NN Y LOS DEL FALCON VERDE

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Ariel Corbat N.N. y los del Falcon Verde Vivencias de sudaKalandia (Las comiquísimas tribulaciones de un español afligido por amor) LA PLUMA DE LA DERECHA

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Novela de Ariel Corbat. Sátira política con un toque de humor negro. Síntesís: Rafi Castillejo, un conflictuado locutor español, huye de España en medio de una crisis personal y cae en la República Argentina a comienzos del kirchnerismo. Por azar se convierte en presentador de una banda de rock cuyos recitales se realizan en total clandestinidad. Esa banda, a contramano de la "corrección política" y luciendo una estética propia de represores de los años de plomo, lleva por nombre "NN Y LOS DEL FALCON VERDE", pero tiene planes que van más allá del escenario.

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Ariel Corbat

N.N. y los del Falcon Verde

Vivencias de sudaKalandia

(Las comiquísimas tribulaciones de un español afligido por amor)

LA PLUMA DE LA DERECHA

www.plumaderecha.blogspot.com

ADVERTENCIA AL LECTOR

Esta novela cuestiona. No presume de ser políticamente incorrecta, sencillamente lo es.

Pero sólo por ahora, mientras la hipocresía generalizada de los argentinos siga dando

comodidad a una intelectualidad cobarde. Mañana será otro día, otro país, otro mundo.

Porque no hay mentiras que duren por siempre, y cuando el mentiroso sobreactúa la

tragedia lucrando con ella, la sátira, antes que el tiempo, da el paso hacia la comedia.

Los autoritarios, del signo que sean, cuando se hacen del poder no le temen a los gritos

marciales, ni a los discursos de barricada; por el contrario ese desafío es el que les place

y conviene, desde que ofrece la chance de gritar más fuerte. Y aturdir.

Lo que temen son las risas. Las simples risas de aquellos que creen deberían temerles.

Cualquier gobierno que intenta imponer sus paradigmas de lo sacro obligando a repetir

una sola versión de la historia se aleja de la democracia. Lo sacro exige silencio y

ausencia de razonamiento. Los cerdos de Orwell no quedaron todos en la granja,

algunos hasta parecen humanos…

A pesar de los cerdos, para la República lo único sacro es la Libertad; y ella sabe reír.

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EN MEMORIA

De todos los inocentes que no vivieron sus vidas por causa de la violencia política.

Que no se repita.

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A LA ARGENTINA

Cuando parece que uno está a punto de tocar los sueños, y sólo es ilusión, justo ahí es

cuando empiezan a doler. Porque aquello de que “soñar no cuesta nada”… ¡Eso es una

gilipollez! Eso es lo que es, lo sé. Mi experiencia os puede iluminar al respecto. Se

sueña, y a fuerza de desencantos se cambia. De sueños, claro. ¿Pues qué sería la vida sin

sueños que soñar? Nada, un vacío mucho peor que la muerte. ¿Qué soñar te llena de

magullones? Sí, ¿y qué con eso? Llámenme romántico, iluso si quieren, pero basta un

acaso -hermosa palabra la palabra “acaso”-, y en la esperanza del más diminuto de los

sueños que puede ser cumplido florece la dicha. El problema no es soñar, sino andar tras

el sueño equivocado.

Como todos vosotros sabéis bien, cualquier español puede cambiar de ideas, de hábitos,

de religión y llegado el caso también de sexo. Hasta el cabrón más tozudo parido de

madre española es capaz de pegarse un viraje de esos que estupefactan al campeón de

los incrédulos. ¡Qué va! Suponer nomás a un tío como yo que, creyendo haberme

casado para siempre, de la noche a la mañana amparado por las sombras en que se

encubren las gentes de mal vivir salí por la puerta del hogar conyugal con la intención

de no volver, y ya tenéis la pauta que, como suele decirse, la arcilla con que estamos

moldeados no termina nunca de cocinarse.

¡Joder! ¡Qué torpeza! Si de algo no quería hablaros era de mi penosa separación, que

por eso le había puesto un mar de distancia en medio, para olvidar. Y no va que os digo

apenas cuatro palabras y ya dejo caer mi rollo. Os prometo que en lo sucesivo voy a

cuidarme de no distraeros con estos pesares míos, que acaso pasen por banalidades.

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Porque es lógico que si están aquí para que les cuente, pues, ¡que les cuente aquello que

quieren que les cuente! Lo que os decía, entonces, es que aún siendo flexible, el español

casi por fuerza sabe tras de sí cierta inercia predestinada a ser y hacerse sentir para

atravesar el universo por el tiempo en que el sol caliente sin achicharrarnos. Nos

reconocemos raza, o algo de eso, pues aunque un ibérico es tan del mundo como

cualquiera, hace siglos que somos lo que somos y hemos aprendido a mantener más o

menos inalterable lo más valioso: nuestra lengua.

Sí, un español hablará siempre como español, incluso en el caso de quedar mudo. El

idioma es el español, valga la redundancia y si es que se me entiende. Así es como, pese

a haberme sumergido entre sudacas por un tiempo considerable, lapso suficiente para

ser catalogado insalubre, he procurado con relativo éxito que no se me adhieran muchas

de sus malformaciones vocales. Hay que escuchar, ¡válgame Dios!, -y no lo tomen a

ofensa- lo que el salvajismo de las viejas colonias ha hecho con nuestro idioma. No

quiero aparecer exaltado ante ustedes, pero es que yo amo apasionadamente la fonética

que nos distingue. No por nada esta voz grave y aterciopelada, sin duda el privilegio con

que fui dotado por la naturaleza, me hizo conocer el éxito como locutor en radios de

frecuencia modulada estereofónica. En especial con "La luna oscila en el

Mediterráneo", mi propio programa de música romántica y poemas de amor en la

madrugada. Con esta voz puesta al servicio del idioma español disfruté las mieles de

una creciente popularidad. La audiencia iba en aumento y obtuve el premio de los

académicos de la lengua española a la mejor dicción.

Fue allí cuando me propusieron participar, aportando mi voz, en la realización del

proyecto para el novedoso “Diccionario audiovisual interactivo del idioma español”,

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una obra colosal que sería llevada por astronautas al espacio para que civilizaciones

extraterrestres tuvieran conocimiento de lo más elevado de la cultura humana. Entendí

la trascendencia del llamado y resignando tentadoras ofertas para hacer carrera

trabajando en radios importantes me entregué por completo a preservar el mayor legado

de nuestra cultura. Hice mi elección y no cultivo quejas. Las circunstancias me

arrastraron luego por donde quiso el destino. Lástima que la Fundación a cargo del

proyecto no era más que la pantalla para una estafa que no dio resultado. Y si bien es

bueno que a toda banda de estafadores le pille la Justicia, malo es que la estafa haya

fracasado por el poco interés de los ricos en fomentar el buen español. Es que los

ricachones no tienen visión y así va a pasar que cuando finalmente vengan los

extraterrestres para hacer contacto bajarán de las naves hablando inglés. Llegué a grabar

íntegramente las lecturas de los primeros cinco tomos, e iba por la letra "d" cuando todo

quedó en la nada. Recuerdo que la palabra en cuestión, la última en leer frente al

micrófono antes de que lo embargaran, fue "desinencia: elemento morfológico que

añadido al tema de una palabra, indica bajo que accidente gramatical se encuentra la

palabra". Alcance a decirlo y al minuto se llevaron, con la prepotente impiedad del fisco

y los acreedores, que nada saben de enaltecer la cultura, hasta la silla en que estaba

sentado.

Retorné a la radio con el rancio gusto de la derrota apestándome los labios. De alguna

manera ese fracaso, del que no era responsable, hizo añicos mis anhelos más elevados.

No me consolaban los llamados de los oyentes a la radio celebrando mi regreso. Estuve

a punto de ser la voz del idioma español, acaricié la eternidad probándome el guante del

prestigio. Y me iba. ¡Demonios que me iba! Poco me interesaban las cartas de las

enamoradas de mi voz, ni que fuera la compañía elegida de cuanta alma solitaria

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deambulaba por la noche. Ser importante para ellos, ya no era nada para mí. Había

perdido sensibilidad, ni siquiera me jactaba por saber que las chicas del viejo oficio

procuraban brindar sus prestaciones al momento justo en que yo recitaba el poema

escogido. Oyéndome recitar fantaseaban en la mar de las leches. Las putas soñaban el

verdadero amor sobre los cuerpos de sus clientes; tal el embrujo de mi voz, y eso, por lo

que otros profesionales de la gola hubiesen matado, no era nada para mí. Nada.

En mi desencanto, la radio dejó de fascinarme con la puñetera magia de la

comunicación. En cambio empezó a asfixiarme de modos sutiles la idea de quedarme

allí para siempre. Me tornaba oscuro, taciturno, sombrío, lúgubre como todas las

criaturas nocturnas. A veces angina, otras afonía y en los peores momentos diarreas

propias de pestes medioevales, me rescataban con parte de enfermo librándome de aquel

suplicio. Arrastrando invisibles y pesadas cadenas desgasté los puños golpeando cuantas

puertas podía golpear, y también aquellas que no. Pero todas eran no. Al borde de la

locura llegué a pensar que era el blanco de un maléfico e inmenso complot, en el que

todos sabían que el trabajo en la radio me estaba matando y por eso mismo negaban

cualquier oportunidad de salida, querían gozar el espectáculo de mi agonía, verme

desfallecer boqueando desesperadamente cual pez en la pecera vaciada de agua,

retorciéndome en el último e insuficiente charco. No te perdonan las ambiciones, la

envidia te quiere quietecito en el rincón y la mediocridad se relame cuando el talento es

amputado.

Debí renunciar entonces, finalizar el morboso espectáculo con la misma elegancia que

el bueno de Truman en la película del show. No lo hice por mi mujer, y porque tampoco

veía las cosas con la meditada claridad del hoy. ¿Cuándo se ven las cosas mejor de

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claras que después? En el momento me afligía la certeza de mi propia cobardía, el temor

de ser a sus ojos algo peor de lo que ya era. Es que el amor primero encandila, llena la

vida de una luz engañosa que hace verdades de los espejismos y dioses de simples

mortales. Y no es simplemente que uno vea al otro como en realidad no es, sino que

también uno le toma el gusto a saberse endiosado. Yo no quería ser para ella nada

menos que ese espejismo del primer momento. Su amor me hacía sentir especial;

cuando estaba a su lado el mundo entero dejaba de existir sin que ninguno de sus males

pudiera proyectar sombras entre nosotros. Pero luego, irremediablemente vuelto a la

realidad, la vulgaridad brotaba por los poros de mi piel. Ni siquiera era uno más, era

menos que los demás. Un fracasado que iba a pasar la vida siendo nadie. Esa voz

pérdida en la noche, entre soledades y vidas intrascendentes, poca cosa para quien se

imaginó llevando el idioma español más allá del universo conocido. A pesar del

micrófono era un mero espectador, uno de esos tipos que hacen masa, de los que votan

sin ser elegidos, alguien que canta en la ducha las canciones de otro, el fulano del

popcorn que pone el traste en la butaca del cine pretendiendo soñar que alguna pizca de

lo que pasa en la pantalla se parece a su vida. Un número, chavales. Un número. El que

aporta volumen a la fama de otros. O sea, uno más de ustedes… Y ante esos otros, yo,

que estuve tan cerca de trascender, me veía de lo peor. Así desdichado, abatidas mis

esperanzas de lograr salirme del batallón de los anónimos que deben conformarse con

recoger alguna migaja del banquete con el que se atragantan los elegidos, llevé las

sombras a la burbuja del amor.

¿Qué hacia ella conmigo? Me lo pregunté una vez y ya no pude dejar de darle vueltas al

asunto. Nunca hallé la respuesta. Se merecía alguien mejor. Uno que le diera todas esas

cosas que conmigo sólo vería en folletos suspirando la resignación. Y sin embargo sabía

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que con sus ojos me seguía viendo tal cual ella se merecía que yo fuera. Me acojoné y el

miedo a su desengaño caló hondo en mi espíritu. Entonces escribí esa nota que dejé en

la cocina, sobre la mesa, antes de irme. Decía: "No estoy a tu altura, soy un pigmeo y

mereces un gigante". Y me fui. Me fui, y no es que siga hablando de mi separación,

sencillamente es que venía a cuento de lo que estoy contando.

Quería irme a la mismísima mierda y saqué pasaje para el culo del mundo. Entonces era

muy poco lo que sabia de la Argentina. Claro, los argentinos piensan que todos los

españoles debemos estarles agradecidos por la ayuda de posguerra, y que como fueron

nuestra colonia y descienden en buena parte, ya por legítima, ya por bastardía, de

nosotros, pues que lo más natural es que conozcamos de ellos, pero la verdad es que no.

De hecho, en ese entonces que les cuento, era muy poco lo que sabía de la Argentina, y

ni falta que me hacía.

Siendo un niño, a finales de los 70', a casa de uno de mis amigos les cayó un pariente

argentino que no hacía otra cosa que hablar pestes de su país. Decía ser perseguido

político y, quizás envenenado por el rencor, para él todos sus compatriotas eran unos

reverendísimos fachas hijos de puta que consentían el gobierno de los militares

fascistas. Al dejar la casa de mi amigo, tras parasitar en ella largos años, el emigrado

argentino, además de haber hecho otras cosas propias de gente mala y miserable, se

esfumó alguna madrugada llevándose los ahorros de la familia. Con semejante

embajador de la argentinidad, cuya intriga ética era si gritar o no los goles de su

selección de fútbol en el Mundial 78, me formé una idea de los argentinos que los

situaba al nivel de lo parasitario.

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Luego, día en que acudí a la consulta del dentista, hojeando revistas en la espera me

enteré que estaban en guerra con Inglaterra a causa de unas islas poco más grandes que

el Peñón de Gibraltar. Una quijotada, tíos, de las que se hacen sin cabeza. Pero vaya,

siendo español las quijotadas me conmueven, así que por primera vez sentí simpatía por

los argentinos. Perdieron la guerra, sí, pero hundiendo barcos, derribando aviones y

combatiendo cuerpo a cuerpo, lo que se dice “con los cojones del Quijote”. Esa vez el

Mundial de fútbol se jugó en España y Maradona ya era Maradona. Después que

volvieron a la democracia me desentendí de las noticias argentinas, aunque de tanto en

tanto me enteraba de alguna cosa, sobre todo de los 30.000 desaparecidos en los campos

de concentración, ¡y que entre ellos también los hubo españoles joder!, los juicios por la

búsqueda de la verdad, bastante de fútbol, eso, la crisis con su ola de nuevos emigrados

y poco más.

Se preguntarán entonces por qué tomé el boleto para la Argentina. Es que cuando fui a

sacar pasaje no tenía destino. Llegué al mostrador de la agencia y el empleado, sudaca

indisimulado, me pregunta que adónde quiero ir. “A la mierda. Me quiero ir a la

mierda”, le dije. Sonriendo extendió el billete y en cuanto lo cojo me dice: "Cómprate

alguna empresa, que el país está de remate". ¡Para comprar empresas estaba yo! Aunque

la Argentina era en mi mente una idea vaga y confusa, del resto de Latinoamérica

conocía todavía menos. En cualquier caso hablarían algo como el español y me

embarqué sin mirar atrás.

En el avión una anciana me preguntó que a qué iba a la Argentina. “Ni puta idea señora,

-le respondí- ni puta idea”. Y fue así, sin tener ni puta idea, que a mediados del 2003

aterricé en las nieblas de Ezeiza. El funcionario de la Aduana leyó mi nombre del

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pasaporte: Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y Serrano. Noté el

dejo sarcástico en su mirada y en la tensión de los labios al leer, supe que se moría por

preguntarme cómo había ligado semejante lista de nombres, pero se limitó a finalizar el

trámite con la cordial jocosidad del diminutivo. Y al decir: "Bienvenido a la Argentina,

Rafa", cerca estuvo de acertar, porque para todos yo soy el Rafi.

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EN BUENOS AIRES

Repasemos. Ya sabéis quien soy y cómo he llegado, la primera vez, a tierra Sudaca.

Entiendo que algunos pueden impacientarse con este paseo previo que les estoy dando,

pero no es pura lata. El asunto aquí es que vosotros conocéis de antemano toda la

historia, o mejor dicho, vosotros creéis saber toda la historia. Pero lo que sabéis es la

cáscara del huevo, lo mío es la pura esencia de la yema y la clara, la génesis misma

desde que el gallo montó en la gallina. Por eso estáis ansiosos; os salís de la vaina por

llegar al punto en que les hable de aquello que específicamente interesa a cada uno, ¡y

vamos!, que si arrancara por cualquier lado para darles gusto, los pocos que no saben

nada terminarían por no entender ni jota. Acepten pues que para no confundirlo todo es

mejor ir paso a paso, de otro modo se perdería el hilo conductor, la sal de mis propias

vivencias que es lo que, en definitiva, puedo yo agregarle a una comida que vosotros ya

habéis degustado, así que dadme el tiempo para sazonarla.

Por otra parte, a mí tampoco me es fácil ponerle orden al relato. Mi cabeza era un lío, y

Buenos Aires no ayudaba en nada a que dejara de serlo. Además, claro, que como yo

entro a esta locura medio sin darme cuenta, hay cosas que pasaron antes y que yo las sé

del después, si es que me entendéis. No. No me entendéis. Ya lo haréis, espero.

A ver, rodaba yo en Buenos Aires con el mismo chip en cortocircuito que traía de

España, un perfecto gilipollas para decirlo sinceramente, y a falta de dinero que pudiera

pagar el alojarme en cualquier hotel decente lo estaba en el antro recomendado por el

taxista que me llevó del aeropuerto al centro. Tratábase, en rigor, de una mansión

ruinosa que se anunciaba en el cartel escrito a mano como "Hotel Familiar", calificación

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que ni el más corrupto de los inspectores municipales se hubiera atrevido a homologar.

Los dueños parecían ser unos peruanos muy habladores, simpáticos y emprendedores,

tan seductores que si al poner pie tras el umbral pensé en marcharme a la carrera, con

amables modos me convencieron de quedarme allí alojado. Subí los cuatro pisos por

escalera cargando mi bolso, y aunque el cuarto tenía tres camas en los primeros días no

tuve que compartirlo con nadie. Se contaba un solo baño por piso, pero únicamente

funcionaba el del segundo. En ese punto de obligada concurrencia fui conociendo a los

otros huéspedes. Ya os habréis dado cuenta que el hotel tenia poco de hotel, y como

estaréis deduciendo tampoco tenía mucho de familiar.

Por esos días la clientela principal resultaron ser marineros chinos, y no es que yo tenga

prejuicios, ni nada contra los chinos, pero como una cosa es una cosa y otra cosa es otra

cosa; no es lo mismo millones de chinos por ahí a la buena de Dios, que tener que usar

el mismo baño con cincuenta de ellos que vaya uno a saber que peste podían traer de

Oriente. Y encima los peruanos que limpiaban cada vez que se acordaban, ¡y vamos!,

que se ve que tenían muy poca memoria. También había otras gentes que, bueno, ¿para

qué describirlas en detalle?, sólo les diré que cada vez que me aventuraba al baño me

entraban ataques de pánico. El olor de la orina estancada desataba en mí verdadero

terror a infectarme nuevas enfermedades exóticas y deformantes, de las que acarrean

padecimientos peores que los antes conocidos por la medicina. Allí dentro cualquier

salpicadura podía resultar mortal, sentía las miradas amenazantes de microbios,

gérmenes y bacterias deseosos de meterse al cuerpo; igual que en las películas de guerra

había que ser rápido, contener la respiración y tener puntería para escapar con vida.

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Pero, vaya paradoja, que el servicio sanitario fuera tan deficiente no vino del todo mal,

pues me impulsó a salir a la calle. Aire fresco querían mis pulmones, y era mejor poner

las asentaderas en cualquier inodoro de bar que sobre ese agujero inmundo del segundo

piso. Pienso que de haber estado en un hotel verdadero me hubiese quedado

higiénicamente instalado bajo llave, quién sabe con qué funestas consecuencias; porque

tal vez en algún lugar de mi mente andaba dando vueltas la idea del suicidio. La mugre

no tiene para el suicida la seducción que ofrece la asepsia. Bastante malo sería que a

más de darle ausencia volviera a mi mujer hecho un cadáver pestilente.

Y la extrañaba, la extrañaba a morir. Deambulando por las calles caí en la cuenta de lo

hecho, una quema de naves a lo Cortés pero sin nada que ganar. No podía volver, ni me

atrevía a llamarla para pedir perdón por mi estupidez. Algunas veces me senté frente a

alguno de los teléfonos en el locutorio del hotel -que dicho sea de paso era el único

servicio realmente eficiente que brindaban los peruanos- con intención de llamarle. Ni

siquiera me atreví a tocar el teléfono. ¿Qué iba a decirle? Si me había marchado para no

poner en evidencia que no era su príncipe azul, no iba a llamarla desde Sudamérica para

confirmarle lo idiota y fracasado que era.

Meditado a la distancia veo sinceramente que estaba ahí para suicidarme, porque en

algún momento el dinero iba a acabarse y ya no tenía ni para el boleto de vuelta. A la

distancia digo, porque por ese entonces no me importaba nada. Los pensamientos

oscuros se acumulaban en mi mente, igual que una enredadera venenosa de hojas negras

y malolientes trepando por los huesos del cráneo. Caminaba por toda la Ciudad de

Buenos Aires viendo a su gente que, como yo, estaba hecha mierda. Claro, sus motivos

eran distintos a los míos, pero que estaban hechos mierda, estaban hechos mierda. No

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era el mejor momento para ser español en la Argentina, les agobiaba el peso de la crisis

en la que se habían sumergido y los peninsulares les veníamos de perlas para expiarlos

de culpas. Porque verán, a los argentinos les encanta eso de escribirse el guión de la

película y sentirse los buenos de la historia; actuando como si por victimizarse pudieran

ser otros los que deban comer sus inmundicias.

En rigor de verdad, no sólo era mal momento para ser español, bastaba ser extranjero

para pasarla mal. Imagínense que, repentinamente, engullir hamburguesas en cualquier

local de Mc Donalds pasó a convertirse en una aventura propia de Indiana Jones. Por un

lado decían que la carne de esas hamburguesas estaba contaminada con bacterias

mortales, y por otro lado activistas de los grupos de izquierda, con la excusa de

oponerse a la guerra en Irak, irrumpían en los locales como si de ese modo hubieran

entorpecido la línea de abastecimiento de los aliados. No, si ya decía yo que al Sargento

Smith, a las puertas de Bagdad, no le llegaba la ración de comida porque un puñado de

rojos impedía la salida del delivery en un Mc Donalds de Buenos Aires, justo al lado del

Obelisco. ¡Ay!, pero que capullos esos tíos.

Había nuevo Gobierno surgido de elecciones, pero la agitación seguía en las calles. Los

hechos fueron decantando desde de la virulenta crisis que el veinte de Diciembre de

2001 hizo renunciar al Presidente radical Fernando De La Rúa, quien según las malas

lenguas además de ser de carácter tibio sufría penosas limitaciones mentales, producto

del alzheimer avanzado o la arterioesclerosis, que a la llegada a la Presidencia habían

quedado evidenciadas tanto en el carácter irresoluto como en la dependencia del grupo

Sushi que lideraba su hijo Antonio, ese que andaba liado a la Shakira.

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Tras su ida en helicóptero siguieron los convulsionados días de varios presidentes

provisionales que asumían para renunciar en cuestión de horas, quedando el poder

enteramente en manos peronistas. Es difícil a estas alturas definir qué cosa es un

peronista, se cree que ni Perón lo sabía, lo cierto es que como dicen algunos, sean lo que

sean, son incorregibles y les encanta el poder.

Casi al filo de la anarquía, el dos de Enero del 2002 la Asamblea Legislativa designó

Presidente Interino a Eduardo Duhalde; con él, al fin, las cosas se fueron encarrilando

hacia la normalidad institucional y llegaron las elecciones del 2003.

En la primera vuelta ganó el ex Presidente Carlos Saúl Menem, el peronista que

gobernó al país durante los 90'. Pero alertado por las encuestas de su segura derrota en

segunda vuelta se bajó de la candidatura haciendo que quien había salido segundo,

también peronista, se quedara con la Presidencia. ¡Joder! No les quiero dar un

compendio de la política argentina pero lo que pasó, pasó porque eventos de tal tenor

marcaban el país.

A ver si puedo explicarlo. Para cuando yo llegué a la Argentina Néstor Kirchner era ya

Presidente, y dispuesto a imprimirle al país el estilo “K” desde el vamos comenzó a

pelearse con todo él mundo: que Menem, que el Fondo Monetario Internacional, que los

empresarios españoles, que los militares, que los banqueros, que su propio

Vicepresidente, etc. Muchos argentinos se entusiasmaron con ese Presidente batallador,

los que no se entusiasmaban tampoco se quejaban, y es que, claro, la crisis institucional

había sido de tal magnitud que nadie quería otro Presidente débil, ni que fuera a

desencadenarse alguna nueva crisis que se llevara por el drenaje a todo el sistema.

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Además el hombre, que era la respuesta del sistema para salir de su propia crisis,

cargaba el estigma de ser el muñeco del ventrílocuo, un “Chirolita” que le dicen por

aquí, porque Gobernador de la patagónica y casi despoblada Provincia de Santa Cruz

por sí solo no hubiera reunido votos para acceder a la Presidencia. Su candidatura era

una quimera hasta que Eduardo Duhalde, decidió subirlo a sus rodillas apoyándolo para

evitar a cualquier precio la tercera Presidencia de Menem. Y eso que Duhalde había

sido Vicepresidente durante el primer mandato de Menem. En Argentina los Presidentes

y los Vicepresidentes no siempre congenian de la mejor manera.

Kirchner, apodado “Pingüino” por su origen patagónico, una vez entronizado Presidente

buscó diferenciarse de Duhalde, hombre fuerte de la Provincia de Buenos Aires -el

distrito electoralmente más importante del país- y giró hacia la izquierda buscando

aliados por fuera del Partido Justicialista, artilugio de ingeniería política que denominan

“transversalidad”, tratando así de ganarse las simpatías de los piqueteros, que eran las

víctimas del paro y que habían ganado la calle reclamando pues que no les dejen morir

de hambre.

Con los activistas de izquierdas en las calles y el Presidente guiñándoles un ojo, fue que

pudieron sentirse igual que en sus casas Fidel Castro y Hugo Chávez dando discursos en

la Ciudad de Buenos Aires (que no hay que confundirla con la Provincia de Buenos

Aires). Kirchner, un hombre alto, de prominente nariz buitresca y andar desgarbado,

dueño de un estilo de vestir desprolijo -que tenía prolijamente estudiado-, pertenecía a

esa clase de tipos que son bastante más complicados de lo que aparentan.

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Dos detalles hacían dudar que sus coqueteos con la izquierda fueran mucho más que

conveniencia temporal y cotillón demagógico para el gusto de ciertos argentinos.

Primero y principal mantuvo en el Ministerio de Economía a Roberto Lavagna, quien

cumplía la misma función en el Gabinete de Duhalde, manteniendo así la línea

económica, que de izquierdas duras poco y nada. El otro detalle era su Vicepresidente,

Daniel Scioli, un motonauta que entró a la política del brazo de Carlos Menem. Ya ven

que aquí todos andan mezclados.

A propósito de esto permítanme una breve acotación, a Menem lo llaman “Méndez”

porque dicen que nada más mencionarlo acarrea mala fortuna, y Scioli contribuyó

involuntariamente a alimentar el mito del yetatore porque, como os dije, entró a la

política del brazo de Menem, y luego de haber navegado en su lancha con el entonces

Presidente sufrió un brutal accidente del que salió manco. Por eso, y porque Kirchner

traía desviado un ojo al que mantenía siempre medio entrecerrado, los humoristas

decían que el lema de la fórmula Kirchner Presidente - Scioli Vicepresidente era "visión

clara y mano dura". En fin, que no hay nada de lo que no pueda hacerse humor, e

incluso el propio Scioli ha hecho chistes sobre su miembro amputado, como que gracias

a él el Río Paraná tenía un nuevo brazo.

Vale reconocer que al reírse de la desgracia propia demostraba fortaleza interior, y

cuando no se pierde entereza en circunstancias semejantes, es que hay que prestar

atención al tipo, aunque a la larga, como en su caso, resultara ser el felpudo

complaciente en el que los Kirchner se limpiaban la mugre de los zapatos. Volviendo a

lo que iba, en lo que Kirchner actuaba de exaltado y confrontador, Scioli se mostraba

moderado y conciliador por eso es que nunca lanzó diatribas contra Menem. O sea, que

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al Presidente le gustaba hacer “fulbito para la tribuna”, como ha dicho con sagacidad un

empresario, pero que tampoco estaba para arrojarse alegremente a las enredadas barbas

de Fidel, aunque se las sobara.

Ahora, después de este preludio político, a todas luces insuficiente y muy superficial por

cierto pero enteramente necesario, me voy a meter en el tema espinoso, a consecuencias

del cual pasó lo que pasó; y aunque vosotros ya bien conocéis los hechos, insisten en

que os cuente por escucharlo de boca de un protagonista. Y encima que sea yo el

narrador, con esta voz que tanto agrada; pues natural, y entiendo que no quieran

privarse de semejante gusto. No es que sea yo Ortega y Gasset para decirles

“Argentinos, a las cosas”, pero como observador puedo aportar lo mío: Argentina es un

país tan enloquecido que sin la menor vergüenza ve pasar el péndulo de este extremo al

otro, así de la noche a la mañana les ataca la amnesia y resulta, por ejemplo, que nadie

votó a Menem. ¡Coño! Me pregunto cómo habrá hecho para gobernarlos diez años sin el

apoyo de nadie, y misterios semejantes abundan en Argentina. Con esa costumbre de

treparse al enloquecido vaivén pendular, resulta que la imagen del Presidente Kirchner

se encrespó rápidamente más que triplicando el escaso 22% de los votos que lo pusieron

en la Casa Rosada (así se llama a la residencia en la que tiene sus despachos el

Presidente), y acompañándole en la arremetida la prensa se tornó ostensiblemente

oficialista. La lectura es simple, la sociedad argentina se corrió en bloque al centro

izquierda. Y en la Argentina, ser de centro izquierda, ser progre, implicaba, a modo de

condición sine qua non, alzar las banderas de los derechos humanos repudiando la feroz

represión ilegal de los violentos años 70'. Consecuentemente, el Gobierno de Néstor

Kirchner trazó una política de derechos humanos focalizada en la revisión judicial de lo

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actuado por las fuerzas militares y paramilitares durante los funestos años que llaman de

plomo, y más que ello, diría, en el escarnio de los uniformados.

Al igual que Menem, quien llamando a la pacificación nacional indultó a militares y

guerrilleros para dar vuelta esa página de la historia, Kirchner también fue perseguido

por la dictadura militar. Pero mientras al riojano lo tuvieron durante años confinado en

un pueblito de Santiago del Estero llamado Las Lomitas, donde el calor es sofocante,

Kirchner apenas sufrió unas pocas horas de detención y en términos cordiales, lo cual

parece le causó tremendo trauma porque inmediatamente luego se exilió en el Chile del

General Augusto Pinochet.

Da risa eso de exiliarse al amparo de los militares chilenos. Joder. ¡Qué descaro hacer

banderola de perseguido en esos términos! Y aunque su arresto fue casi de broma,

considerablemente más corto e infinitamente menos severo que el sufrido por Menem,

su rencor se ha demostrado muchísimo más largo. Kirchner reivindicaba la militancia

alrededor de las guerrillas de los 70, a sus 30.000 compañeros desaparecidos, y se

llamaba a sí mismo (pretendiendo que todos los argentinos lo hagan) hijo de las madres

de Plaza de Mayo.

Cuando yo salía de mi hotel a caminar por la Ciudad de Buenos Aires llegué a advertir

que la ideología revolucionaria estaba a flor de piel. Muchas remeras con la cara del

Che Guevara, actividad de partidos de izquierdas, paredes con sus consignas, y esa

misma cara del Che tatuada en brazos y piernas. Cantidad de jóvenes exhibiendo ideas

políticas a fuerza de inyectarse tinta bajo la piel. Sin embargo me confundía en lo que

veía, pues resultaba muy raro notar chavales que llevando en un brazo la cara del Che

20

portaban en el otro la de Maradona o la lengua de los Rolling Stones. Como que no

cerraba el compromiso revolucionario y se agotaba en una rebeldía hueca, de esas que

vende algún capitalista haciendo marketing. Recuerdo uno que andaba en camiseta sin

mangas, para que le vean el tatuaje del Comandante, y sobre la tela a la altura del pecho

la bandera de los Estados Unidos. Un despropósito, una verdadera esquizofrenia

política. Lo que no veía en mis caminatas, ni lo advertía en aquellos momentos, era a

alguien que del mismo modo se manifestara por ideas de derechas. Así pues, cualquiera

que se parase en una esquina creía que aquí se habían vuelto todos progres, como si

aspirasen a convertir a la europea Buenos Aires en La Habana, Managua o alguna otra

postal de insurgencia latinoamericana, y si había signos de disidencia eran muy sutiles

para que ojos inexpertos en descifrar los modos argentos pudieran advertirlos. En un

país de apariencias, lo esencial suele ser invisible. Igual, como ya sabéis, mi cabeza era

entonces tremendo lío, así que de todo esto visto por mis ojos españoles que les he

contado, aunque era lo que pasaba, a mí que ni fu ni fa. Pero calma, que si lo he contado

es porque venía a cuento de lo que os voy contando y todavía no cuento.

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LA NOCHE DEL COMIENZO

Tales las cosas en la Argentina, y tal el ánimo mío, que cierta tarde regresando al hotel

tras dar largas caminatas por la ciudad, el peruano que hacía las veces de conserje me

advierte que en mí habitación iba a encontrar otro huésped. Me encaminé por la escalera

rogándole a Dios que el dichoso compañerito de cuarto, que de seguro debía ser un

marinero, no fuera a resultar chino, y no es que tuviera nada contra los chinos, pero es

que no se les entiende nada. ¿Cómo demonios se hace para convivir con un chino bajo

el mismo techo? De todas formas, podía ser peor, y en cuánto así el picaporte me asaltó

el repentino terror de que al abrir la puerta estuviera allí un negro, y no es que tuviera

nada contra los negros tampoco, ¡y vamos!, que no tienen derecho ustedes a juzgarme

racista, a ver si les gustaría tener que dormir junto a un africano desconocido de dos

metros de alto y torso naval musculoso, que vaya uno a desentrañar qué perversas

intenciones desembarca a tierra luego de haber estado meses embarcado en navíos con

bandera de conveniencia que reclutan para sus tripulaciones a la escoria de los mares.

¡Ah!, no, la opinión del marica acá no cuenta, que respecto a mi culo el único parecer

que vale es el mío. Y el chirrido de la puerta me lo traía fruncido. Menos de los zócalos,

que eran de las cucarachas, me había acostumbrado a disponer de todo el cuarto, a

dormir en pelotas en cualquiera de las camas y dejar mis flatulencias flotar en el aire

cuando me venía en ganas. Bueno, que estas cosas íntimas se las cuento, porque se las

cuento, pero no vienen a cuento. Así que a lo nuestro. Abrí la puerta y estaba el cuarto

en penumbras. Distinguí el perfil de su silueta sentado al medio de la cama del medio,

con los pies en el piso, encorvado, los codos en las rodillas y las manos sosteniéndole la

frente. Me pareció que estaría resfriado porque lo escuché tragarse los mocos justo antes

de que mi mano diera con el interruptor de la luz. No era chino, ni era negro, tampoco

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marinero, era argentino y no estaba resfriado. Lloraba. ¡Vale!, que los hombres también

lloran, y casi siempre a causa de las mujeres. Se disculpó por verse como se veía, y yo

le ofrecí dejarlo solo pero dijo que no era necesario. Me senté frente a él en la que, a

partir de entonces, iba a ser mi cama y nos presentamos con un apretón de manos, uno

de esos saludos falsetes que damos cuando no queda más remedio.

- Soy Julio.

- Rafi.

- Mi esposa me echó.

- Yo me fui solo.

- No me perdonó.

- Me escapé para no pedirle perdón

- Es que yo la amo.

- Si no estuviera loco de amor por ella...

- Quise volver, y me cortó el rostro, mal me lo cortó...

- No tuve el valor para volver.

- De rodillas le pedí perdón, le juré… ¡Por mi vieja, le juré!, que nunca iba a

volver a hacerlo.

- ¿Qué haz hecho? Eso mismo es lo que yo me pregunto a veces.

- Cosas de hombre, fue su prima la que me provocó.

- Pero no se puede ir en contra del destino.

- No le podía decir que no, está refuerte la guacha, soy hombre… ¿Iba a arrugar?

- De ninguna manera, las cosas suceden por algo.

- Se abrió de gambas y no tenía bombacha. ¿Yo que podía hacer?

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- Todos procuramos hacer las cosas lo mejor que podemos, pero la vida cada cual

la coge como está escrito.

- Y me la cogí. No podía hacer otra cosa. Me puse al palo y la empomé, ahí

nomás, de parados en el patio del fondo. ¿Qué cara iba a poner para verla y

decirle que no era como ella lo veía? Cuando llegó y nos vio le dije: No es lo

que parece.

- No me iba a entender.

- No me entendió, me quería matar.

- Son cosas que quedan dando vueltas en la cabeza, que te van matando

lentamente.

- No me mató de pedo, así de cerquita de la cabeza me pasó el sifón.

- Un día explotas, y no sabes con quién te la agarras.

- Explotó contra la pared y se agarraron de las mechas.

- Porque en verdad no te conoces

- No sabía qué hacer.

- Y te ves indefenso, perdido, sin fuerzas.

- Las quise separar pero era peor.

- En esas condiciones, si te quedas das lástima.

- Al final la prima zafó, y mi mujer se me vino encima.

- Escapar es cobarde, pero al menos te deja la chance de arreglar algo en el futuro.

- “Rogá que esta puta no se aparezca embarazada”, me dijo.

- La distancia tal vez sirva para ver las cosas de otra manera.

- Y me echó, ahora espero que la prima no haya quedado embarazada.

- Lo embarazoso es poner la cara para volver.

- Cuando sepa que no anda de bombo voy a tratar de volver.

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- ¿Y después de volver serán las cosas como eran?

- Si vuelvo me va a tener cagando, no me va a dejar pasar ninguna.

- Tal vez las cosas nunca vuelvan a ser como antes.

- ¡Ojo que yo tampoco me quiero volver a mandar ninguna!

- Después de todo, ¿quién dice que deban ser como antes?

- A la prima no pienso verla más, ¿viste?

- La incertidumbre, el saberse vulnerable...

- Salvo que le haya hecho un pibe.

- Eso también puede ayudar, ser un alivio.

- No, un quilombo va a ser.

- Dejar de sentir que hay que ser Superman.

- Sí, Superman, si les hice el bombo a las dos flor de quilombo que voy a tener.

- Y es que al formar familia uno no puede cargarse todo al hombro.

- Se me van a venir todos los familiares encima.

- Pero volver es tan difícil, mucho más que haber partido.

- Si vuelvo ahora me parten al medio.

Ahí nos quedamos largo rato en silencio. Como podrán apreciar el tipo era un pelmazo

padre, de la clase de divorciados que sólo hablan de su divorcio y a los que nada les

importa, ni jota, de la vida de los demás. Aún así tuvimos largas conversaciones dónde

cada cual decía lo que quería y el otro hacía como que le escuchaba. Para mí era muy

difícil prestarle demasiada atención, porque después de todo lo de él era merecido, culpa

suya por ponerle flor de cuernos a la mujer. Julio experimentaba el clásico

arrepentimiento del putañero, que le iba a durar lo que tardase el perdón o la caída de

otras bragas, lo que pasase primero. Distinto era lo mío, donde circunstancias especiales

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me habían acorralado forzándome a la toma de una decisión desgarrante en la que me

arranqué, de verdad y sin culpas previas, pedazos del alma. Yo estaba donde estaba por

preservar la pureza del amor, y no por haberle arrojado el sucio polvo de una calentura.

Se lo traté de explicar, pero Julio que carecía de suficiente cultura para entenderlo se

justificaba en su necesidad de demostrar lo macho que era, incapaz por ende de decirle

que no a cualquier mujer que se abriera de piernas. Así fue como me contó que además

de haberse revolcado con la prima de su mujer, también se follaba a una vecina y a la

mujer de la limpieza en su lugar de trabajo.

Y había que verlo al macho de Sudamérica, llorando a moco tendido como una

Magdalena. ¿Cómo iba entonces a comparar mi situación con la de ese pobre guarro?

Lo de él estaba marcado por el trazo grueso de la grosería. Lo mío en cambio era digno

de respetarse, una actitud generosa, tal vez cobarde, pero de una generosidad a puro

corazón, porque mi huida fue el guante de seda para no dañar a mi amada más allá de lo

que no estaba en mí poder evitar. Yo había sido bueno, y me iba dando cuenta que

merecía otra oportunidad.

Desde la llegada de Julio pasaron escasos días hasta que en mis bolsillos sólo quedaron

pequeños guijarros que había ido levantando por ahí. Me gustaba tener piedrecillas para

frotarlas en las yemas de mis dedos pero necesitaba con urgencia juntar algunas

monedas, de otro modo los peruanos me lanzarían a la calle y aunque aquello fuera flor

de pocilga, al menos era una pocilga amigable, siempre mejor que la puta calle donde

no te haces amigo ni de tu sombra. Dicen que la mano de Dios aprieta, pero no ahorca, y

también dicen que eso se dice porque los ahorcados ya nada dicen. Como sea, resultó

ser Julio quien me sacó del trance. Era mozo en un café en el que, a veces, se

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organizaban eventos especiales que requerían de mozos adicionales. Allí nuevas bandas

de rock daban su recital de presentación y venía una de esas veces. En mi vida había

llevado una bandeja, pero Julio hizo el llamado telefónico a sus patrones ofreciendo mis

servicios y bastó les dijera que yo era gallego -lo que en realidad no soy- para que me

aceptasen. Parece que hubo época en que la abrumadora mayoría de los mozos de

Buenos Aires provenían de Galicia, aunque los argentinos llaman gallegos a todos los

españoles. Luego esos gallegos se hicieron dueños de sus propios bares, restaurantes y

variedad de locales gastronómicos, así es que tomaron de mozos a tucumanos,

catamarqueños y otros provincianos; los “cabecitas negras” que tentaban fortuna en la

Capital del país. Salvo en algunos selectos sitios de comidas ya no se cuenta con la

dedicada atención de los mozos gallegos, pero claro, habiendo marcado época, aquello

ha quedado flotando como el más alto ideal de servicio y bastó esgrimir nacionalidad

para que me prefiriesen.

El afrontar esa obligación laboral retempló lo mejor de mi ánimo, el efecto buscado al

encarar cualquier terapia de rehabilitación. Con mi intelecto, el trabajo manual nunca

fue lo mío, claro que no, pero al fin mi cabeza se permitió un descanso. Estaba ocupado

y aunque sólo se tratara de acomodar sillas, memorizar los números de las mesas y

atender los consejos de Julio acerca del difícil arte de desplazarse portando la bandeja

en alto y sobre los dedos de la diestra, por primera vez dejé de pensar en mis problemas.

Haciéndole honor a los gallegos de antaño brotó en mí cierto talento natural para el

transporte de bebidas y alimentos, mis pasos eran seguros, mi andar elegante, y mis

yemas adherían a la base de la bandeja sintiéndola cual extensión del propio cuerpo.

Ansioso porque llegara el público que iba a marcar mi debut como mozo jugaba

haciendo girar la bandeja sobre los dedos y pasándola de mano en mano con perfección

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de malabarista. Vibraba por el entusiasmo de saber que podía hacerlo bien y me vestí

apresuradamente con las ropas provistas para la ocasión: pantalón negro de hilo, camisa

gris muy brillante y chaleco negro. El lugar tenía su clase y los mozos no

desentonábamos.

Poco antes de la hora en que se abrieron las puertas, un grupo de técnicos terminó de

instalar los instrumentos musicales en el escenario conectando enchufes, micrófonos y

luces. También se aseguraron que el amplio portón al fondo del escenario abriera y

cerrara con facilidad. Cada detalle parecía preparado concienzudamente con antelación,

y así era. Con la puntualidad pautada el local estuvo abierto y el público comenzó a

poblar las mesas. Lleno total, invitados de los músicos debutantes en su mayoría más

alguno que otro descolgado. Y yo sirviendo a los clientes con plena felicidad interior.

Digo, el gusto de estar allí, sonriéndoles a todos, dándoles la bienvenida y

dispensándoles atención personalizada, con tal jerarquía de anfitrión que cualquiera me

hubiera juzgado el dueño y no un mero dependiente ocasional. Así se me fue pasando el

rato hasta que, en una de esas, al acercarme a la barra para transmitir las órdenes de las

mesas, aparece Julio con el rostro desencajado de alegría y cogiéndome del brazo me

informa que estaba todo listo para empezar el show pero que faltaba el presentador. Le

digo: "Tío, ¿y qué hay con eso?, que se busquen a otro", y entonces tomándome de los

hombros me dice que les había dicho que yo era locutor, por lo que ese otro era yo.

Imaginen mi sorpresa. Sin dejarme decir nada me lleva al costado de la barra y me

presenta al representante del grupo, un tal Seiko que terminaba de cerrar con furia su

frustrada conversación por el teléfono celular.

- Me dicen que sos locutor, ¿es cierto? –preguntó con displicente altanería.

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- Pues claro que lo soy, y en esta vida de lo único que puedo dar seguridad.

- Necesitamos que subas al escenario y hagas la presentación de los chicos.

- Pero… ¿Cómo que quieren que los presente? Si ni siquiera conozco el nombre

de la banda, ni la música que hacen...

- Tenemos un speach preparado, se supone que el que tenía que venir lo iba a

decir de memoria, pero las cosas se dieron así y ya sabés como es esto, el show

debe seguir… Tenés que subir al escenario, pararte frente al micrófono y leer

con entusiasmo este papel -ahí mismo y sin dejar de hablar me lo dio en mano-,

cuando termines de hablar se va a abrir el portón a tu espalda y va a haber un

cambio en el juego de luces, no te vayas del escenario por donde vas a subir

porque no vas poder bajar, agarra el micrófono con pie y todo y llévatelo para la

derecha, quédate atrás de la batería hasta que termine el show, ¿entendiste?

- Sí, no me bajo del escenario, cojo el micrófono y me resguardo junto a la

batería, pero… ¿Y mis mesas, quién las atiende?

- Olvidate de eso. ¿Entendés lo que tenés que hacer en el escenario?

- Sí, sí...

- Mirá el papel. ¿El tamaño de las letras está bien? ¿Lo podés leer?

- Sí, sin ningún problema.

- Bien, sacate ese chaleco y ponete mi saco.

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NN Y LOS DEL FALCON VERDE

Así de repente dejé el trabajo de mis antecesores gallegos y volví a encontrarme con mi

propio oficio. Cosas que sólo explica el destino, vamos: aquello para lo que uno ha

nacido. Cuando caminaba al escenario sentía que estaba volviendo a mí, era como si la

luz de ese reflector, el silencio que me zumbaba en los oídos y la expectativa que

envolvía mis pasos fueran a poner bisagra en mi vida. Y la pusieron. Lo que el destino

tiene de ineludible se anunciaba en los latidos de mi corazón. Mi alma, el micrófono

frente a mis labios, la ceguera brillante de luces y el papel en mi mano, eran los

elementos de un momento crucial. Ni puta idea de lo que iba a venir, pero lo que fuera

estaba yo ahí para traerlo. Y como que soy un profesional de la hostia, ¡les juro que mi

voz les llegó hasta los huesos! Leí mejor que si lo hubiera ensayado, aquel escrito que

decía:

- Expirado largamente el término de la garantía dispuesta por el fabricante, aun

sus ruedas siguen girando. Sus servicios superaron satisfactoriamente las

mejores previsiones de tiempo y kilometraje, sobreponiéndose a todos los

hábitos de manejo y a las exigencias de cualquier terreno. Podría decirse que es

el automóvil emblema de la familia argentina, pero no menos cierto es que ya no

es un auto sino una leyenda.

