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DIECISEIS FAROS Y
UNA MEMORIA(®) (un recorrido por los faros de Asturias)
José Luis Espina Suárez
(junio 2013)
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VIAJAR
En esos viajes en coche, largos y rutinarios, en los que a veces me
embarco, cruzo por lugares que, a fuerza de recorrerlos, acaban por
despertarme un interés singular. Son como hitos en el camino que sirven
de referencia para reconocer el trecho que ha quedado atrás y la ruta
que aun me queda por delante; lugares particulares, rincones que se
anclan en la memoria y se convierten en una acotación única en el
camino. En todos hay alguna forma de belleza que queda retenida tras
el espasmo de tiempo que la velocidad del automóvil me permite.
Muchas veces me he prometido hacer un alto en la carretera,
orillarme en el arcén y capturar la escena con la máquina de fotos, o
simplemente mirar, deleitarme en la contemplación y preguntarme por
qué esa y no otra imagen forma parte del reducido repertorio de
momentos que hacen de la ruta un viaje peculiar. Pero nunca lo hago, ni
aminoro la marcha ni dedico más tiempo a ese momento que el breve
instante que me toma avanzar por los límites del paisaje. Temo que todo
se pierda, que la perspectiva de la mirada detenida altere los motivos
que lo han convertido en excepcional, así que avanzo sin más
concesiones que las de siempre, la imagen fugaz, convencido de que
mientras esos escenarios permanezcan en su sitio, el viaje continuará
siendo la ruta inalterable hacia un destino sorprendente.
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EL MAR
Siempre sube este mismo viento del mar y sacude la urdimbre
espesa de brezo y pétalos violeta. Abajo el agua, roncando,
sobrevolado por graznidos de gaviotas en un ir y venir interminable.
Transito por estos caminos tan asomado a sus abismos que el vértigo
me obliga a apuntalarme bien en el suelo mientras un vahído, como de
mal sueño, me acerca a esos momentos de pesadilla y desplome
interminable.
Apenas si diviso algún barco esta tarde. Una breve estela blanca
riela en la popa de una nave que se confunde con el agua. Un pescador
de San Martín de Podes me contó que había temporal entrando por el
oeste, tuvo que cancelar los planes, plantarse en tierra y esperar a la
bonanza. Casi un día navegando en una bonitera de ocho metros de
eslora. Ciento cincuenta millas para encontrarse con el cielo reventando
de agua y la mar convertida en una encerrona. Pero saldrá otra vez
cuando repose el tiempo.
En las noches de estrellas reina un silencio espectral apenas roto
por la proa partiendo el agua, iluminados por un crepúsculo de
claroscuros perlados. Más allá de los farallones filosos descanso la vista
sobre el lomo esmeralda de la isla Erbosa. Una cresta erguida frente al
Cabo de Peñas, refugio de gaviotas, rastreada por ese viento incansable
que se crece y frustra el espigueo de los arbustos.
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EL INICIO IMAGINADO
Cuentan que cuando todo tenía alma y el mundo era uno, las aguas del Cantábrico eran mansas y se recogían en un océano tranquilo sobrevolado por gaviotas y albatros mientras los espumeros remataban las olas del mar.
Se dice también que el día en que una gaviota contó lo
que los raitanes hablaban sobre las tierras del interior la mar se volvió brava y afirman que desde entonces las olas braman buscando alzarse por encima de los acantilados.
Contaron sobre los paisajes que trazaba el litoral
extendiéndose tierra adentro; de la costa que se prolongaba hacia el este por los rincones de Cantabria, internándose
por el oeste hasta el Finisterre gallego donde el perfil se rompe y vira formando pliegues hasta los límites de Portugal; de las tierras del carbón y las montañas perdidas en el infinito; de los pueblos diseminados en valles con lagos transparentes y bonetes blancos rematando las cimas.
