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ulio Ort a
rtica
y
prctica soc
ial
la expe
ri
encia peruana
1
n
el Per no hemos conocido todava el ejercic
io
pleno de las facultades
de la crtica. Nuestra misma tradicin libertaria,
aun
cuando hoy poda
mos entenderla como un proceso crtico articulado, ha petmanecido al
margen
de
una
efectiva accin en
la
concepcin global del pas. El re
clamo
por
el cambio que supone
la
continuidad crtica que
va
de Gonz-
lez Prada a Maritegui y Augusto
Salazar
Bondy, slo ahora se nos
aparece como una
lectura
de la realdad nacional
para un
proceso de
transformacin especfica.
Es claro que los modelos de un pensamiento tradicional sobre el pais
son los que han prevalecido en la concepcin y el propio diseo de la
realidad peruana.
La
historia contempornea nuestra desde sus orgenes,
propone
un
modelo de realidad
na
cional una repblica,
una
democra
ci a que ampliamente se demostrara como frgil, por artificial; y como
inautntica, por parcial. No solamente porque
tal
modelo implicaba desde
el
Estado
la marginacin de
las
cult
uras
nacionales mayoritarias, sino
porque tampoco traduca la prctica social ni suponia una concwrencia
participatoria.
Esa
situacin dependiente y subsidiaria del entendimiento de la rea
lidad nacional seria formalizada
por
los
trabajos
de la generacin del
900. La visin del Per que esa generacin propuso confirma una situa-
cin ideolgicamente
retardataria
porque el
primer
balance que efe
ct
a
de la
cultura
nacional
se
encuadra en el esquema afirmativo, no crtico,
del modelo dependiente. Cuando Ventura Garca Caldern define a su
generacin como la divulgadora de los prestigios del
Per ,
se refiere
a
las
imgenes y valores (la limea, la Lima arcdica,
lo
pintoresco) del
tipico repertorio de las colonias de ultramar.
J clio
Ortega (Per)
estudi
en la
Universidad Catlica de
Lima
y ha sido profesor
en l
as
Universidades de
Piltsburgh,
Yate, Austin y Maryland. En 1972 residi en
Bar-
celona. Ha publicado una novela - Mediodfa. 197 y varios libros de critica, ade
ms
de diversas antologias sobre
literatura
peruana. Libros de ensayo:
La o n t n ~
pla.cin y la fiesta (1969), Figuracin de la persona _1971), ~ l a t o s Utopfa..
Notas
sobre na1-ratioo. cubana de la revoltcc16n (1973), a mw.guu1etn crftlca (1974). Este
ensayo forma
parte
de un libro en preparacin.
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130
tllio rtega
\
Retomando la prdica de Gonzlez
Prada la critica emerge con brillo
en la
ge
neracin del
Z7:
en los primeros movimientos populistas en la
recusacin del pas tradicional que emprende Maritegui en la rica acti-
vidad anarquista. No obstante en cuanto
parte
de esta generacin tuvo
que enfrentar la realidad nacional desde la administracin su proceso
de deterioro disolvi la critica inicia
l.
Su radicalismo temprano se do
bleg porque no ha
b
a logrado una concepcin tambin radical del cam
bio y deriv fatalmente al reformismo. La misma actividad politica
aunque mod
er
nizada result incapaz
de
crear una
alter
nativa respuesta
global. Como antes Gonzlez Prada Maritegui asuma el reclamo de un
pensamiento peruano del cambio en creadora convergencia de las fuerzas
sociales y las formaciones culturales que la expresaban.
as
posibilidades de la
cr
ti
ca en
el Per han estado condicionadas
l
por el sistema tradicional tanto en la aceptacin pasiva del modelo re
publicano demo-liberal como en la respuesta reformista y en la accin
politica incautada burocrticamente.
Y
sin embargo la critica diversi
fic su capacidad de cuestionamiento en
contra
de las restricciones y
m
ed
iaciones tradicionales; buscando ejercer su naturaleza generadora en
la impugnacin que
abre
un replanteamiento intransigente del pas.
n
Maritegui la critica por ello es un amplio repertorio pero tambin la
prctica de una subversin del orden del discurso estatuido.
No
hemos ejercitado comunitariamente las posibilidades de la critica.
Porque
no
hemos posedo el derecho a una palabra pblica libre de
mediaciones. En
su
lugar hemos cedido a su forma sustitutiva: el des
cre
imiento el pesimismo. n esa sub-actividad
en
ese nihilismo ante la
historia se
expr
esa el tr
auma
nacional de la
auto
negacin.
l
ensayo
sistemtico de la criti
ca
debe suponer una de las primeras
rupturas
acti
vas de la deprimida visin del pais que ha subyacido entre nosotros.
Pero la
cr
itica politica o socio-cultural no
es
solamente una tradi
cin intelectual; como tal
su
capacidad de cuestionamien
to
nos dice que
la realidad nacional est condicionada y que la conciencia de la misma
propone con su anlisis su objetivacin.
La
critica es asimismo una
compleja respuesta de la
cu
l
tura
popular: no slo como elaboracin na
cional tambin como proposicin simblica pardica y burlesca. n un
caso la
crit
i
ca es
analitica y as recusatoria; en el otro es celebrator ia
y de ese modo una forma descodificadora que testimonia la histori
cidad del pueblo.
l
ritual que sustenta esta critica de la cu
ltura
popular
declara que frente a las depredaciones de la historia el pueblo se concibe
co
mo una entidad
co
munitaria perpetua que forja su propia respuesta
a la invasin
perma
nen
te
de las culturas colonizadoras.
Cuando estudiemos l
as
expresiones de
esta
cul
tura
popular encon
traremos que detrs de las fuerzas sociales y bajo nu
es
t
ra
historia inte
lectual nos acompaaba
otra
tradicin critica amer icana:
la
de un pue
bloqu
e no haba cesado de responder.
