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INTRODUCCIÓN «La ciencia, considerada como un proyecto que se realiza progresivamente, es tan subjetiva y está tan condicionada psicológicamente como no importa qué otra empresa humana». Einstein ¿Qué es la ciencia? ¿Cómo ha nacido? ¿De qué manera elaboran sus teorías los científicos? ¿Disponen de un «método» establecido de una vez para siempre que garantice la «verdad» de su saber? ¿Es cierto que la actividad de los físicos y de los biólogos es totalmente «Objetiva» y «racional»? ¿Existen criterios que permitan saber a ciencia cierta si se debe aceptar o rechazar una nueva teoría? ¿Se puede trazar un límite claro y definido entre la verdadera y la falsa ciencia? Al examen de estas cuestiones (y de algunas otras del mismo tipo) están consagrados los siguientes capítulos. Se trata de estudiar aquellos casos que, me atrevería a decir, están destinados a complicar la imagen que numerosos manuales y obras de divulgación ofrecen de la actividad científica. Tomemos un ejemplo a la vez elemental y fundamental: ¿es exacto que una buena teoría es una teoría «confirmada por los hechos»? Y, en otros aspectos, ¿es exacto que haya que rechazar una teoría a la que contradicen «hechos experimentales» bien establecidos? La respuesta, si se cree en las versiones vulgarizadas del Método Experimental, es muy sencilla. Si los expertos aceptan una teoría, es que está «de acuerdo con 1os hechos». El dilema es harto conocido. 0 bien el veredicto experimental es favorable a la hipótesis sometida a prueba (que adquiere entonces el estatuto de teoría válida), o bien es desfavorable (y por lo tanto hay que considerar que la hipótesis es falsa). Así lo quiere la 1ógica de la ciencia. El buen sabio es objetivo; escucha la voz de los hechos; se desprende de las leyes y teorías refutadas por la Naturaleza cuando se la somete a tesis experimentales preparadas cuidadosamente. Este esquema es transparente y tranquilizador. Con «la ciencia», por lo menos, uno puede saber por donde anda. He aquí, por fin, una actividad cognoscitiva seria que, gracias a procedimientos eficaces, nos conduce a certezas e incluso a Verdades. De aquí el éxito de este panorama contrastado; mientras que el arte, la religión y la filosofía recurren a la imaginación, a la intuición, a creencias quiméricas y a especulaciones incontroladas, la Ciencia nos revela la Realidad tal como es. Este balance epistemológico, diremos de paso, significa concretamente esto: los expertos científicos merecen crédito. Saben mucho, y lo saben bien... Debemos, pues, confiar en ellos y, llegado el caso, someternos a sus decisiones. ¿No es lógico obedecer a los que detentan el conocimiento justo? Como hacía notar Roger Bacon al comienzo siglo XVII, el saber otorga el poder. Razón de más para interesarse por

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INTRODUCCIÓN «La ciencia, considerada como un proyecto

que se realiza progresivamente, es tan subjetiva y está tan condicionada psicológicamente como no importa qué otra empresa humana».

Einstein

¿Qué es la ciencia? ¿Cómo ha nacido?

¿De qué manera elaboran sus teorías los científicos? ¿Disponen de un «método» establecido de una vez para siempre que garantice la «verdad» de su saber? ¿Es cierto

que la actividad de los físicos y de los biólogos es totalmente «Objetiva» y «racional»? ¿Existen criterios que permitan saber a ciencia cierta si se debe aceptar o rechazar una nueva teoría? ¿Se puede trazar un límite claro y definido entre la verdadera y la falsa ciencia?

Al examen de estas cuestiones (y de algunas otras del mismo tipo) están consagrados

los siguientes capítulos. Se trata de estudiar aquellos casos que, me atrevería a decir, están destinados a complicar la imagen que numerosos manuales y obras de divulgación ofrecen de la actividad científica. Tomemos un ejemplo a la vez elemental y fundamental: ¿es exacto que una buena teoría es una teoría «confirmada por los hechos»? Y, en otros aspectos, ¿es exacto que haya que rechazar una teoría a la que contradicen «hechos experimentales» bien establecidos?

La respuesta, si se cree en las versiones vulgarizadas del Método Experimental, es muy

sencilla. Si los expertos aceptan una teoría, es que está «de acuerdo con 1os hechos». El dilema es harto conocido. 0 bien el veredicto experimental es favorable a la hipótesis sometida a prueba (que adquiere entonces el estatuto de teoría válida), o bien es desfavorable (y por lo tanto hay que considerar que la hipótesis es falsa). Así lo quiere la 1ógica de la ciencia. El buen sabio es objetivo; escucha la voz de los hechos; se desprende de las leyes y teorías refutadas por la Naturaleza cuando se la somete a tesis experimentales preparadas cuidadosamente.

Este esquema es transparente y tranquilizador. Con «la ciencia», por lo menos, uno

puede saber por donde anda. He aquí, por fin, una actividad cognoscitiva seria que, gracias a procedimientos eficaces, nos conduce a certezas e incluso a Verdades. De aquí el éxito de este panorama contrastado; mientras que el arte, la religión y la filosofía recurren a la imaginación, a la intuición, a creencias quiméricas y a especulaciones incontroladas, la Ciencia nos revela la Realidad tal como es. Este balance epistemológico, diremos de paso, significa concretamente esto: los expertos científicos merecen crédito. Saben mucho, y lo saben bien... Debemos, pues, confiar en ellos y, llegado el caso, someternos a sus decisiones. ¿No es lógico obedecer a los que detentan el conocimiento justo? Como hacía notar Roger Bacon al comienzo siglo XVII, el saber otorga el poder. Razón de más para interesarse por

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todo lo que se dice sobre la ciencia y sus fundamentos. ¿Hay que creer que existe un Método gracias al cual se pueden elaborar teorías estrictamente fieles a los «hechos»?

No se puede formular una respuesta mínimamente satisfactoria en unas pocas páginas.

Los filósofos de la ciencia y los mismos científicos han escrito miles y miles de páginas sobre este tema sin llegar a perfeccionar una teoría que fuese a la vez precisa, completa y realista (es decir, conforme a las gestiones efectivas de los hombres de ciencia). Pero parece razonable retroceder con relación a una cierta mitología empirista. Si la historia de la ciencia ha podido sacar a la luz un «hecho» importante, es sin duda éste: ¡jamás existe una adecuación perfecta entre las teorías y «los hechos»!

Y si pongo comillas al escribir «los hechos», la primera razón de ello es que esta

expresión no quiere decir nada de preciso. Los científicos utilizan «hechos», es decir, un cierto número de observaciones y resultados experimentales. Pero, en cuanto una teoría alcanza cierto grado de generalización y complejidad, es prácticamente imposible tener la certeza de que todos los hechos (o incluso todos los tipos de hechos) pertinentes se hayan tenido en cuenta. Como dirían los filósofos, los hombres de ciencia se mueven en la finitud... Su deseo es producir teorías válidas para una infinidad de fenómenos. Pero en la práctica, jamás están seguros de haber localizado todos los «hechos» útiles; y, precisamente por eso, las teorías mejor confirmadas siguen siendo precarias, frágiles. Así pues, todos los discursos que tienden a hacer olvidar este hecho nos ocultan algo. Al presentar «los hechos» como una especie de prueba máxima de la verdad de la ciencia, hacen a esta última una publicidad abusiva; y, al mismo tiempo, empobrecen y evalúan lo que tantas veces llamamos la aventura científica.

Desde luego, si sólo bastase consultar «los hechos», la investigación perdería su

encanto, su lado excitante. Al acumular ciegamente los «datos» y al utilizar los ordenadores, los hombres de ciencia obtendrían mecánicamente las buenas teorías. Pero, con toda seguridad, no ha sido trabajando con este espíritu como los Galileo, Darwin, Pasteur o Einstein han desarrollado sus teorías.

Es cierto que, en algunos casos, se puede tener la impresión de que la «teoría» ha sido totalmente comprobada mediante los «hechos». Así, la afirmación de que la Tierra es esférica (o casi esférica) tuvo primero el estatus de una teoría; los sabios antiguos llegaron a esta idea con la reflexión y la especulación. Más tarde, esta teoría fue brillantemente confirmada. Todos nosotros, hoy en día, hemos visto fotografías que muestran, literalmente, la esfericidad (o casi esfericidad) de nuestro planeta. Pero aquí está la paradoja: ¡ya no se trata de una teoría! Para nosotros, es un hecho. Resultado alentador, puesto que nos indica que las especulaciones científicas pueden conducirnos a conocimientos reales. Pero que nos recuerda que las teorías no son verdaderas de una manera absoluta más que cuando ya no son teorías...