Y en tanto que yo avanzaba con el discurso, la máquina de humo formaba densa neblina

sobre el escenario hasta la altura de mis rodillas, lo que junto a luces hábilmente

dispuestas creaba la atmósfera fantasmagórica, ideal para dar crecimiento a la alta

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expectativa generada desde que las puertas se abrían lenta y silenciosamente. Continúe

leyendo:

- En los años duros del "yo me borro" y el "no te metas", cuando muchos se

escondieron bajo la cama a esperar que otros hicieran lo que debía hacerse, él

fue de los que salieron a poner el cuerpo. Al igual que los héroes de viejas

aventuras, su nombre adquirió con la fama un color distintivo, fue bandera

desplegada tremolando al viento por las noches, cuando la más sucia de todas las

guerras se libraba en las calles. Cruel entre los crueles aceptó batirse recurriendo

a las mismas sucias artimañas de sus enemigos, los que pronto descubrieron que

el suyo era un viaje de ida. Su nombre se pronuncia siempre con respeto, respeto

al que sus enemigos le añaden temor, respeto al que sus amigos le añaden

gratitud.

A mi espalda rugió el motor y encendiendo sus luces el Ford Falcon avanzó por el

escenario. Entonces subí la voz, entusiasmándome con esa puesta en escena que no

tenía idea cómo iba a terminar.

- ¡Ford Falcon! O para decirlo con total precisión: ¡Falcon Verde! Y esta noche,

para todos ustedes, damas y caballeros que buscan algo nuevo, una banda de

rock para rockanrolear, una banda de terror paramilitar: ¡¡¡ N.N. y los del Falcon

Verde!!!

Frenó el vehículo su arremetida al escenario con el paragolpes a milímetros de mi

humanidad, y tras dar una muy fuerte acelerada en punto muerto, se abrieron las puertas

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comenzando a salir fuera sus ocupantes. Tal como se me había indicado tomé el

micrófono y me dispuse a desplazarme por la derecha para quedarme detrás de la

batería. Seis tipos de traje, llevando el pelo engominado, anteojos oscuros e itakas en la

mano bajaron del Falcon y se desplegaron por el escenario haciendo sonar a un tiempo

la recarga de sus escopetas. Ese track-track atemorizante que te pone sobre aviso de que

viene el disparo. Un rayo de frío me atravesó el espinazo al verme en medio de ellos. El

humo potenciado por las luces, el silencio expectante del público y esos tíos serios con

las armas en las manos que se quedan estáticos, mudos, amenazantes, hasta que uno de

ellos haciendo chasquear los dedos ordena que abran el baúl, y otros dos sacan de allí a

un pobre chaval de camisa blanca desabotonada. Levantándolo por los codos lo llevan

al medio del escenario y lo dejan allí, entre las luces del Falcon, con las manos atadas a

la espalda y los ojos vendados. Ni un murmullo en la sala, todos las miradas atentas a

esa figura encorvada, temblorosa, llena de temor. El pobre Cristo, un prisionero, parece

estar esperando que lo muelan a palos. Pero no le pegan, al abrir y cerrar las alas de un

hada los otros seis trocaron las itakas por los instrumentos musicales que aguardaban en

el escenario. Dos guitarras, bajo, batería, teclado y trompeta comienzan a sonar en

compases que se repiten. Uno de los guitarristas pone entonces el micrófono delante del

que traen prisionero, y le ordena con voz áspera: "¡Empezá a cantar!". Y el tipo canta.

Algunos de los otros le hacen coros. Canta esa cancioncita llamada "Demasiado tarde",

que dice:

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DEMASIADO TARDE

Desaparecidos

así quedaron los subversivos,

ellos decidieron la guerra,

ellos impusieron las reglas,

y después, muy tarde fue

para querer cambiar,

para pedir piedad,

llorar, o gritar:

¡¡¡Mamá!!!

Si las bombas eran buenas

(si las bombas eran buenas)

la picana no era mala

(la picana no era mala).

Si mis muertos no te apenan

(si mis muertos no te apenan)

tus ausencias no me llegan

(tus ausencias no me llegan).

Desaparecidos

así quedaron los subversivos,

ellos decidieron la guerra,

ellos impusieron las reglas,

33

y después, muy tarde fue

para querer cambiar,

para pedir piedad,

llorar, o gritar:

¡¡¡Mamá!!!

34

CHE, BETO

Al concluir la canción, el público petrificado no fue capaz de soltar nada, ni aplausos ni

abucheos, sólo quietud y silencio. Eso no parecía importarles a los músicos en escena.

Menos batero y teclas, los otros cuatro rodearon al prisionero para ocultarlo. Cuando lo

dejaron ver estaba transformado, ya no era el prisionero sin Ningún Nombre, el famoso

NN, sino que llevaba el saco, la corbata, las gafas negras y el peinado a la gomina.

Diríase que habiendo pasado de bando era uno más de ellos. Cantaron entonces "Che,

Beto":

¡Che, Beto!

Cuántas cagadas te mandaste, Beto.

Tu padre ya sabía

lo que tu madre intuía:

El nene Juega a la revolución.

¡Che, Beto!

Cuántas cagadas te mandaste, Beto.

Era una cita envenenada

y no caíste hasta caer

con la primer trompada

tu pastilla de cianuro

se te piantó de entre los dientes.

¡Qué mala suerte!

Llegaste tarde a tu propia muerte.

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La viste rodar por el andén,

y ya no viste más.

¡Che, Beto!

Cuántas cagadas te mandaste, Beto.

Y ahora estás ahí

amarrado a una cama sin colchón.

Y Susanita...

Susanita...

¡Susanita te hace shock!

¡Che, Beto!

Cuántas cagadas te mandaste, Beto.

¿Y de los nuestros cuántos mataste, Beto?

¿A cuántos más pensaban matar?

Beto, están perdiendo.

Beto, es él final.

Beto, no digas más.

Ya lo sabemos.

Y vos te vas.

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REPRESOR ILEGAL

Un disparo cerró la canción y por primera vez las luces dieron oscuridad total. Forzando

ronquera se escuchó a alguno epilogar: "Fuiste; che Beto". El pulso nervioso de algunos

aplausos se impuso por sobre el murmullo generalizado. El público estaba impactado.

Procuraba adaptarse a un show que rompía todos los códigos conocidos del musical

argentino, algo que no era sólo políticamente incorrecto… ¡Era políticamente

imposible! Otra dimensión, la mirada al lado más oscuro de una sociedad hipócrita que

vive acostumbrada a guardarse lo que piensa. Y yo ahí, en medio de todo aquello,

patitieso, preguntándome en qué cueva de fachas me había metido. ¡Porque vamos! Que

yo cargaba mis preconceptos y esto, que os cuento tal y como ocurrió, se sentía extraño,

irreal, así cual esos recuerdos que se montan en sueños y en noches de fiebre le

distorsionan a uno la percepción del mundo. Y que te dices: "¡Anda! Cálmate ya

gilipollas. ¿Qué no ves que no puede estar pasando?”. Pero la banda siguió tocando, y

me di cuenta que era real porque mis pies querían bailar. Me decía que estaba mal, y

otra voz más fuerte me decía: "Déjate llevar". Arremetieron entonces con "Represor

Ilegal", puro rock and roll.

Horas de la noche

y en el Falcon Verde

todos los semáforos

me cantan verde.

¡Verde, Falcon, Verde!

¡Represor ilegal!

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¡Represor ilegal!

Cazando guerrilleros

por toda la ciudad.

¡Qué paradoja!

Los guerrilleros urbanos

después de tanta sangre…

¡Querer derechos humanos!

Tarde, muy tarde.

¡Suave!

¡Verde, Falcon, Verde!

¡Verde, Falcon, Verde!

Rápido en las curvas

más rápido en las rectas

pero siempre suave ¡Suave!

¡Verde, Falcon, Verde!

Horas de la noche

y en el Falcon Verde

todos los semáforos

me cantan verde

¡Verde, Falcon, Verde!

¡¡¡Verde!!!.

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MEDITANDO EN EL BAÚL

La algarabía de los aplausos se desató en festejo aún antes que la canción terminara.

"¡Gracias!", gritó uno de los guitarristas; quien brindaba la apariencia de ser el jefe. Y el

público de pie. ¡Qué suceso! El público entusiasmado con la gran función que había

presenciado no dejaba de batir palmas reclamando otra, un bis, algo más de aquella

imprevista cachetada sobre las convenciones del momento. Los siete músicos saludaron

con pomposa reverencia al borde del escenario, gesto que repitieron unas tres veces ante

la fervorosa aprobación de los espectadores que esperaban el bonus. Pero no hubo otra,

así como saludaron fueron hacia el auto y cuando parecía que nada más iban a subirse y

marcharse, uno de ellos me señaló con el dedo. Vi las sonrisas en sus rostros y antes que

viera otra cosa me estaban cargando en el baúl. Venciendo mi resistencia a fuerza de su

mayor número, con algunos golpes mediante, lograron sumergirme en esa celda de

tránsito, privándome de mi libertad y dejándome sumido en la peor de las

incertidumbres. Lo último que alcancé a distinguir en el tumulto fue la sonrisa del que

gritó: "¡A la valija, Chirolita!”. Chirolita, supe luego, era el nombre del muñeco de un

tal Chasman, famoso ventrílocuo argentino.

Cuando cerraron la tapa el estruendo pareció ahogarse en la oscuridad. No sentí temor.

¡Vamos! Estaba claro que aquello venía en tren de broma; pero me interrogué

seriamente acerca de cuestiones fundamentales. ¿Por qué no estaba en mi España? ¿Qué

clase de aventura loca estaba comenzando en Sudacalandia? Escuché los portazos,

percibí el bamboleo del auto por el ascenso de sus tripulantes, y las ruedas se echaron a

andar. Lento en la marcha atrás, para dispararse luego hacia delante en dirección a qué

sabía yo dónde. Acomodé mi humanidad lo mejor que pude en el espacioso interior del

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compartimiento de equipajes. Desde la cabina me llegaban inentendibles las voces

sobrepuestas de los siete músicos, era evidente que estaban de plena jarana así que no

gasté saliva en pedir a gritos que me libraran del encierro. Al cabo que en el baúl yo iba

más cómodo que cualquiera de ellos apretujados en los asientos.

Lo que duró el viaje me lo pasé pensando en mi amada mujer. Recordaba cosas que

había olvidado, pequeños gestos que quizás no supe valorar en su momento. Esas

menudencias de lo cotidiano que uno da por sentado, nimiedades que pasan

desapercibidas hasta que se pierden. El modo en que por las noches ella peinaba sus

largos cabellos sentada al borde de la cama. El olor mismo de nuestro hogar, y hasta esa

manía por encender inciensos que tanto me molestaba. De aquella nada oscura en la que

mi alma parecía estar flotando alrededor del cuerpo, me vino a la mente la imagen de

ella en un momento preciso. Era igual que ver una fotografía que en lugar de estar

impresa en papel lo estaba en sentimiento. Y es que de aquella reunión en casa de

amigos me había guardado la preciosura del instante en el corazón. Fue alrededor de la

mesa, en la que todos hablaban a grandes voces discutiendo alguna cuestión de esos

días. Yo batallaba con una botella de vino cuyo corcho se había partido y, mientras

procuraba descorchar el resto, desesperaba por entrar en el debate. Ni bien saqué el

medio corcho levanté la vista, y allí estaba ella, al otro lado, viéndome fijamente a los

ojos. Con el pulgar y el índice de la diestra cogió la aceituna que se llevó a la boca, la

mordió arrojándome una mirada como la noche que tuvimos luego y en ese segundo no

hubo sonidos, ni olores, ni cualquier otra sensación más que calor intenso en el pecho.

Era mi mujer. Y la estaba viendo exactamente igual, reviviendo el momento en la

cajuela de un Falcon Verde. Es que el baúl de ese vehículo es una especie de

confesionario, un lugar que empuja al examen de conciencia, a poner blanco sobre

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negro los errores abriendo el diálogo sincero con la propia alma. Hay muchos que

necesitarían pasar por esa experiencia. Comprendí allí lo mucho que mi ausencia la

estaría mortificando. ¡Pobrecita! ¡Tremendo calvario el que iría sufriendo por mi culpa!

Necesitaba llamarla, pedirle perdón y volver con ella. Después de todo, ¿qué importaba

si yo no era la voz de España? Era una más de las voces de España, y con eso bastaba

para andar con la frente en alto. ¿Qué más necesitaba de la vida que tenerla nuevamente

entre mis brazos? Pues nada. ¡Si ella era todo! Una luz misteriosa ordenaba al fin mis

ideas, mis sentimientos y mi proyecto de vida, y entonces... entonces un maldito bache

me hizo golpear la cabeza contra la tapa, y la bestia al volante que acelera por un

camino lleno de pozos que ni tras las bombas de Bosnia se ha visto. ¡Claro!, ellos

riendo, ¡qué va!, y el pobre de mí un hielo en la coctelera. Pasé el rato dándome de

golpes hasta que arribado a destino, una casa quinta en Tortuguitas, el vehículo se

detuvo. Cuando abrieron la tapa los siete estaban mirándome, sonreían sin decir palabra

y esa actitud de final de broma, así de esperar que yo les festejara el chistecito, fue lo

que realmente me dio entre medio de mis dos cojones. Saliendo sin recibir ayuda de

ninguno, me incorporé y en cuanto pude estirar las piernas, como seguían con esa

miradita de "mira que gracia te hicimos", sintiendo los pies firmes sobre el suelo les

grité mi enojo:

- ¡¡¡ Vosotros me habéis secuestrado, coño!!!

En respuesta se echaron a reír. Y yo que los miraba atónito sentía la sangre alborotarse

por mis venas.

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- ¡Que no es un chiste!, -les dije- me han traído por la fuerza, han perpetrado un

crimen, una felonía, un, un, un....

Los nervios, con la oportunidad que los caracterizan, me jugaron esa mala pasada y

quedé trabado repitiendo "un... un... un...", sin saber qué decir, cosa que por suerte

nunca me ha pasado frente al micrófono en el ejercicio de mi profesión. ¡Pero es que

estaba indignado! Más aún, ya casi los tomaba a golpes de puño que escucho a uno

entre las risas decir:

- ¡Estuviste genial, Gallego!

- Sí, -asintió otro- tu voz y tu acento hicieron del speach del comienzo algo mucho

mejor de lo que esperábamos.

- Teníamos miedo que sin presentador se nos fuera el show a la mierda.

- ¡Te pasaste chabón!

- Cuando te escuchamos supimos que todo iba a salir perfecto.

- ¡Salimos a escena recontra motivados!

- Dejaste al público listo para nosotros, y está claro que vos sos nuestro

presentador. ¡Indudable!

Me halagaban, palmeaban mi hombro y ¡qué diablos!, se me esfumó el enojo porque,

¡vamos!, es que de verdad, aunque no quiero pecar de vanidoso es la más pura realidad:

¡Que soy un locutor de la hostia!

- Modestamente -dije- yo sólo afino el instrumento que Dios me ha dado.

- Nos cabe el talento bien usado.

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- Les diré que ustedes tampoco han tocado mal, en la última canción no podía

dejar de mover los pies.

- Vení Gallego, vamos al quincho a comer el asado y bienvenido a la banda.

Conocéis mis penurias económicas a esas alturas de los acontecimientos, así que

imaginarán con facilidad que lo que había comido en los últimos días era, además de

alguno que otro engaño, nada. Nada, pero nada de nada. Ni siquiera andar a la sopa

boba. La sola idea de meterle sustancia al estómago hacía que mi mente se obnubilara

por ver la abundancia de carne en la parrilla, roja, jugosa, cocinándose al uniforme calor

de las brasas junto a chorizos, chinchulines, riñoncitos, morcilla y las mollejas. ¡Pienso

en esas mollejas y me viene una cosquilla al paladar que me inunda la boca de saliva!

En fin, una típica parrillada de carne argentina, y no tuve fuerzas más que para

quedarme allí junto esperando que sirvieran. Mi única distracción, la sola vez que quité

la vista de ese deleitoso espectáculo gastronómico, fue cuando llegaron a la quinta en

otro auto y una camioneta el resto de la banda, los que no eran músicos, o sea, el

sonidista, el iluminador, los dos asistentes que les ayudaban a armar y desarmar los

equipos y el representante. David Seiko vino de inmediato a reclamarme la devolución

del saco, y al encontrarlo arrugado, con uno de los bolsillos descosido e impregnado de

mi sudor por el viajecito en el baúl, reprendió a los músicos por haber estropeado su

saco. ¡Vaya descaro el de ese tío! Su saco le importaba más que el atropello a las

libertades individuales del que había sido víctima. Claro que atento como estaba a la

cocción de la carne, pues no iba a perder tiempo en hacerle notar su falta de sentido

cívico. Verán, de verdad estoy tentado de describirles el sabroso paso de aquellos

manjares por mi boca, sin embargo creo más adecuado al hilo conductor esta historia

contarles de los muchachos antes que de los platos.

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LOS MUCHACHOS

Como es de público y notorio en la formación originaria de los "N.N. y los del Falcon

Verde", revistaban siete músicos. ¡Vale! No me corrijan antes que termine de hablar,

siete si no se cuenta al Falcon. Para los que cuentan al Falcon, que son casi todos, la

banda era de ocho. Así es que, además de la leyenda, subían al escenario:

Agustín Canelois, voz.

César Carnovali, primera guitarra y coro.

Marcos Slahter, guitarra y coros.

Diego Magliani, bajo y coros.

Antonio Faull, teclados.

Fernando Hamal, batería y coros.

Carlos Bagliesso, vientos.

En aquella primera cena compartida ellos eran para mí perfectos desconocidos.

Comencé a conocerlos después del café, porque en la comida propiamente dicha me

limité a saciar mi hambre antes que la curiosidad. Cuestión de prioridades, se entiende.

Salimos del quincho para ir al interior de la casa y ubicarnos en los sillones de la sala de

estar, establecidos alrededor de un enorme televisor. César, con los ojos claros de mirar

profundo, me dijo entonces que mi presencia coincidía con la elección de videos que

habían dispuesto para esa noche. Disponían de dos películas españolas: "Torrente, el

brazo tonto de la ley", y "Torrente 2, misión en Marbella". Compartían ese humor entre

negro y guarro por el que transitaba el personaje de Santiago Segura, y a mí me tocó

padecer el que tomaran algunas de sus frases como muletillas de uso cotidiano. Es más,

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de modo extraño decidieron que era muy gracioso apodarme Torrente a mí,

comparándome con ese tío desagradable que es una suma de calamidades. Por el sólo

hecho de ser español y estar orgulloso de serlo, me adosaron parentesco con ese gordo

infame, que entre otras linduras de su personalidad demostraba ser sucio, corrupto,

racista, alcohólico, drogadicto, putañero, onanista, eyaculador precoz, traidor, cobarde,

estúpido, homosexual y hasta fascista. Reían a carcajadas viendo la peli, y siendo que

era el único allí que no reía me miraban de reojo retorciéndose de risa cada vez que

brotaba de mí algún comentario indignado. No era cuestión menor mi enojo. Que yo no

soy de los que se hinchan los cojones y se quedan sin hacer nada, ¡no señores! Al

término de la segunda película, mientras bajaban los créditos, cansado de escuchar las

risas de los sudacas y su grosera idea de lo gallego me puse de pie gritando: "¡España no

es todo Galicia y ser gallego no es un chiste!", y en cuanto no pararon con sus risotadas

exigí, listo para irme a las manos, que me llevaran a mi hotel.

Ese fue el momento en que el destino me hizo saber que había caído yo entre ellos y que

no me libraría de su compañía fácilmente. Quedaría bien en claro que mi falta de

fortuna y los caprichos del destino me unirían a la aventura de ese grupo de truhanes. Se

pusieron serios, no entendían mi ofuscación, y en eso que estamos ahí con los rostros

tensos Fernando presiona el power apagando el aparato de video. Volvió entonces a

trasmitir la señal del cable, y en eso, como un mal augurio veo al televisor llenar su

pantalla con el cartel rojo de Crónica TV, el más popular de los canales de noticias

argentinos. Con total claridad escucho que se dice: "Allanamiento en casa tomada, las

imágenes ya".

- Pero, pero... - Apenas pude balbucear incrédulo y pasmo- ¡Si ese es mi hotel!

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- ¡Su hotel! -Exclamó Diego riendo- Dijo su hotel...

- Y ese que llevan ahí es el conserje, el administrador del hotel -dije anonadado

viendo al peruano que manos esposadas a la espalda era introducido al

patrullero.

- ¡El administrador del hotel! -Repitió llorando de risa el cretino de Diego siendo

festejado por el resto de esas hienas.

- ¡Esos teléfonos! ¡Se llevan el locutorio! -Dije sin poder creer que estuviera la

Policía confiscándolo todo.

- ¡El locutorio! Dijo el locutorio… ¡El locutorio! -Y se reía retorciéndose con las

dos manos en la panza, cosa que me hinchó soberanamente las pelotas.

- ¡Pero me cago en tu puta madre! -Estallé preso de ira- ¿Es que acaso has de

repetir cada cosa que yo diga?

- No, no. Es que es muy gracioso -intentó explicarse sin dejar de reír.

- Pues no le veo yo la gracia, he perdido el techo bajo el cual dormía… ¿Y ahora

cómo recuperaré mis documentos y mis ropas? ¡Soy un paria! Un

indocumentado en este país extranjero...

- Por el lugar no te preocupes que te quedás con nosotros, y en cuanto a los

documentos le pedimos a Seiko que se encargue -intentó calmarme César.

- ¡Quiero mis documentos! ¡Quiero volverme a España!

- Bueno, está bien, pero cálmate. David tiene amigos en la cana, vas a ver que te

devuelven los documentos -me decía compasivo César-. No te desesperes

Gallego.

- ¡No soy gallego y si me llaman llámenme por mi nombre, que para eso lo

tengo!: Me llamo Rafael, Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo

Ortiz y Serrano, si quieren pueden decirme Rafi, porque si mis padres me

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bautizaron con tantos nombres no ha sido para que ningunos sudacas me

inventen cualquier apodo.

- Bueno, está bien Rafael, cálmate.

- Y yo no debería estar acá, yo debería estar en España con mi mujer, con mi

trabajo en la radio, con todas esas cosas que no supe valorar adecuadamente

cuando las tenía de tiempo completo al alcance de las manos. ¡Un teléfono!

Necesito un teléfono…

- ¡Un teléfono! -Dijo riéndose otra vez Diego.

- ¡¿Pero que clase de subnormal eres?! -Lo confronté ya harto de sus estúpidas

risas- ¿Acaso tienes el cerebro de un loro? ¡Cállate de una maldita vez!

Me descontrolé. Quedé mudo, temblequeando por la repanocha mala, incapaz de

dominar mis actos ni mis pensamientos. Eran demasiadas cosas fuertes que me

atropellaban en poco tiempo. Alguno de los muchachos se llevó a Diego fuera del

cuarto sin que dejara de reír, y César tomándome por el hombro me dirigió

fraternalmente hacia la cocina, donde sirvió un vaso de agua y puso el teléfono sobre la

mesa, a mi entera disposición. Cerró la puerta y dejándome solo dijo: "Hablá tranquilo

Rafael". Las lágrimas caían por mis mejillas en el desconsuelo al que únicamente podía

poner fin la voz de mi amada. Al instante, cual si la muerte estuviera a punto de alzarme

con su mano implacable, vi pasar frente a mis ojos lo que, desde el momento en que

hice abandono del hogar conyugal, había hecho con mi vida. Me contemplé

escribiéndole aquella nota de despedida con que se disparó toda la secuencia. Ante mis

ojos pasaban los fotogramas de mi triste película y podía verme al abordar el avión,

caminando perdido por las calles de Buenos Aires, entre las caras extrañas del Hotel de

los peruanos y toda esa locura del Falcon Verde que me había puesto allí, donde estaba,

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frente al teléfono. Debía levantar el tubo, marcar el número y ponerle fin al descalabro.

Ella comprendería. Quizás tuviera algún enojo conmigo, pero como el amor es más

fuerte seguramente sería momentáneo, una de esas broncas superficiales bajo las cuales

aguarda el abrazo reconciliador. Limpié las lágrimas del rostro, soné mi nariz y aclaré la

voz. Me serené encontrando el valor necesario para pedirle perdón, suplicarle si era

menester. El corazón palpitaba trémulo de emoción escuchando la chicharra que

clamaba por ella al otro lado del océano.

Sonó cinco o seis veces, y yo con los ojos cerrados, pegando el oído al auricular, la

mente en blanco y la ansiedad. ¡La ansiedad! La ansiedad era un diapasón que vibrando

en mis huesos buscaba partirlos en millones de fragmentos. Apretaba los dientes

frunciendo todo cuanto podía fruncirse. Y luego, al percatarme que descolgaba al

teléfono el corazón se detuvo, contuve la respiración y el silencio al otro lado se

prolongó en elástica agonía. Sentí en su respiración el preludio a las palabras y cuando

por la bocina dijo: "Hable”, me sorprendió la voz de otra mujer, una señora de edad.

- Pero… ¿Quién habla? -pregunté descorazonado.

- ¿Cómo que quién habla? Eso es lo que yo pregunto.

- Usted no es mi mujer.

- ¡Qué va! Claro que no, yo soy mujer de un solo hombre, y mi marido está aquí

junto, mirando la tele desde el sillón. No hace otra cosa…

- Oiga, a mi no me importa su marido ¡Dígame qué ha pasado con mi mujer!

- ¿Cómo voy yo a saber lo que pasó con su mujer? Pero si ni siquiera sé quién es

usted. A ver ¿cómo ha conseguido este número?

- ¿Qué cómo he conseguido ese número?, pues porque yo vivo allí con mi mujer.

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- ¡Joder! Vaya tío listo, así que en esta casa vivíamos los cuatro y yo con mi

marido ni enterados. ¡A ver si ayudan a pagar las cuentas entonces!

- Señora, soy Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y

Serrano, le hablo desde la Argentina, y busco a mi mujer la Señora de Castillejo

- ¿La Señora de Castillejo?

- Exacto.

- Mire, ahora tengo una confusión, porque lo que yo sabía es que aquí vivía la

viuda de Castillejo.

- ¡Ninguna viuda, Señora! ¡Yo estoy vivo! Fregado en la mierda, pero vivo...

- Lo que ha pasado, es que el día de la mudanza nos cruzamos, pues cuando

entrábamos nuestras cosas ella retiraba las suyas, y como le vi algunos objetos

que eran de hombre, por caso unas pantuflas horribles que llevaba abrazadas

contra el pecho, le pregunté por el marido, y la pobrecita llorando me dice que el

marido se ha ido, y como vestía de negro, pues nada, que yo pensé que había

enviudado.

- Pero no he muerto señora, y quiero volver con ella...

- ¡Hombre! Entonces a por ella, que se ve que lo extraña.

- Es que estoy atrapado en la Argentina, indocumentado y sin dinero.

- ¡En ese caso está igual que viuda!

- Señora no diga eso, que es muy feo. ¿Ella no dejó un teléfono al que pueda

llamarla?

- No.

- ¿Acaso una dirección?

- Nada, apenas nos hemos visto unos segundos.

- Vea, noto que usted tiene buenos sentimientos, ¿podría yo pedirle un favor?

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- Eso depende de lo que me pida.

- ¿Usted podría apiadarse de este compatriota en desgracia y prestarme dinero

para el pasaje de vuelta?

- ¿Prestarle dinero a Usted?

- Podría enviarme un giro, y yo se lo devolvería de regreso a España.

- Usted, a quien no conozco, me dice que está indocumentado e indigente en la

Argentina y ¡vaya coraje! ¿me pide euros a mí?

- ¡Estoy desesperado, Señora!

- ¡Púdrete gilipollas!

Y cortó. De súbito me embargó un sentimiento de caída abismal. El teléfono en mis

manos se hizo soga muerta de la que podía jalar sin subir a ningún lado. Lo solté

espantado de tocarlo y quedó descolgado sobre la mesa. En la impotencia de mi soledad

sentí terror. Silenciosas lágrimas acudieron a mis mejillas sin que profiriese el mínimo

sollozo. El alma se me había acurrucado en algún lugar insondable de mi estática

humanidad, sólo las lágrimas me diferenciaban de cualquier estatua. No estuve vivo, no

podía sentir pulso, era de sal o de piedra en mi cuerpo maldecido por la distancia. La

cara de mi amada se desdibujaba en el recuerdo por el temor a no verle ya nunca jamás.

¿Qué sería de ella sin mí? ¿Dónde irían a parar mis pantuflas? ¿Y cómo pudo decir esa

insensible mujer que eran horribles? Quizás los delicados pies de mi esposa procuraban

mitigar su soledad en el calor de mis pantuflas. La suavidad de la tela escocesa, la alegre

combinación cuadrillé del amarillo, el verde y el rojo, y ese desgaste por el uso que ya

las transparentaban donde rozaban las uñas de los dedos gordos. ¡Nada sabía esa mujer

de mis pantuflas! Nada de nada, pero igual tuvo el descaro de criticarlas. Mis pantuflas

estaban más allá de su comprensión, eran un mensaje cifrado entre enamorados, mi

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mujer debía aferrarse a ellas sabiendo que tarde o temprano volverían a mis pies.

¡Cuánta devoción en mi amada! Tener mis pantuflas ahí, al alcance de la mano, de

seguro entibiándose el pecho con ellas, cuidándolas fielmente para que a mí retorno al

hogar, aunque fueran ya otras la paredes, estuviera igual que ayer la sacrosanta

intimidad conyugal. No, los obstáculos no iban a impedir que tomara nuevamente entre

mis brazos su estrecha cintura. Ella no me olvidaba, tal vez, pensé, en ese mismo

instante los dos llorábamos la mutua soledad, por eso acaricié mis lágrimas cual si

fueran las de ella. Y decía para mis adentros: "No me llores, mi amor, no me llores: yo

estoy volviendo a ti”.

César volvió a la cocina sentándose frente a mí. No dijo palabra y durante largo rato me

acompañó comprensivo de la situación, respetando el dolor.

- Ella se ha mudado. No tengo forma de ubicarla que no sea volviendo a España

-dije resumiendo la situación.

- Lo siento.

- Y volver a España es algo... “Con la iglesia hemos topado, amigo Sancho”.

Bueno chaval, que todo esto que está ocurriendo me lo tengo bien merecido. Me

quise ir, yo solo, porque estaba atosigado con las menudencias de cada día y

necesitaba poner orden en mi cabeza. Ahora en cambio, daría mis piernas por

poder regresar.

- Para volverte lo único que necesitás es un poco de paciencia.

- ¿Tú crees? ¡Mírame! No tengo mis documentos, no tengo una moneda en el

bolsillo, ni un techo, ni una cama, ni mi ropa, no tengo ya ni un teléfono al que

llamar, no tengo nada. Estoy varado en la nada.

51

- Eso no es tan así. De tus documentos ya te dije que se va a encargar David,

mientras tanto nosotros necesitamos un presentador, y vos sos mucho mejor que

el que teníamos, por eso queremos que sigas. Entiendo que tu situación no es la

mejor, y quiero dejar en claro que si te ofrecemos esto no es porque seamos

buenos samaritanos. Nunca nos imaginamos que el presentador pudiera ser

español, pero quedó tan bien que ahora no queremos otra cosa.

- Me estáis dorando la píldora, pero mi único deseo es retornar con mi mujer,

aunque sea nadando, digo, moriré en el intento porque no tengo branquias, pero

al menos me sentiré reconfortado por pensar que lo estoy intentando.

- Rafael, no seas pelotudo.

- Oye, no me hables así, que estoy en estado de sensibilidad extrema.

- No estás pensando Rafael, escúchame, trabajá con nosotros y vas a llegar a

España antes que a nado. Mirá, en esta casa vivimos todos, hay una cama para

vos también. La comida, me parece que te gustó.

- ¡Estaba rico el asadito!

- Y la plata no va a ser mucha, pero vas a poder juntar para el pasaje.

- ¿En cuánto tiempo?

- No sé, estamos empezando y todavía no somos conocidos, pero acá hay un

proyecto de trabajo, y en el peor de los casos, aunque nos fuera muy mal, para

vos esto es techo, comida y el pasaje de vuelta.

Me quedé viendo esa expresión en el rostro de César con la que aguardaba mi

respuesta. No tenía mucho de dónde elegir. No había otro remedio que ser uno de

los muchachos.

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- Junto para el regreso y me voy.

- Está claro, hasta comprar el pasaje de avión.

Y así fue que me convertí en el presentador y voz narrativa de "N.N y los del Falcon

verde". Contento de tenerme en el grupo, César me condujo a un dormitorio al final

del pasillo que comunicaba todas las habitaciones de la casa. La luz del sol entraba

por la ventana y en la cama no había sábanas.

- En el ropero hay juegos de sábanas y frazadas, ahora te consigo una almohada

que esté en buenas condiciones- dijo César dejándome allí.

Reconozco que me incomodaba aquel cuarto, limpio pero despojado, con olor a

desuso y paredes de hastío. Como si el último morador hubiese dejado allí su

aburrimiento y algún dolor escondido. Acaso, otra pena de amor.

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PESADILLAS DE UN AMOR DESGARRADO

Me acerqué a la ventana. A través de ella se veía el parque hasta el alto ligustro que

bordeaba la propiedad. Bajé la persiana y sin esperar por la almohada, me arrojé sobre

el colchón quedando dormido de inmediato. Cuerpo y mente clamaban descanso, el

agotamiento emocional había consumido la reserva de mis fuerzas: Pero el sueño, así

extenuado, no llegó a modo de bálsamo reparador, sino como siniestro remolino de

ásperas pesadillas. Veía a mi pobre mujercita acomodando nuestras cosas en un

apartamento miserable, oscuro, pequeño y de paredes descascaradas. Sentada en medio

de aquel desorden de cajas amontonadas y llorando mi ausencia, buscaba consuelo

apretando las pantuflas contra su pecho. Me desperté y el cansancio volvió a golpearme.

La almohada ya estaba allí. Roté mi cuerpo hundiendo mi cabeza en ella, cerré los ojos

y aparecí caminando por las calles de Madrid, cierta cámara lenta le daba toque

melancólico y feliz, inmensamente feliz, a cada uno de mis pasos. Eran los pasos que

me conducían a mi amada llevándole un ramo de flores en la diestra. Con esa lentitud de

los movimientos que me presentaba el sueño alzaba mi vista buscando ver el cielo que

me vio nacer, el celeste intenso de mi España, que deben creerme no puede parecerse al

de ningún otro lado. Sin parpadear daba gracias a Dios por ponerme nuevamente a

cobijo de mi cielo, y al instante la veía, a mi amada, caer desde un balcón. Así cayendo

me clavaba en los ojos su mirada de reproche; mía era toda la culpa y nada podía hacer

para remediarlo. El vestido blanco agitándose al viento, la pureza de su amor

hundiéndose en el sin sentido de mi huida y, cobarde al fin, apreté los párpados dando

vuelta mi cara al momento del impacto. Pero, ¿cómo hace uno para cerrar los oídos? No

necesité ver con mis ojos, los sonidos fueron igual de gráficos. Los huesos rompiéndose

contra el pavimento y su sangre rebotando fuera de la carne. Y al abrir los ojos estaba

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frente a su tumba. Ya no pude seguir durmiendo, de un salto me alejé de la cama

sintiéndola maldita. ¡Mi amada no debía morir! Yo retornaría para rescatarla de la

soledad, para devolverle el sentido a su vida, para ser su esclavo hasta el último de mis

días y compensarle todos los pesares causados con mi absurda partida. Me pregunté

entonces si la pena de amor encerrada en ese cuarto no sería otra que la mía, algo así

como un deja vu, o la fatal predicción del sufrimiento.

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EL LEGENDARIO

Salí al pasillo aterrorizado por mis pesadillas. Respiré hondo. Las demás puertas

estaban entreabiertas y desde el otro extremo del corredor se escuchaba un zumbido de

motor eléctrico. No quería estar solo y caminé hacia el ruido husmeando al pasar, por

cada una de las puertas no cerradas. El cuarto lindero con el mío era el más poblado de

la casa, luego me enteraría que por eso lo apodaban "la cuadra", allí dormían en camas

marineras Agustín, Diego, Carlos y Fernando. El siguiente cuarto, por lejos el más

espacioso de la casa y que utilizaban como sala de ensayo, le correspondía a Antonio

quien no dormía. De hecho no tenía cama, apenas un colchón muy delgado abandonado

en el piso al costado de la batería. Lo vi de espaldas con los auriculares puestos y muy

concentrado en sus teclados. Bastaba ver el lugar, el desorden, las paredes

pintarrajeadas, para darse cuenta que algo andaba mal en la cabeza de ese muchacho.

Seguí de largo, ¡joder!, que ya tenía bastante con mis propios problemas para irla de

metido en el manicomio de otro orate. En la cuarta habitación, la última, roncaba César

abrazado a la almohada. Enfrente a la suya había otra cama vacía, pero destendida lo

cual me hizo suponer que allí dormía Marcos. También noté, al fondo, entre medio de

las dos camas y bajo la ventana, un gran escritorio sosteniendo ordenador y cantidad de

libros. La puerta del extremo, de la que provenía el ruido, era el garaje donde encontré a

Marcos lustrando el Falcon. El auto dejaba muy poco espacio a su alrededor. Así

Marcos, en cuclillas con la espalda contra la pared, lustraba la chapa debajo de las

puertas, repitiendo las pasadas de la lustradora eléctrica con meticuloso esmero y

reconcentrada dedicación. Tan metido estaba en su tarea que debí hablarle elevando el

tono de voz para que notase mi presencia.

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- Oye chaval. Marcos… ¡Hey tú! Que haz de prenderle fuego con tanto lustre.

Al fin Marcos giró bruscamente la cabeza al escuchar mi voz. Sonrió apagando la

enceradora y se incorporó con la satisfacción brillando en sus ojos, casi tanto como

brillaba el auto.

- ¿Y?, ¿qué tal?, ¿no es una belleza? -me preguntó alegremente, casi necesitado de

alguien ante quien pavonearse de su obra.

- Parece recién salido de fábrica.

- Modelo del 76, completamente original, un auténtico legendario.

El guitarrista, tipo alto y espigado, estaba en zapatillas sin medias, calzoncillos slip, y

camisa desabotonada. Yo tenía un poco de frío, y por algunas gotas de sudor

formándose en línea sobre la frente debajo de sus cabellos, supuse que hacia un buen

rato estaba dale que dale con la maquinita. Dejó la lustradora colgada de un gancho.

Con el mismo brazo y en continuidad de movimiento, tomó del bolsillo de su camisa un

atado de cigarrillos. Hizo primero una invitación que rechacé, luego se prendió uno para

él. Rubio al igual que el cigarrillo, tenía en las facciones cierto aire a europeo del este,

donde los rostros pálidos son de fácil olvido, sin ninguna nota saliente. Largó la

bocanada de humo hacia el cielorraso, seguramente cuidando que no fuera el humo a

opacar el lustre del Falcon. Sus ojos parecían imantados al auto, se regocijaba en

contemplarlo y no dejó de hacerlo cuando me preguntó:

- ¿Conocés la historia de este auto?

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- No, bueno, he escuchado historias respecto a lo que hacían con ellos, pero

nada...

- La Ford empezó a fabricarlo en Estados Unidos allá por el 59 –se largó a

contarme casi interrumpiéndome-, y así grandote como lo ves allá lo

promocionaban como un auto compacto, claro, eso porque los autos

norteamericanos son, ¿cómo decirlo?, un desperdicio de chapa, ampulosos,

¡bah!, una grasada como el Cadillac y esas cosas llenas de cromados que les

gustan a ellos, para hacerse notar y que los vean desde lejos.

- Me dijeron alguna vez, que hacen los autos tan grandes por la cuestión del sexo.

- ¿Para fífar arriba del auto?

- Fifar es follar, ¿no?

- Sí.

- Bueno, no sólo por eso, sino porque piensan que el tamaño del auto hace

funcionar la imaginación de las mujeres en directa proporción sobre las

dimensiones del pene, y como los japoneses, que los tienen pequeñines, fabrican

autos chiquitos, ellos los hacen inmensos para que ellas piensen en grande.

- Eso es muy torrentiano -dijo sonriendo. Y me sentí incómodo por pensar que

pudiera compararse una expresión mía con la mentalidad de Torrente.

- Mira, -dije dispuesto a ponerle en claro las cosas- ese Torrente...

- ¡Qué buena película! -Exclamó dejándome con las palabras del reproche

atoradas en la boca- ¿Cuál te gustó más, la uno o la dos?

- ¡Ninguna! -respondí molesto- Y no quiero seguir hablando de ese gordo

calamitoso. Me estabas contando del auto -pronuncié con énfasis casi

autoritario, lo suficiente para ponerlo otra vez en tema.

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- Está bien -dijo con algún dejo de resignación, como si hubiese sido de su

preferencia contarme de nuevo, entre risas que sólo hubieran sido suyas, todas

las atrocidades de José Luis Torrente- Como te decía, al principio la Ford

importaba las partes y lo ensamblaba en la planta de General Pacheco. Pero a

partir del 15 de Julio de 1963, cuando sale el primer Falcon made in Argentina,

el coche empieza a desarrollar una personalidad típicamente argentina. Mantiene

la línea evolucionando con sobriedad. Cambian las luces, la parrilla delantera, el

tablero, las manijas de las puertas, se toca un poco el motor, hay alguna

modificación en el capot, pero el Falcon sigue siendo el Falcon porque mantiene

algo más que el nombre, se conserva el espíritu del auto y se fortalece, crece.

- ¿Dices que le crece el espíritu?, ¿al auto?, ¿el espíritu?

- Claro.

- ¿Pero qué es esto? ¿Una novela del Stephen King?

- Y, algo de eso hay -se sonrió al decirlo y no dejó de hacerlo mientras dio una

larga pitada al cigarrillo.

- Lo que yo he escuchado son cosas terribles.

- Sí, aunque también se dicen muchas mentiras, realmente pasaron cosas terribles.

Fueron tiempos de atrocidades, todos quisieron ser el más malo del barrio, el que

metiera más terror… -lo dijo serio y largó luego la bocanada de humo dibujando

un redondel- Mirá, me sale el óvalo de Ford -se jactó señalando el humo que con

la forma deseada flotaba sobre el auto.

- He dejado el cigarrillo, porque era malo para mis cuerdas vocales, pero en mis

buenos tiempos podía formar varios anillos de humo en una sola bocanada.

- Hacer círculos es más fácil, los óvalos son otra cosa.

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- Agradece que no quiero enviciar mis pulmones, que de otro modo, ya te

enseñaría yo lo que es un óvalo.

- ¿Sabes cuántos Ford Falcon se hicieron acá desde 1963 hasta 1991?

- Ni idea.

- 494.209. El último, verde clarito, el 10 de septiembre de 1991.

- ¿Y cómo es que se te ha dado por saber todo eso?

- Me gustan los fierros y los primeros juguetes que recuerdo eran herramientas de

mi viejo, seguí jugando hasta convertirme en mecánico.

- Pensé que eras guitarrista, músico.

- No, yo soy mecánico, lo de la guitarra es un pasatiempo. Es más, de no ser

porque soy mecánico yo no subiría al escenario, con esta ni con ninguna otra

banda. Como guitarrista me cagaría de hambre, no tengo talento, pero como sé

que no paso de mediocre me contento con acompañar tratando de no hacerme

notar, o sea, disimular mis falencias musicales manteniendo el bajo perfil.

- ¿Y trabajas de mecánico?

- Por ahora me dedico exclusivamente a este -dijo palmeando el techo del auto-,

por lo que dure este asunto de la banda. Son como unas vacaciones, cuando pase

vuelvo al taller de mi viejo. Somos una familia de mecánicos, y nos

especializamos en Ford, este es mío, mi primer auto.

- Entonces, tú estás en la banda por el auto.

- No pueden existir los del Falcon Verde sin un Falcon Verde.

- Supongo que no.

- Lo compré en un remate hace cinco años, cuando cumplí los veinte, y no lo

pagué barato. Por lo que dicen los papeles tuvo un único dueño antes que yo, un

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tal Juan Pérez. Estaba medio mal de motor pero muy bien de todo lo demás, casi

no tuve que hacerle nada.

- No, si se ve que ha sido bien cuidado, no lo podrías tener así cual nuevo si ese

Juan Pérez lo hubiese maltratado.

- No sé si existió Juan Pérez.

- Pero… ¿No me has dicho que en los papeles?

- En los papeles, creo que únicamente en los papeles.

- ¡Oh! ¿Me estás diciendo que este auto es uno de esos?

- No digo nada, si es un veterano no está probado.

- ¿Un veterano?

- Un veterano de guerra, se les dice así a los Falcon que estuvieron en servicio

para alguna fuerza armada o de seguridad en los años de plomo. Cuando esos

autos salen a remate lo que se busca adquirir es un pedazo de historia, una

reliquia, sin importar el estado en que se encuentren, porque generalmente están

muy palizeados.

- Que no era el caso de este.

- No, este fue muy bien preservado. Pero no sé. Digo que Juan Pérez como único

dueño me resulta sospechoso, además el día del remate había muchos falconeros

y los del Club del Falcon Verde, todos muy interesados. El remate fue

peleadísimo, dejé hasta mi último centavo.

- Así que hay un Club del Falcon Verde.

- Sí, soy miembro desde que el martillero gritó “vendido al señor”, y el señor era

yo, entonces se me acercó el tipo contra el que lo estuve peleando, me regaló sus

anteojos negros y me dijo "bienvenido al club".

- ¿Y cómo es ese club?

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- Silencioso.

- Suena como si fuera una secta.

- No, es mucho más abierto de lo que parece, un secreto a voces.

- Vosotros los argentinos sois rarísimos, me cuesta entenderos.

- ¿Por?

- Mira, yo no he llegado aquí con las mejores luces. ¡Vamos! ¿Qué digo? De

haber estado lúcido no me encontraría fuera de España, pero desde mi llegada

todo lo que escucho sobre los 70, que tanto les atormentan, es el discurso del

Presidente Kirchner, de las madres de Plaza de Mayo, de las abuelas de Plaza de

Mayo, de los organismos de derechos humanos, que es como escuchar al Juez

Garzón, y la prensa que elogia esa postura sin que surjan cuestionamientos de

parte de la gente.

- Sí. ¿Y?

- Y que cuando pensaba que en Argentina estaban todos contestes respecto al

pasado, aparezco en medio de ustedes, y me termino preguntando cómo serán

las cosas en este país.

- Complicadas, Rafi, las cosas en mi país son complicadas.

La charla tomó luego rumbos intrascendentes, datos técnicos del Falcon, que lejos de

interesarme me arrancaban bostezos. ¡Vamos!, que era volver sobre lo mismo

divagando por el mero pasar del tiempo hasta en los monosílabos de mis aburridas

contestaciones, dichas, sólo para acompañar la voz de Marcos disimulando el

monólogo. Al rato decidí enfrentar mis pesadillas retornando al cuarto y tendiendo la

cama para echarme a dormir. Hundí otra vez la cabeza en la almohada, llevándome mi

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determinación -esa vez sí- a un sueño profundo y plácido sin interrupciones de ninguna

especie.