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rtica
prctica soci l
131
2
Cualquier profesor sabe que uno de los problemas constantes en el aula
es la poca capacidad ~ p r s i v de sus alumnos. Pero la diccin dudosa
o la
fr
ase insegura no son caractersticas slo del aula. Y este es otro del
los sntomas de la situacin del uso de la palabra en el Per. \
El trnsito que hay del fluido len
guaje
familiar al lenguaje pblico
revela que de uno a otro el hablante peruano cree ingresar a un mbito
donde las palabras de algn modo v
an
a traicionarlo. Preferible es en-
tonces el silencio la
au
toexclusin del habla comn. Esta actitud no hace
sino confi
rmar
una limitacin histrica: la de nuestra palabra
per
i
fr
ica.
El fenmeno no es slo local pero en este pas adems de re
it
erar la
marginalidad de todo tipo
ilustra
la condicin ms terrible
de
una socie-
dad de castas. Porque tambin el uso de la palabra supone aqu una je-
rarqua distributiva de funciones posibilidades y derechos.
Esa
jerarqula
ejerce sobre
las
grandes mayoras
tamb
in desplazadas del lenguaje una
suerte
de
genocidio verbal: la progresiva condena a muerte del s
il
encio.
En las novelas de Jos Mara Arguedas asistimos precisamente al si-
niestro espectculo de una jerarqua de la dominacin expresiva:
un
hom-
bte
no
puede ha
blar
libreme
nte
a
otro
hom
br
e; este esque
ma
bsico
defne verbalmente al Per
Si enseguida analizamos la situacin del lenguaje escrito nadie podr
negar que la jerarqua de
esta
dominacin verbal es todava ms aguda.
n un pas con una alta poblacin analfabeta saber escribir no
es
sola-
men
te
un privilegio:
es
una obligacin a ejercer. Escribimos tan poco
en el Pet que por momentos uno podrla
temer
por nuestra mi
sma
suerte
en la esc
ritura
:
ape
nas hemos dado testimonio de nosotros mis-
mos a lo
lar
go de nu
es
tra historia.
La
situacin es simtrica : la escritu-
ra
otro
lenguaje pblico no
es
ejercida porque su mbito
es
jerrquico
y cerrado y la persona
se
sabe excluida.
Quiz no hablamos y escribimos pblicamente porque la experiencia
peruana ha estado tradicionalmente marcada por el descreimient
o.
En
ci
erta
forma ambos actos nos resultan desmesurados porque nada en
nuestra vida cotidiana parece convocar la posibilidad del uso de la pa-
labra pblica.
Porque
hemos dudado acerca de la eficacia final de esos
actos que car ecan de resonancia. Este silencio nihilista no es casual :
en un pas donde
resulta
trabajoso un dilogo cole
ct
ivo es tambin pre-
visible
que
la
voluntad de escuch
ar
est condicionada. Un hombre no
puede escuchar libremen
te
a otro hombre ; este esquema de las interfe-
rencias del descreimiento defne
en
buena parte a la comunicacin en
el
Per
.
El descreimiento delata una
lar
ga depresin histrica. Es
otra
res-
puesta defectiva a la indeterminacin de un Estado tradicionalmente
ilegtimo
por
irrepresentativo de las mayoras. Sin una articulacin
genuina con la vida pblica al hablante peruano slo le quedaban los
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132
J
ul o
1tega
recursos traumticos del no creer:
la
maledicencia,
la
irona de los gru-
pos autodefensivos; la verdad a medias, la
amargura vejat
oria.
Hacer la critica del uso de la palabra en el Per es reclamar tambin
por un habla colectiva que genere primero el discurso de
su
necesidad.
Y es promover
la
ocupacin del lenguaje escrito, como un discurso comn
en el que pasemos de nu
estra
condicin indita de pas marginado a la
de una nacin que test imonia su existencia , para reconocerla y elaborarla
palabra por palabra.
Que todos hablemos libreme
nte
y que todos escribamos permanente-
mente: esta utopa del lenguaje colectivo s que es improbable, como
deseo radical Pero s igualmente que es plausible como crtica asimismo
radical; como
trabajo
y certidumbre.
3
El
descreimiento es un rasgo traumtico de la vida peruana.
La
realidad
objetiva no es asumida como una evidencia para el conocimiento sino
como la breve parte visible de
una
realidad sospechosa. Se trata, por
tanto, de
una
deprimida
me
cni
ca
cognoscitiva:
pr
eferimos no creer por-
que la objetividad est fracturada por la duda. Pero, sobre todo, prefe-
rimos no conocer, o lo que es igual: optamos por la desconfianza porque
creemos a travs de
la
sospecha.
Extrao mecanismo peruano que instaura la sospecha como punto
de vista sobre el mundo.
Pero
tambin revelador de una profunda de-
pr
esin, que miserablemente ha extraviado el deseo de
un
conocer nacio-
nal. En nuestro pas, ese deseo no ha logrado plasmar su propio espacio
de correspondencia; donde hubiese sido posible reconocer una concien-
cia
de
la vida peruana como consenso
hist
r
ico.
Esa
ignorancia de nos-
otros mismos, en cambio, hace de
la
historicidad
una
resta perpetua:
nuestra inconsistencia histrica se explica tambin porque los tiempos
no han sido sumados por un deseo del conocer que fuese una conciencia
del creer nacional
Ms
extrao
todava, porque este mecanismo hace del conocer
una
forma de la negacin. Y de sta una viciosa
manera
del creer conocer.
