Post on 26-Jul-2015
LOS OLVIDADOS Por SANTIAGO CABANES
NAVARRETE
LOS OLVIDADOS
Hoy repasando viejos escritos he dado con uno que escribí hace más de un
lustro, al leerlo me ha embargado la nostalgia y de repente mi mente se ha
trasladado a aquellas tardes de verano pasadas en una era próxima al garaje
de Antonio, de mote, Huevo Duro, en la que sentados en improvisados
asientos intercambiábamos confidencias, rodeados de un montón de
chatarra que poco a poco había acumulado José Orero, (Torano), otro
singular ciudadano de Alcublas antítesis de Antonio. Los dos eran
supervivientes de un mundo que les desbordó, pero que instalados en la
periferia del mismo lograron acomodarse cada cual a su manera sacándole
el máximo de provecho posible. Sirva lo dicho como introducción al escrito
que menciono y que a continuación transcribo tal y como se confeccionó a
finales del año de 2005.
El año pasado, por estas fechas descubrí a un personaje curioso en este
pueblo. No es que no lo conociese, que lo conocía de toda mi vida pero
había pasado desapercibido para mí y creo no exagerar si digo que es la
persona más inadvertida por todos a pesar de haber desempeñado a lo largo
de su vida toda clase de oficios públicos. Que recuerde en este momento,
fue vigilante, basurero, enterrador, sereno, y entre un oficio y otro se
dedicaba a la agricultura trabajando como jornalero en muchas ocasiones.
También trabajo en la repoblación forestal cuando a la dictadura de Franco
le dio por este empeño -pero esto es otra historia que seguramente algún
día tendremos que desarrollar pormenorizadamente y con objetividad para
librarnos de una vez por todas de un pasado que nos atenaza y condiciona
por no haber sabido tratarlo desde la distancia con la tranquilidad y sosiego
que merecen las personas que de una u otra manera la hicieron.
Se da el caso de que Antonio o huevo duro, como se le conocía en el
pueblo tenía cuatro años cuando termino la guerra civil y jugando, al
parecer, con un fulminante u otro explosivo que siempre quedan esparcidos
cuando termina una guerra le estalló en las manos, de resultas de este
accidente le quedó una mano convertida en un muñón y donde debería
estar el dedo pulgar tenía un pequeño apéndice casi sin movimiento que él
utilizaba con una maestría sin igual realizando, como queda dicho, toda
clase de trabajos del campo. Quien conozca cómo se trabajaba en el campo
en los años cincuenta, convendrá conmigo que se necesitaba las dos manos
y además que estas fuesen fuertes para ser labrador, (que es como se
denominaban los agricultores de entonces y en consecuencia así rezaba en
su carné de identidad), para quien carezca de este conocimiento, bien
porque no lo ha vivido ya que le faltan años al haber nacido con
posterioridad a la década de los cincuenta librándose así de haber pasado
los difíciles años que sufrimos los españoles en el medio rural o bien
porque teniendo años suficientes los han vivido en otro entorno, (aunque
seguramente no sería, su situación, mejor que la nuestra dado que en toda
España se tuvo que sufrir más de tres décadas de carestía sin precedentes),
quiero recordarles, o por lo menos intentarlo, que los trabajos del campo de
entonces eran totalmente manuales siendo las maquinas más sofisticadas
con las que podíamos contar, el arado romano tirado por un mulo y el trillo.
Y cuando tocaba refrescarse tras horas de trabajo sin descanso nos esperaba
en cualquier sombrajo el botijo/a, magnífica obra de ingeniería que tenía la
virtud, (según se decía posteriormente en ciertos ámbitos del saber
popular), de conservar el agua más fresca que el mejor de los frigoríficos,
claro está, que por entonces no teníamos la oportunidad de comprobarlo
pues por no tener, no teníamos ni el conocimiento de que estos artefactos
existían. A continuación y bajando el escalafón nos encontramos con la
azada, el pico, la segur o hacha y la hoz y también disponíamos del
serrucho y el serrón y alguna que otra de parecida tecnología. El medio de
transporte era el carro pero no estaba al alcance de todos por lo que se
utilizaba mucho el serón, especie de alforjas que se ponían encima de las
caballerías y dentro se podía meter cestas cantaros, etc., aunque para
acarrear la mies se utilizaban las amugas que eran dos palos atados entre si
y que se ponían encima de la albarda directamente y en ellos se iban atando
los haces de trigo, cebada o cualquier otro cereal.
