Ariel Corbat
N.N. y los del Falcon Verde
Vivencias de sudaKalandia
(Las comiquísimas tribulaciones de un español afligido por amor)
LA PLUMA DE LA DERECHA
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ADVERTENCIA AL LECTOR
Esta novela cuestiona. No presume de ser políticamente incorrecta, sencillamente lo es.
Pero sólo por ahora, mientras la hipocresía generalizada de los argentinos siga dando
comodidad a una intelectualidad cobarde. Mañana será otro día, otro país, otro mundo.
Porque no hay mentiras que duren por siempre, y cuando el mentiroso sobreactúa la
tragedia lucrando con ella, la sátira, antes que el tiempo, da el paso hacia la comedia.
Los autoritarios, del signo que sean, cuando se hacen del poder no le temen a los gritos
marciales, ni a los discursos de barricada; por el contrario ese desafío es el que les place
y conviene, desde que ofrece la chance de gritar más fuerte. Y aturdir.
Lo que temen son las risas. Las simples risas de aquellos que creen deberían temerles.
Cualquier gobierno que intenta imponer sus paradigmas de lo sacro obligando a repetir
una sola versión de la historia se aleja de la democracia. Lo sacro exige silencio y
ausencia de razonamiento. Los cerdos de Orwell no quedaron todos en la granja,
algunos hasta parecen humanos…
A pesar de los cerdos, para la República lo único sacro es la Libertad; y ella sabe reír.
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EN MEMORIA
De todos los inocentes que no vivieron sus vidas por causa de la violencia política.
Que no se repita.
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A LA ARGENTINA
Cuando parece que uno está a punto de tocar los sueños, y sólo es ilusión, justo ahí es
cuando empiezan a doler. Porque aquello de que “soñar no cuesta nada”… ¡Eso es una
gilipollez! Eso es lo que es, lo sé. Mi experiencia os puede iluminar al respecto. Se
sueña, y a fuerza de desencantos se cambia. De sueños, claro. ¿Pues qué sería la vida sin
sueños que soñar? Nada, un vacío mucho peor que la muerte. ¿Qué soñar te llena de
magullones? Sí, ¿y qué con eso? Llámenme romántico, iluso si quieren, pero basta un
acaso -hermosa palabra la palabra “acaso”-, y en la esperanza del más diminuto de los
sueños que puede ser cumplido florece la dicha. El problema no es soñar, sino andar tras
el sueño equivocado.
Como todos vosotros sabéis bien, cualquier español puede cambiar de ideas, de hábitos,
de religión y llegado el caso también de sexo. Hasta el cabrón más tozudo parido de
madre española es capaz de pegarse un viraje de esos que estupefactan al campeón de
los incrédulos. ¡Qué va! Suponer nomás a un tío como yo que, creyendo haberme
casado para siempre, de la noche a la mañana amparado por las sombras en que se
encubren las gentes de mal vivir salí por la puerta del hogar conyugal con la intención
de no volver, y ya tenéis la pauta que, como suele decirse, la arcilla con que estamos
moldeados no termina nunca de cocinarse.
¡Joder! ¡Qué torpeza! Si de algo no quería hablaros era de mi penosa separación, que
por eso le había puesto un mar de distancia en medio, para olvidar. Y no va que os digo
apenas cuatro palabras y ya dejo caer mi rollo. Os prometo que en lo sucesivo voy a
cuidarme de no distraeros con estos pesares míos, que acaso pasen por banalidades.
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Porque es lógico que si están aquí para que les cuente, pues, ¡que les cuente aquello que
quieren que les cuente! Lo que os decía, entonces, es que aún siendo flexible, el español
casi por fuerza sabe tras de sí cierta inercia predestinada a ser y hacerse sentir para
atravesar el universo por el tiempo en que el sol caliente sin achicharrarnos. Nos
reconocemos raza, o algo de eso, pues aunque un ibérico es tan del mundo como
cualquiera, hace siglos que somos lo que somos y hemos aprendido a mantener más o
menos inalterable lo más valioso: nuestra lengua.
Sí, un español hablará siempre como español, incluso en el caso de quedar mudo. El
idioma es el español, valga la redundancia y si es que se me entiende. Así es como, pese
a haberme sumergido entre sudacas por un tiempo considerable, lapso suficiente para
ser catalogado insalubre, he procurado con relativo éxito que no se me adhieran muchas
de sus malformaciones vocales. Hay que escuchar, ¡válgame Dios!, -y no lo tomen a
ofensa- lo que el salvajismo de las viejas colonias ha hecho con nuestro idioma. No
quiero aparecer exaltado ante ustedes, pero es que yo amo apasionadamente la fonética
que nos distingue. No por nada esta voz grave y aterciopelada, sin duda el privilegio con
que fui dotado por la naturaleza, me hizo conocer el éxito como locutor en radios de
frecuencia modulada estereofónica. En especial con "La luna oscila en el
Mediterráneo", mi propio programa de música romántica y poemas de amor en la
madrugada. Con esta voz puesta al servicio del idioma español disfruté las mieles de
una creciente popularidad. La audiencia iba en aumento y obtuve el premio de los
académicos de la lengua española a la mejor dicción.
Fue allí cuando me propusieron participar, aportando mi voz, en la realización del
proyecto para el novedoso “Diccionario audiovisual interactivo del idioma español”,
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una obra colosal que sería llevada por astronautas al espacio para que civilizaciones
extraterrestres tuvieran conocimiento de lo más elevado de la cultura humana. Entendí
la trascendencia del llamado y resignando tentadoras ofertas para hacer carrera
trabajando en radios importantes me entregué por completo a preservar el mayor legado
de nuestra cultura. Hice mi elección y no cultivo quejas. Las circunstancias me
arrastraron luego por donde quiso el destino. Lástima que la Fundación a cargo del
proyecto no era más que la pantalla para una estafa que no dio resultado. Y si bien es
bueno que a toda banda de estafadores le pille la Justicia, malo es que la estafa haya
fracasado por el poco interés de los ricos en fomentar el buen español. Es que los
ricachones no tienen visión y así va a pasar que cuando finalmente vengan los
extraterrestres para hacer contacto bajarán de las naves hablando inglés. Llegué a grabar
íntegramente las lecturas de los primeros cinco tomos, e iba por la letra "d" cuando todo
quedó en la nada. Recuerdo que la palabra en cuestión, la última en leer frente al
micrófono antes de que lo embargaran, fue "desinencia: elemento morfológico que
añadido al tema de una palabra, indica bajo que accidente gramatical se encuentra la
palabra". Alcance a decirlo y al minuto se llevaron, con la prepotente impiedad del fisco
y los acreedores, que nada saben de enaltecer la cultura, hasta la silla en que estaba
sentado.
Retorné a la radio con el rancio gusto de la derrota apestándome los labios. De alguna
manera ese fracaso, del que no era responsable, hizo añicos mis anhelos más elevados.
No me consolaban los llamados de los oyentes a la radio celebrando mi regreso. Estuve
a punto de ser la voz del idioma español, acaricié la eternidad probándome el guante del
prestigio. Y me iba. ¡Demonios que me iba! Poco me interesaban las cartas de las
enamoradas de mi voz, ni que fuera la compañía elegida de cuanta alma solitaria
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deambulaba por la noche. Ser importante para ellos, ya no era nada para mí. Había
perdido sensibilidad, ni siquiera me jactaba por saber que las chicas del viejo oficio
procuraban brindar sus prestaciones al momento justo en que yo recitaba el poema
escogido. Oyéndome recitar fantaseaban en la mar de las leches. Las putas soñaban el
verdadero amor sobre los cuerpos de sus clientes; tal el embrujo de mi voz, y eso, por lo
que otros profesionales de la gola hubiesen matado, no era nada para mí. Nada.
En mi desencanto, la radio dejó de fascinarme con la puñetera magia de la
comunicación. En cambio empezó a asfixiarme de modos sutiles la idea de quedarme
allí para siempre. Me tornaba oscuro, taciturno, sombrío, lúgubre como todas las
criaturas nocturnas. A veces angina, otras afonía y en los peores momentos diarreas
propias de pestes medioevales, me rescataban con parte de enfermo librándome de aquel
suplicio. Arrastrando invisibles y pesadas cadenas desgasté los puños golpeando cuantas
puertas podía golpear, y también aquellas que no. Pero todas eran no. Al borde de la
locura llegué a pensar que era el blanco de un maléfico e inmenso complot, en el que
todos sabían que el trabajo en la radio me estaba matando y por eso mismo negaban
cualquier oportunidad de salida, querían gozar el espectáculo de mi agonía, verme
desfallecer boqueando desesperadamente cual pez en la pecera vaciada de agua,
retorciéndome en el último e insuficiente charco. No te perdonan las ambiciones, la
envidia te quiere quietecito en el rincón y la mediocridad se relame cuando el talento es
amputado.
Debí renunciar entonces, finalizar el morboso espectáculo con la misma elegancia que
el bueno de Truman en la película del show. No lo hice por mi mujer, y porque tampoco
veía las cosas con la meditada claridad del hoy. ¿Cuándo se ven las cosas mejor de
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claras que después? En el momento me afligía la certeza de mi propia cobardía, el temor
de ser a sus ojos algo peor de lo que ya era. Es que el amor primero encandila, llena la
vida de una luz engañosa que hace verdades de los espejismos y dioses de simples
mortales. Y no es simplemente que uno vea al otro como en realidad no es, sino que
también uno le toma el gusto a saberse endiosado. Yo no quería ser para ella nada
menos que ese espejismo del primer momento. Su amor me hacía sentir especial;
cuando estaba a su lado el mundo entero dejaba de existir sin que ninguno de sus males
pudiera proyectar sombras entre nosotros. Pero luego, irremediablemente vuelto a la
realidad, la vulgaridad brotaba por los poros de mi piel. Ni siquiera era uno más, era
menos que los demás. Un fracasado que iba a pasar la vida siendo nadie. Esa voz
pérdida en la noche, entre soledades y vidas intrascendentes, poca cosa para quien se
imaginó llevando el idioma español más allá del universo conocido. A pesar del
micrófono era un mero espectador, uno de esos tipos que hacen masa, de los que votan
sin ser elegidos, alguien que canta en la ducha las canciones de otro, el fulano del
popcorn que pone el traste en la butaca del cine pretendiendo soñar que alguna pizca de
lo que pasa en la pantalla se parece a su vida. Un número, chavales. Un número. El que
aporta volumen a la fama de otros. O sea, uno más de ustedes… Y ante esos otros, yo,
que estuve tan cerca de trascender, me veía de lo peor. Así desdichado, abatidas mis
esperanzas de lograr salirme del batallón de los anónimos que deben conformarse con
recoger alguna migaja del banquete con el que se atragantan los elegidos, llevé las
sombras a la burbuja del amor.
¿Qué hacia ella conmigo? Me lo pregunté una vez y ya no pude dejar de darle vueltas al
asunto. Nunca hallé la respuesta. Se merecía alguien mejor. Uno que le diera todas esas
cosas que conmigo sólo vería en folletos suspirando la resignación. Y sin embargo sabía
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que con sus ojos me seguía viendo tal cual ella se merecía que yo fuera. Me acojoné y el
miedo a su desengaño caló hondo en mi espíritu. Entonces escribí esa nota que dejé en
la cocina, sobre la mesa, antes de irme. Decía: "No estoy a tu altura, soy un pigmeo y
mereces un gigante". Y me fui. Me fui, y no es que siga hablando de mi separación,
sencillamente es que venía a cuento de lo que estoy contando.
Quería irme a la mismísima mierda y saqué pasaje para el culo del mundo. Entonces era
muy poco lo que sabia de la Argentina. Claro, los argentinos piensan que todos los
españoles debemos estarles agradecidos por la ayuda de posguerra, y que como fueron
nuestra colonia y descienden en buena parte, ya por legítima, ya por bastardía, de
nosotros, pues que lo más natural es que conozcamos de ellos, pero la verdad es que no.
De hecho, en ese entonces que les cuento, era muy poco lo que sabía de la Argentina, y
ni falta que me hacía.
Siendo un niño, a finales de los 70', a casa de uno de mis amigos les cayó un pariente
argentino que no hacía otra cosa que hablar pestes de su país. Decía ser perseguido
político y, quizás envenenado por el rencor, para él todos sus compatriotas eran unos
reverendísimos fachas hijos de puta que consentían el gobierno de los militares
fascistas. Al dejar la casa de mi amigo, tras parasitar en ella largos años, el emigrado
argentino, además de haber hecho otras cosas propias de gente mala y miserable, se
esfumó alguna madrugada llevándose los ahorros de la familia. Con semejante
embajador de la argentinidad, cuya intriga ética era si gritar o no los goles de su
selección de fútbol en el Mundial 78, me formé una idea de los argentinos que los
situaba al nivel de lo parasitario.
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Luego, día en que acudí a la consulta del dentista, hojeando revistas en la espera me
enteré que estaban en guerra con Inglaterra a causa de unas islas poco más grandes que
el Peñón de Gibraltar. Una quijotada, tíos, de las que se hacen sin cabeza. Pero vaya,
siendo español las quijotadas me conmueven, así que por primera vez sentí simpatía por
los argentinos. Perdieron la guerra, sí, pero hundiendo barcos, derribando aviones y
combatiendo cuerpo a cuerpo, lo que se dice “con los cojones del Quijote”. Esa vez el
Mundial de fútbol se jugó en España y Maradona ya era Maradona. Después que
volvieron a la democracia me desentendí de las noticias argentinas, aunque de tanto en
tanto me enteraba de alguna cosa, sobre todo de los 30.000 desaparecidos en los campos
de concentración, ¡y que entre ellos también los hubo españoles joder!, los juicios por la
búsqueda de la verdad, bastante de fútbol, eso, la crisis con su ola de nuevos emigrados
y poco más.
Se preguntarán entonces por qué tomé el boleto para la Argentina. Es que cuando fui a
sacar pasaje no tenía destino. Llegué al mostrador de la agencia y el empleado, sudaca
indisimulado, me pregunta que adónde quiero ir. “A la mierda. Me quiero ir a la
mierda”, le dije. Sonriendo extendió el billete y en cuanto lo cojo me dice: "Cómprate
alguna empresa, que el país está de remate". ¡Para comprar empresas estaba yo! Aunque
la Argentina era en mi mente una idea vaga y confusa, del resto de Latinoamérica
conocía todavía menos. En cualquier caso hablarían algo como el español y me
embarqué sin mirar atrás.
En el avión una anciana me preguntó que a qué iba a la Argentina. “Ni puta idea señora,
-le respondí- ni puta idea”. Y fue así, sin tener ni puta idea, que a mediados del 2003
aterricé en las nieblas de Ezeiza. El funcionario de la Aduana leyó mi nombre del
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pasaporte: Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y Serrano. Noté el
dejo sarcástico en su mirada y en la tensión de los labios al leer, supe que se moría por
preguntarme cómo había ligado semejante lista de nombres, pero se limitó a finalizar el
trámite con la cordial jocosidad del diminutivo. Y al decir: "Bienvenido a la Argentina,
Rafa", cerca estuvo de acertar, porque para todos yo soy el Rafi.
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EN BUENOS AIRES
Repasemos. Ya sabéis quien soy y cómo he llegado, la primera vez, a tierra Sudaca.
Entiendo que algunos pueden impacientarse con este paseo previo que les estoy dando,
pero no es pura lata. El asunto aquí es que vosotros conocéis de antemano toda la
historia, o mejor dicho, vosotros creéis saber toda la historia. Pero lo que sabéis es la
cáscara del huevo, lo mío es la pura esencia de la yema y la clara, la génesis misma
desde que el gallo montó en la gallina. Por eso estáis ansiosos; os salís de la vaina por
llegar al punto en que les hable de aquello que específicamente interesa a cada uno, ¡y
vamos!, que si arrancara por cualquier lado para darles gusto, los pocos que no saben
nada terminarían por no entender ni jota. Acepten pues que para no confundirlo todo es
mejor ir paso a paso, de otro modo se perdería el hilo conductor, la sal de mis propias
vivencias que es lo que, en definitiva, puedo yo agregarle a una comida que vosotros ya
habéis degustado, así que dadme el tiempo para sazonarla.
Por otra parte, a mí tampoco me es fácil ponerle orden al relato. Mi cabeza era un lío, y
Buenos Aires no ayudaba en nada a que dejara de serlo. Además, claro, que como yo
entro a esta locura medio sin darme cuenta, hay cosas que pasaron antes y que yo las sé
del después, si es que me entendéis. No. No me entendéis. Ya lo haréis, espero.
A ver, rodaba yo en Buenos Aires con el mismo chip en cortocircuito que traía de
España, un perfecto gilipollas para decirlo sinceramente, y a falta de dinero que pudiera
pagar el alojarme en cualquier hotel decente lo estaba en el antro recomendado por el
taxista que me llevó del aeropuerto al centro. Tratábase, en rigor, de una mansión
ruinosa que se anunciaba en el cartel escrito a mano como "Hotel Familiar", calificación
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que ni el más corrupto de los inspectores municipales se hubiera atrevido a homologar.
Los dueños parecían ser unos peruanos muy habladores, simpáticos y emprendedores,
tan seductores que si al poner pie tras el umbral pensé en marcharme a la carrera, con
amables modos me convencieron de quedarme allí alojado. Subí los cuatro pisos por
escalera cargando mi bolso, y aunque el cuarto tenía tres camas en los primeros días no
tuve que compartirlo con nadie. Se contaba un solo baño por piso, pero únicamente
funcionaba el del segundo. En ese punto de obligada concurrencia fui conociendo a los
otros huéspedes. Ya os habréis dado cuenta que el hotel tenia poco de hotel, y como
estaréis deduciendo tampoco tenía mucho de familiar.
Por esos días la clientela principal resultaron ser marineros chinos, y no es que yo tenga
prejuicios, ni nada contra los chinos, pero como una cosa es una cosa y otra cosa es otra
cosa; no es lo mismo millones de chinos por ahí a la buena de Dios, que tener que usar
el mismo baño con cincuenta de ellos que vaya uno a saber que peste podían traer de
Oriente. Y encima los peruanos que limpiaban cada vez que se acordaban, ¡y vamos!,
que se ve que tenían muy poca memoria. También había otras gentes que, bueno, ¿para
qué describirlas en detalle?, sólo les diré que cada vez que me aventuraba al baño me
entraban ataques de pánico. El olor de la orina estancada desataba en mí verdadero
terror a infectarme nuevas enfermedades exóticas y deformantes, de las que acarrean
padecimientos peores que los antes conocidos por la medicina. Allí dentro cualquier
salpicadura podía resultar mortal, sentía las miradas amenazantes de microbios,
gérmenes y bacterias deseosos de meterse al cuerpo; igual que en las películas de guerra
había que ser rápido, contener la respiración y tener puntería para escapar con vida.
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Pero, vaya paradoja, que el servicio sanitario fuera tan deficiente no vino del todo mal,
pues me impulsó a salir a la calle. Aire fresco querían mis pulmones, y era mejor poner
las asentaderas en cualquier inodoro de bar que sobre ese agujero inmundo del segundo
piso. Pienso que de haber estado en un hotel verdadero me hubiese quedado
higiénicamente instalado bajo llave, quién sabe con qué funestas consecuencias; porque
tal vez en algún lugar de mi mente andaba dando vueltas la idea del suicidio. La mugre
no tiene para el suicida la seducción que ofrece la asepsia. Bastante malo sería que a
más de darle ausencia volviera a mi mujer hecho un cadáver pestilente.
Y la extrañaba, la extrañaba a morir. Deambulando por las calles caí en la cuenta de lo
hecho, una quema de naves a lo Cortés pero sin nada que ganar. No podía volver, ni me
atrevía a llamarla para pedir perdón por mi estupidez. Algunas veces me senté frente a
alguno de los teléfonos en el locutorio del hotel -que dicho sea de paso era el único
servicio realmente eficiente que brindaban los peruanos- con intención de llamarle. Ni
siquiera me atreví a tocar el teléfono. ¿Qué iba a decirle? Si me había marchado para no
poner en evidencia que no era su príncipe azul, no iba a llamarla desde Sudamérica para
confirmarle lo idiota y fracasado que era.
Meditado a la distancia veo sinceramente que estaba ahí para suicidarme, porque en
algún momento el dinero iba a acabarse y ya no tenía ni para el boleto de vuelta. A la
distancia digo, porque por ese entonces no me importaba nada. Los pensamientos
oscuros se acumulaban en mi mente, igual que una enredadera venenosa de hojas negras
y malolientes trepando por los huesos del cráneo. Caminaba por toda la Ciudad de
Buenos Aires viendo a su gente que, como yo, estaba hecha mierda. Claro, sus motivos
eran distintos a los míos, pero que estaban hechos mierda, estaban hechos mierda. No
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era el mejor momento para ser español en la Argentina, les agobiaba el peso de la crisis
en la que se habían sumergido y los peninsulares les veníamos de perlas para expiarlos
de culpas. Porque verán, a los argentinos les encanta eso de escribirse el guión de la
película y sentirse los buenos de la historia; actuando como si por victimizarse pudieran
ser otros los que deban comer sus inmundicias.
En rigor de verdad, no sólo era mal momento para ser español, bastaba ser extranjero
para pasarla mal. Imagínense que, repentinamente, engullir hamburguesas en cualquier
local de Mc Donalds pasó a convertirse en una aventura propia de Indiana Jones. Por un
lado decían que la carne de esas hamburguesas estaba contaminada con bacterias
mortales, y por otro lado activistas de los grupos de izquierda, con la excusa de
oponerse a la guerra en Irak, irrumpían en los locales como si de ese modo hubieran
entorpecido la línea de abastecimiento de los aliados. No, si ya decía yo que al Sargento
Smith, a las puertas de Bagdad, no le llegaba la ración de comida porque un puñado de
rojos impedía la salida del delivery en un Mc Donalds de Buenos Aires, justo al lado del
Obelisco. ¡Ay!, pero que capullos esos tíos.
Había nuevo Gobierno surgido de elecciones, pero la agitación seguía en las calles. Los
hechos fueron decantando desde de la virulenta crisis que el veinte de Diciembre de
2001 hizo renunciar al Presidente radical Fernando De La Rúa, quien según las malas
lenguas además de ser de carácter tibio sufría penosas limitaciones mentales, producto
del alzheimer avanzado o la arterioesclerosis, que a la llegada a la Presidencia habían
quedado evidenciadas tanto en el carácter irresoluto como en la dependencia del grupo
Sushi que lideraba su hijo Antonio, ese que andaba liado a la Shakira.
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Tras su ida en helicóptero siguieron los convulsionados días de varios presidentes
provisionales que asumían para renunciar en cuestión de horas, quedando el poder
enteramente en manos peronistas. Es difícil a estas alturas definir qué cosa es un
peronista, se cree que ni Perón lo sabía, lo cierto es que como dicen algunos, sean lo que
sean, son incorregibles y les encanta el poder.
Casi al filo de la anarquía, el dos de Enero del 2002 la Asamblea Legislativa designó
Presidente Interino a Eduardo Duhalde; con él, al fin, las cosas se fueron encarrilando
hacia la normalidad institucional y llegaron las elecciones del 2003.
En la primera vuelta ganó el ex Presidente Carlos Saúl Menem, el peronista que
gobernó al país durante los 90'. Pero alertado por las encuestas de su segura derrota en
segunda vuelta se bajó de la candidatura haciendo que quien había salido segundo,
también peronista, se quedara con la Presidencia. ¡Joder! No les quiero dar un
compendio de la política argentina pero lo que pasó, pasó porque eventos de tal tenor
marcaban el país.
A ver si puedo explicarlo. Para cuando yo llegué a la Argentina Néstor Kirchner era ya
Presidente, y dispuesto a imprimirle al país el estilo “K” desde el vamos comenzó a
pelearse con todo él mundo: que Menem, que el Fondo Monetario Internacional, que los
empresarios españoles, que los militares, que los banqueros, que su propio
Vicepresidente, etc. Muchos argentinos se entusiasmaron con ese Presidente batallador,
los que no se entusiasmaban tampoco se quejaban, y es que, claro, la crisis institucional
había sido de tal magnitud que nadie quería otro Presidente débil, ni que fuera a
desencadenarse alguna nueva crisis que se llevara por el drenaje a todo el sistema.
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Además el hombre, que era la respuesta del sistema para salir de su propia crisis,
cargaba el estigma de ser el muñeco del ventrílocuo, un “Chirolita” que le dicen por
aquí, porque Gobernador de la patagónica y casi despoblada Provincia de Santa Cruz
por sí solo no hubiera reunido votos para acceder a la Presidencia. Su candidatura era
una quimera hasta que Eduardo Duhalde, decidió subirlo a sus rodillas apoyándolo para
evitar a cualquier precio la tercera Presidencia de Menem. Y eso que Duhalde había
sido Vicepresidente durante el primer mandato de Menem. En Argentina los Presidentes
y los Vicepresidentes no siempre congenian de la mejor manera.
Kirchner, apodado “Pingüino” por su origen patagónico, una vez entronizado Presidente
buscó diferenciarse de Duhalde, hombre fuerte de la Provincia de Buenos Aires -el
distrito electoralmente más importante del país- y giró hacia la izquierda buscando
aliados por fuera del Partido Justicialista, artilugio de ingeniería política que denominan
“transversalidad”, tratando así de ganarse las simpatías de los piqueteros, que eran las
víctimas del paro y que habían ganado la calle reclamando pues que no les dejen morir
de hambre.
Con los activistas de izquierdas en las calles y el Presidente guiñándoles un ojo, fue que
pudieron sentirse igual que en sus casas Fidel Castro y Hugo Chávez dando discursos en
la Ciudad de Buenos Aires (que no hay que confundirla con la Provincia de Buenos
Aires). Kirchner, un hombre alto, de prominente nariz buitresca y andar desgarbado,
dueño de un estilo de vestir desprolijo -que tenía prolijamente estudiado-, pertenecía a
esa clase de tipos que son bastante más complicados de lo que aparentan.
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Dos detalles hacían dudar que sus coqueteos con la izquierda fueran mucho más que
conveniencia temporal y cotillón demagógico para el gusto de ciertos argentinos.
Primero y principal mantuvo en el Ministerio de Economía a Roberto Lavagna, quien
cumplía la misma función en el Gabinete de Duhalde, manteniendo así la línea
económica, que de izquierdas duras poco y nada. El otro detalle era su Vicepresidente,
Daniel Scioli, un motonauta que entró a la política del brazo de Carlos Menem. Ya ven
que aquí todos andan mezclados.
A propósito de esto permítanme una breve acotación, a Menem lo llaman “Méndez”
porque dicen que nada más mencionarlo acarrea mala fortuna, y Scioli contribuyó
involuntariamente a alimentar el mito del yetatore porque, como os dije, entró a la
política del brazo de Menem, y luego de haber navegado en su lancha con el entonces
Presidente sufrió un brutal accidente del que salió manco. Por eso, y porque Kirchner
traía desviado un ojo al que mantenía siempre medio entrecerrado, los humoristas
decían que el lema de la fórmula Kirchner Presidente - Scioli Vicepresidente era "visión
clara y mano dura". En fin, que no hay nada de lo que no pueda hacerse humor, e
incluso el propio Scioli ha hecho chistes sobre su miembro amputado, como que gracias
a él el Río Paraná tenía un nuevo brazo.
Vale reconocer que al reírse de la desgracia propia demostraba fortaleza interior, y
cuando no se pierde entereza en circunstancias semejantes, es que hay que prestar
atención al tipo, aunque a la larga, como en su caso, resultara ser el felpudo
complaciente en el que los Kirchner se limpiaban la mugre de los zapatos. Volviendo a
lo que iba, en lo que Kirchner actuaba de exaltado y confrontador, Scioli se mostraba
moderado y conciliador por eso es que nunca lanzó diatribas contra Menem. O sea, que
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al Presidente le gustaba hacer “fulbito para la tribuna”, como ha dicho con sagacidad un
empresario, pero que tampoco estaba para arrojarse alegremente a las enredadas barbas
de Fidel, aunque se las sobara.
Ahora, después de este preludio político, a todas luces insuficiente y muy superficial por
cierto pero enteramente necesario, me voy a meter en el tema espinoso, a consecuencias
del cual pasó lo que pasó; y aunque vosotros ya bien conocéis los hechos, insisten en
que os cuente por escucharlo de boca de un protagonista. Y encima que sea yo el
narrador, con esta voz que tanto agrada; pues natural, y entiendo que no quieran
privarse de semejante gusto. No es que sea yo Ortega y Gasset para decirles
“Argentinos, a las cosas”, pero como observador puedo aportar lo mío: Argentina es un
país tan enloquecido que sin la menor vergüenza ve pasar el péndulo de este extremo al
otro, así de la noche a la mañana les ataca la amnesia y resulta, por ejemplo, que nadie
votó a Menem. ¡Coño! Me pregunto cómo habrá hecho para gobernarlos diez años sin el
apoyo de nadie, y misterios semejantes abundan en Argentina. Con esa costumbre de
treparse al enloquecido vaivén pendular, resulta que la imagen del Presidente Kirchner
se encrespó rápidamente más que triplicando el escaso 22% de los votos que lo pusieron
en la Casa Rosada (así se llama a la residencia en la que tiene sus despachos el
Presidente), y acompañándole en la arremetida la prensa se tornó ostensiblemente
oficialista. La lectura es simple, la sociedad argentina se corrió en bloque al centro
izquierda. Y en la Argentina, ser de centro izquierda, ser progre, implicaba, a modo de
condición sine qua non, alzar las banderas de los derechos humanos repudiando la feroz
represión ilegal de los violentos años 70'. Consecuentemente, el Gobierno de Néstor
Kirchner trazó una política de derechos humanos focalizada en la revisión judicial de lo
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actuado por las fuerzas militares y paramilitares durante los funestos años que llaman de
plomo, y más que ello, diría, en el escarnio de los uniformados.
Al igual que Menem, quien llamando a la pacificación nacional indultó a militares y
guerrilleros para dar vuelta esa página de la historia, Kirchner también fue perseguido
por la dictadura militar. Pero mientras al riojano lo tuvieron durante años confinado en
un pueblito de Santiago del Estero llamado Las Lomitas, donde el calor es sofocante,
Kirchner apenas sufrió unas pocas horas de detención y en términos cordiales, lo cual
parece le causó tremendo trauma porque inmediatamente luego se exilió en el Chile del
General Augusto Pinochet.
Da risa eso de exiliarse al amparo de los militares chilenos. Joder. ¡Qué descaro hacer
banderola de perseguido en esos términos! Y aunque su arresto fue casi de broma,
considerablemente más corto e infinitamente menos severo que el sufrido por Menem,
su rencor se ha demostrado muchísimo más largo. Kirchner reivindicaba la militancia
alrededor de las guerrillas de los 70, a sus 30.000 compañeros desaparecidos, y se
llamaba a sí mismo (pretendiendo que todos los argentinos lo hagan) hijo de las madres
de Plaza de Mayo.
Cuando yo salía de mi hotel a caminar por la Ciudad de Buenos Aires llegué a advertir
que la ideología revolucionaria estaba a flor de piel. Muchas remeras con la cara del
Che Guevara, actividad de partidos de izquierdas, paredes con sus consignas, y esa
misma cara del Che tatuada en brazos y piernas. Cantidad de jóvenes exhibiendo ideas
políticas a fuerza de inyectarse tinta bajo la piel. Sin embargo me confundía en lo que
veía, pues resultaba muy raro notar chavales que llevando en un brazo la cara del Che
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portaban en el otro la de Maradona o la lengua de los Rolling Stones. Como que no
cerraba el compromiso revolucionario y se agotaba en una rebeldía hueca, de esas que
vende algún capitalista haciendo marketing. Recuerdo uno que andaba en camiseta sin
mangas, para que le vean el tatuaje del Comandante, y sobre la tela a la altura del pecho
la bandera de los Estados Unidos. Un despropósito, una verdadera esquizofrenia
política. Lo que no veía en mis caminatas, ni lo advertía en aquellos momentos, era a
alguien que del mismo modo se manifestara por ideas de derechas. Así pues, cualquiera
que se parase en una esquina creía que aquí se habían vuelto todos progres, como si
aspirasen a convertir a la europea Buenos Aires en La Habana, Managua o alguna otra
postal de insurgencia latinoamericana, y si había signos de disidencia eran muy sutiles
para que ojos inexpertos en descifrar los modos argentos pudieran advertirlos. En un
país de apariencias, lo esencial suele ser invisible. Igual, como ya sabéis, mi cabeza era
entonces tremendo lío, así que de todo esto visto por mis ojos españoles que les he
contado, aunque era lo que pasaba, a mí que ni fu ni fa. Pero calma, que si lo he contado
es porque venía a cuento de lo que os voy contando y todavía no cuento.
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LA NOCHE DEL COMIENZO
Tales las cosas en la Argentina, y tal el ánimo mío, que cierta tarde regresando al hotel
tras dar largas caminatas por la ciudad, el peruano que hacía las veces de conserje me
advierte que en mí habitación iba a encontrar otro huésped. Me encaminé por la escalera
rogándole a Dios que el dichoso compañerito de cuarto, que de seguro debía ser un
marinero, no fuera a resultar chino, y no es que tuviera nada contra los chinos, pero es
que no se les entiende nada. ¿Cómo demonios se hace para convivir con un chino bajo
el mismo techo? De todas formas, podía ser peor, y en cuánto así el picaporte me asaltó
el repentino terror de que al abrir la puerta estuviera allí un negro, y no es que tuviera
nada contra los negros tampoco, ¡y vamos!, que no tienen derecho ustedes a juzgarme
racista, a ver si les gustaría tener que dormir junto a un africano desconocido de dos
metros de alto y torso naval musculoso, que vaya uno a desentrañar qué perversas
intenciones desembarca a tierra luego de haber estado meses embarcado en navíos con
bandera de conveniencia que reclutan para sus tripulaciones a la escoria de los mares.
¡Ah!, no, la opinión del marica acá no cuenta, que respecto a mi culo el único parecer
que vale es el mío. Y el chirrido de la puerta me lo traía fruncido. Menos de los zócalos,
que eran de las cucarachas, me había acostumbrado a disponer de todo el cuarto, a
dormir en pelotas en cualquiera de las camas y dejar mis flatulencias flotar en el aire
cuando me venía en ganas. Bueno, que estas cosas íntimas se las cuento, porque se las
cuento, pero no vienen a cuento. Así que a lo nuestro. Abrí la puerta y estaba el cuarto
en penumbras. Distinguí el perfil de su silueta sentado al medio de la cama del medio,
con los pies en el piso, encorvado, los codos en las rodillas y las manos sosteniéndole la
frente. Me pareció que estaría resfriado porque lo escuché tragarse los mocos justo antes
de que mi mano diera con el interruptor de la luz. No era chino, ni era negro, tampoco
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marinero, era argentino y no estaba resfriado. Lloraba. ¡Vale!, que los hombres también
lloran, y casi siempre a causa de las mujeres. Se disculpó por verse como se veía, y yo
le ofrecí dejarlo solo pero dijo que no era necesario. Me senté frente a él en la que, a
partir de entonces, iba a ser mi cama y nos presentamos con un apretón de manos, uno
de esos saludos falsetes que damos cuando no queda más remedio.
- Soy Julio.
- Rafi.
- Mi esposa me echó.
- Yo me fui solo.
- No me perdonó.
- Me escapé para no pedirle perdón
- Es que yo la amo.
- Si no estuviera loco de amor por ella...
- Quise volver, y me cortó el rostro, mal me lo cortó...
- No tuve el valor para volver.
- De rodillas le pedí perdón, le juré… ¡Por mi vieja, le juré!, que nunca iba a
volver a hacerlo.
- ¿Qué haz hecho? Eso mismo es lo que yo me pregunto a veces.
- Cosas de hombre, fue su prima la que me provocó.
- Pero no se puede ir en contra del destino.
- No le podía decir que no, está refuerte la guacha, soy hombre… ¿Iba a arrugar?
- De ninguna manera, las cosas suceden por algo.
- Se abrió de gambas y no tenía bombacha. ¿Yo que podía hacer?
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- Todos procuramos hacer las cosas lo mejor que podemos, pero la vida cada cual
la coge como está escrito.
- Y me la cogí. No podía hacer otra cosa. Me puse al palo y la empomé, ahí
nomás, de parados en el patio del fondo. ¿Qué cara iba a poner para verla y
decirle que no era como ella lo veía? Cuando llegó y nos vio le dije: No es lo
que parece.
- No me iba a entender.
- No me entendió, me quería matar.
- Son cosas que quedan dando vueltas en la cabeza, que te van matando
lentamente.
- No me mató de pedo, así de cerquita de la cabeza me pasó el sifón.
- Un día explotas, y no sabes con quién te la agarras.
- Explotó contra la pared y se agarraron de las mechas.
- Porque en verdad no te conoces
- No sabía qué hacer.
- Y te ves indefenso, perdido, sin fuerzas.
- Las quise separar pero era peor.
- En esas condiciones, si te quedas das lástima.
- Al final la prima zafó, y mi mujer se me vino encima.
- Escapar es cobarde, pero al menos te deja la chance de arreglar algo en el futuro.
- “Rogá que esta puta no se aparezca embarazada”, me dijo.
- La distancia tal vez sirva para ver las cosas de otra manera.
- Y me echó, ahora espero que la prima no haya quedado embarazada.
- Lo embarazoso es poner la cara para volver.
- Cuando sepa que no anda de bombo voy a tratar de volver.
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- ¿Y después de volver serán las cosas como eran?
- Si vuelvo me va a tener cagando, no me va a dejar pasar ninguna.
- Tal vez las cosas nunca vuelvan a ser como antes.
- ¡Ojo que yo tampoco me quiero volver a mandar ninguna!
- Después de todo, ¿quién dice que deban ser como antes?
- A la prima no pienso verla más, ¿viste?
- La incertidumbre, el saberse vulnerable...
- Salvo que le haya hecho un pibe.
- Eso también puede ayudar, ser un alivio.
- No, un quilombo va a ser.
- Dejar de sentir que hay que ser Superman.
- Sí, Superman, si les hice el bombo a las dos flor de quilombo que voy a tener.
- Y es que al formar familia uno no puede cargarse todo al hombro.
- Se me van a venir todos los familiares encima.
- Pero volver es tan difícil, mucho más que haber partido.
- Si vuelvo ahora me parten al medio.
Ahí nos quedamos largo rato en silencio. Como podrán apreciar el tipo era un pelmazo
padre, de la clase de divorciados que sólo hablan de su divorcio y a los que nada les
importa, ni jota, de la vida de los demás. Aún así tuvimos largas conversaciones dónde
cada cual decía lo que quería y el otro hacía como que le escuchaba. Para mí era muy
difícil prestarle demasiada atención, porque después de todo lo de él era merecido, culpa
suya por ponerle flor de cuernos a la mujer. Julio experimentaba el clásico
arrepentimiento del putañero, que le iba a durar lo que tardase el perdón o la caída de
otras bragas, lo que pasase primero. Distinto era lo mío, donde circunstancias especiales
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me habían acorralado forzándome a la toma de una decisión desgarrante en la que me
arranqué, de verdad y sin culpas previas, pedazos del alma. Yo estaba donde estaba por
preservar la pureza del amor, y no por haberle arrojado el sucio polvo de una calentura.
Se lo traté de explicar, pero Julio que carecía de suficiente cultura para entenderlo se
justificaba en su necesidad de demostrar lo macho que era, incapaz por ende de decirle
que no a cualquier mujer que se abriera de piernas. Así fue como me contó que además
de haberse revolcado con la prima de su mujer, también se follaba a una vecina y a la
mujer de la limpieza en su lugar de trabajo.
Y había que verlo al macho de Sudamérica, llorando a moco tendido como una
Magdalena. ¿Cómo iba entonces a comparar mi situación con la de ese pobre guarro?
Lo de él estaba marcado por el trazo grueso de la grosería. Lo mío en cambio era digno
de respetarse, una actitud generosa, tal vez cobarde, pero de una generosidad a puro
corazón, porque mi huida fue el guante de seda para no dañar a mi amada más allá de lo
que no estaba en mí poder evitar. Yo había sido bueno, y me iba dando cuenta que
merecía otra oportunidad.
Desde la llegada de Julio pasaron escasos días hasta que en mis bolsillos sólo quedaron
pequeños guijarros que había ido levantando por ahí. Me gustaba tener piedrecillas para
frotarlas en las yemas de mis dedos pero necesitaba con urgencia juntar algunas
monedas, de otro modo los peruanos me lanzarían a la calle y aunque aquello fuera flor
de pocilga, al menos era una pocilga amigable, siempre mejor que la puta calle donde
no te haces amigo ni de tu sombra. Dicen que la mano de Dios aprieta, pero no ahorca, y
también dicen que eso se dice porque los ahorcados ya nada dicen. Como sea, resultó
ser Julio quien me sacó del trance. Era mozo en un café en el que, a veces, se
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organizaban eventos especiales que requerían de mozos adicionales. Allí nuevas bandas
de rock daban su recital de presentación y venía una de esas veces. En mi vida había
llevado una bandeja, pero Julio hizo el llamado telefónico a sus patrones ofreciendo mis
servicios y bastó les dijera que yo era gallego -lo que en realidad no soy- para que me
aceptasen. Parece que hubo época en que la abrumadora mayoría de los mozos de
Buenos Aires provenían de Galicia, aunque los argentinos llaman gallegos a todos los
españoles. Luego esos gallegos se hicieron dueños de sus propios bares, restaurantes y
variedad de locales gastronómicos, así es que tomaron de mozos a tucumanos,
catamarqueños y otros provincianos; los “cabecitas negras” que tentaban fortuna en la
Capital del país. Salvo en algunos selectos sitios de comidas ya no se cuenta con la
dedicada atención de los mozos gallegos, pero claro, habiendo marcado época, aquello
ha quedado flotando como el más alto ideal de servicio y bastó esgrimir nacionalidad
para que me prefiriesen.
El afrontar esa obligación laboral retempló lo mejor de mi ánimo, el efecto buscado al
encarar cualquier terapia de rehabilitación. Con mi intelecto, el trabajo manual nunca
fue lo mío, claro que no, pero al fin mi cabeza se permitió un descanso. Estaba ocupado
y aunque sólo se tratara de acomodar sillas, memorizar los números de las mesas y
atender los consejos de Julio acerca del difícil arte de desplazarse portando la bandeja
en alto y sobre los dedos de la diestra, por primera vez dejé de pensar en mis problemas.
Haciéndole honor a los gallegos de antaño brotó en mí cierto talento natural para el
transporte de bebidas y alimentos, mis pasos eran seguros, mi andar elegante, y mis
yemas adherían a la base de la bandeja sintiéndola cual extensión del propio cuerpo.
Ansioso porque llegara el público que iba a marcar mi debut como mozo jugaba
haciendo girar la bandeja sobre los dedos y pasándola de mano en mano con perfección
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de malabarista. Vibraba por el entusiasmo de saber que podía hacerlo bien y me vestí
apresuradamente con las ropas provistas para la ocasión: pantalón negro de hilo, camisa
gris muy brillante y chaleco negro. El lugar tenía su clase y los mozos no
desentonábamos.
Poco antes de la hora en que se abrieron las puertas, un grupo de técnicos terminó de
instalar los instrumentos musicales en el escenario conectando enchufes, micrófonos y
luces. También se aseguraron que el amplio portón al fondo del escenario abriera y
cerrara con facilidad. Cada detalle parecía preparado concienzudamente con antelación,
y así era. Con la puntualidad pautada el local estuvo abierto y el público comenzó a
poblar las mesas. Lleno total, invitados de los músicos debutantes en su mayoría más
alguno que otro descolgado. Y yo sirviendo a los clientes con plena felicidad interior.
Digo, el gusto de estar allí, sonriéndoles a todos, dándoles la bienvenida y
dispensándoles atención personalizada, con tal jerarquía de anfitrión que cualquiera me
hubiera juzgado el dueño y no un mero dependiente ocasional. Así se me fue pasando el
rato hasta que, en una de esas, al acercarme a la barra para transmitir las órdenes de las
mesas, aparece Julio con el rostro desencajado de alegría y cogiéndome del brazo me
informa que estaba todo listo para empezar el show pero que faltaba el presentador. Le
digo: "Tío, ¿y qué hay con eso?, que se busquen a otro", y entonces tomándome de los
hombros me dice que les había dicho que yo era locutor, por lo que ese otro era yo.
Imaginen mi sorpresa. Sin dejarme decir nada me lleva al costado de la barra y me
presenta al representante del grupo, un tal Seiko que terminaba de cerrar con furia su
frustrada conversación por el teléfono celular.
- Me dicen que sos locutor, ¿es cierto? –preguntó con displicente altanería.
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- Pues claro que lo soy, y en esta vida de lo único que puedo dar seguridad.
- Necesitamos que subas al escenario y hagas la presentación de los chicos.
- Pero… ¿Cómo que quieren que los presente? Si ni siquiera conozco el nombre
de la banda, ni la música que hacen...
- Tenemos un speach preparado, se supone que el que tenía que venir lo iba a
decir de memoria, pero las cosas se dieron así y ya sabés como es esto, el show
debe seguir… Tenés que subir al escenario, pararte frente al micrófono y leer
con entusiasmo este papel -ahí mismo y sin dejar de hablar me lo dio en mano-,
cuando termines de hablar se va a abrir el portón a tu espalda y va a haber un
cambio en el juego de luces, no te vayas del escenario por donde vas a subir
porque no vas poder bajar, agarra el micrófono con pie y todo y llévatelo para la
derecha, quédate atrás de la batería hasta que termine el show, ¿entendiste?
- Sí, no me bajo del escenario, cojo el micrófono y me resguardo junto a la
batería, pero… ¿Y mis mesas, quién las atiende?
- Olvidate de eso. ¿Entendés lo que tenés que hacer en el escenario?
- Sí, sí...
- Mirá el papel. ¿El tamaño de las letras está bien? ¿Lo podés leer?
- Sí, sin ningún problema.
- Bien, sacate ese chaleco y ponete mi saco.
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NN Y LOS DEL FALCON VERDE
Así de repente dejé el trabajo de mis antecesores gallegos y volví a encontrarme con mi
propio oficio. Cosas que sólo explica el destino, vamos: aquello para lo que uno ha
nacido. Cuando caminaba al escenario sentía que estaba volviendo a mí, era como si la
luz de ese reflector, el silencio que me zumbaba en los oídos y la expectativa que
envolvía mis pasos fueran a poner bisagra en mi vida. Y la pusieron. Lo que el destino
tiene de ineludible se anunciaba en los latidos de mi corazón. Mi alma, el micrófono
frente a mis labios, la ceguera brillante de luces y el papel en mi mano, eran los
elementos de un momento crucial. Ni puta idea de lo que iba a venir, pero lo que fuera
estaba yo ahí para traerlo. Y como que soy un profesional de la hostia, ¡les juro que mi
voz les llegó hasta los huesos! Leí mejor que si lo hubiera ensayado, aquel escrito que
decía:
- Expirado largamente el término de la garantía dispuesta por el fabricante, aun
sus ruedas siguen girando. Sus servicios superaron satisfactoriamente las
mejores previsiones de tiempo y kilometraje, sobreponiéndose a todos los
hábitos de manejo y a las exigencias de cualquier terreno. Podría decirse que es
el automóvil emblema de la familia argentina, pero no menos cierto es que ya no
es un auto sino una leyenda.