Porque nos rehusamos a
la
validez de
un
testimonio (ya que el
int
erlo-
cutor forma parte de
la
duda enemiga que nos rodea) como nos rehusa-
mos a cualquier
racion
alizacin de lo verosmil y lo sistemtico (porque
cualquier sistema que nos reclame ms bien exacerba nuestra irraciona-
lidad). No hay, as, nociones objetivas en un mundo que slo podemos
aceptar fracturado
por
la negacin.
e
alli que para denigrar a alguien
se suela decir: pero si yo lo conozco . . . Como si el conocimiento no
fuera un mejor entendimiento de
la
realidad sino
su
infamia. Nuestro
conocer es injurioso: una forma de
la mal
edicencia. O lo que es lo mismo:
un suicidio de la conciencia.
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ritica
prctic soci l
133
Y
sin embargo, esta no es sino otra de las formas en que nos hiere
el subdesarrollo, sumindonos en una irracionalidad salvaje; y limitando
nuestras posibilidades ms humanas: la capacidad de conocer como una
va del creer; es decir, la posibilidad civilizadora de una conciencia his-
trica comn, que sea la objetivacin de nuestras limitaciones para el
co
mienzo de nuestra subversin.
Porque en el descreimiento est ausente la actividad de la crtica:
la sospecha no cuestiona,
ya
que no funda un compromiso. Todo lo con-
trario: el descredo se autoexcluye; niega pero no se siente negado.
Y
no obstante, en el fondo este mecanismo no es sino una dramtica auto-
negacin: el descreimiento niega todo
para
justificar su propia negativi-
dad. Nada es posible
en
este pas, dice el descredo, porque
l
ya
no
es
posible. De all que el descreimiento siendo
una mala
fe,
sea
tambin una
moral de fracaso: la
amargura
de la vida peruana,
su
encono, su humilla-
cin. Una inmoralidad, por lo tanto, ya que propone desvirtuar la reali-
dad con su irracionalismo primitivo. Esa atroz desconfianza busca des-
truir
cualquier posibilidad de consenso: es, por ello,
un
nihilismo moral
una manera bastarda de vivir); y al mismo t iempo, una condena cul-
tural la
marca
del subdesarrollo nos convierte en pobres negadores,
desheredados del espritu).
a
tensin social,
por un
lado, y la tensin racial, por otro, alimenta-
ron largamente esta negacin mutua: porque
en
la existencia colonial.
imitativa y compensatoria, el sistema del creer estaba basado en la vio-
lencia moral del rechazo; y slo resultaba veraz aquello que cumplia los
valores suplementarios de una jerarqua vertical de exclusiones. A ello
se suma, definitoriamente, la discriminacin econmica: la credibilidad
de un pobre, como la de un indio, careca de significado en el monopo-
lio de
la
verdad.
No obstante, yo dira que las fuentes de una certidumbre se sus-
tentaban en amplias zonas humanas, fuera del mismo debate ideoafectivo
de una sociedad de castas; en la periferia cultural del
pas, esto es, en su
centro espiritual:
en
la vida campesina comunitaria y suficiente, asi como
en las clases medias provincianas no contaminadas por la ideologa reac-
cionaria de las capas dirigentes del Per tradicional. No en vano en las
migraciones que rehacen el mapa del pas a fines de la dcada del
5
y comienzos de la del 60, era posible advertir la nueva fundacin de
un consenso: las necesidades elementales volvan a decir sus nombres,
y un discurso genuino emerga poniendo en cuestin los lenguajes susti-
tutivos del pas.
Porque cuando la experiencia peruana logra la conciencia de su es-
pecificidad, gana tambin el reclamo por una certidumbre que la trans-
forme.
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ulio Ort
4
Las
formas del individua
li
smo en
tre
nosotros son tambin
el
sistema
piadoso con que el subdesarrollo
no
s hace responder a
su
cerco. n la
batalla de las apariencias, que es nuestra ms caracterstica corte de los
milagros, una sociedad semiurbana colonial se disputa los smbolos del
prestigio. Pero debido a la misma naturaleza despiadada de esta com-
petencia, la persona exacerbada por la necesidad de reparaciones cons-
tantes vivir la zozobra de su propia precariedad st todavia por es-
cribirse el anlisis de esta b
ata
lla peruana. La batalla por los apellidos
predominantes, por los smbolos e
xt
er
nos de la riqueza, por los
mati
ces
raciales necesarios, por el reco
nocimiento constante de un stattt robusto
y durable. No es solamente una tensin por el poder oligrquico, sino la
naturaleza misma de ciertas relaciones humanas desde la jerarqua de un
pensamiento reaccionar
io
Podemos expropiar, nacionalizar, transferir la
propiedad econmica que sustenta
el
poder efectivo de esa oligarqua;
pero m
s
complejo es desalienar en la superestructura un pensamiento
social largamente devaluado. Porque aquello que constitua un sis
tema
de
valoracin al nivel de la oligarqua, se convierte
en
una mecnica sus-
titutiva al nivel de l
as
clases medias.
Ahora bien, en el centro de este laborioso sistema que relativiza cual-
quier pauta de relacin que no sea individual, se enc
uentra la tragico-
media del amor propio peruano.
l
peruano suele ser una p
er
manente
vctima del amor propio porque es el sobreviviente de las opiniones.
Y asl cualquier peruano de la urbe colonial, cualquier limeo de los
grupos de poder alternativamente privilegiados, es un hombre visible-
mente herido en la masc
arada
ms sini
estra entre
todas. Nadie ha querido
creer en l; y a
su
vez l no ha credo, apasionadamente, en nadie. Sus
heridas, sin embargo, no anun
ci
an el conoc.imiento del mundo, sino la ig-
norancia del mundo.
