor aplicó el
tratamiento de prevención de la malaria a los más pequeños, luego se
dedicó a los niños de mayor edad y, por último, a los adultos. Le ayudaba
Celina, una mujer de unos treinta años que tenía frente al consultorio un
pequeño establecimiento de bebidas y souvenirs. Era mestiza, como la
mayoría de habitantes de Nossa Senhora, una chica privilegiada que había
podido recibir educación gracias a una maestra que llegó a la población
desde Manaos y que escolarizó a todos los niños del lugar en la nueva
escuela. Cuando no había médico, lo que sucedía la mayor parte del
tiempo, ella se encargaba de atender las consultas de sus vecinos, con la
única ayuda de un libro titulado Onde nao há médico que el anterior titular
del consultorio le había regalado para que pudiera salir del paso en muchos
de los casos leves. Germano también había colaborado poniendo orden en
la abarrotada fila que rodeaba el consultorio.
Eran casi las seis de la tarde cuando acabaron con el último paciente.
Había sido una jornada agotadora, sin apenas descanso.
—Celina, te invitamos a cenar en nuestra casa. Fabiana nos va a
preparar un tambaqui que ha pescado esta mañana Serafim. Dice que nadie
lo prepara tan bien como ella. Habrá que comprobarlo.
—Se lo agradezco doctora, pero no sé si debo...
—No hay más que hablar. Te esperamos a las ocho. Y, por favor, llámame
Leonor.
—Ya, si me lo ha dicho usted varias veces, pero es que es la falta de
costumbre, a los otros doctores siempre les he hablado de usted.
—Leonor ¿De acuerdo?
—Está bien —dijo con una sonrisa—. Hasta luego.
—Hasta luego.
A las ocho estaban sentados a la mesa Serafim, Celina, Germano y
Leonor. Fabiana acababa de dar el último toque a su guiso de tambaqui
que aromatizaba toda la casa. La luz de la única bombilla del comedor le
pareció insuficiente a Leonor, por lo que había conseguido unas cuantas
velas que distribuyó por toda la estancia. A Celina le gustaron las velas que
daban un aire muy acogedor. Serafim, el marido de Fabiana apenas
hablaba, en eso no se parecía a su mujer, que se embalaba sin dejar
resquicio para las palabras de los demás. Él parecía hacerlo con los gestos
de su expresiva cara, una cara tan llena de surcos que debía ser el fiel
reflejo de la intensa vida de aquel hombre.
Los cuatro estaban en animada charla sentados en dos sofás
tapizados con tela de flores cuando entró Fabiana con la perola del
pescado.
—A la mesa señores, que esto frío no sabe a nada
—llamó Fabiana—. Sirve tú, Leonor.
—A mi se me da muy mal, no sé repartir, mejor que lo hagas tu.
—Está bien.
Serafim sirvió vino de azaí que le había regalado a Leonor uno de sus
pacientes. Fabiana y Leonor dijeron preferir el agua, aunque tomarían un
sorbo para brindar.
—Propongo brindar por la nueva doctora —dijo Serafim.
—Y por todos nosotros —añadió Leonor.
—¡Por nosotros!
Empezaron a cenar y enseguida llegaron los elogios para la cocinera.
Fabiana adjudicó parte del mérito a su marido, era el pescador.
—El otro día, en la Anaconda, había un hombre que dijo salir a veces
contigo a pescar —dijo Leonor a Serafim.
—Sí, a veces voy con otros pescadores, con Joao sobre todo. Yo ya
me hago mayor y me viene bien una ayuda.
—Y qué hacéis con la pesca, porque este pueblo es muy pequeño
para venderla toda aquí.
—La mayoría la mandamos para Manaos con el barco, si no
podríamos sobrevivir, aunque aquí se necesita bien poco. Nos da para
mantenernos y no nos podemos quejar.
Habían acabado de cenar cuando Celina le preguntó a Fabiana:
—¿Sabes que mañana vienen las mujeres del CNS?
—¡Ya estamos otra vez! No quiero tocar ese asunto, lo sabes,
Fabiana —dijo Serafim.
—¡No me vengas con las mismas! Lo hemos discutido muchas veces.
No tengo ganas de volverte a explicar por qué a mi sí me interesa —
expresó Fabiana con los brazos en jarras, como cargándose de razón.
—¿Quiénes son las mujeres del CNS? —preguntó Leonor.
— El CNS es el Conselho Nacional dos seringueiros. Es el sindicato
que agrupa a los trabajadores de las reservas extractivas del caucho, el
sindicato de Chico Mendes.
—Si vais a seguir con el tema me marcho —se enfadó Serafim.
—Pero hombre, no te pongas así, que Leonor quiere saber de qué va
—dijo Fabiana, esta vez con un tono más cariñoso.
—Mire, Leonor, si no desea problemas, mejor no se meta en eso.
—Es que me interesa. Creo que si voy a pasar aquí un año de mi
vida, no debería mantenerme al margen de las cosas que ocurren, y
menos tratándose de algo relacionado con las mujeres.
—Voy a dar una vuelta y cuando tengáis listo el café vuelvo—
sentenció Serafim muy serio.
—No se lo tengas en cuenta, tiene razón al ponerse así, aunque yo
trate de quitarle importancia. Nosotros vivíamos en Xapurí cuando mataron
a Chico Mendes. Serafim era del sindicato de trabalhadores rurais, al que
pertenecía Chico, fueron los que ayudaron a fundar el CNS. Serafim era
seringueiro entonces. Después del asesinato decidimos apartarnos de
aquello. Fue un golpe muy duro para todo el mundo. La pobre mujer, la de
Chico, quedó viuda con veintipocos años y con dos criaturas pequeñas. Así
que en enero del 89, a los pocos días del terrible suceso, nos vinimos y
Serafim empezó a ganarse la vida como pescador —Fabiana comentaba
aquello con tristeza.
—¿A qué vienen las mujeres?
—A ayudarnos a defender nuestro derechos. Aquí ya casi no quedan
seringueiros, pero existe la amenaza de las compañías madereras.
Tenemos que salvaguardar nuestro territorio, pero también los derechos de
las mujeres. A eso vienen —dijo Celina.
—¿Tu eres del sindicato?
—Sí, pero soy la única, las otras mujeres tienen miedo.
—¿Miedo, en un país democrático?
—En un país democrático con muchos problemas. No creas que el
Gobierno las tiene todas consigo. Además, esto es la Amazonia. Ya te he
dicho que hay la amenaza de las empresas madereras. Ellos son poderosos
y saben cómo hacer las cosas para que la gente les tenga miedo. Algunas
mujeres asisten a las reuniones, pero luego no son capaces de actuar por
miedo. Al menos vienen, eso ya es importante.
—Me gustaría poder asistir a esa reunión —dijo Leonor.
—Desde luego, estás invitada.
—No creo que debas meter a la doctora en eso —sugirió Fabiana.
—Es ella la que quiere venir. Y tú, si no fuera por Serafim, estoy
segura que también querrías.
—Vamos a dejarlo. ¿Por qué no cambiamos de tema y nos tomamos
el café tranquilamente? —dijo Fabiana.
En ese momento se oyeron tres golpes en la puerta. Germano, que
había asistido a la conversación sin abrir la boca, se levantó a abrir.
—¿Ya se puede? —preguntó Serafim asomando la cabeza por detrás
de la puerta.
—Sí. El café está listo —contestó su mujer.
La larga sobremesa transcurrió en un tono distendido, explicando
anécdotas de los turistas que visitaban el pueblo a los que Leonor no había
tenido oportunidad de ver. Muchos de ellos creían encontrarse en medio de
una verdadera aventura, cuando iban allí desde un hotel con todas las
comodidades, hacían una visita rápida y se iban. Celina estaba a favor de
que vinieran los turistas, ella tenía una tienda que vivía de sus visitas y
muchos en el pueblo también sacaban un beneficio de ello.
El ambiente se había relajado del todo contando algunas anécdotas
divertidas, como la que explicó Celina de un turista norteamericano. El
individuo se puso a caminar por la orilla del río y se hundió en una zona de
fango hasta las rodillas, en lugar de ir a socorrerlo, todo el mundo empezó a
reírse. Al quitarse las botas para sacar el agua salió un pez de dentro y eso
acrecentó la risotada de los otros turistas.
Les dieron las diez de la noche sin darse apenas cuenta y decidieron
retirarse porque había que madrugar, sobre todo Serafim que salía a pescar
al alba.
Leonor se fue a la cama con intención de leer un rato. Empezó, pero
al poco estaba semirecostada, con el libro apoyado en sus piernas y
pensando en la conversación sobre el sindicato. Le atraía la idea de poder
ayudar a las mujeres de la comunidad, colaborar con ellas era otro
oportunidad más de sentirse bien entre aquella gente, de devolver parte de
lo que recibía. Apagó la luz y enseguida se durmió.
DIECIOCHO
Era el último día que pasaban consulta en Nossa Senhora. Debido a
la gran cantidad de trabajo Leonor estaba cansada, pero le apetecía ir a la
reunión de las mujeres. Antes fue a casa a descansar un poco. Germano se
había despedido para ir un rato a la Anaconda a echar una cerveza y
distraerse un poco.
Celina tenía que preparar el encuentro de las mujeres del CNS. Se
dirigió hacia el río, en donde estaba situada la pequeña iglesia de la
comunidad: un edificio con tejado a dos aguas, de madera, pintado de color
blanco. Abrió la puerta y las ventanas para que el lugar se ventilara, el poco
uso hacía que estuviera impregnado de un fuerte olor a cerrado ya a
humedad característico de la Amazonia.
Enseguida se presentaron las tres mujeres del sindicato. Una muy
joven, vestida con unos pantalones vaqueros y una camiseta blanca con las
siglas del CNS. Las otras dos, bastante mayores, llevaban unos vestidos
tipo blusón. Más parecían mujeres dedicadas a las labores de casa que
sindicalistas. Les acompañaba un hombre de mediana edad que había
traído la embarcación hasta el pueblo. Tras saludar a Celina quisieron saber
si vendrían muchas mujeres a la reunión. Creía que, como siempre, pocas,
pero había una doctora nueva, una europea que demostraba mucho interés,
tanto que hasta estuvo informando de la reunión a las pacientes en el
consultorio.
—¿Así que una doctora nueva?
—Lleva aquí tres días, mañana se va —dijo Celina.
—Si mañana se marcha no podremos contar con ella.
—Se marcha, pero va a visitar muchos de los poblados que hay por
aquí y volverá el mes que viene. Según nos comentó, va a estar un año
entre nosotros.
—Eso es diferente. Luego hablaremos con ella, a ver qué
predisposición tiene. Podría sernos de mucha ayuda. Sólo con que hablara
del sindicato y nos mantuviera al tanto de las personas que ella cree son
receptivas estaríamos haciendo un gran avance, sería como nuestra
avanzadilla.
—No adelantemos acontecimientos —dijo la más joven—primero hay
que hablar con ella.
Prepararon unas hojas para repartir en las que se explicaba cuáles
eran las reivindicaciones. A la hora prevista llegaron unas pocas mujeres.
Enseguida se presentó Leonor. La mayor de las sindicalistas fue saludando
una por una a las asistentes agradeciéndoles que hubieran acudido.
Las mujeres estaban sentadas en los primeros bancos. Celina y las
sindicalistas en uno que colocaron de frente. La mayor de ellas comenzó la
charla de forma decidida, se le notaba rodaje en ese tipo de reuniones.
Explicaba de manera muy persuasiva los argumentos, conseguía mantener
la atención de las cinco o seis que la escuchaban. Fue desgranando un
rosario de reivindicaciones: la atención a la salud, la escuela para todos, la
seguridad en el empleo, la reducción de jornada y otras tantas demandas.
Alguna de las asistentes sacó a colación las madereras. Cerca de allí se
sabía de la tala de árboles sin respetar las FLONAS, las Unidades de
conservación establecidas por el gobierno en las zonas boscosas con
especies nativas que se seleccionan con el fin de promover el uso racional
de los recursos forestales. Nadie se atrevía a denunciarlos porque eran
conocidas las represalias contra los que lo hacían. Según ella, el sindicato
también tenía que actuar en esos casos. Además, los trabajadores hacían
muchas horas y trabajaban sin descanso incluidos los sábados. Las mujeres
asentían con la cabeza. Una de ellas dijo que era importante conseguir más
gente, tendrían mayor fuerza y las madereras no se atreverían a actuar con
impunidad.
Leonor escuchaba atenta, pero sin intervenir, era una desconocida y
consideró imprudente pedir la palabra sobre todo porque desconocía el
terreno que pisaba. La reunión tocó a su fin con el reparto de unas hojas en
las que se daba información escueta de los temas tratados, teléfonos de
contacto y una hoja de afiliación. Leonor rellenó sin pensárselo el formulario
de afiliación y lo entregó a la mayor de ellas que lo recibió con grata
sorpresa.
—Muchas gracias por su colaboración, doctora. Es muy importante
para nosotras que una persona como usted esté en el sindicato.
—Llámame Leonor, por favor. No tienes por qué darme las gracias.
Creo en vuestro trabajo y contribuyo en lo que puedo. No es la primera vez
que me afilio a un sindicato, en mi país también estoy afiliada, aunque los
problemas sean muy diferentes a los de aquí.
—Te vuelvo a dar las gracias. Con Celina y contigo creo que
podremos empezar a tener una buena representación. Nos mantendremos
en contacto.
—Sí, Celina será nuestra conexión. Ella está permanentemente aquí,
es más fácil que sea a través de ella.
Leonor se despidió para dirigirse hasta la casa. Al día siguiente
continuaban el recorrido y necesitaba descansar un poco antes de ir a cenar
a la Anaconda. Al entrar dio la luz. La bolsa de Germano estaba a la
derecha de la entrada. <<¡Qué hombre tan previsor! Ya tiene preparada la
bolsa>>, pensó. Una vez en la habitación, colocó la suya sobre la cama
para meter las pocas prendas que había en el armario. Fabiana, además de
encargarse de la casa, les hacía la colada así que encontró toda la ropa
limpia lo que era de agradecer. Dejó fuera lo que se pondría para ir a cenar.
Por la ventana ya no se veía nada, poco antes de las seis había
oscurecido. El calor era sofocante, una sensación superior a los treinta
grados que había visto en la pequeña estación meteorológica de Germano,
que estaba sobre la mesa del comedor, debía ser la humedad del 70%.
Aprovechó para leer sentada en el sofá mientras hacía tiempo hasta la hora
de la cena. Enfrascada en la lectura perdió la noción del tiempo. Se oyeron
unos golpes en la puerta, era Germano, que al ver que no aparecía a la
hora convenida vino a buscarla.
—Lo siento. Me he puesto a leer y me he despistado con la hora.
—No te preocupes, creía que pasaba algo, por eso he venido a
buscarte.
Por el camino hacia la Anaconda Leonor le contó la reunión con las
sindicalistas mientras Germano insistía en prevenirla del peligro de
relacionarse con aquellas mujeres. No es que estuviera en desacuerdo,
pero alguna gente de las compañías madereras no lo veían con buenos
ojos, desde su punto de vista era correr riesgos innecesarios.
Al entrar en el bar Leonor fue a saludar a los dueños para luego
sentarse en una mesa que quedaba junto a los mismos cuatro hombres del
día en que cenaron allí por primera vez. En otra mesa, vuelto de espaldas,
un hombre corpulento, cabello rubio, con un vaso de agua en la mano que
parecía leer con verdadero interés unos folios. El hombre giró la cabeza al
oír la voz de una mujer, hecho poco común a esas horas y en ese lugar.
—¡Hola! —dijo el hombre saludando a Leonor y Germano.
—¡Hola! —Contestaron.
Leonor y el hombre mantuvieron la mirada, hasta que él dijo:
—I saw you in Manaus, in Novotel Hotel.
—Sí. Nos vimos en Manaos, sorry, I saw you too.
—Me llamo Francesco, Francesco Finaldi.
—Soy Germano y acompaño a la doctora Ayala —dijo ofreciéndole su
mano.
—Leonor, encantada. Por el acento pareces italiano —afirmó con la
mirada puesta en sus ojos de un azul claro intenso.
—Sí, de Torino.
—¿Y tú?
—Catalana, española, de Barcelona.
—Ah, mi piace molto Barcelona.
—¿Has estado allí?
—Sí, varias veces. Tengo unos amigos que trabajan en Barcelona, de
hecho, trabajamos para la misma empresa, ellos allí y yo aquí.
—¡Qué casualidad! Yo, en cambio, nunca he estado en Turín.
—¿Vais a estar muchos días por aquí?
—Nos vamos mañana —contestó Germano.
—Tal vez tengamos ocasión de vernos por aquí en otro momento.
Estaba a punto de retirarme cuando habéis llegado. Que os vaya bien la
cena.
—Gracias —se despidió Leonor.
El dueño de la Anaconda se acercó para explicarles lo que había de
cenar. Encargaron unos platos y mientras esperaban iniciaron una
conversación con los cuatro hombres de la mesa de al lado.
—¿Qué tal le fue doctora?
—Muy bien, gracias. Creo que hemos hecho mucho trabajo en estos
días. Lo más importante es el tratamiento de la malaria a los niños que
hemos podido aplicar sin problemas a toda la población. Los demás
enfermos también se atendieron, estamos cansados, pero contentos. Celina
y Germano han sido de una gran ayuda porque sin ellos no hubiera podido
pasar consulta a tanta gente. Se notaba que hacía tiempo que no venía un
médico por aquí.
—Celina hace de médico cuando no hay ningún titular, sabe mucho
—comentó uno de los hombres.
—Sí, conoce bastantes de los problemas comunes —afirmó Leonor.
—Está visto que estamos en manos de las mujeres —dijo otro
riéndose.
—No hay nada de malo en ello ¿no?
—Malo no, pero preferiríamos un hombre. Según qué cosas no se
pueden contar a las mujeres.
—Quizás preferís poneros enfermos a que os cure una mujer.
—Tanto como eso no.
Después de la cena, se despidieron hasta el mes siguiente. Por la
calle iluminada con poca luz se cruzaron con algunas personas, pocas por
la hora. Antes de entrar en su casa, pasaron a la de Fabiana y Serafim para
saludarlos.
—Me da pena vuestra marcha, con lo a gusto que hemos estado.
—Volvemos dentro de un mes, se pasará rápido.
—Cuidaos mucho.
DIECINUEVE
Día tras día no han parado de visitar pequeños núcleos de población.
La casuística de enfermedades ha sido tan larga que Leonor ha debido
utilizar el ingenio más allá de sus conocimientos. Incluso las horas de
descanso han sido variadas en cuanto a los sitios en que han dormido,
desde una estera en el suelo, pasando por coloridas hamacas colgadas de
los árboles y en sus apreciadas tiendas de campaña cuando era posible
zafarse de la generosa hospitalidad de la gente que en ocasiones les
obligaba a aceptar sitios nada cómodos.
El trabajo incansable no ha permitido a Leonor darse cuenta de que
los días transcurrían a mucha velocidad. Se ha cumplido la primera semana
de trabajo y en cambio tenía la sensación de que acababa de llegar a la
selva.
Volvían al hotel a través de los canales con ansias de un merecido
descanso. Eran las cinco y media de la tarde, casi de noche, cuando
Germano atracaba la embarcación en el embarcadero del Ariaú. Bajaron las
bolsas de la barca mientras uno de los hombres del hotel les ayudaba a
descargar las tiendas de campaña y los demás utensilios. Leonor y
Germano se dirigieron por la pasarela que comunicaba el embarcadero con
las habitaciones para dejar sus cosas y descansar un poco. Quedaron en
verse a la hora de la cena, sobre las ocho y media, en el comedor de la
primera planta.
Leonor llegó hasta la torre en donde se encontraba su habitación.
Mientras subía las escaleras sacó del bolsillo izquierdo de la camisa la llave
que no había devuelto a recepción cuando se marchó. Al entrar prendió la
luz para dejar la bolsa junto a la cómoda y colocar la ropa en el armario.
Con el ventilador encendido se quitó las botas para estirase encima de la
cama. Mantuvo los ojos cerrados un largo rato tras el que pensó en María,
tal vez le mandara un correo electrónico porque desde São Paulo no había
tenido contacto con ella y la echaba en falta. Le apetecía contarle su
primera semana en el Amazonas. Aunque se hubiera propuesto mantenerse
alejada de su vida anterior María era una cuestión aparte porque desde
siempre fue su gran punto de apoyo.
Se quedó adormilada, cuando quiso darse cuenta quedaba apenas
una hora para la cena. Buscó en el armario qué ponerse, lo dejó sobre la
cama y fue a darse una ducha que le supo a gloria porque los distintos
métodos de aseo que había ensayado a lo largo de la semana no le habían
permitido gozar del agua corriendo por el cuerpo.
Entró en la recepción en donde solicitó poder usar un ordenador.
Sentada delante de él, con verdaderas ganas de escribir, no tardó mucho en
empezar a teclear.
¡Hola María!
Como ves, las nuevas tecnologías han llegado a este rincón del
Amazona a través de los venditos satélites.
Es mi primer fin de semana libre después de unos días agotadores de
trabajo. Tengo un ayudante que se llama Germano, un indio tikuna de la
Amazonia peruana que trabaja para el gobierno. Es mi guía, mi traductor y
sabe mucho sobre hierbas medicinales, aunque hasta ahora no ha sido
necesario recurrir a esos conocimientos. Debe tener unos cuarenta años,
aunque no le he preguntado la edad. Su mujer y sus dos hijos viven en
Manaos y los ve una vez al mes.
Hemos recorrido muchos poblados aplicando el tratamiento preventivo
de la malaria a los niños. También he debido atender a enfermos con las
más variadas sintomatologías, ni te imaginas en qué apuros me he visto.
En una población donde hay un consultorio pequeño conocí a unas
mujeres del sindicato CNS, el que fundó Chico Mendes ¿te suena el
nombre, verdad? Me he afiliado. Creo que puedo ayudar a esas mujeres
que luchan por mejorar las condiciones de vida de la gente.
Pero no creas que ha sido todo trabajo y trabajo. En un bar donde
cenábamos conocí a un italiano de Turín que se llama Francesco. Tiene
unos ojos azules impresionantes, de un color tan claro que llaman la
atención, pero no sé nada más de él, apenas hablamos cinco minutos ¡Una
lástima!.
Pasaré este y dos fines de semana más en el hotel Ariaú y al
siguiente voy a Manaos con el grupo, ya sabes, Toni y los otros
cooperantes, gente encantadora.
¿Cómo va el hospital? Supongo que con los mismos líos de siempre.
Me imagino cómo debéis andar con los cambios en la gestión, espero que
no te afecte mucho.
Aquí son seis horas menos que en Barcelona, tenlo en cuenta cuando
contestes y recuerda que podré abrir el correo sólo los fines de semana.
Dale recuerdos a Xavier.
Un beso muy, muy grande.
Leonor
Después de enviarlo subió hasta el primer piso para cenar. En el
restaurante había bastantes turistas. Leonor paseó la vista por las mesas
para encontrar a Germano hasta que lo localizó de pie charlando con unos
hombres. Se acercó a la mesa y Germano se apresuró a presentarla.
—Es la doctora Leonor Ayala.
—Hola, encantada —saludó dando la mano a los dos hombres.
—Si quieren compartir con nosotros, estaremos encantados —dijo uno
de ellos.
—No deseamos molestar.
—Aquí todo el mundo comparte mesa, son demasiado grandes para
dos personas.
—Está bien —aceptó Leonor.
—Me llamo Matheus —saludó otro mientras extendía la mano hacia
Leonor.
—Yo, Marco.
—¿Hacéis turismo? —preguntó Leonor.
—No, estamos construyendo una carretera en el interior y vivimos
aquí mientras duran las obras. Yo soy ingeniero.
—¿Eres brasileño?
— Sí, de São Paulo —informó Matheus.
—Yo soy arquitecto, trabajo en la construcción de un hotel que está
muy cerca de aquí. Soy de Milán —explicó Marco.
—¿De Milán? El otro día conocimos a un italiano de Turín.
—Tiene que ser Finaldi.
—Sí, creo que así se llamaba —dijo Germano.
—Es ingeniero, trabajamos juntos. Él es el responsable de la obra de
la carretera —comentó Matheus.
—Pues no lo conocía, no lo había visto antes —añadió Germano.
—Hace poco que se ha incorporado, no debe llevar aquí más de tres
semanas, a lo mejor por eso no habéis coincidido.
—¿Qué os parece si nos levantamos para ir a por la cena? —dijo
Leonor—Tengo algo de hambre.
—Sí, hay muchos turistas y corremos el riesgo de quedarnos sin
buffet.
Al lado del italiano Leonor parecía enana, a pesar de su 1.72 de
estatura, aquel individuo debía medir casi dos metros. Se fijó en las manos
cuando iba a coger la comida, extremadamente blancas y de dedos muy
largos. El brasileño, en cambio, era más o menos de su estatura. Cuando
hablaba, los expresivos grandes ojos resaltaban con el acentuado color
negro de la cara. Leonor estaba contenta de encontrar gente con la que
poder compartir sus fines de semana. A simple vista parecían personas
interesantes, alguien con quien charlar de otras cosas que no fuera la
medicina.
En la cola del buffet se oía hablar diferentes idiomas, Leonor prestó
atención por si alguien hablaba en castellano o catalán, por simple
curiosidad, pero ninguna de las lenguas que escuchó eran esas dos.
Matheus le ofreció ensalada y ella asintió con la cabeza. Se sirvieron el
primer plato y regresaron a la mesa en donde una camarera se les acercó
para que ordenaran la bebida. Todos pidieron agua fresca.
—¿Y qué hace una mujer sola por aquí? —pregunto Matheus.
—No estoy sola, estoy con Germano. Hay otro grupo de cooperantes
con los que llegué hasta Manaos, los veo dentro de tres semanas.
—¿Y cuál es tu ocupación? —preguntó Marco.
—Trabajo para el Gobierno. Visito los núcleos de población de esta
zona. Aplicamos un tratamiento preventivo de la malaria a los niños y
atendemos a la gente que pueda tener algún problema de salud.
—¡Qué interesante! ¿Y cómo has llegado hasta aquí?
—Un amigo de mi marido me habló de ello en Barcelona.
—¿De Barcelona? ¡Qué ciudad tan acogedora! —dijo Marco.
—¿Has dejado allí a tu marido? —preguntó Matheus.
—Mi marido murió.
—Disculpa...
—No te preocupes. No tenías por qué saberlo. Estaré por aquí un año,
más o menos.
—Nosotros también. Calculamos que ese será el tiempo que nos
queda hasta acabar las obras. Mientras, aprovechamos al máximo las horas
libres e intentamos relacionarnos con los que pasan por aquí, si no
resultaría extremadamente aburrido.
—Se agradece tener compañía en un lugar como éste.
—Voy a por el segundo round —dijo Germano levantándose.
—Creo que debemos ir todos, la comida empieza a escasear.
Después de la cena, los hombres propusieron ir a tomar un café y una
copa. Leonor se disculpó. Estaba algo cansada y prefería ir a leer un rato
antes de dormir. Quedaron en encontrarse al día siguiente a la hora de la
comida.
Germano acompañó a Leonor hasta la habitación. Le preguntó si le
apetecía dar un paseo por la mañana hasta Anavilhanas, el mayor parque
fluvial del mundo, con más de cuatrocientas islas. La propuesta era muy
interesante, pero se excusó, tal vez más adelante, en otra oportunidad. Era
el primer fin de semana, aún no tenía cogido el ritmo y el cansancio la
vencía. Estaba llena de nuevas emociones, no iba a apreciar en su plenitud
ese archipiélago tan fascinante; prefería descansar y dar paseos a pie.
Leonor marchó por la pasarela que la llevaba hasta su habitación,
estaba muy oscuro, caminar sola por allí se le antojaba un poco arriesgado.
Al subir, oyó voces en su mismo rellano, pero no prestó atención, aunque le
daba confianza saber que había otros huéspedes cerca. Abrió la puerta y
puso en marcha el ventilador para dirigirse al pequeño balcón y disfrutar del
silencio de la selva, siempre cargado de muy diversos sonidos de animales.
Se sentó un instante a oírlos para disfrutar de aquella sinfonía nocturna la
relajaba. Apenas corría una ligera brisa que balanceaba las hojas de los
numerosos árboles vio aparecer a un hombre con una linterna que se dirigía
por la pasarela a las habitaciones del tree top situado frente al suyo. Apenas
se podía distinguir su figura, no había luz suficiente aunque enseguida
desapareció de la vista.