Y en tanto que yo avanzaba con el discurso, la máquina de humo formaba densa neblina
sobre el escenario hasta la altura de mis rodillas, lo que junto a luces hábilmente
dispuestas creaba la atmósfera fantasmagórica, ideal para dar crecimiento a la alta
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expectativa generada desde que las puertas se abrían lenta y silenciosamente. Continúe
leyendo:
- En los años duros del "yo me borro" y el "no te metas", cuando muchos se
escondieron bajo la cama a esperar que otros hicieran lo que debía hacerse, él
fue de los que salieron a poner el cuerpo. Al igual que los héroes de viejas
aventuras, su nombre adquirió con la fama un color distintivo, fue bandera
desplegada tremolando al viento por las noches, cuando la más sucia de todas las
guerras se libraba en las calles. Cruel entre los crueles aceptó batirse recurriendo
a las mismas sucias artimañas de sus enemigos, los que pronto descubrieron que
el suyo era un viaje de ida. Su nombre se pronuncia siempre con respeto, respeto
al que sus enemigos le añaden temor, respeto al que sus amigos le añaden
gratitud.
A mi espalda rugió el motor y encendiendo sus luces el Ford Falcon avanzó por el
escenario. Entonces subí la voz, entusiasmándome con esa puesta en escena que no
tenía idea cómo iba a terminar.
- ¡Ford Falcon! O para decirlo con total precisión: ¡Falcon Verde! Y esta noche,
para todos ustedes, damas y caballeros que buscan algo nuevo, una banda de
rock para rockanrolear, una banda de terror paramilitar: ¡¡¡ N.N. y los del Falcon
Verde!!!
Frenó el vehículo su arremetida al escenario con el paragolpes a milímetros de mi
humanidad, y tras dar una muy fuerte acelerada en punto muerto, se abrieron las puertas
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comenzando a salir fuera sus ocupantes. Tal como se me había indicado tomé el
micrófono y me dispuse a desplazarme por la derecha para quedarme detrás de la
batería. Seis tipos de traje, llevando el pelo engominado, anteojos oscuros e itakas en la
mano bajaron del Falcon y se desplegaron por el escenario haciendo sonar a un tiempo
la recarga de sus escopetas. Ese track-track atemorizante que te pone sobre aviso de que
viene el disparo. Un rayo de frío me atravesó el espinazo al verme en medio de ellos. El
humo potenciado por las luces, el silencio expectante del público y esos tíos serios con
las armas en las manos que se quedan estáticos, mudos, amenazantes, hasta que uno de
ellos haciendo chasquear los dedos ordena que abran el baúl, y otros dos sacan de allí a
un pobre chaval de camisa blanca desabotonada. Levantándolo por los codos lo llevan
al medio del escenario y lo dejan allí, entre las luces del Falcon, con las manos atadas a
la espalda y los ojos vendados. Ni un murmullo en la sala, todos las miradas atentas a
esa figura encorvada, temblorosa, llena de temor. El pobre Cristo, un prisionero, parece
estar esperando que lo muelan a palos. Pero no le pegan, al abrir y cerrar las alas de un
hada los otros seis trocaron las itakas por los instrumentos musicales que aguardaban en
el escenario. Dos guitarras, bajo, batería, teclado y trompeta comienzan a sonar en
compases que se repiten. Uno de los guitarristas pone entonces el micrófono delante del
que traen prisionero, y le ordena con voz áspera: "¡Empezá a cantar!". Y el tipo canta.
Algunos de los otros le hacen coros. Canta esa cancioncita llamada "Demasiado tarde",
que dice:
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DEMASIADO TARDE
Desaparecidos
así quedaron los subversivos,
ellos decidieron la guerra,
ellos impusieron las reglas,
y después, muy tarde fue
para querer cambiar,
para pedir piedad,
llorar, o gritar:
¡¡¡Mamá!!!
Si las bombas eran buenas
(si las bombas eran buenas)
la picana no era mala
(la picana no era mala).
Si mis muertos no te apenan
(si mis muertos no te apenan)
tus ausencias no me llegan
(tus ausencias no me llegan).
Desaparecidos
así quedaron los subversivos,
ellos decidieron la guerra,
ellos impusieron las reglas,
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CHE, BETO
Al concluir la canción, el público petrificado no fue capaz de soltar nada, ni aplausos ni
abucheos, sólo quietud y silencio. Eso no parecía importarles a los músicos en escena.
Menos batero y teclas, los otros cuatro rodearon al prisionero para ocultarlo. Cuando lo
dejaron ver estaba transformado, ya no era el prisionero sin Ningún Nombre, el famoso
NN, sino que llevaba el saco, la corbata, las gafas negras y el peinado a la gomina.
Diríase que habiendo pasado de bando era uno más de ellos. Cantaron entonces "Che,
Beto":
¡Che, Beto!
Cuántas cagadas te mandaste, Beto.
Tu padre ya sabía
lo que tu madre intuía:
El nene Juega a la revolución.
¡Che, Beto!
Cuántas cagadas te mandaste, Beto.
Era una cita envenenada
y no caíste hasta caer
con la primer trompada
tu pastilla de cianuro
se te piantó de entre los dientes.
¡Qué mala suerte!
Llegaste tarde a tu propia muerte.
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La viste rodar por el andén,
y ya no viste más.
¡Che, Beto!
Cuántas cagadas te mandaste, Beto.
Y ahora estás ahí
amarrado a una cama sin colchón.
Y Susanita...
Susanita...
¡Susanita te hace shock!
¡Che, Beto!
Cuántas cagadas te mandaste, Beto.
¿Y de los nuestros cuántos mataste, Beto?
¿A cuántos más pensaban matar?
Beto, están perdiendo.
Beto, es él final.
Beto, no digas más.
Ya lo sabemos.
Y vos te vas.
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REPRESOR ILEGAL
Un disparo cerró la canción y por primera vez las luces dieron oscuridad total. Forzando
ronquera se escuchó a alguno epilogar: "Fuiste; che Beto". El pulso nervioso de algunos
aplausos se impuso por sobre el murmullo generalizado. El público estaba impactado.
Procuraba adaptarse a un show que rompía todos los códigos conocidos del musical
argentino, algo que no era sólo políticamente incorrecto… ¡Era políticamente
imposible! Otra dimensión, la mirada al lado más oscuro de una sociedad hipócrita que
vive acostumbrada a guardarse lo que piensa. Y yo ahí, en medio de todo aquello,
patitieso, preguntándome en qué cueva de fachas me había metido. ¡Porque vamos! Que
yo cargaba mis preconceptos y esto, que os cuento tal y como ocurrió, se sentía extraño,
irreal, así cual esos recuerdos que se montan en sueños y en noches de fiebre le
distorsionan a uno la percepción del mundo. Y que te dices: "¡Anda! Cálmate ya
gilipollas. ¿Qué no ves que no puede estar pasando?”. Pero la banda siguió tocando, y
me di cuenta que era real porque mis pies querían bailar. Me decía que estaba mal, y
otra voz más fuerte me decía: "Déjate llevar". Arremetieron entonces con "Represor
Ilegal", puro rock and roll.
Horas de la noche
y en el Falcon Verde
todos los semáforos
me cantan verde.
¡Verde, Falcon, Verde!
¡Represor ilegal!
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¡Represor ilegal!
Cazando guerrilleros
por toda la ciudad.
¡Qué paradoja!
Los guerrilleros urbanos
después de tanta sangre…
¡Querer derechos humanos!
Tarde, muy tarde.
¡Suave!
¡Verde, Falcon, Verde!
¡Verde, Falcon, Verde!
Rápido en las curvas
más rápido en las rectas
pero siempre suave ¡Suave!
¡Verde, Falcon, Verde!
Horas de la noche
y en el Falcon Verde
todos los semáforos
me cantan verde
¡Verde, Falcon, Verde!
¡¡¡Verde!!!.
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MEDITANDO EN EL BAÚL
La algarabía de los aplausos se desató en festejo aún antes que la canción terminara.
"¡Gracias!", gritó uno de los guitarristas; quien brindaba la apariencia de ser el jefe. Y el
público de pie. ¡Qué suceso! El público entusiasmado con la gran función que había
presenciado no dejaba de batir palmas reclamando otra, un bis, algo más de aquella
imprevista cachetada sobre las convenciones del momento. Los siete músicos saludaron
con pomposa reverencia al borde del escenario, gesto que repitieron unas tres veces ante
la fervorosa aprobación de los espectadores que esperaban el bonus. Pero no hubo otra,
así como saludaron fueron hacia el auto y cuando parecía que nada más iban a subirse y
marcharse, uno de ellos me señaló con el dedo. Vi las sonrisas en sus rostros y antes que
viera otra cosa me estaban cargando en el baúl. Venciendo mi resistencia a fuerza de su
mayor número, con algunos golpes mediante, lograron sumergirme en esa celda de
tránsito, privándome de mi libertad y dejándome sumido en la peor de las
incertidumbres. Lo último que alcancé a distinguir en el tumulto fue la sonrisa del que
gritó: "¡A la valija, Chirolita!”. Chirolita, supe luego, era el nombre del muñeco de un
tal Chasman, famoso ventrílocuo argentino.
Cuando cerraron la tapa el estruendo pareció ahogarse en la oscuridad. No sentí temor.
¡Vamos! Estaba claro que aquello venía en tren de broma; pero me interrogué
seriamente acerca de cuestiones fundamentales. ¿Por qué no estaba en mi España? ¿Qué
clase de aventura loca estaba comenzando en Sudacalandia? Escuché los portazos,
percibí el bamboleo del auto por el ascenso de sus tripulantes, y las ruedas se echaron a
andar. Lento en la marcha atrás, para dispararse luego hacia delante en dirección a qué
sabía yo dónde. Acomodé mi humanidad lo mejor que pude en el espacioso interior del
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compartimiento de equipajes. Desde la cabina me llegaban inentendibles las voces
sobrepuestas de los siete músicos, era evidente que estaban de plena jarana así que no
gasté saliva en pedir a gritos que me libraran del encierro. Al cabo que en el baúl yo iba
más cómodo que cualquiera de ellos apretujados en los asientos.
Lo que duró el viaje me lo pasé pensando en mi amada mujer. Recordaba cosas que
había olvidado, pequeños gestos que quizás no supe valorar en su momento. Esas
menudencias de lo cotidiano que uno da por sentado, nimiedades que pasan
desapercibidas hasta que se pierden. El modo en que por las noches ella peinaba sus
largos cabellos sentada al borde de la cama. El olor mismo de nuestro hogar, y hasta esa
manía por encender inciensos que tanto me molestaba. De aquella nada oscura en la que
mi alma parecía estar flotando alrededor del cuerpo, me vino a la mente la imagen de
ella en un momento preciso. Era igual que ver una fotografía que en lugar de estar
impresa en papel lo estaba en sentimiento. Y es que de aquella reunión en casa de
amigos me había guardado la preciosura del instante en el corazón. Fue alrededor de la
mesa, en la que todos hablaban a grandes voces discutiendo alguna cuestión de esos
días. Yo batallaba con una botella de vino cuyo corcho se había partido y, mientras
procuraba descorchar el resto, desesperaba por entrar en el debate. Ni bien saqué el
medio corcho levanté la vista, y allí estaba ella, al otro lado, viéndome fijamente a los
ojos. Con el pulgar y el índice de la diestra cogió la aceituna que se llevó a la boca, la
mordió arrojándome una mirada como la noche que tuvimos luego y en ese segundo no
hubo sonidos, ni olores, ni cualquier otra sensación más que calor intenso en el pecho.
Era mi mujer. Y la estaba viendo exactamente igual, reviviendo el momento en la
cajuela de un Falcon Verde. Es que el baúl de ese vehículo es una especie de
confesionario, un lugar que empuja al examen de conciencia, a poner blanco sobre
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negro los errores abriendo el diálogo sincero con la propia alma. Hay muchos que
necesitarían pasar por esa experiencia. Comprendí allí lo mucho que mi ausencia la
estaría mortificando. ¡Pobrecita! ¡Tremendo calvario el que iría sufriendo por mi culpa!
Necesitaba llamarla, pedirle perdón y volver con ella. Después de todo, ¿qué importaba
si yo no era la voz de España? Era una más de las voces de España, y con eso bastaba
para andar con la frente en alto. ¿Qué más necesitaba de la vida que tenerla nuevamente
entre mis brazos? Pues nada. ¡Si ella era todo! Una luz misteriosa ordenaba al fin mis
ideas, mis sentimientos y mi proyecto de vida, y entonces... entonces un maldito bache
me hizo golpear la cabeza contra la tapa, y la bestia al volante que acelera por un
camino lleno de pozos que ni tras las bombas de Bosnia se ha visto. ¡Claro!, ellos
riendo, ¡qué va!, y el pobre de mí un hielo en la coctelera. Pasé el rato dándome de
golpes hasta que arribado a destino, una casa quinta en Tortuguitas, el vehículo se
detuvo. Cuando abrieron la tapa los siete estaban mirándome, sonreían sin decir palabra
y esa actitud de final de broma, así de esperar que yo les festejara el chistecito, fue lo
que realmente me dio entre medio de mis dos cojones. Saliendo sin recibir ayuda de
ninguno, me incorporé y en cuanto pude estirar las piernas, como seguían con esa
miradita de "mira que gracia te hicimos", sintiendo los pies firmes sobre el suelo les
grité mi enojo:
- ¡¡¡ Vosotros me habéis secuestrado, coño!!!
En respuesta se echaron a reír. Y yo que los miraba atónito sentía la sangre alborotarse
por mis venas.
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- ¡Que no es un chiste!, -les dije- me han traído por la fuerza, han perpetrado un
crimen, una felonía, un, un, un....
Los nervios, con la oportunidad que los caracterizan, me jugaron esa mala pasada y
quedé trabado repitiendo "un... un... un...", sin saber qué decir, cosa que por suerte
nunca me ha pasado frente al micrófono en el ejercicio de mi profesión. ¡Pero es que
estaba indignado! Más aún, ya casi los tomaba a golpes de puño que escucho a uno
entre las risas decir:
- ¡Estuviste genial, Gallego!
- Sí, -asintió otro- tu voz y tu acento hicieron del speach del comienzo algo mucho
mejor de lo que esperábamos.
- Teníamos miedo que sin presentador se nos fuera el show a la mierda.
- ¡Te pasaste chabón!
- Cuando te escuchamos supimos que todo iba a salir perfecto.
- ¡Salimos a escena recontra motivados!
- Dejaste al público listo para nosotros, y está claro que vos sos nuestro
presentador. ¡Indudable!
Me halagaban, palmeaban mi hombro y ¡qué diablos!, se me esfumó el enojo porque,
¡vamos!, es que de verdad, aunque no quiero pecar de vanidoso es la más pura realidad:
¡Que soy un locutor de la hostia!
- Modestamente -dije- yo sólo afino el instrumento que Dios me ha dado.
- Nos cabe el talento bien usado.
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- Les diré que ustedes tampoco han tocado mal, en la última canción no podía
dejar de mover los pies.
- Vení Gallego, vamos al quincho a comer el asado y bienvenido a la banda.
Conocéis mis penurias económicas a esas alturas de los acontecimientos, así que
imaginarán con facilidad que lo que había comido en los últimos días era, además de
alguno que otro engaño, nada. Nada, pero nada de nada. Ni siquiera andar a la sopa
boba. La sola idea de meterle sustancia al estómago hacía que mi mente se obnubilara
por ver la abundancia de carne en la parrilla, roja, jugosa, cocinándose al uniforme calor
de las brasas junto a chorizos, chinchulines, riñoncitos, morcilla y las mollejas. ¡Pienso
en esas mollejas y me viene una cosquilla al paladar que me inunda la boca de saliva!
En fin, una típica parrillada de carne argentina, y no tuve fuerzas más que para
quedarme allí junto esperando que sirvieran. Mi única distracción, la sola vez que quité
la vista de ese deleitoso espectáculo gastronómico, fue cuando llegaron a la quinta en
otro auto y una camioneta el resto de la banda, los que no eran músicos, o sea, el
sonidista, el iluminador, los dos asistentes que les ayudaban a armar y desarmar los
equipos y el representante. David Seiko vino de inmediato a reclamarme la devolución
del saco, y al encontrarlo arrugado, con uno de los bolsillos descosido e impregnado de
mi sudor por el viajecito en el baúl, reprendió a los músicos por haber estropeado su
saco. ¡Vaya descaro el de ese tío! Su saco le importaba más que el atropello a las
libertades individuales del que había sido víctima. Claro que atento como estaba a la
cocción de la carne, pues no iba a perder tiempo en hacerle notar su falta de sentido
cívico. Verán, de verdad estoy tentado de describirles el sabroso paso de aquellos
manjares por mi boca, sin embargo creo más adecuado al hilo conductor esta historia
contarles de los muchachos antes que de los platos.
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LOS MUCHACHOS
Como es de público y notorio en la formación originaria de los "N.N. y los del Falcon
Verde", revistaban siete músicos. ¡Vale! No me corrijan antes que termine de hablar,
siete si no se cuenta al Falcon. Para los que cuentan al Falcon, que son casi todos, la
banda era de ocho. Así es que, además de la leyenda, subían al escenario:
Agustín Canelois, voz.
César Carnovali, primera guitarra y coro.
Marcos Slahter, guitarra y coros.
Diego Magliani, bajo y coros.
Antonio Faull, teclados.
Fernando Hamal, batería y coros.
Carlos Bagliesso, vientos.
En aquella primera cena compartida ellos eran para mí perfectos desconocidos.
Comencé a conocerlos después del café, porque en la comida propiamente dicha me
limité a saciar mi hambre antes que la curiosidad. Cuestión de prioridades, se entiende.
Salimos del quincho para ir al interior de la casa y ubicarnos en los sillones de la sala de
estar, establecidos alrededor de un enorme televisor. César, con los ojos claros de mirar
profundo, me dijo entonces que mi presencia coincidía con la elección de videos que
habían dispuesto para esa noche. Disponían de dos películas españolas: "Torrente, el
brazo tonto de la ley", y "Torrente 2, misión en Marbella". Compartían ese humor entre
negro y guarro por el que transitaba el personaje de Santiago Segura, y a mí me tocó
padecer el que tomaran algunas de sus frases como muletillas de uso cotidiano. Es más,
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de modo extraño decidieron que era muy gracioso apodarme Torrente a mí,
comparándome con ese tío desagradable que es una suma de calamidades. Por el sólo
hecho de ser español y estar orgulloso de serlo, me adosaron parentesco con ese gordo
infame, que entre otras linduras de su personalidad demostraba ser sucio, corrupto,
racista, alcohólico, drogadicto, putañero, onanista, eyaculador precoz, traidor, cobarde,
estúpido, homosexual y hasta fascista. Reían a carcajadas viendo la peli, y siendo que
era el único allí que no reía me miraban de reojo retorciéndose de risa cada vez que
brotaba de mí algún comentario indignado. No era cuestión menor mi enojo. Que yo no
soy de los que se hinchan los cojones y se quedan sin hacer nada, ¡no señores! Al
término de la segunda película, mientras bajaban los créditos, cansado de escuchar las
risas de los sudacas y su grosera idea de lo gallego me puse de pie gritando: "¡España no
es todo Galicia y ser gallego no es un chiste!", y en cuanto no pararon con sus risotadas
exigí, listo para irme a las manos, que me llevaran a mi hotel.
Ese fue el momento en que el destino me hizo saber que había caído yo entre ellos y que
no me libraría de su compañía fácilmente. Quedaría bien en claro que mi falta de
fortuna y los caprichos del destino me unirían a la aventura de ese grupo de truhanes. Se
pusieron serios, no entendían mi ofuscación, y en eso que estamos ahí con los rostros
tensos Fernando presiona el power apagando el aparato de video. Volvió entonces a
trasmitir la señal del cable, y en eso, como un mal augurio veo al televisor llenar su
pantalla con el cartel rojo de Crónica TV, el más popular de los canales de noticias
argentinos. Con total claridad escucho que se dice: "Allanamiento en casa tomada, las
imágenes ya".
- Pero, pero... - Apenas pude balbucear incrédulo y pasmo- ¡Si ese es mi hotel!
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- ¡Su hotel! -Exclamó Diego riendo- Dijo su hotel...
- Y ese que llevan ahí es el conserje, el administrador del hotel -dije anonadado
viendo al peruano que manos esposadas a la espalda era introducido al
patrullero.
- ¡El administrador del hotel! -Repitió llorando de risa el cretino de Diego siendo
festejado por el resto de esas hienas.
- ¡Esos teléfonos! ¡Se llevan el locutorio! -Dije sin poder creer que estuviera la
Policía confiscándolo todo.
- ¡El locutorio! Dijo el locutorio… ¡El locutorio! -Y se reía retorciéndose con las
dos manos en la panza, cosa que me hinchó soberanamente las pelotas.
- ¡Pero me cago en tu puta madre! -Estallé preso de ira- ¿Es que acaso has de
repetir cada cosa que yo diga?
- No, no. Es que es muy gracioso -intentó explicarse sin dejar de reír.
- Pues no le veo yo la gracia, he perdido el techo bajo el cual dormía… ¿Y ahora
cómo recuperaré mis documentos y mis ropas? ¡Soy un paria! Un
indocumentado en este país extranjero...
- Por el lugar no te preocupes que te quedás con nosotros, y en cuanto a los
documentos le pedimos a Seiko que se encargue -intentó calmarme César.
- ¡Quiero mis documentos! ¡Quiero volverme a España!
- Bueno, está bien, pero cálmate. David tiene amigos en la cana, vas a ver que te
devuelven los documentos -me decía compasivo César-. No te desesperes
Gallego.
- ¡No soy gallego y si me llaman llámenme por mi nombre, que para eso lo
tengo!: Me llamo Rafael, Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo
Ortiz y Serrano, si quieren pueden decirme Rafi, porque si mis padres me
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bautizaron con tantos nombres no ha sido para que ningunos sudacas me
inventen cualquier apodo.
- Bueno, está bien Rafael, cálmate.
- Y yo no debería estar acá, yo debería estar en España con mi mujer, con mi
trabajo en la radio, con todas esas cosas que no supe valorar adecuadamente
cuando las tenía de tiempo completo al alcance de las manos. ¡Un teléfono!
Necesito un teléfono…
- ¡Un teléfono! -Dijo riéndose otra vez Diego.
- ¡¿Pero que clase de subnormal eres?! -Lo confronté ya harto de sus estúpidas
risas- ¿Acaso tienes el cerebro de un loro? ¡Cállate de una maldita vez!
Me descontrolé. Quedé mudo, temblequeando por la repanocha mala, incapaz de
dominar mis actos ni mis pensamientos. Eran demasiadas cosas fuertes que me
atropellaban en poco tiempo. Alguno de los muchachos se llevó a Diego fuera del
cuarto sin que dejara de reír, y César tomándome por el hombro me dirigió
fraternalmente hacia la cocina, donde sirvió un vaso de agua y puso el teléfono sobre la
mesa, a mi entera disposición. Cerró la puerta y dejándome solo dijo: "Hablá tranquilo
Rafael". Las lágrimas caían por mis mejillas en el desconsuelo al que únicamente podía
poner fin la voz de mi amada. Al instante, cual si la muerte estuviera a punto de alzarme
con su mano implacable, vi pasar frente a mis ojos lo que, desde el momento en que
hice abandono del hogar conyugal, había hecho con mi vida. Me contemplé
escribiéndole aquella nota de despedida con que se disparó toda la secuencia. Ante mis
ojos pasaban los fotogramas de mi triste película y podía verme al abordar el avión,
caminando perdido por las calles de Buenos Aires, entre las caras extrañas del Hotel de
los peruanos y toda esa locura del Falcon Verde que me había puesto allí, donde estaba,
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frente al teléfono. Debía levantar el tubo, marcar el número y ponerle fin al descalabro.
Ella comprendería. Quizás tuviera algún enojo conmigo, pero como el amor es más
fuerte seguramente sería momentáneo, una de esas broncas superficiales bajo las cuales
aguarda el abrazo reconciliador. Limpié las lágrimas del rostro, soné mi nariz y aclaré la
voz. Me serené encontrando el valor necesario para pedirle perdón, suplicarle si era
menester. El corazón palpitaba trémulo de emoción escuchando la chicharra que
clamaba por ella al otro lado del océano.
Sonó cinco o seis veces, y yo con los ojos cerrados, pegando el oído al auricular, la
mente en blanco y la ansiedad. ¡La ansiedad! La ansiedad era un diapasón que vibrando
en mis huesos buscaba partirlos en millones de fragmentos. Apretaba los dientes
frunciendo todo cuanto podía fruncirse. Y luego, al percatarme que descolgaba al
teléfono el corazón se detuvo, contuve la respiración y el silencio al otro lado se
prolongó en elástica agonía. Sentí en su respiración el preludio a las palabras y cuando
por la bocina dijo: "Hable”, me sorprendió la voz de otra mujer, una señora de edad.
- Pero… ¿Quién habla? -pregunté descorazonado.
- ¿Cómo que quién habla? Eso es lo que yo pregunto.
- Usted no es mi mujer.
- ¡Qué va! Claro que no, yo soy mujer de un solo hombre, y mi marido está aquí
junto, mirando la tele desde el sillón. No hace otra cosa…
- Oiga, a mi no me importa su marido ¡Dígame qué ha pasado con mi mujer!
- ¿Cómo voy yo a saber lo que pasó con su mujer? Pero si ni siquiera sé quién es
usted. A ver ¿cómo ha conseguido este número?
- ¿Qué cómo he conseguido ese número?, pues porque yo vivo allí con mi mujer.
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- ¡Joder! Vaya tío listo, así que en esta casa vivíamos los cuatro y yo con mi
marido ni enterados. ¡A ver si ayudan a pagar las cuentas entonces!
- Señora, soy Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y
Serrano, le hablo desde la Argentina, y busco a mi mujer la Señora de Castillejo
- ¿La Señora de Castillejo?
- Exacto.
- Mire, ahora tengo una confusión, porque lo que yo sabía es que aquí vivía la
viuda de Castillejo.
- ¡Ninguna viuda, Señora! ¡Yo estoy vivo! Fregado en la mierda, pero vivo...
- Lo que ha pasado, es que el día de la mudanza nos cruzamos, pues cuando
entrábamos nuestras cosas ella retiraba las suyas, y como le vi algunos objetos
que eran de hombre, por caso unas pantuflas horribles que llevaba abrazadas
contra el pecho, le pregunté por el marido, y la pobrecita llorando me dice que el
marido se ha ido, y como vestía de negro, pues nada, que yo pensé que había
enviudado.
- Pero no he muerto señora, y quiero volver con ella...
- ¡Hombre! Entonces a por ella, que se ve que lo extraña.
- Es que estoy atrapado en la Argentina, indocumentado y sin dinero.
- ¡En ese caso está igual que viuda!
- Señora no diga eso, que es muy feo. ¿Ella no dejó un teléfono al que pueda
llamarla?
- No.
- ¿Acaso una dirección?
- Nada, apenas nos hemos visto unos segundos.
- Vea, noto que usted tiene buenos sentimientos, ¿podría yo pedirle un favor?
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- Eso depende de lo que me pida.
- ¿Usted podría apiadarse de este compatriota en desgracia y prestarme dinero
para el pasaje de vuelta?
- ¿Prestarle dinero a Usted?
- Podría enviarme un giro, y yo se lo devolvería de regreso a España.
- Usted, a quien no conozco, me dice que está indocumentado e indigente en la
Argentina y ¡vaya coraje! ¿me pide euros a mí?
- ¡Estoy desesperado, Señora!
- ¡Púdrete gilipollas!
Y cortó. De súbito me embargó un sentimiento de caída abismal. El teléfono en mis
manos se hizo soga muerta de la que podía jalar sin subir a ningún lado. Lo solté
espantado de tocarlo y quedó descolgado sobre la mesa. En la impotencia de mi soledad
sentí terror. Silenciosas lágrimas acudieron a mis mejillas sin que profiriese el mínimo
sollozo. El alma se me había acurrucado en algún lugar insondable de mi estática
humanidad, sólo las lágrimas me diferenciaban de cualquier estatua. No estuve vivo, no
podía sentir pulso, era de sal o de piedra en mi cuerpo maldecido por la distancia. La
cara de mi amada se desdibujaba en el recuerdo por el temor a no verle ya nunca jamás.
¿Qué sería de ella sin mí? ¿Dónde irían a parar mis pantuflas? ¿Y cómo pudo decir esa
insensible mujer que eran horribles? Quizás los delicados pies de mi esposa procuraban
mitigar su soledad en el calor de mis pantuflas. La suavidad de la tela escocesa, la alegre
combinación cuadrillé del amarillo, el verde y el rojo, y ese desgaste por el uso que ya
las transparentaban donde rozaban las uñas de los dedos gordos. ¡Nada sabía esa mujer
de mis pantuflas! Nada de nada, pero igual tuvo el descaro de criticarlas. Mis pantuflas
estaban más allá de su comprensión, eran un mensaje cifrado entre enamorados, mi
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mujer debía aferrarse a ellas sabiendo que tarde o temprano volverían a mis pies.
¡Cuánta devoción en mi amada! Tener mis pantuflas ahí, al alcance de la mano, de
seguro entibiándose el pecho con ellas, cuidándolas fielmente para que a mí retorno al
hogar, aunque fueran ya otras la paredes, estuviera igual que ayer la sacrosanta
intimidad conyugal. No, los obstáculos no iban a impedir que tomara nuevamente entre
mis brazos su estrecha cintura. Ella no me olvidaba, tal vez, pensé, en ese mismo
instante los dos llorábamos la mutua soledad, por eso acaricié mis lágrimas cual si
fueran las de ella. Y decía para mis adentros: "No me llores, mi amor, no me llores: yo
estoy volviendo a ti”.
César volvió a la cocina sentándose frente a mí. No dijo palabra y durante largo rato me
acompañó comprensivo de la situación, respetando el dolor.
- Ella se ha mudado. No tengo forma de ubicarla que no sea volviendo a España
-dije resumiendo la situación.
- Lo siento.
- Y volver a España es algo... “Con la iglesia hemos topado, amigo Sancho”.
Bueno chaval, que todo esto que está ocurriendo me lo tengo bien merecido. Me
quise ir, yo solo, porque estaba atosigado con las menudencias de cada día y
necesitaba poner orden en mi cabeza. Ahora en cambio, daría mis piernas por
poder regresar.
- Para volverte lo único que necesitás es un poco de paciencia.
- ¿Tú crees? ¡Mírame! No tengo mis documentos, no tengo una moneda en el
bolsillo, ni un techo, ni una cama, ni mi ropa, no tengo ya ni un teléfono al que
llamar, no tengo nada. Estoy varado en la nada.
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- Eso no es tan así. De tus documentos ya te dije que se va a encargar David,
mientras tanto nosotros necesitamos un presentador, y vos sos mucho mejor que
el que teníamos, por eso queremos que sigas. Entiendo que tu situación no es la
mejor, y quiero dejar en claro que si te ofrecemos esto no es porque seamos
buenos samaritanos. Nunca nos imaginamos que el presentador pudiera ser
español, pero quedó tan bien que ahora no queremos otra cosa.
- Me estáis dorando la píldora, pero mi único deseo es retornar con mi mujer,
aunque sea nadando, digo, moriré en el intento porque no tengo branquias, pero
al menos me sentiré reconfortado por pensar que lo estoy intentando.
- Rafael, no seas pelotudo.
- Oye, no me hables así, que estoy en estado de sensibilidad extrema.
- No estás pensando Rafael, escúchame, trabajá con nosotros y vas a llegar a
España antes que a nado. Mirá, en esta casa vivimos todos, hay una cama para
vos también. La comida, me parece que te gustó.
- ¡Estaba rico el asadito!
- Y la plata no va a ser mucha, pero vas a poder juntar para el pasaje.
- ¿En cuánto tiempo?
- No sé, estamos empezando y todavía no somos conocidos, pero acá hay un
proyecto de trabajo, y en el peor de los casos, aunque nos fuera muy mal, para
vos esto es techo, comida y el pasaje de vuelta.
Me quedé viendo esa expresión en el rostro de César con la que aguardaba mi
respuesta. No tenía mucho de dónde elegir. No había otro remedio que ser uno de
los muchachos.
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- Junto para el regreso y me voy.
- Está claro, hasta comprar el pasaje de avión.
Y así fue que me convertí en el presentador y voz narrativa de "N.N y los del Falcon
verde". Contento de tenerme en el grupo, César me condujo a un dormitorio al final
del pasillo que comunicaba todas las habitaciones de la casa. La luz del sol entraba
por la ventana y en la cama no había sábanas.
- En el ropero hay juegos de sábanas y frazadas, ahora te consigo una almohada
que esté en buenas condiciones- dijo César dejándome allí.
Reconozco que me incomodaba aquel cuarto, limpio pero despojado, con olor a
desuso y paredes de hastío. Como si el último morador hubiese dejado allí su
aburrimiento y algún dolor escondido. Acaso, otra pena de amor.
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PESADILLAS DE UN AMOR DESGARRADO
Me acerqué a la ventana. A través de ella se veía el parque hasta el alto ligustro que
bordeaba la propiedad. Bajé la persiana y sin esperar por la almohada, me arrojé sobre
el colchón quedando dormido de inmediato. Cuerpo y mente clamaban descanso, el
agotamiento emocional había consumido la reserva de mis fuerzas: Pero el sueño, así
extenuado, no llegó a modo de bálsamo reparador, sino como siniestro remolino de
ásperas pesadillas. Veía a mi pobre mujercita acomodando nuestras cosas en un
apartamento miserable, oscuro, pequeño y de paredes descascaradas. Sentada en medio
de aquel desorden de cajas amontonadas y llorando mi ausencia, buscaba consuelo
apretando las pantuflas contra su pecho. Me desperté y el cansancio volvió a golpearme.
La almohada ya estaba allí. Roté mi cuerpo hundiendo mi cabeza en ella, cerré los ojos
y aparecí caminando por las calles de Madrid, cierta cámara lenta le daba toque
melancólico y feliz, inmensamente feliz, a cada uno de mis pasos. Eran los pasos que
me conducían a mi amada llevándole un ramo de flores en la diestra. Con esa lentitud de
los movimientos que me presentaba el sueño alzaba mi vista buscando ver el cielo que
me vio nacer, el celeste intenso de mi España, que deben creerme no puede parecerse al
de ningún otro lado. Sin parpadear daba gracias a Dios por ponerme nuevamente a
cobijo de mi cielo, y al instante la veía, a mi amada, caer desde un balcón. Así cayendo
me clavaba en los ojos su mirada de reproche; mía era toda la culpa y nada podía hacer
para remediarlo. El vestido blanco agitándose al viento, la pureza de su amor
hundiéndose en el sin sentido de mi huida y, cobarde al fin, apreté los párpados dando
vuelta mi cara al momento del impacto. Pero, ¿cómo hace uno para cerrar los oídos? No
necesité ver con mis ojos, los sonidos fueron igual de gráficos. Los huesos rompiéndose
contra el pavimento y su sangre rebotando fuera de la carne. Y al abrir los ojos estaba
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frente a su tumba. Ya no pude seguir durmiendo, de un salto me alejé de la cama
sintiéndola maldita. ¡Mi amada no debía morir! Yo retornaría para rescatarla de la
soledad, para devolverle el sentido a su vida, para ser su esclavo hasta el último de mis
días y compensarle todos los pesares causados con mi absurda partida. Me pregunté
entonces si la pena de amor encerrada en ese cuarto no sería otra que la mía, algo así
como un deja vu, o la fatal predicción del sufrimiento.
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EL LEGENDARIO
Salí al pasillo aterrorizado por mis pesadillas. Respiré hondo. Las demás puertas
estaban entreabiertas y desde el otro extremo del corredor se escuchaba un zumbido de
motor eléctrico. No quería estar solo y caminé hacia el ruido husmeando al pasar, por
cada una de las puertas no cerradas. El cuarto lindero con el mío era el más poblado de
la casa, luego me enteraría que por eso lo apodaban "la cuadra", allí dormían en camas
marineras Agustín, Diego, Carlos y Fernando. El siguiente cuarto, por lejos el más
espacioso de la casa y que utilizaban como sala de ensayo, le correspondía a Antonio
quien no dormía. De hecho no tenía cama, apenas un colchón muy delgado abandonado
en el piso al costado de la batería. Lo vi de espaldas con los auriculares puestos y muy
concentrado en sus teclados. Bastaba ver el lugar, el desorden, las paredes
pintarrajeadas, para darse cuenta que algo andaba mal en la cabeza de ese muchacho.
Seguí de largo, ¡joder!, que ya tenía bastante con mis propios problemas para irla de
metido en el manicomio de otro orate. En la cuarta habitación, la última, roncaba César
abrazado a la almohada. Enfrente a la suya había otra cama vacía, pero destendida lo
cual me hizo suponer que allí dormía Marcos. También noté, al fondo, entre medio de
las dos camas y bajo la ventana, un gran escritorio sosteniendo ordenador y cantidad de
libros. La puerta del extremo, de la que provenía el ruido, era el garaje donde encontré a
Marcos lustrando el Falcon. El auto dejaba muy poco espacio a su alrededor. Así
Marcos, en cuclillas con la espalda contra la pared, lustraba la chapa debajo de las
puertas, repitiendo las pasadas de la lustradora eléctrica con meticuloso esmero y
reconcentrada dedicación. Tan metido estaba en su tarea que debí hablarle elevando el
tono de voz para que notase mi presencia.
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- Oye chaval. Marcos… ¡Hey tú! Que haz de prenderle fuego con tanto lustre.
Al fin Marcos giró bruscamente la cabeza al escuchar mi voz. Sonrió apagando la
enceradora y se incorporó con la satisfacción brillando en sus ojos, casi tanto como
brillaba el auto.
- ¿Y?, ¿qué tal?, ¿no es una belleza? -me preguntó alegremente, casi necesitado de
alguien ante quien pavonearse de su obra.
- Parece recién salido de fábrica.
- Modelo del 76, completamente original, un auténtico legendario.
El guitarrista, tipo alto y espigado, estaba en zapatillas sin medias, calzoncillos slip, y
camisa desabotonada. Yo tenía un poco de frío, y por algunas gotas de sudor
formándose en línea sobre la frente debajo de sus cabellos, supuse que hacia un buen
rato estaba dale que dale con la maquinita. Dejó la lustradora colgada de un gancho.
Con el mismo brazo y en continuidad de movimiento, tomó del bolsillo de su camisa un
atado de cigarrillos. Hizo primero una invitación que rechacé, luego se prendió uno para
él. Rubio al igual que el cigarrillo, tenía en las facciones cierto aire a europeo del este,
donde los rostros pálidos son de fácil olvido, sin ninguna nota saliente. Largó la
bocanada de humo hacia el cielorraso, seguramente cuidando que no fuera el humo a
opacar el lustre del Falcon. Sus ojos parecían imantados al auto, se regocijaba en
contemplarlo y no dejó de hacerlo cuando me preguntó:
- ¿Conocés la historia de este auto?
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- No, bueno, he escuchado historias respecto a lo que hacían con ellos, pero
nada...
- La Ford empezó a fabricarlo en Estados Unidos allá por el 59 –se largó a
contarme casi interrumpiéndome-, y así grandote como lo ves allá lo
promocionaban como un auto compacto, claro, eso porque los autos
norteamericanos son, ¿cómo decirlo?, un desperdicio de chapa, ampulosos,
¡bah!, una grasada como el Cadillac y esas cosas llenas de cromados que les
gustan a ellos, para hacerse notar y que los vean desde lejos.
- Me dijeron alguna vez, que hacen los autos tan grandes por la cuestión del sexo.
- ¿Para fífar arriba del auto?
- Fifar es follar, ¿no?
- Sí.
- Bueno, no sólo por eso, sino porque piensan que el tamaño del auto hace
funcionar la imaginación de las mujeres en directa proporción sobre las
dimensiones del pene, y como los japoneses, que los tienen pequeñines, fabrican
autos chiquitos, ellos los hacen inmensos para que ellas piensen en grande.
- Eso es muy torrentiano -dijo sonriendo. Y me sentí incómodo por pensar que
pudiera compararse una expresión mía con la mentalidad de Torrente.
- Mira, -dije dispuesto a ponerle en claro las cosas- ese Torrente...
- ¡Qué buena película! -Exclamó dejándome con las palabras del reproche
atoradas en la boca- ¿Cuál te gustó más, la uno o la dos?
- ¡Ninguna! -respondí molesto- Y no quiero seguir hablando de ese gordo
calamitoso. Me estabas contando del auto -pronuncié con énfasis casi
autoritario, lo suficiente para ponerlo otra vez en tema.
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- Está bien -dijo con algún dejo de resignación, como si hubiese sido de su
preferencia contarme de nuevo, entre risas que sólo hubieran sido suyas, todas
las atrocidades de José Luis Torrente- Como te decía, al principio la Ford
importaba las partes y lo ensamblaba en la planta de General Pacheco. Pero a
partir del 15 de Julio de 1963, cuando sale el primer Falcon made in Argentina,
el coche empieza a desarrollar una personalidad típicamente argentina. Mantiene
la línea evolucionando con sobriedad. Cambian las luces, la parrilla delantera, el
tablero, las manijas de las puertas, se toca un poco el motor, hay alguna
modificación en el capot, pero el Falcon sigue siendo el Falcon porque mantiene
algo más que el nombre, se conserva el espíritu del auto y se fortalece, crece.
- ¿Dices que le crece el espíritu?, ¿al auto?, ¿el espíritu?
- Claro.
- ¿Pero qué es esto? ¿Una novela del Stephen King?
- Y, algo de eso hay -se sonrió al decirlo y no dejó de hacerlo mientras dio una
larga pitada al cigarrillo.
- Lo que yo he escuchado son cosas terribles.
- Sí, aunque también se dicen muchas mentiras, realmente pasaron cosas terribles.
Fueron tiempos de atrocidades, todos quisieron ser el más malo del barrio, el que
metiera más terror… -lo dijo serio y largó luego la bocanada de humo dibujando
un redondel- Mirá, me sale el óvalo de Ford -se jactó señalando el humo que con
la forma deseada flotaba sobre el auto.
- He dejado el cigarrillo, porque era malo para mis cuerdas vocales, pero en mis
buenos tiempos podía formar varios anillos de humo en una sola bocanada.
- Hacer círculos es más fácil, los óvalos son otra cosa.
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- Agradece que no quiero enviciar mis pulmones, que de otro modo, ya te
enseñaría yo lo que es un óvalo.
- ¿Sabes cuántos Ford Falcon se hicieron acá desde 1963 hasta 1991?
- Ni idea.
- 494.209. El último, verde clarito, el 10 de septiembre de 1991.
- ¿Y cómo es que se te ha dado por saber todo eso?
- Me gustan los fierros y los primeros juguetes que recuerdo eran herramientas de
mi viejo, seguí jugando hasta convertirme en mecánico.
- Pensé que eras guitarrista, músico.
- No, yo soy mecánico, lo de la guitarra es un pasatiempo. Es más, de no ser
porque soy mecánico yo no subiría al escenario, con esta ni con ninguna otra
banda. Como guitarrista me cagaría de hambre, no tengo talento, pero como sé
que no paso de mediocre me contento con acompañar tratando de no hacerme
notar, o sea, disimular mis falencias musicales manteniendo el bajo perfil.
- ¿Y trabajas de mecánico?
- Por ahora me dedico exclusivamente a este -dijo palmeando el techo del auto-,
por lo que dure este asunto de la banda. Son como unas vacaciones, cuando pase
vuelvo al taller de mi viejo. Somos una familia de mecánicos, y nos
especializamos en Ford, este es mío, mi primer auto.
- Entonces, tú estás en la banda por el auto.
- No pueden existir los del Falcon Verde sin un Falcon Verde.
- Supongo que no.
- Lo compré en un remate hace cinco años, cuando cumplí los veinte, y no lo
pagué barato. Por lo que dicen los papeles tuvo un único dueño antes que yo, un
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tal Juan Pérez. Estaba medio mal de motor pero muy bien de todo lo demás, casi
no tuve que hacerle nada.
- No, si se ve que ha sido bien cuidado, no lo podrías tener así cual nuevo si ese
Juan Pérez lo hubiese maltratado.
- No sé si existió Juan Pérez.
- Pero… ¿No me has dicho que en los papeles?
- En los papeles, creo que únicamente en los papeles.
- ¡Oh! ¿Me estás diciendo que este auto es uno de esos?
- No digo nada, si es un veterano no está probado.
- ¿Un veterano?
- Un veterano de guerra, se les dice así a los Falcon que estuvieron en servicio
para alguna fuerza armada o de seguridad en los años de plomo. Cuando esos
autos salen a remate lo que se busca adquirir es un pedazo de historia, una
reliquia, sin importar el estado en que se encuentren, porque generalmente están
muy palizeados.
- Que no era el caso de este.
- No, este fue muy bien preservado. Pero no sé. Digo que Juan Pérez como único
dueño me resulta sospechoso, además el día del remate había muchos falconeros
y los del Club del Falcon Verde, todos muy interesados. El remate fue
peleadísimo, dejé hasta mi último centavo.
- Así que hay un Club del Falcon Verde.
- Sí, soy miembro desde que el martillero gritó “vendido al señor”, y el señor era
yo, entonces se me acercó el tipo contra el que lo estuve peleando, me regaló sus
anteojos negros y me dijo "bienvenido al club".
- ¿Y cómo es ese club?
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- Silencioso.
- Suena como si fuera una secta.
- No, es mucho más abierto de lo que parece, un secreto a voces.
- Vosotros los argentinos sois rarísimos, me cuesta entenderos.
- ¿Por?
- Mira, yo no he llegado aquí con las mejores luces. ¡Vamos! ¿Qué digo? De
haber estado lúcido no me encontraría fuera de España, pero desde mi llegada
todo lo que escucho sobre los 70, que tanto les atormentan, es el discurso del
Presidente Kirchner, de las madres de Plaza de Mayo, de las abuelas de Plaza de
Mayo, de los organismos de derechos humanos, que es como escuchar al Juez
Garzón, y la prensa que elogia esa postura sin que surjan cuestionamientos de
parte de la gente.
- Sí. ¿Y?
- Y que cuando pensaba que en Argentina estaban todos contestes respecto al
pasado, aparezco en medio de ustedes, y me termino preguntando cómo serán
las cosas en este país.
- Complicadas, Rafi, las cosas en mi país son complicadas.
La charla tomó luego rumbos intrascendentes, datos técnicos del Falcon, que lejos de
interesarme me arrancaban bostezos. ¡Vamos!, que era volver sobre lo mismo
divagando por el mero pasar del tiempo hasta en los monosílabos de mis aburridas
contestaciones, dichas, sólo para acompañar la voz de Marcos disimulando el
monólogo. Al rato decidí enfrentar mis pesadillas retornando al cuarto y tendiendo la
cama para echarme a dormir. Hundí otra vez la cabeza en la almohada, llevándome mi
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OÍDO ABSOLUTO
Desperté cuando el sol se alejaba por el oeste y la casa era todo barullo. Desde el
preciso instante en que puse los pies fuera de la cama, aunque iba de coronilla, supe que
ya no habría descanso. Un gentío deambulaba sin orden aparente y me encontré, al
trasponer el umbral al pasillo, en medio del frenesí. La música a muy alto volumen
provenía del cuarto de Antonio, sitio al que entraba Fernando con una toalla a la cintura
por única vestimenta y ensayando pasos de baile.