El exacerbado amor propio de los pueblos subdesarrollados entre nos-
otros es una batalla, al final, piadosa. Porque la ficcin con que elabora-
mos una persona compensatoria es tambin otra manera de responder a
una realidad del todo deprimida; finalmente,
otra
bsqueda de la sobre-
vivencia. No hay que olvidar que esta mascarada reemplaza llanamente
a la personalizacin.
n
una realidad deshumanizada por el subdesaiTollo, tambin la salud
del esp
ritu
es
un
privilegio: no estamos hechos
para
la realizacin plena
sino
para
la frustracin. l descreimiento, hemos visto, es una moral del
fracaso.
La
mascarada individualista es la imaginacin de ese fracaso.
Pero el hecho de que sea un sistema al final piadoso precario en s
mismo,
trag
icmico a los ojos de la inteligencia) no hace menos total
nuestro voto en contra. Porque en el entendimiento de una sociedad re-
presora, la crtica no puede sino reve
lar
hasta qu punto todas las pestes
de la conciencia se apoderaron del espritu
na
cional.
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rtica
prctic soci l
133
Y sin embargo, esta comedia poco humana, esta comedia brbara
posea en si misma su contradiccin. Haba polarizado al pas, minando la
formacin de una distinta conciencia
de
interrelaciones pero en el otro
extremo, la emergencia de pals no depravado por el egosmo, irla pau-
latinamente a recu
sar
el SiStema subj
etivo
que alienaba a la persona.
Porque en la concurrencia de una cultu
ra
popular, cuya naturaleza es
comunitaria, encarna una persona ms real, constituida por la perpetui-
dad que define a su presencia colectiva. Si el dominio sobre la historicidad
ha de suponer, dentro del camb
io
radical de las estructuras, la prctica
de una conciencia nacional diferente, esa diferencia viene de lejos: de las
formaciones imaginarias de los pueblos abolidos por la historia oficial.
Es cierto, la batalla de las sustituciones sigue dominando buena
parte
de
las relaciones de clase en la
urb
e, porque la movilizacin social
tam
-
bin se alimenta de las jerarquas irracionales y tradicionales. Pero es
cie1to tambin que en las bases sociales del cambio acta la recuperacin
espiritual de una conciencia
entre
nosotros inslita: la conciencia so
li-
daria, el reconocimiento de clase, el consenso popular. Esa es la nica
posibilidad de
reh
acer la moral social responsable, el habla de las rela-
ciones, su inteligencia interpersonal. Para que a una moral del fracaso
sucda una mo
ra
l del trabajo.
Son previos los trabajos de conciencia: el de la critica es uno de
ellos.
Para
terminar con la comedia de las pobres costumbres y
para
asum ir
la condicin trgica de
un
pais
que
vanamente, ha querido en-
mascararse cuando todo delataba su mala conciencia.
En
esa condicin
trgica, en cambio, en esa lucidez de sus hechos vivos, la certidumbre
de la conciencia es un trabajo a compartir.
La experiencia peruana no se reconocerla en ninguna formulacin del
optimismo.
En
cambio, es posible que su naturaleza se precise ms fiel-
mente a partir de una conciencia trgica de la realidad que compartimos.
Esta
conciencia es todo lo que se opone al descreimiento derrotista:
parte
del reconocimiento crtico y se encarna como la asuncin de lo que
somos.
No es casual que sistemticamente hayamos rehuido la posibilidad
de un conocimiento ms fiel de nuestra experiencia nacional. No sola-
mente hemos preferido medirla desde frmulas elaboradas por otras ex-
periencias del mundo. Adems, hemos suplido cualquier posibilidad de
que aquella conciencia t
r
gica que quiere decir entendimiento exacto
de una realidad laboriosamente enmascarada) se in
sta
ure en nuestros
hbitos de conocimiento.
Hemos heredado, ms bien, una compleja serie de instrumentos de
aprehensin hechos para disuadir cualquier objetividad plena de un acto
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136
tt o rtega
pe
ru
ano. La vida nacional parece haberse rehusado a su propia concien-
cia, y, de hecho, elabor
un
siste
ma
de inversin que redujo permanente-
mente la realidad a los
tr
minos de una comedia
fam
ili
ar
Me refiero al Ricardo Palma que
ll
evamos den
tro
: la realidad no
solamente nos ha parecido indigna de fe (y por eso preferimos sospechar
de ella); la realidad tambin nos ha parecido indigna de cualquier ple-
nitud humana (y por ello hemos optado por despojarla de toda reso-
nancia que trascienda el
mar
co reductor de una medida familiar, a la
mano, rebajada). Ya
Jo
vio Guamn Poma en el nacimiento de la expe-
riencia peruan
a:
todos quieren ser seores, observ alarmado al centro
de una movilizacin social que no provea una nueva experiencia de
certidumbre sino, contrariamente, una inversin total, un mundo al
revs y sin desenlace. Guamn lo dijo con indignacin con sarcasmo.
Garcilaso que percibi lo mismo opt por una respuesta ms laboriosa:
el habla de la nobleza, la cual, bajo sus frmulas, revela la primera di-
mensin trgica de nosotros mismos: cmo hablarnos para creernos?
Si la palabra de un espaol ante una corte equivale a la de tres
indios, qui
ere
decir que la certidumbre suponia otro orden del discurso.
La
arqueologa del lenguaje peruano, precisamente, descubre el desga-
rrado espectculo de s
uc
esivos es
tratos
verbales, que buscan laboriosa-
mente su acceso a una certidumbre que la condicin colonial les niega.
Cmo hablarnos, entonces?
Gar
cilaso lo har a travs de una compleja
estrategia probatoria, desde la dignificacin sobria de una verdad comn:
trocando a la pasin en melancolia; haciendo del discurso el testimonio
de una
patria
naciente. Guamn Poma, con la fe mti
ca
de que la verdad
que le dicta su entendimiento del mundo ha de imponerse a travs de su
demostracin verbal, el Informe al Rey acerca del
error
espaol. P
er
o ya
Caviedes demuestra que toda medida de certidumb
re
est sujeta a un
sistema de castas: el pobre si
trabaja
poco es llamado ocioso, nos re-
cuerda, y si
trabaja
demasiado es llamado ambi
cio
so; o sea, no h
ay
ver-
dad compartible
par
a los desclasados.
