74471483 El Pensamiento de Eduardo Subirats 3 LA VIDA SITIADA 1978 2006

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Eduardo Subirats

La vida sitiada

(1978-2006)

INDICE

¿Arte para la revolución o arte para la producción?..........................2 Pequeño manifiesto estético-sociológico.........................................8 Cultura y poesía.............................................................................................10

La utopía artística de la cultura.......................................................................10 La categoría estética de alienación................................................................12 La muerte del arte ...............................................................................................15 La antiestética .......................................................................................................16

La formación artística ...........................................................................20

Un discreto principio de esperanza ................................................................20 La educación estética..........................................................................................22

Humanismo en tiempos de barbarie .................................................24

I. La noticia.............................................................................................................24 II. Las estrategias mediáticas del terror......................................................24 III. Guerra nuclear y biológica ........................................................................26 IV. El espectáculo de la destrucción..............................................................27 V. Cambio histórico..............................................................................................28

Espectáculo ......................................................................................................31

1. La mirada vacía................................................................................................31 2. Moción y deconstrucción ..............................................................................32 3. La producción industrial de realidad ........................................................34 4. La realidad totalitaria.....................................................................................36 5. Espectáculo........................................................................................................38 6. La existencia sitiada .......................................................................................41 7. La subversión nihilista ...................................................................................44

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¿Arte para la revolución o arte para la producción? En torno a la estética del constructivismo. Publicado en la Revista El Viejo Topo, nº 19, abril de 1978.

A comienzos de los años veinte, y en el marco de las transformaciones culturales subsiguientes a la

revolución rusa, un grupo de artistas soviéticos desarrollaron una amplia polémica en torno a las dimensiones históricas del nuevo arte revolucionario. En ellas se efectuaba una radical ruptura con respecto a la tradición artística moderna, centrada programáticamente en el establecimiento de una unidad entre la vida cotidiana y la producción artística. Tanto en la pintura como en la arquitectura, las nuevas posiciones se agruparon en torno de los nombres de constructivismo y funcionalismo, en la medida en que la función y la construcción, en el sentido de la producción social, se convertían ahora en los aspectos definitorios y fundamentales del nuevo arte. A estas corrientes se las conoce igual-mente bajo el nombre de vanguardismo. Casi simultáneamente, y también a raíz de las experiencias sociales de la guerra y de la revolución, se constituyó en Alemania el “Grupo de los artistas progresivos”, cuyo programa reunía elementos comunes a los vanguardistas rusos. Al igual que éstos, los progresivos alemanes entendían el arte como un momento de la praxis revolucionaria.

A las concepciones estéticas de estas corrientes vanguardistas se las relaciona a menudo con el arte

de aplicación industrial y el design en general, mas ello supone en parte una reducción de su contenido. La circunstancia de que las innovaciones estilísticas que se abrieron cauce en estas corrientes constructivistas encontraran un terreno abonado en el campo de la producción industrial no es con mucho una circunstancia casual ni algo ajeno a su determinación programática. Sin embargo, el problema central del que estas corrientes partieron fue otro, y precisamente más relacionado con la política o las políticas revolucionarias, y los cambios sociales efectivos o previsibles que tenían lugar en aquella época. Este problema es el de la autonomía del arte; una cuestión que, por lo demás, no afecta tan sólo a los vanguardistas. Antes que ellos lo plantearon en Alemania los expresionistas; dada abordó igualmente el dilema del arte divorciado de la vida, y la realización del arte figuraba asi-mismo como uno de los componentes esenciales del proyecto surrealista. Prácticamente no hay corriente artística o pintor contemporáneos que de un modo u otro no se hayan planteado esta problemática en nuestros días. Desde el punto de vista de la historia de las ideas el problema del arte autónomo y de su superación fue planteado ya en la estética hegeliana en un sentido que este ensayo filosófico sobre el constructivismo pretende criticar de manera indi-recta.*

La crítica del arte autónomo se remonta a una

concepción estética que encuentra en Kant su más acabado representante. Es la concepción estética que define clásicamente a la cultura burguesa. De acuerdo con la filosofía kantiana la actividad artística, fruto de una potencia demiúrgica, el genio, se constituye bajo paradigmas independientes y enteramente separados del conocimiento teórico, y en definitiva del trabajo social. Esta separación en el marco del sistema filosófico kantiano en-cuentra su traducción sociológica en la contraposición, característica de todo el siglo XIX, entre el burgués y el artista bohemio. En ambos casos la actividad del artista y la praxis social de producción se oponen, y en ambos se complementan. La crítica vanguardista a este nexo recoge a su vez la tradición de una oposición a la estricta demarcación kantiana que por lo menos puede retrotraerse a la estética de Schiller y a muchos exponentes de la época del romanticismo.

* Autores de las ilustraciones: Juris Pimenov, pág. 1; Dmitrij Moor (Orlov), pág. 3; Juris Pimenov, pág. 4.

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La novedad que introduce el vanguardismo responde, desde una perspectiva histórica, a la nueva ubicación social que el arte trata de asumir en el momento de la revolución. Podrían citarse a este respecto los manifiestos de Seiwert, perteneciente al grupo de los constructivistas alemanes, o a Lunatscharski, a la sazón comisario de cultura y vinculado estrechamente a esta transformación de la función que el artista asumía en la sociedad soviética. Ambos parten claramente de dos principios: el fin de la figura histórica precedente del arte y la cultura burgueses, y la necesidad de que el arte participe activamente en el proceso de transformación social. Pero la autonomía era precisamente la condición que la producción o la experiencia artística debía de superar si quería integrarse en el proceso de producción y de experiencia sociales.

La consecuencia más inmediata de esta crítica radical del arte autonómo se refleja en el abandono

del arte representativo. La liquidación de la autonomía del arte debía objetivarse en un tipo de actividad que, siendo artística, adquiriese también todos los derechos de una praxis social. Los teóricos del vanguardismo ruso -Brik, Kuschner, Punin- declaraban en este sentido el postulado de la utilización de la luz, el plano, el espacio, el volumen y el color no bajo una función reproductora, sino como “actividad material”.1 Bajo esta determinación históricamente nueva podía realizarse la vinculación del arte con la vida, la transformación del arte en “una actividad vital constructiva”. A través de esta nueva figura de la actividad artística como praxis material y constructiva se cumplía en fin la identidad del arte con el proceso de transformación revolucionaria de la sociedad. La determinación del arte como actividad social, material o constructiva en el sentido en el que se expone más arriba resulta, sin embargo, insuficiente si se examinan más atentamente las posiciones polémicas desarrolladas en el seno del vanguardismo. El arte como principio de transformación re-volucionaria de la sociedad es aceptado en general como postulado básico. Éste no es por ello menos específico. Lo comparten tendencias contemporáneas tan diversas como dada, el surrealismo y las estéticas stalinista y fascista. En el marco aquí estudiado, el del constructivismo ruso y el de otros movimientos paralelos, como el suprematismo y el movimiento de los llamados progresivos alemanes, cabe establecer bajo el concepto de arte como praxis social una triple distinción: el arte de sentido propagandístico, el arte agitatorio y el arte productivo.

A este respecto es ilustrativa la confrontación que existe entre el funcionario Lunatscharski y el

constructivista alemán Seiwert. En un artículo por lo demás clásico en su género, La revolución y el arte, Lunatscharski establece la sencilla ecuación siguiente: la revolución socialista ha puesto a salvo el arte que en la sociedad burguesa había decaído en vacío formalismo; a su vez, el arte es salvado porque adquiere un nuevo sentido, convirtiéndose en arte al servicio de la revolución. El arte vehicula fuerzas revolucionarias o es instrumentalizado en beneficio de las necesidades sociales -Lunatscharski no puede establecer todavía históricamente la distinción entre ambos. Frente a ello Seiwert proclama, polémicamente respecto a Lunatscharski, la muerte del arte, reivindicando a su vez un nuevo concepto de producción artística idéntica con la producción social. Esta simple pero importante confrontación pone de manifiesto la articulación de tres tendencias íntimamente relacionadas del arte contemporáneo. Así, el arte agitatorio se concibe como actividad social revolucionaria en la medida en que vehicula sentimientos e impulsos revolucionarios y su figura más característica sería el movimiento dada. Este se sentía como un grupo anti artístico que rompía con el arte y la sociedad burgueses en la medida en que cumplía la liquidación del arte a través de la articulación de una protesta social. Dada definió el arte como la actividad social revolucionaria por excelencia. Sin duda utilizaron las galerías y los salones, pero sus acciones fueron tratadas en los tribunales de justicia como cualquier otro delito político o criminal. En segundo lugar, el arte propagandístico lleva a cabo el proyecto de un arte social en la medida en que asume, con sus medios formales específicos, es decir artísticos, una experiencia social, económica o política. Por citar un ejemplo se podría a mencionar a John Heartfield, conocido en España por sus carteles antifascistas en el período de la guerra civil.

Frente a estas dos tendencias estilísticas el programa artístico del constructivismo adquiere rasgos

mucho más radicales desde el punto de vista de la superación del arte autonómo aquí considerada. Dada, en efecto, así como el surrealismo, en la medida en que concebía el arte como actividad social subversiva, rompía con la separación tradicional, a la vez teórica, institucional y económica, del arte y la sociedad. Pero el arte como actividad revolucionaria no dejaba por eso de ser en menor medida una experiencia artística. Los escándalos y las manifestaciones dada se parecían en todos sus aspectos a una acción política, menos en el hecho de que partía de una experiencia de la sociedad que remitía a los componentes de la creación artística (la fantasía, la sensibilidad, la emoción, el sentimiento -a diferencia de una experiencia, por ejemplo, económica, de partido, de confrontación violenta con 1 Las citas sobre los vanguardistas soviéticos proceden del volumen Kunst in der Produktion; las relativas a los constructivistas alemanes, de Politische Konstruktivisten; el material visual procede a su vez del catálogo Kunst aus der Revolution, todos ellos publicados por la Neue Gesellschaft f. bildende Kunst (Berlín Occidental). Las dos últimas publicaciones aparecieron con ocasión de la exposición: “Kunst in die Produktion!” - Sowjetische Kunst wahrend der Phase der Industrialisierung und Kollektivierung 1927-1933, Berlín (Oeste), 1977. El autor agradece a la mencionada Neue Gesellschaft f. bildende Kunst el permiso de reproducción de obras mostradas en la citada exposición de Berlín.

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instituciones, etc.). Por eso tenía que llamarse “anti arte”, es decir, apelar al arte, aunque fuera a través de su negación. En el arte político o de propaganda, llamado a veces de tendencia, lo artístico también se suprime pero no de una manera absoluta. Aun cuando la obra de arte y el artista estén objetivamente vinculados con la praxis social guardan respecto a ésta sus prerrogativas.

El constructivismo, a

diferencia de estos últimos, postula desde un principio la coincidencia de la producción artística con la producción social; las componentes en sí mismas diferentes que tradicionalmente distinguen al artista del sujeto social (del obrero, lo mismo que del sujeto de la dominación burguesa) son suprimidas programáticamente. El arte de los constructivistas soviéticos y alemanes (que en este sentido cabe distinguir de los constructivistas holandeses y los futuristas, con los cuales sin embargo guardan estrechas semejanzas de principio, pese a sus discrepancias políticas) es producción social, y sólo como producción en un sentido eco-nómico y social puede el artista superar el antagonismo arte-sociedad que define a la socie-dad y a la cultura burguesas. En un artículo titulado “La construcción de la cultura proletaria”, Seiwert proclama en este mismo sentido: “Los ingenieros son artistas, los artistas se convertirán en ingenieros...” El mismo objetivo es proclamado por Malevic en su ensayo “Sobre los nuevos sistemas en el arte”: “Yo declaro la economía como la nueva quinta dimensión que fija y determina la modernidad de las artes y de los trabajos creadores. Todos los sistemas creadores de la ingeniería, la maquinaria y la construcción se someten a su control lo mismo que las artes como pintura, música, poesía...” Estas premisas metodológicas no sólo distinguen al constructivismo (o más exactamente a los sucesivos movimientos del suprematismo, el constructivismo y el concretivismo) ruso y a los progresivos alemanes del arte agitatorio y propagandístico, sino que lo oponen diametralmente a él. Así, Seiwert, figura extraordinariamente polémica de este movimiento, lanzaba en 1924 la provocativa consigna: “El arte proletario no existe.” Simultáneamente, Bogdanov, otro teórico constructivista, criticaba un arte radicalmente político como el de Dix o Grosz. Y es que para los constructivistas no se trataba de renovar el arte, ni de hacer un arte de o para la revolución, sino de la destrucción o la muerte del arte, y de la determinación de una nueva actividad artística plenamente identificada con la producción económica: no podía existir otro arte para la revolución que el arte de la producción.

El carácter revolucionario de semejante programa artístico, o por decirlo más exactamente, su

congruencia y su convergencia con las transformaciones sociales y económicas de la sociedad soviética han de explicarse, a su vez, teniendo en cuenta una circunstancia en principio exterior y ajena a su definición estilística del arte como producción social. Esta circunstancia no es otra que la determinación política del contenido de la revolución social o del socialismo como transformación de la base económica, a saber, en el sentido de la organización y control racional de la economía. La

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revolución socialista de octubre implantó una nueva concepción de la producción social que no se fundaba tanto en la crítica marxiana del trabajo alienado (la cual se desconocía en esta época por entero), cuanto en una concepción racionalista y cientificista de la organización de la producción económica que desde el punto de vista de la historia de las ideas remite a las utopías sociales tecnocráticas del tipo de la utopía saint-simoniana. Esta concepción cientificista de la revolución, cuyos exponentes figuran entre los teóricos clásicos del comunismo contemporáneo, así Preobrajensky, sale al encuentro de la determinación del arte como producción y del artista-ingeniero, la confirma histórico-políticamente y la refuerza desde un punto de vista material.

Este contexto social y político permite una concreta articulación del programa estético-productivo de

los constructivistas. A este respecto escribe Boris Kuschner: “Consideramos que la tarea fundamental del arte proletario consiste en la completa destrucción de los conceptos 'creación libre' y 'trabajo mecánico', y su sustitución por el concepto unitario de 'trabajo creador'. En la abolición de la separación entre el genio y el obrero, el creador libre y el productor esclavo, y en definitiva entre producción artística y trabajo, el constructivismo ve cumplida la crítica radical y la supresión del arte autónomo”. En el mismo sentido afirmaba Bogdanov que “toda forma de actividad creadora, tanto en la técnica, como en la socio-economía, en la política, en la vida cotidiana, en las ciencias y el arte, es una forma de trabajo y se articula asimismo a partir del esfuerzo organizador o desorganizador de los hombres. El trabajo creador no es otra cosa que un trabajo cuyo producto no consiste en la reproducción de un modelo acabado, sino en algo 'nuevo'.”

A partir de esta identidad programática del trabajo y el arte, y del arte y el trabajo, se plantea el

problema de su realización práctica. ¿Cómo puede llevarse a la práctica el arte como producción en el marco de la economía industrial socialista? Naturalmente, la solución a este problema depende en primer lugar de lo que concreta, es decir, organizativa y políticamente, se entienda por economía socialista. En principio, dos alternativas heterogéneas como la de la planificación racional del trabajo, por una parte, y la autogestión, por otra, permitirían dos formas señaladamente distintas de la realización del arte en el medio de la producción social. Este aspecto no será tratado en este contexto. No obstante, es preciso subrayar que dicha solución tampoco es indiferente a lo que se conciba bajo realización del arte o arte-producción, es decir, a la determinación de la producción estética considerada en sí misma. A este respecto también son posibles dos soluciones: el arte puede realizarse bien en la medida en que el obrero se vuelva artista, o bien en la medida en que el artista se convierta en obrero. En un caso se determina socialmente la producción como una obra de arte; en el otro se destina y define el arte en función de la producción económica.

Las actitudes teóricas de los constructivistas rusos fueron ambivalentes frente a esta disyuntiva.

Para muchos, de lo que se trataba era de la abolición del trabajo del obrero como actividad mecánica y reproductiva. Sin embargo, conceptos como el del artista-ingeniero o del artista-productor, empleados por ejemplo por Bogdanov, apenas dejaban alguna duda sobre la evolución del vanguardismo hacia un arte de aplicación industrial. Sobre todo en el plano de la concreción material y organizativa de los constructivistas rusos se puso de manifiesto unívocamente esta tendencia. Y así, en 1922, cuando los constructivistas son incorporados a la Academia de las Ciencias del Arte, O. Brik, que a la sazón era la cabeza del movimiento, se decidía por introducir la actividad práctica de los constructivistas en las fábricas. Y paralelamente el grupo de los constructivistas abandonó el terreno experimental del laboratorio para asumir rápidamente un estrecho contacto con las necesidades industriales.

La solución histórica del constructivismo a la superación del arte autónomo consistió en arte para la

producción y en el artista como ingeniero. Sólo como tal, el constructivismo pudo adquirir un puesto en el conjunto de las transformaciones económicas soviéticas. Eso significó a su vez la deshabilitación de la segunda solución posible a la muerte del arte moderno: la del obrero artista, o en otras palabras, la utopía que también reivindicaron los constructivistas de un trabajo social que dejara de ser una tarea especializada y embrutecedora, para convertirse en actividad vital y creadora. Sería prolija la reseña de las polémicas teóricas en pro o en contra de una de estas alternativas. Por lo demás, tiene mayor importancia el señalar en primer lugar el hecho de que la posición del artista-ingeniero triunfara políticamente sobre la del obrero-artista, así como poner de manifiesto, en segundo lugar, que esta solución estaba preestablecida en la determinación estilística y formal del constructivismo.

Desde el punto de vista de su constitución estilística, el constructivismo ruso y los movimientos

artísticos emparentados no son asimilados por la producción industrial como resultado de circunstancias políticas, organizativas o económicas extrínsecas a su obra y a su movimiento; por el contrario, en esta asimilación se cumplen consecuente y coherentemente sus postulados formales.

Esta coincidencia de principio entre el programa constructivista y la racionalidad de la economía

mercantil es el aspecto nuclear de la discusión filosófica en torno a este movimiento artístico. Más

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aún, el análisis crítico del fenómeno constructivista adquiere, precisamente en virtud de esta identidad de sus principios estéticos constituyentes con el logos de la producción capitalista, un interés específicamente filosófico, puesto que permite articular una teoría de la experiencia, una crítica estética y un análisis político-histórico. En el marco de este breve ensayo tan sólo pretendo apuntar de manera sucinta las claves de esta articulación filosófica y crítica.

Debe citarse especialmente el nombre de Malevic en este contexto, puesto que fue uno de los

portadores más brillantes del constructivismo (y del suprematismo), así como uno de sus teóricos más delicados. Pero interesa sobre todo su definición de la estética de este movimiento. Su punto de partida, o, por decirlo así, su abc es, como se ha señalado anteriormente, el descubrimiento de la economía como cuarta dimensión de la producción artística. Pero el concepto de economía no alude a una aplicación o función extrínseca del arte; define más propiamente su más íntima naturaleza. Economía significa para Malevic funcionalidad. Este principio de la funcionalidad tiene el carácter de un valor sustantivo: no es la función, sino la racionalidad inmanente de la cosa producida. La funcionali-dad racional y abstracta se objetiva estilísticamente en una constante experimentación y búsqueda de formas elementales y de elementos formales progresivamente abstractos. El segundo postulado constructivista, de hecho dependiente del anterior principio de la funcionalidad en y para sí, consiste en la desmaterialización de la experiencia artística. De acuerdo con este principio, el constructivismo se atiene a los componentes puros y racionales de la realidad: la línea, el esqueleto, la forma racional elemental que subyace a las cosas, el armazón constructivo de lo real. Este principio de la desmaterialización adquiere su fiel expresión en el pathos antipictórico que caracterizó a los constructivistas.

El concepto de desmaterialización permite establecer ahora con mayor nitidez el alcance de la

superación de la autonomía del arte que el constructivismo debía de realizar de acuerdo con su programa. Sobre todo es posible ahora esclarecer aquella ambivalencia anterior entre un arte que se realiza como forma histórica (revolucionaria) de producción social, o de un arte que es articulado social y organizativamente como una forma de la producción económica (en el primer caso supone la transformación de la racionalidad de la producción, en el segundo supone la asimilación de la raciona-lidad de la producción mercantil y abstracta de la sociedad capitalista).

A este propósito Rodcenko anuncia en su ensayo De la línea : “[La introducción de la línea]... condujo

a la aclaración del significado de la línea, tanto en su comportamiento como límite y demarcación, cuanto en el sentido de un factor fundamental en la construcción de todo organismo en la vida: como esqueleto, línea fundamental, armazón o sistema. La línea es el principio y el fin de la pintura y de toda construcción en general... y así, la línea ha conseguido una victoria total destruyendo los últimos 'bastiones' de la pintura: el color, la tonalidad, la textura y la superficie... En la medida en que hemos mostrado la extraordinaria importancia de la línea como aquel elemento que posibilita por sí solo la construcción y la edificación, condenamos toda estética del color, lo mismo que las cuestiones de fractura y estilo, pues todo lo que encubre la construcción es estilo.”

Funcionalidad racional, antimaterialidad y pathos antipictórico son únicamente componentes muy

elementales del vanguardismo ruso. Para el contexto presente ellos bastan, sin embargo, para poner de manifiesto los límites de su “superación del arte burgués”. La cita de Rodcenko es muy ilustrativa a este propósito: el constructivismo puede descartar toda la tradición pictórica anterior en virtud de su principio constitutivo, es decir, de la línea como forma elemental de una construcción racional, abstracta y funcional de objetos reales. Con ello Rodcenko desoculta el nexo real entre producción artística y sociedad que el vanguardismo reivindica como programa revolucionario de liquidación de la autonomía burguesa del arte. Bajo la primacía de lo constructivo y racional, el arte pierde, en efecto, la calidad de esfera autónoma sui generis, pero sólo en la medida en que hace suya la lógica de la producción económica.

A partir de la estética kantiana, el arte, en su autonomía, es portador de un momento crítico frente

al dolor y la negatividad del sujeto social, tanto en la esfera práctica del Estado, cuanto en la esfera teorética de la producción. La utopía schilleriana no es sino una muestra de esta potencia crítica que el arte como arte encierra. El vanguardismo, contemplado desde esta perspectiva, aparece como su culminación: su crítica del arte autónomo parece pretender la realización de un sujeto estético precisamente a través de la abolición revolucionaria de las contradicciones económicas y políticas de la sociedad capitalista, y del sujeto social de esta sociedad. La producción artística se presenta solamente como un momento de esta transformación y como una forma de praxis revolucionaria. Un examen más preciso de la realización vanguardista del arte revela, sin embargo, lo contrario: el constructivismo se limitó a declarar la producción como artística y para hacerlo determinó previamente el arte como producción. La identidad postulada del arte constructivista y del trabajo social no puede considerarse por este motivo como una simple estetización del trabajo, como se da por ejemplo en el fascismo. El trabajo, precisamente en sus ritmos abstractos y fijos, en sus aspectos más maquinales y de hecho más coactivos, es celebrado por el constructivismo como obra de arte

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real, porque él mismo se había instaurado como la quintaesencia de la racionalidad abstracta del tra-bajo capitalista. A través de esta mediación el vanguardismo no sólo cumple un cometido afirmativo bajo la apariencia de la supresión revolucionaria del arte autónomo: además el veredicto de la identidad del trabajo abstracto con los elementos constitutivos del arte impide a éste asumir una resistencia crítica frente a las coacciones y al dolor constitutivos de aquél.

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Pequeño manifiesto estético-sociológico

Lápiz, Revista internacional de arte, nº 73, 1990.

Vivimos en una edad de tecnologías que avanzan hacia una tierra prometida. En su progreso indefinido cada nuevo descubrimiento revela su verdad como la inutilidad del precedente. Pero el mundo se vuelve cada día más disponible. Nuestra edad es la edad semiótica. Las lenguas como los estilos se multiplican, se almacenan y

procesan y programan, se sincronizan, fragmentan y sintetizan. La cultura contemporánea como la sincronía de todas las lenguas del universo, una gran sinfonía electrónica del cosmos. Nuestra edad moderna es la era de la comunicación. Los medios técnicos de reproducción y los

sistemas lingüísticos de representación, unidos bajo la gran síntesis mediática: el sistema técnicamente producido de la realidad, el orden de las conciencias política, técnica y artísticamente programadas.

Screened existence, lo real como producto industrial acabado, como universo artificial ilimitado, «société du spectacle», la sociedad como Gesamtkunstwerk* tecnolingüístico, la cumplida utopía de un mundo al mismo tiempo racional y mítico, de un mundo tecnológico, mágico, surreal.

Las tres fuentes inagotables del arte moderno: El arte como técnica, el arte como expresión del desarrollo tecnocientífico de su tiempo. Producción

artística como el progreso ininterrumpido de experiencias formales con siempre renovadas tecnologías. Los lenguajes artísticos, la profecía un poco profesoral de la historia del arte como la larga y

compleja evolución de estilos, temas, lenguajes, modelos y etiquetas grandes y chicas. Por fin, el gran arte, el arte real, arte como producción de la realidad. La política, la cultura y la

sociedad, la guerra y la paz concebidos como una obra de arte global. La cultura como espectáculo o como simulacro técnico del mundo reducido a una red electrónica de comunicación.

Esta definición del arte como simulacro mediático, objeto técnico, síntesis lingüística es la mala herencia de las vanguardias históricas. Las vanguardias históricas, un anhelo semiótico, una ruptura lingüística: la voluntad de estilo. La

concepción vanguardista del arte real fue también resultado de un encuentro entre el entusiasmo revolucionario por un nuevo código formal con la ingeniería y con la economía y la racionalidad de las máquinas. Estética como lógica de las formas, semiótica matemática, teoría lingüística. El artista se hizo ingeniero de las formas. La obra de arte su subsumió al concepto de técnica, economía, composición, racionalidad. Y así, un

día, desembarcamos en el reino de Eldorado: un lenguaje nuevo, abstracto, racional, científico, lógico, internacional, universal -la edad de un nuevo clasicismo.