Dicho de otra forma, la noción misma de teoría implica la incertidumbre. Incluso una

teoría eficaz (en el sentido en que lo ha sido, y lo es todavía la teoría newtoniana de la gravitación) no es necesariamente una teoría verdadera. Puede prestar grandes servicios en la práctica; puede introducir la inteligibilidad en el estudio teórico de una infinidad de fenómenos. Y, sin embargo, no ser perfecta. Por una parte, sucede que determinados «hechos» siguen siendo inexplicables en el marco de esta. teoría y parecen contradecirla'(éste es el caso de la teoría de Newton con algunos «hechos» concernientes a la mecánica celeste). Por otra parte, puede resultar ser necesario una revisión drástica de determinadas nociones fundamentales (éste fue también el caso de los conceptos newtonianos de tiempo y espacio).

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Todo esto, me apresuro a precisar, no cuestiona de ningún modo la idea misma de investigación científica. Una buena teoría no es una teoría definitivamente irrefutable y absolutamente cierta: es una teoría coherente y que posee cierta eficacia en las condiciones dadas. El malentendido comienza cuando el celo de los publicistas (y a veces de los mismos científicos) hace que se glorifique con exceso la certeza y la objetividad del saber experimental. Y cuando olvidan, entre otras cosas, que algunos de los hechos famosos pueden explicarse mediante varias teorías diferentes... Entre las teorías y los hechos siempre existe un desfase, una especie de «borrosidad». De forma ideal, por supuesto, los hombres de ciencia tienen como objetivo sacar a la luz el funcionamiento real de la naturaleza; y esto les lleva, en particular, a multiplicar los cuestionarios sobre todo lo que se puede observar y experimentar. En este sentido, el legendario «método experimental» expresa cierta verdad los hombres de ciencia tienen un proyecto preciso y respetan determinadas normas (como aquella que exige una confrontación estrecha y seria de la teoría con los fenómenos a los que concierne). No obstante hay que resaltar la diferencia entre la Ciencia Ideal, que tal vez podamos poseer en el fin de los tiempos, y la ciencia efectiva, que muy a menudo está muy lejos de la perfección. Uno de los objetivos del presente libro es precisamente mostrar con algunos ejemplos concretos (ver especialmente los capítulos VIII, IX, X, XI y XII) hasta qué punto es difícil hacer dialogar las teorías y los hechos. En principio no hay más que seguir el Método. Sin embargo, en la práctica, el asunto no es tan sencillo.

Sin entrar en detalles, y sólo con el fin de orientar la lectura, voy a resaltar algunas

cuestiones a las que se enfrentan los investigadores. ¿Cómo elegir los hechos buenos entre todos los hechos disponibles? Por «hechos buenos» entendamos aquellos que son significativos, aquellos que presentan de forma bien caracterizada las variables «pertinentes», los fenómenos «fundamentales», etc. Cuando una teoría ha sido aceptada, desde hace mucho tiempo, se tiende a subestimar la importancia de este problema. Las sesiones de «los trabajos prácticos» de nuestro sistema de enseñanza contribuyen por otra parte a falsear las perspectivas. En efecto, los estudiantes experimentan la mayor parte de las veces sin acabar de darse cuenta de la amplitud del trabajo que ha sido necesario para perfeccionar las nociones y los instrumentos que utilizan. De forma espontánea creen que eso es «evidente»; su único problema es realizar correctamente la manipulación.

Para los iniciadores, para aquellos que introdujeron innovaciones en el análisis de la

caída libre, de los fenómenos de combustión o de los mecanismos de la herencia, la situación era muy diferente. Su labor no se reducía a que les «saliese bien» una experiencia. En primer lugar, debían concebirla... No solamente tenían que localizar los «hechos buenos» entre todos aquellos que podían conocer, sino que a menudo debían forjarlos en todos sus aspectos (por ejemplo, construyendo nuevos aparatos). Y no solamente debían identificar las «buenas variables», aquellas que permitirían formular relaciones fecundas, sino que al mismo tiempo debían definir nuevas nociones y nuevos esquemas teóricos. Nunca lo resaltaremos demasiado: una vez logradas, todas esas maniobras parecen sencillas. «No había más que... Bastaba con ... » Pero en la exploración de terrenos que son nuevos por definición, los riesgos de equivocarse son grandes. Nada garantiza que se esté en el buen camino. Únicamente en los relatos posteriores de ciertos historiadores, las investigaciones resultan ser totalmente «lógicas» y el diálogo entre la hipótesis y la experiencia aparece claro y luminoso.

En primer lugar, es muy raro que los «hechos» confirmen de forma completa e

inmediata la validez de una teoría, ya que a los hechos positivos es casi siempre posible oponer hechos negativos (es decir, desfavorables a la teoría que se comprueba). Como se podrá ver al llegar al capítulo IX, un químico tan notable como Marcelin Berthelot se negó a admitir durante mucho tiempo la teoría atómica. Por otra parte, no fue el único; y el gran

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numero de «hechos» favorables a esta teoría no resultó ser suficiente para forzar la adhesión de los escépticos, ya que la teoría dice siempre mucho más que los «hechos». Y esto, en última instancia, permite a los que se oponen hacer valer este distingo: todo (o casi todo ... ) sucede como quiere vuestra teoría, pero esto no prueba que todas las afirmaciones que contiene respondan a la realidad. Aplicado al caso de los átomos, este razonamiento se convierte más o menos en: la hipótesis según la cual existen varios tipos de corpúsculos elementales permite explicar muchos fenómenos, pero no es completamente seguro que la materia sea realmente «discontinua» y que estos átomos no sean otra cosa que ficciones útiles... Ya lo hemos visto, siempre es posible imaginar que los mismos «hechos» puedan ser explicados con una teoría diferente. Bajo este punto de vista, la comparación entre la investigación científica y el desarrollo de una investigación policíaca es válida. Todo el mundo sabe que, algunas veces, todos los indicios parecen designar a X como culpable, ¡y sin embargo el crimen lo ha cometido Y! En la ciencia puede presentarse la misma situación: la convergencia de los «hechos» puede poner sobre una buena pista, pero no siempre es la que conduce a la verdad.

También puede suceder que algunas teorías sean rechazadas en el mismo instante que

aparecen, pero esto no les impide prosperar... De algún modo, éste es el caso de la teoría gravitatoria de Newton: siempre ha debido enfrentarse a anomalías, es decir, a hechos que no conseguía explicar. Pero los newtonianos tenían fe y se decían que, algún día, diversas mejoras permitirían triunfar sobre esos enigmas. En el caso de la teoría genética de Mendel, las dificultades eran aún más patentes: gran cantidad de «hechos» evidentes contradecían las concepciones «discontinuistas» de este antepasado de la genética moderna. Una vez más, la obstinación hizo milagros: gracias a diversas adecuaciones, gracias a hipótesis complementarias, fue posible demostrar que las «excepciones» eran únicamente excepciones aparentes... Pero todo esto no se hizo en un día y, durante decenios, el éxito permaneció incierto.

Desde luego, podemos concluir que los «hechos» acaban por hablar. A fuerza de

interrogarlos, los investigadores (al menos en algunos casos) acaban por saber de qué se trata. Pero no hay que subestimar las dificultades, de estos interrogatorios; y tampoco hay que sobreestimar el valor de los resultados obtenidos. La teoría mendeliana, todavía hoy, contiene ciertos aspectos oscuros. Y esto puede verse con más claridad todavía en otras teorías prestigiosas, en particular en la darwiniana (o neodarwiniana) de la evolución. Es bien sabido que un epistemólogo como Karl Popper ha llegado a poner en duda que esta teoría sea «refutable» experimentalmente. Dicho de otro modo, se trataría de una serie de enunciados tan amplia y tan fluida que no sería posible organizar una confrontación verdaderamente decisiva con todos los «datos» en cuestión (datos que provienen de la clasificación, de la paleontología, de la anatomía comparada, de la genética, de la embriología, de la biogeografía, etc). Más tarde, Popper ha matizado un poco su posición. Pero esta especie de sospecha que ha formulado no deja de tener un sentido preciso: no es raro que la administración de «pruebas» experimentales resulte ser sumamente delicada. Por otra parte, el mismo Darwin sabía a que atenerse: de ningún modo consideraba su teoría como «probada», sino que se contentaba con decir que hacía inteligibles un gran número de «hechos> (que es algo muy diferente ... ).