Cómo cogía la azada, la hoz o manejaba el arado, o cómo se las ingeniaba
para atar los haces tanto para formarlos como para seguidamente el acarreo
era una cosa que llamaba la atención por la soltura adquirida en estos
menesteres, según él mismo contaba reafirmado por José. Todo lo
contrario que para expresarse, (y esto lo comprobé yo), o comunicar. Esto
le resultaba sumamente difícil, o por lo menos esta sensación daba en ese
tiempo ya que se mostraba esquivo en todo momento y era raro entablar
una conversación con él, pues se limitaba a responder los saludos y si por
alguna circunstancia tenía que decirte algo más extenso lo hacía de forma
escueta y procurando terminar lo antes posible. Era parco en palabras y
desconfiado, caminaba con la cabeza inclinada hacia el suelo pero con la
mirada atenta observando con quien podría encontrarse y procurando
evitarlo si este era su deseo aunque para ello tuviera que acortar o alargar el
paso o incluso dar un rodeo. También elegía las horas en las cuales era más
difícil encontrase con alguien. Esta actitud le fue granjeando a lo largo del
tiempo el calificativo de una persona extraña de trato difícil. Él, sin lugar a
dudas, captaba el rechazo que de forma paulatina iba creciendo a su
alrededor lo que generaba que se distanciara más y más hasta que en sus
últimos tiempos, tras morir su hermana, quedo totalmente solo a pesar de
vivir en el centro del pueblo y rodeado de gente que le conocía desde
siempre.
Por supuesto que yo no era una excepción, y si bien procuraba saludarle de
forma afectuosa no hacía nada por acercarme a él a pesar de que conocía su
situación de aislamiento. Mas, como es cierto y notorio que los caminos de
las personas que viven en un mismo entorno se cruzan en algún momento y
que solo te resta estar atento para darte cuenta que encuentras afinidad, así
ocurrió aquella tarde en la era de Torano. Que nos encontramos de forma
fortuita y que ambos decidimos confiar mutuamente alguna de nuestras
inquietudes, y a partir de ese momento nuestros encuentros se fueron
haciendo más frecuentes, y de alguna manera Antonio y yo iniciamos una
amistad que desafortunadamente duró muy poco, ya que terminó el día
catorce de diciembre del dos mil cuatro al mismo tiempo que su vida.
Soy una de esas personas que las empresas consideran que a los cincuenta y
dos años no somos aptos para desempeñar el trabajo que hemos realizado a
largo de nuestra dilatada vida laboral, y un buen día deciden pactar un
despido colectivo y mandarte al paro hasta que llega la edad de jubilación.
Yo como otros muchos decidimos acogernos a esta oferta pensando que la
otra opción lo único que podría acarrearnos era un despido más injusto. Y
de esta forma tan sencilla, pasamos formar parte de los desocupados
permanentes hasta que la naturaleza decida que dejemos de serlo para pasar
a formar parte de los desaparecidos. Otra lista mucho más extensa que la de
parados y jubilados juntos y de la que inexcusablemente hemos de formar
parte todos. Esto me ocurrió, (el ingresar en las listas del paro), en el otoño
del dos mil tres, así que decidí pasar el verano siguiente en el pueblo.
