1 Cocinas y patrimonio alimentario - Rutas de la Patria...

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1 Cocinas y patrimonio alimentario Por primera vez saboreé allí la cazuela chilena, y aseguro que me pareció plato delicioso y suculento. Varios de los ricos mineros amigos de la familia que me hospedaba, llegaron para saludarme antes de mi salida, y nos acompañaron a comer la suculenta cazuela chilena; recuerdo que ofrecí volver al cabo de pocos años para saborearla otra vez. Emilia Serrano, Baronesa de Wilson, 2015 226

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Cocinas y patrimonio alimentario

Por primera vez saboreé allí la cazuela chilena, y aseguro que me pareció plato delicioso y suculento. Varios de los ricos mineros amigos de la familia que me hospedaba, llegaron para saludarme antes de mi salida, y nos acompañaron a comer la suculenta cazuela chilena; recuerdo que ofrecí volver al cabo de pocos años para saborearla otra vez.

Emilia Serrano, Baronesa de Wilson, 2015

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Parte III. Vinos, cocinas y paisajes patrimoniales

a Región de O’Higgins posee un amplio Patrimonio Alimentario. Esta riqueza se resguarda en el saber hacer de los habitantes de la región, particularmente en la memoria campesina, y se proyecta en diferentes lugares y momentos: en festividades comunales, en la

cotidianidad del hogar, en el acto mismo de alimentarse y, por ejemplo, en algunos restaurantes. Y detrás de todo ello hay miles de manos que alimentan, que nutren el cuerpo y el alma utilizando métodos tradicionales. Cultivan la vid y mantienen el paisaje del viñedo patrimonial, como ocurre en La Estrella y en Doñihue. Labran los campos para obtener los famosos tomates Rosa de Peumo y los tomates de Rengo, las sandías de San Vicente de Tagua Tagua y las leguminosas y hortalizas de Navidad. Son manos que extraen también del mar sus frutos, como la lisa, el cochayuyo, el luche y la sal. Crían ovejas y corderos. Amasan y hornean las crujientes marraquetas de Rengo. Elaboran vino, chacolí, chicha, aguardiente y quesos. Moldean la greda para darles forma a los utensilios de cocina, como las ollas poroteras de San Vicente de Tagua Tagua. Son manos que comercializan los productos típicos de la región. Son manos que cocinan las recetas de la abuela.

El prestigioso chacolí de Doñihue.

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Capítulo 1. Cocinas y patrimonio alimentario

Hoy día, los restaurantes que rescatan las tradiciones locales, alineándose con el pensamiento patrimonial-territorial, tienen grandes oportunidades para desarrollarse y generar ventajas comparativas sobre sus pares globales, hijos del fast food y de la “macdonalización” del sistema alimentario, que se alejan de lo tradicional y trabajan sin responsabilidad social y sin reflejar una identidad cultural. El actual contexto mundial presenta un nuevo escenario para aprovechar estas condiciones patrimoniales, sobre todo, por la fatiga de la globalización. En estos tiempos, el territorio ha vuelto a constituir un valor de referencia absoluto en las elecciones alimenticias de los clientes. Las nuevas tendencias muestran un reclamo de reconexión con el entorno y de reconstrucción de la comunidad local. Ante la estandarización del modelo industrial y globalizador se configura una corriente que tiende a repensar la vida humana, con un regreso al campo y a la tierra.

En las sociedades modernas, industrializadas y globalizadas, se van perdiendo los rasgos originales, tanto nacionales como regionales. Y en este espacio de mundialización, la cocina se convierte en salvaguarda de las identidades locales (Contreras y Gracia, 2005).

Con la globalización, la alimentación se ha homogeneizado y, en poco tiempo, ha pasado de unos ecosistemas muy diversificados a otros hiperespecializados, de alta productividad. “De este modo, ha aumentado considerablemente la producción mundial de alimentos al tiempo que han desaparecido numerosas variedades vegetales y animales” (Contreras y Gracia, 2005: 365). Según Claude Fischler (1979: 200), durante toda la historia agrícola de la humanidad se registraron cerca de 7500 variedades de manzanas. En el presente milenio apenas quedan unas treinta variedades, de las cuales solo una decena representa el 90% de los tipos de manzanas que se consumen en el mundo.