Breves objeciones: el antinaturalismo del arte moderno no fue la guerra santa contra la naturaleza y el culto a la producción de un mundo artificial que han querido los artistas y profesores convencio-nales. Más bien había que combatir el naturalismo porque había que combatir la convención, el acade-micismo, la vulgaridad. Kandinsky escribió: es preciso abandonar la forma naturalista para volver a encontrar la naturaleza

en la forma espiritual. La abstracción no era el principio de construcción lógica de un mundo, al contrario de lo que esta palabra significa para el racionalismo filosófico-científico, sino el medio de devolvernos o aproximarnos a la naturaleza: Matisse y Rilke coincidían en este propósito. Abandonar lo figurativo para alcanzar lo espiritual, el éxtasis, lo interior, lo más poético y más universal, lo que

* Obra de arte total. (Nota de esta edición.)

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sólo se encuentra adentro, según la metáfora de J. R. J.**

Técnicas, semiótica y comunicación -he ahí las inagotables fuentes de la producción formal del siglo XX. Y, sin embargo, el arte es algo más que lenguaje y comunicación, más que estilo o técnica de composición, más que programa y simulacro. Aunque su verdad y el concepto de belleza sólo exista por medio de la técnica, de los códigos semánticos y del espectáculo de la existencia.

Tal vez sea la verdadera obra de arte un encuentro milagroso del alma y las cosas, en la que el éx-tasis, la emoción, el placer o la verdad que estremece la existencia se revelan, aunque sólo sea en el instante fugaz y misterioso de una tonalidad musical, un acento colorístico o la figura de un gesto, como algo más perfecto que nosotros mismos. Y acaso pueda esbozarse una definición de la obra de arte más acá de los valores compositivos, co-

municativos y lingüísticos que de todos modos la determinan en su realidad objetiva, en su valor de mercado, y en su significado funcional o institucional. Al fin y al cabo, ella es también, o en primer lugar, este acto simple y complejo de afirmación del artista en una rara capacidad más bien propia de equilibristas, saltimbanquis, entretenedores y payasos: dibujar en el instante de una nada aquel gesto casual capaz de resumir el mundo y justificar por ello nuestra existencia en su radical precariedad.

Ese es el lado trascendente, intemporal, eterno, de la obra de arte. Su otro lado, empero, es lo finito y temporal, lo efímero y contingente. Por eso una obra puede ser también documento, crónica de su pequeña historia y de la historia pequeña, de las angustias y esperanzas de su tiempo. Creo que la verdad de la obra de arte, sin la que no existe concepto de belleza, es mitad lo que nos

rebasa y trasciende en ella, algo sin duda misterioso, originario y violento como un mito, y la otra mitad cotidianeidad, el lado pequeño de la vida, las cosas y los hombres sin importancia, aquello en lo que de todos modos nos reconocemos.

** Juan Ramón Jimenez (Moguer, Huelva, 23 de diciembre de 1881 – San Juan, Puerto Rico, 29 de mayo de 1958). (Nota de esta edición.)

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Cultura y poesía Capítulo II de Culturas Virtuales, 2000. La utopía artística de la cultura

La concepción romántica de la cultura como una creación artística ha pasado a ser una leyenda. Su

primera formulación, debida a la filosofía de la historia y a la estética de Giambattista Vico, sólo tiene hoy un interés hermenéutico. Sería osado reconstruir sus tesis como lo que quiso ser: una teoría poética de la constitución histórica de las civilizaciones. Las Cartas de Schiller son un intento de definir la actividad culturalmente formadora a partir del juego y la creación poética. Su lugar contemporáneo es la historia de las ideas estéticas, no el de las teorías sociales o de la cultura. Algo parecido puede decirse de Herder. El propio concepto de trabajo recoge, en la Fenomenología de Hegel, momentos fundamentales de la teoría de la creación artística. Su recepción filosófica, sin embargo, ya en el siglo XIX, criticó esta dimensión estética como una idealización enmascaradora de las condiciones degradantes del trabajo en la sociedad industrial.

Sin duda alguna la creación y la creatividad son valores que en el mundo contemporáneo gozan del

más alto prestigio. Su significado se impone en los marcos institucionales y en las esferas de la acción social más alejadas de lo estético: en las tareas administrativas y en la producción, en la política y en la actividad cientificotécnica. Sin embargo, este concepto de creatividad ha perdido al mismo tiempo su especificidad artística y su dimensión fundamentante de la cultura. Nuestro mundo histórico no es una obra de arte en el sentido que esta palabra tenía para la estética del Renacimiento o el Clasicismo europeo. Tampoco posee el carácter artístico que distingue a las civilizaciones llamadas primitivas o indígenas. No se puede considerar como la expresión de un pueblo, de su historia, y tampoco se la puede representar en los términos de una voluntad de estilo en el sentido en que lo entendieron Goethe y las estéticas románticas.

La capacidad de innovación, la producción de imágenes y la incitación de lo nuevo constituyen

aspectos nucleares del desenvolvimiento normal de nuestras sociedades. La creación formal invade literalmente todas las actividades de la existencia, desde la vida política hasta la vida íntima. Todo en nuestras sociedades, desde el consumo hasta nuestra comprensión de la realidad, pasando por la elección de presidentes, parece girar en torno al diseño no ya como una necesidad artística, sino, precisamente, vital. En este sentido puede y debe reconocerse que el objetivo vanguardista de una realidad civilizatoria plenamente diseñada constituye hoy un hecho cumplido.

Al mismo tiempo, nuestra concepción de la cultura y del propio arte se subordina a normas y

concepciones que más bien se encuentran en los antípodas de la idea clásica de creatividad. Por un lado, las características epistemológicas y normativas que rigen la vida práctica, y su definición teórica o sociológica a través del diseño de instrumentos, ya sea el automóvil o la estructura urbana, es lo racional, lo útil en un sentido productivista, la objetividad y la exactitud en el sentido en que lo ha concebido el pensamiento tecnocientífico. El espíritu positivo y el formalismo funcionalista se han impuesto sobre aquel idealismo filosófico y estético que, en la filosofía de Vico o en los proyectos artísticos del expresionismo europeo de las primeras décadas del siglo XX, aspiraban a una cultura que fuese el resultado de la acción formadora de la intuicion artística.

Junto a las expresiones de una racionalidad pragmática y despersonalizada que rigen las formas de

la cultura en sus aspectos organizativos y funcionales, nuestra existencia se rodea de una infinidad de objetos subordinados a las narrativas de lo irracional, a un discurso fundado en el inconsciente o el delirio. Históricamente esta estética de lo irracional fue formulada por el surrealismo bajo las categorías de lo maravilloso y lo mágico, lo inconsciente y el sueño, las alucinaciones, los estados psíquicos automáticos o la paranoia. Y el lugar social de este universo simbólico lo encontramos en las múltiples expresiones de la publicidad, en la movilización social a través de iconos y simulacros mediáticos, y en los valores que atraviesan la gratificación imaginaria de los objetos cotidianos de consumo.

La noción de espectáculo abraza complementariamente estos dos aspectos separados de la estética

moderna: por una parte, su racionalidad productiva, obediente a normas funcionales, y orientada epistemológicamente según las categorías analíticas y lógicas de la ciencia y la tecnología; por otra, la producción irracional de fantasías, realidades subalternas y un mundo autónomo de símbolos delirantes.

La concepción tradicional del arte europeo no ignoraba, ni mucho menos, esta preocupación por el

control formalizado y preciso del espacio, la figura o la composición. Tampoco desconocía las

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expresiones emocionales profundas. Todo lo contrario. Los primeros y más audaces estudios científicos sobre la perspectiva y la visión óptica, sobre ingeniería o sobre anatomía los debemos a ar-tistas como Alberti, Brunelleschi o Leonardo. Pero el valor fundamental de la creación y de la obra artísticas, su dimensión espiritual más elevada, no se dejaba reducir de modo alguno a los aspectos técnicos de la organización del espacio o la estructura física de los cuerpos. La fascinación de la Mona Lisa está ligada a su misteriosa expresión, no a los conocimientos de la física de los fluidos, la perspectiva atmosférica, la climatología o la anatomía que subyacen a este cuadro. En los poemas de Michelangelo o en los escritos de Ficino la creación y la contemplación estéticas se describían a partir de un misterioso deseo de perfección, de belleza y de lo que estos artistas y filósofos denominaban divino. Las esculturas de Michelangelo trataron de ser la materialización de esta visión espiritual. El concepto de la imagen interior que, para la estética del Renacimiento, constituía el fundamento epistemológico de la forma artística, estaba estrechamente vinculado a las teorías místicas de la visión de Dios. El romanticismo y algunos pintores modernos defendieron asimismo esta concepción espiritualista de la intuición creadora. En todas estas expresiones, lo irracional y lo misterioso no estaban instrumentalmente separados de lo constructivo, de una visión científica del mundo, o de lo racional. El concepto de intuición los comprendía a ambos como momentos constitutivos de una misma expresión artística singular.

La intuición es un concepto complejo. En la medida en que no se reconstruya formalmente el

proceso creativo que pretende designar con arreglo a un principio lógico, constituye un concepto aleatorio e incontrolable. Pero la dificultad de su reconstrucción lógica y objetiva reside en el hecho de que ella pretende integrar, como forma válida y autónoma de conocimiento, una experiencia o una actividad cognitiva ligada al conjunto de la existencia humana, en la que intervienen tanto las formas espirituales e intelectuales del conocimiento, como las emocionales y sensibles. Sin duda, los componentes «pre-lógicos» y «pre-conscientes» de dicha experiencia son susceptibles de una reconstrucción formal, como pretende la estética de los fractales y la teoría de las máquinas autorreguladas. Pero la dificultad de la reconstrucción formal de procesos intuitivos no reside tan sólo en la complejidad de sus funciones. Reside, sobre todo, en que estos factores espirituales, emocionales o inteligentes del comportamiento se confunden, en la intuición, con la singularidad de la existencia individual, sus emociones y su memoria. La intuición es inseparable de la existencia biográfica, las vivencias particulares o históricas de la existencia humana, y de su carácter único e irrepetible en el espacio y en el tiempo.

La utopía artística de la cultura reposaba en el carácter objetivo de esta intuición individual a través

de las formas y objetos culturales, esto es, a través de su transparencia expresiva o simbólica. Formulado de una manera muy elemental: la intuición expresiva se subordinaba a todas las actividades humanas que intervienen en la cultura objetiva, desde el lenguaje y el trabajo, hasta las mismas instituciones sociales e incluso el mundo de los valores normativos. Es en este sentido que la filosofía de Vico quiso mostrar que la poesía, la música o el canto no sólo eran el lugar de nacimiento de la comunicación humana, y, por tanto, de la interacción social, sino también de todas las formas del conocimiento de las que, en última instancia, la sociedad se servía como técnicas o instrumentos de supervivencia.

Las obras de arte (una catedral o las fiestas públicas que se celebraban en el Renacimiento cuando

un artista daba por terminada su obra) ejercían esta función configuradora de la realidad como experiencia normativa. Schinkel quería que el Museo de Arte se elevase a una dimensión de culto y educación para el género humano. Goethe señalaba en su definición de estilo de una época y de un pueblo el significado de las grandes obras artísticas, literarias o arquitectónicas en la configuración de la memoria histórica y la autoconciencia de las ciudades y las naciones. Para una filosofia de la historia como la de Vico o de Herder, la creación o la intuición artísticas son, en este sentido, cultural o socialmente «constituyentes».

La ruptura o la crisis de esta concepción artística de la cultura está ligada a dos fenómenos sociales

e intelectuales del siglo XIX. Uno de ellos fue, por una parte, la «alienación», expresión filosófica bajo la que se designaba un creciente deterioro de la vida social e individual. El subsiguiente fenómeno era la progresiva implantación de un «espíritu positivo», instrumental y pragmático en las formas de vida dominantes en la sociedad industrial. Ambos aspectos señalan realidades sociales, así como posiciones intelectuales y filosóficas contrapuestas. La teoría de la alienación fue el punto de partida de una teoría crítica de la sociedad. El espíritu positivo, por el contrario, se formuló como una filosofía pragmática, ligada a los valores de lo racional, lo objetivo y la rentabilidad económica. La crítica social y filosófica de la alienación humana, y las utopías positivistas de un futuro tecnocrático de la humanidad señalaban en dos direcciones divergentes de la modernidad. Sin embargo, ambas com-partieron la misma conciencia de que algo nuevo se gestaba en el horizonte histórico de la sociedad industrial, algo de lo que las revoluciones sociales del siglo XIX eran un signo tan explícito como las propias convulsiones intelectuales generadas a partir de sus movimientos artísticos. Este cambio

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social estaba íntimamente ligado al pensamiento científico y al desarrollo tecnológico de la producción industrial.

El socialismo del siglo XX, así como los pioneros del arte de vanguardia han compartido en general el

mismo optimismo por los valores racionales de la ciencia y la producción industrial que señalaba Comte en su Catecismo positivista. El predominio de los valores mecánicos, tanto en las concepciones geométricas y funcionales del espacio de la nueva arquitectura, como en los planes de indus-trialización de los totalitarismos modernos, se contemplaron como una esperanza histórica. La era de la máquina fue exaltada por Taut y Léger, por Le Corbusier y Loos, por la sociología de Veblen y por las más importantes corrientes del socialismo como fuerza redentora llamada a poner punto final a las guerras, a las visiones de decadencia y a las propias revoluciones sociales fraguadas en torno a 1914. En las formas cristalinas del cubismo, o de la arquitectura de vidrio y acero, el maquinismo fue exaltado como una verdadera salvación de la humanidad.

Al mismo tiempo, estos movimientos artísticos de las primeras décadas del siglo XX pusieron de

manifiesto una ambigua fascinación por los valores del industrialismo. El entusiasmo futurista y expresionista por las grandes empresas industriales, y por la movilización a escala industrial de las masas en la producción o en la guerra, así como su celebración de una visión de la realidad y la exis-tencia caracterizada por su dinamismo y energía, dejaban entrever, al mismo tiempo, su lado negativo. Junto a la velocidad y la masificación se presentían, en los cuadros y en el estilo literario del futurismo, la fragmentación y automatismo, contrastes exasperantes y formas agresivas de vida, el culto de las vivencias extremas de violencia y del torbellino urbano, una psicosis colectiva, junto a las expresiones angustiadas del vértigo y de la muerte. Las visiones de una vida deshumanizada y espiritualmente destrozada hasta los extremos la perversión, enfatizada por las corrientes surrealistas y dadaístas, ilustraba con vivos colores la misma perspectiva negativa de la sociedad moderna planteada por la sociología crítica del siglo XIX.

La alienación humana, y el espíritu positivo de las ciencias y las empresas tecnológicas modernas

han puesto de manifiesto respectivamente los dos lados complementarios de este desarrollo histórico, de su voluntad de expansión tecnológica y económica, y de los conflictos humanos que ha entrañado. Constituyen las dos caras de un proceso único en que los signos de racionalidad, construcción y progreso, se conjugan, sin solución de continuidad, con los fenómenos de irracionalidad, destrucción y regresión culturales.

La categoría estética de alienación El concepto de alienación nació en el joven socialismo europeo como protesta contra las nuevas

formas de miseria económica y cultural que surgían junto a las fuentes de la nueva riqueza industrial europea. Intelectuales como Engels o Proudhon descubrieron las nuevas condiciones de empobrecimiento social como una ley histórica que imponía necesariamente el propio progreso econó-mico capitalista. Marx formuló el concepto filosófico de alienación como una categoría civilizatoria ligada a la organización social y técnica del trabajo. Los intelectuales socialistas veían asimismo la subordinación del trabajo a un orden tecnológico coercitivo, el de su división y especialización técnicas, como una consecuencia de su sujeción jurídica y económica a las relaciones sociales de propiedad privada y al principio del valor mercantil. La alienación era la consecuencia de la apropiación capitalista de la actividad productiva del humano, y a su subsiguiente cuantificación y racionalización. Pero esta categoría de alienación no sólo era el punto de partida analítico de una teoría crítica de la sociedad, sino también de una teoría y una acción revolucionarias. Precisamente en la medida en que se descubrían las relaciones jurídicas de propiedad y la racionalidad monetaria como las causas objetivas de la alienación, se ponía de manifiesto la necesidad histórica de su transformación.

Esta perspectiva revolucionaria, que dominó todo el pensamiento social del siglo XIX y buena parte

del XX, desplazó la teoría artística de la cultura como una veleidad romántica. De hecho, su influencia fue prácticamente nula, con algunas excepciones como la utopía social y estética de Morris, que precisamente integró los valores artísticos de la creatividad y del gusto a una reformada concepción del socialismo industrial. Pero si el pensamiento de Schiller o de Herder hubiese tenido alguna influencia en la cultura alemana de la segunda mitad del siglo XIX, Marx o Engels la hubiesen estigmatizado como ideología, con el mismo ardor iconoclasta con que hicieron destrozos de la fantasía social de Fourier o el humanismo teológico de Feuerbach. De hecho, en la tradición del pensamiento marxista, así como en la filosofía social de Proudhon, el fenómeno y la experiencia artísticos se incluían en el concepto más general de superestructura social o de ideología, lo que permitía subordinarlos ontológicamente a la esfera social de la producción, y a sus presupuestos epistemológicos y racionales.

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En el pensamiento socialista en general, y en la obra de Marx en particular, la teoría negativa de la alienación declinó su perspectiva antropológica y cultural, en favor de una filosofía del progreso industrial y las estrategias políticas del socialismo revolucionario. En el breve período comprendido entre los Manuscritos de 1844 y la publicación del Manifiesto comunista en 1848, desaparecieron del panorama teórico del socialismo «científico» aquellos aspectos sociales alternativos que la categoría fi-losófica de la alienación encerraba negativamente. Esta evolución es paradójica, si se tiene en cuenta que la utopía de una creación artística de las formas culturales, como la desarrollaron Schiller o Hegel, constituía la primera configuración de una crítica a la alienación humana en la naciente sociedad industrial.

Esta mirada crítica sobre la producción industrial en sus formas modernas está claramente indicada

en el dramático pasaje de la Fenomenología del Espíritu de Hegel que describe la dialéctica del amo y el esclavo. Las páginas de este capítulo son interesantes, entre otras cosas y posibles perspectivas que encierra, porque definen la alienación humana bajo características mucho más profundas de lo que las que el propio pensamiento socialista llegó a imaginar. La dialéctica de la servidumbre de Hegel expone precisamente una situación histórica originaria y una condición existencialmente radical: un ser humano sometido a condiciones mínimas de supervivencia, sometido a una amenaza de muerte impuesta por un sistema absoluto de productividad racional; un individuo que sacrifica la última po-sibilidad de libertad y todo su ser, en aras del poder de su señor; un existente que se somete exteriormente a la propiedad de éste y a su goce, y se disuelve interiormente bajo su poder; una condición humana reducida a la mera expresión interior de la angustia, del sentimiento de culpa, y la disposición humana a la renuncia y el sacrificio.

La figura del esclavo hegeliano representa las condiciones espirituales y objetivas de máxima

degradación humana que puede pensarse lógicamente a partir de la más despiadada racionalidad de la dominación. Su condición sólo es comparable con los esclavos sadianos o los héroes negativos de Sacher Masoch, y también con los testimonios de torturas y destrucción, y campos de trabajo y exterminio que la historia de los modernos autoritarismos nos han legado. Es una condición espiritual desesperada en sus últimas consecuencias lógicas: la racionalidad de la dominación concluye su trabajo de terror moral en el supremo acto de conciliación en el que el esclavo, atormentado y reducido a la pura negatividad del sacrificio y la muerte, declara su amor a su señor, y se entrega a él como a su propia esencia y verdad.

Paradójica o significativamente, estas torturadas visiones psicológicas y filosóficas de la degradación

humana bajo el moderno discurso de la dominación no empañan la aurora que la dialéctica hegeliana descubre como su último horizonte histórico. Este amanecer es, para Hegel, precisamente la «formación cultural», el progreso de la cultura como obra de arte.

La propia palabra formación («Bildung»), bajo la que Hegel describe esta actividad subjetiva que

confiere una forma humana a las instancias y objetos culturales, posee preciosas connotaciones históricas. Moses Mendelssohn la definió como la autonomía intelectual y moral del sujeto humano, y la identificó con el sentido emancipador de la filosofía de la Ilustración. Leibniz, en el contexto de su propia dialéctica del amo y el esclavo, la había concebido algo antes como condición de la libertad espiritual y social del siervo. El médico jacobino Eberhardt defendió más tarde este principio interior de la formación y la libertad como una exigencia absoluta de las naciones modernas, cuyo incumplimiento legitimaría la violencia revolucionaria. Al mismo tiempo, el concepto de formación cultural, la «Bildung», en el sentido en que la definió la Ilustración, estaba asociada a la imaginación, al poder creador de imágenes y formas: una creación formal que, en la historia del pensamiento filosófico y místico, reunía a la vez las connotaciones filosóficas de la visión interior de lo más perfecto, la felicidad o la belleza.

El concepto moderno de formación cultural, y las connotaciones semánticas que contiene, ligadas a

la «imagen» o a la «forma interior», a la actividad creadora o formadora del humano en un sentido artístico, sugiere, quizá lejanamente, pero de un modo no menos transparente, el eidos platónico. Pero en el mito platónico de la caverna, la visión eidética, que también comprende los momentos de la creación poética y del conocimiento filosófico de la verdad, constituye la única salida posible de aquel universo de simulacros y de la no-libertad que Platón describe como la condición servil del ser humano. También este sentido interior y emancipador está presente en la noción hegeliana de «formación cultural», concebida como el trabajo artístico que confiere una dimensión humana y racional a la sociedad capitalista.

La alienación ha sido definida analíticamente como un concepto social, jurídico, económico y político.

Sin embargo, su crítica social y civilizatoria arranca centralmente de este ideal histórico de la formación o Bildung, bajo las múltiples acepciones que sugieren las palabras de creación artística del mundo como imagen interior, liberación de la existencia humana de su condición negativa, servil o

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angustiada, trascendencia espiritual, y principio de reconocimiento y reconciliación del alma con el mundo.

Cuando Schinkel visitó los centros industriales ingleses, su horror, que expresó estéticamente como

un universo urbano en que la arquitectura había sido suplantada por la simple construcción, compartía los mismos signos que las gráficas visiones de miseria social descritas, pocos años más tarde y en el mismo lugar, por Engels. La conciencia del empobrecimiento cultural ligado a los grandes centros urbanos y a la producción industrial es un lugar común de las corrientes artísticas del siglo XIX, desde el impresionismo hasta las vivisecciones de la estructura neurótica del comportamiento realizadas por la obra dramática de Strindberg. Análogamente, la sociología de Tönnies y Simmel señaló la desintegración de la comunidad ética y de la cultura artística, y su suplantación por una concepción instrumental de lo social, regida por un principio formal de racionalización y cálculo, como el sentido profundo de la crisis de la cultura moderna en el apogeo del industrialismo.

En los movimientos literarios y artísticos comprendidos entre el realismo del siglo XIX y el

expresionismo del siglo XX, el problema de la alienación se amplió de la esfera específica del trabajo industrial, al conjunto de las expresiones artísticas y éticas de la cultura moderna. Pero, sobre todo, estos planteamientos literarios, artísticos o filosóficos del empobrecimiento vital y la degradación de la cultura remontaban, directa o indirectamente, a aquella utopía artística de la cultura o a aquel papel «constituyente» de la intuición creadora que habían inaugurado las filosofias de la historia de Vico, Schiller o Herder.

La crítica del empobrecimiento estético de los productos industriales, debida a Morris, puede

considerarse, en cierto modo, como una reformulación moderna de la utopía estética de Schiller. Su concepción reformadora del arte, suscitada por la experiencia de la alienación en la sociedad industrial, reapareció en las utopías artísticas del expresionismo y del funcionalismo del siglo XX. En los años de la Primera Guerra Mundial, Poelzig planteó crudamente el dilema entre una fatal decadencia de la cultura o un verdadero renacimiento a través de una reformulada dimensión educadora del arte. Gropius concibió la nueva arquitectura moderna como crítica de los infiernos industriales de asfalto, acero y cemento. Sólo una nueva educación democrática que integrase al conjunto de las artes podía poner fin, de acuerdo con sus escritos teóricos, el empobrecimiento de la sensibilidad, de la conciencia y de la vida que las metrópolis industriales imponían a lo largo de su crecimiento. En otro género de reflexiones, la filosofia social de Simmel adoptó un punto de vista «estetizante», desconcertante para el espíritu positivo de la sociología moderna, como única perspectiva metodológicamente posible para el análisis de los fenómenos de la alienación cultural en la vida cotidiana, en la moda, en la estructura neurótica de la mente moderna y en el propio arte.

La categoría de alienación, tal como la desarrolló el joven Marx, extrajo su impulso crítico y, sobre

todo, su dimensión utópica y revolucionaria, no precisamente de su explícita forma jurídica y económica, sino de una subyacente dimensión estética. La alienación era contemplada analíticamente como el resultado de la división del trabajo, de las relaciones de propiedad privada o del formalismo de la racionalidad económica. Estos momentos negativos se trazaban sobre el fondo de una concepción utópica del trabajo como actividad vital y expresiva, relación mimética de la naturaleza, y nexo simbólico solidario con los seres humanos. Indirectamente, el concepto de alienación de Marx todavía nos devuelve a un ideal romántico de conciliación del existente humano con la naturaleza y la sociedad, y todavía se preguntaba por el desgarramiento humano subsecuente al proyecto civilizatorio de dominación en términos afines a los que habían formulado Goethe o Herder. La propia definición del trabajo alienado no puede comprenderse sin la intervención de categorías estéticas como armonía, belleza y perfección, que constituyeron también el punto de partida de la teoría schilleriana del impulso humano al juego y su objetivación cultural.

