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1 Panel [5]: Políticas sanitarias: Retos, transformaciones y actores. Coordinadores: [Ana M. Guillén - Universidad de Oviedo; Amparo Almarcha Barbado - Universidad de La Coruña; Emmanuele Pavolini - Universidad de Macerata] ______________________________________________________________________ A quién y a qué se dirigen las Políticas de Drogas: el lío de las drogas legales, ilegales y fármacos, un reto para el futuro. Joan Pallarés Gómez Universidad de Lleida [email protected] 1. RESUMEN A lo largo de los últimos 40 años, nuestro país ha generado todo un conjunto de Políticas de Drogas, que se manifiestan en la gran variedad de programas de prevención, y de servicios asistenciales de tipo socio-sanitario. A finales de la década de 1970, emerge el consumo de heroína entre ciertos grupos, y con su extensión a lo largo de los 80 genera lo que algunos han denominado como la “epidemia de heroína” o la “crisis de heroína”, que llevará a crear un marco de visión y representación de la heroína como “problema social y sanitario” de enorme importancia y a extender la idea de problema al resto de las drogas ilegales, con el calificativo del “problema de la droga” que tantas lealtades y unanimidades construyó.

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Panel [5]: Políticas sanitarias: Retos, transformaciones y actores. Coordinadores: [Ana M. Guillén - Universidad de Oviedo; Amparo Almarcha Barbado

- Universidad de La Coruña; Emmanuele Pavolini - Universidad de Macerata] ______________________________________________________________________

A quién y a qué se dirigen las Políticas de Drogas: el lío de las

drogas legales, ilegales y fármacos, un reto para el futuro.

Joan Pallarés Gómez Universidad de Lleida

[email protected]

1. RESUMEN

A lo largo de los últimos 40 años, nuestro país ha generado todo un conjunto de

Políticas de Drogas, que se manifiestan en la gran variedad de programas de prevención,

y de servicios asistenciales de tipo socio-sanitario.

A finales de la década de 1970, emerge el consumo de heroína entre ciertos grupos, y

con su extensión a lo largo de los 80 genera lo que algunos han denominado como la

“epidemia de heroína” o la “crisis de heroína”, que llevará a crear un marco de visión y

representación de la heroína como “problema social y sanitario” de enorme importancia

y a extender la idea de problema al resto de las drogas ilegales, con el calificativo del

“problema de la droga” que tantas lealtades y unanimidades construyó.

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Las políticas sanitarias para hacer frente al problema fracasaron estrepitosamente en su

gestión y control, por lo que la mortalidad y morbilidad generada por el consumo

problemático de heroína, se cebó especialmente entre quienes compartían jeringuillas, y

alcanzó unos niveles, junto a la difusión del VIH entre este colectivo, impensables en

otros lugares de Europa, que desencadenaron otras políticas bajo la filosofía de la

reducción de riesgos. En el año 1985, en plena crisis, se creó el Plan Nacional sobre

Drogas (PNSD) con la finalidad de coordinar y potenciar las Políticas de Drogas, con el

objetivo de dar respuesta a los daños ocasionados por el consumo de heroína.

En la actualidad los consumos de drogas ilegales tienen una escasa incidencia en la

mortalidad y morbilidad de los jóvenes, como han puesto de manifiesto los datos del

último estudio sobre la salud de los jóvenes del INJUVE o de la Generalitat de

Cataluña. Contra lo que difunde el discurso dominante en los medios de comunicación,

y centrado en las drogas ilegales, se aprecia un mayor impacto negativo en el colectivo

juvenil por el consumo de alcohol y tabaco que de drogas ilegales, especialmente de

este último, y se certifica que un alto porcentaje de jóvenes consume fármacos. Estos

hechos, no obstante son ignorados por los discursos de las Políticas de Drogas, y por el

desarrollo de los programas de prevención y los modelos asistenciales, que se dirigen

principalmente a consumidores de drogas ilegales. Por tanto, nos enfrentamos al reto y a

la necesidad de redimensionar y redirigir las Políticas de Drogas del futuro, más en el

actual contexto de crisis y de redefinición de las políticas de bienestar y los servicios

asistenciales dirigidos a las personas en el ámbito social y sanitario.

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2. UNA BREVE HISTORIA

En los años sesenta y setenta se había intentado desarrollar un discurso basado en la

peligrosidad de las drogas ilegales, que como una amenaza que venía de fuera se nos

estaba introduciendo en una España exenta de problemas y contradicciones, este tipo de

razonamiento no triunfó hasta principios de los ochenta coincidiendo con la difusión de

la heroína.