En respuesta a esta realidad, las nuevas generaciones demandan identidad y cultura. Vuelven a estar de moda los productos campesinos, de pequeño productor, lo hecho a mano. Son los requerimientos sociales de la actualidad, donde los individuos se sensibilizan hacia un estilo de vida más humano. Han sido justamente los procesos de homologación y globalización de los mercados agroalimentarios lo que ha provocado una nueva atención hacia las culturas locales. Estas existen desde siempre, dado que los alimentos son, por definición, territoriales. Como señala la teoría, “la relación entre cocina de territorio y cocina internacional, entre un modelo local y un modelo global de consumo, es una de las cuestiones candentes de la cultura alimenticia contemporánea” (Montanari, 2004: 86).

En la cultura popular, las personas se ligan directamente con los recursos de cada lugar. De esta manera, las sociedades establecen relaciones muy complejas con el territorio, sobre todo, a la hora de obtener sus alimentos. Las diferentes culturas definen ciertas especies como comestibles y desarrollan métodos para obtenerlas y consumirlas (Duhart, 2009). Es tiempo de poner en valor esos recursos y el saber hacer de cada territorio, plasmar el Patrimonio Alimentario de una región. En este sentido los restaurantes juegan un rol elemental pues deben asumir su rol social, político y económico, y comprometerse con el pueblo, a fin de vislumbrar y abrazar los tesoros que emergen del campo chileno.

El restaurante como embajada cultural del terr i torio

La embajada es la casa que representa a un país. Asume, esencialmente, la tarea de representar a un pueblo y su cultura. Se hace cargo de su identidad, de sus tradiciones, innovaciones, obras de creación; sus productos y propuestas. La embajada reúne a personas que han tomado la decisión de asumir la representación de algo mayor que ellas. Para esto, deben conocer muy bien a sus representados y esmerarse por tratar con el máximo respeto cada uno de sus emblemas y símbolos identitarios. Pro Chile loquor, reza el cartel escrito en las paredes de la Academia Diplomática Andrés Bello, donde se forman los futuros embajadores que representarán a Chile en el mundo. Y en el

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plan de estudios de quienes siguen la carrera diplomática, se incluye una amplia cantidad de contenidos sobre la identidad nacional: esa formación le servirá a cada cual, en el futuro, para tener criterio en el momento de tomar decisiones.

Detalles del Restaurante Histórico de Rancagua, del historiador Guillermo Drago.

Algo de este espíritu poseen los restaurantes patrimoniales. En vez de acatar las modas, tendencias o tácticas comerciales del momento, ellos adoptan un plan de largo plazo, con un fuerte anclaje en la identidad de la tierra en la cual están arraigados, y haciéndose cargo de sus formas de ser, su presente, pasado y futuro. Al contrario de las cadenas internacionales, que se subordinan al protocolo de la franquicia, los restaurantes patrimoniales no se apoyan en creadores de marcas ni en ingenierías comerciales: sus referentes están en su comunidad.

Los restaurantes patrimoniales se destacan por su identificación con la cultura y el territorio. Estos establecimientos conocen el lugar en el que se hallan y se hacen cargo de sus paisajes, tradiciones y valores compartidos. Los restaurantes pueden cambiar las actuales concepciones que existen sobre algunos alimentos, pueden añadir valor a los productos campesinos y al mismo tiempo educar a los consumidores. El Canal Horeca (integrado por Hoteles, Restaurantes y Casinos o Cafeterías) es un excelente punto para comunicar y proyectar un producto. Así lo entienden las grandes marcas del sector vitivinícola, que invierten, cada año, cientos de millones de dólares por ocupar un espacio en algunos locales, en especial, en las denominadas cuentas clave. No obstante, es menester un trabajo conjunto con la academia y los líderes gubernamentales para patrimonializar los productos campesinos.