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OÍDO ABSOLUTO

Desperté cuando el sol se alejaba por el oeste y la casa era todo barullo. Desde el

preciso instante en que puse los pies fuera de la cama, aunque iba de coronilla, supe que

ya no habría descanso. Un gentío deambulaba sin orden aparente y me encontré, al

trasponer el umbral al pasillo, en medio del frenesí. La música a muy alto volumen

provenía del cuarto de Antonio, sitio al que entraba Fernando con una toalla a la cintura

por única vestimenta y ensayando pasos de baile.

Al fondo, cerca del garaje, permanecía David discutiendo con una bella mujer. Agustín,

el cantante de la banda, se asomaba haciendo ejercicios vocales y tapándose

alternadamente uno u otro oído. Sin duda impulsado por el remordimiento de su

conciencia, Diego se acercó en cuanto me vio y tratando de mostrarse complaciente

conmigo dijo:

- ¿Descansaste Rafael?

- Sí -le respondí, todavía molesto por las risas burlonas que había dedicado a mi

desgracia.

- David ya se está encargando de recuperarte los documentos.

- Bueno

- Me iba a bañar ahora, pero si te querés bañar vos te dejo el lugar.

- No chaval, ve tú, que yo lo haré después cuando vea qué ropa he de ponerme

- Yo te puedo prestar, somos más o menos de la misma talla, mis remeras te

tienen que ir bien.

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- Te lo agradezco, Diego. Pero vete nomás a lavarte, que yo aprovecharé para

hablar con David.

- ¿Seguís enojado conmigo Rafi? -decía "Rafi" enfáticamente, para que no me

pasara desapercibido que no me llamaba "Gallego".

- No -mentí por cortesía, y porque al menos el chaval estaba haciendo esfuerzo de

caerme bien-, no estoy enojado contigo, pero vete antes que empieces a reír y

me entren ganas de darte un ostión.

Diego Magliani llevaba en los ojos la picardía de un ladrón napolitano, no le pregunté

pero supongo que de allí provenía su familia, hay rasgos que pronuncian la herencia a

los gritos. Alzó sus manos en señal de no querer problemas, bajó la vista y se fue sin

más. Caminé hacia David observando las buenas dimensiones de la rubia con la que

discutía. Dudaba entre interrumpir, para averiguar qué sabía de mis documentos, o

quedarme viendo a esa mujer hasta que se fuera. Verán, no quiero que me

malinterpreten, yo tenía mi corazón en España, en las pantuflas mismas que servían de

consuelo a mi amada, pero mis ojos seguían conmigo, cumpliendo con la natural

función de ver. ¡Y había que verla! Una hembra que alteraba los cojones. La música

empezó a sonar más fuerte, con ritmo pegadizo, contagioso, de fiesta. Miré de soslayo

al interior de la sala, y en ese ensayo, a excepción de Marcos y Diego, no faltaba nadie.

Seguramente Marcos estaba en el garaje y Diego se encaminaba a bañarse. Volví la

vista al pasillo, la rubia escuchaba explicaciones de David con postura tan amenazante

como seductora. De abajo para arriba verla causaba verdadero deleite. Las botitas de

gamuza, y el pie derecho golpeteando el piso con la media suela sin despegar el taco del

suelo, el ajustado calce del pantalón insinuando unas piernas de ensueño, las nalgas

otorgándole al jean el privilegio de amoldarse a ellas, las manos en la estrecha cintura,

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los brazos a modo de jarro, los pechos marcando la caída a la camisa de seda, el cabello

ondulado deslizándose sobre los hombros, y el bello perfil de su cara manantial de una

mirada que, aunque destinada a otro, se percibía intensa hasta la ferocidad. Tal como la

cuento, y todavía más preciosa ¡Para calentarse de verla! Claro que, en ese mismo

instante, con la música subiendo y yo ahí contemplándola, una de sus manos dejó la

cintura y fue a estrellarse contra la cara del pobre David. Nunca he visto cachetada que

entrase con tanta violencia, con tanta precisión, ni con tanta autoridad como aquella.

¡Uh! ¡Qué carácter del demonio la rubia! Así es que, un tanto acobardado entré con

urgencia a la sala. No fuera cosa que por mirón ligara yo también alguno de sus

cachetazos.

Apenas entré en la sala me quedé refugiado de espaldas a la pared, al costado de la

puerta; no era cuestión de obstruir el paso si es que la rubia quería seguir repartiendo.

Los muchachos tocaban con alegre y creciente entusiasmo. La música brotaba y ellos

parecían bailar con sus instrumentos. A Femando Hamal la toalla se le había

desprendido y pendía enganchada de una saliente en el asiento de la batería, creo que no

llegó a darse cuenta que estaba en pelotas reconcentrado como se lo veía en batir el

parche. El único vestido correctamente era Antonio Faull, que daba la impresión de

estar allí con sus notas ininterrumpidamente desde que lo viera en la madrugada.

Aunque de espalda a los demás, Antonio era el que dirigía. De tanto en tanto daba

vuelta la cabeza haciendo alguna indicación. Si sus facciones huesudas le otorgaban un

aire a desvalido, y ciertamente no podía esperarse fortaleza física en su cuerpo de tísico,

el carácter correspondía al de un iluminado. Los demás permanecían atentos a sus

mímicas observaciones. El bien parecido Agustín, siempre pulcro, casi esperando posar

para la foto, tenía un papel en la mano y aguardaba entre César y Carlos Bagliesso. El

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ritmo era vibrante, divertido y contagioso, tal como lo definirían más tarde: la música

perfecta para un aviso publicitario. Repentinamente Antonio dejó de tocar y se da vuelta

haciendo un gesto abrupto con la mano. De inmediato la música se detuvo. Con cara de

ver la rana, y aunque acataron la indicación, los otros cuatro músicos se miraron

consternados; entonces Antonio, los ojos puestos en mí, dice:

- En el zapato tenés alguna porquería que hace ruido.

Quedé confundido.

- Debe ser una piedrita incrustada en la suela, hace un ruido desagradable que me

distrae -aclaró.

Les aseguro que la música allí tenía volumen como para tapar cualquier cosa, además

yo movía los pies sin mucha alharaca. A mitad de camino entre el escepticismo y el

temor reverencial, levanté el pie que me indicaba con su índice y observando la suela di

con el mínimo fragmento de vidrio que estaba allí clavado. Lo quité sin decir palabra y

lo exhibí en mis dedos cual si fuera la prueba de un milagro.

- Oído absoluto -se festejó Antonio.

- ¡Qué hijo de puta! -Celebró César Carnovali admirándose por la agudeza

auditiva del tecladista.

Rieron y yo permanecí con la boca abierta contemplando el insignificante pedacito de

vidrio, que vaya uno a saber qué tiempo llevaba en mi suela. "Un, dos, tres, ¡va!", dijo

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Antonio y la música volvió a estallar. Al momento entró Marcos, y detrás de él, recién

salido de la ducha, apareció Diego. La banda estaba completa, a pleno, y por primera

vez yo compartía la intimidad creativa del grupo. Era el único espectador de un

momento sensacional, de una cofradía feliz.

- ¡Con más huevos, carajo! -Alentó César.

- Arrancamos con el coro -indicó Antonio.

No era lo mismo verlos allí que sobre el escenario. La energía brotaba distinta.

Naturalmente, digo, pues aquello era sin inhibiciones ni condicionamientos de ninguna

especie, igual que cuando cualquiera de nosotros se permite jugar al gran cantante

estrella de rock debajo de la ducha, tan seguros de que nadie nos ve, ni nos escucha. Sin

nervios ni preocupaciones, sin pensar en otra cosa, sólo la música. La canción que

cantaron todavía no estaba titulada, pero ese tema tan pegadizo iba a ser bautizado luego

como "El shingle". Yo estuve ahí, acompañando el ritmo con mi pie -sin vidrios en la

suela-, y hasta animándome a hacer coros con ellos.

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EL SHINGLE

Se suman y no cambian las razones

¡Para querer al Falcon!

La vida se ve distinta

a bordo de un Falcon!

Se suman y no cambian las razones

¡Para querer al Falcon!

Con el porte elegante

de su chapa brillante,

esa estampa recia,

el motor confiable,

soberana potencia,

y el andar confortable.

Se suman y no cambian las razones

¡Para querer al Falcon!

Tenga algo menos de qué preocuparse

¡Tenga un Falcon!

Se suman y no cambian las razones

¡Para querer al Falcon!

Sobre las calles de la ciudad,

en las rutas de la inmensidad,

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por la huella del chacarero,

abriendo paso en cualquier sendero.

No hay camino bajo el cielo

que no pueda transitar.

Se suman y no cambian las razones

¡Para querer al Falcon!

Tenga algo menos de qué preocuparse

¡Tenga un Falcon!

Se suman y no cambian las razones

¡Para querer al Falcon!

El Falcon Verde

es como un gato mimoso

le das vuelta la llave

y ronronea siempre,

cuando huele ratas…

¡Ronronea más fuerte!

Se suman y no cambian las razones

¡Para querer al Falcon!

Tenga algo menos de qué preocuparse

¡Tenga un Falcon!

Los buenos y los malos

gustan de transportarse

70

¡A bordo de un Falcon!

Al finalizar la canción la buena vibración seguía ondulando el ambiente, catalizando en

los gestos la ceremonia de aprobación. Daba para relajarse y tomarse un cafecito,

sentíamos la necesidad de comentarlo entre nosotros. Nos mirábamos sabiendo que

habíamos encontrado el tensor para la cuerda más sensible de nuestro público. Digo así

las cosas en primera persona del plural porque, desde ese momento me sentí parte de la

banda. Es verdad que yo no tocaba instrumento alguno, ni cantaba, no obstante ello era

uno más. De hecho, Agustín en un momento chasquea los dedos, me señala con el

índice y propone:

- ¿Saben qué estaría genial? Que cuando lo toquemos en público Rafael recite la

parte del gato antes que larguemos la música.

- Sí, -dijo Marcos sumándose a la idea- todas las luces apagadas, reflector sobre el

Gallego, y después de él arrancamos con todo bien arriba.

Iba a corregirle lo de Gallego, pero era remar en vano contra la corriente. Es que para

los argentinos el origen aproximado de los apellidos es una suerte de nombre intermedio

entre los de pila y el propio apellido. Cualquiera que tenga apellido italiano responderá

como si nada al sobrenombre de “Tano”, y si es español deberá tolerar el "Gallego" que

como indicador de procedencia es usado con mucho más imprecisión que lo de Tano.

De todas formas con otras nacionalidades la cosa se vuelve de una indeterminación

rayana con la ignorancia. Así cualquiera de origen árabe, o que suene a vecinos de

Mahoma, recibe el mote de Turco, en tiempos pasados incluso hasta los armenios que

traen con los turcos aquella enemistad manifiesta. Lo mismo pasa con los judíos, que

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para estos sudacas son todos rusos. Lo curioso es el significado que dan al calificativo

de negro, que no le usan sólo para los africanos, y según como se diga les sirve de

halago o reproche. Por ejemplo, un tío cualquiera puede ser rubio, o mejor aún, no

digamos ya rubio sino albino, de piel asquerosamente blanca como tetas de monja, y

cuando digo monja digo una monja pero recontra monja como era mi tía abuela que

nunca una noche buena ni una tarde de sol, y pese a ello no faltará el que para

demostrarle afecto lo salude diciendo "¿qué hacés Negro?", aunque si quiere

demostrarle mayor estima en lugar de Negro dirá "Negrito". No, si es una cosa rarísima.

Y no menos raro es que cualquiera de ellos, que se presente así mismo como el negro

tal, no tenga prurito alguno en aconsejar sobre el correcto uso de reglas de urbanidad

reclamando que no se hagan cosas de negros aunque su propia piel sea de lo más oscura.

Tan así son las cosas con los apodos, que lo de “sudacas” no se lo toman a mal y hasta

se autodefinen tales con orgullo. En fin, que por eso toleraba el que me

llamaran'"Gallego". Así que, volviendo a lo que iba, estuvieron entusiasmados con la

idea de Agustín entonces recité lo pertinente, para el beneplácito de ellos:

- El Falcon Verde es como un gato mimoso, le das vuelta la llave y ronronea

siempre, cuando huele ratas… ¡Ronronea más fuerte!

Lo dije y estuvieron encantados. Lo cual no puede sorprender a nadie. ¿Cómo no Iban a

estarlo? ¡Joder! Si tengo un instrumento vocal de la hostia, y una entonación capaz de

ponerle los pelos de punta a un sordo que además fuera calvo. Aquello era plena fiesta

hasta que entró David a recordarnos que estábamos con el tiempo justo.

Comprensiblemente el tipo no venía con los mejores humores. Entró a la sala

aplaudiendo, no para celebrar nuestros logros sino como una esposa vieja que desaloja

72

del comedor a los amiguetes de su marido, y traía en la cara la mano estampada que le

había dejado la rubia.

- ¡Ya tendrían que estar vestidos! -Dijo David con los ojos inyectos en sangre,

igual que si estuviera a la espera de alguno que lo contradijera para darle de

golpes- No pierdan más tiempo y apúrense.

Los demás no llegaron a ver el tortazo que la rubia le había atinado. Tampoco

necesitaron verlo, leyeron la crónica en la mejilla del representante. Ninguno se

sorprendió, claro que no. Yo, que no sabía que ella era su novia de años y mantenían

una relación tortuosa, era el único sorprendido. Eran de esas parejas que viven peleando

para reconciliarse. Ya saben, las de ese juego peligroso montado sobre la locura del

carrusel en el que no se cansan de dar vueltas alrededor del mismo eje, y que algunas

veces terminan en la sección de policiales de los diarios.

- Todos los trajes están planchados, no los arruguen, los sacos van en el baúl para

que se los pongan justo antes de entrar a escena -ordenó David, y mirándome me

reprochó-, ¿vos todavía no te bañaste?, anda rápido y no tardes, cuando salgas

vas a encontrar la ropa en tu habitación.

- ¿Mi ropa? -pregunté creyendo que había recuperado mis pertenencias.

- Sí, tu ropa, la ropa para el show, fíjate si algo no te llega a ir.

- ¡Ah! Pensé que habías podido....

- No pierdas tiempo -dijo interrumpiéndome antes de tomárselas con otro-,

¡Agustín, entrá a la ducha ni bien salga el Gallego!

73

Yo no podía salir porque el propio David me interrumpía el paso al estar delante de la

puerta, y mientras vacilaba entre pedirle permiso o esperar que se corra por sí solo,

Fernando Hamal se paró frente a él viendo fijamente el bajorrelieve de esa mano roja en

su cara.

- Che, David -le dijo muy medido al hablar con tono de fingido descuido- ¿La

Rusa ya se fue?

- No sé -contestó molesto-, me debe estar esperando en el auto.

- Mmm, no, porque tengo un regalo para ella.

- ¿Y desde cuándo vos le regalás cosas a mi novia?

En ese momento el aire se puso tenso, tanto que me vi de nuevo en la calle,

indocumentado, sin dinero, y condenado de por vida a vagar en Sudacalandia. Entonces

Fernando le dice:

- No te pongas así, las novias de los amigos para mí no son mujeres, son como

travestis, travestis de los feos, no los toco ni con un palo de escoba, ni siquiera

de madrugada y cargado de whisky. Lo que tengo para ella es un regalo que van

a disfrutar los dos: diez anillos bien gruesos -indicó el grosor con los dedos de

ambas manos y ninguno de los presentes pudimos contener la risa, aunque

ciertamente David no reía.

- ¡Diez anillos! -Repitió Diego entre carcajadas que lo hacían lagrimear- ¡Diez

anillos! Le va a regalar una manopla a La Rusa.

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Ese loco desquiciado de Diego reía sin medir riesgos, como cuando se rió de mí, y era

contagioso así que temiendo no poder controlarme me escabullí directo hacia la ducha,

que buena falta me hacía. Perseguían a mis pasos los ruidos de la trifulca al desatarse,

sin embargo supuse que todo estaría bien pues escuchaba la voz de César aplacando los

ánimos y conteniendo a David.

Entré al baño acelerando esos pasos, con la brusquedad de quien alcanza a guarecerse

en el refugio de ocasión al escapar de la tormenta. Apenas respiré la seguridad del sitio

me despojé de las ropas que el sudor, la angustia y los nervios, habían adherido a mi

cuerpo. Casi que quitarme las medias, el pantalón, la camisa y los calzones dolía cual si

me despellejara. Luego el agua se derramó sobre mi fatigada humanidad arrastrando por

el desagüe a la señora de las mugres. Le di al jabón con fiereza, sobre todo en la cara, y

recordé esas vacaciones en Canarias cuando con mi mujer nos instalamos en la casa a

medio terminar que nos prestó un amigo. Juntaba el agua en aquel bonito cacharro de

cerámica, una antigualla, especie de plato gigante que en el fondo tenía el grabado de

lavanderas gordas enjuagando ropas a orillas de algún río. Al atardecer de cada día me

refrescaba allí quitándome la suciedad del cuerpo. Claro que aquella vez lo que recubría

mi piel era producto de lo placentero, de disfrutar la vida sin preocupaciones, de entrar

al mar y secarse al sol, de largas caminatas tomados de la mano. Aquel sudor

cochambroso salía con la misma rapidez con que pasa el tiempo en los días felices, en

cambio la porquería que quería arrancarme en la ducha era una goma cómo el mucílago

del almendro a la que el agua, lejos de matarle, parecía alimentarla.

Entre tanta frotada furiosa el jabón se fue deshaciendo en mis manos sin que lograra

sentirme limpio. Perdí noción del tiempo, y no sé cuánto más hubiera permanecido allí

75

si no golpea Agustín reclamando su turno. Al secarme me sentí mucho mejor. La ropa

que me proveyeron me iba de maravillas. Tal vez un poquitín holgada, pero yo adelgacé

mucho en esos tiempos de comer poco y salteado. Confiaba volver a mi peso en breve.

Los zapatos calzaban con cierta presión sobre el empeine, claro que siendo nuevos

cederían con el uso. Me sorprendió que el saco estuviera junto al resto de mi ropa, pues

David dijo que todos los sacos irían en el baúl del Falcon, de todas formas me lo puse.

Al momento de verme al espejo, apuesto, viril, recordé uno de los tantos porqué que

enamoraron a mi mujer. Sonreí. Llevaba mucho sin sonreírme, y hacerlo me convenció

de que finalmente las cosas iban a encaminarse. El camino era largo, difícil y tal vez

peligroso, pero el destino ponía a prueba mi amor y mi amor era capaz de enfrentar la

adversidad sin corromperse, sin amedrentarse, muy por el contrario, mi amor se

agigantaba en las malas, se tonificaba en las dificultades y dispuesto a vencer se lanzaba

a la batalla burlándose de lo imposible. Con ese brío ardiendo en la sangre dejé mi

cuarto para decirle al mundo que el Rafa, ¡vale!, venía de regreso.

Los muchachos me aguardaban para un pequeño ritual iniciático. Engominaron mi pelo

peinándome hacia atrás con raya en el costado izquierdo, y me pusieron gafas negras.

Los ocho vestíamos los mismos zapatos, pantalones, camisas, corbatas y lentes oscuras.

Efectivamente yo era el único que traía el saco puesto.

- Hasta ahora -dijo César- para referimos a nosotros decíamos ser el Grupo de

Tareas Ocho, pero a partir de este momento somos el Grupo de Tareas Nueve,

GT9, bienvenido a la patota.

- ¿Qué esperamos? -Contesté- ¡Vamos a por ellos!

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Seis de los muchachos fueron en el Falcon Verde, Carlos Bagliesso y yo tuvimos la

poca suerte de ir en el auto de David. Yo porque tenía puesto el saco, y no era cuestión

de arrugarme viajando apretado en el Legendario, y Carlos porque sencillamente sacó el

palito más chiquito cuando lo echaron a la fortuna. David conducía, llevando en el

asiento del acompañante a la inquietante Rusa. Sentados en el asiento trasero nos

miramos con Carlos, quien haciéndome gesto de mantener la boca cerrada indicó que el

horno no estaba para bollos. Al cabo de un rato en completo silencio, la rubia puso la

radio. A los dos minutos David apagó la radio. A los cinco, ella volvió a encenderle y

con el volumen más alto. David entonces prendió un cigarrillo. Sin quebrar su silencio

la rubia le descargó medio aerosol de perfume que sacó de su cartera. Cuando volvió a

guardarlo, David le arrojó una gruesa bocanada de humo que impactó contra el rostro de

a Rusa, dejándole toda la cabeza dentro de una nube maloliente de nicotina y alquitrán.

Ella no dijo nada, pero les diré que ese mutismo me atemorizaba, sin alterarse bajó por

completo el vidrio de su ventana y sacó de la cartera el esmalte para uñas. Como yo iba

sentado detrás del conductor, alcancé a notar que mientras pintaba sus uñas la rubia

dejaba aflorar media sonrisa siniestra, y sin siquiera esforzarse porque parezca un

accidente giró la mano izquierda, con la que sostenía el frasquito, para soplarse las uñas

haciendo caer el esmalte sobre el asiento y las ropas de David. Por toda reacción David

apagó la radio. La Rusa guardó el frasquito.

- Sos un estúpido -dijo ella tras largo silencio.

- Parezco estúpido porque estoy con una estúpida -respondió él.

- Si estás con una estúpida es que sos un estúpido.

- Estúpida.

- Estúpido.

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Volvieron al silencio, y cuando ya estábamos arribando al lugar del show, él dijo:

- Tupidita.

- Tupidito -contestó ella.

Y los dos rieron como críos, repitiéndose con voces aniñadas sus estúpidos apodos de

"tupidito-tupidita". Creo que ver esa lamentable reconciliación superaba en desagrado al

verlos reñir ¡Joder! La conducta de ambos era tan enfermiza que molestaba. Cuando

estacionó el auto, la parejita comenzó a besarse; y Carlos, antes de abrir la puerta para

que bajásemos, resumió lo vivenciado con el muy claro gesto de meterse los dedos a la

boca para vomitar. Pensé entonces que Carlos con sus mímicas sería el compañero ideal

para esos juegos en los que no se puede hablar.

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CONTRASEÑAS

Caminamos algunos pocos pasos por la vereda y llegó el Falcon Verde con el resto del

GT9. Seiko y su novia seguían reconciliándose sin salir del auto. Los plomos ya habían

instalado todo lo necesario para la realización del show, y uno de ellos, Lucas, nos avisó

que las instalaciones estaban colmadas de un público expectante. En días normales el

lugar era estacionamiento de autos con entradas por dos calles perpendiculares, por lo

que tenía forma de L, el escenario se había montado en el medio para que entrase el auto

por la parte más corta. Fui el primero de la banda en subir al escenario y ver la gente

agolpándose desde el borde mismo y hasta el portón por el que habían ingresado. Más

de seiscientas personas habían pagado su entrada luego de darle la contraseña al portero,

para ver ese show que no fue anunciado en ningún lugar.

"Busco un auto", decía cada quien que llegaba en el oído del portero. Y este, en

respuesta, hacia una seña ladeando la cabeza para que ingresaran por el estrecho espacio

de la puerta del portón, ya saben, ese rectángulo de chapa en medio de una puerta más

grande, que para atravesarlo hay que levantar los pies y bajar la cabeza. Dentro pagaban

el boleto y trataban de acercarse al escenario. En algún momento, superada largamente

la expectativa de adhesión a la convocatoria, el portero recibió la orden de responder a

quienes seguían llegando que el auto ya no estaba, pero que podrían verlo la noche

siguiente si es que se dirigían a otro lugar en el que la contraseña seria: "Tengo un

amigo verde".

El público de esa noche no era igual al del debut. Aquellos, los primeros que

presenciaron el arte de NN y los del Falcon Verde, no sabían qué cosa es lo que iban a

79

ver y escuchar, estos, en cambio, sabían perfectamente de qué iba la noche y ya eran

patota. Lo mismo ocurriría en cada una de las sucesivas presentaciones. El aura de la

clandestinidad rodeaba al recital con el juego de mantener un secreto a voces. Así como

en el Club de la Pelea, donde la primera regla es no hablar del Club de la Pelea, la

pretendida discreción al convocar a cada recital de NN y los del Falcon Verde era

demolida por un entusiasmo contagioso. Y sin embargo, por algún extraño mecanismo,

el público de nuestra banda discriminaba correctamente con quienes podía hablarse de

NN y los del Falcon Verde y con quienes no. El éxito radicaba en la imperiosa

necesidad de reunirse para refrescarse con otras aguas que las de la catarata oficialista,

esa que había establecido el tabú sobre cualquier cuestionamiento hacia las víctimas de

la represión. No podía discutirse el número de los desaparecidos, que sí o sí debían ser

30.000 para las organizaciones de derechos humanos. No podía decirse que los

desaparecidos -aunque siempre hay excepciones, vale- no buscaban democracia sino

otro tipo de dictadura. No podía recordarse a los muertos por causa de la guerrilla, pues

no debían compararse los crímenes de unos con los de otros. Tampoco podía decirse

que el Golpe de Estado del 76 fue bien recibido por la enorme mayoría de los

argentinos. Y por supuesto, claro está, no se le podía enrostrar al periodista devenido

paladín de la República y los valores democráticos, su pasado de pone bombas; ni

sugerirle al afligido poeta que buscase en el espejo las causas de su aflicción; ni

contestarle a la madre orgullosa de sus hijos guerrilleros que al fin y al cabo si era eso lo

que eran estuvieron bien matados. Desde luego, mucho menos podía decírsele a algún

otro que su visión tuerta de la historia sonaba a la sobreactuación de quién en su

momento no pasó de ser un perejil, el fulanito de las lejanas retaguardias que cacarea

cuando las balas ya dejaron de silbar. El gentío en el garaje quería escuchar todo eso,

quería corearlo y quería aplaudirlo. Y no es que pensaran que el Golpe, los horrores de

80

la represión ilegal, la tortura y las muertes de los desaparecidos fueran algo encomiable.

Pero tampoco lo eran las barbaridades de los terroristas. Es que estaban cansados de

escuchar la misma cantinela monocorde, repetida con el mismo viejo y rancio fanatismo

de los que se creen dueños absolutos de la verdad. Querían mirar hacia delante, sin

olvidar el pasado para no cometer los mismos errores, igual que han sabido hacer todos

los países que han vivido fracturas. Pero… ¡Vamos! Que digo países, si en la propia

España donde hemos tenido una Guerra Civil en serio, y una Dictadura de las más

duras, no perdemos el tiempo echándonos en cara lo que hicimos en esos días. No. Lo

sé porque mi familia ha estado mitad de un lado mitad del otro. Por eso les digo que el

público del garaje sabía a lo que iba. Esa noche, cada uno de los allí presentes estaba

seguro que recordaría esa función, diez, veinte o cincuenta años después. Y lo mismo

pasaría con los asistentes a cada nueva presentación.

De pie bajo el reflector principal, listo para presentar el show en medio del escenario,

me llegaba el hálito ansioso de aquella muchedumbre dispuesta a la rebelión contra la

minoría hiperactiva que se había adueñado de todos los micrófonos. Formaban parte de

la mayoría silenciosa, la que deja hacer y deja pasar hasta que se hincha las pelotas. Y

estaban ahí para poder expresarse con total libertad, para quitarse la forzada hipocresía

del generoso y constante silencio con el que día a día procuraban no irritar a los otros.

Esos otros que, habiendo perdido en el tiempo de las armas, no tenían el buen tino de

cerrar la boca y confundían el piadoso silencio de las masas con alguna especie de

aprobación, que no era tal, sino la tan reclamada autocrítica de la sociedad argentina que

de tan evidente no sabían leerla. ¡Joder! Que uno no se anda jactando de las cagadas que

hizo cuando sabe que la cagó. Lo paradójico es que al convertirse nuestros recitales en

esa suerte de ritual clandestino de liberación, adquirían el sutil toque de lo subversivo.

81

Y eso tenía un gustillo a capturar las banderas del adversario, el fino placer de meter la

cuchara en el postre del enemigo para dejarle poco y escupido.

Dije las primeras palabras de la presentación para que seiscientos y tantos corazones

alinearan sus latidos. Retumbaba en las paredes del estacionamiento la fuerza de ese

sentimiento pidiendo más espacio, llamando a otros, anunciando que el fenómeno se

había desencadenado. Bramaron cuando el Falcón Verde subió al escenario, y lo que

más me sorprendió, aquello que realmente rebasó mi capacidad de asombro, algo

incomprensible, fue que ¡cantaron todas y cada una de las canciones igual que si las

hubieran escuchado mil veces! Era la locura. Tenían el detalle, el programa que no fue

escrito ni repartido pero que se contaron unos a otros con la prolija minuciosidad del

regocijo. Así fue como, además de ovacionar la violenta irrupción del Legendario y el

sincronizado descenso de los seis instrumentistas esgrimiendo las itakas, festejaron

ruidosamente la escena de Agustín prisionero puesto frente al micrófono, y el

paroxismo, el punto más alto del espectáculo, cuando el mismo Agustín representando

el quiebre se calzó el traje y las lentes oscuras pasando de reo a represor.

Aunque tuvo esos picos de celebrada emoción, el show no dejó espacio para que

decayera el ánimo de los concurrentes. La misma predisposición con la que habían

acudido a la cita mantenía el ambiente alto, sin que importaran las incomodidades del

hacinamiento y una acústica que no era la mejor. Los músicos se enamoraron de ese

público incondicional, tanto que retribuyeron la complicidad concediendo la pequeña

sorpresa del final, pues pedían otra y se las dieron. César entendió que el momento era

propicio para un estreno.

82

MEMORIA Y VERDAD

- Tenemos una canción -les dijo- ideal para cerrar esta noche. Son un público

maravilloso, y sabrán entender que no podemos quedarnos más tiempo,

levantemos vuelo antes que alguien venga a preguntar lo que no debe. Así que

para compartir con todos ustedes, y a modo de despedida es esta canción que

llamamos "Memoria y verdad".

El tema se inició con música suave y Agustín cantando en susurros, casi pensando en

voz alta, cual si estuviera en la soledad de algún lugar tranquilo y alejado.

Acaso sigan pensando,

que mis muertos

los que ellos mataron

están justificados.

Acaso sigan pensando,

que sus muertos

que nosotros matamos

valen más que los nuestros.

Y si acaso es así:

¡Pobre país!

Andaremos de nuevo

empuñando el fusil.

83

Porque dicen "memoria"

pero quieren amnesia,

y cuando dicen "verdad"

son mentiras aviesas.

Calló Agustín y la música adoptó un ritmo acelerado que dejaba atrás el tono dolido y

confidente de la reflexión. Subieron los decibeles y se mostró el grupo en su lado más

provocativamente rockanrolero. Así, cuando Agustín volvió al micrófono encarnó la

pose, el gesto y la voz desafiante del que profiere amenazas cantando la segunda parte:

Querías una Cuba,

querías un Vietnam,

no sólo uno

querías mil y diez mil.

Querías verme a mí,

un pobre burgués,

colgando de la soga…

¡Esa que yo te vendí!

La ibas de dueño de la verdad

con derecho para ajusticiar,

pero las cosas te salieron mal

en cada calle y allá en Tucumán.

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Ahora no cambias,

seguís pensando igual,

hay tanta mentira en tu verdad

que no es ni siquiera la mitad

ni la mitad de la mitad.

Y yo te escucho repetir

el cuento de los treinta mil,

que ya me empieza a fastidiar:

Tus pretendidos treinta mil

no llegaron ni a diez mil.

¿Será que hay crédito por veinte mil?

Por todo eso

es que te debo decir

¡Córtala acá!

No rompas más,

si despertás al represor

que llevo dentro de mí:

¡Te vas a arrepentir!

Mejor dejarlo dormir.

No quiero ver a tu mamá

dando la vuelta a la plaza,

evitemos más dolor

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que para todos es mejor.

"Si despertás al represor", cantó Agustín para luego dejar el micrófono apuntando al

público que coreó con perfecta afinación: "que llevo dentro de mí, te vas a arrepentir".

Tres veces repitió la gente aquella advertencia de "Si despertás al represor que llevo

dentro de mí, te vas a arrepentir". Al fin Agustín, casi a capella, cerró el recital cantando

"Mejor dejarlo dormir. No quiero ver a tu mamá dando la vuelta a la plaza, evitemos

más dolor, que para todos es mejor".

El aplauso final lo sentí en los huesos, el público aplaudía y nosotros, abrazados todos,

nos inclinábamos respetuosamente reverenciando aquel fervor, agradeciendo el

afectuoso reconocimiento que nos dispensaba “la patota”.

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MI BORRACHERA

Llevábamos esos aplausos dentro del pecho, la misma calidez del abrazo largamente

añorado. Yéndonos pero queriendo quedarnos, caminábamos hacia atrás batiendo

palmas con el sincero deseo de inmortalizar tanta alegría. Sabiendo que la partida era

inevitable completamos la faena haciendo la parodia de mi captura y guarda en el baúl

al grito de "¡A la valija, Chirolita!”; que esa vez me divirtió.

Entonces, realmente, me sentí a gusto en la cajuela del Legendario. Incluso pensaba

dormir un sueño placentero calculando que el viaje sería de regreso a la quinta, pero no

era ese el plan de la banda. A los pocos minutos, cuando apenas me acomodaba para

dejarme caer en los tibios brazos de Morfeo, el Falcon Verde detuvo su marcha en el

estacionamiento de una pequeña discoteca de Vicente López, entre Avenida del

Libertador y el Río de la Plata. El lugar era acogedor, más bien pequeño, con barra de

bebidas y pista de baile a cuyo alrededor se ubicaban cómodos sillones. Esa noche no

quedaron sus puertas abiertas al público en general, la sobria discreción del cartel

anunciaba en la entrada que la fiesta era privada. Los lugares para bailar no son mi

ambiente, mucho menos desde que no estaba en compañía de mi mujer.

Cogí un trago en la barra y respondiendo con sonrisas de ocasión a los saludos de varios

invitados, que me felicitaban por el show, fui a sentarme en uno de los sillones donde la

luz era tenue y azulada. Deje el vaso en la pequeña mesa ratona de madera maciza y

quedé colgado del mismo pensar, otra redundante vez, sobre lo extraño que era todo

cuanto me acontecía.

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Carlos Bagliesso fue el primero en ponerse a bailar en la pista con tres majas

guapísimas. David y La Rusa se sumaron luego y en pocos minutos todos danzaban.

Bebí un sorbo, y como estuvo de mi agrado fui por todo el resto hasta quedarme viendo

el fondo. Pedí otro al mozo, y allí mismo perdí la cuenta. Al rato vino Agustín a

conversar. No quería seguir bailando pues temía que al sudar pudiera sufrir un

enfriamiento y perjudicar sus cuerdas vocales. El tipo se cuidaba, cubría su cuello con

una chalina, y cada tanto, de improviso y descolgadamente, ejecutaba alguno que otro

ejercicio recomendado por su foniatra. Nos pusimos a charlar sobre los cuidados de la

voz, y me dijo entonces que David le había dicho que la próxima noche tendríamos dos

funciones en lugar de una, e incluso era probable que alguna noche debiéramos realizar

tres o cuatro shows. Me alegré al escuchar aquello, significaba que iba a poder recaudar

en menos tiempo el dinero para regresar a España. No reparé en ninguna otra

consecuencia, el alcohol ya me hacia navegar mares de melancolía, esos que nos dejan

en la mayor de las soledades sin importar que se esté rodeado por gente. Como una

letanía Agustín empezó a enumerar todas las cosas que podían salir mal andando a las

apuradas de un show al otro, no le gustaba correr riesgos ni dejarse dominar por las

circunstancias. Él quería mantener las cosas bajo control, yo en cambio no tenía más

remedio que dejarme llevar intuyendo que cuanto más rápido sucedieran menos

pensaría y así en un abrir y cerrar de ojos volvería a calzar mis pantuflas para alegría de

mi mujer.

De buenas a primeras, entre medio de una copa y otra, dejé de prestarle atención. Iba

tras los dulces recuerdos de mi amada, claro, buscando en la mezcla de bebidas el sabor

de sus labios. Y desde luego no lo hallaba. He bebido esa noche más que en cualquier

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otra noche. Por eso es que de mi memoria no puedo extraer más que segmentos aislados

de la charla con Agustín, mis extravíos, y el encontrarme en medio de todos cuando

David, eufórico, alzó la botella de champagne para echar un brindis.

- Voy a brindar porque estamos encaminados, porque siento que estamos en la

autopista del éxito, tenemos la magia para hacer de NN y los del Falcon Verde

algo tan espectacular como nunca se vio antes, vamos a ser en la historia del

rock nacional una sensación tan grande como en su momento lo fueron Sandro y

los de fuego, y con una mística de banda de la reputa madre, un misticismo que

ni Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. ¡Somos la culminación de una

trilogía histórica!, la trilogía de las bandas de tal y los tales… ¿Me entienden?

- Sí.

- No.

- Digo: Sandro y los de fuego. Patricio Rey y sus redonditos de Ricota, ¡NN y los

del Falcon Verde!

- ¡Sí!- dijeron todos con entusiasmo antes de mandarse el brindis.

En ese momento Antonio dijo algo que me pareció muy extraño, pero a lo que sin

embargo no le di importancia en ese momento.

- ¿Saben quién estuvo hoy entre el público?

- No.

- ¿Quién?

- Charly García. Charly García estuvo viendo nuestro show.

- Yo no lo vi -dijo Marcos.

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- Yo tampoco -agregó David-, y los de la seguridad me hubieran avisado si lo

hubiesen visto.

- Charly no quería que lo vean -argumentó Antonio-, por eso no lo vieron.

- Y si no quería que lo vieran, y pudo pasar desapercibido en medio de tanta

gente, ¿cómo es que vos pudiste verlo desde el escenario? -Preguntó Cesar.

- Yo no dije que lo vi. ¿Alguien me escuchó decir que lo vi a Charly García?

- No.

- ¿Y entonces? –Inquirió César.

- Lo sentí, lo percibí, que no es lo mismo. Yo supe que él estaba ahí.

- ¿Y estás seguro de eso?

- Por supuesto. Charly García y yo tenemos algo en común, somos las dos únicas

personas en la Argentina con oído absoluto, los nacidos para ser estrellas de

rock.

- Entonces lo escuchaste.

- Oye Chaval -le dije-, después de lo de la piedra en mi zapato, si dices que tú lo

has oído… ¡Ninguna duda! ¡Vale! Ahí estuvo Charly García, porque lo dice mi

amigo Antonio. -Supongo que al hablar arrastré las palabras por efecto de la

borrachera, alegremente en ese punto.

- No, tampoco lo escuché.

- ¡Ah bueno! -Se fastidió Diego- Si no lo viste ni lo escuchaste estás hablando

pelotudeces.

- No, no, no, ninguna pelotudez -se defendió Antonio-, el oído absoluto no es una

simple capacidad de escuchar sonidos, es un don.

- Si, un Don Pedro que se te subió a la cabeza –contragolpeó Diego.

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- Un don divino -afirmó Antonio sin perder la línea, con la serena convicción del

que tiene la verdad-. Una percepción impropia de los mortales, la concesión de

Dios a sus elegidos para servir a la música, eso es el oído absoluto. Y como

Charly García y yo somos una excepción a la normalidad, es inevitable, es el

destino de ambos saber del otro y unir nuestro talento. Charly, como verdadero

padre fundador y alma máter, se entera de todo lo que pasa en el rock nacional,

seguramente enterado de nuestro debut vino esta noche para escucharme a mí.

- Querrás decir a nosotros, a NN y los del Falcon Verde –intentó corregir

Fernando.

- No. Dije a mí. Pero no se ofendan por eso. Charly tiene un legado que debe

trasmitir a un sucesor, alguien con talentos tan excepcionales como los de él, y

ese alguien soy yo. Estamos comunicados a un nivel extrasensorial y por eso es

que él va a venir a buscarme.

- Che, pelotudo… ¿Vos me estás cargando? -Preguntó Fernando irritado.

- No. Yo te digo las cosas como son. Pensá, todo maestro necesita de un discípulo

que lo supere. ¿Quién puede superar a Charly García?, ¿Andrés Calamaro?, no,

¿Fito Páez?, no. Antonio Faull, ese es el nombre del que va a ser más grande.

- ¡Upa! Como estamos hoy –soltó Diego juntando las cejas.

- No se preocupen, aunque no me crean, aunque piensen que estoy escabiado, con

el tiempo se van a dar cuenta que tengo razón, porque yo los voy a llevar muy

alto, casi hasta la cima; pero a la cima no, porque ahí sólo hay lugar para uno, y

un paso arriba está la inmortalidad.

Seguí la conversación hasta ese punto, pero creo que no duró más que eso. Carlos

Bagliesso fue el primero en dar por cerrada la noche, sinceramente no sé si tan molesto

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con Antonio como lo aparentaba. Lo cierto es que el discursito del oído absoluto les

sonó a todos más borde, y aunque le reconocían un talento desmesurado el que se los

refregara no dejaba de hincharles las narices. Al momento de despedirse Carlos, que

había hecho punta en la pista de baile con tres bellísimas mujeres, me presentó a una de

ellas como su esposa. Las otras dos eran su cuñada y una amiga.

- ¿Tú estabas casado? -Le pregunté sorprendido.

- Felizmente casado.

- Conserva eso, vale más que cualquier otra cosa.

- Y además vamos a tener un hijo.

- ¿Un niño?

- Todavía no sabemos si es varón o nena, estamos de dos meses.

- Claro, aún no se le nota nada.

- Sí, igual esta va a ser una de las últimas trasnochadas. ¿No es cierto Negra?

- Si, pero no me gusta quedarme sola en casa -dijo Nora- y justo ahora parece que

van a tener trabajo todas las noches.

Carlos siempre me pareció el más asentado de todos, no sólo porque fuera el mayor, ni

por el corte de sus cabellos lacios escapado de los años beat, ni el bigote negro

acompañando las patillas, eran pequeños gestos los que evidenciaban madurez hasta en

el modo de tocar sus vientos. En el abrazo con su mujer se dieron un beso cargado de

ternura, de esperanza. De muchas cosas que yo conocí. Dijeron alguna otra palabra

amigable y se fueron tomados de la mano. Bebí el último trago que resultó mucho para

mí. Comencé a llorar, un hombre descorazonado, empapado de sus propias lágrimas,

despierta en algunas mujeres la necesidad de brindar consuelo. Felizmente hay herencia

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instintiva en las hembras que toda la evolución de la raza humana, la racionalidad, el

feminismo, ni las revistas esas que leen en las peluquerías, son capaces de aplacar. La

cuñada y la amiga de Carlos, Micaela y Amanda, me rodearon inmediatamente, igual

que si dejarme solo constituyera una suerte de delito criminal por el que pudieran

juzgarlas. Dos de los muchachos andaban lanzados tras ellas, e involuntariamente

acaparé toda la atención que podían prodigar dejándoles de lado. Les conté, haciendo

lugar para las palabras entre medio de los sollozos, mis penurias por el extrañamiento

del amor, y cada frase que yo decía, ellas la coronaban con suspiro a coro cargado de

compasión y dulzura. Me escuchaban haciendo comentarios al estilo de: "Ay,

pobrecito", "Mi amor, tan sólito acá", "Que suerte poder amar así” o “No llores por

favor que tengo ganas de llorar con vos". Me abracé a ellas mientras secaban mis

lágrimas con tiernos besitos, tal como lo harían con cualquier pequeñín al que vieran

lesionarse en los juegos de la plaza. Ya me estaba sintiendo mejor, reconfortado en mi

soledad, cuando Diego y Femando decidieron que era tiempo de volver a la quinta, que

era decir a nuestra base de operaciones, refugio y hogar.

Intempestivamente, ya que estaban molestos por los cuidados que las dos chicas me

prodigaban, me pusieron de pie cogiéndome de las solapas, y casi crucificado, sostenido

entre medio de ambos con los brazos sobre sus hombros, me llevaron al

estacionamiento y me cargaron en el baúl. A esas alturas yo estaba muy ebrio para

siquiera esbozar un intento de resistencia. Me dejé caer, acomodé mis huesos lo mejor

que pude, y quedé dormido en cuanto cerraron el capot.

Desperté desnudo en mi cama. Intenté incorporarme y la cabeza comenzó a dolerme,

sentía que un globo se inflaba en medio del cerebro y empujaba mis ojos para fuera. La

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resaca, la madre de todas las resacas. Busqué refugio en la almohada pero choqué con la

dura consistencia del hueso. Un brazo que no era mío. ¿Qué hacía un brazo en mi

cama?, me pregunté a mitad de camino entre el dolor y el espanto. Giré el cuello

tratando de abrir los ojos y encontré todo lo demás, el hombro, las tetas y la cara de la

cuñada de Carlos. Me puse de pie de un salto, y les digo, os aseguro, que caí con las

plantas sobre mi alma. Ella siguió durmiendo como si tal cosa, ajena por completo a mi

desazón. Sonreía. Tenía en los labios la impronta de la satisfacción, esa media sonrisa

como de Mona Lisa y el rubor que deja una fuerte sucesión de orgasmos. Me sentí

víctima de un ultraje, abusado en mi inocencia, tomado por sorpresa en mi dolor, en mi

inconciencia. ¡Y ella dormía sonriente! Mi cuerpo, di por seguro, había sido infiel; la

desnudez era prueba de esa infamia. El cuerpo, que es decir el miembro, no yo, no la

persona, no el Rafi. Abandonado a la sin razón por el alcohol, el cuerpo y sólo el

cuerpo, resultó mancillado por la lujuria febril de aquella mujer ardiente que no era mi

mujer. No podía ser culpa mía, supuse que sin raciocinio mi cuerpo debió obrar al

impulso atávico de la virilidad propia de los varones de la familia. En especial mi

abuelo, que murió a los 95 en los brazos de una puta de 30. Nunca se ha visto cadáver

más feliz. Arraigada profundamente en el instinto de preservación de la especie humana

la sexualidad nos retrotrae a comportamientos animales, y claro, ya que por herencia

tengo mucho de bestia, que es justamente lo que más las excita, obnubilada la capacidad

del cerebro el de abajo hace de las suyas. Con esos pensamientos atronando en mi

cabeza busqué sin encontrar mi ropa y me envolví con el cubrecama eligiendo las

palabras con las que echaría en cara de esa mala mujer su proceder indecente.

- ¡Despierta! -Le dije tras cubrir mis atributos deshonrados- ¡Despierta y dime que

me has hecho!

94

- ¿Qué pasa? -Balbuceó despertando.

- Dime qué me has hecho.

- ¿Cómo que te hice?

- Estamos desnudos en la misma cama… ¿Por qué te aprovechaste de mí?

- Me quedé dormida...

- Después de ultrajarme, claro.

- ¿Qué?

- Que te has aprovechado de mí.

- ¡No!

- ¿Pero cómo has podido? Yo soy hombre de una sola mujer.

- ¿Vos pensás que yo? ¿Con vos? Nosotros...

- Es evidente que... Bueno, que tú no has podido dominarte, o no has querido

hacerlo.

- No, pará. Nosotros no hicimos nada. Cuando llegamos te vomitaste encima al

bajar del auto, así que te sacamos la ropa con los chicos, te limpiamos un poco y

te dejamos en la cama.

- No recuerdo nada...

- ¡También! Con semejante borrachera… Te tomaste todo querido....

- Si, tomé de más, pero tú… ¿Cómo explicas que estés aquí desnuda en mi cama?