Tras pasar un rato de tranquilidad en el balcón entró al cuarto de baño
para lavarse los dientes y ponerse una crema en la cara. Delante del espejo
se entretuvo mirando el bonito bronceado de su piel, el color tostado le
favorecía, algo positivo había sacado de las horas de sol, se dijo.
Una multitud de pequeños mosquitos había acudido a la luz del
cuarto de aseo y apagó la luz para lograr que se marcharan. Encendió la de
la mesilla y tras desnudarse retiró la sábana que cubría la cama y se tumbó
para leer. Tras un rato entretenida con el libro que le había regalado María
lo dejó en la mesilla. Con la luz apagada se sentía satisfecha de
encontrarse en aquel lugar. El recuerdo de alguno de los momentos de
aquella agitada semana: la sonrisa de los niños, la bondad de Germano, la
cálida acogida en los poblados la llevó hasta el sueño.
Era poco antes de las seis de la mañana cuando en la habitación se
oyó un <<¡holá! ¡holá>>” que sobresaltó a Leonor. Sentada en la cama,
mirando alrededor, fue incapaz de ver a nadie. Al instante otro ¡holá! ¡holá!
le hizo dirigir la mirada hacia el lugar de donde provenía el saludo: en la
barandilla del balcón había un loro de color rojo, pico amarillo y alas azules
autor del sobresalto. Leonor sonrió al ver el ave que tan amablemente la
despertaba. Se levantó y fue a devolverle el saludo <<¡hola!>>, le dijo y el
loro respondió <<¡holá!>> para salir volando hasta desaparecer.
El día empezaba a despuntar. Miró el reloj-despertador que había
sobre la mesilla: demasiado temprano para un día de descanso, pensó. Una
vez despierta, le costaba trabajo volver a dormirse, así que decidió dar un
paseo. Tras vestirse con ropa cómoda cogió la cámara fotográfica y salió de
la habitación. Bajó las escaleras con cuidado, la madera crujía y no deseaba
molestar: era probable que a esa hora todo el mundo estuviera durmiendo.
Anduvo por la pasarela de la derecha, la que llevaba hasta el río admirando
la frondosa vegetación. La temperatura era agradable, aunque el sol no
había salido del todo. Un par de monos diminutos, de color gris y cara
blanca, saltaban por las barandillas. Sus jugueteos eran lo único que rompía
el silencio. Cuando estaba llegando al río vio a un hombre caminar por otra
de las pasarelas. En ese momento no supo si detenerse, seguir adelante o
volver atrás. Pretendía estar sola sin que nadie se le cruzara, así que
esperó hasta ver hacia dónde se dirigía para no coincidir. Él hombre dio
medio vuelta para desaparecer entre la vegetación. Leonor continuó hasta a
la pasarela que bajaba al pequeño embarcadero para sentarse en unos
escalones situados al final de la misma. La abundancia de árboles, y el
contraste de color con el agua le produjeron un efecto sedante. Se quedó
como hipnotizada ante el suave fluir del agua. Decidió inmortalizar aquella
luz matutina que daba al paisaje un verde especial. Enfocó la cámara hacia
ángulos diferentes procurando captar los haces de luz solar que se colaban
a través de la espesa vegetación. Estaba en plena tarea fotográfica cuando
alguien la saludó.
—Bon giorno —dijo una voz de hombre.
Leonor se giró sobresaltada. Era el italiano de la Anaconda. <<¡Qué
casualidad!>>, pensó. Se puso en pie para saludarlo.
—¡Hola! —dijo con voz de sorpresa.
—No era mi intención perturbar tu sesión fotográfica, sigue, sigue.
—Pretendía obtener unas cuantas imágenes del río a esta hora, la luz
es espléndida, pero ya he acabado.
—¿Eres madrugadora o te has caído de la cama?
—No es que sea especialmente madrugadora. Ha sido un loro que ha
venido a despertarme poco antes de las seis.
—¡Qué coincidencia! A mi habitación ha venido un guacamayo rojo
sobre la misma hora.
—A lo mejor era el mismo pájaro. Yo no entiendo nada de aves, pero
parecía un loro.
—Un guacamayo es un loro, no vas desencaminada.
—¿Desde cuándo estás aquí?
—Desde ayer. Es el lugar de descanso de casi todos mis fines de
semana.
—También el nuestro, pasaré tres de los fines de semana aquí y uno
en Manaos. ¿Qué tal el trabajo?
—De momento me gusta. Es la primera vez que salgo de una gran
ciudad para trabajar en un lugar como éste. Disfruto de lo que hago y la
selva me apasiona, no creí que me gustara tanto.
—¿Cómo es que has venido a parar aquí?
—Mi empresa buscaba a alguien sin demasiados problemas para
abandonar Torino. Yo tenía predisposición, soy un hombre sin
complicaciones familiares al que siempre le han atraído las experiencias
nuevas.
—Bien, supongo que nos iremos viendo, ahora voy a desayunar,
tengo mucha hambre.
—Yo me quedo por aquí dando un paseo. Iré más tarde.
—Hasta luego, entonces.
—Ci vediamo.
Se dirigió a la recepción del hotel para consultar su cuenta de correo
electrónico antes de subir a desayunar. Por el camino seguía recordando lo
atractivo que le parecía el hombre con el que acababa de hablar, tenía una
voz envolvente y unos expresivos ojos azules que llamaban mucho la
atención.
En la recepción sólo había una persona, la mayoría debía estar
durmiendo. Al conectar el ordenador encontró un mensaje de María.
Querida Leonor,
¡Qué alegría me dio recibir tu correo! No sabes cuánto te echo de
menos.
Tengo que contarte algo ¿Estás sentada?
¡VOY A SER MADRE!
¡Síííííííííííííííííííííííí! Como lo estás leyendo.
El otro día, cuando estaba en Guantánamo, me dio una vomitera de
repente, imagínate, en pleno ajetreo de urgencias, que ya sabes lo que es
Guantánamo los fines de semana. En cuanto puede me hice los análisis y,
sí, estaba embarazada.
Xavier y yo estamos muy ilusionados, el embarazo es apenas de dos
meses. Lo intuía cuando estabas aquí, pero no me quise arriesgar a
contártelo hasta no estar más segura. Ahora que tengo tu contacto, te
mantendré informada puntualmente.
Luís me ha preguntado por ti. Desde que fuiste a cenar con él se ha
quedado como enganchado.
¿Y qué de ese italiano de ojos azules del que me hablas? Dame
alguna pista más sobre él ¿Lo has vuelto a ver?
En la prensa ha salido lo de vuestro trabajo en Mozambique y han
anunciado que aparecerá un artículo en la revista The lancet. No dicen nada
de tu trabajo en el Amazonas, aunque, claro, no tiene nada que ver.
Espero impaciente tus noticias.
Un beso.
María
<<No me lo puedo creer>>, pensó Leonor. <<María embarazada, que
estupendo, con las ganas que tenían y lo que les ha costado. A los treinta y
cinco años es un buen momento para quedarse embarazada. Deben estar
como locos. Siempre les han gustado los niños. Cuando acabe de
desayunar le contestaré>>.
Subió las escaleras hasta el primer piso. Había poca gente en el
comedor, pero Germano estaba junto a Matheus.
—Veo que todos hemos madrugado —dijo Leonor.
—No por gusto. Es que hemos sido de los afortunados a los que ha
venido a despertar el loro —explicó Matheus—. Creo que se les ha
escapado de la jaula en donde lo ponen por la noche y más de uno ha
tenido la misma suerte que nosotros.
—Sí, a mi también ha venido a despertarme apenas amanecía, pero
he aprovechado para disfrutar de un amanecer espléndido. Hasta ahora
apenas si me había detenido a mirar la maravilla de paisaje que nos rodea.
Ha valido la pena levantarse temprano.
—Hoy va a apretar el calor de lo lindo —aseguró Germano—. A las
seis de la mañana ya estábamos a 23 grados.
—Germano y su estación meteorológica. Con él siempre sabréis a qué
temperatura estamos —dijo Leonor con una amplia sonrisa.
—Siempre nos queda el recurso de meternos en la habitación bajo el
ventilador, ventajas de los días libres. Peor se vive con este calor en plena
selva —dijo Germano.
—¿Dónde has visto la temperatura? —preguntó Matheus.
—Tengo una pequeña estación meteorológica, como ha dicho Leonor.
Hoy la humedad es del 66% y la sensación de calor va a ser mucho mayor
de lo que marca el termómetro.
—Germano es un gran entendido en meteorología.
—Ah, no lo sabía —dijo Matheus.
—Bah, eso no es verdad, pero sí es cierto que me gusta saber a qué
temperatura y grado de humedad estamos cada día. Es un pequeño
pasatiempos con el que disfruto.
—Yo también tengo una afición: las aves. A mi mujer y a mis hijos los
traigo locos con eso. Cuando estoy en São Paulo, hacemos largas
excursiones para ir a observarlas. Estar en esta zona es un privilegio para
mí, a veces me quedo embobado mirando el cielo. En ese sentido es
gratificante trabajar aquí, aunque echo mucho de menos a la familia, por
eso, en cuanto puedo, voy a verlos.
Cuando acababan de desayunar, Francesco y Marco se incorporaron
a la larga mesa. Marco se sentó junto a Leonor y Francesco al lado de
Germano.
—Podremos escoger desayuno, no hay casi nadie levantado, es una
suerte no tener que hacer carreras para poder elegir.
—Hay unas bananas y un camu-camu buenísimo
—informó Germano.
—¿Camu-camu? ¿Qué es eso? —preguntó Marco.
—Aquellos frutos redondos de color granate son camu-camu. Tiene
cuarenta veces más vitamina C que la naranja —dijo Germano.
—Ah, sí, lo he probado, pero desconocía el nombre. Está realmente
rico.
—Me apetece uno de esos desayunos llenos de colesterol: huevos
fritos, salchichas, panceta. Me lo pide el cuerpo, estoy muerto de hambre —
dijo Francesco.
—Luego se queja de que tiene sobrepeso —comentó Marco dándole
con el codo a Leonor.
—Un día es un día, llevo muchos reprimiéndome para bajar esta
pequeña barriga que se ha empeñado en instalarse aquí —dijo Francesco
señalando su cintura.
—¿A quién quieres engañar? Te gusta comer, reconócelo.
—Lo reconozco, me gusta.
—He acabado de desayunar, si no os importa, me retiro.
—Nos preguntábamos si te gustaría venir a hacer un pequeño
recorrido río arriba —dijo Matheus a Leonor—. Germano ha conseguido una
lancha rápida y es una buena manera de pasar el día libre.
—Gracias, prefiero quedarme. Me parece una excursión interesante,
pero le dije a Germano que necesito descansar. Hemos tenido una semana
agitada y además ha sido la primera. Supongo que lo entendéis. Habrá otro
momento para llegar hasta Anavilhanas.
Los cuatro hombres la miraron con cierta extrañeza mientras se dirigía
a la puerta de salida porque su argumento era poco convincente. O no le
gustaba su compañía o era poco amiga de compartir con los demás,
comentó Marco. Francesco dijo que por la mañana la había encontrado
junto al embarcadero haciendo fotografías y no había observado nada
extraño en ella, admiraba el paisaje y parecía disfrutar con ello. <<Tampoco
es tan extraño que quiera descansar, ha sido su primera semana de trabajo,
debe necesitarlo, tal como ha dicho>>, la disculpó Matheus, usando su
acostumbrado tono conciliador. Marco no entendía tanta preocupación por
una mujer, cuando según él, todas las mujeres eran complicadas. Los
demás no prestaron atención a sus palabras, estaban acostumbrados a
esos comentarios un tanto misóginos. Seguía arrastrando su secular
resentimiento hacia las mujeres. Desde el divorcio cultivaba un cierto
resentimiento hacia el género femenino. Le pareció increíble que su mujer lo
abandonara al enterarse que él tenía una amante desde hacía años. <<Las
mujeres no saben perdonar>>, decía convencido de su razón. El Amazonas
le sirvió para poner tierra de por medio como mejor remedio ante lo que él
consideraba un fracaso falto de contenido. Francesco no compartía ese
punto de vista, pero por el bien de su amistad, hacía tiempo que no le
prestaba atención cuando hacía ese tipo de comentarios.
Leonor bajó las escaleras para dirigirse de nuevo al ordenador. Tuvo
que esperar en uno de los sofás a que se desocupara uno para contestar a
su amiga. Aprovechó el tiempo mirando la preciosa vista del río Negro que
se divisaba desde el sofá. Cuando por fin quedó uno libre se dispuso a
contestar a su amiga.
María,
No sabes qué ilusión me hace tu noticia .Xavier y tu debéis estar locos
con el acontecimiento. Os felicito de verdad, envío un gran abrazo y un
besazo.
Enterarse de que una puede estar embarazada en el servicio de
urgencias del hospital, por una vomitera, no tiene nada de bucólico, pero
imagino lo que debiste sentir. Supongo que con el embarazo dejarás de
trabajar en Guantánamo. Resérvame el papel de madrina, me encantará
tener a esa criaturita por ahijada cuando esté de vuelta.
Me alegra lo que comentas del equipo del doctor Oslano sobre la
vacuna de la malaria. Me gustaría obtener los mismos resultados aquí que
en Mozambique. La situación en el Amazonas no es tan grave como en
aquellos países de África, pero hay mucho trabajo por hacer.
Debo mantener contacto con él y con Rius, pero creo que una semana
es poco tiempo para hacerlo. Aún es pronto para hablar de mi trabajo en
esta región. Por otro lado, conoces mi intención de prescindir en lo posible
del mundo barcelonés.
Fíjate en la fecha de mi correo. Una noticia buena, buenísima, unida a
un mal recuerdo. La vida nos va interponiendo cosas buenas y malas para
hacerse más llevadera.
Te llamaré cuando esté de descanso en Manaos.
Dale recuerdos a Luís de mi parte (pura cortesía).
Un beso para ti y Xavier.
Leonor
Al enviar el mensaje, Leonor se quedó delante de la pantalla del
ordenador, como quien se mira en el espejo y no ve nada, hasta que una
mujer se acercó a ella y le preguntó si iba a tardar mucho. Eso la sacó de su
ensimismamiento. Esbozó una leve sonrisa, se levantó diciendo que ya
había terminado y pidió perdón por la espera.
Al salir de la recepción, en la baranda de la izquierda había un par de
guacamayos: uno rojo, que parecía el de la mañana y otro azul. Los dos
empezaron a saludar a Leonor, como lo hacían cada vez que pasaba
alguien.
—“¡Holá, holá!” —gritaban los dos, un hola chillón.
La expresión seria de Leonor cambió con el saludo de las dos aves y
esbozó una sonrisa a modo de agradecimiento. Le habían alegrado por
unos segundos una mañana triste por el recuerdo de Víctor. Su muerte se
produjo un veinticuatro de septiembre, una fecha que intentó olvidar en
muchas ocasiones sin conseguirlo. La coincidencia con la fiesta mayor de
Barcelona hacia que fuera imposible olvidar la fecha. Al encender el
ordenador para enviar el mensaje a María, los dígitos le habían saltado a la
cara como si le hubieran lanzado un jarro de agua fría.
Llegó a la habitación, se tumbó en la cama y dos lágrimas silenciosas
salieron de los ojos. Las limpió con las manos e intentó relajarse. Había
dormido poco y el sueño la venció.
Unas voces en la escalera la despertaron. Tenía la sensación de
haber dormido mucho, pero cuando miró el reloj, apenas había pasado
media hora. Le vinieron ganas de volver a pasear junto al río así que salió
de la habitación para encaminarse hacia el embarcadero donde encontró a
los que marchaban.
—Parece que has cambiado de opinión ¿Te vienes a Anavilhanas? —
preguntó Germano.
—No, he salido a dar una vuelta.
—Tú te lo pierdes.
—Nos vemos esta noche. Pasadlo bien.
—¡Qué actitud tan extraña! Parece llena de vitalidad y en cambio
prefiere pasar un día de fiesta sin hacer nada. ¿Tanto habéis trabajado esta
semana? —quiso saber Marco.
—Hemos trabajado, pero por lo poco que la conozco, no parece cosa
de cansancio. La he visto preocupada, triste, más triste de lo normal. Es
cierto que a veces se queda pensando, con la mirada en ninguna parte,
como pendiente de alguna cosa importante. Desconozco qué le pasa.
—Las personas tenemos días en que nos apetece estar solos, no veo
nada anormal en eso —dijo Matheus.
—Es un poco raro venir sola hasta esta parte del mundo.
—En realidad no ha venido sola, hay un grupo de amigos que están
trabajando cerca de aquí: un par de médicos y otro par de maestros. Se
verán un fin de semana al mes en Manaos.
—Pero aquí está sola —dijo Francesco.
—No, sola no está, va conmigo a todas partes.
—Quería decir que una mujer tan atractiva como ella, con esos ojos
almendrados tan cautivadores, puede correr peligro en estas tierras —dijo
Matheus.
—¿Peligro por ser mujer o por tener los ojos que tiene?
—preguntó Germano en tono sarcástico.
—Sí, reconozco que no he estado afortunado.
—Evita ese tipo de comentarios ante ella, no le gustan demasiado.
—Tomo nota, aunque no creo que se molestara por recibir un
cumplido
—Tanto como eso no.
—No le demos más importancia —dijo Francesco para zanjar el
asunto.
Leonor pasó el día entre lecturas y largas caminatas que fueron
suavizando el recuerdo triste de aquel veinticuatro de septiembre. Se dijo
que había llegado hasta allí para romper con cierta parte de su pasado y no
estaba poniendo los medios para conseguirlo, así que hizo el firme
propósito de saborear al máximo aquello que cada día le ofreciera.
Pensó que sería una buena oportunidad aprovechar la cena para
compartir un rato con aquellas personas que acababa de conocer, disfrutar
de su compañía y pasarlo lo mejor posible.
Llegada la hora de la cena se enfundó en su mejor ánimo para
presentarse en el comedor con el semblante bien distinto al de la mañana.
Tanto Germano como los otros tres la esperaban sonrientes con una botella
de champán que Marco se había empeñado en pedir aduciendo que había
que celebrar algo, que no le preguntaran qué, pero su inigualable sexto
sentido se lo decía.
—Por fin he podido descansar, me parece que he cargado pilas para
unos cuantos días —dijo Leonor adelantándose a cualquier pregunta sobre
lo ocurrido por la mañana.
—Nosotros no hemos descansado, pero ha valido la pena, nunca
había visto nada parecido, un regalo para la vista y el alma —dijo Matheus
—En cuanto tengas una oportunidad deberías ir, Leonor.
—Tengo casi un año por delante, iré sin duda.
—A ver, señores, hagan el favor de coger las copas para brindar que
se ponen muy bucólicos —dijo Marco.
—¡Por la amistad!—brindó Matheus.
—¡Caramba, qué ocurrente! —rió Marco—Sería mejor brindar por el
Amazonas, el Nilo, el Mississipi, el Ganges y todos los ríos importantes del
planeta! ¡Por la vida sin ataduras! ¿Qué más da? ¡Por lo que sea!
Brindaron entre sonrisas, les daba igual el motivo.
VEINTE
Avisaron por radio que un hombre de una tribu tikuna se encontraba
mal de salud. Leonor y Germano se dirigieron a la maloca donde los recibió
el Curaca. El jefe tikuna no mira con buenos ojos a Leonor. La observa de
arriba abajo como si se tratara de un animal peligroso mientras articula unas
palabras entre dientes que ni Germano es capaz de entender, pero los
lloros y súplicas de la mujer del enfermo, junto al poder de persuasión del
guía le hacen dar su conformidad a regañadientes. <<Una mujer no puede
ser un buen chamán>>, dice para dar por zanjada la polémica.
Leonor entra con Germano en una pequeña choza construida con
madera, resina, y techo de hojas de palmera. El hombre, echado sobre un
lecho de hojas, tapado con pieles de animales, está inconsciente. Germano,
que hace de traductor, pregunta a la mujer por los síntomas. “Tiene fuertes
diarreas con sangre, dolores entre el pecho y la barriga y escalofríos”,
explica. Leonor le coloca el termómetro: la fiebre es altísima, cuarenta
grados.
—Esto tiene toda la pinta de ser una esquistosomiasis.
—¿Qué es eso?
—Es una enfermedad que se contrae cuando se ha estado entre
agua contaminada. La provoca un parásito que en contacto con la piel
madura a estado larvario, después se transforma en gusano y puede migrar
hacia diferentes partes del cuerpo: bazo, intestinos, vejiga, pulmones.
—Ah, sí, la enfermedad del gusano la llamamos. Ninguno de mis
remedios podría curarle, es una enfermedad muy mala.
—Le administraré corticosteroides, pero habría que mandarlo al
hospital de Manaos para un tratamiento adecuado.
—Llamaré por radio desde el pueblo de al lado, para que envíen un
hidroavión a recogerlo.
—Deberíamos averiguar si la contaminación se ha producido aquí, es
importante detectar el foco de infección.
—Sí, pero nosotros no tenemos medios para detectarla.
—Es cierto, pero podemos observar el estado del agua y comunicarlo
a las autoridades sanitarias de Manaos para que se encarguen de
analizarla. Por lo que he visto, en esta comunidad hay muchos niños y en
ellos la enfermedad puede ser fulminante.
Después de administrar el tratamiento al enfermo hablaron con el jefe
tikuna. Querían saber si además del río había algún otro lugar con agua.
Los llevó hasta una pequeña laguna cercana a la maloca. <<Podría provenir
de allí>>,dijo Leonor, y recomendó que nadie de la comunidad se acercara,
posiblemente ese era el foco de la infección.
Leonor aprovechó el camino de vuelta para explicar al jefe cuál era su
misión: el tratamiento preventivo de la malaria a los niños de la comunidad.
El jefe siguió con las mismas reticencias y aseguró que no iba a permitir que
se tocara a los niños porque ellos sabían curar con los remedios de hierbas.
Intentó explicar que no se trataba de sanar, sino de prevenir la enfermedad,
pero el jefe dejó ir un no rotundo por respuesta. Mantuvieron un tira y afloja
hasta que el jefe se avino a aceptar el tratamiento con una condición: si el
enfermo se curaba accedería, si no, nadie iba a tocar a los niños. Germano
trató de hacerla entender que una mujer no convence a un jefe tikuna, sería
degradarlo y rebajar su autoridad, no lograría imponer su criterio. <<Hay
que tratar de ser humilde>>, dijo. Leonor se indignó ante el comentario, no
había ido a la Amazonia a aprender lecciones de humildad, sino a ejercer de
médica, le contestó en una respuesta airada, pero Germano trató de hacerla
entender que ese era un medio hostil a una mujer y, sobre todo, una mujer
blanca no existía la lógica.
Finalmente Leonor no tuvo más remedio que aceptar la propuesta del
jefe: esperarían a que el enfermo sanara para administrar la vacuna de la
malaria a los niños, aunque era posible que el enfermo no sanara y todo se
fuera al traste.
De vuelta a la maloca, la mujer del enfermo se acercó a Leonor para
preguntar si su marido moriría. Era muy probable que sanara si lo llevaban
al hospital, la tranquilizó, omitiendo la posibilidad contraria. La mujer se
lanzó llorando a abrazarla, Leonor también la abrazó para darle a entender
con ese gesto que todo iba a ir bien.
Cuando los invitaron a comer aceptaron enseguida, parecía una
buena manera de congeniar y poco a poco convencerlos de la bondad del
tratamiento para los niños. Se dirigieron hacia un lugar del poblado
despejado de vegetación. Los hicieron sentar en unas esteras
confeccionadas con hoja de palmera. Una mujer les trajo tapioca, nueces y
carne de cerdo salvaje asada. Leonor coge las nueces, pero rechaza la
carne, prefiere tomar un par de plátanos en sustitución, con eso tendrá más
que suficiente. Germano, en cambio, acepta gustoso la carne, hace mucho
que no come cerdo salvaje tal como lo preparan los tikunas, de la misma
manera que lo hacía su madre e intenta convencer a Leonor de que al
menos haga el gesto de probarlo de lo contrario pueden tomarlo como un
desprecio. El cerdo salvaje era un manjar para los tikunas reservado para
las grandes ocasiones. Leonor se decidió a coger un trozo ante la curiosa
mirada de las mujeres que sonreían al verla dar el primer bocado. El Curaca
hizo un gesto con la mano para que se alejaran, se disponía hablar con
Leonor y no quería testigos.
El jefe tikuna se sentó frente a Leonor, a cierta distancia y mientras
ella comía inicia un rosario de preguntas sobre el tratamiento. Leonor vio en
aquellas preguntas una oportunidad y se recreó todo lo que pudo en las
respuestas que pormenorizó al máximo, cualquier cosa con tal de que el
Curaca diera su brazo a torcer al margen de la salud del enfermo, pero el
jefe no dio ni una nueva señal al respecto.
Terminada la comida optaron por marcharse despidiéndose antes del
Curaca. Se dirigieron a la embarcación que estaba amarrada en un árbol
junto al río. Cuando estaban a punto de subir la mujer del enfermo apareció
con una cesta llena de aguaje, una fruta muy abundante en aquel poblado,
y volvió a abrazar a Leonor.
Se despidieron con una nueva cita en dos semanas, fecha que han
acordado con el jefe, según Leonor, tiempo suficiente para poder valorar la
evolución del enfermo.
Leonor y Germano pusieron rumbo hacia otra maloca en la que harían
noche. Ella iba sentada en la proa de la embarcación mirando al frente y
pensaba en el pequeño enfado con Germán, aunque le había molestado
que le pidiera humildad tal vez tenía razón. Estaba muy acostumbrada a
imponer su criterio cuando creía estar en lo cierto.
Germano, como si le adivinara el pensamiento, le dijo:
—Siento haberte dicho lo de la falta de humildad.
—Yo también siento no haberme dado cuenta de que no puedo
irrumpir en una comunidad y cambiar las normas. La he pagado contigo y lo
siento, sé que lo has dicho porque te preocupas por mí.
—No discuto tu razón, pero si quieres que te dejen hacer el trabajo
deberás aceptar ciertas normas sin querer cambiar a esta gente de golpe.
Llevan centenares de años con las mismas costumbres. Los conozco muy
bien y el diálogo nos llevará más lejos que las imposiciones.
—En el fondo soy una intrusa, mujer y blanca, demasiados elementos
en contra, estás en lo cierto, sobre todo en lo que dices de las costumbres
centenarias, he sido poco reflexiva.
—Conviene respetarles para que las cosas vayan bien. No hemos
venido aquí a cambiar a la gente, sino a ayudarla.
—De acuerdo, chamán. Aunque no lo veo incompatible. Intentaré
preguntarte antes de actuar, entre otras razones estás aquí para eso, para
asesorarme y servirme de ayuda, de ahora en adelante prometo ser más
humilde —dijo Leonor con cierto retintín.
—Doctora, no me tome usted el pelo.
—Si no te tomo el pelo, lo digo en serio.
—Me alegra ver tu sonrisa. Me preocupaba lo sería que estabas el
otro día.
—No es momento de hablar del fin de semana, pero te diré que he
pasado una situación muy difícil que algún día te contaré, aunque he hecho
el firme propósito de iniciar una nueva andadura.
—Si hay algo que te preocupa, puedes contar conmigo, vamos a estar
juntos durante mucho tiempo y creo que es mejor que seamos amigos, que
tengas confianza en mí.
—Te considero mi amigo, pero te pido tiempo.
—Dejo pasar el tiempo que quieras, pero parece un poco extraño que
llevemos juntos más de diez días y sólo sepa de ti que eres médica, no
pareces demostrar mucha confianza.
—No sé a qué te refieres.
—Te he explicado algo de mi vida: mis dos hijos, mi mujer, mi familia;
tú, en cambio, no has dicho esta boca es mía.
—Tiene razón. Vine hasta aquí porque quería estar alejada de
Barcelona, eso es suficiente por ahora.
El silencio se instaló entre los dos. Germano se limitó a conducir la
embarcación sin hacer preguntas.
El sol se ponía, una inmensa bola rojiza empezaba a ocultarse en el
horizonte, y el cielo, de un rosa intenso, presagiaba un viento que tardaría
muy poco en levantarse, aunque habían llegado y les era posible montar las
tiendas antes de que eso sucediera.
Germano ató los cabos de la embarcación a un árbol de la orilla,
descargó las tiendas de campaña y las bolsas. Leonor, sin esperar por él,
se dirigió hacia el poblado en donde una hoguera reunía a los miembros de
la comunidad: apenas diez personas, entre adultos y niños. De repente, un
hombre se levantó de manera violenta para amenazarla con una cerbatana.