En Europa está fuertemente arraigada la cultura de añadir valor a los productos locales a través de la patrimonialización. La dimensión cultural de los alimentos, bebidas y utensilios contribuye a aumentar su valor y su precio y, por ende, a mejorar la rentabilidad de los campesinos. Europa lidera esta estrategia con el desarrollo de Denominaciones de Origen (DO) e Indicaciones Geográficas (IG). Como resultado, sus productos alcanzan altos precios, como los vinos de Vega Sicilia, que llegan a venderse a 3.600 euros la botella, y los jamones ibéricos de bellota, que en algunos casos alcanzan los 2.700 euros la unidad.

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Este fenómeno económico-comercial responde a un largo proceso de construcción de la cultura de la patrimonialización de alimentos y bebidas por parte de académicos y agentes gubernamentales del Viejo Continente. Existe un intenso trabajo que se encuentra detrás de sus productos patrimoniales. Oporto, Rioja, Sauternais, Cahors, Burdeos, Médoc, son buenos ejemplos de ello (Martins y Morais, 2006; Gómez Urdáñez, 2015; Barco, 2015; Lachaud, 2015; Griset y Laborie, 2016; Luena, 2017). Por este motivo, no hay restaurante europeo de categoría que no ostente, como elemento de calidad y distinción, la propuesta de una cocina ligada a su territorio y a los alimentos frescos de mercado. Ellos se comprometen con su comunidad.

Un restaurante también es una vitrina para el territorio. Desde allí se puede proyectar la cultura de un pueblo, sus costumbres, sus sabores, sus maneras de mesa. Así, por ejemplo, un local de cocina japonesa se decora bajo un diseño japonés, presenta los mejores platos de su cultura, montados sobre objetos culturales particulares, propios del Japón. Coloca palillos en las mesas, para evocar las maneras de mesa orientales, así como tatamis (esteras, tradicionalmente de paja) para comer como los nipones, sentados en el suelo con las piernas cruzadas.

Reflexionando acerca de esto es como se detecta el potencial que tienen los restaurantes locales para proyectar los paisajes culturales de la Región de O’Higgins. Por ejemplo, las cartas podrían tener vinos locales, chicha y chacolí, mistelas de digestivo y platos típicos montados sobre gredas regionales, donde se ponga en valor tanto el territorio como el producto y su productor. La alta calidad de los vinos, alimentos y utensilios locales asegura la existencia de ofertas atrayentes para el turista. Lo mismo puede decirse de las instalaciones y el equipamiento. Los establecimientos podrían estar equipados con muebles locales que proyecten la dimensión cultural del entorno, como los mimbres de Chimbarongo. Sobre las mesas, la mantelería puede ser reemplazada por tejidos tradicionales, ya sean de lana de oveja o de los elaborados por un telar de las chamanteras de Doñihue. En la entrada podría haber una pileta de piedra rosada de Pelequén y, en su interior, clientes y turistas podrían deslumbrase con objetos culturales decorando el lugar, como chupallas, espuelas, monturas, entre otros. En otras palabras, el restaurante puede ser el lugar donde se exhiba el paisaje cultural de una localidad, donde se exponga lo mejor de la zona y se “saboree” el territorio.

Cocineros, garzones, sommeliers y todo el equipo de personas que conforma un restaurante son embajadores culturales de la región. Ellos deben asumir el compromiso y la responsabilidad social de difundir la cultura y el valor de los productos locales de origen campesino. Estas personas son las que establecen contacto directo con los visitantes, de allí la importancia de su relato y la precisión conceptual para comunicar. El papel de estos actores es determinante al dar a conocer los frutos del trabajo de los protagonistas de esta historia: pescadores artesanales, pastores y agricultores de la Región de O’Higgins.

Una cultura o un territorio se expresan a través de la cocina, los productos y las recetas (Montanari, 2004), porque “comer es digerir culturalmente el territorio” (Delgado, 2001: 84). Las identidades alimentarias son un producto de la historia, a veces influidas por situaciones ambientales y geográficas. “El sistema alimenticio contiene y transporta la cultura de quien la practica; es depositario de las tradiciones y la identidad del grupo” (Montanari, 2004: 110). Por lo tanto, según el historiador italiano Massimo Montanari (2004: 114), “las identidades no están escritas en el cielo”. Las identidades se expresan, vivas, en la mesa.