Una de las paradojas a las que se llega, es que los mismos «hechos» pueden sufrir

diferentes evaluaciones. Si todo sucediese tal como afirman las formulaciones usuales del «método experimental», estas evaluaciones deberían considerarse, no sólo como superfluas, sino como condenables. Así lo exige el gran ideal de la Objetividad: los científicos deben abstenerse de manifestar sus preferencias personales, de hacer intervenir en sus

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investigaciones prejuicios filosóficos, de privilegiar tal o cual teoría sin justificación «racional», etc. Este estado de perfecta naturalidad, por desgracia, muy a menudo es irrealizable. Para convencerse, basta con escuchar a los investigadores o evocar algunas situaciones históricas. En el caso de la teoría de la deriva continental, por ejemplo resulta muy claro que las apreciaciones personales han desempeñado un papel repetidas veces. Esta teoría había sido formulada ya en 1915 por el alemán Alfred Wegener en una obra titulada Génesis de los continentes y los océanos. Según él, los continentes podían desplazarse, hundirse o levantarse. Con el transcurso de los años perfeccionó su hipótesis al multiplicar los argumentos geodésicos, geofísicos, geológicos, paleontológicos, biológicos, paleoclimáticos, etc. Pero muchos expertos permanecieron a la expectativa e incluso hostiles durante vanos decenios. Todo el problema consiste en saber si las críticas eran verdaderamente fundadas. Hoy día es posible afirmar que las piezas de convicción de Wegener eran «insuficientes» y ha sido necesaria la teoría de la tectónica de placas para persuadir «racionalmente» a los investigadores. Pero ¿a partir de qué momento puede y debe considerarse que los «hechos» han sido comprobados? En realidad, aquí intervinieron las preferencias personales: había quienes estaban «a favor» y quienes estaban «en contra» sin ningún criterio absoluto. Y es sumamente difícil afirmar que unos tenían razón y otros no.

Según las versiones simplificadoras que a menudo se ofrecen al público, el Método

Experimental permitiría obtener siempre de la Naturaleza respuestas claras de «sí» o «no» bien definidos. Los científicos no tendrían más que aceptar pasivamente los mensajes de la experiencia. La desgracia consiste en que estos mensajes, en, las zonas todavía mal conocidas, son múltiples e incluso contradictorios. El investigador debe entonces ejercer sus sentidos críticos. Y su juicio a menudo está mucho más próximo de un juicio estético de lo que se dice. En el fondo, todo sucede como si el panorama experimental pudiese ser percibido bajo distintos ángulos e iluminaciones diferentes... Una persona puede sacar ' determinado «hecho» a un primer plano y otra puede dejarlo en penumbra. También se encuentran personas que pretenden que los hechos son testarudos. Pero esta generalización es algo apresurada. Se podrían citar numerosos «hechos» que han acabado por ceder... Citaré, por ejemplo, el caso del físico americano Dayton Clarence Miller (1866-1941).

Había trabajado mucho sobre un experimento especialmente célebre, el que Michelson

y Morley habían desarrollado para saber si era posible detectar sobre el suelo la existencia de un «viento de éter» (ver capítulo XIV). La importancia de este tema de investigación era grande, ya que un resultado positivo podía servir de base para refutar la teoría de la relatividad formulada por Einstein en 1905. Miller, al comienzo de la década de 1920, volvió a realizar el experimento de Michelson y Morley sobre el monte Wilson (California) y llegó a la siguiente conclusión: existía en realidad, contrariamente a lo que se había creído un «viento de éter». Por lo tanto ¡había que abandonar la teoría de Einstein! El mismo Miller lo dio a conocer; y cuando publicó sus resultados en 1925, se hubiese podido esperar que todos los físicos se le echasen encima. Pero no fue así. Los adversarios de la teoría de la relatividad se congratularon; y aquellos que la habían adoptado desde hacia algunos lustros, ni se inmutaron. Desde luego, Miller era un físico competente (y recibió un premio de la American Association for the Advancement of Science). Pero también puede suceder que la teoría sea más testaruda que un «hecho»... Para eliminar esta molesta experiencia, no había más que someterla a la crítica: no solamente las medidas obtenidas no eran tan determinantes como lo pensaba Miller, sino que también era posible imaginar múltiples causas de error. La verdad es que no parece que los expertos hayan llegado a explicar con claridad por qué debían rechazarse los experimentos de Miller. Entre otras cosas, es posible que las diferencias de temperatura hubiesen influido en el interferómetro. Pero también se puede pensar que el rechazo de las experiencias de Miller fue dictado esencialmente por

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consideraciones a priori. En otra época, los «datos» obtenidos hubiesen pasado por creíbles con toda facilidad. En 1925 era demasiado tarde para que esos mismos «datos» fuesen admitidos como hechos buenos.

¿Es preciso sacar la conclusión, con estas observaciones, de que la «ciencia» es

incapaz de progresar hacia un conocimiento mejor de la naturaleza? Por supuesto que no. Los científicos, con paciencia y repetidos esfuerzos, acaban por escribir y explicar cada vez mejor determinados fenómenos. Tal vez no lleguen a la Verdad absoluta (lo que, por otra parte, pondría fin a la investigación científica), pero resuelven, con mayor o menor exactitud, un gran número de problemas. Con el transcurso del tiempo, se establece una selección de teorías. Aunque este saber sea siempre parcial y susceptible de modificarse o cuestionarse, resultaría vano impugnar radical y globalmente la fecundidad del trabajo de los investigadores. Cualesquiera que sean los fallos, e incluso los errores, la institución científica tiene, por decirlo así, un funcionamiento positivo y un rendimiento apreciable. No se trata, por consiguiente, de negar los méritos y los logros de «la ciencia» y sus servidores, sino de adoptar cierta actitud crítica ante la imagen que con frecuencia se ofrece. A pesar de los trabajos. notables realizados por gran número de historiadores de la ciencia, siempre están en boga numerosos «mitos». Mitos que presentan el «Método Experimental» como el único que garantiza casi automáticamente el valor de los resultados obtenidos o, peor aún, que hacen creer en la inmaculada concepción de las teorías, como si los auténticos hombres de ciencia no tuviesen (y no debiesen tener) creencias filosóficas, prejuicios, pasiones, fantasmas, etc. Sobre todas estas cuestiones, que atañen «la imagen de la ciencia», es posible la polémica.

La objetividad, repetimos, constituye un ideal. ¿Quién no sueña con una ciencia

perfecta que muestre la naturaleza tal como es? Pero estamos lejos de alcanzarlo. En concreto, el investigador se ve obligado a correr riesgos, a apoyarse sobre determinada concepción de la naturaleza, a postular relaciones que tal vez sean inexistentes, a formular conjeturas audaces e incluso temerarias' a «manipular» los hechos de forma a veces demasiado hábil. La índole de vulgata epistemológica que oculta más o menos deliberadamente estos aspectos de la realidad científica está orientada a ofrecer de ésta una imagen halagadora y, por decirlo así, aseptizada: el Sabio es un espíritu puro, frío, neutro y objetivo que. se mueve en un vacío cultural e ideológico perfecto. Por supuesto, hay que conceder que algo se vale de su imaginación, que tiene una especie de «don» gracias al cual consigue formular con éxito sus geniales hipótesis... Pero se ha puesto en marcha todo un dispositivo retórico para evitar toda confusión con la imaginación de los artistas y de los filósofos. Incluso la exposición más simplista del Método Experimental debe reconocer, al menos implícitamente, que hay dos fases: una que corresponde al invento de la hipótesis; otra, a su confirmación. Pero la segunda fase, que marca el triunfo (o el presunto triunfo) del Hecho y de la Objetividad se celebra ruidosamente; mientras que la primera, en numerosos textos «cienciolátricos», se señala con discreción.

Para hablar como algunos especialistas de la antropología cultural, todo sucede como si

la Ciencia fuese una actividad sagrada y protegida por estrictos tabús. El ciudadano corriente podría pensar que la ciencia es humana, muy humana -a veces demasiado humana-. Por este motivo urge afirmar su carácter trascendente. De cara al conocimiento profano, debe aparecer como el resultado de una búsqueda que muchas veces ha sido descrita explícitamente como religiosa. Basta consultar los textos para encontrar tantos ejemplos como se quiera. Así, el astrónomo Camille Flammarion, al final del siglo XIX, evocaba de forma grandiosa el papel que debía desempeñar la ciencia en «el mundo del espíritu». Al proponernos el slogan «¡Verdad! ¡Luz! ¡Esperanza!», utilizaba audazmente la dialéctica de lo

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Puro y de lo impuro en beneficio del conocimiento científico: «Estamos en una época en la que los errores de la ignorancia, los fantasmas de la noche, los sueños de la infancia humana, deben desaparecer; la aurora difunde su pura luz; el sol sale sobre la humanidad despierta; pongámonos en pie ante el cielo y no tengamos en lo sucesivo más que una divisa ¡el progreso por la ciencia!»

El geólogo Pierre Termier, entre las dos guerras mundiales, también atacaba duro.