Ella alzó los brazos en señal de buena voluntad, mientras su cuerpo se
estremecía hasta erizársele todo el vello. Enseguida acudió Germano, gritó
al hombre de la cerbatana que eran amigos y venían a ayudarlos. El
hombre gritó que no quería a ningún blanco en su poblado, que se
marcharan. Los intentos de Germano por apaciguar a aquel hombre fueron
vanos porque el iracundo hombre volvió a gritar que el último blanco que
había pisado el poblado les trajo enfermedades y no querían a ninguno por
allí.
Germano pidió entonces permiso para acampar cerca del poblado,
aclarando que cuando saliera el sol se marcharían de allí. Accedió a
regañadientes indicándoles de mala gana un lugar para acampar, pero
dejando claro de nuevo que no quería volver a verlos nunca más.
Cargaron sus bultos y montaron las tiendas antes del crepúsculo.
Encendieron la luz de campaña para sentarse en una estera en el suelo.
—Gracias por todo, como siempre eres mi guardián.
—Ya pasó, no te preocupes. Debí advertirte que no te alejaras. Hay
algunas tribus por aquí que no ven con buenos ojos al hombre blanco,
aunque desconocía que en este lugar nos fueran a recibir así.
—Podía haber sido peor, por un momento pensé que iba a disparar
aquella cerbatana.
—No creo que lo hubiera hecho, simplemente trataba de atemorizarte.
Conozco a la gente de este poblado, aunque hace mucho que no pasaba
por aquí. No tenía noticias de que les hubiera traído una enfermedad el
hombre blanco. Su temor, en cierta manera, es lógico.
El viento empezó a levantarse y Germano decidió asegurar las tiendas
con más cuerdas. Un remolino de hojas y tierra hizo que tuvieran que
meterse en la tienda para resguardarse.
—Este viento amenaza lluvia fuerte, no es el mejor momento para
estar en una tienda de campaña, espero que aguanten.
—Pero aún no estamos en época de lluvias —comentó Leonor.
—No lo estamos, pero puede llover intensamente. Haré unas regatas
alrededor de las tiendas, así impediremos, con un poco de suerte, que el
agua entre.
—No me asustes, no soy especialmente valiente, ya lo has visto
antes.
—Se trata de tomar precauciones, nada más. Tranquilízate, a lo mejor
no es tan fuerte como imagino.
—Sé que tratas de tranquilizarme, pero me asusta el peligro. No sé
qué puede ocurrir en caso de lluvias torrenciales, pero imagino que debe ser
arriesgado en un habitáculo tan endeble.
—Saca el cesto del aguaje y vamos a comer. Con el estómago lleno
las cosas se ven de otro color.
—Menos mal que tenemos la cesta con la fruta, al menos podremos
comer algo. La experiencia de hoy nos enseña que debemos llevar comida,
no es bueno depender de lo que nos puedan ofrecer en los poblados.
—Sí, tienes razón, aunque no esperaba ser recibido de esta manera
en ningún lugar. Es la primera vez que me pasa algo así.
—¿Hay animales por aquí?
—Encenderé una hoguera, el fuego los ahuyentará, con eso y la
ayuda de Nanuola, todo irá bien.
—¿Quién es Nanuola?
—El dios de los tikuna, no creo mucho en él, pero nunca se sabe.
Germano dispuso una hoguera con bastantes troncos y la resguardó
de la posible lluvia que parecía avecinarse.
—Creo que voy a pasar la noche en vela.
—Si tienes miedo durante la noche no dudes en llamarme, vendré a
hacerte compañía. O si lo prefieres, me quedaré en tu tienda hasta que te
duermas, si eso te tranquiliza.
—Te lo agradezco. No me atrevía a pedírtelo. Prefiero que te quedes
aunque sea un rato.
La lona de la tienda de campaña se cimbreaba. Empezó a caer una
lluvia intensa que al golpear el techo producía un ruido ensordecedor.
Leonor cambió el semblante, se quedó quieta oyendo el agua caer.
Germano le cogió una mano para tranquilizarla y ella la apretó para sentirse
segura.
—Échate. Mientras intentas dormir te explicaré la historia de los
tikunas, tal como mi madre me la explicó, verás como enseguida coges el
sueño y se te pasa el susto.
Leonor se tumbó acurrucada de lado, en posición fetal, mientras se
disponía a escucharlo. Por primera vez, desde que estaba en la Amazonia,
empezó a dudar de la bondad de su decisión: no iba a ser tan fácil. Estaba
descubriendo que no era tan valiente como suponía. Sería mejor pensar en
cosas positivas, se dijo, los malos pensamientos atraen malas
consecuencias, como dos imanes que se atraen sin querer. Decidió
olvidarse del ruido del temporal y se dispuso a escuchar la leyenda.
—Yuche vivía solo junto a los monos, los grillos, las perdices y otros
animales a los que veía envejecer. A través de ellos se daba cuenta de que
la vida era el tiempo y el tiempo la muerte. No existía en la tierra lugar más
bello que aquel: una pequeña choza, muy cerca de un arroyo con arena
fina. Ni el calor ni la lluvia interrumpían la vida placentera, porque todo era
agradable, nada entorpecía la felicidad en aquel paraíso.
Una vez Yuche fue a bañarse al arroyo. Al ir a lavarse la cara se vio
reflejado en el agua. Por primera vez apreció su envejecimiento y eso le
causó una gran tristeza. Regreso a su choza pensando que si moría la tierra
quedaría sola. Ni el susurro de la selva ni el canto de las aves lo sacaban de
su profunda melancolía. De repente, sintió un dolor en la rodilla, como si lo
hubiera picado un insecto y empezó a adormecerse, pero siguió caminando
con dificultad hasta llegar a su lecho. Al acostarse se quedó dormido. Tuvo
un largo sueño en el que cuanto más soñaba, más envejecía y se debilitaba.
Cuando el cuerpo acusó una debilidad extrema emergieron unos seres de
él.
Al día siguiente despertó muy tarde. Quiso levantarse, pero era tanto
el dolor que le fue imposible. Miró la rodilla: estaba hinchada y la piel se
había vuelto transparente. Creyó que algo en su interior se movía, cuando
se acercó a mirarlo, observó asombrado que dos seres trabajaban en su
interior: un hombre templando un arco y una mujer tejiendo una hamaca.
Intrigado, les preguntó quiénes eran. Como no obtuvo respuesta, hizo un
esfuerzo para ponerse en pie, pero cayó sobre la tierra golpeándose la
rodilla y reventándola. Los pequeños seres salieron de dentro y empezaron
a crecer deprisa mientras él moría. Cuando terminaron de crecer, Yuche
murió.
Esos seres, los primeros tikunas se quedaron por allí algún tiempo.
Tuvieron hijos, pero acabaron marchándose porque querían descubrir otras
partes de la tierra. Su curiosidad les llevó a perderse y a no encontrar nunca
más aquel lugar tan bello. Desde entonces, los tikunas lo buscan sin haberlo
encontrado, aunque esperan volver a él algún día.
Cuando Germano acabó la leyenda de los tikunas se oía la respiración
profunda de Leonor: estaba dormida. Marchó a su tienda para hacer lo
propio. Al entrar, la lluvia y el viento cesaron de repente. La noche, que
prometía ser agitada, quedó en calma, como si simplemente hubiera sido
una tormenta de verano.
A la mañana siguiente, cuando Leonor salió de la tienda, Germano
estaba sentado al lado de la hoguera de la que sólo quedaban rescoldos.
Partía con su navaja unas nueces que acababa de recoger para que
sirvieran de desayuno.
—¡Buenos días!
—¡Buenos días! ¿Qué tal has dormido?
—Bien. No me he despertado en toda la noche. Gracias por quedarte
a hacerme compañía. Me gustó mucho la leyenda de los tikunas.
—Te quedaste dormida casi al final. Curiosamente, el viento y la lluvia
no fueron lo que yo esperaba, antes de que me hubiera acostado ya habían
cesado.
—No fui muy valiente anoche ¿Verdad?
—Es normal, no estás acostumbrada a estos fenómenos
meteorológicos repentinos. Con más experiencia te darás cuenta de que no
hay por qué tener miedo. Anda, come estas nueces y después levantamos
el campamento.
—¡Hummm, las nueces están exquisitas!
—Todavía quedan unos cuantos aguajes ¿Te apetece?
—Sí, son más refrescantes que las nueces y hacen una buena
combinación.
—Voy a buscar la cesta a la tienda —dijo Leonor.
De vuelta tropezó con una raíz de árbol que sobresalía y cayó al suelo
dándose un fuerte golpe en la cadera. Al tratar de amortiguar la caída apoyó
su mano sin querer en el cesto de los aguajes aplastándolos. A Leonor se le
saltaron las lágrimas de dolor. Germano corrió en su auxilio. Ella se miró la
mano pringosa y empezó a reír.
—¿Estás bien?
—¡Mira que soy patosa! No ha sido grave, pero me he dado un
golpazo en la cadera —dijo mientras se bajaba el pantalón por la parte
derecha para ver el golpe—. Creo que esto va a ser un buen moratón y
nada más.
—¿Tienes alguna pomada que ponerte?
—Por elemental que parezca, no llevo nada para los golpes.
—Está bien, buscaré una planta de matico, seguro que hay por aquí,
herviré unas cuantas hojas y te haré un emplasto. Esa planta es muy buena
para los golpes.
—No creo que sea necesario. Se nos va a hacer muy tarde mientras
lo buscas, lo hierves y todo lo demás. Voy a lavarme las manos en el río y
nos vamos. Tengo ganas de llegar a un sitio en donde me pueda sentir algo
más cómoda. Está haciendo mucho calor y necesito poder refrescarme en
un lugar en condiciones.
—Allá tú. Pero si ves que duele, avísame y busco matico, es un
remedio contra los golpes que no falla.
Entre los dos desmontaron las tiendas y colocaron todo en la
embarcación. Germano arrancó el motor para poner rumbo hacia otro de los
poblados que debían visitar.
Esta vez Leonor se sentó justo delante de Germano porque aunque el
ruido del motor no era el mejor acompañamiento para la charla, tenía ganas
de hablar. Sabía que era cierta la reflexión de Germano sobre su
ensimismamiento así que decidió iniciar la conversación explicándole el
accidente de Víctor, una pérdida que aún no había podido superar, le dijo.
Eso trajo otros problemas que no venían al caso, no quería extenderse en
detalles, deseaba olvidar.
—Ese es el motivo por el que he venido a la Amazonia, ése y el
contribuir en la mejora de las condiciones de vida de la gente, ambas cosas
no son incompatibles. Necesitaba romper durante un tiempo con mi vida
anterior, y unirme a este proyecto me lo permitía además de resultarme
gratificante.
Germano calló un instante, no sabía si decir algunas palabras que
sonaran sinceras, palabras que en ese momento no podía encontrar, así
que optó por quedarse en silencio.
Callados permanecieron durante un tiempo hasta que se cruzaron con
una tienda flotante. Germano propuso tomar café y hacer un alto en el
camino para reponer fuerzas. Pararon la embarcación junto a la tienda
atando antes el cabo a uno de los postes de madera que había en la
plataforma, la que daba soporte a la pequeña casa de madera de aspecto
envejecido.
Una mujer de edad indeterminada, como muchos de los habitantes de
la zona, aunque de aspecto maduro, de piel muy morena y ojos rasgados,
salió a recibirlos a la puerta. Les ofreció un par de taburetes bajos que había
junto a una pequeña mesa de madera sin dar tiempo a que le pidieran
preparó un zumo de guaraná y preguntó si les apetecerían unos huevos
hervidos que acababa de hacer. Leonor aceptó la propuesta, le pareció un
lujo disfrutar de un desayuno como aquel en medio de un lugar tan
aparentemente inhóspito. El sitio no era tan solitario como aparentaba a
primera vista, dijo Germano, era un lugar de paso de muchos pescadores
porque estaba situado a poca distancia de algunos pequeños núcleos de
población, incluso, no muy lejos había una escuela, siguió explicando
Germano.
Mientras la mujer les servía el desayuno, Leonor expresó su deseo de
conocer esa escuela, sentía curiosidad por las condiciones en que los niños
aprendían.
—La veremos, está en uno de los poblados situados en la ruta por el
que pasaremos la semana próxima.
—Parece chocolate —dijo Leonor mirando el guaraná que le
acababan de servir.
—Ayuda a despertarse —le explicó Germano.
No le gustó mucho, pero pensó que sería cuestión de acostumbrarse
a aquel sabor.
Acabado el desayuno subieron de nuevo a la embarcación para partir
hacia el norte.
—¡Mira, un boto vermelho!
—¿Un qué?
—Un delfín rosa.
—¿Un delfín en un río?
—Sí, por esta zona hay muchos, en mi país lo llamamos bufeo.
—No sabía que existieran delfines de agua dulce. ¿Pero dónde está?
No consigo verlo.
—Mira a la posición de las dos y diez, volverá a salir enseguida.
—¡Ya lo he visto, qué preciosidad! ¿Y son tan mansos como los de
mar?
—Yo no sé cómo son los de mar, pero estos no se asustan ante la
presencia del hombre. He visto en muchas ocasiones a gente bañándose
con ellos, aunque yo nunca me he atrevido.
—Voy a coger mi cámara a ver si puedo hacerle una foto. Mira, ahí
está otra vez, parece como si nos quisiera hacer compañía.
VEINTIUNO
Leonor recogió sus cosas con avidez para tomar el último barco hacia
Manaos. Sería el primer fin de semana con Toni, Paulo, Alain y Eliette. La
curiosidad por saber cómo les había ido a los demás, sus experiencias y
sobre todo el reencuentro la habían llenado de impaciencia. Cerró la bolsa
que contenía un par de prendas de vestir, lo imprescindible para un par de
días.
Por la pasarela que llevaba hasta el embarcadero encontró a Matheus,
Marco y Francesco. También que también iban a Manaos.
—No sabía que fuerais a Manaos.
—Solemos hacerlo algunas veces. Aquí todo es muy bonito, pero
algo monótono. De vez en cuando necesitamos desconectar.
—Yo voy a São Paulo. Hace bastantes días que no veo a mi familia.
Mi mujer y mis hijos no deben acordarse de qué cara tengo —dijo riéndose
Matheus.
Cuando subieron al barco empezaba a anochecer, aunque sólo eran
las cinco y media de la tarde, el calor era sofocante, aunque cuando el
barco zarpó la brisa del río refrescaba en parte el ambiente. Después de
dejar las bolsas en la parte baja se dirigieron a la terraza donde tomaron
asiento junto a la amura del barco. En el horizonte el sol estaba a punto de
despedirse al tiempo que un par de farolas se encendían.
—¿A qué hotel vas ? —preguntó Francesco.
—Al Novotel, el que nos tiene asignado el Gobierno —respondió
Leonor.
—Nosotros hemos decidido quedarnos en el Tropical. Después de
tantos días de trabajo queremos darnos un pequeño lujo —dijo Marco.
—Parece un hotel precioso, estuve con Germano tomando café
cuando vine por primera vez.
—Sí, lo es. Tiene muchas comodidades: tres piscinas, varios
restaurantes, unos jardines preciosos y los fines de semana siempre hay
una orquesta con la que se puede bailar hasta bien entrada la noche. Marco
insiste en alojarse en él, como viene de buena familia le es imposible
prescindir de ciertos lujos —comentó en tono de broma.
—¿Qué quieres? Es una de mis debilidades: buen hotel, buen servicio
y mejor comida.
—No entiendo qué hace un individuo tan fino como tú en medio de
esta selva —le dijo Matheus para acabar la broma de Francesco.
—¡Me gusta el riesgo! —añadió riéndose.
—Yo me encontraré con los compañeros que vinieron conmigo. Tengo
ganas de saber cómo les ha ido. Tengo tantas cosas que contar que me
imagino lo mismo de ellos
—¿Por qué no venís mañana a cenar? Podríamos pasarlo bien todos
juntos —sugirió Marco.
—Se lo propondré. Si decidimos venir os llamaremos por teléfono para
que reservéis mesa.
—Esa es otra de las costumbres de Marco: rodearse de mucha gente,
así se siente importante –dijo Francesco.
—No todos somos lobos solitarios como tú.
—Un lobo solitario es alguien muy diferente a mí, yo disfruto de la
compañía de los otros, pero es cierto que no me llaman la atención los
grandes grupos, es muy difícil ponerse de acuerdo y eso genera tensiones
algunas veces. En los grupos pequeños es menos probable que eso ocurra.
—Te he visto quedarte sentado durante horas mirando los árboles sin
notarte aburrido.
—Eso es diferente. Es cierto que me gusta estar a solas en algunas
ocasiones, pero también disfruto de las buenas compañías, no es
incompatible.
El barco llegó al embarcadero. Un trasiego de equipaje, pasajeros y
tripulación causó un cierto arremolinamiento en la rampa de subida. Los
que parecían tener más ganas de salir de allí eran los trabajadores del
hotel, que estaban deseosos de poder disfrutar de un fin de semana libre.
Todos los pasajeros subieron por la rampa que llevaba hasta la puerta del
hotel Tropical en donde había una parada de taxis. Francesco ayudó a
Leonor con la bolsa hasta la puerta del hotel.
Una vez en la parada de taxis se despidieron de Marco y Francesco.
Leonor, Germano y Matheus compartían taxi hasta Manaos. En el trayecto
Germano inició una enumeración de sitios que Leonor debía visitar como si
su estancia en Brasil se acabara aquel fin de semana. Ella apenas prestaba
atención porque se le hacía imposible recordar tantos nombres, lugares y
edificios, además de que la descripción era tan evidentemente exagerada
que tal parecían las grandes maravillas del mundo.
Al llegar al hotel para dejar a Leonor ambos le desearon que lo
pasara lo mejor posible y ella les devolvió el mismo deseo. Cuando entró en
la recepción encontró a Eliette sentada en un sofá con una revista en las
manos.
—¡Bienvenida! —dijo dándole un abrazo y tres besos a Leonor.
—¡Uf! ¡Tenía ganas de llegar!
—Nosotros hace apenas media hora que estamos aquí. Hemos
quedado dentro de diez minutos para ir a cenar.
Leonor pensó que debía espabilarse para llegar a la cena.
—Me arreglo en un santiamén y voy con vosotros. Nos vemos en el
restaurante.
—Tómate el tiempo que necesites. Estamos en jornada de descanso,
esperaremos a que llegues.
Una vez en la habitación dejó la bolsa en el estante para maletas,
junto a la puerta. Se dio una ducha rápida porque no le gustaba hacer
esperar.
Salió de la habitación reflexionando sobre el tiempo transcurrido:
llevaba un mes en la Amazonia y tenía la sensación de que los días habían
volado. Necesitaba recargar pilas, compartir buenos ratos con sus
compañeros.
Cuando llegó a la mesa los cuatro se levantaron a saludarla.
—Leonor, estás espléndida. Ese color moreno que has cogido te
sienta muy bien —dijo Toni.
—Gracias. Vosotros también tenéis buen aspecto. Nadie diría que
estamos haciendo un trabajo duro.
—Vamos a por la cena, me estoy muriendo de hambre —propuso
Paulo, con su habitual apetito e impaciencia.
—Sí, vamos, no sea que desaparezca la comida y Paulo se nos
muera de hambre.
Al sentarse de nuevo a la mesa cada uno quería dar prioridad a la
explicación de sus experiencias: palabras cruzadas, risas, historias
increíbles, pero en general se sentían satisfechos del trabajo, a pesar de las
dificultades.
—Me llevé un susto de muerte en un poblado en el que un hombre me
amenazó con una cerbatana. Tuve suerte: Germano me rescató enseguida.
Fueron apenas unos segundos, pero sentí bastante miedo.
—¿Tan peligrosa es la zona en donde estás? —preguntó Toni.
—Por ahora es el momento más difícil que he tenido. Fue más el
susto que un peligro real.
—Creo que sustos de esos podemos tener más. Yo no he tenido
ninguna experiencia negativa, pero me han contado algunos casos
relacionados con las empresas madereras que no me hacen ni chispa de
gracia —dijo Eliette.
—¿Qué cosas?
—No lo sé a ciencia cierta, pero alguien me habló de un médico que
anduvo por la región en la que estamos Alain y yo. Intentó organizar a la
gente para defenderse de esos desaprensivos de los industriales
madereros. Un buen día desapareció. Nadie sabe qué fue de él. Prefiero no
pensar en esas cosas, hacer mi trabajo y punto.
—¿En qué prefieres no pensar?
—Me refiero a la desaparición. A lo mejor el individuo decidió
marcharse sin despedirse de nadie ¡Vete a saber!
—Sí, estoy de acuerdo en que no hay que darle muchas vueltas a las
cosas, si nos metemos el miedo en el cuerpo no tiraremos adelante —dijo
Toni.
—Me he afiliado al CNS —soltó Leonor sin venir a cuento, aunque con
ganas de saber qué opinión les merecía.
—¿Qué es el CNS? —preguntó Paulo.
—El sindicato nacional de los serengueiros —explicó Alain.
—¿Y qué haces tú en ese sindicato?
—¿Apenas llevas unos días por aquí y ya te has liado en un
sindicato?
—Vinieron unas mujeres a la población en donde estaba. Asistí a una
reunión y decidí que era bueno afiliarse para echar una mano. Tal vez a ti
también te interese Eliette.
—Lo tuyo son ganas. ¿Te parece poco el trabajo que tenemos? —
preguntó Paulo—. Yo hago lo que me toca y punto, después a descansar y
a pasarlo bien, que lo uno no está reñido con lo otro.
—Es que vosotros no conocéis a Leonor, pero a ella siempre ha sido
una mujer comprometida, entre otras razones—dijo Toni.
—A mí sí me interesa, luego me das detalles —le pidió Eliette.
—No creo que dos mujeres extranjeras deban estar metidas en líos —
afirmó Alain, poco partidario de ese tipo de compromisos.
—No veo la diferencia entre nosotras y las de aquí –dijo Eliette.
—Yo unas cuantas, por lo pronto, sois mucho más guapas que
nosotros —dijo Paulo riéndose.
—Hablaba en serio, Paulo.
—Yo también —dijo con una gran carcajada.
—No me hace mucha gracia —añadió Leonor en tono serio.
—Bah, no se lo tengas en cuenta, no ves que tiene veinticinco años —
bromeó Toni en tono conciliador— Le falta experiencia. Creo que os quería
hacer un cumplido.
—¡Eh, tú! No hace falta que me defiendas, sé hacerlo solito. Y,
relajaos un poco que estamos de descanso. Si he ofendido a alguien pido
disculpas.
—Por cierto, hablando de todo un poco, en el hotel de los fines de
semana he conocido a un arquitecto y unos ingenieros, dos de ellos se
alojan estos días en el Tropical, dicen que el hotel está muy bien ¿Os
apetecería ir mañana a cenar?
—¿Habrá tías buenas? —preguntó Paulo.
—¡Venga, mira que eres pesado! —exclamó Alain.
—¿Qué tiene de malo mi pregunta? No estoy comprometido con
nadie, no he venido a hacer abstinencia ¡Alegría, compañeros!
—Podría ser buena idea, quizás pasemos una noche de sábado
divertida.
—¿Entonces os apuntáis todos?
—Sí, eso parece.
—Los llamo para que reserven mesa.
—¿Qué, vamos por ahí a tomar una copa? —preguntó Paulo.
—Id vosotros, estoy cansada, prefiero quedarme leyendo un rato
hasta que se haga la hora de llamar a mi amiga María a Barcelona. Por
cierto, Toni, no te lo he dicho: María está embarazada —dijo Leonor.
—¡Qué bien! ¿Hacía tiempo que iban detrás de ello, no? Le das mi
enhorabuena.
—Bien, me retiro. Pasadlo bien. ¿Alguien se apunta a dar una vuelta
por la mañana para conocer Manaos?
—No es mala idea, pero que no sea muy temprano.
—¿Os parece que quedemos a las diez?
—Buena hora, de acuerdo —dijo Eliette—. Yo también me voy a
descansar Alain, sal con ellos si quieres.
—Sí, creo que me apunto. Gracias querida esposa.
—No seas bobo, como si necesitaras mi permiso
—dijo Eliette dándole un beso.
—Hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana.
—Hacéis muy buena pareja —comentó Leonor a Eliette mientras iban
a las habitaciones.
—Yo también lo creo, nos llevamos bastante bien, sobre todo porque
intentamos que cada uno tenga su propio espacio al margen del otro. Hasta
ahora ha funcionado.
—Estoy de acuerdo en eso. No entiendo las parejas que no saben
hacer nada el uno sin el otro.
—Me voy a dormir.
—Que descanses, Eliette.
—Igualmente, hasta mañana.
Leonor se quedó saboreando los besos de Eliette mientras caminaba
por el pasillo. Apenas se conocían y ella siempre se mostraba muy cariñosa.
Le gustaba, parecía una mujer muy agradable, siempre tan sonriente
contagiando su alegría.
Al entrar en la habitación vio una luz roja que parpadeaba en el
teléfono: tenía un mensaje. Llamó a recepción donde le comunicaron que el
señor Finaldi había preguntado por ella. Se quedó sorprendida. Era ella la
que había quedado en telefonear si decidían ir a cenar. Esbozó una ligera
sonrisa, le gustaba haber recibido esa llamada. Pidió al recepcionista que le
pusiera con el hotel Tropical. Preguntó por Finaldi y le pasaron con la
habitación.
—¿Pronto? —se oyó.
—¿Francesco?
—Sí, sono io.
—Hola, soy Leonor.
—¡Hola! ¡Qué sorpresa!
—¿Sorpresa? ¿Pero no me has llamado tú?
—Ah, sí, disculpa. Queríamos saber si vais a venir mañana para
reservar la mesa, el hotel está muy lleno y hay que hacerlo con tiempo, no
sea que nos quedemos sin sitio.
—Sí, iremos los cinco. ¿A qué hora tenéis previsto cenar?
—A las ocho, si os parece.
—De acuerdo, nos vemos a esa hora. Hasta mañana.
—Arrivederci.
Leonor se quedó sentada en el borde de la cama mirando el teléfono.
<<¡Qué voz tan envolvente tiene ese hombre!>>, pensó de nuevo. Se
encogió de hombros y se dirigió a coger un libro con el que se entretendría
hasta la hora de llamar a María. Había cambiado de opinión en cuanto a lo
de no hacer llamadas telefónicas. Necesitaba contarle cómo le había ido su
primer mes; que ella explicara cómo se sentía con su embarazo; las cosas
nuevas que había aprendido. Después de leer un rato largo se hizo la hora
de la llamada. María descolgó el teléfono y Leonor se puso a llorar, apenas
había podido pronunciar su nombre. Por más que María le preguntaba, era
incapaz de articular palabra. Cuando logró calmarse, una risa histérica
sustituyó al llanto. Expresó varias veces su alegría por el embarazo y por
que el tratamiento hubiera dado su fruto. Dijo sentir una envidia sana por
ello e imaginaba lo contentos que debían estar. Apenas la dejaba hablar.
María, que la escuchaba un tanto desconcertada, le pidió que le hablara de
ella, de cómo estaba, del trabajo. Leonor no la escuchaba. Quería ser la
madrina, o como se llamara aquello en lenguaje laico. Pronunciaba palabras
a velocidad de disparo de una cámara automática. Finalmente logró
calmarse. Ambas dijeron echarse mucho de menos y sentían un vacío
inmenso en la distancia. María la puso al día de las idas y venidas en el
hospital, de los cambios que se habían producido en varios departamentos
y así estuvieron largo rato acortando con su conversación el inmenso
espacio que las separaba.
Al colgar, Leonor fue a echarse agua a la cara. Miró en el espejo sus
enrojecidos ojos. No tenía que haber llorado, no era el mejor regalo que le
podía hacer a su amiga. Empezó a hablar con el espejo, como si se hubiera
desdoblado. ¿Por qué estaba contenta y triste a la vez? ¿Qué era lo que no
le gustaba de aquella situación? No había previsto que echaría tanto de
menos a María, a algunos compañeros de trabajo, su casa, sus costumbres
¿O todo eso le daba igual? ¿Lloraba de alegría? ¿O eran esos persistentes
recuerdos mil veces desechados y mil veces presentes? Se fue a la cama,
le apetecía releer el libro que le regaló Víctor cuando volvieron del viaje a
Nueva York. Abrió el libro de poemas de José Hierro por la última página,
aquel poema parecía escrito para ella después de la muerte de su marido.