- Bueno, yo estaba con Diego, y Diego ya se había quedado dormido, escuché que

te quejabas y vine a ver si estabas bien. Cuando entro te veo destapado y

temblando de frío, así que te tapé, y como me pediste que no te dejara solo, me

acosté al lado tuyo, con la idea de que en cuanto te tranquilizaras volvía a la

cama con Diego, pero me quedé dormida. Mira, ¿no ves que hay tres sábanas?,

esta es la que yo me traje de allá para taparme.

95

- ¿Nada más que eso?

- Sí, y ahora si Diego nos encuentra acá va a pensar cualquier cosa...

- Entonces, ¿tú y yo no?

- No. ¡Claro que no!

- ¡Ay que alivio! Me ha vuelto el alma al cuerpo... Por un momento creí que...

- No, nada que ver.

- Hasta me sentía sucio de pensar que hubieras podido...

- ¡Hey! Tampoco es para tanto... ¿Quién te crees que sos?

- Oye, no, no me mal interpretes, no quise herirte ni llamarte sucia, si no lo digo

por ti que eres muy bella, y se ve que tienes buenos sentimientos, es que, verás,

yo... ¡Soy yo que no estoy bien!

Se ofendió, claro. Mis explicaciones no fueron suficientes. Debí haberle dicho "gracias

por cuidarme", y seguir como si tal cosa. Pobrecita ella, tan sensible que soy para

algunos menesteres, y en otros me comporto como un verdadero idiota. Bueno, en

realidad, soy también un poco idiota, ¿a qué negarlo? De no serlo, en ese momento

estaría en España, junto a mi mujer y con mis pantuflas. Pero, como ya se sabe, soy algo

necio. Había dejado abandonada a mi mujer. Mi mujer, que sola y triste estaría

aguardando mi retomo abrazada a mis pantuflas. ¿Y todo este follón para qué? Para

estar en Sudacalandia sin mejor destino que lacerar la sensibilidad de una buena

muchacha, que desnuda como estaba salió de mi cama y se fue caminando a la cama de

Diego.

- Micaela, dicúlpame, Micaela.... -Dije tratando de obtener su perdón mientras

pasaba a mi lado con paso altanero.

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¡Y qué bonita se veía! Tenía razón en ofenderse. Un cuerpo con esa aerodinámica no

puede aceptar más que deseo. Admito que al verla alejarse, tuve algo así como la

sombra de la duda. Habíamos estado desnudos en la misma cama sin que pasara nada…

¡Joder! Eso no era normal. Cualquier otro se lo hubiera reprochado. Pero yo no. Y si

cuento este incidente, pese a saber que no todos comprenderán mi reacción, es para

poner blanco sobre negro la clase de puro amor que dominaba mis actos. Es verdad que

vacilé al paso voluptuoso de aquella maja, pero ni por esas curvas me dejé arrastrar al

torrente de las tentaciones carnales. No estaba yo para tirarme canitas al aire, pues debía

volver con mi mujer sin nada que ocultarle, sin nada que enturbiase mi mirada. Podía

estar hecho un trapo, pero digno. Porque cuando regresara con ella, antes de decir

ninguna palabra, vería en mis pupilas la pureza intacta de nuestro amor. Y así sabría

sincera mi súplica por su perdón.

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LA LOCURA

Acudí a bañarme mientras los demás dormían y de las puertas entreabiertas escapaban

los ronquidos. Todos durmiendo menos Antonio, que auriculares puestos trabajaba en

los teclados. Dio vuelta la cabeza en el instante en que pasé frente a la puerta y aunque

me guiñó un ojo amigablemente, hasta con cierta complicidad, sentí el escozor frío a lo

largo del espinazo; ya saben, esa incómoda vulnerabilidad que nos descubren las buenas

películas de terror. Me asustaba. Seguro había escuchado todo cuánto hablé con

Micaela. Me asustaba, de veras que me asustaba, con su oído absoluto y esas ideas raras

sobre el destino que tenía metidas en la cabeza. En algún punto, allí, aunque él fuera

tirando a moro, comencé a verlo cómo a esos niños albinos capaces de leer la mente y

doblegar la voluntad de los demás. Y no es que tampoco tenga nada contra los albinos,

pero por suerte son pocos. ¡Vamos! No os asombréis por esto que digo, bien sabéis que

esa gente como pasada por agua de lejía pone nervioso al más pintado. Lo mismo que

escapándole al demonio me encerré en el baño y dejé que el agua caliente masajeara mi

sufrida mollera. Tenía tal resaca que no sabía si mejoraba o se ponía peor. Igual estuve

buen rato. Después, cuando salí, tomé unas aspirinas que encontré en la cocina y fui a

dormir.

Aquellos días fueron de total vértigo, de hacer dos shows por noche, pasamos a hacer

tres, a veces cuatro, y hasta cinco. En el furor de surfear sobre la cresta de la ola y

montar una tras otra tocábamos toda la noche, volvíamos por la mañana, comíamos

haciendo mesa que nunca supe bien definir si era cena o desayuno, nos despertábamos,

veíamos alguna película, otra vez comíamos, se ensayaba -porque Antonio siempre

encontraba algo que corregir- y ya estábamos saliendo de nuevo. La locura. Éramos

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una locomotora lanzada a toda velocidad, y lo que estaba pasando con nosotros no había

pasado nunca con ninguna otra banda de rock: un éxito escandalosamente silencioso.

Nos presentábamos en lugares insólitos, donde siempre quedaba gente afuera. Teníamos

dos equipos técnicos y doble juego de instrumentos. Se montaba un escenario mientras

tocábamos en otro y así cada noche era una carrera de postas hasta morir de éxito.

Y en medio de semejante frenesí Fernando se daba tiempo para la lectura. Andaba por

donde fuera llevando encima el libro que leía intrigado en cada oportunidad que se le

presentaba. Lo terminó de leer en un descanso entre ensayos, sentado en el sillón del

estar con los auriculares del walk-man clavados en la sien. Lanzó un chistido de

molestia, arrojó violentamente el libro sobre la mesa y se quitó los auriculares

cacheteando al unísono ambas orejas.

- ¡Qué mierda! -Sentenció.

No supe si se refería al libro o a la música que escuchaba. Quedé mirándole y no

necesité preguntarle.

- Un libro al pedo, tendría que haber leído cualquier otra cosa.

- ¿Y cuál es el libro que no te ha gustado?

- "Adiós a las armas", de Hemingway.

- No lo he leído.

- No te perdiste nada. Es la aburrida historia de un Jhonny enlistado en el Ejército

Italiano durante la primera guerra mundial, el tipo se enamora de una enfermera

inglesa, se hace desertor cuando las cosas en el frente se ponen feas y termina en

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Suiza con un final dramático de telenovela barata. Pensé que sería más

entretenido.

- ¿Lo has leído en español o en inglés?

- Traducido al español.

- Quizás haya extraviado algún encanto en la traducción.

- No. La historia es mala. Y el final es de lo peor.

- ¿Qué tipo de literatura prefieres?

- La narrativa de acción que tiene nervio sobre cosas que pasan, sin andar tirando

interpretaciones psicológicas sobre boludeces. Y nada que aburra, nunca me

banqué las descripciones largas y superfluas. Prefiero lo simple del que escribe

sin pretensiones, o sabe disimularlas, lo que da gusto leer en el baño o en la

cama. La que no aburre, bah. Creo que algunos autores escriben para lectores de

cuello duro e imaginan sus libros abiertos sólo en claustros o en las salas de

lecturas de las bibliotecas. Y la verdad es que sus libros se leen por vanidad más

que por placer.

- Por lo menos habrá sido buena la música...

- Sí, eso me reconforta del tiempo perdido en la lectura.

- ¿Qué escuchabas?

- Paralamas, una banda de rock nacional con un leve toque brasileño.

Largó la risotada festejando lo que supongo debió ser su chiste, pero no lo entendí. Los

argentinos tienen ese humor que a menudo yo no podía comprender. Es que a veces no

sabe uno si lo que hacen es drama o comedia. ¡Ay, los argentinos! Que bichos tan raros.

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EL VIETNAMITA

Otra noche, cuando ya era el tercer show que dábamos, Antonio dejó de tocar el teclado,

abruptamente dijo: "Ahí está, ese es Charly", y saltando del escenario cayó sobre el

público. No llegó a tocar el piso ya que, flaquito, bajo y de apariencia frágil, fue

sostenido en el aire por las manos juguetonas de la gente. Y aún así, flotando sobre la

marea humana, se las ingenió para ir donde supuestamente estaba Charly. "Ahí está.

¡Vino! Ese es Charly", repetía. La banda seguía tocando, claro. Y la muchedumbre

asumió que aquel gesto de Antonio era una exteriorización de su entrega al público.

Todos se divertían llevándolo hacia donde apuntaba su dedo, hacia donde decía que

estaba Charly. Cuando al fin llegó, pareció pararse sobre la gente dando un salto felino

hacia el supuesto Charly. Que no sé si se habrá llamado Charly, pero con seguridad no

era Charly García. Con la ilusión atiborrada en sus ojos, Antonio lo abrazó pensando

que era su hora señalada en el libro del destino, pero al mirarlo bien quedó su mirada

helada de horror y pavura. No era Charly García. Antonio siguió catatónico por

interminables segundo hasta sentirse engañado, defraudado, burlado por aquel sujeto

que, dicho en sus propias palabras, "quiso hacerse pasar por Charly García". Entonces el

pianista enclenque, agotado por la vida insomne frente al teclado, arremetió con su

pobre humanidad en darle golpes de puño al impostor. Fueron cuatro o cinco trompazos

inofensivos hasta que la misma gente que lo había llevado, lo levantó en andas para

retornarlo al escenario. Se unió a la banda y siguió tocando con los ojos destellando tras

lágrimas contenidas. Como si nada, en la idea del público quedó la sensación que

Antonio quería pegarle a Charly García, cuando en realidad era todo lo contrario.

Además creyeron que los golpes eran de broma, no imaginaban que esa era toda su

fuerza. No entendieron lo patético del asunto, -ni que su pegada era tan letal como la de

101

Mr. Burns, el jefe de Homero Simpson-. Lo celebraron, lo aplaudieron y nos

desconcertaron a todos los del GT-9.

- ¿Qué fue todo eso? -Le preguntó César a bordo del Legendario y de camino al

próximo Show.

- Pensé que era Charly.

- ¿Y por eso le pegaste?

- No. Le pegué porque quiso hacerse pasar por Charly.

- ¿Cómo que quiso hacerse pasar por Charly?

- Ustedes no entienden, hay fuerzas que están más allá de su comprensión.

- Oíme Antonio, el tipo no se hizo pasar por nadie, era uno más de los que estaba

viendo el show.

- Se quiso hacer pasar por Charly… ¡Y por eso lo recagué a trompadas!

- ¡Ah sí! -saltó Diego, riendo de acuerdo a su costumbre-, tuvieron que llevarlo al

Hospital… ¡Sangraba por todos lados!

Menos César y Antonio los demás reímos.

- Ríanse si quieren -dijo Antonio dando vuelta la cara y extraviando su mirada en

algún lugar más allá de la ventanilla.

- No, no se rían, porque haciendo otra forrada como la de recién, se va a quebrar

una mano o va a conseguir que le partan la cara.

- Problema mío -argumentó Antonio sin volver la vista al interior del Legendario.

- ¡Problema tuyo no! Acá somos un equipo, en esta banda se hace lo que se

ensaya y nadie se corta solo, ni siquiera vos, nuestro director musical, por más

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que seas el compositor ni que tengas oído absoluto. El talento no te deja al

margen de la disciplina ni te pone por sobre los intereses del grupo.

Ya no reíamos. Cuando César hablaba como el jefe, no quedaban dudas que era el jefe.

El silencio se alargó tenso, hasta que Antonio dijo lo que sin serlo sonó como disculpa.

- No lo hago a propósito. Pero... Es que yo sé que Charly va a venir.

- La próxima vez que lo veas déjanos a nosotros confirmar que sea.

- Está bien, yo les aviso.

- Tony, si Charly viene estoy seguro que va a querer hablar con vos, así que no te

presiones. .

- Tenés razón, cuando venga se va a acercar a mí.

- Sí. No hace falta que te le tires encima.

- Está. No te preocupes, puedo controlarme.

No. No podía controlarse. La noche siguiente en el segundo show creyó volver a verlo.

Dejó el teclado en seco poniéndose de pie, lo miró a César y le dijo:

- Allá… ¡Allá está! Mirá... ¡Es él! ¿Lo ves?

- ¿Dónde? -Preguntó César descolocado por el nuevo brote del pianista.

- Ahí, en el medio al fondo.

- No, no lo veo...

- Ustedes… -Se desesperaba Antonio porque sus compañeros vieran lo que el

veía- ¿Ustedes lo ven?

- No -respondieron los demás sin dejar de tocar.

103

- ¡Pero está ahí!

- Para, Tony frenate… ¡Pará! -Gritó César.

Fue demasiado tarde, demasiado rápido, demasiado insano. Al grito de "¡Charly!"

Antonio Faull saltó por encima de los teclados y salió a la carrera para impulsarse al

vacío desde el borde del escenario. "¡Charly!", gritaba en el aire el cabronazo estirando

la "y" hasta que aterrizó en el piadoso colchón de manos. Otra vez se las ingenió para

que lo llevaran hacia donde quería ir. "¡Allá, allá está Charly!", repetía a cada

indicación de su dedo índice. El público lo festejaba vivándolo al grito de "¡Aguante

Tony!", conduciéndolo por sobre sus cabezas hasta ponerlo frente a otro supuesto

Charly García. Otro impostor, en la forma que Antonio tenía de ver las cosas.

Nuevamente la decepción se hizo ira estallando en atormentados y fútiles golpes. Nadie

comprendía que aquello no era parte del show, sino producto de una mente que se

inclinaba para el lado de la locura. El expreso de las andas le devolvió al escenario ente

risas y aplausos. Caminó cabizbajo a ocupar su lugar. La canción que estaba siendo

ejecutada concluía sin su participación. Mientras Antonio a punto de desmoronarse no

parecía poder seguir sobre las tablas y lloraba en silencio con escasas lágrimas, David, a

mi lado, dudaba entre quedarse donde estábamos, detrás del escenario, o correr junto a

él para confortarlo e intentar protegerlo de sus propios delirios. Toda la expectativa de

la banda estaba en ver qué iba a hacer Antonio. Con el último acorde, en el momento en

que estallaron los aplausos, golpeó su puño contra el teclado y arrancó con el siguiente

tema. Los otros no le siguieron, pues no sabían lo que estaba tocando. Algo nuevo,

música surgida de su repentina inspiración. David se agarraba la cabeza y daba vueltas

sin llegar a decidir qué hacer. Porque algo tenía que hacer. Yo mismo me preguntaba

qué podía hacer, y al igual que David esperaba ver qué hacia César, porque estaba en

104

claro que arriba del escenario, y siempre que la banda se reunía para tocar, el que

mandaba era César. Claro, el genio musical era Antonio, así de simple, pero la banda no

hubiera existido sin César, y no hubiese tocado en ningún lado de no ser por David. En

ese instante me percaté con crudeza del modo en que funcionaban las cosas. Antonio

por sí sólo era un fuego destinado a la autoextinción, uno de esos talentos que brillan,

encandilan y se consumen rápidamente. Había que cuidarle, abrigarle, mantenerse en

contacto con él impidiendo que sus visiones, esas elucubraciones que surgían vaya uno

a saber de dónde, si de la locura o la genialidad, le hicieran darse el topetazo fatal contra

los muros de la realidad. Después de todo, ¿cómo se puede sobrellevar en un cuerpo tan

menudo el talento de varios gigantes?, ¿cómo se hace para sofrenarle cuando imagina

un destino ya escrito? César se acercó a Antonio y le dio un abrazo interrumpiendo su

improvisación. Hubo compungido silencio por el tiempo que duró ese gesto. La gente

advirtió que ese caballo cojo no galopaba bien, pero creo que nunca lograron discernir

lo que ocurría. Ni siquiera semejante público, capaz de corear canciones de estreno,

podía descifrar el retorcido significado de aquellos arrebatos. Una vez más, la banda

siguió tocando, no estoy muy seguro que haya sido por aquello de que el show debe

seguir, me supongo que sencillamente no se nos ocurrió ninguna otra cosa.

La demencial búsqueda de Charly por parte de Antonio se repitió en otros shows.

Comenzaron a aparecer entre la multitud tipos disfrazados de Charly García, con el

bigote bicolor y las manos pintarrajeadas. Eran verdaderos dobles, producidos como

para biografías de Hollywood, y parecían pugnar entre ellos por ver cuál de todos sería

el afortunado en ser golpeado por Antonio. Con esos golpes que no lastimaban a nadie.

Creían que esos clavados al público eran juegos que el pianista disfrutaba, un acto

circense para la diversión de La Patota. También les dio por entender que los puñetazos

105

mismos eran pura parodia. No sabían que cada decepción le desgarraba el cerebro y

ponía en riesgo de colapso a su corazón. Comenzaron a llamarlo "El Vietnamita",

porque al igual que los soldados norteamericanos en Vietnam se la pasaba buscando a

Charly, y nunca lo encontraba. Lo de vietnamita era inapropiado, lo correcto para el

caso, era que lo llamaran de otra manera, digamos por ejemplo que si le hubiesen dicho

"el boina verde", no habría nada que objetar y el chiste sería el mismo. ¡Vamos! O que

le llamaran Forest Gump, por caso. Pero no. Ya veis como destruyen la lógica del

idioma español estos embrollos sudacas. ¡Tenían que decirle "El Vietnamita"! ¡Y reírse

de eso! A mí no me parecía. ¡Joder! ¿Cómo le iban a decir “El vietnamita"?, si Charly

era la denominación que le daban los americanos a los del vietcong. En fin, que no tiene

sentido lo que no tiene sentido, ni lo que divierte a los argentinos.

Lo de Antonio comenzó a parecemos normal, no podíamos evitarlo y no vislumbramos

que en lo inmediato tuviera consecuencias más graves. Sufría esos raptos y recobraba la

normalidad en minutos. Le sugirió David consultar con un psicólogo y se negó. César le

dijo que podía presentarle a Charly García, para que deje de angustiarse con eso de

verlo en cada show y también se negó. Decía que Charly debía acercarse a él y no al

revés. No se halló la forma de convencerlo.

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MUJERES, LA RAZÓN DEL TANGO

Por esas tensiones extras que dejaban los shows, solíamos dedicar algún momento del

día a la sana distracción de ver alguna película en vídeo. El cansancio hacía que las más

de las veces no les prestáramos atención, excepto cuando eran películas en las que

actuaba Santiago Segura. Luego de que le vieran haciendo a Torrente, NN y los del

Falcon Verde se convirtió en una especie de club de fans de ese incalificable actor

español. A cada rato se repetían frases de su personaje, o se justificaba un razonamiento

ridículo diciendo que era "torrentiano". Lo torrentiano se volvió una dimensión

largamente explorada en el universo de la banda. Para mi castigo volvieron a proyectar

una y otra vez las dos de Torrente. Y al final, no pudiendo con ellos, terminé yo también

por reírme. En uno de esos espacios arrebatados al vértigo alocado de nuestras

presentaciones, nos acomodamos frente al televisor para ver "Muertos de risa", la

película en la que Santiago Segura y el Gran Wyoming interpretan a un dúo de cómicos,

Niño y Bruno, que alcanzan el éxito a fuerza de cachetazos. Tremendos tortazos que le

aplicaba Bruno a Nino, y nunca al revés, para deleite de la platea. La historia tenía su

lado sórdido, y la clave era esa facilidad que da el conocimiento del otro para causarle

dolor, una especie de Guerra de los Roses trasladada del matrimonio a un par de tristes

payasos. A mitad del vídeo debimos pulsar pausa porque David y la Rusa habían

comenzando otra de sus tantas peleas. Aunque estaban en otra parte de la casa, sus

gritos nos impedían escuchar el audio. No tanto a mí, sino a los demás que no tenían el

oído habituado a la maravillosa fonética del español en boca de españoles. Más allá,

claro, de escucharme a mí. Aunque debo admitir que yo trataba de hablarles más

despacio de lo habitual, pues los argentinos han construido esa suerte de subidioma

propio, que es la degradación del español, y entonces, comprensivo de ellos, yo mismo

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me imponía esa subnormalidad al hablar para facilitar el que me entiendan. ¡Vale! Que

no tengo nada contra los argentinos, es sólo que son un poco sordos y cuando se les

habla con algo de apuro se quedan mirando como si el sonido les fuera a llegar luego de

cerrar la boca, o como si estuvieran esperando a ver el subtitulado pasando bajo el

mentón. ¡Lo que sea! Después que fue César a tranquilizar los ánimos volvimos a

sentarnos para ver la película, y cuando ya estaba terminando escuchamos el portazo.

Un señor portazo, debo decir. Al minuto apareció David, solo. Venia golpeado y

seguramente buscando el cobijo de sus amigos Era el suyo un amor destinado al

desastre. Diego lo vio parado bajo el marco de la puerta y destelló en sus nervios el

disparate. Poniéndose de pie, señaló con el índice de la diestra los dedos de la Rusa

nuevamente tatuados en la mejilla de David, e imitando el tono de uno de los pasajes de

la película graznó ocurrente y alegre:

- ¡Sí! ¡Es… Nino!

Nos descostillamos de la risa. Lo vimos a David cual Nino y a la Rusa cual Bruno,

unidos por el tragicómico sino de la cachetada. El pobre David llevaba incorporada en

la cara la mano de su mujer. Lo de Diego había sido sencillamente espectacular.

Llorábamos de la risa. Reíamos obscenamente, como el auténtico público de Nino y

Bruno. Diego, por esa cosa de loro en sus genes, repetía entre carcajadas: "Es Nino, es

Nino", y yo creí que moriría ahogado en mi propia risa. Tosía risas, lloraba risas y me

retorcía en risas. Nunca reí tanto en mi vida. No podíamos parar. Tuvimos que apagar

todo y terminar de ver la peli en otro momento. Parecía que nunca dejaríamos de reír,

era incontrolable. Era también un desahogo. Hasta David terminó ocultando su pena

bajo la catarata de carcajadas, aunque en su caso no era tanto el chiste sino ese efecto

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contagioso que tienen las risas. A la postre nos reíamos unos de las risas de otros, y

cuando la calma se vislumbraba en algún silencio, bastaba la nimiedad de cualquier

gesto, una mirada, un ronquido de esos que significan que alguno no puede contenerse

más, y volvían a resurgir verdaderas explosiones dentales.

A la distancia puedo conjeturar que ese fue el comienzo del fin. Bajo la aparente

felicidad ruidosa y fraternal de esas sonrisas estaban ya al acecho las dentelladas del

adiós. Entonces no lo percibí. Ni por asomo. Ni siquiera cuando de alguna manera

dejamos de reír y nos sentamos fuera en una ronda de mate me pude dar cuenta. Claro,

es que las mujeres provocan emociones que afectan nuestra capacidad de pensar,

exacerban la varonil sensibilidad y logran que nos aislemos del mundo. De improviso

dejamos de vernos como conquistadores del universo y su inmensidad nos abruma, eso

porque apenas consideramos que somos un apéndice de ellas, las necesitamos tanto que

nada tiene sentido sin la posibilidad de contentarlas. Y en esa insuficiencia masculina de

no poder andar por la faz de la tierra sin la sombra de una mujer, pues: el tango.

En esos días, cada tanto, como en la mateada que os cuento, quedaba sintonizada alguna

radio de tangos. Así fui aprendiendo la profunda vitalidad de esa maravillosa filosofía

que a través del canto expresa la verdad de la vida hecha poesía cruel.

- Esta vez es definitivo, se terminó.

Con esas palabras David fue el primero en hablar. Lógico. Él tenía que compartir su

pena con los amigos que le prestábamos la oreja. No le creíamos, pero tampoco lo

desmentimos. No hubiera sido apropiado hacerlo, había que dejarlo hablar, acompañarlo

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sin cuestionamientos. Que ya habría tiempo para hacérselos saber en otra oportunidad,

cuando por efecto del desahogo se aflojaran los nudos con que se atrofia la virilidad

obsesionada por una mujer.

- No puedo dejar que me maltrate como lo hace. Y no solamente por los

cachetazos o las patadas que me pega, sino por esa inconstancia que hace que de

estar bien pase en un minuto, y por cualquier pelotudez, a volverse loca. Y yo la

amo, se me parte el corazón… Ahora mismo tengo ganas de ir corriendo a

pedirle perdón aunque no sé perdón de qué, ella tendría que pedirme perdón a

mí, pero… ¿Qué importa? Yo le pediría perdón si con eso bastase para que

volviera. Pero no lo voy a hacer, siempre soy yo el que termina cediendo y así

me va. ¡Como el culo! Mí vieja va a estar contenta, porque a mi vieja no le

gustaba. ¡Bah! A mi vieja no le gusta ninguna mina que me guste a mí. Y la

Rusa me gusta, porque además de estar buenísima sabe que está buenísima, y

cuando una mujer se siente linda se vuelve más linda de lo que es ¿No cierto?

- Sí -dijo alguno.

- Depende -acotó Diego- porque hay algunas tan feas que si se sienten lindas no

se vuelven más lindas sino cómicas.

- Sos un forro, Diego -se molestó Fernando.

- Si Turco, seré un forro, pero no tengo el gusto de mierda que tenés vos para las

mujeres.

- ¡Habló el que nunca se fífó un bagayo! -Replicó Fernando.

- Esta vez estoy decidido a no hocicar -siguió diciendo David sin darle

trascendencia ni dejar escalar la pelea entre Diego y Fernando-, voy a hacer lo

que sea necesario hacer para no arrastrarme a sus pies nunca más.

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Justo allí fue que Agustín comenzó a cantar "Nostalgias", el clásico tango con letra de

Enrique Cadícamo y música de Juan Carlos Cobián, uno de los más reconocidos

emblemas de la filosofía tanguera

- ¡Hermano! Yo no quiero rebajarme, ni pedirle ni llorarle, que no puedo más

vivir, desde mi triste soledad… veré caer las rosas muertas de mi juventud.

- Sí, ¡eso mismo! -dijo David-, ese tango es para mí. Eso mismo es lo que no

quiero hacer, no quiero rebajarme. ¡Nada! Quiero que ella venga llorando a

pedirme que vuelva, y no sólo eso, que venga al pie de mis condiciones, que

vaya a terapia con un psicólogo, no, los psicólogos son todos chantas, mejor un

psiquiatra, los dos juntos podemos ir a terapia de pareja.

Mientras David hablaba el mate llegó a mi mano, dudé entre llevarme la bombilla a la

boca o pasarlo a otro. Nunca me pareció higiénico eso de andarle sorbiendo todos a la

misma boquilla, pero me intrigaba el sabor de la infusión que tanto gusta a los sudacas.

Miré en el interior del recipiente el agua verde que parecía burbujear desde el interior de

la yerba y me acobardé. Eso se veía como el brebaje en el caldero de una bruja. A mi

diestra estaba Marcos, y a él le pasé el mate.

- ¿Vos no tomas? -Preguntó extrañado.

- No.

- ¿No te gusta?

- No sé, no lo he probado.

- ¡Y probalo!

111

- Mira, es que... No lo toméis a mal, pero se me hace que no...

- Es como un té o un café -dijo César sentado frente a mí y a la izquierda de

David.

- Será cómo tú dices, pero el té y el café se toman en tazas.

- ¡Ah! Es por la bombilla –supuso acertadamente Diego entre Marcos y Antonio.

- No Gallego, no nos podes hacer un desprecio así. ¿Qué? ¿Tenés miedo de

contagiarte algo? -Me apuró Carlos que era quien cebaba y el que me había

pasado el mate pues se sentaba a mi lado.

- No, si no es eso...

- Tomá -ordenó Marcos devolviéndome el mate.

En fin, que al país que fueres haz lo que vieres. Con cierta repugnancia posé mis labios

en la bombilla y sorbí. Se trata de una bebida caliente, dulce en ese caso aunque me han

dicho que muchos le prefieren amarga, y de gusto agradable. Hace un ruido particular

cuando ya no queda líquido que beber, y al escucharlo mis contertulios aplaudieron

furiosamente.

- Si te gustó tené cuidado -me advirtió Fernando sentado junto a César.

- ¿Por qué?-Pregunté.

- Porque si te gusta demasiado te podes convertir en algo horrible.

- ¿Es que puede esto ser nocivo?

- Puede hacer estragos.

- ¿Cómo que estragos? -Me preocupé.

- Si, te podes volver uruguayo, todo el día mateando con el termo abajo del brazo.

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Rieron. Y David recordó lo que debía decirme.

- Che, Rafael, mañana me dan tus documentos.

- ¡Los hallaste!

- Sí, los tiene Julio, tu compañero de cuarto en el hotel de los peruanos, no los

pudo devolver antes porque no sé qué quilombos tuvo, pero dijo que cuando

hicieron el allanamiento y los desalojaron le dieron tiempo de llevarse sus cosas

y también agarró las tuyas. Un bolso con ropa, me dijo.

- ¡Mis documentos!

- Además, mañana hacemos la primer división de ganancias, ya tenés la plata

como para pagarte el pasaje.

- ¡Vuelvo a España!

- Y yo debería irme con vos, lejos de la Rusa…

- ¡Vuelvo a España! -Grité con alegría, con la fuerza de lo que es largamente

deseado, pero mi algarabía no tuvo eco, no se reflejaba en la cara de mis

compañeros que quedaron en silencio.

- Me alegro por vos -dijo Marcos.

- Pero no, loco, no te podes ir ahora, por lo menos aguántanos un tiempo más

hasta encontrarte un relevo -exigió Agustín.

César no decía nada, ni evidenciaba con gesto alguno lo que pensaba. Lo miré a él

porque lo reconocía como líder del grupo, pero no dijo palabra. Su silencio me llamó

poderosamente la atención. Siempre intervenía en las situaciones conflictivas y esperaba

alguna reacción de su parte.

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- Yo no puedo quedarme más tiempo en Argentina, mi mujer lleva mucho de

penar sola en España sufriendo mi ausencia como una viuda. Bien sabéis

vosotros que cada momento estoy pensando en ella, que me arrepiento de

haberla dejado así como la he dejado, tan... tan cobardemente...

Sobrevino un silencio largo e incómodo. Al rato me sentí obligado a ponerle fin.

- ¡Vamos chavales! No me lo hagáis más difícil de lo que ya es, desde un

principio las cosas estuvieron en claro respecto a mi partida...

- No Gallego, si nadie te reprocha nada -dijo Fernando-, pero habíamos encajado

bien, no va a ser fácil encontrar otro presentador que le guste a la gente, y menos

todavía que se lleve tan bien con todos nosotros como vos.

- No me lo hagáis tan difícil, si yo -dije a punto de quebrarme en llanto- lo único

que deseaba era volver a España, y ahora en lugar de saltar de alegría estoy

abrumado, sintiendo que en alguna medida os estoy traicionando... en otras

circunstancias me quedaría... incluso… ¡Quizás hasta pueda volver si mi mujer

presta su conformidad! Pero no, no creo que quiera, primero debo conseguir que

me perdone por todo este dolor que le sigo causando... Pobrecita ella, tan triste,

abrazada a mis pantuflas...

- Andá Rafi, vos tenés que ir con ella -dijo Diego, extrañamente serio y

conmovido.

- Sí -asintieron los demás.

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Pero no César. Su enigmático mutismo me obligó a buscar con la mirada, en esos

carismáticos ojos, algún signo de aprobación. Lo sentí a punto de pronunciarse, y justo

en ese momento Carlos lo anticipó tomando la palabra.

- Me parece que la partida de Rafael nos viene bien.

- ¡Ningún agujero viene bien! -Replicó Agustín inmediatamente.

- No. Es cierto que cuando una banda funciona cualquier baja es un problema,

pero a lo mejor esto nos da la posibilidad de replantearnos muchas cosas,

venimos de acelerada y estamos tocando a toda máquina. Eso es algo que no se

puede mantener indefinidamente, no hay quien aguante tocar todas las noches, y

no una, sino dos o tres funciones.

- Es pesado, sí, -dijo David- pero en cuanto veas tu sobre vas a ver que también es

redituable.

- Seguro, pero estás acá llorando porque te dejó la Rusa, Rafael se va porque

quiere estar con su mujer, y yo también. Yo los entiendo porque estoy casado, y

no me alcanza con verla unas cuantas horas por semana, quiero dormir con ella y

estar cerca de la panza hasta que nazca el bebé. Hay que aflojar un poco.

- Necesitamos más tiempo para ensayar -acotó Antonio-, tengo muchos arreglos

que no puedo subir al escenario porque no estamos ensayando como

corresponde, y el sonido se está deteriorando...

- ¿Cómo que se está deteriorando? -Preguntó Diego.

- ... se están pifiando muchas notas -siguió diciendo Antonio como si Diego no lo

hubiera interrumpido-, y aunque como hecho artístico no creo que nos quede

mucho para dar este ciclo por cumplido, todavía podemos evolucionar un poco

antes de alcanzar nuestro techo, pero hace falta ensayo y mucha disciplina.

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- Mira loco, si vos no precisas torrar es problema tuyo -reaccionó Diego-, pero el

resto de las personas normales necesitamos dormir, no nos podes pedir que

encima de andar corriendo noche tras noche de un lugar a otro lleguemos acá

para meternos en la sala a seguir tocando.

- Bueno- contestó parsimoniosamente crítico Antonio-, entonces a lo mejor

vendría bien meter algunos cambios en la formación, porque si vos no querés

ensayar y pensás que arriba del escenario lo que hacés alcanza, evidentemente

estamos pensando distinto.

- ¿Qué? ¡Ah! ¿Me estás echando? Si querés que me vaya me voy, pelotudo.

- ¡Che! Vamos a calmarnos -pidió Marcos-, porque si seguimos en esta hasta acá

llegamos.

Otro silencio se desplegó sobre nosotros igual que la sombra amenazante de un ave de

rapiña. Alguno notó que estaba haciendo frío, otro propuso entrar a la casa. César fue el

último en levantarse y cuando atravesaba el umbral de la puerta le dijo a David que

fuera con él a hablar en privado. A los demás nos indicó que se ensayaba en treinta

minutos.

Me sentía culpable de lo que estaba pasando, sentimiento que se agudizaba por la

mudez que mantenía César, pero el fastidio que se dejaba ver en todos era obra del

cansancio por vivir sobre el vértigo de un fenómeno inesperado. Ninguno tenía en sus

planes originales sobrellevar éxito tan curioso y exigente como el que disfrutábamos y

padecíamos. Yo, claro está, menos aún que cualquiera de ellos. Necesitaba expiarme de

esa culpa con alguno de mis compañeros, por eso cuando quedé a solas con Fernando

116

ordenando las cosas del mate en la cocina, le pedí que me ayudara a explicarme frente a

los demás.

- Te juro por mi madre, Fernando, que si pudiera yo quedarme lo haría con el

mayor gusto.

- Ya lo sé.

- Ayúdame entonces a que los demás me entiendan, yo no quiero irme mal. ¡No

quiero partir sabiendo que me estaréis viendo como a un traidor!

- ¡Pero no, Rafi! Ninguno piensa eso. Yo la verdad es que me alegro por vos. Vas

a volver con tu mujer, es lo que querías.

- Sí.

- ¿Y es lo que querés?

Lo preguntó con una sonrisa mefistofélica orillándole en las pupilas. Tras tomarme un

segundo para exhalar y relajarme, contesté con total sinceridad.

- Me cago en los pantalones del miedo que tengo a lo que ella pueda decirme,

miedo a que me odie, a que la trastada que he hecho no tenga su perdón, miedo a

que se haya echado a monja que es lo que quería ser cuando niña, miedo a que

me crea muerto y que dentro suyo me haya enterrado. Tengo miedo que mi

locura la haya enloquecido también a ella, miedo a encontrarla autista en algún

rincón oscuro de una casa para orates, pobrecita, abrazada a mis pantuflas, y con

los ojos muertos, secos, de tanto llorarme. Tengo tanto miedo que no puedo

dejar de ir. Sé que no ha de ser mi regreso correr uno al otro con los brazos

abiertos, cual si volviera yo de una guerra. No. Ha sido otra clase de

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alejamiento, y al distanciarse así no hay promesa de retorno, y por lo tanto,

como sin promesas no hay amantes, no es de esperarse ningún abrazo al

reencuentro. Yo vuelvo de mi propia estupidez, y las estupideces, cuando

lastiman a otros, nunca son gratuitas, se pagan con dolor, con vergüenza, con

humillaciones...

- ¿No hay ninguna posibilidad de que puedas hablarle antes por teléfono?

- No. Ella tenía pocas amistades, y no es que yo tuviera muchas; por mi trabajo,

por los horarios, por lo bien que lo pasábamos al estar solos nos fuimos aislando

cada vez más. Estando allá no me será difícil ubicarla, por de pronto tiene una

tía vieja a la que visita de tanto en tanto, ella seguro sabrá su nueva dirección,

pero debo verla personalmente, es bastante sorda, senil, y no tiene teléfono.

- Te deseo que tengas mucha suerte Rafael, y ojalá puedas convencerla de venir a

la Argentina.

En lugar de decirle "gracias" le pegué un puñetazo en el hombro. Así evité romper en

llanto como una Magdalena; y para mantener bien guardadas mis lágrimas, procuré irla

de gracioso.

- ¿Volver a la Argentina? Oye tío, yo sé que es tu país, pero… ¡Vamos! ¿Qué te

piensas? ¿Qué todo el que pisa esta tierra se enamora de ella? Vine porque

estaba loco y me voy porque estoy cuerdo.

- Puede ser, puede ser... Pero tené cuidado Rafael, no sé si te diste cuenta, pero

cada vez hablás menos como español, cuando vuelvas a España tratá de

disimular tu acento argento… no sea que te despiertes una mañana en Madrid y

veas un argentino en el espejo.

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- ¡La boca se te haga a un lado, sudaca! Mira… ¡Pero que puto moro eres!

Mírame la piel, -dije fingiendo frío- del escalofrió que me ha venido al escuchar

esas cosas horribles que tu dices. ¿Argentino yo? ¿Sudaca? Dios no lo permita,

ni aunque desapareciera España. ¡Español o nada!

- ¡Como Torrente!

- Dime… ¿De verdad empiezo a hablar como uno de ustedes?

- ¡Uf! Ya cualquiera diría que sos porteño…

Nos reímos. Al Turco Hamal, con ojos redondos de pestañas largas y labios de camello,

le divertían más que a ninguno las bromas de tinte racial. Una de sus muletillas

preferidas, la que utilizaba a modo de disculpa cada vez que cometía un error, rezaba:

"¡Y, por algo los moishes nos cagan a palos todos los días, y lo tienen al tío Arafat

agarrado de las pelotas!". Imagínense que si así se refería a la siempre triste situación

del Medio Oriente desde su condición de turco, y empleo la palabra turco en el sentido

amplio que le dan los argentinos, veía al resto del mundo con la misma cínica ironía.

Así como les gusta verlo a los argentinos cuando no hay que cuidar las apariencias.

119

LA IDEA DE LA BANDA

La voz de César, llamando a reunión en la sala de ensayo, hizo que dejáramos la cocina

para ir junto al resto. Nos concentramos en rededor de César cargando la tensa

incomodidad de las fieras enjauladas. Para variar yo no tenía ni puta idea de qué iba a ir

la cosa; por eso y porque me sentía culpable de qué todo se fuera al diablo me mordía

los labios impaciente mientras procuraba mostrarme tranquilo. David entró último y

cruzó una mirada con César dando a entender que había confirmado alguna

información. Entonces, César se largó a hablar:

- Si armamos esta banda, fue por una idea loca que tuve cenando en casa de

David. Casi una broma que podría no haber pasado de algunas cuantas risas en

la sobremesa de esa cena. Primero surgió el nombre buscando uno que fuera

bien provocativo, difícil de olvidar, "NN y los del Falcon Verde". Era un chiste,

el humor negro siempre me pudo. Y con semejante nombre era claro el tipo de

cosas que la banda debería cantar. En base a eso armamos toda una estética que

llevar al escenario como propuesta artística. Íbamos a ser los cieguitos del tema

de Los Twist, con el Falcon Verde y toda la parafernalia. Fue así, diciendo “te

imaginas que…”, y “que bueno si...” Nada parecía ser serio, ni siquiera creí que

lo fuera cuando David empezó a decir que debíamos llevar a la práctica todas

esas ocurrencias.

- Es que al principio no lo dije en serio -dijo David sonriendo.

- No sólo no era serio, sino que no podía serlo. Pero a los dos días me lo

encuentro a Marcos en la calle mostrándome el Falcon que recién se había

comprado, le comenté la idea y me dice que estaría bueno. Esa misma noche me

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llamó para decirme que teníamos baterista. Ya éramos un trío. Nos juntamos

para tocar en el taller de Marcos y nos dimos cuenta que había onda, ganas de

hacer algo juntos, pero nos faltaba mucho. Traté de conseguir un pianista pero

los dos a los que yo conocía dijeron que era mala idea, salieron con que los

derechos humanos, que la ética musical y no sé cuántas cosas más. Lo mismo le

pasó a Fernando, pero al menos convenció al trompetista, y con Carlos ya

fuimos cuatro. A Diego lo escuché tocar el bajo en el subte, a la gorra, y aunque

al principio no quiso saber nada, después de mucho café lo convencí para

participar de un ensayo. Pegó onda y se quedó. Éramos cinco, pero no teníamos

piano ni creatividad musical para darnos identidad, veníamos huérfanos del

sonido que apenas diera en el oído se dijera: “esos son NN y los del Falcon

Verde”. Seguíamos rebotando con los pianistas, pusimos avisos en las carteleras

de las salas de ensayo, pero en cuanto decíamos Falcon Verde nos ponían cara

de orto y nos mandaban a la mierda. Entonces se casó Carlos.

- ¡Huy! ¡El casamiento de Carlos! -Dijo Marcos como quien recuerda momentos

imborrables en su vida.

- La fiesta se hizo en un salón muy lindo, pero con Fernando y Marcos nos

equivocamos de piso, en lugar de ir al quinto nos mandamos al tercero, donde

estaba Antonio tocando el piano, música clásica. En seguida nos dimos cuentas

que pifiamos de piso, pero como nadie controlaba la entrada nos quedamos a

escucharlo.

- La noche que se casó Carlos mis abuelos festejaron sus bodas de oro -precisó

Antonio.

- ¡Hombre! -Dije mirándolo a Carlos.- Ese si que es un buen augurio.

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- Cuando terminó de tocar nos miramos entre los tres sabiendo que ese pianista

era demasiado para nosotros, dimos por sentado que nos quedaba grande y nos

fuimos. Mientras cenábamos no podíamos dejar de comentar lo bien que tocaba,

lo mucho que nos había gustado escucharlo, y así nos empezamos a dar máquina

hasta que al final bajé los dos pisos y le pregunté: "Flaco ¿A vos te cabe tocar

rock nacional en una banda de barrio?". Me mira y me dice...

- ¿Qué tan lejos quieren llegar? -Preguntó Antonio tal cual lo había hecho

entonces.

- Sí, creo que le dije: tan lejos como podamos. Enseguida me dio el visto bueno, y

yo, por lo que habían sido las respuestas de los otros pianistas le digo, mira que

la banda se llama NN y los del Falcon Verde, vamos a vestirnos de saco y

corbata, con anteojos negros y peinados a la gomina, onda represores, además

las letras las escribo yo y dicen esto y aquello. Se quedó pensativo y yo imaginé

que ahí me mandaba a la mierda, pero en lugar de eso me dice: "¿Y ya tenemos

el Falcon?".

- Yo -dijo Antonio- tengo formación de músico clásico. Mis padres me soñaron

concertista y radicado en Viena. Di mi primer concierto a los seis años, y cuándo

ustedes me conocieron yo volvía al país después de una beca de tres años que

gané cuando tenía catorce. Ya antes me habían incentivado con becas de

estudios a cual de todas más exigente. Yo aceptaba que mi futuro era el que me

habían impuesto, hasta que un día tuve una visión con la que supe que lo mío era

el rock, el rock nacional, y que mi destino es llevar las cosas al extremo, mucho

más allá de lo que hizo Charly García. Cuando César me dijo el nombre de la

banda, lo entendí claramente. Charly no se atrevió a usar helicópteros que

arrojaran maniquíes sobre el río como había planificado hacerlo durante uno de

122

sus shows, tuvo la visión artística y se propuso ejecutarla, pero no se animó,

traicionó a su instinto creativo por el pedido de las organizaciones de derechos

humanos que, además de interferir promoviendo la autocensura de un artista, no

interpretaron que esa propuesta era a favor de ellos. La idea de César me mostró

el camino de la audacia mayor, poner en escena un concepto de show a total

contramano de la corriente. El rock es provocación, provocar es hacer pensar, y

cuando todos parecen pensar lo mismo es hora de pensar distinto. Así que, desde

mi punto de vista, NN y los del Falcon Verde era una parte ineludible del

destino.

- Con Antonio en la banda las cosas tomaron otro perfil -continuó César-, nos

exigió tanto como nos enseñó. Es muy obvio que ninguno de nosotros está a su

altura musical, no tenemos ni su preparación, ni su oído, ni las cosas con la que

se nace ni esas otras que se hacen, pero aún así nos rompimos el lomo, le

pusimos esfuerzo y horas y horas de ensayo tratando de dar lo mínimo que nos

pedía. Y siguiéndolo a Antonio nos dimos cuenta que podíamos más, dejamos el

tachín tachán del comienzo y adquirimos personalidad. Logramos ser una banda

con sonido propio. No se nos puede confundir con nadie. Ahí dejamos de ser

proyecto para ser una buena banda, pero nos faltaba la polenta de la voz. Los

que estábamos podíamos hacer coros, pero empujar una canción es otra historia,

a ninguno nos daba la garganta. Así que salimos a buscar cantante. Esta vez los

jodidos éramos nosotros, nos habíamos puesto tanto las pilas que queríamos uno

que viniera conectado a dos veinte.

- No, bueno sí, nosotros queríamos uno que encajara perfecto, -recordó Fernando-

pero también hay que reconocer que escuchamos a cada pelotudo...

123

- ¿Cómo se llamaba ese que vino con la gorda que le hacía coros? –Preguntó

David riendo.

- ¡¿Te acordás?! -Gritó Fernando antes de largar la carcajada.

- La cuestión es que o cantaban como el orto, como el que vino con la gorda, o no

nos gustaban a todos, como el que cantaba tangos, o venían con pretensiones de

prima dona, como el que quería cambiarle el nombre a la banda. Hasta que

cierto buen día se aparece David trayéndolo a Agustín. Al toque supimos que era

un golazo de mitad de cancha y lo aceptamos de inmediato.

- Pero... –Tiró para que quedara picando el propio Agustín con la mueca que no

llegaba a sonrisa.

- Pero, siempre un pero, el tipo sufría de pánico escénico y ya había hecho

fracasar tres bandas en el debut. David no nos dijo que era otro paciente de su

psicólogo.

- Profesional exitoso el psicólogo de estos dos -sentenció Diego sofocando risas-

es como para recomendarlo...

- Fue cuando se nos ocurrió que el NN no existiera sólo en el nombre de la banda,

sino que fuera el cantante y que lo sacáramos del baúl con los ojos vendados

para que no viera al público. Y funcionó, como funcionó todo desde el debut.

- Incluso cuando el locutor que iba a hacer de presentador, y nunca pensamos que

pudiera ser un problema, se nos cayó, apareció el Gallego...

- ¡Joder! ¡Qué no soy gallego!

- Apareció el Rafi con esa pronunciación española de voz redonda y tono grave,

entonces, justo ahí, la banda cerró su personalidad distintiva.