Tenía y sigo teniendo mucho tiempo libre y lo ocupo de múltiples maneras,
y una de mis favoritas es hablar. Pero esto que a simple vista parece fácil,
no lo es tanto en un pueblo con pocos vecinos y máxime si los pocos que
hay están muy ocupados, es como si tuviesen que realizar las tareas de los
que faltan en el trabajo, como si de un pueblo más grande se tratase. Así
que un día que deambulaba con la bici por los alrededores del pueblo me
topé de sopetón con una era que en otros tiempos servía para trillar y que
en la actualidad es la chatarrería de José Orero -de mote y en lo sucesivo:
Torano-, pues, al contrario que Huevo Duro, Torano se sentía orgulloso de
su mote y no quería que lo llamasen de otro modo y hacía gala como los
buenos toreros de su nombre artístico, coincidente en este caso con su
mote. En este punto hay que añadir que afición a los toros, la tenia enorme
y no había fiesta en los alrededores con suelta de vaquillas en la que
Torano no estuviese presente haciendo alarde de su buen estilo con el
capote y la muleta, por regla general, al pie de la barra de algún bar. Luego
en la plaza o calle del pueblo con el animal presente lo más normal es que
corriese como el resto delante del toro en busca de refugio. En numerosas
ocasiones me contaba sus años gloriosos con el Chulla, aunque después de
tanto relato, lo único que me quedó claro del Chulla era que procedía de
una familia de carniceros de Burjasot. ***Pero él se perdía por los toros
participando en todos los festejos taurinos que podía, andando de pueblo en
pueblo, verano tras verano, en busca de la fama como otros muchos
jóvenes de la época. Estas gestas adquirían para Torano una dimensión
épica y en consecuencia no podía perderse por nada del mundo estas
correrías. Si a esto le añadimos, que al parecer, en alguna ocasión el Chulla,
se vistió de luces, podemos imaginar las emociones que recorrían todo su
ser cuando lo contaba. Casi puedo asegurar, por la intensidad con que lo
vivía, que en esos momentos oía los sonidos de la banda mezclados con las
ovaciones del público al terminar una faena memorable en cualquiera de
nuestras plazas teniendo como protagonistas principales a la cuadrilla del
Chulla incluido él, por supuesto.***
Ni que decir tiene que Torano se encontraba seleccionado la chatarra, esto
es, separando el metal del hierro y este de aluminio y del plomo, y como se
trataba de una persona habladora, incluso en demasía, le faltó tiempo para
decirme apenas yo le saludé, que me parase a charlar diciéndome: - he,
qué me dices, -donde vas tan deprisa, - siéntate aquí,- y me mostró una silla
de loneta recogida del vertedero, al igual que el inmenso montón de trastos
que había acumulado convirtiendo a su vez su garaje y el entorno en otro
vertedero. Tenía verdadera obsesión por acumular cosas, complejo de
Diógenes dicen, él ni sabía nada de Diógenes ni tenía complejo alguno. No
se limitaba únicamente a la chatarra, como queda dicho. Torano, recogía de
todo, es como si se hubiera propuesto trasladar el vertedero a su era,
repasar lo que llevaba y devolver al vertedero lo que despreciaba, que por
cierto era poco. En esta titánica tarea imposible de concluir pasaba la
mayor parte de sus días.
El vehículo utilizado normalmente era su moto y en casos excepcionales
cuando la carga a transportar era muy grande optaba por sacar su muleta
mecánica, pero eso sí, tenía que estar plenamente justificado ya que el
ahorro de recursos era una de sus máximas. Como herramienta utilizada
para tal fin, no pasaba del alicate, una llave inglesa vieja y un martillo. Y
una vez dicho esto, tengo que añadir que en la movilet era capaz de
trasladar hasta una lavadora encima de dos o tres somieres de hierro.
¿Cómo lo cargaba todo?, es tan complicado de explicar como de hacerlo,
pero doy fe de que así era y de que alcanzaba a trasladar en un solo viaje
hasta ochenta kilos de chatarra o pongamos por caso, un colchón grande de
lana, una puerta de hierro. Cosas inverosímiles como inverosímil era su
moto llena de colgantes, banderines y alguna que otra estampa.
A continuación me contaba cómo la gente tira las cosas nuevas a la basura,
de lo cual él se alegraba pues de resultas del derroche de los demás se
sacaba algún voltio, (es decir, dinero, ya que de esta forma tan original
denominaba Torano tanto a las antiguas Pesetas como a los actuales euros).