Dicen que cuando la gaviota volvió a la isla Erbosa
abundó en todos esos detalles insistiendo en las palabras de los raitanes dejando saber sobre el macizo de picos con nieves que se acomodaban eternas y donde las montañas eran tan altas y los rincones tan umbríos que no se animaba la hierba; de las vegetaciones de olmedos y avellanos; de los robles y castaños que amparaban fuentes y regatos donde se escondían ninfas y medraban los engendros.
Las palabras se desplomaban sobre el vaivén de las
olas, atentas a la historia de las gaviotas. Y entonces se encrespó el mar, arriando el temporal contra la costa cabalgado por espumeros como aurigas empecinados queriendo remontar los acantilados imposibles y conocer los paisajes que relataban.
Fue desde entonces que la mar no ha cejado en el
empeño de auparse a la barrera terca de los abismos, buscando empapar las montañas desmedidas y conocer los prados donde crecen los bosques y se empantanan las nevadas.
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LOS MOTIVOS
Podía haber decidido visitar viejos hórreos decorados con
llamativos trisqueles o artesanos fabricantes de madreñas. Podía haber
sentido curiosidad por volver a las montañas, animarme a recorrer de
nuevo el macizo central de los Picos de Europa como hace ya tantos
años. Hay mucho que ver y descubrir en este pequeño espacio de tierra
volcado al Atlántico a través de un abrupto mirador de trescientos
kilómetros de costa. Pero decidí recorrer los faros, lo más parecido a
visitar fantasmas, lo más cercano a los gigantes de Don Quijote.
La primera vez que divisé el mar lo hice desde la base de un faro.
Si la memoria no me engaña, hasta afirmaría que fue desde los
acantilados que se abren a los pies del faro Vidio, en una de aquellas
excursiones familiares de fin de semana.
Es una imagen confusa construida con más voluntad que
recuerdos, pero juraría que si no fue así, fue sin duda algo muy
parecido.
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PIMIANGO – FARO DE SAN EMETERIO
Domingo dieciséis de junio. Salí de casa a las seis menos cuarto
con el sol clareando el día. Mientras avanzaba veía cómo el resplandor
de los rayos se proyectaba en los espejos de los retrovisores. Había
nubes en el cielo, apenas algunos nimbos moteando la mañana. Las
intensas y prolongadas lluvias del invierno habían dejado un esplendor
verde en los campos y los brotes de retama crecían tupidos en los
márgenes de la carretera. La vegetación de La Rioja acostumbra a
amarillear a esas alturas del año pero a mitad de junio persistía un verde
vivo del que despuntaban chopos y alamedas en los coscojares abiertos
más allá de las lindes de los ríos.
Vi cigüeñas cruzar el cielo, perdices temerarias atravesando el
ancho de la autopista y liebres entretenidas en los arcenes
aprovechando la intimidad de las primeras horas. Sobre los sotos
planeaban rapaces dibujando vuelos que animaban a elevar la vista al
cielo, mientras aferrado al volante y envuelto por las notas de Susan
Tedeschi contemplaba el paisaje que iba quedando atrás.
Viajar al norte es retroceder en el tiempo, desandar años y
enfrentarme a la contradicción de ir allanando los oníricos huecos del
pasado con la firme realidad del presente.
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Aunque no se precisa cuándo ni hay constancia documentada del
suceso, cuentan que después de la gran galerna ya nada fue lo mismo y
que desaparecidas las embarcaciones y sepultados los marineros bajo
las olas, la gente de Pimiango le dio la espalda al mar. Se dice que fue
ese el motivo por el que los quehaceres de los hombres y su forma de
ganarse la vida cambiaron de pronto, convirtiéndose en zapateros
ambulantes que recorrían las tierras del norte y otras limítrofes
remendando o fabricando zapatos. Y a la par que la profesión avanzaba
crecía con ella la mansolea, una jerga gremial pensada para
comunicarse entre sí evitando ser entendidos por los extraños.
Sin poder concretar el inicio, aunque algunos lo sitúan a mediados
del siglo XVII, sí se conoce que la práctica de esta actividad alcanzó
hasta casi el primer tercio del siglo pasado.