Al fondo, cerca del garaje, permanecía David discutiendo con una bella mujer. Agustín,
el cantante de la banda, se asomaba haciendo ejercicios vocales y tapándose
alternadamente uno u otro oído. Sin duda impulsado por el remordimiento de su
conciencia, Diego se acercó en cuanto me vio y tratando de mostrarse complaciente
conmigo dijo:
- ¿Descansaste Rafael?
- Sí -le respondí, todavía molesto por las risas burlonas que había dedicado a mi
desgracia.
- David ya se está encargando de recuperarte los documentos.
- Bueno
- Me iba a bañar ahora, pero si te querés bañar vos te dejo el lugar.
- No chaval, ve tú, que yo lo haré después cuando vea qué ropa he de ponerme
- Yo te puedo prestar, somos más o menos de la misma talla, mis remeras te
tienen que ir bien.
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- Te lo agradezco, Diego. Pero vete nomás a lavarte, que yo aprovecharé para
hablar con David.
- ¿Seguís enojado conmigo Rafi? -decía "Rafi" enfáticamente, para que no me
pasara desapercibido que no me llamaba "Gallego".
- No -mentí por cortesía, y porque al menos el chaval estaba haciendo esfuerzo de
caerme bien-, no estoy enojado contigo, pero vete antes que empieces a reír y
me entren ganas de darte un ostión.
Diego Magliani llevaba en los ojos la picardía de un ladrón napolitano, no le pregunté
pero supongo que de allí provenía su familia, hay rasgos que pronuncian la herencia a
los gritos. Alzó sus manos en señal de no querer problemas, bajó la vista y se fue sin
más. Caminé hacia David observando las buenas dimensiones de la rubia con la que
discutía. Dudaba entre interrumpir, para averiguar qué sabía de mis documentos, o
quedarme viendo a esa mujer hasta que se fuera. Verán, no quiero que me
malinterpreten, yo tenía mi corazón en España, en las pantuflas mismas que servían de
consuelo a mi amada, pero mis ojos seguían conmigo, cumpliendo con la natural
función de ver. ¡Y había que verla! Una hembra que alteraba los cojones. La música
empezó a sonar más fuerte, con ritmo pegadizo, contagioso, de fiesta. Miré de soslayo
al interior de la sala, y en ese ensayo, a excepción de Marcos y Diego, no faltaba nadie.
Seguramente Marcos estaba en el garaje y Diego se encaminaba a bañarse. Volví la
vista al pasillo, la rubia escuchaba explicaciones de David con postura tan amenazante
como seductora. De abajo para arriba verla causaba verdadero deleite. Las botitas de
gamuza, y el pie derecho golpeteando el piso con la media suela sin despegar el taco del
suelo, el ajustado calce del pantalón insinuando unas piernas de ensueño, las nalgas
otorgándole al jean el privilegio de amoldarse a ellas, las manos en la estrecha cintura,
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los brazos a modo de jarro, los pechos marcando la caída a la camisa de seda, el cabello
ondulado deslizándose sobre los hombros, y el bello perfil de su cara manantial de una
mirada que, aunque destinada a otro, se percibía intensa hasta la ferocidad. Tal como la
cuento, y todavía más preciosa ¡Para calentarse de verla! Claro que, en ese mismo
instante, con la música subiendo y yo ahí contemplándola, una de sus manos dejó la
cintura y fue a estrellarse contra la cara del pobre David. Nunca he visto cachetada que
entrase con tanta violencia, con tanta precisión, ni con tanta autoridad como aquella.
¡Uh! ¡Qué carácter del demonio la rubia! Así es que, un tanto acobardado entré con
urgencia a la sala. No fuera cosa que por mirón ligara yo también alguno de sus
cachetazos.
Apenas entré en la sala me quedé refugiado de espaldas a la pared, al costado de la
puerta; no era cuestión de obstruir el paso si es que la rubia quería seguir repartiendo.
Los muchachos tocaban con alegre y creciente entusiasmo. La música brotaba y ellos
parecían bailar con sus instrumentos. A Femando Hamal la toalla se le había
desprendido y pendía enganchada de una saliente en el asiento de la batería, creo que no
llegó a darse cuenta que estaba en pelotas reconcentrado como se lo veía en batir el
parche. El único vestido correctamente era Antonio Faull, que daba la impresión de
estar allí con sus notas ininterrumpidamente desde que lo viera en la madrugada.
Aunque de espalda a los demás, Antonio era el que dirigía. De tanto en tanto daba
vuelta la cabeza haciendo alguna indicación. Si sus facciones huesudas le otorgaban un
aire a desvalido, y ciertamente no podía esperarse fortaleza física en su cuerpo de tísico,
el carácter correspondía al de un iluminado. Los demás permanecían atentos a sus
mímicas observaciones. El bien parecido Agustín, siempre pulcro, casi esperando posar
para la foto, tenía un papel en la mano y aguardaba entre César y Carlos Bagliesso. El
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ritmo era vibrante, divertido y contagioso, tal como lo definirían más tarde: la música
perfecta para un aviso publicitario. Repentinamente Antonio dejó de tocar y se da vuelta
haciendo un gesto abrupto con la mano. De inmediato la música se detuvo. Con cara de
ver la rana, y aunque acataron la indicación, los otros cuatro músicos se miraron
consternados; entonces Antonio, los ojos puestos en mí, dice:
- En el zapato tenés alguna porquería que hace ruido.
Quedé confundido.
- Debe ser una piedrita incrustada en la suela, hace un ruido desagradable que me
distrae -aclaró.
Les aseguro que la música allí tenía volumen como para tapar cualquier cosa, además
yo movía los pies sin mucha alharaca. A mitad de camino entre el escepticismo y el
temor reverencial, levanté el pie que me indicaba con su índice y observando la suela di
con el mínimo fragmento de vidrio que estaba allí clavado. Lo quité sin decir palabra y
lo exhibí en mis dedos cual si fuera la prueba de un milagro.
- Oído absoluto -se festejó Antonio.
- ¡Qué hijo de puta! -Celebró César Carnovali admirándose por la agudeza
auditiva del tecladista.
Rieron y yo permanecí con la boca abierta contemplando el insignificante pedacito de
vidrio, que vaya uno a saber qué tiempo llevaba en mi suela. "Un, dos, tres, ¡va!", dijo
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Antonio y la música volvió a estallar. Al momento entró Marcos, y detrás de él, recién
salido de la ducha, apareció Diego. La banda estaba completa, a pleno, y por primera
vez yo compartía la intimidad creativa del grupo. Era el único espectador de un
momento sensacional, de una cofradía feliz.
- ¡Con más huevos, carajo! -Alentó César.
- Arrancamos con el coro -indicó Antonio.
No era lo mismo verlos allí que sobre el escenario. La energía brotaba distinta.
Naturalmente, digo, pues aquello era sin inhibiciones ni condicionamientos de ninguna
especie, igual que cuando cualquiera de nosotros se permite jugar al gran cantante
estrella de rock debajo de la ducha, tan seguros de que nadie nos ve, ni nos escucha. Sin
nervios ni preocupaciones, sin pensar en otra cosa, sólo la música. La canción que
cantaron todavía no estaba titulada, pero ese tema tan pegadizo iba a ser bautizado luego
como "El shingle". Yo estuve ahí, acompañando el ritmo con mi pie -sin vidrios en la
suela-, y hasta animándome a hacer coros con ellos.
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EL SHINGLE
Se suman y no cambian las razones
¡Para querer al Falcon!
La vida se ve distinta
a bordo de un Falcon!
Se suman y no cambian las razones
¡Para querer al Falcon!
Con el porte elegante
de su chapa brillante,
esa estampa recia,
el motor confiable,
soberana potencia,
y el andar confortable.
Se suman y no cambian las razones
¡Para querer al Falcon!
Tenga algo menos de qué preocuparse
¡Tenga un Falcon!
Se suman y no cambian las razones
¡Para querer al Falcon!
Sobre las calles de la ciudad,
en las rutas de la inmensidad,
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por la huella del chacarero,
abriendo paso en cualquier sendero.
No hay camino bajo el cielo
que no pueda transitar.
Se suman y no cambian las razones
¡Para querer al Falcon!
Tenga algo menos de qué preocuparse
¡Tenga un Falcon!
Se suman y no cambian las razones
¡Para querer al Falcon!
El Falcon Verde
es como un gato mimoso
le das vuelta la llave
y ronronea siempre,
cuando huele ratas…
¡Ronronea más fuerte!
Se suman y no cambian las razones
¡Para querer al Falcon!
Tenga algo menos de qué preocuparse
¡Tenga un Falcon!
Los buenos y los malos
gustan de transportarse
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¡A bordo de un Falcon!
Al finalizar la canción la buena vibración seguía ondulando el ambiente, catalizando en
los gestos la ceremonia de aprobación. Daba para relajarse y tomarse un cafecito,
sentíamos la necesidad de comentarlo entre nosotros. Nos mirábamos sabiendo que
habíamos encontrado el tensor para la cuerda más sensible de nuestro público. Digo así
las cosas en primera persona del plural porque, desde ese momento me sentí parte de la
banda. Es verdad que yo no tocaba instrumento alguno, ni cantaba, no obstante ello era
uno más. De hecho, Agustín en un momento chasquea los dedos, me señala con el
índice y propone:
- ¿Saben qué estaría genial? Que cuando lo toquemos en público Rafael recite la
parte del gato antes que larguemos la música.
- Sí, -dijo Marcos sumándose a la idea- todas las luces apagadas, reflector sobre el
Gallego, y después de él arrancamos con todo bien arriba.
Iba a corregirle lo de Gallego, pero era remar en vano contra la corriente. Es que para
los argentinos el origen aproximado de los apellidos es una suerte de nombre intermedio
entre los de pila y el propio apellido. Cualquiera que tenga apellido italiano responderá
como si nada al sobrenombre de “Tano”, y si es español deberá tolerar el "Gallego" que
como indicador de procedencia es usado con mucho más imprecisión que lo de Tano.
De todas formas con otras nacionalidades la cosa se vuelve de una indeterminación
rayana con la ignorancia. Así cualquiera de origen árabe, o que suene a vecinos de
Mahoma, recibe el mote de Turco, en tiempos pasados incluso hasta los armenios que
traen con los turcos aquella enemistad manifiesta. Lo mismo pasa con los judíos, que
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para estos sudacas son todos rusos. Lo curioso es el significado que dan al calificativo
de negro, que no le usan sólo para los africanos, y según como se diga les sirve de
halago o reproche. Por ejemplo, un tío cualquiera puede ser rubio, o mejor aún, no
digamos ya rubio sino albino, de piel asquerosamente blanca como tetas de monja, y
cuando digo monja digo una monja pero recontra monja como era mi tía abuela que
nunca una noche buena ni una tarde de sol, y pese a ello no faltará el que para
demostrarle afecto lo salude diciendo "¿qué hacés Negro?", aunque si quiere
demostrarle mayor estima en lugar de Negro dirá "Negrito". No, si es una cosa rarísima.
Y no menos raro es que cualquiera de ellos, que se presente así mismo como el negro
tal, no tenga prurito alguno en aconsejar sobre el correcto uso de reglas de urbanidad
reclamando que no se hagan cosas de negros aunque su propia piel sea de lo más oscura.
Tan así son las cosas con los apodos, que lo de “sudacas” no se lo toman a mal y hasta
se autodefinen tales con orgullo. En fin, que por eso toleraba el que me
llamaran'"Gallego". Así que, volviendo a lo que iba, estuvieron entusiasmados con la
idea de Agustín entonces recité lo pertinente, para el beneplácito de ellos:
- El Falcon Verde es como un gato mimoso, le das vuelta la llave y ronronea
siempre, cuando huele ratas… ¡Ronronea más fuerte!
Lo dije y estuvieron encantados. Lo cual no puede sorprender a nadie. ¿Cómo no Iban a
estarlo? ¡Joder! Si tengo un instrumento vocal de la hostia, y una entonación capaz de
ponerle los pelos de punta a un sordo que además fuera calvo. Aquello era plena fiesta
hasta que entró David a recordarnos que estábamos con el tiempo justo.
Comprensiblemente el tipo no venía con los mejores humores. Entró a la sala
aplaudiendo, no para celebrar nuestros logros sino como una esposa vieja que desaloja
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del comedor a los amiguetes de su marido, y traía en la cara la mano estampada que le
había dejado la rubia.
- ¡Ya tendrían que estar vestidos! -Dijo David con los ojos inyectos en sangre,
igual que si estuviera a la espera de alguno que lo contradijera para darle de
golpes- No pierdan más tiempo y apúrense.
Los demás no llegaron a ver el tortazo que la rubia le había atinado. Tampoco
necesitaron verlo, leyeron la crónica en la mejilla del representante. Ninguno se
sorprendió, claro que no. Yo, que no sabía que ella era su novia de años y mantenían
una relación tortuosa, era el único sorprendido. Eran de esas parejas que viven peleando
para reconciliarse. Ya saben, las de ese juego peligroso montado sobre la locura del
carrusel en el que no se cansan de dar vueltas alrededor del mismo eje, y que algunas
veces terminan en la sección de policiales de los diarios.
- Todos los trajes están planchados, no los arruguen, los sacos van en el baúl para
que se los pongan justo antes de entrar a escena -ordenó David, y mirándome me
reprochó-, ¿vos todavía no te bañaste?, anda rápido y no tardes, cuando salgas
vas a encontrar la ropa en tu habitación.
- ¿Mi ropa? -pregunté creyendo que había recuperado mis pertenencias.
- Sí, tu ropa, la ropa para el show, fíjate si algo no te llega a ir.
- ¡Ah! Pensé que habías podido....
- No pierdas tiempo -dijo interrumpiéndome antes de tomárselas con otro-,
¡Agustín, entrá a la ducha ni bien salga el Gallego!
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Yo no podía salir porque el propio David me interrumpía el paso al estar delante de la
puerta, y mientras vacilaba entre pedirle permiso o esperar que se corra por sí solo,
Fernando Hamal se paró frente a él viendo fijamente el bajorrelieve de esa mano roja en
su cara.
- Che, David -le dijo muy medido al hablar con tono de fingido descuido- ¿La
Rusa ya se fue?
- No sé -contestó molesto-, me debe estar esperando en el auto.
- Mmm, no, porque tengo un regalo para ella.
- ¿Y desde cuándo vos le regalás cosas a mi novia?
En ese momento el aire se puso tenso, tanto que me vi de nuevo en la calle,
indocumentado, sin dinero, y condenado de por vida a vagar en Sudacalandia. Entonces
Fernando le dice:
- No te pongas así, las novias de los amigos para mí no son mujeres, son como
travestis, travestis de los feos, no los toco ni con un palo de escoba, ni siquiera
de madrugada y cargado de whisky. Lo que tengo para ella es un regalo que van
a disfrutar los dos: diez anillos bien gruesos -indicó el grosor con los dedos de
ambas manos y ninguno de los presentes pudimos contener la risa, aunque
ciertamente David no reía.
- ¡Diez anillos! -Repitió Diego entre carcajadas que lo hacían lagrimear- ¡Diez
anillos! Le va a regalar una manopla a La Rusa.
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Ese loco desquiciado de Diego reía sin medir riesgos, como cuando se rió de mí, y era
contagioso así que temiendo no poder controlarme me escabullí directo hacia la ducha,
que buena falta me hacía. Perseguían a mis pasos los ruidos de la trifulca al desatarse,
sin embargo supuse que todo estaría bien pues escuchaba la voz de César aplacando los
ánimos y conteniendo a David.
Entré al baño acelerando esos pasos, con la brusquedad de quien alcanza a guarecerse
en el refugio de ocasión al escapar de la tormenta. Apenas respiré la seguridad del sitio
me despojé de las ropas que el sudor, la angustia y los nervios, habían adherido a mi
cuerpo. Casi que quitarme las medias, el pantalón, la camisa y los calzones dolía cual si
me despellejara. Luego el agua se derramó sobre mi fatigada humanidad arrastrando por
el desagüe a la señora de las mugres. Le di al jabón con fiereza, sobre todo en la cara, y
recordé esas vacaciones en Canarias cuando con mi mujer nos instalamos en la casa a
medio terminar que nos prestó un amigo. Juntaba el agua en aquel bonito cacharro de
cerámica, una antigualla, especie de plato gigante que en el fondo tenía el grabado de
lavanderas gordas enjuagando ropas a orillas de algún río. Al atardecer de cada día me
refrescaba allí quitándome la suciedad del cuerpo. Claro que aquella vez lo que recubría
mi piel era producto de lo placentero, de disfrutar la vida sin preocupaciones, de entrar
al mar y secarse al sol, de largas caminatas tomados de la mano. Aquel sudor
cochambroso salía con la misma rapidez con que pasa el tiempo en los días felices, en
cambio la porquería que quería arrancarme en la ducha era una goma cómo el mucílago
del almendro a la que el agua, lejos de matarle, parecía alimentarla.
Entre tanta frotada furiosa el jabón se fue deshaciendo en mis manos sin que lograra
sentirme limpio. Perdí noción del tiempo, y no sé cuánto más hubiera permanecido allí
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si no golpea Agustín reclamando su turno. Al secarme me sentí mucho mejor. La ropa
que me proveyeron me iba de maravillas. Tal vez un poquitín holgada, pero yo adelgacé
mucho en esos tiempos de comer poco y salteado. Confiaba volver a mi peso en breve.
Los zapatos calzaban con cierta presión sobre el empeine, claro que siendo nuevos
cederían con el uso. Me sorprendió que el saco estuviera junto al resto de mi ropa, pues
David dijo que todos los sacos irían en el baúl del Falcon, de todas formas me lo puse.
Al momento de verme al espejo, apuesto, viril, recordé uno de los tantos porqué que
enamoraron a mi mujer. Sonreí. Llevaba mucho sin sonreírme, y hacerlo me convenció
de que finalmente las cosas iban a encaminarse. El camino era largo, difícil y tal vez
peligroso, pero el destino ponía a prueba mi amor y mi amor era capaz de enfrentar la
adversidad sin corromperse, sin amedrentarse, muy por el contrario, mi amor se
agigantaba en las malas, se tonificaba en las dificultades y dispuesto a vencer se lanzaba
a la batalla burlándose de lo imposible. Con ese brío ardiendo en la sangre dejé mi
cuarto para decirle al mundo que el Rafa, ¡vale!, venía de regreso.
Los muchachos me aguardaban para un pequeño ritual iniciático. Engominaron mi pelo
peinándome hacia atrás con raya en el costado izquierdo, y me pusieron gafas negras.
Los ocho vestíamos los mismos zapatos, pantalones, camisas, corbatas y lentes oscuras.
Efectivamente yo era el único que traía el saco puesto.
- Hasta ahora -dijo César- para referimos a nosotros decíamos ser el Grupo de
Tareas Ocho, pero a partir de este momento somos el Grupo de Tareas Nueve,
GT9, bienvenido a la patota.
- ¿Qué esperamos? -Contesté- ¡Vamos a por ellos!
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Seis de los muchachos fueron en el Falcon Verde, Carlos Bagliesso y yo tuvimos la
poca suerte de ir en el auto de David. Yo porque tenía puesto el saco, y no era cuestión
de arrugarme viajando apretado en el Legendario, y Carlos porque sencillamente sacó el
palito más chiquito cuando lo echaron a la fortuna. David conducía, llevando en el
asiento del acompañante a la inquietante Rusa. Sentados en el asiento trasero nos
miramos con Carlos, quien haciéndome gesto de mantener la boca cerrada indicó que el
horno no estaba para bollos. Al cabo de un rato en completo silencio, la rubia puso la
radio. A los dos minutos David apagó la radio. A los cinco, ella volvió a encenderle y
con el volumen más alto. David entonces prendió un cigarrillo. Sin quebrar su silencio
la rubia le descargó medio aerosol de perfume que sacó de su cartera. Cuando volvió a
guardarlo, David le arrojó una gruesa bocanada de humo que impactó contra el rostro de
a Rusa, dejándole toda la cabeza dentro de una nube maloliente de nicotina y alquitrán.
Ella no dijo nada, pero les diré que ese mutismo me atemorizaba, sin alterarse bajó por
completo el vidrio de su ventana y sacó de la cartera el esmalte para uñas. Como yo iba
sentado detrás del conductor, alcancé a notar que mientras pintaba sus uñas la rubia
dejaba aflorar media sonrisa siniestra, y sin siquiera esforzarse porque parezca un
accidente giró la mano izquierda, con la que sostenía el frasquito, para soplarse las uñas
haciendo caer el esmalte sobre el asiento y las ropas de David. Por toda reacción David
apagó la radio. La Rusa guardó el frasquito.
- Sos un estúpido -dijo ella tras largo silencio.
- Parezco estúpido porque estoy con una estúpida -respondió él.
- Si estás con una estúpida es que sos un estúpido.
- Estúpida.
- Estúpido.
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Volvieron al silencio, y cuando ya estábamos arribando al lugar del show, él dijo:
- Tupidita.
- Tupidito -contestó ella.
Y los dos rieron como críos, repitiéndose con voces aniñadas sus estúpidos apodos de
"tupidito-tupidita". Creo que ver esa lamentable reconciliación superaba en desagrado al
verlos reñir ¡Joder! La conducta de ambos era tan enfermiza que molestaba. Cuando
estacionó el auto, la parejita comenzó a besarse; y Carlos, antes de abrir la puerta para
que bajásemos, resumió lo vivenciado con el muy claro gesto de meterse los dedos a la
boca para vomitar. Pensé entonces que Carlos con sus mímicas sería el compañero ideal
para esos juegos en los que no se puede hablar.
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CONTRASEÑAS
Caminamos algunos pocos pasos por la vereda y llegó el Falcon Verde con el resto del
GT9. Seiko y su novia seguían reconciliándose sin salir del auto. Los plomos ya habían
instalado todo lo necesario para la realización del show, y uno de ellos, Lucas, nos avisó
que las instalaciones estaban colmadas de un público expectante. En días normales el
lugar era estacionamiento de autos con entradas por dos calles perpendiculares, por lo
que tenía forma de L, el escenario se había montado en el medio para que entrase el auto
por la parte más corta. Fui el primero de la banda en subir al escenario y ver la gente
agolpándose desde el borde mismo y hasta el portón por el que habían ingresado. Más
de seiscientas personas habían pagado su entrada luego de darle la contraseña al portero,
para ver ese show que no fue anunciado en ningún lugar.
"Busco un auto", decía cada quien que llegaba en el oído del portero. Y este, en
respuesta, hacia una seña ladeando la cabeza para que ingresaran por el estrecho espacio
de la puerta del portón, ya saben, ese rectángulo de chapa en medio de una puerta más
grande, que para atravesarlo hay que levantar los pies y bajar la cabeza. Dentro pagaban
el boleto y trataban de acercarse al escenario. En algún momento, superada largamente
la expectativa de adhesión a la convocatoria, el portero recibió la orden de responder a
quienes seguían llegando que el auto ya no estaba, pero que podrían verlo la noche
siguiente si es que se dirigían a otro lugar en el que la contraseña seria: "Tengo un
amigo verde".
El público de esa noche no era igual al del debut. Aquellos, los primeros que
presenciaron el arte de NN y los del Falcon Verde, no sabían qué cosa es lo que iban a
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ver y escuchar, estos, en cambio, sabían perfectamente de qué iba la noche y ya eran
patota. Lo mismo ocurriría en cada una de las sucesivas presentaciones. El aura de la
clandestinidad rodeaba al recital con el juego de mantener un secreto a voces. Así como
en el Club de la Pelea, donde la primera regla es no hablar del Club de la Pelea, la
pretendida discreción al convocar a cada recital de NN y los del Falcon Verde era
demolida por un entusiasmo contagioso. Y sin embargo, por algún extraño mecanismo,
el público de nuestra banda discriminaba correctamente con quienes podía hablarse de
NN y los del Falcon Verde y con quienes no. El éxito radicaba en la imperiosa
necesidad de reunirse para refrescarse con otras aguas que las de la catarata oficialista,
esa que había establecido el tabú sobre cualquier cuestionamiento hacia las víctimas de
la represión. No podía discutirse el número de los desaparecidos, que sí o sí debían ser
30.000 para las organizaciones de derechos humanos. No podía decirse que los
desaparecidos -aunque siempre hay excepciones, vale- no buscaban democracia sino
otro tipo de dictadura. No podía recordarse a los muertos por causa de la guerrilla, pues
no debían compararse los crímenes de unos con los de otros. Tampoco podía decirse
que el Golpe de Estado del 76 fue bien recibido por la enorme mayoría de los
argentinos. Y por supuesto, claro está, no se le podía enrostrar al periodista devenido
paladín de la República y los valores democráticos, su pasado de pone bombas; ni
sugerirle al afligido poeta que buscase en el espejo las causas de su aflicción; ni
contestarle a la madre orgullosa de sus hijos guerrilleros que al fin y al cabo si era eso lo
que eran estuvieron bien matados. Desde luego, mucho menos podía decírsele a algún
otro que su visión tuerta de la historia sonaba a la sobreactuación de quién en su
momento no pasó de ser un perejil, el fulanito de las lejanas retaguardias que cacarea
cuando las balas ya dejaron de silbar. El gentío en el garaje quería escuchar todo eso,
quería corearlo y quería aplaudirlo. Y no es que pensaran que el Golpe, los horrores de
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la represión ilegal, la tortura y las muertes de los desaparecidos fueran algo encomiable.
Pero tampoco lo eran las barbaridades de los terroristas. Es que estaban cansados de
escuchar la misma cantinela monocorde, repetida con el mismo viejo y rancio fanatismo
de los que se creen dueños absolutos de la verdad. Querían mirar hacia delante, sin
olvidar el pasado para no cometer los mismos errores, igual que han sabido hacer todos
los países que han vivido fracturas. Pero… ¡Vamos! Que digo países, si en la propia
España donde hemos tenido una Guerra Civil en serio, y una Dictadura de las más
duras, no perdemos el tiempo echándonos en cara lo que hicimos en esos días. No. Lo
sé porque mi familia ha estado mitad de un lado mitad del otro. Por eso les digo que el
público del garaje sabía a lo que iba. Esa noche, cada uno de los allí presentes estaba
seguro que recordaría esa función, diez, veinte o cincuenta años después. Y lo mismo
pasaría con los asistentes a cada nueva presentación.
De pie bajo el reflector principal, listo para presentar el show en medio del escenario,
me llegaba el hálito ansioso de aquella muchedumbre dispuesta a la rebelión contra la
minoría hiperactiva que se había adueñado de todos los micrófonos. Formaban parte de
la mayoría silenciosa, la que deja hacer y deja pasar hasta que se hincha las pelotas. Y
estaban ahí para poder expresarse con total libertad, para quitarse la forzada hipocresía
del generoso y constante silencio con el que día a día procuraban no irritar a los otros.
Esos otros que, habiendo perdido en el tiempo de las armas, no tenían el buen tino de
cerrar la boca y confundían el piadoso silencio de las masas con alguna especie de
aprobación, que no era tal, sino la tan reclamada autocrítica de la sociedad argentina que
de tan evidente no sabían leerla. ¡Joder! Que uno no se anda jactando de las cagadas que
hizo cuando sabe que la cagó. Lo paradójico es que al convertirse nuestros recitales en
esa suerte de ritual clandestino de liberación, adquirían el sutil toque de lo subversivo.
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Y eso tenía un gustillo a capturar las banderas del adversario, el fino placer de meter la
cuchara en el postre del enemigo para dejarle poco y escupido.
Dije las primeras palabras de la presentación para que seiscientos y tantos corazones
alinearan sus latidos. Retumbaba en las paredes del estacionamiento la fuerza de ese
sentimiento pidiendo más espacio, llamando a otros, anunciando que el fenómeno se
había desencadenado. Bramaron cuando el Falcón Verde subió al escenario, y lo que
más me sorprendió, aquello que realmente rebasó mi capacidad de asombro, algo
incomprensible, fue que ¡cantaron todas y cada una de las canciones igual que si las
hubieran escuchado mil veces! Era la locura. Tenían el detalle, el programa que no fue
escrito ni repartido pero que se contaron unos a otros con la prolija minuciosidad del
regocijo. Así fue como, además de ovacionar la violenta irrupción del Legendario y el
sincronizado descenso de los seis instrumentistas esgrimiendo las itakas, festejaron
ruidosamente la escena de Agustín prisionero puesto frente al micrófono, y el
paroxismo, el punto más alto del espectáculo, cuando el mismo Agustín representando
el quiebre se calzó el traje y las lentes oscuras pasando de reo a represor.
Aunque tuvo esos picos de celebrada emoción, el show no dejó espacio para que
decayera el ánimo de los concurrentes. La misma predisposición con la que habían
acudido a la cita mantenía el ambiente alto, sin que importaran las incomodidades del
hacinamiento y una acústica que no era la mejor. Los músicos se enamoraron de ese
público incondicional, tanto que retribuyeron la complicidad concediendo la pequeña
sorpresa del final, pues pedían otra y se las dieron. César entendió que el momento era
propicio para un estreno.
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MEMORIA Y VERDAD
- Tenemos una canción -les dijo- ideal para cerrar esta noche. Son un público
maravilloso, y sabrán entender que no podemos quedarnos más tiempo,
levantemos vuelo antes que alguien venga a preguntar lo que no debe. Así que
para compartir con todos ustedes, y a modo de despedida es esta canción que
llamamos "Memoria y verdad".
El tema se inició con música suave y Agustín cantando en susurros, casi pensando en
voz alta, cual si estuviera en la soledad de algún lugar tranquilo y alejado.
Acaso sigan pensando,
que mis muertos
los que ellos mataron
están justificados.
Acaso sigan pensando,
que sus muertos
que nosotros matamos
valen más que los nuestros.
Y si acaso es así:
¡Pobre país!
Andaremos de nuevo
empuñando el fusil.
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Porque dicen "memoria"
pero quieren amnesia,
y cuando dicen "verdad"
son mentiras aviesas.
Calló Agustín y la música adoptó un ritmo acelerado que dejaba atrás el tono dolido y
confidente de la reflexión. Subieron los decibeles y se mostró el grupo en su lado más
provocativamente rockanrolero. Así, cuando Agustín volvió al micrófono encarnó la
pose, el gesto y la voz desafiante del que profiere amenazas cantando la segunda parte:
Querías una Cuba,
querías un Vietnam,
no sólo uno
querías mil y diez mil.
Querías verme a mí,
un pobre burgués,
colgando de la soga…
¡Esa que yo te vendí!
La ibas de dueño de la verdad
con derecho para ajusticiar,
pero las cosas te salieron mal
en cada calle y allá en Tucumán.
84
Ahora no cambias,
seguís pensando igual,
hay tanta mentira en tu verdad
que no es ni siquiera la mitad
ni la mitad de la mitad.
Y yo te escucho repetir
el cuento de los treinta mil,
que ya me empieza a fastidiar:
Tus pretendidos treinta mil
no llegaron ni a diez mil.
¿Será que hay crédito por veinte mil?
Por todo eso
es que te debo decir
¡Córtala acá!
No rompas más,
si despertás al represor
que llevo dentro de mí:
¡Te vas a arrepentir!
Mejor dejarlo dormir.
No quiero ver a tu mamá
dando la vuelta a la plaza,
evitemos más dolor
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que para todos es mejor.
"Si despertás al represor", cantó Agustín para luego dejar el micrófono apuntando al
público que coreó con perfecta afinación: "que llevo dentro de mí, te vas a arrepentir".
Tres veces repitió la gente aquella advertencia de "Si despertás al represor que llevo
dentro de mí, te vas a arrepentir". Al fin Agustín, casi a capella, cerró el recital cantando
"Mejor dejarlo dormir. No quiero ver a tu mamá dando la vuelta a la plaza, evitemos
más dolor, que para todos es mejor".
El aplauso final lo sentí en los huesos, el público aplaudía y nosotros, abrazados todos,
nos inclinábamos respetuosamente reverenciando aquel fervor, agradeciendo el
afectuoso reconocimiento que nos dispensaba “la patota”.
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MI BORRACHERA
Llevábamos esos aplausos dentro del pecho, la misma calidez del abrazo largamente
añorado. Yéndonos pero queriendo quedarnos, caminábamos hacia atrás batiendo
palmas con el sincero deseo de inmortalizar tanta alegría. Sabiendo que la partida era
inevitable completamos la faena haciendo la parodia de mi captura y guarda en el baúl
al grito de "¡A la valija, Chirolita!”; que esa vez me divirtió.
Entonces, realmente, me sentí a gusto en la cajuela del Legendario. Incluso pensaba
dormir un sueño placentero calculando que el viaje sería de regreso a la quinta, pero no
era ese el plan de la banda. A los pocos minutos, cuando apenas me acomodaba para
dejarme caer en los tibios brazos de Morfeo, el Falcon Verde detuvo su marcha en el
estacionamiento de una pequeña discoteca de Vicente López, entre Avenida del
Libertador y el Río de la Plata. El lugar era acogedor, más bien pequeño, con barra de
bebidas y pista de baile a cuyo alrededor se ubicaban cómodos sillones. Esa noche no
quedaron sus puertas abiertas al público en general, la sobria discreción del cartel
anunciaba en la entrada que la fiesta era privada. Los lugares para bailar no son mi
ambiente, mucho menos desde que no estaba en compañía de mi mujer.
Cogí un trago en la barra y respondiendo con sonrisas de ocasión a los saludos de varios
invitados, que me felicitaban por el show, fui a sentarme en uno de los sillones donde la
luz era tenue y azulada. Deje el vaso en la pequeña mesa ratona de madera maciza y
quedé colgado del mismo pensar, otra redundante vez, sobre lo extraño que era todo
cuanto me acontecía.
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Carlos Bagliesso fue el primero en ponerse a bailar en la pista con tres majas
guapísimas. David y La Rusa se sumaron luego y en pocos minutos todos danzaban.
Bebí un sorbo, y como estuvo de mi agrado fui por todo el resto hasta quedarme viendo
el fondo. Pedí otro al mozo, y allí mismo perdí la cuenta. Al rato vino Agustín a
conversar. No quería seguir bailando pues temía que al sudar pudiera sufrir un
enfriamiento y perjudicar sus cuerdas vocales. El tipo se cuidaba, cubría su cuello con
una chalina, y cada tanto, de improviso y descolgadamente, ejecutaba alguno que otro
ejercicio recomendado por su foniatra. Nos pusimos a charlar sobre los cuidados de la
voz, y me dijo entonces que David le había dicho que la próxima noche tendríamos dos
funciones en lugar de una, e incluso era probable que alguna noche debiéramos realizar
tres o cuatro shows. Me alegré al escuchar aquello, significaba que iba a poder recaudar
en menos tiempo el dinero para regresar a España. No reparé en ninguna otra
consecuencia, el alcohol ya me hacia navegar mares de melancolía, esos que nos dejan
en la mayor de las soledades sin importar que se esté rodeado por gente. Como una
letanía Agustín empezó a enumerar todas las cosas que podían salir mal andando a las
apuradas de un show al otro, no le gustaba correr riesgos ni dejarse dominar por las
circunstancias. Él quería mantener las cosas bajo control, yo en cambio no tenía más
remedio que dejarme llevar intuyendo que cuanto más rápido sucedieran menos
pensaría y así en un abrir y cerrar de ojos volvería a calzar mis pantuflas para alegría de
mi mujer.
De buenas a primeras, entre medio de una copa y otra, dejé de prestarle atención. Iba
tras los dulces recuerdos de mi amada, claro, buscando en la mezcla de bebidas el sabor
de sus labios. Y desde luego no lo hallaba. He bebido esa noche más que en cualquier
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otra noche. Por eso es que de mi memoria no puedo extraer más que segmentos aislados
de la charla con Agustín, mis extravíos, y el encontrarme en medio de todos cuando
David, eufórico, alzó la botella de champagne para echar un brindis.
- Voy a brindar porque estamos encaminados, porque siento que estamos en la
autopista del éxito, tenemos la magia para hacer de NN y los del Falcon Verde
algo tan espectacular como nunca se vio antes, vamos a ser en la historia del
rock nacional una sensación tan grande como en su momento lo fueron Sandro y
los de fuego, y con una mística de banda de la reputa madre, un misticismo que
ni Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. ¡Somos la culminación de una
trilogía histórica!, la trilogía de las bandas de tal y los tales… ¿Me entienden?
- Sí.
- No.
- Digo: Sandro y los de fuego. Patricio Rey y sus redonditos de Ricota, ¡NN y los
del Falcon Verde!
- ¡Sí!- dijeron todos con entusiasmo antes de mandarse el brindis.
En ese momento Antonio dijo algo que me pareció muy extraño, pero a lo que sin
embargo no le di importancia en ese momento.
- ¿Saben quién estuvo hoy entre el público?
- No.
- ¿Quién?
- Charly García. Charly García estuvo viendo nuestro show.
- Yo no lo vi -dijo Marcos.
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- Yo tampoco -agregó David-, y los de la seguridad me hubieran avisado si lo
hubiesen visto.
- Charly no quería que lo vean -argumentó Antonio-, por eso no lo vieron.
- Y si no quería que lo vieran, y pudo pasar desapercibido en medio de tanta
gente, ¿cómo es que vos pudiste verlo desde el escenario? -Preguntó Cesar.
- Yo no dije que lo vi. ¿Alguien me escuchó decir que lo vi a Charly García?
- No.
- ¿Y entonces? –Inquirió César.
- Lo sentí, lo percibí, que no es lo mismo. Yo supe que él estaba ahí.
- ¿Y estás seguro de eso?
- Por supuesto. Charly García y yo tenemos algo en común, somos las dos únicas
personas en la Argentina con oído absoluto, los nacidos para ser estrellas de
rock.
- Entonces lo escuchaste.
- Oye Chaval -le dije-, después de lo de la piedra en mi zapato, si dices que tú lo
has oído… ¡Ninguna duda! ¡Vale! Ahí estuvo Charly García, porque lo dice mi
amigo Antonio. -Supongo que al hablar arrastré las palabras por efecto de la
borrachera, alegremente en ese punto.
- No, tampoco lo escuché.
- ¡Ah bueno! -Se fastidió Diego- Si no lo viste ni lo escuchaste estás hablando
pelotudeces.
- No, no, no, ninguna pelotudez -se defendió Antonio-, el oído absoluto no es una
simple capacidad de escuchar sonidos, es un don.
- Si, un Don Pedro que se te subió a la cabeza –contragolpeó Diego.
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- Un don divino -afirmó Antonio sin perder la línea, con la serena convicción del
que tiene la verdad-. Una percepción impropia de los mortales, la concesión de
Dios a sus elegidos para servir a la música, eso es el oído absoluto. Y como
Charly García y yo somos una excepción a la normalidad, es inevitable, es el
destino de ambos saber del otro y unir nuestro talento. Charly, como verdadero
padre fundador y alma máter, se entera de todo lo que pasa en el rock nacional,
seguramente enterado de nuestro debut vino esta noche para escucharme a mí.
- Querrás decir a nosotros, a NN y los del Falcon Verde –intentó corregir
Fernando.
- No. Dije a mí. Pero no se ofendan por eso. Charly tiene un legado que debe
trasmitir a un sucesor, alguien con talentos tan excepcionales como los de él, y
ese alguien soy yo. Estamos comunicados a un nivel extrasensorial y por eso es
que él va a venir a buscarme.
- Che, pelotudo… ¿Vos me estás cargando? -Preguntó Fernando irritado.
- No. Yo te digo las cosas como son. Pensá, todo maestro necesita de un discípulo
que lo supere. ¿Quién puede superar a Charly García?, ¿Andrés Calamaro?, no,
¿Fito Páez?, no. Antonio Faull, ese es el nombre del que va a ser más grande.
- ¡Upa! Como estamos hoy –soltó Diego juntando las cejas.
- No se preocupen, aunque no me crean, aunque piensen que estoy escabiado, con
el tiempo se van a dar cuenta que tengo razón, porque yo los voy a llevar muy
alto, casi hasta la cima; pero a la cima no, porque ahí sólo hay lugar para uno, y
un paso arriba está la inmortalidad.
Seguí la conversación hasta ese punto, pero creo que no duró más que eso. Carlos
Bagliesso fue el primero en dar por cerrada la noche, sinceramente no sé si tan molesto
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con Antonio como lo aparentaba. Lo cierto es que el discursito del oído absoluto les
sonó a todos más borde, y aunque le reconocían un talento desmesurado el que se los
refregara no dejaba de hincharles las narices. Al momento de despedirse Carlos, que
había hecho punta en la pista de baile con tres bellísimas mujeres, me presentó a una de
ellas como su esposa. Las otras dos eran su cuñada y una amiga.
- ¿Tú estabas casado? -Le pregunté sorprendido.
- Felizmente casado.
- Conserva eso, vale más que cualquier otra cosa.
- Y además vamos a tener un hijo.
- ¿Un niño?
- Todavía no sabemos si es varón o nena, estamos de dos meses.
- Claro, aún no se le nota nada.
- Sí, igual esta va a ser una de las últimas trasnochadas. ¿No es cierto Negra?
- Si, pero no me gusta quedarme sola en casa -dijo Nora- y justo ahora parece que
van a tener trabajo todas las noches.
Carlos siempre me pareció el más asentado de todos, no sólo porque fuera el mayor, ni
por el corte de sus cabellos lacios escapado de los años beat, ni el bigote negro
acompañando las patillas, eran pequeños gestos los que evidenciaban madurez hasta en
el modo de tocar sus vientos. En el abrazo con su mujer se dieron un beso cargado de
ternura, de esperanza. De muchas cosas que yo conocí. Dijeron alguna otra palabra
amigable y se fueron tomados de la mano. Bebí el último trago que resultó mucho para
mí. Comencé a llorar, un hombre descorazonado, empapado de sus propias lágrimas,
despierta en algunas mujeres la necesidad de brindar consuelo. Felizmente hay herencia
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instintiva en las hembras que toda la evolución de la raza humana, la racionalidad, el
feminismo, ni las revistas esas que leen en las peluquerías, son capaces de aplacar. La
cuñada y la amiga de Carlos, Micaela y Amanda, me rodearon inmediatamente, igual
que si dejarme solo constituyera una suerte de delito criminal por el que pudieran
juzgarlas. Dos de los muchachos andaban lanzados tras ellas, e involuntariamente
acaparé toda la atención que podían prodigar dejándoles de lado. Les conté, haciendo
lugar para las palabras entre medio de los sollozos, mis penurias por el extrañamiento
del amor, y cada frase que yo decía, ellas la coronaban con suspiro a coro cargado de
compasión y dulzura. Me escuchaban haciendo comentarios al estilo de: "Ay,
pobrecito", "Mi amor, tan sólito acá", "Que suerte poder amar así” o “No llores por
favor que tengo ganas de llorar con vos". Me abracé a ellas mientras secaban mis
lágrimas con tiernos besitos, tal como lo harían con cualquier pequeñín al que vieran
lesionarse en los juegos de la plaza. Ya me estaba sintiendo mejor, reconfortado en mi
soledad, cuando Diego y Femando decidieron que era tiempo de volver a la quinta, que
era decir a nuestra base de operaciones, refugio y hogar.
Intempestivamente, ya que estaban molestos por los cuidados que las dos chicas me
prodigaban, me pusieron de pie cogiéndome de las solapas, y casi crucificado, sostenido
entre medio de ambos con los brazos sobre sus hombros, me llevaron al
estacionamiento y me cargaron en el baúl. A esas alturas yo estaba muy ebrio para
siquiera esbozar un intento de resistencia. Me dejé caer, acomodé mis huesos lo mejor
que pude, y quedé dormido en cuanto cerraron el capot.
Desperté desnudo en mi cama. Intenté incorporarme y la cabeza comenzó a dolerme,
sentía que un globo se inflaba en medio del cerebro y empujaba mis ojos para fuera. La
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resaca, la madre de todas las resacas. Busqué refugio en la almohada pero choqué con la
dura consistencia del hueso. Un brazo que no era mío. ¿Qué hacía un brazo en mi
cama?, me pregunté a mitad de camino entre el dolor y el espanto. Giré el cuello
tratando de abrir los ojos y encontré todo lo demás, el hombro, las tetas y la cara de la
cuñada de Carlos. Me puse de pie de un salto, y les digo, os aseguro, que caí con las
plantas sobre mi alma. Ella siguió durmiendo como si tal cosa, ajena por completo a mi
desazón. Sonreía. Tenía en los labios la impronta de la satisfacción, esa media sonrisa
como de Mona Lisa y el rubor que deja una fuerte sucesión de orgasmos. Me sentí
víctima de un ultraje, abusado en mi inocencia, tomado por sorpresa en mi dolor, en mi
inconciencia. ¡Y ella dormía sonriente! Mi cuerpo, di por seguro, había sido infiel; la
desnudez era prueba de esa infamia. El cuerpo, que es decir el miembro, no yo, no la
persona, no el Rafi. Abandonado a la sin razón por el alcohol, el cuerpo y sólo el
cuerpo, resultó mancillado por la lujuria febril de aquella mujer ardiente que no era mi
mujer. No podía ser culpa mía, supuse que sin raciocinio mi cuerpo debió obrar al
impulso atávico de la virilidad propia de los varones de la familia. En especial mi
abuelo, que murió a los 95 en los brazos de una puta de 30. Nunca se ha visto cadáver
más feliz. Arraigada profundamente en el instinto de preservación de la especie humana
la sexualidad nos retrotrae a comportamientos animales, y claro, ya que por herencia
tengo mucho de bestia, que es justamente lo que más las excita, obnubilada la capacidad
del cerebro el de abajo hace de las suyas. Con esos pensamientos atronando en mi
cabeza busqué sin encontrar mi ropa y me envolví con el cubrecama eligiendo las
palabras con las que echaría en cara de esa mala mujer su proceder indecente.
- ¡Despierta! -Le dije tras cubrir mis atributos deshonrados- ¡Despierta y dime que
me has hecho!
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- ¿Qué pasa? -Balbuceó despertando.
- Dime qué me has hecho.
- ¿Cómo que te hice?
- Estamos desnudos en la misma cama… ¿Por qué te aprovechaste de mí?
- Me quedé dormida...
- Después de ultrajarme, claro.
- ¿Qué?
- Que te has aprovechado de mí.
- ¡No!
- ¿Pero cómo has podido? Yo soy hombre de una sola mujer.
- ¿Vos pensás que yo? ¿Con vos? Nosotros...
- Es evidente que... Bueno, que tú no has podido dominarte, o no has querido
hacerlo.
- No, pará. Nosotros no hicimos nada. Cuando llegamos te vomitaste encima al
bajar del auto, así que te sacamos la ropa con los chicos, te limpiamos un poco y
te dejamos en la cama.
- No recuerdo nada...
- ¡También! Con semejante borrachera… Te tomaste todo querido....
- Si, tomé de más, pero tú… ¿Cómo explicas que estés aquí desnuda en mi cama?
- Bueno, yo estaba con Diego, y Diego ya se había quedado dormido, escuché que
te quejabas y vine a ver si estabas bien. Cuando entro te veo destapado y
temblando de frío, así que te tapé, y como me pediste que no te dejara solo, me
acosté al lado tuyo, con la idea de que en cuanto te tranquilizaras volvía a la
cama con Diego, pero me quedé dormida. Mira, ¿no ves que hay tres sábanas?,
esta es la que yo me traje de allá para taparme.
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- ¿Nada más que eso?
- Sí, y ahora si Diego nos encuentra acá va a pensar cualquier cosa...
- Entonces, ¿tú y yo no?
- No. ¡Claro que no!