Gamella (2003) reconoce que el uso de drogas es una constante humana que se

convierte en cuestión moral o penal y pasa a ser un problema social en ciertos casos

pues no todas las deficiencias o daños que sufren los individuos o los grupos se

convierten automáticamente en problemas sociales, ya que tiene que ver con pánicos

morales, ficciones sobre las que se montan determinadas cruzadas, y que legitiman la

“intervención específica del poder político para reducirlo o erradicarlo” (2003: 77).

Para Romaní (2003) el prohibicionismo era el paradigma básico sobre el cual se

construyó el <<problema drogas>>. Esta manera de entender las drogas implica la

constante presencia en los medios de comunicación de noticias relacionadas con el

consumo de heroína, muchas de ellas enfocadas para generar y aumentar la alarma

social en torno la sustancia y sus consumidores jóvenes. Quinta (1979), como uno

cualquiera de los cientos de ejemplos, escribe en el País del 1-12-1979 que en 1977

hubo en Madrid 718 atracos a farmacias con la finalidad de obtener drogas, en un

artículo que titula de tal sugerente forma, “El 1% de la población de Barcelona, adicta

a la heroína”.

A pesar de ello, quienes han analizado el uso de drogas ilegales en España suelen

coincidir en que no se manifiestan consecuencias negativas producidas por ello hasta

que aparece el uso inyectado de heroína. De la Fuente et al., (2006) señalan que hasta

entonces “sus repercusiones sociosanitarias fueron aparentemente irrelevantes” y no

había problemas importantes del uso de otras ilegales, sino más bien del de alcohol y

tabaco que “por separado, causan más muertes y sufrimiento que todas las drogas

ilegales juntas” (de la Fuente et al., 2006:506).

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Comas (1994) plantea que en España las drogas ilegales aparecen como “marcador

social” del cambio, pues durante la etapa de la autarquía, nos habíamos mantenido al

margen del complejo cultural de las drogas ilegales implantado en los países

desarrollados desde finales del XIX. En la época de desarrollismo, el turismo trae a

millones de europeos en vacaciones, emergiendo una cultura de fiesta, la tolerancia al

consumo de drogas y la eclosión de comportamientos narcisistas.

Para hacernos una idea más o menos coherente del número de consumidores en 1985,

Navarro (2002:18), a partir de los datos que considera el Plan Nacional Sobre Drogas

(PNSD) en su documento de presentación, ofrece la estimación de consumidores de

diferentes drogas de la tabla 1.

En los años ochenta y a principios de los noventa, se produce un aumento de la

mortalidad juvenil debido a la “epidemia"i del consumo de heroína inyectada. Crisis o

epidemia, por la rapidez en que se manifiesta, con importantes consecuencias negativas

a nivel social y sanitario, no tan solo por los consumos de heroína, sino por la forma en

que se consume y la respuesta o tipo de gestión sanitaria de la situación que se

desencadena. La expansión de la infección por el virus de la inmunodeficiencia humana

(VIH) será un problema añadido, y contribuirá a situar a las drogas como uno de los

problemas más importantes de los españoles, junto al paro y al terrorismo (Navarro,

2002), puesto que en el imaginario social se generó una importante alarma al ser

magnificado el fenómeno. De manera resumida de la Fuente et al., (2006) han hecho un

balance de las consecuencias:

“Al hacer un balance provisional de la epidemia de heroína las cifras resultan

escalofriantes. Con los datos publicados se estima que unas 212.000 personas han sido

tratadas por dependencia de esta droga en centros que notifican al indicador

tratamiento del PND, por lo que los usuarios problemáticos deben haber sido más de

300.000. Unos 100.000 inyectores de drogas (prácticamente todos inyectores de

heroína) se han infectado por VIH, y bastantes más por VHC o VHB. Finalmente, se

han producido entre 20.000 y 25.000 muertes por sobredosis o reacción aguda a

drogas en más del 90% de los casos con implicación de heroína” (de la Fuente et al.,

2006: 509).

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Visto este balance debemos otorgarle el lugar que ocupa entre los problemas sociales de

la época, y atribuirlos no sólo a la sustancia en sí, sino también a la forma en que se

intento dar respuesta al problema, de manera que las adulteraciones de la heroína por su

estatus ilegal, y el paso de una parte importante del colectivo de consumidores a la

administración de la sustancia por vía endovenosa para optimizar los efectos, son

elementos importantes del problema, más cuando conseguir jeringuillas era difícil, lo

que originó la práctica de compartirlas, contribuyendo enormemente a los contagios de

VIH y VHC o VHB.

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3. LA CREACIÓN DE LOS SERVICIOS ASISTENCIALES

Romaní (2004) plantea que puesto que en la visión del mundo de los españoles la droga

ocupaba un lugar central, en aquella época surge otro elemento indispensable para poder

hablar de un problema social: la institucionalización de la intervención sobre drogas.