A Pimiango se llega por una desviación de la carretera N-634 y tras
unos breves kilómetros de permanente ascenso entre frondas verdes
que se ciñen sobre el camino alcancé la entrada del pueblo, ahogado
por el silencio de un día luminoso en el que sólo se escuchaban el trino
de los pájaros y algún crepitar perdido entre las arboledas.
Desde la iglesia de San Roque, junto al muro de piedra que se
orienta hacia el sur, veía al frente la población de Colombres y más a la
izquierda Unquera, limitada por la ría de Tina Mayor y el rio Deva,
frontera natural entre Cantabria y Asturias. Pero si algo conmueve
cuando se eleva la vista hacia el horizonte es la cadena montañosa de los
Picos de Europa, un festón rocoso que se recorta contra el cielo,
coronadas las cimas por las últimas nieves de un invierno demasiado
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largo. Entre la barrera de montañas sobresale inconfundible el vértice
del Naranjo de Bulnes, majestuoso y nítido, una desmesura árida que se
agiganta hacia el sur.
No es excepcional una geografía que conjugue el mar con la
montaña, pero sí resulta singular que en poco más de cincuenta
kilómetros, un perfil de simas abocadas al mar se combine con un
paisaje de montañas que se levantan superando los dos mil quinientos
metros de altitud.
Cuando me contestaron desde Pimiango al correo en el que
informaba de mi intención de visitar el faro de San Emeterio lo hicieron
remitiéndome a los escritos de Amando Laso Madrid (1912 – 2011),
quien además de técnico en una empresa química de La Felguera había
trabajado como corresponsal en el semanario «El Oriente de Asturias»
escribiendo unas crónicas impecables que abundaban en información
sobre Pimiango y su entorno y que hoy se pueden consultar en Internet.
Había conducido a lo largo de setecientos kilómetros sin más
descanso que unos minutos en un área de servicio para repostar y tomar
un frugal desayuno, así que en el momento de bajar hasta la rasa del
faro desestimé la posibilidad de hacerlo en coche y me dispuse a
hacerlo a pié. Más tarde, bajo la el calor de un sol inclemente y tras
conocer la distancia que me separaba de la hondonada, me di cuenta de
que la excursión iba a resultar algo más dura de lo previsto.
No me había sido posible contactar con el técnico del faro para
concertar la visita, así que la posibilidad de acceder al interior parecía
bastante remota. No es fácil conseguir permisos para visitar los faros,
acceder a ellos exige de antemano un permiso de la autoridad
portuaria, para lo que es obligado cursar una petición formal
exponiendo el motivo de la visita, de lo que dependerá el importe a
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abonar si la causa se considera justificada. Ni nostalgia ni estímulo
literario me parecieron motivos convincentes para un funcionario de
Fomento, así que me limité a contactar con amigos y con el servicio de
turismo de algunos ayuntamientos solicitando información y nombres de
personas que tuviesen algo que contarme.
En dirección norte una senda de asfalto conduce hasta el mirador
de El Picu, una balconada construida sobre pilares donde antiguamente
los lugareños dispusieron bancos de madera para poder divisar el mar.
La calzada continúa a la derecha, regateando entre la vegetación y
deslizándose monte abajo. Al frente, aupados al mirador de hormigón
que se encara al mar, vemos los salientes rocosos que abrazan la playa
del Regolgueru, primera playa del litoral oriental asturiano. Y más
abajo, a unos dos kilómetros y asomando entre una inusual espesura de
encinas, se descubre el brillo de la linterna del faro de San Emeterio, el
primero de los dieciséis que se reparten por la costa asturiana.
El llano más cercano a la costa forma una rasa caliza donde crece
una singular flora de olivos silvestres y encinas. El resto del entorno
abunda en castaños, eucaliptos, avellanos y algunos robles. Cuesta
imaginarlo pero la población de Pimiango, con una altitud sobre el mar
de casi 160 metros, estuvo también alguna vez cubierta de agua
formando hoy una rasa a base de cuarcita que permite una vegetación
diferente a la que encontramos junto al litoral.