El marxismo posterior a la Primera Guerra Mundial trató de incorporar los aspectos más intensos de

este análisis filosófico de la alienación bajo una visión que en su día fue llamada neohumanista. Lukács, a cuya obra se remontaba esta concepción, había introducido en el marco de la discusión sobre la alienación, ahora redefinida como «cosificación» humana, la problemática de la «autoconciencia», el «sujeto histórico autoconsciente», y su papel constituyente de la realidad histórica y social. Con ello, este filósofo redefinía indirectamente la acción revolucionaria como retorno a un vínculo simbólico o expresivo del humano con los objetos culturales, y de una relación solidaria de los miembros de la comunidad. Pero la hacía deslizar, al mismo tiempo, por la pendiente de la exaltación romántica del proletariado como sujeto de la historia que acabó alimentando los mitos del totalitarismo comunista.

El concepto marxiano de alienación no sólo ponía en cuestión las consecuencias jurídicas y

económicas del sistema de producción capitalista. También problematizaba sus premisas epistemológicas. La pureza lógica del Yo trascendental, el principio racional de abstracción subyacente al concepto hegeliano de un sujeto histórico-universal, la concepción metafísica de un sujeto moral

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racional, que funda su autonomía en un principio radicalmente intelectual: todas estas mitologías del sujeto moderno se desmoronaban bajo la crítica de la alienación.

Es cierto que semejante crítica cultural y estética sólo se comprende en el concepto de alienación de

una manera negativa. En la teoría socialista prevaleció, por el contrario, la preocupación positiva por la definición política y estratégica de las clases sociales, y por la determinación de una objetiva racionalidad histórica. La intencionalidad revolucionaria que atraviesa el concepto de alienación fue desplazada por el «espíritu positivo» del llamado socialismo científico del siglo XIX, que, más tarde, heredaron las estrategias instrumentales de la socialdemocracia. Hoy día, este concepto sólo recuerda la conciencia nostálgica de la aurora de la humanidad que la tradición de Vico, Schiller o Hegel quiso anunciar a partir del juego, la intuición estética y un concepto poético de acción social.

La muerte del arte La concepción artística de la cultura no sólo ha sido desplazada por la racionalidad cientificotécnica y

econórnica que rige la civilización industrial y postindustrial. También ha sido suprimida en el interior de la propia creación artística. Ésta ha sacrificado a lo largo de su historia moderna, desde el impresionismo hasta la fractalart, tanto su dimensión espiritual, cuanto sus aspectos expresivos, ligados a la esfera de la psicología del creador y a la intuición poética. Los ha perdido bajo dos tendencias paralelas: la negación revolucionaria o vanguardista del arte como experiencia autónoma, y la redefinición de la obra de arte como la formalización abstracta de la experiencia.

Estas dos fórmulas no resumen el conjunto del arte moderno. Ni siquiera afectan a sus creadores

más significativos. Schoenberg, Taut o Klee, Steiner o Picasso crearon un arte de explícitos contenidos espirituales, y defendieron una intuición poética ligada a valores ideales trascendentes con respecto a la racionalidad civilizatoria. Franz Marc afirmó expresamente que el arte moderno debía asumir aquella misma dimensión espiritual que en otras culturas había cristalizado en las religiones. Mondrian o Gris restablecieron una dimensión simbólica e incluso hermética en sus cuadros, que más bien los acerca a la tradición mística de los iconos cristianos o a la escultura religiosa africana.

Kandinsky propuso una teoría «científica» de la composición colorística y formal que se remontaba a

la teoría de los colores de Goethe y rompía expresamente con la tradición mecánica de la física newtoniana. La parte más productiva de su obra se caracterizó, en consonancia por este rechazo de la concepción mecanicista de la percepción visual, y la defensa de su tenor espiritualista, expresivo y lírico. Los frágiles equilibrios colorísticos del período considerado de madurez de Mondrian rebasaban la letra estricta de su estética de lo racional y absoluto. El cubismo analítico de Picasso se destacaba por sus valores expresionistas. La composición «cristalina» del espacio que defendieron Taut, Le Corbusier o Gropius, arraigaba en una concepción idealista, originada en la estética del romanticismo y del expresionismo alemanes.

Pero las corrientes artísticas predominantes en cuanto a su papel directamente normativo sobre el

diseño, la arquitectura y, en general, sobre los valores de la cultura moderna, se han apoyado principalmente en aquellos dos criterios fundamentales que definen las vanguardias artísticas, a la vez que la modernidad del siglo XX: la muerte del arte, y su sustitución por una racionalidad funcionalista en el diseño y su producción industrial.

Semejante visión fue anticipada por el pensamiento social del siglo XIX y en estrecha dependencia

con el problema filosófico de la alienación. Para el socialismo decimonónico el arte siempre fue sospechoso de prometer un paraíso virtual más allá de los límites del mundo real. La obra de arte compartía en esta medida el mismo papel negativo que el socialismo atribuía al cristianismo. Era otro reino del más allá, la esfera trascendente de la bella apariencia, y, como tal, un nuevo opio para el pueblo. Es conocida la intención, por parte de los revolucionarios de la Comuna de París, de incendiar el Museo del Louvre. El idealismo estético que sostenía la autonomía del placer estético se volvía cómplice, a los ojos de los comuneros, de la miseria que rodeaba la vida real del proletariado industrial.

Proudhon creyó que una sociedad racionalmente organizada no necesitaría alimentar sus sueños de

felicidad con las quimeras de una belleza poética. Su argumentación, según la cual la sociedad socialista generaría un arte al servicio de una organización social justa y racional, fue retomada al pie de la letra, décadas más tarde, por las jóvenes vanguardias soviéticas. Allí donde los artistas del siglo XX asumieron las consecuencias de esta nueva ética artística, desde Grosz hasta los realismos críticos o expresionistas contemporáneos, y desde El Lissitzky hasta el neofuncionalismo posterior a la Segunda Guerra Mundlial, generaron también dos concepciones estéticas antagónicas, pero complementarias: la estética de lo feo, lo grotesco y lo horrible, es decir, aquella concepción que

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Croce tachó simplemente como lo anti-estético, y la concepción lingüística del arte como una composición estrictamente racional y funcional.

En el arte del siglo XX estas dos concepciones paralelas surgieron bajo el signo de una crisis

revolucionaria, y con la intención de configurar anticipadora o utópicamente una nueva era histórica. El dadaísmo, considerado en su sentido más amplio como una corriente nihilista del arte moderno, cuya influencia se dilata a lo largo de iodo el siglo XX en una variedad de figuras vanguardistas similares, elevó la muerte del arte a la categoría de catarsis social y ritual artístico de emancipación. A través de numerosas acciones públicas, escándalos, y exposiciones en las que objetos mecánicos y cotidianos sin la menor pretensión expresiva eran presentados como verdaderas obras de arte, la vanguardia dadaísta puso de manifiesto a la vez la crisis de los valores estéticos tradicionales, y el nacimiento de una nueva forma social de percepción de la realidad.

El movimiento Dada fue, ante todo, la manifestación de una juvenil alegría que convirtió en una

fiesta escandalosa la destrucción física y espiritual que significó la Primera Guerra Mundial. Su fascinante gesto de protesta resumía la conciencia de que una civilización que practicaba el exterminio a escala industrial ya no podía soñar. Pero su exaltación de lo chocante y lo horrible, y de la fragmentación de la experiencia, su culto de la violencia estética, y su apelación ambigua a los valores simbólicos y formales de la máquina recaían, a su vez, en aquel mismo discurso de la inhumanidad histórica que pretendían cuestionar. Al fin y al cabo, ha sido esta dimensión estrictamente negativa de la imposibilidad del arte y de su trascendencia respecto de la lógica de la dominación la que ha sobrevivido a lo largo del siglo XX como su herencia nihilista: la imposibilidad, artísticamente realzada, de conferir a la experiencia de la realidad, a los objetos artísticos o cotidianos, y a las formas culturales en general un sentido humano.

Contrapuestos a este espíritu negativo, los movimientos artísticos que persiguieron un «estilo

moderno», acorde con los valores del dinamismo y la velocidad, la abstracción y la racionalidad productiva, así como el carácter progresivamente organizado y uniforme de las formas de vida en la sociedad industrial, compartieron con aquéllas un mismo lugar común: el desplazamiento de los momentos de la intuición estética, más ligados a los componentes expresivos de la forma, y de sus vínculos con la naturaleza y la memoria histórica. En el caso del dadaísmo se negaba el arte en virtud del shock moral de la guerra.

En el caso de las vanguardias funcionalistas y constructivistas se superaba el arte en el marco de

una producción industrial de formas y espacios. Es cierto que existía una gran diferencia entre ambos grupos artísticos y entre ambas estéticas. Para el suprematismo, el neoplasticismo o el funcionalismo, que formularon el nuevo espíritu positivo de la época, esta negación de la intuición artística, de sus aspectos expresivos subjetivos, de la memoria y la naturaleza, no se llevaba a cabo bajo el plan iconoclasta y revolucionario que había caracterizado, en cambio, a los profetas o seudoprofetas dadaístas. Se hacía más bien desde la perspectiva programática de una nueva organización industrial de la cultura.

La teoría estética del neoplasticismo y el purismo, del constructivismo y el suprematismo

compartieron a este respecto un objetivo común: la supresión de la experiencia estética individual de la realidad y la definición alternativa de la creación plástica como un proceso lógico de construcción de la forma, el espacio y la composición. El arte moderno se libró con ello, no tanto, como se solía repetir, de su carácter representativo, sino, fundamentalmente, de la esfera subjetiva de la experiencia artística, del proceso intuitivo de creación a partir de una experiencia subjetiva única, y de las dimensiones reflexivas que estaban ligadas a este proceso creativo.

La antiestética La supresión de la utopía artística de la cultura no es solamente el resultado del empobrecimiento

estético y material de nuestras ciudades y formas de vida; tampoco debe considerarse como la consecuencia de la negación programática de la experiencia artística, de la intuición creadora o de la relación mimética del alma y el mundo en el propio medio de la obra de arte. En lo que concierne al final de aquella utopía, la última palabra la tiene la producción industrial de las formas y espacios de nuestras moradas y nuestras ciudades, el diseño mercantil de los objetos, y la redefinición de la forma cultural a partir de máquinas inteligentes dotadas de una capacidad autónoma de composición.

La obra de arte fractal resulta hoy un fenómeno cultural tan chocante como en su día lo fueron los

objetos paradójicos o absurdos de la estética dadaísta y surrealista, y por razones afines. Su efecto de sorpresa y fascinación es tanto mayor cuanto que nos confronta con la expresión de lo más interior, el misterio plástico de una emoción subjetiva o incluso de una visión de la realidad en un objeto en el que, al mismo tiempo, reconocemos la ausencia de toda huella o expresión humana.

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La condena humanista de esta concepción artística carecería de sentido: el centro de la cuestión que

plantea la nueva antiestética no reside en su legitimidad teórica desde el punto de vista de determinados valores relativos a la dignidad ética de la persona, una teoría del gusto, o una definición más o menos nostálgica de la creación o la expresión artísticas. El aspecto central de la nueva estética reside en las posibilidades de reproducir industrialmente las formas industriales que encierra, y en el nuevo concepto de cultura como simulacro técnico que de estas posibilidades se desprende.

La estética informática no constituye una opción fundamentalmente nueva con respecto a los valores

de la estética moderna de las vanguardias históricas. Significa más bien el cumplimiento y la culminación de aquella síntesis de arte y tecnología, o del estilo moderno y las normas formales de la reproducción industrial que configuraron el concepto central de arte moderno, de acuerdo con las formulaciones programáticas de Mondrian o Severini, Le Corbusier, Malévich o El Lissitzky, entre algunos otros. Es la expresión final de la utopía de una cultura integralmente tecnológica e industrial.

La estética llamada informática parte radicalmente de dos premisas elementales de las vanguardias

históricas del siglo XX: la evolución artística moderna hacia una progresiva abstracción y racionalización formales, por una parte; y la propia evolución del maquinismo desde los sistemas «dinámicos», exaltados por el futurismo o el suprematismo, hasta las contemporáneas máquinas complejas y automáticas, por otra.

Decir que una máquina inteligente es capaz de crear formas artísticas dotadas de una cualidad

expresiva presta, sin duda, a confusión. Las palabras «creación», «forma artística» y «expresión» están vinculadas, en las concepciones estéticas comúnmente aceptadas hasta nuestros días, al carácter subjetivo de la intuición poética, a la posibilidad de transferir determinados sentimientos, conocimientos o emociones ligados a la esfera de la vida de un individuo singular a los objetos, y a la capacidad de los objetos de expresar a través de sus características singulares este universo de conocimientos, memorias y emociones que llamamos arte. Pero estos conceptos son incluso incongruentes con la producción artística moderna o, al menos, con aquellas estéticas que recibieron el nombre de «vanguardia» precisamente en la medida en que liquidaron los presupuestos tradicionales del sujeto y el objeto artísticos.

En la obra neoplasticista de Mondrian, la creación poética está liberada, por definición, de cualquier

elemento individual, psicológico o emocional. La composición suprematista fue postulada como un orden formal abstracto independiente de toda experiencia expresiva de lo real. En el neoplasticismo lo mismo que en el suprematismo, o en la arquitectura del International Style, la forma fue concebida a partir de un principio impersonal de producción plástica. Las categorías de universalidad e inter-nacionalismo, indisolublemente ligadas a los credos revolucionarios de las vanguardias históricas, tenían por condición precisamente la «abstracción» o eliminación de los aspectos psicológicos, naturales o sociales de la obra de arte, sumariamente cancelados como mimesis.

El propio concepto de abstracción es ambiguo, si se tiene en cuenta que, en la historia del arte,

desde las pinturas paleolíticas hasta la Capilla Sixtina, siempre ha intervenido la abstracción como simplificación de las formas, eliminación o deformación de determinados elementos formales, o como normas compositivas. Lo abstracto es un principio ambiguo si se tiene en cuenta que el mismo concepto de belleza, desde Platón hasta el Renacimiento, partía de una abstracción de determinados elementos de la realidad. Pero en la estética neoplasticista o purista, en el constructivismo o en el funcionalismo modernos el concepto de abstracción incluía algo mas que estos elementos. Su carácter históricamente específico residía en la eliminación de componentes narrativos, miméticos, subjetivos o emocionales de la línea, la composición y el color, y de sus relaciones recíprocas. La abstracción significaba, para el arte moderno, la eliminación específica de aquellos aspectos subjetivos que en las artes históricas han estado ligados a la aprehensión intuitiva de las cosas. Significaba abolición de la experiencia artística y su sustitución por un nuevo sistema funcional y esteticista de valores estéticos autónomos. Fue Benjamin quien formuló por primera vez esta crítica de la modernidad en su defensa de la experiencia.

Sucede algo parecido con el concepto de expresión. Podemos llamar expresivas a las geometrías

infinitas de los rascacielos posmodernos que, con sus aristas cortantes como el filo de un cuchillo, fragmentan el espacio en majestuosos volúmenes prismáticos. Pero el concepto de expresión posee en este caso connotaciones marcadamente diferentes que no pueden aplicarse simultáneamente a las esculturas góticas de Bamberg o a las figuras humanas del Juicio final de Michelangelo. En la arqui-tectura de vidrio y acero, lo mismo que en la estética neoplasticista, la expresión estética está desligada de aquella esfera de la experiencia subjetiva de la realidad, de sus momentos emocionales y cognitivos que, sin embargo, constituyen el centro de la creación artística en la estética del alto Medioevo o del Renacimiento. La expresión, por parafrasear la crítica de las vanguardias de Benjamin, carece en estos casos de aquella dimensión interior o aureática que la obra de arte singular, y la

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experiencia estética de su creación y contemplación tradicionales compartían con la concepción mágica del mundo.

Desde el punto de vista de la utopía informática, las máquinas inteligentes pueden ser artísticamente

creadoras, puesto que, en principio, son capaces de generar de manera autónoma programas propios, a partir de un determinado nivel de informaciones exteriores, y traducir plásticamente los nuevos sistemas así generados. El resultado obtenido es completamente inesperado, ya que no responde de manera inmediata a los sistemas directamente diseñados por el humano. Su carácter innovador es absoluto, y no sólo relativo. Y es expresivo, puesto que la composición, el color o los tonos musicales ponen de manifiesto un determinado orden interior susceptible de despertar en el espectador una sensación de armonía, emociones placenteras y quizá incluso el sentimiento de lo sublime.

En su concepción clásica, la belleza coincidía con la armonía compositiva o la proporción formal de

los objetos o la naturaleza. Pero no se reducía enteramente a este orden formal. Durero, en su tratado de pintura, en el que reconstruyó matemáticamente las leyes de proporción del cuerpo humano, afirmó de la belleza que no sabía lo que era. Constituía un misterio. Ficino formuló explícita-mente que la belleza estaba ligada a las proporciones de la forma, pero significaba algo más. En su Comentario sobre el amor platónico, este «algo más» se identificaba con la gracia divina que las cosas reflejan como espejo de la perfección y bondad del orden del mundo. El arte sólo comparte este aspecto trascendente de la belleza de las cosas en virtud de su poder mágico, afín al propio poder mágico del amor. Las concepciones más modernas de la belleza, debidas a la estética de Kant o de Hegel, no están tan alejadas, en el fondo, de este ideal del esplendor divino de las cosas, o al menos no lo están comparados con nuestros ideales y utopías tecnocientíficos. En Kant la belleza artística se relacionaba con el poder evocador de un orden racional y perfecto, inherente a la experiencia intuitiva, esto es, no-conceptual, de las cosas. Hegel defendía el carácter cognoscitivo de la intuición estética, su poder de reflejar lo absoluto a través de las formas sensibles.

Tampoco la creación poética puede identificarse enteramente con un juego de combinación lógica, y

la traducción de su expresión numérica a un lenguaje formal. No cabe duda de que el platonismo transfirió la representación de un dios demiúrgico, constructor del mundo a partir de una materia ancestral y de un sistema de leyes ideales, a la propia construcción plástica o arquitectónica de un edificio o de una escultura. Lo mismo que el orden del cosmos, también los objetos artísticos se rigen, según el platonismo renacentista, con arreglo a un principio matemático. Fue ésta la teoría estética que defendió Leonardo. Pero la creación poética no fue definida ni en Platón ni en el Renacimiento como el solo acto de construcción lógica o composición numérica de una obra. Estaba ligada, al mismo tiempo, a la inspiración profética de las musas, al poder demónico del amor que unía las manifestaciones sensibles del humano y las cosas con un ideal espiritual, y constituía, asimismo, una forma superior de la sabiduría, afín a la propia filosofía.

La «forma interior», que Zuccaro consideró como el principio de la creación artística, estaba

relacionada con el orden numérico de una armonía cósmica, pero también con una experiencia interior muy próxima de la purificación mística y la visión profética. La creación artística presuponía un vínculo y una participación interiores del humano y las cosas, radicalmente opuesta al principio de separación intelectual entre el sujeto y el objeto que distingue el conocimiento abstracto de la lógica o de la filo-sofía científica. Michelangelo señalaba esta relación cuando decía que eran los propios bloques de mármol, y no el artista, quienes originaban sus formas escultóricas. Rilke y Matisse partían de este mismo principio al definir la obra de arte como un acercamiento o un retorno a la intimidad con la naturaleza. Esta relación artística con las cosas se puede llamar mimética, en el sentido antiguo que esta palabra tenía, cuando describía la música y las danzas rituales que trataban de imitar y expresar los espíritus que habitaban en los animales y las cosas de la naturaleza. No es mimética en el sentido reductivo que las vanguardias artísticas modernas otorgaron a esta palabra, es decir, corno copia mecánica o naturalista de la realidad.

Es posible que la estética informática defina la pasión espiritual de la belleza o la concepción

demónica del amor universal como un algoritmo dotado de una capacidad autónoma de innovación formal. Es posible y legítimo hacerlo. Pero la producción de sistemas así determinados no puede confundirse en ningún caso con la concepción clásica de amor a la belleza, de su carácter espiritual y su significado subjetivo, a la vez vinculado a una experiencia intuitiva de la realidad, subordinada a los aspectos individuales de la persona, y a su participación «mágica» o mimética con los objetos. Eso no quiere decir que no podamos reivindicar la pureza espiritual de una creación artística capaz de devolvernos la unidad rota con una naturaleza de todos modos destruida bajo el imperativo de un progreso industrial cada día más agresivo y deshumanizado. En la civilización tecnocientífica, con más razón bajo el signo histórico de las estrategias de destrucción biológica, ecológica y nuclear del planeta, no hay lugar para la concepción poética de una morada humana. Pero el reconocimiento de esta diferencia impone una reflexión sobre la transformación cultural generada por el nuevo universo de las máquinas automáticas y su papel cultural: la ruptura de aquella contigüidad ontológica y

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estética entre los seres humanos y el mundo de la que el arte, como experiencia erótica, mágica o mimética, era y es mediador privilegiado.

Pero la teoría estética que ha monopolizado el título de modernidad se encuentra muy lejos de esta

conciencia escindida que distingue la crisis cultural del siglo XX, y sus múltiples expresiones artísticas y literarias. Para las grandes producciones mediáticas, para la arquitectura y el urbanismo administrados, y las infinitas proyecciones del design, dotados de un mercado mundial más poderoso, las cosas se plantean con un grado notable de simpleza. La obra de arte ya no responde a aquella irreducible unicidad que todavía defendían Picasso, Matisse o Klee. El arte mercantilmente definido responde por una nueva definición lógica de creatividad, como la formulada por los pioneros de la revolución estética de la modernidad, los Mondrian y Le Corbusier: creación como juego lógico, como innovación técnica y compositiva en un sentido estrictamente formalista, y contemplación como re-gistro semiótico, como percepción gestáltica libre de toda experiencia humana. Estos son los valores que se han institucionalizado en las formulaciones de una estética informática, así como en la producción industrial y mediática de las formas de la cultura contemporánea.

La era de la reproducibilidad técnica de las formas musicales y plásticas ha alcanzado el horizonte

que sus pioneros vanguardistas tan sólo habían soñado, en los años veinte, como posibilidad: la producción técnica de las formas culturales a escala global. Es la utopía de la obra de arte total industrialmente realizada como espectáculo tecnológico. El romanticismo y el expresionismo, Wagner y Gropius, formularon la idea de una obra de arte total como renovación de la cultura a partir de la in-tegración de las artes. Este ideario, a la vez social y estético, restablecía básicamente una perspectiva artística de las formas culturales capaz de rebasar las limitaciones reales que la racionalización industrial imponía sobre la vida humana y sus manifestaciones simbólicas.

La obra de arte total reabría para la estética y la teoría de la cultura de la civilización industrial una

alternativa revolucionaria que alzaba los valores de la creatividad contra las formas de la alienación industrial. Muy pronto, a través de las estrategias nacionalsocialistas de la política como obra de arte, en los proyectos urbanísticos de Hilberseimer que comprendieron el sentido de la nueva ciudad industrial como un todo funcionalmente definido, o en las utopías modernas de una sociedad in-tegralmente computarizada, aquella fórmula puso de manifiesto su vocación totalitaria. La sociedad como obra de arte fue realmente cumplida como un espectáculo total de movilización de masas a través del control artístico de las respuestas emocionales, como más tarde lo propagó también la industria cinematográfica a escala mundial.

Las utopías futuristas contemporáneas han ampliado el horizonte de estas posibilidades a un marco

que comprende desde la clonificación de la vida y su manipulación genética, hasta el control informático del lenguaje y la producción de las formas simbólicas. La cultura como obra de arte total, que todavía el socialismo decimonónico comprendía como solución emancipadora, florece hoy, bajo los imperativos de la racionalidad tecnoindustrial que garantiza su viabilidad social, como un sistema de programación global de la vida.

La liquidación de la noción clásica de la obra de arte, y la consiguiente transformación de la cultura

no pueden definirse simplemente como la mutación de un paradigma humanístico por otro paradigma nuevo, semiótico, fractal o tecnocultural. La propia metafísica del fin del humanismo, del arte o de la historia, como ha sido prodigado desde la estética de las vanguardias hasta la filosofía social de la posmodernidad, no constituye sino una hipótesis descriptiva, el registro positivo de una evolución fáctica de la cultura promovida por las fuerzas predominantes de desarrollo económico y dominación tecnológica a escala global. El fin de la obra de arte es más bien la condición de una nueva cultura programada y administrada como simulacro global.

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La formación artística Capítulo VII de Culturas virtuales, 2000. Un discreto principio de esperanza

Todos nos preguntamos si el desarrollo de los medios técnicos de destrucción alcanzará algún día un

término; si se detendrá el proceso de devastación de la naturaleza y el permanente empobrecimiento económico del hemisferio sur llegará a tener un fin; o si los conflictos sociales y guerras que las desigualdades económicas y políticas generan con cada día mayor intensidad podrán contenerse. Queremos saber si el sentimiento de inseguridad que domina la vida de las grandes metrópolis in-dustriales alcanzará límite, y la angustia que define la conciencia moderna trocará sus signos por los de la felicidad.

Se dirá que esta clase de preguntas, y la desesperación que albergan, son temas y lemas de

pasadas concepciones mesiánicas, y viejas tradiciones escatológicas y revolucionarias. Filosóficamente son cuestiones tachadas y obsoletas simplemente porque los dilemas que entraña son insolubles a partir del logos histórico de nuestra civilización global. Por eso nuestra concepción filosófica de la historia es negativa. Sabemos que el progreso real de la civilización global entraña precisamente el desarrollo indefinido de una pesadilla real. El ángel de la historia contempla a sus espaldas un paisaje desolado en el que no cesan de acumularse viejos conflictos nunca superados, y que apenas alcanza a distinguirlos cuando su siempre renovado vuelo, al que llamamos progreso, tiene que encarar más graves dilemas.