- ¡Ay que alivio! Me ha vuelto el alma al cuerpo... Por un momento creí que...
- No, nada que ver.
- Hasta me sentía sucio de pensar que hubieras podido...
- ¡Hey! Tampoco es para tanto... ¿Quién te crees que sos?
- Oye, no, no me mal interpretes, no quise herirte ni llamarte sucia, si no lo digo
por ti que eres muy bella, y se ve que tienes buenos sentimientos, es que, verás,
yo... ¡Soy yo que no estoy bien!
Se ofendió, claro. Mis explicaciones no fueron suficientes. Debí haberle dicho "gracias
por cuidarme", y seguir como si tal cosa. Pobrecita ella, tan sensible que soy para
algunos menesteres, y en otros me comporto como un verdadero idiota. Bueno, en
realidad, soy también un poco idiota, ¿a qué negarlo? De no serlo, en ese momento
estaría en España, junto a mi mujer y con mis pantuflas. Pero, como ya se sabe, soy algo
necio. Había dejado abandonada a mi mujer. Mi mujer, que sola y triste estaría
aguardando mi retomo abrazada a mis pantuflas. ¿Y todo este follón para qué? Para
estar en Sudacalandia sin mejor destino que lacerar la sensibilidad de una buena
muchacha, que desnuda como estaba salió de mi cama y se fue caminando a la cama de
Diego.
- Micaela, dicúlpame, Micaela.... -Dije tratando de obtener su perdón mientras
pasaba a mi lado con paso altanero.
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¡Y qué bonita se veía! Tenía razón en ofenderse. Un cuerpo con esa aerodinámica no
puede aceptar más que deseo. Admito que al verla alejarse, tuve algo así como la
sombra de la duda. Habíamos estado desnudos en la misma cama sin que pasara nada…
¡Joder! Eso no era normal. Cualquier otro se lo hubiera reprochado. Pero yo no. Y si
cuento este incidente, pese a saber que no todos comprenderán mi reacción, es para
poner blanco sobre negro la clase de puro amor que dominaba mis actos. Es verdad que
vacilé al paso voluptuoso de aquella maja, pero ni por esas curvas me dejé arrastrar al
torrente de las tentaciones carnales. No estaba yo para tirarme canitas al aire, pues debía
volver con mi mujer sin nada que ocultarle, sin nada que enturbiase mi mirada. Podía
estar hecho un trapo, pero digno. Porque cuando regresara con ella, antes de decir
ninguna palabra, vería en mis pupilas la pureza intacta de nuestro amor. Y así sabría
sincera mi súplica por su perdón.
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LA LOCURA
Acudí a bañarme mientras los demás dormían y de las puertas entreabiertas escapaban
los ronquidos. Todos durmiendo menos Antonio, que auriculares puestos trabajaba en
los teclados. Dio vuelta la cabeza en el instante en que pasé frente a la puerta y aunque
me guiñó un ojo amigablemente, hasta con cierta complicidad, sentí el escozor frío a lo
largo del espinazo; ya saben, esa incómoda vulnerabilidad que nos descubren las buenas
películas de terror. Me asustaba. Seguro había escuchado todo cuánto hablé con
Micaela. Me asustaba, de veras que me asustaba, con su oído absoluto y esas ideas raras
sobre el destino que tenía metidas en la cabeza. En algún punto, allí, aunque él fuera
tirando a moro, comencé a verlo cómo a esos niños albinos capaces de leer la mente y
doblegar la voluntad de los demás. Y no es que tampoco tenga nada contra los albinos,
pero por suerte son pocos. ¡Vamos! No os asombréis por esto que digo, bien sabéis que
esa gente como pasada por agua de lejía pone nervioso al más pintado. Lo mismo que
escapándole al demonio me encerré en el baño y dejé que el agua caliente masajeara mi
sufrida mollera. Tenía tal resaca que no sabía si mejoraba o se ponía peor. Igual estuve
buen rato. Después, cuando salí, tomé unas aspirinas que encontré en la cocina y fui a
dormir.
Aquellos días fueron de total vértigo, de hacer dos shows por noche, pasamos a hacer
tres, a veces cuatro, y hasta cinco. En el furor de surfear sobre la cresta de la ola y
montar una tras otra tocábamos toda la noche, volvíamos por la mañana, comíamos
haciendo mesa que nunca supe bien definir si era cena o desayuno, nos despertábamos,
veíamos alguna película, otra vez comíamos, se ensayaba -porque Antonio siempre
encontraba algo que corregir- y ya estábamos saliendo de nuevo. La locura. Éramos
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una locomotora lanzada a toda velocidad, y lo que estaba pasando con nosotros no había
pasado nunca con ninguna otra banda de rock: un éxito escandalosamente silencioso.
Nos presentábamos en lugares insólitos, donde siempre quedaba gente afuera. Teníamos
dos equipos técnicos y doble juego de instrumentos. Se montaba un escenario mientras
tocábamos en otro y así cada noche era una carrera de postas hasta morir de éxito.
Y en medio de semejante frenesí Fernando se daba tiempo para la lectura. Andaba por
donde fuera llevando encima el libro que leía intrigado en cada oportunidad que se le
presentaba. Lo terminó de leer en un descanso entre ensayos, sentado en el sillón del
estar con los auriculares del walk-man clavados en la sien. Lanzó un chistido de
molestia, arrojó violentamente el libro sobre la mesa y se quitó los auriculares
cacheteando al unísono ambas orejas.
- ¡Qué mierda! -Sentenció.
No supe si se refería al libro o a la música que escuchaba. Quedé mirándole y no
necesité preguntarle.
- Un libro al pedo, tendría que haber leído cualquier otra cosa.
- ¿Y cuál es el libro que no te ha gustado?
- "Adiós a las armas", de Hemingway.
- No lo he leído.
- No te perdiste nada. Es la aburrida historia de un Jhonny enlistado en el Ejército
Italiano durante la primera guerra mundial, el tipo se enamora de una enfermera
inglesa, se hace desertor cuando las cosas en el frente se ponen feas y termina en
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Suiza con un final dramático de telenovela barata. Pensé que sería más
entretenido.
- ¿Lo has leído en español o en inglés?
- Traducido al español.
- Quizás haya extraviado algún encanto en la traducción.
- No. La historia es mala. Y el final es de lo peor.
- ¿Qué tipo de literatura prefieres?
- La narrativa de acción que tiene nervio sobre cosas que pasan, sin andar tirando
interpretaciones psicológicas sobre boludeces. Y nada que aburra, nunca me
banqué las descripciones largas y superfluas. Prefiero lo simple del que escribe
sin pretensiones, o sabe disimularlas, lo que da gusto leer en el baño o en la
cama. La que no aburre, bah. Creo que algunos autores escriben para lectores de
cuello duro e imaginan sus libros abiertos sólo en claustros o en las salas de
lecturas de las bibliotecas. Y la verdad es que sus libros se leen por vanidad más
que por placer.
- Por lo menos habrá sido buena la música...
- Sí, eso me reconforta del tiempo perdido en la lectura.
- ¿Qué escuchabas?
- Paralamas, una banda de rock nacional con un leve toque brasileño.
Largó la risotada festejando lo que supongo debió ser su chiste, pero no lo entendí. Los
argentinos tienen ese humor que a menudo yo no podía comprender. Es que a veces no
sabe uno si lo que hacen es drama o comedia. ¡Ay, los argentinos! Que bichos tan raros.
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EL VIETNAMITA
Otra noche, cuando ya era el tercer show que dábamos, Antonio dejó de tocar el teclado,
abruptamente dijo: "Ahí está, ese es Charly", y saltando del escenario cayó sobre el
público. No llegó a tocar el piso ya que, flaquito, bajo y de apariencia frágil, fue
sostenido en el aire por las manos juguetonas de la gente. Y aún así, flotando sobre la
marea humana, se las ingenió para ir donde supuestamente estaba Charly. "Ahí está.
¡Vino! Ese es Charly", repetía. La banda seguía tocando, claro. Y la muchedumbre
asumió que aquel gesto de Antonio era una exteriorización de su entrega al público.
Todos se divertían llevándolo hacia donde apuntaba su dedo, hacia donde decía que
estaba Charly. Cuando al fin llegó, pareció pararse sobre la gente dando un salto felino
hacia el supuesto Charly. Que no sé si se habrá llamado Charly, pero con seguridad no
era Charly García. Con la ilusión atiborrada en sus ojos, Antonio lo abrazó pensando
que era su hora señalada en el libro del destino, pero al mirarlo bien quedó su mirada
helada de horror y pavura. No era Charly García. Antonio siguió catatónico por
interminables segundo hasta sentirse engañado, defraudado, burlado por aquel sujeto
que, dicho en sus propias palabras, "quiso hacerse pasar por Charly García". Entonces el
pianista enclenque, agotado por la vida insomne frente al teclado, arremetió con su
pobre humanidad en darle golpes de puño al impostor. Fueron cuatro o cinco trompazos
inofensivos hasta que la misma gente que lo había llevado, lo levantó en andas para
retornarlo al escenario. Se unió a la banda y siguió tocando con los ojos destellando tras
lágrimas contenidas. Como si nada, en la idea del público quedó la sensación que
Antonio quería pegarle a Charly García, cuando en realidad era todo lo contrario.
Además creyeron que los golpes eran de broma, no imaginaban que esa era toda su
fuerza. No entendieron lo patético del asunto, -ni que su pegada era tan letal como la de
101
Mr. Burns, el jefe de Homero Simpson-. Lo celebraron, lo aplaudieron y nos
desconcertaron a todos los del GT-9.
- ¿Qué fue todo eso? -Le preguntó César a bordo del Legendario y de camino al
próximo Show.
- Pensé que era Charly.
- ¿Y por eso le pegaste?
- No. Le pegué porque quiso hacerse pasar por Charly.
- ¿Cómo que quiso hacerse pasar por Charly?
- Ustedes no entienden, hay fuerzas que están más allá de su comprensión.
- Oíme Antonio, el tipo no se hizo pasar por nadie, era uno más de los que estaba
viendo el show.
- Se quiso hacer pasar por Charly… ¡Y por eso lo recagué a trompadas!
- ¡Ah sí! -saltó Diego, riendo de acuerdo a su costumbre-, tuvieron que llevarlo al
Hospital… ¡Sangraba por todos lados!
Menos César y Antonio los demás reímos.
- Ríanse si quieren -dijo Antonio dando vuelta la cara y extraviando su mirada en
algún lugar más allá de la ventanilla.
- No, no se rían, porque haciendo otra forrada como la de recién, se va a quebrar
una mano o va a conseguir que le partan la cara.
- Problema mío -argumentó Antonio sin volver la vista al interior del Legendario.
- ¡Problema tuyo no! Acá somos un equipo, en esta banda se hace lo que se
ensaya y nadie se corta solo, ni siquiera vos, nuestro director musical, por más
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que seas el compositor ni que tengas oído absoluto. El talento no te deja al
margen de la disciplina ni te pone por sobre los intereses del grupo.
Ya no reíamos. Cuando César hablaba como el jefe, no quedaban dudas que era el jefe.
El silencio se alargó tenso, hasta que Antonio dijo lo que sin serlo sonó como disculpa.
- No lo hago a propósito. Pero... Es que yo sé que Charly va a venir.
- La próxima vez que lo veas déjanos a nosotros confirmar que sea.
- Está bien, yo les aviso.
- Tony, si Charly viene estoy seguro que va a querer hablar con vos, así que no te
presiones. .
- Tenés razón, cuando venga se va a acercar a mí.
- Sí. No hace falta que te le tires encima.
- Está. No te preocupes, puedo controlarme.
No. No podía controlarse. La noche siguiente en el segundo show creyó volver a verlo.
Dejó el teclado en seco poniéndose de pie, lo miró a César y le dijo:
- Allá… ¡Allá está! Mirá... ¡Es él! ¿Lo ves?
- ¿Dónde? -Preguntó César descolocado por el nuevo brote del pianista.
- Ahí, en el medio al fondo.
- No, no lo veo...
- Ustedes… -Se desesperaba Antonio porque sus compañeros vieran lo que el
veía- ¿Ustedes lo ven?
- No -respondieron los demás sin dejar de tocar.
103
- ¡Pero está ahí!
- Para, Tony frenate… ¡Pará! -Gritó César.
Fue demasiado tarde, demasiado rápido, demasiado insano. Al grito de "¡Charly!"
Antonio Faull saltó por encima de los teclados y salió a la carrera para impulsarse al
vacío desde el borde del escenario. "¡Charly!", gritaba en el aire el cabronazo estirando
la "y" hasta que aterrizó en el piadoso colchón de manos. Otra vez se las ingenió para
que lo llevaran hacia donde quería ir. "¡Allá, allá está Charly!", repetía a cada
indicación de su dedo índice. El público lo festejaba vivándolo al grito de "¡Aguante
Tony!", conduciéndolo por sobre sus cabezas hasta ponerlo frente a otro supuesto
Charly García. Otro impostor, en la forma que Antonio tenía de ver las cosas.
Nuevamente la decepción se hizo ira estallando en atormentados y fútiles golpes. Nadie
comprendía que aquello no era parte del show, sino producto de una mente que se
inclinaba para el lado de la locura. El expreso de las andas le devolvió al escenario ente
risas y aplausos. Caminó cabizbajo a ocupar su lugar. La canción que estaba siendo
ejecutada concluía sin su participación. Mientras Antonio a punto de desmoronarse no
parecía poder seguir sobre las tablas y lloraba en silencio con escasas lágrimas, David, a
mi lado, dudaba entre quedarse donde estábamos, detrás del escenario, o correr junto a
él para confortarlo e intentar protegerlo de sus propios delirios. Toda la expectativa de
la banda estaba en ver qué iba a hacer Antonio. Con el último acorde, en el momento en
que estallaron los aplausos, golpeó su puño contra el teclado y arrancó con el siguiente
tema. Los otros no le siguieron, pues no sabían lo que estaba tocando. Algo nuevo,
música surgida de su repentina inspiración. David se agarraba la cabeza y daba vueltas
sin llegar a decidir qué hacer. Porque algo tenía que hacer. Yo mismo me preguntaba
qué podía hacer, y al igual que David esperaba ver qué hacia César, porque estaba en
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claro que arriba del escenario, y siempre que la banda se reunía para tocar, el que
mandaba era César. Claro, el genio musical era Antonio, así de simple, pero la banda no
hubiera existido sin César, y no hubiese tocado en ningún lado de no ser por David. En
ese instante me percaté con crudeza del modo en que funcionaban las cosas. Antonio
por sí sólo era un fuego destinado a la autoextinción, uno de esos talentos que brillan,
encandilan y se consumen rápidamente. Había que cuidarle, abrigarle, mantenerse en
contacto con él impidiendo que sus visiones, esas elucubraciones que surgían vaya uno
a saber de dónde, si de la locura o la genialidad, le hicieran darse el topetazo fatal contra
los muros de la realidad. Después de todo, ¿cómo se puede sobrellevar en un cuerpo tan
menudo el talento de varios gigantes?, ¿cómo se hace para sofrenarle cuando imagina
un destino ya escrito? César se acercó a Antonio y le dio un abrazo interrumpiendo su
improvisación. Hubo compungido silencio por el tiempo que duró ese gesto. La gente
advirtió que ese caballo cojo no galopaba bien, pero creo que nunca lograron discernir
lo que ocurría. Ni siquiera semejante público, capaz de corear canciones de estreno,
podía descifrar el retorcido significado de aquellos arrebatos. Una vez más, la banda
siguió tocando, no estoy muy seguro que haya sido por aquello de que el show debe
seguir, me supongo que sencillamente no se nos ocurrió ninguna otra cosa.
La demencial búsqueda de Charly por parte de Antonio se repitió en otros shows.
Comenzaron a aparecer entre la multitud tipos disfrazados de Charly García, con el
bigote bicolor y las manos pintarrajeadas. Eran verdaderos dobles, producidos como
para biografías de Hollywood, y parecían pugnar entre ellos por ver cuál de todos sería
el afortunado en ser golpeado por Antonio. Con esos golpes que no lastimaban a nadie.
Creían que esos clavados al público eran juegos que el pianista disfrutaba, un acto
circense para la diversión de La Patota. También les dio por entender que los puñetazos
105
mismos eran pura parodia. No sabían que cada decepción le desgarraba el cerebro y
ponía en riesgo de colapso a su corazón. Comenzaron a llamarlo "El Vietnamita",
porque al igual que los soldados norteamericanos en Vietnam se la pasaba buscando a
Charly, y nunca lo encontraba. Lo de vietnamita era inapropiado, lo correcto para el
caso, era que lo llamaran de otra manera, digamos por ejemplo que si le hubiesen dicho
"el boina verde", no habría nada que objetar y el chiste sería el mismo. ¡Vamos! O que
le llamaran Forest Gump, por caso. Pero no. Ya veis como destruyen la lógica del
idioma español estos embrollos sudacas. ¡Tenían que decirle "El Vietnamita"! ¡Y reírse
de eso! A mí no me parecía. ¡Joder! ¿Cómo le iban a decir “El vietnamita"?, si Charly
era la denominación que le daban los americanos a los del vietcong. En fin, que no tiene
sentido lo que no tiene sentido, ni lo que divierte a los argentinos.
Lo de Antonio comenzó a parecemos normal, no podíamos evitarlo y no vislumbramos
que en lo inmediato tuviera consecuencias más graves. Sufría esos raptos y recobraba la
normalidad en minutos. Le sugirió David consultar con un psicólogo y se negó. César le
dijo que podía presentarle a Charly García, para que deje de angustiarse con eso de
verlo en cada show y también se negó. Decía que Charly debía acercarse a él y no al
revés. No se halló la forma de convencerlo.
106
MUJERES, LA RAZÓN DEL TANGO
Por esas tensiones extras que dejaban los shows, solíamos dedicar algún momento del
día a la sana distracción de ver alguna película en vídeo. El cansancio hacía que las más
de las veces no les prestáramos atención, excepto cuando eran películas en las que
actuaba Santiago Segura. Luego de que le vieran haciendo a Torrente, NN y los del
Falcon Verde se convirtió en una especie de club de fans de ese incalificable actor
español. A cada rato se repetían frases de su personaje, o se justificaba un razonamiento
ridículo diciendo que era "torrentiano". Lo torrentiano se volvió una dimensión
largamente explorada en el universo de la banda. Para mi castigo volvieron a proyectar
una y otra vez las dos de Torrente. Y al final, no pudiendo con ellos, terminé yo también
por reírme. En uno de esos espacios arrebatados al vértigo alocado de nuestras
presentaciones, nos acomodamos frente al televisor para ver "Muertos de risa", la
película en la que Santiago Segura y el Gran Wyoming interpretan a un dúo de cómicos,
Niño y Bruno, que alcanzan el éxito a fuerza de cachetazos. Tremendos tortazos que le
aplicaba Bruno a Nino, y nunca al revés, para deleite de la platea. La historia tenía su
lado sórdido, y la clave era esa facilidad que da el conocimiento del otro para causarle
dolor, una especie de Guerra de los Roses trasladada del matrimonio a un par de tristes
payasos. A mitad del vídeo debimos pulsar pausa porque David y la Rusa habían
comenzando otra de sus tantas peleas. Aunque estaban en otra parte de la casa, sus
gritos nos impedían escuchar el audio. No tanto a mí, sino a los demás que no tenían el
oído habituado a la maravillosa fonética del español en boca de españoles. Más allá,
claro, de escucharme a mí. Aunque debo admitir que yo trataba de hablarles más
despacio de lo habitual, pues los argentinos han construido esa suerte de subidioma
propio, que es la degradación del español, y entonces, comprensivo de ellos, yo mismo
107
me imponía esa subnormalidad al hablar para facilitar el que me entiendan. ¡Vale! Que
no tengo nada contra los argentinos, es sólo que son un poco sordos y cuando se les
habla con algo de apuro se quedan mirando como si el sonido les fuera a llegar luego de
cerrar la boca, o como si estuvieran esperando a ver el subtitulado pasando bajo el
mentón. ¡Lo que sea! Después que fue César a tranquilizar los ánimos volvimos a
sentarnos para ver la película, y cuando ya estaba terminando escuchamos el portazo.
Un señor portazo, debo decir. Al minuto apareció David, solo. Venia golpeado y
seguramente buscando el cobijo de sus amigos Era el suyo un amor destinado al
desastre. Diego lo vio parado bajo el marco de la puerta y destelló en sus nervios el
disparate. Poniéndose de pie, señaló con el índice de la diestra los dedos de la Rusa
nuevamente tatuados en la mejilla de David, e imitando el tono de uno de los pasajes de
la película graznó ocurrente y alegre:
- ¡Sí! ¡Es… Nino!
Nos descostillamos de la risa. Lo vimos a David cual Nino y a la Rusa cual Bruno,
unidos por el tragicómico sino de la cachetada. El pobre David llevaba incorporada en
la cara la mano de su mujer. Lo de Diego había sido sencillamente espectacular.
Llorábamos de la risa. Reíamos obscenamente, como el auténtico público de Nino y
Bruno. Diego, por esa cosa de loro en sus genes, repetía entre carcajadas: "Es Nino, es
Nino", y yo creí que moriría ahogado en mi propia risa. Tosía risas, lloraba risas y me
retorcía en risas. Nunca reí tanto en mi vida. No podíamos parar. Tuvimos que apagar
todo y terminar de ver la peli en otro momento. Parecía que nunca dejaríamos de reír,
era incontrolable. Era también un desahogo. Hasta David terminó ocultando su pena
bajo la catarata de carcajadas, aunque en su caso no era tanto el chiste sino ese efecto
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contagioso que tienen las risas. A la postre nos reíamos unos de las risas de otros, y
cuando la calma se vislumbraba en algún silencio, bastaba la nimiedad de cualquier
gesto, una mirada, un ronquido de esos que significan que alguno no puede contenerse
más, y volvían a resurgir verdaderas explosiones dentales.
A la distancia puedo conjeturar que ese fue el comienzo del fin. Bajo la aparente
felicidad ruidosa y fraternal de esas sonrisas estaban ya al acecho las dentelladas del
adiós. Entonces no lo percibí. Ni por asomo. Ni siquiera cuando de alguna manera
dejamos de reír y nos sentamos fuera en una ronda de mate me pude dar cuenta. Claro,
es que las mujeres provocan emociones que afectan nuestra capacidad de pensar,
exacerban la varonil sensibilidad y logran que nos aislemos del mundo. De improviso
dejamos de vernos como conquistadores del universo y su inmensidad nos abruma, eso
porque apenas consideramos que somos un apéndice de ellas, las necesitamos tanto que
nada tiene sentido sin la posibilidad de contentarlas. Y en esa insuficiencia masculina de
no poder andar por la faz de la tierra sin la sombra de una mujer, pues: el tango.
En esos días, cada tanto, como en la mateada que os cuento, quedaba sintonizada alguna
radio de tangos. Así fui aprendiendo la profunda vitalidad de esa maravillosa filosofía
que a través del canto expresa la verdad de la vida hecha poesía cruel.
- Esta vez es definitivo, se terminó.
Con esas palabras David fue el primero en hablar. Lógico. Él tenía que compartir su
pena con los amigos que le prestábamos la oreja. No le creíamos, pero tampoco lo
desmentimos. No hubiera sido apropiado hacerlo, había que dejarlo hablar, acompañarlo
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sin cuestionamientos. Que ya habría tiempo para hacérselos saber en otra oportunidad,
cuando por efecto del desahogo se aflojaran los nudos con que se atrofia la virilidad
obsesionada por una mujer.
- No puedo dejar que me maltrate como lo hace. Y no solamente por los
cachetazos o las patadas que me pega, sino por esa inconstancia que hace que de
estar bien pase en un minuto, y por cualquier pelotudez, a volverse loca. Y yo la
amo, se me parte el corazón… Ahora mismo tengo ganas de ir corriendo a
pedirle perdón aunque no sé perdón de qué, ella tendría que pedirme perdón a
mí, pero… ¿Qué importa? Yo le pediría perdón si con eso bastase para que
volviera. Pero no lo voy a hacer, siempre soy yo el que termina cediendo y así
me va. ¡Como el culo! Mí vieja va a estar contenta, porque a mi vieja no le
gustaba. ¡Bah! A mi vieja no le gusta ninguna mina que me guste a mí. Y la
Rusa me gusta, porque además de estar buenísima sabe que está buenísima, y
cuando una mujer se siente linda se vuelve más linda de lo que es ¿No cierto?
- Sí -dijo alguno.
- Depende -acotó Diego- porque hay algunas tan feas que si se sienten lindas no
se vuelven más lindas sino cómicas.
- Sos un forro, Diego -se molestó Fernando.
- Si Turco, seré un forro, pero no tengo el gusto de mierda que tenés vos para las
mujeres.
- ¡Habló el que nunca se fífó un bagayo! -Replicó Fernando.
- Esta vez estoy decidido a no hocicar -siguió diciendo David sin darle
trascendencia ni dejar escalar la pelea entre Diego y Fernando-, voy a hacer lo
que sea necesario hacer para no arrastrarme a sus pies nunca más.
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Justo allí fue que Agustín comenzó a cantar "Nostalgias", el clásico tango con letra de
Enrique Cadícamo y música de Juan Carlos Cobián, uno de los más reconocidos
emblemas de la filosofía tanguera
- ¡Hermano! Yo no quiero rebajarme, ni pedirle ni llorarle, que no puedo más
vivir, desde mi triste soledad… veré caer las rosas muertas de mi juventud.
- Sí, ¡eso mismo! -dijo David-, ese tango es para mí. Eso mismo es lo que no
quiero hacer, no quiero rebajarme. ¡Nada! Quiero que ella venga llorando a
pedirme que vuelva, y no sólo eso, que venga al pie de mis condiciones, que
vaya a terapia con un psicólogo, no, los psicólogos son todos chantas, mejor un
psiquiatra, los dos juntos podemos ir a terapia de pareja.
Mientras David hablaba el mate llegó a mi mano, dudé entre llevarme la bombilla a la
boca o pasarlo a otro. Nunca me pareció higiénico eso de andarle sorbiendo todos a la
misma boquilla, pero me intrigaba el sabor de la infusión que tanto gusta a los sudacas.
Miré en el interior del recipiente el agua verde que parecía burbujear desde el interior de
la yerba y me acobardé. Eso se veía como el brebaje en el caldero de una bruja. A mi
diestra estaba Marcos, y a él le pasé el mate.
- ¿Vos no tomas? -Preguntó extrañado.
- No.
- ¿No te gusta?
- No sé, no lo he probado.
- ¡Y probalo!
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- Mira, es que... No lo toméis a mal, pero se me hace que no...
- Es como un té o un café -dijo César sentado frente a mí y a la izquierda de
David.
- Será cómo tú dices, pero el té y el café se toman en tazas.
- ¡Ah! Es por la bombilla –supuso acertadamente Diego entre Marcos y Antonio.
- No Gallego, no nos podes hacer un desprecio así. ¿Qué? ¿Tenés miedo de
contagiarte algo? -Me apuró Carlos que era quien cebaba y el que me había
pasado el mate pues se sentaba a mi lado.
- No, si no es eso...
- Tomá -ordenó Marcos devolviéndome el mate.
En fin, que al país que fueres haz lo que vieres. Con cierta repugnancia posé mis labios
en la bombilla y sorbí. Se trata de una bebida caliente, dulce en ese caso aunque me han
dicho que muchos le prefieren amarga, y de gusto agradable. Hace un ruido particular
cuando ya no queda líquido que beber, y al escucharlo mis contertulios aplaudieron
furiosamente.
- Si te gustó tené cuidado -me advirtió Fernando sentado junto a César.
- ¿Por qué?-Pregunté.
- Porque si te gusta demasiado te podes convertir en algo horrible.
- ¿Es que puede esto ser nocivo?
- Puede hacer estragos.
- ¿Cómo que estragos? -Me preocupé.
- Si, te podes volver uruguayo, todo el día mateando con el termo abajo del brazo.
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Rieron. Y David recordó lo que debía decirme.
- Che, Rafael, mañana me dan tus documentos.
- ¡Los hallaste!
- Sí, los tiene Julio, tu compañero de cuarto en el hotel de los peruanos, no los
pudo devolver antes porque no sé qué quilombos tuvo, pero dijo que cuando
hicieron el allanamiento y los desalojaron le dieron tiempo de llevarse sus cosas
y también agarró las tuyas. Un bolso con ropa, me dijo.
- ¡Mis documentos!
- Además, mañana hacemos la primer división de ganancias, ya tenés la plata
como para pagarte el pasaje.
- ¡Vuelvo a España!
- Y yo debería irme con vos, lejos de la Rusa…
- ¡Vuelvo a España! -Grité con alegría, con la fuerza de lo que es largamente
deseado, pero mi algarabía no tuvo eco, no se reflejaba en la cara de mis
compañeros que quedaron en silencio.
- Me alegro por vos -dijo Marcos.
- Pero no, loco, no te podes ir ahora, por lo menos aguántanos un tiempo más
hasta encontrarte un relevo -exigió Agustín.
César no decía nada, ni evidenciaba con gesto alguno lo que pensaba. Lo miré a él
porque lo reconocía como líder del grupo, pero no dijo palabra. Su silencio me llamó
poderosamente la atención. Siempre intervenía en las situaciones conflictivas y esperaba
alguna reacción de su parte.
113
- Yo no puedo quedarme más tiempo en Argentina, mi mujer lleva mucho de
penar sola en España sufriendo mi ausencia como una viuda. Bien sabéis
vosotros que cada momento estoy pensando en ella, que me arrepiento de
haberla dejado así como la he dejado, tan... tan cobardemente...
Sobrevino un silencio largo e incómodo. Al rato me sentí obligado a ponerle fin.
- ¡Vamos chavales! No me lo hagáis más difícil de lo que ya es, desde un
principio las cosas estuvieron en claro respecto a mi partida...
- No Gallego, si nadie te reprocha nada -dijo Fernando-, pero habíamos encajado
bien, no va a ser fácil encontrar otro presentador que le guste a la gente, y menos
todavía que se lleve tan bien con todos nosotros como vos.
- No me lo hagáis tan difícil, si yo -dije a punto de quebrarme en llanto- lo único
que deseaba era volver a España, y ahora en lugar de saltar de alegría estoy
abrumado, sintiendo que en alguna medida os estoy traicionando... en otras
circunstancias me quedaría... incluso… ¡Quizás hasta pueda volver si mi mujer
presta su conformidad! Pero no, no creo que quiera, primero debo conseguir que
me perdone por todo este dolor que le sigo causando... Pobrecita ella, tan triste,
abrazada a mis pantuflas...
- Andá Rafi, vos tenés que ir con ella -dijo Diego, extrañamente serio y
conmovido.
- Sí -asintieron los demás.
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Pero no César. Su enigmático mutismo me obligó a buscar con la mirada, en esos
carismáticos ojos, algún signo de aprobación. Lo sentí a punto de pronunciarse, y justo
en ese momento Carlos lo anticipó tomando la palabra.
- Me parece que la partida de Rafael nos viene bien.
- ¡Ningún agujero viene bien! -Replicó Agustín inmediatamente.
- No. Es cierto que cuando una banda funciona cualquier baja es un problema,
pero a lo mejor esto nos da la posibilidad de replantearnos muchas cosas,
venimos de acelerada y estamos tocando a toda máquina. Eso es algo que no se
puede mantener indefinidamente, no hay quien aguante tocar todas las noches, y
no una, sino dos o tres funciones.
- Es pesado, sí, -dijo David- pero en cuanto veas tu sobre vas a ver que también es
redituable.
- Seguro, pero estás acá llorando porque te dejó la Rusa, Rafael se va porque
quiere estar con su mujer, y yo también. Yo los entiendo porque estoy casado, y
no me alcanza con verla unas cuantas horas por semana, quiero dormir con ella y
estar cerca de la panza hasta que nazca el bebé. Hay que aflojar un poco.
- Necesitamos más tiempo para ensayar -acotó Antonio-, tengo muchos arreglos
que no puedo subir al escenario porque no estamos ensayando como
corresponde, y el sonido se está deteriorando...
- ¿Cómo que se está deteriorando? -Preguntó Diego.
- ... se están pifiando muchas notas -siguió diciendo Antonio como si Diego no lo
hubiera interrumpido-, y aunque como hecho artístico no creo que nos quede
mucho para dar este ciclo por cumplido, todavía podemos evolucionar un poco
antes de alcanzar nuestro techo, pero hace falta ensayo y mucha disciplina.
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- Mira loco, si vos no precisas torrar es problema tuyo -reaccionó Diego-, pero el
resto de las personas normales necesitamos dormir, no nos podes pedir que
encima de andar corriendo noche tras noche de un lugar a otro lleguemos acá
para meternos en la sala a seguir tocando.
- Bueno- contestó parsimoniosamente crítico Antonio-, entonces a lo mejor
vendría bien meter algunos cambios en la formación, porque si vos no querés
ensayar y pensás que arriba del escenario lo que hacés alcanza, evidentemente
estamos pensando distinto.
- ¿Qué? ¡Ah! ¿Me estás echando? Si querés que me vaya me voy, pelotudo.
- ¡Che! Vamos a calmarnos -pidió Marcos-, porque si seguimos en esta hasta acá
llegamos.
Otro silencio se desplegó sobre nosotros igual que la sombra amenazante de un ave de
rapiña. Alguno notó que estaba haciendo frío, otro propuso entrar a la casa. César fue el
último en levantarse y cuando atravesaba el umbral de la puerta le dijo a David que
fuera con él a hablar en privado. A los demás nos indicó que se ensayaba en treinta
minutos.
Me sentía culpable de lo que estaba pasando, sentimiento que se agudizaba por la
mudez que mantenía César, pero el fastidio que se dejaba ver en todos era obra del
cansancio por vivir sobre el vértigo de un fenómeno inesperado. Ninguno tenía en sus
planes originales sobrellevar éxito tan curioso y exigente como el que disfrutábamos y
padecíamos. Yo, claro está, menos aún que cualquiera de ellos. Necesitaba expiarme de
esa culpa con alguno de mis compañeros, por eso cuando quedé a solas con Fernando
116
ordenando las cosas del mate en la cocina, le pedí que me ayudara a explicarme frente a
los demás.
- Te juro por mi madre, Fernando, que si pudiera yo quedarme lo haría con el
mayor gusto.
- Ya lo sé.
- Ayúdame entonces a que los demás me entiendan, yo no quiero irme mal. ¡No
quiero partir sabiendo que me estaréis viendo como a un traidor!
- ¡Pero no, Rafi! Ninguno piensa eso. Yo la verdad es que me alegro por vos. Vas
a volver con tu mujer, es lo que querías.
- Sí.
- ¿Y es lo que querés?
Lo preguntó con una sonrisa mefistofélica orillándole en las pupilas. Tras tomarme un
segundo para exhalar y relajarme, contesté con total sinceridad.
- Me cago en los pantalones del miedo que tengo a lo que ella pueda decirme,
miedo a que me odie, a que la trastada que he hecho no tenga su perdón, miedo a
que se haya echado a monja que es lo que quería ser cuando niña, miedo a que
me crea muerto y que dentro suyo me haya enterrado. Tengo miedo que mi
locura la haya enloquecido también a ella, miedo a encontrarla autista en algún
rincón oscuro de una casa para orates, pobrecita, abrazada a mis pantuflas, y con
los ojos muertos, secos, de tanto llorarme. Tengo tanto miedo que no puedo
dejar de ir. Sé que no ha de ser mi regreso correr uno al otro con los brazos
abiertos, cual si volviera yo de una guerra. No. Ha sido otra clase de
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alejamiento, y al distanciarse así no hay promesa de retorno, y por lo tanto,
como sin promesas no hay amantes, no es de esperarse ningún abrazo al
reencuentro. Yo vuelvo de mi propia estupidez, y las estupideces, cuando
lastiman a otros, nunca son gratuitas, se pagan con dolor, con vergüenza, con
humillaciones...
- ¿No hay ninguna posibilidad de que puedas hablarle antes por teléfono?
- No. Ella tenía pocas amistades, y no es que yo tuviera muchas; por mi trabajo,
por los horarios, por lo bien que lo pasábamos al estar solos nos fuimos aislando
cada vez más. Estando allá no me será difícil ubicarla, por de pronto tiene una
tía vieja a la que visita de tanto en tanto, ella seguro sabrá su nueva dirección,
pero debo verla personalmente, es bastante sorda, senil, y no tiene teléfono.
- Te deseo que tengas mucha suerte Rafael, y ojalá puedas convencerla de venir a
la Argentina.
En lugar de decirle "gracias" le pegué un puñetazo en el hombro. Así evité romper en
llanto como una Magdalena; y para mantener bien guardadas mis lágrimas, procuré irla
de gracioso.
- ¿Volver a la Argentina? Oye tío, yo sé que es tu país, pero… ¡Vamos! ¿Qué te
piensas? ¿Qué todo el que pisa esta tierra se enamora de ella? Vine porque
estaba loco y me voy porque estoy cuerdo.
- Puede ser, puede ser... Pero tené cuidado Rafael, no sé si te diste cuenta, pero
cada vez hablás menos como español, cuando vuelvas a España tratá de
disimular tu acento argento… no sea que te despiertes una mañana en Madrid y
veas un argentino en el espejo.
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- ¡La boca se te haga a un lado, sudaca! Mira… ¡Pero que puto moro eres!
Mírame la piel, -dije fingiendo frío- del escalofrió que me ha venido al escuchar
esas cosas horribles que tu dices. ¿Argentino yo? ¿Sudaca? Dios no lo permita,
ni aunque desapareciera España. ¡Español o nada!
- ¡Como Torrente!
- Dime… ¿De verdad empiezo a hablar como uno de ustedes?
- ¡Uf! Ya cualquiera diría que sos porteño…
Nos reímos. Al Turco Hamal, con ojos redondos de pestañas largas y labios de camello,
le divertían más que a ninguno las bromas de tinte racial. Una de sus muletillas
preferidas, la que utilizaba a modo de disculpa cada vez que cometía un error, rezaba:
"¡Y, por algo los moishes nos cagan a palos todos los días, y lo tienen al tío Arafat
agarrado de las pelotas!". Imagínense que si así se refería a la siempre triste situación
del Medio Oriente desde su condición de turco, y empleo la palabra turco en el sentido
amplio que le dan los argentinos, veía al resto del mundo con la misma cínica ironía.
Así como les gusta verlo a los argentinos cuando no hay que cuidar las apariencias.
119
LA IDEA DE LA BANDA
La voz de César, llamando a reunión en la sala de ensayo, hizo que dejáramos la cocina
para ir junto al resto. Nos concentramos en rededor de César cargando la tensa
incomodidad de las fieras enjauladas. Para variar yo no tenía ni puta idea de qué iba a ir
la cosa; por eso y porque me sentía culpable de qué todo se fuera al diablo me mordía
los labios impaciente mientras procuraba mostrarme tranquilo. David entró último y
cruzó una mirada con César dando a entender que había confirmado alguna
información. Entonces, César se largó a hablar:
- Si armamos esta banda, fue por una idea loca que tuve cenando en casa de
David. Casi una broma que podría no haber pasado de algunas cuantas risas en
la sobremesa de esa cena. Primero surgió el nombre buscando uno que fuera
bien provocativo, difícil de olvidar, "NN y los del Falcon Verde". Era un chiste,
el humor negro siempre me pudo. Y con semejante nombre era claro el tipo de
cosas que la banda debería cantar. En base a eso armamos toda una estética que
llevar al escenario como propuesta artística. Íbamos a ser los cieguitos del tema
de Los Twist, con el Falcon Verde y toda la parafernalia. Fue así, diciendo “te
imaginas que…”, y “que bueno si...” Nada parecía ser serio, ni siquiera creí que
lo fuera cuando David empezó a decir que debíamos llevar a la práctica todas
esas ocurrencias.
- Es que al principio no lo dije en serio -dijo David sonriendo.
- No sólo no era serio, sino que no podía serlo. Pero a los dos días me lo
encuentro a Marcos en la calle mostrándome el Falcon que recién se había
comprado, le comenté la idea y me dice que estaría bueno. Esa misma noche me
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llamó para decirme que teníamos baterista. Ya éramos un trío. Nos juntamos
para tocar en el taller de Marcos y nos dimos cuenta que había onda, ganas de
hacer algo juntos, pero nos faltaba mucho. Traté de conseguir un pianista pero
los dos a los que yo conocía dijeron que era mala idea, salieron con que los
derechos humanos, que la ética musical y no sé cuántas cosas más. Lo mismo le
pasó a Fernando, pero al menos convenció al trompetista, y con Carlos ya
fuimos cuatro. A Diego lo escuché tocar el bajo en el subte, a la gorra, y aunque
al principio no quiso saber nada, después de mucho café lo convencí para
participar de un ensayo. Pegó onda y se quedó. Éramos cinco, pero no teníamos
piano ni creatividad musical para darnos identidad, veníamos huérfanos del
sonido que apenas diera en el oído se dijera: “esos son NN y los del Falcon
Verde”. Seguíamos rebotando con los pianistas, pusimos avisos en las carteleras
de las salas de ensayo, pero en cuanto decíamos Falcon Verde nos ponían cara
de orto y nos mandaban a la mierda. Entonces se casó Carlos.
- ¡Huy! ¡El casamiento de Carlos! -Dijo Marcos como quien recuerda momentos
imborrables en su vida.
- La fiesta se hizo en un salón muy lindo, pero con Fernando y Marcos nos
equivocamos de piso, en lugar de ir al quinto nos mandamos al tercero, donde
estaba Antonio tocando el piano, música clásica. En seguida nos dimos cuentas
que pifiamos de piso, pero como nadie controlaba la entrada nos quedamos a
escucharlo.
- La noche que se casó Carlos mis abuelos festejaron sus bodas de oro -precisó
Antonio.
- ¡Hombre! -Dije mirándolo a Carlos.- Ese si que es un buen augurio.
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- Cuando terminó de tocar nos miramos entre los tres sabiendo que ese pianista
era demasiado para nosotros, dimos por sentado que nos quedaba grande y nos
fuimos. Mientras cenábamos no podíamos dejar de comentar lo bien que tocaba,
lo mucho que nos había gustado escucharlo, y así nos empezamos a dar máquina
hasta que al final bajé los dos pisos y le pregunté: "Flaco ¿A vos te cabe tocar
rock nacional en una banda de barrio?". Me mira y me dice...
- ¿Qué tan lejos quieren llegar? -Preguntó Antonio tal cual lo había hecho
entonces.
- Sí, creo que le dije: tan lejos como podamos. Enseguida me dio el visto bueno, y
yo, por lo que habían sido las respuestas de los otros pianistas le digo, mira que
la banda se llama NN y los del Falcon Verde, vamos a vestirnos de saco y
corbata, con anteojos negros y peinados a la gomina, onda represores, además
las letras las escribo yo y dicen esto y aquello. Se quedó pensativo y yo imaginé
que ahí me mandaba a la mierda, pero en lugar de eso me dice: "¿Y ya tenemos
el Falcon?".
- Yo -dijo Antonio- tengo formación de músico clásico. Mis padres me soñaron
concertista y radicado en Viena. Di mi primer concierto a los seis años, y cuándo
ustedes me conocieron yo volvía al país después de una beca de tres años que
gané cuando tenía catorce. Ya antes me habían incentivado con becas de
estudios a cual de todas más exigente. Yo aceptaba que mi futuro era el que me
habían impuesto, hasta que un día tuve una visión con la que supe que lo mío era
el rock, el rock nacional, y que mi destino es llevar las cosas al extremo, mucho
más allá de lo que hizo Charly García. Cuando César me dijo el nombre de la
banda, lo entendí claramente. Charly no se atrevió a usar helicópteros que
arrojaran maniquíes sobre el río como había planificado hacerlo durante uno de
122
sus shows, tuvo la visión artística y se propuso ejecutarla, pero no se animó,
traicionó a su instinto creativo por el pedido de las organizaciones de derechos
humanos que, además de interferir promoviendo la autocensura de un artista, no
interpretaron que esa propuesta era a favor de ellos. La idea de César me mostró
el camino de la audacia mayor, poner en escena un concepto de show a total
contramano de la corriente. El rock es provocación, provocar es hacer pensar, y
cuando todos parecen pensar lo mismo es hora de pensar distinto. Así que, desde
mi punto de vista, NN y los del Falcon Verde era una parte ineludible del
destino.
- Con Antonio en la banda las cosas tomaron otro perfil -continuó César-, nos
exigió tanto como nos enseñó. Es muy obvio que ninguno de nosotros está a su
altura musical, no tenemos ni su preparación, ni su oído, ni las cosas con la que
se nace ni esas otras que se hacen, pero aún así nos rompimos el lomo, le
pusimos esfuerzo y horas y horas de ensayo tratando de dar lo mínimo que nos
pedía. Y siguiéndolo a Antonio nos dimos cuenta que podíamos más, dejamos el
tachín tachán del comienzo y adquirimos personalidad. Logramos ser una banda
con sonido propio. No se nos puede confundir con nadie. Ahí dejamos de ser
proyecto para ser una buena banda, pero nos faltaba la polenta de la voz. Los
que estábamos podíamos hacer coros, pero empujar una canción es otra historia,
a ninguno nos daba la garganta. Así que salimos a buscar cantante. Esta vez los
jodidos éramos nosotros, nos habíamos puesto tanto las pilas que queríamos uno
que viniera conectado a dos veinte.
- No, bueno sí, nosotros queríamos uno que encajara perfecto, -recordó Fernando-
pero también hay que reconocer que escuchamos a cada pelotudo...
123
- ¿Cómo se llamaba ese que vino con la gorda que le hacía coros? –Preguntó
David riendo.
- ¡¿Te acordás?! -Gritó Fernando antes de largar la carcajada.
- La cuestión es que o cantaban como el orto, como el que vino con la gorda, o no
nos gustaban a todos, como el que cantaba tangos, o venían con pretensiones de
prima dona, como el que quería cambiarle el nombre a la banda. Hasta que
cierto buen día se aparece David trayéndolo a Agustín. Al toque supimos que era
un golazo de mitad de cancha y lo aceptamos de inmediato.
- Pero... –Tiró para que quedara picando el propio Agustín con la mueca que no
llegaba a sonrisa.
- Pero, siempre un pero, el tipo sufría de pánico escénico y ya había hecho
fracasar tres bandas en el debut. David no nos dijo que era otro paciente de su
psicólogo.
- Profesional exitoso el psicólogo de estos dos -sentenció Diego sofocando risas-
es como para recomendarlo...
- Fue cuando se nos ocurrió que el NN no existiera sólo en el nombre de la banda,
sino que fuera el cantante y que lo sacáramos del baúl con los ojos vendados
para que no viera al público. Y funcionó, como funcionó todo desde el debut.
- Incluso cuando el locutor que iba a hacer de presentador, y nunca pensamos que
pudiera ser un problema, se nos cayó, apareció el Gallego...
- ¡Joder! ¡Qué no soy gallego!
- Apareció el Rafi con esa pronunciación española de voz redonda y tono grave,
entonces, justo ahí, la banda cerró su personalidad distintiva.
124
Durante unos preciosos segundos permanecimos mudos, asintiendo con la cabeza la
veracidad de aquel relato por la parte que cada quien había aportado.