En el cielo se han ido formando hilachas de nubes pasajeras
creando esos claroscuros intermitentes tan propios del norte. Cuando
alcanzo el último tramo antes de girar en dirección al faro, una senda
breve me conduce a la iglesia de San Emeterio, santuario del siglo XIII
porticado en su lado norte y dedicado a los santos Emeterio y Celedonio
y que destaca por la importancia del suelo original, cubierto por el
techado del pórtico.
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A los pies de la construcción se arrellana el prado a medio segar
donde todavía descansan algunos miembros de la asociación contra el
cáncer que esta mañana celebran una romería solidaria. Algo más allá,
bajo las copas de una fronda, se escuchan los últimos sones de gaitas y
panderos. La vegetación es profusa y los prados brillan con ese verde
intenso que ensalza la luz del sol cuando logra sortear las nubes. Por un
momento apenas se oye algo más que las voces de los que aun se
reparten entre la hierba. Miro hacia el cielo y cuando vuelvo la vista al
frente me parece que ya he estado aquí, como si toda la vegetación que
se abre ante nosotros, los acantilados escondidos más allá de la
arboleda y el mar que hoy se muestra sereno y benevolente formasen
parte de mi infancia y algo de todo esto fuese también mío.
Insisto por enésima vez en mi intento por conseguir que en el faro
me contesten al teléfono, pero no hay suerte. Me han facilitado un
número antiguo que tal vez esté obsoleto. Hoy es festivo y es poco
probable que haya alguien trabajando en la torre y aunque el faro de
San Emeterio es uno de los pocos que aun están habitados, la
tecnificación de los equipos de señales hace que el control pueda
hacerse de manera programada y sin la presencia constante del torrero.
Tampoco es extraño el recelo de estos hombres hacia los visitantes, el
emplazamiento privilegiado de los faros los convierte en objetivo
frecuente de turistas deseosos de entrometerse en la privacidad de sus
hogares.
Antes de avanzar por la senda que cruza tras los muros de la
iglesia, atravieso la espesura de robles que se extiende más allá del
prado hasta alcanzar las escaleras que conducen a la entrada de la
cueva del Pindal, una gruta del periodo magdaleniense con pinturas y
grabados en sus paredes. Frente a la entrada, amparado por la estacada
que nos separa de un precipicio sobre el mar, la vista se llena del
paisaje quebrado de la costa a través de un costurón abierto en la roca
donde verdea la vegetación bajo la claridad de la mañana.
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Hoy el mar está tranquilo y el agua remansa casi muda en la cala
rocosa que se oculta bajo nosotros. Un grupo de ancianos desciende las
escaleras en busca de la entrada de la gruta, los acompaña un guía que
va haciendo las habituales observaciones sobre lo que están a punto de
visitar. Poco a poco se van apiñando en la reducida explanada donde se
levanta una caseta de venta de entradas. Es el momento de alejarse.
El camino que conduce al monasterio de Sta. Mª de Tina transita al
abrigo de abedules, madroños y acebos, una senda umbría revestida
por las copas densas de los árboles. Después de cruzar el meandro que
culebrea bajo un puente de madera, me interno en una espesura de
helechos que se extiende por una pradería a cielo abierto.
En un claro repentino se levantan los restos cada vez más
degradados de lo que antaño fue la iglesia de Santa Mª de Tina, una
construcción de estilo románico – gótico que hasta el siglo XVII
perteneció al monasterio palentino de Sta. María de Lebanza. De la
construcción se tiene noticia por primera vez en un documento fechado
en el año 932 aunque sus orígenes pueden ser anteriores a esa fecha.
De la antigua edificación se conserva la cabecera con tres ábsides
cubiertos pero el techado principal ha desaparecido, permaneciendo en
pie el arco central y las impostas que mantienen en pie las paredes.