En la sociología y la economía política del siglo XIX la idea de crisis gozó de una bendición

revolucionaria. Bajo su signo se contemplaba la necesaria subversión de un orden social o político experimentado como intolerable. Hoy las crisis no entrañan el significado de un limite de lo dado, de una ruptura histórica o la decisión de lo nuevo, según el sentido etimológico de la palabra. De principio negativo y límite revolucionario, se han convertido en un valor dominante del presente histórico y una condición naturalizada de la existencia moderna, en la psicología individual lo mismo que en la economía política, en la teoría de las ciencias o en la creación artística. El propio orden de la civilización se confunde con el concepto sociológico, religioso o militar de la administración universal de estas crisis.

La insoportable intensificación de los conflictos sociales, el creciente deterioro estético, cultural y

físico de las megalópolis industriales y de vastas extensiones naturales, junto con la conciencia de que este proceso involutivo avanza a un ritmo acelerado, denuncian hoy el progreso realmente existente como una indefinida regresión. Sabemos que la naturaleza está biológicamente muerta en la mayor parte de las naciones industriales, que inmensas reservas naturales de las que depende la supervivencia de la humanidad están amenazadas de desertización a medio plazo, que la muerte por inanidad sacrifica cada año masas humanas que se cuentan en millones; sabemos que el desarrollo del potencial bélico de la humanidad ha alcanzado las cotas de lo inimaginable, y los sistemas de control total de la población civil son cada día más ignominiosos, bajo sus formas políticas arcaicas o bajo sus formas tecnológicamente sofisticadas.

Contamos con algunos modelos de interpretación de situaciones históricas extremas, concebidos, sin

embargo, para una condición virtual de autodestrucción de la humanidad que no alcanzaba, con gran diferencia, las crudas dimensiones que exhiben los conflictos de hoy. Uno de ellos es la teoría del plebiscito de Von Clausewitz; el segundo lo constituye la teoría marxiana del capital. Ambas teorías de la crisis partían de un mismo principio de entropía según el cual todo sistema tiende a desintegrarse cuando los conflictos que acumula en su interior rebasan un umbral determinado de tensión. El mismo modelo ha sido aplicado a las crisis y revoluciones científicas. Con la diferencia de que la tensión debida a una contradicción estructural en el interior de un sistema de interpretación de la realidad es relativamente fácil de dictaminar: la ineficacia de un paradigma desde el punto de vista de su capacidad productiva constituye el signo relativamente incontrovertible de su disfunción. En el caso de la sociología de Marx o de la teoría de la guerra de Von Clausewitz el umbral en cuestión es aleatorio: en un caso el hambre, en el otro la resistencia humana al dolor y la degradación vital.

Podemos imaginar fácilmente el cuadro plausible de un futuro próximo: la proliferación de accidentes

ecológicos cada vez más drásticos; la multiplicación de errores en los complejos sistemas automáticos de defensa nuclear o en los sistemas de manipulación genética a escala industrial con efectos catastróficos; una destrucción acelerada de la naturaleza que comprometa la supervivencia biológica de las especies humana y no humanas; y como última consecuencia, el caos social. Quizá cuando

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estas situaciones hayan alcanzado un grado extremo, el cínico veredicto sobre el fin de la historia, del existente humano y la naturaleza, podrá darse como efectivamente cumplido.

Semejante perspectiva civilizatoria abre dos opciones intelectuales íntimamente relacionadas entre

sí. La primera es negativa: es el reconocimiento de una racionalidad civilizatoria, que bajo sus actuales formas financieras, jurídicas o tecnológicas prescinde soberanamente del existente humano, hace escarnio de sus derechos a la vida y la autonomía espiritual, y destruye de manera ostensible las culturas históricas del planeta. Los múltiples escenarios sociales, militares y ecológicos de crisis finales que presenciamos cotidianamente ponen de manifiesto esta dialéctica de progreso y regresión que define intrínsecamente la lógica de la dominación: la unidad simbólica, epistemológica e histórica entre el poder y una destrucción de condiciones biológicas, sistemas culturales y tejidos sociales.

Pero esta dialéctica de progreso y regresión no encierra solamente una perspectiva intelectual

negativa. Constituye también el único punto de partida posible para una revisión de las categorías científicas,

morales y políticas que definen nuestra civilización. Existe un creciente consenso social sobre los ostensibles peligros que hoy encierra un progreso tecnológico subordinado a una racionalidad formal, financiera y tecnológicamente definida, que materialmente es suicida. Esta conciencia se abre paso firmemente a lo largo de los medios de comunicación, en el mundo académico y científico, y en el propio escenario de las decisiones políticas internacionales. El pacifismo de los años 80, los movimientos de defensa de los derechos humanos, y los diversos grupos y estrategias de defensa de la naturaleza y las memorias culturales apuntan en esta segunda dimensión constructiva.

La cultura moderna sólo puede abrigar la tenue luz de esta leve esperanza en el umbral de la crisis

histórica contemporánea. Panorama futuro que no es nuevo. En el contexto de la crisis europea de comienzos del siglo XX se había planteado la necesaria revisión de los fundamentos científicos y epistemológicos del desarrollo de la civilización industrial. En las tradiciones positivas y analíticas, e incluso en la fenomenología esta crisis se resolvió, en parte, en los términos de una radicalizada astringencia lógica de sus categorías, que al mismo tiempo abdicaba frente a las cuestiones éticas y existenciales de la gran tradición filosófica moderna. Aun cuando sería extremadamente unilateral la comprensión de la fenomenología de Husserl, de la filosofía de Wittgenstein, o del pensamiento crítico de Popper como contribuciones estrictamente restringidas al campo de la lógica y de la epistemología científica.

No son, sin embargo, estas corrientes del pensamiento moderno, sino autores como Scheler o Mann-

heim los que apremiaron a una revisión de los presupuestos epistemológicos y científicos de la civilización moderna. Una revisión que partía directamente de los efectos negativos del desarrollo industrial, de las cuestiones éticas, psicológicas y sociales derivadas del proceso de racionalización, del papel sociológicamente privilegiado del desarrollo tecnocientífico como factor de producción, y la sobredeterminación de los valores normativos sobre la vida, la conciencia ética o la experiencia estética protagonizada por esta misma racionalidad tecnológica. La filosofía de inspiración anglosajona ha reconstruido restrictivamente esta aportación a la teoría de la crisis y a la revisión de los paradigmas epistemológicos del progreso tecnocientífico. La ha redefinido como una investigación positiva de las condiciones sociales, o la influencia de los intereses, valores normativos, estructuras institucionales, etc., sobre la forma y el desarrollo del conocimiento: la llamada sociología del conocimiento. Sin embargo, en la obra de sus pioneros, y muy particularmente en Mannheim y Scheler, el centro de la cuestión no residía tanto en una reconstrucción sociológica o sociologizante de las categorías epistemológicas del conocimiento científico, cuanto en el análisis del papel social y culturalmente constitutivo de la racionalidad científica. Su objetivo último era la revisión o la relativización del carácter apriorístico, trascendental o absoluto de las categorías del conocimiento.

La llamada sociología del conocimiento significó, antes que cualquier otra cosa, el cuestionamiento

de las categorías lógicas del conocimiento científico a partir de la realidad conflictiva de la civilización tecnológica, en cuyo marco precisamente aquellas categorías ponían de relieve su estrecha interdependencia con un proceso histórico de signo regresivo, alienante o destructivo. Como ilustran algunas páginas brillantes de Durkheim, la nueva mirada crítica entrañaba la subversión epistemológica de los paradigmas trascendentales del conocimiento. Una revolución teórica que contemplaba el conocimiento no desde el punto de vista de un pensamiento lingüística e insti-tucionalmente formalizado, sino desde la conciencia del malestar humano en la civilización moderna.

Por eso la crítica sociológica de la epistemología científica de filósofos como Mannheim y Scheler

abrió explícitamente la perspectiva de una transformación de la civilización. Su punto de partida debía ser la reforma de las ciencias en el sentido de su apertura epistemológica y reflexiva a los problemas sociales y existenciales derivados de su progreso. La crítica de la filosofía lógicotrascendental de Kant desarrollada por Durkheim apuntaba claramente en este sentido. Más aún, su sociología del co-

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nocimiento proyectaba explícitamente una revisión de la racionalidad científica capaz de asumir plenamente su papel social constituyente y, por consiguiente, tanto los conflictos como los intereses vitales de la sociedad industrial. Lo mismo hizo Mannheim al incorporar a su reflexión crítica sobre las ciencias los conflictos de una sociedad antagónica y los intereses emancipatorios de la sociedad moderna. Bajo el mismo espíritu, Scheler defendió un «saber cultural» (Bildungswissen), fundado en una concepción plural de las formas del conocimiento, que opuso al predominio de una razón pragmática e instrumental.

Esta crítica invierte el nexo fundamental entre epistemología y teoría de la sociedad que ha

prevalecido en la filosofía científica moderna desde Bacon hasta Husserl. Para los padres de la ciencia moderna la pureza lógicotrascendental de las categorías del

conocimiento era la condición de su independencia y de su potencia crítica frente a las representaciones falsas de la realidad: los ídolos de Bacon o la metafísica dogmática para Kant. La crí-tica de los prejuicios y del dogmatismo se confundía con la de instancias sociales opresivas y formas sociales de vida sujetas a estas representaciones ideológicas e idolátricas. En el contexto de la crisis del industrialismo, filósofos como Durkheim y Mannheim planteaban la necesidad de recorrer un camino inverso: de las categorías puras del entendimiento a los valores normativos, sociales o los principios civilizatorios que entrañaban; del reino transparente de la razón formal a la provincia pe-numbrosa de los intereses y conflictos sociales, de las formas de vida y las memorias culturales. La pureza formalística de la razón científica ya no era, por sí sola, garantía de progreso o libertad.

Son grandes las dificultades que este panorama encierra. Ya Mannheim puso de relieve que la

misma epistemología científica asumía el papel ideológico de ocultación de los nexos problemáticos de la sociedad contemporánea en la prístina pureza de sus determinaciones conceptuales. La crítica social de la construcción tecnocientífica del mundo desvela su carácter de simulacro: una segunda realidad artificial, lógica y tecnológica, bajo cuya limpia superficie categorial se elimina discursivamente el desorden humano de nuestra civilización. Este apantallamiento epistemológico de los dilemas civilizatorios es su función política. La nueva crítica tiene que poner en cuestión aquellos centros neurálgicos de interacción entre las instancias de poder económico, político y militar, y tiene que revi-sar un concepto reductivo de desarrollo tecnoeconómico.

La educación estética En el mundo plenamente racionalizado contemplamos indiferentes el progreso de la degradación de

sus condiciones biológicas y sociales de supervivencia. La tecnología exhibe sus terribles poderes ante una humanidad hipnotizada por visiones de guerras, hambruna y destrucción que no puede comprender. El espectáculo mediático asiste con aplauso al amanecer de una edad que se afirma explícitamente como una época final. Bajo multicolores figuras se celebra la producción de una segunda naturaleza técnica, el fin del discurso de la historia, y la destrucción de las memorias culturales bajo las promesas de salvación en nombre de una edad hipertecnológica, performática, híbrida y virtual.

Los viejos ideales humanistas de la dignidad y autonomía, de la historia como discurso de la razón, o

de la naturaleza como reino de lo absoluto remitían en última instancia a una dialéctica de la dominación, a la ética cristiana de la culpa y su redención sacerdotal, a la negación del ser en las expresiones espontáneas de su felicidad, a un idealismo absoluto ciego con respecto a la fragilidad de la existencia humana. No se trata en modo alguno de despertar de la tumba los viejos ideales de una civilización científica y humanista basada en la culpa y en la expansión colonial en el sentido en que la definieron respectivamente Ginés de Sepúlveda y Francis Bacon. Pero los novísimos discursos de la supresión del humano y la historia, o las declaraciones ambiguas del final de la autonomía humana y sus implícitas dimensiones de renovación de viejas identidades fundamentalistas, obedecen a aquella misma dialéctica de la dominación que ha definido el pensamiento industrial desde la época de Adam Smith y Auguste Comte. Obedece al mismo principio racional que hoy configura industrialmente la conciencia, suplanta nuestra experiencia y nuestra memoria histórica por simulacros técnicos y delirios burocráticos, y concibe la construcción de lo social como un sistema programado de códigos performáticos.

La mentalidad posmoderna rechazó legítimamente las visiones negativas del presente, y defendió un

ambiguo optimismo de cara al mañana. Semejante optimismo pagó su positividad a un precio: dar por buena la alegría del espectáculo de la vida como principio de identidad existencial, aceptar los simulacros electrónicos de lo social como reino sublime de la creatividad humana, celebrar la disolución de la memoria histórica como libertad y un ostensible silencio intelectual frente a las crisis sociales y militares que han jalonado el fin de siglo.

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El reverso de este entusiasmo por la reduplicación espectacular de las culturas históricas, las formas de vida y la naturaleza es la muerte del arte. Formulada desde la teoría socialista del siglo XIX, y replanteada nuevamente por las vanguardias artísticas y políticas del siglo XX, la tesis de la muerte del arte encerraba todo un programa de salvación histórica, que se pretendió idéntico con el final de la deshumanización de la sociedad industrial. Por caminos más o menos revesados, este principio antiestético de la cultura industrial tardía ha desembocado en lo que realmente pretendía el significado literal de su bandera: la destitución de la experiencia estética en las formas de vida contemporáneas.

La producción artística alcanza hoy una expansión masiva de sus posibilidades técnicas y

comunicativas, y una difusión multitudinaria a través de nuevos y poderosos medios de reproducción. Al mismo tiempo, experimenta una radical pérdida de consistencia en cuanto a sus dimensiones reflexivas o expresivas. Bajo tres paradigmas fundamentales se desenvuelve esta producción artística como una real antiestética. El primero es el principio de producción técnica. Bajo su poder omnímodo no sólo se han sacrificado las dimensiones individuales de la obra de arte, el tiempo y el lugar que definen su unicidad e irreducibilidad ontológica, sino que también se han rebajado sus propias categorías estéticas, compositivas y lingüísticas.

La liquidación del arte como experiencia expresiva del mundo, que la estética moderna reivindicó

bajo postulados sonoros (la crítica de la mimesis o de la concepción del cuadro como «ventana abierta», es decir, una negación de la experiencia artística que la confundía con el naturalismo tout court) ha acarreado la desvalorización de la obra a sus elementos formales y compositivos, y a la sustantivación de sus momentos técnicos y gramaticales. La obra artística se ha reducido a design. Ello ha impuesto, además, su recepción restrictiva, limitada a las tareas especializadas de clasificación lingüística, descripción técnica y una teoría estética que rescinde cualquier dimensión que no sea formalista.

La neutralización de la experiencia artística en el marco tecnológico y organizador de la producción

del espectáculo, su reducción lingüística a elementos estrictamente formales, y la limitación esteticista de sus dimensiones expresivas y cognitivas, confluyen en la determinación mercantil de su valor. Es así como una obra en sí misma insignificante, la reproducción fotográfica de un anuncio comercial de tomates, puede elevarse milagrosamente a un valor fetichista o sacramental por el solo hecho de su exhibición en el museo: el lugar sagrado de su transfiguración mercantil y espectacular. Para la sociedad del espectáculo esta muerte del arte seguida de su transfiguración mercantil constituye precisamente su condición de existencia y su ritual de perpetuación.

El significado de esta disolución civilizatoria del arte sólo se revela en toda su envergadura al

compararlo con aquella utopía de una cultura artística que formularon las filosofías de la historia de Vico, Fourier, Schiller o Herder: la perspectiva sobre la cultura a partir del libre juego de la fantasía, un concepto poético de la naturaleza, las imágenes a la vez gozosas y productivas del erotismo, y una inteligencia de las cosas ligada a la vida. Esta concepción de la cultura partía como fundamento de una realización artística de la persona, la creación individual de formas e imágenes, y el recono-cimiento de sí mismo y del mundo que la obra de arte individual resume en su realidad objetiva.

El mundo integralmente racionalizado contempla el límite real del progreso en los paisajes de la

devastación biológica, el empobrecimiento de la existencia, la expansión irrefrenada de los instrumentos de destrucción, el deterioro de las culturas históricas. Las propias capacidades técnicas de la civilización moderna garantizan hoy la supresión virtual de este límite a lo largo de un proceso de restauración técnica de nuevas realidades artificiales: genética, urbanística, electrónicamente.

La auténtica creación artística sólo puede definirse al margen de esta dialéctica histórica de progreso

y degradación. Toda gran obra de arte es la visión exuberante o desesperada de una época. Al mismo tiempo, afirmación del presente, ebullición de una vida individual que se expande, y trasciende los límites de su propia existencia con sus visiones de horror y sus sueños de belleza.

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Humanismo en tiempos de barbarie Capítulo V de Violencia y Civilización, 2006. I. La noticia

Hoy ya pocos recuerdan sus voces. Soterradas por el clamor de los medios de comunicación. Por el

espectáculo de la guerra de los Balcanes. Eran voces de periodistas e intelectuales independientes que veían en aquella guerra el comienzo de una nueva conflagración mundial. El comienzo de una nueva era de violencia y un nuevo populismo autoritario de escala global. Voces que clamaban por una voluntad política abierta a la reflexión y a la negociación que pudiera soslayar precisamente el choque militar de los nacionalismos balcánicos y la radicalización del conflicto entre los intereses europeos y la expansión imperial norteamericana que se perfilaban bajos sus frentes.

Es cierto que en 1992, en plena euforia por el final de la guerra fría, bajo el entusiasmo colectivo

generado por la implosión de los paraísos virtuales y la diseminación de utopías de la comunicación global, una nueva conflagración militar global parecía un absurdo. El conflicto de los Balcanes se representaba mediáticamente como una guerra étnica y una confrontación tribal que podía resolverse confortablemente con las semiologías políticamente correctas de un multiculturalismo académico. Solo al margen podían escucharse las protestas que ponían al descubierto el carácter trivial de la retórica multicultural, la falta de visión de los líderes políticos globales que se ocultaba tras ella, y los intereses globales subyacentes a aquel enfrentamiento entre identidades religiosas y nacionales rediseñadas sumariamente a sangre y fuego. Pero en lugar de abrir un espacio público a la reflexión intelectual y las negociaciones políticas, se abandonó la crisis de los Balcanes a unos medios de comunicación irresponsables, a las bandas de criminales locales y a un floreciente mercado de armas. De toda clase de armas: desde las prácticas coloniales arcaicas de violación masiva y sistemática de mujeres islámicas, hasta la guerra teledirigida de misiles con uranio empobrecido.

Y aquel anuncio que en 1992 advertía del peligro de una nueva guerra mundial se silenció una vez

más diez años después bajo los eslóganes y consignas de una guerra global legitimada como destino ineluctable de la humanidad. O algo peor todavía: el designio divino de una última Cruzada contra el Mal.

En este paisaje histórico tienen que plantearse dos grandes dilemas. El primero de ellos es el

monopolio de la información. Más exactamente, son las estrategias de manipulación y escarnio de la masa electrónica global en favor de la guerra indefinida como único medio de salvar a una civilización en crisis. El segundo problema es la capacidad letal de las tecnologías contemporáneas utilizadas en esas guerras. Nuevas armas nucleares, químicas y biológicas. Armas explícitamente ecocidas y genocidas, cuyas víctimas son fundamentalmente civiles, y cuyos efectos de contaminación ambiental y humana son irreversibles.

Y quiero alertar sobre algo más. A lo largo de las últimas décadas se ha ignorado, en nombre de

bagatelas electrónicas, simulacros sociales y el espectáculo de la postmodernidad, lo que constituye el comienzo histórico real de la edad en que vivimos: las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Ese genocidio nuclear ha sido legitimado como final de la Guerra Mundial y de los fascismos europeos. Fue todo lo contrario. En agosto de 1945, Alemania era un vasto desierto tras su bombardeo intensivo, que se cobró cientos de miles de víctimas. Y Japón, con sus ciudades arrasadas y su economía completamente arruinada, estaba tratando desesperadamente de negociar una paz con los Estados Unidos2. Las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki no estaban destinadas a poner un punto final: se planearon cuidadosamente como un comienzo. Era el punto de partida de una nueva política global basada en el holocausto nuclear de la humanidad como principio constituyente de una hegemonía mundial única y absoluta.

II. Las estrategias mediáticas del terror En los primeros meses de aquella guerra de los Balcanes una amiga me escribió desde Zagreb: “Por

las noches hacen sonar las sirenas de alarma anunciando bombardeos aéreos. Salgo aterrada de mi casa para protegerme en refugios improvisados. Allí me encuentro con rostros angustiados, niños y ancianos llorando, desesperación y miseria. Cada día se repite el mismo ritual. Pasadas dos o tres horas, las mismas alarmas anuncian que el peligro ha pasado. Entonces regreso a mi apartamento,

2 The Pacific War Research Society, The Day Man Lost. Hiroshima, 6 August 1945, Kondansha International, Tokio, Nueva York, Londres, 197z. Kai Bird y Lawrence Lifschultz (eds.). Hiroshima's Shadows, op. cit.

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fatigada y deprimida. Tengo la certidumbre de que una y otra vez estas alarmas son falsas, que las han lanzado con el solo propósito de patrocinar el odio a los serbios y provocar la consiguiente adhesión al nacionalismo fascista de Tudjman. Al llegar al apartamento enciendo la televisión. Lo hago con un gesto maquinal y absurdo. Como si esperara darme cuenta de una vez por todas de que mi desesperación era real y no estaba enloqueciendo. Pero en las pantallas de televisión me encontraba con los rostros de siempre, los mismos locutores de siempre, repitiendo como sonámbulos las con-signas patrióticas de siempre...”.

El potencial totalitario de los medios electrónicos de comunicación, claramente anunciado por los

intelectuales europeos que habían huido del nacionalsocialismo y del comunismo a mediados del siglo pasado, fue ocultado en las décadas del Postmodern bajo el sex appeal de paraísos virtuales, ciudades textuales y sujetos vacíos, en una monótona letanía de edades posthumanas y modernidades líquidas, virtuales o híbridas. En algún momento impreciso e imperceptible, sin embargo, esa orgía de simulacros financieros y electrónicos llegó a su justo término. Primero fue la guerra de los Balcanes. Una guerra que, con sus prácticas impunes de limpieza étnica, segregación religiosa y brutal autoritarismo, puso en entredicho las utopías blandas de un multiculturalismo corporativamente definido. Y que desenmascaró las serias limitaciones de las utopías recién expuestas sobre la acción comunicativa asociada con la televisión, el video o internet. Por todo lo demás, en la crisis de los Balcanes todos pudimos comprobar a flor de piel el sistema de control y movilización que las pantallas virtuales ocultaban realmente. A una escala relativamente limitada se pusieron en evidencia los dos momentos constitutivos de los totalitarismos modernos: el monopolio de la información, el control integral del espectáculo electrónico por corporaciones, organismos militares y élites gobernantes, por una parte, y el terror sobre los pueblos, bajo la forma de progromos, amenazas y vigilancias sobre la sociedad civil, y bajo la forma de guerras.

A esa guerra le siguieron otros dilemas terminales de la condición postmoderna. El Sexgate fue uno

de ellos. Este caso Clinton-Lewinsky fue paradigmático como evento electrónico y escándalo virtual, y brindó además la primera oportunidad histórica de un uso masivo de las redes de internet en torno a un paquete mediático de alto potencial comercial. Pero el escándalo sexual del presidente de los Estados Unidos también reveló que la desrealización electrónica del sujeto moderno no borraba enteramente la elemental estructura de hipocresía sexual y pobreza erótica en un postmodern al mismo tiempo puritano y corrupto. Y algo mucho peor que eso. Este evento político-pornográfico señaló de una manera rotunda y grotesca la volatilización espectacular de la democracia y la atomización micropolítica de los conflictos globales de la aldea electrónica. Ambos fenómenos son por otra parte inseparables entre sí. Al tiempo que la política se ha degradado en la aldea electrónica a una sucesión interminable de imágenes fútiles y a una letanía inexpresiva de estadísticas insignificantes, la realidad social se desintegra en una serie indefinida de conflictos que en su presencia fragmentaria y parcelaria resultan incomprensibles y en consecuencia irresolubles.

El Sexgate global de Clinton y el diseño local de microidentidades nacionalistas en la guerra de los

Balcanes son dos modelos que, no obstante sus diferencias, reproducen una misma estructura elemental. En ambos casos se trata de una configuración performática del acontecer político como evento electrónico. Y en ambos casos el sujeto postmoderno fue eliminado existencial y cognitivamente por las agencias y agentes corporativos o militares bajo la trivialidad semiótica de sus comodificadas pantallas.

La guerra de Irak ha brindado nuevos ejemplos de complicidad neobarroca entre el espectáculo y el

escarnio de la aldea global. Sus agentes corporativos reales se han encubierto bajo el logo de espectrales coaliciones de fuerzas aliadas. Sus motivos estratégicos y económicos se ocultaban bajo una serie de fantasías electrónicas delirantes. La guerra se hacía por culpa de la ausencia de democracia en Irak. O invocaba absurdas armas de destrucción masiva que solo produce, posee y utiliza el ejército norteamericano. Su ilegitimidad desde el punto de vista de derecho internacional se ha camuflado bajo sonoros eslóganes paranoicos de cruzadas de la libertad. Al mismo tiempo, sus estrategias militares esgrimían verdaderos instrumentos de destrucción masiva cuyas víctimas directas o indirectas eran la población civil: bombas de fragmentación y misiles de uranio empobrecido. Y sus estrategias políticas se han construido a partir del confinamiento generalizado de la sociedad norteamericana tras imaginarios escudos antiterroristas y la vigilancia electrónica integral de una vida privada bombardeada intensivamente con propaganda de guerra, consignas fascistas y campañas antiislámicas.