Docenas de veces leído y docenas de veces le evocaba el dulce recuerdo
del viaje a Nueva York, aunque le causara la tristeza de la ausencia.
VIDA
Después de todo, todo ha sido nada,
A pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
Supe que todo no era más que nada.
…………..
Cuando lo hubo leído se dirigió a apagar el aire acondicionado, las
luces para permanecer pensativa en la oscuridad. No avanzaba en su
propósito de dejar atrás ese sentimiento de pérdida. Sea como fuere, debía
mirar hacia delante. Se giró hacia el lado izquierdo, al cabo de unos minutos
al derecho, después se colocó boca arriba. Así anduvo bastante tiempo
hasta que se levantó sin saber para qué. Fue a la nevera a coger una barra
de chocolate y la volvió a dejar en su sitio. Volvió a la cama, donde
finalmente el sueño la venció bien avanzada la noche.
VEINTIDÓS
A las diez, tal como tenían previsto, se encontraron en la recepción del
hotel.
—¿Qué tal? ¿Habéis descansado? —preguntó Leonor.
—Sí, más o menos, aunque me he levantado muy temprano —dijo
Toni.
—Todos hemos debido levantarnos temprano, cuesta desacostumbrar
el reloj biológico y se hace difícil permanecer en la cama cuando estás
habituado a hacerlo a una hora determinada.
Después de disfrutar de un desayuno relajado pidieron un taxi en el
que cupieran los cinco. Les apetecía hacer algo diferente para
desintoxicarse del mes de arduo trabajo. Estaban encantados de haber
llegado a aquel fin de semana y disfrutar como auténticos turistas, a los que
no agobia el reloj ni las responsabilidades. Paulo y Toni acosaban al taxista
con preguntas: dónde encontrar un buen restaurante; si había buenos cines;
en qué lugar tomar un aperitivo; las mejores batidas, esas bebidas en las
que ustedes mezclan frutas con aguardiente. El taxista, un hombre delgado
en extremo, con unos grandes ojos, cabello ensortijado y vestido con
guayabera y pantalón de color crudo, era parco en palabras; a casi todo
contestaba con un lacónico depende, que no ofrecía ninguna pista. Uno de
ellos sugirió que, tal vez, lo que estaba buscando era que contrataran sus
servicios y seguramente, se volvería mucho más parlanchín. A Leonor le
pareció buena idea. Se establecía con él un precio y que los llevara por la
ciudad. El taxista mostró su disponibilidad para hacer de guía. Sus
dependes se transformaron de inmediato en una locuacidad propia del
mejor guía turístico.
Llegaron enseguida a la Praça São Sebastião. Allí se levantaba aquel
capricho de los diputados de la época, en una de las ciudades más
prósperas del mundo. Un edificio construido en plena borrachera de dinero
que el caucho aportaba a Manaos a finales del siglo XIX: el teatro de la
ópera. El interior era para quedarse boquiabierto, tal como lo hicieron ellos.
—¡Qué barbaridad, esto es un despropósito en medio de la pobreza!
—dijo Leonor.
—Sí, lo es, pero tendrías que retrotraerte a la época gloriosa de los
caucheros —le contestó Alain.
—Aún así, aquí la gente vivía fatal y éste debía ser un ejemplo
palpable de la división social tan abismal que habría entre ellos.
—Vamos a ver esta maravilla y dejémonos de eso: ya no hay vuelta
atrás —dijo Eliette— no lo llevemos por el camino de las cosas importantes
y serias como lo mal que está repartido el mundo, la poca justicia social y
todo lo demás porque cada lugar se nos hará eterno.
Después del teatro de la ópera el taxista les sugirió el prédio, el
edificio de Alfândega y la Guarda Moria.
—¿Qué es eso? —pregunto Paulo—. Yo tengo ganas de una
cervecita. ¡Os lo queréis acabar todo en un día!
—Es el primer edificio prefabricado del mundo, construido a principios
del siglo XX por la Manaos Harbour Limited, patrimonio histórico nacional.
Está junto al puerto, vale la pena. Después pueden tomar algo por allí, un
aperitivo —sugirió el taxista.
—No es mala idea —afirmó Paulo—. Me parece que es lo que más
me va a gustar de la excursión: lo del aperitivo.
—Debe ser un sitio interesante.
—Yo preferiría ir al mercado —propuso Leonor—. Tendremos muchos
días para ver edificios.
—¿Al mercado?
—Me refiero a hacer el aperitivo. Mi guía me ha dicho que el mercado,
que está junto al río, es un lugar muy interesante. Tengo ganas de ver gente
de esta ciudad. Los monumentos no se van a ir, podemos visitarlos poco a
poco. Paulo tiene razón, podríamos tomárnoslo con más calma.
—¡Llegó la voz de la sensatez! ¡Has estado estupenda!
—Está bien —dijo Alain que siempre mostraba un ánimo
contemporizador.
—Tenemos tiempo de todo —dijo con voz calmada el taxista.
—¿Nos entiende usted cuando hablamos?
—Cojo una palabra de aquí y otra de allá, son muchos años de oficio:
turistas de todo el mundo, lenguas diferentes. La señora tiene razón, el
mercado es un buen sitio: mucha gente, muchas tiendas, se pueden
comprar buenas cosas allí.
Llegaron a Alfândega, una peculiar imitación de los edificios
londinenses de principios de siglo, de hecho había sido fabricado en
Inglaterra y transportado a trozos y luego ensamblado en Manaos. Eso leyó
Paulo en la guía de Alain. Como el edificio estaba cerrado, se dirigieron
hacia el puerto, pero el acceso era restringido. Decidieron volver al taxi para
ir al mercado.
Al llegar junto a la furgoneta del taxista la encontraron cerrada y no
había ni rastro del hombre. A lo lejos oyeron unos gritos: era él, que les
hacía una señal con el brazo. Había ido a hacer sus necesidades, decía,
aunque un fuerte aliento alcohólico iba perfumando el ambiente mientras
hablaba. Todos entendieron cuáles habían sido las necesidades de su
conductor. Él taxista empezó a enumerar otros muchos sitios donde ir, entre
ellos una churrascaría.
—¿Qué es una churrascaría?
—Un restaurante en donde se sirven carnes asadas, usted elige la
que quiere comer cuando el camarero se acerca a su mesa con alguna de
ellas.
—Interesante. No me gusta mucho la carne, pero habrá que probar las
cosas del lugar.
Había poco tráfico por las calles a pesar de ser sábado. En cambio, en
los alrededores del mercado, se veía un gran movimiento de gente. Cada
uno caminó por su cuenta en recorridos diferentes y quedaron en
encontrarse en el plazo de una hora con su chofer en la puerta principal.
Los puestos de frutas, con multitud de coloridos, atrajeron la atención
de Toni y Leonor que acordaron pasear por el mercado juntos. Mientras
miraban deleitados la variedad de productos Leonor contó que en la
conversación que mantuvo con María le fue imposible dejar de llorar, como
si se le hubiera producido un repentino bajón de moral. En lugar de
mostrarse contenta con la noticia había dado la impresión contraria y no se
sentía a gusto por la impresión que pudo causarle a su amiga. Toni, que
seguía muy atento la conversación, lo relacionó enseguida con la muerte
de Víctor que coincidió con la época en que habían decidido ser padres,
pero no dijo nada, no le pareció oportuno, así que desvió la conversación
hacia los dos italianos y el brasileño y la cena prevista como una manera de
salir del paso.
—Parecen muy agradables, esta cena en el Tropical puede estar bien,
además nos permitirá relacionarse con gente distinta
Se pararon en una tienda de ropa porque querían comprar algo para
ponerse en la cena. No habían traído mucha cosa desde Barcelona y
menos algo a tono con el hotel. Leonor eligió un vestido cómodo, aunque
elegante y Toni una camisa blanca que le iba muy bien con su piel morena,
según le dijo Leonor, y unos pantalones azul marino.
—Me alegre verte sonreír.
—Estoy muy bien, mejor de lo que esperaba. Me gusta mucho el
trabajo, aunque un mes no da para valorar gran cosa. Es una suerte contar
con Germano, un hombre de conversación agradable con mil experiencias
que explicar. Conoce el territorio a la perfección: las gentes, sus
costumbres. A veces me pregunto cómo no se pierde en la selva, para mí
todos los sitios son iguales: mucha vegetación y toda igual.
—Creo que todos ganaremos en experiencias positivas. Yo tengo
unos críos con unas ganas de aprender increíbles. Es muy gratificante dar
clase cuando se siente esa avidez por el conocimiento.
—Al principio tenía ciertos reparos. No sabía si me iba a adaptar a un
lugar tan lleno de adversidades. De momento, me siento bien, optimista.
—Si en algún momento te sientes decaída, no dudes en hacérmelo
saber. Siento que tengo parte de responsabilidad.
—¿Responsabilidad?
—Quiero decir que, haberte inducido a venir hasta aquí, me crea un
compromiso contigo.
—No tienes por qué preocuparte. Hasta ahora todo va a la perfección.
No obstante, saber que cuento contigo es un alivio —dijo Leonor con una
sonrisa.
—Lo digo en serio.
—Yo en broma —ambos se rieron.
Después del paseo por el mercado todos fueron a hacer un aperitivo a
un bar cercano. Abarrotado de gente muy variopinta, el local bullía de
voces, apenas podían oír su propia conversación. De pie, junto a la barra de
madera llena de botellas de cerveza y vasos, pidieron una cerveza fresca,
Eliette y Leonor sin alcohol. El taxista, que les acompañó en el aperitivo,
comentó que si querían comer bien en la churrascaría, había llegado la hora
de marchar. Toni, depositario del dinero del fondo común, pagó la cuenta.
En el taxi, sin aire acondicionado, hacía bastante calor, pegajoso, porque el
grado de humedad era muy alto. Leonor, Eliette y Toni enseñaron sus
compras a los demás.
—Menos mal que sólo vendremos una vez al mes, de lo contrario el
sueldo nos duraría poco —dijo Alain.
Apenas encontraron vehículos por la calle y en pocos minutos llegaron
a la churrascaría Búfalo, la recomendada el taxista. El local estaba repleto
de gente, algunos niños corrían por entre las mesas. El olor a asado se
respiraba por todo el local. Bastantes camareros iban de un lado a otro de la
sala portando pinchos gigantes de carne con una gran variedad de carnes
ensartadas. Se sentaron en una mesa rectangular de madera, cubierta por
un mantel blanco impoluto, como recién estrenado. Pidieron cinco cervezas
muy frías y un par de botellas grandes de agua: estaban sedientos. Cuando
solicitaron la carta el camarero explicó que no tenían, se trataba de elegir
entre las carnes que portaban los camareros a las mesas, esa era la
costumbre.
Leonor miraba hacia la ventana mientras los demás atendían al
camarero. Eliette llamó su atención para saber si estaba de acuerdo con la
cerveza o prefería otra bebida. Pidió agua, aunque tomaría una cerveza
pequeña como aperitivo. La comida transcurrió acompañada de una
agradable charla repleta de anécdotas. Pablo había sacado su vena
graciosa y no paraba de contar chistes provocando las continuas risas ante
la mirada entre curiosa y cómplice de los demás comensales.
La copiosa comida los dejó con ganas de coger una cama cuanto
antes y descansar lo suficiente hasta la noche.
El jardín del Tropical en donde cenarían estaba rodeado de antorchas
que producían una iluminación cálida. Repartidos por él una docena de
mesas redondas llenas de comensales elegantemente vestidos. La orquesta
amenizaba la noche con música suave mientras los camareros llevaban las
bandejas de aquí para allá a toda velocidad.
Su mesa estaba situada cerca de la orquesta y habían pedido cava
para celebrar el encuentro, después de discutir si un vino francés, italiano o
español que llegó a hacer desaparecer la sonrisa del camarero por la, para
él, interminable espera. Propusieron un brindis porque aquella primera
noche fuera el principio de una buena amistad. Los primeros minutos
transcurrieron entre las preguntas de un grupo que se acaba de conocer
mientras les sirvieron la cena no faltaron las divertidas bromas de Paulo que
parecía haber sido contratado para animar la velada.
Cuando terminaron Toni y Paulo, que no habían quitado ojo a una
mesa en la que había un par de chicas jóvenes, se levantaron para dirigirse
hacia ellas mientras los demás se quedaron en animada charla.
La orquesta, que había estado interpretando suaves melodías, subió
el volumen al incorporarse un cantante. La primera canción, una clásica
brasileña: la chica de Ipanema, seguramente costumbre en aquel lugar tan
lleno de turistas. Alain y Eliette se animaron enseguida a bailar, mientras los
otros tres permanecieron sentados. Francesco tamborileaba con los dedos
en la mesa al ritmo de la música. Leonor, atraída por el sonido, fijó la mirada
en aquella mano de largos dedos sin percibir que en ese mismo instante él
la miraba escrutándola de arriba a abajo.
Marco había ido a la habitación a por unos cigarros, así que Leonor se
sintió un poco turbada al quedarse a solas con Francesco. Él la miraba y
sonreía, ella hacía lo propio de manera mimética, y entre mirada y mirada
se palpaba una situación embarazosa que ambos procuraban disimular
adentrándose en el sonido de la orquesta.
Alain y Eliette volvieron a la mesa y Leonor se sintió aliviada, estaba a
punto de usar aquella argucia tan socorrida de tener que ir al lavabo para
deshacerse del sofoco de la situación.
—¿No os gusta bailar? —preguntó Eliette— ¡Venga, un poco de ritmo
al cuerpo que os vais a quedar anquilosados!
—Sí, porqué no —dijo Francesco como si hubiera estado esperando
que alguien lo espoleara.
Leonor sintió las mejillas ardiendo, pero no supo o no quiso negarse a
la invitación. En ese instante la orquesta interpretaba Fly me to the moon.
Francesco le ofreció la mano izquierda mientras le pasaba el brazo
por la espalda que el vestido azul claro dejaba al descubierto en una
pronunciada abertura. Leonor le cogió la mano pasándole el brazo sobre el
hombro. La voz del cantante no era la de Frank Sinatra, pero sonaba bien.
Mientras la canción evoluciona sus cuerpos se fueron acercando sin apenas
apercibirse. Él le susurró al oído varias palabras que Leonor, envuelta en el
sonido de la canción, sólo reconoció como una voz dulce que debía estar
diciendo palabras agradables. Siguieron bailando hasta que acabó el tema.
Aunque él pretendía seguir Leonor prefirió regresar a la mesa que para su
sorpresa encontró vacía. Leonor pensó en una encerrona, no podía
entenderse de ninguna otra manera que se hubieran ido sin despedirse,
hasta Toni fue el primero en abandonar junto a Paulo en una actitud de
caza-mujeres que le resultó poco acorde con su carácter. Francesco
parecía feliz, ni siquiera hizo el menor gesto de extrañeza ante el abandono.
Sacó un paquete de cigarrillos Camel y le ofreció a Leonor, ofrecimiento que
rechazó con un ligero gesto de mano para añadir que había dejado de
fumar muchos años atrás.
Ni el uno ni el otro parecían saber cómo salir de aquel momento
recubierto de indecisión. Leonor no paraba de moverse en la silla y
ensayaba diferentes posturas con las manos. Pensó que lo más prudente
era despedirse ¿qué pintaba ella a solas con aquel hombre al que apenas
conocía?
—¿Te apetece un poco de champán?
—Bueno —dijo Leonor sorprendiéndose a si misma por la respuesta.
La botella duró hasta que la orquesta hizo la despedida ante un
público más bien escaso.
Francesco se levantó para coger a Leonor de la cintura, ella sintió un
cosquilleo recorriéndole el cuerpo hasta acelerarle el corazón. Se sintió
atrapada en la red que él había sabido tender de forma sutil mientras bebían
y charlaban despreocupadamente y estaba cayendo en aquella red sin
poner ningún tipo de objeción.
Fueron a dar un paseo por los jardines. En la tranquilidad de la noche
se oía el canto de algún ave nocturna y el sonido del agua de un pequeño
estanque junto al que se sentaron. La luz tenue de una farola y la sombra
de los árboles convertían aquel rincón en un lugar íntimo. Él le pasó el brazo
por el hombro, la acercó para darle un suave beso en sus labios que ella
devolvió con la misma suavidad. La respiración de ambos empezó a
acelerarse hasta llevarlos a un intercambio de caricias que quedaron
interrumpidas porque alguien pasó acarreando un cubo de basura. El ruido
del que cumplía con la última tarea del día, los hizo retornar al lugar que sus
mentes habían abandonado ante la fuerza de aquel instante. Sus miradas
reflejaban el deseo que había quedado suspendido en el aire. Con las
manos entrelazadas fueron caminando lentamente hasta la habitación. Sin
apenas entrar, en el pasillo intercambiaron caricias y besos como si
desearan conocer sus cuerpos, darse placer sin prisas.
VEINTITRÉS
Leonor y Germano siguieron con sus visitas a las malocas y poblados
atendiendo a enfermos de todo tipo, algunos en situaciones complicadas.
Administrar la vacuna de la malaria a los niños fue más fácil de lo esperado
en un principio aunque en algunos lugares hubiera que sortear ciertas
dificultades propias de las creencias ancestrales.
En uno de esos poblados encontraron a un chamán: un hombre de
aspecto muy avejentado. Germano se acercó a él para presentarle a Leonor
a sabiendas de que sin su ayuda la doctora no podría hacer nada en aquel
lugar. El chamán la mira con cara de pocos amigos e inició una perorata
que Leonor no pudo entender para inmediatamente alejarse refunfuñando y
sentarse en la puerta de una de las cabañas.
—¿Qué le pasa? —preguntó a Germano
—Ha dicho que una mujer no puede ser chamán porque la sabiduría
siempre se ha transmitido de hombres a hombres. No cree que estés
preparada para curar.
Leonor no le dio la menor importancia a la invectiva del chamán
porque sabía por otras ocasiones que era tarea inútil intentar convencerlo
de lo contrario y menos tratándose de un hombre muy mayor como era el
caso.
Como el chamán permaneció impertérrito delante de la cabaña se
dispusieron a hacer el trabajo sin prestarle la menor atención. Los miembros
del poblado eran más receptivos que el curandero, sobre todo los niños, con
quienes Leonor siempre mantenía una cariñosa relación.
Al acabar la jornada observaron que el chamán seguía impasible en el
mismo lugar, sin haber puesto ningún tipo de obstáculo. La cara del hombre
al mirarlos traslucía el convencimiento de quien está seguro de unas
consecuencias imprevisibles ante lo que esa mujer blanca ha venido a
hacer, como si con aquella actitud estuviera augurando un futuro lleno de
desastres. Ellos se marcharon satisfechos del trabajo realizado y de la
colaboración encontrada en todas y cada una de las familias
Llegaron a Nossa Senhora al atardecer, justo a la puesta del sol. Unos
críos que jugaban junto al embarcadero saludaron a gritos: ¡la doctora, la
doctora! Abalanzándose sobre la embarcación para ayudarles a bajar las
bolsas y llevarlas hasta la entrada del pueblo. Leonor traía unos caramelos
en el bolsillo de su chaleco comprados en la tienda flotante que dio a los
niños que marcharon saltando y gritando. Aquello también hacía feliz a
Leonor.
El calor y la humedad estaban en un momento álgido, así que Leonor
invitó a Germano a una cerveza en la Anaconda antes de ir para la casa.
Germano aceptó de buen grado la invitación, él también estaba sediento. El
establecimiento, concurrido a esas horas, con una mayoría de hombres que
juega a las cartas o bebe cerveza y alguna mujer comprando en la tienda
parecía el bar de una ciudad más que de aquella pequeña aldea.
Se acercaron a la barra para pedir las dos cervezas. Fueron a
sentarse a una mesa cuado un hombre con sombrero panamá se les
acercó.
—Es usted la doctora Ayala Aledo, según me han dicho —dice el
hombre tendiendo la mano a Leonor.
—Sí —contestó devolviéndole el saludo con una sonrisa.
Se presentó como director de la compañía maderera que operaba en
la zona y dijo estar muy interesado en hablar con ella. Leonor le sugirió que
esperara al día siguiente si no le importaba porque necesitaba descansar.
La amabilidad con la que la había saludado le desapareció del rostro y sin
darles tiempo a que se sentaran, con voz agria, añadió que sería muy breve
en su exposición.
—O deja de revolucionar a las mujeres con el sindicato o deberá
atenerse a las consecuencias.
Leonor se sorprendió ante la amenaza proveniente de una persona a
quien ni siquiera conocía. No alcanzaba a entender el por qué de esas
palabras, y se sentó en la mesa como si nada hubiera ocurrido. El hombre
le colocó la mano sobre el hombro y repitió las frases. Leonor, con gesto
suave, le apartó la mano diciéndole que no se sentía amenazada.
—Piense bien lo que ha oído. Eso es todo —dijo el hombre del
sombrero panamá a modo de despedida.
Leonor echó con su mano temblorosa un poco de cerveza en el vaso.
Había querido aparentar tranquilidad ante aquel hombre, pero recordó las
historias que había explicado Eliette sobre las madereras y eso le produjo
desasosiego. Invitó a Germano a sentarse -permanecía atónito de pie-. No
era capaz de articular palabra. Conocía los malos modos de las empresas
madereras cuando algo o alguien se les cruzaba en el camino. No
comprendía el atrevimiento de Leonor, es más, no estaba de acuerdo con
su actitud, podía acarrearle problemas a ambos y así se lo hizo saber.
—Tómate la cerveza y vamos a la casa. En la cena hablaremos con
tranquilidad —dijo levantándose para ir a pagar.
Se notaba que Fabiana acababa de limpiar porque la estancia
desprendía un fuerte olor a lejía, era una de sus manías. <<Si no huele a
lejía no está limpio>>, decía. Dio un abrazo muy fuerte a Leonor y un par de
besos a Germano. Sin apenas dar tiempo a los saludos Leonor contó la
escena del bar como buscando en ella ayuda o complicidad. Fabiana miró
con los ojos muy abiertos a Leonor.
—Con las madereras mejor no jugar, Leonor, hemos tenido bastantes
problemas con ellos. Se hace lo que dicen y nos evitamos líos —dijo
Fabiana.
Leonor que no compartía el mismo punto de vista, prefirió retirarse con
la excusa del cansancio. No le apetecía alargar el asunto en ese momento,
después de todo, ellos expresaban un temor que podía tener fundamento,
no en vano sufrieron en sus carnes los desmanes de aquellos hombres
todopoderosos.
Entró en la habitación a recoger la bolsa de aseo para ir a la ducha.
Mientras dejaba que el agua le cayera a chorro sobre la cabeza se dijo a si
misma que le había faltado tacto con aquel individuo del sombreo panamá,
aunque tampoco alcanzaba a entender qué le molestaba tanto. Ni siquiera
conocía a nadie que trabajara en aquella compañía y menos podía haber
mantenido contacto alguno con las mujeres de los trabajadores. Tampoco
sabía gran cosa de la maderera, que talaban más de lo permitido y poco
más. Conseguir que las mujeres estuvieran organizadas para defender sus
derechos no lo consideró nunca un asunto peligroso, no tanto como para
que el propio director de la maderera se hubiera molestado en dirigirse a
ella personalmente. No obstante, en la cena escucharía lo que pensaban los
demás sobre el asunto
Una vez vestida, cogió su MP3 para oír música mientras daba una
vuelta por la orilla del río. Le gustaba disfrutar de aquel remanso de paz y
comodidad que era Nossa Senhora comparado con otros lugares.
Salió a la calle donde apenas unas pocas bombillas, con cientos de
mosquitos revoloteando a su alrededor, alumbraban el camino. Seguía el
ritmo de la música con sus pasos. La calle estaba desierta, aunque apenas
eran las siete porque la noche había hecho su presencia unas horas atrás.
Unos cuantos murciélagos iban de aquí para allá sin rumbo aparente
perturbando el silencio de la selva. Llegó hasta el río para sentarse en la
orilla y disfrutar de la luz de la luna reflejada sobre el agua. Una ligera brisa
balanceaba las hojas de los árboles benéfico frescor al persistente
bochorno.
El encuentro con aquel hombre de la maderera había trastocado un
poco la llegada a Nossa Senhora, pero estaba decidida a pensar en
positivo. Mirando al agua, con el sonido de la música, se sintió relajada.
Pasaban por su mente las experiencias vividas y se sentía feliz. Se recreó
en el recuerdo de Francesco al que desde aquella noche en el Tropical no
había vuelto a ver, se había marchado por asuntos de trabajo para estar
fuera un mes. Sin existir ningún tipo de compromiso se sentía ligada a él.
Nunca había tenido una experiencia parecida al hacer el amor con alguien
por primera vez, aquella noche le dejó una huella difícil de explicar, pero
produjo una muesca profunda en sus sentimientos. Recordaba las caricias,
los besos repartidos por todo el cuerpo, el placer de sentirse deseada.
Echaba de menos su conversación agradable, la manera tan dulce que
tenía de comportarse con ella. Aquel aspecto de hombre fuerte, de
apariencia dura, quedó diluido en la proximidad. Aquel hombre de aspecto
solitario en realidad no era más que un fracasado de la vida en pareja,
según le confesó. Se encontraba en Brasil para empezar una vida diferente,
alejada del frívolo mundo que acababa de dejar. No quería sobrevalorar sus
sentimientos, pero algo de luz entraba a través de Francesco en su oscuro
mundo.
De repente notó una mano que se posaba sobre su hombro y se
levantó sobresaltada, como si le hubieran pinchado con un alfiler.
—¡Qué susto me has dado!
—Fabiana tiene la cena lista.
—Germano te pido disculpas por haberte puesto en un aprieto delante
del hombre del sombrero panamá.
—No tiene importancia, por mí estás disculpada, tan sólo trataba de
prevenirte. No eres capaz de imaginar de lo que son capaces esos
individuos, es bueno que sepas cómo se comportan.
Se dirigieron a casa de Fabiana y Serafim mientras Germano la iba
informando de que se les avecinaba bastante trabajo. Se había encontrado
con Celina quien le enseñó una lista larga de pacientes para la consulta.
Fabiana preparaba tambaqui a la brasa con hierbas aromáticas, un
pescado que Serafim había cogido esa misma mañana a sabiendas del
gusto de Leonor por el pescado. Sentados a la mesa. Serafim sirvió vino
tinto y Germano quiso saber de dónde lo había sacado.
—Un regalo del director de la maderera para la doctora, como prueba
de buena voluntad —contestó.
Leonor con el vaso puesto en los labios, a punto de beber, lo dejó
sobre la mesa sin probarlo. Nadie se apercibió del gesto y ella optó por
guardar silencio y no echar más leña al fuego.
Cuando acabaron la cena Serafim sirvió el café Fabiana quiso sacar
de nuevo el espinoso tema del director para que Leonor fuera consciente
del terreno que pisaba, como cuando en la última huelga contra la maderera
por los bajos salarios que pagaba y las muchas horas que hacían los
trabajadores, se despidió a los cabecillas y amenazaron a las familias. La
situación llegó a tal punto, que algunos debieron abandonar el pueblo.
Leonor optó de nuevo por el silencio, quedaba claro que no manejaba
suficiente información, aunque no pudo evitar añadir que el encuentro con el
director había sido una bravuconada.
Después de oírlos hablar un rato aquel asunto le aburría y consideró
oportuno desviar la conversación hacia la cantidad de gente que según
Celina tendría que atender en el consultorio, así que iba a retirarse
temprano para descansar. Germano prefirió quedarse un rato con el
matrimonio, aún no le apetecía dormir.
—Muchas gracias por la cena, estaba exquisita. Buenas noches.
—Que descanses —dijo Fabiana.
En la sobremesa comentaron, sin Leonor presente, que era
demasiado atrevida, se le notaba el desconocimiento del territorio. <<Puede
meterse en un buen lío>>, dijo Serafim. Fabiana, siempre buscando el lado
positivo de las cosas, quitó hierro al asunto. También creía que la doctora
era una mujer fuerte que sabría defenderse. Serafim, menos optimista,
estaba convencido de que debían persuadirla para dejar los asuntos
sindicalistas: en una mujer como ella, con sus estudios y su preparación, no
cuadraba mucho. Terció de nuevo Fabiana para mostrar su disconformidad,
cualquier persona era buena para defender a los demás si creía en ello. Así
acabaron una larga sobremesa, sin ponerse de acuerdo en lo que era
bueno o no para Leonor.