Comparaba decididamente la «función por completo sublime» del sabio a la del, sacerdote. La ciencia, según él, nos lleva hacia la Verdad y lo Absoluto. 'Tomando prestada, una frase de Léon Bloy, Termier describía así al hombre de ciencia: «Va en la inmensidad, llevando ante él su corazón como una antorcha.» En su lirismo, no vacilaba en emplear las metáforas más audaces: «En el torrente de las alegrías futuras, la alegría de conocer será tal vez el raudal preponderante»... En todo caso, una cosa era segura: «La vida está hecha para saber y, sin la ciencia, no vale la pena de ser vivida.» En cuanto al médico Rémi Collin, glorificaba en 1941 a los «héroes» y «mártires» de la ciencia y situaba esta última «en la categoría de los grandes místicos». Algo más tarde el físico Leprince-Ringuet entonaba a su vez un himno entusiasta: «El verdadero sabio, escribía, es humilde, modesto, enamorado de la ciencia, al desarrollo de la cual contribuye (... ) Es un gran contemplativo, en el sentido más amplio de la palabra (...).» Una vez más, se destaca la analogía con la religión: «Entre la vocación científica y la vocación religiosa y apostólica, hay más de un punto en común», etc.

De este modo toda una larga tradición invita a los profanos a venerar la ciencia como

una actividad superior; y todavía hoy, aunque el estilo haya podido evolucionar hacia la sobriedad. Este tipo de prosa no es muy difícil de encontrar. Desde el punto de vista epistemológico, estos elogios de la Ciencia Pura no dejan de tener sus consecuencias, ya que implican que el Sabio, a fin de cuentas, es el feliz poseedor de «trucos» casi milagrosos. Trucos gracias a los cuales y empleando los mismos términos del profesor Leprince-Ringuet, puede contemplar «con satisfacción la gran obra creada en la que descubre la trama, en la que percibe aspectos maravillosos que habían permanecido ocultos hasta entonces».

Pero se nos describe con exactitud el método que permite tales logros? ¿Cómo se las

arreglan los científicos en la práctica para descubrir y percibir la trama de las cosas? Se nos habla de "contemplación". Pero ¿es realmente la contemplación la que ha permitido descubrir las leyes de la gravitación, los átomos, los genes, las partículas elementales, la relatividad y la tectónica de placas? Estos grandes discursos, si bien se miran, ¿no encierran incongruencias e incluso contradicciones? En resumen ¿no nos ocultan algunas caras del saber científico? Si reflexionamos, es bastante evidente que la concepción "mística" de la ciencia no es más que la transposición engalanada de la concepción empirista. En los dos casos, se sobreestima la percepción de los "hechos": los hombres de ciencia "descubren" una verdad preexistente, -son intelectos en alguna forma desencarnados, capaces de aprehender lo real "objetivamente".

Según la presentación mística, el Sabio es un vidente; según la presentación empirista,

sencillamente es un observador paciente y atento, una humilde abeja que liba en el inmenso campo de la experiencia... No obstante, hay acuerdo en el siguiente postulado: el verdadero científico no tiene necesidad de inventar, el verdadero científico no es subjetivo. Por supuesto, está iluminado y conducido por el Amor al Saber. Pero este noble sentimiento es la feliz excepción que confirma la regla; que precisa que el alma del Sabio sea de una transparencia absoluta. Siempre se acaba llegando a la misma conclusión: el hombre de ciencia se comporta como si no tuviese un "perfil psicológico" singular; como si no tuviese

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una afectividad, pasiones, cultura, convicciones personales heredadas de su ambiente, y su educación; como si no tuviese historia ni, por supuesto, inconsciente.

En una palabra, tanto para los que se hallan en poder de ese purismo cognoscitivo

como para Pascal, "el yo es odioso». Todo lo más, los hombres de ciencia poseen un excepcional super ego al que deben su «vocación» y gracias al cual están en comunión con la gran cofradía de los Sabios auténticos. ¿.No quería decir otra cosa-Pierre Termier cuando describía «esta pasión extraña y sobrehumana» que «se desencadena en el corazón del sabio (... ) por un simple reflejo de la Verdad»? La analogía con la Gracia divina es patente; pero incluso los agnósticos pueden compartir esta doctrina exaltante. Por otra parte, las palabras de Termier están cargadas de sentido. Esta pasión, según él, es «extraña». Hay que comprender manifiestamente que se sitúa en otro plano que el de las pasiones ordinarias. Es un movimiento del alma particularmente sublime y, de algún modo, metapsicológico. Así se confirma la distinción entre el terreno de lo sagrado (es decir, de la Ciencia) y de lo profano (es decir, del otro saber que, de hecho, no es más que un seudosaber). Y esta pasión es «sobrehumana». Así se subraya su carácter superior e incluso trascendente. Los empíricos vulgares dicen sencillamente que los científicos son capaces de discernir sus teorías leyendo entre líneas a través de los «hechos». Pero sigue funcionando la misma mitología de la Mirada Objetiva: el investigador es un ser ideal que radiografía, por decirlo así, la Naturaleza en un estado total de neutralidad.

Se entiende demasiado bien que esta «imagen de la ciencia» tenga tanto éxito en una

sociedad científico-tecnológica-industrial. Valoriza el saber de los expertos y constituye una justificación suplementaria de su influencia o de su poder y a muchas personas les satisface sabe que la institución científica desvela metódicamente los secretos de la naturaleza gracias al examen imparcial de los Hechos. Muchos hombres de ciencia, aunque se den cuenta de que la situación no es tan límpida, aceptan gustosos esta leyenda. Incluso algunas veces -y esto he podido comprobarlo in concreto- la defienden encarnizadamente, como si cualquier retoque de este bello cuadro pusiese en peligro su situación cultura¡. Hasta los historiadores de la ciencia reconstruyen los grandes episodios del pasado procurando que resulten conformes a normas ideales de la epistemología empírica. No obstante, parece que cada vez son más escasos. Diversas encuestas minuciosas, de las que se hacen eco algunos capítulos de este libro, han mostrado de forma convincente que el mito del Método Experimental, bajo su forma rígida y radical, era prácticamente indefendible en gran número de casos. Esto no significa, me apresuro a añadir, que todo esté claro -y que los mismos historiadores hayan elaborado unos relatos objetivos y absolutamente exactos del desarrollo de las ciencias...-. Pero han logrado desarrollar unos argumentos que,, basados en documentos precisos, subrayan la estrechez de las interpretaciones empiristas. No solamente ponen de manifiesto que se puede contar la historia de la ciencia de otra manera, sino que hacen inteligibles cierto número de detalles que resultarían extraños e incluso escandalosos en el marco del empirismo.

Una tesis, en particular, merece ser sometida a la crítica: aquella que deja entender que

los hombres de ciencia estudian los fenómenos de forma ne3itral, rechazando todo presupuesto filosófico y dejando su espíritu en una especie de vacío teórico. Resulta más realista realzar, como lo hacía el mismo Charles Darwin, que toda observación exige un marco teórico. Es necesario haber reflexionado, saber lo que se quiere observar. Lejos de ser un lujo superfluo, lejos de constituir una especie de pecado contra la objetividad, esta preparación teórica es una necesidad. Para poder interrogar a la naturaleza, hay que definir preguntas recurrir a diversas nociones que permitan los análisis, la creación de modelos, las

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formulaciones y (entre otras cosas) las investigaciones «basada en hechos», es decir, observaciones y experimentaciones.

Esta situación sólo presenta ventajas ya que el Método, en la práctica, no ofrece

criterios seguros para determinar de antemano lo que es «bueno» y lo que no lo es. No existe en ninguna parte una lista exhaustiva de las condiciones que se deben cumplir para avanzar directamente hacia la Verdad. El que es un verdadero investigador (a saber, aquel que no se contenta con aplicar «recetas» conocidas a terrenos algo diferentes) no puede saber si los conceptos que emplea son siempre los adecuados; si los instrumentos que emplea son suficientemente eficaces; si resistirán todas las hipótesis auxiliares a las que debe recurrir, etc. Por lo tanto, existen riesgos. Ninguna Instancia Metodológica Suprema puede ofrecer una garantía de éxito... Pero esta situación incómoda es precisamente la de la investigación. Y se puede calificar de normal, mientras que a los ojos de los empíricos militantes se presenta de entrada como patológica.

En efecto, para aquellos que desean «dejar hablar los hechos», este trabajo teórico

preliminar se parece a una intrusión lamentable en la subjetividad del investigador. Según su escala de valores, todas las elecciones particulares realizadas, antes de una experimentación resultan más o menos afectadas por un vicio fundamental: abren la puerta a lo arbitrario, a la incertidumbre y al error. Por esta misma razón, son signo de patología. Sería necesario, de forma ideal, que la investigación se realizase de la forma más directa, incluso inmediata. De ahí la reticencia de reconocer plenamente el aspecto especulativo y poco tranquilizador de la búsqueda científica. Todos estos preparativos, si se mostrasen al gran público con toda su crudeza, podrían pasar por una «cocina» dudosa, por una chapuza inquietante. Pero he aquí: sucede que nadie hasta ahora, ha encontrado el medio de evitar esas etapas preliminares. No existe un camino real hacia la teoría perfecta. ¿Por qué no tomar nota de ello? ¿Por qué no renunciar sin ambages a la ficción del Hecho Puro, totalmente objetivo? Las anticipaciones y las de los investigadores no son un mal menor, no son violaciones de un Método que habría que ocultar sino sencillamente el único medio de hacer progresar al conocimiento.