- Ahora -continuó César- no sólo somos esa banda, que surgió casi de broma, sino
que tenemos un público grande y seguidor, que en estos meses no parece
saciarse nunca. Se está haciendo claro que nuestra movida under está agotada,
no nos da el cuero para abastecer la demanda en estas condiciones. Siempre se
queda gente afuera, hasta en las noches que hacemos cuatro shows, y así no hay
cuerpo que aguante. Además si seguimos como vamos terminamos cagándonos
a trompadas entre nosotros. Por eso es que tomé una decisión. Vamos a cumplir
con los shows de las próximas noches, que son los que están confirmados y que,
me dice David, no podemos cancelar. Y para cerrar esta etapa under y
clandestina vamos a hacer, diez días después del último, un recital en un lugar
abierto, al aire libre pero con la misma mística de contraseña y complicidad con
el público que se fue gestando desde el comienzo. Hacer esto requiere una
inversión de la plata que llevamos ganada, porque armar escenario y montar el
show en medio del campo, tiene costos dolorosos. Esto es una apuesta que se
puede ganar o perder. Después de ese show, la idea es que nos tomemos un
tiempo y ver qué onda. Si volvemos será ya como banda a la luz de todo el
mundo, una banda que esté en las radios, que tenga contrato discográfico y que
haga sus presentaciones en teatros y estadios. Les pido que no me contesten
ahora, esto es decidir sobre el futuro y todos tenemos cosas que sopesar
meditadamente. Sí les quiero decir que lo que yo deseo es que sigamos juntos, y
si el recital en medio del campo lo pensé a diez días, para que luego hagamos el
receso más largo, es porque de hacerlo, quisiera que estemos todos, vos también
125
Rafael, yo sé que estás desesperado por volver a España a buscar a tu mujer,
pero pasaste con nosotros tanto tiempo que diez días no creo que sea pedirte
demasiado, además si sale bien te llevarías de regreso muy buena plata en el
bolsillo. Pensalo. Todos, piénsenlo.
126
EL BUEN SOLDADO
Hubo algunos cuchicheos, pero los conciliábulos no prosperaron. Antonio sencillamente
se dio vuelta y comenzó a tocar el teclado, al escucharlo César y Marcos se colgaron las
guitarras, Fernando se hizo de los palillos, Carlos prefirió la trompeta al saxo y Diego
conectó su bajo al parlante mientras Agustín se preparaba a cantar haciendo chasquear
los dedos para entrar en compás. David me miró tensando en el gesto su media sonrisa
de intrigante, como preguntando que iba yo a decidir. Antonio había elegido bien la
canción para ese ensayo. Despegué la espalda de la pared y luego de guiñarle un ojo a
David, pronuncié las palabras que servían de introducción al tema;
- Cuando vuelvo la vista atrás, veo los aciertos y los errores, veo los muertos y los
horrores. Sé que hice mucho daño; sí. También sé que evité peores daños,
aunque hay cosas de las que me arrepiento hay muchas otras de las que no, hubo
jefes que me traicionaron, igual que todo lo traicionaron, pero fue por mi
bandera y no por ellos que arriesgué el pellejo, ningún sucio trapo rojo flameará
sobre mí, que a cualquier vuelta de dados, siempre fui: ¡un buen soldado!
Agustín entonces cantó "El buen soldado" con su mejor voz:
Soy como un ángel sin rostro
camino en paz a tu lado
y no me arrastra el pasado.
Siempre fui
127
un buen soldado
y cumplí
lo que me fue ordenado.
La lealtad está en mi sangre
y esta tierra bien lo sabe
pues con ella la he regado.
Tengo heridas en el cuerpo,
toda mi alma abollada
dos medallas y un par
de palmadas en la espalda,
y nada más,
y nada más.
Pero es bastante para mí
saber que sí,
que siempre fui
un buen soldado,
y cumplí
lo que me fue ordenado.
La lealtad está en mi sangre
Y esta tierra bien lo sabe
Pues con ella la he regado.
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Siempre di
lo necesario
sin pedir
nada a cambio.
Combatí
a hordas de malvados
y vencí,
para que puedas insultarme
para que tengas un país
en el que puedas elegir
y no escaparte en balsas…
¡Yo gané tu libertad!
Soy como un ángel sin rostro
camino en paz a tu lado
y no me arrastra el pasado.
¡¡¡Yo gané tu libertad!!!
En el eco de los últimos acordes explotamos de euforia y con el ánimo en alto nos
mezclamos entre saltos y empellones, practicando un pogo furioso de risas y gritos.
Unos a otros, con esa canción que hablaba del soldado aferrado al convencimiento
idealista de haber obrado por la causa, nos habíamos juramentado tácitamente en la
lealtad a la banda y bailábamos para festejarlo.
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Cuando ya volvía la calma, César hizo aquel paneo con la mirada y yo alcancé a
percibir esa luz profunda emergiendo de sus ojos. Ese brillo distintivo en los hombres
que portan el don del liderazgo. No hablo de una simple capitanía, ni de lo que podría
ser el mero reconocimiento de las aptitudes técnicas de un tío cualquiera para ejercer
funciones de conductor de cara a una competencia deportiva, un grupo de trabajo, o
alguna otra cosa que puede o no ser importante pero no deja de ser un aspecto, una parte
en el todo de la vida. Digo, si es que me entendéis, que hay quienes logran que los
demás les sigan en parte, y hay otros que son capaces de hacer que se les siga en todo. A
ver, ¡coño!, porque ya veo que no me entendéis. Os doy un ejemplo: si Agustín dice que
tal tema hay que tocarlo en pelotas y abajo del agua, porque suena mejor, entonces uno
deja la ropa y se mete bajo la lluvia, porque si él lo dice así es. Ahora, si al mismo
Agustín, al que se le reverencia por su aptitud musical, le entra en la cabeza un rapto de
misticismo y dice que hay que despojarse de los bienes materiales, hacer ayuno y
peregrinar descalzo, pues, ¡claro!, inmediatamente le haríamos un corte de mangas y
¡vete tú a que te salgan ampollas en las plantas, gilipollas! ¿Qué quiero decir con esto?
Agustín era un líder técnico, uno que sólo acaudilla dentro de su área de
reconocimiento. Lo que diga fuera de su campo específico del saber no motiva el
entusiasmo de nadie. En cambio, el líder nato, el que nació bajo el signo del caudillo,
ese es capaz de convertirte, de cambiar tu vida, y hasta de hacer que la pierdas por
seguirlo en alguna locura. Esos ojos hipnotizan, encandilan, tienen una luz que no
irradia el común de los mortales. Religiosos, políticos y militares, las más de las veces
confundiendo esas tres condiciones en una, han irradiado de maneras distintas esa luz de
profetas. No es que convenzan a todos, pero hay que comprender que la locura de
muchos se origina casi siempre en la demencia de uno. No se puede tener esa mirada si
no se está de algún modo demente. ¿Habéis visto a Hitler ensayando un discurso?
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¿Habéis visto al Che Guevara en esa foto de Korda? ¿Habéis visto a Lawrence en sus
sábanas de árabe? ¿Recordáis Guyana o Waco? ¿Habéis visto a Sai Baba con sus relojes
materializados? ¿Habéis visto esos ojos y esas miradas en lo que tienen de concreto y
ausente?
La luz de los profetas es una oscuridad en sí misma.
¡Caray! ¡Pero qué frase que me he mandado! Es tan buena que de seguro algún otro la
habrá dicho antes. Como sea, vale repetirla: "La luz de los profetas es una oscuridad en
sí misma".
En el nombre de mi racionalidad, esas gentes siempre me habían producido rechazo.
Pero, claro, de todos ellos supe de lejos, por fotos, libros, cosas así; las más de las veces
con la historia ya contada, a César en cambio lo conocí en persona. No hay muchas
buenas maneras de explicar como esos ojos le afectan a uno. Cada quien que lo haya
experimentado tendrá la explicación a su medida, me limitaré por tanto a tratar de
exponer la mía.
Después del pogo no necesitó César convencerme de aceptar quedarme esos días de más
hasta el recital al aire libre. Me convencieron sus ojos sin ningún argumento, por sí
mismos, por ese brillo refulgente que ostentaba seguridad. Mi mujer, mi amada mujer,
seguiría llorándome en España unos días más con el dolor inconmensurable de no saber
nada de mí, y yo, a conciencia, iba a prolongar su martirio, y el mío propio, por no
fallarle a César. La lealtad a un líder impone sacrificios que van más allá de la razón.
Me desgarraba el corazón al reprimir el impulso de correr a rodearla con mis brazos, a
131
rescatarla de la deriva emocional en la que, con riesgo de naufragio, mi estupidez la
había dejado. Desde algunos recónditos y oscuros pliegues de mi conciencia, ideas
lúgubres disparaban relámpagos de maldad. Así me sobresaltaba al pensar en la
posibilidad que ella, pobrecita ella, angustiada por la falta de mí se quitara la vida para
acabar con el sufrimiento. Imaginaba volver un segundo tarde, sólo un segundo tarde,
apenas eso y abrir la puerta de la pocilga en la que miserablemente aguardaba mi
llegada para verla colgando de una soga con el último suspiro apenas exhalado. Su
cuerpo inerte y mis pantuflas cayendo de sus manos. Pobrecilla mi mujer, la vida sin
mí… Pobrecilla. Otras veces la veía sumergida en el fondo de una botella, desperada,
hundiéndose hasta ahogarse en el vicio por tratar de aliviar la pena. Ella, que no tenía
más que virtudes, acabando sus días como cualquiera de esas desgraciadas con más
vicios que zapatos de coja. Me aterraba, y así aterrado veía a los ojos de César y sabía
que no, que todo estaría bien. No sería trágico nuestro reencuentro, ella me vería
renovado y la felicidad borraría automáticamente el trago amargo de mi ausencia. Sentía
en la piel la ternura del gesto, cuando ella me calzara mis pantuflas. Hasta podría
convencerla de acompañarme un tiempo a la Argentina, para presentarle a mis nuevos
amigos y seguir con la banda. Los ojos de un líder infunden confianza, tanta que son
capaces de absorber las dudas pulverizando la racionalidad, desintegran la facultad de
pensar y ofrecen a cambio la certeza del camino a seguir, ese que señalan proyectando
su luz sobre la nada.
La luz de los profetas es una oscuridad en sí misma
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LA DIMENSIÓN TORRENTIANA
La noche nos envolvió con la rutina que habíamos asumido eterna y que ahora sabíamos
culminaría en unos días. De algún modo nos las ingeniamos para meternos todos al
Falcon, supongo que era el temor a separarnos lo que nos motivó, en ese momento, a
desafiar la capacidad de carga del habitáculo. Sin necesidad real nos habíamos sumido
en la incomodidad propia de alguna convención de contorsionistas. Apretujados en el
Legendario, para ir al primero de los últimos shows, nos distendimos con una de esas
conversaciones de neto corte torrentiano.
- ¿Qué tal si mañana nos hacemos un buen asado? -Propuso Marcos.
- No, hagamos otra cosa, estoy medio podrido de comer asado -se opuso Carlos.
- Tiene que ser algo especial -aventuró César.
- Sí, unos fideos con tuco -dijo Diego con su incansable ánimo bromista.
- Tengo ganas de unas buenas costillitas de cerdo a la riojana -se relamió Carlos.
- ¡Esa! Con huevos fritos, dale-se entusiasmó Diego.
- Yo no como cerdo -dijo David.
- Yo tampoco -se plegó Fernando.
- Pero déjense de joder, no se vengan a hacer los religiosos -los increpó Marcos-,
si son un par de...
- No me hago, soy -insistió David.
- Yo no es que sea, pero me criaron así -agregó Femando.
- Loco… ¿Se dan cuenta? Los turcos y los moishes se viven cagando a palos y
son iguales, es más –se largo a filosofar en base a la gastronomía el bueno de
Diego-, esto me hace pensar que la causa de la violencia en Medio Oriente es
133
producto de malos hábitos alimentarios, evidentemente la no ingesta de cerdo
hace que la gente se torne violenta.
- ¡Ya empezó a decir pelotudeces! -Bramó Antonio.
- No, no. Es un hecho. No comen cerdo y por eso se tornan irascibles. ¿O acaso
no es cierto que después de comerse un buen lechón a nadie le quedan ganas de
ir a hacer quilombo?
- Ese es un buen punto –dije-, a mí el cerdo me cae pesado, como que quedo
plano.
- Sí, por eso los yankees son tan pacíficos –ironizó César riendo.
- No, lo de los jhonnys es otra cosa, ahí el problema es el alcohol. Por ejemplo,
George W. Bush, evidentemente salió del alcoholismo con el cerebro dañado,
¿vieron esa cara?, ¿esos ojitos?, ¿no se parece a Alfred Newman?
- ¿A quién?
- El de la Mad.
- ¡Ah! Esa revista vieja, sí.
- No digo que sea igual, desde luego, Alfred se nota más despierto, pero digo, si
en vez de mandar aviones, tropas y toda la parafernalia hubiera mandado
chuletas de cerdo y papas fritas el mundo sería una fiesta.
- Listo -dijo Marcos-, ya tenemos el pacificador que el Oriente Medio necesita.
- ¿Se imaginan? Llego yo con un avión cargado de lechones y huevos...
- Y a los cinco minutos te cuelgan de los huevos y terminas gritando como un
cerdo.
- Che… ¡Qué poco optimismo! Así no se puede ser pacifista viejo. ¡Y bue!... Que
se sigan masacrando entonces.
134
- Oigan chavales -dije yo-, no es que no me interesen esas cosas entre moros y
judíos, pero porque no dejamos de lado la política internacional y nos
concentramos en la gastronomía local para decidir que sustancia le hemos de
poner al estómago, porque verán, a mí hablar de comida me crea la necesidad de
atacar un buen plato, de lo que sea, siempre que venga caliente y cargado.
- Y acompañado con pan, porque si no hay pan -dijo Diego riendo- empieza como
Torrente llamando a la chica del restaurante: "Chinita, chinita".
- Si no quieren asado -evaluó Marcos- podríamos hacer un chivito, o un cordero.
¡Ahí está! Nos comemos un buen cordero patagónico como le gusta a nuestro
Presidente.
- ¡No! -Gritó César- Hay dos comidas que me niego a comer por convicciones
políticas, una es el sushi, que comían los delarruistas de las dos líneas: alzehimer
y arterioesclerosis; y la otra es el cordero patagónico que come el pingüino este
de Kirchner al que Duhalde le regaló la Presidencia.
- ¡Ah! No comés sushi ni corderito, -dijo Diego- pero de las costillas a la riojana
no dijiste nada: ¡Menemista!
- ¡Menemista un carajo! En mi casa hacían costillitas de cerdo a la riojana desde
mucho antes que supiera de la existencia de Menem. Y además nunca lo vi a
Menem promoviendo las costillitas, cosa que sí hace Kirchner con el cordero
patagónico.
- Y bueno, está bien, tiene que promover los productos de su región, como el
whisky.
- ¿Hay whisky en Santa Cruz?
- No, pero debería haberlo. ¿O para qué tienen el hielo?
135
- Asado no, costillitas no, fideos con tuco no, sushi no, cordero no –enumeró
Marcos fingiéndose enojado-, ya veo que terminamos comiendo un Big Mac…
¡La puta que los parió! Comamos un corderito y déjense de joder.
- Yo cordero no, -se mantuvo César para agregar entre risas- pero con gusto me
comería un pingüino.
- Hubo un proyecto para faenar pingüinos en Punta Tombo, parece que los
japoneses se los comen -informó David.
- Los ponjas comen cualquier cosa, no le hacen asco a nada, ballenas, víboras, son
como gauchos, todo bicho que camina va a parar al asador -agregó Fernando.
- Sí, y si ustedes en lugar de ser forros fueran japoneses ya sabríamos lo que
vamos a comer mañana -afirmó Marcos.
- Al final los ambientalistas pusieron el grito en el cielo y el proyecto de faenar
pingüinos quedó en la nada -completó David-, porque claro, como es un bicho
simpático…
- Simpático un carajo -dijo César- es un pájaro bobo, y ahora estoy caliente:
¡Quiero comer pingüino! Vayamos al zoológico y nos afanamos unos cuantos.
- Sería un acto de justicia. ¿Por qué el pingüino no y la vaca sí? -Preguntó Diego.
- ¿Y la vizcacha? ¿No merece protección la vizcacha? -Dijo Fernando.
- No la vizcacha no -acotó risueño David.- ¡Es riquísima en escabeche!
- ¡Ahí está! Es eso, comamos vizcacha -se prendió Fernando.
- Sí, seguro -dijo Marcos ya doblando el volante para girar en una esquina-, ahora
paro en un maxikiosko y compramos varios kilos… ¿Querés de alguna marca en
especial?
- No seas pelotudo Marcos –reclamó Femando-, yo sé donde venden.
- Che, ¿y los pingüinos cómo se comen? -Quiso saber Antonio.
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- Ni puta idea.
- Ante la duda parrilla -dijo César- todo bicho que camina va a parar a la parrilla.
- A mí me daría asco comer pingüino -aseguró Agustín.
- ¿Por?
- No sé, supongo qué deben tener gusto a telgopor o algo así.
- Habría que preguntarle a una orca -dijo Diego.
- No, si es como yo dije, -aseguró ya fastidiado Marcos- vamos a terminar
comiendo un Big Mac… ¡Hamburguesas en el país del lomito y el choripán!
¡Qué cagada!
Hicimos el primer show con el hambre crujiendo en las tripas, pues hablando de comida
habíamos despertado la voracidad de la bestia. Y en efecto se cumplió la profecía de
Marcos, en el camino al segundo show hicimos alto en un Mc Donald. Es como si lo
estuviera viendo ahora, el auto saliendo del automac y Marcos al volante insultándonos
con la boca llena porque todos los demás nos arrojábamos unos a otros las papas fritas;
cual niños que hacen de las suyas valiéndose de la menor distracción de sus mayores.
Luego las cosas se tranquilizaron, aunque los nervios impulsaban al vigoroso río
subterráneo que emergía de a ratos con fuerza de geiser.
Así, en el segundo show Antonio caminó sobre el público para darle de golpes a otro
farsante que pretendió pasar por Charly García. Lo habitual, lo que era nuestra rutina de
trabajo y hasta lo que añadíamos dejando volar la creatividad de cada momento, no era
más que eso que la gente esperaba siempre un paso adelante nuestro. Parecían conocer
de antemano cualquier improvisación; y en esa magia de pertenecer al fenómeno que
había tomado vida propia, nos maravillaba el calor del público que en gratificantes
137
momentos hasta cantaba para nosotros. Entre otros cánticos de aliento, similares en el
tono a los que las hinchadas de fútbol afinan en los estadios, recuerdo particularmente
aquel que decía: "¡Arriba Falcon Verde! / Esta la que baila es tu patota, / la que te sigue
siempre a todas partes, / la que te pone el hombro y el aguante, / ¡el aguante!". En el
escenario se sentía esa fuerza, ese aguante por el que dábamos todo en un festejo que
nos superaba. Con semejante emoción vibrando a nuestro alrededor perdimos cualquier
posibilidad de serenar a Antonio. El Vietnamita no dejó pasar show sin arremeter
furiosamente en su loca búsqueda de Charly García. "¡Viet-na-mita!, ¡Viet-na-mita!",
coreaba el público en cada oportunidad que el tecladista dejaba el escenario. Parecía
esos boxeadores que, estando groguis y sabiéndose derrotados, desesperadamente se
juegan el agónico resto en los segundos finales del último round. Sólo los integrantes de
la banda vivíamos con angustia toda incursión del Vietnamita al territorio de ese Charly
invisible. En sus regresos al escenario nos dolía percibir el tormento por ese destino de
heredero que se empeñaba en augurarse a sí mismo y que no se cumplía. No importa
qué planes había a futuro, sin ninguna duda existía sabor de despedida en esas
actuaciones, clima de fin de curso escolar, cierre de época, suerte de cachondeo por el
amigo que dice adiós a la soltería, un descontrol de fin de año. Tal vez por eso, porque
se sentía el fin de la etapa, comenzaron a proliferar los souvenires. Estaban las
camisetas en código, cantidad de ellas, que para cualquier no entendido en el tema
lograban pasar desapercibidas pues sólo tenían un gran óvalo verde dibujado en el
pecho. Suficiente para saber entre pares de qué iba la cosa. Otras, menos sutiles,
reproducían alguna imagen parcial del Falcon Verde, de preferencia los faros
delanteros. Las remeras más explícitas llevaban impresa en el pecho la trompa del
Falcon Verde sobre la inscripción "por aquí pasó", y a la espalda la parte trasera del
vehículo con la leyenda "y desapareció". Según me explicara en esas noches un
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muchacho que la llevaba puesta, el humor negro de esa camiseta estaba inspirado en
cierta propaganda televisiva de salchichas que se mantuvo algún tiempo en el aire, en la
que una suerte de investigador privado preguntaba por Superpancho y con todos los
consultados tenía diálogo cantado, algo como: "Por aquí pasó, se metió en un pancho
y... ¿Qué pasó? ¡Desapareció!" La humorada de cambiar implícitamente la palabra
“pancho” por “Falcon” no era la única que se mostraba en las camisetas, con el mismo
estilo siniestro algunos dibujaban el baúl cerrado mordiendo dedos que emergían desde
dentro. Otros lucían al cuello pañuelos camuflados en tono de verde con la silueta
legendaria y el nombre de la banda. También había quienes usaban auténticas
reproducciones a escalas del Falcon Verde, haciendo llaveros con los más pequeños, del
tamaño propio de los cochecitos de colección, y utilizando de pisapapeles o simples
adornos para estantes a otros modelos de mayor tamaño. Por noche dedicábamos buenos
ratos a firmar autógrafos en esos objetos.
Otra cosa que ocurría entre el público era la divulgación de chistes, que pasaban de boca
en boca mientras aguardaban el comienzo de las funciones. Proliferaban los chistes de
desaparecidos, demostrando una vez más que el humor no sabe de contenciones y
ratificando que drama más tiempo es igual a comedia.
Recuerdo el chiste de las momias, que decía más o menos así: Resulta que en 1976 los
peruanos encuentran tres momias, a las que sus arqueólogos investigan sin poder
averiguar nada. Interesado en saber de ellas, el gobierno peruano comienza a llevar las
momias a todos los grandes centros de investigación. Se recorre así todo el mundo sin
que ningún experto sea capaz de decir ni puta jota sobre ellas. Ya de última, tras casi
dos años peregrinando y por mera cortesía, cuando las momias iban de regreso hacen
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escala en Argentina pidiéndose colaboración al gobierno militar. Videla se hace cargo
de las momias y por seis meses nada se conoce de sus paraderos. Finalmente el
gobierno peruano reclama le devuelvan sus momias. Entonces Videla las devuelve y
acompaña tres gruesos biblioratos en los que se informa acerca de esas momias sus
completos datos de filiación, domicilios, los nombres de sus amigos, las actividades que
realizaban, en fin, información exhaustiva y precisa de la sociedad incaica en que
vivieron las tres. Sorprendido el Presidente peruano se comunica con Videla para
agradecerle esos estudios, trasmitiéndole sus felicitaciones para los arqueólogos que
lograron tal prodigio, entonces Videla responde: "No, no. Ningún arqueólogo. Yo se las
mandé a los muchachos, y aunque al principio no querían hablar, después hablaron…
¡Y no había forma de callarlas!".
Ahora, lo increíble que es el humor, que luego de las risas, -porque aunque alguno
pretendiera salvar las apariencias diciendo la acotación políticamente correcta, tipo:
"¡Qué espanto!", todos reían- para adosarle todavía más carcajadas le daban otra vuelta
a la tuerca argumentando a modo de remate: "y fue en pago a ese favor que Argentina
pudo hacerle seis goles al Perú durante el Mundial del 78".
También estaba el cuentito navideño, según el cual Papá Noel murió en la Navidad del
76, mal año para que un rojo barbado anduviera saltando por las azoteas procurando
infiltrarse en los hogares argentinos.
Luego estaban los clásicos chistes de lo que un desaparecido le dijo al otro, pero esos ya
los sabéis todos, y yo no estoy acá para contarles chistes ni tengo gracia para hacerlo.
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La expectativa creada por el recital al aire libre de NN y los del Falcon Verde supo
hacerse notar más allá de los lindes encriptados de la patota, establecidos en la
clandestinidad de los shows. Ningún secreto dura por siempre si cada vez son más los
que lo saben. Como el río que suena, así llamó la atención la afluencia a talleres
mecánicos de vehículos Ford Falcon que buscaban ser remozados. Dos mas dos son
cuatro y se hizo evidente que la vida subrepticia del costado ignorado se andaba
sublevando. La curiosidad dio cuerpo a las preguntas y el entusiasmo, naturalmente
contagioso, relajó las consignas de códigos herméticos que habían caracterizado los
comienzos. Tarde o temprano debía pasar que la existencia del grupo llegara al
conocimiento de personas indeseables. Eso se notaba en la seguridad de los shows,
cuando se impedía el acceso a sujetos con aires provocadores que no encajaban en el
perfil de nuestro público ni atinaban acertar la contraseña para ingresar. En uno de esos
últimos shows apareció un grupete con toda la intención de armar gresca, pero el mismo
entusiasmo que atrajo el peligro hizo que se multiplicara en número de los nuestros; así
es que, al verse en muy marcada inferioridad numérica, debieron huir después de llevar
la peor parte en el intercambio de ostias.
Casualidad o no, también por esos días se conoció el curioso proyecto de ley de un
Diputado Nacional que habiendo sido montonero en su juventud, de esos a los que
Perón echó de la Plaza de Mayo por estúpidos e imberbes, con el correr de los años se
dejó crecer la barba pretendiendo demostrar que ya no era estúpido…, si es que me
entendéis.
Resulta que el legislador, prendido al negocio de los derechos humanos y subido a la ola
de conceder indemnizaciones por cualquier cosa que pueda atribuírsele a la dictadura
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militar que gobernó el país del 76 al 83, imaginó que era necesario suprimir de la vista
pública aquellos objetos que, por ser susceptibles de verse en ellos recuerdos de la
oscura e ignominiosa noche del autoritarismo, podían implicar la reivindicación
simbólica del Proceso de Reorganización Nacional y/o de la represión ilegal,
provocando una afectación severa sobre la sensibilidad de aquellas personas alcanzadas
por el accionar del aparato represivo al traerles recuerdos de persecución y muerte. Por
eso sugería llevar adelante una serie de dislates y entre ellos, muy especialmente,
confiscar la totalidad los automóviles modelos Ford Falcon existentes en la República
Argentina para que sean compactados de modo de asegurar que no vuelva "su figura
sombría y monstruosa a ser causa de temor rodando en las calles, porque el fin de la
impunidad también le debe caer a los instrumentos de la barbarie". Al tomar
trascendencia pública aquel proyecto de ley ocurrieron dos cosas, por un lado algunos
legisladores dijeron que el disparate era eso, un disparate, y que por ende no
prosperaría, por otra parte el precio de los Falcon aumentó considerablemente.
Siempre ocurre en la Argentina que algunos hacen negocio comprando a cinco lo que el
Estado paga por veinte, entonces especulaban adquiriendo a precio de chatarra aquellos
autos que se caían a pedazos y con los que harían diferencia cuando el Gobierno, como
a tantas otras cosas, los pagara por buenos. Así hasta que por la ley de la oferta y la
demanda el precio trepó a las nubes. Esos especuladores, después de haber invertido su
dinero, no iban a dejar que el proyecto quedase en nada, meterían presión hasta lograr
que fuera ley. Supe por Marcos que los miembros del Club del Falcon Verde estaban
dispuestos a no entregar sus legendarios, que llegado el caso los denunciarían como
robados manteniéndolos ocultos fuera de la rapacidad económica de los especuladores y
de la voracidad revanchista del zurdaje encumbrado, porque al margen de gustarles el
142
auto como fierro en sí, consideraban a cada uno de ellos pequeños museos móviles de la
memoria, y al igual que los del otro lado no estaban ellos tampoco dispuestos a olvidar;
ni a perdonar.
- El kirchnerismo -me explicaba César- es un fraude en sí mismo, manteniendo la
misma anomia moral de los años de plomo se llena la boca reclamando verdad y
justicia mientras sus mentiras se amontonan. A ellos, que antes de ser derrotados
en la guerra fratricida presumieron de ser los más pesados de la cuadra, no les
basta con vestir la piel del cordero y al tergiversar los hechos llamarse “víctimas
del terrorismo de Estado” usufructuando el negocio de los derechos humanos.
Van por todo el pasado, por la completa mentira de un relato que se propone
borrar las ideas fundantes de la argentinidad. Necesitan un pueblo borrado, sin
memoria, amansado, incapaz de cualquier pensamiento crítico. Y lo triste del
asunto es que todo eso es para que en un capitalismo de amigos se llenen los
bolsillos. Igual que el mago, el arte está en el show, la distracción para que la
mano sea más rápida que la vista.
El Diputado en cuestión defendió su proyecto en un programa político, de esos que
abundan en las señales del cable. Nosotros vimos la repetición al otro día, mientras
merendábamos en una pausa de esos ensayos exigentes que imponía Antonio y de
los que ni yo me salvaba.
- ¿De qué carajo se ríe este pelotudo? -Protestó Marcos viendo en primer plano
esa sonrisa nerviosa que el Diputado no podía quitarse del rostro.
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- No se ríe, es una mueca, una especie de parálisis facial -dijo Carlos entre
despreocupado y didáctico, antes de volver a concentrarse mojando en su café
con leche exquisitas medialunas de grasa.
- A este no lo quieren ni los que dice defender, lo consideran poca cosa, un
derramador de tinta que pretende haber sido lo que nunca fue -afirmó César muy
serio.
Se imaginarán que a mí, nada. Lo que dijera ese tío cagatintas o cualquier otro sudaca
me tenía sin cuidado. Mi única preocupación, de momento, era paladear las medialunas
cuyo deleitoso almíbar no se aflojaba por hundirlas en el tazón sino que, por el
contrario, potenciaba su sabor.
- Pongan otra cosa, loco, déjense de joder con estos programas de mierda, antes
que un programa político prefiero ver cualquier documental sobre la crianza del
gusano corredor de la isla de Cracatonia -pidió Diego, bastante harto, antes de
entrarle a su merienda.
- No me rompas las pelotas -dijo Marcos sin dejar de mirar al Diputado como si
quisiera sacarlo de la pantalla por las solapas para cagarlo a trompadas- Este hijo
de puta me quiere confiscar el Falcon, me lo quiere robar. ¡Cómo si no hubiera
otras cosas de qué ocuparse!
- ¿El gusano de qué? -Preguntó Agustín a punto de reírse.
- El gusano corredor de la isla de Cracatonia, es gordo como un pulgar y se come,
sabe a camarón.
- ¿En serio?
- En serio, es tan serio como el payaso ese ahí en la tele.
144
Los dos empezaron a reírse ignorando los chistidos de Marcos. La verdad es que yo
podía creerme eso del gusano corredor de Cracatonia, pero las medialunas estaban
tan buenas que seguía engullendo sin posibilidad de distraerme.
- Estos tipos me sacan de quicio -dijo Marcos aludiendo al diputado en el
televisor, y dirigiéndose a César cuestionó- ¿Cuánto se van a gastar en esta
pelotudez? ¿Y de dónde van a sacar la plata? ¿Del presupuesto del Hospital de
Niños?
- Es el viejo cuento de los derechos humanos -respondió César-, que no es otra
cosa que un artilugio para saquear las arcas del Estado. ¿Vos lo viste a este tipo,
o a cualquiera de las organizaciones de derechos humanos, levantar la voz
cuando un delincuente común tortura y mata a uno cualquiera de nosotros para
robarle 20 pesos? No. ¿Y sabes por qué no? Porque ahí no consiguen plata. Lo
único que les importa es demandar al Estado, y como ellos mismos están
enquistados en la estructura estatal es como que atienden los dos lados del
mostrador. Plata es lo único que los motiva, no importa cuantos disfraces le
pongan, toda su supuesta ideología se reduce a eso, un puñado de billetes.
- Si fuera sólo un puñado… -Acotó Marcos.
- Tenés razón, son varias carretillas. En cualquier caso, a estos tipos los
delincuentes y los terroristas les resultan funcionales, porque siempre que el
Estado reprima van a encontrar algo que objetar, algún pelo en el huevo,
cualquier cosa que sirva para indemnizar al pobre violento producto de la
injusticia social.
145
- Loco, esto está cada vez peor, ayer otra vez, mataron a un pibe para robarle las
zapatillas, además a dos pobres viejos se les metieron en la casa con el cuento
del tío los y los re-cagaron a trompadas para sacarles la plata de la jubilación.
- Pasa todos los días. Pero estos tipos creen que los derechos y garantías de la
Constitución son un escudo para los que hacen cagadas. Les funciona el kiosco
si del mismo modo que los psicólogos le echan el fardo a los padres ellos pueden
cargar de culpas a la sociedad.
- Pasará todos los días pero no me acostumbro, ni me quiero acostumbrar…
¡Matar por un par de zapatillas! ¿Pero cuánta mierda tenés que tener en la cabeza
para matar por eso?
- Si querés entender lo que está pasando tenés que leer el libro de Enzensberger
"Perspectivas de Guerra Civil", las cosas se ven con mayor claridad después de
leerlo, aunque no creo que el chabón haya pensado en Argentina cuando lo
escribió.
- Lo malo es que hasta el perro más manso se sacude las pulgas, y la próxima vez
que acá el perro se sacuda las pulgas, yo no sé lo que puede pasar.
- Puede pasar cualquier cosa, pero no creo que vaya a pasar nada. En la Argentina
cualquier cosa es posible, pero siempre es más cómodo no hacer nada. No
aprendemos, somos un país que no aprende, basta escuchar a este tipo para darse
cuenta que no aprendió nada. No se puede avanzar sin mirar para adelante, si
caminas mirando para atrás te vas a tropezar siempre. Escuchen -dijo con un
nuevo brillo en los ojos-, ahora está hablando de esto mismo, de la inseguridad
por los robos y los secuestros. Ninguno de nosotros pudo ver ayer este
programa, así que no sabemos lo que dijo: ¡Apuesto que antes de cinco minutos
le echa la culpa al Proceso!
146
- Diez pesos a que no -se jugó Diego.
- Corre el reloj -avisó Agustín pulsando el cronómetro del water resistence en su
muñeca.
- Le va a echar la culpa a los militares, pero después de los cinco minutos apuntó
Marcos.
- Oigan chavales -dije yo, asombrado por el tenor de la apuesta-, pero no deliren,
si hace eso que ustedes dicen, sería como decir en España que los carteristas
existen por culpa de Franco.
- ¿Y qué duda te cabe? -enfatizó Fernando riendo- diez pesos a que lo dice.
- Antes que pasen cinco minutos, Gallego -insistió César.
- ¡Pero vamos hombre!, si aquí los militares no gobiernan desde hace veinte
años...
- ¿Apostás o no, Rafi? -Me apuró César.
- Apuesto, pero esto no tiene mérito, diez pesos que sumo para no dejar pasar por
alto la oportunidad de ganar dinero fácil.
Aposté, y al momento, ¡me cago en ese comemierdas!, el muy pelmazo pone gesto de
esclarecido y así como si estuviera alcanzado por las luces de la historia vomita su
discurso prefabricado para cualquier ocasión en la que no sabe que puta jota decir. La
pregunta del periodista fue de estilo: "Dígame Diputado, ¿cómo se soluciona este
problema?", y el estúpido ahora barbado, al que le tiembla en la cara esa sonrisa
nerviosa, bien de gilipollas, arremete por el atajo de vuelta a los setenta diciendo que
"antes que pensar en las soluciones, hay que pensar en las causas, y la causa profunda
de la actual descomposición social está en las políticas implementadas a partir de 1976
por la ignominiosa dictadura militar de Videla, Massera y compañía, que sembró la
147
impunidad en la República Argentina como plafón indispensable para aplicar las
políticas económicas de Martínez de Hoz, que es lo que nos arrastró hasta el hondo bajo
fondo en el cual nos encontramos sumergidos hoy. Porque acá desapareció toda una
generación que estaba determinada a transformar el país y ese vacío, que dejaron los
30.000 compañeros masacrados, sin duda que significó un retroceso abismal en la
búsqueda de esa calidad institucional que hoy lamentamos no tener".
- ¡Já! ¡Ganó la banca! -Gritó César celebrando su cumplido pronóstico al tiempo
que chocaba una palma con Fernando.
- Siempre dicen lo mismo -concluyó Marcos pagando su deuda-, aunque no pensé
que lo iba a escupir tan rápido, -y sonriendo añadió- creí que demoraría dos o
tres minutos más.
- Después te pago -prometió Diego encogiéndose de hombros.
- Toma -dije oblando mi apuesta.
- Lo peor -abundó Fernando- es que dentro de diez años, o dentro de veinte, o
dentro de treinta, van a seguir usando el mismo libreto.
- Yo no sé si habrá país dentro de diez años, al paso que vamos... -dijo un sombrío
Agustín.
- No, país va a haber, pero va a seguir siendo la misma mierda que ahora
-pronosticó Fernando-, aunque un poco peor.
- Ayer hablé con mi hermano -contó Agustín mirando fijamente su mano amasar
migas de pan que había juntado de la mesa-, se va nomás.
- ¿No pudieron convencerlo? -Preguntó Marcos.
148
- No. Está la familia hecha mierda, y él también. No es fácil levantar todo e irse.
Se me puso a llorar por teléfono, y yo sé que va a extrañar un montón. Pero es
una decisión tomada y no hay vuelta atrás posible.
- ¿A Estados Unidos? -Quiso saber César.
- No, se podía ir para allá porque le ofrecieron laburo y no iba a tener historia con
el tema de los papeles, o sea que entraba por la puerta y no por la vía mexicana
de los coyotes de Juárez, pero es como yo, no le gustan los gringos. Se iba a ir
igual si no salía otra cosa, que sé yo, te adaptás. Como no era lo que quería
siguió averiguando, así dio con un compañero que se recibió con él y le ofreció
irse a España, es menos plata, pero por lo menos tenés el mismo idioma y la
gente es más parecida. Para mis viejos sigue siendo un drama.
- ¿Tu hermano se va a España? -Pregunté sorprendido.
- Sí.
- ¡Oye! ¡Pero qué suerte tiene!
Dije lo que me surgió. Alegremente y sin ninguna mala intención me fui de boca. Por
sus miradas cayendo sobre mí, por el súbito silencio y los puños apretados de Agustín,
comprendí que había metido la pata. De repente más que entre amigos me vi entre
sudacas resentidos. Abrí los ojos de par en par y pasé revista por sus caras serias
encontrando una peligrosa perplejidad. En verdad el momento se había puesto feo sin
que nadie lo quisiera, muy feo en verdad. Yo me sentí mal pues caí en la cuenta que les
dolía profundamente la decadencia de la Argentina, y mi comentario resultó hiriente.
¡Joder! Desde luego que lo que pasa con la Argentina es toda culpa de los argentinos,
pero aún así no era ninguna suerte que el hermano de Agustín debiera partir a mi tierra
para forjar su futuro. Eso lo comprendía, nomás me alegré porque yo mismo quería
149
volver a España. Estaba a punto de disculparme comenzando a decir palabras incluso
antes de pensarlas, o sea, listo a enredarme con una de esas explicaciones que nunca
terminan en buen puerto. Afortunadamente, para evitarme el mal trago, llegaron en mi
auxilio las gracias de Diego.
150
EL EMPERADOR DE LA PATAGONIA, ANTÁRTIDA, MARES AUSTRALES
Y TERRITORIOS A COLONIZAR DE LA LUNA
- Rafi -me dijo Diego-, si en vez de gaita fueras inglés ya estarías muerto por
decir lo que dijiste.
- Yo no... Vamos chavales, que se escuchó peor de lo que quise decir...
- No sé si es una suerte -expuso Agustín casi pensando en voz alta-, pero ojalá que
las cosas le vayan bien y pueda hacer lo que acá no puede. ¡La puta madre! No
tendría que ser así...
- No importa Gallego -me siguió diciendo Diego- yo te absuelvo de esa falta de
tacto en mi carácter de futuro Emperador de la Patagonia, Antártida, Mares
Australes con sus archipiélagos y Territorios a Colonizar de la Luna. Pero, como
todos mis súbditos deben saberlo, no aceptaré de tu parte nuevas faltas de tacto,
la próxima vez que incurras en falta semejante te caerá el castigo
correspondiente al ejercicio ilegal de la proctología.
Diego bromeaba dejando libre su histrionismo al ponerse de pie con la pose majestuosa
de un auténtico Rey. Liberaba esa facilidad nata de los actores de cuna, aquellos que sin
vestuario ni maquillaje, a fuerza del solo gesto y dominio corporal, asumen cualquier rol
con absoluta convicción. ¡Vamos!, que de haber estado a su lado, mi muy buen Rey
Don Juan Carlos hubiera pasado por un conde de cuarta, y ni hablar del esperpento ese
que algún día quizás se calce la corona de Inglaterra, aunque claro que no son
comparables, porque, no es que yo sea español, pero Don Juan Carlos es un Señor,
mientras que el otro es un bufonazo de fuste y argumento contra la monarquía en
cualquier parte del mundo. Como sea, compenetrado en su personaje Diego trepó a la
151
mesa cual si desde aquella posición elevada pudiera divisar la infinita extensión de sus
pretendidos dominios. La evidente intención era levantar el ánimo de Agustín. Fernando
lo comprendió de inmediato y le siguió el juego entusiastamente:
- ¡Sí! Su majestad, Sudamérica necesita una monarquía.
- Lo sé mi fiel súbdito, hoy toda mi fortaleza es la lealtad de mis vasallos, que son
pocos, es verdad, la mayoría internados en algún que otro neuropsiquiátrico,
pero el resto, que en realidad es un resto porque no suman ni equivocados, el
resto es lo que hay. ¡Qué se le va a hacer!
- ¡Venceremos su majestad!
- Empresas más chicas se han iniciado con más de lo que tenemos, y empresas
más grandes no se han intentado.
- ¡Brillante su majestad!
- Anótalo en el libro de las frases célebres.
- Sí, su majestad.
- Rápido antes que lo olvides...
- ¿Qué cosa su majestad?
- No importa, ya habrá tiempo de contar la historia, ahora es cuando la
protagonizaremos.
- ¡Díganos su plan majestad!
- ¡El plan! ¡El plan! ¡El plan! -Comenzaron a gritar todos los demás golpeando
palmas contra la mesa, haciéndome notar que no era la primera vez que ponían
aquel acto en escena, por lo que yo también me sumé al coro clamando- ¡El
plan! ¡El plan! ¡El plan!
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- ¡Escuchad! -Ordenó acompañando la voz con el imperativo gesto de su diestra
dibujándose en el aire- Ocurrió una noche que el designio de la historia se hizo
estrella iluminando el camino de mis pasos por el valle de los sueños. Ascendía
la empinada cuesta sintiendo en mis piernas el esfuerzo, respirando el aire gélido
y sabiendo que nada es casualidad. Me pregunté qué secreto habría de revelarme
aquel misterioso halo de luz, y entonces, atravesando los portales de la duda,
justo allí donde el frío se confunde con la distancia, en medio de eternas nieves
apareció ante mí un austero trono de piedra. Sentado en él aguardaba, con sus
modestas ropas y el severo semblante de la nobleza reluciendo en sus facciones,
el fantasma de quien fuera en vida Don Orélie Antoine de Tounéns, mejor
conocido como Orelio Antonio I, Rey de Araucania y Patagonia.
- ¡Oooooh! -Exclamó demostrando sorpresa y admiración Fernando, quien de
inmediato y agitando sus manos nos exigió igual comportamiento- ¡Ustedes!
¡Conmuévanse bastardos!
- ¡Oooooooh! -Coreamos con ademanes de exageración siguiéndole la corriente.
- El Rey Orelio I -prosiguió Diego-, me examinó durante unos segundos, al cabo,
demostrando ser dueño de una inmensa sabiduría, sentenció que yo era el que
estaba esperando, y me dijo: "Aguardo tu llegada desde el penoso año de 1878”.
Diego hablaba asumiendo la personalidad del Rey de la Patagonia, casi a modo de
médium espiritista pronunciaba cada palabra con marcado afranchutamiento:
- “Ese fue el año en el que mi alma trascendió al cuerpo para mantener viva la
esperanza de mi pueblo. El tiempo ha pasado lentamente, y al fin, tú, estás aquí.
Percibo en tu rostro la dignidad de mi estirpe y comprendo que la espera no ha
153
sido en vano. Mi obra inconclusa será realizada, has de ser aquel cuya memoria
honren las futuras generaciones al pronunciar con orgullo tu nombre ¡Diego I, El
Continuador!". Escuché al Rey Orelio I con la serenidad de mi real carácter,
pues siempre supe que, aunque plebeyos mis padres, era mi sangre azul por
derecho divino, así es que asumiendo el compromiso con la causa del Rey de la
Patagonia, dije mi nuevo nombre mirándole a los ojos: Diego I, El Continuador,
Rey de Araucania y Patagonia.
- ¡Viva el Rey!
- ¡Viva!
- No. No se apresuren mis leales vasallos, pues en su afán de complacerme corren
riesgo de ofenderme. Alzando su mano el Rey Orelio I me hizo callar,
explicándome que: "Diego I El Continuador, no serás Rey sino Emperador de la
Patagonia, Antártida, Mares Australes con sus archipiélagos y Territorios a
Colonizar de la Luna”.
- ¡Viva el Emperador!
- ¡Viva!
- Y lejos de intimidarme por la envergadura del desafío acepté con gallardía la
imperial responsabilidad.
- ¡Valiente, mi Emperador!
- Antes de abandonar el valle de los sueños, el Rey Orelio I me advirtió sobre las
espinas en el tallo de la rosa: "Me han llamado loco, demente, excéntrico
aventurero, soberano orate de un reino de fantasía, y ninguna ofensa ha sido
mayor que esa de llamar a mis dominios 'reino de fantasía', prepárate, pues las
mismas agraviantes expresiones escucharás de boca de los necios antes de
materializar tu Imperio. ¡Más no temas, ni te amedrentes! Los mismos hombres
154
que te ataquen serán los impulsores de tus logros, ya que mi herencia no es sólo
una corona de hielo, es un plan; un plan que he meditado, corregido y repasado
por más de cien años".
- ¡El plan! ¡El plan! ¡El plan!
- Sí, mis leales vasallos, el Rey Orelio I me legó una visión estratégica y un plan.
Lo primero que haré será proclamar a los cuatro vientos que soy el legítimo
sucesor del Rey Orelio I, anunciando al mundo que se levanta a la faz de la tierra
un nuevo y magnífico imperio.
- ¡Brillante, majestad!
- No les parecerá brillante a ninguno de los escépticos que han de tomarme por
loco, y por eso mismo no advertirán que, al mofarse de mis aspiraciones
imperiales, estarán dando el primer paso que me conduzca al trono y la posesión
de mis dominios. Sus burlas extenderán mi fama, aún sin proponérselo
terminarán debatiendo las posibilidades de un imperio bajo mi mando, y cuando
las bromas se vuelvan insoportablemente hirientes, en el preciso instante en que
crean estar pisoteándome, justo entonces, haré mi segundo movimiento: emitiré
moneda.
- ¡Soberbio, majestad! -Continuaba adulándole Fernando.
- La unidad monetaria del imperio, en esta tierra acostumbrada a una corrupción
que cuando moderada imponía sobornos del diez por ciento, será el Dieguez.
- ¡Dieguez! Dieguez suena bien, majestad.
- A todos se nos hace familiar, su alteza imperial.