La imagen de la Virgen de Tina con el niño (S. XII) y el tríptico de
Santa Ana, la Virgen y el Niño (S. XVII) que hoy se exponen en la
parroquia de San Roque, proceden de este monasterio. En la
información recogida antes de iniciar el viaje leo que en los años de la
guerra civil estas obras permanecieron ocultas en la torre del faro con el
fin de preservarlas de los expolios cometidos en las iglesias, y que no
fue hasta acabada la contienda que fueron recuperadas y restauradas
antes de su traslado a la parroquia de San Roque. Lo que no encontré en
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esa misma fuente de información fue el detalle conocido más tarde de
que, al parecer, quien hizo que las tallas se ocultasen en la torre del faro
fue un pariente directo de la misma persona que había participado en el
incendio del monasterio.
Contactar con el faro se ha convertido en un imposible así que me
limito a acercarme a la entrada, vedada por una cancela de hierro desde
la que solo se aprecia la fachada a unos cien metros adelante. Las
frondas de encinas que crecen a lo largo de la senda no permiten ver
más allá de la puerta principal y un cartel sujeto a la verja disuade a los
visitantes con la advertencia de “perro peligroso”.
Llegar hasta aquí para conformarme con una vista de la entrada me
parece poco triunfo tratándose del primer faro de esta singladura, así
que después de comprobar que los impedimentos para acceder al
recinto no son más que la aspereza de los árboles que transcurre por las
lindes del camino y que la amenaza del perro no parece ser muy cierta,
me animo a vulnerar las advertencias y tras avanzar entre la maraña de
arbustos y encinas llego a la misma base del faro.
El faro de San Emeterio fue construido en el año 1864 y se levanta
encarado al mar sobre un acantilado de setenta metros de altura. Parece
que más allá de sus funciones de orientación a los navegantes tenía
también la misión de orientar las embarcaciones hacia la entrada de la
ría de Tinamayor, límite geográfico con la comunidad de Cantabria.
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Como tantos otros, por su privilegiada posición costera tuvo
también su protagonismo durante los años de la guerra civil española,
años en los que ejercía de torrero don Ángel Llano Delgado, a quien
hace referencia Amando Laso Madrid en sus “Apuntes históricos” sobre
el faro de San Emeterio (*).
Se respira una calma primaveral, el mar es apenas un arrullo que
se impone como trasfondo a los cantos de los pájaros ocultos en la
arboleda. La costa imponente y sus precipicios hoy son menos
amenazadores, la hierba abunda bajo las suelas de los zapatos y unas
flores de trébol rojo rompen la monotonía de tanto verde. Rodeo la torre
y la casa y me detengo para admirar la vegetación que las envuelve, el
faro parece un detalle minúsculo encarado a un horizonte impecable
que me lleva a envidiar la soledad del torrero y a entender todas las
precauciones para aislarse del mundo.
La furgoneta de los helados “El Ártico” acaba de estacionar frente
a la sidrería “El Mansolea”. Alcanzo la entrada del pueblo después de
entretenerme visitando la cueva de El Pindal para iniciar más tarde la
vuelta bajo un sol de justicia. Sentado a una mesa de madera doy cuenta
de un helado y de una cerveza bien fresca. La tradición de la venta
itinerante se conserva viva desde que tengo memoria, por más que
existen intentos de regularla y hasta de erradicarla.
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En Tudela de Veguín, donde todavía resiste la casa construida por
mis abuelos maternos, recuerdo los años de infancia y el reparto
ambulante del pan, del pescado, de la leche y hasta del carbón que se
almacenaba en una pequeña carbonera a los pies de la casa y con el que
se abastecía la cocina económica, tan útil para cocinar y calentar las
dependencias principales. Las furgonetas de reparto siguen hoy tan
vigentes como en aquellos años en muchos lugares de la Asturias rural,
poblaciones minúsculas diseminadas y aisladas de las concentraciones
urbanas más importantes y en las que esta forma de comercio resulta la
única manera de acceder con regularidad a determinados productos,
algunos de primera necesidad.
Manuel tiene noventa y tres años, me lo cuenta despacio mientras
aspira el humo de un purito a punto de consumirse. Ahora no estoy muy
bien – me dice – tuve una cosa aquí, en la cabeza – y se señala el
temporal derecho con un dedo trémulo y tiznado de nicotina, donde
intuyo que ha debido afectarle un ictus o algo similar- La piel
apergaminada de su mano izquierda tiene un color amoratado donde
probablemente ha llevado ensartada la aguja de un gotero durante el
tiempo de su estancia hospitalaria.