Los partidarios de los «hechos», evidentemente, siempre tienen objeciones preparadas.

Por ejemplo aquella en que sale a relucir el caso de los descubrimientos realizados por azar. Sin que el investigador lo haya previsto ni querido, puede suceder que tenga la oportunidad de observar un hecho revelador o altamente sugestivo. Los sociólogos de las ciencias, en particular, han estudiado éste tipo de situaciones, estos encuentros inesperados. Para designarlos, los anglosajones incluso han creado una palabra especial y hablan de serendipity. El ejemplo más clásico es el del «descubrimiento» de la penicilina por Alexander Fleming. Una observación imprevista le habría puesto en el buen camino. Se adivina el argumento: «Decís que todo hecho interesante se consigue únicamente con una preparación deliberada. Pero los casos de serendipity muestran que no hay nada de eso. La naturaleza puede muy bien dirigirse a los científicos en un lenguaje claro y directo.» La respuesta que han formulado vanos expertos me parece más sólida que el mismo argumento. En estos casos, el «hecho» es utilizado con provecho únicamente por aquellos que se lo merecen gracias a una reflexión anterior. Diversos estudios relativos a este tipo de casos (y al de Fleming en particular) confirman que el «hecho» no puede ser detectado e interpretado más que si previamente se ha preparado un «tamiz de lectura». Se sabe de casos en los que dos observadores han visto, stricto sensu, el mismo fenómeno. Pero uno de ellos, al no estar preparado para analizar y captar el significado teórico, no ha conseguido transformarlo en un verdadero «hecho científico»; mientras que el otro, al disponer espiritualmente de toda una problemática, ha podido percatarse del ojo que le guiñaba la Naturaleza. Si ello fuese de otro

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modo, no hubiese sido necesario aguardar tiempo para dar el último toque a la teoría de la gravitación universal. ¡Hubiese bastado ver caer una manzana, como dice la leyenda que fue el caso de Newton!

¿Se hace progresar la cultura científica al glorificar unilateralmente los «hechos» y

presentar la objetividad como una norma absoluta? No es seguro. Por una parte, ya hemos dicho de paso, los relatos de divulgación de la historia de la ciencia a menudo simplifican y distorsionan en exceso las «vidas de los grandes sabios» con el fin de hacerlas coincidir con este modelo ideal. Culturalmente, esto resulta empobrecedor. Toda una mitología acaba por interponerse entre los hombres de ciencia y el público. A muchas personas, todavía hoy, les resulta difícil concebir la ciencia de otra forma que una actividad de tipo religioso. Concretamente, esto quiere decir que toda cultura crítica en este terreno resulta casi imposible. ¡Concedamos que el conjunto de ciudadanos no diviniza a los científicos! Pero parece ser que una sutil propaganda (cuyo desarrollo es a menudo espontáneo, «honesto») falsea las relaciones con los Expertos. Decididamente el diálogo resultaría más fácil si se consiguiese dar una imagen menos grandiosa pero mas realista de todo lo que recubre la etiqueta Ciencia. Con motivo de los grandes debates relativos, por ejemplo, a la cuestión nuclear, a la ecología, las biotecnologías de la reproducción o la experimentación humana, aparecería mejor todo lo que está en juego, se percibiría mejor el alcance de ciertos argumentos; y habría menos inhibiciones en lo que respecta al «control democrático» de la ciencia y de la técnica...

Por otra parte, siempre es de temer que los excesos, verbales de los empíricos vuelvan

a arrimar el ascua a su sardina. Una mitología siempre arriesga suscitar otras mitologías complementarias o antitéticas. El mito del Genio, por ejemplo, parece afín al mito de la Objetividad. A primera vista esto puede parecer sorprendente. Pero existe una lógica en esta paradoja... En cuanto se disimulan con más o menos éxito los tanteos y las grandes maniobras especulativas de los hombres de ciencia, resulta necesario encontrar una explicación al supuesto poder de su mirada: ¿Cómo ' es posible que el Sabio sea capaz de localizar los Hechos de una forma tan eficaz? ¿Por qué consigue con tanto éxito deducir de ellos teorías «verdaderas»? La respuesta más sencilla consiste en invocar la noción de Genio. Se encuentra en ella una relación que ya hemos señalado: la que une en una misma complicidad la epistemología del Vidente y la epistemología del Cazador de hechos.

Pero otras interpretaciones utilizan de forma más fina y enriquecedora a los elementos

olvidados o descuidados en los alegatos empiristas. Por ejemplo, en el capitulo VIII he abordado determinadas cuestiones levantadas por la toma de postura de Alexandre Koyré. Este historiador de la ciencia, autor de trabajos importantes sobre los comienzos de la ciencia moderna, se ha dado cuenta con toda claridad de las insuficiencias de los Hechos. Y, llevando hasta el límite sus críticas hacía los empíricos, ha acabado por adoptar la doctrina inversa y afirmar de forma provocadora: «La buena física se hace a priori.» Como puede ver el lector, esta concepción se presta igualmente a ser blanco de críticas ya que se arriesga a sugerir que únicamente gracias a la especulación consiguen los físicos poner a punto las buenas teorías... Sin duda, Koyré tuvo razón al resaltar la importancia de la reflexión teórica en Galileo. Pero investigaciones más recientes parecen indicar que este hombre de ciencia ha sido más «experimental» de lo que se pensaba. Contrariamente a lo que Koyré afirmaba categóricamente, algunos de los experimentos descritos por Galileo ofrecen los resultados que ha indicado. Por lo menos, es necesario admitir, que la mala física también puede hacerse a priori; y que Galileo, si bien tenía cerebro, también tenía manos. En todo caso resulta fácil comprender la reacción de Koyré: incluso aunque haya ido demasiado lejos, ha prestado un servicio al marcar los límites de una vulgata que aún está demasiado difundida.

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También merece señalarse otro contraataque. Aquel que ha lanzado Paul Feyerabend

en una obra deliberadamente «anarquista»: Contre la méthode (original de 1975; traducción francesa de ed. Seuil en 1979). El título merece todo un programa: se trata de mostrar que el Método ideal, incluso en la ciencia, no tiene ni la evidencia ni la transparencia que generalmente se le concede. Más aún, el Método no existe. La divisa de la epistemología «anarquista» es que todo puede valer. Entendamos por eso que las ideas aparentemente más extrañas e irracionales pueden revelarse fecundas; que los «hechos» reputados como más dudosos pueden desencadenar investigaciones notables. En principio, ciertos imperativos metodológicos pueden servir de parapeto. Pero no es posible, en la práctica, darles un contenido preciso. En resumen, para creer que realmente existe un Método y unas Normas Racionales intangibles, es necesario mucha complacencia. He aquí dos enunciados muy típicos: «No hay idea, por antigua y absurda que parezca, que no sea capaz de hacer progresar nuestro conocimiento. ( .. ) Las intervenciones políticas tampoco son rechazables. Y: La ciencia está mucho más próxima del mito que lo que una filosofía científica es capaz de admitir. La ciencia es indiscreta, ruidosa, insolente: no es esencialmente, superior mas que a los, ojos de aquellos que han ido por una cierta ideología, o que la han aceptado sin haber estudiado jamás sus ventajas y sus límites».

¡Una vez más podemos medir la amplitud del trastorno dialéctico que puede desatarse

con una epistemología simplona enseñada a los niños de escuela! «No, la Ciencia no es lo que creéis. No progresa siguiendo una hermosa línea recta, sino describiendo los más extraordinarios zigzags.» Paul Feyerabend, resaltémoslo, no sólo es astuto, sino instruido. Y utiliza su erudicción con toda habilidad para destruir los ídolos. Solamente habría que lleva un poco demasiado lejos sus agresivas argumentaciones. En todo caso, nos instruye en cuestión de detalles; y abre pistas que merecen seguirse. Los lectores, al llegar a los capítulos sobre Pasteur (XI), Kekulé y sus sueños (XII) y las contribuciones del espiritismo a la psicología (XIII), tendrán por otra parte ocasión de encontrar en ellos ilustraciones o determinadas tesis de Feyerabend. Una de sus ideas es que los hombres de ciencia defiendan sus ideas como puedan, es decir por todos los medios y en especial mediante diversos artificios teóricos. Los que duden de ello no tienen más que remitirse al capítulo XV de la presente obra. Verán allí como el gran cosmólogo Hubble no retrocedía ante los ardides más sutiles. Ardides que en realidad no comprometían sus resultados ni su reputación, pero que se situaban en los límites de la «honestidad científica» tal como generalmente se la concibe -y que, por supuesto, jamás se mencionan en los textos destinados al público en general.