- Mi bello rostro estará en cada billete y en cada moneda, por supuesto han de
reírse, pero el mismo juego que les proporciona las risas, les llevará a querer
tener alguno de esos billetes o monedas. Por burlarme me pondrán a la moda, y
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como he de ser prudente en la cantidad de dieguez emitidos, pronto el Dieguez
cotizará por encima del peso.
- ¡Genial, majestad! ¡Genio y figura de la cuna a la sepultura!
- El dinero fuerte es mejor que los cañones. Y si doro correctamente la píldora que
quieren tragar, quedarán a mi merced sin chance de escapar. Cuando todos
quieran tener dieguez, los economistas del Gobierno advertirán la seriedad de
mis propósitos, declararán al Dieguez instrumento ilegal, y entonces, más que
nunca, querrá el vulgo y la burguesía atesorar la moneda imperial para ahorrar
en dieguez. En mi tercera movida, emitiré lo suficiente para desatar una crisis
financiera que ponga al Banco Central en apuros. Ellos solos harán que la crisis
se agrave y será ese el momento de alentar ideas de secesión.
- ¡Maquiavélico, majestad!
- La crisis financiera desatará los nudos de otros conflictos, será el caos, con toda
la izquierda en la calle alentando ideas de revolución, rompiendo cuanto puedan
romper, hasta que la anarquía se torne insoportable. Cuando peor mejor, han de
decir los zurdos destrozando lo que encuentren a su paso, pero voces sensatas
harán hacer notar que existe un Emperador sin trono, con moneda fuerte y
capacidad de imponer orden y progreso por la razón antes que la fuerza, pero sin
desdeñar alguno que otro garrotazo. Los patagónicos, en especial los nacidos y
criados, traicionados por los suyos desde el gobierno, dirán, por saberlo, que no
importa quien Gobierne en Buenos Aires porque cualquiera que entra a la Casa
Rosada no mira más allá de la General Paz, así surgirá nuevamente el Reino de
la Patagonia como respuesta a la deficiencia del sistema.
- ¡Estaremos a tu lado, majestad!
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- Estarán donde yo les diga que deben estar; y sumida en su propia impotencia la
República no se atreverá a desafiar al nuevo Estado: mi Imperio. Argentina, más
temprano que tarde volverá a partirse en muchos pedazos, y uno a uno los
iremos reconquistando, hasta que todos vuelvan a estar unificados bajo mi
mando.
- ¡Que visión tan poderosa, mi Emperador!
- Luego será el tiempo de la expansión, capturaremos Chile y cubiertas las
espaldas recuperaremos los archipiélagos australes, poblaremos la Antártida y
nos lanzaremos a la colonización de la Luna.
- ¡Brillante Majestad! Soberbio, visionario y audaz. ¡Viva Diego I El
Continuador!
- ¡Viva!
- Gracias mis leales adulones. Pero ahora todavía no es cuando, otros asuntos más
urgentes requieren mi tiempo.
- ¿Y qué asuntos son esos, majestad?
- ¡Ir al baño!
Nuestro Emperador saltó por encima de mi cabeza y aterrizando con gracia se dirigió,
en veloz carrera, a entronizar sus reales aunque flacas posaderas sobre el sitial sagrado
de las igualdades humanas. Sus delirios fueron festejados con risas y comentarios
jocosos. Las humoradas finalizaron cuando Antonio dijo:
- Sí, muy gracioso el personaje de su majestad Diego I, pero la atemorizante
verdad es que estamos en Argentina, país impredecible…
- ¿Monarquía en la Argentina? Imposible -afirmó Carlos.
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- ¿Qué no? Carlos, esto viene tan desbarajustado que ese que está cagando puede
terminar sentado en el Sillón de Rivadavia con una corona en la cabeza –insistió
Diego.
- Tampoco es para tanto, yo no sé cómo mierda se arregla esto, pero una
monarquía es imposible, no va con nuestra forma de ser.
- Bueno, si el gobierno va a ser por nuestra idiosincrasia, lo mejor es no tener
gobierno -dijo Agustín- y asumir que la única ley es la ley del gallinero, donde
el que está arriba caga al que está abajo.
- Eso es otra boludez, porque no somos así -dijo Femando con fastidio- la
solidaridad...
- ¡No me vengas con ese cuento de la solidaridad! -Interrumpió Agustín- Acá la
solidaridad es un lavado de conciencia que se hace con cada inundación grande;
en el día a día, en las cosas cotidianas este es un país de cagadores donde a nadie
le importa un carajo del otro.
- ¡No es así! No es así -se mantuvo Fernando-, el problema de nuestro país es la
falta de organización, en donde se organice un poco...
- Desde 1810 que esto no se organiza, Negro -volvió a interrumpir Agustín- ¿Y
por qué te crees que no se organiza? Porque acá a todo el mundo le importa un
carajo.
- Si fuera como vos decís hubiéramos dejado de ser un país hace mucho tiempo,
pero seguimos siendo un país, desbolados y en la lona, sí, pero seguimos siendo.
- Que dure es tan irracional como su propia existencia. ¿Sabes por qué? Porque
Argentina es un amor enfermizo, y los amores enfermizos no llegan a ningún
lado, pueden dar algún que otro momento de gozo, pero lo único constante es el
dolor.
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- Che, Agustín: ¿Estás hablando del país o de David y La Rusa? -Preguntó Carlos
para las risas de todos.
Un chiste siguió a otro, por una suerte de acuerdo tácito se esforzaban en evitar volver a
las cuestiones de fondo que habían empezado a discutir. Sin embargo la espina estaba
incrustada tan dolorosamente bajo piel que todas las vueltas de sus humoradas
terminaban por colocar la charla al filo cortante del futuro argentino. Yo callaba; desde
luego, mi condición de extranjero me obligaba a mantener un respetuoso bajo perfil,
incluso ante sus bromas procuraba sonreír en lugar de reír. Extrañamente, otro que se
mantenía en silencio era César. Y no era sólo el silencio, sino esa expresión
indescifrable en el rostro, en la mirada, en sus ojos de líder. Quise saber qué es lo que
esos ojos avizoraban en el horizonte.
- César, ¿tú qué piensas de todo esto?
Seguro no esperaba mi pregunta, aunque quizás la deseaba de modo inconsciente.
Apenas alzó una ceja, y bastó ese gesto tan elemental, un reflejo nervioso, para llenar el
ambiente de tensa expectativa. Quedaba en claro que hasta allí llegaban las bromas.
Todos queríamos escucharle, pero lo significativo, lo importante, es que César mismo
quería escucharse. Iba a pensar en voz alta esas cosas que, al menos frente a quienes le
acompañábamos, venía murmurándose mentalmente.
- Los delirios del Emperador son sueños de grandeza que nuestro país ya no
sueña. Y es una pena, porque de toda esa visión imperial de nuestro Diego I, lo
único que se me hace cierto es el futuro de fragmentación. Alguna vez creí,
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pensé y sentí, que la Patria Argentina formaba una sola e indivisible unidad
territorial, hasta me molestaba la idea de las provincias como divisiones políticas
del país. Una sola Argentina, esa era la meta a seguir, y cualquier secesionista
me parecía un traidor, pero ya no creo, no siento, ni pienso de esa manera. La
Argentina fue un bello sueño y hoy es una pesadilla. Todo el mundo acá está tan
equivocado que todos creen tener razón, y se escuchan disparates que hacen
imposible cualquier discusión fructífera. Cuando no hay coincidencia respecto al
pasado, ni al presente, no tiene sentido buscarlas en el futuro, sencillamente no
quedan ganas de seguir juntos.
Hizo silencio mirando algún punto en la mesa. Vacilante entre permanecer mudo o
seguir hablando, César prolongaba la pausa dándole al momento clima de confesión.
- Ustedes son mis amigos, pero no saben todo de mí. En lo peor de la crisis estuve
a punto de irme del país. Pude haberme ido, y al final no lo hice. Yo no quiero
ser extranjero, yo quiero vivir en mí país. El problema y el peligro es que soy un
patriota desencantado, sé que éste ya no será jamás mi país. Un día muy cercano
voy a cantar el Himno por última vez, y no volveré a decirme argentino por el
resto de mi vida.
Sus palabras sonaban amenazantes, presagio de alguna quijotada, y venían con tan
sincera seguridad que me ponía los pelos de punta. Aquello del patriota desencantado
parecía un grito desesperado, pero dicho con tal aplomo que esa convicción al mismo
tiempo de dolorida serena me provocó miedo. Palabras eran de las que no vienen solas,
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escondían algo. Y algo que se moría por contarnos, o peor aún, algo que se moría por
ejecutar.
- Todo se discute y nada se termina haciendo. Ven fantasmas de autoritarismo
arcaico en cada cuestión a la que se intenta poner orden, y se dejan corromper
por nuevas formas de autoritarismo, así es como esto es una joda intrascendente
que no tiene fin. Entonces a uno le empieza a trabajar la cabeza, y como no me
quiero ir pero me voy dando cuenta que ya se tornó inviable, lo mejor es agarrar
un poco de tierra y ponerle encima, para defenderla con uñas y dientes, todos
esos ideales que nadie recuerda: libertad, igualdad y fraternidad; hacer de un
pedacito de la Argentina una Argentina auténtica donde decirse patriota tenga
sentido. No. Ya no creo que la secesión sea traición. Acá el mal ya ganó, se
camina por la calle aceptando que es normal ver mil y una formas de mendigar.
A nadie le inquieta que haya miles reducidos a condición de subhumanos
hurgando en cuclillas entre los desperdicios, igual que monos desplazados de la
selva, despanzurrando bolsas de basura en busca de algo comestible que les sirva
de sustento. Ni se inmutan cuando pasan chiquitos con la nariz metida en una
bolsa de pegamento. No. El país que soñaron todos esos tipos que son nombres
de calles y pueblos, ese país, está muerto. Y no hay forma de poder resucitarlo.
La pobreza contiene esperanzas que la miseria ni contempla, y un país donde
hay miseria es un país miserable. Cuando la miseria se vuelve parte del paisaje
cotidiano todos nos envilecemos, nos volvemos cangrejos en la olla y de la olla
no se sale aunque trepes hundiendo a todos tus congéneres.
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En los ojos de César y sin caer asomaban lágrimas, profundas lágrimas, de la clase que
destila el alma. Con los labios temblando apretó los párpados lanzando un chistido de
molestia al girar pudorosamente la cabeza. Así ladeado, manteniendo parcialmente
oculto el rostro, alzó la palma de la diestra pidiendo tiempo y en seguida, ya
recomponiéndose, dijo:
- Perdonen. No quería ponerme así.
Me sentí arrojado al fondo de un profundo pozo, escuchando el silencio más desolador
que puedan imaginar. Se prolongó el mutis sin que a nadie se le ocurriera palabra que
decir, y en las caras de mis compañeros afloraba una soledad árida que... ¿Qué decirles?
Pues nada podría decirles. ¡Coño! Vaya momento feo que fue ese. Parecía la eternidad,
la muerte de los relojes o la agonía del coma. Así hasta que Antonio se levantó de su
silla con suavidad de modales que ni una niña, y en tono de película trágica, cual si
fuera el héroe que se yergue sobre los escombros para iniciar el milagro de la
reconstrucción, casi figurándose estampa bíblica de Arcángel, decir las únicas palabras
que podían decirse.
- Todos a ensayar.
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NADA DUELE
Uno tras otros fuimos yendo a la sala con pasos extraños. César entró de último.
Estuvieron largo rato improvisando, mejor dicho, exorcizando los malos espíritus. Allí
terminó de definirse la canción que titularon "Nada duele", la cantaba César mientras
creaba la letra y después Agustín para precisar los tonos.
¿Cuánto dolor es capaz de aguantar
este mundo y vos y yo?
Me lo pregunto una y otra vez.
¿Cuánto dolor soy capaz de ignorar?
¿O es que no tengo nada bajo la piel?
¿Serás capaz de mirar?
Abrir los ojos y ver
que hay nuevos horrores
muchos más que ayer.
¿Cuánto dolor, antes de explotar
este mundo y vos y yo?
¡No quiero acostumbrarme!
Y me empieza a molestar
el que todo sea igual,
porque aquello que yo soñé
no me resigno a que no será
ni puedo quedarme en esperar
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no tengo huevos para empollar
¡Hay que jugársela de una vez!
Crucemos la llanura,
la crispada llanura,
no son molinos de viento
contra lo que hemos de arremeter.
La lucha ha de ser bien dura
sin tiempo para los lamentos.
¡Todo por ganar y nada por perder!
Crucemos la llanura
la crispada llanura
no son molinos de viento
contra lo que hemos de arremeter:
¡Todo por ganar y nada por perder!
- Me gusta, pero no termino de entender eso de "crucemos la llanura, la crispada
llanura" –dijo Fernando.
- Es en sentido figurado -respondió César.
- ¿Qué significa? -Preguntó Fernando.
- Cruzar la llanura crispada es salir de la chatura ¿no cierto? -Especuló Diego.
- Sí, algo así -respondió César enigmático.
Sabríamos luego, bastante más tarde, el verdadero sentido de aquella frase. Claro, digo,
vosotros ahora, que ya conocéis el final de la historia, pensaréis que debí haber notado
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otras señales. Pues no, si las hubo no las registré. Por supuesto que visto desde el final
es más fácil explicarlo, pero en medio de las cosas… ¡Vamos! Las cosas se veían de
otra manera.
El último show bajo techo nos encontró extenuados. Esa noche había sido un verdadero
raid contra reloj, en cada presentación pesaba el cansancio acumulado pero, por
increíble que parezca, en lugar de andar dando palos de ciego las cosas salían perfectas
hasta en los más mínimos detalles. Sentía que las ojeras le pesaban a mi cara, sin
embargo bastó subir el auto al escenario y escuchar rugir al motor del Legendario que
cuando sus puertas se abrieron, fue lo mismo que haber renacido para morir esa noche.
Estábamos frescos, alegres y dispuestos a dejar la vida. Es que al ser el último show nos
sentíamos liberados, capaces de soltar toda la energía sin guardarnos reserva ninguna.
¡Que nos juntaran luego con las cucharitas del postre! Había el doble de gente fuera,
coreando nuestras canciones en la calle, que dentro del lugar. ¡Válgame Dios! Aquella
caravana de Falcon que nos había ido siguiendo de show en show no paraba de crecer.
Todos querían estar ahí, en ese galpón abandonado del ferrocarril, y entonces, ante
semejante muestra de devoción, recibiendo el flujo mágico de ese fervor, ¿cómo no
íbamos a sentirnos plenos de euforia? Ninguna canción quedó fuera del programa. Me
percaté del crecimiento interpretativo de los muchachos al verlos gesticular y
desplazarse por el escenario. Sus movimientos habían adquirido tanta teatralidad que
llenaban la vista con todos los clichés de las bandas de rock, y lo hacían a su estilo, con
personalidad. Desde luego Antonio hizo su salto al público en la enfermiza búsqueda de
Charly, lo que fue celebrado por todos menos, claro, los demás integrantes de la banda
que notábamos el dolor y la decepción que esmerilaba sus ojos al volver al escenario
flotando sobre las manos de los fanáticos. Tal vez allí amagamos caer en la
165
consternación, porque en ese regreso en particular del Vietnamita, tras pararse sobre las
tablas, cabizbajo, el pecho hundido entre los hombros, los brazos inertes a los costados
y las rodillas un tanto flexionadas, nos dio por creer que allí colapsaría, que finalmente
el agobio por ese destino que procuraba alcanzar vanamente lo iba a liquidar. Y no,
mientras la multitud gritaba: "¡Viet-na-mita! ¡Viet-na-mita!" enderezó sus pasos al
piano y sencillamente siguió tocando. No sólo eso, sino que a partir de ese punto el
show comenzó a vibrar con intensidad sobrenatural, si cada presentación resultó
inolvidable, créanme, ésta en particular fue por lejos la más ardiente. Las luces haciendo
brillar el sudor, la forma en que la banda se agigantaba al calor del público con su marea
rítmica cantando aquello de:"¡Larga vida al Falcon Verde, / las leyendas nunca
mueren!" ¡Mi Dios! ¡Era glorioso! Ya cerca del final, seguramente otra de esas señales
que no vi Agustín cantó, acompañado por César, "Arriba los ángeles caídos".
166
ARRIBA LOS ANGELES CAÍDOS
Las promesas de la mañana
agonizan por la tarde
y se mueren cada noche.
Siempre empieza así.
Hasta que ya no hay mañana
ni quedan promesas,
entonces se espesa la sangre,
los ángeles pliegan las alas
y caen, donde las serpientes
arrancan sus almas.
La salida del infierno
no será un lindo sendero
hasta un arco hecho de rosas.
La salida del infierno
es andar sobre los miedos,
dejar uñas en las piedras,
hacer puertas en los muros
y no tener más consuelo
que el sentirse con vida, todavía.
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Puedes quedarte adorando al diablo,
combustiendo al fuego que todo lo quema.
Puedes lamer las brasas calientes,
puedes jurarle que serás obediente,
combustiendo al fuego que todo lo quema.
Puedes comprar un poco de su piedad,
después de arrastrarte y suplicar,
combustiendo al fuego que todo lo quema.
¿Pero eso es realmente lo que vos querés?
¿Un esclavo es realmente lo que sos?
¡No!
Vos sabes que no.
¡No!
. Vos sabes que no.
¡No!
Vos sabes que no.
Ya no seremos ángeles ni demonios,
sólo hombres y mujeres con los pies en la tierra.
Con una bandera y unas cuentas ideas
que defender con valores en la paz o en la guerra.
Arriba los ángeles caídos.
¡Con la cabeza bien alta!
168
Que no estamos vencidos,
ya es tiempo de marchar
No será fácil, yo lo sé.
No será fácil, vos sabés.
Pero llevamos en nuestros genes
ese grito, de ¡Libertad!
Esta canción estaba anunciando nítidamente de qué iba la cosa, pero uno interpretaba
que era cierta especie de llamado a bajarse del ego de los argentinos, ese al que se suben
para saltar cuando quieren suicidarse, pues ya sabéis que el mejor negocio que puede
hacerse es comprar un argentino por lo que realmente vale y lograr venderlo por lo que
dice que vale. A mí se me ocurría que "Arriba los ángeles caídos'', era eso, un llamado a
la cordura, a reconocer la realidad argentina y poner los pies en la tierra. Nunca lo
entendí de otra manera.
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LOS OJOS DE MI AMIGO
Después del final llegaron los bises. La banda estaba esa noche para entregar el alma, y
la yapa -como le dicen- fueron tres temas lentos. Agustín se hizo de una guitarra para
cantar "Los ojos de mi amigo", justo cuando David y la Rusa discutían al costado del
escenario. La Rusa pedía perdón aunque David se mantenía firme en no volver con ella.
Me supongo que para ayudar a David a no doblegarse frente a la Rusa hubiera sido
mejor otro tipo de música, aunque en el fondo cualquier excusa le hubiera servido para
dejarse caer a sus pies. Las cuerdas dieron preludio a la canción, romántica y triste,
capaz de hacer flaquear al más duro. Para el momento en que Agustín susurró la
primera frase, David ya estaba al borde de la rendición.
A la distancia,
siempre a la distancia,
se pueden ver las cosas
sin pena ni jactancia.
Eran los ojos de mi, amigo
el espejo de los míos,
la sonrisa una mueca
y la risa un olvido.
No éramos así,
antes de la guerra
solíamos reír.
No hubo barcos ni aviones,
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ni tanques ni trenes,
ni siquiera camiones,
que nos lleven al frente.
Sólo un mirar diferente,
igual que la farolera
desde la puerta de salida
andar por la vereda
era jugarse la vida,
sin saber cuáles eran,
así a simple vista,
las líneas enemigas.
Nunca fue la misma vida,
aunque lo parecía.
No era una extraña geografía
y aprendí a ver las cosas
como escenografías
donde las calles no eran
las de todos los días.
Así nos volvimos grises
del color del asfalto
hasta ser invisibles
buena tropa de asalto
silenciosos, letales,
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pasos imperceptibles.
No éramos así,
antes de la guerra
solíamos reír.
Y pasó el tren de las seis,
que no era el de las seis,
pero pasó justo a las seis.
Un solo asiento vacío
que ocupó mi amigo
con el cansancio de volver,
y justo frente a él
en un suéter mullido
la chica de ojos verdes
tiritaba de frío.
Él se quedó mirando esos ojos.
Ella era dura, y patoteó un: "¿Qué miras?"
Él respondió: "En tus ojos el mar",
ella no pudo evitar el rubor.
Bastó una simple galantería
para tirarle abajo la estantería.
Me lo contó esa noche a las tres,
que ella bajó en la segunda estación
172
y que al caminar, sobre el fin del andén
le dejó una sonrisa al paso del tren.
Y me dijo:
"Quizás la vuelva a ver
si lo engancho otra vez
a ese tren de las seis
que no es de las seis".
La orden de entrar
fue después de las cinco
pateamos la puerta
y se empezó a disparar.
Fuego para acá,
fuego para allá.
Entre todas las balas,
en el patio del medio,
hay dos que no tiran,
dos que sólo se miran
y les pesan las armas
mudas, calladas.
No encontraron palabras,
ni el tiempo,
mientras la sangre brotaba
apenas esa mirada
aún cayendo de espaldas.
173
Cuando todo pasó,
cuando el silencio volvió,
eran justo las seis
y allá lejos pasaba
ese tren de las seis
que no era el de las seis
pero pasaba otra vez
justo a las seis.
Los dos cuerpos tendidos
un mismo charco de sangre
para dos enemigos
-y hasta para la muerte-
por un rato la guerra
no tuvo sentido,
con el mar llenando,
verde y extenso,
los ojos de mi amigo.
Podrán decirme que soy un sentimental, pero el final de esa canción me pilla siempre
con lágrimas cayendo de los ojos. Tal vez por eso suspiré cuando vi a David y la Rusa
besarse con desesperación enroscándose brazos y piernas entre los bártulos de los
plomos a un lado del escenario. Así tal cual ellos se abrazaban, con frenesí de "ahora,
antes que nos lleve la muerte", así mismo quería yo abrazar a mi mujer. Mi mujer. Mi
174
pobre amada cuidando de mis pantuflas, aferrándose a ellas con la esperanza del
retorno. Lacerada mi alma de sólo pensar cuánto dolor le había ocasionado, sentía el
impulso de atravesar el océano a nado y apretarla fuertemente contra el pecho, dentro
del cual el corazón latía repitiendo sin cesar que a cada momento la amaba más. El
propio corazón con su sonido le haría entender, mejor que cualquier palabrerío que
pudiera intentar yo, la sincera redención del amor superando la prueba cruel de la
distancia.
Los tres lentos de los bises no bastaron para aquietar al público. La Patota del Falcon
Verde reclamaba una más. Para entonces éramos todo sudor, cansancio y afonía. David,
ya porque tenía ganas de irse rápido con La Rusa, ya porque aún en medio del
apasionamiento mantenía conciencia del deber, ordenó apagar todas las luces. La total
oscuridad no aplacó a La Patota, al contrario. En segundos el repentino oscurecimiento
se deshizo por la lumbre de los encendedores y teléfonos puestos en alto, que
describiendo oleadas acompañaban el movimiento al cantar de los que querían seguir la
fiesta: "¡Arriba Falcon Verde!, / esta la que salta es tu patota, / la que te sigue siempre a
todas partes, / la que te pone el hombro y el aguante, / el aguante". Fue Agustín, ya
medio ronco, el que decidido a dar por esa noche el plus de una última demostración de
gratitud a La Patota, eligió para ello "En la plaza", un medio blues movidito con
introducción a mi cargo.
175
EN LA PLAZA
- Se agotaron las pilas -dije, y La Patota rugió que no-, pero con vuestra energía
no hacen falta pilas -añadí, haciéndoles comprender que se venía otra, la del
final final, con lo que me regalaron una ovación-. Ya no escucho a los Guns &
Roses, ni a los Rolling Stones, los Beatles nunca me gustaron, y aunque en la
calle haya silencio, mi bota vieja y gastada, no deja de puntear el ritmo...
Mis botas son viejas,
viejas y gastadas
pero están bien puestas.
Y siempre me llevan.
¡Nunca me dejan!
Aunque a veces necesiten descansar.
¡Huy! Me senté en la plaza
a ver que pasaba
y no pasaba nada,
nada pasaba,
sólo un gato hambriento
corriendo palomas,
y un pibe jugando
a que era Maradona.
Y no pasaba nada,
176
nada pasaba.
Yo nada esperaba
ni desesperaba,
solo me hamacaba
con las piernas cruzadas
hasta que la tarde
puso al sol en sangre,
prendieron las luces
y el gato cenaba.
Yo seguí la marcha
con mis botas viejas.
¡Viejas y gastadas!
Pero tan bien puestas,
que siempre me llevan.
Siempre me llevan.
Siempre me llevan.
Siempre me llevan.
¡Siempre me llevan!
Y eso, amiguetes, fue todo el show por esa noche.
177
MI SOLEDAD
Abandonar el escenario con el atronador sonido de la aclamación infinita nos llevó un
buen rato. Empapados de sudor los músicos saludaron al público y se desmoronaron
junto al Falcon Verde. Ni siquiera me metieron al baúl. "Hoy zafaste, Chirolita", me
dijo Diego. Imaginen que si yo, que aunque importante para la banda no era de los que
cargaba con el peso físico de la puesta en escena, me sentía sobrepasado por el
cansancio: el resto de los muchachos quedaron para morirse ahí mismo. El público se
fue yendo con la lentitud del extasiado, amagando a regresar por un poquito más y sin
dejar de volver la vista atrás. ¿Una misa ricotera? Eso no es nada. ¿Woodstock? ¡Joder!
Un montón de sucios hippies revolviéndose en la mierda y nada más que eso. ¿Acaso un
recital de los Rolling Stones? ¡Cómo no! ¿Qué pasó con eso de vive rápido y muere
joven? Una sarta de mentirosos los vejetes con Jagger a la cabeza. ¿Qué me dices? Que
Pink Floyd te ha hecho sentir un ladrillo en la pared… ¡Pues habrá sido que estarías
fumado y te apretaban los calzoncillos! No chavales, si no lo han visto no han visto
nada, porque un "apriete" de los del Falcon Verde -que es el modo en que los fanáticos
llaman a sus recitales-, es una experiencia única, inolvidable e irrepetible. Con NN y los
del Falcon Verde no podéis decir aquello de que has visto uno y has visto todos. Todos
los aprietes han sido distintos, únicos, inolvidables e irrepetibles. Y no es redundancia
¿eh?, sino la pura verdad. Antonio era por lejos el que se veía peor, lo que había en él
no consistía en mero cansancio físico, ni agotamiento mental. Su espíritu estaba hecho
escombros, una porquería. "No vino, nunca vino", se lamentaba sin atinar a beber de la
botella con agua que sostenía en sus manos. Nadie lo consolaba, no por falta de
solidaridad, sino que ninguno allí podía con sus huesos, menos todavía con el alma de
ese loco. ¿Y qué consuelo podía brindársele? "Oye tío, lo tuyo con Charly García es
178
demencia… ¡A ver si espabilas!” Con la marcha que me traía encima eso era lo único
que me hubiera surgido decirle y para nada. Así que cerré la boca y miré en cualquier
otra dirección. La Rusa se acurrucaba bajo el brazo de David. ¡Haberla visto a la
tigresa! De momento se derretía en dulzura y parecía una gatita mimosa ronroneando
entre las piernas del amo. David urgía a todo el mundo tirando del forro de los cojones
para irse a encamar con su espejismo. ¡Ya apostaba yo que en la mañana volvería ella a
mostrar las garras! "Fóllatela bien, que esta noche es la más complaciente pero cuando
salga el sol acaba el encantamiento, los caballos serán ratones, la carroza un zapallo y tu
cenicienta una arpía del bosque petrificado", pensé decirle a nuestro manager viendo las
mariposas que salían por sus ojitos. Era fútil arruinar su momento, al cabo que las
mariposas mueren solas en veinticuatro horas. Además lo mío era envidia, y de la más
agria. Volví a desviar la vista. Agustín se cambió de ropas ahí mismo y tomaba té
caliente con miel. A cada uno que le hablaba le respondía jugando al oficio mudo,
apenas un movimiento de cabeza por sí o por no. Cuando se ponía así de cuidadoso con
sus cuerdas vocales le salía de adentro la marica histérica con chalina al cuello. César y
Marcos estaban dentro del auto planeando algo, me supuse que la vuelta a la quinta.
Eran los únicos que parecían seguir exigiéndose y me resultó extraña la preocupación en
sus rostros. Giré de nuevo la cabeza y estaba Carlos con su esposa, más allá dos mujeres
sobre las que revoloteaban Diego y Fernando. Esos dos estaban moribundos, pero
habiendo hembras de por medio eran auténticos gavilanes. No me quedaba nada que
seguir mirando y no tenía ganas de hacerme el trayecto hasta la quinta, ni de conversar
con nadie. Me sentí solo. Solo de verdad. "Me voy a dormir en algún hotel", le di aviso
a Agustín sin esperar por su respuesta de dígalo con mímica. Empecé a irme y cerca de
la puerta una maja guapa de cabello negro, largo y enrulado, me hace la lata de lo
mucho que le ha gustado el show y mi voz. Le agradezco el cumplido y cuando voy a
179
seguir caminando se me cuelga del cuello violentando mis labios con la sopapa de los
suyos. ¡Menudo espanto el que se llevó esa muchacha! Le habrá resultado que besaba a
un muerto, y de seguro que con esa actitud de llevar la iniciativa no estaría
acostumbrada a que la rechacen. Quizás ahora me pueda sonreír al recordarlo, pero en
ese momento me molestó muchísimo, la miré sin ninguna otra reacción de mi parte y
mientras ella se apartaba consternada le dije antes de retomar los pasos hacia la salida:
"Ya tengo mujer, y me está esperando".
Pisé la vereda y con la tranquilidad de tener dinero en el bolsillo detuve al taxi, esta vez
no le pregunté yo a qué hotel podía ir sino que le indiqué claramente a qué hotel de
primera debía llevarme. Ya no era quien era cuando pisé Buenos Aires por primera vez.
Me sonreí al comparar la habitación del hotel con aquella pocilga pulguienta de los
peruanos. No, ya no era el mismo, veía las cosas con renovada claridad. Lo sé, lo sé…
¡Vale! Tampoco era el mismo ese dolor que atravesaba mi corazón. Ambos habíamos
cambiado. Mi dolor y yo compartíamos la angustiosa serenidad respecto al porvenir.
Giré los grifos poniendo a llenar la bañera. Guardé el dinero en el cajoncillo de la mesa
de luz, me despojé de las ropas y pedí servicio de habitación para que las llevaran a
lavar. Apestaban a sudor de noche y adrenalina de rock and roll, prenda por prenda las
hubiera botado por la ventana de no ser que eran la única ropa que traía. La fui pateando
hasta amontonarla toda a un paso de la puerta y sin esperar la llegada de la mucama o el
valet, quien coño fuera, acomodé mi cuerpo en el agua encendiendo el hidromasaje.
El cansancio, el vapor, el ruido del hidro, el masaje en la espalda, todo eso me
provocaba respirar por la boca, aflojarme y dejarme vencer por la pesadez de los
párpados. Apenas escuche entrar y salir a quien recogió mis ropas. Cuando cerró la
180
puerta me relajé del todo al saberme dueño de mi intimidad. Dormitaba dejando caer la
cabeza hacia adelante, despertaba de a ratos, fugazmente, alzando la testa al tiempo que
entreabría los ojos. Hacía descansar la nuca al borde de la tina, y de algún modo volvía
a descubrirme con el mentón adherido al esternón. Aquello no era exactamente dormir,
ni descansar, mantenía una vaga conciencia de mi condición. Lo más preciso que se me
ocurre para definir mi estado es decir que agonizaba en el umbral de Morfeo. Allí donde
bostezas hasta que la mandíbula amenaza desencajarse y los sueños se impacientan.
Claro que sí. No esperan por la almohada y se disfrazan de visiones. Tal vez fue al
cerrar los ojos, tal vez creí verla a través del vapor. Mi amada estaba allí, conmigo. Y yo
sabía que no era real, al menos al principio me pareció obvio que la estaba imaginando.
La recordaba tan bella cual la vi esa tarde en que nos metimos al sauna luego de haber
nadado en la piscina, la cara mojada por el sudor brotándole en cada poro de la piel, las
pestañas largas y esos ojos que al mirar me declaraban su amor. Las piedras candentes
se estremecían volviendo vapor el contenido derramado por el cucharón. Ese sonido
expresaba perfectamente la intensidad de la pasión que esa mirada larga, sostenida en el
silencio al que le huelgan las palabras, arremolinaba en mi pecho. Pensaréis que
exagero, pues no, en verdad estoy tratando de reprimir el deseo de contaros con lujos y
detalles la maravillosa sensación del estar, sencilla y despejadamente estar, en
comunión de alma. Una mirada que te deja el corazón latiendo como el eco de otro
corazón. Pobre aquel que nunca ha escuchado en otro corazón el eco del suyo. Volví a
escucharle, porque era ese corazón el que le hacía gritar su nombre a mi sangre hasta
hacerme perder la noción del tiempo y el lugar. Ella estaba frente a mí, sentada con el
nivel del hidro a la altura de sus pezones y el cabello escurriendo aguas.
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- Hola -tan sólo eso le dije después de haber pensado mil introducciones para
pedirle perdón por mi cobardía.
- Hola –respondió en el susurro, apenas más que la mímica en sus labios con la
fina hilacha de una voz de letanía.
- Pensé decirte tantas cosas y ahora al verte frente a mí, siento que una pesada
joroba ha crecido en la palma de mi lengua y apenas puedo hablarte, ¡más!, me
basta con mirarte.
- ¡Calla mi Rafi! No digas nada, que quizás sea tu presencia apenas el engaño de
algún angelito piadoso, que al verme tantas noches llorar tu ausencia ha querido
alivianar mi pena con esta visión de ensueño.
- Ahora soy yo, mi amor, el que suplica tu silencio. ¡Pues no merezco alabanzas!
He sido un truhán, un miserable, un mentecato pusilánime incapaz de bien
quererte... ¡Anda! ¡Vale! La aflicción que te he causado al marcharme te
confiere el derecho de regañarme con la autoridad de quien obra por justicia.
¡Aborréceme de una vez! Para que pueda luego, desde el socavón de la
humillación arrodillarme a tus pies e implorarte el perdón.
- Pero, mi amado Rafi… ¿Cómo esperas que estos labios que sólo desean besarte
se distraigan en maldecirte? ¿Pero acaso no he de celebrar tu vuelta? ¡Amor
mío! ¿Quién quiere perderse en reproches cuando la felicidad está a un paso? Si
he llorado tu ausencia, sintiéndome abandonada en las densas tinieblas de la
soledad, prisionera en las lúgubres catacumbas del desamor, y aunque es un
reflejo del todo común que los que salen de la oscuridad cierren los ojos al ver la
luz, yo, mi amado Rafi, no he de negarme ni por un instante a los brazos fuertes,
tibios y luminosos de mi astro liberador.
- ¿Tan importante soy para ti?
182
- Eres todo para mí.
- Nunca debí dejarte padecer por mi causa semejante soledad, tal vez tú me
perdones, pero yo no, siempre he de estar en deuda contigo.
- Has regresado Rafi. ¡Me sigues amando! ¿No entiendes la felicidad que esto me
provoca? Te creía perdido, caído en los brazos de otra mujer y olvidándome por
completo.
- ¡No! Ni por un momento he sucumbido ante las tentaciones que han aparecido a
lo largo del camino.
- ¡Ah! ¿Lo ves? Eres mi fiel caballero errante y has marchado como deben hacerlo
en ocasiones los hombres, y yo, tu devota esposa, te he estado esperando igual
que se espera a aquellos que parten a la guerra, o a intentar fortuna en otras
tierras.
- Haces que se me estruje el alma de dolor, porque aquellas mujeres al menos
saben por dónde transitan sus maridos, y yo, el más ruin de todos, sólo te dije
que me iba y para siempre.
- Sí, eso escribiste en aquel papel que leí hasta gastarlo, pero allí también me
decías que te ibas porque te sentías poca cosa y me deseabas algo mejor, un
gigante, y eso me dio esperanzas. Ninguno es más hombre que tú. Ninguno.
Tarde o temprano te darías cuenta de la grandeza que yo veo cuando te veo.
Supe así que volverías. Esa certeza me sostuvo en pie en los momentos de
flaqueza, días largos y noches eternas en que tu ausencia dolía cual estilete
abriéndome el pecho. En el peor instante de tan tortuosa espera pensé acabar con
mi vida arrojándome al vacío...
- No, ni lo menciones… ¡He tenido pesadillas con eso! Visiones horribles en las
que te veía caer sobre el pavimento.
183
- Llegué a pararme con los dos pies sobre la baranda del balcón...
- No, no, no....
- Llegué a soltar una mano, a estar lista para soltar la otra y dar el salto.
- No… ¡Por favor no!
- Había juntado el valor de poner punto final al dolor y cerraba los ojos inhalando
profundo cuando escuché que rogabas por mi vida.
- ¡Sí! ¡Sí! Así ha sido cada vez que semejante horror me asaltaba en sueños.
- Entonces me dejé caer al interior del balcón. Lloré, lloré amargamente. Temía
no volver a verte, que mantenerme con vida fuera un desperdicio, y que tu voz
en mis oídos hubiera sido el engaño de mis miedos para seguir atormentándome
con esa existencia de infinito desamparo.
- No, te juro que era mi corazón hablándole al tuyo. Te juro que así fue. Me
arrepentí de dejarte antes de poner un pie en el extranjero, pero las cosas se
dieron de modo extraño, y no me quedó más remedio que resignarme a postergar
la vuelta por el bien de los dos. Traté de llamarte y te habías mudado, pero ahora
puedo volver por ti.
- ¡Vuelve!. Sí. Vuelve.
- Pero, pero… ¿Por qué te desdibujas? ¿Por qué te vas?
- ¡Vuelve!. Sí. Vuelve a mí y a tus pantuflas...
- ¡Mis pantuflas!
Al momento de nombrarlas extendió sus brazos hacia mí y aún sacándolas de debajo del
agua ofreció secas mis adoradas pantuflas. La visión de ella se borroneaba en el
desgaste de mi mente, pero mis pantuflas estaban nítidas, bellas, acogedoras, tan
representativas de la felicidad conyugal, de la comodidad hogareña y de la veneración
184
que mi mujer me profesaba. Pude intuir el embeleso del dedo gordo al rozar con la uña
la tela desgastada por donde el pícaro pulgar pretendía abrir ventana y asomarse al
mundo. Los colores del cuadrillé colmaban de alegría mis ojos acostumbrados a la
melancolía. Extendí los brazos para tomar mis pantuflas. Las yemas de los dedos
anticipaban el pictórico roce con la tela y al exacto punto del contacto todo se esfumó.
Creí haber despertado y vi a mi mujer cayendo a través del vapor y el agua, allí en el
fondo, debajo de las burbujas, transformado la bañera en el caldero de alguna bruja
medieval con poderes de adivinación: Se hundía y sus ojos me miraban helados,
inexpresivos, hasta que toda su humanidad estallaba al reventarse contra el asfalto. Y
allí desperté sobresaltado. Salí de aquel lugar que de paradisíaco pasó en nada a ser un
espanto del demonio. Tras secarme del agua, vapor y lágrimas, caí a la cama para
dormir sin sufrir interrupciones de mi conciencia; también ella estaba exhausta.
Desperté muchas horas después. Las preguntas daban vueltas y más vueltas en mi
cabeza: ¿Estaría viva? ¿Habría sobrevivido a mi ausencia? ¿Sería suficiente fortaleza
para su ánimo la esperanza de volver a verme? ¿Le alcanzaría con sostener mis
pantuflas?
Me trastornaba la razón dar vueltas en la misma incertidumbre y sentir que crecía hasta
no poder contenerla entre las paredes del cuarto. Caminaba en círculos, deteniéndome
de a ratos frente a la ventana por la cual podía ver la mansa extensión del Río de la
Plata. Era de día, no me pregunten de qué día. Volví a vestir mis ropas que aguardaban
limpias y planchadas, hasta los zapatos me habían lustrado. Los calcé y escapé de mi
laberinto aventurándome por las calles.
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Buenos Aires es muy amable cuando tienes dinero en el bolsillo. Hice vida de turista, un
poco queriendo y otro poco por no tener nada que hacer. Compré ropa para no andar
siempre con lo mismo, también algunas postales y recuerdos que pensé llevarle a mi
mujer. Un mate con su bombilla; chucherías así. Comprar cosas para ella me hacía
sentir que ya estaba volviendo. Debía matar el tiempo, ese tiempo burlón que dueño de
la paciencia, andaba lento y remolón.
Un anochecer en que llovía, sentado a la mesa en el restaurante del hotel, escuchaba los
tangos que daban ambiente al lugar. La melancolía se adueñó rápidamente de mí. Entre
la cena y el café, requerí papel y lapicera dispuesto a escribir una carta de amor para mi
amada. Sentí el vacío enorme de esa hoja en blanco cuando mis sentimientos
desbordaban cualquiera de las frases que me venían a la mente. Ninguna palabra
expresaba ni remotamente la vivencia de pérdida que rasgaba mi alma. Dejé caer la
lapicera sobre el papel y abrumado por la llana blancura escapé la vista a la ventana.
Tantos poemas que he recitado y no era capaz de escribir nada. Las gotas de la fina
garúa saltaban sobre el vidrio y se adherían a él. Cada tanto algún gordo gotón no podía
sostenerse y desprendiéndose caía arrastrando a su paso cuanta lágrima encontraba.
Quedé preso de negros pensamientos viendo la desesperada lucha de esas gotas por no
caer al vacío. Cerraba los ojos y veía su carita suplicando por mi regreso. No caí en la
cuenta que el mozo había dejado servido mi pocillo de café, y se enfrió sin que bebiera
un mínimo sorbo. Sólo miraba en el vidrio gota tras gota caer. Y repentinamente: ¡La
inspiración! Cogí con premura y seguridad la lapicera para escribir con decisión la clara
descripción de mi pesar:
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"Amada mía: ¡Qué ganas de llorar!, en esta tarde gris. En su repiquetear la lluvia habla
de ti, remordimiento de saber que por mi culpa, nunca vida, nunca te veré. Mis ojos al
cerrar te ven igual que ayer, temblando al implorar de nuevo mi querer, y hoy es tu voz
que vuelve a mí, en esta tarde gris. Ven, triste me decías, que en esta soledad, no puede
mas el alma mía, ven y apiádate de mi dolor, que estoy cansada de buscarte, sufrir y
esperarte y hablar siempre a solas con mi corazón. Ven, pues te quiero tanto, que si no
vienes hoy voy a quedar ahogada en llanto, no, no puede ser que viva así, con este amor
clavado en mí como una maldición".
Lo escribí de un tirón, yo sólito siguiendo el dictado de las musas. Y estaba tan feliz con
el alcance poético de mi escrito, tan expresado en lo que quería trasmitir que en cuanto
el mozo se acercó a mi mesa lo detuve, le mostré el papel y le dije:
- Mira, lee y dime que te parece esto.
- Me parece sublime, una obra de arte.
- ¿Verdad que sí?
- "En esta tarde gris", de Mores y Contursi, y la versión que escuchamos recién es
de Julio Sosa con la orquesta de Leopoldo Federico, un clásico del tango.
- ¿Cómo dices?
- La música que estamos escuchando es de un disco de Julio Sosa, ya se sabe que
el tango es una trilogía de cantores: Carlos Gardel que nació en Francia, Sosa
que nació cerca de Montevideo y, como el tango es argentino, Rubén Juárez que
nació en Córdoba...
- ¿Pero? Entonces… ¿Esto no lo escribí yo?
- ¿Cómo que no lo escribió usted? No entiendo...
187
- Creí que estaba inspirado, que una voz interior me dictaba, porque esto… ¡Esto
mismo, es exactamente lo que a mí me pasa con mi mujer!
- ¿Qué puedo decirle? ¡Bienvenido al tango! Una vez que uno se identifica con
alguna de sus letras se vuelve tanguero.
- ¿Así nomás, cómo si fuera una peste?
- No tan así, para que a uno le guste el tango tiene que haber amado, sufrido y
entender que la muerte le respira en la nuca.
- Entonces, tío, soy un tango, un tango español.
- Mientras no quiera cantarlo como Julio Iglesias...
- ¡Oye! ¿Acaso tienes algo contra España?
- ¿Julio Iglesias es España?
- Mejor trae la adición, y toma -dije estrujando el papel que había escrito con el
“dictado de las musas”- tira esto a la basura que ahora me hace sentir estúpido.
No podía volver a encerrarme en la habitación. Necesitaba espacio, estirar las piernas y
respirar aire fresco. Conseguí prestado un paraguas, si es que se entiende el
consentimiento tácito del que al ingresar al lobby del hotel lo dejó en el paragüero, y
salí otra vez, a caminar por las calles de Buenos Aires. No fue casualidad el rumbo que
tomaron mis zapatos, me había quedado con las ganas de un café en la sobremesa. Igual
que el asesino -dicen- retorna siempre a la escena del crimen, regresé yo al café de mi
buena fortuna, aquel en el que Julio, mi compañero de cuarto en la posada de los
peruanos, me había conseguido trabajo de mozo y donde conocí a los muchachos de NN
y los del Falcon Verde para convertirme en uno de ellos.
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Julio se alegró al verme saludándome con un efusivo abrazo. Esa noche no había show
y pocos clientes demandaban esporádicamente la atención de los mozos. Así es que
Julio no tuvo inconvenientes en sentarse a compartir un café conmigo. Le agradecí el
que se hubiera preocupado por mis cosas durante el allanamiento policial, en particular
la valiosa salvaguarda de mis documentos. Tras decirnos las obviedades de la ocasión,
caímos en un incómodo silencio que aprovechamos para vaciar los pocillos. Luego, por
esa misteriosa comunicación que ambos lográbamos entablar, nos aprovechamos
mutuamente para contar lo que a nadie más podíamos contar.
- Temo que ella se mate -dije,
- Tengo miedo que ellas me maten -dijo.
- Sufro horribles pesadillas.
- Son peligrosas.
- La veo caer al vacío y estampillarse en la acera.
- Sí me caen encima me cagan a trompadas.
- ¡Mi esposa ha quedado tan sola!
- Ellas están juntas, se amigaron cuando se vieron embarazadas.
- Sé que me busca desesperadamente.
- Pero no me van a encontrar, no saben que trabajo acá.
- Puede ser capaz de cualquier locura.
- Andan preguntando, igual que todos sus parientes, porque son primas, pero
tampoco saben donde vivo ahora.
- A veces me digo que sólo es mi imaginación, que estoy inflando las cosas.
- Están gordas, y todavía falta, me parece que les hice mellizos.
- Sin embargo sé que es verdad.
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- Ojalá fuera mentira.
- Ella ha de estar sufriendo, anhelando que yo vuelva.
- Ellas no quieren que yo vuelva, sino que sufra, cortarme las bolas.
- ¡La vida es tan difícil!
- La hice fácil y me busqué otra con menos problemas.
- Es duro ser hombre.
- ¿Cómo te diste cuenta?
- Equivocándome al buscar el camino fácil.
- Por favor, Gallego, no le cuentes a nadie.
Ese pedido de su parte me hizo perder el hilo de la conversación. ¡Digo! De la
conversación que en la mesa del café yo mantenía conmigo y no con él.
- ¿Qué cosa? -Pregunté sin entender.