Eran las ocho de la mañana cuando Celina, Germano y Leonor
estaban atendiendo la larga cola de gente venida de las malocas y aldeas
de los alrededores. Germano se ocupaba de hacerlos pasar uno a uno y
Celina ayudaba a Leonor con los pacientes. Algunos venían en condiciones
deplorables tras haber probado la medicina de algunos chamanes, aunque
los había que obraban verdaderos milagros con sus conocimientos
ancestrales. Era difícil hacer entender a aquella gente que la nueva
medicina era más eficaz, en muchas ocasiones, que la de sus brujos.
Pasaron el día entero trabajando sin apenas una parada para comer.
A las cinco de la tarde ya no quedaba nadie. En apenas media hora se haría
de noche y los que quedaban fueron citados para el día siguiente.
La segunda jornada transcurrió más tranquila, no se produjeron las
colas de la anterior. Aunque se había presentado un caso grave de
desnutrición en un niño, que fue trasladado en hidroavión hasta el hospital
de Manaos. A las tres de la tarde cerraron el consultorio y Leonor fue a
tomar un café a casa de Celina. Allí la esperaban dos de las mujeres del
sindicato que quisieron saber los lugares en que Leonor había ido
comentando la existencia del sindicato y en qué lugares encontró mujeres
predispuestas a trabajar conjuntamente. Ellas se encargarían de hacer el
seguimiento de esos contactos. Leonor aprovechó para sacar a colación al
director de la maderera. Las del CNS no conocían al individuo en cuestión,
jamás habían tenido ningún tipo de advertencia, aunque reconocían que
hacía poco tiempo que actuaban en esa zona y no la conocían demasiado.
Le recomendaron prudencia porque sabían de otras épocas en que se
cometieron verdaderas barbaridades, aunque pensaban que era más cosa
del pasado que de los días que corrían.
—No tengo temor, no me asusta ese gordiflón.
—Por si acaso, intenta ser lo más discreta posible. Mantennos
informadas de cualquier cosa que te parezca extraña.
Las dos mujeres se despidieron, debían aprovechar la luz para
marchar con su embarcación. Quedaron en encontrarse durante el mes
siguiente.
—Voy a estirarme un rato, estoy cansada —dijo Leonor a Celina—.
Nos vemos esta noche en la Anaconda, os invito a cenar.
Eran las ocho cuando se sentaron en una mesa, preparada con
especial esmero por la dueña: había colocado una vela en el centro y un par
de flores silvestres en un jarrito de cristal con agua. Unos hombres que
jugaban a las cartas mientras bebían cerveza en un par de mesas del
pequeño bar era toda la clientela.
Leonor había encargado por la mañana el menú, pidió que les
prepararan unos huevos fritos con patatas y panceta. Era uno de aquellos
antojos de turista, como cuando salía de viaje fuera de España durante
muchos días y, sin saber por qué la tortilla de patatas, el jamón y los huevos
fritos con chorizo le parecían el mejor manjar.
—Ya sé que no es una gran invitación, pero me apetecía una cena de
este tipo.
—A nosotros lo que nos gusta es compartir un rato, así que lo que se
come es lo de menos. Además a mi me gusta mucho todo eso —dijo
Fabiana mostrando su habitual apetito.
Iban a empezar con la ensalada cuando apareció Matheus que venía
de la obra de la carretera. Leonor se levantó a saludarlo sorprendida por su
presencia, pero enseguida lo invitó a compartir mesa con ellos. Aceptó
encantado porque estaba solo. Después de ser presentado cogió una silla
para sentarse entre Leonor y Germano.
Leonor sintió unas enormes ganas de preguntar por Francesco, pero
prefirió quedarse con la curiosidad y las ganas. Nadie estaba al corriente de
la relación entre ambos y no le pareció el momento oportuno para revelarla.
Mientras Leonor seguía un poco ausente la conversación, Matheus
explicaba lo afortunado que se sentía cuando descansaba en São Paulo
una vez al mes, porque de otra manera no podría resistir aquella obra.
Hacía días que no veía a sus hijos y la mujer a los que esperaba encontrar
el próximo fin de semana cuando volviera de nuevo a su casa.
—¿Son pequeños los niños? —preguntó Fabiana.
—Sí, pero no lo suficiente como para no enterarse, cinco y ocho años.
—Suerte que tienen a la madre con ellos.
—Sí, pero nos echamos mucho de menos. Los días de trabajo se me
hacen eternos, aunque no paramos. Ésta carretera nos da muchos
problemas.
—¿De qué tipo? —preguntó Serafim.
—Desde encontrar personal cualificado, sortear las presiones de las
empresas madereras, hasta el transporte del material a través de la selva.
Todo es muy complicado.
Leonor enseguida quiso saber qué tipo de problemas daban las
madereras, sin mencionar su desagradable encuentro con el director de una
de ellas. El ingeniero dijo que uno de los problemas era sortear las Flonas,
los territorios marcados por el Gobierno como aptos para la tala de árboles,
que habían sido concedidas con anterioridad al trazado de la carretera. Eso
creaba un conflicto de intereses, que había llevado a paralizar la obra en
algunas ocasiones. Precisamente su compañero Francesco estaba
negociando con una de las empresas para solucionar un problema que
había paralizado de nuevo la obra. Cuando Leonor oyó el nombre, su
corazón se aceleró, pero tampoco en ese momento quiso averiguar más.
Francesco había tenido que negociar varias veces con los madereros
–proseguía Matheus-. Era un hombre con mucho poder de persuasión. Lo
conseguía a base de perseverancia, por esa razón la empresa lo había
enviado a negociar. Siempre sostenía la teoría de que hablando se entiende
la gente aunque la teoría se le torciera en innumerables ocasiones.
Mientras hacía esos comentarios, Leonor lo miraba un tanto absorta,
sin decir ni una palabra.
—Tengo una curiosidad —dijo Serafim mirando a Matheus.
—Dime.
—¿Cómo es que una persona como tú ha llegado a ser ingeniero?
—¿Quieres saber cómo un negro ha llegado a ingeniero en São
Paulo?
—Bueno…no es muy común.
—No eres el primero que se extraña. La historia es un poco larga,
pero se podría resumir en que yo soy el mayor de cuatro hermanos y mi
madre se empeñó en que debía estudiar. Toda mi familia trabajó muy duro,
durante muchas horas al día, para que yo pudiera conseguirlo. La mía no es
una historia corriente, de hecho, era el único negro estudiando en esa
facultad, pero aquí me tenéis.
—Debes tener una madre poco común —afirmó Leonor.
—Ella servía en una casa en donde la enseñaron a leer, tampoco eso
es corriente, pero la señora de la casa, de origen europeo, era una mujer
especial y tenía verdadero cariño por mi madre. La enseñó a leer y
consiguió aficionarla a la lectura aunque ella no disponía de mucho tiempo,
pero fue a través de esa afición como ideó lo de dar estudios aunque sólo
fuera a uno de sus hijos. Puso a toda la familia a lograr el empeño
convencida de que ese uno salvaría al resto. Ella ya murió, pero vio su
deseo cumplido antes de marchar.
—¿Y ha sido usted la salvación para ellos?
—No se puede hablar de salvación, pero conseguimos que tuvieran
buenos trabajos.
—Parece una historia de película.
—No ha sido tan fácil. Ellos y yo hemos trabajado duro. Entre otras
razones por eso estoy en esta obra, pagan mejor que en otros muchos
sitios.
—Me sigue pareciendo admirable —dijo Fabiana.
Acabaron de cenar y siguieron en animada charla hasta las diez de la
noche cuando decidieron irse a dormir. Al día siguiente Leonor y Germano
se marchaban hacia el hotel Ariaú y Matheus aprovecharía par volver con
ellos.
VEINTICUATRO
Leonor quería aprovechar aquel fin de semana tanto como pudiera. Le
apetecía pasear, mirar tiendas, conocer un poco mejor la Manaos cotidiana
y para ello contó con la complicidad de Eliette. Juntas cogieron un autobús
en la puerta del hotel para ir al mercado de Manaos y comprar cosas de
aseo personal. Aunque era relativamente temprano ya hacía mucho calor.
El autobús, repleto de gente y sin aire acondicionado, convertía el vehículo
en una verdadera sauna.
Iban de pie, agarradas a la barra del techo, mientras la gente las
miraba de arriba abajo por su aspecto de extranjeras. El autobús, que
paraba cada pocos metros, con un trasiego constante de subidas y bajadas,
hacía el recorrido interminable.
A su paso por las calles se veían las pequeñas casas pintadas de
vivos colores, aunque el tiempo hubiera convertido la pintura en muchas de
ellas en un recuerdo del color original, lo que les daba un aspecto de
abandono. Las había con muchas flores en la ventana y otras en las que
parecía no haber ningún rastro de vida <<¡Qué cantidad de historias
diferentes se esconderían tras esas paredes!>>, pensaba Leonor. El
autobús se veía obligado a esquivar las bicicletas que tomaban la delantera
en las calles como si suya fuera la prioridad, aunque un bocinazo a tiempo
se encargaba de apartarlas con cierta brusquedad. Algunas eran ocupadas
por un par de personas y en otras se podía ver hasta tres personas obrando
un verdadero prodigio del transporte popular.
Un muchacho de unos quince años, muy delgado y vestido con
camisa y pantalones descoloridos, llevaba rato mirándolas. Observó a las
extranjeras durante ese tiempo para escrutar sus posibilidades como guía
turístico y obtener a cambio unos cuantos reales.
—No vamos de visita turística, sino al mercado — le dicen.
El muchacho insistió acreditándose como un buen conocedor de los
mejores puestos del mercado y creyó aumentar su valor como acompañante
aduciendo que era bueno que unas mujeres fueran acompañadas por un
hombre. Leonor y Eliette sonrieron porque no era más que un niño. Eliette
se compadeció enseguida de él, estaba segura de que necesitaba el dinero
e intentó convencer a Leonor de que tampoco era mala idea que las
acompañara si era cierto todo el conocimiento que decía atesorar. Leonor
no estaba convencida, pero acabó aceptando la compañía del muchacho,
aunque sólo fuera para que les indicara un par de tiendas.
—Me llamo Roberto —dice el chico extendiendo su mano para
estrechar la de ellas.
Bajaron del autobús y el muchacho empezó una perorata sobre lo que
les convendría comprar, todo a muy buen precio, pero ellas insistieron en
que sólo deseaban comprar cosas de aseo. Al observar el poco éxito que le
proporcionaba el lado de las compras pensó en ablandarles el corazón
explicando la historia familiar, el caso era conseguir acompañarlas con el fin
de obtener una recompensa final. Así comenzó a relatar que era el mayor
de siete hermanos abandonados hace años por el padre y quedaron a cargo
de una madre que trabajaba todo el día fregando platos en un restaurante
para darles de comer.
—Yo ayudo en lo que puedo, en lo que me va saliendo —dijo Roberto.
Leonor quiso saber si iba a la escuela pero el explica que la abandonó
hacía tiempo y que a sus quince años debía buscarse la vida.
—La escuela es para los ricos — dice convencido de su argumento.
—Nunca sé si estas historias tan tristes son ciertas o no, pero me da
en la nariz que pretende darnos pena y conseguir con ello algo más de
dinero —explicó Leonor a Eliette.
—Cada uno se busca la vida como puede. A mi no me molesta.
Además tiene una sonrisa especial. ¿Qué son para nosotras unos pocos
reales?
—Tienes razón, no sé por qué me preocupo. En realidad no pensaba
en el dinero, sino en cómo se tiene que buscar la vida.
Caminaron por entre el gentío del mercado. Roberto conocía a
muchos de los vendedores, no paraba de saludar y de ufanarse de su
trabajo como improvisado guía, mientras se empeñaba en convencerlas de
que debían comprar tal o cual ganga. Después de hacer las compras,
salieron del mercado para ir a tomar una cerveza, en el mismo bar en el que
habían estado la otra vez. Estaban en la puerta intentando entrar cuando
alguien dio un tirón al bolso de Eliette y salió corriendo. Roberto lo siguió a
toda velocidad hasta que dio alcance al niño que había tirado del bolso
recuperándolo para su dueña.
—Os había dicho que era bueno llevar la compañía de un hombre.
Ahora veis por qué —dijo Roberto con suficiencia.
—Muchas gracias. Tenías razón, de no ser por ti hubiera perdido el
bolso —le respondió Eliette sacando unos cuantos reales de su monedero y
ofreciéndoselos—. Pero ahora nos vamos a tomar algo y preferimos estar
solas.
—Ustedes sabrán —dijo Roberto de mala gana—. Si vuelven por aquí,
búsquenme, ya conocen mis servicios.
—Sí, nos has sido de mucha utilidad. Gracias por todo.
Entraron en el bar para sentarse en una mesa que estaba en el fondo
del local. Un ventilador medio desvencijado giraba justo encima de sus
cabezas aligerando un poco el sofocante calor. Pidieron un par de cervezas.
Mientras esperaban la bebida comentaron la suerte de que Roberto
hubiera decidido acompañarlas.
—Nos ha servido para ver el mercado de otra manera a como lo
hicimos la vez anterior —dijo Leonor.
Eliette coincidía con ella, había sido agradable conversar con los
vendedores y su clientela, una manera más divertida y directa de tomarle el
pulso a la ciudad.
Hacía rato que Eliette sentía curiosidad por saber cómo acabó la
noche de Leonor en el Tropical, pero no se atrevía a plantear la pregunta
para no parecer indiscreta. Empezó por comentar lo bien que lo habían
pasado cuando fueron a cenar, había sido una noche espléndida, uno de
esos ratos que se agradecen después del duro trabajo, un paréntesis muy
agradable. Alain y ella no recordaban desde cuándo no bailaban con aquella
intensidad, se lo habían pasado estupendamente, hasta se atrevió a
contarle que la noche acabó en la cama como hacía tiempo no recordaba y
siguió su parlamento mientras Leonor asentía con la cabeza, pero sin soltar
prenda. Llevó la conversación hacía la belleza de los dos italianos por si con
ello lograba arrancar algo más que un movimiento de cabeza, pero el gesto
de Leonor seguía siendo el mismo y continuaba sin pronunciar ni una
palabra. Eliette, muerta de curiosidad, decidió tirar por la pregunta directa.
—¿Los has vuelto a ver?
—¿A qué viene ese interés por los italianos?
—Está bien claro. Tu eres una mujer sin compromiso y muy atractiva.
Ellos también. ¿No conseguiste ligar?
—Eliette ¿Qué es lo que quieres saber? —preguntó con una sonrisa.
—Lo que quieras contarme —contestó en tono burlón.
—Está bien, lo cierto es que tenía ganas de contártelo, aunque no
sabía cómo. No nos conocemos demasiado todavía. Te parecerá ridículo,
pero creo que me he enamorado.
—¿De quién? —dijo Eliette con cara de admiración.
—De Francesco.
—¡Uuuuuuh! ¡No es mala elección!
—¿Crees que alguien se puede enamorar así, de repente?
—Creo que cualquier mujer podría enamorarse de ese hombre, con lo
guapo que es, ese cuerpo tan potente, esos ojos...
—Hablo en serio. No dejo de pensar en él. Desde aquella noche del
Tropical no lo he vuelto a ver. Está fuera por unos asuntos de trabajo
—¿Luego, ligaste?
—Ligar no es la palabra. Estuvimos bailando, dimos un paseo y
luego..., en fin, hacía mucho tiempo que no sentía una cosa igual. Me he
quedado enganchada a ese hombre.
—Eso es estupendo —afirmó Eliette— Debes aprovechar el momento.
No se presentan oportunidades así todos los días.
—Puede que tengas razón —dijo Leonor.
Le explicó que lo último que sabía de él fue a través de Matheus, un
ingeniero compañero suyo.
—Hazme caso, disfruta del momento y no te rompas la cabeza. Las
mujeres siempre le ponemos demasiado compromiso a todo lo que
hacemos y, a veces, dejamos de lado la simple diversión.
—Es que me parece mentira que esté sucediendo. Cuando os
marchasteis nos quedamos dando un paseo, no era previsible lo que
vendría después. Estuvo hablando de sus viajes, de que había recorrido
buena parte del mundo, pero en un momento de la conversación se puso
algo más serio y cuando dijo sentirse un hombre libre, aunque dispuesto a
unirse a una mujer que le mereciera la pena me pareció que me lanzaba el
anzuelo, pero enseguida me dije que un hombre que a los cuarenta y dos
años no había tenido compromiso alguno no me convenía. Debió notarme
algo porque siguió encandilándome con aquella voz tan cautivadora que
finalmente me resultó difícil no sucumbir a sus encantos.
—¡Vaya, parece una historia muy romántica! Toni nos ha contado algo
sobre ti y me parece que esta experiencia puede ser positiva.
—Cuando me sacó a bailar, sentí acelerarse mi respiración. Durante
el tiempo que pasé con él, ni una sola vez me vino a la mente Víctor, mi
marido, tal vez por eso tengo algo de remordimiento.
—Aunque sólo sea por haberlo pasado bien una noche merece la
pena. Siempre puedes guardar un buen recuerdo de tu marido, sin
necesidad de perderte esas otras cosas que la vida te pone por delante.
Deberías plantearte que Víctor no va a volver. Quizás eso es lo que debes
hacer a partir de ahora.
—Tienes razón, es importante disfrutar, a veces no hay una segunda
oportunidad. No obstante, apenas lo conozco, y me produce un cierto
respeto todo este lío. Creo que es un individuo un tanto solitario, eso me
retrae. Aunque es cierto que está cargado de atractivos. Vuelvo a hacer la
pregunta de antes ¿Crees que alguien se puede enamorar tan deprisa?
—¿Por qué no?
—Porque me parece increíble. Tengo la sensación de que todo eso
que ha sucedido entre él y yo no forma parte de la realidad.
—Mejor que mejor, quiere decir que estás viviendo una buena
experiencia, aprovéchala.
—Te agradezco mucho que me escuches y me des aliento. Es una
suerte poder contar contigo.
—Para mí también es una suerte haber encontrado una amiga en
medio de todas las penas que nos rodean. Poder confiar en alguien siempre
es gratificante.
Acabaron las cervezas y salieron del bar para ir al hotel en busca de
sus compañeros. Habían quedado en ir a comer juntos. Esta vez cogieron
un taxi.
Al entrar en el hotel cada una fue a su habitación. Cuando Leonor
entró en la suya, vio el marcador rojo de mensajes del teléfono
parpadeando. Llamó a recepción y le comunicaron que le habían dejado
una nota. Salió a recogerla con curiosidad. El recepcionista, con una sonrisa
de oreja a oreja, le alargó la nota.
<<Estoy en este hotel. Tengo que hacer unas gestiones en Manaos.
Si te apetece nos vemos esta noche a las ocho. Te llamo. Francesco.>>
Con las dos manos se la llevó al pecho mientras cerraba los ojos. De
sus labios salió un suave y prolongado ¡Síííííííí! En el mismo instante en que
Toni llegaba.
—¿Te ha tocado la lotería o algo parecido?
—Es una buena noticia — le dice.
Toni la mira esperando que siga.
—Ya te lo contaré, es un poco largo de explicar — añadió.
Toni se quedó sorprendido y muerto de curiosidad por el secretismo
con que Leonor desaparecía sin dar ni una sola pista sobre su euforia.
Eran las cinco cuando volvieron de comer. Desde la habitación Leonor
llamó para preguntar por la del señor Finaldi, pero le dijeron que era una
información confidencial, normas del hotel. Solicitó entonces que pasaran la
llamada, pero le comunicaron que el señor Finaldi no respondía.
Leonor, un poco decepcionada, colgó el teléfono y pensó en buscar
una manera de hacer tiempo. Dudaba entre ir a tomar un baño a la piscina o
aprovechar el tiempo quemando energías en el gimnasio o simplemente
quedarse en algún lugar tranquilo leyendo. Como estaba indecisa pensó en
aprovechar el tiempo y llamar a María, pero al mirar el reloj y ver la hora se
dijo que no era momento para telefonear. Se sentó en la cama unos
segundos y finalmente optó por ponerse el traje de baño para ir a la piscina.
Se lanzó al agua con decisión y no paró de nadar hasta que llevaba
unos cuantos largos que acabaron dejándola tan cansada que creyó haber
derrochado energía en exceso. Se puso el albornoz por encima de los
hombros para tumbarse en una de las hamacas mirando el reloj varias
veces hasta que logró quedarse relajada, no obstante, no duro muchos
minutos en aquella posición y se levantó de la hamaca para regresar a la
habitación cuando cayó en la cuenta de que había olvidado comunicar a
sus amigos que no cenaría con ellos.
Llamó por teléfono a Eliette, pero no estaba en la habitación.
Telefoneó entonces a Toni para decirle que no irá cenar con ellos.
—Siento curiosidad: primero la nota, luego no vienes a cenar. ¿Es
indiscreto preguntar qué pasa?
—He quedado con Francesco.
—¡Qué callado te lo tenías! Me parece una buena noticia. Te notaba
algo especial, aquel brillo que dicen se pone en los ojos de los enamorados
—dijo riéndose— Me alegro por ti.
—Simplemente salgo a cenar. No existe ningún tipo de compromiso.
—De todos modos, me alegro. Ya me contarás.
Aún tenía tiempo hasta la hora de la cita así que se tumbó en la
cama con el mando del televisor en la mano y encendió el aparato tras más
de dos meses y medio sin haberse parado a ver o escuchar noticias del
mundo. Buscando canales encontró la CNN norteamericana. El anterior
Presidente había ganado las elecciones de nuevo <<¿Qué verían los
electores en él?>>, se preguntó, porque ella era incapaz de reconocer los
méritos de George Bush hijo como para que fuera reelegido.
Cuando llegó la hora fue al armario para elegir una prenda de vestir.
Empezó a ponerse ropa por encima, delante del espejo, e iba descartando
la que no le parecía apropiada. Al final optó por un vestido de tirantes con
un gran escote que complementó con las únicas sandalias de tacón alto que
trajo en su equipaje. Estaba maquillándose en el cuarto de baño cuando
sonó el teléfono.
—¡Hola! Estoy en la recepción.
—Voy enseguida.
Se puso un lápiz de labios de color muy suave y mirándose en el
espejo, mientras sonreía, pensó que el comentario de Toni sobre el brillo en
los ojos era verdad, hasta ella lo notaba.
Recorrió el largo pasillo, más largo que nunca, a paso ligero. Al
encontrarse con Francesco, ambos se entrelazaron en un cálido abrazo que
duró bastantes segundos. Él le susurró al oído unas palabras en italiano que
ella no llegó a entender, pero que le produjeron un cosquilleo en el
estómago que se transformó en un ligero rubor. Se atrevió a pronunciar un
jo també t’estimo, como si lo que hubiera oído sin entender fuera un te
quiero.
Cogieron un taxi para ir a cenar. Francesco había reservado una mesa
en el hotel Tropical. El taxista era de aquellos que empiezan a hablar sin
que nadie le haya autorizado a vomitar su perorata. Ellos iban cogidos de la
mano y no prestaban atención a las palabras de aquel hombre, pero él, sin
percatarse de la poca atención que le prestaban, continuaba: que si hacía
mucho calor, que el Tropical era el mejor hotel de Manaos, que el turismo
había subido un poco estos días, que si algunos daban buenas propinas.
Hasta que Francesco, para cortarle la retahíla, le dijo:
—No somos turistas. Estamos aquí por motivos de trabajo.
Para cuando el hombre decidió callarse, ya habían llegado a la puerta
del hotel en donde se ofreció a esperarlos, pero rechazaron amablemente
su oferta.
Se adentraron por el jardín hasta llegar al comedor en donde fueron
acomodados hacia el centro del espacio las mesas, el mismo lugar en el
que habían cenado la otra vez. La orquesta tocaba una suave música de
fondo y el murmullo de los comensales era más potente que la propia
música. Apenas habían tomado asiento cuando se les acercó un hombre
vestido con un traje blanco y un sombrero panamá.
—Buenas noches señor Finaldi, veo que conoce usted a la doctora
Ayala.
Francesco se levantó para saludarlo y Leonor no podía creer lo que
estaba viendo, era el director de la maderera.
—Buenas noches señor Burton ¿Se conocen? —preguntó Francesco.
—Nos hemos visto una vez. Tiene usted una amiga muy especial.
—Sí, es muy especial —dijo con una sonrisa.
—Debería poner en antecedentes al Sr. Finaldi de lo que hace usted
en la selva.
—¿Se dirige a mi? —preguntó Leonor con naturalidad.
—Sí, doctora. Me han informado de que persiste usted en ese trabajo
y creo que no le conviene.
—Me parece que no es de trabajo exactamente de lo que usted habla
¿Hay algún mal en curar a los enfermos?
—Me gusta su sarcasmo, es divertido, pero sabe muy bien a qué me
refiero y debería estar preocupada por ello.
—Yo no creo que deba preocuparme, aunque parece que usted si lo
está.
—¿Alguien puede explicarme de qué va esta conversación? —
interrumpió Francesco.
—La doctora Ayala lo hará. Ahora les dejo. Qué pasen una buena
velada —dijo saludando con el sombrero panamá.
—¿De qué conoces a Burton?
—Vino a saludarme, mejor dicho, a amenazarme un día cuando
estaba en Nossa Senhora. No le gusta que intente organizar a las mujeres
en el sindicato y me advirtió que de seguir por ese camino sufriría las
consecuencias.
—A mí no me parece un hombre tan peligroso. Representa a las
madereras con las que me veo obligado a negociar por el trazado de la
carretera. Aunque tenemos nuestras divergencias, siempre hemos
mantenido un trato cordial.
—Pues ya has visto que su amenaza iba en serio, aunque la haya
envuelto en esa sonrisa poco convincente.
—Es cierto que las madereras son empresas muy poderosas y si les
preocupa lo que haces en la selva no cejarán hasta que no lo dejes.
—Simplemente hablo a las mujeres para que intenten organizarse en
defensa de sus derechos.
—Deberías tener cuidado, no es que me parezca mal, pero puede ser
peligroso.
—¿Qué tal si nos olvidamos de él por esta noche?
—Me parece una idea excelente.
A los pocos minutos un camarero se acercó con una botella de
champán en una cubitera indicando que el señor Burton tenía el gusto de
invitarles. A Leonor no le hizo gracia, pero prefirió obviarlo porque de lo
contrario aquel hombre acabaría rompiendo el encanto de la cena.
El ritmo de la orquesta junto a la espléndida voz del cantante hizo que
se llenara la pista. Leonor y Francesco se entretuvieron en ver bailar a la
gente mientras intercambiaban caricias.
—Tenía ganas de estar a solas contigo. Durante estos días he
pensado mucho en ti y se me ha hecho eterna la separación.
—A mi también.
—Puedo asegurar que en tu ausencia se me ponía un nudo del
estómago hacia arriba, se me llegaban a agarrotar las extremidades
pensando en ti.
—Me gusta lo que me dices, pero creo que exageras.
En ese momento sonaba la vieja canción de Cole Porter, Night and
day. Francesco cogió a Leonor de la mano y ella se dejó arrastrar hasta la
pista de baile sintiendo el cuerpo del uno junto al otro enlazaron varias
piezas que la orquesta interpretó con extrema sensibilidad hasta que
decidieron retirarse.
Tras cerrar la puerta de la habitación, él empezó a besarla
suavemente: los labios, el cuello, la recorría milímetro a milímetro. Ella
deslizó las manos por su espalda al tiempo que él le quitaba el vestido,
acariciando sus pechos para besarlos con delicadeza. Leonor, apoyada en
la pared, se apretaba contra él, le masajeaba la cabeza a la vez que la
dirigía hasta los lugares que le producían mayor placer. Las respiraciones
aumentaban de velocidad. Él siguió besándola, mientras quitaba una a una
todas las prendas de ropa y le susurraba palabras al oído que ella
correspondía. Sus cuerpos se entrelazaban cada vez más hasta iniciar un
juego amoroso que los llevaría a la cima del placer.
Cuando Leonor despertó a la mañana siguiente se entretuvo en mirar
con detenimiento la cara de Francesco que permanecía dormido en
profundidad. Le acarició el cabello y ese gesto le produjo felicidad. Él había
despertado unos sentimientos que creyó desaparecidos para siempre
mucho tiempo atrás.
Se fue a la ducha con la alegría metida en el cuerpo y disfrutó durante
largo rato del agua como si al caer sobre el cuerpo estuviera recibiendo el
maná de un nuevo impulso vital.
Cuando Francesco despertó la estaba arreglada esperándolo para
desayunar juntos. Tras pasar por el restaurante y tomar un desayuno
copioso pasearon, charlaron, rieron apropiándose de cada minuto antes de
volver a separarse durante aquella semana.