Luis Loayza ha observado que en una pgina de Stendhal y en
otra
de
Proust
aparecen, brevemente, dos peruanos. El primero es un hombre
de la gene
ra
cin de la independencia, el
otro
un petrimetre de los salones
parisinos. Entre la certidumbre de uno y la incertidumbre del
otro
ha
fracasado toda una instancia de la vida nacional. Y, en efecto, unas
nuevas clases dirige
nt
es
han
extraviado consigo el nacimiento republi-
cano del pas, revelando tambin los limites del proye
cto
emancipador.
Quien testimonia los mecanismos perversos de ese cambio es precisa-
men
te
Ri
ca
rdo Palma. Porque en sus tradiciones peruanas la historia
ha
perdido no nicamente
su
posible grandeza sino, lo que es peor, su
razn de ser. Ha perdido
su
final condicin trgica: esto es, la conciencia
de los hechos que no constituyeron una nacin. Revelando el sentido
hi
strico de
su
tiempo, el cual
ir
a
ser
constitutivo de una
man
era -
ruana
de ver la historia, no propone una conciencia ni mucho menos un
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Crt ica p ctica social
137
consenso; deduce, ms bien, su
co
nstante relativizacin. Slo es inteligible
en su reduccin casera, en su dispersin anecdtica. Toda su certidumbre
se da en la necesidad de penetrar la vida intima de los protagonistas sus
secr-etas pasiones, sus venganzas, miserias y caprichos.
No
hay otra ver
dad en la historia que no sea este interior familiar de su escenario del
poder. Las razones de los hombres no estn en sus actos objetivos y en
la orientacin de los mismos; estn en la irracionalidad gratuita en que
los elige este discwso de la rendicin.
Por lo tanto,
es
imposible una conciencia trgica: la reemplaza una
conciencia suspicaz, que relativiza los trminos. lgualmente, y desde este
esquema, es improbable un consenso objetivo que fuese una certidumbre
a compartir.
La
mejor literatura peruana testimonia esta agona de una
verdad comn, y busca fundar los trminos de una crtica a la desperso
nalizacin que supone el relativismo de las dobles verdades.
n
Garcilaso
y en Vallejo, en Maritegui y en Arguedas son visibles la reconstruccin
de Jos signos de esa certidumbre. Que ella aparezca
como
una conciencia
trgica slo quiere decir que el primer movimiento de nuestra identidad
es la critica.
s
decir, el reconocimiento de nuestras dobles verdades
que son varias mentiras.
Este mismo espritu que dict la versin socarrona de Palma, est
presente en el espritu de comedia con que solemos relativizar los po-
sibles hechos trgicos. No me refiero a la simple burla urbana a las
emociones, donde acta un mecanismo pobremente defensivo; sino al des
creimiento de las capas medias y burguesas frente a un acto que escape
a su jerarqua de valores familiar y restrictiva. Correspondera esta ac
titud al
choteo de Centroamrica y el Caribe, y al ninguneo de los
mexicanos: el critico humor popular puede estar, o haber estado, detrs
de estas reducciones a lo grotesco. Y en ese sentido estas reducciones for
maran
parte
de una legitima cultura de la plaza pblica;
aJll
donde
acontece la inversin pardica de los sistemas establecidos. Pero no es
menos cierto que estas versiones actan ms bien de un modo traumtico,
cuando se convierten en el punto de vista sobre las dimensiones del acon
tecimiento.
La condicin colonial es una profunda 1 educcin de las posibilidades
humanas: la crcel que muchas veces no llegamos a ver por entero.
Hemos empezado a
traspasar
esos limites?
Lo
hemos intentado, buscando
rehacer el origen: desde Garcilaso y Tpac Amaru; desde Eguren y -
sar
Moro; desde Arguedas y
las
guerrillas del
65.
Y
lo
estamos intentando
otra vez en medio de una gran conmocin en la superestructura: los sis
temas y valores tradicionales entran en crisis, y por eso mismo se exa
cerban.
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8
6
J
ttlio 1t ga
Dc
spro
\'i
stos
c t'
una concienci2 de nuestra condicin peruana, esto es,
carentes de un conocimiento etlico de nuestras relaciones objetivas con
una realidad en todos los rdenes depredada, no es extrao que el pen-
sam iento reaccionario haya s
ido
connatural al subdesarrollo. Porque
el
subdesarrollo supone tambin la ignorancia de nosotros mismos.
Cuando Jos de la Riva Agero sostuvo que la litera tu ra peruana es
un capitulo ms de la lit
eratura
espaola en verdad ilustraba el origen
mismo del pensamiento reaccionario: su condicin colonial. Y cuando
La Prensa , de Pedro Be
ltrn
, afirm que
lo
s Estados Unidos tenan
dcrccho a bombardear Vietnam por
ser
ellos la nueva cuna, la nueva
Grecia, de
la civilizaci
n
occide
nt
al, implicaba que
esa
condicin colo-
nial del
pe
nsamiento reaccionario se haba constituido
en
una visin de-
pendiente del Per. Es probable que la declaracin de Riva Agero habr
escandalizado a ms de una conciencia liberal de la propia Espaa, como
es seguro que la cosmovisin de Beltrn habr resultado inconcebible
a no pocos norteamericanos. Sin embargo, ambos planteamientos fueron
tradicionalmente aceptados en nuestro pas como situaciones fatales. To-
dava
V
ct
or
Andrs Belande
pe
n
s
que la integracin del indgena
peruano a la civilizacin occidental sera lograda
por
la religin cat-
lica, en una nueva suerte de campaa catequizadora de la dominacin.
no hace mucho, fue posible leer que el proceso de cambios iniciado por
las Fuerzas Armadas era occidental y cl'istiano .