- Eso -contestó cual si fuera algo tan obvio que estuviera ante mis ojos.
- ¿Qué? -Insistí en que explicara.
- Que me busqué otra con menos problemas y es duro ser hombre, -dijo vacilante,
avergonzándose.
- Tú dices que... -Dije tratando que Julio completara la frase, y lo hizo, vaya si lo
hizo.
- Estoy con un travesti.
- ¿Tú con un travesti?
- Sí, es mucho mayor que yo, parecía una señora grande.
- Oye… ¿Me tomas de gilipollas?
- Pensé que vos te habías dado cuenta.
190
- Pues no, ni puta idea de semejante rollo.
- Yo tampoco.
- ¿Tú tampoco qué?
- Yo tampoco me avivé hasta que estuve en la cama y encontré el paquete.
- ¿Antes no sospechaste nada?
- Me parecía una vieja fea, pero después del allanamiento yo estaba en banda, no
tenia donde ir, me ofreció lugar en su departamento y fui. ¿Hice mal?
Nunca me hubiera imaginado semejante revelación. No sabía qué decir y para hacer
tiempo levanté con la cuchara el azúcar cafetado al fondo del pocillo vacío. Tragué ese
dulce bajo su vista, un momento amargo sabiéndolo pendiente de mi reacción. Y al final
no quedó más remedio que hablarle, quería encontrar rápido el modo de terminar esa
conversación e irme. ¡Joder tíos! Una cosa es contarse los problemas y otra muy distinta
querer compartirlos. ¿Qué tenía que preguntarme a mí si había hecho mal o no? ¿Por
quién me tomaba? ¿Por su puta conciencia que no tenía?
- ¿Qué quieres que te diga? Me tomas de sorpresa, nunca imaginé que tú fueras a
ligarte con un travieso.
- Ya sé, ya sé, pero… ¿Vos que harías en mi lugar?
- Mira Julio, yo nada más le he estropeado la vida a mi mujer, tu en cambio te has
cagado en tu mujer, en su prima, en los críos que han de parir, ¡y suerte que no
has embarazado a esa vecina que también te follabas, ni a la señora de la
limpieza!
- ¡No grites gallego! Ella está limpiando los baños y tiene un oído de la gran puta.
- Si no grito.
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- Yo no quería cagar a nadie, salió así, sin querer...
- Pues será que tienes diarrea... Por lo menos al travesti no vas a embarazarlo.
- Con la suerte que tengo...
Afortunadamente para mí, en ese punto de nuestro diálogo salió del baño, con el balde y
la estopa, la señora de la limpieza, que al retirarse hacia los fondos le hizo una mirada a
Julio, y el macho sudamericano, por supuesto, se fue a cumplir con sus deberes. En
cuanto lo vi perderse con su ocasional pareja me levanté para regresar a la calle. Había
dejado de llover.
Buenos Aires brilla después de la lluvia. En noches mojadas verla es deleitoso, se
asemeja a una mujer bonita que sale de la ducha secándose el cabello y con la sonrisa te
anuncia que ha de esperarte en la cama dejando caer la toalla a su paso. Te inquieta
tanto como te tranquiliza. Caminé cantidad de cuadras observándole y hasta se me dio
por silbar un tango. Vosotros ya sabéis cual, ese mismo que creí de mi autoría. Sin
embargo no llevaba tristeza en mis pasos. De a ratos me detenía en cualquier esquina a
mirar la gente y por alguna razón que no me explico quedé sin ganas de volver al hotel.
El remojón parecía haber refrescado la bonachonería de las personas. Hasta pensé entrar
en cualquier café para beber otro a mi entera salud. En lugar de eso detuve un taxi y le
pedí llevarme a la quinta. Me apetecía tomar mate con cualquiera de mis amigos. En
camino, escuchando los tangos que sintonizaba la radio del taxista, experimenté una
sensación de notable agrado por lo argentino. Es que el país me había recibido
desesperado, hundiéndome en mis propias mierdas, y cayendo a las babas del Diablo me
rescató como tiempo atrás supieron de su generosidad cientos de miles de españoles.
192
Cerraba los ojos siguiendo con el movimiento de mi cabeza el acompasado ritmo de una
milonga. En eso estaba, feliz de la vida, que el taxista me dice:
- Jefe, yo lo dejo donde se termina el asfalto, en calles de tierra no me meto.
- Pero, eso son como veinte cuadras, y no ha llovido tanto como para dejar el
camino intransitable.
- No es por la lluvia, es por los afanos, en lugares así es peligroso entrar.
- ¡Joder! Mucho más peligroso es ir caminando.
- Mire, si quiere lo llevo hasta donde se acaba el asfalto, pero yo no sigo.
- A ver, caballero, hagamos lo siguiente, lléveme y yo le pago el doble y por lo
que veo ahí -dije señalando el medidor- este no ha sido un viaje barato.
- Yo le cobro lo que sale, ni más ni menos.
- Vale, pero usted no me ha dicho que me dejaría a pie cuando abordé indicándole
hasta dónde debía conducirme.
- Mire don, la verdad es que tengo miedo, y esa guita que usted me ofrece me
gustaría, pero ¿sabe qué pasa? yo no tengo un arma para defenderme si nos
achacan por ahí adentro… ¿Usted sí?
- ¡No hombre! Claro que no, a mí las armas no me agradan, además aquí soy un
extranjero no podría obtener permiso.
- ¿Vio? Usted tampoco tiene como defenderse.
- No, en eso le doy la razón.
- Aparte es raro que un turista, venga acá en medio de la noche y con mucho
vento.
- No entiendo.
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- ¿Viene a comprar merca? -Preguntó el descarado guiñando un ojo al tiempo que
fingía una sonora esnifada.
- ¡Joder tío! ¡No!
- Entonces, putitas jóvenes para una fiestita, ¿eh? -supuso haciendo una caída de
ojos propia de haber dado en la tecla.
- ¡Oye! ¿Tengo cara de degenerado o qué me has visto?
- ¿Así que no hay nada raro?
- Claro que no.
- Vale decir que, simplemente, sos un boludo que viene sólito a la boca del lobo.
- Mira que esto está pasando de castaño claro.
Allí fue cuando me apuntó con el arma y me dijo:
- ¡Dale! Deja la plata arriba del asiento y baja.
- ¿Me estás robando?
- Si pedazo de gallego, es un robo… ¿Cómo carajo querés que te lo explique?
¿Con tres corchazos en el marote? Y déjame los zapatos también… ¿Cuánto
calzás?
Ojalá se haya contagiado mis hongos. ¡Me cago en la puñetera madre que lo ha parido!
Pero… ¡Qué país de mierda! Como dicen los argentinos a cada rato y por saber lo dicen.
Me dejó solo, pisando el barro con las medias y sin un duro en el bolsillo. ¡Hijoputa!, le
grité mientras se iba. Y me escuchó, porque frenó el auto se asomó por la ventana y
disparó dos tiros, los que fueron para mí como una señal de largada. Debí correr no
menos de diez cuadras en cualquier dirección. Corrí con las piernas acalambradas del
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miedo, doliéndome a cada tranco, pero veloces. Aunque sentía que no podía moverme
del dolor, pulvericé una y otra vez el récord de los 100 metros llanos. Así de paradojal
es el miedo. No puedes moverte pero corres y te cagas pero no te haces. Al detener la
carrera, claro, ni puta idea de dónde corno estaba. Las veinte cuadras a la quinta, se
transformaron en cincuenta. De noche, en calles de tierra, sin luces… ¡Con perros que
ladran procurando morderte! Pensado que detrás de cualquier árbol saldría un loco para
matarme. De milagro reconocí por la silueta del molino, que tenía un aspa rota, los
fondos de la quinta. Por cierto, no piensen en un molino como los del Quijote, sino en
uno que sirve para extraer agua del pozo. Como estaba muy fatigado, en lugar de rodear
todo el perímetro para dar con la entrada, me dispuse a trepar la alambrada y saltar el
ligustro. Lo hice dejando la piel de mis dedos en el alambre y al precio de montones de
pequeñas cortadas al atravesar la planta. Cosas que ni sentí. ¡Vale! ¡Con el pavor que
me causaba quedar a merced de la noche!
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AQUELLA NOCHECITA
Una vez dentro me sentí a salvo. Contuve las ganas de arrojarme al piso y me mantuve
en pie con las manos en las rodillas, inhalando y exhalando profundamente, con lentitud
hasta tranquilizarme. No podía creerlo, chavales, no podía creerlo. Medianamente
recompuesto, no completé ni tres pasos en dirección a la casa que sintiendo un violento
golpe me derriban sin contemplaciones. Hundí la cara en el barro mientras alguien me
clavaba su rodilla en medio de la espalda y en la nuca percibía la paralizante presencia
de la boca del arma. ¡Estoy meado por los perros!, me dije al instante en que les oí que
hablaban por radio. Un handy. Al menos dos eran los que estaban conmigo y no cesaban
de revisarme. Masticaba barro y me parecía sentir que esa vez, en serio, cagaba en los
pantalones. Porque la pistola seguía firme presionando en la base de mi nuca con la bala
lista para salir al mero pinchazo del percutor por el capricho de un dedo. La fragilidad
de la vida humana se entiende claramente al verse en esa situación. Habrán sido
segundos o minutos, imposible precisar la diferencia, una eternidad cuando crees que
esta corta vida se acorta del todo y termina. Hasta que al fin me vi rodeado por otros
muchos, y entre ellos alcancé a distinguir la voz de Marcos que al reconocerme
intercedió por mí. Me pusieron en pie sin liberarme y escuché a Marcos hablar por radio
con César. Un diálogo que entonces se me hizo sorprendente por lo extraño y que no
logró más que aumentar mi confusión.
- El intruso neutralizado es Rafael -informó Marcos.
- ¿El Gallego? -Preguntó César.
- Sí Señor.
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Le decía "Señor", eso era raro, muy raro, como también lo fue el silencio que siguió a la
confirmación de que el intruso era yo.
- Está bien, déjenlo entrar -decidió César al cabo.
- Señor… ¿No sería mejor llevarlo de nuevo al hotel?
- No. Confío en él.
- Comprendido, Señor.
De inmediato fui liberado y a excepción de Marcos todos los demás se alejaron de mí.
No dijeron palabra, guardaron las armas y se dispersaron tranquilamente, cual si todos
sus movimientos estuvieran estudiados de antemano. Así sin más, sencillamente una
contingencia contemplada en algún manual. Desplegarse y replegarse, simple y
mecánico.
- Vamos adentro -me dijo Marcos con pasmosa naturalidad, cual si nos
hubiéramos encontrado tranquila y casualmente paseando por la calle.
- ¿Qué está pasando? ¿Quiénes son estos tíos? -Quise saber.
- Está todo bien, no te asustes por lo que vas a ver y sabe esperar que César
seguro va a querer explicarte lo que está pasando.
Marcos desanudó un pañuelo que llevaba al cuello y me lo dio para que limpie mi cara y
las manos. Entramos a la casa y estaba atiborrada de extraños acomodando cajas de
armas y municiones. Estoy hablando de muchos fusiles, pistolas, balas, granadas,
lanzacohetes y digo sólo lo que alcancé a distinguir en un primer vistazo. Habían
llenado tanto el sótano como el garaje pero seguían descargando más. ¡Y yo pensaba
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que afuera estaba peligroso! Madre de Dios, no daba crédito a lo que veía. Se me había
ido la sangre de las venas, os juro que en ellas corría el miedo y ninguna otra cosa. Una
sensación de irrealidad zumbaba en mis oídos deformando los sonidos, mis ojos
procesaban las imágenes aletargando los movimientos o disparándolos a velocidades de
mareo. Las paredes de la casa se volvieron elásticas y mi estómago navegaba el mar de
los desprevenidos reclamando un barral de borda donde vaciarse. Al punto de perder la
vertical la mirada de César resultó tierra firme para mis flaquezas. Ahí estaban esos ojos
de líder infundiendo tranquilidad, las paredes se fijaron a los cimientos, mi vista
sintonizó las cosas en su correcta velocidad y sus palabras atravesaron el zumbido hasta
borrarlo.
- No te esperábamos, y mucho menos no entrando por la puerta -me dijo
sonriente.
- Me cansé del hotel –respondí atolondradamente-, y el taxista que me traía me ha
robado, y no conforme con mi dinero me despojó de los zapatos, me perdí en la
noche y estaba muy cansado para dar la vuelta hasta la puerta.
- Y después de todo eso… ¡Esto!
- Ya ves que no gano para sustos, más temo que no has terminado aún de
asustarme...
- Sentémonos en la cocina, Gallego.
Allí fuimos y cerró la puerta para hablar a solas. La pava chirriaba sobre el fuego. La
quitó llevándola a la mesa para cebar mate y se sentó frente a mí.
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- ¿Te acordás esa charla que tuvimos la otra vuelta, cuando Diego empezó a
delirar con el trono de la Patagonia?
- Sí, claro, lo recuerdo bien.
- Bueno, esa vez dije que soy un patriota desencantado y que se acercaba el día en
que iba a cantar el Himno Nacional por última vez. ¿Te acordás también de eso?
- Sí, también lo tengo presente.
- Hoy es ese día, Gallego.
- Oye César… ¿Pero qué pensáis hacer? ¿De dónde han salido y para qué son esas
armas? ¿Y quiénes son esos tíos?
- Te voy a explicar todo, pero por tu seguridad y la nuestra vamos a dejar en claro
que vos no viste nada.
- ¿Me tomas por un delator?
- Si así fuera no estaríamos tomando mate en la cocina.
Me sirvió entonces el primer mate, que sorbí tratando de tranquilizarme.
- Te lo voy a explicar rápido y sencillo, lo que vamos a hacer es tomar la Isla de
Martín García y declararla independiente fundando la República del Plata.
Enmudeció la bombilla en mis labios al quedarme boquiabierto. El mate en mi diestra
comenzó a evidenciar el temblequeo que se adueñó de mi cuerpo.
- Pero... ¡¿Te has vuelto loco?! -Dije entremezclando miedo con reproche y
amistad con consejo-. ¿Qué estáis pensando? Que así como así vais a meterte en
esa isla a levantar nueva bandera… ¿Crees que te dejaran hacerlo? ¡Te correrán
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a tiros! A ver si entiendes: Argentina tiene barcos, aviones y soldados, chaval.
¡Que le hundió media flota a los ingleses a fuerza de huevos! No se jode con esa
historia. Y además… ¿Qué seréis? ¿Alimento para bagres como esos de los
setenta que terminaron en el río? ¿Quieres que corra más sangre? Y será la tuya,
te lo advierto.
- Rafael, la Argentina no existe más, ya fue, se perdió y no tiene arreglo, lo que
queda es y será otra cosa.
- Ah, ¿si?, pues bien, diles eso cuando te caigan en la cabeza las bombas de sus
aviones, párate debajo moviendo las manitas al cielo, gritando: "No existen
ustedes ni sus bombas".
- Conocemos los riesgos.
- No son riesgos, riesgo es algo eventual que ponderan las compañías de seguro,
esto es un hecho como que dos más dos son cuatro. ¡Los van a masacrar en esa
isla!
- Veremos.
Muy sereno me quitó el mate de la mano y cebó otro para él.
- No entiendo nada, cada vez que creo ver las cosas del modo correcto el mundo
se pone patas para arriba -dije acodado en la mesa agarrándome la cabeza con
las manos.
- La Isla de Martín García tiene ese nombre porque así lo decidió Solís, cuando en
1516 llegó al Río de la Plata y enterró en ella al despensero de su barco, Martín
García, lo curioso del asunto, más allá de lo anecdótico es que...
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- ¡Me cago en tu puta madre! -Interrumpí montado en cólera-. ¿Ahora pretendes
darme una lección de historia?
- Y de geografía, la isla está sobre el Río de la Plata, cerca de donde desembocan
el Uruguay y el...
- ¡Que no me importa!
- Entonces no te digo nada.
Sencillamente bebió su mate y me sirvió otro. Al rato de silencio sentí que podía
dominar mis nervios.
- ¿Cuándo? -Pregunté.
- Todavía no hay fecha, cuando estemos listos y la situación política minimice
algunos riesgos. Estas son algunas de las armas, pero no todas las que
necesitamos, hay muchas cuestiones de logística y comunicaciones que tenemos
que resolver
- ¿Y sois muchos?
- Suficientes para poder seleccionar los que haremos la operación en la Isla y los
que se quedarán a cubrirnos las espaldas. Nuestra intención es lograr un
reconocimiento incruento, por eso es tan importante estar en condiciones de
esperar al momento adecuado, porque tomar la Isla es algo que podríamos hacer
ya, incluso sin todas estas armas. Es un objetivo fácil de capturar, dudo que
tengamos que disparar un solo tiro para entrar. Ahora, si elegimos mal el
momento y el gobierno argentino decide una respuesta militar con pleno apoyo
interno, la defensa se va a complicar. Hay que operar en el momento justo,
201
cuando nuestra acción sirva para agudizar grietas en el frente interno y afecte la
capacidad de respuesta.
- Suponiendo, digamos que esto sale así de fácil, que no saldrá, pero bueno,
suponiendo… ¿Cómo haréis de esa isla un país viable?
- Hay un mundo de negocios posibles, el principal es que Sudamérica necesita un
paraíso fiscal, y eso es exactamente lo que vamos a darle. La gente que nos
financia no lo hace por idealismo, saben que con nosotros obtendrán beneficios
que ningún otro país de la región podría concederles. Manteniendo el mínimo de
seriedad, en poco tiempo, seremos la opción principal para todo ahorrista
argentino, uruguayo o brasileño que quiera asegurar su dinero. Sobre todo para
los argentinos, cansados ya de que les cambien las reglas de juego a cada rato y
siempre pierdan.
- ¿Para ti también es un negocio?
- No. Yo quiero vivir en un país donde libertad, igualdad y fraternidad no sean
palabras viejas. Un lugar en el que no tengas que hacer toda una rutina de
seguridad cada vez que entrás o salís de tu casa, donde se piense el futuro y
puedas proyectarte cómo vas a ser dentro de cinco, diez o veinte años. Un
paisito muy chiquito, en el que no sea necesario poner rejas á las ventanas,
donde puedas caminar tranquilo a cualquier hora, y no te mate la burocracia cada
vez que quieras emprender algo, un país donde todo el mundo tenga cosas que
hacer, en el que no quede gente en la calle librada a la indiferencia de nadie.
Vida simple, Gallego, los sábados asados y pastas los domingos, los chicos a la
escuela y los grandes a trabajar, un ambiente sano, con mucho verde, nada más
que eso.
- Parece lindo, pero es un sueño peligroso...
202
- Seremos la República del Plata: un paraíso en el mar de agua dulce.
- ¿Has pensado que la Isla se llama García porque la usaron de cementerio?
- Demasiado cementerio para un solo gallego… ¿No te parece?
- Mientras no os quede pequeña... ¿Qué pasará si os atacan?
- Si nos atacan peleamos, en la Isla y en Buenos Aires. Sí, acá también. Si llevan
la guerra allá, la traemos acá, muy selectivamente adonde entran en razones los
que deciden. Pero no quiero que así sea, ni creo que vaya a ser necesario.
- Vas a enlutar a tu país.
- Mi país es la República del Plata, y un parto es como es, siempre hay sangre.
- ¿Y si pierdes?
- Incluso en ese caso, ganamos.
- ¿Tú crees?
- Seguro. Esto va a ocurrir porque me convencí que Argentina dejó de existir, si
logramos establecernos significa que es así, ahora, si perdemos, nos matan y
vuelven a plantar la celeste y blanca en Martín García, quizás haya esperanza
que Argentina vuelva a ser un país, al menos se darán cuenta para qué sirven las
fuerzas armadas. Y hasta es posible que empiecen a ver para adelante. Pero sé
que no vamos a perder, iremos en condiciones de aguantar muchísimo más que
ellos.
- Tienes un convencimiento absoluto, me duele que las cosas vayan a ser de ese
modo. ¿Además de Marcos que otro de los muchachos está en esto?
- David y Carlos. Agustín, Fernando y Diego todavía no decidieron. Como te
imaginarás Antonio no sabe nada ni tiene que saberlo.
David abrió la puerta y entró trayendo el cuaderno que puso sobre la mesa.
203
- Hola Rafael -saludó con media sonrisa de ocasión en los labios.
- Hola. Ya veo que tú también estás en esto.
- Y hay lugar para vos, Gallego -respondió.
- Yo me vuelvo a España. Y ahora más que antes.
- Buen viaje -dijo encogiéndose de hombros, y volviéndose a César informó- Ya
está todo adentro.
- Bien. Hay que cerrar el sótano y preparar rápido lo otro para esconderlo en el
depósito -contestó el jefe.
- Ya están cambiando las cajas para que no se sepa lo que hay adentro. A media
mañana va a llegar el camión de la mudanza, se carga y a la tarde va a estar
seguro.
- Ahí que no pongan ningún explosivo.
- No, los explosivos se quedan acá, dice Enrique que no tiene que haber
problemas porque es material confiable y se almacenó a conciencia. El sótano es
nuestra Santa Bárbara.
- Bárbaro. Cuando terminen de preparar las cajas nos formamos afuera para la
ceremonia.
- Sí, Señor.
David, cogió un paquete de galletitas de la alacena y volvió a dejarnos solos.
- ¿La Rusa también sabe? -pregunté.
- No -respondió riendo-. ¡Si se llega a enterar vamos a tener nuestra primera baja!
- Ya lo creo. ¿Y el recital?
204
- Se hace, todo sigue normalmente. Pasado mañana vuelve Antonio y se retoman
los ensayos.
- ¿Ensayamos arriba de los explosivos?
- Sí.
- Tú has perdido la chaveta.
- Imaginate que estás en un barco de guerra, es casi lo mismo, no tiene porqué
explotar nada.
- ¡Joder! No es lo mismo.
- ¿Querés volver al hotel? Hago que alguien te lleve.
- No, prefiero quedarme acá en mi cuarto.
- ¡Ah! Casi me olvido, cuando vuelva Antonio vas a tener que dejar la pieza.
- ¡Coño! No me mandarás a dormir al sótano.
- Es que Antonio consiguió dos chicas que van a hacer coros, y las vamos a ubicar
en tu pieza.
- Así que tendremos coro… ¿Y vamos a traer unas niñas a cantar sobre las
bombas? No, si veo que es todo muy racional, fácil de entender. ¡Vale! En ese
caso… ¡Siendo por -dije irónico- tan buena causa! Ni modo, me iré a dormir al
living, eso si, trata que no se olviden ninguna granada debajo de los
almohadones no sea cosa que al acomodarme de una vuelta haga saltar la
espoleta y nos vayamos todos a la mierda.
Me escuchó sonriendo, como si le divirtiera mi enojo. Y a mi el corazón me latía en la
garganta. Para bien, o para mal, -ya ni sabía lo que me convenía- uno de esos tíos que
pululaban por la casa requirió la atención de César y quedé solo en la cocina,
reflexionando amargamente sobre la locura en la que estaba inmerso. A ver, que yo
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tenía un rollo complicado cuando me fui de España, pero era mi rollo, estaba todo
adentro mío, echando tripa pero adentro. Y cuando creía estar en camino a la cura de mi
locura, pues termino involucrado en los planes de una guerra de secesión que se me
hacia iba a ser tan efímera como la Guerra del Perejil, aunque mucho más cruenta. Claro
que en eso de la Guerra del Perejil, lo de guerra es el mote de broma que uso para referir
al incidente que no pasó de un malentendido y que nadie se tomó en serio. ¿Cómo era
posible que estuviera pasando lo que veían mis ojos? Pero pasaba, y ahí estaba, sentado
encima del polvorín, aturdido por la de ostias que me venía dando la noche. ¡Vamos!
¡Un Nino! Poniendo la mejilla para que cualquiera juegue a ser Bruno y me surta. En
cualquier momento iban a escucharse las sirenas de la Policía y terminábamos todos
presos, y hasta eso, siempre y cuando no fuera a caer una chispa en el puto polvorín. Y
aún sin que fueran esas cosas a explotar, con el arsenal de que disponían, la guerra iba a
empezar ahí, en la quinta, y llegado el caso ¿cómo diablos iba a hacer yo para explicar
que no tenía nada que ver?, iba a tener que salir con las manos en alto gritando mi
inocencia: "no tiren, soy gallego", aunque claro que no soy gallego, soy español, pero en
situaciones de extrema gravedad no puede andarse uno con sutilezas. Y con mi suerte,
¡con mi puta suerte!, me iban a cagar de un tiro nada más que para hacer otro chiste de
gallegos, y luego de muerto vaya yo a explicarles que no soy gallego.
Atosigado mentalmente comprendí a esos que ante la imposibilidad de limpiar sus
cabezas por dentro se arrancan los pelos con las manos. A punto estaba de chiflarme
para la peluca cuando, interrumpiendo mi autoconferencia mental, me avisan que la
ceremonia del Estado Mayor del Plata iba a comenzar y que podía presenciarla. Les
acompañe callado la boca hasta los fondos de la quinta, donde habían encendido fogata
en rededor de la cual se formaron, a modo de anillo, unos diez tíos incluyendo a César,
206
otros veinte y tantos, bah, digamos treinta contando algunas mujeres, se mantenían
alrededor pero distantes de los primeros. Me ubiqué detrás de todos ellos y quedé
fascinado viendo las facciones de César iluminadas por el fuego. Alguien avisó por
radio que el perímetro estaba seguro y César dio un par de pasos hasta quedar al borde
de las llamas. Todos le mirábamos a él, y él miraba fijamente el fuego. Cada tanto,
algún crepitar de leños escupía por encima de las llamas un manojo de chispas. El fuego
dominaba el silencio hasta que César comenzó a cantar el Himno Nacional de la
República Argentina. Los demás sumaron sus voces en un canto reconcentrado, suave,
con ese respeto que infunden las cosas sagradas y un dolor que me partía el alma.
Olvidando todo cuánto sentía un rato antes, estando allí entre ellos, incapaz de
acompañarles con el concurso de mi voz, sentí crecer en la garganta el nudo de la
emoción y algunas lágrimas corrieron por mis mejillas. Los abracé en mi corazón
porque de todo aquello emanaba algo inexplicable, mezcla de instinto tribal y revelación
religiosa, que despertaba emociones en algún rincón atávico de mi ser. Estremecía el
espíritu aquel Himno sublime cantado a capella junto a la pirámide de fuego,
recargando a cada frase con el despertar de un sueño que había terminado. Vertían
lágrimas sabiendo cuánto de fúnebre tenía el ritual. Uno a uno fueron apagando sus
voces. Algunos movían los labios imposibilitados de expeler cualquier sonido. Sólo
César continuó cantando hasta el final. Con el último "¡Oh, juremos con gloria morir!",
un silencio profundo, absoluto y respetado hasta por los leños de la hoguera, se adueño
de la noche. Permanecimos estáticos, capturados en la veneración última al símbolo
máximo de la argentinidad.
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César extrajo del bolsillo su Documento Nacional de Identidad y lo arrojó al fuego sin
decir palabra. Lo mismo hicieron los nueve del primer anillo. Luego, cuando las llamas
devoraron los DNI, César dio un pequeño discurso.
- "Camaradas: Así, con esta ceremonia, los integrantes el Estado Mayor del Plata
hemos dejado de ser argentinos. Ninguno de nosotros quería este desenlace, pero
todos hemos llegado al convencimiento que aquella que era nuestra Patria se ha
disuelto y que su reconstrucción es imposible. Cuando todo el mundo está
equivocado, todo el mundo tiene razón, en este caos en que se vive, la República
Argentina como idea ha sido tergiversada, y vaciada completamente de los
contenidos que le conferían un futuro digno de ser vivido. Otros se han llevado
nuestra Patria, proclamamos entonces que tenemos el derecho de rescatar un
terrón de esta tierra para sembrar en él los valores de Libertad, Igualdad y
Fraternidad que han sido arrancados de su seno. Haremos un nuevo país, será
nuestra Patria la República del Plata, allí hemos de vivir y morir a la guía de
ideas republicanas que aquí no son ya más que palabras huecas. Estado Mayor
del Plata, repitan conmigo este juramento: “Juro solemnemente que, propiciaré
la fundación de la República del Plata, basada en los valores de Libertad,
Igualdad y Fraternidad. Juro solemnemente que, siendo mi Patria la República
del Plata acataré sus leyes cual hijo y esclavo de ellas. Juro solemnemente que,
siendo la Patria más digna de respeto que la madre, el padre y los antepasados
todos, y más venerable, sagrada y considerada tanto entre los dioses como entre
los hombres sensatos, he de adorarla, ceder ante ella y halagarla, cuando está
enojada, más que al padre, y/o persuadirla o hacer lo que mande, y sufrir de
buen talante lo que ordene sufrir, tanto si se trata de recibir golpes o de aguantar
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cadenas, como si nos conduce a la guerra a correr el riesgo de ser heridos o
muertos. Juro solemnemente que, es Justicia lo que manden sus leyes y las
cumpliré sin ablandarme, sin retroceder, sin abandonar, tanto en la guerra, como
ante su tribunal y en todas partes donde deba cumplirse lo que la Patria ordene.
Juro solemnemente que venceremos con nuestra causa, o moriremos por ella".
Emocionados abrazos pusieron broche al juramento. Busqué acercarme a César y lo
estreché en mis brazos por pura emotividad. ¡Porque yo sabía que la estaban cagando!
Pero, qué diablos, casi estaba dispuesto a cagarla con ellos. Claro que como español,
orgulloso de serlo, pues no andaba huérfano de Patria y lo único que quería era volver a
España con mi mujer para calzarme las idolatradas pantuflas de la felicidad conyugal.
La alborada comenzaba a vislumbrarse por el horizonte y en el canto matinal de los
pájaros. Decidí que me estaba involucrando demasiado, y previendo decir cosas de las
que podía arrepentirme luego opté por guardar reclusión en el cuarto que todavía era
mío, aprovechando a dormir antes que llegaran las chicas del coro y perdiera también
ese refugio.
Nunca he dormido tan raro. ¡Porque estaba arriba de una bomba! Y no lo digo
únicamente por el asunto de los explosivos. Todavía más curioso resultaba que sabiendo
todo lo que sabía, pudiera quedarme callado y seguir por la vida como si nada. De
momento eso hice. Dormí de tal modo que cualquiera que me viera alucinaría estar ante
el tío con menos problemas de la tierra. Os suena a extravío de cordura, claro, pero
debéis entender que la cordura como tal no existe, el mundo está loco y enloqueciendo;
además en ese entonces a mí la cordura… ¿Cordura? En el mejor de los casos lo que
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damos en llamar así no es más que locura contenida. El cuerdo es un loco contenido,
pero locos somos todos.
210
LAS CHICAS DEL CORO
El día en que NN y los del Falcon Verde volvió a reunirse, el sótano clausurado era el
único vestigio de la conjura. David y la Rusa acomodaban compras en la cocina;
Marcos, en el quincho con la radio a todo volumen, preparaba el fuego para el asado y
César salaba la carne aguardando que fueran llegando los demás miembros de la banda.
Carlos, Diego y Fernando aparecieron juntos. Después que llegó Agustín faltaba
Antonio con las chicas del coro a las que nadie conocía. La expectativa por verlas, antes
que escucharlas, arrancaba toda clase de comentarios entre Diego y Fernando que
aguardaban ansiosos detrás de la ventana.
- ¿Estarán buenas?
- No sé, si las eligió Antonio lo único seguro es que cantan bien.
- Sí, pueden ser bagartos.
- Pero deben ser medio putas, porque sino no se vendrían de una a vivir con
nosotros.
- O son lesbianas.
- ¿Te parece?
- Digo… ¿Qué se yo?
- ¡Qué lindo comerse un par de tortitas!
- No, las tortilleras lindas aparecen únicamente en las películas porno, en la vida
real todas las que conozco son gordas, feas y con bigotes tipo Ñacul.
- ¡Puaj! No, si son así no quiero ni verlas.
- Bueno, pero por ahí no son.
- Capaz que son recontra putas.
211
- ¡Ojalá!
- Si están buenas, te apuesto que yo me levanto una antes que vos.
- Dale, el que coge primero gana.
- ¿Qué apostamos?
- Lo de siempre.
- Listo.
Al fin apareció Antonio con las chicas del coro. Dos rubias impresionantes que al
menos le llevaban una cabeza de altura. Para describir lo lindas que nos parecieron, en
lugar de abundar en detalles, baste decir que al verlas la Rusa frunció el seño, entrecerró
los párpados, afinó sus labios sobre los dientes apretados y le propinó a David un
reverendo codazo que le hizo chocar los riñones. Si cantaban como se veían, aquello iba
a ser de lujo.
- Les presento a Luciana, mi novia, -dijo Antonio- y a Mónica.
- ¿Tu novia? -Preguntó sorprendido Fernando.
- Sí. Nos conocimos en uno de los shows, se acercó a pedirme un autógrafo y me
dejó su número. La llamé y aquí estamos -contó antes de darle un beso.
Diego y Fernando se miraron desafiantes, e inmediatamente se lanzaron a la caza de
Mónica. Debo reconocer que a simple vista se reconocía en Antonio cierto nuevo
aplomo, esa especie de madurez que provoca una mujer cuando irrumpe fuerte en la
vida de un hombre. Puede resultar sorprendente tan marcada mutación en pocos días,
sin embargo yo encontré comprensible que, al tener alguien a quien confiarle sus
deseos, miedos, anhelos, preocupaciones, esperanzas y pensamientos más profundos,
212
pudiera sedarse por el roce con esa piel incomparable que es la de la mujer amada. No
hay como un buen par de tetas para sentar cabeza. Los veía tomados de la mano,
atravesando juntos el primer momento incómodo de presentarse en el grupo, y no podía
más que lamentar mi cobardía. Todo en ellos recordaba la felicidad que no supe valorar.
El hambre por la piel de mi mujer brotó en mis labios con un dolor eléctrico, y me
hubiera puesto a llorar ahí mismo.
Con todo, Antonio seguía siendo Antonio ¡Poco faltó para que ordenara iniciar ensayos
ahí mismo suspendiendo el almuerzo! Dijo que había hecho inspirados arreglos en todos
los temas, y que era necesario ajustar el oído para integrar el coro femenino en cada una
de las canciones. Nadie preguntó si las chicas cantaban bien, incógnita que debía
resolverse antes de pensarlas como parte de la banda. Si sólo hubieran sido dos
cantantes elegidas por Antonio, ninguno hubiese dudado de sus virtudes, pues oído
absoluto tenía un gusto exquisito. Claro, que al ser una de ellas su novia, aquella certeza
perdía consistencia. Antonio no paraba de hablar acerca del abanico de posibilidades
que las voces femeninas podían añadir al repertorio. En determinado momento se dio
cuenta que, sin desanimarlo, los demás nos manteníamos a la defensiva, precavidos por
la eventualidad de llevarnos un chasco, ya que una cosa es escuchar con las orejas y otra
muy otra hacerlo con la bragueta.
- ¡Ah! Ya sé lo que pasa, entiendo lo que están pensando -dijo Antonio haciendo
el paneo por la cara de todos-, tienen razón, tienen razón porque yo pensaría lo
mismo. A ver, chicas, mi amor, Mónica, párense por favor, y así nomás, a
capella, canten "Somos los del Falcon".
213
SOMOS LOS DEL FALCON
Y las dos rubias, acompañándose con los chasquidos de sus dedos, cantaron.
Somos NN y los del Falcon Verde,
una banda de Rock, para rockanrolear,
una banda de terror paramilitar.
¡Para militar en el Rock!
En el Rock
¡Solamente en el Rock!
Dicen: si molesta es Rock & Roll
entonces vamos a rockanrolear
ahora de verdad y hasta que salga el sol.
Y después también,
y después también,
siempre Rock & Roll.
No nos digan que venían contentos
escuchando siempre el mismo cuento
porque están todos tan idiotizados
como estúpidos narcotizados
que era tiempo de partirles la cabeza
y sacudirles, arancarles la pereza:
¡Con un buen Rock & Roll!
214
Es la conciencia que se nos rebela
contra tanta tenue luz de vela
que allá en el fondo de la mina
oculta más de lo que ilumina,
que era tiempo de partirles la cabeza
y sacudirles, arrancarles la pereza
¡Con un buen Rock & Roll!
Porque el parche estaba tan batido
dale que dale con los mismos sonidos
que alguien tenía que patear el tablero,
poner un grito y uno bien cabrero
que era tiempo de partirles la cabeza
y sacudirles, arrancarles la pereza.
¡Con un buen Rock & Roll!
Somos NN y los del Falcon Verde
una banda de Rock, para rockanrolear
una banda de terror paramilitar.
¡Para militar en el Rock!
En el Rock
¡Solamente en el Rock!
Dicen: si molesta es Rock & Roll
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entonces vamos a rockanrolear
ahora de verdad y hasta que salga el sol
y después también
y después también
siempre Rock & Roll.
Sus voces eran privilegiadas, dos ángeles. En especial Mónica que entonaba graves y
agudos con la misma versatilidad de las negras jazzeras, por lo cual no nos sorprendió
cuando contó luego que su aspiración era ser cantante solista de blues. El regocijo de
escucharlas cantar se transformó inmediatamente en entusiasmo descontrolado, aún
antes que terminaran la canción. Después de los aplausos, ¡que hasta la celosa Rusa les
aplaudió el cantar!, hubo brindis de alegría, intentos de Diego y Fernando por abrazar a
Mónica -que no pudieron concretar por entorpecerse mutuamente- y la necesidad de
darle nombre al coro.
- NN y los del Falcon Verde, tiene que ser ahora NN y los del Falcon Verde con
las algo -dijo David.
- ¿Por qué no lo dejamos como está? No hace falta cambiar el nombre de la
banda, se suman y listo -sostuvo Agustín.
- No, el público ya conoce a la banda y cuando vea la novedad en el escenario va
a querer identificarlas -insistió David.
- Eso es fácil, -insistió Agustín- cuando el Gallego nos presenta agrega que en los
coros están Luciana y Mónica.
- El show requiere show –argumentó David-, hay que remarcar la importancia de
ellas con un nombre significativo.
216
- Los ángeles rubios -propuso Fernando mirando fijamente a los ojos de Mónica.
- ¡No! -descartó de inmediato Diego-, NN y los del Falcon Verde con los ángeles
rubios es muy largo y queda grasa, no suena bien, además por la implicancia del
apodo de “Ángel Rubio” que le pusieron a Astiz es como sí las estuvieras
llamando alfredas, lo que no les hace justicia. Hay que darles otro nombre -y era
entonces Diego el que sonriendo miraba fijo a Mónica- tan atractivo como ellas.
- Sí -lo apoyó David, sin darse cuenta que la Rusa no toleraba elogios suyos a
ninguna otra mujer, ni siquiera por descuido o casualidad-, ese nombre no va,
tiene que ser algo con mejor gancho, algo más eléctrico...
- ¡Las picanas!-se entusiasmó Carlos.
- ¡No! No, eso suena peor que feo -rechazó Luciana.
- Entonces Las Susanitas -corrigió Carlos.
- ¿Susanitas por la picana, -preguntó Marcos- por la Giménez o por la amiga de
Mafalda?
- Por lo que quieran que sea -contestó Carlos.
- Muy difuso, no -descartó César.
- ¡Ya está! Lo tengo -afirmó David- La 220, por los voltios y porque son dos de
20.
- De veinte y unos cuantos más -corrigió con ponzoña La Rusa.
- A mí me gusta lo de 220 -respondió Mónica, que en realidad tenía 26, sin dejar
pasar la oportunidad de devolver gentilezas- ¿total?, algunas todavía no pasamos
los treinta.
- Yo tampoco, querida, yo tampoco.
217
Y para amargura de la Rusa, como nadie se opuso, quedó establecido que el nombre de
la banda no se tocaría sino que ellas serían “La 220”. Por tanto, yo haría el anuncio del
siguiente modo: “Esta noche, con la inquietante presencia en coros de La 220, ¡NN y los
del Falcon Verde!”.
Cinco minutos después de terminar el asado acabó la paciencia de Antonio y
comenzaron los ensayos: nuestro Falcon Verde calentaba el motor. Debo admitir que las
chicas del coro dieron a cada canción un sonido más completo, y los arreglos de
Antonio estaban tan inspirados que todas las canciones parecían nuevas. Las dos
muchachas llevaban el ritmo en el cuerpo. Se movían con gracia innata alternando de
modo sensual, arriba y abajo, uno y otro hombro. Mientras lo hacían llevaban sus
caderas de diestra a siniestra dejando en evidencia la estrecha cintura. Esa actitud
corporal no tardó en contagiarse al resto de la banda. Es que todos les mirábamos y de
tanto mirarlas, pues, surgían fuertes las ganas de bailar con ellas. Además Diego y
Fernando, compitiendo por los favores de Mónica, trataban de lucirse y sobreactuaban
sus gestos. Era un duelo músico-actoral, por decirlo de alguna manera. Quien lo viera a
Diego en esas circunstancias, pensaría que desarrollaba alguna otra liturgia de médium
en trance convocando los espíritus de los muertos. Cerraba los ojos alzando las cejas,
extendía, retrotraía y fruncía los labios, echaba la nuca hacia atrás moviendo la cabeza
de lado a lado. Y entre escena y escena que representaba, le echaba un vistazo a Mónica
para constatar que ella le viera. Lo más gracioso del asunto, era cuando queriendo
mostrar su versatilidad con el instrumento llevaba el bajo de paseo. Lo subía y lo
bajaba, por encima de su cabeza o debajo de sus rodillas, pegado al cuerpo o alejado
extendiendo los brazos, hacia la derecha o a la izquierda, y como si fuera cualquier
cosa: fusil, palo de golf, soga por la que estuviera trepando. No se quedaba quieto y para
218
peor le daba por caminar de un lado para el otro. Tanto se movía que Marcos, por
seguirle el juego, le acompañaba a veces y tocaban cara a cara o espalda contra espalda.
Generaba así una suerte de alegre efecto dominó por el que Marcos incitaba a César y,
medio en broma medio que en serio, los dos guitarristas se ponían a imitar los pasos
marca registrada del tío ese de las bermudas, el de AC-DC que no sé como se llama. Y
hasta Carlos, por madurez siempre el más sobrio, se soltaba de a ratos con el saxo
bailando igual que los apaches de las películas. Por supuesto que frente al despliegue de
energía que generaba Diego, Fernando no podía ser menos, claro que limitada su
libertad ambulatoria por las características restrictivas del instrumento. Aferrado a su
asiento, nuestro baterista no se privaba de ninguno de los ademanes que hacen sus
colegas ni de hacer acrobacias con los palillos. Pero su apuesta fuerte pasaba por la
exhibición del torso. Como tenía buenos brazos trabajados en el gimnasio, con
poderosos bíceps muy desarrollados, pecho firme y abdominales marcados, al segundo
tema de cada ensayo se quitaba la camiseta. Tan estudiado tenía su acto exhibicionista,
que colocó a su espalda un reflector que al tiempo que le hacía sudar la gota gorda
remarcaba su musculatura con el brillo de la transpiración. Se preguntarán ustedes qué
hacía Mónica. Bien, ella sonreía las morisquetas de Diego, pero miraba, y mucho, el
cuerpo sudoroso de Fernando. Para mi sorpresa Antonio aprobaba esa vitalidad que
desbordaba en los ensayos. Hasta él la iba de relajarse cuando Luciana le bailaba o le
cantaba tomándolo suavemente por los hombros. El único que permanecía serio,
reconcentrado y hasta un poco tenso, era Agustín. No participaba del juego, lo cual no
me resultó extraño, el cabronazo se cuidaba mucho y cada vez estaba más pendiente de
su salud. El muy hipocondríaco.
219
Al correr de las horas y los días Antonio empezó a subir las exigencias, a cuestionar los
juegos y a reprender a Diego y Fernando cada vez que, por enfrascarse en su duelo,
afectaban el sonido de la banda. Bajo y batero quedaron en la mira permanente del
director musical. El oído absoluto no dejaba de amonestar los errores de nadie, incluida
Luciana, sin ningún tipo de contemplaciones. Ni siquiera yo quedé al margen de sus
reclamos en aras de la perfección. Antonio entendía que mis fraseos eran parte de cada
canción, y al igual que una partitura debían ser interpretados del modo exacto, no
bastaba con decirlos, los textos tenían que ser pronunciados con entonación
cuidadosamente predeterminada. La ansiedad por experimentar la puesta en escena del
recital al aire libre crecía a medida que los plazos se acortaban. El tiempo pasaba veloz
y de buenas a primeras nos vimos inmersos en un ensayo ininterrumpido.
Antonio volvía a ser el Antonio que no dormía nunca, corregía y volvía a corregir los
arreglos emputeciendo a Dios y María Santísima con su constante búsqueda de una
perfección artística por definición imposible. La alegría del reencuentro, esa que La 220
imprimió a los arranques, estaba quedando atrás desplazada por la tensión
omnipresente. La pobre Luciana llevaba la peor parte al descubrir el lado oscuro de su
novio, e ir dándose cuenta que su lugar era el de segunda, segunda y lejos detrás de la
música.
Así estaban las cosas, a punto de irse al demonio, que una noche César ordenó descanso
y habló en privado con Antonio, para reclamarle quitara el pie del acelerador porque
íbamos directo a darnos la madre de todas las ostias. Esa noche César, Carlos y Marcos
estuvieron fuera. Sin duda por asuntos que se imaginarán ustedes, pero de los que nada
me informaron ni yo les pregunté. Después de cenar, Antonio y Luciana se encerraron
220
discretamente en la sala de ensayo que también era el dormitorio de ambos. Mónica,
Diego, Fernando, Agustín y yo nos instalamos en el living a ver alguna película que
daban en el cable. La función resultó tan mala que en contados minutos Agustín cayó
dormido, Mónica se aburrió y para evitar el acoso de los dos gavilanes se fue a su
cuarto, que antes era el mío, con la excusa de leer un libro.
A mí me pareció que la cama vacía de Carlos era mejor que el sillón en el que dormía
desde la llegada de las chicas, por tanto la usurpé con gran satisfacción.
Lamentablemente no pude conciliar el sueño profundo y reparador que me hacía falta,
eso hizo que cuando más tarde entraron al cuarto Diego y Fernando yo les escuchara. Se
acomodaron en sus camas y pensando que yo dormía comenzaron una de esas charlas
trasnochadas que se dan entre amigos de cama a cama. Hablando en susurros
discutieron un rato sus menguadas posibilidades de seducir a Mónica. Agotado el tema
tras que volvieran recurrentemente sobre los mismos argumentos, dejaron extender el
silencio que no era tal. Podría haberme vuelto a dormir en ese lapso, sin embargo la
inquietud estaba presente y fue Diego el que la puso en palabras.
- Fer…
- ¿Si?
- ¿Qué vas a hacer?
Fernando no respondió inmediatamente sino al cabo de largos segundos.
- No sé.
- Yo tampoco.
221
- Estos están re-jugados, es como si ya tuvieran un pie en la isla.
- ¿Sabes encima de lo que estamos durmiendo?
- Si. Igual todavía falta.
- Pero lo van a hacer.
- Seguro, ya lo tienen decidido.
- Tengo miedo. ¿Vos no?
- No.
- Vos también vas a ir.
- Supongo que sí.
- ¿Y si sale mal? O mejor dicho: ¿Puede salir bien una cosa así?
- Nadie sabe. Depende de tantas cosas que el único modo de averiguarlo es
hacerlo.