Desde el 11 de septiembre de 2001, los medios de comunicación no han cesado de alimentar una

amenaza terrorista difusa y abstracta sobre la sociedad civil norteamericana, y por extensión sobre la masa electrónica de la aldea global. Una propaganda terrorista/antiterrorista que ha llegado a los extremos más absurdos, como ese aviso que hoy auguraba tal puente o edificio de Manhattan como objetivo inmediato de ataques fantasma, para ocultar bajo su inducida histeria colectiva los paisajes reales de destrucción de Bagdad, y que volvía empezar al día siguiente con otros peligros quiméricos

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tras los que apantallaba nuevos crímenes contra la humanidad. Tanto en el plano doméstico como en el internacional, los canales mediáticos han movilizado discrecionalmente a la masa electrónica hacia los espacios virtuales de control informativo, comercial e institucional. Y ha acabado por legitimar bajo esas prácticas un fabuloso aparato totalitario global: inspección automática de la comunicación electrónica, vigilancia telemática de los espacios públicos, censura de los medios de comunicación, y de los espacios de expresión social y académica, y suspensión de los derechos civiles.

III. Guerra nuclear y biológica Es una ironía, o un amargo sarcasmo, que Ground Zero, el nombre del cráter que dejó la primera

bomba atómica en la ciudad de Hiroshima, haya sido adoptado, nadie sabe muy bien cómo, por el cráter que abrió el ataque de la Yihad contra el World Trade Center de Manhattan. En el mismo sentido, pueden señalarse otras paradojas. Ambos ataques estaban atravesados por una voluntad apocalíptica de destrucción absoluta. Ambos señalan respectivamente el comienzo y la culminación del sueño imperial de los Estados Unidos. Ambos representan un mismo grado cero de la historia. Hiroshima Ground Zero y Ground Zero Manhattan tienen en común el ser lugares de destrucción y de muerte. Espacios vacíos de sacrificio humano en aras a un poder absurdo.

Pero la muerte de cientos miles de humanos en Hiroshima y Nagasaki por efecto de la explosión y de

la subsiguiente radiación coincidió con la condena universal de la guerra nuclear, mientras que Ground Zero Manhattan ha sido elevado a altar sacrificial para santificar la guerra global indefinida como triunfo apocalíptico de la libertad en una era de caos social mundial, de diseminación de armas atómicas, de destrucción ecológica a escala masiva y de la muerte de millones de humanos bajo los imperativos de un concepto de desarrollo que es social y ecológicamente insostenible.

Esta clase de comparaciones puede llevarse hasta el extremo de sus armas respectivas. La guerra

nuclear elevó el principio de una destrucción total de la vida con efectos irreversibles para la reproducción humana y el ecosistema. Por lo menos dos de las estrategias centrales usadas en las guerras contemporáneas “contra el terrorismo” resumen este mismo principio: el uranio empobrecido y los agentes químicobiológicos, experimentados respectivamente en las ciudades iraquíes y afganas, y en las aldeas indígenas de la selva amazónica.

El uranio 238 es un residuo tóxico extraído del uranio 235, usado en los reactores y en las armas

nucleares. En 1980 existía un billón de toneladas de este material tóxico en los Estados Unidos. Fue entonces cuando los ingenieros militares descubrieron su posible uso como metal denso en la producción de misiles y proyectiles. Muchos de estos misiles constituyen un cóctel nuclear, entre cuyos metales radiactivos se incluye el plutonio. Son verdaderas bombas nucleares sucias. Durante la guerra de Irak de 1991 se lanzaron 980 toneladas de este desecho letal, según datos facilitados por el New York Times. En los Balcanes se arrojaron cien toneladas. Las bombas de uranio empobrecido son la probable causa del aumento exponencial de cánceres en el área de Viques, la central militar norteamericana en Puerto Rico donde fueron experimentadas. El óxido del uranio empobrecido es un polvo microscópico de alta toxicidad: su inhalación ha generado porcentajes escalofriantes de muertes por leucemia, y un aumento exponencial de las enfermedades de cáncer en las regiones de Irak en las que fueron utilizadas. De acuerdo con UNICEF, entre 2001 y 2003 han muerto diariamente ciento sesenta niños porque los medicamentos adecuados para el tratamiento de cáncer en esas regiones contaminadas estaban vetados en el paquete de sanciones impuestas por las fuerzas aliadas3.

Los micoherbicidas son un arma bioquímica que produce sustancias tóxicas destructivas para la

planta de la coca, pero también para cultivos como el tomate, el achiote y la papaya, con efectos letales para los animales y la población humana. Originalmente descubiertos en la Unión Soviética como la causa de una muerte accidental masiva por envenenamiento con centeno atacado por el hongo Fusarium, en las décadas de 1980 y 1990 fue aislado en laboratorios de la CIA y utilizado en fumigaciones aéreas militares en Perú, Ecuador y Colombia. El efecto de estos tóxicos tiene una longevidad aproximada de cuarenta años y disminuyen radicalmente la capacidad reproductiva de la tierra. Su uso masivo se recomienda en el paquete financiero y militar del Plan Colombia. Pero el Fusarium no es más que uno de los posibles agentes de destrucción ambiental y subsiguiente desplazamiento de la población indígena que se han usado o pueden utilizarse indistintamente por fuerzas militares, paramilitares o terroristas. Se han desarrollado otros virus o insectos predadores genéticamente tratados para su aplicación militar, junto a tóxicos químicos de efectos igualmente letales para la fauna y la flora.

De acuerdo con una declaración de asociaciones civiles y de derechos humanos enviada al Senado

de Colombia el año 2000, en las zonas con cultivos ilícitos de Colombia se han aplicando por vía aérea

3 Depleted Uranium Watch (www.stopnato.org.uk/du-watch/index.htm)

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la mezcla Roundup Ultra, que contiene el herbicida glifosato, más otro surfactante denominado Cosmo-Flux 411F. La concentración de glifosato en esta mezcla puede ser veintiséis veces mayor que la recomendada en los Estados Unidos, y el Cosmo-Flux 411F puede cuadruplicar su acción biológica, incrementando de manera dramática los efectos tóxicos agudos de contacto, así como la penetración y acción sistémica del glifosato. Tal es la capacidad destructiva de la dosis de la mezcla utilizada en Colombia que puede intoxicar y hasta matar a rumiantes. A esto se añade algo más perverso todavía: las avionetas que diseminan estos tóxicos pasan entre seis y doce veces fumigando el mismo campo, según denuncia la Defensoría del Pueblo.

En una protesta firmada por una amplia serie de asociaciones civiles y personas físicas, y dirigida a

la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas se dice a este propósito: “Desde diciembre de 2000, con la primera fase del Plan Colombia, se han arrojado toneladas de agroquímicos sobre más de 50000 hectáreas localizadas en Putumayo, Caquetá, sur de Bolívar, norte de Santander, Huila y Guaviare. Buena parte de esas fumigaciones aéreas se hace sin la menor consideración hacia sus efectos en humanos, cultivos de alimentos, animales domésticos, bosques, fuentes acuíferas y áreas de gran importancia ecológica. Se trata en realidad de verdaderos bombardeos contra comunidades y culturas milenarias y la biodiversidad amazónica”.4

El uso masivo de estos agentes biocidas no tiene por objeto la eliminación del cultivo de la hoja de

coca. Las declaraciones oficiales en el sentido del fracaso de la implementación de estas técnicas son tan conocidas a este respecto como obvias e hipócritas. Con el argumento de combatir la oferta de drogas ilegales, y golpear las finanzas de mafias y grupos irregulares, estos agentes bioquímicos se utilizan en la práctica como verdaderos instrumentos genocidas. Diversas organizaciones civiles de Perú, Colombia y Ecuador han elevado sus protestas a los gobiernos europeos y norteamericanos contra la implementación de agentes bacteriológicos y bioquímicos como Fusarium oxysporum y Pleospora papaveraceae para proteger las zonas petroleras en la región, limpiándolas de sus poblaciones. Esta resistencia civil contra la guerra química y biológica perpetrada en la región amazónica, como parte del paquete de medidas de la guerra global, considera necesario un enfoque social del problema, y técnicas manuales democráticamente controladas de destrucción de los cultivos ilícitos, así como su sustitución por cultivos alternativos en un proyecto social y ecológicamente responsable, que precisamente no coincide con los intereses industriales corporativos, ni con las estrategias de las agencias militares y paramilitares que los protegen.

Poner de manifiesto estas prácticas criminales, y la connivencia de instituciones estatales y globales

con la racionalidad de una destrucción terminal del habitat amazónico que afecta a millares de personas y al equilibrio de la bioesfera constituye hoy una responsabilidad intelectual ineludible. Tanto más cuanto la implementación de estas estrategias va en aumento, bajo la cobertura de cínicas retóricas antiterroristas y la censura informativa.

Pero no es menos importante la reflexión sobre el significado de estos medios de aniquilación

pensando en la configuración de nuestro futuro histórico. La naturaleza de las armas es la expresión profunda de la civilización que las implementa: ¿cuál es el significado de estos sistemas de destrucción que coinciden con las experiencias más avanzadas de investigación en la ingeniería y en la biología, y que solo son posibles gracias a la organización corporativa, a la vez militar e industrial, de la tecnociencia postmoderna?

IV. El espectáculo de la destrucción Nuestra edad histórica se define en nombre de los valores universales del progreso tecnocientífico y

económico, los derechos humanos o la democracia. Pero el acontecer real nos confronta con un progresivo deterioro ecológico, una pobreza creciente, el control electrónico sobre la vida individual, y una regresión espiritual de la humanidad. Calentamiento global y degradación espectacular de la comunicación social, empobrecimiento económico masivo y extensión global de las llamadas guerras de baja visibilidad, o de invisibilidad completa, cierran un cuadro histórico angustiante. Esta situación de crisis se ha trivializado bajo los eslóganes académicos del “final de la historia”, “choque de civilizaciones” y una terminal “edad posthumana”. Es, en efecto, una situación global extrema, en la que las más altas cimas del desarrollo tecnoindustrial confluyen en un estado de desintegración generalizada de la humanidad.

4 “Cultivos ilícitos y guerra biológica. En defensa de los derechos de las comunidades y la biodiversidad, Red de Acción en Plaguicidas y sus Alternativas para América Latina - RAP-AL”. Compilado por: Elsa Nivia de RAPALMIRA-Colombia y editado por Luis Gomero de RAP-AL Andino, diciembre de 2001 (www.mamacoca.org/index.htm).

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La metáfora de un Ground Zero bajo cuya lógica de destrucción, sacrificio y supremacía imperialista yace hoy una humanidad fracturada socialmente, e intelectualmente desesperada o adormecida, describe perfectamente esta situación global.

Para quienes sobreviven en las situaciones extremas de pobreza y violencia a lo ancho del llamado

Tercer Mundo, esta condición histórica terminal resulta una constatación simple e inmediata. He cono-cido hombres y mujeres indígenas en las inciertas fronteras entre Ecuador, Colombia y Perú que pueden narrar de primera mano la experiencia de extorsión brutal, tortura y asesinato a los que sus abuelos habían sido expuestos por las compañías transnacionales del caucho, a comienzos del siglo pasado. Cuyos padres han vivido los rigores de guerras regionales organizadas por sucesivos gobiernos corruptos bajo los intereses de corporaciones globales. Y cuyos hijos sufren hoy la violencia terrorista que practican conjuntamente guerrillas, paramilitares y militares locales, con la supervisión de los agentes de la guerra global, siempre bajo el mismo propósito de ampliar los territorios y los beneficios de las compañías coloniales. Para estos hombres y mujeres no existe progreso, ni derechos humanos, ni alternativa de supervivencia. El acoso financiero, político y militar reduce sus vidas a la misma categoría de material de desecho que el fascismo europeo empleó para designar sus opera-ciones de genocidio explícito sobre las poblaciones judías, gitanas o eslavas de Centroeuropa en los años en torno a la II Guerra Mundial.

La perspectiva sobre el futuro que arrojan estos cuadros sociales es simplemente aterradora.

Presupone que una fracción creciente de la humanidad tiene que ser excluida del derecho a la supervivencia, ya sea en términos monetarios, sometiéndoles a políticas corruptas y economías de expolio, o bien bajo las restricciones, cada día más extremadas, al acceso social de los recursos naturales más elementales, como agua, tierra y aire no contaminados. El principio de esta exclusión ya ha sido formulado por las políticas y las élites de las grandes corporaciones y organizaciones militares mundiales a lo largo del 2003. Y se ha hecho precisamente en los foros y las cumbres de las Naciones Unidas.

La consecuencia última de esta lógica posthumana es la proliferación de la violencia. Una violencia

que se manifiesta en primer lugar bajo formas cada día más desesperadas de resistencia suicida de quienes no tienen otra alternativa que morir o matar. Pero que es inherente asimismo a la producción de la industria cultural de Hollywood o a las innovaciones tecnológicas de la industria militar de Los Angeles. Y lo que es todavía peor: ninguna de las expresiones de esta violencia constituyen un obstáculo real para el desarrollo de las economías corporativas: son más bien su principal incentivo mediático, cultural, económico y científico.

De ahí la declaración trivial de la guerra global. En palabras de Donald H. Rumsfeld: “Estamos

comprometidos con algo que es muy, muy diferente de la II Guerra Mundial, de Corea, Vietnam, de la guerra del Golfo Pérsico, de Kosovo o Bosnia. Muy diferente de la clase de cosas que la gente piensa cuando escucha las palabras guerra, campaña o conflicto”. La violencia generada por un desarrollo económico social y ecológicamente insostenible permite redefinir la guerra como aquel sistema naturalizado de destrucción imprescindible para la generación de nuevos mercados, la imposición de nuevas deudas y el expolio de nuevos recursos energéticos, y ofrecer al mismo tiempo el espectáculo de esta lógica terminal como un entretenimiento privilegiado para la masa electrónica de los elegidos: la aldea global.

V. Cambio histórico La conciencia de vivir en una situación histórica extrema es inseparable de una voluntad de cambio.

Definir este cambio histórico es una tarea compleja que depende de nuestras constelaciones culturales y políticas, de nuestros medios tecnológicos y económicos, así como de la existencia de una conciencia colectiva esclarecida. Pero podemos formularlo provisionalmente a partir de tres constituyentes que definen la crisis civilizatoria de nuestro tiempo: primero, la destrucción de la biosfera; segundo, la eliminación de las memorias culturales; por último, el nihilismo, el principio ético y epistemológico autodestructivo que alimenta nuestro presente histórico.

Nos preguntamos por el deterioro de los ambientes naturales y sociales en los que vivimos. Nos

preguntamos por la creciente degradación de las condiciones biológicas de nuestra supervivencia bajo una industria cada día más poderosa y una racionalidad económica cada día más agresiva. Nos preguntamos por una eliminación continuada y sistemática de culturas y memorias culturales, y la correspondiente desintegración de los pueblos históricos.

Sabemos al mismo tiempo que la desaparición de los hábitats naturales y la consiguiente ruina de

grandes grupos poblacionales no es un factor relevante para el concepto hegemónico de un desarrollo económico que carece de fines éticos y sociales. Esta indiferencia social de la racionalidad civilizadora

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y sus agentes buroráticos posee por lo demás una larga historia política, teológica y filosófica. Para las estrategias de conversión y colonización del imperialismo teocrático la eliminación de memorias y dioses históricos se definía programáticamente como condición de su expansión militar y económica. La racionalidad tecnocientífica se funda en un principio de productividad que desde sus orígenes en el Siglo de las Luces ha sido indiferente a sus consecuencias ecológicas y sociales. La destrucción de memorias lingüísticas ha sido, junto a la eliminación de conceptos de equilibrio ecológico del humano y el cosmos, la condición epistemológica elemental del concepto racional de verdad desde Francis Bacon hasta la moderna tecnociencia industrial.

Esta eliminación de los hábitats naturales e históricos ha alcanzado a lo largo del siglo XX su

expresión definitiva bajo dos estrategias complementarias: por una parte, a través de las guerras y la expansión industrial; por otra, mediante la suplantación de las memorias y vínculos culturales con la naturaleza por los iconos y las normas de la cultura industrial. La eliminación de las comunidades judías europeas, las bombas incendiarias que arrasaron las ciudades históricas de Japón, la sistemática persecución y destrucción de los centros espirituales de China, Vietnam o Camboya, el incendio de las bibliotecas islámicas de Sarajevo y de Bagdad en la era de la guerra global, o la destrucción de culturas y hábitats milenarios “tribales” con herbicidas en Colombia y Ecuador son momentos de una y la misma racionalidad económica y política, independientemente de su legitimación bajo ideologías fascistas, comunistas o neoliberales. Paralelamente a estos procesos de deterioro y destrucción tiene lugar la implementación comercial, electrónica y administrativa de culturas y memorias corporativamente diseñadas. Hollywood, Disneyland, Guggenheim y Las Vegas son sistemas normativos de memorias y culturas diseñadas, producidas y distribuidas comercial y mediáticamente como espectáculo global. Su función última consiste en la suplantación de la naturaleza y de las memorias culturales por réplicas arquitectónicas, representaciones icónicas y semiologías digitalizadas intelectualmente empobrecidas y estéticamente degradadas. Y el triunfo político de un nuevo colonialismo del espectáculo.

Preservar, resistir, restaurar y recuperar son las acciones y estrategias necesarias frente a este

proceso de invasión, colonización y destrucción ecológica y cultural. Pero recuperación de las memorias, comunidades y sistemas eco-culturales no quiere decir lo mismo que restauración arqueológica o taxonomización filológica. Mucho menos puede reducirse a las tareas de reproducción y almacenamiento museal o digital de memorias, o de su ficcionalización en la industria cultural. Más bien debe plantearse esta recuperación de las memorias y tradiciones culturales como una serie de medidas complejas encaminadas a defender los medios sociales y las condiciones naturales que constituyen su soporte material, social y espiritual al mismo tiempo.

Es preciso resistir a la invasión semiótica permanente de los espacios públicos y la vida privada por

parte de la industria cultural, desde el turismo hasta las cadenas corporativas de televisión. Pero también es necesario regenerar conciencias comunitarias, restablecer vínculos humanos solidarios y restaurar las formas no depredadoras de relación productiva con la naturaleza que han sido minados en el proceso expansivo de la civilización industrial. Para ello es preciso abrir amplios espacios libres para la comunicación y la innovación sociales en los que la creación de nuevos lenguajes artísticos, los movimientos sociales autónomos, y el desarrollo de tecnologías ecológica y socialmente responsables desempeñan un papel protagonista.

La historia de la arquitectura, por ejemplo, proporciona a este respecto algunos modelos

elementales. En el palacio árabe y la casa japonesa la naturaleza, bajo las metáforas del jardín y el paisaje, ha constituido durante siglos un centro espiritual de primordial importancia, con una función explícitamente educadora. Lo ha sido también en la utopía de la ciudad democrática concebida por Gropius en la Bauhaus de los años de Weimar y Dessau. La integración del paisaje en el centro de la ciudad moderna es uno de los motivos revolucionarios de la concepción urbanística y arquitectónica de Lucio Costa, Oscar Niemeyer y Roberto Burle Marx en el contexto de una cultura tropical. Estos y otros modelos semejantes constituyen un punto de partida necesario para la redefinición no solo del diseño arquitectónico y de la ciudad. Suponen al mismo tiempo modelos de una posible humanización de las culturas a escala global.

En un sentido semejante deben recordarse grandes hitos del humanismo moderno. Mencionaré solo

tres y a título de modelos interpretativos: Jehudah Abrabanel, Giordano Bruno y el Inca Garcilaso. Abrabanel fue un filósofo que recogió las tradiciones místicas de la cábala y de la filosofía árabe. Bruno fue un metafísico que trazó un original diálogo entre la nueva ciencia inaugurada por Copérnico, la espiritualidad mística judía y las tradiciones antiguas de las filosofías herméticas. El Inca Garcilaso reconstruyó el cosmos de los incas y sus valores sociales y ecológicos a partir del universo religioso, metafísico y poético de la espiritualidad judía. Podrían y deberían mencionarse en este contexto otras voces más contemporáneas, en el pensamiento lo mismo que en las artes, pero quiero limitarme a señalar lo que considero el centro espiritual de este humanismo crítico.

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Menciono a estos filósofos en primer lugar como testimonios de un mundo dividido por las guerras de religión y el colonialismo moderno en el siglo XVI. Y los menciono como figuras de un pensamiento marcadas por la resistencia intelectual frente a los poderes absolutistas de las monarquías y los imperialismos cristianos europeos. Abrabanel huyó del antisemitismo inquisitorial. Bruno fue víctima del despotismo eclesiástico de Roma. El Inca era un exiliado del imperialismo teocrático cristiano. Estos tres filósofos formularon un mismo proyecto metafísico y político elemental. Su punto de partida era la concepción armónica del existente humano y el cosmos, y una definición metafísica de la unidad del ser. Todos ellos fundaron este sistema metafísico en la restauración y reformulación de una pluralidad de fuentes y tradiciones históricas heterogéneas. En sus obras construyeron un diálogo conceptual entre tradiciones religiosas y metafísicas antiguas, desde el hermetismo egipcio hasta los cultos astrales de los incas. Su pensamiento se configuró a lo largo de un diálogo innovador entre las tradiciones filosóficas de Grecia y el judaísmo, del islam y el cristianismo.

Menciono estos ejemplos, en un caso filosóficos o en otro urbanísticos, no como teorías o cuerpos

doctrinarios, sino como modelos históricos de un pensamiento alternativo al logos destructivo de la civilización occidental, tal como se manifestó a lo largo de sus empresas imperiales en el siglo XVI, y a lo largo de su expansión industrial en el siglo XX.

Queda abierto el tercer dilema: la pregunta por el vacío que atraviesa nuestro presente histórico,

que se pone hoy de manifiesto bajo las más variadas expresiones, desde el empobrecimiento de la experiencia humana bajo la hegemonía de los medios de comunicación, hasta los fundamentalismos de todas las especies. El mismo vacío ha atravesado los discursos neoliberales de la globalización.

Francis Fukuyama describió una situación mundial colapsada bajo el poder absoluto de las

corporaciones y la ausencia de un auténtico proyecto social en el mundo moderno. Y llamó a esta constelación terminal “final de la historia” con el mismo triunfalismo trivial de los happy ends de la industria cinematográfica de Hollywood. Samuel P. Huntington formuló su última consecuencia: la naturalización de los conflictos económicos y sociales generados por las políticas imperiales del Primer Mundo en nombre de una primitiva categoría de “choque de civilizaciones”5. Bajo sus signos apocalípticos el postmodern tañía las campanas de sujetos deconstruidos, la muerte del artista y el intelectual, o el final de la filosofía en el bazar de veleidades de una cultura integralmente administrada.

Pero es la guerra, es el espectáculo prodigioso de la capacidad letal de las tecnologías

contemporáneas, lo que pone de manifiesto el profundo nihilismo de nuestro tiempo. Son las guerras, en su doble dimensión de espectáculo del poder científico, industrial y militar, y principio de ani-hilación terminal, las que definen precisamente el vacío de nuestra edad histórica. Su expresión extrema, la guerra biológica y nuclear, representa el concepto puro de un progreso que carece en sí mismo de sentido y más bien pone de manifiesto la estructura de un ser-para-la-muerte como principio constituyente de la civilización moderna.

Romper esta lógica terminal quiere implica afirmar el carácter único y absoluto de la existencia

humana. Implica afirmar el carácter inalienable de sus cultos y sus culturas, de sus memorias culturales y de sus formas de vida. Implica afirmar la unidad y la armonía fundamentales del existente humano y el cosmos. Significa la afirmación del ser.

Esta defensa del ser es la tarea que ha definido el humanismo bajo sus expresiones históricas, tanto

religiosas como filosóficas. Y es la tarea que debe definir una nueva figura de humanismo adecuado a nuestra condición epocal de crisis y desesperación. Es un humanismo radicalmente distinto de sus expresiones científicas ilustradas tal como han sido formuladas de Bacon a Husserl, y radicalmente distinto del historicismo progresista moderno formulado sucesivamente por Condorcet, Compte y los administradores de los bancos mundiales. Se trata además de un humanismo que tiene que emanciparse del doble legado negativo del humanismo europeo: la quimera occidentalista y su logocentrismo. Un humanismo, en fin, que debe redescubrir las tradiciones filosóficas y místicas judías e islámicas que lo originaron. Y que, al mismo tiempo, tiene que abrirse al diálogo con las concepciones del mundo orientales, con las religiones y cosmologías africanas y americanas, con las enseñanzas sobre el ser y la plenitud humana desplegadas por las filosofías del hinduismo, el budismo y el taoísmo. Un humanismo que debe redefinir asimismo los valores republicanos de democracia, solidaridad e igualdad humanas que inauguraron las grandes revoluciones seculares modernas.

5 Samuel P. Huntington, The Clash of Civilizations and the Remaking of the World Order, Simon & Schuster, Nueva York, 1996, pp. 207 y ss.

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Espectáculo La existencia sitiada, I - Espectáculo, 2006. 1. La mirada vacía

Hemos presenciado escándalos, guerras, catástrofes. Alguna vez hemos enunciado la proposición:

“He visto la liberación de Bagdad.” O la sentencia: “El abuso sexual del pop star es intolerable.” Construcciones gramaticales espurias. ¿Quién es ese yo que ha visto la tortura en las prisiones de

Abu Ghraib? ¿Cómo percibe la realidad de la destrucción de las selvas tropicales y el calentamiento global? ¿Qué significa “experiencia de la realidad en los medios electrónicos de comunicación”?