VEINTICINCO
Leonor y Germano llegaron a una de las malocas para atender a un
hombre con síntomas de malaria: fiebre alta, escalofríos y sudores. Al
preguntarle a su mujer comentó que había empezado con fuertes dolores de
cabeza y cansancio unos días atrás. Leonor sabía que sin un análisis de
sangre que determinase qué tipo de plasmodio era no podía administrar
ningún tratamiento. No le gustaba correr riesgos innecesarios, así que
propuso a Germano que se trasladara a la población más cercana en la que
dispusieran de radio para avisar a Salvaereo y vinieran a recogerlo con un
hidroavión que lo trasladase al hospital general. Germano se marchó sin
perder tiempo con la embarcación mientras Leonor se mantenía a la espera
atendiendo al enfermo.
Las tres mujeres que había en la maloca permanecían junto a Leonor
muy preocupadas. La comunidad era tan pequeña que el miedo porque
aquel hombre perdiera la vida afectaba a todos por igual. La mujer del
enfermo colocaba paños de agua fría en la frente. Una de ellas señaló de
pronto hacia la derecha diciendo algo que Leonor no lograba entender
<<¡Piache, piache!>> y aparecieron tres hombres en una canoa, uno de
ellos con una especie de bastón largo lleno de artilugios extraños pendiendo
de él. Por su aspecto Leonor pensó que se trataba de un brujo o un
chamán, <<tal vez piache quiere decir eso>>, pensó.
Al llegar adonde se encontraba el enfermo el chamán empujó con un
gesto despectivo a Leonor con su bastón mientras pronunciaba unas
palabras que, por su tono podía deducirse que estaban cargadas de
agresividad.
Leonor, visiblemente enfadada se puso de pie a la vez que intentaba
hacerse entender con gestos, pero aquel hombre tenía cara de pocos
amigos y no se dignó a escucharla. Mientras tanto las mujeres, y los
hombres que habían ido en busca del brujo, parecían discutir. Sin entender
nada Leonor se dejó llevar de la mano por una de ellas hacia un extremo de
la maloca. Prefirió no poner obstáculos a la espera de que Germano
volviera con la ayuda del hospital. La experiencia le había enseñado a ser
prudente ante una situación complicada como la que acababa de
presenciar.
Desde la distancia observó los movimientos del chamán que rascaba
la corteza de un paracanauva, aquel mismo árbol al que daban golpes para
comunicarse, luego lo vio dirigirse a coger una planta que mezcló junto a la
corteza para después calentar todo en la hoguera. <<Hasta es posible que
lo cure>>, pensó. El chamán levantó la vista buscándola, pero no la podía
ver porque ella observaba la escena escondida tras la vegetación.
Para entretener la espera decidió ayudar a una de las mujeres que
molía algo, de ese modo también eludía al chamán y evitaba que aquel
hombre creyera que se entrometía en su trabajo.
Cuando el brebaje estuvo listo se lo dieron al enfermo y el chamán,
convencido del éxito de su medicina, se dispuso a marchar acompañado por
los mismos hombres que lo habían ido a buscar.
Era la hora de la comida y las mujeres habían preparado una especie
de torta con aquella harina molida mientras una de ellas asaba pescado en
una hoguera. Se sentaron a comer en unas esteras de hoja de palmera
junto a los niños a quienes sirvieron primero. La torta tenía un sabor
peculiar, pero está buena. El pescado le supo a bacalao y pensó que debía
tratarse de pirarucú. Los niños, ajenos a la gravedad del enfermo, no
paraban de jugar mientras comían y las madres se empeñaban en hacerlos
callar sin conseguirlo. Cuando acabaron Leonor se acercó al enfermo para
ponerle el termómetro y comprobó sorprendida que la temperatura había
bajado de cuarenta y medio a treinta y ocho y medio. Debía rendirse ante la
evidencia: aquel hombre tan arisco había hecho bien su trabajo.
Al poco rato vieron acercarse una barca de color verde,
<<Seguramente será Germano>>, pensó Leonor, pero la embarcación, en
la que iban un par de individuos, pasó de largo. Al poco apreció la canoa
con los dos hombres que habían acompañado al chamán. Subieron la
embarcación a tierra para sentarse en las esteras a la espera de que las
mujeres les sirvieran la comida.
Leonor se puso a jugar con los tres niños hasta la llegada de
Germano. Había cogido unas semillas y dibujó en la tierra un cuadrado para
jugar a las tres en raya. Fue capaz de hacerse entender mediante señas y
debió parecerles divertido porque no paraban de reírse.
Se oyó de nuevo el ruido de un motor, esta vez sí era Germano que
bajó de la embarcación para atarla a uno de los árboles junto a la orilla.
Leonor salió a su encuentro.
—¿Cómo has tardado tanto? ¿Ha ocurrido algo?
—Cuando llegué estaban arreglando la radio que estaba estropeada y
aproveché para quedarme a comer.
Le comentó que el hidroavión del hospital no podía venir hasta el día
siguiente, así que tendrían que quedarse a pasar la noche. Cuando
estuvieron sentados Leonor le relató lo del chamán contándole lo que había
visto hacer con lo que le pareció corteza de paracanauva. Germano estaba
seguro de que era la corteza de aquel árbol probablemente junto a
cascarilla, un buen remedio contra la malaria.
—Me he quedado asombrada al ver que la temperatura del enfermo
había bajado dos grados en muy poco tiempo.
—Hay chamanes que saben mucho.
—En este caso parece que sí.
Empezaba a anochecer y Leonor quería refrescarse en el río antes de
que la noche se le echara encima, pero Germano le aconsejó que cogiera
agua y lo hiciera en la maloca porque al atracar la barca había visto un nido
de yacarés y la advirtió de que las hembras de esos cocodrilos cuando
acababan de parir eran muy peligrosas. Él estaba convencido de que la
madre no debía andar muy lejos así que sería cuestión de no tentar la
suerte.
A Leonor le dolía bastante la cabeza, las sienes le estallaban,
necesitaba refrescarse un poco. Fue a coger agua del río acompañada de
Germano, luego se internó entre los árboles para lavarse. Aunque ya lo
había hecho en varias ocasiones, no tenía cogido el tranquillo a esa manera
de asearse, le costaba trabajo estar oculta entre la vegetación a la vez que
se lavaba por partes ya que hacerlo en el río era una temeridad.
Al volver junto a Germano lo encontró cabizbajo.
—¿Te preocupa algo? –preguntó Leonor.
Como si hubiera estado deseando desde días atrás la pregunta,
Germano inició un rosario de explicaciones que venían a desembocar en la
preocupación que sentía por estar tanto tiempo alejado de la familia. Quería
encontrar un trabajo en Manaos porque sus hijos se hacían mayores y no
los disfrutaba en el crecimientote y sentía que su mujer tuviera que pasar
tanto tiempo sola.
—Me gusta lo que hago, la selva es mi vida, pero echo mucho de
menos a mi familia.
—Supongo que debe ser duro tenerlos y no poder disfrutar de su
cariño, del abrazo y el b eso antes de ir a dormir.
Leonor se paró a pensar en aquel hombre que le hacía de guía y
compañero, siempre preocupado por su bienestar, sin reproches ni
preguntas. Se dijo que había sido una suerte dar con él y con su sabiduría
palpable a través de la prudencia que impregnaba sus actos en todo
momento.
Había dado muchas vueltas a como explicarle lo suyo con Francesco
que de un momento a otro se iba a hacer evidente y creyó que era la
ocasión para hacérselo saber. Sin entretenerse en pormenores le contó que
había iniciado aquella relación que la llenaba de optimismo, que le abría
nuevas puertas en una vida llena de desgarros y sin excesiva esperanza en
el futuro.
—Me alegro por ti. Hacía tiempo que te veía más contenta y no sabía
por qué. Se me ocurrió que disfrutabas con el trabajo.
—Disfruto, pero es verdad que estoy mucho mejor desde que lo
conozco. Hace muchos días que no nos vemos y lo echo de menos.
Ambos se sentían bien así que alargaron la conversación durante
largo rato. En un determinado momento Germano aprovechó para
expresarle la preocupación por su militancia en el CNS ya que no entendía
el empeño en trabajar para el sindicato cuando pendía sobre ella la
amenaza de la maderera y debía tomarse el asunto en serio porque aquella
gente no se andaba con bromas. Leonor lo escuchó agradeciéndole el
consejo, pero no quiso hablar sobre aquello así que Germano no insistió
más.
Después permanecieron en silencio un largo rato. A Leonor le vino el
recuerdo de Francesco. Pasaron por su mente a toda velocidad las caricias
y los besos compartidos, la luz de sus ojos, la calidez de sus palabras,
aquel olor de su piel que había despertado su deseo tanto tiempo dormido.
Lo imaginó sentado a su lado, junto al estanque del jardín en donde se
habían besado por primera vez y rememoró la primera noche como la más
ardiente desde hacía varios años.
Una mujer vino a avisarles de que la cena estaba lista. Leonor quiso
ir a buscar un par de pastillas de paracetamol porque persistía el dolor de
cabeza y tenía ganas de vomitar. Dijo estar muy cansada y que casi le
apetecía más dormir que cenar. Germano insistió en que los acompañara
aunque no cenara porque parecía necesario hacer muestras de buena
voluntad y además las tiendas no estaban montadas.
Sin demasiado ánimo decidió quedarse porque estuvo de acuerdo
con Germano en que debían confraternizar con aquella gente aunque la
cena transcurrió en un silencio casi absoluto y enseguida se retiraron a
descansar.
Eran casi las seis de la mañana cuando todos se habían levantado y a
Germano le extrañó la ausencia de Leonor que solía estar lista antes del
primer rayo de sol. Fue hasta la puerta de la tienda para llamarla, pero
Leonor no contestaba. Abrió con extrañeza la cremallera de la tienda y la
encontró bañada en sudor. Cuando se dirigió a ella para saber qué pasaba
apenas fue capaz de silabear unas palabras que Germano no logró
entender. Le puso la mano sobre la frente que ardía y al colocarle el
termómetro la temperatura subió a cuarenta. El hidroavión del hospital que
debía llevarse al enfermo estaba al llegar y podrían irse en él, pero mientras
era necesario bajarle la fiebre. Buscó a uno de los hombres para que
subiera a un árbol a coger unas hojas de huamansamana, las hojas de ese
árbol siempre le daban buen resultado en los casos de fiebre. Las mezcló
en agua hirviendo y cuando estuvo listo se lo dio a bebe a Leonor que
seguía articulando unas palabras que no lograba entender. Por fin
aparecieron dos hombres en una lancha neumática: eran los del hidroavión
de Salvaereo, que venían a recoger al enfermo.
—La doctora no está en buenas condiciones, tiene mucha fiebre. Ayer
dijo que le dolía mucho la cabeza y le venían ganas de vomitar.
—La llevaremos al hospital, esos síntomas pueden ser de varias
cosas.
—Voy con ustedes.
Durante el trayecto mantuvo la mano de Leonor todo el tiempo cogida
mientras le secaba el sudor de la cara. La veía indefensa ante la
enfermedad y a Germano se le ocurrió que esos pequeños gestos la
aliviaban de alguna manera.
Una vez en el hospital, trasladaron a los dos enfermos a urgencias.
Se hacía difícil caminar por aquellos pasillos tan llenos. Un sanitario pedía a
la gente que intentaran guardar silencio por el bien de los enfermos. El paso
de camillas de un lado para otro era constante. Leonor estaba en una de
ellas a la espera de ser atendida con Germano permanentemente a su lado.
Como el tiempo pasaba sin recibir atención se acercó a una persona con
bata que le pareció un médico para comunicarle la situación.
—Enseguida vendrá un doctor que dictaminará lo que se debe hacer,
deben ustedes tener paciencia — le dijo.
A los pocos minutos se acercó una doctora que preguntó a Germano
por los síntomas y enseguida pasaron la camilla a una habitación en donde
le pusieron un termómetro, aunque por los síntomas que les había explicado
Germano parecían saber de qué se trataba. No tardó en acudir un
especialista para dar un diagnóstico que volvió a hacer las mismas
preguntas a Germano. En cuanto conoció los síntomas ordenó que la
llevaran a planta.
—¿Qué es lo que tiene, doctor?
—Probablemente dengue —comunicó el médico sin pararse a dar
más explicaciones.
Le dijeron que se atuviera de visitas, no podía acompañarla en la
habitación. Germano sabía que aquel fin de semana vendrían los
compañeros de Leonor a Manaos y como eran médicos podrían ocuparse
de ella. Salió muy preocupado del hospital porque desconocía qué era el
dengue, pero intuía que era una enfermedad grave, tal vez la enfermedad
tuviera consecuencias y consideró que todos debían estar al tanto así que
decidió llamar al Ministerio de Sanidad para ponerlo en su conocimiento. Le
dijeron que se encargarían de avisar a los otros compañeros para que se
hicieran cargo de ella.
Tras hacer la llamada se fue a su casa con intención de volver por la
tarde en horario de visitas aunque le hubieran dicho que no era posible y así
se responsabilizaba de Leonor mientras venía alguno de los médicos del
grupo.
Cuando llegó al hospital por la tarde subió directamente a la planta.
Leonor estaba en una gran habitación con muchas camas y junto a ella
Eliette y Toni
—¿Cómo está? —preguntó con cara de preocupación.
—Han confirmado que tiene dengue. Está muy alta de temperatura y
ha vomitado un par de veces —comentó Toni.
—He hablado con el equipo médico y van a permitir que mi marido y
yo nos quedemos junto a ella fuera de las horas de visita. Es cuestión de
esperar cuatro o cinco días, parece que no es de los peores —dijo Eliette.
—¿Sabéis que hoy es su cumpleaños? Cumple treinta y nueve.
—Es verdad, hoy es diez de diciembre ¡Qué mala suerte! —dijo Toni
—Por lo que me estuvo comentando el otro día en la selva tenía
muchas ganas de celebrarlo. Quería invitaros a todos a cenar.
—Seguro que se pondrá bien, lo de menos es la fecha para celebrarlo
y lo haremos.
Eliette y Alain se mantuvieron por turnos junto a Leonor que estuvo
durante largas horas inconsciente. En algún momento la fiebre bajaba para
luego volver a subir. En uno de los momentos en que se encontró mejor le
dijo a Eliette que tenía muchas pesadillas. En una de ellas paseaba
tranquilamente por la orilla de un río y de repente empezaba a llover
torrencialmente y se ahogaba en las aguas turbias. En otra Francesco había
muerto en un accidente de avión. ¿Qué sabían de Francesco? ¿Por qué en
todas las pesadillas había muertes? Eliette trataba de tranquilizarla. Era
normal que con el dengue tuviera pesadillas. Estaba angustiada por su
situación y tal vez las pesadillas traducían su estado de ánimo. El cuanto a
la ausencia de Francesco era fácil de explicar porque nadie había dado con
él, se encontraba adentrado en la selva y no había sido posible encontrarlo
Le dijo que debía ser más optimista, preocuparse de la salud y mirar todo
con más calma.
A los cuatro días Leonor empezó la recuperación, apenas daba unas
décimas de fiebre, aunque una erupción sarampionoide había dejado su
cuerpo lleno de pequeñas postillas. Al quinto día abandonó el hospital.
Joana Anaiço, la que los había recibido en São Paulo a su llegada a Brasil,
se desplazó desde Brasilia para verla y le sugirió que lo mejor era tomar
unos días de vacaciones. Debía recuperarse antes de volver al trabajo,
incluso si quería regresar a España, el gobierno le pagaba el billete de ida y
vuelta. Leonor pidió tiempo para pensarlo, aunque su idea, en principio, era
la de permanecer allí.
Una representación de las mujeres del CNS vino al hospital. Le
entregaron un ramo de flores. Germano las había llamado para hacerles
saber que estaba enferma y no podría asistir a la reunión prevista para el fin
de semana.
—¿Por qué no te vienes a pasar unos días a Rondônia? Allí tenemos
un grupo importante y dentro de poco nos encontraremos allí en asamblea
general, podrías asistir a las reuniones que quisieras y aprovechar para
descansar. El dengue te ha dejado débil y necesitas ocuparte de ti unos
días
—¿Dónde está Rondônia?
—Hacia el sur de la Amazonia.
—De momento me quedo en el hotel. Llamadme este fin de semana y
os digo algo, no tengo ánimos en este momento para decidir. Las mujeres
marcharon deseándole mejoría.
Salió del hospital en compañía de Eliette y Germano. Eliette contaba
entre risas las pesadillas que Leonor había tenido durante su estado crítico.
Germano seguía el relato con una sonrisa fuera de la vista de Leonor que
incredulidad y la vergüenza que le provocaban unos sueños perdidos en la
memoria y que le parecieron tan rocambolescos que creyó eran una
invención sobre la marcha para animar el trayecto desde el hospital al hotel.
Cogieron un taxi para ir al Novotel. Al llegar, el recepcionista dio a
Leonor un sobre con una nota manuscrita de Francesco en la que
comunicaba su marcha a Turín por un asunto urgente con la empresa.
Añadía que intentó encontrarla, pero no le fue posible comunicar con ella.
—¿Es algo importante? —preguntó Eliette.
—¡Importantísimo! Es una nota de Francesco en la que dice que no
me ha podido localizar.
—¿Ves como no hay que mirar siempre el lado negativo?
—Sí. Tienes razón cuando me dices que debo ser más optimista.
—Menos mal que me tienes a mí para hacerte cambiar el color con el
que miras las cosas —dijo riendo y dándole un beso.
—Es verdad que eres un punto de apoyo importante para mí. No
sabes cómo te lo agradezco, siempre me dejo llevar por el pensamiento
negativo.
—Vete a descansar, aún no estás para tirar cohetes.
VEINTISÉIS
Finalmente decidió aceptar la invitación para pasar unos días al sur de
la Amazonia. A la vuelta de Rondônia estaba recuperada. La estancia en
aquella población le sirvió para descansar y conocer a otras muchas
mujeres del CNS. La habían tratado con un cuidado especial, siempre
acompañada prestándole todo tipo de atenciones. Aquellos días le sirvieron
no sólo para cargar energías físicas, sino que recuperó ánimos, optimismo
para sentirse plenamente integrada en la comunidad que la acogía como si
siempre hubiera formado parte de ella.
Reincorporada plenamente al trabajo visitaba un poblado grande con
tal cantidad de niños que corrían de un lado a otro que le pareció el sitio
más alegre de todos los visitados hasta entonces.
Como sucedió en otros poblados su presencia causó los mismos
recelos, sobre todo entre los hombres, y especialmente con el jefe, que
inicialmente opuso su resistencia a que una mujer blanca pudiera ocupar el
lugar del chamán. Ni siquiera el hecho de que en el poblado hubieran
muerto bastantes personas por la malaria disuadía al jefe que se enzarzó en
una discusión con algunas mujeres empeñadas en convencerlo para que
aquella mujer les diera a probar su medicina.
Como el jefe no se daba por vencido Leonor y Germano optaron por
conocer un poco mejor a la gente, estar unos días con ellos antes de
empezar a administrar la vacuna. Había muchos niños que tratar y valía la
pena hacer un esfuerzo. Leonor pensaba que el roce generaría un estado
de confianza que le permitiría llevar a cabo su trabajo con mayor
comodidad.
Mientras Germano iba con los hombres a pescar y a ayudarlos en las
plantaciones, Leonor procuraba ayudar también a las mujeres en lo que
podía: entretener a los niños, colaborar en la elaboración de la comida, lavar
con ellas en el río.
Finalmente, en una cena comunitaria con las mujeres Leonor logró su
propósito y ellas accedieron a que sus hijos fueran vacunados. Ella dio al
jefe su palabra de que volvería en pocos días para ver la evolución de los
pequeños y aquella promesa pareció tranquilizarlos.
A la mañana siguiente empezó la vacunación de los niños. Las
mujeres venían con sus hijos, algunas de buena gana y otras con cierto
temor a lo desconocido.
Cuando acabaron de vacunar a los niños parecía que la confianza se
hubiera instalado entre ellos y algún que otro adulto se acercó a Leonor
para que aliviara sus males.
Cuando a media mañana acabaron el trabajo Leonor se sentía
satisfecha y contenta, por un momento pensó que aquel veinticuatro de
diciembre, que tenían previsto celebrar en Manaos, se le iba al traste.
Germano cargó la embarcación con la ayuda de algunos hombres
mientras Leonor había ido a refrescarse un poco, el calor pegajoso debido a
la abundante humedad.
—Ya está todo listo.
—Entonces vamos a despedirnos y nos marchamos. Tengo más
ganas que nunca de disfrutar de mi tiempo libre
—Debemos darnos prisa, amenaza lluvia.
El cielo ceniciento parecía querer comerse la tierra. A lo lejos
empezaban a oírse los primeros rugidos del temporal. Se apresuraron a
subir a la embarcación para poner rumbo al Ariaú. Les quedaba tiempo para
recoger algunas cosas de sus habitaciones, comer y llegar al último barco.
Empezó a llover torrencialmente cuando estaban a punto de llegar. El
río iba muy crecido, propio de la estación húmeda en que se encontraban.
Cuando llegaron al hotel pusieron sus cosas a resguardo de la lluvia,
aunque ya estaban mojadas, para dirigirse al restaurante a comer. Allí
encontraron a Marco quien les comentó que estaba solo debido a que
Francesco se había ido a Manaos en el primer barco de la mañana y
Matheus con él. Quería llegar a São Paulo a tiempo de cenar con su mujer y
sus hijos. Francesco había dicho algo de unas compras
—Tienes buen aspecto Leonor, te sienta bien el cabello mojado.
—Eres muy amable, seguramente tengo mejor aspecto porque el
descanso en Rondônia me ha recuperado. Las mujeres se portaron de
maravilla conmigo.
Marco mostró extrañeza ante su insistencia con el lío aquel del
sindicato, andar con el CNS después de lo de Burton no era prudente.
—Las amenazas de ese gordinflón no me asustan, respondió Leonor.
—Así sois las mujeres —comentó Marco en voz baja sin que ella lo
pudiera oír.
—Por cierto, Francesco me ha pedido que te diga que te verá esta
noche en Manaos.
—Sí, lo sé, me explicó que tenía que hacer unas gestiones esta
mañana. Tengo muchas ganas de verlo, sobre todo después de lo que me
ha pasado y el malentendido con él.
—¿Qué malentendido?
— Cuando estuve enferma me extrañó que no se interesara por mí,
me llevé una gran desilusión y anduve con la moral por los suelos. Después
encontré una nota en el hotel en la que me decía que estaba en Turín por
razones de trabajo y que le había sido imposible contactar conmigo para
comunicármelo.
—Por lo que me consta también tiene muchas ganas de verte. Por
cierto, he reservado mesa y habitación para todos en el Tropical, la cena de
Nochebuena lo merece ¿No crees?
—Me parece estupendo, tengo muchas cosas que celebrar, incluido
mi cumpleaños, aunque hayan pasado catorce días.
—¡Es cierto, tu cumpleaños! Ya sabemos quién invita esta noche —
dijo Marco riéndose.
—A cava, por lo menos, invitaré. Por cierto ¿Nos tomamos una
cerveza bien fresquita? Tengo un calor horroroso
—propuso Leonor.
—Me parece una gran idea, hace un bochorno impresionante. Voy a
buscar a un camarero —se ofreció Marco.
Al acabar de comer, marcharon los tres a sus habitaciones para
recoger el equipaje. En media hora salía el barco hacia Manaos.
Llegaron al embarcadero de Manaos cuando la tarde empezaba a
caer. Marco entró en el hotel Tropical y Leonor y Germano cogieron un taxi
que los llevaría al hotel Novotel para dejar a Leonor y desde donde
Germano seguiría camino hasta su casa. Una vez recogieron las llaves de
las habitaciones, quedaron en verse a la hora de la cena.
Una vez en la habitación Leonor dejó el equipaje en la entrada para
llamar a Francesco, pero no estaba en la habitación. Colgó el teléfono
decepcionada y se dispuso a sacar la ropa de la bolsa para colgarla en el
armario mientras pensaba en cómo pasar el tiempo hasta la hora de la
cena. Se dijo que ir a la piscina ahora que no llovía podía ser una buena
opción, de paso aprovecharía para leer.
Estuvo nadando de manera pausada un buen rato. Después se sentó
en una hamaca que había junto a una farola y pidió al camarero que le
trajera un agua bien fresca para calmar la sed. Aunque no había mucha luz,
se puso a leer pero sin concentrarse en el libro, el pensamiento le volaba
hacia el recuerdo de Francesco al que echaba mucho de menos. Absorta
en sus pensamientos no notó que alguien se acercaba sigilosamente por
detrás para taparle los ojos. Al tantear las manos exclamó: ¡Francesco! Él
se sentó en la hamaca de frente y le dio un cálido beso. Luego se abrazaron
durante un largo instante.
—Lamento no haber estado a tu lado cuando me necesitabas.
—Te eché mucho de menos, incluso pensé que no querías saber
nada de mí. A veces me invade un aire pesimista que estropea las cosas.
Me alegro de tenerte aquí.
—No tenía ni idea de lo que estabas pasando, después lo supe a
través de Marco y Matheus. Debí avisarte de mi viaje a Turín, pero no
encontré el modo de hacerlo.
Leonor se a había sentido arropada por todo el mundo, pero echó
mucho de menos su presencia durante la enfermedad. Ahora se sentía
recuperada del todo porque en los días en que estuvo de descanso en
Rondônia se portaron muy bien con ella las mujeres del sindicato.
—Tengo mis dudas sobre tu relación con el sindicato. Por supuesto
que sabes lo que haces, pero no olvides quién es Burton. Lo conozco bien,
un hombre que no se anda con miramientos.
—Me alegra que te preocupes por mí, pero no pienso ceder a las
presiones de ese individuo —añadió ella tajante.
Francesco se quedó sorprendido por la respuesta un tanto airada,
pero no añadió ningún comentario, se limitó a besarla como si ese gesto
pusiera un punto y aparte en la charla.
—Deberíamos arreglarnos para la cena —dijo Francesco.
—Tienes razón, se hace un poco tarde —dijo Leonor a la vez que le
daba un beso.
Dos taxis esperaban para trasladar al grupo al hotel Tropical. Por
expreso deseo de Leonor Toni compartió con ella y Francesco el vehículo.
Toni le dijo que la encontraba con muy buen aspecto y Leonor lo achacó a
las atenciones recibidas en Rondônia.
—Sin olvidar los cuidados de Eliette en el hospital.
—Es cierto, tanto ella como Alain se han preocupado mucho de mi.
—De haber podido yo también te hubiera cuidado.
—No tengo la menor duda.
—Yo también debo agradeceros lo que habéis hecho por ella —dijo
Francesco.
Llegaron con tiempo suficiente para ocupar las habitaciones y
cambiarse para la cena de Nochebuena. Cuando Leonor y Francesco
entraron en la intimidad de la habitación se abrazaron con fuerza. Aquel
abrazo llenó de placer a Leonor, como si hubiera recuperado del todo a
aquel hombre que consideró perdido por un tiempo.
Entre abrazos y besos cayeron en la cama el uno sobre el otro
recuperando el tacto de sus cuerpos, las tantas veces anheladas caricias y
sellando un compromiso sin necesidad de expresar palabra alguna.
Leonor y Francesco hicieron su aparición en el comedor cogidos de la
mano y con tal cara de felicidad que provocaron el comentario burlón de
Paulo.
—¿Qué tal el colchón? —todos le rieron la ocurrencia.
Sentados todos a la mesa hicieron un primer brindis por todos los
presentes.
—¿No os parece extraño una Nochebuena con tanto calor?
—Con esa costumbre tan nuestra de poner nieve en el Belén, cuando
en Palestina no nieva, sí es un poco extraño. Aunque en medio mundo no
haya nieve, ni haga frío por estas fechas.
El salón y las mesas habían sido decorados de manera espectacular y
buen gusto. Los comensales vestidos con sus mejores ropas armonizaban
con el decorado. En la mesa del grupo de Leonor también se notaba el
esfuerzo por vestir de manera elegante, hasta Toni y Paulo lucían unas
ropas más allá de su acostumbrado gusto por la informalidad. Las más
espectaculares en aquella mesa fueron Eliette y Leonor que habían
conseguido en Manaos vestidos muy elegantes aunque discretos.
La cena transcurrió en medio de un buen ambiente en donde no
faltaron las anécdotas divertidas, los chistes que rieron de manera
escandalosa provocando la sonrisa cómplice de las mesas vecinas.
—Tengo ganas de ver los regalos del amigo invisible —dijo Eliette.
—No seas impaciente que aún no nos han traído el postre —dijo
Alain.