Construcción del Patr imonio Alimentario de la Región de O’Higgins

El Patrimonio Alimentario de la Región de O’Higgins es consecuencia de un largo proceso histórico y cultural. En su construcción han participado diversos agentes, particularmente, del mundo indígena y español. Durante la época prehispánica, muchos alimentos formaron parte de la alimentación indígena: quinoa, maíz, miel de palma, miel de abeja (nativa), sal, ají, cochayuyo,

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pescados, mariscos, calabazas, entre otros. Con la llegada de los españoles se originó un fuerte intercambio cultural. Los conquistadores incorporaron nuevos productos, técnicas y tecnología. El nacimiento de la República trajo consigo otros elementos que aportaron a la alimentación de la región. En capítulos posteriores se profundizará en la historia de los principales productos del Patrimonio Alimentario regional.

Monumento “Manuel Rodríguez enmorado”, en la plaza de Pumanque. Sabido es que el plato favorito

de esta figura legendaria fue la clásica cazuela. Foto de Alexandra Kann.

En efecto, en el mundo indígena, la abundancia de quinoa en la zona captó la atención de los españoles, quienes bautizaron con ese nombre a la localidad de Requinoa (base de la actual Municipalidad homónima). El origen de esta toponimia se debe, justamente, a la gran cantidad de cultivos de esta planta en dicho territorio. El maíz era otro de los productos consumidos por la población vernácula y también ha dejado su marca en la toponimia local: una de las tres provincias de esta región, Colchagua, debe su nombre precisamente a esta planta (“pelos de choclo”).

Algunas preparaciones típicas de la región, como la humita, rememoran los sabores ancestrales. Lo mismo ocurre con los frutos del mar. El consumo de algas, pescados y mariscos ha sido tradición entre los habitantes del borde costero. Por otro lado, la miel de palma era uno de los dulces favoritos de los pueblos de la tierra. Y a ello se suma una larga lista de frutas, hortalizas, leguminosas, hongos y otros alimentos que también formaban parte de la dieta precolombina.

La sal y el ají, mezclados con materia grasa, se transformaron en el condimento base para los mapuche. El dominio por parte de los pueblos de la tierra de las técnicas del ahumado facilitó el surgimiento del merkén (Aguilera, 2016). A su vez, la combinación de aquellos aliños con el tomate generó mezclas muy populares hasta la actualidad: casi todas las comidas eran acompañadas con este sabor. Hoy, en las mesas chilenas no puede faltar el pebre o el chancho en piedra.

La calabaza (Lagenaria siceraria), además de alimento, se utilizó también como recipiente para transportar, conservar y consumir diversos productos.

Estas vasijas se llamaron mati o mate. Algunas eran pirograbadas, tal como los actuales mates de calabaza que se ocupan para beber esa yerba. Los indígenas usaban los porongos de mayor tamaño para preparar chicha y para trasladar agua. Las calabazas cortadas se transformaban en

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platos, en el caso de las más bajas, y en vasos, en el caso de las hondas (Pardo y Pizarro, 2008: 148-149). Una variedad de calabaza se utilizó como cantimplora, muy popular entre los arrieros.

Todavía se manufacturan artesanalmente estos envases; en muchos fundos de la Región de O’Higgins se ocupan estas calabazas-cantimploras como adorno patrimonial, como homenaje a los audaces arrieros.

Los objetos de greda cumplen un papel similar en la construcción de lazos entre el territorio y la mesa –tal como pudimos apreciar en la Parte II de este libro. El uso de la greda ha contribuido, sin duda alguna, al Patrimonio Alimentario de la región, gracias a utensilios de cocina que permitieron desarrollar nuevas técnicas y conocer nuevos sabores. La localidad de Pueblo de Indios, en la comuna de San Vicente de Tagua Tagua, fue célebre por sus piezas alfareras, al igual que los pueblos de la cuenca del Cachapoal, como El Copao. De esta manera se incorporaron ollas, cuencos y recipientes para contener, resguardar y conservar alimentos y bebidas, como la chicha.