“He visto la guerra...” El campo sensorial de mi percepción ha sido preconfigurado por los softwares

electrónicos y los formatos estéticos de la pantalla de televisión y de Internet. No puedo tocar, ni oír, ni sentir la presencia de los seres en un espacio y tiempo vividos. La realidad producida y diseminada por los medios electrónicos excluye toda posibilidad de contacto sensible con lo existente. Tampoco se puede establecer una relación reflexiva entre la percepción visual de una noticia y sus efectos emocionales, individuales o colectivos. La misma posibilidad de una conexión e integración entre la percepción sensorial, el reconocimiento emocional y la comprensión intelectual desaparece sin traza. No puede constituirse un sentimiento de la realidad, ni en un sentido cognitivo o moral, ni estético o espiritual. Se llaman medios de comunicación, pero la ausencia de un efectivo contacto con los seres en el acto de consumir paquetes mediáticamente programados define a esos medios como instrumentos de reducción sensorial, privación emocional y empobrecimiento intelectual de la experiencia humana.

“Yo he visto...” Sujeto gramatical incierto. Sólo el monitor funge como sistema trascendental de

clasificación esquemática de los datos sensibles, decodificación categorial y jerarquización de los signos de una realidad íntegramente prediseñada. Sólo el sistema electrónico asume las funciones categoriales, cognitivas, volitivas y emocionales de una conciencia. Sólo las pantallas determinan las asociaciones metonímicas que configuran la personalidad individual en un sentido moral, intelectual y estético.

Espacio y tiempo se han convertido en dimensiones de la construcción del mundo cuyos referentes

están técnicamente predefinidos en el campo visual de la pantalla, a través de sus ritmos comerciales e informativos, en sus símbolos ¡cónicos y en la programación administrativa de los eventos electrónicos. La fragmentación de los flujos mediáticos, el carácter instantáneo y efímero de sus imágenes, informaciones y sonidos, y la subsiguiente aceleración y repetición indefinida de los átomos informativos entorpecen las funciones intelectuales asociativas autónomas y obstruyen la posibilidad de una unidad reflexiva de la conciencia individual. La semiología del shock, la producción y diseminación políticamente programada de ansiedades, así como las intensidades de gratificación narcisista controladas por el marketing definen otras tantas condiciones objetivas de inhibición reflexiva.

Digo “he visto” el Sex Gate y la subsiguiente liberación de Bagdad, pero lo que efectivamente he

visto en las pantallas son imágenes parciales, sistemas de signos y sus ritmos asociativos prediseñados, junto a intensidades emocionales sobreeditadas, y citas fragmentarias de la realidad coladas a slogans comerciales y propagandísticos. La edición de imágenes, comentarios y emociones confinan el campo de mi percepción emocional y categorial de lo que puedo ver y conocer, y de lo que efectivamente puedo ser en un tiempo-espacio electrónicamente diseñado. Aquella mediación hermenéutica, lingüística y cultural de la conciencia gramaticalmente constituida sin la que no es posible el acto individual y creador de pensar, ha sido reemplazada por el design semiológico, y por la organización técnica y corporativa de la información. Son sus subestructuras técnicas y lingüísticas las que constituyen el inconsciente institucional de la acción comunicativa electrónicamente preformateada.

“Yo he visto...” El verbo que designa el estado de distracción visual y percepción prerreflexiva

construido por el sistema de la comunicación electrónica no es “ver” en un sentido riguroso de la palabra. Para el chamán, ver es percibir de una manera a la vez sensorial y espiritual la realidad de lo existente y sus vínculos con las fuerzas cósmicas. Es la revelación sensible e inmediata de la realidad espiritual de las cosas en el medio de la unidad indivisible del ser. En la filosofía mística de lbn 'Arabí y en la filosofía neoplatónica del Renacimiento europeo la visión de un objeto sensible se eleva a la comprensión espiritual del ser perfecto y absoluto. La experiencia artística ha heredado esta visión espiritual de las cosas en obras como las de Wassily Kandinsky y Paul Klee. Para la ciencia moderna,

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ya sea Johannes Kepler, ya Leonardo da Vinci, la mirada cumple una función organizadora del espacio y el tiempo con arreglo a esquemas geométricos y relaciones matemáticas, y, al mismo tiempo, capta la perfección estética y espiritual de lo real, confundida con una armonía intrínseca del ser. La teoría romántica de la pintura unía la mirada constructiva de la perspectiva colorística y atmosférica con esa trascendencia espiritual bajo la categoría de lo sublime.

Ninguna de estas dimensiones de la mirada están comprendidas en la percepción de la realidad de

los mass media. La palabra adecuada para distinguir los límites de esta experiencia visual predefinida no es “ver”; es “to watch”. El verbo watching designa una función cognitiva que se reduce a una serie de percepciones sensoriales y respuestas psicomotrices elementales en lo fundamental irreflexivas y automáticas. To watch se confunde con una relación de contigüidad circunstancial entre el humano y los signos de su realidad electrónicamente prediseñada en la que están rigurosamente ausentes las funciones de concentración sensorial y de la memoria, de análisis lógico y juicio intelectual. Watching designa una mirada que no ve.

Yo: ficción gramatical de una conciencia lingüística y mediáticamente programada. Yo = Otro:

identidad impersonal electrónicamente construida como sujeto/objeto de la irrealidad de los medios. Nada permite la constitución de un sentido interior y exterior al flujo de imágenes que regula los ritmos muertos de su supervivencia.

2. Moción y deconstrucción

Los medios de comunicación electrónica modifican la estructura perceptiva y cognitiva del sujeto; configuran una nueva conciencia, diseñan las normas de conducta del nuevo humano y disuelven lo social y la política en el reino del espectáculo. Por eso podemos hablar de una política electrónica y una masa electrónica, de una conciencia electrónica y una “constitución electrónica de la realidad.” Por eso hablamos de una civilización electrónica.

Pero no son en primer lugar los paquetes mediáticos, los eventos electrónicos y las imágenes

virtuales, ni los valores mercantiles o propagandísticos inherentes a estos simulacros los que actúan como agentes configuradores de esta conciencia y esta civilización global del espectáculo. Ni la función de los mass media es la manipulación de la conciencia o del espíritu de la historia.

Los medios electrónicos no son un sujeto, ni se comportan como tal. Más bien constituyen un

sistema complejo de instrumentos, de softwares, poderes institucionales, agentes subalternos y códigos formales. Son estos aparatos, y sus formas jerárquicas espacio-temporales, los que operan como sistema constitutivo de la realidad electrónica. Son los códigos lingüísticos electrónicamente definidos los que constituyen subestructuralmente la nueva “forma cultural global” y los nuevos sujetos “posthumanos”. Son las propias técnicas de representación electrónica las que entrañan una sistemática descontextualización y recontextualización, deconstrucción e hiperdefinición de imágenes, sonidos, palabras.

Son las subestructuras performativas las que fragmentan la percepción, e inducen una dislocación y

transformación permanentes de lo real. Son, en fin, estas condiciones sistémicas las que configuran la experiencia humana más allá e independientemente de la censura corporativa supraestructural, los contenidos semánticos explícitos y las propagandas políticas que efectivamente filtran los flujos de información.

Las cámaras de vídeo instaladas en los misiles, las que han monitoreado su trayectoria letal en la

primera Guerra del Golfo Pérsico y en las guerras que le siguieron, ponen de manifiesto un modelo avanzado de performance electrónico de la realidad en este sentido. Su fundamento técnico es la identidad de los instrumentos de destrucción militar y de producción mediática de la realidad. Los formatos e imágenes de rayos láser que regulan la detección automatizada de objetivos y su eliminación prefiguran también los esquemas y formatos de nuestra mirada y nuestra conciencia. Nada ni nadie puede determinar dónde acaba el valor expositivo de estas imágenes digitales de objetivos militares -su función performativa y subjetivadora- y dónde comienza su efectivo trabajo como instrumento de destrucción y genocidio. El cometido letal de los aparatos y su performatización electrónica se confunden en el flujo continuo de informaciones digitales, consignas militares y slogans comerciales, en cuyo medio la conciencia individual se disuelve cognitiva y moralmente hasta su completa gasificación.

Dos principios formales rigen esta transformación de la experiencia y de la realidad de los medios: la

velocidad y la superrealidad. Movimiento, dinamismo, y sus efectos colaterales de desobjetivación y desmaterialización de lo real, por una parte, y ficcionalidad, hiperrealismo y superrealidad, por otra, definen la estructura trascendental de la producción técnica de la realidad en el espacio global de la

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comunicación electrónica; movimiento y superrealidad establecen las condiciones formales de los objetos y eventos electrónicos, sus límites perceptivos abstractos o hiperrealistas, y la propia configuración estética y social de la conciencia electrónica.

Pero la velocidad o el dinamismo, y la superrealidad o surrealidad, mucho antes que categorías

técnicas de la comunicación mediática, han sido postulados estéticos que las vanguardias artísticas del siglo 20 formularon como claves de la cultura industrial moderna. Filippo Tommaso Marinetti elevó el movimiento a categoría metafísica absoluta y programa estético radical de movilización global de la civilización bajo el horizonte histórico de la producción y la guerra industriales. Kasimir Malevich y el constructivismo ruso formularon programáticamente la consecuencia elemental de este principio general del dinamismo mecánico: la disolución de la forma, la desobjetualización de la realidad, su desmaterialización, y la evaporación general de lo existente. Los filmes de Walther Ruttmann o Dziga Vertov elevaron la categoría de moción a fundamento metafísico de la nueva realidad fílmica. La velocidad debía crear por sí misma una nueva factualidad virtual. Sergei Eisenstein la celebró como valor moral ligado a la revolución comunista. Fritz Lang la exaltó como postulado estético y organizativo de una futura civilización totalitaria y genocida.6

Las vanguardias pregonaron y preconizaron la guerra industrial, las movilizaciones militares y

urbanísticas de las masas humanas, y la construcción de la civilización maquinista como las fuerzas motrices de la nueva era industrial. Marinetti, Mondrian y Malevich fueron sus más distinguidos ejemplos. Pero lo importante no eran sólo los medios técnicos y políticos rudimentarios que tanto las vanguardias artísticas como políticas y militares tenían a su alcance en 1917 y en 1939 para cumplir esta utopía moderna. Lo más grave eran sus consecuencias. De acuerdo con los manifiestos de Marinetti, el último efecto de la dinamización de los lenguajes, las formas y los objetos era la deconstrucción metonímica de sus significados. La aceleración mecánica de las partículas atómicas resultantes de esta subversión lingüística, las “parole in libertó”, se comportaba como nueva arma poética con la que podía bombardearse la realidad hasta su total desintegración molecular. En última instancia, la eliminación de la experiencia y el final del humano se elevaban finalmente a expresión culminante de esta subversión semiológica.7

El proyecto de dinamización de los lenguajes que pudiera, al mismo tiempo, destruir su organización

semántica y lógica, y los liberase así de sus referentes, abarca una amplia serie de expresiones artísticas que incluyen desde los collages expresionistas y cubistas hasta los lenguajes automáticos en la poesía, la pintura y el cine surrealistas. La estética paranóica que propusieron al unísono Jacques Lacan y Salvador Dalí fue su expresión programática suprema. En sus propuestas formales y organizativas se anunciaba un proceso de fragmentación lingüística de la experiencia, de volatilización de las categorías y discursos, y, como su última consecuencia, la escisión de la conciencia. Junto a este proceso de disolución debía erigirse el mundo artificial de una segunda naturaleza, cuyas características eran a la vez oníricas y racionales, caóticas y sistemáticas. Esta conversión futurista y surrealista de la estructura objetiva de la realidad y de su experiencia individual es precisamente la que ha precedido y presidido la implosión de la aldea electrónica global.8

Se ha señalado que el flujo informativo de la pantalla está modulado por los ritmos temporales y las

intensidades emocionales de la propaganda comercial. Éste es solamente el aspecto más evidente de la cuestión; es sólo la expresión de la soberanía de las fuerzas económicas, sus ritmos y sus normas “sobre la sensibilidad y las costumbres”. Soberanía económica sobre la configuración formal de nuestra propia condición existencial, ecológica o social. Pero la velocidad comercialmente domesticada de los mensajes mediáticos obliga a fragmentar las imágenes visuales y los discursos narrativos, y a licuar sus límites y formas. La celeridad comprime las categorías y expresiones lingüísticas, y, en última instancia, fuerza a eludir cualquier intensidad reflexiva. El principio económico que rige en la comunicación electrónica de reducir la diversidad de ritmos vitales e intelectuales y acelerar mecánica y automáticamente la dispersión de átomos y flujos explica, en última instancia, la eficacia histérica y el sistemático empobrecimiento de los lenguajes mediáticos hasta los extremos de futilidad e irrelevancia que exhibe hoy el “newspeak” comercial y político (George Orwell).

Uno de los daños colaterales de la aceleración y fragmentación informativas es la

descontextualización de los signos. Se construyen y diseminan paquetes de realidad programadamente ilegibles. En la pantalla, desaparecen técnica y estéticamente los marcos sociales, políticos o culturales, sin los cuales resulta enteramente imposible comprender el signo de un conflicto social, la cita de una catástrofe o el video clip de un campo de batalla. La descontextualización, la 6 Kino-Eye, The Writings of Dziga Vertov (A. Michelson, K. O'Brien [eds.]) (Berkeley, Los Angeles, London: University of California Press, 1984), pp. 49, 57. 7 F.T. Marinetti, Les mots en liberté futuristes (Milano: Edizioni Futuriste, 1919). 8 Jacques Lacan, De la psychose paranoïaque dans ses rapports avec la personalité, suivi de Premiers écrist su la paranoïa (Editions du Seuil: Paris, 1975), pp. 385 y ss.

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desobjetivación y la desmaterialización de las imágenes electrónicas posibilitan, en consecuencia, un proceso complementario de recontextualización semiótica y recodificación discursiva de los mismos íconos que se efectúa bajo las normas retóricas y propagandísticas de las agencias corporativas de información y da como resultado la transformación discrecional de los significados.

3. La producción industrial de realidad El segundo principio constitutivo de la realidad mediática es una secuela del primero. La aceleración

y fragmentación de los discursos y las imágenes en la pantalla genera una devaluación general de los lenguajes culturalmente heredados, la degradación de la experiencia individual y la desintegración metonímica de los sistemas sociales autónomos de consensuación de la realidad. Al mismo tiempo, la deconstrucción mediática de los lenguajes establece las condiciones necesarias para la producción semiótica e industrial de una realidad suplementaria por derecho propio, una superrealidad integral o un sistema hiperreal del espectáculo global.

Una explosión reproducida por medio de imágenes de rayo láser, de texturas y formas abstractas y

objetualmente irreconocibles, poseen en virtud de su diseño computarizado, el significando emocionalmente reconfortante de una victoria militar aliada. Sus consecuencias destructivas se contemplan a través de un lenguaje de formas, colores y texturas anobjetuales. Ello permite asociar la destrucción con un proceso técnicamente sofisticado y promover en consecuencia una identificación tecnopatriótica. La misma explosión, vista en close-up y asociada con imágenes realistas de sangre, mutilaciones y muerte, significa un acto terrorista, y su correspondiente efecto sobre la conciencia electrónicamente diseñada es perturbador. Pero en ambos casos por igual el mensaje bloquea estructuralmente la posibilidad formal de su comprensión reflexiva en el marco de una experiencia intelectualmente consistente. Y en ambos, se suspende técnica y semiológicamente la posibilidad de una experiencia. Por lo demás, las secuencias de macabras escenas de sangre y desesperación se interceptan rítmicamente con spots de erotismo oral reprimido de los anuncios de Coca-Cola, seguidos del simulacro escatológico de comunión global a través del consumo simbólico de hamburguesas McDonald. Los valores del entertainment acaban por hibridizarse con los códigos ficticios de las sucesivas versiones de Star Wars, y ambos se formatean bajo los íconos heroicos del Pop art. Ficción y propaganda, genocidio y consumo, patriotismo y entertainment cierran un ciclo continuo e indiferenciado de imágenes, ritmos y signos en el que las fronteras éticas y cognitivas entre lo falso y lo legítimo, del fragmento y la totalidad, entre lo real o el delirio, se borran en el horizonte de la superrealidad electrónicamente manufacturada.

El intercambio y la transmutación de los significados de lo real y lo imaginario ha sido un motivo

reiterado hasta la náusea por la industria cultural y los aparatos académicos. En nombre de un hibridismo de sujetos y objetos superreales, se ha confundido la concepción chamánica del mundo con los efectos psicodélicos del Fractal-art, y las concepciones místicas y míticas del cosmos maya o inca se han mezclado en oscuros bricolages con los valores comerciales del realismo mágico. Todo esto se ha visto y revisto una y otra vez. Pero todo lo que desde una perspectiva esteticista se percibe efectivamente como indistinción objetiva entre lo real y el espectáculo, y como la verdad compulsivamente impuesta de slogans e imágenes mediáticos que no poseen ninguna realidad, y todo lo que desde ese mismo punto de vista subjetivo se contempla bajo el signo de la fascinación “mágica” del espectáculo global, todo eso posee una dimensión filosófica y política más profunda.

La configuración de los objetos como una realidad por derecho propio remite a dos momentos

constitutivos de la revolución estética de las vanguardias artísticas del siglo 20. El primero fue la conversión programática de la creación artística en producción de hechos y realidades a partir de los códigos semióticos de la abstracción, los medios de producción y reproducción mecánicas, y el diseño digital. Su principio fue formulado tempranamente por el poeta Guillaume Apollinaire en su manifiesto Les peintres cubistes, o por Piet Mondrian en su programa neoplasticista. Los postulados de esta metafísica estética y política eran simplísimos: arte no es mimesis y tampoco constituye experiencia. Se trata más bien de una realidad integralmente artificial, producida a partir de los signos puros de un lenguaje enteramente abstracto. El nuevo arte se elevaba a la dignidad metafísica del espectáculo, y el artista a poder demiúrgico de la creación semiológica del mundo a partir de la nada.9

El idealismo estético que las teorías neoplasticista, constructivista o suprematista comparten con la

ficción electrónica de los eventos mediáticos, ya sean campañas comerciales o performances militares, posee una ulterior raíz histórica: el concepto estético y político de obra de arte total formulado en el marco del romanticismo europeo. La nueva obra de arte de las vanguardias se erigía como realidad única, verdadera y absoluta en la misma medida en que era capaz de incorporar técnicamente todas las artes, todas las tecnologías performáticas del conocimiento y la sensibilidad, en la unidad absoluta 9 Guillaume Apollinaire, Méditations esthétiques, les peintres cubistes (Paris: Hermann, 1980), pp. 55 y 67.

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de espectáculo y espectador. La televisión y el Internet añaden a esta dimensión total de la obra de arte su efecto global sobre la masa electrónica y la subsiguiente instauración unilateral y automática de un consenso universal.

Pero la revolución ontológica de las vanguardias artísticas del siglo 20 tuvo una ulterior consecuencia

política: la evaporación de la realidad y de la conciencia y la construcción hiperrealista de una segunda realidad global bajo los signos programados de un entusiasmo individual o colectivo fueron los objetivos de la “Aufklärung” y la “Movilización espiritual” programáticamente formulada por Joseph Goebbels en el contexto del nacionalsocialismo europeo.10 El surrealismo (Dalí) estableció la subsiguiente transición del diseño y la producción de la cultura como obra de arte total y medio de movilización de las masas, a la concepción neoliberal de la cultura como segunda naturaleza a la vez sistemática, irracional y fetichista. Y la bautizó con el nombre de “simulacro”. La aldea global es la última manifestación de este principio metafísico y propagandístico de una realidad artística e industrialmente producida, y corporativamente diseminada como segunda naturaleza integral.11

En diciembre de 1989, las cadenas globales de televisión y la prensa internacional difundieron la

noticia de la existencia de fosas comunes en Timisoara. La exhumación de cientos de cadáveres frente a las cámaras de televisión puso de manifiesto globalmente la práctica de ia tortura y el asesinato por el régimen dictatorial que había imperado en Rumania hasta el final de la Guerra Fría. El día 22 de ese mismo mes, las agencias de información internacionales elevaban a 4.632 el número de cadáveres, víctimas del régimen de Caecescu. Al día siguiente, esta cifra mediática se había elevado a 10.000 y se acompañaba de toda clase de relatos realistas sobre éstas atrocidades. Se llegó a denunciar un genocidio de gran escala.

El espectáculo electrónico de Timisoara movilizó a la aldea global y precipitó el violento

derrocamiento del gobierno rumano en tiempo real. Unas semanas más tarde, sin embargo, se descubrió que la información sobre aquellas fosas comunes había sido un montage. Los mass media locales habían acumulado una serie de datos hipotéticos y fragmentarios que las cadenas corporativas reconstruyeron para conformar ruidosos packages informativos y las redes de la aldea global difundieron finalmente urbi et orbi como fraude universalmente consensuado. Y como tantas veces sucede, la revelación del engaño llegó demasiado tarde. Un día antes de la propagación de aquel evento, el 21 de diciembre, había comenzado la invasión militar de Panamá. Mientras se hipnotizaba a la masa electrónica global bajo los efectos emocionales y políticos del escándalo rumano, se había llevado a efecto un bombardeo de los barrios más populosos de la ciudad de Panamá con un balance mediáticamente intangible de centenares o miles de civiles muertos.

Timisoara no es un caso, es un modelo. Ejemplifican la producción electrónica de un acontecer

ficticio y sus efectos políticos, militares y sociales reales como momentos constitutivos de un mismo proceso de producción corporativa de la historia y la realidad. Señala, asimismo, un cambio cualitativo en cuanto a la función de los medios electrónicos de comunicación. Éstos, no cabe la menor duda, no fungen como extensión de nuestros sentidos; tampoco constituyen la mediación entre nuestra conciencia y lo real. A su misión tradicional como sistema controlado de representación y propaganda, y los subsiguientes usos tradicionales de falsificación, censura y manipulación de la opinión pública, se superponen sus funciones de diseminación de signos confusos, lenguajes falsificados, realidades deconstruidas y productos comerciales de una segunda realidad industrial integralmente administrada. “Se acerca el momento en que será posible sistematizar la confusión y aportar una contribución al descrédito de la realidad” había anunciado Dalí en su manifiesto Le surréalisme au service de la Révolution, para añadir a continuación: “los simulacros pueden adoptar fácilmente la forma de la realidad y ésta, a su vez, puede adaptarse a la violencia de los simulacros”. La pesadilla surrealista se ha convertido entre tanto en cruda realidad.12

El empobrecimiento semántico de los lenguajes y las imágenes, y la degradación de la percepción

sensible y emocional que los medios de comunicación inducen programadamente son algunos de los procedimientos rutinarios de esta ingeniería de la conciencia y de la concomitante transformación electrónica de la cultura. Los talk-shows e infomercials, la propaganda postpolítica, la contaminación moral generada por films de violencia y pornografía ligera, los valores de wealth and happiness a lo largo y ancho de la red comercial constitutiva de la masa electrónica de consumidores: esa es la clase de fuerzas que configuran normativamente la nueva cultura global. Los efectos masivamente catár-ticos que puede ejercer la difusión de una catástrofe natural o un partido de fútbol son aspectos centrales que imprimen un carácter propio a esta “realidad de los mass media”. La movilización global

10 Helmut Heiber, Goebbels Reden (Düsseldorf: Droste Verlag, 1971), vol. I, pp.82 y ss. 11 Salvador Dalí, La conquête de l'irrationnel (Paris: Editions surréalistes, 1935), págs. 12 y s. 12 Salvador Dalí, Oui: the paranoid-critical revolution: Writings 1927-1933; edited by Robert Descharnes (Boston: Exact Change, 1998), pp. 115 y ss.

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de la masa mediática hacia eventos electrónicamente diseñados y producidos, y el encubrimiento paralelo de conflictos y crisis reales, designan su última función.

4. La realidad totalitaria “No podemos conocer otra realidad que la realidad de los mass media”: una tautología.13 Sabemos

que los medios de comunicación editan, censuran, producen y difunden realidad electrónica; que usurpan el papel de sujeto trascendental constituyente de esta realidad; que actúan como un a priori espacio-temporal y como sistema categorial transubjetivo. Los medios de comunicación son instrumentos de imposición unilateral de modelos de percepción sensible de las cosas, y encierran los valores intelectuales y normativos de interpretación del mundo que ellos mismos performatizan, ponen en acto y en escena. Las redes de comunicación difunden globalmente esa realidad diseñada, producida y empaquetada como objetividad electrónicamente preconsensuada. Los media son el principio constitutivo de la realidad tout court: su monopolio categorial corporativo.

Pero este proceso de producción industrial de realidad significa algo más que una adaequatio

intellectus et rei electrónicamente cumplida. Es algo más que el delirio sacramental Pop del espectáculo político y comercial elevado a realidad única y absoluta. Significa algo más que la letanía de una realidad automáticamente producida e indefinidamente reproducida hasta el final de la his-toria. Este intachable absolutismo mediático oculta una serie de fraudes semánticos y escamoteos intelectuales, de falsificaciones emocionales y reducciones sensoriales unilateralmente operados, diseminados y consensuado a través de esos mismos medios.

La producción electrónica de realidad entraña la automación de la percepción sensorial, una

complementaria trivialización discursiva de la experiencia y la subsiguiente clausura de las condiciones formales de posibilidad de una reflexión individual capaz de integrar memorias profundas, tradiciones intelectuales articuladas y formas artísticas de expresión. El mundo de la pantalla aparece efectivamente como un sistema informativo perfectamente cerrado en sí mismo, una realidad prêt-à-porter que puedo asumir o ignorar, pero en ningún caso comprender en un sentido reflexivo.