La crisis de heroína, entre otras cosas, desencadenó una respuesta social y sanitaria que

no evitó los problemas del consumo problemático de heroína y que no eliminó las

consecuencias sociales y sanitarias muy negativas para los consumidores, especialmente

de los que compartían jeringuillas. En cierta forma todo contribuyó a fortalecer la visión

del “problema de la droga”.

Borràs y Sardà (2003:122) analizando como surgieron las redes de atención hacen una

declaración explícita según la cual “lo que atendemos no son principalmente problemas

de drogas, en el sentido de que los efectos de tal o cual sustancia sean, por sí solos o

principalmente, la causa de tanta patología”. En realidad dicen que atendían:

problemas de salud mental o conflictos de orden psicológico (principalmente patología

dual); problemas relacionales, conflictos familiares (de pareja o entre padres e hijos), y

emergencias sociales (pobreza, marginalidad) así como procesos migratorios difíciles.

Añaden que los tres grupos que citan no son mutuamente excluyentes, puesto que a

menudo se mezclan en un mismo individuo o situación y el consumo de drogas puede

ser un recurso (automedicación) para paliar sus problemas. Puesto que la sociedad

reclama una solución urgente al problema de la droga, dicen que no se produce un

debate sobre su esencia, y lo que resulta más fácil es culpar a las personas consumidoras

y centrarlo todo en “la droga”, encubriendo las negligencias en políticas sociales de las

administraciones.

Borràs y Sardà (2003) en su análisis sobre la creación en los años ochenta de las redes

de atención a las drogodependencias, se refieren a ello como una respuesta urgente a

una creciente presión social, y hacen referencia a las iniciativas locales de profesionales

interesados en el tema y con “suficiente influencia institucional como para canalizar los

recursos generados por el creciente clamor social” (2003:119) y al hecho de que la

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urgencia de las respuestas influyó en que éstas fueran “simples, rígidas y, en ocasiones,

inadecuadas” (2003:134).

Coinciden en la valoración que hace la Unión de Asociaciones de Drogodependientes

(UNAD) sobre la respuesta asistencial a los problemas de heroína, indicando que ésta se

produjo principalmente por la reivindicación de familiares, y se desarrolló más por

impulsos individuales que de una manera organizada y coordinada, surgiendo no sólo

múltiples carencias, sino errores e importantes desigualdades de unas localidades a

otras. Para la UNAD en los 80 se crean buena parte de las entidades sin ánimo de lucro

que trabajan con el colectivo de drogodependientes (en buena medida formadas por

familiares) y no es hasta mitades de la década de los 80 -con la creación del PNSD- que

se ordena la expansión asistencial de las diferentes iniciativas sociales (locales,

autonómicas, privadas y públicas) que se había ido creando en la década anterior gracias

a la labor de entidades sin ánimo de lucro, siendo las comunidades terapéuticas ubicadas

en zonas rurales el único recurso asistencial, que implicó un elevadísimo volumen de

fracasos (abandonos, recaídas, etc.) debido a sus exigencias terapéuticas y al

alejamiento del entorno social del drogodependiente. Según UNAD estos fracasos

implicaron la búsqueda de nuevos recursos asistenciales para los drogodependientes que

no encajaban en el perfil de las comunidades terapéuticas.

Sepúlveda (2011) reflexiona sobre el modelo de tratamiento que emerge en los ochenta,

fundamentado en la creencia de que los usuarios de drogas cesarán en su deseo por el

simple hecho de entrar en un tratamiento, y en percepciones no basadas en evidencias

sobre las personas con problemas de dependencia. Para defender su hipótesis se refiere

al libro de Freixa y col. (1981) como el manual que sirvió de base formativa a la

mayoría de profesionales encargados de desarrollar los programas y políticas de

tratamiento de drogodependencias de las redes públicas de nuestro país, y critica el

enfoque del mismo por estar poco fundamentado en la práctica clínica. Lo ve falto de

verosimilitud, especialmente el capítulo 14 “Clínica de los opiáceos” elaborado por

Soler y Solé en el que se llega a afirmar que “El heroinómano suele ser descrito como

falto de escrúpulos morales, fabulador (…) La sensación de irresponsabilidad hacia sí

mismo y hacia los demás que estos pacientes provocan es grande”.

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Megías (1987:10) refiriéndose a aquellos primeros momentos de creación de una red

asistencial, planteó algo parecido:

“Además, es forzoso reconocer que en la asistencia a toxicómanos, hasta estos

momentos, hemos carecido en gran medida de unos planteamientos analíticos y

metodológicos que nos permitieran establecer unas correlaciones lógicas de indicación

y, mucho menos, evaluar las mismas. No está totalmente claro por qué mandábamos lo

que mandábamos y, aún menos claro, que eso sirviera o sirviera más que otra cosa”.