La llegada del conquistador europeo cambió el sistema de alimentación indígena. En la cultura española, la vid, el trigo y el olivo representaban una triada eucarística y social básica. La Región de O’Higgins, con su clima mediterráneo, acogió de buena manera estos nuevos productos, lo que vino acompañado por un fuerte cambio del paisaje agrícola.

Comenzaron a cultivarse también viñas y plantas frutales europeas (pomáceas, cítricos, carozos, higueras, granados), se multiplicaron los campos cultivados con trigo. Además, se incorporaron instalaciones y equipamiento, como molinos harineros, almazaras, lagares, alambiques, tinajas vineras, herramientas agrícolas. Se inició la elaboración de vinos, aguardientes y licores. Fue importante asimismo la introducción de nuevas especias de animales, como ovejas, vacas, cerdos y caballos.

El cordero fue la carne más consumida en el periodo colonial. Además, su leche generó los quesos más famosos de la época. Lo mismo acaeció con la introducción de una nueva especie de abeja.

Durante la Colonia, la figura del arriero aportó con su alimentación al Patrimonio Alimentario. Al tener siempre a su alcance alimentos de larga guarda, como cochayuyo, charqui, papas, cebollas, zapallo, entre otros, desarrolló algunos platos a base de estos productos, como el valdiviano, el

Foto de Francisca Orellana.

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charquicán y el cochayuyocán. Estos platos eran un reflejo del mestizaje biológico, cultural y gastronómico del periodo colonial.

Imagen 1. Fuente: El Progreso de Cachapoal (Peumo), 15 de abril de 1948.

Imagen 2. Fuente: El Progreso de Cachapoal (Peumo), 10 de junio de 1948.

Con la República comenzó a configurarse lo que más tarde se denominaría cocina chilena,

aunque siempre localizada y regional. Cada zona desarrolló su cocina identitaria. Por esa época, en la Región de O’Higgins nació la chicha de uva y el chacolí; la prensa de la región del siglo XX dejó registrada la oferta gastronómica de los restaurantes de la época, y en sus notas apareció una cocina regional, con clara influencia del Valle Central de Chile. En las páginas periodísticas quedaron proyectadas algunas preparaciones propias del Patrimonio Alimentario de la Región de O’Higgins, como el chancho a la chilena (carne de cerdo picante), las empanadas de horno, las longanizas, el arrollado, el pernil, las chuletas de cerdo, el queso de cabeza, las prietas, el conejo escabechado, la cazuela de ave, el pastel de choclo, variados sándwich como el completo, el de carne mechada, el Barros Jarpa y el Barros Luco, entre otros (Imágenes 1 a 7).

Imagen 3. Fuente: El Progreso de Cachapoal (Peumo), 3 de marzo de 1955.

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Imagen 4. Fuente: El Progreso de Cachapoal (Peumo), 18 de enero de 1962.

Imagen 5. Fuente: El Progreso de Cachapoal (Peumo), 2 de febrero de 1948.

Imagen 6. Fuente: El Progreso de Cachapoal (Peumo), 16 de septiembre de 1971.

Imagen 7. Fuente: El Progreso de Cachapoal (Peumo), 17 de marzo de 1948.

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A ello se sumaron nuevos productos, técnicas y tecnología que se introdujo con posterioridad a la independencia, como la incorporación de uva francesa de mediados del XIX con su correspondiente maquinaria, y de nuevos frutales, como el kiwi. A ello hay que añadir los ingeniosos sistemas de riego creados en las primeras décadas del siglo XX, como las azudas de Larmahue y los molinos de viento de Marchigüe. Pero a pesar de tener un rico Patrimonio Alimentario, la Región de O’Higgins aún no ha explotado este potencial para atraer y cautivar turistas.

Cocinerías y restaurantes patr imoniales de la zona

El Patrimonio Alimentario revindica su arraigo en la Región de O’Higgins mediante diversas manifestaciones culturales, particularmente, las diferentes fiestas que se realizan en distintas comunas, como la fiesta del piure en Navidad, del cochayuyo en Pichilemu, de la sal en Paredones, del cordero en Litueche, de la huma en Placilla, del charquicán en Chacayes, de la fruta en Rosario, de la chicha en La Estrella, del chacolí en Doñihue y las múltiples celebraciones de la vendimia en los valles de Cachapoal y Colchagua, entre otras festividades.