La frase: “No puedo conocer otra realidad que la realidad de los mass media” también es trivial. Ya

los portavoces más radicales de la abstracción moderna, de Apollinaire a Mondrian y Malevich, habían predicado un idealismo absoluto según el cual el punto, el ángulo recto y el dinamismo de las masas abstractas debían convertirse en los fundamentos estéticos y ontológicos de un nuevo cosmos industrial. Dalí formularía más tarde el programa complementario de una producción masiva de simulacros artísticos capaces de desplazar o gasificar la experiencia humana a través de su poder retórico, y de suplantarla por medios artificiales de gratificación narcisista industrialmente controlada.

Esta fascinación por el mundo de ficciones técnicamente producidas y la liberación industrial de

deseos artificiales alcanzó en las décadas del postmodern las dimensiones de un verdadero éxtasis mercantil y electrónico multitudinario. La implosión mediática se celebró como la promesa cumplida de una restauración de la unidad entre el sujeto y el mundo. Por medio de sus redes infinitas se podía abrazar la realidad virtual de una nueva comunidad universal descentralizada, desjerarquizada, igualitaria y perfecta. Hiperrealidad e hipertextualidad, transubjetividad electrónicamente constituida y solidaridad virtual eran algunos de los slogans bajo los que estaba llamada a configurarse esta conciencia cósmica y la nueva comunidad global de los sujetos electrónicamente elegidos. En las pantallas del espectáculo se redimían los conflictos de la civilización capitalista, desde el calentamiento global a la guerra nuclear; se suprimía virtualmente el hambre de millones y desa-parecía hiperrealísticamente la violencia social, sin tenerlos que remover en el tiempo histórico y en un espacio real.

El Lissitzky, en sus programas suprematistas, ya había exaltado la antena de radio como el eje de

una nueva edad posthistórica presidida por las tecnologías de la guerra y la organización totalitaria de la sociedad.14 Goebbels proclamó el mismo principio vanguardista de una transformación total de la cultura. Marshall McLuhan dio un giro pragmático y banal al proyecto constructivista de una red electrónica universal al ligarla con el nuevo imperialismo nuclear y global bajo los constituyentes del satélite y el monitor de televisión. Todas las utopías de la comunicación electrónica han anunciado, de una manera u otra, el advenimiento de un nuevo reino apocalíptico a través del milagro mesiánico de la creación, difusión y administración electrónicas de realidad.

13 Niklas Luhmann, The Reality of the Mass Media (Standford, CA: Standford University Press, 2000), p. 1. 14 El Lissiztky, “Prouns”, en: Sophie Lissitzky, Et Lissitzky, Life, Letters, Texts, (London: Thames and Hudson, 1968), p. 347.

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En la década heróica del postmodernismo, Daniel Dayan y Elihu Katz anunciaron la conversión de la praxis política en acción comunicativa concebida como diseño mediático de eventos electrónicos en tiempo real. Su modelo eran las cumbres transnacionales performatizadas como representaciones ficticias a gran escala de neutralización de conflictos económicos, políticos y militares. El acontecimiento mediático utilizaba los instrumentos narrativos del espectáculo electrónico como medio transformador de la realidad o, más exactamente, como medio de negociación de intereses y poderes antagonistas. El análisis de dichos sociólogos ponía de manifiesto, paso a paso, la transición del diseño mediático al evento electrónico global, de éste a su plasmación en un contrato legal, y del contrato a su efectiva implementación institucional. La acción comunicativa se elevaba a las dimensiones trascendentes de una verdadera razón moral kantiana en el momento sublime de la transfiguración de los conflictos reales de la sociedad industrial en el verdadero orden semiótico de una virtual paz perpetua y global. Y la praxis política se redefinía como diseño de una ficción electrónicamente cumplida, la realización industrial de las ideologías en la era del “final de las ideologías” y el reino milenarista de una universal mentira.15

Una década más tarde se puso de manifiesto la falacia de este concepto de praxis comunicativa. En

la primera Guerra de Irak se emplearon misiles inteligentes con ojivas de uranio empobrecido dotados de un poder de contaminación letal indefinida. Pero la representación mediática transformó la realidad genocida de estas armas en la ficción de un conflicto entre aparatos, sin más víctimas que las generadas por errores indeseados en la interpretación automatizada de sus objetivos performáticos. Los medios de comunicación operaron eficazmente como instrumentos de falsificación y ocultamiento de la realidad. Así, esa guerra se convirtió en un paradigma para las guerras del nuevo siglo no sólo por la inteligencia robotizada de sus armas teledirigidas, sino por la perfecta sincronización de la guerra electrónica con los sistemas de su performatización global. El entertainment mediático asumió el papel de verdaderos aparatos de propaganda militarista. Y Jean Baudrillard escribió el slogan final: “La guerra no ha tenido lugar”.

Pero bastaron los ulteriores incendios de resistencia suicida, un vasto entramado de estrategias

paramilitares globales y los nuevos escenarios de la guerra high-tech para que esa visión sublime de los sistemas de destrucción postindustrial se viniera abajo, y dejara abiertas repentinamente las ruinas de los campos de batalla y una humanidad globalmente reducida a la supervivencia bajo condiciones ecológicas y urbanas cada vez más deterioradas. La realidad virtual de los mass media cedía paso a los escenarios de una catástrofe real.

“No existe otra realidad que la realidad de los medios” es una proposición dogmática. Identifica los

datos empíricos de la experiencia cognitiva con la realidad producida, empaquetada y distribuida por las redes electrónicas, y otorga a esta irrealidad del espectáculo mediático un carácter ontológico único y absoluto. Al mismo tiempo, elimina aquel principio autónomo de conocimiento que, de Averroes a Adorno, se ha constituido como medio de la crítica a los prejuicios institucionalmente inducidos y los postulados autoritariamente instaurados.

Las epistemologías hiper y supermodernas han camuflado este dogmatismo lógico y ontológico de

los mass media en nombre de un generalizado relativismo. Su principio rezaba que el papel de la censura intelectual, el ocultamiento de realidades, la ficcionalización del acontecer histórico y el empaquetamiento manipulativo de la información no es cualitativamente diferente en las redes de comunicación corporativa que en los lenguajes cotidianos. Y que toda realidad es, a fin de cuentas, una construcción ficticia y el resultado de laberínticas estrategias narrativas. Este relativismo no entrañaba precisamente una dimensión crítica, al contrario del escepticismo moderno de Montaigne a Hume, cuyo objetivo era quebrantar el dogmatismo escolástico. Su sentido es más bien afirmativo y banal: neutralizar los conflictos tanto lógicos y epistemológicos, como políticos y ecológicos que, en nombre de un eclecticismo semiótico, la producción mediática oculta a través de performances multiculturalistas y el principio de una tolerancia de los signos indiferenciados bajo cuya bandera han operado los sistemas de administración total del capitalismo corporativo global con los resultados que todo el mundo conoce.

Este relativismo electrónico es regresivo. En nombre de una superación del logocentrismo ilustrado

ha eliminado su principio humanista de soberanía ética y política, dejando al mismo tiempo intacto el concepto tecnocéntrico de desarrollo, e incuestionada la complicidad epistemológica y lingüística entre la razón tecnocientífica y la colonización postindustrial. En nombre del constructivismo lógico se ha dado carta de legitimidad a la producción generalizada de la cultura como espectáculo y a sus daños colaterales: el predominio absoluto de la administración sobre la creación, el triunfo del estereotipo sobre la reflexión, la generalización de la repetición, la construcción masiva del olvido, el

15 Daniel Dayan, Elihu Katz, Media Events, The Live Broadcasting of History (Cambridge, Mass: Harvard University Press 1992), págs. 153 y 91.

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empobrecimiento organizado de la experiencia, la estupidización progresiva de la masa electrónica global y el asedio permanente de nuestra existencia.

El postulado según el cual todo lo que conocemos sólo lo conocemos a través de los mass media es,

en última instancia, totalitario. Sergei Eisenstein formuló un principio elemental: “Las leyes de construcción (de la realidad de los signos) son simultáneamente las leyes que gobiernan a sus receptores.”16 Se trata, ciertamente, de una nueva figura histórica de totalitarismo. Éste ya no tiene que servirse en primer lugar de ruidosas propagandas, de una censura ostensible y la persecución violenta de disidencias. Resulta más efectivo eliminar lingüísticamente aquellas subestructuras sociales que pueden otorgarle un sentido. Tampoco tiene necesidad el nuevo totalitarismo mediático de las viejas tácticas de terror y adoctrinamiento de sus predecesores históricos. En la aldea global pueden conseguirse resultados mucho más seguros de lo que hubieran podido imaginarse en los sistemas tecnológicamente rudimentarios de los imperialismos teocráticos del siglo 16 o los totalitarismos industriales del siglo 20 sin tener que alterar los rituales políticos y las constituciones legales de la democracia como espectáculo. La seductora omnipresencia de la información, su capacidad de invadir los aspectos más íntimos de la vida cotidiana, y su insidioso poder subversivo sobre los lenguajes y las experiencias humanos definen un sistema global de dominación semiótica tanto más efectivo cuanto más naturalizado en las redes técnicas y en los formatos electrónicos de la comunicación.

Una propaganda política destinada a disuadir disidencias y eliminar diferencias, y el terror como

instrumento comunicativo de contención, movilización y evaporación de las masas electrónicas fueron las características elementales con que Hannah Arendt definió los totalitarismos del siglo pasado. El predominio de lo militar sobre lo civil definía la política total o la postpolítica moderna de acuerdo con Carl Schmitt. En la sociedad del espectáculo, por el contrario, el poder político, corporativo y militar ya no necesita legitimarse por medio de la imposición compulsiva de ideologías, ni la organización y movilización de masas físicas, ni los sistemas primitivos de persecución de intelectuales e ideas. Partidos políticos, corporaciones industriales, universidades y agencias militares están ligados financieramente a las corporaciones y monopolios de la industria cultural y de la información. A menudo comparten los mismos canales comunicativos, los mismos espacios físicos e idénticos metalenguajes. Allí dónde los medios electrónicos se elevan a la categoría de toda la realidad y la única realidad posible, allí también la voluntad de poder confluye íntegramente en una única voluntad del espectáculo y en un mismo principio absoluto de reducción de toda la realidad a performance. Ya se trate de la devastación de santuarios ecológicos para la producción corporativa de semillas transgénicas o de la redefinición de la guerra nuclear con micro-ojivas de explosión subterránea, las grandes decisiones de trascendencia global no requieren una justificación ideológica. Por eso la propaganda y la persecución de oposiciones están fuera de lugar. Las decisiones más criminales se imponen con mayor eficiencia a través de las retóricas de la seducción. Los genocidios de hoy se pueden llevar a cabo más confortablemente bajo la bandera del multiculturalismo y los derechos humanos. Tampoco son necesarias las movilizaciones grandiosas de masas humanas. Los highways y redes electrónicos movilizan con mayor habilidad a la masa mediática para confinarla discreciona-Imente en los containers de producción y consumo, y gasificarla, finalmente, en los cuantos digitales de un sistema de dominación universal estad ísticamente legitimado.

5. Espectáculo

Los medios de comunicación no son un sistema de representación de la realidad. Por el contrario,

son una realidad concebida, editada, producida y globalmente difundida como montage. Éste carácter ontológico de la información producida y diseminada a través de los canales corporativos de la comunicación electrónica define el sistema de los mass media como espectáculo, es decir, el montage electrónico de una representación técnica, comercial y política transmutada al valor ontológico de una realidad por derecho propio. Es la irrealidad de una ficción técnica y corporativamente consensuada como realidad objetiva y verdad universal. Y la inversión absoluta del ser.

El origen del espectáculo bajo esta doble dimensión política y ontológica coincide con un sacrificio

ritualmente celebrado a lo largo del siglo 20: la disolución de la experiencia, la muerte del arte, el final de la poesía. El mesianismo revolucionario socialista, el anarquismo dadaísta, el militarismo futurista, el misticismo neoplasticista, el comunismo constructivista, y, no en último lugar, la liturgia internacionalista del movimiento moderno y postmoderno declararon, bajo motivos y tonalidades diferentes pero siempre como acto fundacional reiterado y ritualizado, en un sentido a la vez institucional y estético, el final y la superación de la experiencia estética, y el final y la muerte del arte. Marinetti denunció el arte como pornografía y reivindicó en su lugar la movilización de las masas,

16 Sergei Eisenstein, Film Form. Essays in Film Theory (San Diego, New York, London: Harcourt Brace & Co., 1977), p. 161.

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tanto en la pintura de caballete como en los frentes de la guerra industrial. Las consignas vanguardistas contra la tradición y los museos eran declaraciones de guerra contra todo vínculo entre la creación humana y la memoria cultural sin la que la reflexión artística no podría tener lugar. Malevich y Tatlin anunciaron la disolución del arte y su superación revolucionaria en los programas organizativos de la producción industrial soviética. De acuerdo con Mondrian o Le Corbusier la expresión artística debía desaparecer bajo el principio de una economía funcional de las formas, la producción de las máquinas y la racionalidad industrial. El International Style elevó este principio a una gramática universal de signos, formas y espacios. Del Volkskunst nacionalsocialista al neoliberal Pop art la eliminación del arte entendido como reflexión y como expresión espiritual de la condición humana se ha elevado a dogma absoluto.

La retórica gesticulación dadaísta esgrimida por el postmodernismo añadió a esta dimensión

sacrificial y nihilista de la obra del arte y del artista las dimensiones propagandísticas de una “antiestética” y un “postart” subordinados al marketing y las tecnologías industriales, y a la instrumentalización de la creación a una función performática. En la academia lo mismo que el museo esa muerte del arte se ha conducido como el ritual semiótico del consumo de sus cadáveres bajo el gran significante de una cultura instrumental y corporativamente redefinida como entertainment.

La crítica antiartística que formularon neoplasticistas, expresionistas y constructivistas en la era de

las revoluciones europeas era de todos modos más compleja que su institucionalización académica y museal a partir de la Segunda Guerra Mundial, ya sea como International Style o como las derivas trivializadas de los neo-posts en el clima de barbarie e inconsciencia que ha presidido el fin-de-siècle. El arte moría para los poetas, intelectuales y pintores del siglo 19 como placer subjetivo ligado a un reino sedicente de la belleza y a una figura decadente de experiencia estética, ambos comúnmente asociados a la miseria espiritual de la ascendente burguesía capitalista. Este era el sentido de los violentos ataques del joven Wagner contra un arte corrupto y decadente. Y ese era también el sentido de la crítica que manifestaron por igual Nietzsche o Brecht contra una experiencia estética que había perdido su contacto con las fuerzas vitales del individuo y la sociedad. Aquella misma concepción filosófica del arte que el clasicismo europeo había formulado como representación de un orden bello y virtuoso llamado a definir los sublimes fines culturales de la sociedad clasicista se ponía ahora inmediatamente al servicio de la emancipación social de la existencia humana que el capitalismo había reducido a un estado de empobrecimiento y postración bajo una alienadora racionalidad acumulativa y las guerras como su última consecuencia tecnológica y expresión espiritual. Tal fue la perspectiva socialista y revolucionaria formulada tanto por Karl Marx como por William Morris, por Pier Joseph Proudhon al igual que por Bruno Taut.

Pero eso quiere decir que para socialistas como Charles Fourier y para arquitectos como Hans

Poelzig el centro de la cuestión no era la “muerte del arte” en el sentido doctrinario que dicho slogan ha adquirido en la cultura académica y museal de las postrimerías del siglo 20. El problema residía, por el contrario, en su compromiso con una praxis social emancipadora a partir de las categorías políticas de igualdad, democracia y solidaridad. Tal es el significado de L'Atelier du peintre de Gustave Courbet: la representación programática de una sociedad restaurada a través la mediación de un arte revolucionario, alegóricamente representado en el personaje central de la composición, la musa, y capaz de devolverle las fuerzas vivificadoras del erotismo, la naturaleza y la memoria.

Para la “dialéctica de las vanguardias” tal como ha sido formulada a partir de las escatologías

progresistas de artistas como Mondrian, Malevich o Tarabukin, o de poetas como Alexander Block, la cuestión residía en cambio en el final del arte, y en la negación y superación de la praxis artística en aras de una racionalidad técnica y productiva representada al mismo tiempo por la máquina industrial y el moderno estado totalitario.17 Era necesario eliminar el arte como experiencia individual ligada a una memoria cultural, a la reflexión cósmica y social, así como a la imaginación poética. Era preciso evaporar la experiencia estética en provecho de las nuevas estrategias de control industrial de la realidad. Y mientras que pintores como Courbet o arquitectos como Bruno Taut definían esta praxis social a partir de una reflexión poética sobre la unidad cósmica del ser y la crítica de la sociedad capi-talista, las vanguardias artísticas la identificaban con una racionalidad geométrico-matemática, funcionalista y mecánica, libre de toda reflexión social y libre de sus memorias colectivas. Las obras y los manifiestos de Mondrian, Le Corbusier o El Lissitzky son patéticamente explícitos en este sentido.

Las vanguardias rompían con la reflexión de la realidad para instaurar una nueva praxis productiva

que a lo largo del siglo 20 ha recibido una serie de etiquetas y presagios: la obra de arte total, la racionalidad funcional, la política como obra de arte, una organización racional de la realidad, cultura total, la aldea global... Era preciso que esta nueva objetividad técnica e industrial, ya fuera el cine como “medio de producción de hechos” de Tziga Vertov, ya el urbanismo industrial de Le Corbusier y

17 Nikolaï Taraboukine, Le Dernier tableau: écrits sur l'art et l'histoire de l'art à l'époque du constructivisme russe (Paris: Éditions Champ libre, 1980).

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Ludwig Hilberseimer, se constituyese y legitimase a partir de postulados lingüísticos ligados a la producción industrial, como los que formularon Mondrian y Malevich, no a experiencias y saberes colectivos, y mucho menos a memorias culturales.

La dialéctica de las vanguardias artísticas recorre los hitos sucesivos de una verdadera

transmutación ontológica de la obra de arte. Su primer momento es negativo: es la negación de la obra de arte como experiencia poética, como representación y crítica autónoma de la realidad bajo cualquiera de sus formas. Esta negación adquirió, inmediatamente después, el carácter normativo de un nuevo anti-arte concebido como producción mecánica, industrial y electrónica de realidad. Su culminación y apoteosis final ha sido la performatización general de la sociedad, la historia y el humano como espectáculo. Kinoks, el manifiesto programático de Vertov, y Kinopravda y Kinoglaz, sus primeros ensayos documentales, establecieron en este sentido tres categorías pioneras del nuevo realismo industrial: la máquina de ver, la cadena de producción de realidad y la creación de un nuevo sujeto.18 Las vanguardias (metáfora militar) elevaron el montage (metáfora de la industria pesada y de la producción en cadena) al valor de un nuevo principio semiológico y tecnológico que simultáneamente liquidaba la experiencia y la creación “subjetivas”, y las suplantaba por una “fábrica de hechos”, cuyo objetivo explícito era la producción propagandística de una realidad industrialmente diseñada. Eisenstein radicalizó en sus manifiestos y en sus films este programa industrial para la nueva cultura bajo una dimensión trascendental. De acuerdo con su visión el cine no era ya solamente un medio de producción de la nueva factualidad espectacular. Era principalmente una “fábrica de actitudes y posiciones frente a esos hechos”.19 El montage se elevaba a potencia constituyente de la realidad y a fuerza configuradora de la masa mediática. La arquitectura del nuevo idealismo industrial culminaba con el proyecto estético de constitución corporativa de un nuevo sujeto social a partir de los postulados de la estética maquinista y de los constiluyentes de la propaganda totalitaria.

Junto a esta propuesta estética y política nació el ambiguo mito del artista moderno. Wassily

Kandinsky lo describía como un profeta teosófico. Piet Mondrian, Jacobus J. P. Oud o El Lissitzky se estilizaban como demiurgos creadores de un nuevo cosmos tecnológico. Y todos ellos, lo mismo Le Corbusier que Eisenstein o Marinetti se percibían en una medida u otra como los agentes históricos predestinados para una transformación radical, amparada al mismo tiempo bajo las revoluciones totalitarias ligadas a las grandes concentraciones de poder militar e industrial. Esta divinización del artista, el cineasta o el arquitecto no dejaba de ser paradójica. Por una parte, le instauraba como potencia organizadora de la civilización industrial en nombre de la abstracción, un concepto formalista de razón y un ideal sui generis de progreso; y lo hacían en un sentido filosóficamente emparentado con el idealismo neoplatónico del renacimiento, como se pone de relieve en los manifiestos de Kandinsky o de Mondrian. En ocasiones, estos artistas mezclaban elementos teosóficos con una escatología marxista de la revolución, como sucede en El Lissitzky y en Malevich. Pero este mismo artista revolucionario y demiúrgico se convertía, por otra parte, en agente subalterno de tecnologías industriales complejas, de sus epistemologías y categorías formales, y, no en último lugar, de sus administraciones políticas y financieras. Las biografías políticas de Albert Speer, Sergei Eisenstein y Le Corbusier, y los ejemplares vínculos con corporaciones industriales y poderes totalitarios que hicieron posible sus estelares carreras profesionales no son un caso: constituyen un modelo que se proyecta sobre la historia de la arquitectura, del urbanismo y del cine modernos y postmodernos bajo las funciones más prosaicas del artista-empresario en una cultura integralmente industrializada, cuyos centros pioneros y emblemáticos han sido Ufa, Goskino y Hollywood, y cuyas expresiones decadentes se encuentran hoy un poco por todas partes, desde la definición industrial de la literatura como entertainment hasta la transformación de las guerras en mixed media events.

El espectáculo es el montage a gran escala de una ficción globalmente representada como sistema

objetivo de la realidad. Su naturaleza no es instrumental, ni manipulativa, sino ontológica. Pero esta dimensión del espectáculo no es solamente el resultado final de los cumplidos sueños revolucionarios de una universal producción estética promovidos por las vanguardias artísticas del siglo pasado. El espectáculo es mucho más que un “estado estético”.

El sueño revolucionario de este estado estético o de la obra de arte total ha cristalizado en la historia

cultural del siglo 20 como punto de partida de un nuevo sistema civilizador tecnocrático y un nuevo poder político totalitario. Para El Lissitzky lo mismo que para Goebbels el sujeto que articulaba la transformación moderna de la cultura ya no era la voluntad de un artista demiúrgico, sino la de una instancia racional trascendente y ontológicamente superior: la máquina, el aparato, la organización corporativa e industrial. Ambos elevaron la antena de radio a gran significante de una síntesis cultural capaz de llevar “las expresiones reales de nuestro tiempo... hasta la última aldea”, en palabras de éste último, y de inaugurar con ello la edad cósmica que El Lissitsky anticipó bajo la portentosa

18 Annette Michelson (ed.), Kino-eye. The Writings of Tzuga Vertov (Berkeley, Los Angeles: University of California Press, 1984), pp. 11 y ss. 19 Sergej Eisenstein, Schriften (München: Hanser Verlag), vol. 4, pág. 120

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metáfora del “Tercer Testamento Suprematista”.20 Una nueva racionalidad tecnocrática, supraindividual y corporativa confluía así en una concepción uniforme de la sociedad y un ideal totalitario que el apóstol de la “aldea global”, Marshall McLuhan, ratificó finalmente con la metáfora de una segunda corteza cerebral planetaria creada a partir del satélite y el computador.

Los sistemas de comunicación electrónica son industrias del montage de la realidad. Pero son

también sistemas técnicos de coproducción y difusión de esa realidad. Y no sólo estos medios reproducen y difunden la realidad electrónicamente producida de una manera más o menos efectiva y extensa, sino, precisamente, de manera global, en el sentido cuantitativo de una masa virtual de cientos de millones de receptores electrónicos repartidos a lo ancho del planeta. Esta globalidad otorga por sí misma a la realidad electrónicamente producida y diseminada una dimensión consensual que, por analogía a las viejas concepciones universalistas de la teología política cristiana, se puede definir como objetiva y universal, aunque su eficacia técnica real se base en objetos de-construccionistas y sujetos delirantes en el medio de una realidad electrónica tanto más efectiva cuanto más discontinua, fragmentada y esquizofrénica.

La tesis se ha repetido una y otra vez como un dogma de fe: no importa que sus imágenes sean

falsas, sus categorías delirantes y sus productos superfluos. Es indiferente que los medios llamen negro a lo blanco y a lo blanco negro. De la felicidad individual que proporciona la Coca-Cola hasta la redención de la humanidad a través de la Guerra contra el Mal, cualquier necedad puede elevarse a principio objetivo de una verdad absoluta, y en valor verdadero y universal por el sólo hecho de ser difundida globalmente y reproducida indefinidamente por las redes electrónicas de comunicación. Estas posibilidades técnicas, financieras e institucionales de difusión e inducción exhaustiva de gadgets, modelos de percepción y formas de actuación, y, no en último lugar, de valores regulativos de la vida humana, confieren a los mass media un poder que nunca imaginaron los sistemas tecnológicamente rudimentarios de los totalitarismos del pasado.

Pero aunque estas condiciones tecnológicas de producción de la “corteza cerebral planetaria” sean

importantes, tampoco lo son todo. Ni todo lo que se transmite a través de las redes y canales de la comunicación electrónica adquiere automáticamente por ello el status ontológico de una ficción universalmente real. La información ampliamente difundida en las redes de Internet acerca del uso de uranio empobrecido en la guerra contra el terrorismo tiene el carácter de una noticia local, una información marginal, o incluso de una interpretación tendenciosa y, eventualmente, criminal. Puede estar respaldada por instituciones médicas independientes o grupos específicos de defensa de los derechos humanos. Mientras no sea difundida y avalada por los grandes monopolios de la comunicación global, ni tampoco posea una dimensión comercial y fetichista que permita empaquetarla y etiquetarla como narrativa mágico-realista o science fiction fílmica, esta información no tendrá más que un carácter privado y local, por más universalmente cierta que sea.