124

Durante unos preciosos segundos permanecimos mudos, asintiendo con la cabeza la

veracidad de aquel relato por la parte que cada quien había aportado.

- Ahora -continuó César- no sólo somos esa banda, que surgió casi de broma, sino

que tenemos un público grande y seguidor, que en estos meses no parece

saciarse nunca. Se está haciendo claro que nuestra movida under está agotada,

no nos da el cuero para abastecer la demanda en estas condiciones. Siempre se

queda gente afuera, hasta en las noches que hacemos cuatro shows, y así no hay

cuerpo que aguante. Además si seguimos como vamos terminamos cagándonos

a trompadas entre nosotros. Por eso es que tomé una decisión. Vamos a cumplir

con los shows de las próximas noches, que son los que están confirmados y que,

me dice David, no podemos cancelar. Y para cerrar esta etapa under y

clandestina vamos a hacer, diez días después del último, un recital en un lugar

abierto, al aire libre pero con la misma mística de contraseña y complicidad con

el público que se fue gestando desde el comienzo. Hacer esto requiere una

inversión de la plata que llevamos ganada, porque armar escenario y montar el

show en medio del campo, tiene costos dolorosos. Esto es una apuesta que se

puede ganar o perder. Después de ese show, la idea es que nos tomemos un

tiempo y ver qué onda. Si volvemos será ya como banda a la luz de todo el

mundo, una banda que esté en las radios, que tenga contrato discográfico y que

haga sus presentaciones en teatros y estadios. Les pido que no me contesten

ahora, esto es decidir sobre el futuro y todos tenemos cosas que sopesar

meditadamente. Sí les quiero decir que lo que yo deseo es que sigamos juntos, y

si el recital en medio del campo lo pensé a diez días, para que luego hagamos el

receso más largo, es porque de hacerlo, quisiera que estemos todos, vos también

125

Rafael, yo sé que estás desesperado por volver a España a buscar a tu mujer,

pero pasaste con nosotros tanto tiempo que diez días no creo que sea pedirte

demasiado, además si sale bien te llevarías de regreso muy buena plata en el

bolsillo. Pensalo. Todos, piénsenlo.

126

EL BUEN SOLDADO

Hubo algunos cuchicheos, pero los conciliábulos no prosperaron. Antonio sencillamente

se dio vuelta y comenzó a tocar el teclado, al escucharlo César y Marcos se colgaron las

guitarras, Fernando se hizo de los palillos, Carlos prefirió la trompeta al saxo y Diego

conectó su bajo al parlante mientras Agustín se preparaba a cantar haciendo chasquear

los dedos para entrar en compás. David me miró tensando en el gesto su media sonrisa

de intrigante, como preguntando que iba yo a decidir. Antonio había elegido bien la

canción para ese ensayo. Despegué la espalda de la pared y luego de guiñarle un ojo a

David, pronuncié las palabras que servían de introducción al tema;

- Cuando vuelvo la vista atrás, veo los aciertos y los errores, veo los muertos y los

horrores. Sé que hice mucho daño; sí. También sé que evité peores daños,

aunque hay cosas de las que me arrepiento hay muchas otras de las que no, hubo

jefes que me traicionaron, igual que todo lo traicionaron, pero fue por mi

bandera y no por ellos que arriesgué el pellejo, ningún sucio trapo rojo flameará

sobre mí, que a cualquier vuelta de dados, siempre fui: ¡un buen soldado!

Agustín entonces cantó "El buen soldado" con su mejor voz:

Soy como un ángel sin rostro

camino en paz a tu lado

y no me arrastra el pasado.

Siempre fui

127

un buen soldado

y cumplí

lo que me fue ordenado.

La lealtad está en mi sangre

y esta tierra bien lo sabe

pues con ella la he regado.

Tengo heridas en el cuerpo,

toda mi alma abollada

dos medallas y un par

de palmadas en la espalda,

y nada más,

y nada más.

Pero es bastante para mí

saber que sí,

que siempre fui

un buen soldado,

y cumplí

lo que me fue ordenado.

La lealtad está en mi sangre

Y esta tierra bien lo sabe

Pues con ella la he regado.

128

Siempre di

lo necesario

sin pedir

nada a cambio.

Combatí

a hordas de malvados

y vencí,

para que puedas insultarme

para que tengas un país

en el que puedas elegir

y no escaparte en balsas…

¡Yo gané tu libertad!

Soy como un ángel sin rostro

camino en paz a tu lado

y no me arrastra el pasado.

¡¡¡Yo gané tu libertad!!!

En el eco de los últimos acordes explotamos de euforia y con el ánimo en alto nos

mezclamos entre saltos y empellones, practicando un pogo furioso de risas y gritos.

Unos a otros, con esa canción que hablaba del soldado aferrado al convencimiento

idealista de haber obrado por la causa, nos habíamos juramentado tácitamente en la

lealtad a la banda y bailábamos para festejarlo.

129

Cuando ya volvía la calma, César hizo aquel paneo con la mirada y yo alcancé a

percibir esa luz profunda emergiendo de sus ojos. Ese brillo distintivo en los hombres

que portan el don del liderazgo. No hablo de una simple capitanía, ni de lo que podría

ser el mero reconocimiento de las aptitudes técnicas de un tío cualquiera para ejercer

funciones de conductor de cara a una competencia deportiva, un grupo de trabajo, o

alguna otra cosa que puede o no ser importante pero no deja de ser un aspecto, una parte

en el todo de la vida. Digo, si es que me entendéis, que hay quienes logran que los

demás les sigan en parte, y hay otros que son capaces de hacer que se les siga en todo. A

ver, ¡coño!, porque ya veo que no me entendéis. Os doy un ejemplo: si Agustín dice que

tal tema hay que tocarlo en pelotas y abajo del agua, porque suena mejor, entonces uno

deja la ropa y se mete bajo la lluvia, porque si él lo dice así es. Ahora, si al mismo

Agustín, al que se le reverencia por su aptitud musical, le entra en la cabeza un rapto de

misticismo y dice que hay que despojarse de los bienes materiales, hacer ayuno y

peregrinar descalzo, pues, ¡claro!, inmediatamente le haríamos un corte de mangas y

¡vete tú a que te salgan ampollas en las plantas, gilipollas! ¿Qué quiero decir con esto?

Agustín era un líder técnico, uno que sólo acaudilla dentro de su área de

reconocimiento. Lo que diga fuera de su campo específico del saber no motiva el

entusiasmo de nadie. En cambio, el líder nato, el que nació bajo el signo del caudillo,

ese es capaz de convertirte, de cambiar tu vida, y hasta de hacer que la pierdas por

seguirlo en alguna locura. Esos ojos hipnotizan, encandilan, tienen una luz que no

irradia el común de los mortales. Religiosos, políticos y militares, las más de las veces

confundiendo esas tres condiciones en una, han irradiado de maneras distintas esa luz de

profetas. No es que convenzan a todos, pero hay que comprender que la locura de

muchos se origina casi siempre en la demencia de uno. No se puede tener esa mirada si

no se está de algún modo demente. ¿Habéis visto a Hitler ensayando un discurso?

130

¿Habéis visto al Che Guevara en esa foto de Korda? ¿Habéis visto a Lawrence en sus

sábanas de árabe? ¿Recordáis Guyana o Waco? ¿Habéis visto a Sai Baba con sus relojes

materializados? ¿Habéis visto esos ojos y esas miradas en lo que tienen de concreto y

ausente?

La luz de los profetas es una oscuridad en sí misma.

¡Caray! ¡Pero qué frase que me he mandado! Es tan buena que de seguro algún otro la

habrá dicho antes. Como sea, vale repetirla: "La luz de los profetas es una oscuridad en

sí misma".

En el nombre de mi racionalidad, esas gentes siempre me habían producido rechazo.

Pero, claro, de todos ellos supe de lejos, por fotos, libros, cosas así; las más de las veces

con la historia ya contada, a César en cambio lo conocí en persona. No hay muchas

buenas maneras de explicar como esos ojos le afectan a uno. Cada quien que lo haya

experimentado tendrá la explicación a su medida, me limitaré por tanto a tratar de

exponer la mía.

Después del pogo no necesitó César convencerme de aceptar quedarme esos días de más

hasta el recital al aire libre. Me convencieron sus ojos sin ningún argumento, por sí

mismos, por ese brillo refulgente que ostentaba seguridad. Mi mujer, mi amada mujer,

seguiría llorándome en España unos días más con el dolor inconmensurable de no saber

nada de mí, y yo, a conciencia, iba a prolongar su martirio, y el mío propio, por no

fallarle a César. La lealtad a un líder impone sacrificios que van más allá de la razón.

Me desgarraba el corazón al reprimir el impulso de correr a rodearla con mis brazos, a

131

rescatarla de la deriva emocional en la que, con riesgo de naufragio, mi estupidez la

había dejado. Desde algunos recónditos y oscuros pliegues de mi conciencia, ideas

lúgubres disparaban relámpagos de maldad. Así me sobresaltaba al pensar en la

posibilidad que ella, pobrecita ella, angustiada por la falta de mí se quitara la vida para

acabar con el sufrimiento. Imaginaba volver un segundo tarde, sólo un segundo tarde,

apenas eso y abrir la puerta de la pocilga en la que miserablemente aguardaba mi

llegada para verla colgando de una soga con el último suspiro apenas exhalado. Su

cuerpo inerte y mis pantuflas cayendo de sus manos. Pobrecilla mi mujer, la vida sin

mí… Pobrecilla. Otras veces la veía sumergida en el fondo de una botella, desperada,

hundiéndose hasta ahogarse en el vicio por tratar de aliviar la pena. Ella, que no tenía

más que virtudes, acabando sus días como cualquiera de esas desgraciadas con más

vicios que zapatos de coja. Me aterraba, y así aterrado veía a los ojos de César y sabía

que no, que todo estaría bien. No sería trágico nuestro reencuentro, ella me vería

renovado y la felicidad borraría automáticamente el trago amargo de mi ausencia. Sentía

en la piel la ternura del gesto, cuando ella me calzara mis pantuflas. Hasta podría

convencerla de acompañarme un tiempo a la Argentina, para presentarle a mis nuevos

amigos y seguir con la banda. Los ojos de un líder infunden confianza, tanta que son

capaces de absorber las dudas pulverizando la racionalidad, desintegran la facultad de

pensar y ofrecen a cambio la certeza del camino a seguir, ese que señalan proyectando

su luz sobre la nada.

La luz de los profetas es una oscuridad en sí misma

132

LA DIMENSIÓN TORRENTIANA

La noche nos envolvió con la rutina que habíamos asumido eterna y que ahora sabíamos

culminaría en unos días. De algún modo nos las ingeniamos para meternos todos al

Falcon, supongo que era el temor a separarnos lo que nos motivó, en ese momento, a

desafiar la capacidad de carga del habitáculo. Sin necesidad real nos habíamos sumido

en la incomodidad propia de alguna convención de contorsionistas. Apretujados en el

Legendario, para ir al primero de los últimos shows, nos distendimos con una de esas

conversaciones de neto corte torrentiano.

- ¿Qué tal si mañana nos hacemos un buen asado? -Propuso Marcos.

- No, hagamos otra cosa, estoy medio podrido de comer asado -se opuso Carlos.

- Tiene que ser algo especial -aventuró César.

- Sí, unos fideos con tuco -dijo Diego con su incansable ánimo bromista.

- Tengo ganas de unas buenas costillitas de cerdo a la riojana -se relamió Carlos.

- ¡Esa! Con huevos fritos, dale-se entusiasmó Diego.

- Yo no como cerdo -dijo David.

- Yo tampoco -se plegó Fernando.

- Pero déjense de joder, no se vengan a hacer los religiosos -los increpó Marcos-,

si son un par de...

- No me hago, soy -insistió David.

- Yo no es que sea, pero me criaron así -agregó Femando.

- Loco… ¿Se dan cuenta? Los turcos y los moishes se viven cagando a palos y

son iguales, es más –se largo a filosofar en base a la gastronomía el bueno de

Diego-, esto me hace pensar que la causa de la violencia en Medio Oriente es

133

producto de malos hábitos alimentarios, evidentemente la no ingesta de cerdo

hace que la gente se torne violenta.

- ¡Ya empezó a decir pelotudeces! -Bramó Antonio.

- No, no. Es un hecho. No comen cerdo y por eso se tornan irascibles. ¿O acaso

no es cierto que después de comerse un buen lechón a nadie le quedan ganas de

ir a hacer quilombo?

- Ese es un buen punto –dije-, a mí el cerdo me cae pesado, como que quedo

plano.

- Sí, por eso los yankees son tan pacíficos –ironizó César riendo.

- No, lo de los jhonnys es otra cosa, ahí el problema es el alcohol. Por ejemplo,

George W. Bush, evidentemente salió del alcoholismo con el cerebro dañado,

¿vieron esa cara?, ¿esos ojitos?, ¿no se parece a Alfred Newman?

- ¿A quién?

- El de la Mad.

- ¡Ah! Esa revista vieja, sí.

- No digo que sea igual, desde luego, Alfred se nota más despierto, pero digo, si

en vez de mandar aviones, tropas y toda la parafernalia hubiera mandado

chuletas de cerdo y papas fritas el mundo sería una fiesta.

- Listo -dijo Marcos-, ya tenemos el pacificador que el Oriente Medio necesita.

- ¿Se imaginan? Llego yo con un avión cargado de lechones y huevos...

- Y a los cinco minutos te cuelgan de los huevos y terminas gritando como un

cerdo.

- Che… ¡Qué poco optimismo! Así no se puede ser pacifista viejo. ¡Y bue!... Que

se sigan masacrando entonces.

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- Oigan chavales -dije yo-, no es que no me interesen esas cosas entre moros y

judíos, pero porque no dejamos de lado la política internacional y nos

concentramos en la gastronomía local para decidir que sustancia le hemos de

poner al estómago, porque verán, a mí hablar de comida me crea la necesidad de

atacar un buen plato, de lo que sea, siempre que venga caliente y cargado.

- Y acompañado con pan, porque si no hay pan -dijo Diego riendo- empieza como

Torrente llamando a la chica del restaurante: "Chinita, chinita".

- Si no quieren asado -evaluó Marcos- podríamos hacer un chivito, o un cordero.

¡Ahí está! Nos comemos un buen cordero patagónico como le gusta a nuestro

Presidente.

- ¡No! -Gritó César- Hay dos comidas que me niego a comer por convicciones

políticas, una es el sushi, que comían los delarruistas de las dos líneas: alzehimer

y arterioesclerosis; y la otra es el cordero patagónico que come el pingüino este

de Kirchner al que Duhalde le regaló la Presidencia.

- ¡Ah! No comés sushi ni corderito, -dijo Diego- pero de las costillas a la riojana

no dijiste nada: ¡Menemista!

- ¡Menemista un carajo! En mi casa hacían costillitas de cerdo a la riojana desde

mucho antes que supiera de la existencia de Menem. Y además nunca lo vi a

Menem promoviendo las costillitas, cosa que sí hace Kirchner con el cordero

patagónico.

- Y bueno, está bien, tiene que promover los productos de su región, como el

whisky.

- ¿Hay whisky en Santa Cruz?

- No, pero debería haberlo. ¿O para qué tienen el hielo?

135

- Asado no, costillitas no, fideos con tuco no, sushi no, cordero no –enumeró

Marcos fingiéndose enojado-, ya veo que terminamos comiendo un Big Mac…

¡La puta que los parió! Comamos un corderito y déjense de joder.

- Yo cordero no, -se mantuvo César para agregar entre risas- pero con gusto me

comería un pingüino.

- Hubo un proyecto para faenar pingüinos en Punta Tombo, parece que los

japoneses se los comen -informó David.

- Los ponjas comen cualquier cosa, no le hacen asco a nada, ballenas, víboras, son

como gauchos, todo bicho que camina va a parar al asador -agregó Fernando.

- Sí, y si ustedes en lugar de ser forros fueran japoneses ya sabríamos lo que

vamos a comer mañana -afirmó Marcos.

- Al final los ambientalistas pusieron el grito en el cielo y el proyecto de faenar

pingüinos quedó en la nada -completó David-, porque claro, como es un bicho

simpático…

- Simpático un carajo -dijo César- es un pájaro bobo, y ahora estoy caliente:

¡Quiero comer pingüino! Vayamos al zoológico y nos afanamos unos cuantos.

- Sería un acto de justicia. ¿Por qué el pingüino no y la vaca sí? -Preguntó Diego.

- ¿Y la vizcacha? ¿No merece protección la vizcacha? -Dijo Fernando.

- No la vizcacha no -acotó risueño David.- ¡Es riquísima en escabeche!

- ¡Ahí está! Es eso, comamos vizcacha -se prendió Fernando.

- Sí, seguro -dijo Marcos ya doblando el volante para girar en una esquina-, ahora

paro en un maxikiosko y compramos varios kilos… ¿Querés de alguna marca en

especial?

- No seas pelotudo Marcos –reclamó Femando-, yo sé donde venden.

- Che, ¿y los pingüinos cómo se comen? -Quiso saber Antonio.

136

- Ni puta idea.

- Ante la duda parrilla -dijo César- todo bicho que camina va a parar a la parrilla.

- A mí me daría asco comer pingüino -aseguró Agustín.

- ¿Por?

- No sé, supongo qué deben tener gusto a telgopor o algo así.

- Habría que preguntarle a una orca -dijo Diego.

- No, si es como yo dije, -aseguró ya fastidiado Marcos- vamos a terminar

comiendo un Big Mac… ¡Hamburguesas en el país del lomito y el choripán!

¡Qué cagada!

Hicimos el primer show con el hambre crujiendo en las tripas, pues hablando de comida

habíamos despertado la voracidad de la bestia. Y en efecto se cumplió la profecía de

Marcos, en el camino al segundo show hicimos alto en un Mc Donald. Es como si lo

estuviera viendo ahora, el auto saliendo del automac y Marcos al volante insultándonos

con la boca llena porque todos los demás nos arrojábamos unos a otros las papas fritas;

cual niños que hacen de las suyas valiéndose de la menor distracción de sus mayores.

Luego las cosas se tranquilizaron, aunque los nervios impulsaban al vigoroso río

subterráneo que emergía de a ratos con fuerza de geiser.

Así, en el segundo show Antonio caminó sobre el público para darle de golpes a otro

farsante que pretendió pasar por Charly García. Lo habitual, lo que era nuestra rutina de

trabajo y hasta lo que añadíamos dejando volar la creatividad de cada momento, no era

más que eso que la gente esperaba siempre un paso adelante nuestro. Parecían conocer

de antemano cualquier improvisación; y en esa magia de pertenecer al fenómeno que

había tomado vida propia, nos maravillaba el calor del público que en gratificantes

137

momentos hasta cantaba para nosotros. Entre otros cánticos de aliento, similares en el

tono a los que las hinchadas de fútbol afinan en los estadios, recuerdo particularmente

aquel que decía: "¡Arriba Falcon Verde! / Esta la que baila es tu patota, / la que te sigue

siempre a todas partes, / la que te pone el hombro y el aguante, / ¡el aguante!". En el

escenario se sentía esa fuerza, ese aguante por el que dábamos todo en un festejo que

nos superaba. Con semejante emoción vibrando a nuestro alrededor perdimos cualquier

posibilidad de serenar a Antonio. El Vietnamita no dejó pasar show sin arremeter

furiosamente en su loca búsqueda de Charly García. "¡Viet-na-mita!, ¡Viet-na-mita!",

coreaba el público en cada oportunidad que el tecladista dejaba el escenario. Parecía

esos boxeadores que, estando groguis y sabiéndose derrotados, desesperadamente se

juegan el agónico resto en los segundos finales del último round. Sólo los integrantes de

la banda vivíamos con angustia toda incursión del Vietnamita al territorio de ese Charly

invisible. En sus regresos al escenario nos dolía percibir el tormento por ese destino de

heredero que se empeñaba en augurarse a sí mismo y que no se cumplía. No importa

qué planes había a futuro, sin ninguna duda existía sabor de despedida en esas

actuaciones, clima de fin de curso escolar, cierre de época, suerte de cachondeo por el

amigo que dice adiós a la soltería, un descontrol de fin de año. Tal vez por eso, porque

se sentía el fin de la etapa, comenzaron a proliferar los souvenires. Estaban las

camisetas en código, cantidad de ellas, que para cualquier no entendido en el tema

lograban pasar desapercibidas pues sólo tenían un gran óvalo verde dibujado en el

pecho. Suficiente para saber entre pares de qué iba la cosa. Otras, menos sutiles,

reproducían alguna imagen parcial del Falcon Verde, de preferencia los faros

delanteros. Las remeras más explícitas llevaban impresa en el pecho la trompa del

Falcon Verde sobre la inscripción "por aquí pasó", y a la espalda la parte trasera del

vehículo con la leyenda "y desapareció". Según me explicara en esas noches un

138

muchacho que la llevaba puesta, el humor negro de esa camiseta estaba inspirado en

cierta propaganda televisiva de salchichas que se mantuvo algún tiempo en el aire, en la

que una suerte de investigador privado preguntaba por Superpancho y con todos los

consultados tenía diálogo cantado, algo como: "Por aquí pasó, se metió en un pancho

y... ¿Qué pasó? ¡Desapareció!" La humorada de cambiar implícitamente la palabra

“pancho” por “Falcon” no era la única que se mostraba en las camisetas, con el mismo

estilo siniestro algunos dibujaban el baúl cerrado mordiendo dedos que emergían desde

dentro. Otros lucían al cuello pañuelos camuflados en tono de verde con la silueta

legendaria y el nombre de la banda. También había quienes usaban auténticas

reproducciones a escalas del Falcon Verde, haciendo llaveros con los más pequeños, del

tamaño propio de los cochecitos de colección, y utilizando de pisapapeles o simples

adornos para estantes a otros modelos de mayor tamaño. Por noche dedicábamos buenos

ratos a firmar autógrafos en esos objetos.

Otra cosa que ocurría entre el público era la divulgación de chistes, que pasaban de boca

en boca mientras aguardaban el comienzo de las funciones. Proliferaban los chistes de

desaparecidos, demostrando una vez más que el humor no sabe de contenciones y

ratificando que drama más tiempo es igual a comedia.

Recuerdo el chiste de las momias, que decía más o menos así: Resulta que en 1976 los

peruanos encuentran tres momias, a las que sus arqueólogos investigan sin poder

averiguar nada. Interesado en saber de ellas, el gobierno peruano comienza a llevar las

momias a todos los grandes centros de investigación. Se recorre así todo el mundo sin

que ningún experto sea capaz de decir ni puta jota sobre ellas. Ya de última, tras casi

dos años peregrinando y por mera cortesía, cuando las momias iban de regreso hacen

139

escala en Argentina pidiéndose colaboración al gobierno militar. Videla se hace cargo

de las momias y por seis meses nada se conoce de sus paraderos. Finalmente el

gobierno peruano reclama le devuelvan sus momias. Entonces Videla las devuelve y

acompaña tres gruesos biblioratos en los que se informa acerca de esas momias sus

completos datos de filiación, domicilios, los nombres de sus amigos, las actividades que

realizaban, en fin, información exhaustiva y precisa de la sociedad incaica en que

vivieron las tres. Sorprendido el Presidente peruano se comunica con Videla para

agradecerle esos estudios, trasmitiéndole sus felicitaciones para los arqueólogos que

lograron tal prodigio, entonces Videla responde: "No, no. Ningún arqueólogo. Yo se las

mandé a los muchachos, y aunque al principio no querían hablar, después hablaron…

¡Y no había forma de callarlas!".

Ahora, lo increíble que es el humor, que luego de las risas, -porque aunque alguno

pretendiera salvar las apariencias diciendo la acotación políticamente correcta, tipo:

"¡Qué espanto!", todos reían- para adosarle todavía más carcajadas le daban otra vuelta

a la tuerca argumentando a modo de remate: "y fue en pago a ese favor que Argentina

pudo hacerle seis goles al Perú durante el Mundial del 78".

También estaba el cuentito navideño, según el cual Papá Noel murió en la Navidad del

76, mal año para que un rojo barbado anduviera saltando por las azoteas procurando

infiltrarse en los hogares argentinos.

Luego estaban los clásicos chistes de lo que un desaparecido le dijo al otro, pero esos ya

los sabéis todos, y yo no estoy acá para contarles chistes ni tengo gracia para hacerlo.

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La expectativa creada por el recital al aire libre de NN y los del Falcon Verde supo

hacerse notar más allá de los lindes encriptados de la patota, establecidos en la

clandestinidad de los shows. Ningún secreto dura por siempre si cada vez son más los

que lo saben. Como el río que suena, así llamó la atención la afluencia a talleres

mecánicos de vehículos Ford Falcon que buscaban ser remozados. Dos mas dos son

cuatro y se hizo evidente que la vida subrepticia del costado ignorado se andaba

sublevando. La curiosidad dio cuerpo a las preguntas y el entusiasmo, naturalmente

contagioso, relajó las consignas de códigos herméticos que habían caracterizado los

comienzos. Tarde o temprano debía pasar que la existencia del grupo llegara al

conocimiento de personas indeseables. Eso se notaba en la seguridad de los shows,

cuando se impedía el acceso a sujetos con aires provocadores que no encajaban en el

perfil de nuestro público ni atinaban acertar la contraseña para ingresar. En uno de esos

últimos shows apareció un grupete con toda la intención de armar gresca, pero el mismo

entusiasmo que atrajo el peligro hizo que se multiplicara en número de los nuestros; así

es que, al verse en muy marcada inferioridad numérica, debieron huir después de llevar

la peor parte en el intercambio de ostias.

Casualidad o no, también por esos días se conoció el curioso proyecto de ley de un

Diputado Nacional que habiendo sido montonero en su juventud, de esos a los que

Perón echó de la Plaza de Mayo por estúpidos e imberbes, con el correr de los años se

dejó crecer la barba pretendiendo demostrar que ya no era estúpido…, si es que me

entendéis.

Resulta que el legislador, prendido al negocio de los derechos humanos y subido a la ola

de conceder indemnizaciones por cualquier cosa que pueda atribuírsele a la dictadura

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militar que gobernó el país del 76 al 83, imaginó que era necesario suprimir de la vista

pública aquellos objetos que, por ser susceptibles de verse en ellos recuerdos de la

oscura e ignominiosa noche del autoritarismo, podían implicar la reivindicación

simbólica del Proceso de Reorganización Nacional y/o de la represión ilegal,

provocando una afectación severa sobre la sensibilidad de aquellas personas alcanzadas

por el accionar del aparato represivo al traerles recuerdos de persecución y muerte. Por

eso sugería llevar adelante una serie de dislates y entre ellos, muy especialmente,

confiscar la totalidad los automóviles modelos Ford Falcon existentes en la República

Argentina para que sean compactados de modo de asegurar que no vuelva "su figura

sombría y monstruosa a ser causa de temor rodando en las calles, porque el fin de la

impunidad también le debe caer a los instrumentos de la barbarie". Al tomar

trascendencia pública aquel proyecto de ley ocurrieron dos cosas, por un lado algunos

legisladores dijeron que el disparate era eso, un disparate, y que por ende no

prosperaría, por otra parte el precio de los Falcon aumentó considerablemente.

Siempre ocurre en la Argentina que algunos hacen negocio comprando a cinco lo que el

Estado paga por veinte, entonces especulaban adquiriendo a precio de chatarra aquellos

autos que se caían a pedazos y con los que harían diferencia cuando el Gobierno, como

a tantas otras cosas, los pagara por buenos. Así hasta que por la ley de la oferta y la

demanda el precio trepó a las nubes. Esos especuladores, después de haber invertido su

dinero, no iban a dejar que el proyecto quedase en nada, meterían presión hasta lograr

que fuera ley. Supe por Marcos que los miembros del Club del Falcon Verde estaban

dispuestos a no entregar sus legendarios, que llegado el caso los denunciarían como

robados manteniéndolos ocultos fuera de la rapacidad económica de los especuladores y

de la voracidad revanchista del zurdaje encumbrado, porque al margen de gustarles el

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auto como fierro en sí, consideraban a cada uno de ellos pequeños museos móviles de la

memoria, y al igual que los del otro lado no estaban ellos tampoco dispuestos a olvidar;

ni a perdonar.

- El kirchnerismo -me explicaba César- es un fraude en sí mismo, manteniendo la

misma anomia moral de los años de plomo se llena la boca reclamando verdad y

justicia mientras sus mentiras se amontonan. A ellos, que antes de ser derrotados

en la guerra fratricida presumieron de ser los más pesados de la cuadra, no les

basta con vestir la piel del cordero y al tergiversar los hechos llamarse “víctimas

del terrorismo de Estado” usufructuando el negocio de los derechos humanos.

Van por todo el pasado, por la completa mentira de un relato que se propone

borrar las ideas fundantes de la argentinidad. Necesitan un pueblo borrado, sin

memoria, amansado, incapaz de cualquier pensamiento crítico. Y lo triste del

asunto es que todo eso es para que en un capitalismo de amigos se llenen los

bolsillos. Igual que el mago, el arte está en el show, la distracción para que la

mano sea más rápida que la vista.

El Diputado en cuestión defendió su proyecto en un programa político, de esos que

abundan en las señales del cable. Nosotros vimos la repetición al otro día, mientras

merendábamos en una pausa de esos ensayos exigentes que imponía Antonio y de

los que ni yo me salvaba.

- ¿De qué carajo se ríe este pelotudo? -Protestó Marcos viendo en primer plano

esa sonrisa nerviosa que el Diputado no podía quitarse del rostro.

143

- No se ríe, es una mueca, una especie de parálisis facial -dijo Carlos entre

despreocupado y didáctico, antes de volver a concentrarse mojando en su café

con leche exquisitas medialunas de grasa.

- A este no lo quieren ni los que dice defender, lo consideran poca cosa, un

derramador de tinta que pretende haber sido lo que nunca fue -afirmó César muy

serio.

Se imaginarán que a mí, nada. Lo que dijera ese tío cagatintas o cualquier otro sudaca

me tenía sin cuidado. Mi única preocupación, de momento, era paladear las medialunas

cuyo deleitoso almíbar no se aflojaba por hundirlas en el tazón sino que, por el

contrario, potenciaba su sabor.

- Pongan otra cosa, loco, déjense de joder con estos programas de mierda, antes

que un programa político prefiero ver cualquier documental sobre la crianza del

gusano corredor de la isla de Cracatonia -pidió Diego, bastante harto, antes de

entrarle a su merienda.

- No me rompas las pelotas -dijo Marcos sin dejar de mirar al Diputado como si

quisiera sacarlo de la pantalla por las solapas para cagarlo a trompadas- Este hijo

de puta me quiere confiscar el Falcon, me lo quiere robar. ¡Cómo si no hubiera

otras cosas de qué ocuparse!

- ¿El gusano de qué? -Preguntó Agustín a punto de reírse.

- El gusano corredor de la isla de Cracatonia, es gordo como un pulgar y se come,

sabe a camarón.

- ¿En serio?

- En serio, es tan serio como el payaso ese ahí en la tele.

144

Los dos empezaron a reírse ignorando los chistidos de Marcos. La verdad es que yo

podía creerme eso del gusano corredor de Cracatonia, pero las medialunas estaban

tan buenas que seguía engullendo sin posibilidad de distraerme.

- Estos tipos me sacan de quicio -dijo Marcos aludiendo al diputado en el

televisor, y dirigiéndose a César cuestionó- ¿Cuánto se van a gastar en esta

pelotudez? ¿Y de dónde van a sacar la plata? ¿Del presupuesto del Hospital de

Niños?

- Es el viejo cuento de los derechos humanos -respondió César-, que no es otra

cosa que un artilugio para saquear las arcas del Estado. ¿Vos lo viste a este tipo,

o a cualquiera de las organizaciones de derechos humanos, levantar la voz

cuando un delincuente común tortura y mata a uno cualquiera de nosotros para

robarle 20 pesos? No. ¿Y sabes por qué no? Porque ahí no consiguen plata. Lo

único que les importa es demandar al Estado, y como ellos mismos están

enquistados en la estructura estatal es como que atienden los dos lados del

mostrador. Plata es lo único que los motiva, no importa cuantos disfraces le

pongan, toda su supuesta ideología se reduce a eso, un puñado de billetes.

- Si fuera sólo un puñado… -Acotó Marcos.

- Tenés razón, son varias carretillas. En cualquier caso, a estos tipos los

delincuentes y los terroristas les resultan funcionales, porque siempre que el

Estado reprima van a encontrar algo que objetar, algún pelo en el huevo,

cualquier cosa que sirva para indemnizar al pobre violento producto de la

injusticia social.

145

- Loco, esto está cada vez peor, ayer otra vez, mataron a un pibe para robarle las

zapatillas, además a dos pobres viejos se les metieron en la casa con el cuento

del tío los y los re-cagaron a trompadas para sacarles la plata de la jubilación.

- Pasa todos los días. Pero estos tipos creen que los derechos y garantías de la

Constitución son un escudo para los que hacen cagadas. Les funciona el kiosco

si del mismo modo que los psicólogos le echan el fardo a los padres ellos pueden

cargar de culpas a la sociedad.

- Pasará todos los días pero no me acostumbro, ni me quiero acostumbrar…

¡Matar por un par de zapatillas! ¿Pero cuánta mierda tenés que tener en la cabeza

para matar por eso?

- Si querés entender lo que está pasando tenés que leer el libro de Enzensberger

"Perspectivas de Guerra Civil", las cosas se ven con mayor claridad después de

leerlo, aunque no creo que el chabón haya pensado en Argentina cuando lo

escribió.

- Lo malo es que hasta el perro más manso se sacude las pulgas, y la próxima vez

que acá el perro se sacuda las pulgas, yo no sé lo que puede pasar.

- Puede pasar cualquier cosa, pero no creo que vaya a pasar nada. En la Argentina

cualquier cosa es posible, pero siempre es más cómodo no hacer nada. No

aprendemos, somos un país que no aprende, basta escuchar a este tipo para darse

cuenta que no aprendió nada. No se puede avanzar sin mirar para adelante, si

caminas mirando para atrás te vas a tropezar siempre. Escuchen -dijo con un

nuevo brillo en los ojos-, ahora está hablando de esto mismo, de la inseguridad

por los robos y los secuestros. Ninguno de nosotros pudo ver ayer este

programa, así que no sabemos lo que dijo: ¡Apuesto que antes de cinco minutos

le echa la culpa al Proceso!

146

- Diez pesos a que no -se jugó Diego.

- Corre el reloj -avisó Agustín pulsando el cronómetro del water resistence en su

muñeca.

- Le va a echar la culpa a los militares, pero después de los cinco minutos apuntó

Marcos.

- Oigan chavales -dije yo, asombrado por el tenor de la apuesta-, pero no deliren,

si hace eso que ustedes dicen, sería como decir en España que los carteristas

existen por culpa de Franco.

- ¿Y qué duda te cabe? -enfatizó Fernando riendo- diez pesos a que lo dice.

- Antes que pasen cinco minutos, Gallego -insistió César.

- ¡Pero vamos hombre!, si aquí los militares no gobiernan desde hace veinte

años...

- ¿Apostás o no, Rafi? -Me apuró César.

- Apuesto, pero esto no tiene mérito, diez pesos que sumo para no dejar pasar por

alto la oportunidad de ganar dinero fácil.

Aposté, y al momento, ¡me cago en ese comemierdas!, el muy pelmazo pone gesto de

esclarecido y así como si estuviera alcanzado por las luces de la historia vomita su

discurso prefabricado para cualquier ocasión en la que no sabe que puta jota decir. La

pregunta del periodista fue de estilo: "Dígame Diputado, ¿cómo se soluciona este

problema?", y el estúpido ahora barbado, al que le tiembla en la cara esa sonrisa

nerviosa, bien de gilipollas, arremete por el atajo de vuelta a los setenta diciendo que

"antes que pensar en las soluciones, hay que pensar en las causas, y la causa profunda

de la actual descomposición social está en las políticas implementadas a partir de 1976

por la ignominiosa dictadura militar de Videla, Massera y compañía, que sembró la

147

impunidad en la República Argentina como plafón indispensable para aplicar las

políticas económicas de Martínez de Hoz, que es lo que nos arrastró hasta el hondo bajo

fondo en el cual nos encontramos sumergidos hoy. Porque acá desapareció toda una

generación que estaba determinada a transformar el país y ese vacío, que dejaron los

30.000 compañeros masacrados, sin duda que significó un retroceso abismal en la

búsqueda de esa calidad institucional que hoy lamentamos no tener".

- ¡Já! ¡Ganó la banca! -Gritó César celebrando su cumplido pronóstico al tiempo

que chocaba una palma con Fernando.

- Siempre dicen lo mismo -concluyó Marcos pagando su deuda-, aunque no pensé

que lo iba a escupir tan rápido, -y sonriendo añadió- creí que demoraría dos o

tres minutos más.

- Después te pago -prometió Diego encogiéndose de hombros.

- Toma -dije oblando mi apuesta.

- Lo peor -abundó Fernando- es que dentro de diez años, o dentro de veinte, o

dentro de treinta, van a seguir usando el mismo libreto.

- Yo no sé si habrá país dentro de diez años, al paso que vamos... -dijo un sombrío

Agustín.

- No, país va a haber, pero va a seguir siendo la misma mierda que ahora

-pronosticó Fernando-, aunque un poco peor.

- Ayer hablé con mi hermano -contó Agustín mirando fijamente su mano amasar

migas de pan que había juntado de la mesa-, se va nomás.

- ¿No pudieron convencerlo? -Preguntó Marcos.

148

- No. Está la familia hecha mierda, y él también. No es fácil levantar todo e irse.

Se me puso a llorar por teléfono, y yo sé que va a extrañar un montón. Pero es

una decisión tomada y no hay vuelta atrás posible.

- ¿A Estados Unidos? -Quiso saber César.

- No, se podía ir para allá porque le ofrecieron laburo y no iba a tener historia con

el tema de los papeles, o sea que entraba por la puerta y no por la vía mexicana

de los coyotes de Juárez, pero es como yo, no le gustan los gringos. Se iba a ir

igual si no salía otra cosa, que sé yo, te adaptás. Como no era lo que quería

siguió averiguando, así dio con un compañero que se recibió con él y le ofreció

irse a España, es menos plata, pero por lo menos tenés el mismo idioma y la

gente es más parecida. Para mis viejos sigue siendo un drama.

- ¿Tu hermano se va a España? -Pregunté sorprendido.

- Sí.

- ¡Oye! ¡Pero qué suerte tiene!

Dije lo que me surgió. Alegremente y sin ninguna mala intención me fui de boca. Por

sus miradas cayendo sobre mí, por el súbito silencio y los puños apretados de Agustín,

comprendí que había metido la pata. De repente más que entre amigos me vi entre

sudacas resentidos. Abrí los ojos de par en par y pasé revista por sus caras serias

encontrando una peligrosa perplejidad. En verdad el momento se había puesto feo sin

que nadie lo quisiera, muy feo en verdad. Yo me sentí mal pues caí en la cuenta que les

dolía profundamente la decadencia de la Argentina, y mi comentario resultó hiriente.

¡Joder! Desde luego que lo que pasa con la Argentina es toda culpa de los argentinos,

pero aún así no era ninguna suerte que el hermano de Agustín debiera partir a mi tierra

para forjar su futuro. Eso lo comprendía, nomás me alegré porque yo mismo quería

149

volver a España. Estaba a punto de disculparme comenzando a decir palabras incluso

antes de pensarlas, o sea, listo a enredarme con una de esas explicaciones que nunca

terminan en buen puerto. Afortunadamente, para evitarme el mal trago, llegaron en mi

auxilio las gracias de Diego.

150

EL EMPERADOR DE LA PATAGONIA, ANTÁRTIDA, MARES AUSTRALES

Y TERRITORIOS A COLONIZAR DE LA LUNA

- Rafi -me dijo Diego-, si en vez de gaita fueras inglés ya estarías muerto por

decir lo que dijiste.

- Yo no... Vamos chavales, que se escuchó peor de lo que quise decir...

- No sé si es una suerte -expuso Agustín casi pensando en voz alta-, pero ojalá que

las cosas le vayan bien y pueda hacer lo que acá no puede. ¡La puta madre! No

tendría que ser así...

- No importa Gallego -me siguió diciendo Diego- yo te absuelvo de esa falta de

tacto en mi carácter de futuro Emperador de la Patagonia, Antártida, Mares

Australes con sus archipiélagos y Territorios a Colonizar de la Luna. Pero, como

todos mis súbditos deben saberlo, no aceptaré de tu parte nuevas faltas de tacto,

la próxima vez que incurras en falta semejante te caerá el castigo

correspondiente al ejercicio ilegal de la proctología.

Diego bromeaba dejando libre su histrionismo al ponerse de pie con la pose majestuosa

de un auténtico Rey. Liberaba esa facilidad nata de los actores de cuna, aquellos que sin

vestuario ni maquillaje, a fuerza del solo gesto y dominio corporal, asumen cualquier rol

con absoluta convicción. ¡Vamos!, que de haber estado a su lado, mi muy buen Rey

Don Juan Carlos hubiera pasado por un conde de cuarta, y ni hablar del esperpento ese

que algún día quizás se calce la corona de Inglaterra, aunque claro que no son

comparables, porque, no es que yo sea español, pero Don Juan Carlos es un Señor,

mientras que el otro es un bufonazo de fuste y argumento contra la monarquía en

cualquier parte del mundo. Como sea, compenetrado en su personaje Diego trepó a la

151

mesa cual si desde aquella posición elevada pudiera divisar la infinita extensión de sus

pretendidos dominios. La evidente intención era levantar el ánimo de Agustín. Fernando

lo comprendió de inmediato y le siguió el juego entusiastamente:

- ¡Sí! Su majestad, Sudamérica necesita una monarquía.

- Lo sé mi fiel súbdito, hoy toda mi fortaleza es la lealtad de mis vasallos, que son

pocos, es verdad, la mayoría internados en algún que otro neuropsiquiátrico,

pero el resto, que en realidad es un resto porque no suman ni equivocados, el

resto es lo que hay. ¡Qué se le va a hacer!

- ¡Venceremos su majestad!

- Empresas más chicas se han iniciado con más de lo que tenemos, y empresas

más grandes no se han intentado.

- ¡Brillante su majestad!

- Anótalo en el libro de las frases célebres.

- Sí, su majestad.

- Rápido antes que lo olvides...

- ¿Qué cosa su majestad?

- No importa, ya habrá tiempo de contar la historia, ahora es cuando la

protagonizaremos.

- ¡Díganos su plan majestad!

- ¡El plan! ¡El plan! ¡El plan! -Comenzaron a gritar todos los demás golpeando

palmas contra la mesa, haciéndome notar que no era la primera vez que ponían

aquel acto en escena, por lo que yo también me sumé al coro clamando- ¡El

plan! ¡El plan! ¡El plan!

152

- ¡Escuchad! -Ordenó acompañando la voz con el imperativo gesto de su diestra

dibujándose en el aire- Ocurrió una noche que el designio de la historia se hizo

estrella iluminando el camino de mis pasos por el valle de los sueños. Ascendía

la empinada cuesta sintiendo en mis piernas el esfuerzo, respirando el aire gélido

y sabiendo que nada es casualidad. Me pregunté qué secreto habría de revelarme

aquel misterioso halo de luz, y entonces, atravesando los portales de la duda,

justo allí donde el frío se confunde con la distancia, en medio de eternas nieves

apareció ante mí un austero trono de piedra. Sentado en él aguardaba, con sus

modestas ropas y el severo semblante de la nobleza reluciendo en sus facciones,

el fantasma de quien fuera en vida Don Orélie Antoine de Tounéns, mejor

conocido como Orelio Antonio I, Rey de Araucania y Patagonia.

- ¡Oooooh! -Exclamó demostrando sorpresa y admiración Fernando, quien de

inmediato y agitando sus manos nos exigió igual comportamiento- ¡Ustedes!

¡Conmuévanse bastardos!

- ¡Oooooooh! -Coreamos con ademanes de exageración siguiéndole la corriente.

- El Rey Orelio I -prosiguió Diego-, me examinó durante unos segundos, al cabo,

demostrando ser dueño de una inmensa sabiduría, sentenció que yo era el que

estaba esperando, y me dijo: "Aguardo tu llegada desde el penoso año de 1878”.

Diego hablaba asumiendo la personalidad del Rey de la Patagonia, casi a modo de

médium espiritista pronunciaba cada palabra con marcado afranchutamiento:

- “Ese fue el año en el que mi alma trascendió al cuerpo para mantener viva la

esperanza de mi pueblo. El tiempo ha pasado lentamente, y al fin, tú, estás aquí.

Percibo en tu rostro la dignidad de mi estirpe y comprendo que la espera no ha

153

sido en vano. Mi obra inconclusa será realizada, has de ser aquel cuya memoria

honren las futuras generaciones al pronunciar con orgullo tu nombre ¡Diego I, El

Continuador!". Escuché al Rey Orelio I con la serenidad de mi real carácter,

pues siempre supe que, aunque plebeyos mis padres, era mi sangre azul por

derecho divino, así es que asumiendo el compromiso con la causa del Rey de la

Patagonia, dije mi nuevo nombre mirándole a los ojos: Diego I, El Continuador,

Rey de Araucania y Patagonia.

- ¡Viva el Rey!

- ¡Viva!

- No. No se apresuren mis leales vasallos, pues en su afán de complacerme corren

riesgo de ofenderme. Alzando su mano el Rey Orelio I me hizo callar,

explicándome que: "Diego I El Continuador, no serás Rey sino Emperador de la

Patagonia, Antártida, Mares Australes con sus archipiélagos y Territorios a

Colonizar de la Luna”.

- ¡Viva el Emperador!

- ¡Viva!

- Y lejos de intimidarme por la envergadura del desafío acepté con gallardía la

imperial responsabilidad.

- ¡Valiente, mi Emperador!

- Antes de abandonar el valle de los sueños, el Rey Orelio I me advirtió sobre las

espinas en el tallo de la rosa: "Me han llamado loco, demente, excéntrico

aventurero, soberano orate de un reino de fantasía, y ninguna ofensa ha sido

mayor que esa de llamar a mis dominios 'reino de fantasía', prepárate, pues las

mismas agraviantes expresiones escucharás de boca de los necios antes de

materializar tu Imperio. ¡Más no temas, ni te amedrentes! Los mismos hombres

154

que te ataquen serán los impulsores de tus logros, ya que mi herencia no es sólo

una corona de hielo, es un plan; un plan que he meditado, corregido y repasado

por más de cien años".

- ¡El plan! ¡El plan! ¡El plan!

- Sí, mis leales vasallos, el Rey Orelio I me legó una visión estratégica y un plan.

Lo primero que haré será proclamar a los cuatro vientos que soy el legítimo

sucesor del Rey Orelio I, anunciando al mundo que se levanta a la faz de la tierra

un nuevo y magnífico imperio.

- ¡Brillante, majestad!

- No les parecerá brillante a ninguno de los escépticos que han de tomarme por

loco, y por eso mismo no advertirán que, al mofarse de mis aspiraciones

imperiales, estarán dando el primer paso que me conduzca al trono y la posesión

de mis dominios. Sus burlas extenderán mi fama, aún sin proponérselo

terminarán debatiendo las posibilidades de un imperio bajo mi mando, y cuando

las bromas se vuelvan insoportablemente hirientes, en el preciso instante en que

crean estar pisoteándome, justo entonces, haré mi segundo movimiento: emitiré

moneda.

- ¡Soberbio, majestad! -Continuaba adulándole Fernando.