Cuando acabaron de cenar llegó el momento de los regalos, parecían
niños abriendo los paquetes, todo eran ¡Oooooohs! y ¡Ahhhhhs! El
camarero trajo una botella de cava a petición de Leonor y sirvió un poco en
cada copa momento en que se apagaron las luces del comedor, a la vez
que sonaba la melodía de cumpleaños feliz. Un camarero trajo a la mesa
una tarta llena de velas que dejó delante de Leonor. Sus ojos abiertos de
par en par mostraban la alegría de quien se ve gratamente sorprendido,
hasta se le escaparon un par de lágrimas. Los amigos la animaron a pedir
un deseo antes de soplar las velas. Cerró los ojos unos segundos y se
dispuso a apagarlas ante la atenta mirada de todo el comedor que rompió
en aplausos. Leonor apareció ruborizada cuando se volvieron a encender
las luces.
—¡Qué ilusión! No me esperaba nada de esto —afirmó con más
lágrimas en los ojos.
Todos los ocupantes de la mesa se levantaron para felicitarla. El
último fue Francesco que tras abrazarla y darle un beso sacó del bolsillo del
pantalón un pequeño envoltorio para ofrecérselo mientras la volvió a besar.
Quitó el lazo, no acertaba a romper el papel del regalo, hasta que por fin
apareció una pequeña caja que contenía en su interior un anillo.
—¡Es precioso! —dijo dándole un beso a Francesco.
—Alain, a ver si tomas buena nota —comentó Eliette en tono de
broma.
—Quizás dentro de nueve años, cuando cumplas treinta y nueve
como Leonor —expresó Alain con abierta sonrisa.
—Si es tan bonito como ese, puedo esperar.
Leonor se quedó sorprendida por el inesperado anillo, no sólo por la
belleza, sino porque lo que aquel gesto parecía suponer en aquella relación.
La cena se alargó hasta la media noche, hora en la que abandonaron
el salón para retirarse a las habitaciones a descansar, excepto Leonor y
Francesco.
—Me ha gustado mucho el anillo, sobre todo por lo que creo que
representa.
—Creí que sería una bonita forma de expresar lo que siento por ti.
—Ha sido algo más que bonito —dijo antes de besarlo.
VEINTISIETE
Han pasado unos cuantos meses desde que Leonor y Germano
empezaron a trabajar juntos. Recorriendo los canales en la embarcación
mientras se dirigían a un poblado repasaban algunos de los momentos de
su experiencia juntos.
—¿Recuerdas el susto que me llevé cuando aquel hombre me
amenazó con la cerbatana? ¡Qué noche! Y la tormenta posterior, que quedó
en nada. Tu mano reconfortante y el cuento de los tikunas han quedado en
mi memoria como unos de los mejores momentos.
—En cambio, qué distinto cuando ayudaste a nacer a aquella niña
¿Recuerdas lo bonito que fue?
—¡Claro, pero si era mi primer parto! ¿Cómo no lo voy a recordar?
¡Cuántos vinieron después! No puedo olvidar tampoco lo del tsunami en el
Índico, nos cogió en plenas vacaciones, las imágenes eran terribles, aquella
pobre gente, los miles de muertos.
—Sí, fue tremendo. Mi familia y yo estuvimos afectados durante
muchos días, nos daba mucha pena: personas sin casa, los miles de
muertos.
—También tengo un grato recuerdo del fin de año en Río de Janeiro.
Fue divertido celebrar la entrada de año al estilo brasileño: saltando diez
olas en la playa de Ipanema. Había tanta gente, que parecía que no iba a
haber olas para todos.
—También pase un fin de año muy bueno con mi familia.
—¡Cómo pasa el tiempo! Estamos a principios de marzo y aún me
parece ayer cuando llegué, han pasado más de seis meses.
—Seis intensos meses y muy distintos al tiempo que pasé con los
otros médicos. Te confieso que al principio tenía un poco de recelo, nunca
había trabajado con una mujer médico.
—¿Y no ha sido igual?
—Tu misma lo has visto, para los habitantes de esta zona ver a una
mujer blanca como chamán les ha resultado, cuanto menos, chocante.
—Debo reconocer que sin tu ayuda no hubiera podido ni acercarme a
muchos poblados y malocas.
Llegaron a uno de los poblados por el que habían pasado con
anterioridad para aplicar las vacunas. Cuando Germano amarraba la
embarcación unos cuantos niños rodearon a Leonor esperando que les
diera caramelos como la otra vez que los visitó. Ella repartía caramelos y
besos por un igual contenta de verlos tan sonrientes.
El jefe salió a recibirlos junto a aquel hombre que había tenido la
enfermedad del gusano y que Leonor había ayudado a curar. Desde
aquello, era considerada una gran curandera.
—Con este hombre tuvimos más suerte que con el del otro poblado, el
que murió de malaria. Tenía una de las peores variantes de esta
enfermedad en estado muy avanzado: el plasmodiun falciparum. Allí no nos
dejarán poner los pies nunca más.
—Sí, fue una pena no haber llegado a tiempo, pero no creo que ellos
te echen la culpa, otros miembros de ese poblado habían muerto de malaria
antes.
Tras los saludos de cortesía echaron un vistazo a los niños a los que
se les había administrado la vacuna con anterioridad. Leonor comprobó con
alegría que ninguno de ellos contrajo efectos secundarios.
—Chamán, hemos tenido mucha suerte. Tal como estaban las cosas,
me temía encontrar algún contratiempo, no nos hubieran dejado poner más
los pies en este sitio.
—Hacía muchos días que no me llamabas chamán, casi lo echaba en
falta. Recuerdo cuando te dije que no me llamaras así. Me parecía un
nombre que no me correspondía, los chamanes son gente con mucha
sabiduría.
—Sabes que te lo digo con mucho cariño y respeto.
—Ya me he acostumbrado y me gusta que me llames así, también me
parece cariñoso.
Al acabar sus tareas en aquel lugar, pusieron rumbo a Nossa
Senhora. En cuanto Celina vio luz en la casa del médico supo que Leonor
había llegado y fue en su busca. Era la encargada de informarla sobre una
asamblea que se iba a celebrar en apoyo de los trabajadores de la
maderera que dirigía Burton. Se arrastraban problemas desde hacía tiempo
tanto en el incumplimiento de los horarios como en los escasos salarios,
aunque nunca se habían atrevido a reivindicar nada por miedo a los
despidos. Perder el trabajo en la maderera suponía dejar a la familia
desasistida, no había otra manera de ganarse la vida por aquella zona. Así
que las mujeres del CNS estaban dispuestas a plantear el conflicto
salvaguardando a los hombres de la reivindicación directa que les pudiera
suponer el despido.
Cuando Celina se marchó Germano no se atrevía a decir ni una sola
palabra en contra de la acción y se guardó para sí lo que pensaba respecto
a aquella movilización. Ella se mantenía firme en su propósito y de nada
hubiera servido volverla a advertir del peligro que suponía Burton.
—¿Cómo es que todos temen a Burton? —preguntó bastante
enfadada.
—Porque es un individuo al que hay que temer, pregunta si no a los
trabajadores. Es un hombre poderoso.
—¿Qué me puede hacer, echarme del trabajo?
—Echarte a lo mejor no puede, pero sí hacerte la vida imposible.
—Lo dudo —contestó, segura de si misma.
Decidieron acercarse a saludar a Fabiana que los recibió con la
misma alegría que de costumbre.
Celina volvió para informar a Leonor de que estaban llegando algunas
mujeres de los poblados cercanos. Estaban expectantes y algo inquietas
porque los hombres que no trabajaban en la maderera habían intentado por
todos los medios disuadirlas convencidos de que la acción de la maderera
contra ellos podría acarrearles graves problemas a la comunidad.
—Voy a prepararos un guaraná —propuso Fabiana como excusa para
quitarse de en medio.
—A mi no, me voy a tomarme una cerveza —dijo Germano resignado.
Fabiana sirvió el guaraná mientras Leonor explicaba los días agitados
de trabajo por los poblados y las malocas. Celina estaba contenta, no había
trabajado mucho, pero sí tuvo buenas ventas. Había visitado el pueblo un
grupo de norteamericanos que casi la dejan sin existencias en la tienda.
Llegó la hora de la asamblea. La iglesia estaba a rebosar. Al entrar,
Leonor saludó a las dirigentes, que en ese momento discutían las medidas
a plantear en la reunión para apoyar la reivindicación de los trabajadores.
Una vez se inició la reunión fueron desgranando las propuestas para poner
en consideración cuáles podían ser más efectivas y factibles. Tras una larga
discusión, llegaron a un acuerdo: las representantes del sindicato irían a ver
a Burton, mientras las demás no dejarían salir a los hombres hacia el
trabajo; si la reivindicación no era atendida, permanecerían allí, paralizando
el trabajo hasta que fuera necesario. La reunión acabó y muchas mujeres,
que no eran de Nossa Senhora, se quedaron a dormir en la iglesia.
Leonor fue a casa de Fabiana en donde encontró a Serafim con
aspecto preocupado que le sugirió que se marchara de su casa. No era una
cuestión personal, pero debía entenderlo, no quería líos, ya se lo dejó claro
en otra ocasión. Su edad no le permitía obrar de otra manera. Debía
comprender que él era una persona marcada por los hechos de Tapurí y
Chico Mendes.
—Está bien, Serafim, lo entiendo, aunque no lo comparta. No tengo
por qué meteros a Fabiana y a ti en esta cuestión.
Leonor regresó a la iglesia, en donde las mujeres habían empezado a
cenar. Se sentó junto a un grupo que le ofreció un plato de comida. Estuvo
compartiendo con ellas las dudas de las acciones previstas, sabían que era
importante determinar de antemano la forma de resistir: quién se encargaría
de la comida y el agua, de los turnos que debían establecer y todas las
cosas que pudieran afectar al éxito de la acción. Todo parecía estar listo,
los pormenores estaban perfilados con sumo cuidado, así que Leonor se
retiró a la casa porque debían madrugar para situarse en la maderera antes
de que los hombres iniciaran el trabajo.
A la mañana siguiente, Germano intentó de nuevo disuadir a Leonor.
No debía preocuparse, nada le podía pasar, dijo. Salió de la casa cuando
aún no había amanecido para dirigirse a la iglesia donde encontró a las
mujeres dispuestas para subir a las embarcaciones con rumbo a la empresa
maderera. Convencidas de lo que iban a hacer, pero temerosas, nadie se
atrevía a hablar, como si cada una hubiera elegido el silencio para armarse
de valor.
Tras un recorrido de una media hora, llegaron al embarcadero de la
compañía. Una vez amarradas las barcas descendieron con el mismo
silencio que las había acompañado a lo largo del trayecto. Sabían muy bien
qué hacer porque todo estaba previsto con mucho detalle. Una tras otra
fueron componiendo una fila delante del edificio en el que era de suponer se
encontraba Burton. Aquella construcción de dos plantas, con aspecto de
abandono, albergaba la maquinaria en los bajos y las oficinas en la planta
superior, así que se debía ser el lugar.
Los hombres que llegaban al trabajo se dirigían a coger las máquinas
y las herramientas. Cuando los primeros quisieron acceder al edificio, las
mujeres se sujetaron con fuerza entrelazando sus brazos para impedirles el
paso. Ellos hacían el ademán de querer entrar, aunque sin poner ningún
tipo de resistencia porque algunas de las que estaban allí eran sus mujeres
y sabían de sus intenciones aunque no estuvieran informados de los
pormenores.
Burton se hizo esperar, convencido de que la incertidumbre iría
sembrando poco a poco el desasosiego. Finalmente salió para ponerse
delante de ellas en actitud chulesca: las piernas abiertas y los brazos en la
espalda. Las tres dirigentes, junto a Leonor, se separaron de la fila para ir a
hablar con él. Querían mantener una reunión en su despacho, negociar las
reivindicaciones que consideraban justas. Burton dio la callada por
respuesta como si nadie se hubiera dirigido a él, manteniendo un gesto y
mirada desafiantes.
Nadie las iba a mover de allí, dijeron y los obreros tampoco
trabajarían. Burton iba adquiriendo un color rojizo en la cara, muestra
palpable de la rabia que debía estar recorriéndole, pero seguía mudo. Las
cuatro mujeres permanecían impertérritas frente a él esperando respuesta a
sus peticiones. Tras unos instantes de tensas miradas, el director de la
maderera encolerizó: su silencio se transformó en un atropello de insultos.
Fijó la mirada en Leonor para acusarla de de ser la instigadora. Leonor se
limitó a devolverle la mirada con una ceja arqueada, haciendo oídos sordos
a los insultos que seguía lanzando a diestro y siniestro.
El director subió al despacho con intención de llamar a la policía por
radio, pero se encontró con la negativa del intendente que no podía enviar
efectivos hasta el día siguiente, si es que la situación seguía como estaba.
Entonces decidió adoptar otra estrategia, seguro de que ésta le
proporcionaría su victoria.
Las mujeres seguían inamovibles en la misma posición en la que
iniciaron la mañana. No estaban al tanto de lo que ocurría con Burton, al
que vieron desaparecer tres horas atrás. Mientras, los hombres
permanecían en grupo, separados de las mujeres, como si ellos no tuvieran
nada que ver con aquel asunto.
Se oyó el ruido de una lancha rápida que llegó al embarcadero de la
maderera. Todas las miradas se dirigieron a la embarcación. Leonor no
entendía lo que estaba viendo: era Francesco el que venía en ella.
Sorprendida al verlo, no supo reaccionar cuando se le acercó para darle un
beso. Quería hablar un momento con ella. Francesco la alejó tanto del
grupo de mujeres como de los hombres.
—Tienes que convencerlas de que ésta no es manera de conseguir
las cosas.
—¿Pero tu qué tienes que ver en todo esto? ¿Acaso eres accionista
de la compañía? —preguntó con tono de enfado.
—No lo soy. Burton conoce nuestra relación y me ha pedido que haga
de mediador. Pensé que podía ayudar a resolver el conflicto.
—¡Ya! Pero resulta que yo soy una más entre todas. No pienso mover
ni un dedo para que se marchen. Su reivindicación es justa. ¿Te has parado
a pensar en las condiciones de trabajo de estos hombres?
—No creo que sea tu problema. Es mejor que las hagas desistir,
sabes que puedes hacerlo.
—Podría, tal vez, pero no quiero. Siempre he luchado por unas
condiciones justas de trabajo y estos hombres no las tienen. La compañía
les explota, ese también es mi problema.
Leonor y Francesco siguieron la acalorada discusión. Finalmente él
hubo de reconocer el porqué de la mediación: Burton lo había amenazado
con conseguir su despido, si no era capaz de convencerlas de que
depusieran su actitud. Leonor se quedó sin palabras, no sabía cómo
interpretar lo que acababa de oír ¿Qué era, un cobarde, un
colaboracionista?, le preguntó.
—Si no eres capaz de entender lo que hacemos aquí, será mejor que
te vayas. Resuelve tus problemas y nosotras resolveremos los nuestros —
dijo dando media vuelta para ir con las otras mujeres.
Francesco se quedó pensativo durante unos segundos y optó por
marcharse sin hablar con Burton ni despedirse de Leonor.
—¿Qué ocurre? —preguntó una de las dirigentes.
—Nada que no tenga remedio —aseguró en tono cortante.
Se oyó el rugido de unos motores. Las mujeres se giraron para ver de
dónde procedía. Unas máquinas se acercaban hacia ellas a las órdenes de
Burton: “¡Si hace falta, aplástenlas!”, dijo gritando. Ellas volvieron a
entrelazar sus brazos con el firme convencimiento de que aquellos hombres
no se atreverían a llevar la acción hasta las últimas consecuencias. Las
máquinas avanzaban mientras retrocedían asustadas.
—¡No retrocedáis! ¡No pueden salirse con la suya! —dijo una de las
dirigentes.
Cuando las máquinas casi las rozaban, una mujer cogida del brazo de
Leonor, tiró hacia atrás inducida por el miedo e hizo perder el equilibrio a
unas cuantas que cayeron al suelo. Todas se levantaron excepto Leonor.
Gritaron a los hombres de las máquinas para que no siguieran avanzando.
Leonor estaba inconsciente al haberse golpeado la cabeza con una piedra..
Fueron corriendo a pedirle a Burton que llamara por radio al Salvaereo, la
vida de Leonor podía estar en peligro y caería sobre sus espaldas. Burton,
sin querer aquel tipo de responsabilidad, aceptó de mala gana . En menos
de una hora se presentó un hidroavión para llevar a Leonor al hospital
general de Manaos.
Cuando llegó al hospital seguía inconsciente. La trasladaron corriendo
en una camilla a una sala de urgencias. Las dos mujeres que la
acompañaban se quedaron a la espera. Pasó bastante tiempo hasta que
apareció un médico que preguntó por los acompañantes de Leonor Ayala e
informó a las mujeres que Leonor estaba bien, una conmoción cerebral,
pero sin aparentes consecuencias. Quedaría en observación. Había que
tomar precauciones, sobre todo por su particular estado.
—¿Qué estado?
—Está embarazada.
—¿Embarazada? No teníamos idea de que lo estuviera. De haberlo
sabido no la hubiéramos dejado venir con nosotras.
—Deberían avisar a la familia, sólo ellos pueden visitarla.
—Sí, lo haremos, pero viven en España.
—Entonces indiquen quién se va a ocupar de ella, es mejor que
alguien permanezca a su lado todo el tiempo, aquí no disponemos de
personal suficiente como para hacer un seguimiento tan cercano.
Se pusieron en contacto con Germano que acudió al hospital para
hacerse cargo de la situación. Enseguida localizó a Toni, su mejor amigo y
el más capacitado para tomar decisiones en caso de que hiciera falta. Toni
no tardó en llegar y lo informaron de lo ocurrido en la maderera así como del
exacto estado de salud de Leonor.
Sentado junto a la cama Toni la miraba mientras sostenía una mano
entre las suyas. Se sintió culpable en parte de todo lo que le estaba
sucediendo. La había incitado a aquel viaje porque quería recuperarla para
ella misma y también para él. Durante mucho tiempo había echado de
menos aquel trío de amigos inseparables y ahora le preocupaba acabar de
perder todo lo que quedaba de amistad y complicidad con Leonor. Le
acarició el cabello y la cara y se acercó la mano de ella a los labios para
darle un beso.
Aquel gesto despertó a Leonor que se sorprendió al ver a Toni a su
lado. El la saludó con un beso en la mejilla que ella agradeció con una
caricia. Era reconfortante tener a Toni a su lado, necesitaba sentir que se
preocupaba por ella y lo abrazó. Transcurrieron unos minutos sin mediar
palabra hasta que Leonor se puso a llorar.
—Llora, si te apetece, di lo que piensas. No temas expresar tus
emociones y cuéntame cómo ha sido, te ayudará a sentirte mejor —dijo
Toni.
—Me alivia tu presencia y el cariño que me das. Estoy hundida Toni.
No esperaba esa actitud por parte de Francesco.
Leonor contó lo sucedido en la maderera. Había sido una gran
decepción encontrar a Francesco en una actitud tan negativa, tan a favor de
Burton. No le pareció el mismo hombre del que se había enamorado. Cómo
pudo mostrarse tan servil, poniendo los intereses de aquel mezquino por
encima de todo lo demás, había sido un cobarde marchándose de aquella
manera, sin plantar cara.
Toni intentó que pensara en si misma, una vez recuperada, podría
aclarar lo sucedido. Quizás había construido una imagen distorsionada de lo
sucedido, por lo que sabía no era una fácil afrontar los envites de Burton.
Leonor se recuperó de manera rápida con la ayuda de toni y Eliette,
que estuvieron a su lado en todo momento. Al salir del hospital quería ver a
sus compañeros. Se encontraba baja de ánimos y los necesitaba. Era fin de
semana y se citaron en la cafetería del hotel. Leonor no tenía buen aspecto,
además de estar visiblemente triste. Paulo, como siempre, intentó hacer
alguna broma, pero Eliette lo recriminó: no estaban para risas.
—Sólo pretendía quitar hierro al asunto —se excusó Paulo.
—Te lo agradezco, pero no estoy para divertimentos, perdóname —
dijo Leonor.
—Lo entiendo, me he vuelto a pasar, perdóname tú.
—Quería comunicaros que vuelvo a Barcelona. Supongo que a estas
alturas ya sabéis que estoy embarazada. No me marcho por el embarazo.
Burton, el director de la maderera, se ha encargado de precipitar las cosas.
Él ha puesto unas condiciones que no ha habido más remedio que aceptar.
Ha asumido parte de las reivindicaciones de los trabajadores a condición de
que abandone mi trabajo. Se me han torcido demasiadas cosas, no quiero
extenderme sobre eso, pero tal vez haya sido lo mejor.
Nadie se atrevía a preguntar detalles, su cara de abatimiento no
invitaba a tal cosa. Toni, conocedor de la decisión, también les advirtió en
ese sentido. Estaban al corriente de lo sucedido entre Francesco y ella en la
maderera. Les dolía separarse de manera tan precipitada, pero se
ofrecieron a ayudarla para que pudiera marchar cuanto antes. Toni se
encargaría de los trámites en el Ministerio de Sanidad y los asuntos
relacionados con su marcha. Leonor quiso agradecerles todo lo que estaban
haciendo por ella, sobre todo, que permanecieran a su lado en aquel
momento tan difícil.
Leonor tenía todo dispuesto. Eliette no aceptaba que se marchara de
aquella forma porque no compartía con ella su opinión sobre Francesco, así
que volvió a insistir pidiéndole un último intento ya que él la había llamado
por teléfono en muchas ocasiones sin que respondiera.
—¿Por qué no te ves con él aunque sólo sea para explicarle la
decepción que has sufrido?
Leonor estuvo recapacitando un instante sobre esa posibilidad hasta
que finalmente accedió a la petición de su amiga. Aún así no pensaba verlo,
lo llamaría por teléfono, era todo lo que estaba dispuesta a hacer.
Con el equipaje ya listo y a punto de ir al aeropuerto, llamó a
Francesco, pero el intentó por explicarse fue vano porque Leonor no atendía
a sus argumentos. En realidad no lo escuchó ni un solo segundo porque el
hombre el que había estado enamorada no era aquel ser servil de la
maderera. Se sentía hecha añicos, moralmente abatida y había hecho
aquella llamada para cumplir la absurda promesa hecha a Eliette.
Francesco insistía en que no se marchara hasta poder verla y hablar con
tranquilidad.
—Tengo los billetes, no hay vuelta atrás —Leonor dio por finalizada la
llamada sin ofrecerle posibilidad de respuesta porque había colgado. La
barrera entre ambos era tan infranqueable que no era posible derribarla
porque no atendía a argumentos.
Llegó la hora de partir. Eliette, Alain, Paulo y Toni fueron a
acompañarla hasta el aeropuerto de Manaos. En el mostrador de check in
los esperaba Germano. Todos intentaron hacer la despedida como si se
tratara de una ausencia temporal, procurando alejar todo atisbo de tensión.
Leonor se sentía apenada por dejar la Amazonia y sobre todo a ellos, pero
se alegraba de haber forjado una amistad que se mantendría en el tiempo.
Se abrazó con fuerza a Toni.
—Nos veremos pronto Toni. En cuanto llegues, llámame. Te voy a
echar mucho de menos —le dijo con cariño.
—Cuídate —respondió, a la vez que le daba un beso.
En la despedida Leonor empleó palabras para cada uno de ellos. A
Eliette le agradeció lo que había hecho por ella, pero sobre todo el haber
encontrado una nueva amiga. Se reencontrarían cuando volvieran a
Europa.<<Burdeos no está lejos de Barcelona>>, dijo.
TERCERA PARTE
VEINTIOCHO
Lorena, Ana, Irene y María no hacían más que levantar la cabeza
cada vez que la puerta automática por la que salían los pasajeros se abría.
El panel informativo en el que aparecía el vuelo de Leonor parpadeaba
desde hacía largo rato con la palabra: aterrizado.
Lorena y Ana sostenían una pancarta: Benvinguda a casa. María esperaba
ansiosa, con un ramo de flores, a que saliera por aquella puerta. Cuando
apareció empezaron a gritar como si se tratara de las fans de una artista,
provocando la curiosa mirada de los allí concentrados. Leonor se tapó los
ojos con las manos como si la algarabía la intimidara. Soltó el carro con las
bolsas para abalanzarse sobre María. Ambas se fundieron en un largo
abrazo al que se unieron las otras.
—¿Cómo estás María? ¿Cómo llevas el embarazo?
—Estoy muy bien, ningún problema, echando barriga, ya ves.
—¡Qué contenta estoy de veros!
—Nosotras también.
—Cuando María nos comunicó que querías vernos en el aeropuerto,
no dudamos ni un minuto en venir.
—Me alegro mucho, de verdad. No os podéis imaginar cómo me he
acordado de vosotras, cómo he pensado en cuanto os echaba de menos.
La de estupideces que llegué a cometer durante el tiempo en que os
mantuve alejadas de mí.
—Deja eso, tendremos tiempo de hablar con más calma. Lo
importante es que estás de vuelta —dijo Ana dándole un beso.
Fueron a buscar el coche de María. Cargaron el equipaje, para
dirigirse a Barcelona y dejar a Leonor en su casa.
—Necesito unos días de descanso. Luego me ocuparé de arreglar los
papeles para la reincorporación al hospital. Si os parece, podemos quedar
el viernes, habré acabado de situarme ¿Por qué no venís a casa? Quiero
contaros muchas cosas, además tengo una noticia.
—¿Y nos vas a dejar tantos días en ascuas? —preguntó Lorena.
—Sí —contestó con una sonrisa.
—Sigues siendo tan mala como siempre —afirmó Ana.
—Quedamos a las siete y media el viernes.
—Espera, te ayudamos a subir las bolsas —sugirió Irene.
—No, gracias, prefiero hacerlo yo. Tengo ganas de entrar en casa
sola. Necesito recuperar mi espacio poco a poco.
—Si te apetece que nos veamos antes no dudes en llamarme.
Leonor entró en el zaguán, reconoció aquel olor característico de la
entrada. Inspiró profundamente para coger las bolsas y dirigirse al ascensor
como si se preparara mentalmente para ver de nuevo su casa después de
tantos meses. Se quedó unos segundos delante de la puerta y finalmente
sacó las llaves de la mochila para abrir. <<María está en todo, como
siempre>>, pensó al notar el olor del suelo recién fregado. Depositó el
equipaje en la entrada para echar un vistazo alrededor: todo estaba tal
como lo había dejado.
Una a una fue recorriendo las habitaciones de la casa que encontró
tan acogedora como la recordaba, con sus libros, los objetos, los cuadros y
las fotografías que con el tiempo se habían acumulando en cada rincón.
Recostada en el sofá le pasaron en un instante muchas de las experiencias
del Amazonas y aunque se había prometido no recordar jamás a Francesco,
su imagen fue una de las primeras quede forma dolorosa le vino.
El timbre del teléfono dejó en suspenso aquel intenso dolor. La
llamada era de su madre que no paraba de preguntarle una y otra vez cómo
estaba y de decirle las ganas que tenía de verla y que le contara todo.
—Mamá, quiero que vengas a pasar unos días conmigo a Barcelona y
así te cuento despacio y con detalles lo que quieras saber.
—Claro. Tengo muchas ganas de verte. Si supieras cómo te eché de
menos en Navidad, ha sido la primera vez que no la hemos pasado juntas.
¿Cuándo te viene bien que vaya?
—Cuando quieras.
—Entonces la semana que viene. Voy a ver si me lleva tu tío a
Alicante y cojo el Euromed.
—Estupendo mamá. Cuando tengas el billete me llamas para saber a
qué hora debo recogerte. Tengo que contarte muchas cosas.
Yo también. Me alegro de que por fin hayas vuelto.
Aunque estaba cansada no paró de hacer cosas: colocó la ropa limpia
en el armario, echó la sucia al cesto y se disponía a preparar una ensalada
para cenar cuando sonó de nuevo el teléfono.
—¿Qué tal lo has encontrado todo? —preguntó María.
—Impecable. Eres un sol.
—Llamé a Rosa para que fuera a limpiar y le dije que comprara alguna
cosa de comer, supongo que las habrás visto.
—Tengo la nevera llena, ha cumplido de sobras con su tarea.
—¿Cuándo vas a pasarte por el hospital?
—Pasado mañana. Quiero dedicar un día a descansar. Debo
resituarme en el tiempo y el espacio.
—Creo que tuviste una buena idea al pedirme que nuestras amigas
vinieran al aeropuerto, están contentas.