Una de las principales preguntas que lanza Feyerabend en su requisitoria contra el

Método y los privilegios que se conceden a la Ciencia concierne a la naturaleza de la racionalidad. ¿No existe más que una sola «racionalidad», encarnada en las actividades científicas? ¿Obien hay que admitir que otros conocimientos (generalmente despreciados en las llamadas sociedades avanzadas) sean «racionales» a su manera? La respuesta de Feyerabend puede discutirse pero tiene el mérito de ser clara: "Los mitos son infinitamente superiores a lo que los racionalistas están dispuestos a admitir.» Muchos filósofos y numerosos antropólogos se complacen en contrastar el mito y la ciencia; conceden a esta última una superioridad intrínseca, como si emplease procedimientos intelectuales radicalmente diferentes de los que se encuentran en el origen de las reflexiones mítico-religiosas. Pero, siempre según Feyerabend, esto es un «cuento de Hadas». Basta con escrutar el funcionamiento efectivo de la ciencia para ver que hay a lo sumo una diferencia de grado entre conocimientos científicos y conocimientos míticos. En ambos casos el objetivo es encontrar «una unidad oculta bajo una aparente complejidad», elaborar un discurso explicatorio utilizando analogías, etc. En numerosas ocasiones los fabricantes de

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mitos y filosofías resultan ser mucho más eficaces que los hombres de ciencia. Y el virulento autor de Contre la métbode no teme llevarle la contraria a la ideología común: «La ciencia aristotélica, tomada en conjunto, puede haber sido más adecuada que las teorías extremadamente abstractas que la han sucedido.» Deseando explícitamente «hacer caer de su pedestal» a los científicos, Feyerabend afirma igualmente que «en muchos casos la ciencia moderna es más opaca, y bastante más engañosa, de lo que jamás han sido sus antepasados de los siglos XvI y XVII».

En el capítulo V, consagrado al significado de la astrología y las causas de su declive,

he utilizado un método de aproximación bastante menos polémico. En lugar de razonar en términos de superioridad e inferioridad, he querido esencialmente mostrar que la astrología, en su época de esplendor, ha funcionado como un lenguaje que poseía su propia coherencia y que estaba bien adaptado a un contexto socio-cultural. Al tener en cuenta una sensibilidad especial, una visión específica del mundo y determinadas «necesidades», las nociones y los esquemas de la astrología constituían un marco cómodo en el interior del cual se percibián, interpretaban y manipulaban numerosos «hechos. En otros términos, he intentado situarme dentro la tradición de la antropología cultural más que en la epistemología feyerabandiana. Pero el mismo problema de fondo está evidentemente presente en segundo plano. Al describir cada tipo de saber como un lenguaje, me parece más fácil sacar a la luz todo lo que está en juego. El problema decisivo se resume entonces en una pregunta: ¿a qué intereses, a qué proyectos y a qué valores corresponden los diversos saberes? Henos aquí, de golpe, en lo relativo. No existe jerarquía absoluta de los diferentes tipos de conocimiento. ¿Cómo podríamos conocer, por otra parte, un criterio «objetivo» que permita juzgar los diversos pasos cognoscitivos? Pero podemos captar el sentido de esos mismos pasos. Para dominar y manipular la naturaleza en el estilo activista tan caro a occidente, resulta por ejemplo bastante claro que la «ciencia experimental» sea en principio un instrumento idóneo. Otros métodos y otros lenguajes teóricos pueden, por el contrario, convenir muy bien a sociedades o a individuos que se hacen otra imagen del mundo y de la vida.

Antes de emitir juicios absolutos, conviene pues pensárselo dos veces. Para fabricar

ordenadores, cohetes o centrales nucleares, la «mejor» ciencia es ciertamente, la ciencia moderna. Pero para llevar una vida contemplativa o preservar la naturaleza, sin duda son más útiles otros conocimientos. Podría suceder que todos los alegatos a favor y en contra de «la ciencia» no fuesen epistemológicos más que superficialmente. En lo más recóndito si se me permite decirlo así, el verdadero tema es una cuestión ética y política. A saber: ¿cómo hay que percibir el mundo, integrarse y comportarse en él? El culto a «la ciencia», en estas condiciones, no es más que la expresión de una convicción filosófica: al estimar que poseen la mejor concepción del mundo y la mejor concepción del hombre, ¡los occidentales se imaginan que pueden, por la misma razón, exhibir los «mejores» conocimientos, cualesquiera que sean! Casi no merece la pena decir que este gran razonamiento permanece implícito la mayoría de las veces. Pero, en concreto, todo sucede como si estuviese en la base del comportamiento. De donde se deduce que cualquier otro tipo de saber se evalúa tomando como referencia las normas y los criterios que dominan en una sociedad obsesionada por la «racionalidad» de la eficacia, del rendimiento y del provecho. Todo lo que puede servir a la realización de este proyecto tan particular se presenta como «racional»; y el -resto es arrojado a las tinieblas exteriores (mentalidad primitiva, irracionalismo, magia, misticismo, etc.). Únicamente habría que estar seguro de que el concepto de racionalidad así definido tuviese un valor absoluto. ¿Por qué los hombres no podrían inventar diversos tipos de discurso «racional»?

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Entendámonos: aquí no se trata de afirmar que todos los discursos vienen a ser lo mismo -ni de dar a entender que se puede decir no importa qué...-. Sino sugerir que la «Racionalidad científica» no es necesariamente la única forma de racionalidad. Existen muchas maneras de hacer música o de pintar; muchas maneras de concebir la naturaleza humana o la vida social, muchas maneras de escribir. Pero se nos dice ¡que no hay más que una manera "racional" de hacer Ciencia! Tal vez sea un punto de vista demasiado estrecho -y menos «racional» de lo que podría creer en un principio- ya que conduce en derechura a interpretaciones culturales (entre otras) discutibles en el plano histórico. Es bastante frecuente -escuchar que la astrología, precisamente, ha declinado porque había sido «refutada». Cuadro muy conforme a filosofía de las Luces: los astrólogos, pulverizados por Razón, quedan en lo sucesivo excluidos de la Ciudad ideal. Pero este intelectualismo rabioso tal vez se salga del tema. Como verá el lector, muchos historiadores poseen argumentos sólidos para sostener una tesis completamente diferente: si la astrología ha perdido terreno es, sobre todo, porque ya no corresponde a la sensibilidad del público, a la nueva «mentalidad», a la nueva manera de pensar de la acción humana. En una palabra, la astrología no ha sido refutada -ha llegado a estar obsoleta (que es algo muy diferente)-. Rozamos así una paradoja instructiva: para tener una posibilidad razonable de comprender el funcionamiento del saber, tal vez sea mejor no hacerse una concepción demasiado estrecha y demasiado abstracta de la Razón...

Lo que se encuentran los historiadores en general y los historiadores de la ciencia en

particular, no es la Razón (universal e impersonal), sino hombres que inventan y construyen determinadas formas de racionalidad. La misma «ciencia» occidental, por elevadas que sean sus cualidades, no ha caído del cielo. Se ha elaborado poco a poco, con bastante lentitud, sin que este proceso se pueda resumir en fórmulas sencillas. En los manuales, es frecuente presentar la «revolución científica» de los comienzos del siglo xvii como un triunfo repentino del intelecto humano; y,, para precisar, algunos historiadores resaltan que primero fue necesaria una «revolución filosófica». Lo que parece exacto, por lo menos si ello significa que era necesario tener un nuevo concepto de naturaleza para inventar una ciencia nueva. Pero ¿bastó con que los filósofos tuviesen nuevas ideas? Y ¿por qué fue necesario esperar al final del Renacimiento para que, el célebre Método fuese concebido y utilizado con eficacia? Por otra parte, ¿es verdad que la Ciencia efectiva fue precedida por la definición de un nuevo Método? ¿ Y por qué esos hallazgos maravillosos se realizaron en Europa? Los griegos y los árabes, entre otros, ya habían perfeccionado nociones y esquemas de tipo «científico». ¿Cómo es posible que se haya atravesado un umbral, aparentemente decisivo, en torno al 1600? ¿Qué «motor» sociocultural ha actuado?