- ¿Te das cuenta de todas las consecuencias que puede acarrear esto?
- Sí. Creo que sí.
- Porque, esta bien, supongamos que voy, pero mi familia se queda acá… ¿Y si
toman represalias con ellos?
- No creo. No. No porque nosotros podríamos hacer lo mismo y las cosas se
pondrían de infierno para todos. No. Eso no lo quiere nadie.
- Imagínate que nos bombardean, y los comandos que quedan acá hacen volar el
Ministerio de Defensa, ¿vos pensás que entonces van a decir "ah, no, mejor los
dejamos tranquilos"?
- No es la idea.
- Se dijo muy claro, si nos hacen la guerra allá van a tener los funerales acá.
- Mira, cuando iniciás una secesión la guerra es más que riesgo latente, es la
certeza que dan las convicciones, pero hasta la idea de la secesión es
222
consecuencia del estado de disgregación, por eso es tan importante elegir el
momento, tiene que ser cuando a la mayoría de la gente le importe menos que un
carajo o sienta ganas de hacer lo mismo.
- Boludo, nos van a tirar con todo.
- Una de las claves es que la toma sea incruenta, no tenemos que matar a nadie, ni
siquiera causar una herida. ¿Entendés Diego?
- Eso en Malvinas no dio resultados, no evitó la respuesta.
- Esto es totalmente distinto. Ahí había dos países, y entre los argentinos Malvinas
es un sentimiento porque la usurpación inglesa es una afrenta, en cambio la
secesión es otra historia. Nosotros no somos kelpers, no somos piratas
extranjeros que vienen a invadir, somos argentinos a los que no nos gusta el
rumbo que está tomando el país, nos estamos quedando sin país y como revertir
el descalabro ya es imposible, decidimos salvar una partecita. Tenemos derecho.
- Está bien, son cosas distintas, pero la resolución va a ser la misma.
- Mira, la República del Plata no es insultante para el resto de los argentinos, es un
llamado a la reflexión. Nosotros vamos a ir a la Isla a cara descubierta, sin
obligar a nadie a vivir bajo nuestras reglas, nada que ver con los guerrilleros que
quisieron adueñarse de Tucumán, y sin representar ningún riesgo para los que
prefieran quedarse acá en el viejo país. Si lo entienden y de movida nos dejan en
paz mejor para todos, pero ¡ojo!, si no lo entienden tenemos en claro que vamos
para pelear y quedarnos, vivos o muertos, pero nos quedamos. Es como el sabio
adagio romano "si vis pacem para bellum".
- ¿Te ves con un fusil en la mano?
- Eso es lo más fácil Diego.
223
- No creo que sea fácil estar en una trinchera esperando que desembarquen, y
llegado el momento empezar a tirar contra tipos que hoy por hoy son los
nuestros.
- Si te disparan no te queda otra que tirar vos también, tengo amigos militares, no
hay que tomarlo como algo personal. Preferiría que fuéramos todos juntos por
Malvinas, pero acá ni se acuerdan que somos un país invadido, y por montones
de cosas de ese estilo que me llenan de bronca, es que me voy...
- ¿Por qué me dijiste que no sabías lo que ibas a hacer? Si ya lo tenés decidido.
- Porque todavía no quiero comprometerme, yo también tengo unas cuantas
dudas… ¡Pero va César, loco! ¿Entendés? César…
- Sí, César es capaz de convencer a cualquiera… Pero yo sigo pensando que es
una locura y que va a terminar como el orto, un orto feo, como termina todo en
este país, pero por eso mismo… ¡Por cómo es este país es que lo entiendo a
César! Y cuando lo veo a los ojos siento que se la va a jugar hasta el final.
En ese punto Fernando empezó a murmurar explicaciones que interrumpió al abrirse la
puerta. Era Agustín que había despertado incómodo en mi sillón y decidió meterse en su
cama. Entonces callaron. Tengo la impresión que Agustín volvió a dormirse en cuanto
puso la mejilla sobre la almohada, pero los otros tres, fingiéndonos dormidos,
permanecimos largo rato meditando aquel asunto. Menudo problema el de mis amigos,
cuestionarse todas las lealtades con que habían sido educados, asumiendo que la
Argentina era ya un lugar vaciado de las ideas que le dieron origen y despojada de todo
futuro. Me apenaba. Los imaginé muertos en alguna playa de Martín García, devastada
cual miniatura de Dunkerque, y que esa imagen macabra me tomaría por asalto
cualquier tarde en mi hogar, sentado junto a mi mujer, con mis pantuflas en los pies,
224
viendo el informativo de la Televisión Española. En el pecho el ahogo me anticipó que
sentiría entonces la culpa de haberlos dejado solos. ¡Joder! ¿Por qué no puede uno evitar
la atracción por las cagadas? ¿Y si los denunciaba? ¿No estaría acaso salvando sus vidas
y las de muchos otros poniendo sobre aviso a las autoridades? Me odiarían, es verdad.
Pero los muertos no odian ni aman, los muertos no son nada. Al cabo de tantas idas y
vueltas mentales la extenuación doblegó al agobio y dormí.
225
LOS OJOS BRILLAN
Los ensayos se retomaron con cierta moderación por parte de Antonio, lo que despertó
en los otros integrantes de la banda una suerte de obligación moral para brindar de motu
propio el mayor esfuerzo. Sonaban divinamente. Todo parecía estar bien, muy bien. Tan
bien que una madrugada alargada por demás Antonio decidió cerrar la sesión
interpretando, y grabando, la canción que Carlos había escrito para su esposa
embarazada, a la que puso de título "Los ojos brillan".
Momento tierno para la intimidad de la banda, porque la canción no iba a integrar el
repertorio, quedaba para los afectos de puertas adentro como abrazo de todos al niño por
nacer. Agustín puso su mejor voz secundado por las chicas del coro. ¡Vale! La emoción
arrancó intensa con el solo de saxo introductorio que Carlos tocó cual si le fuera la vida.
A las guapas niñas de La 220, por esas cosas del instinto maternal que las hembras
llevan dentro, les flaquearon las rodillas. La voz de Agustín brotó dejando en claro que
lo suyo era el romanticismo, le puso tanta vibración al sentimiento que yo, al
escucharle, me derretía de amor y deseos de paternidad. Hubiera gritado el nombre de
mi amada, atravesado las paredes y nadado hasta sus brazos para recomponer el hogar y
llenarlo de hijos. ¡Cerraba los ojos y veía la sonrisa desdentada de mi bebé en su regazo!
Un pequeño Rafi… El bebito con mi cara, bonito y queriendo decirme "papá", se
representó en mi mente con fugacidad. La distancia dolió entonces como nunca.
Hay una vocecita
creciendo en tu interior,
yo siento en mis oídos
226
latir un corazón.
Y latirá más fuerte
hasta que pueda verte
despertando un grito
de júbilo y dolor,
porque ya no somos dos.
(coro)
Esa vocecita en tu interior
es que ya no somos dos
y nos brillan los ojos de amor.
Sueño lo que sueña
un hombre al soñar,
entonces miro al cielo
y veo más…
Como a esas dos manitos
apretando mí pulgar
y una sonrisa
que se me hace a vos.
Está el brillo de tus ojos
y el amor
entre esta lágrima
que se me escapa
227
y el aire que
ahora me falta
(coro)
Esa vocecita en tu interior
es que ya no somos dos
y nos brillan los ojos de amor.
Espero darle
lo que un padre debe darle,
así sabrá que sus colores
son más fuertes que la piel
y donde su mente quiera ir
le llevarán sus pies.
(coro)
Esa vocecita en tu interior
es que ya no somos dos
y nos brillan los ojos de amor.
Ningún ojo seco al terminar. Lloramos todos, con felicidad inaudita. Carlos nos
abrazaba uno por uno dándonos las gracias, no alcanzando nunca a secarse las lágrimas
por más que se refregara los ojos constantemente contra las mangas de su camisa.
Nunca, por nadie, he sentido una envidia tan sana como la de esa vez. Así, en la
228
emotividad desbordada tanto Diego como Femando creyeron tener la oportunidad de
llegarle al corazón de Mónica. Sin embargo ese corazón ya tenía una flecha clavada, y
ella, mujer de armas tomar, puso sus manos en la quijada de Agustín, lo miró fijo más
allá de los ojos, y le estampó un soberano beso carnal. Digo, un beso obsceno por donde
se lo viera, una de esas cosas que de sólo verlas te queman las pestañas, un beso, ¡uh!,
¡pero lo que se dice un beso! Quién iba a decir que el tan callado Agustín, a pesar de su
histeria hipocondríaca de marica frágil, contaba en su arsenal con semejante poder de
seducción. Yo, os diré sinceramente, ni lo sospechaba. Tampoco se lo imaginaron
Diego y Fernando. Los dos gavilanes quedaron anonadados, deambulando la soledad
con las alas muertas dejando surcos a ambos lados de sus pasos. Extraño ver a esos dos,
siempre chispeantes, ir en silencio a refugiarse en la cocina sin poder recomponerse del
golpe. Quedó enrarecido el ambiente, tal vez por eso Antonio sorprendió a todos con su
decisión de dar por terminados los ensayos. En principio creí que aquella determinación
obedecía a su percepción de lo que ese beso podía, en lo inmediato, afectar al
desenvolvimiento de la banda. Con el correr de las horas conocí el verdadero motivo.
Luciana le contó a Mónica, que le contó a Agustín, que le contó a Marcos, que le contó
a Diego, que me contó a mí, las verdaderas razones por las que nuestro director de
orquesta dio por concluidos los ensayos. Y nada tenía que ver con el efecto Mónica. La
primera razón era que NN y los del Falcon Verde había alcanzado una exquisitez de
sonido que lo situaba muy por encima de cualquier perfomance anterior. La segunda era
que todos los arreglos habían sido suficientemente ensayados, corregidos y asimilados.
Y la tercera, era que el Vietnamita seguía tan loco de remate como siempre y estaba
convencido que, en este recital ya a la vuelta de la esquina, Charly García finalmente se
haría presente, por lo cual debía concentrarse tanto y más que nunca antes lo había
229
hecho para dar ningún concierto. Desde ese punto al recital lo único que restaba era la
tensa espera.
- ¿Qué pasa chavales? ¿Los dos han perdido su apuesta? -Les dije luego a Diego y
Fernando cuando les vi asaltando la heladera.
- No me gastes, Gallego -respondió Diego, que de los dos era el menos afectado-
¡Loco, me sonreía todo el tiempo! No sé qué pasó, no lo entiendo.
- Mira -traté de iluminarlo-, no te ofendas por lo que voy a decirte, pero eso de
hacer música con los instrumentos, sea la guitarrita, los tamborcitos, el bajo o lo
que mierda sea, si bien es algo que las mujeres encuentran muy sexy, no alcanza
para superar el encantamiento de una buena voz. Lo que las subyuga es la voz.
Lo sé por experiencia propia, y si encima, como en mi caso, cuentas con buena
presencia, pues te acostumbras a que intenten contigo lo que Mónica pudo con
Agustín.
- El problema es que a mí Mónica me estaba gustando en serio -se lamentó
Fernando.
- Tampoco habréis de arruinar la banda por un asunto de polleras.
- A mí lo que me jode -saltó Diego- es que si nosotros teníamos una apuesta sobre
Mónica, Agustín no tenía porque meterse.
- Eso es verdad -coincidió Femando.
- Pues si así piensan, deberían llevarle la queja a Mónica, para que se les ría en la
cara, digo…
- No, no, tampoco vamos a hacer bardo -aseguró Diego.
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- Ya está, no da para bondi, ya paso -sentenció Fernando-, igual me queda en
claro que si Agustín no se metía era evidente que Mónica prefería venirse
conmigo.
- ¡Ah bueno! Está bien, de ilusiones también se vive.
- ¿Qué? Diego, en realidad es obvio que la apuesta la ganaba yo.
- ¡Nunca te dio bola, boludo!
- Perdonad que os interrumpa, pero digo yo, para ustedes es como si no existieran
los sentimientos de esta chica.
- Gallego, las rubias son rubias, no tienen sentimientos.
- Es así gaita, las rubias sólo tienen sexo, son como las muñecas inflables pero
con autonomía.
Los dos empezaron a reír. Caí en la cuenta que Antonio los conocía mejor que yo, y
esos dos crápulas no iban a hacerse ningún problema por perderse una hipotética
revolcada con la rubia. De hecho, antes que terminara yo de pensarlo, ya habían
establecido la nueva apuesta para ver quien lograba primero llevar a la cama una
pelirroja.
- Pero tiene que ser pelirroja natural, no teñida -clarificó Diego.
- Pelirroja de pecas en la cara.
- Esas son recontra putas.
- Putísimas… ¡Como a mi me gustan!
- ¿Y qué apostamos?
- Lo de siempre.
- Dale.
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Se reían y yo con ellos, por habérmelos tomado en serio. Es que para mí las mujeres
representan lo sublime, la mayor creación de Dios, la joya de la naturaleza, la
humanidad por su perfil más elevado, tanto que únicamente merece ser abordado por
medio del amor, amor sincero, amor verdadero. El Amor así en mayúsculas. ¡Venga! Lo
que sentía yo por mi mujer. Ese amor gigantesco frente al cual me había
empequeñecido. Ese mismo amor que de tan desmedido se tornó inmanejable hasta que
me dobló por mi lado débil: la poca autoestima. Viéndola a ella del modo en que mis
ojos la veían, me quedaba grande, era mucha mujer para mí. Creí que amar, en
situaciones semejantes, era resignar. Por eso, y por cobarde, huí. Así que las mujeres no
eran broma para mí. Ya se avecinaba el recital y luego abordaría el avión del retorno,
pensé que la distancia me había fortalecido, comprendí, en las visiones de lo que ella
sufría el vacío de su vida sin mi persona, que a sus ojos era yo el gigante, y esa mutua
visión nos complementaba haciendo de nosotros la pareja perfecta. Además mi amor
por ella se supo exteriorizar superando pruebas difíciles, al ignorar las tentaciones que
pueblan las noches de una exitosa banda de rock.
Confieso, sin pudor y hasta con orgullo, que escurrí sobre la almohada silenciosas y
dulces lágrimas de amor. Las más dulces que he llorado jamás, pues con su cristalina
esencia corroboraban la pureza de mi sentimiento. Soñé con ella, que esas lágrimas me
atrapaban convirtiéndose en la enorme burbuja que el viento elevaba transportándome
por los cielos, y que dejando atrás una estela luminosa me depositaba a su frente. El
milagro de mi vuelta, era la resurrección de su alegría. Estallaba la pompa y nos
fundíamos en un abrazo con el que la rescataba yo de la más profunda depresión. Y
entonces, con la seguridad que me infundía el haber templado mis fuerzas en la forja del
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destierro, mirándole a los ojos, justo antes del beso con que triunfaba el amor, le decía
"Soy yo, el hombre que te mereces, el que calza estas pantuflas".
Al fin llegó el tiempo de salir a escena. Todo había sido perfectamente planificado. Nos
despertamos cerca de las doce del mediodía y salimos a la ruta con la intención de
comer un asado en el lugar del recital. César, Marcos y yo fuimos en el Legendario, los
demás en otros autos. Al dar la vuelta en la Rotonda Susvín, tomé cabal conciencia que
lo de esa noche sería un evento magno, pues ya estaban allí más de 30 autos del Club
del Falcon Verde, seguramente los más ansiosos e impacientes. Al pasar nos saludamos
con sendos bocinazos y seguimos camino a la Estancia Manuela, sitio en el que, un par
de kilómetros tranquera adentro, ya estaba montado el escenario. La imponente
estructura de hierro y madera, en forma de T y dotada de rampa, permitiría al legendario
irrumpir sobre el escenario como si fuera a saltar sobre el público. Los grupos
electrógenos, que alimentarían los poderosos equipos de luz y sonido, ya estaban
instalados a distancia en la que el ruido de sus generadores no afectara la calidad del
show. Marcos condujo alrededor del escenario y tras dar una prudente vuelta de
inspección se aventuró por la rampa hasta dejar el auto estacionado al final de lo que
sería el pie de la letra T, que esa noche iba a quedar en medio del público a modo de
corredor perpendicular al escenario. Aquel montaje en pleno campo ponía las cosas en
perspectiva, así como que te apretaran los cojones con una morsa. ¡Vamos! Era
imponente. Imponente. Y había que llenarlo. Me quedé buen rato pensando hasta
entender que lo mejor era no pensar nada, aguardar lo que sea y salir al ruedo a matar el
toro. Sacamos el Legendario mientras allá a lo lejos alineaban los baños químicos.
Después del almuerzo en el quincho, probé los micrófonos y se corrigieren algunos
acoples. Cada uno de los músicos realizó una prueba individual de sonido con sus
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equipos, y luego todos juntos interpretaron una canción. La calidad del sonido era
impecable. Volvimos al casco de la estancia cuando ya los primeros autos comenzaban
a instalarse frente al escenario. Los nervios nos carcomían los sesos y los minutos se
negaban a correr. Esperamos, esperamos esperar, y de tanto aguardar me encontré frente
al espejo peinándome a la gomina. Me vestí luego corroborando mi buena estampa, y el
toque misteriosamente peligroso que me conferían los anteojos negros.
Las chicas de La 220 nos dejaron de mandíbulas caídas, su traje era como el nuestro
pero en lugar de pantalones llevaban pollera larga, y debajo, para cuando se quitaran la
falda y el saco, mini muy corta con camisa que era pura pechera dejando la espalda al
descubierto. Traían peinado tirante recogido hacia atrás, pero sin gomina pues en alguna
parte del show, cuando cantaran aquello de "Susanita te hace shock", deberían soltarse
el cabello y agitar sus melenas, como hacía Susana Giménez en la propaganda de jabón
Cadum que la lanzó a la fama allá por 1967. Aquella publicidad resaltaba el efecto
“shock” del jabón, y de ahí -humor negro mediante- derivó el nombre de “Susanita”
aplicado a la picana eléctrica.
David, que se pasó toda la jornada corriendo de un lado a otro asegurando que cada cosa
estuviera en su lugar, vino a decirnos que la asistencia del público era masiva, 30.000
personas y seguían llegando. Los automóviles que no eran Ford Falcon se estacionaban
a 500 metros del área del recital, en tanto que los legendarios accedían libremente al
espacio destinado al público. El ronroneo de tantos Ford Falcon estremecía y
envalentonaba el ánimo, en tanto los cánticos de la patota, con aquello de "Soy del
Falcon, / soy del Falcon, / Falcon Verde, / yo soy", ponía los pelos de punta. Nos
alistamos para responder a ese clamor. Antonio dijo tener seguridad que estábamos
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listos para gozar de la fiesta, y en el mismo tono César nos arengó a dar, y darnos, el
mejor espectáculo en la historia del Rock & Roll. Con la zambullida de Agustín al baúl
del Falcon Verde, comenzó nuestro despliegue. Los muchachos se acomodaron dentro
del auto y yo me senté sobre el capot del motor. Arrancamos hacia el escenario con las
chicas de La 220 siguiéndonos en el jeep que manejaba David. Al pie de la escalinata
para subir a escena respiré profundo, aclaré la garganta y realicé mi entrada. El apagarse
brusco de las luces que hacían la iluminación del escenario y el perímetro del campo,
arrancó un gritó eufórico. Con la única claridad que proporcionaban los faros de los
Falcon, yendo al micrófono alcancé á distinguir los brazos de la multitud que entre
saltos y alegría anunciaba: "¡Ya viene, / ya viene, / ya viene el Falcon Verde!"
¡Coño! ¡Qué manera de temblarme las rodillas! Aquellas sombras fantasmagóricas, os
diré, llenaban los ojos como la alucinación gigantesca surgida de mil cabezas. Debí
recurrir a mi proverbial profesionalismo para abrir el show con el entero poder de esta
privilegiada voz. Un cañón de luz me sumergió en su brillante ceguera y nomás de
verme se desató la ovación, que se hizo delirio en cuanto les dije:
- ¡Buenas noches, patota!
Una salva de fuegos artificiales coronó mi saludo, sincronizadamente con la psicodelia
de luces que, dando muestra de energía, se dispersó en un movimiento de haces que lo
abarcaron todo para concluir centrando la luz y la atención en mí.
- Bienvenidos a esta noche de memoria y verdad. En los años de plomo, los del
"yo me borro" y el "no te metas", cuando muchos se escondieron bajo la cama a
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esperar que otros hicieran lo que debía hacerse, él fue de los que salieron a poner
el cuerpo. Al igual que los héroes de viejas aventuras, su nombre adquirió la
fama de un color distintivo, fue bandera desplegada tremolando al viento por las
noches oscuras en la más sucia de todas las guerras. Cruel entre los crueles
aceptó batirse con las reglas de sus enemigos, los que pronto descubrieron que el
suyo era un viaje de ida. Su nombre se pronuncia siempre con respeto, respeto al
que sus enemigos le añaden temor, respeto al que sus amigos le añaden gratitud.
¡Ford Falcon! O para decirlo con total precisión ¡Falcon Verde!, y esta noche,
con la inquietante presencia de La 220 en coros, para toda la patota, una banda
de rock para rockanrolear, una banda de terror paramilitar: ¡¡¡N.N. y los del
Falcon Verde!!!
La violencia con que Marcos hizo saltar el Legendario de la rampa al escenario, le puso
los cojones de moños a los tipos que habían armado la estructura. A mí también, claro.
Pero esa noche estábamos para la gloria y todo iba a salir de puta madre. Estacionó casi
encima de la gente y descendieron con itakas en las manos. Las luces y los fuegos
artificiales triplicaron la dimensión de lo que había sido mi anuncio. El show siguió la
misma rutina de siempre, que el público podía disfrutar doblemente gracias a la súper
pantalla que hacía de telón de fondo. Quitaron a Agustín del baúl, lo arrastraron al
centro del escenario, cambiaron las itakas por los instumentos, y cuando César le
ordenó: "Ahora vas a cantar", sobrevino la locura. Con los ojos vendados Agustín soltó
la voz para "Demasiado tarde". Hubo que empeñar toda la potencia de los altavoces en
sobreponer el sonido de la banda a la fuerza atronadora del público. Las energías de ese
coro vital llegaban al escenario como el aliento de la divinidad, capaz de transformar a
las más corrientes de sus criaturas en héroes o semidioses. El quiebre de Agustín y su
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consiguiente metamorfosis de prisionero a represor preludió "Che, Beto", haciendo que
la banda se mostrase mejor que nunca, creciendo en histrionismo sobre el enorme
escenario para abarcarlo completamente. La música operó el milagro de achicarlo, de
reducirlo a su mínima expresión, proyectando cada intérprete una envergadura artística
descomunal, creo que tomaron conciencia de ello a partir que La 220 liberó sus cabellos
al cantar, en un momento muy logrado: "Y Susanita... Susanita... ¡Susanita te hace
shock!". El primer plano de ellas en la pantalla disparó los ánimos a los cielos; flotando,
allí se mantuvieron con "Represor ilegal" y "El shingle". Un éxtasis apoteótico, lo que
se dice orgásmico, se alcanzó con "Memoria y verdad", y al final de la primera parte
con "El buen soldado" sencillamente el sacudón fue tan fuerte que el placer estuvo al
tris de convertirse en dolor. Hasta el gozo tiene sus fronteras, y aquello llegó hasta las
estrellas.
El descanso se hizo imprescindible, no hay corazón que aguante bombear tanta sangre y
adrenalina a esa velocidad. En ese intermedio apareció de entre la multitud un Falcon
Verde inflable, hecho en tamaño real y hasta con luces, al que la gente hacía ir de un
lado a otro botándolo de mano en mano. También dos gigantescas pelotas verdes
rebotaban en la multitud. Con esas pasadas de los globos parecían anticipar lo que podía
ser el salto del Vietnamita, demostrando que La Patota estaba dispuesta a recibirlo sobre
sus palmas y llevarlo suavemente hacia donde el capricho alucinatorio indicara que
debía encontrarse Charly García. La segunda parte abrió con "Rueda de noticias":
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RUEDA DE NOTICIAS
La rueda gira, como todos los días.
El refritado de noticias de ayer,
de esos que hablan y no dejan de hablar,
carne podrida que hay quien gusta comer
sin decir nada que nos sirva escuchar.
La radio y la tele
las prendo y me pierdo
si no hay nada nuevo.
Algunas veces, ves que las voces se van
hacia lo hueco, haciendo eco
en un espacio infinito y vulgar.
Haciendo eco allá en lo hueco
como cayendo en una tonta espiral.
La radio y la tele
las prendo y me pierdo
si no hay nada nuevo.
Entre los popes de la información
siempre se escucha la misma canción:
"Dinero, dinero, te busco y te quiero."
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"Dinero, dinero, me alquilo y me vendo."
Y cuantas caras esculpidas en piedra,
y cuanta frase esperando miserias,
mucha pantalla sirviendo de pantalla,
mucho canalla en el coro de canallas.
La radio y la tele
las prendo y me pierdo
si no hay nada nuevo.
Le siguieron, con el mismo constante furor "Nada duele" y "Arriba ángeles caídos".
Después fue el turno de "Los ojos de mi amigo" y "En la plaza".
La segunda parte iba a cerrarse con "Canción de después", tema originalmente
compuesto por César para una mujer de grandes ojos almendrados, de la que casi nunca
hablaba pero cuya fotografía atesoraba en un pequeño portarretrato. Le pregunté por ella
el día en que, por descuido, olvidó guardar la foto en la gaveta que solía mantener bajo
llave. Me dijo apenas, muy enigmático y en tono bucólico, estas pocas palabras a modo
de toda respuesta: "Una de esas historias que nunca debieron comenzar y que no pueden
cerrarse".
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CANCIÓN DE DESPUÉS
Después…
Porque siempre hay un después,
hamacando los recuerdos
y el cuerpo en un sillón,
con la mirada perdida en el ayer
dibujando sus contornos en el sol,
ese enfermo moribundo por nacer.
Después...
Porque siempre hay un después,
te tomaré en mis brazos
como antaño supo ser
y será como volver para partir.
Dejaré, quién sabe qué,
porque sabés
los ateos no tenemos
ningún cielo donde ir.
Después...
Porque siempre, hay un después,
hasta cuando ya no hay más,
yo sé que comprenderás
que mi cielo fue de almendras
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y temblores de pasión
entre tus piernas.
Después...
Porque siempre hay un después,
otros jóvenes tendrán
un después que construir
Después...
Porque siempre hay un después.
Siempre, hay un después.
Se suponía, pues así estaba programado, que allí finalizaría la segunda parte. Ocurrió
entonces que al loco de Antonio le vino el ataque, y el público, la patota, lo advirtió
antes que nosotros. Interrumpiendo los aplausos, que eran el broche de perlas para una
actuación inspiradísima, empezaron a gritar "¡Viet-na-mita!, ¡Viet-na-mita!".
Antonio salió entonces eyectado de detrás del piano corriendo a un nuevo salto en esa
búsqueda enfermiza y desesperada de Charly García. Las manos en alto se tensaban
para recibir y amortiguar su enjuto cuerpo en el punto de impacto que la trayectoria de
aquella loca carrera sugería. Pero una vez más, Antonio, el genio atormentado, logró
desconcertar a todos al clavarse sobre la punta de sus zapatos y al filo del escenario
cuando ya los tacos los tenía en el aire. Una exclamación general que sonó a sirena de
bomberos en el largo ulular de la U: "¡Uuuuuh!", contribuyó a petrificar el instante, e
inmediatamente el abrupto silencio cayendo a plomo. En la pantalla gigante podía verse,
241
en primerísimo plano, el gesto atribulado del tecladista. Su equilibrio era un prodigio
tan inexplicable que hubiera desvelado al tío aquel de la manzana. Cerró los ojos, tapó
con el dedo mayor de la mano izquierda la oreja de ese lado, y movió la cabeza
rastrillando el silencio con el oído derecho. Intempestivamente abrió los ojos, seguro de
haber detectado la ansiada presencia, y cuando todos supusimos que se arrojaría sobre el
público dio dos pasos de susto hacia atrás. Allí volvió a cerrar los ojos y asintió con la
cabeza, cual si hubiera recibido alguna instrucción. Dio la media vuelta caminando con
paso firme y presuroso al medio del escenario. Chasqueó los dedos para llamar la
atención de los plomos, e indicarles con otro ademán que llevaran el piano al medio y al
frente. Mirándolo a César, dijo en tono absolutamente imperativo y poniendo a su
voluntad por encima de cualquier posibilidad de desobediencia o negociación:
- Salgan todos del escenario hasta que yo los llame. Tengo un asunto con el
diablo, que es nada más entre él y yo.
César dejó su guitarra e indicó a los demás acatar la orden de Antonio. Desde aquel
primer show en que nadie nos conocía, por segunda y última vez en un concierto de NN
y los del Falcon Verde no pudo el público predecir lo que iba a acontecer. Ya os he
narrado esa extraña cualidad de adivinación de la que hacían gala cuando cantaban a la
par los temas de estreno. Y de repente, por arte de magia, o por genialidad de Antonio,
quedaron en blanco. Antonio se ubicó frente al piano ajustando el micrófono para poder
cantar. ¡Vaya tío! La formación clásica, ese oído absoluto y sus visiones de lo artístico
lo llevaban a lugares por encima de la realidad ¿Sabéis lo que es un artista? Os lo diré,
un artista es el individuo capaz de atiborrar de talento cualquier escenario que quedaría
grande para cien tipos que fueran medianamente buenos en lo suyo. Un artista es
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alguien dotado de llaves que abren puertas a otras dimensiones. Un artista es la figurita
difícil del álbum, extremadamente difícil de hallar. Es un audaz que desdeña la
comodidad de complacer al público, y allí estaba, nuestro artista, a punto de romper el
silencio de la expectativa que supo imponer. Sus yemas acariciaron las teclas y la
música brotó inconfundible desde el primer acorde. El público, claro, conocía la letra
por haberla escuchado infinidad de veces como emblema que signa una época. Autoría
de Charly García, "Los dinosaurios" era lo último que la patota esperaba escuchar. "La
persona que amas puede desaparecer", cantó Antonio cuando las patas del piano
quedaron absorbidas en la nube de humo asentada sobre las tablas y el Legendario
parecía volar. De no haber estado tan pasmado de asombro como los demás, me hubiera
preocupado por la reacción de la gente, aunque ciertamente todo es cuestión de
interpretación, de contexto y de mantener la cabeza abierta para no caer en el peligroso
microclima de los fundamentalistas que no aceptan nada distinto a la verdad que les
duele. Sin embargo Antonio no daba respiro al piano improvisando arreglos, llevando la
música a niveles sobrehumanos, que ¡vamos!, uno no será un genio pero reconoce
cuando está frente a uno. A su llamado la banda volvió al escenario sobre mitad del
tema, entonces fue aquello pura fiesta pagana de héroes y semidioses, al que sus fieles
les tributaron las palmas del éxtasis mientras cantaban "pero los dinosaurios van a
desaparecer". Se replicaron los aplausos hacia el final, y poniéndose de pie Antonio
caminó tranquilamente hasta el borde del escenario, y allí mismo donde detuvo su salto,
sentenció satisfecho:
- ¡Say no more!
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Tras lo cual improvisó una ceremoniosa reverencia, que aunque amplios los
movimientos no resultó aparatosa, y con él allí, semejando algún marqués de la
monarquía francesa inclinándose ante Luís, las luces fundieron a negro dando por
finalizada la segunda parte.
¿Qué si Charly García estuvo allí? Vaya uno a saber. No me consta, chavales; pero todo
puede ser.
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¡CORRE ZURDITO!
La tercera y última parte del show se desarrolló en otro ambiente, con mayor distensión,
casi de entrecasa. Que el recital ya estaba cumplido, ¿qué más? Arriba y abajo del
escenario se derramaba felicidad. El contornearse de la multitud era constante, en
especial cuando entre tema y tema surgía aquello de "¡Arriba Falcon Verde!, / esta la
que baila es tu patota, / la que te sigue siempre a todas partes, / la que te pone el hombro
y el aguante, / ¡el aguante!". Mirad mi piel, parezco avestruz desplumado, y esto es
apenas por recordar… Imaginaros entonces lo que era estar ahí.
El final empezó con la jarana de "¡Corre zurdito!": la música del dibujo animado del
Correcaminos y el Coyote acompañando a una letra pegadiza que parodiaba los años de
plomo, jugando con la incorrección política del humor.
Si estando en la mala senda
oyes un “pist, pist”,
ten la seguridad que se trata de mí.
¡Corre zurdito!
Nuestro Falcon va por ti.
Miles de locas bombas has de poner
pero tarde o temprano vas a caer.
¡Corre zurdito!
Nuestro Falcon va por ti.
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Lo que tus balas hieren, vas a probar.
Lo que tus balas matan, vas a sentir.
¡Corre zurdito!
Nuestro Falcon va por ti.
Luego de repetir esas cortas estrofas infinidad de veces, dejaron a un lado el repertorio y
consecuencia evidente del desahogo que experimentaba Antonio arriesgaron a
internarse en una larga zapada especie de popurrí de canciones inconclusas. Para el gran
final, con el resto de la pirotecnia, se reservaron "Somos los del Falcon", y la patota sin
aceptar saludos de despedida reclamó, exigió y logró una más. No hubo que elegir qué
canción tocar, nuestra gente comenzó a cantarla y solamente quedó acompañarle con
"Memoria y verdad".
Feliz con el último apriete, la patota se extendió en alargar el ensordecedor aplauso
sobre el que fui nombrando uno por uno a los miembros de la banda:
- Nuestra voz principal Agustín Canelois; César Carnovali, primera guitarra y
coro; Marcos Slahter, guitarra y coros; Diego Magliani, bajo y coros; Antonio
Faull, -aclamación- dirección y teclados; Fernando Hamal, batería y coros;
Carlos Bagliesso en vientos, Luciana y Mónica son La 220, y junto a quien les
habla, Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y Serrano,
somos por y para ustedes: ¡NN y los del Falcon Verde!
Saludamos con repetidas aproximaciones al borde del escenario y entre reverencias,
lanzando besos a la multitud, caímos en la cuenta que había sido el último show. Aquel
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adiós lo viví al ralenti, donde cada paso fuera del escenario adquiría una distancia
simbólica. Caminaba acompañando las ruedas del Legendario, sabiendo que esa etapa
cerrada estaba quedando atrás y cada segundo era algo que pretendía atrapar por
siempre. En mi percepción era como ir sacando fotos de polaroid a cada paso y entre
flash y flash escuchaba los sonidos, ya los aplausos, el motor del Falcon, algún grito.
Cada imagen me brindaba su propia música y era una visión de calidoscopio, donde el
todo y los fragmentos se interrelacionaban con las emociones que daban calor al pecho.
Creo haber llorado mientras reía, sintiéndome fuerte y débil, triste y feliz, maravillado y
espantado. Mi Dios…
Quisiera contarles el detalle de mi sentir, pero no hay palabras que puedan hacerlo, ni
otra forma de trasmitir esa experiencia que haberlo vivido. Os pido entonces sepáis
perdonar, esta, mi limitación, pero si algún día, en el mismo momento Dios y el Diablo
posaran sus manos sobre vosotros, ese día lo sabréis. Os juro que así se siente.
247
VOLVER
Me despedí de todos y cada uno de mis compañeros porque no me pareció que tuviera
mucho sentido regresar a la quinta. Preferí aguardar el momento de partir al Aeropuerto
en el hotel donde me había alojado la última vez. Tomé otra fotografía mental de todos
ellos despidiéndose de mí. Los quería. Los amaba. La alegría que aguardaba en España
no quitaba lo triste y medroso de la despedida por estos sudacas de los que me había
encariñado. Pareció entenderlo el amigo de David que se ofreció a llevarme al cinco
estrellas y no dijo palabra en todo el trayecto. A dos velas llegué pensando si aquella
foto que llevaba en mis retinas no se tornaría recuerdo amargo tras la aventura de
Martín García. Ya en la cama me decía que era necesario dar aviso a las autoridades;
más no lo hice. Les debía lealtad, y aunque sus decisiones les condujeran al desastre
tenía que respetarlos. Además en la mente no reservaba lugar para otros pensamientos
que los relacionados con mi amada mujer.
Abordé el avión con la ansiedad del adolescente que va por el primer beso. Iba
dispuesto a encontrarla, tomar sus manos entre las mías y clavando rodilla en tierra,
declararle mi renovado amor. Porque cuando un hombre ama a una mujer, debe
arrodillarse ante ella, y de rodillas, que es la manera de la romántica valentía, reconocer
que no hay caballero sin dama, que sin ella no se es nada.
España me recibió españolamente. Su aire era mi aire, su gente mi gente y al fin, bajo su
cielo caminé por calles en las que no era extranjero. De inmediato inicié una búsqueda
detectivesca para dar con ella. Ninguno de nuestros amigos en común sabía de su
paradero, y tal como lo sospeché desde un principio tuve que recurrir a esa vieja tía
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suya, la sorda senil y sin teléfono a la que visitaba de tanto en tanto. La anciana mujer ni
recordaba tener una sobrina, menos a mí, pero confundiéndome con alguien –no me
pregunten quién- me dejó ingresar a su casa, lo que aproveché para hurgar entre sus
papeles. Y como el que busca encuentra, di con una tarjeta en la que reconocí su letra
cursiva. Escrita con esmerado cuidado, en trazos grandes para que pueda leerlos la vieja,
refería cierta dirección de Sanlúcar de Barrameda.
Viajé a Cádiz, donde renté automóvil para ir a su encuentro. Mis nervios, mis miedos,
mis culpas, me retuvieron algunos largos minutos de angustia aparcado frente a su casa
sin atreverme a ir por ella. La emoción era tan intensa que temía desvanecerme al cruzar
la calle. Junté coraje, y me llegué hasta la puerta. Era una construcción importante y
pensé que tal vez arrendaba algún cuarto en esa casa de familia, si es que ya no se había
suicidado por mí. Temía yo que fuera tarde. Con voz trémula pronuncié su nombre
preguntando si allí se alojaba, y el ama de llaves asintió requiriendo le informara quién
preguntaba por ella. Aquella pregunta de la doméstica me devolvió el alma al cuerpo.
En un suspiro le di mi nombre, que para la sierva no significó nada, e indicándome que
aguarde en el umbral se alejó cerrando al retirarse una puerta de dos hojas con cristales
fumados que algo transparentaba del otro lado. ¡Ella estaba viva! Los dos habíamos
sobrevivido a la separación, y nada iba a impedirnos recuperar el tiempo perdido.
Escuché su voz y sus pasos achicando la distancia. Podía ver su figura aproximarse
aunque deformada por los vitrales opacos. Me estremecí casi palpando la felicidad. Al
abrir la puerta fueron sus ojos lo primero que vi, radiantes, luminosos, transmitiendo
una desconcertante seguridad.
- ¡Rafi! -Dijo alegremente.
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- Pero, pero… -Balbuceé sin dar crédito a lo que veía.
- Has llegado en el momento preciso -sostuvo.
- Pero, pero… -Repetía confuso hasta que señalando la evidencia logré
preguntarle- ¿Pero qué es eso?
- Mellizos -respondió colocando ambas manos sobre la panza.
- Pero, pero… -Absorto ante la luminosidad de su rostro, pregunté- ¿Quién te ha
preñado? .
- Paolo -respondió feliz.
- ¿Paolo?
- Mi pareja, por eso te buscábamos por todas partes, para tramitar el divorcio y
que estos niños lleguen al mundo con todo en regla.
- ¿Pero de dónde salió este Paolo?
- Nos hemos conocido por Internet. Es italiano y juega al básquet aquí en...
- ¿Un italiano?
- Sí, un italiano… ¿Quién lo hubiera dicho? Recuerdas que cuándo te fuiste me
dijiste que merecía un gigante, pues que lo tuyo ha sido casi de adivino, un
presagio, espera, que te lo presento. ¡Paolo!
Y entonces, a mi zozobra emocional le cayó encima el metro noventa y siete del tal
Paolo, prospecto varonil de la Italia del norte, rubio de ojos claros, que se acercaba con
una bata y… ¡Válgame Dios! Mis pantuflas. ¡Mis queridas y adoradas pantuflas
ultrajadas por sus pies! Que penoso es recordar…
- ¡Mujer! -Le recriminé rabioso- ¿Cómo has podido hacerme esto?
- ¿Lo dices por esto? -Respondió señalando su panza.
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- Lo digo porque este italianucho tiene mis pantuflas, y… ¡Mira! Su dedo gordo
ha perforado la tela… ¡Me las ha estropeado! ¡Las ha cagado!
- ¿Vas a hacer una escena por tus pantuflas?
- No me importa que tan alto seas, -le dije al tal Paolo- ¡Devuélveme mis
pantuflas! Y agradece que hay una mujer embarazada de por medio, que de no
ser así dejaría libres las ganas que tengo de partirte la cara a golpes, y que no lo
hago, mira, nada más porque al fin de cuentas eres el padre de los hijos de mi
mujer.
¿Por qué abría la boca si sólo me salían dislates? Apreté los labios y me dejé morir de
pie. Ambos intentaron ser amables. Recuerdo que asintiendo con la cabeza prometí
firmarles los papeles del divorcio, me devolvieron las pantuflas y salí otra vez a la calle.
Y pensar que, por su amor, estuve a punto de escribir un tango que ya era famoso. Ahí
comprendí esa gran verdad del Tango: “De las mujeres mejor no hay que hablar, todas,
mi amigo, dan muy mal pago”. Me fui, caminando con las pantuflas abrazadas al pecho.
Sequé mis lágrimas en ellas, y habiéndolas empapado les dije que ya nunca las cosas
podrían ser como antes, así que las boté en un cesto de basura. Me acordé en la terminal
de ómnibus que había rentado un auto, y volviendo por él, me dije que era tiempo de
retornar a mi vida. ¡A mi vida! Bueno, a ciertas apariencias de vitalidad, que sin ser lo
mismo al menos no desentona con los demás.
Conseguí trabajo en una radio de Alicante y recomencé mi carrera. Créanme que el
dolor había sido tanto, que nada me conmovía. Apenas las bombas de Atocha lograron
recordarme que en algún lugar desolado dentro del pecho tenía olvidado un corazón.
¿Para qué perder tiempo con circunloquios y eufemismos? Mi vida apestaba. Me
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aburría, me moría. Y al paso de los años nunca encontré la fibra de lo esencial, ni las
ganas de apresurar la agonía. Cuando no trabajaba, permanecía en casa escuchando
tangos y tomando mate. La alegría del Tango es tan distinta de la tristeza que la lleva
encima para acariciarla. No todos pueden entender ni descifrar las aparentes
contradicciones del Tango. Figúrense que cuando la casualidad disponía el fortuito
encuentro con algún conocido, de esos que creía perdidos en el tiempo, me decían que
hablaba extraño, que mi acento ya no era de aquel español tan puro del que solía
jactarme. Y no me ofendía, ni sentí preocupación por ello. Asumí, y ustedes lo habrán
notado, que porfiado hasta los huesos caí del burro con mis aspiraciones de pureza
idiomática. Quevedo y Cervantes hubieran reído con mis desgracias. Si ser español
consistiera en mantener inalterable el idioma ya no habría españoles, y era Discépolo el
que me entendía. Yo, que quise ser la voz del idioma español, pasé por una banda de
rock para abrazar al Tango. Igualmente, os digo para que toméis nota, nuestro lenguaje
es como el Cid Campeador, hasta después de muerto cabalgará victorioso.
Así pasaba la vida, año tras año desde que el jodido desencanto me bajara los humos,
todos los humos. Y el mundo, España al medio, cada vez peor, a los tumbos. En el
descontrolado subibaja de los países arreciando incertidumbres, la única certeza es que a
la corta o a la larga todos los pueblos pagan las malas cuentas de sus gobiernos. Como
cuando Serrat canta “Fiesta”, se acaba el jolgorio, queda la resaca, y mientras llegan las
facturas por los platos rotos a rezarle a San Juan porque no falten mendrugos de pan,
que se piden y no los dan.
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Así, sobre la pila de almanaques llegó el día en que revisando el correo electrónico
encontré aquel extrañísimo e-mail enviado por un tal Domingo Faustino Sarmiento,
todo el mensaje era una palabra entre signos de admiración: ¡¡¡¡¡ARGIROPOLIS!!!!!
Ni conocía al remitente, ni entendía el significado de esa palabra en mayúsculas y
negrita por todo texto del mensaje. No se me ocurrió buscarla en el Google, de haberlo
hecho lo hubiese entendido de inmediato, porque Domingo Faustino Sarmiento -antes
de ser Presidente de los argentinos- había escrito la utopía de Argirópolis, soñando en
1850 un mejor país que la tiranía de Rosas y cuya capital imaginaba en la Isla de Martín
García. Igual, a las pocas horas la noticia llegó a la radio merced al cable de una agencia
periodística que, fechado en Buenos Aires, decía:
"OPERACIÓN ARGIRÓPOLIS: La Isla de Martín García fue tomada ayer por el grupo
secesionista liderado por César Carnovali, quien proclamó la independencia de La
República del Plata. La toma, producto de la denominada Operación Argirópolis,
resultó incruenta y contó con el aval de los pocos pobladores de la Isla. Los rebeldes,
enarbolando bandera de fondo marrón, el color del río, con una gran Rosa de los
Vientos plateada en medio, disponen de un fuerte arsenal y cuentan con un completo
batallón de infantería de marina que ya se ha desplegado para defender sus posiciones
ante el eventual intento de recupero por parte de las autoridades argentinas. El hecho se
produjo en medio de otra nueva crisis institucional y económica que afecta al Gobierno
de Buenos Aires. Desde la Casa Rosada se habría ordenado ya la puesta en alerta y
movilización de fuerzas militares, en tanto que preventivamente medidas similares
fueron adoptadas en la República Oriental del Uruguay. Si bien se aguarda con cautela
una instancia de negociación tendiente a evitar acciones militares, la Armada Argentina
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impuso el bloqueo alrededor de la Isla, por lo que no se descarta que en los próximos
días pueda desencadenarse la batalla por Martín García".
Con los años y a la distancia, pensé que todo aquel dramático rollo de César había
quedado en la nada; en parte quise creer que pudo ser alguna alucinación, producto de
mis desvaríos. Aunque suene contradictorio, si bien al principio temía y me perturbaba
que pudieran mis amigos morir masacrados en pleno desembarco, de tanto esperar
noticias pude haberme sentido decepcionado. Como si la mirada de César hubiese sido
mentira. Pero no lo era. Lo hicieron nomás, cruzaron la llanura encrespada de ese río
marrón, el mismo turbio río de sueñera y barro que yo extrañaba incomprensiblemente
ante la vista del Mediterráneo, y aunque era una completa locura me pregunté qué
diantres tenía que quedarme haciendo en España. Mi amada España… Sé que es una
quijotada, tíos, una quijotada. Y para una quijotada nada mejor que un español, por eso
estoy aquí, matando el tiempo con ustedes, de vuelta en Sudacalandia, sólo que en la
otra orilla del Plata y dispuesto a evadir el bloqueo. ¡Y ya no me hagáis hablar más que
mi bote se apresta a zarpar! Os dejo aquí, habiendo narrado mis tribulaciones en
Sudacalandia hasta la parte presente en que, otra vez, todo es incertidumbre; veré si
puedo yo también cruzar la llanura encrespada de este río marrón después de haber
quemado mi pasaporte.
Lo intentaré, eso es lo único seguro; y ahora me voy, trataré de sumarme a mis
amiguetes para correr, cualquiera que sea, su misma suerte.
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