—Yo también lo estoy. Vivir en la Amazonia me ha dado otra
perspectiva de las cosas. Los últimos días que pasé allí me sirvieron para
cuestionar algunas actitudes y poner en valor otras, entre ellas he aprendido
a apreciar el valor de la amistad.
—Me alegro de tenerte de vuelta. Tendremos oportunidad de hablar
sobre eso. Ahora descansa, debes necesitarlo.
—Gracias por ocuparte de mí. Te llamo pasado mañana cuando esté
en el hospital.
A pesar del cambio de horario durmió de un tirón hasta las ocho de la
mañana. Se levantó para preparar un café con leche y unas tostadas con
aceite y sal como tenía por costumbre. Cada bocado de pan le provocaba el
mismo placer que el mejor de los manjares. Cuando acabó de desayunar
cogió el teléfono para llamar a Joan Rius, pero no recibió respuesta. Se fue
al armario para coger ropa cómoda ya que tenía intención de caminar un
largo rato, de recorrer aquellos lugares por los que disfrutaba paseando. Al
ponerse los pantalones vaqueros notó que le iban justos, así que los cambió
por unos más amplios. <<Tendré que pensar en comprar ropa de
embarazada>>, se dijo. Bajó a la calle para ir al quiosco a comprar un par
de diarios. El quiosquero la saludó de manera efusiva ysorprendido al verla.
<<Pensé que te habías mudado de barrio>>, le dijo. Algunas mañanas la
había echado de menos con aquellas prisas que siempre llevaba, él la
llamaba la clienta veloz. Leonor se rió del apodo y estuvieron de charla un
rato hasta que se marchó para tomar un café en el bar mientras leía la
prensa con tranquilidad. Le gustaba recuperar aquella parte de sus
costumbres: visitar el quiosco, leer la prensa, aunque fuera todo a la
velocidad de la luz.
En la cafetería también la habían echado en a falta, pensaban, como
el quiosquero, que se había cambiado de casa. Les contó por encima lo que
la mantuvo fuera y se fue a una mesa para leer mientras tomaba un café
con leche. Al acabar de ojear los periódicos salió hacia el aparcamiento a
recoger el coche, puso las llaves en el contacto y el Audi arrancó a la
primera a pesar de haber estado tanto tiempo parado. Aunque el día había
amanecido bastante nublado, tenía ganas de ver el mar, su mar, el que
tantas veces había echado en falta en los momentos difíciles, el que la
ayudaba a relajarse cuando había algún problema y se dirigió a la playa de
San Sebastián. Mientras conducía le hizo gracia verse inmersa en el atasco
que tantas veces había deplorado, era otra manera de sentir aquella parte
de la ciudad de la que menos disfrutaba, pero que la devolvía a la realidad
que tanto encontró a faltar en sus últimos días en la selva.
Aparcó el coche y se dispuso a caminar por la arena. Lo hizo por la
orilla, con cuidado de no mojarse. Mientras observaba con detenimiento las
pisadas y sentía el tacto de la arena en los pies, pensaba en el embarazo.
Desconocía si el hijo que esperaba era niño o niña. Esa era otra de las
cosas pendientes: una ecografía, no tanto por conocer el sexo, que le era
igual, sino por saber cómo estaba. No tenía molestias: los pechos muy
grandes, más olfato y poca cosa más. Se distrajo un rato mirando el romper
de las olas sin pensar en algo concreto, cuando de repente, de un modo
casi inevitable, recordó al miserable de Burton que al final se había salido
con la suya: echarla del país. Entonces lo dio por bueno porque la condición
para que marchara había sido que el director aceptara buena parte de las
reivindicaciones de los trabajadores de la maderera. Mirándolo por el lado
positivo, le había hecho un favor: embarazada no hubiera podido seguir por
mucho tiempo con aquel trabajo. Recordó con tristeza la despedida de sus
compañeros y sobre todo de Germano, su chamán, que por fin se dedicaría
a buscar trabajo en Manaos para disfrutar más de su familia.
No quería pensar en Francesco, pero era imposible no recordarlo,
seguía enamorada. Le causaban dolor los últimos recuerdos: la discusión,
Burton, las mujeres delante de las oficinas y la imperdonable actitud de
Francesco. El Francesco que aún amaba no se parecía a aquel hombre del
conflicto en la maderera. No logró entender por qué su actitud servil ante
Burton tan poco digna de la persona inteligente que ella había conocido.
Se distrajo de nuevo observando el rompiente de las olas mientras
poco a poco se convencía de que tocaba pensar en ella y en la nueva vida
que se desarrollaba en su interior. Deseaba a esa criatura, aunque fuera sin
un padre en que apoyarse. Esta vez sí.
Se dirigió al coche con intención de comprar ropa de embarazada y de
bebé, eso la entretendría. Recuperó algo de optimismo al pensar en las
primeras prendas, unos peucos: tenerlos desde el principio daba buena
suerte. Estaba de compras, cuando Joan Rius la llamó expresándole la
impaciencia por verla, por saber cómo le había ido. Le pidió que acudiera al
día siguiente al hospital y le contara los detalles.
De regreso a casa sintonizó una emisora de música, de pronto creyó
reconocer los primeros compases de Night and day de Cole Porter, la
misma canción de aquella noche en que bailó por primera vez con
Francesco. Le asaltó la duda respecto al final de la relación. Se preguntaba
si no había sido demasiado tajante, ni siquiera le dio una oportunidad para
explicarse. Siempre pecaba de actuar a impulsos, de manera inmediata, tal
vez se hubiera equivocado. María le decía que era poco reflexiva. <<Ahora
ya no tiene remedio, es demasiado tarde>>, pensó.
Una vez en casa llamó a María para comentarle que se vería con Rius
en el hospital. Utilizó lo de su jefe como excusa, en realidad deseaba hablar
sobre lo que le pasaba por la cabeza respecto a Francesco, pero desistió
por creer que no tenía todos los hilos del conflicto como para que le diera
una opinión. Además, no era un asunto para hablarlo por teléfono, así que
se limitó a quedar para tomar café cuando hubiera acabado con Rius.
A las siete menos cuarto de la mañana estaba despierta. No había
descansado bien porque sintió necesidad de ir durante la noche un par de
veces al lavabo y tardó en reconciliar el sueño. Había quedado con Rius a
las ocho, antes de empezar las sesiones del equipo.
Salió de casa para coger el metro: otro impulso más en la
recuperación de la cotidianidad. El vagón iba a rebosar. Se dedicó a
observar a la gente, como siempre le gustaba hacer cuando no leía. Vio
algunas caras conocidas, las de los que coincidían con ella en el trayecto
hacia el trabajo. Le gustaba estar allí, de vuelta a la normalidad.
Una vez en el hospital, entró en el despacho de su jefe. Joan y ella se
estrecharon en un fuerte abrazo.
—Estás espléndida. Veo que los seis meses en el Amazonas han
servido para ponerte más guapa. El moreno te favorece mucho.
—Vengo del verano, sol y calor había para dar y vender.
Como una locomotora de tren rápido explica a Rius su trabajo en
Brasil. Aunque tenía mucha confianza con él, casi no lo dejó hablar para
evitar en lo posible un salto a las cuestiones personales. Rius le pidió calma,
tenían mucho tiempo por delante y quería un relato tan apresurado. Ahora
debían ocuparse cuanto antes de arreglar los detalles de la vuelta al
trabajo. Seguía empeñado en proponerla como Directora de Departamento,
su jubilación sería en menos de seis meses. Leonor le agradeció la
confianza que seguía depositando en ella, pero de nuevo rechazó la oferta,
creía que Osnola, su jefe en Mozambique, estaba mucho más preparado
para desempeñar esa función, además de ser el descubridor de la vacuna
contra la malaria, tenía méritos más que suficientes para el cargo. No quería
asumir tanta responsabilidad como le dijo en las otras ocasiones.
—Pareces muy segura, no volveré a insistir, aunque plantéate la
posibilidad de ser la adjunta.
—Cabría la posibilidad de que asumiera ese cargo, aunque dependerá
de que me proponga la dirección y el propio Osnola.
—Eso es otra cosa. Nunca has sido una mujer que esquive
responsabilidades, me tenías un poco desconcertado.
Leonor pidió un par de semanas para la reincorporación. Su madre iba
a estar con ella y quería dedicarle tiempo. También para adaptarse al nuevo
ritmo. <<Tengo cosas que contarte, pero tienes razón, tendremos otras
oportunidades para seguir charlando>>, dijo al despedirse.
En la tarde del viernes todas acudieron a la cita con Leonor que
preparaba café mientras escuchaba a sus amigas en animada charla e iba
pensando la forma en que les contaría la prometida noticia.
—Tenemos que ir a celebrar el reencuentro como mandan los
cánones —dijo Lorena—. Hay que darse una gran juerga.
Leonor sirvió el café y se sentó en uno de los brazos del sofá.
Esperaban impacientes la noticia prometida, pero al ver que Leonor no
soltaba prenda, Lorena sacó el tema.
—A ver, que nos tienes en ascuas ¿Cuál es la noticia?
—Estoy embarazada —dijo Leonor con total naturalidad.
—¿Embarazada? —preguntó María en tono de asombro.
—Sí.
—¿Pero quién es el padre? —preguntó Ana.
—¡No me digas que las dos vamos a ser madres casi a la vez!
—Me llevas ventaja, yo estoy de poco más de dos meses.
—¿Y el padre? —insistió Ana.
—Francesco, tiene que ser Francesco —aseguró María con
entusiasmo, sin saber nada de la ruptura.
—¿Y quién es Francesco? —preguntó Irene.
—Un italiano de ojos azules que debe estar buenísimo —explicó
María sonriendo.
—Sí, es Francesco.
—¡Cuenta, cuenta!
—Es una larga historia, pero él ya no está.
—¿Cómo que no está? Quieres decir que no ha venido.
—Quiero decir que se acabó, que está fuera de mi vida. No me pidáis
que os lo cuente ahora, es muy doloroso y no me apetece. Necesito tiempo
para asimilar lo sucedido, está muy reciente. Ahora quiero disfrutar de
vuestra compañía, de que estéis a mi lado durante el embarazo, lo voy a
necesitar.
A pesar de la petición, quisieron saber algo más: quién era Francesco
y por qué se había acabado la relación. Leonor cedió finalmente, si eran
sus amigas por qué no hablarlo. Quiso explicar cómo lo había conocido, lo
feliz que se sintió, los momentos inolvidables hasta que ocurrió el
desafortunado incidente en la empresa maderera. Descubrió en aquel
desdichado momento a un hombre distinto, utilizado por Burton,
prestándose a un juego que no le concernía y que acabó por desacreditarlo
ante sus ojos.
—Eso es todo. Desde entonces no lo he vuelto a ver
—concluyó con tristeza.
—Disculpa, pero creo que a ese hombre le tocó un papel un poco
difícil. Es lo que deduzco —dijo Lorena.
—No es momento para más análisis. Las cosas están así y así
quedarán, es todo lo que puedo añadir.
—¿Pero no lo echas de menos?
—Sí, lo echo de menos, pero no sé si sigo enamorada de él. No hay
vuelta atrás, se acabó, de eso estoy casi segura.
—¿Has decidido tener un hijo sin un padre que comparta contigo su
crecimiento?—preguntó Lorena.
—Sí.
—No tengo nada en contra, pero ¿Te lo has pensado bien?
—No ha sido una decisión fácil, pero sí muy meditada. Debo añadir
algo que desconocéis.
Las cuatro esperaban expectantes, dispuestas a oír lo que parecía un
secreto. Leonor se sirvió un vaso de agua, como dando tiempo a buscar el
mejor principio de su historia. Les hizo recordar cuando Víctor y ella dijeron
a todos los amigos que iban a buscar un hijo. Se acordaban porque fue un
anuncio a bombo y platillo. Cuando Víctor murió, ella estaba embarazada
del mismo tiempo que ahora, de poco más de dos meses, pero su marido y
ella decidieron no anunciarlo hasta el tercer mes, para estar seguros de que
todo iba bien: nadie lo sabía. Al morir Víctor, pensó que no quería un hijo sin
un padre a su lado y decidió abortar. Fue una decisión muy dolorosa que
unida a la pérdida de su marido la hizo pasar por unos momentos terribles.
Por eso le había costado tanto recuperarse. Leonor acabó y nadie sabía
qué decir. Unas miradas entrecruzadas de asombro y desconcierto en
medio de un silencio sepulcral inundaron la sala en una imagen fija de
estupefacción.
—¿Entendéis por qué esta vez si quiero tenerlo? —les preguntó entre
lágrimas.
Otro silencio sucedió a la pregunta hasta que María tomó la palabra.
—Si es tu decisión, estaremos contigo. Tendrá muchas madres —
afirmó María abrazando a Leonor mientras le daba un beso.
—Estaremos a tu lado, de eso no tengas ninguna duda
—dijo Lorena.
Leonor se levantó para ir al lavabo a refrescarse la cara.
Aprovecharon la ausencia para comentar entre ellas lo precipitada que les
parecía la decisión de no volver a ver a Francesco, aunque sabían que ser
iba a resultar difícil cambiarle aquella opinión. Aunque alguna consideró
como acertada la decisión. No conocían de cerca el problema como para
estar seguras de cuál era la mejor opción.
Cuando Leonor regresó con signos evidentes de haber llorado quiso
que la dejaran sola. A regañadientes las amigas dijeron entenderla para por
fin abandonar el piso. Cuando se disponían a coger el ascensor María
manifestó estar preocupada y consideró que no se la podía dejar sola en
aquel estado, así que decidió volver para asegurarse de que estaba bien. El
resto del grupo entendió que era mejor dejarla a solas con María en una
conversación más íntima.
María llamó al timbre y enseguida se abrió la puerta, como si Leonor
hubiera estado esperándola. Se abrazó a ella sin decir nada
reconfortándose en el prolongado abrazo.
—Vamos a sentarnos —propuso María.
—Sí.
—¿Cómo no me habías contado lo de tu aborto? Debiste pasarlo muy
mal.
—Ya lo he explicado. Me vi incapaz de asumir esa responsabilidad
sola. Tampoco deseaba compartir con nadie una decisión tan dura, es
posible que me equivocara. Seguramente habría sido más llevadero de
haber contado con tu apoyo. Quizás tengas razón, pero eso pertenece al
pasado.
María quiso saber si no era posible reconsiderar la ruptura, aunque
dejara pasar un tiempo en el que las cosas se reposaran. Según ella debía
asegurarse de que todo tuviera una explicación convincente incluida la
actitud de Francesco.
—Creo que pertenece al pasado por mucho que me duela.
Fueron a buscar algo para picar a la nevera. Xavier estaba de viaje,
así que María decidió que se quedaría a dormir. Mientras continuaron
charlando María percibió en Leonor un atisbo de duda por la pérdida de
Francesco, un punto de arrepentimiento, aunque fuera incapaz de
aceptarlo, pero se dijo que aquella noche había dado de sí todo lo posible y
no cabía perturbar a Leonor con más dudas. Lo que cabía era hacerle
compañía, que no se sintiera sola, que notara que le quedaban personas en
las que poder confiar y que la ayudarían a sobrellevar las preocupaciones.
Leonor fue a recoger a su madre a la estación de Sants. El Euromed
había llegado puntual. Buscó con la vista entre los vagones hasta que
alcanzó a verla saliendo de uno de ellos. Con el paso apresurado se dirigió
hacia ella dándole un fuerte abrazo por la espalda.
—¡Qué susto! Hacía tiempo que no te veía tan impetuosa.
—Es que tenías ganas de verte. Te invito a dar un paseo por la
Barceloneta.
—¿Pero así, sin pasar antes por tu casa?
—Sí, quiero charlar contigo y me apetece estar a la orilla del mar, ya
sabes que es mi gran aliado ¿Cuánto tiempo hace que no ves el mar?
—¿Has dicho aliado? ¡Qué será lo que me vas a decir!
—Es una forma de hablar mamá. Simplemente creo que estaremos
mejor.
—Desde que me marché de Barcelona no he pisado un lugar cercano
al mar. También me apetece verlo.
Llegaron a la Barceloneta. Aunque hacía fresco el día era soleado y
apetecía caminar por la orilla del mar. Leonor estaba deseosa de
comunicarle a su madre el embarazo, pero entiende que debe darle la
noticia de manera que no se produzca en ella ningún rechazo, así que
empieza por explicarle su apasionante experiencia en el Amazonas. No
para de darle detalles, contarle anécdotas, describirle el paisaje hasta que
en un momento determinado, sin dar más rodeos, lo suelta de sopetón:
estaba embarazada.
—¿Quién es el padre? un buen hombre, seguro, aunque no me
gustan estas modas de ser madre sin que te hayas casado, pero bueno, se
te estaba haciendo un poco tarde, eso es cierto ¿Cuándo me lo
presentarás? Porque tengo muchas ganas de ser abuela, ya lo sabes ¿Pero
cómo no me has dicho antes que tenías pareja? ¡Hay que ver qué manera
de hacer las cosas! Todo esto me coge mayor para que pueda entenderlo.
Leonor no sabe cómo parar aquel torbellino de aseveraciones y
preguntas hasta que se arma de valor y responde.
—No vivo en pareja y aunque sé quién es el padre no va a estar aquí,
hemos acabado nuestra relación.
La madre se quedó sin habla, no era una mujer muy conservadora,
pero no alcanzaba a entender aquello de tener un hijo sin compartir con
nadie esa responsabilidad. Cuando intentó abrir la boca, Leonor la atajó.
—Te he llamado para que estés unos días conmigo. Te parezca bien
o no, la situación es la que es. Quiero que me digas que estás encantada de
tener un nieto. —Intentó dulcificar la voz—. Necesito tu apoyo, sentir que
estás conmigo aunque no acabes de entenderme.
—Me pides apoyo y no me dejas ni saber cómo ha sucedido todo.
Aceptaré las cosas como vengan y, por supuesto, puedes contar conmigo,
pero si no ahora, en otro momento deberías explicarme por qué el padre de
esa criatura no aparece o no va a aparecer. Ni siquiera sé quién es.
—Mamá, no te lo tomes a mal. Ya sé que para ti es impensable que tu
hija sea madre de esta manera, pero es una decisión que he meditado
mucho.
—Yo soy algo mayor para entender esas cosas. Creo que un hijo
necesita tener otras condiciones.
—No te preocupes por eso. El niño o la niña estará estupendamente.
No te preocupe el qué dirán.
—El que dirán me da exactamente igual, aunque no lo creas. Deseo que
seas feliz. Si es tu decisión, habrá que aceptarla.
Acabaron de dar el paseo casi en silencio hasta que decidieron
regresar a casa.
Cuando Leonor había terminado de acomodar las cosas de la madre
en la habitación se sentó junto a ella en el sofá.
—Quiero que sepas que la decisión de seguir adelante con el
embarazo es firme porque me apetece tener un hijo. Esto no ha sido
producto de una noche loca sino del amor, el que sentía por un hombre que
se me ha venido abajo.
—No entiendo lo que me dices porque tampoco te explicas, pero no
voy a insistir en algo que parece te produce dolor. Sabes que puedes contar
conmigo y si hace falta me vuelvo a vivir a Barcelona para poder ayudarte.
—Has rehecho tu vida en Ceutí y no quiero que lo abandones por nada
del mundo, empezar de nuevo te iba a resultar costoso.
—Pero si me necesitas…
—Si te necesito te llamaré. Por el momento creo tener suficientes
fuerzas como para afrontarlo.
Leonor se incorporó al trabajo después de pasar unos días con su
madre, que sirvieron para que ambas hallaran un difícil punto de encuentro.
Algunos antiguos compañeros ya no estaban debido a la reducción de
plantilla, pero básicamente las cosas habían variado poco y seguían como
antes de su marcha. En unos meses Joan Rius se jubilaría y la dirección del
hospital decidió nombrar a Osnola Director de Salud Internacional y a
Leonor adjunta. Cuando le comunicaron la decisión se sintió satisfecha por
haber aceptado la propuesta de Rius. Trabajar con Osnola siempre había
sido muy gratificante para ella y mantener su puesto de trabajo, doble
gratificación.
Osnola estaba en Mozambique porque recibía la visita de Bill Gates.
Su fundación había decidido dedicar una buena partida de dinero para la
investigación de la vacuna. Esa visita había impedido que Leonor se pusiera
en contacto con el sería su superior y ponerse a su inmediata disposición
como hubiera querido.
Era casi la hora de salida. Leonor va hacia el despacho para recoger
las cosas, cuando se tropieza con la señora a la que no aceptó el ramo de
flores.
—¡Hola! ¿Cómo está? ¿Qué la trae por aquí?
—¡Hola doctora Ayala! He venido a acompañar a mi hijo a una revisión
rutinaria.
—Debe usted disculparme por el feo que le hice al no aceptar el ramo
de flores con que usted quiso obsequiarme cuando la enfermedad de su
hijo.
—No se preocupe, eso ya quedó olvidado.
—No debí ser tan desagradable. Insisto en pedirle disculpas.
—Si se va a sentir mejor, se las acepto. Siempre le estaré agradecida
por lo que hizo por él. Desde entonces no ha tenido más problemas.
—Me alegro. Salúdelo de mi parte.
—Se alegrará al saber de usted. Muchas gracias.
Había quedado con María para comer y comentarle la decisión de la
gerencia del hospital, pero no habían concretado la hora así que la llamó al
móvil.
—He tenido que salir del hospital por unos papeleos. Vete al
restaurante y nos vemos allí, la mesa está reservada a tu nombre —dijo
María.
Leonor fue a su despacho a cambiarse y recoger sus cosas. Salió a la
calle en donde tomó un taxi que la llevaría al restaurante. Mientras el taxi
avanzaba a través del intenso tráfico Leonor pensaba en el nombramiento,
le había hecho verdadera ilusión, en eso Rius había acertado de pleno,
como en tantas otras ocasiones.
Subió despacio los escalones que llevaban hasta la primera planta en
la que se encontraba el restaurante.
—¡Hola Bruno!
—¡Hola Leonor! ¡Cuánto tiempo sin verte!
—He estado fuera por trabajo.
—María te espera allí — dijo señalando la mesa.
Cuando dirigió la mirada hacia María vio sorprendida que a su lado
estaba Francesco. Hizo el gesto de girarse para marchar, aunque
enseguida rectificó dirigiéndose hacia la mesa con verdadero malhumor y
ganas de saber a qué obedecía aquella encerrona. Al verla entrar María se
levantó y fue a su encuentro.
—Leonor, tienes que hablar con él. Nada ha sido como lo habías
imaginado. Debes darle la oportunidad de explicarse, creo que no se
merece lo que estás haciendo.
—¿Y por qué no se ha explicado antes?
—¿Acaso lo dejaste? Hablé con él y te aseguro que debes escucharlo.
A veces ocurre que interpretamos mal lo sucedido ¿Quién dice que no es lo
que te ha ocurrido a ti?
Leonor estaba indecisa, llevaba días pensando que fue ella la que
cometió el error de abandonarlo de aquella manera, aunque le costaba
reconocerlo. Optó por ceder a la súplica de su amiga. Llegó junto a
Francesco y dejó que la saludara con unos besos en la mejilla. Se sentó
frente a él. Hubo unos segundos de un tenso silencio, durante el cual, ni
siquiera se cruzaron las miradas. María rompió el hielo con una pregunta
tonta para salir del apuro.
—¿Habías estado aquí Francesco?
—No, es la primera vez que vengo a este restaurante.
—Creo que debemos dejarnos de rodeos —sugirió Leonor impaciente
ante la situación.
—Yo he venido a eso, a aclarar las cosas y lamento que tengamos que
meter a María en esto.
—Si lo preferís, me marcho —dijo María.
—No, quédate, a lo mejor es la manera de que podamos conversar
con tranquilidad —advirtió Leonor.
—Está bien, me siento parte implicada sin deber, pero ya que he sido
la artífice de este encuentro, deseo que habléis con tranquilidad.
—Estoy tranquila, mejor dicho, quiero estarlo, porque no sé por dónde
empezar la conversación para no cometer el mismo error dos veces.
—-¿Quiero eso decir que has decidido escuchar mi versión? —
preguntó Francesco empleando un tono conciliador.
—Sí, eso es lo que quiero decir, aunque no signifique nada en
concreto.
Francesco aprovechó esa predisposición para coger la mano de
Leonor sin que ella ofreciera resistencia. Mirándola a los ojos quiso hacerle
saber que para él también había sido uno de los momentos peores de su
vida. En aquel momento tomar una decisión en un sentido o en otro podía
haber estropeado para siempre lo que era su deseo fundamental: estar con
ella. Burton lo utilizó e hizo todo lo posible para que lo echaran de Brasil por
su falta de colaboración. Se había enterado por Toni de las circunstancias
de su vuelta: la intervención del Director de la maderera, la resolución final
del conflicto. Los intentos por hablar con ella habían sido vanos porque
nunca aceptó contacto alguno con él, ni directamente, ni a través de los
amigos, sólo aquella última llamada en la que no le dejó explicarse. No
podía seguir en Brasil mientras ella estaba en Barcelona. Se había quedado
sin trabajo en la Amazonia, aunque con el beneficio de mantener el contrato
con la empresa para cualquier otro lugar. Por esa razón estaba allí, había
optado por pedir el traslado a Barcelona con el único objetivo de
recuperarla. Tanto si ella quería escucharlo como si no, su decisión estaba
tomada. Su incorporación a Barcelona se produciría en un par de meses.
Mientras daba toda aquella pormenorizada explicación Leonor parecía
ausente, aunque seguía cogida de la mano de Francesco.
Él continuó explicando que había recurrido a María para contactar con
ella, la había encontrado en el Clínico sin ninguna dificultad.
—Ella me ha explicado cómo te sentías y por todo lo que estabas
pasando, incluido tu embarazo del que nadie me había informado, eso me
inclinó a provocar este encuentro. He dejado pasar un tiempo prudencial
para que te incorporaras al trabajo, a tus tareas comunes.
La miró fijamente a los ojos.
—Quiero que sepas que también deseo ese hijo tanto como lo puedas
desear tú.
Leonor no fue capaz de articular palabra. Sus ojos se humedecieron.
Francesco se levantó para abrazarla y besarla y ella se dejó hacer, pero el
contacto de sus brazos y el beso no provocaron ninguna sensación
especial, algo se había desvanecido en su interior.
ÚLTIMO
Querido Toni,
Te mando las primeras fotos de Victoria ¿Verdad que es preciosa? Me
paso las horas mirándola. Es increíble cómo despierta en mí una cantidad
ilimitada de sentimientos.
El parto fue bien, aunque algo largo. El milagro de la epidural hizo que
viviera su nacimiento con intensidad. María estuvo a mi lado en todo
momento, fue gratificante sentir su mano dándome cariño y apoyo.
He sentido nostalgia del trabajo y la gente que dejé allí desde que volví
de la Amazonia. Después de darle muchas vueltas, he llegado a un acuerdo
con Osnola y la Fundación Bill Gates por el que están dispuestos a invertir
en el proyecto amazónico. Cuando Victoria cumpla un año volveré con ella a
Brasil para hacerme cargo de ese trabajo.
Queda poco para tu regreso a Barcelona y cuento los días hasta que
eso ocurra: te he echado mucho de menos.
Un beso.
Leonor
Altea-Castelldefels
2004-2008
AGRADECIMIENTOS
A mis primeros lectores: Anna Griñó, Clara Carbonell, Lola Irún,
Concha Acedo, José Valentín y Ángeles.
A la escritora Ángeles Mastretta, por permitirme usar su cita.
A la escritora Gemma Lienas, por su apoyo en el recorrido editorial.
Al editor Emili Rosales, que al manifestar su opinión respecto de esta
novela hizo que continuara el camino.
A Salvador Clotas, cuyos ojos críticos puestos sobre el manuscrito y
los comentarios vertidos en torno a una sobremesa agradable me dieron el
empuje anímico que necesitaba.
A Mª José Palau y Montserrat Espuña, enfermera y doctora
respectivamente del Hospital Clínic de Barcelona, porque sin ellas saberlo
formaron parte del embrión del que partió la idea original.
Al doctor Pedro Alonso, a quien no tengo el gusto de conocer, pero al
que el mundo le debe agradecimiento por sus investigaciones en favor de la
desaparición de la malaria.
A mi marido, Agustín Marina, primerísimo lector e incansable en
infundirme confianza. A mis hijos Michel, Lourdes y Albert y sus respectivas
parejas, Núria, Juato y Aroa por creer en mi. A mi <<princesa>> Elisabet, mi
nieta.