- La unidad monetaria del imperio, en esta tierra acostumbrada a una corrupción

que cuando moderada imponía sobornos del diez por ciento, será el Dieguez.

- ¡Dieguez! Dieguez suena bien, majestad.

- A todos se nos hace familiar, su alteza imperial.

- Mi bello rostro estará en cada billete y en cada moneda, por supuesto han de

reírse, pero el mismo juego que les proporciona las risas, les llevará a querer

tener alguno de esos billetes o monedas. Por burlarme me pondrán a la moda, y

155

como he de ser prudente en la cantidad de dieguez emitidos, pronto el Dieguez

cotizará por encima del peso.

- ¡Genial, majestad! ¡Genio y figura de la cuna a la sepultura!

- El dinero fuerte es mejor que los cañones. Y si doro correctamente la píldora que

quieren tragar, quedarán a mi merced sin chance de escapar. Cuando todos

quieran tener dieguez, los economistas del Gobierno advertirán la seriedad de

mis propósitos, declararán al Dieguez instrumento ilegal, y entonces, más que

nunca, querrá el vulgo y la burguesía atesorar la moneda imperial para ahorrar

en dieguez. En mi tercera movida, emitiré lo suficiente para desatar una crisis

financiera que ponga al Banco Central en apuros. Ellos solos harán que la crisis

se agrave y será ese el momento de alentar ideas de secesión.

- ¡Maquiavélico, majestad!

- La crisis financiera desatará los nudos de otros conflictos, será el caos, con toda

la izquierda en la calle alentando ideas de revolución, rompiendo cuanto puedan

romper, hasta que la anarquía se torne insoportable. Cuando peor mejor, han de

decir los zurdos destrozando lo que encuentren a su paso, pero voces sensatas

harán hacer notar que existe un Emperador sin trono, con moneda fuerte y

capacidad de imponer orden y progreso por la razón antes que la fuerza, pero sin

desdeñar alguno que otro garrotazo. Los patagónicos, en especial los nacidos y

criados, traicionados por los suyos desde el gobierno, dirán, por saberlo, que no

importa quien Gobierne en Buenos Aires porque cualquiera que entra a la Casa

Rosada no mira más allá de la General Paz, así surgirá nuevamente el Reino de

la Patagonia como respuesta a la deficiencia del sistema.

- ¡Estaremos a tu lado, majestad!

156

- Estarán donde yo les diga que deben estar; y sumida en su propia impotencia la

República no se atreverá a desafiar al nuevo Estado: mi Imperio. Argentina, más

temprano que tarde volverá a partirse en muchos pedazos, y uno a uno los

iremos reconquistando, hasta que todos vuelvan a estar unificados bajo mi

mando.

- ¡Que visión tan poderosa, mi Emperador!

- Luego será el tiempo de la expansión, capturaremos Chile y cubiertas las

espaldas recuperaremos los archipiélagos australes, poblaremos la Antártida y

nos lanzaremos a la colonización de la Luna.

- ¡Brillante Majestad! Soberbio, visionario y audaz. ¡Viva Diego I El

Continuador!

- ¡Viva!

- Gracias mis leales adulones. Pero ahora todavía no es cuando, otros asuntos más

urgentes requieren mi tiempo.

- ¿Y qué asuntos son esos, majestad?

- ¡Ir al baño!

Nuestro Emperador saltó por encima de mi cabeza y aterrizando con gracia se dirigió,

en veloz carrera, a entronizar sus reales aunque flacas posaderas sobre el sitial sagrado

de las igualdades humanas. Sus delirios fueron festejados con risas y comentarios

jocosos. Las humoradas finalizaron cuando Antonio dijo:

- Sí, muy gracioso el personaje de su majestad Diego I, pero la atemorizante

verdad es que estamos en Argentina, país impredecible…

- ¿Monarquía en la Argentina? Imposible -afirmó Carlos.

157

- ¿Qué no? Carlos, esto viene tan desbarajustado que ese que está cagando puede

terminar sentado en el Sillón de Rivadavia con una corona en la cabeza –insistió

Diego.

- Tampoco es para tanto, yo no sé cómo mierda se arregla esto, pero una

monarquía es imposible, no va con nuestra forma de ser.

- Bueno, si el gobierno va a ser por nuestra idiosincrasia, lo mejor es no tener

gobierno -dijo Agustín- y asumir que la única ley es la ley del gallinero, donde

el que está arriba caga al que está abajo.

- Eso es otra boludez, porque no somos así -dijo Femando con fastidio- la

solidaridad...

- ¡No me vengas con ese cuento de la solidaridad! -Interrumpió Agustín- Acá la

solidaridad es un lavado de conciencia que se hace con cada inundación grande;

en el día a día, en las cosas cotidianas este es un país de cagadores donde a nadie

le importa un carajo del otro.

- ¡No es así! No es así -se mantuvo Fernando-, el problema de nuestro país es la

falta de organización, en donde se organice un poco...

- Desde 1810 que esto no se organiza, Negro -volvió a interrumpir Agustín- ¿Y

por qué te crees que no se organiza? Porque acá a todo el mundo le importa un

carajo.

- Si fuera como vos decís hubiéramos dejado de ser un país hace mucho tiempo,

pero seguimos siendo un país, desbolados y en la lona, sí, pero seguimos siendo.

- Que dure es tan irracional como su propia existencia. ¿Sabes por qué? Porque

Argentina es un amor enfermizo, y los amores enfermizos no llegan a ningún

lado, pueden dar algún que otro momento de gozo, pero lo único constante es el

dolor.

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- Che, Agustín: ¿Estás hablando del país o de David y La Rusa? -Preguntó Carlos

para las risas de todos.

Un chiste siguió a otro, por una suerte de acuerdo tácito se esforzaban en evitar volver a

las cuestiones de fondo que habían empezado a discutir. Sin embargo la espina estaba

incrustada tan dolorosamente bajo piel que todas las vueltas de sus humoradas

terminaban por colocar la charla al filo cortante del futuro argentino. Yo callaba; desde

luego, mi condición de extranjero me obligaba a mantener un respetuoso bajo perfil,

incluso ante sus bromas procuraba sonreír en lugar de reír. Extrañamente, otro que se

mantenía en silencio era César. Y no era sólo el silencio, sino esa expresión

indescifrable en el rostro, en la mirada, en sus ojos de líder. Quise saber qué es lo que

esos ojos avizoraban en el horizonte.

- César, ¿tú qué piensas de todo esto?

Seguro no esperaba mi pregunta, aunque quizás la deseaba de modo inconsciente.

Apenas alzó una ceja, y bastó ese gesto tan elemental, un reflejo nervioso, para llenar el

ambiente de tensa expectativa. Quedaba en claro que hasta allí llegaban las bromas.

Todos queríamos escucharle, pero lo significativo, lo importante, es que César mismo

quería escucharse. Iba a pensar en voz alta esas cosas que, al menos frente a quienes le

acompañábamos, venía murmurándose mentalmente.

- Los delirios del Emperador son sueños de grandeza que nuestro país ya no

sueña. Y es una pena, porque de toda esa visión imperial de nuestro Diego I, lo

único que se me hace cierto es el futuro de fragmentación. Alguna vez creí,

159

pensé y sentí, que la Patria Argentina formaba una sola e indivisible unidad

territorial, hasta me molestaba la idea de las provincias como divisiones políticas

del país. Una sola Argentina, esa era la meta a seguir, y cualquier secesionista

me parecía un traidor, pero ya no creo, no siento, ni pienso de esa manera. La

Argentina fue un bello sueño y hoy es una pesadilla. Todo el mundo acá está tan

equivocado que todos creen tener razón, y se escuchan disparates que hacen

imposible cualquier discusión fructífera. Cuando no hay coincidencia respecto al

pasado, ni al presente, no tiene sentido buscarlas en el futuro, sencillamente no

quedan ganas de seguir juntos.

Hizo silencio mirando algún punto en la mesa. Vacilante entre permanecer mudo o

seguir hablando, César prolongaba la pausa dándole al momento clima de confesión.

- Ustedes son mis amigos, pero no saben todo de mí. En lo peor de la crisis estuve

a punto de irme del país. Pude haberme ido, y al final no lo hice. Yo no quiero

ser extranjero, yo quiero vivir en mí país. El problema y el peligro es que soy un

patriota desencantado, sé que éste ya no será jamás mi país. Un día muy cercano

voy a cantar el Himno por última vez, y no volveré a decirme argentino por el

resto de mi vida.

Sus palabras sonaban amenazantes, presagio de alguna quijotada, y venían con tan

sincera seguridad que me ponía los pelos de punta. Aquello del patriota desencantado

parecía un grito desesperado, pero dicho con tal aplomo que esa convicción al mismo

tiempo de dolorida serena me provocó miedo. Palabras eran de las que no vienen solas,

160

escondían algo. Y algo que se moría por contarnos, o peor aún, algo que se moría por

ejecutar.

- Todo se discute y nada se termina haciendo. Ven fantasmas de autoritarismo

arcaico en cada cuestión a la que se intenta poner orden, y se dejan corromper

por nuevas formas de autoritarismo, así es como esto es una joda intrascendente

que no tiene fin. Entonces a uno le empieza a trabajar la cabeza, y como no me

quiero ir pero me voy dando cuenta que ya se tornó inviable, lo mejor es agarrar

un poco de tierra y ponerle encima, para defenderla con uñas y dientes, todos

esos ideales que nadie recuerda: libertad, igualdad y fraternidad; hacer de un

pedacito de la Argentina una Argentina auténtica donde decirse patriota tenga

sentido. No. Ya no creo que la secesión sea traición. Acá el mal ya ganó, se

camina por la calle aceptando que es normal ver mil y una formas de mendigar.

A nadie le inquieta que haya miles reducidos a condición de subhumanos

hurgando en cuclillas entre los desperdicios, igual que monos desplazados de la

selva, despanzurrando bolsas de basura en busca de algo comestible que les sirva

de sustento. Ni se inmutan cuando pasan chiquitos con la nariz metida en una

bolsa de pegamento. No. El país que soñaron todos esos tipos que son nombres

de calles y pueblos, ese país, está muerto. Y no hay forma de poder resucitarlo.

La pobreza contiene esperanzas que la miseria ni contempla, y un país donde

hay miseria es un país miserable. Cuando la miseria se vuelve parte del paisaje

cotidiano todos nos envilecemos, nos volvemos cangrejos en la olla y de la olla

no se sale aunque trepes hundiendo a todos tus congéneres.

161

En los ojos de César y sin caer asomaban lágrimas, profundas lágrimas, de la clase que

destila el alma. Con los labios temblando apretó los párpados lanzando un chistido de

molestia al girar pudorosamente la cabeza. Así ladeado, manteniendo parcialmente

oculto el rostro, alzó la palma de la diestra pidiendo tiempo y en seguida, ya

recomponiéndose, dijo:

- Perdonen. No quería ponerme así.

Me sentí arrojado al fondo de un profundo pozo, escuchando el silencio más desolador

que puedan imaginar. Se prolongó el mutis sin que a nadie se le ocurriera palabra que

decir, y en las caras de mis compañeros afloraba una soledad árida que... ¿Qué decirles?

Pues nada podría decirles. ¡Coño! Vaya momento feo que fue ese. Parecía la eternidad,

la muerte de los relojes o la agonía del coma. Así hasta que Antonio se levantó de su

silla con suavidad de modales que ni una niña, y en tono de película trágica, cual si

fuera el héroe que se yergue sobre los escombros para iniciar el milagro de la

reconstrucción, casi figurándose estampa bíblica de Arcángel, decir las únicas palabras

que podían decirse.

- Todos a ensayar.

162

NADA DUELE

Uno tras otros fuimos yendo a la sala con pasos extraños. César entró de último.

Estuvieron largo rato improvisando, mejor dicho, exorcizando los malos espíritus. Allí

terminó de definirse la canción que titularon "Nada duele", la cantaba César mientras

creaba la letra y después Agustín para precisar los tonos.

¿Cuánto dolor es capaz de aguantar

este mundo y vos y yo?

Me lo pregunto una y otra vez.

¿Cuánto dolor soy capaz de ignorar?

¿O es que no tengo nada bajo la piel?

¿Serás capaz de mirar?

Abrir los ojos y ver

que hay nuevos horrores

muchos más que ayer.

¿Cuánto dolor, antes de explotar

este mundo y vos y yo?

¡No quiero acostumbrarme!

Y me empieza a molestar

el que todo sea igual,

porque aquello que yo soñé

no me resigno a que no será

ni puedo quedarme en esperar

163

no tengo huevos para empollar

¡Hay que jugársela de una vez!

Crucemos la llanura,

la crispada llanura,

no son molinos de viento

contra lo que hemos de arremeter.

La lucha ha de ser bien dura

sin tiempo para los lamentos.

¡Todo por ganar y nada por perder!

Crucemos la llanura

la crispada llanura

no son molinos de viento

contra lo que hemos de arremeter:

¡Todo por ganar y nada por perder!

- Me gusta, pero no termino de entender eso de "crucemos la llanura, la crispada

llanura" –dijo Fernando.

- Es en sentido figurado -respondió César.

- ¿Qué significa? -Preguntó Fernando.

- Cruzar la llanura crispada es salir de la chatura ¿no cierto? -Especuló Diego.

- Sí, algo así -respondió César enigmático.

Sabríamos luego, bastante más tarde, el verdadero sentido de aquella frase. Claro, digo,

vosotros ahora, que ya conocéis el final de la historia, pensaréis que debí haber notado

164

otras señales. Pues no, si las hubo no las registré. Por supuesto que visto desde el final

es más fácil explicarlo, pero en medio de las cosas… ¡Vamos! Las cosas se veían de

otra manera.

El último show bajo techo nos encontró extenuados. Esa noche había sido un verdadero

raid contra reloj, en cada presentación pesaba el cansancio acumulado pero, por

increíble que parezca, en lugar de andar dando palos de ciego las cosas salían perfectas

hasta en los más mínimos detalles. Sentía que las ojeras le pesaban a mi cara, sin

embargo bastó subir el auto al escenario y escuchar rugir al motor del Legendario que

cuando sus puertas se abrieron, fue lo mismo que haber renacido para morir esa noche.

Estábamos frescos, alegres y dispuestos a dejar la vida. Es que al ser el último show nos

sentíamos liberados, capaces de soltar toda la energía sin guardarnos reserva ninguna.

¡Que nos juntaran luego con las cucharitas del postre! Había el doble de gente fuera,

coreando nuestras canciones en la calle, que dentro del lugar. ¡Válgame Dios! Aquella

caravana de Falcon que nos había ido siguiendo de show en show no paraba de crecer.

Todos querían estar ahí, en ese galpón abandonado del ferrocarril, y entonces, ante

semejante muestra de devoción, recibiendo el flujo mágico de ese fervor, ¿cómo no

íbamos a sentirnos plenos de euforia? Ninguna canción quedó fuera del programa. Me

percaté del crecimiento interpretativo de los muchachos al verlos gesticular y

desplazarse por el escenario. Sus movimientos habían adquirido tanta teatralidad que

llenaban la vista con todos los clichés de las bandas de rock, y lo hacían a su estilo, con

personalidad. Desde luego Antonio hizo su salto al público en la enfermiza búsqueda de

Charly, lo que fue celebrado por todos menos, claro, los demás integrantes de la banda

que notábamos el dolor y la decepción que esmerilaba sus ojos al volver al escenario

flotando sobre las manos de los fanáticos. Tal vez allí amagamos caer en la

165

consternación, porque en ese regreso en particular del Vietnamita, tras pararse sobre las

tablas, cabizbajo, el pecho hundido entre los hombros, los brazos inertes a los costados

y las rodillas un tanto flexionadas, nos dio por creer que allí colapsaría, que finalmente

el agobio por ese destino que procuraba alcanzar vanamente lo iba a liquidar. Y no,

mientras la multitud gritaba: "¡Viet-na-mita! ¡Viet-na-mita!" enderezó sus pasos al

piano y sencillamente siguió tocando. No sólo eso, sino que a partir de ese punto el

show comenzó a vibrar con intensidad sobrenatural, si cada presentación resultó

inolvidable, créanme, ésta en particular fue por lejos la más ardiente. Las luces haciendo

brillar el sudor, la forma en que la banda se agigantaba al calor del público con su marea

rítmica cantando aquello de:"¡Larga vida al Falcon Verde, / las leyendas nunca

mueren!" ¡Mi Dios! ¡Era glorioso! Ya cerca del final, seguramente otra de esas señales

que no vi Agustín cantó, acompañado por César, "Arriba los ángeles caídos".

166

ARRIBA LOS ANGELES CAÍDOS

Las promesas de la mañana

agonizan por la tarde

y se mueren cada noche.

Siempre empieza así.

Hasta que ya no hay mañana

ni quedan promesas,

entonces se espesa la sangre,

los ángeles pliegan las alas

y caen, donde las serpientes

arrancan sus almas.

La salida del infierno

no será un lindo sendero

hasta un arco hecho de rosas.

La salida del infierno

es andar sobre los miedos,

dejar uñas en las piedras,

hacer puertas en los muros

y no tener más consuelo

que el sentirse con vida, todavía.

167

Puedes quedarte adorando al diablo,

combustiendo al fuego que todo lo quema.

Puedes lamer las brasas calientes,

puedes jurarle que serás obediente,

combustiendo al fuego que todo lo quema.

Puedes comprar un poco de su piedad,

después de arrastrarte y suplicar,

combustiendo al fuego que todo lo quema.

¿Pero eso es realmente lo que vos querés?

¿Un esclavo es realmente lo que sos?

¡No!

Vos sabes que no.

¡No!

. Vos sabes que no.

¡No!

Vos sabes que no.

Ya no seremos ángeles ni demonios,

sólo hombres y mujeres con los pies en la tierra.

Con una bandera y unas cuentas ideas

que defender con valores en la paz o en la guerra.

Arriba los ángeles caídos.

¡Con la cabeza bien alta!

168

Que no estamos vencidos,

ya es tiempo de marchar

No será fácil, yo lo sé.

No será fácil, vos sabés.

Pero llevamos en nuestros genes

ese grito, de ¡Libertad!

Esta canción estaba anunciando nítidamente de qué iba la cosa, pero uno interpretaba

que era cierta especie de llamado a bajarse del ego de los argentinos, ese al que se suben

para saltar cuando quieren suicidarse, pues ya sabéis que el mejor negocio que puede

hacerse es comprar un argentino por lo que realmente vale y lograr venderlo por lo que

dice que vale. A mí se me ocurría que "Arriba los ángeles caídos'', era eso, un llamado a

la cordura, a reconocer la realidad argentina y poner los pies en la tierra. Nunca lo

entendí de otra manera.

169

LOS OJOS DE MI AMIGO

Después del final llegaron los bises. La banda estaba esa noche para entregar el alma, y

la yapa -como le dicen- fueron tres temas lentos. Agustín se hizo de una guitarra para

cantar "Los ojos de mi amigo", justo cuando David y la Rusa discutían al costado del

escenario. La Rusa pedía perdón aunque David se mantenía firme en no volver con ella.

Me supongo que para ayudar a David a no doblegarse frente a la Rusa hubiera sido

mejor otro tipo de música, aunque en el fondo cualquier excusa le hubiera servido para

dejarse caer a sus pies. Las cuerdas dieron preludio a la canción, romántica y triste,

capaz de hacer flaquear al más duro. Para el momento en que Agustín susurró la

primera frase, David ya estaba al borde de la rendición.

A la distancia,

siempre a la distancia,

se pueden ver las cosas

sin pena ni jactancia.

Eran los ojos de mi, amigo

el espejo de los míos,

la sonrisa una mueca

y la risa un olvido.

No éramos así,

antes de la guerra

solíamos reír.

No hubo barcos ni aviones,

170

ni tanques ni trenes,

ni siquiera camiones,

que nos lleven al frente.

Sólo un mirar diferente,

igual que la farolera

desde la puerta de salida

andar por la vereda

era jugarse la vida,

sin saber cuáles eran,

así a simple vista,

las líneas enemigas.

Nunca fue la misma vida,

aunque lo parecía.

No era una extraña geografía

y aprendí a ver las cosas

como escenografías

donde las calles no eran

las de todos los días.

Así nos volvimos grises

del color del asfalto

hasta ser invisibles

buena tropa de asalto

silenciosos, letales,

171

pasos imperceptibles.

No éramos así,

antes de la guerra

solíamos reír.

Y pasó el tren de las seis,

que no era el de las seis,

pero pasó justo a las seis.

Un solo asiento vacío

que ocupó mi amigo

con el cansancio de volver,

y justo frente a él

en un suéter mullido

la chica de ojos verdes

tiritaba de frío.

Él se quedó mirando esos ojos.

Ella era dura, y patoteó un: "¿Qué miras?"

Él respondió: "En tus ojos el mar",

ella no pudo evitar el rubor.

Bastó una simple galantería

para tirarle abajo la estantería.

Me lo contó esa noche a las tres,

que ella bajó en la segunda estación

172

y que al caminar, sobre el fin del andén

le dejó una sonrisa al paso del tren.

Y me dijo:

"Quizás la vuelva a ver

si lo engancho otra vez

a ese tren de las seis

que no es de las seis".

La orden de entrar

fue después de las cinco

pateamos la puerta

y se empezó a disparar.

Fuego para acá,

fuego para allá.

Entre todas las balas,

en el patio del medio,

hay dos que no tiran,

dos que sólo se miran

y les pesan las armas

mudas, calladas.

No encontraron palabras,

ni el tiempo,

mientras la sangre brotaba

apenas esa mirada

aún cayendo de espaldas.

173

Cuando todo pasó,

cuando el silencio volvió,

eran justo las seis

y allá lejos pasaba

ese tren de las seis

que no era el de las seis

pero pasaba otra vez

justo a las seis.

Los dos cuerpos tendidos

un mismo charco de sangre

para dos enemigos

-y hasta para la muerte-

por un rato la guerra

no tuvo sentido,

con el mar llenando,

verde y extenso,

los ojos de mi amigo.

Podrán decirme que soy un sentimental, pero el final de esa canción me pilla siempre

con lágrimas cayendo de los ojos. Tal vez por eso suspiré cuando vi a David y la Rusa

besarse con desesperación enroscándose brazos y piernas entre los bártulos de los

plomos a un lado del escenario. Así tal cual ellos se abrazaban, con frenesí de "ahora,

antes que nos lleve la muerte", así mismo quería yo abrazar a mi mujer. Mi mujer. Mi

174

pobre amada cuidando de mis pantuflas, aferrándose a ellas con la esperanza del

retorno. Lacerada mi alma de sólo pensar cuánto dolor le había ocasionado, sentía el

impulso de atravesar el océano a nado y apretarla fuertemente contra el pecho, dentro

del cual el corazón latía repitiendo sin cesar que a cada momento la amaba más. El

propio corazón con su sonido le haría entender, mejor que cualquier palabrerío que

pudiera intentar yo, la sincera redención del amor superando la prueba cruel de la

distancia.

Los tres lentos de los bises no bastaron para aquietar al público. La Patota del Falcon

Verde reclamaba una más. Para entonces éramos todo sudor, cansancio y afonía. David,

ya porque tenía ganas de irse rápido con La Rusa, ya porque aún en medio del

apasionamiento mantenía conciencia del deber, ordenó apagar todas las luces. La total

oscuridad no aplacó a La Patota, al contrario. En segundos el repentino oscurecimiento

se deshizo por la lumbre de los encendedores y teléfonos puestos en alto, que

describiendo oleadas acompañaban el movimiento al cantar de los que querían seguir la

fiesta: "¡Arriba Falcon Verde!, / esta la que salta es tu patota, / la que te sigue siempre a

todas partes, / la que te pone el hombro y el aguante, / el aguante". Fue Agustín, ya

medio ronco, el que decidido a dar por esa noche el plus de una última demostración de

gratitud a La Patota, eligió para ello "En la plaza", un medio blues movidito con

introducción a mi cargo.

175

EN LA PLAZA

- Se agotaron las pilas -dije, y La Patota rugió que no-, pero con vuestra energía

no hacen falta pilas -añadí, haciéndoles comprender que se venía otra, la del

final final, con lo que me regalaron una ovación-. Ya no escucho a los Guns &

Roses, ni a los Rolling Stones, los Beatles nunca me gustaron, y aunque en la

calle haya silencio, mi bota vieja y gastada, no deja de puntear el ritmo...

Mis botas son viejas,

viejas y gastadas

pero están bien puestas.

Y siempre me llevan.

¡Nunca me dejan!

Aunque a veces necesiten descansar.

¡Huy! Me senté en la plaza

a ver que pasaba

y no pasaba nada,

nada pasaba,

sólo un gato hambriento

corriendo palomas,

y un pibe jugando

a que era Maradona.

Y no pasaba nada,

176

nada pasaba.

Yo nada esperaba

ni desesperaba,

solo me hamacaba

con las piernas cruzadas

hasta que la tarde

puso al sol en sangre,

prendieron las luces

y el gato cenaba.

Yo seguí la marcha

con mis botas viejas.

¡Viejas y gastadas!

Pero tan bien puestas,

que siempre me llevan.

Siempre me llevan.

Siempre me llevan.

Siempre me llevan.

¡Siempre me llevan!

Y eso, amiguetes, fue todo el show por esa noche.

177

MI SOLEDAD

Abandonar el escenario con el atronador sonido de la aclamación infinita nos llevó un

buen rato. Empapados de sudor los músicos saludaron al público y se desmoronaron

junto al Falcon Verde. Ni siquiera me metieron al baúl. "Hoy zafaste, Chirolita", me

dijo Diego. Imaginen que si yo, que aunque importante para la banda no era de los que

cargaba con el peso físico de la puesta en escena, me sentía sobrepasado por el

cansancio: el resto de los muchachos quedaron para morirse ahí mismo. El público se

fue yendo con la lentitud del extasiado, amagando a regresar por un poquito más y sin

dejar de volver la vista atrás. ¿Una misa ricotera? Eso no es nada. ¿Woodstock? ¡Joder!

Un montón de sucios hippies revolviéndose en la mierda y nada más que eso. ¿Acaso un

recital de los Rolling Stones? ¡Cómo no! ¿Qué pasó con eso de vive rápido y muere

joven? Una sarta de mentirosos los vejetes con Jagger a la cabeza. ¿Qué me dices? Que

Pink Floyd te ha hecho sentir un ladrillo en la pared… ¡Pues habrá sido que estarías

fumado y te apretaban los calzoncillos! No chavales, si no lo han visto no han visto

nada, porque un "apriete" de los del Falcon Verde -que es el modo en que los fanáticos

llaman a sus recitales-, es una experiencia única, inolvidable e irrepetible. Con NN y los

del Falcon Verde no podéis decir aquello de que has visto uno y has visto todos. Todos

los aprietes han sido distintos, únicos, inolvidables e irrepetibles. Y no es redundancia

¿eh?, sino la pura verdad. Antonio era por lejos el que se veía peor, lo que había en él

no consistía en mero cansancio físico, ni agotamiento mental. Su espíritu estaba hecho

escombros, una porquería. "No vino, nunca vino", se lamentaba sin atinar a beber de la

botella con agua que sostenía en sus manos. Nadie lo consolaba, no por falta de

solidaridad, sino que ninguno allí podía con sus huesos, menos todavía con el alma de

ese loco. ¿Y qué consuelo podía brindársele? "Oye tío, lo tuyo con Charly García es

178

demencia… ¡A ver si espabilas!” Con la marcha que me traía encima eso era lo único

que me hubiera surgido decirle y para nada. Así que cerré la boca y miré en cualquier

otra dirección. La Rusa se acurrucaba bajo el brazo de David. ¡Haberla visto a la

tigresa! De momento se derretía en dulzura y parecía una gatita mimosa ronroneando

entre las piernas del amo. David urgía a todo el mundo tirando del forro de los cojones

para irse a encamar con su espejismo. ¡Ya apostaba yo que en la mañana volvería ella a

mostrar las garras! "Fóllatela bien, que esta noche es la más complaciente pero cuando

salga el sol acaba el encantamiento, los caballos serán ratones, la carroza un zapallo y tu

cenicienta una arpía del bosque petrificado", pensé decirle a nuestro manager viendo las

mariposas que salían por sus ojitos. Era fútil arruinar su momento, al cabo que las

mariposas mueren solas en veinticuatro horas. Además lo mío era envidia, y de la más

agria. Volví a desviar la vista. Agustín se cambió de ropas ahí mismo y tomaba té

caliente con miel. A cada uno que le hablaba le respondía jugando al oficio mudo,

apenas un movimiento de cabeza por sí o por no. Cuando se ponía así de cuidadoso con

sus cuerdas vocales le salía de adentro la marica histérica con chalina al cuello. César y

Marcos estaban dentro del auto planeando algo, me supuse que la vuelta a la quinta.

Eran los únicos que parecían seguir exigiéndose y me resultó extraña la preocupación en

sus rostros. Giré de nuevo la cabeza y estaba Carlos con su esposa, más allá dos mujeres

sobre las que revoloteaban Diego y Fernando. Esos dos estaban moribundos, pero

habiendo hembras de por medio eran auténticos gavilanes. No me quedaba nada que

seguir mirando y no tenía ganas de hacerme el trayecto hasta la quinta, ni de conversar

con nadie. Me sentí solo. Solo de verdad. "Me voy a dormir en algún hotel", le di aviso

a Agustín sin esperar por su respuesta de dígalo con mímica. Empecé a irme y cerca de

la puerta una maja guapa de cabello negro, largo y enrulado, me hace la lata de lo

mucho que le ha gustado el show y mi voz. Le agradezco el cumplido y cuando voy a

179

seguir caminando se me cuelga del cuello violentando mis labios con la sopapa de los

suyos. ¡Menudo espanto el que se llevó esa muchacha! Le habrá resultado que besaba a

un muerto, y de seguro que con esa actitud de llevar la iniciativa no estaría

acostumbrada a que la rechacen. Quizás ahora me pueda sonreír al recordarlo, pero en

ese momento me molestó muchísimo, la miré sin ninguna otra reacción de mi parte y

mientras ella se apartaba consternada le dije antes de retomar los pasos hacia la salida:

"Ya tengo mujer, y me está esperando".

Pisé la vereda y con la tranquilidad de tener dinero en el bolsillo detuve al taxi, esta vez

no le pregunté yo a qué hotel podía ir sino que le indiqué claramente a qué hotel de

primera debía llevarme. Ya no era quien era cuando pisé Buenos Aires por primera vez.

Me sonreí al comparar la habitación del hotel con aquella pocilga pulguienta de los

peruanos. No, ya no era el mismo, veía las cosas con renovada claridad. Lo sé, lo sé…

¡Vale! Tampoco era el mismo ese dolor que atravesaba mi corazón. Ambos habíamos

cambiado. Mi dolor y yo compartíamos la angustiosa serenidad respecto al porvenir.

Giré los grifos poniendo a llenar la bañera. Guardé el dinero en el cajoncillo de la mesa

de luz, me despojé de las ropas y pedí servicio de habitación para que las llevaran a

lavar. Apestaban a sudor de noche y adrenalina de rock and roll, prenda por prenda las

hubiera botado por la ventana de no ser que eran la única ropa que traía. La fui pateando

hasta amontonarla toda a un paso de la puerta y sin esperar la llegada de la mucama o el

valet, quien coño fuera, acomodé mi cuerpo en el agua encendiendo el hidromasaje.

El cansancio, el vapor, el ruido del hidro, el masaje en la espalda, todo eso me

provocaba respirar por la boca, aflojarme y dejarme vencer por la pesadez de los

párpados. Apenas escuche entrar y salir a quien recogió mis ropas. Cuando cerró la

180

puerta me relajé del todo al saberme dueño de mi intimidad. Dormitaba dejando caer la

cabeza hacia adelante, despertaba de a ratos, fugazmente, alzando la testa al tiempo que

entreabría los ojos. Hacía descansar la nuca al borde de la tina, y de algún modo volvía

a descubrirme con el mentón adherido al esternón. Aquello no era exactamente dormir,

ni descansar, mantenía una vaga conciencia de mi condición. Lo más preciso que se me

ocurre para definir mi estado es decir que agonizaba en el umbral de Morfeo. Allí donde

bostezas hasta que la mandíbula amenaza desencajarse y los sueños se impacientan.

Claro que sí. No esperan por la almohada y se disfrazan de visiones. Tal vez fue al

cerrar los ojos, tal vez creí verla a través del vapor. Mi amada estaba allí, conmigo. Y yo

sabía que no era real, al menos al principio me pareció obvio que la estaba imaginando.

La recordaba tan bella cual la vi esa tarde en que nos metimos al sauna luego de haber

nadado en la piscina, la cara mojada por el sudor brotándole en cada poro de la piel, las

pestañas largas y esos ojos que al mirar me declaraban su amor. Las piedras candentes

se estremecían volviendo vapor el contenido derramado por el cucharón. Ese sonido

expresaba perfectamente la intensidad de la pasión que esa mirada larga, sostenida en el

silencio al que le huelgan las palabras, arremolinaba en mi pecho. Pensaréis que

exagero, pues no, en verdad estoy tratando de reprimir el deseo de contaros con lujos y

detalles la maravillosa sensación del estar, sencilla y despejadamente estar, en

comunión de alma. Una mirada que te deja el corazón latiendo como el eco de otro

corazón. Pobre aquel que nunca ha escuchado en otro corazón el eco del suyo. Volví a

escucharle, porque era ese corazón el que le hacía gritar su nombre a mi sangre hasta

hacerme perder la noción del tiempo y el lugar. Ella estaba frente a mí, sentada con el

nivel del hidro a la altura de sus pezones y el cabello escurriendo aguas.

181

- Hola -tan sólo eso le dije después de haber pensado mil introducciones para

pedirle perdón por mi cobardía.

- Hola –respondió en el susurro, apenas más que la mímica en sus labios con la

fina hilacha de una voz de letanía.

- Pensé decirte tantas cosas y ahora al verte frente a mí, siento que una pesada

joroba ha crecido en la palma de mi lengua y apenas puedo hablarte, ¡más!, me

basta con mirarte.

- ¡Calla mi Rafi! No digas nada, que quizás sea tu presencia apenas el engaño de

algún angelito piadoso, que al verme tantas noches llorar tu ausencia ha querido

alivianar mi pena con esta visión de ensueño.

- Ahora soy yo, mi amor, el que suplica tu silencio. ¡Pues no merezco alabanzas!

He sido un truhán, un miserable, un mentecato pusilánime incapaz de bien

quererte... ¡Anda! ¡Vale! La aflicción que te he causado al marcharme te

confiere el derecho de regañarme con la autoridad de quien obra por justicia.

¡Aborréceme de una vez! Para que pueda luego, desde el socavón de la

humillación arrodillarme a tus pies e implorarte el perdón.

- Pero, mi amado Rafi… ¿Cómo esperas que estos labios que sólo desean besarte

se distraigan en maldecirte? ¿Pero acaso no he de celebrar tu vuelta? ¡Amor

mío! ¿Quién quiere perderse en reproches cuando la felicidad está a un paso? Si

he llorado tu ausencia, sintiéndome abandonada en las densas tinieblas de la

soledad, prisionera en las lúgubres catacumbas del desamor, y aunque es un

reflejo del todo común que los que salen de la oscuridad cierren los ojos al ver la

luz, yo, mi amado Rafi, no he de negarme ni por un instante a los brazos fuertes,

tibios y luminosos de mi astro liberador.

- ¿Tan importante soy para ti?

182

- Eres todo para mí.

- Nunca debí dejarte padecer por mi causa semejante soledad, tal vez tú me

perdones, pero yo no, siempre he de estar en deuda contigo.

- Has regresado Rafi. ¡Me sigues amando! ¿No entiendes la felicidad que esto me

provoca? Te creía perdido, caído en los brazos de otra mujer y olvidándome por

completo.

- ¡No! Ni por un momento he sucumbido ante las tentaciones que han aparecido a

lo largo del camino.

- ¡Ah! ¿Lo ves? Eres mi fiel caballero errante y has marchado como deben hacerlo

en ocasiones los hombres, y yo, tu devota esposa, te he estado esperando igual

que se espera a aquellos que parten a la guerra, o a intentar fortuna en otras

tierras.

- Haces que se me estruje el alma de dolor, porque aquellas mujeres al menos

saben por dónde transitan sus maridos, y yo, el más ruin de todos, sólo te dije

que me iba y para siempre.

- Sí, eso escribiste en aquel papel que leí hasta gastarlo, pero allí también me

decías que te ibas porque te sentías poca cosa y me deseabas algo mejor, un

gigante, y eso me dio esperanzas. Ninguno es más hombre que tú. Ninguno.

Tarde o temprano te darías cuenta de la grandeza que yo veo cuando te veo.

Supe así que volverías. Esa certeza me sostuvo en pie en los momentos de

flaqueza, días largos y noches eternas en que tu ausencia dolía cual estilete

abriéndome el pecho. En el peor instante de tan tortuosa espera pensé acabar con

mi vida arrojándome al vacío...

- No, ni lo menciones… ¡He tenido pesadillas con eso! Visiones horribles en las

que te veía caer sobre el pavimento.

183

- Llegué a pararme con los dos pies sobre la baranda del balcón...

- No, no, no....

- Llegué a soltar una mano, a estar lista para soltar la otra y dar el salto.

- No… ¡Por favor no!

- Había juntado el valor de poner punto final al dolor y cerraba los ojos inhalando

profundo cuando escuché que rogabas por mi vida.

- ¡Sí! ¡Sí! Así ha sido cada vez que semejante horror me asaltaba en sueños.

- Entonces me dejé caer al interior del balcón. Lloré, lloré amargamente. Temía

no volver a verte, que mantenerme con vida fuera un desperdicio, y que tu voz

en mis oídos hubiera sido el engaño de mis miedos para seguir atormentándome

con esa existencia de infinito desamparo.

- No, te juro que era mi corazón hablándole al tuyo. Te juro que así fue. Me

arrepentí de dejarte antes de poner un pie en el extranjero, pero las cosas se

dieron de modo extraño, y no me quedó más remedio que resignarme a postergar

la vuelta por el bien de los dos. Traté de llamarte y te habías mudado, pero ahora

puedo volver por ti.

- ¡Vuelve!. Sí. Vuelve.

- Pero, pero… ¿Por qué te desdibujas? ¿Por qué te vas?

- ¡Vuelve!. Sí. Vuelve a mí y a tus pantuflas...

- ¡Mis pantuflas!

Al momento de nombrarlas extendió sus brazos hacia mí y aún sacándolas de debajo del

agua ofreció secas mis adoradas pantuflas. La visión de ella se borroneaba en el

desgaste de mi mente, pero mis pantuflas estaban nítidas, bellas, acogedoras, tan

representativas de la felicidad conyugal, de la comodidad hogareña y de la veneración

184

que mi mujer me profesaba. Pude intuir el embeleso del dedo gordo al rozar con la uña

la tela desgastada por donde el pícaro pulgar pretendía abrir ventana y asomarse al

mundo. Los colores del cuadrillé colmaban de alegría mis ojos acostumbrados a la

melancolía. Extendí los brazos para tomar mis pantuflas. Las yemas de los dedos

anticipaban el pictórico roce con la tela y al exacto punto del contacto todo se esfumó.

Creí haber despertado y vi a mi mujer cayendo a través del vapor y el agua, allí en el

fondo, debajo de las burbujas, transformado la bañera en el caldero de alguna bruja

medieval con poderes de adivinación: Se hundía y sus ojos me miraban helados,

inexpresivos, hasta que toda su humanidad estallaba al reventarse contra el asfalto. Y

allí desperté sobresaltado. Salí de aquel lugar que de paradisíaco pasó en nada a ser un

espanto del demonio. Tras secarme del agua, vapor y lágrimas, caí a la cama para

dormir sin sufrir interrupciones de mi conciencia; también ella estaba exhausta.

Desperté muchas horas después. Las preguntas daban vueltas y más vueltas en mi

cabeza: ¿Estaría viva? ¿Habría sobrevivido a mi ausencia? ¿Sería suficiente fortaleza

para su ánimo la esperanza de volver a verme? ¿Le alcanzaría con sostener mis

pantuflas?

Me trastornaba la razón dar vueltas en la misma incertidumbre y sentir que crecía hasta

no poder contenerla entre las paredes del cuarto. Caminaba en círculos, deteniéndome

de a ratos frente a la ventana por la cual podía ver la mansa extensión del Río de la

Plata. Era de día, no me pregunten de qué día. Volví a vestir mis ropas que aguardaban

limpias y planchadas, hasta los zapatos me habían lustrado. Los calcé y escapé de mi

laberinto aventurándome por las calles.

185

Buenos Aires es muy amable cuando tienes dinero en el bolsillo. Hice vida de turista, un

poco queriendo y otro poco por no tener nada que hacer. Compré ropa para no andar

siempre con lo mismo, también algunas postales y recuerdos que pensé llevarle a mi

mujer. Un mate con su bombilla; chucherías así. Comprar cosas para ella me hacía

sentir que ya estaba volviendo. Debía matar el tiempo, ese tiempo burlón que dueño de

la paciencia, andaba lento y remolón.

Un anochecer en que llovía, sentado a la mesa en el restaurante del hotel, escuchaba los

tangos que daban ambiente al lugar. La melancolía se adueñó rápidamente de mí. Entre

la cena y el café, requerí papel y lapicera dispuesto a escribir una carta de amor para mi

amada. Sentí el vacío enorme de esa hoja en blanco cuando mis sentimientos

desbordaban cualquiera de las frases que me venían a la mente. Ninguna palabra

expresaba ni remotamente la vivencia de pérdida que rasgaba mi alma. Dejé caer la

lapicera sobre el papel y abrumado por la llana blancura escapé la vista a la ventana.

Tantos poemas que he recitado y no era capaz de escribir nada. Las gotas de la fina

garúa saltaban sobre el vidrio y se adherían a él. Cada tanto algún gordo gotón no podía

sostenerse y desprendiéndose caía arrastrando a su paso cuanta lágrima encontraba.

Quedé preso de negros pensamientos viendo la desesperada lucha de esas gotas por no

caer al vacío. Cerraba los ojos y veía su carita suplicando por mi regreso. No caí en la

cuenta que el mozo había dejado servido mi pocillo de café, y se enfrió sin que bebiera

un mínimo sorbo. Sólo miraba en el vidrio gota tras gota caer. Y repentinamente: ¡La

inspiración! Cogí con premura y seguridad la lapicera para escribir con decisión la clara

descripción de mi pesar:

186

"Amada mía: ¡Qué ganas de llorar!, en esta tarde gris. En su repiquetear la lluvia habla

de ti, remordimiento de saber que por mi culpa, nunca vida, nunca te veré. Mis ojos al

cerrar te ven igual que ayer, temblando al implorar de nuevo mi querer, y hoy es tu voz

que vuelve a mí, en esta tarde gris. Ven, triste me decías, que en esta soledad, no puede

mas el alma mía, ven y apiádate de mi dolor, que estoy cansada de buscarte, sufrir y

esperarte y hablar siempre a solas con mi corazón. Ven, pues te quiero tanto, que si no

vienes hoy voy a quedar ahogada en llanto, no, no puede ser que viva así, con este amor

clavado en mí como una maldición".

Lo escribí de un tirón, yo sólito siguiendo el dictado de las musas. Y estaba tan feliz con

el alcance poético de mi escrito, tan expresado en lo que quería trasmitir que en cuanto

el mozo se acercó a mi mesa lo detuve, le mostré el papel y le dije:

- Mira, lee y dime que te parece esto.

- Me parece sublime, una obra de arte.

- ¿Verdad que sí?

- "En esta tarde gris", de Mores y Contursi, y la versión que escuchamos recién es

de Julio Sosa con la orquesta de Leopoldo Federico, un clásico del tango.

- ¿Cómo dices?

- La música que estamos escuchando es de un disco de Julio Sosa, ya se sabe que

el tango es una trilogía de cantores: Carlos Gardel que nació en Francia, Sosa

que nació cerca de Montevideo y, como el tango es argentino, Rubén Juárez que

nació en Córdoba...

- ¿Pero? Entonces… ¿Esto no lo escribí yo?

- ¿Cómo que no lo escribió usted? No entiendo...

187

- Creí que estaba inspirado, que una voz interior me dictaba, porque esto… ¡Esto

mismo, es exactamente lo que a mí me pasa con mi mujer!

- ¿Qué puedo decirle? ¡Bienvenido al tango! Una vez que uno se identifica con

alguna de sus letras se vuelve tanguero.

- ¿Así nomás, cómo si fuera una peste?

- No tan así, para que a uno le guste el tango tiene que haber amado, sufrido y

entender que la muerte le respira en la nuca.

- Entonces, tío, soy un tango, un tango español.

- Mientras no quiera cantarlo como Julio Iglesias...

- ¡Oye! ¿Acaso tienes algo contra España?

- ¿Julio Iglesias es España?

- Mejor trae la adición, y toma -dije estrujando el papel que había escrito con el

“dictado de las musas”- tira esto a la basura que ahora me hace sentir estúpido.

No podía volver a encerrarme en la habitación. Necesitaba espacio, estirar las piernas y

respirar aire fresco. Conseguí prestado un paraguas, si es que se entiende el

consentimiento tácito del que al ingresar al lobby del hotel lo dejó en el paragüero, y

salí otra vez, a caminar por las calles de Buenos Aires. No fue casualidad el rumbo que

tomaron mis zapatos, me había quedado con las ganas de un café en la sobremesa. Igual

que el asesino -dicen- retorna siempre a la escena del crimen, regresé yo al café de mi

buena fortuna, aquel en el que Julio, mi compañero de cuarto en la posada de los

peruanos, me había conseguido trabajo de mozo y donde conocí a los muchachos de NN

y los del Falcon Verde para convertirme en uno de ellos.

188

Julio se alegró al verme saludándome con un efusivo abrazo. Esa noche no había show

y pocos clientes demandaban esporádicamente la atención de los mozos. Así es que

Julio no tuvo inconvenientes en sentarse a compartir un café conmigo. Le agradecí el

que se hubiera preocupado por mis cosas durante el allanamiento policial, en particular

la valiosa salvaguarda de mis documentos. Tras decirnos las obviedades de la ocasión,

caímos en un incómodo silencio que aprovechamos para vaciar los pocillos. Luego, por

esa misteriosa comunicación que ambos lográbamos entablar, nos aprovechamos

mutuamente para contar lo que a nadie más podíamos contar.

- Temo que ella se mate -dije,

- Tengo miedo que ellas me maten -dijo.

- Sufro horribles pesadillas.

- Son peligrosas.

- La veo caer al vacío y estampillarse en la acera.

- Sí me caen encima me cagan a trompadas.

- ¡Mi esposa ha quedado tan sola!

- Ellas están juntas, se amigaron cuando se vieron embarazadas.

- Sé que me busca desesperadamente.

- Pero no me van a encontrar, no saben que trabajo acá.

- Puede ser capaz de cualquier locura.

- Andan preguntando, igual que todos sus parientes, porque son primas, pero

tampoco saben donde vivo ahora.

- A veces me digo que sólo es mi imaginación, que estoy inflando las cosas.

- Están gordas, y todavía falta, me parece que les hice mellizos.

- Sin embargo sé que es verdad.

189

- Ojalá fuera mentira.

- Ella ha de estar sufriendo, anhelando que yo vuelva.

- Ellas no quieren que yo vuelva, sino que sufra, cortarme las bolas.

- ¡La vida es tan difícil!

- La hice fácil y me busqué otra con menos problemas.

- Es duro ser hombre.

- ¿Cómo te diste cuenta?

- Equivocándome al buscar el camino fácil.

- Por favor, Gallego, no le cuentes a nadie.