Megías reconoce las incongruencias, aunque respecto al modelo asistencial y los

consumidores existían toda una serie de ideas y nociones, que deberían haberse tenido

en cuenta, algunas de las cuales pasamos a analizar.

Se sabía que aunque las personas que solicitaban atención «parecían» todos iguales,

presentándose como dicen Funes y Mayol (1989:29) “ante los profesionales de los

servicios de atención como padecedores del mismo problema”, tenían muchas

diferencias sociales y sanitarias, aspectos estos que eran claves para que su proceso

terapéutico fuera distinto. Funes y Romaní (1985) fueron de los primeros en enfatizar

tal diversidad que había de comportar según ellos ”recuperaciones diferentes“.

Existían distintas formas de plantear el modelo asistencial, pero el modelo se escoró en

entender la relación curador-paciente e institución-paciente como proceso no sólo de

curación, sino de control y de normatización social (ver Freidson, 1978; Szasz 1990 y

1993) ya que muchos de los comportamientos que se habían definido como

«enfermedad» al ser, de hecho, situaciones sociales que se medicalizaron, no tenían una

solución médica (Rodríguez y De Miguel 1990:9).

El comportamiento de muchos de los consumidores de heroína que entraron en las redes

asistenciales era un comportamiento que en muchos casos no evidenciaba dependencia

farmacológica, sino carencias o conflictos individuales y sociales como anteriormente

señalaban Borràs y Sardà (2003), pero históricamente el pensamiento en materia de

tratamiento y prevención había estado dominado por consideraciones de orden

farmacológico, ignorándose en la mayoría de programas otros aspectos (ver Jaffe

1981:116). Así se priorizó la sustancia, el dependiente, y los recursos se movilizaron

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para esta condición de dependiente, no para otras situaciones carenciales del individuo

como por ejemplo: salud, trabajo, vivienda, entre otros. Hasta la llegada de los

programas de reducción de daños se da un predominio de la visión eminentemente

farmacológica y médica (Pallarés, 1994).

En el desarrollo de los servicios asistenciales, hasta la aparición de los de reducción de

daños, se pueden diferenciar tres etapas. Una primera, definida por la inexistencia de

una red pública de tratamiento, y una oferta centrada en comunidades terapéuticas para

drogodependientes (CTD) no profesionales y en los servicios privados médicos y

psiquiátricos. Una segunda, en que se replantea la atención, dada la creciente demanda,

y que origina respuestas desconectadas (a nivel municipal, autonómico y nacional)

sobretodo públicas, aunque también privadas. Esta segunda etapa coincide con un

momento de implantación y crecimiento de los servicios sociales; con el surgimiento

del PNSD como intento de racionalizar la oferta asistencial pública (así como de definir

qué tipos de servicios es necesario crear), y con el esfuerzo por poner cierto orden y

control en el ámbito del tratamiento. Y una tercera etapa, que tiende a la consolidación

de las redes públicas de tratamiento; control de los servicios privados; regulación de los

tratamientos de mantenimiento con metadona y otros opiáceos y con una creciente

preocupación por la integración social de los asistidos mediante la implantación de

programas de reducción de daños.

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4. PLAN NACIONAL SOBRE DROGAS. UN INTENTO DE NORMALIZACIÓN

Como hemos dicho, hasta la creación del PNSD, las ofertas de tratamiento estaban muy

ligadas a las CTD -que tendrán un gran protagonismo en los medios de comunicación

las más de las veces por noticias negativas (Comas, 2006)-, y a las ofertas de servicios

médicos y psiquiátricos de tipo privado.

Desde principios de los años ochenta crece la demanda de tratamiento, y en los medios

de comunicación social hay un constante goteo de noticias alarmantes respecto los

problemas de drogas (ver Usó, 1996), y empieza a existir una fuerte demanda social de

centros de tratamiento.

En 1985 se crea el PNSD, en un intento de “oponer la racionalidad al alarmismo” y se

apuesta por otro tipo de búsqueda de soluciones que permitan una coordinación de los

esfuerzos de las distintas administraciones, como aparece en el mismo documento de

presentación del PNSD:

“El consumo de drogas se ha convertido en uno de los problemas que suscita mayor

preocupación en la sociedad española. Los análisis que surgen de esta preocupación

están constituidos, en muchas ocasiones, por un conjunto de tópicos, mitos, lugares

comunes, etc., que en nada contribuyen a un enfoque sereno.” (PNSD, 1985: 17).

Cuando surge el PNSD se plantea el debate respecto a si los recursos y respuestas

sociales a las drogodependencias deben abordarse desde lo específico o desde lo

general, puesto que existen recursos asistenciales públicos con carácter general que

podrían ser de utilidad, tanto desde los servicios sociales como desde los sanitarios.