Toda esa igno rancia de las condiciones objetivas de la realidad na-
cional no es una simple ausencia de informacin sino una
ms
profunda,
y activa, versin reaccionaria del pas. n esa misma versin finalista se
inscriben las ideologas modernizadoras del Per, que nos conciben des-
tinados a compe
tir
internacionalmente por un desarrollo , que no es
s
in
o la rat ificacin del capitalismo. As como los partidos politicos
tr
a-
di
cionales, que en nombre de una democracia parlamentaria reducen
el pais a una oligarqua poltica que acta como una junta de negociantes
del poder.
Pero tampoco el pensamiento reaccionario es slo
una
ideolo
ga
co-
lonial sino que, entre nosotros, es tambin un sistema de valores que se
configuran en la alienacin. Sistema de valores compensatorios que de-
vala cualquier consenso de relacin genuina en nombre de un cdigo
de las aparien
ci
as; el que es caractersticamente un producto de la sub-
cultura reaccionaria.
La
reptesin de una conciencia social acerca de los
condicionamientos, limitaciones y carencias que implica el subdesarrollo,
permiten y promueven esos sistemas compensatorios
en
la alienacin.
El cerco cultural del subdesarrollo impide
en el
individuo
una
visin
int
egra
l y critica de su condicin limitadora.
Esa
condicin nos condena
a la inconsistencia, a la exacerbacin subjetiva, al individualismo defen-
sivo.
n
sus zonas ms miserables es
una
suerte
de
vaclo
de
realidad:
7/26/2019 Critica y prctica social. La experiencia peruana
11/15
rticay vtctica social
139
sus vctimas no estn ligadas a ningn compromiso de la conciencia
son los parias de la nacionalidad. Hasta ese punto nos hiere
el s u d c s ~
arroll
o
actuando como un corte de la conciencia, como una castracin
de la responsabilidad.
No podemos sino recusar permanentemente toda manifestacin del
pensamiento reaccionario, que acta como el instrumento de la domina-
cin para reprimir una conciencia social. Debemos denunciar cada una
de sus instancias: desde la m r ~ colonial que devala todo lo propio
para sobrevaluar todo
lo
extranJero, hasta la irrisoria mecnica
de la
compensacin de la apariencia; desde las ideologas occide
nt
alistas has-
ta el irracionalismo anticomunista; desde el descreimiento traumtico
hasta la resistencia a l cambio. Pmque es en este mbito donde trabaja
la crtica: contra la condicin colonial.
7
Del uso
y
abuso de Maritegui
no
es culpable sino
la
ignorancia de sus
textos: esto es, la irresponsabilidad. O sea, todo aquello que esos textos
contradicen.
Pero
olvido ahora las miserias del contexto, esa historia
nacional de las sumas que
rest
an; porque la certidumbre no est en el
cotejo de las ignorancias mutuas, sino en el dia siguiente de la mala fe.
Anoto, ms bien, algunos datos
para
una arqueologa
de
la lectura
de Maritegui.
n
primer lugar, ste: cada lectura es
un
ejercicio con la
cettidumbre. Su idioma es el del balance instaurado al centro de la his-
toricidad; porque su anlisis, que comienza como una apelacin del objeto,
termina como una proyeccin del sentido.
s
a ese trabajo que uno le
rinde cuentas; cotejando sus evidencias con la prueba histrica, donde
la apelacin del obje
to
(la razn del acontecimiento) puede ser
co
ntra-
dicha o modificada, pero donde la proyeccin del sentido (la unidad cen-
tral de
su
reclamo) preserva siempre el poder de la critica como el lugar
comn del entendimiento que nos promete.
De all se deduce esta
otra observacin: la
co
nciencia del cambio es
aqui central. Pero no solamente porque es el primer escritor peruano
que instaura la racionalidad en la errancia de lo histrico sino tambin
porque
trabaja
la virtualidad. Todo en Maritegui acta por una recupe-
racin permanente del sentido: no hay enancia en su obra, porque en-
carna un sistema complejo de convergencia, vertebrando un entend
i-
miento
unitalio
de una realidad que, sin embargo, no est sino hacin-
dose. Maritegui es un clsico del futuro: esto es, lleva la lucidez a la
virt
ualidad. Analiza
un
mundo no slo
para
introducirnos en sus acon-
tecimientos sino para llevarnos desde ellos,
para
pensar otro mundo.
De
ninguna manera quiero decir que Maritegui escribi para un maana o
propuso su diseo. Quiero decir que toda
su
obra nos hace desear otro
tiempo: la plenitud de la racionalidad en nuestra recuperacin de la
s-
toria.
7/26/2019 Critica y prctica social. La experiencia peruana
12/15
140
tio Ortega
Su versin de la experiencia peruana no requiere as de la historio-
grafa: requiere de la crtica.
a
prim
era,
acumula. Y, por eso, refrenda
una memoria que nos olvida.
a
segunda, procede a fundar la memoria
del porvenir: el
ahora
de la recusacin. Por ello, Maritegui vota
en
contra de la superestructura colonial que maneja toda idea del pasado
y
de ese modo l propone
la
racionalidad como va de reconocimiento ;
y
asimismo, vota en contra del reformismo del Apra y propone, al co-
mienzo de nuestra poltica moderna, la alternativa socialista: la virtua-
lidad como hi
stor
ia . Estos dos movimientos abren el espacio ms propio
de su idea del P
er
: la polmica de
una
cultura co
mo
ganancia de la
prctica social.