Ese pedido de su parte me hizo perder el hilo de la conversación. ¡Digo! De la

conversación que en la mesa del café yo mantenía conmigo y no con él.

- ¿Qué cosa? -Pregunté sin entender.

- Eso -contestó cual si fuera algo tan obvio que estuviera ante mis ojos.

- ¿Qué? -Insistí en que explicara.

- Que me busqué otra con menos problemas y es duro ser hombre, -dijo vacilante,

avergonzándose.

- Tú dices que... -Dije tratando que Julio completara la frase, y lo hizo, vaya si lo

hizo.

- Estoy con un travesti.

- ¿Tú con un travesti?

- Sí, es mucho mayor que yo, parecía una señora grande.

- Oye… ¿Me tomas de gilipollas?

- Pensé que vos te habías dado cuenta.

190

- Pues no, ni puta idea de semejante rollo.

- Yo tampoco.

- ¿Tú tampoco qué?

- Yo tampoco me avivé hasta que estuve en la cama y encontré el paquete.

- ¿Antes no sospechaste nada?

- Me parecía una vieja fea, pero después del allanamiento yo estaba en banda, no

tenia donde ir, me ofreció lugar en su departamento y fui. ¿Hice mal?

Nunca me hubiera imaginado semejante revelación. No sabía qué decir y para hacer

tiempo levanté con la cuchara el azúcar cafetado al fondo del pocillo vacío. Tragué ese

dulce bajo su vista, un momento amargo sabiéndolo pendiente de mi reacción. Y al final

no quedó más remedio que hablarle, quería encontrar rápido el modo de terminar esa

conversación e irme. ¡Joder tíos! Una cosa es contarse los problemas y otra muy distinta

querer compartirlos. ¿Qué tenía que preguntarme a mí si había hecho mal o no? ¿Por

quién me tomaba? ¿Por su puta conciencia que no tenía?

- ¿Qué quieres que te diga? Me tomas de sorpresa, nunca imaginé que tú fueras a

ligarte con un travieso.

- Ya sé, ya sé, pero… ¿Vos que harías en mi lugar?

- Mira Julio, yo nada más le he estropeado la vida a mi mujer, tu en cambio te has

cagado en tu mujer, en su prima, en los críos que han de parir, ¡y suerte que no

has embarazado a esa vecina que también te follabas, ni a la señora de la

limpieza!

- ¡No grites gallego! Ella está limpiando los baños y tiene un oído de la gran puta.

- Si no grito.

191

- Yo no quería cagar a nadie, salió así, sin querer...

- Pues será que tienes diarrea... Por lo menos al travesti no vas a embarazarlo.

- Con la suerte que tengo...

Afortunadamente para mí, en ese punto de nuestro diálogo salió del baño, con el balde y

la estopa, la señora de la limpieza, que al retirarse hacia los fondos le hizo una mirada a

Julio, y el macho sudamericano, por supuesto, se fue a cumplir con sus deberes. En

cuanto lo vi perderse con su ocasional pareja me levanté para regresar a la calle. Había

dejado de llover.

Buenos Aires brilla después de la lluvia. En noches mojadas verla es deleitoso, se

asemeja a una mujer bonita que sale de la ducha secándose el cabello y con la sonrisa te

anuncia que ha de esperarte en la cama dejando caer la toalla a su paso. Te inquieta

tanto como te tranquiliza. Caminé cantidad de cuadras observándole y hasta se me dio

por silbar un tango. Vosotros ya sabéis cual, ese mismo que creí de mi autoría. Sin

embargo no llevaba tristeza en mis pasos. De a ratos me detenía en cualquier esquina a

mirar la gente y por alguna razón que no me explico quedé sin ganas de volver al hotel.

El remojón parecía haber refrescado la bonachonería de las personas. Hasta pensé entrar

en cualquier café para beber otro a mi entera salud. En lugar de eso detuve un taxi y le

pedí llevarme a la quinta. Me apetecía tomar mate con cualquiera de mis amigos. En

camino, escuchando los tangos que sintonizaba la radio del taxista, experimenté una

sensación de notable agrado por lo argentino. Es que el país me había recibido

desesperado, hundiéndome en mis propias mierdas, y cayendo a las babas del Diablo me

rescató como tiempo atrás supieron de su generosidad cientos de miles de españoles.

192

Cerraba los ojos siguiendo con el movimiento de mi cabeza el acompasado ritmo de una

milonga. En eso estaba, feliz de la vida, que el taxista me dice:

- Jefe, yo lo dejo donde se termina el asfalto, en calles de tierra no me meto.

- Pero, eso son como veinte cuadras, y no ha llovido tanto como para dejar el

camino intransitable.

- No es por la lluvia, es por los afanos, en lugares así es peligroso entrar.

- ¡Joder! Mucho más peligroso es ir caminando.

- Mire, si quiere lo llevo hasta donde se acaba el asfalto, pero yo no sigo.

- A ver, caballero, hagamos lo siguiente, lléveme y yo le pago el doble y por lo

que veo ahí -dije señalando el medidor- este no ha sido un viaje barato.

- Yo le cobro lo que sale, ni más ni menos.

- Vale, pero usted no me ha dicho que me dejaría a pie cuando abordé indicándole

hasta dónde debía conducirme.

- Mire don, la verdad es que tengo miedo, y esa guita que usted me ofrece me

gustaría, pero ¿sabe qué pasa? yo no tengo un arma para defenderme si nos

achacan por ahí adentro… ¿Usted sí?

- ¡No hombre! Claro que no, a mí las armas no me agradan, además aquí soy un

extranjero no podría obtener permiso.

- ¿Vio? Usted tampoco tiene como defenderse.

- No, en eso le doy la razón.

- Aparte es raro que un turista, venga acá en medio de la noche y con mucho

vento.

- No entiendo.

193

- ¿Viene a comprar merca? -Preguntó el descarado guiñando un ojo al tiempo que

fingía una sonora esnifada.

- ¡Joder tío! ¡No!

- Entonces, putitas jóvenes para una fiestita, ¿eh? -supuso haciendo una caída de

ojos propia de haber dado en la tecla.

- ¡Oye! ¿Tengo cara de degenerado o qué me has visto?

- ¿Así que no hay nada raro?

- Claro que no.

- Vale decir que, simplemente, sos un boludo que viene sólito a la boca del lobo.

- Mira que esto está pasando de castaño claro.

Allí fue cuando me apuntó con el arma y me dijo:

- ¡Dale! Deja la plata arriba del asiento y baja.

- ¿Me estás robando?

- Si pedazo de gallego, es un robo… ¿Cómo carajo querés que te lo explique?

¿Con tres corchazos en el marote? Y déjame los zapatos también… ¿Cuánto

calzás?

Ojalá se haya contagiado mis hongos. ¡Me cago en la puñetera madre que lo ha parido!

Pero… ¡Qué país de mierda! Como dicen los argentinos a cada rato y por saber lo dicen.

Me dejó solo, pisando el barro con las medias y sin un duro en el bolsillo. ¡Hijoputa!, le

grité mientras se iba. Y me escuchó, porque frenó el auto se asomó por la ventana y

disparó dos tiros, los que fueron para mí como una señal de largada. Debí correr no

menos de diez cuadras en cualquier dirección. Corrí con las piernas acalambradas del

194

miedo, doliéndome a cada tranco, pero veloces. Aunque sentía que no podía moverme

del dolor, pulvericé una y otra vez el récord de los 100 metros llanos. Así de paradojal

es el miedo. No puedes moverte pero corres y te cagas pero no te haces. Al detener la

carrera, claro, ni puta idea de dónde corno estaba. Las veinte cuadras a la quinta, se

transformaron en cincuenta. De noche, en calles de tierra, sin luces… ¡Con perros que

ladran procurando morderte! Pensado que detrás de cualquier árbol saldría un loco para

matarme. De milagro reconocí por la silueta del molino, que tenía un aspa rota, los

fondos de la quinta. Por cierto, no piensen en un molino como los del Quijote, sino en

uno que sirve para extraer agua del pozo. Como estaba muy fatigado, en lugar de rodear

todo el perímetro para dar con la entrada, me dispuse a trepar la alambrada y saltar el

ligustro. Lo hice dejando la piel de mis dedos en el alambre y al precio de montones de

pequeñas cortadas al atravesar la planta. Cosas que ni sentí. ¡Vale! ¡Con el pavor que

me causaba quedar a merced de la noche!

195

AQUELLA NOCHECITA

Una vez dentro me sentí a salvo. Contuve las ganas de arrojarme al piso y me mantuve

en pie con las manos en las rodillas, inhalando y exhalando profundamente, con lentitud

hasta tranquilizarme. No podía creerlo, chavales, no podía creerlo. Medianamente

recompuesto, no completé ni tres pasos en dirección a la casa que sintiendo un violento

golpe me derriban sin contemplaciones. Hundí la cara en el barro mientras alguien me

clavaba su rodilla en medio de la espalda y en la nuca percibía la paralizante presencia

de la boca del arma. ¡Estoy meado por los perros!, me dije al instante en que les oí que

hablaban por radio. Un handy. Al menos dos eran los que estaban conmigo y no cesaban

de revisarme. Masticaba barro y me parecía sentir que esa vez, en serio, cagaba en los

pantalones. Porque la pistola seguía firme presionando en la base de mi nuca con la bala

lista para salir al mero pinchazo del percutor por el capricho de un dedo. La fragilidad

de la vida humana se entiende claramente al verse en esa situación. Habrán sido

segundos o minutos, imposible precisar la diferencia, una eternidad cuando crees que

esta corta vida se acorta del todo y termina. Hasta que al fin me vi rodeado por otros

muchos, y entre ellos alcancé a distinguir la voz de Marcos que al reconocerme

intercedió por mí. Me pusieron en pie sin liberarme y escuché a Marcos hablar por radio

con César. Un diálogo que entonces se me hizo sorprendente por lo extraño y que no

logró más que aumentar mi confusión.

- El intruso neutralizado es Rafael -informó Marcos.

- ¿El Gallego? -Preguntó César.

- Sí Señor.

196

Le decía "Señor", eso era raro, muy raro, como también lo fue el silencio que siguió a la

confirmación de que el intruso era yo.

- Está bien, déjenlo entrar -decidió César al cabo.

- Señor… ¿No sería mejor llevarlo de nuevo al hotel?

- No. Confío en él.

- Comprendido, Señor.

De inmediato fui liberado y a excepción de Marcos todos los demás se alejaron de mí.

No dijeron palabra, guardaron las armas y se dispersaron tranquilamente, cual si todos

sus movimientos estuvieran estudiados de antemano. Así sin más, sencillamente una

contingencia contemplada en algún manual. Desplegarse y replegarse, simple y

mecánico.

- Vamos adentro -me dijo Marcos con pasmosa naturalidad, cual si nos

hubiéramos encontrado tranquila y casualmente paseando por la calle.

- ¿Qué está pasando? ¿Quiénes son estos tíos? -Quise saber.

- Está todo bien, no te asustes por lo que vas a ver y sabe esperar que César

seguro va a querer explicarte lo que está pasando.

Marcos desanudó un pañuelo que llevaba al cuello y me lo dio para que limpie mi cara y

las manos. Entramos a la casa y estaba atiborrada de extraños acomodando cajas de

armas y municiones. Estoy hablando de muchos fusiles, pistolas, balas, granadas,

lanzacohetes y digo sólo lo que alcancé a distinguir en un primer vistazo. Habían

llenado tanto el sótano como el garaje pero seguían descargando más. ¡Y yo pensaba

197

que afuera estaba peligroso! Madre de Dios, no daba crédito a lo que veía. Se me había

ido la sangre de las venas, os juro que en ellas corría el miedo y ninguna otra cosa. Una

sensación de irrealidad zumbaba en mis oídos deformando los sonidos, mis ojos

procesaban las imágenes aletargando los movimientos o disparándolos a velocidades de

mareo. Las paredes de la casa se volvieron elásticas y mi estómago navegaba el mar de

los desprevenidos reclamando un barral de borda donde vaciarse. Al punto de perder la

vertical la mirada de César resultó tierra firme para mis flaquezas. Ahí estaban esos ojos

de líder infundiendo tranquilidad, las paredes se fijaron a los cimientos, mi vista

sintonizó las cosas en su correcta velocidad y sus palabras atravesaron el zumbido hasta

borrarlo.

- No te esperábamos, y mucho menos no entrando por la puerta -me dijo

sonriente.

- Me cansé del hotel –respondí atolondradamente-, y el taxista que me traía me ha

robado, y no conforme con mi dinero me despojó de los zapatos, me perdí en la

noche y estaba muy cansado para dar la vuelta hasta la puerta.

- Y después de todo eso… ¡Esto!

- Ya ves que no gano para sustos, más temo que no has terminado aún de

asustarme...

- Sentémonos en la cocina, Gallego.

Allí fuimos y cerró la puerta para hablar a solas. La pava chirriaba sobre el fuego. La

quitó llevándola a la mesa para cebar mate y se sentó frente a mí.

198

- ¿Te acordás esa charla que tuvimos la otra vuelta, cuando Diego empezó a

delirar con el trono de la Patagonia?

- Sí, claro, lo recuerdo bien.

- Bueno, esa vez dije que soy un patriota desencantado y que se acercaba el día en

que iba a cantar el Himno Nacional por última vez. ¿Te acordás también de eso?

- Sí, también lo tengo presente.

- Hoy es ese día, Gallego.

- Oye César… ¿Pero qué pensáis hacer? ¿De dónde han salido y para qué son esas

armas? ¿Y quiénes son esos tíos?

- Te voy a explicar todo, pero por tu seguridad y la nuestra vamos a dejar en claro

que vos no viste nada.

- ¿Me tomas por un delator?

- Si así fuera no estaríamos tomando mate en la cocina.

Me sirvió entonces el primer mate, que sorbí tratando de tranquilizarme.

- Te lo voy a explicar rápido y sencillo, lo que vamos a hacer es tomar la Isla de

Martín García y declararla independiente fundando la República del Plata.

Enmudeció la bombilla en mis labios al quedarme boquiabierto. El mate en mi diestra

comenzó a evidenciar el temblequeo que se adueñó de mi cuerpo.

- Pero... ¡¿Te has vuelto loco?! -Dije entremezclando miedo con reproche y

amistad con consejo-. ¿Qué estáis pensando? Que así como así vais a meterte en

esa isla a levantar nueva bandera… ¿Crees que te dejaran hacerlo? ¡Te correrán

199

a tiros! A ver si entiendes: Argentina tiene barcos, aviones y soldados, chaval.

¡Que le hundió media flota a los ingleses a fuerza de huevos! No se jode con esa

historia. Y además… ¿Qué seréis? ¿Alimento para bagres como esos de los

setenta que terminaron en el río? ¿Quieres que corra más sangre? Y será la tuya,

te lo advierto.

- Rafael, la Argentina no existe más, ya fue, se perdió y no tiene arreglo, lo que

queda es y será otra cosa.

- Ah, ¿si?, pues bien, diles eso cuando te caigan en la cabeza las bombas de sus

aviones, párate debajo moviendo las manitas al cielo, gritando: "No existen

ustedes ni sus bombas".

- Conocemos los riesgos.

- No son riesgos, riesgo es algo eventual que ponderan las compañías de seguro,

esto es un hecho como que dos más dos son cuatro. ¡Los van a masacrar en esa

isla!

- Veremos.

Muy sereno me quitó el mate de la mano y cebó otro para él.

- No entiendo nada, cada vez que creo ver las cosas del modo correcto el mundo

se pone patas para arriba -dije acodado en la mesa agarrándome la cabeza con

las manos.

- La Isla de Martín García tiene ese nombre porque así lo decidió Solís, cuando en

1516 llegó al Río de la Plata y enterró en ella al despensero de su barco, Martín

García, lo curioso del asunto, más allá de lo anecdótico es que...

200

- ¡Me cago en tu puta madre! -Interrumpí montado en cólera-. ¿Ahora pretendes

darme una lección de historia?

- Y de geografía, la isla está sobre el Río de la Plata, cerca de donde desembocan

el Uruguay y el...

- ¡Que no me importa!

- Entonces no te digo nada.

Sencillamente bebió su mate y me sirvió otro. Al rato de silencio sentí que podía

dominar mis nervios.

- ¿Cuándo? -Pregunté.

- Todavía no hay fecha, cuando estemos listos y la situación política minimice

algunos riesgos. Estas son algunas de las armas, pero no todas las que

necesitamos, hay muchas cuestiones de logística y comunicaciones que tenemos

que resolver

- ¿Y sois muchos?

- Suficientes para poder seleccionar los que haremos la operación en la Isla y los

que se quedarán a cubrirnos las espaldas. Nuestra intención es lograr un

reconocimiento incruento, por eso es tan importante estar en condiciones de

esperar al momento adecuado, porque tomar la Isla es algo que podríamos hacer

ya, incluso sin todas estas armas. Es un objetivo fácil de capturar, dudo que

tengamos que disparar un solo tiro para entrar. Ahora, si elegimos mal el

momento y el gobierno argentino decide una respuesta militar con pleno apoyo

interno, la defensa se va a complicar. Hay que operar en el momento justo,

201

cuando nuestra acción sirva para agudizar grietas en el frente interno y afecte la

capacidad de respuesta.

- Suponiendo, digamos que esto sale así de fácil, que no saldrá, pero bueno,

suponiendo… ¿Cómo haréis de esa isla un país viable?

- Hay un mundo de negocios posibles, el principal es que Sudamérica necesita un

paraíso fiscal, y eso es exactamente lo que vamos a darle. La gente que nos

financia no lo hace por idealismo, saben que con nosotros obtendrán beneficios

que ningún otro país de la región podría concederles. Manteniendo el mínimo de

seriedad, en poco tiempo, seremos la opción principal para todo ahorrista

argentino, uruguayo o brasileño que quiera asegurar su dinero. Sobre todo para

los argentinos, cansados ya de que les cambien las reglas de juego a cada rato y

siempre pierdan.

- ¿Para ti también es un negocio?

- No. Yo quiero vivir en un país donde libertad, igualdad y fraternidad no sean

palabras viejas. Un lugar en el que no tengas que hacer toda una rutina de

seguridad cada vez que entrás o salís de tu casa, donde se piense el futuro y

puedas proyectarte cómo vas a ser dentro de cinco, diez o veinte años. Un

paisito muy chiquito, en el que no sea necesario poner rejas á las ventanas,

donde puedas caminar tranquilo a cualquier hora, y no te mate la burocracia cada

vez que quieras emprender algo, un país donde todo el mundo tenga cosas que

hacer, en el que no quede gente en la calle librada a la indiferencia de nadie.

Vida simple, Gallego, los sábados asados y pastas los domingos, los chicos a la

escuela y los grandes a trabajar, un ambiente sano, con mucho verde, nada más

que eso.

- Parece lindo, pero es un sueño peligroso...

202

- Seremos la República del Plata: un paraíso en el mar de agua dulce.

- ¿Has pensado que la Isla se llama García porque la usaron de cementerio?

- Demasiado cementerio para un solo gallego… ¿No te parece?

- Mientras no os quede pequeña... ¿Qué pasará si os atacan?

- Si nos atacan peleamos, en la Isla y en Buenos Aires. Sí, acá también. Si llevan

la guerra allá, la traemos acá, muy selectivamente adonde entran en razones los

que deciden. Pero no quiero que así sea, ni creo que vaya a ser necesario.

- Vas a enlutar a tu país.

- Mi país es la República del Plata, y un parto es como es, siempre hay sangre.

- ¿Y si pierdes?

- Incluso en ese caso, ganamos.

- ¿Tú crees?

- Seguro. Esto va a ocurrir porque me convencí que Argentina dejó de existir, si

logramos establecernos significa que es así, ahora, si perdemos, nos matan y

vuelven a plantar la celeste y blanca en Martín García, quizás haya esperanza

que Argentina vuelva a ser un país, al menos se darán cuenta para qué sirven las

fuerzas armadas. Y hasta es posible que empiecen a ver para adelante. Pero sé

que no vamos a perder, iremos en condiciones de aguantar muchísimo más que

ellos.

- Tienes un convencimiento absoluto, me duele que las cosas vayan a ser de ese

modo. ¿Además de Marcos que otro de los muchachos está en esto?

- David y Carlos. Agustín, Fernando y Diego todavía no decidieron. Como te

imaginarás Antonio no sabe nada ni tiene que saberlo.

David abrió la puerta y entró trayendo el cuaderno que puso sobre la mesa.

203

- Hola Rafael -saludó con media sonrisa de ocasión en los labios.

- Hola. Ya veo que tú también estás en esto.

- Y hay lugar para vos, Gallego -respondió.

- Yo me vuelvo a España. Y ahora más que antes.

- Buen viaje -dijo encogiéndose de hombros, y volviéndose a César informó- Ya

está todo adentro.

- Bien. Hay que cerrar el sótano y preparar rápido lo otro para esconderlo en el

depósito -contestó el jefe.

- Ya están cambiando las cajas para que no se sepa lo que hay adentro. A media

mañana va a llegar el camión de la mudanza, se carga y a la tarde va a estar

seguro.

- Ahí que no pongan ningún explosivo.

- No, los explosivos se quedan acá, dice Enrique que no tiene que haber

problemas porque es material confiable y se almacenó a conciencia. El sótano es

nuestra Santa Bárbara.

- Bárbaro. Cuando terminen de preparar las cajas nos formamos afuera para la

ceremonia.

- Sí, Señor.

David, cogió un paquete de galletitas de la alacena y volvió a dejarnos solos.

- ¿La Rusa también sabe? -pregunté.

- No -respondió riendo-. ¡Si se llega a enterar vamos a tener nuestra primera baja!

- Ya lo creo. ¿Y el recital?

204

- Se hace, todo sigue normalmente. Pasado mañana vuelve Antonio y se retoman

los ensayos.

- ¿Ensayamos arriba de los explosivos?

- Sí.

- Tú has perdido la chaveta.

- Imaginate que estás en un barco de guerra, es casi lo mismo, no tiene porqué

explotar nada.

- ¡Joder! No es lo mismo.

- ¿Querés volver al hotel? Hago que alguien te lleve.

- No, prefiero quedarme acá en mi cuarto.

- ¡Ah! Casi me olvido, cuando vuelva Antonio vas a tener que dejar la pieza.

- ¡Coño! No me mandarás a dormir al sótano.

- Es que Antonio consiguió dos chicas que van a hacer coros, y las vamos a ubicar

en tu pieza.

- Así que tendremos coro… ¿Y vamos a traer unas niñas a cantar sobre las

bombas? No, si veo que es todo muy racional, fácil de entender. ¡Vale! En ese

caso… ¡Siendo por -dije irónico- tan buena causa! Ni modo, me iré a dormir al

living, eso si, trata que no se olviden ninguna granada debajo de los

almohadones no sea cosa que al acomodarme de una vuelta haga saltar la

espoleta y nos vayamos todos a la mierda.

Me escuchó sonriendo, como si le divirtiera mi enojo. Y a mi el corazón me latía en la

garganta. Para bien, o para mal, -ya ni sabía lo que me convenía- uno de esos tíos que

pululaban por la casa requirió la atención de César y quedé solo en la cocina,

reflexionando amargamente sobre la locura en la que estaba inmerso. A ver, que yo

205

tenía un rollo complicado cuando me fui de España, pero era mi rollo, estaba todo

adentro mío, echando tripa pero adentro. Y cuando creía estar en camino a la cura de mi

locura, pues termino involucrado en los planes de una guerra de secesión que se me

hacia iba a ser tan efímera como la Guerra del Perejil, aunque mucho más cruenta. Claro

que en eso de la Guerra del Perejil, lo de guerra es el mote de broma que uso para referir

al incidente que no pasó de un malentendido y que nadie se tomó en serio. ¿Cómo era

posible que estuviera pasando lo que veían mis ojos? Pero pasaba, y ahí estaba, sentado

encima del polvorín, aturdido por la de ostias que me venía dando la noche. ¡Vamos!

¡Un Nino! Poniendo la mejilla para que cualquiera juegue a ser Bruno y me surta. En

cualquier momento iban a escucharse las sirenas de la Policía y terminábamos todos

presos, y hasta eso, siempre y cuando no fuera a caer una chispa en el puto polvorín. Y

aún sin que fueran esas cosas a explotar, con el arsenal de que disponían, la guerra iba a

empezar ahí, en la quinta, y llegado el caso ¿cómo diablos iba a hacer yo para explicar

que no tenía nada que ver?, iba a tener que salir con las manos en alto gritando mi

inocencia: "no tiren, soy gallego", aunque claro que no soy gallego, soy español, pero en

situaciones de extrema gravedad no puede andarse uno con sutilezas. Y con mi suerte,

¡con mi puta suerte!, me iban a cagar de un tiro nada más que para hacer otro chiste de

gallegos, y luego de muerto vaya yo a explicarles que no soy gallego.

Atosigado mentalmente comprendí a esos que ante la imposibilidad de limpiar sus

cabezas por dentro se arrancan los pelos con las manos. A punto estaba de chiflarme

para la peluca cuando, interrumpiendo mi autoconferencia mental, me avisan que la

ceremonia del Estado Mayor del Plata iba a comenzar y que podía presenciarla. Les

acompañe callado la boca hasta los fondos de la quinta, donde habían encendido fogata

en rededor de la cual se formaron, a modo de anillo, unos diez tíos incluyendo a César,

206

otros veinte y tantos, bah, digamos treinta contando algunas mujeres, se mantenían

alrededor pero distantes de los primeros. Me ubiqué detrás de todos ellos y quedé

fascinado viendo las facciones de César iluminadas por el fuego. Alguien avisó por

radio que el perímetro estaba seguro y César dio un par de pasos hasta quedar al borde

de las llamas. Todos le mirábamos a él, y él miraba fijamente el fuego. Cada tanto,

algún crepitar de leños escupía por encima de las llamas un manojo de chispas. El fuego

dominaba el silencio hasta que César comenzó a cantar el Himno Nacional de la

República Argentina. Los demás sumaron sus voces en un canto reconcentrado, suave,

con ese respeto que infunden las cosas sagradas y un dolor que me partía el alma.

Olvidando todo cuánto sentía un rato antes, estando allí entre ellos, incapaz de

acompañarles con el concurso de mi voz, sentí crecer en la garganta el nudo de la

emoción y algunas lágrimas corrieron por mis mejillas. Los abracé en mi corazón

porque de todo aquello emanaba algo inexplicable, mezcla de instinto tribal y revelación

religiosa, que despertaba emociones en algún rincón atávico de mi ser. Estremecía el

espíritu aquel Himno sublime cantado a capella junto a la pirámide de fuego,

recargando a cada frase con el despertar de un sueño que había terminado. Vertían

lágrimas sabiendo cuánto de fúnebre tenía el ritual. Uno a uno fueron apagando sus

voces. Algunos movían los labios imposibilitados de expeler cualquier sonido. Sólo

César continuó cantando hasta el final. Con el último "¡Oh, juremos con gloria morir!",

un silencio profundo, absoluto y respetado hasta por los leños de la hoguera, se adueño

de la noche. Permanecimos estáticos, capturados en la veneración última al símbolo

máximo de la argentinidad.

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César extrajo del bolsillo su Documento Nacional de Identidad y lo arrojó al fuego sin

decir palabra. Lo mismo hicieron los nueve del primer anillo. Luego, cuando las llamas

devoraron los DNI, César dio un pequeño discurso.

- "Camaradas: Así, con esta ceremonia, los integrantes el Estado Mayor del Plata

hemos dejado de ser argentinos. Ninguno de nosotros quería este desenlace, pero

todos hemos llegado al convencimiento que aquella que era nuestra Patria se ha

disuelto y que su reconstrucción es imposible. Cuando todo el mundo está

equivocado, todo el mundo tiene razón, en este caos en que se vive, la República

Argentina como idea ha sido tergiversada, y vaciada completamente de los

contenidos que le conferían un futuro digno de ser vivido. Otros se han llevado

nuestra Patria, proclamamos entonces que tenemos el derecho de rescatar un

terrón de esta tierra para sembrar en él los valores de Libertad, Igualdad y

Fraternidad que han sido arrancados de su seno. Haremos un nuevo país, será

nuestra Patria la República del Plata, allí hemos de vivir y morir a la guía de

ideas republicanas que aquí no son ya más que palabras huecas. Estado Mayor

del Plata, repitan conmigo este juramento: “Juro solemnemente que, propiciaré

la fundación de la República del Plata, basada en los valores de Libertad,

Igualdad y Fraternidad. Juro solemnemente que, siendo mi Patria la República

del Plata acataré sus leyes cual hijo y esclavo de ellas. Juro solemnemente que,

siendo la Patria más digna de respeto que la madre, el padre y los antepasados

todos, y más venerable, sagrada y considerada tanto entre los dioses como entre

los hombres sensatos, he de adorarla, ceder ante ella y halagarla, cuando está

enojada, más que al padre, y/o persuadirla o hacer lo que mande, y sufrir de

buen talante lo que ordene sufrir, tanto si se trata de recibir golpes o de aguantar

208

cadenas, como si nos conduce a la guerra a correr el riesgo de ser heridos o

muertos. Juro solemnemente que, es Justicia lo que manden sus leyes y las

cumpliré sin ablandarme, sin retroceder, sin abandonar, tanto en la guerra, como

ante su tribunal y en todas partes donde deba cumplirse lo que la Patria ordene.

Juro solemnemente que venceremos con nuestra causa, o moriremos por ella".

Emocionados abrazos pusieron broche al juramento. Busqué acercarme a César y lo

estreché en mis brazos por pura emotividad. ¡Porque yo sabía que la estaban cagando!

Pero, qué diablos, casi estaba dispuesto a cagarla con ellos. Claro que como español,

orgulloso de serlo, pues no andaba huérfano de Patria y lo único que quería era volver a

España con mi mujer para calzarme las idolatradas pantuflas de la felicidad conyugal.

La alborada comenzaba a vislumbrarse por el horizonte y en el canto matinal de los

pájaros. Decidí que me estaba involucrando demasiado, y previendo decir cosas de las

que podía arrepentirme luego opté por guardar reclusión en el cuarto que todavía era

mío, aprovechando a dormir antes que llegaran las chicas del coro y perdiera también

ese refugio.

Nunca he dormido tan raro. ¡Porque estaba arriba de una bomba! Y no lo digo

únicamente por el asunto de los explosivos. Todavía más curioso resultaba que sabiendo

todo lo que sabía, pudiera quedarme callado y seguir por la vida como si nada. De

momento eso hice. Dormí de tal modo que cualquiera que me viera alucinaría estar ante

el tío con menos problemas de la tierra. Os suena a extravío de cordura, claro, pero

debéis entender que la cordura como tal no existe, el mundo está loco y enloqueciendo;

además en ese entonces a mí la cordura… ¿Cordura? En el mejor de los casos lo que

209

damos en llamar así no es más que locura contenida. El cuerdo es un loco contenido,

pero locos somos todos.

210

LAS CHICAS DEL CORO

El día en que NN y los del Falcon Verde volvió a reunirse, el sótano clausurado era el

único vestigio de la conjura. David y la Rusa acomodaban compras en la cocina;

Marcos, en el quincho con la radio a todo volumen, preparaba el fuego para el asado y

César salaba la carne aguardando que fueran llegando los demás miembros de la banda.

Carlos, Diego y Fernando aparecieron juntos. Después que llegó Agustín faltaba

Antonio con las chicas del coro a las que nadie conocía. La expectativa por verlas, antes

que escucharlas, arrancaba toda clase de comentarios entre Diego y Fernando que

aguardaban ansiosos detrás de la ventana.

- ¿Estarán buenas?

- No sé, si las eligió Antonio lo único seguro es que cantan bien.

- Sí, pueden ser bagartos.

- Pero deben ser medio putas, porque sino no se vendrían de una a vivir con

nosotros.

- O son lesbianas.

- ¿Te parece?

- Digo… ¿Qué se yo?

- ¡Qué lindo comerse un par de tortitas!

- No, las tortilleras lindas aparecen únicamente en las películas porno, en la vida

real todas las que conozco son gordas, feas y con bigotes tipo Ñacul.

- ¡Puaj! No, si son así no quiero ni verlas.

- Bueno, pero por ahí no son.

- Capaz que son recontra putas.

211

- ¡Ojalá!

- Si están buenas, te apuesto que yo me levanto una antes que vos.

- Dale, el que coge primero gana.

- ¿Qué apostamos?

- Lo de siempre.

- Listo.

Al fin apareció Antonio con las chicas del coro. Dos rubias impresionantes que al

menos le llevaban una cabeza de altura. Para describir lo lindas que nos parecieron, en

lugar de abundar en detalles, baste decir que al verlas la Rusa frunció el seño, entrecerró

los párpados, afinó sus labios sobre los dientes apretados y le propinó a David un

reverendo codazo que le hizo chocar los riñones. Si cantaban como se veían, aquello iba

a ser de lujo.

- Les presento a Luciana, mi novia, -dijo Antonio- y a Mónica.

- ¿Tu novia? -Preguntó sorprendido Fernando.

- Sí. Nos conocimos en uno de los shows, se acercó a pedirme un autógrafo y me

dejó su número. La llamé y aquí estamos -contó antes de darle un beso.

Diego y Fernando se miraron desafiantes, e inmediatamente se lanzaron a la caza de

Mónica. Debo reconocer que a simple vista se reconocía en Antonio cierto nuevo

aplomo, esa especie de madurez que provoca una mujer cuando irrumpe fuerte en la

vida de un hombre. Puede resultar sorprendente tan marcada mutación en pocos días,

sin embargo yo encontré comprensible que, al tener alguien a quien confiarle sus

deseos, miedos, anhelos, preocupaciones, esperanzas y pensamientos más profundos,

212

pudiera sedarse por el roce con esa piel incomparable que es la de la mujer amada. No

hay como un buen par de tetas para sentar cabeza. Los veía tomados de la mano,

atravesando juntos el primer momento incómodo de presentarse en el grupo, y no podía

más que lamentar mi cobardía. Todo en ellos recordaba la felicidad que no supe valorar.

El hambre por la piel de mi mujer brotó en mis labios con un dolor eléctrico, y me

hubiera puesto a llorar ahí mismo.

Con todo, Antonio seguía siendo Antonio ¡Poco faltó para que ordenara iniciar ensayos

ahí mismo suspendiendo el almuerzo! Dijo que había hecho inspirados arreglos en todos

los temas, y que era necesario ajustar el oído para integrar el coro femenino en cada una

de las canciones. Nadie preguntó si las chicas cantaban bien, incógnita que debía

resolverse antes de pensarlas como parte de la banda. Si sólo hubieran sido dos

cantantes elegidas por Antonio, ninguno hubiese dudado de sus virtudes, pues oído

absoluto tenía un gusto exquisito. Claro, que al ser una de ellas su novia, aquella certeza

perdía consistencia. Antonio no paraba de hablar acerca del abanico de posibilidades

que las voces femeninas podían añadir al repertorio. En determinado momento se dio

cuenta que, sin desanimarlo, los demás nos manteníamos a la defensiva, precavidos por

la eventualidad de llevarnos un chasco, ya que una cosa es escuchar con las orejas y otra

muy otra hacerlo con la bragueta.

- ¡Ah! Ya sé lo que pasa, entiendo lo que están pensando -dijo Antonio haciendo

el paneo por la cara de todos-, tienen razón, tienen razón porque yo pensaría lo

mismo. A ver, chicas, mi amor, Mónica, párense por favor, y así nomás, a

capella, canten "Somos los del Falcon".

213

SOMOS LOS DEL FALCON

Y las dos rubias, acompañándose con los chasquidos de sus dedos, cantaron.

Somos NN y los del Falcon Verde,

una banda de Rock, para rockanrolear,

una banda de terror paramilitar.

¡Para militar en el Rock!

En el Rock

¡Solamente en el Rock!

Dicen: si molesta es Rock & Roll

entonces vamos a rockanrolear

ahora de verdad y hasta que salga el sol.

Y después también,

y después también,

siempre Rock & Roll.

No nos digan que venían contentos

escuchando siempre el mismo cuento

porque están todos tan idiotizados

como estúpidos narcotizados

que era tiempo de partirles la cabeza

y sacudirles, arancarles la pereza:

¡Con un buen Rock & Roll!

214

Es la conciencia que se nos rebela

contra tanta tenue luz de vela

que allá en el fondo de la mina

oculta más de lo que ilumina,

que era tiempo de partirles la cabeza

y sacudirles, arrancarles la pereza

¡Con un buen Rock & Roll!

Porque el parche estaba tan batido

dale que dale con los mismos sonidos

que alguien tenía que patear el tablero,

poner un grito y uno bien cabrero

que era tiempo de partirles la cabeza

y sacudirles, arrancarles la pereza.

¡Con un buen Rock & Roll!

Somos NN y los del Falcon Verde

una banda de Rock, para rockanrolear

una banda de terror paramilitar.

¡Para militar en el Rock!

En el Rock

¡Solamente en el Rock!

Dicen: si molesta es Rock & Roll

215

entonces vamos a rockanrolear

ahora de verdad y hasta que salga el sol

y después también

y después también

siempre Rock & Roll.

Sus voces eran privilegiadas, dos ángeles. En especial Mónica que entonaba graves y

agudos con la misma versatilidad de las negras jazzeras, por lo cual no nos sorprendió

cuando contó luego que su aspiración era ser cantante solista de blues. El regocijo de

escucharlas cantar se transformó inmediatamente en entusiasmo descontrolado, aún

antes que terminaran la canción. Después de los aplausos, ¡que hasta la celosa Rusa les

aplaudió el cantar!, hubo brindis de alegría, intentos de Diego y Fernando por abrazar a

Mónica -que no pudieron concretar por entorpecerse mutuamente- y la necesidad de

darle nombre al coro.

- NN y los del Falcon Verde, tiene que ser ahora NN y los del Falcon Verde con

las algo -dijo David.

- ¿Por qué no lo dejamos como está? No hace falta cambiar el nombre de la

banda, se suman y listo -sostuvo Agustín.

- No, el público ya conoce a la banda y cuando vea la novedad en el escenario va

a querer identificarlas -insistió David.

- Eso es fácil, -insistió Agustín- cuando el Gallego nos presenta agrega que en los

coros están Luciana y Mónica.

- El show requiere show –argumentó David-, hay que remarcar la importancia de

ellas con un nombre significativo.

216

- Los ángeles rubios -propuso Fernando mirando fijamente a los ojos de Mónica.

- ¡No! -descartó de inmediato Diego-, NN y los del Falcon Verde con los ángeles

rubios es muy largo y queda grasa, no suena bien, además por la implicancia del

apodo de “Ángel Rubio” que le pusieron a Astiz es como sí las estuvieras

llamando alfredas, lo que no les hace justicia. Hay que darles otro nombre -y era

entonces Diego el que sonriendo miraba fijo a Mónica- tan atractivo como ellas.

- Sí -lo apoyó David, sin darse cuenta que la Rusa no toleraba elogios suyos a

ninguna otra mujer, ni siquiera por descuido o casualidad-, ese nombre no va,

tiene que ser algo con mejor gancho, algo más eléctrico...

- ¡Las picanas!-se entusiasmó Carlos.

- ¡No! No, eso suena peor que feo -rechazó Luciana.

- Entonces Las Susanitas -corrigió Carlos.

- ¿Susanitas por la picana, -preguntó Marcos- por la Giménez o por la amiga de

Mafalda?

- Por lo que quieran que sea -contestó Carlos.

- Muy difuso, no -descartó César.

- ¡Ya está! Lo tengo -afirmó David- La 220, por los voltios y porque son dos de

20.

- De veinte y unos cuantos más -corrigió con ponzoña La Rusa.

- A mí me gusta lo de 220 -respondió Mónica, que en realidad tenía 26, sin dejar

pasar la oportunidad de devolver gentilezas- ¿total?, algunas todavía no pasamos

los treinta.

- Yo tampoco, querida, yo tampoco.

217

Y para amargura de la Rusa, como nadie se opuso, quedó establecido que el nombre de

la banda no se tocaría sino que ellas serían “La 220”. Por tanto, yo haría el anuncio del

siguiente modo: “Esta noche, con la inquietante presencia en coros de La 220, ¡NN y los

del Falcon Verde!”.

Cinco minutos después de terminar el asado acabó la paciencia de Antonio y

comenzaron los ensayos: nuestro Falcon Verde calentaba el motor. Debo admitir que las

chicas del coro dieron a cada canción un sonido más completo, y los arreglos de

Antonio estaban tan inspirados que todas las canciones parecían nuevas. Las dos

muchachas llevaban el ritmo en el cuerpo. Se movían con gracia innata alternando de

modo sensual, arriba y abajo, uno y otro hombro. Mientras lo hacían llevaban sus

caderas de diestra a siniestra dejando en evidencia la estrecha cintura. Esa actitud

corporal no tardó en contagiarse al resto de la banda. Es que todos les mirábamos y de

tanto mirarlas, pues, surgían fuertes las ganas de bailar con ellas. Además Diego y

Fernando, compitiendo por los favores de Mónica, trataban de lucirse y sobreactuaban

sus gestos. Era un duelo músico-actoral, por decirlo de alguna manera. Quien lo viera a

Diego en esas circunstancias, pensaría que desarrollaba alguna otra liturgia de médium

en trance convocando los espíritus de los muertos. Cerraba los ojos alzando las cejas,

extendía, retrotraía y fruncía los labios, echaba la nuca hacia atrás moviendo la cabeza

de lado a lado. Y entre escena y escena que representaba, le echaba un vistazo a Mónica

para constatar que ella le viera. Lo más gracioso del asunto, era cuando queriendo

mostrar su versatilidad con el instrumento llevaba el bajo de paseo. Lo subía y lo

bajaba, por encima de su cabeza o debajo de sus rodillas, pegado al cuerpo o alejado

extendiendo los brazos, hacia la derecha o a la izquierda, y como si fuera cualquier

cosa: fusil, palo de golf, soga por la que estuviera trepando. No se quedaba quieto y para

218

peor le daba por caminar de un lado para el otro. Tanto se movía que Marcos, por

seguirle el juego, le acompañaba a veces y tocaban cara a cara o espalda contra espalda.

Generaba así una suerte de alegre efecto dominó por el que Marcos incitaba a César y,

medio en broma medio que en serio, los dos guitarristas se ponían a imitar los pasos

marca registrada del tío ese de las bermudas, el de AC-DC que no sé como se llama. Y

hasta Carlos, por madurez siempre el más sobrio, se soltaba de a ratos con el saxo

bailando igual que los apaches de las películas. Por supuesto que frente al despliegue de

energía que generaba Diego, Fernando no podía ser menos, claro que limitada su

libertad ambulatoria por las características restrictivas del instrumento. Aferrado a su

asiento, nuestro baterista no se privaba de ninguno de los ademanes que hacen sus

colegas ni de hacer acrobacias con los palillos. Pero su apuesta fuerte pasaba por la

exhibición del torso. Como tenía buenos brazos trabajados en el gimnasio, con

poderosos bíceps muy desarrollados, pecho firme y abdominales marcados, al segundo

tema de cada ensayo se quitaba la camiseta. Tan estudiado tenía su acto exhibicionista,

que colocó a su espalda un reflector que al tiempo que le hacía sudar la gota gorda

remarcaba su musculatura con el brillo de la transpiración. Se preguntarán ustedes qué

hacía Mónica. Bien, ella sonreía las morisquetas de Diego, pero miraba, y mucho, el

cuerpo sudoroso de Fernando. Para mi sorpresa Antonio aprobaba esa vitalidad que

desbordaba en los ensayos. Hasta él la iba de relajarse cuando Luciana le bailaba o le

cantaba tomándolo suavemente por los hombros. El único que permanecía serio,

reconcentrado y hasta un poco tenso, era Agustín. No participaba del juego, lo cual no

me resultó extraño, el cabronazo se cuidaba mucho y cada vez estaba más pendiente de

su salud. El muy hipocondríaco.

219

Al correr de las horas y los días Antonio empezó a subir las exigencias, a cuestionar los

juegos y a reprender a Diego y Fernando cada vez que, por enfrascarse en su duelo,

afectaban el sonido de la banda. Bajo y batero quedaron en la mira permanente del

director musical. El oído absoluto no dejaba de amonestar los errores de nadie, incluida

Luciana, sin ningún tipo de contemplaciones. Ni siquiera yo quedé al margen de sus

reclamos en aras de la perfección. Antonio entendía que mis fraseos eran parte de cada

canción, y al igual que una partitura debían ser interpretados del modo exacto, no

bastaba con decirlos, los textos tenían que ser pronunciados con entonación

cuidadosamente predeterminada. La ansiedad por experimentar la puesta en escena del

recital al aire libre crecía a medida que los plazos se acortaban. El tiempo pasaba veloz

y de buenas a primeras nos vimos inmersos en un ensayo ininterrumpido.

Antonio volvía a ser el Antonio que no dormía nunca, corregía y volvía a corregir los

arreglos emputeciendo a Dios y María Santísima con su constante búsqueda de una

perfección artística por definición imposible. La alegría del reencuentro, esa que La 220

imprimió a los arranques, estaba quedando atrás desplazada por la tensión

omnipresente. La pobre Luciana llevaba la peor parte al descubrir el lado oscuro de su

novio, e ir dándose cuenta que su lugar era el de segunda, segunda y lejos detrás de la

música.

Así estaban las cosas, a punto de irse al demonio, que una noche César ordenó descanso

y habló en privado con Antonio, para reclamarle quitara el pie del acelerador porque

íbamos directo a darnos la madre de todas las ostias. Esa noche César, Carlos y Marcos

estuvieron fuera. Sin duda por asuntos que se imaginarán ustedes, pero de los que nada

me informaron ni yo les pregunté. Después de cenar, Antonio y Luciana se encerraron

220

discretamente en la sala de ensayo que también era el dormitorio de ambos. Mónica,

Diego, Fernando, Agustín y yo nos instalamos en el living a ver alguna película que

daban en el cable. La función resultó tan mala que en contados minutos Agustín cayó

dormido, Mónica se aburrió y para evitar el acoso de los dos gavilanes se fue a su

cuarto, que antes era el mío, con la excusa de leer un libro.

A mí me pareció que la cama vacía de Carlos era mejor que el sillón en el que dormía

desde la llegada de las chicas, por tanto la usurpé con gran satisfacción.

Lamentablemente no pude conciliar el sueño profundo y reparador que me hacía falta,

eso hizo que cuando más tarde entraron al cuarto Diego y Fernando yo les escuchara. Se

acomodaron en sus camas y pensando que yo dormía comenzaron una de esas charlas

trasnochadas que se dan entre amigos de cama a cama. Hablando en susurros

discutieron un rato sus menguadas posibilidades de seducir a Mónica. Agotado el tema

tras que volvieran recurrentemente sobre los mismos argumentos, dejaron extender el

silencio que no era tal. Podría haberme vuelto a dormir en ese lapso, sin embargo la

inquietud estaba presente y fue Diego el que la puso en palabras.

- Fer…

- ¿Si?

- ¿Qué vas a hacer?

Fernando no respondió inmediatamente sino al cabo de largos segundos.

- No sé.

- Yo tampoco.

221

- Estos están re-jugados, es como si ya tuvieran un pie en la isla.

- ¿Sabes encima de lo que estamos durmiendo?

- Si. Igual todavía falta.

- Pero lo van a hacer.

- Seguro, ya lo tienen decidido.

- Tengo miedo. ¿Vos no?

- No.

- Vos también vas a ir.

- Supongo que sí.

- ¿Y si sale mal? O mejor dicho: ¿Puede salir bien una cosa así?

- Nadie sabe. Depende de tantas cosas que el único modo de averiguarlo es

hacerlo.