Dado que la intervención en el ámbito drogodependencias ponía en relación servicios

sociales y sanitarios, el PNSD, (ver PNSD 1987) se planteó desde sus inicios:

“Como criterio general, el Plan estableció que la asistencia al toxicómano requiere de

un enfoque integral que evite modelos de tratamiento parciales o aislados, o con un

sesgo profesional excesivo. (....) El modelo de asistencia plantea tres premisas básicas:

-Complementariedad entre servicios de salud y servicios sociales.

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-Potenciación de las redes generales de servicios asistenciales frente a la creación de

servicios paralelos especializados.

-Promoción de fórmulas alternativas de internamiento.”. PNSD (1987:10).

A pesar de los propósitos expuestos la realidad que se creó rápidamente fue otra:

desconexión entre los servicios de salud y los sociales, creación de servicios

asistenciales específicos y paralelos a los existentes y dificultades para las opciones

asistenciales pensadas desde el interés de la salud pública o de reducción de riesgos.

Funes (1991:196-197) reflejó algunos elementos de aquella situación diciendo que:

escasamente el 20% de las personas con problemas de importancia en relación con las

drogas acuden a los servicios de atención a las drogodependencias, quedando muchos

de los más degradados lejos de los recursos; la mayoría de personas con dificultades, en

cambio estuvieron en contacto con servicios asistenciales de atención primaria pero

fueron derivados a otros ámbitos; la exigencia de los programas libres de drogas hace

que vayan pocos a los servicios de atención a las drogodependencias y que de los que

van se queden pocos; los objetivos de los servicios son demasiado rígidos y sólo desde

otra visión de las drogas serían pensables actuaciones que tendieran a reducir el peso y

la importancia que las drogas llegan a tener para ciertas personas.

Romanï et al. (1989) refiriéndose a un estudio con los dependientes de heroína de “alto

riesgo”, señalan las circunstancias en las que se encontraban respecto a la respuesta

asistencial en términos parecidos a Funes: distancias mutuas entre los dependientes de

alto riesgo y los servicios asistenciales; exigencias terapeúticas que son consideradas

como excesivas; tratamientos más elásticos cuando se producen ingresos por otras

enfermedades; su mal pronóstico los excluye de algunos servicios por criterios de

rentabilidad; largas listas de espera que los alejan aún más de los recursos de drogas y

excesiva burocratización.

A pesar de todo a finales de los 80 y principios de los 90 empiezan a surgir voces

críticas y nuevas propuestas. Así, Megías (1987) plantea cuatro grandes posibles

objetivos en la intervención terapéutica, los cuales pueden tomarse en un sentido

progresivo, a valorar según las circunstancias de cada individuo que solicitase

asistencia: mejora de la calidad de vida del drogodependiente sin modificar la

dependencia; mejoras parciales en relación con el consumo, para abordar otros aspectos

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terapéuticos; sustitución controlada de la droga por otra con menos consecuencias

personales y sociales, y por último eliminación de la dependencia y consecución de la

abstinencia como definitoria de la forma de vida. Megías ya planteaba que el abordaje

de esos objetivos alternativos, requería programas complejos y pluridimensionales, que

se sirvieran de dispositivos asistenciales diversos, funcionalmente integrados para

posibilitar una acción global, coherente ordenada y ajustada a las necesidades

individuales (Megías, 1987:18). Y precisaba de la coordinación de la asistencia médica

y social, para utilizar una gran gama de recursos.

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5. LA APARICIÓN DE LOS PROGRAMAS DE REDUCCIÓN DE

DAÑOS.

Desde finales de los 80 se manifiesta entre muchos profesionales la necesidad de nuevos

programas, capaces de acercar los servicios a aquellas personas susceptibles de

necesitarlos, sin excluirles por motivos que eufemísticamente se decían terapéuticos:

recaídas, no adaptación al programa, no aceptar lista de espera, etc.; pero que en el

fondo eran criterios morales e ideológicos, y respondían a una visión de las drogas

altamente moralizada y en absoluto “técnica” o integradora. Lo que se dirimía era cómo

flexibilizar y normalizar los servicios asistenciales, abriéndolos a toda la población que

necesitaba de ellos, y a la par, rentabilizar las intervenciones y recursos existentes. El

objetivo más inmediato era reducir la incidencia del VIH y de otras enfermedades

contagio-infecciosas, y disminuir los delitos relacionados con los consumidores

problemáticos.

Trujols et al., (2010) se han referido a la incidencia que tuvo el conocimiento de los

efectos del VIH y de su rápida expansión entre los usuarios de drogas por vía parenteral,

para favorecer los programas de reducción de daños y riesgos, junto la evidencia del

fracaso de la oferta terapéutica basada en la abstinencia, y la tendencia a modificar la

visión jerarquizada del profesional y del usuario, que consideraba al drogodependiente

como persona no competente.