Por todo lo demás, la información electrónica sobre el envenenamiento irreversible de amplias zonas

urbanas y suburbanas de Irak, Kosovo y Afganistán bombardeadas con materiales de desecho nuclear pone en cuestión la naturaleza objetiva y la verdad absoluta de la Guerra del Mal, y en esta misma medida es capaz por sí sola de revelar su carácter genocida. Es precisamente en este momento cuando la construcción semiótica de lo real como espectáculo postartístico y simulacro electrónico conlluye en las prácticas de censura, falsificación o destrucción de la información propias de los regímenes totalitarios tradicionales. Y es en este momento también cuando se revela una de las premidas del monopolio semiológico del espectáculo: la disolución de la experiencia y la liquidación de la conciencia intelectual. De ahí la necesidad de reproducir y repetir indefinidamente, y a través de virtualmente todos los sistemas y cadenas de información, siempre las mismas imágenes, las mismas retóricas, los mismos productos y la misma irrealidad, así como de instaurarla como la realidad única, absoluta y universal de los mass media.21

6. La existencia sitiada “Yo he visto la guerra...” Sujeto incierto. Se trata en primer lugar de un individuo sentado frente a la

pantalla. Encerrado en las cuatro paredes de una célula mínima de habitación. Urbanísticamente confinado por redes viales, centros comerciales y áreas de alta contaminación industrial. Su performance personal pública, sus acciones y expectativas, y su identidad comercial y política han sido preconfiguradas estadísticamente. El principio fisiológico e intelectual que rige su acción de mirar es la inmovilidad física total, y una perfecta apatía emocional y mental.

20 Goebbels Reden op.cit., vol 1, p. 96. El Lissitzky, “Prouns”, op.cit. 21 Pierre Bourdieu, On Television (New York: The New Press, 1998), pp. 19 y ss.

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La condición de aislamiento psicomotriz y control técnico sobre su environment, la combinación de

soledad y fantasías narcisistas de omnipotencia, la monotonía y uniformidad de sus expresiones intelectuales y su contracción al estado de consumidor pasivo puede compararse con una variedad de modelos históricos. La configuración del sujeto racional en la filosofía de Descartes es un ejemplo paradigmático: la instauración de la identidad lógica de la soberanía racional, universal y absoluta del sujeto moderno. Esta potencia epistemológica absoluta del Yo cartesiano cristaliza en el Discours de la méthode bajo una significativa situación de clausura existencial. De acuerdo con su propio relato, el filósofo vivió aislado durante ocho años en una ciudad en la que todo, desde la lengua hasta las costumbres de sus habitantes, le resultaba ajeno, y donde las guerras y la ocupación militar intensificaban todavía más su sensación de retraimiento. Descartes describe un lugar sin nombre y sin historia, en el que se sentía “aussi solitaire et retiré que dans les déserts les plus écartés.”22

En el medio de este confinamiento existencial el sujeto cartesiano eliminaba programáticamente su

memoria, suspendía su percepción sensible de la realidad, sometía las categorías de la inteligencia discursiva y numérica al principio radical de una duda absoluta, y reducía, en fin, todas las expresiones físicas, morales o intelectuales del humano a una condición existencial de “spectateur plutôt qu'acteur.” En sus Méditations, este vaciamiento sensorial, social, intelectual y ontológico de la existencia alcanzó su momento culminante en nombre de una conciencia que había suspendido literalmente las sensaciones de los cinco sentidos y anulada la propia realidad sustancial del mundo, hasta estilizarse en un virtual monstruo epistemológico carente de oídos y de memoria, desposeído de una inteligencia propia, sumido en un estado de angustia táctil ante la presencia sensible de las cosas y, en lo que se puede describir literariamente como un cuadro de escisión psicótica, liberado de toda corporeidad.23 Bajo estas condiciones existenciales de confinamiento integral y vaciamiento absoluto del ser tiene lugar la revelación fundacional del “Je pense, donc je suis”: el nacimiento del sujeto intelectual moderno.

Lo que este ascetismo epistemológico cumplía bajo el principio normativo de separación social y

exclusión racional de la sensibilidad, la intuición y la memoria, la arquitectura moderna lo ha llevado a cabo a través de la producción industrial de la “Machine à habiter.” Su programa estético de acción, Le Modulor, aísla y programa integralmente las funciones psicológicas y fisiológicas del nuevo humano en torno a un modelo de confinamiento espacial cuyo símbolo geométrico es el cuadrado, y cuya realización arquitectónica final es el resultado de un juego combinatorio de paneles, compartimientos, divisiones y mallas espaciales. Las reglas numéricas que rigen esta combinatoria de espacios exis-tenciales racionalizados las elevó Le Corbusier a la categoría ontológica de una “graphologie du sentiment plastique de l'individu” y de “les réactions psicho-physiologiques de chaque participant au jeu.” En la misma medida en que la arquitectura se elevaba a escritura configuradora de los standards y normas de vida, la “machine à habiter” lecorbuseriana materializaba el ideal cartesiano de una razón geométrico-matemática como principio de la definición industrial de una existencia humana recluida y reducida a las funciones de producción y reproducción mecánicas.24 Las contraseñas de esta conversión arquitectónica del nuevo humano son elocuentes por sí mismas: “préfabrications mondiales”, un universal “état de regle”, la “tout puissance des fabrications de série”, y la final industrialización de la realidad bajo la unidad cumplida de humanos e instrumentos.25

Pero es precisamente bajo el a priori universal de estas reglas combinatorias y sus condiciones

racionalmente minimalizadas de supervivencia, y es bajo la clausura sensorial y social que imponen sobre la existencia humana que las pantallas del espectáculo fungen necesaria y efectivamente como una verdadera extensión de sus órganos previamente mutilados. Sólo bajo las condiciones físicas e intelectuales de su confinamiento integral, esas pantallas electrónicas desempeñan la función sustitutiva de verdaderas ventanas abiertas a lo real. Y únicamente bajo las reglas de este confinamiento la acción comunicativa del receptor humano se eleva a la categoría de acción trascendental y revelación metafísica del sentido hiperreal de un mundo realmente desposeído de todo sentido.

Las cápsulas espaciales son asimismo sistemas de confinamiento existencial. Constituyen unidades

tecnológicamente avanzadas de supervivencia mínima y de máxima eficacia instrumental, concebidas para condiciones ambientales de extrema hostilidad. Las cabinas de mando de instalaciones militares o industriales, el compartimiento clínico de cuidados intensivos o la propia cabina automovilística cumplen una idéntica función elemental de aislamiento sensorial como condición de un máximo rendimiento técnico. Son mónadas industriales configuradas en torno a un principio estético, ético y

22 Réné Descartes, Discours de la méthode (Paris: Librairie Philosphique J. Vrin, 1964), p. 87. 23 Réné Descartes, “Première Méditation”, Méditations métaphysiques (Paris: J. Vrin, 1976). 24 Le Corbusier, Le Modulor (Boulogne: Éditions de l'architecture d'aujord'hui, 1948), p. 98. 25 Ibid, pp. 109, 116.

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epistemológico de dominación. El extrañamiento de la realidad sensorial y social, el control tecnológico externo y virtualmente absoluto de las funciones biológicas o perceptivas individuales, una acción comunicativa reducida a los constituyentes del consumo y una jerarquía planificada de acciones económicamente productivas cierran el cuadro de una existencia encapsulada en torno a la realidad mediáticamente predefinida.

Quizás se pueda comparar esta condición sitiada con la reclusión mística. La incomunicación social

frente a un ambiente hostil, el vaciamiento sensorial y emocional de la existencia enclaustrada, y la alienación corporal hasta el extremo de la desmembración psicótica fueron las premisas epistemológicas elementales bajo las que el místico católico celebraba su identificación extática con la representación de un poder absoluto. Pero la atención intelectual dispersa, la mirada perdida, y la impasibilidad emocional e intelectual del consumidor electrónico hacen pensar en otras situaciones asimismo extremas: ciertos estados de catatonia hipnótica o incluso de sonambulismo, por ejemplo. El fetichismo mágico-realista de la noticia, sus ritmos pautados de hiperrealismo y abstracción, los flujos de informaciones caóticas contrapunteados con repeticiones seriales de slogans comerciales o políticos culmina este estado electrónico de sitio bajo efectos que recuerdan un delirio surrealista de baja intensidad. El espectador de los mass media está literalmente atrapado en un mundo de imágenes y signos prefabricados. La imposibilidad técnica de formar juicios sintéticos discursivamente articulados, la suspensión total o parcial de la reflexión, su apatía motriz y, no en último lugar, una indiferencia y pasividad morales inducidos por el propio medio no le dejan otra alternativa existencial que la libertad del consumo teledirigido, la democracia como sistema de spots publicitarios y la reproducción indefinida de sus valores constituyentes de una segunda naturaleza performática.

Ve una imagen. Escucha un mensaje. Su registro del espectáculo electrónicamente empaquetado

excluye una verdadera percepción sensible de las cosas y una comprensión intelectual del mundo. Ve y no ve. Sabe que Coca-Cola proporciona la felicidad. Al mismo tiempo, no lo sabe. Es un yo que no sabe si sabe o si no sabe. Su estado de suspensión intelectual recuerda en cierta medida el principio pirrónico de una radical incertidumbre. Pero está enteramente desprovista del significado espiritual que esa suspensión del juicio entrañaba para los filósofos escépticos griegos, que la concebían como un ejercicio de meditación.

Frente a la representación de la pantalla esta conciencia electrónica se comporta como una superficie

lisa y sin atributos. Es un ojo transparente. El yo intelectual y emocionalmente minimalizado de un virtual receptor electrónico. En el acto trascendental de elegir una pizza o un presidente se constituye a la vez como sujeto libre de la acción comunicativa y ciudadano democrático, y como su contrario: una partícula transubjetiva movida por los sistemas de inducción electrónica de sus formas de reconocimiento de la realidad y de programación estadística de sus decisiones últimas. Pero el drama fundamental que atraviesa su actuación electrónica no reside en este doble significado moral de una performance libre que al mismo tiempo responde a estímulos programados. No estamos frente a una antinomia de la razón pura. El conflicto que atraviesa a este sujeto electrónico ideal es la simple nulificación de su existencia individual y comunitaria, la reducción electrónica de su ser a la condición de consumidor pasivo. El ciudadano mediático es una tabula rasa. Un continente vacío.

Secuestrada su memoria y su experiencia, vaciada su conciencia de sí, y reducida su sensibilidad y

sus emociones a sus formas impuestas por la propaganda política y comercial, este receptor contempla el espectáculo electrónico como un mundo por derecho propio. Un partido de fútbol o una guerra lo redimen bajo los signos del entusiasmo en el medio de una identificación predefinida con su performance espectral. En última instancia este mundo ilusorio de los mass media disuelve los conflictos personales y sociales de su existencia impasible. Ninguna expresión humana de felicidad o de dolor puede interrumpir su insaciable voracidad de signos vacíos.

Pero la condición de aislamiento monádico en las células mínimas de supervivencia a las que esta

confinada la existencia humana en la civilización mediática, su mezcla de soledad, uniformidad y monotonía compensadas por estímulos delirantes destinados a desarticular toda forma de conciencia y comunicación reflexivas, y la consiguiente inducción de una conciencia individual blanda, con niveles ínfimos de autonomía y grados máximos de maleabilidad, encuentran un último modelo, a la vez moral y epistemológico, en las técnicas de interrogación científica coercitiva.

De acuerdo con el Kubark Manual, el clásico tratado moderno de las torturas que se han practicado

bajo los auspicios de la CIA en los años de la Guerra fría y más allá, la exposición de humanos a situaciones de dolor extremo, su confinamiento en espacios de aislamiento absoluto y la aplicación subsiguiente de drogas alucinógenas convergen y coinciden en un último objetivo común: la privación sensorial del cuerpo humano, y la desarticulación química y neurológica de todo proceso de reconocimiento autónomo de lo real. Sus autores anónimos describen a este propósito un instrumento ideal, creado por un National Institute of Mental Health, consistente en un tanque de agua y una máscara respiratoria que permiten sumergir el cuerpo humano y aislarlo integralmente de cualquier

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estímulo sensorial que no sean aquellos que administran expresamente sus verdugos. En un período que oscila entre las 12 y las 36 horas, las víctimas expuestas a esta situación entran en un estado psicótico de ansiedad que culmina con un cuadro de alucinaciones. El significado a la vez científico y político de este procedimiento lo define este tratado bajo dos categorías complementarias. Una es la regresión psíquica a un estado preconsciente en el que el humano ya no es capaz de reconocer la realidad y mucho menos de articular una acción voluntaria. A su vez, esta pérdida total de la conciencia de sí culmina en los procedimientos de una conversión de la víctima con el objetivo de reorganizar los esquemas y valores de su percepción intelectual y emocional de lo real, y transformar en consecuencia su estructura e identidad psíquicas.26

En todos estos modelos, lo mismo en la cápsula epistemológica de Descartes que en las células

racionalizadas de supervivencia de La Corbusier y en los vigentes sistemas de tortura, los procesos técnicos de eliminación de la experiencia sensorial y del reconocimiento intelectual y emocional de la realidad culminan en la constitución de una nueva conciencia y de un nuevo tipo humano que el pensamiento moderno y postmoderno ha formulado bajo una serie inagotable de metáforas, desde la muerte del hombre y del Yo literario de Marinetti y Dalí, hasta la constitución de los híbridos posthumanos que hicieron famosos al film Metropolis de Thea von Harbou y Fritz Lang, y los Terminators de Hollywood.

Sin embargo, se trata de algo más que la eliminación de la experiencia y de la regresión de la

existencia humana. Y algo más que una colonización electrónica o una tortura epistemológica de la conciencia sitiada y su reducción ontológica a una categoría de identidad dúctil y sumisa. Esta transformación subjetiva responde, al mismo tiempo, a una mutación de lo social, a una alteración del tiempo histórico y a una nueva constitución general de la civilización.

7. La subversión nihilista La desrealización del mundo contingente, su transubstanciación en realidad semióticamente

empaquetada, la banalización de los lenguajes y la eliminación de la experiencia son momentos inter-ligados. Definen la subestructura ontológica de la acción comunicativa electrónica. Son el a priori de la constitución performática de la realidad. Pero estos procesos definen algo más que la transformación del mundo en espectáculo y la gasificación electrónica de la experiencia individual. Los medios electrónicos de comunicación son instrumentos de la subversión nihilista del ser. Desde tres puntos de vista puede reconstruirse esta conjura mediática: el primero se desprende de la concepción arcaica del sacrificio ritual; el segundo lo proporciona su conversión sacramental; el tercer modelo es económico: la volatilización monetaria del ser.

En el holocausto, la víctima sacrificial reduce su ser a nada. Literalmente el fuego del holokaustos

griego reducía la víctima propiciatoria, que solían ser animales y frutos, a cenizas. Esta anihilación absoluta del ser contingente es el principio que constituye la realidad que lo trasciende, ya sea un fetiche absoluto, o un poder único y universal. Más exactamente, la renuncia al ser de lo existente es la condición ritual del reconocimiento absoluto de su representación en el altar pagano, en su subsecuente racionalización sacramental o en el sistema milagroso de la pantalla global.

Esta transformación del ser ha adquirido una serie de atributos y nombres diferentes a lo largo de la

historia moderna. La Contrarreforma formuló sus principios elementales: la mortificación de la carne, la renuncia a los sentidos y la suspensión de la voluntad, y por todo corolario positivo la obediencia absoluta a una divinizada autoridad. La cultura moderna ha sublimado este fundamento sacrificial de renuncia y autoridad en las categorías racionales de una organización integralmente deshumanizada de la producción, y un progreso biológica y culturalmente destructivo. La sociedad del espectáculo celebra el mismo principio a través de la evaporación estadística de millones de humanos desplazados, sometidos bajo condiciones de hambre y agonía, y finalmente eliminados por carecer de función económica. La celebración sacrificial de la muerte como heroísmo y trascendencia es asimismo el principio elemental de las guerras de hoy y de mañana.

El proceso electrónico de anihilación de lo real es también un ritual de transubstanciación de la

“sangre y la carne” en una realidad volátil. Los significados filosóficos de esta inversión del ser los había formulado ya el teatro barroco europeo en sus dos grandes títulos programáticos: el “gran teatro mundo” y la “vida es sueño”. Sólo el espectáculo era real. Sólo era real la mise-en-scène que dios y sus actores seculares se daban a su poder total. El barroco no concebía otra realidad que la machina mundi, el artificio, la tramoya y el fraude mecánico: aquella misma categoría degradada de lo real que el esteticismo de fin de siglo ha reclamado como realidad virtual y ha celebrado urbi et orbi como sistema universal de simulacros. 26 Kubark Counterintelligence Interrogation: http://www.gwu.edu/-nsarchiv/NSAEBB/NSAEBB27/01-01.htm

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Para que la ficción del espectáculo adquiera la dimensión ontológica de esta realidad absoluta no

bastan, sin embargo, ni la perfección técnica del aparato de producción, ni el virtuosismo lingüístico de la tramoya. Es indispensable al mismo tiempo reducir la realidad contingente y cotidiana del espectador que contempla la representación desde el corral del teatro o desde el interior de la célula mínima de habitación al rigor de su empobrecimiento material y espiritual, y someterlo al poder disuasorio de la angustia, la culpa y la desesperación. La ficción barroca sólo podía llegar a ser absolutamente real en la medida en que se presentaba como transubstanciación sacramental de una vida material y simbólicamente degradada. La contrapartida del espectáculo era y es la contracción antihumanista de la existencia humana.

La evaporación y ficcionalización de lo real, y la subsiguiente transubstanciación sacramental de las

imágenes glorificadas de un poder divinizado en el ser único y absoluto que define la estética del llamado barroco tiene por última consecuencia la devaluación semiológica de la conciencia humana a la irrealidad de un sueño. El antihumanismo cristiano ha proclamado a todos los vientos esta deflación del humano con conocidas metáforas de prisioneros de la carne, esclavos de los sentidos y juguetes de sus propios delirios. El espectáculo moderno engruesa y expande este mismo posthumanismo en el marketing de la existencia como carencia, a través de la inducción infomercial de la angustia, la culpa y el aislamiento, y bajo el postulado general de una privacidad enganchada a las estrategias de crédito, deuda y secuestro financieros que regulan el sistema de consumo mercantil de masas. Y así como en el catolicismo las prisiones del pecado y las penas de la angustia sólo podían redimirse en la consumación trascendente del cuerpo y la carne sacrificiales, así también la existencia confinada por una carencia interna, asediada por la angustia comercial y perseguida por la deuda externa sólo puede alcanzar su verdadera salvación política y existencial en los misterios sacramentales del consumo, en los delirios psicodélicos de la comunicación electrónica y en la transubstanciación de la existencia en los valores intangibles del espectáculo.

La última consecuencia de esta subversión nihilista y de esta redención espectacular del ser es la

uniformización de sus diferencias y la neutralización de sus conflictos. Ni el rey era rey en los autos sacramentales del barroco, ni el proletariado mundial es cautivo de un sistema de explotación violenta para la aldea global. Todo y todos, lo mismo en los malls suburbanos que en las pantallas de televisión, se diluye en discursos y signos, escrituras o construcciones en el mapa semiótico de la disposición divina universal o en el destino providencial del libre mercado global. Esta conversión de la memoria cultural y el cosmos en discurso, y de la existencia humana y los valores comunitarios en un sistema de signos, la desrealización sistemática del mundo humano y la neutralización permanente de sus conflictos a través de su conversión digital en la irrealidad de spots publicitarios, slogans propagandísticos y paquetes comerciales es lo que define el nihilismo del espectáculo.

El tercer modelo de esta inversión nihilista del ser lo ofrece la constitución racional del dinero, es

decir, el valor de cambio. Marx utilizó la oscura metáfora teológica de la transubstanciación sacramental de la materia en una real representación divina para explicar la transformación de un objeto producido por la mano humana, del universo de relaciones sociales, y de las formas del conocimiento de la naturaleza que se entretejen en torno a ese objeto, en un valor numérico de cambio. Y describió esta transformación metafísica de un objeto real en dinero, o del trabajo humano en capital como “fetichismo de la mercancía”, una alusión a los animales a los que sacrificaba el pueblo judío en su edad arcaica. Pero la teoría crítica de Marx esclarecía al mismo tiempo esta transubstanciación pseudomágica o sacrificial del referente real en el orden sublime de los simulacros desde el punto de vista de sus consecuencias ontológicas y sociales: la degradación de la naturaleza a una realidad muerta y de las relaciones sociales a una objetividad petrificada, la coerción de las necesidades y deseos, la disciplina instrumental del cuerpo, y las expresiones de extenuación, miseria y mortificación que ha acompañado la historia de las masas colonizadas y del proletariado industrial. El misterio trascendente que oculta la transubstanciación del ser en valor numérico y del humano en objeto es “das Christentum, mit seinem Kultus des abstrakten Menschen”: el culto cristiano a un humano abstracto, el culto capitalista de un humano separado de la naturaleza, la sociedad y su historia, la sublimación políticoeconómica de un fantasmático sujeto humano de la producción y el consumo.27

A comienzos del siglo 20, Georg Simmel radicalizó esta visión histórica del vaciamiento y escisión de

la existencia humana, de la cosificación de las formas sociales y de la decadencia de la cultura bajo lo que llamó “Objektivität der Lebensverfassung” -la objetividad de la constitución vital en la civilización industrial.28 Sus síntomas eran el empobrecimiento de la experiencia individual y el vaciamiento de los

27 Karl Marx, Das Kapital. Kritik der politischen Ökonomie (Frankfrut a.M.: Europäische Verlaganstalt, 1968), vol I, p. 93. 28 Georg Simmel, Philosophie des Geldes, en: G.S. - Gesamtausgabe. O. Rammstedt ed. (Frankfurt a.M.: Suhrkamp Verlag, 1999), vol. 6, p. 600.

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vínculos éticos de la comunidad y, por encima de todo ello, la configuración de un nuevo tipo humano: el hombre sin atributos, es decir, una personalidad neurótica generada en el seno de la metrópoli industrial que había subordinado victoriosa y viciosamente su existencia a un principio monetario de cálculo y racionalidad. Simmel reconstruyó un verdadero proceso de colonización de la memoria individual y colectiva, de las formas de la sensibilidad y las emociones que en un tiempo habían creado el corazón ético y estético de las culturas europeas, bajo un principio anónimo de racionalidad funcional e interés monetario que se ponía de manifiesto tanto en las relaciones amorosas y la vida familiar, como en las expresiones intelectuales y artísticas.

El concepto de espectáculo, acuñado en 1967 por Guy Debord, sintetiza estas dos dimensiones,

ontológica y social, de la teoría crítica moderna. Por una parte, el espectáculo es el cumplimiento integral de la transubstanciación e inversión capitalista del ser en el sentido en que lo definía la crítica del fetichismo de la mercancía de Marx. Por otra, es el resultado de su expansión al mismo tiempo tecnológica y económica, y de su colonización de todos los aspectos de la vida humana. En él cristalizan los valores regresivos del sacrificio, y las categorías asociadas a la culpa y la renuncia del propio ser. Y en él se cumplen la subordinación de la existencia a los imperativos de la economía mercantil entendida en su forma más abstracta y racionalizada: la economía política de los signos. Bajo esta doble dimensión a la vez semiológica y ontológica, económica y existencial el espectáculo se erige sobre las ruinas de lo social y la política como expresión última del final de la historia y las cenizas del humano: “Le spectacle est le moment où la marchandise est parvenue à l'occupation totale de la vie sociale... L'ideologie, despotisme du fragment que s'impose comme pseudosavoir d'un tout figé, vision totalitaire, est maintenant accomplie dans le spectacle immobilisé de la non-histoire. Son accomplissement est aussi sa dissolution dans l'ensemble de la société.”29

Las vanguardias artísticas formularon el concepto: la obra de arte como un sistema de signos. La

máquina industrial ha repetido indefinidamente su producción como segunda naturaleza artificial, sistemática y global. Los valores maquinistas de esta escatología tecnocéntrica no entraban en conflicto, sino que se complementaban con la emancipación semiológica de los signos irracionales y con las “parole in libertá”. Y con el desorden de flujos paranoicos y signos esquizofrénicos en el sistema de producción industrial de simulacros. Eisenstein y Dalí demostraron la posibilidad de una síntesis de tecnologías avanzadas de la reproducción hiperrealista con la descomposición metonímica o morfémica de los lenguajes y una ficcionalización irracional de lo real. Desde los objetos surrealistas hasta la concentración y movilización urbanística de las masas industriales todo debía cristalizar en torno a este doble principio. El Lissitzky anticipó una visión profética: la antena de radio estaba llamada a ser el medio que permitiría establecer la unidad sublime de un arte concebido como producción semiótica de una segunda naturaleza y agente de una nueva trascendencia posthistórica: la antena “...que difunde destellos de energía creativa por el mundo... permite deshacernos de las cadenas que nos atan a la tierra y elevarnos por encima de ella.”30 Goebbels celebró la radio como principio creador del “estilo de una época”.31 Bajo sus mismos constituyentes tecnológicos, militares y económicos, McLuhan anunció el nacimiento de una nueva era global. La aurora del siglo 21 resplandece bajo su luz transfiguradora.

29 Guy Debord, La société du spectacle (Paris: Buchet, Chastel, 1967), pp. 31 y 172. [El espectáculo es el momento en el que la mercancía ha llegado a ocupar la totalidad de la vida social... La ideología, despotismo del fragmento que se impone como pseudo-saber de un todo fijo, visión totalitaria, se logra ahora en el espectáculo inmovilizado de la no-historia. Su compleción es al mismo tiempo su disolución en el conjunto de la sociedad.] 30 El Lissitzky, en: Sophie Lissitzky, El Lissitzky, Life, Letters, Texts, op.cit., p. 332. 31 Goebbels Reden, op.cit. vol. 1, pp. 95 y 97.