Estando en estas fue cuando apareció Huevo Duro, como solía hacerlo, de
improviso, y cuando nos percatamos Torano y yo lo teníamos junto a
nosotros preguntando como era su costumbre: “¿Qué se hace?” A lo que
respondimos saliendo de nuestro asombro: “aquí, pasando el rato. Quieres
sentarte.” Entonces él, diciendo algo que no recuerdo se sentó y los dos
mirábamos como clasificaba la chatarra Torano. Mientras hablábamos de
cosas sin importancia, no obstante tanto a Torano como a mí nos
sorprendía que soportara nuestro parloteo durante tanto tiempo y aún más,
considerando a nuestro parecer que lo hacía con gusto. En un principio
pensé que estaba interesado por la chatarra ya que también él recoge toda la
que encuentra, o eso creía yo, hasta que me sacó de dudas al decir que él
solamente se dedicaba a recoger metal, aluminio y cobre que son lo
materiales que mejor se pagan, despreciando el hierro por su escaso valor y
al que consideraba no rentable por la cantidad de quilos que se tiene que
mover para ganarse algo sustancioso, y que bajo ningún concepto
compartía la aptitud de Torano de recoger todo sin ton ni son. Él separaba
cuidadosamente los metales haciendo paquetes según su composición que
luego metía en sacos para pesarlos meticulosamente antes de venderlos, en
esta tarea siempre utilizaba su romana y generalmente no consentía otro
medio de peso. En esta operación de venta se hacia acompañar por su
hermana que era la que ajustaba las cuentas sin saltarse ni un céntimo.
Siempre acudían con su propio papel y lápiz que luego, por supuesto, se
volvían a llevar bien doblado en el bolsillo.
Por esas fechas, verano del dos mil cuatro, ya había muerto su hermana, y
su falta la acusó de muchas maneras. Pero la más visible fue que perdió el
interés por seguir recogiendo chatarra, e incluso dejó de vender la que tenía
acumulada. Es como si hubiera decidido que ya no necesitaba más recursos
para pasar lo que le quedara de vida y empezó a ser generoso consigo
mismo y con las personas que él quería. Empezó a cuidarse o lo que él
consideraba cuidarse. Prácticamente no trabajaba nada pero su estado de
salud no era todo lo bueno que sería deseable y nos contaba que su
estomago no le soportaba los alimentos y que apenas tenía ganas de comer.
Le hicimos ver que tenía que ir al médico y efectivamente se había hecho
visitar, y le dieron cita para hacerse una revisión en el hospital para
septiembre, no me acuerdo qué día, pero sí que a mediados de agosto me lo
encontré en la calle Altura después de varios días sin verlo y me preocupó
mucho su estado, y más al contarme que cada vez se le hacía más difícil
comer. Me ofrecí a llevarle a Valencia para que ingresara de urgencias,
pero se negó en redondo alegando que sería pasajero. Pasaron las fiestas de
agosto, durante las cuales ni me acordé, por supuesto, de Antonio. Y ya a
finales de mes nos volvimos a encontrar y ante su estado le repetí que nos
fuéramos de urgencias. La respuesta fue la misma: “Total faltan doce días,
Tengo la carta de citación. Me estoy cuidando y no creo que deba molestar
a nadie.” Recuerdo que le insistí y que mi ofrecimiento era sincero, pero
siempre me quedará la duda de si debiera haber sido más exigente en mi
demanda de llevarlo al hospital. El no insistir más se debió a que intuía, o
mejor, sabía con certeza, que si algo le incomodaba sobremanera era
molestar o pedir favores, y esta actitud la mantuvo hasta el final y sólo
pidió socorro cuando se vio cercado por una muerte que ya casi le abrazaba
una fría noche del mes de noviembre. Ese día salió, según me contó,
arrastrándose a gatas, ya que no podía ponerse en pie, hasta la puerta de un
vecino con el cual él tenía alguna confianza pidiendo desesperadamente
ayuda. De inmediato le trasladaron al hospital.
A primeros de septiembre volví a Valencia y mi vida transcurría como de
costumbre, paseos, biblioteca, reuniones con los amigos, etc., y los fines de
semana en el pueblo. ¿Que se me olvidó Antonio? Casi por completo.