Mino (2000) señala que hacia finales de los 80 el VIH se constituye en el catalizador de

los nuevos modelos preventivos y terapéuticos, organizados en el marco de la política

de reducción de riesgos o daños, para minimizar los efectos negativos asociados al

consumo de drogas. Hasta entonces, “la guerra contra las drogas”, era el objetivo casi

exclusivo de gobiernos y especialistas, basada en la reducción de la oferta y la demanda,

y privilegiando en lo terapéutico la prevención del uso y la abstinencia rápida entre los

consumidores. El modelo de reducción de daños que en aquellos momentos se llevaba a

cabo en Holanda y Reino Unido consiguió que, a diferencia de España, tener un bajo

impacto de sida y de hepatitis B entre los consumidores de heroína.

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Trujols et al., (2010) plantean que en España se produjo un desarrollo tardío de una

aceptable red de programas de mantenimiento con metadona y de intercambio de

jeringuillas, lo cual viene a explicar las altas tasas de mortalidad de sida en el colectivo

que comparten jeringuillas y de muertes por sobredosis, muchas de las cuales

probablemente se hubieran podido evitarii, pero la obsesión por hacer frente al

“problema de la droga” y de ganarle la “batalla” llevó a realizar medidas que fueron

desastrosas para la salud pública, aunque se publicitasen como defensoras de la misma:

“Por su parte, los tratamientos de mantenimiento con metadona (TMM), una de las

intervenciones más efectivas para disminuir las repercusiones del uso de heroína

(mortalidad, infecciones, problemas sociales), fueron fuertemente restringidos por una

norma legal en 1985 y sólo se desarrollaron ampliamente, aunque de forma desigual

según las Comunidades Autónomas (que desde 1990 tenían plenas competencias para

hacerlo) después de 1992, cuando lo peor ya había pasado, y tras una intensa batalla

frente a sus múltiples detractores de la sociedad civil y de los servicios de prevención y

atención a las drogodependencias (algunos convertidos luego felizmente en gestores de

los mismos)”. (de la Fuente et al., 2006:506-7)

Siguiendo a estos autores vemos como al extenderse los TMM y los programas de

intercambio de jeringas a partir de mediados de los noventa, se atenuaron las

repercusiones del uso de heroína a las que refieren en la cita, aunque apuestan que el

principal determinante fue la disminución de la práctica de consumir heroína inyectada,

que se fue sustituyendo por la práctica de fumarla, con lo cual abogan por la eficacia

producida por cambios culturales más que por las políticas públicas llevadas a cabo, por

lo que no se debe sobrevalorar el efecto de las mismas.

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6. LA SITUACIÓN ACTUAL

A medida que transcurren los años noventa se va consolidando una nueva visión sobre

los consumos de drogas, y sobre sus consumidores, que dejan de verse como marginales

y problemáticos y pasan a percibirse como integrados, y sus formas de consumo

insertadas y enclavadas en los tiempos y espacios de ocio.

Durante los noventa se produce la difusión de las drogas de síntesis y de las

estimulantes, especialmente cocaína, en contextos de fiesta, junto al alcohol y cánnabis.

Este modelo se desarrolla sin grandes cambios hasta que a partir de 2007 empieza a

vislumbrarse un estancamiento o reducción en los consumos, aunque parece que vuelve

a remontar con el cambio de década.

Vistos los problemas acontecidos con el consumo de heroína triunfa la idea de que las

drogas deben abordarse fundamentalmente desde la vertiente preventiva, para evitar

luego males mayores. En la Tabla 2, que recoge los últimos datos respecto a los

programas de prevención podemos ver el alcance en cuanto a participantes de estos

programas.

Por otra parte, las demandas de tratamiento por heroína dejaron de ser por primera vez

en 2005 las que motivaban las mayoría de admisiones a tratamientos (excluyendo

alcohol y tabaco) cediendo el lugar a la cocaína, aunque venían descendiendo desde

1992.

En 2007, según los últimos datos elaborados del Observatorio Español sobre Drogas

(OESD), el total de demandantes fue de 50.555 personas, de las cuales el 45,6% fueron

por cocaína, frente a un 37,4% de heroína, el cannabis tuvo el 11,7%, y apenas en torno

al 5%, el resto; su edad media fue de 33 años (ver OESD, 2009). Asimismo informa,

que en 2007 se registraron 19.224 admisiones de tratamiento por alcohol. Cabe decir

que el policonsumo entre los admitidos está muy extendido.