Otra parte del Patrimonio Alimentario regional se mantiene viva en los hogares del territorio, donde miles de mujeres, cada día y sin tener necesariamente conciencia de ello, vuelcan en sus ollas y fogones los saberes heredados y transmitidos de generación en generación, velando por este tesoro como verdaderas guardianas culturales de las cocinas locales, tanto a nivel familiar como a nivel territorial. Ellas nutren, alimentan y energizan a niños y niñas, a hombres y mujeres que necesitan reconfortar el alma y entregar al cuerpo sus nutrientes.

Por otro lado, en algunos restaurantes de la región también se

resguarda y se proyecta el Patrimonio Alimentario. Varios de estos establecimientos se abocan a preparar recetas tradicionales o utilizan en su cocina productos patrimoniales. El restaurante Juan y Medio, de Rosario, por ejemplo, posee una amplia carta con lo mejor de la cocina del Valle Central. En sus comedores se puede disfrutar un conejo escabechado, lengua nogada, empanadas, arrollado, charquicán, entre otras preparaciones. Lo mismo ocurre en el Club Social y Deportivo Caza y Pesca de Chimbarongo, donde la señora Juana del Carmen Labraña Tobar prepara sus

Dentro del Comedor Popular de Rancagua.

Foto de Francisca Orellana.

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cazuelas de gallina de campo y su conejo escabechado, con animales que ella misma cría. La verdura la cosecha de su huerto. Así, ambos locales mantienen las tradiciones regionales.

Mención aparte merece el Comedor Popular de Rancagua, una cocinería gourmet ubicada en el corazón de la capital regional, donde su chef y dueño Julio Méndez prepara lo que denomina Alta Cocina Campesina. Sus platos utilizan los mejores productos locales, como la sal de Cáhuil, el cochayuyo de Pichilemu y de Navidad y las frutas y verduras de los campesinos de la región. Para beber, en vez de bebidas gaseosas comerciales, se sirven jugos naturales elaborados a partir de productos locales, como quinoa, maíz, maqui, mate o culén, entre otros.

Restaurantes con actitud patrimonial han ido surgiendo, casi espontáneamente, en distintas localidades de la Región de O’Higgins. En Chimbarongo, uno de ellos, El Corsario, evoca la tradición de piratas y filibusteros que, en su época, tal como en el Caribe, asolaron las playas del borde costero de esta zona. En Paredones, el restaurante La Rueda ofrece una propuesta gastronómica identitaria, con ensalada de cochayuyo, guiso de quinoa, carne con quinoa y postre de crema de quinoa. En Santa Cruz, la pastelería y heladería Frandjo’s entrega helados artesanales de quinoa, luche y otros productos patrimoniales locales, como homenaje a los pescadores artesanales de Navidad y a las pequeñas agricultoras de Paredones. En la Boca de Navidad, el pequeño restobar Kollof (“cochayuyo” en mapudungun) sirve degustaciones de algas con distintas preparaciones.

En Pumanque, el Fogón del Ovejero visibiliza la cultura de los pastores y el cordero de secano, en un diseño temático que cuenta con el respaldo de la diseñadora patrimonial Marcela Bustos. De esta manera, se pone en valor el saber campesino, al producto y su productor. Varios lugares visibilizan, por ejemplo, a héroes patrios; tal es el caso de Manuel Rodríguez, quien es reivindicado en la Hacienda Histórica Marchigüe, donde se integra la arquitectura tradicional del siglo XVIII con la gastronomía de los piratas del Skorpius, interpretada por el chef y antropólogo Christian Alvan. En tanto, el establecimiento Panpan Vinovino, de Cunaco, se emplaza en una antigua panadería colchagüina construida el año 1830. Sus paredes resguardan parte del patrimonio material colonial. Además, su carta reivindica algunos productos típicos, como el cochayuyo de Pichilemu.