Sólo quedo yo – continúa - Mujeres hay más, algunas hasta con más
de cien años. Pero hombre sólo quedo yo – insiste, como
recriminándose el seguir allí, como culpando al tiempo de una
benevolencia de la que no parece sentirse muy agradecido - Si no fuera
por esta pierna estaría bien – y estira con precaución la pierna derecha -
pero debí de darme un golpe y no puedo con ella. Después me habla de
su servicio militar en África y de los años de la guerra y del ir y venir de
un lugar a otro, sin ninguna emoción, con el cansancio de los años
vividos, transmitiendo esa sensación que me producen los viejos cuando
hablan de la guerra, una impresión de desazón y de tiempo malgastado.
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El camión de los helados sigue atendiendo algunos clientes, la
mayoría niños. Desde el camino que conduce al centro del pueblo
llegan algunos lugareños acompañados de forasteros. Hoy Pimiango
apenas si llega a los sesenta habitantes, casi todos ancianos, el resto son
personas de paso o familiares que conservan las casas de sus padres o
abuelos. Aquí pasan pocas cosas, las indispensables para seguir
viviendo, lo que no es poco. Si cierras los ojos se oye cantar a los
pájaros y ladrar a los perros, si miras al norte te enfrentas a un cielo que
se pierde tras el perfil de un horizonte inmaculado y si le das la espalda
al mar te reciben una cadena de picos bañada de nieve.
El sol brilla todavía con fuerza sobre nuestras cabezas pero es hora
de continuar la marcha. Me despido de Manuel que sigue en su banco
de madera con el purito entre los dedos prometiéndome a mí mismo
que más tarde o más temprano escribiré algunas páginas sobre
Pimiango y el faro de San Emeterio.
(*).- Nosotros llegamos a conocer de servicio en el faro a dos Torreros: Don
José Ramón Blanco y don Ángel Llano Delgado.
Don José estaba casado con doña Flora Suárez y don Ángel con doña María
Madrid, de Colombres. Por comodidad, suponemos, don José y doña Flora
subieron avivir a Pimiango (casa contigua a la llamada de El
Portalón,mientras que don Ángel y doña María se trasladaban casi
diariamentea su casa de Colombres a pasar el día), aunque ambos Torreros
atendían celosamente su puesto de trabajo. Pasado algún tiempo le llegó el
traslado a don José, quedando definitivamente don Ángel en dicho
puesto.Don Ángel había ocupado plaza en el faro el día 25 de Abril de1913 y
aquí permaneció hasta el 3 de Febrero de 1948 faltando el tiempo en que fue
obligatoriamente relevado el 12 de Agosto de 1936, con motivo de la
contienda civil, por "dos representantes del Comité Provincial de Sama y 12
milicianos armados", argumentando que desde allí se hacían señales al
buque ALMIRANTE CERVERA, que solía hacer noche enfrente de dicho faro a
media altura del mar. Eran muy curiosas las anécdotas que se contaban
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(terminado aquí el conflicto) sobre los partes que daban los nuevos
servidores del Faro unido a simpáticas "belurdias" graciosamente amañadas.
No obstante hay constancia por oficios de 1 y 19 de Febrero de 1937 en los
que el "Torrero" comunica a su Jefatura haber recibido órdenes para
encender el faro a las ocho de la noche hasta las once de la misma con
intervalos de media hora y un minuto, etc. Trabajo les costó a los
componentes del referido Comité Provincial de Sama, hacer el relevo a don
Ángel por más amenazas que en principio le hicieron, hasta que le
entregaron convenientemente diligenciado un escrito del llamado Gobierno
Regional. Como se contaba por aquí: "se les trabó de "trebínculas" el andalú
y no había manera de echarlo". Esto le valió posteriormente una felicitación
de sus superiores.
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Mayo de 2014
Textos y fotos de José Luis Espina
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