En la Memoria del PNSD de 2008 podemos ver que la distribución de los atendidos

(admitidos nuevos y los que ya estaban en tratamiento) es bastante regular por todas las

CCAA y que los centros ambulatorios (80.397) y los programas de metadona (81.390)

concentran a la mayoría de los atendidos. También podemos ver que los atendidos por

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alcohol en 2008 (49.036 personas) son casi el 61% respecto las personas tratadas en

Centros ambulatorios ese mismo año (80.397), de lo cual podemos inferir que en un

futuro, excepto personas que estén en mantenimiento por metadona, los tratamientos

estarán centrados en alcohol y cocaína principalmente.

Si atendemos a la evolución del gasto en drogas por áreas de intervención del PNSD,

vemos que si tomamos como base el año 1986, el incremento del gasto ha sido hasta el

año 2008 del 1.456% y que pese al incremento constante en prevención se ha venido

produciendo un importante incremento del gasto en asistencia y reinserción.

Con todo, en los últimos años, se produce una situación de máxima difusión e

implementación de programas de información y prevención en el territorio español, muy

especialmente dirigidos a aquellos que están en edad escolar, y centrados en evitar o

postergar el inicio al consumo de las distintas drogas, legales e ilegales. Todo este gasto

en prevención contrasta con la imagen normalizada que los jóvenes tienen respecto sus

consumos de drogas en contextos de fiesta y la preocupación que, no obstante, genera

en otros colectivos, muy especialmente entre los de los familiares, educadores y, sobre

todo, entre los profesionales socio-sanitarios (Pallarés et al., 2009:64). La necesidad de

intervenir preventivamente, proviene de sus demandas, no de las de los jóvenes, y la

mayoría de las veces responden a una representación social conformada en términos de

alarma sobre los riesgos que los jóvenes asumen con sus consumos, y no sobre los

problemas reales en términos de salud de los mismos.

Rodríguez et al. (2008) han planteado acertadamente que el concepto de riesgo es

polisémico y complejo, y que puede confundirse con la probabilidad del daño o con su

origen o fuente. Esta contradicción evidencia algo a lo que se vienen refiriendo distintos

autores, entre ellos Romaní (2010) cuando critica el intento de confundir el concepto de

riesgo con una situación de peligro o amenaza identificándolo con el daño, para así

naturalizar el concepto, negándole sus raíces históricas y políticas. Se olvida que ciertas

actividades de riesgo son imprescindibles para el crecimiento de adolescentes y jóvenes,

para familiarizarse con los riesgos y favorecer su gestión. Los jóvenes experimentan con

las drogas porque ven ciertos beneficios, no sólo riesgos (ver Rodríguez et al., 2008;

Rodríguez, 2010). Y aunque es evidente que el alcohol “causa muchas más muertes al

año que las sustancias ilícitas”, (Rodríguea et al., 2008:13) genera menos alarma. Por

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17

eso concluyen que los riesgos, más que basarse en problemas reales, lo hacen en las

preocupaciones que pueblan el imaginario colectivo.

Visto de esta forma los riesgos formarían parte de los procesos de maduración hacia la

vida adulta, por eso hay muchos más jóvenes que consumen drogas ilegales

ocasionalmente, que los que lo hacen con cierta frecuencia. De hecho, como plantea

Romaní (2010:28) “…no sabemos exactamente qué consumos de drogas, realizados en

determinados momentos y circunstancias, pueden constituir un factor de riesgo”

Si nos atenemos a los datos y reflexiones aparecidos en recientes y distintos informes

sobre la salud de los jóvenes (Comas, 2008; Espluga, 2010), se desprende que éstos

gozan de una salud “envidiable” que no parece estar distorsionada por sus consumos de

drogas ilegales, aunque respecto a éstas desarrollen unos relativos niveles de

experimentación, que en los últimos años parecen estar a la baja. A pesar de su buena

salud existe preocupación en los padres y educadores, puesto que en su percepción ven

una amenaza en los riesgos de las drogas.

Por tanto, esta alarma que generan las drogas ilegales es desproporcionada y no está

contrastada en datos reales. Comas (2008:25) corrobora nuestras afirmaciones, puesto

que plantea que al disminuir los riesgos reales se recurre a los inventados y se

amplifican por los medios de comunicación, cuando la realidad de los jóvenes según su

estudio y a grandes trazos es:

A pesar de su buena salud hacen un uso alto de los servicios sanitarios. Además,

consumen tasas notables de tranquilizantes, relajantes, antidepresivos y psico-

estimulantes, de manera que el uso de tales fármacos es muy superior al uso de

sustancias psicoactivas ilegales. Acceden a ellos, casi en su totalidad, a partir de la

prescripción médica. En cambio cuando compran estas sustancias sin receta, su

consumo, por una minoría, genera alta alarma.