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El Fogón del Ovejero, restaurante típico de Pumanque. Fotos de Alexandra Kann.

A todo ello se suman muchas otras iniciativas, grandes y pequeñas, en toda la región, con

similares sensibilidades estéticas y culturales. Resulta notable comprobar la cantidad de restaurantes y hoteles que, de modo espontáneo, sin ponerse de acuerdo, han comenzado a definir sus propuestas sobre la base de la valoración del territorio cultural. Poco a poco, la Región de O’Higgins ha ido poniendo en marcha un proceso de fortalecimiento, visibilización y valoración de su identidad, puesto que los productos típicos identifican a sus pueblos.

El punto es interesante. Algunos productos patrimoniales ocupan un lugar en los escudos heráldicos de sus respectivos territorios, como los tomates de Rengo, cuya relevancia cultural se plasmó en un antiguo escudo de la comuna junto a otros elementos identitarios de la zona, como la uva, utilizada para elaborar chicha, chacolí, vino y aguardiente, y los afamados carruajes de Rengo. Una situación análoga presenta el actual escudo de Marchigüe, que exhibe con orgullo parte de su Patrimonio Cultural y Alimentario. Allí pone en valor su iglesia, los aperos huasos, los molinos de viento y, en lo que respecta al presente capítulo, la liebre. La comuna de Marchigüe, cada 15 de agosto desde 1937, celebra el aniversario del Club Deportivo Victoria con su ya tradicional liebrada, festejo donde la población sale a cazar liebres en los prados aledaños.

Detrás de esta manifestación cultural se oculta una larga tradición comunal en torno a la preparación gastronómica de liebres y conejos. En muchos hogares de la zona se cocina el conejo de distintas maneras, como escabechado, al disco, en empanadas, estofado, al jugo, entre otras recetas típicas del lugar.

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Consideraciones f inales: proyectando el futuro

El Patrimonio Cultural Inmaterial y, en particular, el Patrimonio Alimentario es un vector del desarrollo territorial, sobre todo para impulsar aquellas zonas rurales más necesitadas. La riqueza de la Región de O’Higgins permitiría generar un gran atractivo cultural para recibir a muchos visitantes. En tal sentido, esta región podría seguir el ejemplo de Perú, país que impulsó su gastronomía al punto de elevarla a una de categoría mundial. De hecho, en los últimos años Lima se ha convertido en destino turístico de muchos viajeros, principalmente, por su atractivo culinario. El proceso de valorización de la gastronomía incaica, iniciado en Chile y Costa Rica, finalizó con una serie de procesos de patrimonialización. Gracias al boom de la gastronomía peruana, la cual tiene una fuerte responsabilidad social, se logró el abrazo cocinero-campesino que ha permitido el desarrollo de las comunidades campesinas, generando más empleo, asociatividad y encadenamientos productivos. El año 2011, por ejemplo, el sector alimentario en ese país facturó 65 millones de dólares.

Para los cocineros peruanos, la cocina parte con la obtención del alimento, en la pesca, en la agricultura, cadena social por la cual se benefician cerca de seis millones de personas, es decir, casi el 20% de la población total del país. Este proceso ha sido liderado desde distintos ámbitos, y en él han contribuido empresarios gastronómicos, académicos y algunas autoridades gubernamentales. Esta triangulación tuvo sus ediles, como los chefs Gastón Acurio y Adolfo Perret y la académica Isabel Álvarez, y el apoyo de diversos ministerios peruanos. El punto cúspide de esta iniciativa fue la creación de la feria gastronómica Mistura, organizada por la Asociación Peruana de Gastronomía el año 2008. Todo este proyecto está enmarca con el eslogan “Perú, mucho gusto” (Apega, 2013). Y es que, en efecto, trabajar por salvaguardar el Patrimonio Alimentario es tarea de todos. Los restaurantes tienen una gran responsabilidad en esta historia, pero también se debe poner en valor a los productores y los productos campesinos. Es importante trabajar en los procesos de patrimonialización de los productos tradicionales, tal como se ha avanzado en Europa con las Denominaciones de Origen, las Indicaciones Geográficas y las Especialidades Tradicionales Garantizadas.

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