Varios capítulos de este libro (capítulos II, III, IV, VI y VII) abordan estas cuestiones

generales a partir de ejemplos concretos. Los historiadores han desbrozado mucho, terreno, han sacado a la luz muchos documentos y han propuesto muchas interpretaciones interesantes. Pero con la historia de la ciencia sucede lo mismo que con la ciencia: a menudo resulta muy delicado reconocer y evaluar los hechos «buenos», aquellos que han sido importantes e incluso decisivos... La «revolución científica» ha estado de algún modo sobredeterminada; únicamente la convergencia de múltiples factores favorables, según la expresión consagrada, la hizo posible.y casi, casi, inevitable'. No quiero decir con eso que cualquier especulación científica (o precientífica) de aquella época haya tenido siempre una «causa» directa absolutamente precisa y perfectamente reconocible; sino que el movimiento general al que se ha asistido en el terreno de la actividad cognoscitiva, puede entenderse como la expresión de un conjunto de transformaciones socioculturales que afectan a la forma de hacer, la forma de vivir, la forma de sentir y la forma de pensar. En otros términos, hago un libre uso de una hipótesis tomada prestada de eso que llamamos «sociología del

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conocimiento»: Cada sociedad engendra un tipo de saber (o tipos de saber) en el que se expresan (consciente o inconscientemente) las estructuras, los valores y los proyectos de esa misma sociedad. Cada sociedad, por emplear una expresión sencilla pero cómoda, tiene un estilo; y ese estilo se refleja en su concepción del Conocimiento. A la inversa, y siempre dentro de la misma perspectiva, resulta normal interrogarse sobre las bases sociales de todas las actividades cognoscitivas. Y, por ejemplo, preguntarse de donde vienen los presupuestos (filosóficos, metodológicos, semánticos, etc.) que las estructuran y las han hecho posibles.

En el estudio de las sociedades llamadas hasta hace poco «primitivas» y que hoy día se

prefiere denominar «tradicionales», es muy normal recurrir a este presupuesto: la antropología trata de comprender cómo «funciona» el saber de una determinada sociedad en el marco de un sistema global, es decir, cómo se articula con el interés colectivo (sea éste económico, religioso, político, etc.). Se ha efectuado el mismo tipo de investigación a propósito de la Grecia antigua y de la Edad Media occidental ¿Por qué no habría de emplearse esta forma de interpretar en el caso de la ciencia moderna? ¿En virtud de que privilegio debería escapar nuestro propio saber la suerte común? ¿Por qué no hemos de interrogamos sobre las afinidades que pueden existir entre los interese de una sociedad de empresarios y los ideales epistemo lógicos propios del Método Experimental?

Aquellos que no gustan que se investigue sobre - las bases profanas del Saber Puro se

han apresurado a clamar por el «reduccionismo». ¿No se va a rebajar la ciencia al poner el acento de forma abusiva sobre el carácter terrestre de sus orígenes? ¿No se arriesga uno a volver a caer en los errores del economismo y del sociologismo, en las trampas tantas veces denunciadas del «marxismo vulgar»? ¿Cómo es posible creer, por ejemplo, que Newton haya inventado la teoría de la gravitación con el único fin de servir a los intereses materiales de la burguesía creciente?

Quisiera tranquilizar a los que se sienten tentados formular críticas de este tipo. Tratar

de dar una visión más realista de «la ciencia» no significa en modo alguno que se adopte una perspectiva groseramente utilitarista No ha habido complot, no ha habido concertación más o menos maquiavélica organizada por las autoridades Los empresarios no se han dicho una hermosa mañana «Vamos a crear la ciencia moderna con el fin de mejora los disparos de la artillería y el rendimiento de las máquinas.» Por supuesto que no faltaban las preocupaciones prácticas e incluso desempeñaron un papel muy importante (ver, entre otros, el capítulo sobre Leonardo da Vinci). Pero en modo alguno era necesario ayudar a lo empresarios de la época para sentir la necesidad de un nuevo saber y para trabajar en la elaboración de un ciencia más realista.

Era toda la cultura la que estaba cambiando. El trabajo humano se revalorizaba y todas

las personas conocedoras de alguna técnica (ingenieros, artistas-ingenieros, etc.) ocupaban una posición cada vez más predominante. La organización de la producción se racionalizaba; los hombres de negocios y los banqueros descubrían el maravilloso uso que podía hacerse de las matemáticas. En este contexto cultural es donde hay que tratar de comprende la génesis de un nuevo estilo de saber La obsesión de rendimiento y del beneficio ya se manifestaba; pero, pa- ralelamente, hacían su aparición o se perfeccionaban nuevos instrumentos intelectuales. Y una nueva concepción de la naturaleza, independientemente de toda preocupación utilitaria inmediata, se imponía en numerosos espíritus. El ejemplo de la filosofía mecanicista, sobre la que ahora no deseo insistir, es de los más significativos.--En mundo en el que desde hacía algunos siglos se multiplicaban las máquinas, he ahí que de pronto pareciese evidente que la misma Naturaleza funcionase mecánicamente. Sobre la base constituida por ese presupuesto esencial y por algunos otros más del mismo tipo, era

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posible (y eminentemente deseable) inventar otra ciencia, más experimental, más cuantitativa, más analítica. Indudablemente, uno siempre es el reduccionista de alguien. Pero no creo que sea irrazonable o escandaloso presentar la misma ciencia como un invento, -como una forma especial de apropiarse del mundo imaginario mediante tres humanos situados históricamente.

Tanto más cuanto que, como muchos historiadores, reconozco plenamente el papel que

desempeñan diversas tradiciones, la importancia de diversos préstamos tanto de la cultura árabe como de la cristiana. No hay más que remitirse, por ejemplo, al capítulo II consagrado a la «revolución científica del siglo XII» (relativo entre otras cosas el «redescubrimiento» de la Antigüedad y a la asimilación de la cultura científica de los árabes) y el capítulo VI (en el que se aborda el problema siempre «candente» de las relaciones entre la ciencia y la Iglesia católica). Las simplificaciones más caricaturescas desde luego no provienen de aquellos historiadores que tratan de describir el nacimiento de la ciencia apelando a la historia de las ideas, a la historia de las mentalidades y a la antropología cultural. Más bien se dedican a buscar entre los que quieren confirmar a toda costa el dogma a la antropología cultural. Más bien se deben busca los que hacen incompresible la génesis de esta ciencia al disimular de forma más o menos inocente (según los casos) todas las contribuciones «externas» que han sido necesarias para su maduración. Una vez más, esta especie de intelectualismo abstracto causa estragos y esto, todo hay que decirlo, con el aval de ciertos historiadores, idealistas. Se podría creer que los científicos se avergüenzan de reconocer determinadas filiaciones, determinadas herencias, como si fuera deshonroso, por ejemplo, tener una deuda con los mecánicos, los ingenieros y los artistas...

Esta desconfianza extrema se ilustra de forma típica con el caso de Arquímedes

(capítulo I). Según una vieja tradición idealista que se remonta a Platón, se le ha considerado a menudo como un geómetra puro, como un teórico que jamás se interesó seriamente en la práctica De ahí la famosa sentencia de Plutarco: si Arquímedes: fue ingeniero, no pudo ejercer ese oficio «vil» y «bajo" más que de forma ocasional. La verdad viene del Cielo no de la Tierra; y la teoría, que es más noble, precede a la práctica. Todavía hoy son corrientes los prejuicios de este tipo: Los ingenieros deberían sus logros únicamente a la Ciencia... A este respecto, las controversias levantadas por los espejos ardientes que tal vez construyera Arquímedes resultan interesantes. Muy a menudo los argumentos de todos los que no creen esta historia, están basados en consideraciones completamente a priori. El empirismo, finalmente, sólo estaría permitido bajo la forma refinada que reviste en la ciencia. ¡El actuar en el terreno de los «hechos» sin estar iluminado por la teoría sería un pecado contra el Espíritu!

Una vez que se ha constituido y que aparece como bien confirmada, la teoría adquiere

cierta autonomía y puede prestar servicio con toda seguridad a los que se dedican a la práctica. Pero son estos mismos técnicos, en múltiples ocasiones, los que han dado el primer paso,, los que han reconocido las buenas cuestiones y los que han inventado concretamente las nociones fundamentales que acto seguido utilizaron los teóricos. El concepto de espacio (ver el capítulo III sobre espacio y perspectiva en e1 Quattrocento) constituye un ejemplo característico. Resulta muy difícil discutir que los técnicos hayan realizado un enorme trabajo preliminar. Incluso si han dejado a los teóricos posteriores la tarea de aclarar sus experiencias y sacar las consecuencias, son ellos los que en realidad han «concebido» (es decir, engendrado) la organización espacial que sirvió de marco a la mecánica clásica.. Este trabajo de «racionalización» y «geometrización», desgraciadamente, ni siquiera se menciona en determinadas obras de historia de la ciencia aureoladas de un gran prestigio. Parece más conforme a la ideología dominante establecer un «corte» estricto entre la práctica y la teoría...

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Por la misma razón (ver el capítulo VII sobre la trayectoria parabólica),. resulta de buen tono ignorar la contribución de los artistas y los artilleros. No tenían más que «intuiciones»; únicamente se valían de «imágenes»; y por lo tanto son indignos de figurar en la Gran Historia del Saber.

Nadie niega que los teóricos hayan aportado por sí mismos contribuciones importantes.