El tabaquismo es una conducta que se inicia de forma exclusiva en las edades juveniles,

y acumula más riesgo para la salud futura de los jóvenes que todo el resto de problemas

y riesgos que analizan en el Informe. (Comas, 2008:136)

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El consumo de alcohol se ha reducido en las últimas décadas y también entre los

jóvenes, además ha disminuido la mortalidad por accidentes de tráfico, asociados a la

ingesta de alcohol, y parece generarse una nueva cultura de consumo de alcohol que

intenta minimizar los riesgos.

Son en su mayoría personas de más edad o que se iniciaron al consumo de drogas

ilegales en otras épocas los que mayoritariamente están en los dispositivos asistenciales.

Resumiendo, según lo que venimos planteando, parece que nos encontramos en una

nueva fase respecto los problemas de drogas reales, no en cuanto a la alarma o a la

percepción social de los mismos, que sigue distorsionada y tiende a aumentarlos. De

seguir las tendencias observadas, nos encontramos ante el siguiente panorama respecto

la prevención, y la asistencia y reinserción de los que manifiestan problemas de drogas:

En los últimos años han seguido aumentando los programas de prevención aunque no

exista una certeza clara sobre su incidencia real y su supuesta efectividad. Puede ser que

cambios en los patrones de consumo y en la incidencia y prevalencia respondan más a

cambios culturales que a los efectos de la prevención.

Nuestro sistema sanitario de tratamiento ha ido configurándose como un dispositivo

especializado, desconectado incluso de los servicios de salud mental. Desde los años 80

sirvió para tratar mayoritariamente consumidores de heroína, los cuales han ido

descendiendo en los últimos años de manera notable desde mediados de los 90 y desde

2005 han sido superados por los que solicitan tratamiento por cocaína. Los programas

de mantenimiento de metadona previsiblemente también descenderán, puesto que en

estos dispositivos permanecen consumidores de una cierta edad.

A los servicios de tratamiento han llegado jóvenes con consumos problemáticos de

alcohol y cocaína principalmente. Estos centros están adaptándose a las nuevas

demandas y requieren importantes cambios puesto que se diseñaron contando con los

consumidores problemáticos de heroína, y aquel modelo, sobre el que existen serias

dudas sobre su eficacia, en nada responde a las necesidades y problemas de la actual

demanda.

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Los jóvenes consumidores con problemas a nivel social, suelen recibir atención cuando

manifiestan un comportamiento dependiente a determinadas sustancias, y lo reciben

para paliar sus efectos, no por los problemas o dificultades de tipo social que les

afectaron en su relación con las drogas.

Tenemos unos servicios sanitarios enfocados a unos problemas, que en parte son

imaginarios, puesto que a los consumidores con problemas reales, sus necesidades no

siempre son abordadas en los programas de tratamiento. Además, en un futuro, cada vez

más los prototipos de la demanda serán distintos al modelo de servicios asistenciales

que se ha ido diseñando.

Todo lo anterior nos lleva a pensar que se requiere un serio replanteamiento de los

modelos de tratamiento e integración, sociales y sanitarios, replanteamiento que por el

momento no se vislumbra.

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Alcohol 1.900.000 a 2.300.000

Cocaína 60.000 a 80.000

Heroína 80.000 a 125.000

Anfetaminas 350.000 a 500.000

Inhalables 18.000 a 21.000

Cánnabis 1.200.000 a 1.800.000

Tabla 1. Consumidores de las distintas drogas en 1985. Fuente: Navarro

(2002:18).

Número de participantes en programas de prevención AÑO 2008

Número

Escolares (alumnos) 2.002.110

Escolares (profesores) 13.258

Familiares 152.822

Programas de menores en riesgo 41.489

Programas de ocio alternativo 565.650

Tabla 2: Fuente PNSD. Memoria 2008

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EVOLUCIÓN DEL GASTO DE LAS COMUNIDADES Y CIUDADES

AUTÓNOMAS POR ÁREAS DE INTERVENCIÓN. 1986-2008 (miles de euros)

ÁREAS 1986 1992 1998 2002 2004 2005 2006 2007 2008

Prevención 3.122 13.484 19.954 40.372 52.035 51.925 58.016 57.025 56.662

Asistencia y

reinserción

16.678 73.798 104.774 168.086 172.073 196.275 213.834 232.798 249.550

Investigación,

documentación

y

publicaciones

930 2.912 2.661 3.901 7.326 9.092 9.221 7.878 6.107

Coord..

institucional y

coop. Con

iniciativa

social

1.584 6.401 12.281 12.249 11.511 11.334 11.436 11.272 12.576

TOTAL 22.314 96.595 139.670 224.608 242.945 268.626 292.507 308.973 324.895

Tabla 3. Fuente PNSD. Memoria 2008

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sobredosis y el 38% si los afectados hubieran estado en programas de Tratamiento o mantenimiento con metadona.