- ¿Te das cuenta de todas las consecuencias que puede acarrear esto?

- Sí. Creo que sí.

- Porque, esta bien, supongamos que voy, pero mi familia se queda acá… ¿Y si

toman represalias con ellos?

- No creo. No. No porque nosotros podríamos hacer lo mismo y las cosas se

pondrían de infierno para todos. No. Eso no lo quiere nadie.

- Imagínate que nos bombardean, y los comandos que quedan acá hacen volar el

Ministerio de Defensa, ¿vos pensás que entonces van a decir "ah, no, mejor los

dejamos tranquilos"?

- No es la idea.

- Se dijo muy claro, si nos hacen la guerra allá van a tener los funerales acá.

- Mira, cuando iniciás una secesión la guerra es más que riesgo latente, es la

certeza que dan las convicciones, pero hasta la idea de la secesión es

222

consecuencia del estado de disgregación, por eso es tan importante elegir el

momento, tiene que ser cuando a la mayoría de la gente le importe menos que un

carajo o sienta ganas de hacer lo mismo.

- Boludo, nos van a tirar con todo.

- Una de las claves es que la toma sea incruenta, no tenemos que matar a nadie, ni

siquiera causar una herida. ¿Entendés Diego?

- Eso en Malvinas no dio resultados, no evitó la respuesta.

- Esto es totalmente distinto. Ahí había dos países, y entre los argentinos Malvinas

es un sentimiento porque la usurpación inglesa es una afrenta, en cambio la

secesión es otra historia. Nosotros no somos kelpers, no somos piratas

extranjeros que vienen a invadir, somos argentinos a los que no nos gusta el

rumbo que está tomando el país, nos estamos quedando sin país y como revertir

el descalabro ya es imposible, decidimos salvar una partecita. Tenemos derecho.

- Está bien, son cosas distintas, pero la resolución va a ser la misma.

- Mira, la República del Plata no es insultante para el resto de los argentinos, es un

llamado a la reflexión. Nosotros vamos a ir a la Isla a cara descubierta, sin

obligar a nadie a vivir bajo nuestras reglas, nada que ver con los guerrilleros que

quisieron adueñarse de Tucumán, y sin representar ningún riesgo para los que

prefieran quedarse acá en el viejo país. Si lo entienden y de movida nos dejan en

paz mejor para todos, pero ¡ojo!, si no lo entienden tenemos en claro que vamos

para pelear y quedarnos, vivos o muertos, pero nos quedamos. Es como el sabio

adagio romano "si vis pacem para bellum".

- ¿Te ves con un fusil en la mano?

- Eso es lo más fácil Diego.

223

- No creo que sea fácil estar en una trinchera esperando que desembarquen, y

llegado el momento empezar a tirar contra tipos que hoy por hoy son los

nuestros.

- Si te disparan no te queda otra que tirar vos también, tengo amigos militares, no

hay que tomarlo como algo personal. Preferiría que fuéramos todos juntos por

Malvinas, pero acá ni se acuerdan que somos un país invadido, y por montones

de cosas de ese estilo que me llenan de bronca, es que me voy...

- ¿Por qué me dijiste que no sabías lo que ibas a hacer? Si ya lo tenés decidido.

- Porque todavía no quiero comprometerme, yo también tengo unas cuantas

dudas… ¡Pero va César, loco! ¿Entendés? César…

- Sí, César es capaz de convencer a cualquiera… Pero yo sigo pensando que es

una locura y que va a terminar como el orto, un orto feo, como termina todo en

este país, pero por eso mismo… ¡Por cómo es este país es que lo entiendo a

César! Y cuando lo veo a los ojos siento que se la va a jugar hasta el final.

En ese punto Fernando empezó a murmurar explicaciones que interrumpió al abrirse la

puerta. Era Agustín que había despertado incómodo en mi sillón y decidió meterse en su

cama. Entonces callaron. Tengo la impresión que Agustín volvió a dormirse en cuanto

puso la mejilla sobre la almohada, pero los otros tres, fingiéndonos dormidos,

permanecimos largo rato meditando aquel asunto. Menudo problema el de mis amigos,

cuestionarse todas las lealtades con que habían sido educados, asumiendo que la

Argentina era ya un lugar vaciado de las ideas que le dieron origen y despojada de todo

futuro. Me apenaba. Los imaginé muertos en alguna playa de Martín García, devastada

cual miniatura de Dunkerque, y que esa imagen macabra me tomaría por asalto

cualquier tarde en mi hogar, sentado junto a mi mujer, con mis pantuflas en los pies,

224

viendo el informativo de la Televisión Española. En el pecho el ahogo me anticipó que

sentiría entonces la culpa de haberlos dejado solos. ¡Joder! ¿Por qué no puede uno evitar

la atracción por las cagadas? ¿Y si los denunciaba? ¿No estaría acaso salvando sus vidas

y las de muchos otros poniendo sobre aviso a las autoridades? Me odiarían, es verdad.

Pero los muertos no odian ni aman, los muertos no son nada. Al cabo de tantas idas y

vueltas mentales la extenuación doblegó al agobio y dormí.

225

LOS OJOS BRILLAN

Los ensayos se retomaron con cierta moderación por parte de Antonio, lo que despertó

en los otros integrantes de la banda una suerte de obligación moral para brindar de motu

propio el mayor esfuerzo. Sonaban divinamente. Todo parecía estar bien, muy bien. Tan

bien que una madrugada alargada por demás Antonio decidió cerrar la sesión

interpretando, y grabando, la canción que Carlos había escrito para su esposa

embarazada, a la que puso de título "Los ojos brillan".

Momento tierno para la intimidad de la banda, porque la canción no iba a integrar el

repertorio, quedaba para los afectos de puertas adentro como abrazo de todos al niño por

nacer. Agustín puso su mejor voz secundado por las chicas del coro. ¡Vale! La emoción

arrancó intensa con el solo de saxo introductorio que Carlos tocó cual si le fuera la vida.

A las guapas niñas de La 220, por esas cosas del instinto maternal que las hembras

llevan dentro, les flaquearon las rodillas. La voz de Agustín brotó dejando en claro que

lo suyo era el romanticismo, le puso tanta vibración al sentimiento que yo, al

escucharle, me derretía de amor y deseos de paternidad. Hubiera gritado el nombre de

mi amada, atravesado las paredes y nadado hasta sus brazos para recomponer el hogar y

llenarlo de hijos. ¡Cerraba los ojos y veía la sonrisa desdentada de mi bebé en su regazo!

Un pequeño Rafi… El bebito con mi cara, bonito y queriendo decirme "papá", se

representó en mi mente con fugacidad. La distancia dolió entonces como nunca.

Hay una vocecita

creciendo en tu interior,

yo siento en mis oídos

226

latir un corazón.

Y latirá más fuerte

hasta que pueda verte

despertando un grito

de júbilo y dolor,

porque ya no somos dos.

(coro)

Esa vocecita en tu interior

es que ya no somos dos

y nos brillan los ojos de amor.

Sueño lo que sueña

un hombre al soñar,

entonces miro al cielo

y veo más…

Como a esas dos manitos

apretando mí pulgar

y una sonrisa

que se me hace a vos.

Está el brillo de tus ojos

y el amor

entre esta lágrima

que se me escapa

227

y el aire que

ahora me falta

(coro)

Esa vocecita en tu interior

es que ya no somos dos

y nos brillan los ojos de amor.

Espero darle

lo que un padre debe darle,

así sabrá que sus colores

son más fuertes que la piel

y donde su mente quiera ir

le llevarán sus pies.

(coro)

Esa vocecita en tu interior

es que ya no somos dos

y nos brillan los ojos de amor.

Ningún ojo seco al terminar. Lloramos todos, con felicidad inaudita. Carlos nos

abrazaba uno por uno dándonos las gracias, no alcanzando nunca a secarse las lágrimas

por más que se refregara los ojos constantemente contra las mangas de su camisa.

Nunca, por nadie, he sentido una envidia tan sana como la de esa vez. Así, en la

228

emotividad desbordada tanto Diego como Femando creyeron tener la oportunidad de

llegarle al corazón de Mónica. Sin embargo ese corazón ya tenía una flecha clavada, y

ella, mujer de armas tomar, puso sus manos en la quijada de Agustín, lo miró fijo más

allá de los ojos, y le estampó un soberano beso carnal. Digo, un beso obsceno por donde

se lo viera, una de esas cosas que de sólo verlas te queman las pestañas, un beso, ¡uh!,

¡pero lo que se dice un beso! Quién iba a decir que el tan callado Agustín, a pesar de su

histeria hipocondríaca de marica frágil, contaba en su arsenal con semejante poder de

seducción. Yo, os diré sinceramente, ni lo sospechaba. Tampoco se lo imaginaron

Diego y Fernando. Los dos gavilanes quedaron anonadados, deambulando la soledad

con las alas muertas dejando surcos a ambos lados de sus pasos. Extraño ver a esos dos,

siempre chispeantes, ir en silencio a refugiarse en la cocina sin poder recomponerse del

golpe. Quedó enrarecido el ambiente, tal vez por eso Antonio sorprendió a todos con su

decisión de dar por terminados los ensayos. En principio creí que aquella determinación

obedecía a su percepción de lo que ese beso podía, en lo inmediato, afectar al

desenvolvimiento de la banda. Con el correr de las horas conocí el verdadero motivo.

Luciana le contó a Mónica, que le contó a Agustín, que le contó a Marcos, que le contó

a Diego, que me contó a mí, las verdaderas razones por las que nuestro director de

orquesta dio por concluidos los ensayos. Y nada tenía que ver con el efecto Mónica. La

primera razón era que NN y los del Falcon Verde había alcanzado una exquisitez de

sonido que lo situaba muy por encima de cualquier perfomance anterior. La segunda era

que todos los arreglos habían sido suficientemente ensayados, corregidos y asimilados.

Y la tercera, era que el Vietnamita seguía tan loco de remate como siempre y estaba

convencido que, en este recital ya a la vuelta de la esquina, Charly García finalmente se

haría presente, por lo cual debía concentrarse tanto y más que nunca antes lo había

229

hecho para dar ningún concierto. Desde ese punto al recital lo único que restaba era la

tensa espera.

- ¿Qué pasa chavales? ¿Los dos han perdido su apuesta? -Les dije luego a Diego y

Fernando cuando les vi asaltando la heladera.

- No me gastes, Gallego -respondió Diego, que de los dos era el menos afectado-

¡Loco, me sonreía todo el tiempo! No sé qué pasó, no lo entiendo.

- Mira -traté de iluminarlo-, no te ofendas por lo que voy a decirte, pero eso de

hacer música con los instrumentos, sea la guitarrita, los tamborcitos, el bajo o lo

que mierda sea, si bien es algo que las mujeres encuentran muy sexy, no alcanza

para superar el encantamiento de una buena voz. Lo que las subyuga es la voz.

Lo sé por experiencia propia, y si encima, como en mi caso, cuentas con buena

presencia, pues te acostumbras a que intenten contigo lo que Mónica pudo con

Agustín.

- El problema es que a mí Mónica me estaba gustando en serio -se lamentó

Fernando.

- Tampoco habréis de arruinar la banda por un asunto de polleras.

- A mí lo que me jode -saltó Diego- es que si nosotros teníamos una apuesta sobre

Mónica, Agustín no tenía porque meterse.

- Eso es verdad -coincidió Femando.

- Pues si así piensan, deberían llevarle la queja a Mónica, para que se les ría en la

cara, digo…

- No, no, tampoco vamos a hacer bardo -aseguró Diego.

230

- Ya está, no da para bondi, ya paso -sentenció Fernando-, igual me queda en

claro que si Agustín no se metía era evidente que Mónica prefería venirse

conmigo.

- ¡Ah bueno! Está bien, de ilusiones también se vive.

- ¿Qué? Diego, en realidad es obvio que la apuesta la ganaba yo.

- ¡Nunca te dio bola, boludo!

- Perdonad que os interrumpa, pero digo yo, para ustedes es como si no existieran

los sentimientos de esta chica.

- Gallego, las rubias son rubias, no tienen sentimientos.

- Es así gaita, las rubias sólo tienen sexo, son como las muñecas inflables pero

con autonomía.

Los dos empezaron a reír. Caí en la cuenta que Antonio los conocía mejor que yo, y

esos dos crápulas no iban a hacerse ningún problema por perderse una hipotética

revolcada con la rubia. De hecho, antes que terminara yo de pensarlo, ya habían

establecido la nueva apuesta para ver quien lograba primero llevar a la cama una

pelirroja.

- Pero tiene que ser pelirroja natural, no teñida -clarificó Diego.

- Pelirroja de pecas en la cara.

- Esas son recontra putas.

- Putísimas… ¡Como a mi me gustan!

- ¿Y qué apostamos?

- Lo de siempre.

- Dale.

231

Se reían y yo con ellos, por habérmelos tomado en serio. Es que para mí las mujeres

representan lo sublime, la mayor creación de Dios, la joya de la naturaleza, la

humanidad por su perfil más elevado, tanto que únicamente merece ser abordado por

medio del amor, amor sincero, amor verdadero. El Amor así en mayúsculas. ¡Venga! Lo

que sentía yo por mi mujer. Ese amor gigantesco frente al cual me había

empequeñecido. Ese mismo amor que de tan desmedido se tornó inmanejable hasta que

me dobló por mi lado débil: la poca autoestima. Viéndola a ella del modo en que mis

ojos la veían, me quedaba grande, era mucha mujer para mí. Creí que amar, en

situaciones semejantes, era resignar. Por eso, y por cobarde, huí. Así que las mujeres no

eran broma para mí. Ya se avecinaba el recital y luego abordaría el avión del retorno,

pensé que la distancia me había fortalecido, comprendí, en las visiones de lo que ella

sufría el vacío de su vida sin mi persona, que a sus ojos era yo el gigante, y esa mutua

visión nos complementaba haciendo de nosotros la pareja perfecta. Además mi amor

por ella se supo exteriorizar superando pruebas difíciles, al ignorar las tentaciones que

pueblan las noches de una exitosa banda de rock.

Confieso, sin pudor y hasta con orgullo, que escurrí sobre la almohada silenciosas y

dulces lágrimas de amor. Las más dulces que he llorado jamás, pues con su cristalina

esencia corroboraban la pureza de mi sentimiento. Soñé con ella, que esas lágrimas me

atrapaban convirtiéndose en la enorme burbuja que el viento elevaba transportándome

por los cielos, y que dejando atrás una estela luminosa me depositaba a su frente. El

milagro de mi vuelta, era la resurrección de su alegría. Estallaba la pompa y nos

fundíamos en un abrazo con el que la rescataba yo de la más profunda depresión. Y

entonces, con la seguridad que me infundía el haber templado mis fuerzas en la forja del

232

destierro, mirándole a los ojos, justo antes del beso con que triunfaba el amor, le decía

"Soy yo, el hombre que te mereces, el que calza estas pantuflas".

Al fin llegó el tiempo de salir a escena. Todo había sido perfectamente planificado. Nos

despertamos cerca de las doce del mediodía y salimos a la ruta con la intención de

comer un asado en el lugar del recital. César, Marcos y yo fuimos en el Legendario, los

demás en otros autos. Al dar la vuelta en la Rotonda Susvín, tomé cabal conciencia que

lo de esa noche sería un evento magno, pues ya estaban allí más de 30 autos del Club

del Falcon Verde, seguramente los más ansiosos e impacientes. Al pasar nos saludamos

con sendos bocinazos y seguimos camino a la Estancia Manuela, sitio en el que, un par

de kilómetros tranquera adentro, ya estaba montado el escenario. La imponente

estructura de hierro y madera, en forma de T y dotada de rampa, permitiría al legendario

irrumpir sobre el escenario como si fuera a saltar sobre el público. Los grupos

electrógenos, que alimentarían los poderosos equipos de luz y sonido, ya estaban

instalados a distancia en la que el ruido de sus generadores no afectara la calidad del

show. Marcos condujo alrededor del escenario y tras dar una prudente vuelta de

inspección se aventuró por la rampa hasta dejar el auto estacionado al final de lo que

sería el pie de la letra T, que esa noche iba a quedar en medio del público a modo de

corredor perpendicular al escenario. Aquel montaje en pleno campo ponía las cosas en

perspectiva, así como que te apretaran los cojones con una morsa. ¡Vamos! Era

imponente. Imponente. Y había que llenarlo. Me quedé buen rato pensando hasta

entender que lo mejor era no pensar nada, aguardar lo que sea y salir al ruedo a matar el

toro. Sacamos el Legendario mientras allá a lo lejos alineaban los baños químicos.

Después del almuerzo en el quincho, probé los micrófonos y se corrigieren algunos

acoples. Cada uno de los músicos realizó una prueba individual de sonido con sus

233

equipos, y luego todos juntos interpretaron una canción. La calidad del sonido era

impecable. Volvimos al casco de la estancia cuando ya los primeros autos comenzaban

a instalarse frente al escenario. Los nervios nos carcomían los sesos y los minutos se

negaban a correr. Esperamos, esperamos esperar, y de tanto aguardar me encontré frente

al espejo peinándome a la gomina. Me vestí luego corroborando mi buena estampa, y el

toque misteriosamente peligroso que me conferían los anteojos negros.

Las chicas de La 220 nos dejaron de mandíbulas caídas, su traje era como el nuestro

pero en lugar de pantalones llevaban pollera larga, y debajo, para cuando se quitaran la

falda y el saco, mini muy corta con camisa que era pura pechera dejando la espalda al

descubierto. Traían peinado tirante recogido hacia atrás, pero sin gomina pues en alguna

parte del show, cuando cantaran aquello de "Susanita te hace shock", deberían soltarse

el cabello y agitar sus melenas, como hacía Susana Giménez en la propaganda de jabón

Cadum que la lanzó a la fama allá por 1967. Aquella publicidad resaltaba el efecto

“shock” del jabón, y de ahí -humor negro mediante- derivó el nombre de “Susanita”

aplicado a la picana eléctrica.

David, que se pasó toda la jornada corriendo de un lado a otro asegurando que cada cosa

estuviera en su lugar, vino a decirnos que la asistencia del público era masiva, 30.000

personas y seguían llegando. Los automóviles que no eran Ford Falcon se estacionaban

a 500 metros del área del recital, en tanto que los legendarios accedían libremente al

espacio destinado al público. El ronroneo de tantos Ford Falcon estremecía y

envalentonaba el ánimo, en tanto los cánticos de la patota, con aquello de "Soy del

Falcon, / soy del Falcon, / Falcon Verde, / yo soy", ponía los pelos de punta. Nos

alistamos para responder a ese clamor. Antonio dijo tener seguridad que estábamos

234

listos para gozar de la fiesta, y en el mismo tono César nos arengó a dar, y darnos, el

mejor espectáculo en la historia del Rock & Roll. Con la zambullida de Agustín al baúl

del Falcon Verde, comenzó nuestro despliegue. Los muchachos se acomodaron dentro

del auto y yo me senté sobre el capot del motor. Arrancamos hacia el escenario con las

chicas de La 220 siguiéndonos en el jeep que manejaba David. Al pie de la escalinata

para subir a escena respiré profundo, aclaré la garganta y realicé mi entrada. El apagarse

brusco de las luces que hacían la iluminación del escenario y el perímetro del campo,

arrancó un gritó eufórico. Con la única claridad que proporcionaban los faros de los

Falcon, yendo al micrófono alcancé á distinguir los brazos de la multitud que entre

saltos y alegría anunciaba: "¡Ya viene, / ya viene, / ya viene el Falcon Verde!"

¡Coño! ¡Qué manera de temblarme las rodillas! Aquellas sombras fantasmagóricas, os

diré, llenaban los ojos como la alucinación gigantesca surgida de mil cabezas. Debí

recurrir a mi proverbial profesionalismo para abrir el show con el entero poder de esta

privilegiada voz. Un cañón de luz me sumergió en su brillante ceguera y nomás de

verme se desató la ovación, que se hizo delirio en cuanto les dije:

- ¡Buenas noches, patota!

Una salva de fuegos artificiales coronó mi saludo, sincronizadamente con la psicodelia

de luces que, dando muestra de energía, se dispersó en un movimiento de haces que lo

abarcaron todo para concluir centrando la luz y la atención en mí.

- Bienvenidos a esta noche de memoria y verdad. En los años de plomo, los del

"yo me borro" y el "no te metas", cuando muchos se escondieron bajo la cama a

235

esperar que otros hicieran lo que debía hacerse, él fue de los que salieron a poner

el cuerpo. Al igual que los héroes de viejas aventuras, su nombre adquirió la

fama de un color distintivo, fue bandera desplegada tremolando al viento por las

noches oscuras en la más sucia de todas las guerras. Cruel entre los crueles

aceptó batirse con las reglas de sus enemigos, los que pronto descubrieron que el

suyo era un viaje de ida. Su nombre se pronuncia siempre con respeto, respeto al

que sus enemigos le añaden temor, respeto al que sus amigos le añaden gratitud.

¡Ford Falcon! O para decirlo con total precisión ¡Falcon Verde!, y esta noche,

con la inquietante presencia de La 220 en coros, para toda la patota, una banda

de rock para rockanrolear, una banda de terror paramilitar: ¡¡¡N.N. y los del

Falcon Verde!!!

La violencia con que Marcos hizo saltar el Legendario de la rampa al escenario, le puso

los cojones de moños a los tipos que habían armado la estructura. A mí también, claro.

Pero esa noche estábamos para la gloria y todo iba a salir de puta madre. Estacionó casi

encima de la gente y descendieron con itakas en las manos. Las luces y los fuegos

artificiales triplicaron la dimensión de lo que había sido mi anuncio. El show siguió la

misma rutina de siempre, que el público podía disfrutar doblemente gracias a la súper

pantalla que hacía de telón de fondo. Quitaron a Agustín del baúl, lo arrastraron al

centro del escenario, cambiaron las itakas por los instumentos, y cuando César le

ordenó: "Ahora vas a cantar", sobrevino la locura. Con los ojos vendados Agustín soltó

la voz para "Demasiado tarde". Hubo que empeñar toda la potencia de los altavoces en

sobreponer el sonido de la banda a la fuerza atronadora del público. Las energías de ese

coro vital llegaban al escenario como el aliento de la divinidad, capaz de transformar a

las más corrientes de sus criaturas en héroes o semidioses. El quiebre de Agustín y su

236

consiguiente metamorfosis de prisionero a represor preludió "Che, Beto", haciendo que

la banda se mostrase mejor que nunca, creciendo en histrionismo sobre el enorme

escenario para abarcarlo completamente. La música operó el milagro de achicarlo, de

reducirlo a su mínima expresión, proyectando cada intérprete una envergadura artística

descomunal, creo que tomaron conciencia de ello a partir que La 220 liberó sus cabellos

al cantar, en un momento muy logrado: "Y Susanita... Susanita... ¡Susanita te hace

shock!". El primer plano de ellas en la pantalla disparó los ánimos a los cielos; flotando,

allí se mantuvieron con "Represor ilegal" y "El shingle". Un éxtasis apoteótico, lo que

se dice orgásmico, se alcanzó con "Memoria y verdad", y al final de la primera parte

con "El buen soldado" sencillamente el sacudón fue tan fuerte que el placer estuvo al

tris de convertirse en dolor. Hasta el gozo tiene sus fronteras, y aquello llegó hasta las

estrellas.

El descanso se hizo imprescindible, no hay corazón que aguante bombear tanta sangre y

adrenalina a esa velocidad. En ese intermedio apareció de entre la multitud un Falcon

Verde inflable, hecho en tamaño real y hasta con luces, al que la gente hacía ir de un

lado a otro botándolo de mano en mano. También dos gigantescas pelotas verdes

rebotaban en la multitud. Con esas pasadas de los globos parecían anticipar lo que podía

ser el salto del Vietnamita, demostrando que La Patota estaba dispuesta a recibirlo sobre

sus palmas y llevarlo suavemente hacia donde el capricho alucinatorio indicara que

debía encontrarse Charly García. La segunda parte abrió con "Rueda de noticias":

237

RUEDA DE NOTICIAS

La rueda gira, como todos los días.

El refritado de noticias de ayer,

de esos que hablan y no dejan de hablar,

carne podrida que hay quien gusta comer

sin decir nada que nos sirva escuchar.

La radio y la tele

las prendo y me pierdo

si no hay nada nuevo.

Algunas veces, ves que las voces se van

hacia lo hueco, haciendo eco

en un espacio infinito y vulgar.

Haciendo eco allá en lo hueco

como cayendo en una tonta espiral.

La radio y la tele

las prendo y me pierdo

si no hay nada nuevo.

Entre los popes de la información

siempre se escucha la misma canción:

"Dinero, dinero, te busco y te quiero."

238

"Dinero, dinero, me alquilo y me vendo."

Y cuantas caras esculpidas en piedra,

y cuanta frase esperando miserias,

mucha pantalla sirviendo de pantalla,

mucho canalla en el coro de canallas.

La radio y la tele

las prendo y me pierdo

si no hay nada nuevo.

Le siguieron, con el mismo constante furor "Nada duele" y "Arriba ángeles caídos".

Después fue el turno de "Los ojos de mi amigo" y "En la plaza".

La segunda parte iba a cerrarse con "Canción de después", tema originalmente

compuesto por César para una mujer de grandes ojos almendrados, de la que casi nunca

hablaba pero cuya fotografía atesoraba en un pequeño portarretrato. Le pregunté por ella

el día en que, por descuido, olvidó guardar la foto en la gaveta que solía mantener bajo

llave. Me dijo apenas, muy enigmático y en tono bucólico, estas pocas palabras a modo

de toda respuesta: "Una de esas historias que nunca debieron comenzar y que no pueden

cerrarse".

239

CANCIÓN DE DESPUÉS

Después…

Porque siempre hay un después,

hamacando los recuerdos

y el cuerpo en un sillón,

con la mirada perdida en el ayer

dibujando sus contornos en el sol,

ese enfermo moribundo por nacer.

Después...

Porque siempre hay un después,

te tomaré en mis brazos

como antaño supo ser

y será como volver para partir.

Dejaré, quién sabe qué,

porque sabés

los ateos no tenemos

ningún cielo donde ir.

Después...

Porque siempre, hay un después,

hasta cuando ya no hay más,

yo sé que comprenderás

que mi cielo fue de almendras

240

y temblores de pasión

entre tus piernas.

Después...

Porque siempre hay un después,

otros jóvenes tendrán

un después que construir

Después...

Porque siempre hay un después.

Siempre, hay un después.

Se suponía, pues así estaba programado, que allí finalizaría la segunda parte. Ocurrió

entonces que al loco de Antonio le vino el ataque, y el público, la patota, lo advirtió

antes que nosotros. Interrumpiendo los aplausos, que eran el broche de perlas para una

actuación inspiradísima, empezaron a gritar "¡Viet-na-mita!, ¡Viet-na-mita!".

Antonio salió entonces eyectado de detrás del piano corriendo a un nuevo salto en esa

búsqueda enfermiza y desesperada de Charly García. Las manos en alto se tensaban

para recibir y amortiguar su enjuto cuerpo en el punto de impacto que la trayectoria de

aquella loca carrera sugería. Pero una vez más, Antonio, el genio atormentado, logró

desconcertar a todos al clavarse sobre la punta de sus zapatos y al filo del escenario

cuando ya los tacos los tenía en el aire. Una exclamación general que sonó a sirena de

bomberos en el largo ulular de la U: "¡Uuuuuh!", contribuyó a petrificar el instante, e

inmediatamente el abrupto silencio cayendo a plomo. En la pantalla gigante podía verse,

241

en primerísimo plano, el gesto atribulado del tecladista. Su equilibrio era un prodigio

tan inexplicable que hubiera desvelado al tío aquel de la manzana. Cerró los ojos, tapó

con el dedo mayor de la mano izquierda la oreja de ese lado, y movió la cabeza

rastrillando el silencio con el oído derecho. Intempestivamente abrió los ojos, seguro de

haber detectado la ansiada presencia, y cuando todos supusimos que se arrojaría sobre el

público dio dos pasos de susto hacia atrás. Allí volvió a cerrar los ojos y asintió con la

cabeza, cual si hubiera recibido alguna instrucción. Dio la media vuelta caminando con

paso firme y presuroso al medio del escenario. Chasqueó los dedos para llamar la

atención de los plomos, e indicarles con otro ademán que llevaran el piano al medio y al

frente. Mirándolo a César, dijo en tono absolutamente imperativo y poniendo a su

voluntad por encima de cualquier posibilidad de desobediencia o negociación:

- Salgan todos del escenario hasta que yo los llame. Tengo un asunto con el

diablo, que es nada más entre él y yo.

César dejó su guitarra e indicó a los demás acatar la orden de Antonio. Desde aquel

primer show en que nadie nos conocía, por segunda y última vez en un concierto de NN

y los del Falcon Verde no pudo el público predecir lo que iba a acontecer. Ya os he

narrado esa extraña cualidad de adivinación de la que hacían gala cuando cantaban a la

par los temas de estreno. Y de repente, por arte de magia, o por genialidad de Antonio,

quedaron en blanco. Antonio se ubicó frente al piano ajustando el micrófono para poder

cantar. ¡Vaya tío! La formación clásica, ese oído absoluto y sus visiones de lo artístico

lo llevaban a lugares por encima de la realidad ¿Sabéis lo que es un artista? Os lo diré,

un artista es el individuo capaz de atiborrar de talento cualquier escenario que quedaría

grande para cien tipos que fueran medianamente buenos en lo suyo. Un artista es

242

alguien dotado de llaves que abren puertas a otras dimensiones. Un artista es la figurita

difícil del álbum, extremadamente difícil de hallar. Es un audaz que desdeña la

comodidad de complacer al público, y allí estaba, nuestro artista, a punto de romper el

silencio de la expectativa que supo imponer. Sus yemas acariciaron las teclas y la

música brotó inconfundible desde el primer acorde. El público, claro, conocía la letra

por haberla escuchado infinidad de veces como emblema que signa una época. Autoría

de Charly García, "Los dinosaurios" era lo último que la patota esperaba escuchar. "La

persona que amas puede desaparecer", cantó Antonio cuando las patas del piano

quedaron absorbidas en la nube de humo asentada sobre las tablas y el Legendario

parecía volar. De no haber estado tan pasmado de asombro como los demás, me hubiera

preocupado por la reacción de la gente, aunque ciertamente todo es cuestión de

interpretación, de contexto y de mantener la cabeza abierta para no caer en el peligroso

microclima de los fundamentalistas que no aceptan nada distinto a la verdad que les

duele. Sin embargo Antonio no daba respiro al piano improvisando arreglos, llevando la

música a niveles sobrehumanos, que ¡vamos!, uno no será un genio pero reconoce

cuando está frente a uno. A su llamado la banda volvió al escenario sobre mitad del

tema, entonces fue aquello pura fiesta pagana de héroes y semidioses, al que sus fieles

les tributaron las palmas del éxtasis mientras cantaban "pero los dinosaurios van a

desaparecer". Se replicaron los aplausos hacia el final, y poniéndose de pie Antonio

caminó tranquilamente hasta el borde del escenario, y allí mismo donde detuvo su salto,

sentenció satisfecho:

- ¡Say no more!

243

Tras lo cual improvisó una ceremoniosa reverencia, que aunque amplios los

movimientos no resultó aparatosa, y con él allí, semejando algún marqués de la

monarquía francesa inclinándose ante Luís, las luces fundieron a negro dando por

finalizada la segunda parte.

¿Qué si Charly García estuvo allí? Vaya uno a saber. No me consta, chavales; pero todo

puede ser.

244

¡CORRE ZURDITO!

La tercera y última parte del show se desarrolló en otro ambiente, con mayor distensión,

casi de entrecasa. Que el recital ya estaba cumplido, ¿qué más? Arriba y abajo del

escenario se derramaba felicidad. El contornearse de la multitud era constante, en

especial cuando entre tema y tema surgía aquello de "¡Arriba Falcon Verde!, / esta la

que baila es tu patota, / la que te sigue siempre a todas partes, / la que te pone el hombro

y el aguante, / ¡el aguante!". Mirad mi piel, parezco avestruz desplumado, y esto es

apenas por recordar… Imaginaros entonces lo que era estar ahí.

El final empezó con la jarana de "¡Corre zurdito!": la música del dibujo animado del

Correcaminos y el Coyote acompañando a una letra pegadiza que parodiaba los años de

plomo, jugando con la incorrección política del humor.

Si estando en la mala senda

oyes un “pist, pist”,

ten la seguridad que se trata de mí.

¡Corre zurdito!

Nuestro Falcon va por ti.

Miles de locas bombas has de poner

pero tarde o temprano vas a caer.

¡Corre zurdito!

Nuestro Falcon va por ti.

245

Lo que tus balas hieren, vas a probar.

Lo que tus balas matan, vas a sentir.

¡Corre zurdito!

Nuestro Falcon va por ti.

Luego de repetir esas cortas estrofas infinidad de veces, dejaron a un lado el repertorio y

consecuencia evidente del desahogo que experimentaba Antonio arriesgaron a

internarse en una larga zapada especie de popurrí de canciones inconclusas. Para el gran

final, con el resto de la pirotecnia, se reservaron "Somos los del Falcon", y la patota sin

aceptar saludos de despedida reclamó, exigió y logró una más. No hubo que elegir qué

canción tocar, nuestra gente comenzó a cantarla y solamente quedó acompañarle con

"Memoria y verdad".

Feliz con el último apriete, la patota se extendió en alargar el ensordecedor aplauso

sobre el que fui nombrando uno por uno a los miembros de la banda:

- Nuestra voz principal Agustín Canelois; César Carnovali, primera guitarra y

coro; Marcos Slahter, guitarra y coros; Diego Magliani, bajo y coros; Antonio

Faull, -aclamación- dirección y teclados; Fernando Hamal, batería y coros;

Carlos Bagliesso en vientos, Luciana y Mónica son La 220, y junto a quien les

habla, Rafael Pedro Miguel María de las Nieves Castillejo Ortiz y Serrano,

somos por y para ustedes: ¡NN y los del Falcon Verde!

Saludamos con repetidas aproximaciones al borde del escenario y entre reverencias,

lanzando besos a la multitud, caímos en la cuenta que había sido el último show. Aquel

246

adiós lo viví al ralenti, donde cada paso fuera del escenario adquiría una distancia

simbólica. Caminaba acompañando las ruedas del Legendario, sabiendo que esa etapa

cerrada estaba quedando atrás y cada segundo era algo que pretendía atrapar por

siempre. En mi percepción era como ir sacando fotos de polaroid a cada paso y entre

flash y flash escuchaba los sonidos, ya los aplausos, el motor del Falcon, algún grito.

Cada imagen me brindaba su propia música y era una visión de calidoscopio, donde el

todo y los fragmentos se interrelacionaban con las emociones que daban calor al pecho.

Creo haber llorado mientras reía, sintiéndome fuerte y débil, triste y feliz, maravillado y

espantado. Mi Dios…

Quisiera contarles el detalle de mi sentir, pero no hay palabras que puedan hacerlo, ni

otra forma de trasmitir esa experiencia que haberlo vivido. Os pido entonces sepáis

perdonar, esta, mi limitación, pero si algún día, en el mismo momento Dios y el Diablo

posaran sus manos sobre vosotros, ese día lo sabréis. Os juro que así se siente.

247

VOLVER

Me despedí de todos y cada uno de mis compañeros porque no me pareció que tuviera

mucho sentido regresar a la quinta. Preferí aguardar el momento de partir al Aeropuerto

en el hotel donde me había alojado la última vez. Tomé otra fotografía mental de todos

ellos despidiéndose de mí. Los quería. Los amaba. La alegría que aguardaba en España

no quitaba lo triste y medroso de la despedida por estos sudacas de los que me había

encariñado. Pareció entenderlo el amigo de David que se ofreció a llevarme al cinco

estrellas y no dijo palabra en todo el trayecto. A dos velas llegué pensando si aquella

foto que llevaba en mis retinas no se tornaría recuerdo amargo tras la aventura de

Martín García. Ya en la cama me decía que era necesario dar aviso a las autoridades;

más no lo hice. Les debía lealtad, y aunque sus decisiones les condujeran al desastre

tenía que respetarlos. Además en la mente no reservaba lugar para otros pensamientos

que los relacionados con mi amada mujer.

Abordé el avión con la ansiedad del adolescente que va por el primer beso. Iba

dispuesto a encontrarla, tomar sus manos entre las mías y clavando rodilla en tierra,

declararle mi renovado amor. Porque cuando un hombre ama a una mujer, debe

arrodillarse ante ella, y de rodillas, que es la manera de la romántica valentía, reconocer

que no hay caballero sin dama, que sin ella no se es nada.

España me recibió españolamente. Su aire era mi aire, su gente mi gente y al fin, bajo su

cielo caminé por calles en las que no era extranjero. De inmediato inicié una búsqueda

detectivesca para dar con ella. Ninguno de nuestros amigos en común sabía de su

paradero, y tal como lo sospeché desde un principio tuve que recurrir a esa vieja tía

248

suya, la sorda senil y sin teléfono a la que visitaba de tanto en tanto. La anciana mujer ni

recordaba tener una sobrina, menos a mí, pero confundiéndome con alguien –no me

pregunten quién- me dejó ingresar a su casa, lo que aproveché para hurgar entre sus

papeles. Y como el que busca encuentra, di con una tarjeta en la que reconocí su letra

cursiva. Escrita con esmerado cuidado, en trazos grandes para que pueda leerlos la vieja,

refería cierta dirección de Sanlúcar de Barrameda.

Viajé a Cádiz, donde renté automóvil para ir a su encuentro. Mis nervios, mis miedos,

mis culpas, me retuvieron algunos largos minutos de angustia aparcado frente a su casa

sin atreverme a ir por ella. La emoción era tan intensa que temía desvanecerme al cruzar

la calle. Junté coraje, y me llegué hasta la puerta. Era una construcción importante y

pensé que tal vez arrendaba algún cuarto en esa casa de familia, si es que ya no se había

suicidado por mí. Temía yo que fuera tarde. Con voz trémula pronuncié su nombre

preguntando si allí se alojaba, y el ama de llaves asintió requiriendo le informara quién

preguntaba por ella. Aquella pregunta de la doméstica me devolvió el alma al cuerpo.

En un suspiro le di mi nombre, que para la sierva no significó nada, e indicándome que

aguarde en el umbral se alejó cerrando al retirarse una puerta de dos hojas con cristales

fumados que algo transparentaba del otro lado. ¡Ella estaba viva! Los dos habíamos

sobrevivido a la separación, y nada iba a impedirnos recuperar el tiempo perdido.

Escuché su voz y sus pasos achicando la distancia. Podía ver su figura aproximarse

aunque deformada por los vitrales opacos. Me estremecí casi palpando la felicidad. Al

abrir la puerta fueron sus ojos lo primero que vi, radiantes, luminosos, transmitiendo

una desconcertante seguridad.

- ¡Rafi! -Dijo alegremente.

249

- Pero, pero… -Balbuceé sin dar crédito a lo que veía.

- Has llegado en el momento preciso -sostuvo.

- Pero, pero… -Repetía confuso hasta que señalando la evidencia logré

preguntarle- ¿Pero qué es eso?

- Mellizos -respondió colocando ambas manos sobre la panza.

- Pero, pero… -Absorto ante la luminosidad de su rostro, pregunté- ¿Quién te ha

preñado? .

- Paolo -respondió feliz.

- ¿Paolo?

- Mi pareja, por eso te buscábamos por todas partes, para tramitar el divorcio y

que estos niños lleguen al mundo con todo en regla.

- ¿Pero de dónde salió este Paolo?

- Nos hemos conocido por Internet. Es italiano y juega al básquet aquí en...

- ¿Un italiano?

- Sí, un italiano… ¿Quién lo hubiera dicho? Recuerdas que cuándo te fuiste me

dijiste que merecía un gigante, pues que lo tuyo ha sido casi de adivino, un

presagio, espera, que te lo presento. ¡Paolo!

Y entonces, a mi zozobra emocional le cayó encima el metro noventa y siete del tal

Paolo, prospecto varonil de la Italia del norte, rubio de ojos claros, que se acercaba con

una bata y… ¡Válgame Dios! Mis pantuflas. ¡Mis queridas y adoradas pantuflas

ultrajadas por sus pies! Que penoso es recordar…

- ¡Mujer! -Le recriminé rabioso- ¿Cómo has podido hacerme esto?

- ¿Lo dices por esto? -Respondió señalando su panza.

250

- Lo digo porque este italianucho tiene mis pantuflas, y… ¡Mira! Su dedo gordo

ha perforado la tela… ¡Me las ha estropeado! ¡Las ha cagado!

- ¿Vas a hacer una escena por tus pantuflas?

- No me importa que tan alto seas, -le dije al tal Paolo- ¡Devuélveme mis

pantuflas! Y agradece que hay una mujer embarazada de por medio, que de no

ser así dejaría libres las ganas que tengo de partirte la cara a golpes, y que no lo

hago, mira, nada más porque al fin de cuentas eres el padre de los hijos de mi

mujer.

¿Por qué abría la boca si sólo me salían dislates? Apreté los labios y me dejé morir de

pie. Ambos intentaron ser amables. Recuerdo que asintiendo con la cabeza prometí

firmarles los papeles del divorcio, me devolvieron las pantuflas y salí otra vez a la calle.

Y pensar que, por su amor, estuve a punto de escribir un tango que ya era famoso. Ahí

comprendí esa gran verdad del Tango: “De las mujeres mejor no hay que hablar, todas,

mi amigo, dan muy mal pago”. Me fui, caminando con las pantuflas abrazadas al pecho.

Sequé mis lágrimas en ellas, y habiéndolas empapado les dije que ya nunca las cosas

podrían ser como antes, así que las boté en un cesto de basura. Me acordé en la terminal

de ómnibus que había rentado un auto, y volviendo por él, me dije que era tiempo de

retornar a mi vida. ¡A mi vida! Bueno, a ciertas apariencias de vitalidad, que sin ser lo

mismo al menos no desentona con los demás.

Conseguí trabajo en una radio de Alicante y recomencé mi carrera. Créanme que el

dolor había sido tanto, que nada me conmovía. Apenas las bombas de Atocha lograron

recordarme que en algún lugar desolado dentro del pecho tenía olvidado un corazón.

¿Para qué perder tiempo con circunloquios y eufemismos? Mi vida apestaba. Me

251

aburría, me moría. Y al paso de los años nunca encontré la fibra de lo esencial, ni las

ganas de apresurar la agonía. Cuando no trabajaba, permanecía en casa escuchando

tangos y tomando mate. La alegría del Tango es tan distinta de la tristeza que la lleva

encima para acariciarla. No todos pueden entender ni descifrar las aparentes

contradicciones del Tango. Figúrense que cuando la casualidad disponía el fortuito

encuentro con algún conocido, de esos que creía perdidos en el tiempo, me decían que

hablaba extraño, que mi acento ya no era de aquel español tan puro del que solía

jactarme. Y no me ofendía, ni sentí preocupación por ello. Asumí, y ustedes lo habrán

notado, que porfiado hasta los huesos caí del burro con mis aspiraciones de pureza

idiomática. Quevedo y Cervantes hubieran reído con mis desgracias. Si ser español

consistiera en mantener inalterable el idioma ya no habría españoles, y era Discépolo el

que me entendía. Yo, que quise ser la voz del idioma español, pasé por una banda de

rock para abrazar al Tango. Igualmente, os digo para que toméis nota, nuestro lenguaje

es como el Cid Campeador, hasta después de muerto cabalgará victorioso.

Así pasaba la vida, año tras año desde que el jodido desencanto me bajara los humos,

todos los humos. Y el mundo, España al medio, cada vez peor, a los tumbos. En el

descontrolado subibaja de los países arreciando incertidumbres, la única certeza es que a

la corta o a la larga todos los pueblos pagan las malas cuentas de sus gobiernos. Como

cuando Serrat canta “Fiesta”, se acaba el jolgorio, queda la resaca, y mientras llegan las

facturas por los platos rotos a rezarle a San Juan porque no falten mendrugos de pan,

que se piden y no los dan.

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Así, sobre la pila de almanaques llegó el día en que revisando el correo electrónico

encontré aquel extrañísimo e-mail enviado por un tal Domingo Faustino Sarmiento,

todo el mensaje era una palabra entre signos de admiración: ¡¡¡¡¡ARGIROPOLIS!!!!!

Ni conocía al remitente, ni entendía el significado de esa palabra en mayúsculas y

negrita por todo texto del mensaje. No se me ocurrió buscarla en el Google, de haberlo

hecho lo hubiese entendido de inmediato, porque Domingo Faustino Sarmiento -antes

de ser Presidente de los argentinos- había escrito la utopía de Argirópolis, soñando en

1850 un mejor país que la tiranía de Rosas y cuya capital imaginaba en la Isla de Martín

García. Igual, a las pocas horas la noticia llegó a la radio merced al cable de una agencia

periodística que, fechado en Buenos Aires, decía:

"OPERACIÓN ARGIRÓPOLIS: La Isla de Martín García fue tomada ayer por el grupo

secesionista liderado por César Carnovali, quien proclamó la independencia de La

República del Plata. La toma, producto de la denominada Operación Argirópolis,

resultó incruenta y contó con el aval de los pocos pobladores de la Isla. Los rebeldes,

enarbolando bandera de fondo marrón, el color del río, con una gran Rosa de los

Vientos plateada en medio, disponen de un fuerte arsenal y cuentan con un completo

batallón de infantería de marina que ya se ha desplegado para defender sus posiciones

ante el eventual intento de recupero por parte de las autoridades argentinas. El hecho se

produjo en medio de otra nueva crisis institucional y económica que afecta al Gobierno

de Buenos Aires. Desde la Casa Rosada se habría ordenado ya la puesta en alerta y

movilización de fuerzas militares, en tanto que preventivamente medidas similares

fueron adoptadas en la República Oriental del Uruguay. Si bien se aguarda con cautela

una instancia de negociación tendiente a evitar acciones militares, la Armada Argentina

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impuso el bloqueo alrededor de la Isla, por lo que no se descarta que en los próximos

días pueda desencadenarse la batalla por Martín García".

Con los años y a la distancia, pensé que todo aquel dramático rollo de César había

quedado en la nada; en parte quise creer que pudo ser alguna alucinación, producto de

mis desvaríos. Aunque suene contradictorio, si bien al principio temía y me perturbaba

que pudieran mis amigos morir masacrados en pleno desembarco, de tanto esperar

noticias pude haberme sentido decepcionado. Como si la mirada de César hubiese sido

mentira. Pero no lo era. Lo hicieron nomás, cruzaron la llanura encrespada de ese río

marrón, el mismo turbio río de sueñera y barro que yo extrañaba incomprensiblemente

ante la vista del Mediterráneo, y aunque era una completa locura me pregunté qué

diantres tenía que quedarme haciendo en España. Mi amada España… Sé que es una

quijotada, tíos, una quijotada. Y para una quijotada nada mejor que un español, por eso

estoy aquí, matando el tiempo con ustedes, de vuelta en Sudacalandia, sólo que en la

otra orilla del Plata y dispuesto a evadir el bloqueo. ¡Y ya no me hagáis hablar más que

mi bote se apresta a zarpar! Os dejo aquí, habiendo narrado mis tribulaciones en

Sudacalandia hasta la parte presente en que, otra vez, todo es incertidumbre; veré si

puedo yo también cruzar la llanura encrespada de este río marrón después de haber

quemado mi pasaporte.

Lo intentaré, eso es lo único seguro; y ahora me voy, trataré de sumarme a mis

amiguetes para correr, cualquiera que sea, su misma suerte.

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