No se trata de confundir la práctica con la teoría, sino de poner en evidencia su relación. En el plano epistemológico, hay que hacer constar que todos estos tapujos relativos a los orígenes prácticos del Saber acaban por falsear considerablemente la imagen de la ciencia. El mito de la Objetividad, muy en particular, adquiere así un prestigio bastante sospechoso. Resulta en efecto difícil percatarse de que «la ciencia moderna», como no importa qué otro saber, ha sido creada por la historia. Y aquí se impone el paralelismo con las biografías halagadoras de los Grandes Sabios. En los dos casos, todo sucede como si fuera preciso ocultar (o al menos ocultar lo más posible) que la «ciencia experimental» es la obra de seres humanos. De forma más o menos sistemática, gracias al mito del Método y del Hecho, el hombre de ciencia es descrito como observador natural, que no necesita soñar, especular filosóficamente, etc. En muchos relatos sobre la génesis de la ciencia moderna, la maniobra es análoga: al dejar en la sombra el segundo plano sociocultural, al «olvidar, o rebajar las contribuciones de los que trabajaron en aspectos prácticos, al no señalar de forma clara y nítida intereses variados (religiosos, políticos, económicos, etc. de los Padres Fundadores, los propagandistas de este tipo de versiones consiguieron hacer pasar la Ciencia por una: actividad pura y trascendente.

Lo menos que se puede decir, es que este cuadro encantador precisa algunos retoques.

Aunque estamos distantes de conocerlo todo sobre la Revolución Científica, aunque resulte difícil ofrecer una imagen justa en lo que es la actividad científica, es casi seguro que muchos mitos y leyendas que aún circulan son estrictamente increíbles. Y esto nos conduce a una última cuestión: ¿es verdaderamente útil propagar todos esos clichés sobre el cientificismo?

Aquí volvemos a encontrar una objeción ya mencionada: «Si se os hiciese caso, habría

que describir la Ciencia en términos tales que el público quedaría desorientado y caería en un peligroso escepticismo.» El argumento no es nuevo. Es el que a veces esgrimen los responsables de la información sobre los riesgos que presentan las centrales nucleares: «La gente no es capaz de comprender y por tanto no debemos comunicarle informaciones que podrían sembrar el pánico.» Esta especie de paternalismo no deja de tener inconvenientes. No solamente desemboca en una mentira (aunque sea una «mentira piadosa»), sino que no es seguro que no se vuelva contra los que lo ponen en práctica. No volvamos sobre ello: los retratos halagadores de la Ciencia mantienen al público en una disposición favorable con respecto a todos los expertos que se dicen «científicos» a uno u otro título. Pero a largo plazo, e incluso a medio plazo, ¿resulta una estrategia eficaz? ¿Es manteniendo a «la gente» en el infantilismo como se les hace conscientes y responsables? Tal vez esto haga sonreír a alguno. Pero existen buenas razones para pensar que los adultos bien informados están mejor armados, de forma general, para afrontar las situaciones difíciles que puedan presentarse. Ya se trate de las centrales nucleares o de la «ciencia», las malas propagandas se arriesgan a tener efectos negativos. En efecto, en el momento que surge un incidente, o que ha sido mal informado (e incluso deliberadamente engañado) es capaz de reaccionar mal. No puedo insistir más sobre esto. Pero los devotos de la Ciencia no perderían el tiempo si reflexionasen sobre esta cuestión.

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Tanto más cuanto que se trata, como algunos parecen creer, de «arrojar al niño junto con el agua de la bañera». En los debates sobre el tema, esta crítica se presenta así: al relativizar el saber científico, se haría dudar al ciudadano del valor de la ciencia, y se la arrastraría hacia el abismo sin fondo del irracionalismo... Aquí pone manos a la obra una lógica binaria muy sencilla. 0 se es Racional o no se es. O. se está a favor de la ciencia o se está en contra. Mi opinión es que hay que dejar esos dilemas totalmente arbitrarios. Una vez más, la actitud que defiendo no consiste en rechazar la ciencia, en negar en bloque el valor y la utilidad de sus teorías, etc. Sino en ver sus límites; en darse cuenta de que los hombres de ciencia son precisamente hombres y no espíritus puros; en comprender que «el método experimental» define un ideal pero no previene automáticamente contra los errores; en admitir que toda investigación científica pone en juego presupuestos cuyo valor absoluto no está garantizado; en admitir igualmente que los «hechos» se construyen sobre la base de determinadas elecciones que tal vez sean discutibles; y así sucesivamente. ¿Es mucho pedir? Se puede comprender que esta concepción parezca demasiado tibia a los que quieran adorar nuestra ciencia. No tiene nada que ver, en todo caso, con una condena» global y dogmática, ni con el desprecio o la condescendencia.

Mis ambiciones, en resumidas cuentas, son muy modestas... De ningún modo quiero

propagar una nueva concepción extremista y radical de la actividad científica, sino únicamente que se cuestionen unas representaciones que, eso sí, son francamente cienciolátricas y buenas para impedir todo ejercicio del espíritu critico. Para poder hacer esto, utilizo los recursos de la historia dc las ciencias. Base frágil si se quiere, ya que la historia tal vez no sea una verdadera ciencia. Pero los trabajos realizados, cualquiera que sea su situación de hecho, no son menos esclarecedores. Hasta nueva orden, parece legítimo pensar que despojan de todo crédito a la mitología que he evocado anteriormente.

Por otra parte, me parece que los defensores más celosos de esta mitología deberían en

lo sucesivo, y en su propio interés, medir sus palabras. De esta manera, como hemos visto, no puede resultar más que desconcierto, perplejidad y agitación. He citado anteriormente a Feyerabend, que va muy lejos en su intento de «deshacer los engaños» de la ciencia. Tan lejos que, a veces, ya no se sabe cuál es su objetivo. ¿Quiere decir únicamente que «la ciencia moderna» no es más que un saber entre otros? ¿O bien quiere sistemáticamente arrojar la duda, de forma muy certera,, sobre la eficacia cognoscitiva de esta misma ciencia? Por mi parte, acepto la primera tesis: la ciencia moderna proyecta una luz especial sobre el mundo -y nada prueba que únicamente esa luz sea capaz de hacernos percibir las estructuras de lo real-. Pero esa forma de relativizar «la ciencia» no implica que se deba descalificar de forma más o menos radical los conocimientos específicos obtenidos gracias a esa misma ciencia. Creo que esta distinción, si se quiere entablar una discusión fecunda, debe mantenerse. La ciencia moderna, por decirlo de una forma tan sencilla como es posible, nos hace percibir relaciones significativas; el patinazo de los partidarios del cientificismo comienza únicamente en el momento en que consideran que no es posible ninguna otra manera de percibir lo real.

Si Feyerabend se muestra algo ambiguo en este punto, existen otros críticos de la

ciencia que sí emprenden decididamente la tarea de aniquilar la noción de «ciencia». Irritados por las flagrantes exageraciones de los partidarios del cientificismo, deciden probar que «la ciencia no existe». Es en ellos en los que deberían pensar los incondicionales de la ciencia. Al continuar con la redacción de hagiografías y el encomio del Método, se arriesgan mucho a proporcionar nuevas armas a los negadores de la ciencia y a provocar ellos mismos las crisis que tanto parecen temer. El caso de algunos «sociólogos de las ciencias», desde este punto de vista, es relevante. Como se verá al leer el capítulo XI, han perfeccionado toda una serie

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de herramientas analíticas gracias a. las cuales «desconstruyen» cuidadosamente, y perdónese la expresión, todas las hermosas imágenes relativas a la Racionalidad y al Método Científico. La paradoja está en que esos «sociólogos» son en principio ellos mismos científicos. ¡Y emprenden racional y metódicamente su tarea de demolición! Existe en eso una extravagancia sobre la que uno puede interrogarse. Sus tesis, en todo caso, llegan lejos: «la ciencia», según ellos, se reduce a relaciones de fuerzas. Los expertos se enfrentan y gana el más fuerte. El más fuerte, es decir aquel que es capaz de trabar las mejores «alianzas» con las distintas instancias sociales con el fin de hacer triunfar sus opiniones (no nos atrevemos a decir: sus ideas). De esta manera, toda racionalidad se desvanece. -

Existe ciertamente una buena dosis de juego en estas investigaciones «sociológicas»

(por lo menos me complace creerlo así). Pero al final van a buen paso y parecen bastante prósperas en la institución. Si logran su objetivo, de ello resultará (entre otras cosas) que la «sociología de las ciencias» ¡ya no existirá como una ciencia! No obstante, cierta ideología podría sobrevivir y difundirse. Ideología que es del todo propia a favorecer el desarrollo de un auténtico irracionalismo. Los promotores del mito de la Ciencia harían bien en pensar en ello.

París, marzo de 1988

1.- Organice todo lo que dice el autor acerca de los hechos y compárelo con las afirmaciones

de Sagan, Bunge y Sambarino.

2.- ¿Cuál es una buena teoría para Thuiller?

3.- Explique la afirmación: la concepción “mística” de la ciencia no es más que una transposición engalanada de la concepción empirista.