Mientras estaba en Valencia, totalmente, y cuando deambulaba por el
pueblo pues lo de costumbre. Le preguntaba a Torano cuando le veía si
sabía algo, y él me contestaba sin interés alguno que alguna vez le veía
pero que no hacia buena cara y añadía que si era muy raro, que siempre
solo, en fin, que procuraba evadirse y cambiar de conversación, cosa que
Torano hacia constantemente. En cuatro minutos podía haber hablado de
infinidad de cosas sin coherencia alguna pero eso sí, con la eterna pregunta:
“¿Y tú qué dices?”, cuando la verdad es que casi nunca te dejaba decir
nada. Lo cierto es que dejó de acudir a la era y que nosotros tras la pregunta
de rigor, ¿Has viso a Antonio?. No, hace unos días que no le veo, nos
poníamos a otra cosa. Hay que reconocer que en estas fechas los días que
nos veíamos se habían reducido una quinta parte. En alguna ocasión tuve la
tentación de ir a su casa, pero siempre la descarté por respeto a él, no quería
ponerlo en el compromiso de decidir si me recibía o no ya que no faltó
alguna vez la advertencia o recomendación de que en su casa no quería que
entrara nadie. Y de hecho nunca me invitó, ni si quiera a entrar en su
garaje.
Cuando me enteré que había sido ingresado me sentí en la obligación de
hacerle una visita por lo menos, y así fue como nos reencontramos tras un
corto paréntesis de tres meses, ya que tras la primera visita siguió la
segunda y otras a continuación. Fue en estos días cuando descubrí un nuevo
Antonio que tenía inquietudes sociales, al corriente de la lucha de clases
bien informado y conocedor del estatus que ocupaba en una sociedad
injusta. Él lo expresaba de otra manera pero era muy consciente de cómo el
poder juega con los desfavorecidos utilizando de forma abusiva la fuerza de
trabajo que estos aportan para lucrase sin miramientos. Tenía anécdotas de
todo tipo, ya que había trabajado para muchos amos, (como él decía), a mí,
esa sola palabra me revolvía el higadillo, pero me hizo ver que aun siendo
dura no es la palabra sino la actitud del que manda el que hace que adquiera
un significado u otro. Lo que ocurre es que venimos de una época muy
reciente en la cual el amo lo era hasta tal punto, que se apropiaba de la
misma persona que dejaba de tener voluntad, y solo de esta forma era
considerada una persona de bien.
Como es natural también hablábamos de cuestiones agrícolas, de
recolección de hierbas medicinales y de otros muchos temas
intranscendentes. Pero, sobre todo, de la evolución de su enfermedad. Del
presentimiento que tenia de no superarla y que día a día se confirmaba.
Aunque no queríamos aceptarlo, Antonio perdía paulatinamente la
vitalidad; comer, casi no lo hacía, le costaba un esfuerzo tremendo hacerlo
y los resultados de las pruebas que le practicaban no auguraban nada
bueno. En definitiva, las fuerzas le iban dejando y en la misma medida que
esto sucedía aumentaba su interés por desprenderse de sus bienes hasta el
punto de que fue su mayor inquietud en los últimos días de su vida. Una
persona que vivió en austeridad máxima, que no gastó ni una sola peseta de
forma inútil, en sus últimas horas lo daba todo como si quisiera expiar
alguna culpa por lo que había acumulado, y una vez concluido este acto de
purificación de motus propio o inducido, se dejo morir en paz.
Sirva lo relatado como recuerdo y homenaje a millones de trabajadores/as
anónimos/as que como, Antonio y José, soportaron con decisión
indomable, tiempos difíciles de incontables dificultades y carencias,
agravadas estas, por una insoportable ausencia de justicia social y que a
pesar de todo haciendo gala de una gran imaginación y sobre todo,
realizando tremendos esfuerzos a lo largo de sus vidas, fueron capaces de
superarse dejando atrás uno de los periodos más oscuros de nuestra
historia, haciendo posible que este país saliera de nuevo adelante
colocando al mismo en uno de los mejores lugares del mundo.