De alli la calidad dramtica del pensamiento de Maritegui. La
ex-
traordinaria percepcin del cambio, que
transforma
el entendimiento de
la cultura de su tiempo, no le hace sumarse a la corriente
ni
mucho
menos sumarlas para si. Todo lo contrario: desde su visin central de un
pensamiento que es el inicio de la racionalizacin de
la
experiencia de
su
pais, polemiza libremente con la gran
fractura
de la tradicin gramatical;
y respira sin r
estr
iccin y con lucidez, y hasta con no oculto deleite y
buen gusto, dentro de esa ruptura de las normas y apertura de las ideas.
A veces sus balances pueden
estar
errados, pero su percepcin central
habitualmente es cierta: porque es incorporadora y generosa, la perma-
nente ganancia de un espritu mayor. El drama intelectual est,
por
eso,
en la necesidad de debatir para
recuperar y sumar. Un
drama
entera-
mente nuestro, que Maritegui desarroll con nitidez.
Otra
vez, el papel
fundador de la critica: no es casual que
en
su obra poseamos el primer
espacio genuino de nuestro propio reconocimiento critico moderno. All
donde la crtica asegura que reconocernos supone tambin transfor-
marnos.
Maritegui nos habla desde la inteligencia
para
mostrarnos como
una
opcin ms plena, en un tiempo ms humano y responsable:
esa
es la
accin civilizadora de su escritura.
No ha hecho sino adelantrsenos
en
hacer suya la nica realidad dig-
na de
ser
vivida : la realidad sublevada.
8
Cuando Jos Maria .Arguedas empez a escribir, su literatura poda
ser
entendida como la pattica versin de un mundo marginal. No es
arbitra-
rio suponer que las pginas finales de 7 nsayos de Maritegui anuncia-
ban precisame
nt
e un trabajo literario como el de .Arguedas: ese reclamo
por un nuevo indigenismo, hecho al centro del primer indigenismo y
en los albores del que alli comenzara, se cumple con plenitud dramtica
en
aquel trabajo. Pero, asimismo, ya
en
Maritegui este indigenismo
cultural era
en
tendido no como
una
derivacin
perrica
sino como
una
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riticay
prctica soci{ll
141
actividad central que comprometa una definicin nacional. Sin embargo,
slo en los ltimos aos hemos podido leer a Arguedas ms all de
su
primera y evidente funcin reveladora de
un
mundo, el indigena, que
ignorbamos. Porque leer a Arguedas como al informante de un universo
perrico y fatalmente distinto, es limitar erradamente el proyecto de
su obra.
Desde la perspectiva plural de la ex Periencia peruana cabe una lectu-
ra comprensiva de otro orden. En efecto, leyendo estos libros uno percibe
que trabajosamente colindan con la ficcin y la crnica, con la novela
y el informe.
En
buena
parte
son novelas o cuentos, pero en una
parte
problemtica son apelaciones, desgarramientos, confesiones. Libros ex-
uaos, hbridos, donde las altas tensiones del relato se dispersan abrup-
tamente. No es casual que Arguedas escribiera en una especial disyun-
cin: buscando suscitar la plenitud de las comunicaciones y precipitn-
dose en el fracaso de
no
poder resolver un material controvertido. De
all que
haya
en
l
una moral del fracaso literario: dejarlo visible para
testimoniar la naturaleza insumisa de la obra.
Pero esta discordia de la fi ccin la crnica esta tensin entre el
relato
y
el testimonio) probablemente tiene que
ver
con la perspectiva
misma que informa
su
enfrentamiento de la experiencia peruana.
Para
Arguedas el relato est en la virtualidad del conflicto. O sea, en la exa-
cerbacin del testimonio. Como en ciertas novelas del siglo XIX, en las
de rguedas
uno
de antemano sabe que el desarrollo de
la
ficcin
est
entregado a la condicin terrible de la experiencia.
Una de esas tensiones polares radica en el hecho de que la experien-
cia peruana pueda ser determinada por el medio, por la discordia de
natwaleza y cultwa. Como en el mundo previo a la tecnologa, en el
andino Arguedas nos muestia una existencia destinada por la dependen-
cia ambiental; una existencia insular, por lo mismo.
a otra
experiencia
polar no es menos dramtica: el destino social del individuo que supone
la culpa infernal
de
un pas de castas. La dependencia ante el medio
y
la
dependencia ante las castas que sangrientamente colindan, son dos formas
de una misma experiencia desligada y extraada. a alternativa comu-
nal es
un
a existencia equidistante, problemtica pero igualmente virtual.
En
Toda ;;
las sang es
podemos percibir el poder de esa virtualidad, que
proyecta a esta novela, con desolada esperanza, ms
all
de su misma
versin del acontecimiento.
El
acontecimiento
en
las novelas de Arguedas suele estar poseido
por la inminencia trgica. Una secreta entonacin apocalptica reco-
rre por dentro su versin de los hechos. Pero el poder de esa versin
comnmente abre tambin
otra
inminencia: la del cambio, en el reclamo
de la conciencia .
a tra
gedia se trama en la utopa: un mundo que ha
sido o
ser
una morada humana es, insiste en ser el teatro infernal del
desamparo.
Si en la primera parte de los
omentarios reales
del inca Garcilaso
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14/15
142
ulio
Or tega
y en la CTnica
de
Guamn Poma la posibilidad de que la experiencia
peruana se fundamente en la concepcin del Per
como morada era ya
una agona interior de la historia ; en las novelas de Jos Maria Arguedas
el reclamo
de
esa posibilidad es directamente una impugnacin trgica.
Ya en la ms importante novela de Ciro Alegria el t itu lo que declaraba
explcitamente la ajenidad y la amplitud del mundo implicaba como
en
Arguedas que por el extravo de la historia el pas es una casa de nadie.
Casa de nadie crcel feroz infierno de castas. Estas imgenes sobre
la irri
sin his
tr
i
ca
como d
estru
ccin
de
un mbito humano se prosiguen
en
La asa Ve de de
Mario Vargas Llosa : la selva inha
bi ta
ble del ori-
gen y
el
burdel
gr
otesco del destino socia
l.
P
er
o en Arguedas la expe-
riencia de
lo
peruano no sucumbe a su solo testimonio crtico sino que
bu
sca proyectarse en la ficcin porque la escritura deber proceder to-
dava a su propia reconstruccin. Todo
en
Arguedas tiende a
ser
una
escritura zozobrante no as esta actividad de la ficcin: el poder analtico
de la
ficcin provee a e
sa
escri
tura
de
una
energa que sustenta su m-
bito de convocaciones.
Dentro de la misma negacin trgica de una
alt
ernativa armnica
en las novelas de Arguedas no deja de emerger el sueo del pas como
una casa de los hombres.
Fo
rmacin imaginaria que el lirismo inicia.
Porque en la naturaleza est el comienzo de esa posible morada que sus-
tentaria a la experiencia del pas en una materia integradora. Pero tam-
bin en el reclamo por la existencia de una ley colectiva. Asimismo en la
posibilidad
de
que las relaciones humanas sustenten la integridad del in-
dividuo.
n el laberinto peruano que disean sus obras nuestra experiencia
se escucha como critica
de
la irrisin hi
str
ica y como
drama
del deseo.
Como hombre Arguedas vivi segn l mismo dijo toda la dicha y la
desventura del pas. Posea las claves de una felicidad du
rab
le en sus
fuentes aborgenes; en la
capacidad de comunicacin que manifest como
inh
ere
nte a la condicin ind
ge
na. Pero haba sufrido el desgarramiento
de
esa condicin; la violenc
ia
y la negacin con que un mundo de castas
someta a su raz humana a la parte desposeda del pas. Como escritor
logr comunicar la extraordinaria aberracin
peruana
de
esa contra
-
diccin.
Arguedas conoca las claves de una visin del mundo cuya sabidura
fundaba las relaciones humanas a partir de la identidad comn y la co-
municacin.
s
a comunicacin
entre
los hombres y su mbito posea
adems su pr
op
io idioma el quechua como el lenguaje de la norma
ar-
mnica. No es que Arguedas haya simplemente idealizado como mec-
nicamen
te
podra pensarse al indio y su medio; sino que en las pautas
de existencia aborigen haba encontrado la nocin de un espacio social
genuino. Las pautas de la vida comunitaria se unen a las de plenitud de
la conciencia en una naturaleza integrada
al
cdigo humano. Por ello
en
tre
los hombres prevalece el co
ns
enso de la autenticidad; y la jerarqua
7/26/2019 Critica y prctica social. La experiencia peruana
15/15
rt i a
y
vrctica social
143
de valores se rige por una tica de los sentimientos. Un universo afec-
tivo nos rodea: es la libertad de los sentimientos
lo qu
e nos permite la
plena presencia del mundo en nosotros de nosouos
en
la s
oci
edad. El
refinamiento de ese mundo sensible es tambin una inteligencia armnica.
Pero todo conspira en el pas contra esa conciencia realizada. El tes-
timonio de Arguedas es el diseo de esta tragedia nacional: un pas
en
guerra interior desarticulado por la injusticia. De all que la unidad final
de su obra sea un debate irresuelto: la errancia de la justicia. En sus
libros asistimos al espectculo ms atroz de todos : el de
los
hombres
ejerciendo la injusticia involuntaria voluntariamente. El mundo abori-
gen es el de la comunicacin. Los hombres del Ande ejercen una amplia
correspondencia con la naturaleza el escritor rec
up
e
ra
de
esa fuente el
lirismo maduro de una aoranza
de
vida fracturada por la condicin mar-
ginal. Esa comunicacin es pues insular.
a
rodea por todas partes su
imposibilidad porque el mundo del poder establecido es el de la incomu-
nicacin. El indio est prohibido de hablar. En el orden de la injusticia
su palabra est condenada. Como en una pgina memorable de Todas
Zas
s ng es
frente al paun le est prohibido incluso pensar. Esta novela
como otros trabajos de Arguedas tambin puede ser leida como la aven-
tura
del lenguaje criminal y proscrito en el Per.
Arguedas fue un escri
tor
del todo excepcional
y
no slo por
el
poder
de su imaginacin sino tambin porque en
su
obra confluyen las fuen-
tes
de
la
vida peruana con
la
energa primordial de su
capacidad
de ser
y las fuerzas dispersas del pas las castas y clases los sistemas del poder
legtimos unos ilegtimos los ms con la zozobra de su inadecuacin hu-
mana con su inconsistencia bsica ante el destino global del pas.
a
obra de Arguedas es tambin la denuncia de las vinculaciones dramticas
de ambos mundos y a este nivel un documento vi
vo para ent
endernos
en un proyecto mayor de interaccin cultura
l
Esa confluencia de imge-
nes y debates convierte a
esta
obra precisamente en un documento ins-
lito que trasciende a la literatura.
Con ello Arguedas es otro indicio de la afirmacin de una cultura
nacional caracterizada por su origen y su destino en el mbito
del
Tercer
Mundo.
a
reflexin y tambin la documentacin sobre esa cultura tienen
en su obra un alegato fundamental; un documento sobre el pais asumido
como ser vivo.
Por
eso nos encontramos a nosotros mismos
en
esos
textos: interrogados y cuestionados pero tambin convocados
para
la
conciencia y el deseo de
un
espacio de los hombres.
Arguedas es nuestra conciencia de desdicha. Pero en esa conciencia
de nuestra privacin habita tambin el reclamo por humanizar los tr-
minos encontrados de nuestra zozobra cultural. Su ob
ra
nos dice
como
querra Benjamin que no es en vano que hemos sido esperados aqu
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