Adiós a mamá - Arenas, Reinaldo, análisis

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Lectura neo-alegórica de “Adiós a mamá” de Reinaldo Arenas Daniel Altamiranda Las décadas del setenta y ochenta fueron para América Latina un período de profunda desilusión y esforzada reconstrucción de la vida democrática desde los cimientos mismos del pacto social. Desde un extremo del espectro político, la noche de Tlatelolco en México y los golpes militares en gran parte de las repúblicas latinoamericanas y, desde el otro, la progresiva estalinización de la política de la Revolución Cubana significaron la confrontación de los ideales progresistas de los sesenta con una realidad en que el autoritarismo y la represión de estado son las respuestas primarias a que se acude frente a la polarización y pauperización social. En un segundo momento, el descrédito público de los gobiernos autoimpuestos, acompañado de un giro en la política internacional de los Estados Unidos, propició en gran parte de la región un dificultoso regreso a los cauces democráticos que, al menos por ahora, parece definitivo. En este contexto, definida algo vagamente en términos temporales como la modalidad literaria dominante, específicamente narrativa, el Post-Boom incorpora nombres que en la actualidad han llegado a lograr un amplio reconocimiento internacional: los chilenos Isabel Allende, Diamela Eltit, Ariel Dorfman y Antonio Skármeta, los mexicanos Jorge Aguilar Mora, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Gustavo Sáinz, los argentinos César Aira, Mempo Giardinelli, Tomás Eloy Martínez, Ricardo Piglia, Manuel Puig, Juan José Saer y Luisa Valenzuela, los cubanos Reinaldo Arenas y Miguel Barnet, los uruguayos Napoleón Baccino Ponce de León y Cristina Peri Rossi, entre otros. Sin embargo, desde el punto de vista de la historiografía literaria, la situación dista de ser sencilla toda vez que los autores indicados confluyen con los grandes maestros del Boom –Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa–cuando se adopta la categoría de postmodernidad como concepto epocal. Y esta adopción no es, de manera alguna, antojadiza. En efecto, como observa Malva E. Filer, “[d]esde los años setenta, la identificación con el Postmodernismo se hace cada vez más apropiada, con el progresivo abandono de los proyectos novelísticos totalizadores (como el de Rayuela)” (p. 42; cfr. los ensayos reunidos por Domínguez y por Steimberg de Kaplan así como también los estudios monográficos de Menton y Williams).

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Lectura neo-alegórica de “Adiós a mamá” de Reinaldo Arenas

Daniel Altamiranda

Las décadas del setenta y ochenta fueron para América Latina un período de profunda

desilusión y esforzada reconstrucción de la vida democrática desde los cimientos mismos

del pacto social. Desde un extremo del espectro político, la noche de Tlatelolco en México

y los golpes militares en gran parte de las repúblicas latinoamericanas y, desde el otro, la

progresiva estalinización de la política de la Revolución Cubana significaron la

confrontación de los ideales progresistas de los sesenta con una realidad en que el

autoritarismo y la represión de estado son las respuestas primarias a que se acude frente a la

polarización y pauperización social. En un segundo momento, el descrédito público de los

gobiernos autoimpuestos, acompañado de un giro en la política internacional de los Estados

Unidos, propició en gran parte de la región un dificultoso regreso a los cauces democráticos

que, al menos por ahora, parece definitivo.

En este contexto, definida algo vagamente en términos temporales como la modalidad

literaria dominante, específicamente narrativa, el Post-Boom incorpora nombres que en la

actualidad han llegado a lograr un amplio reconocimiento internacional: los chilenos Isabel

Allende, Diamela Eltit, Ariel Dorfman y Antonio Skármeta, los mexicanos Jorge Aguilar

Mora, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska y Gustavo Sáinz, los argentinos César Aira,

Mempo Giardinelli, Tomás Eloy Martínez, Ricardo Piglia, Manuel Puig, Juan José Saer y

Luisa Valenzuela, los cubanos Reinaldo Arenas y Miguel Barnet, los uruguayos Napoleón

Baccino Ponce de León y Cristina Peri Rossi, entre otros. Sin embargo, desde el punto de

vista de la historiografía literaria, la situación dista de ser sencilla toda vez que los autores

indicados confluyen con los grandes maestros del Boom –Gabriel García Márquez, Carlos

Fuentes, Mario Vargas Llosa–cuando se adopta la categoría de postmodernidad como

concepto epocal. Y esta adopción no es, de manera alguna, antojadiza. En efecto, como

observa Malva E. Filer, “[d]esde los años setenta, la identificación con el Postmodernismo

se hace cada vez más apropiada, con el progresivo abandono de los proyectos novelísticos

totalizadores (como el de Rayuela)” (p. 42; cfr. los ensayos reunidos por Domínguez y por

Steimberg de Kaplan así como también los estudios monográficos de Menton y Williams).

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Ahora bien, la referencia de Filer permite postular un elemento de diferenciación entre

dos subperíodos: el cambio de orientación en el interés de los escritores, que dejan de

dirigir sus esfuerzos a la elaboración de grandes proyectos narrativos (la escritura de la

novela total) para generar una discursividad literaria que, sin dejar de lado el

experimentalismo lingüístico y expresivo, se caracterizaría–y en esto seguimos las

declaraciones de las principales figuras del post-boom, vertidas en varias entrevistas–por:

1. una aceptación renovada de la realidad, que va frecuentemente acompañada de

compromiso social;

2. un retorno al ideal del amor;

3. la experiencia del exilio;

4. mayor legibilidad alcanzada mediante el reconocimiento de los presupuestos del

lector sobre tiempo, causalidad y referencialidad lingüística.

Todo ello puede sintetizarse en la fórmula de Shaw según la cual el regreso a una

forma de realismo accesible, con tendencia socialmente crítica, es central a la escritura del

post-boom (p.17). Pero conviene tener presente que esto no significa volver al realismo

tradicional sino un esfuerzo por expresar lo real sin dejar de tener conciencia de que las

expresiones de la realidad son ficcionales.

En consonancia con estos lineamientos y en relación directa con el estudio de la

forma cuento propiamente dicha, Carlos Monsiváis destaca en la producción mexicana tres

“cambios perceptibles” que corresponden a la eliminación de la distancia entre el narrador

y los objetos de su atención, la interiorización de la acción y el desvanecimiento de la

censura social del arte. El segundo de los rasgos apuntados lleva a establecer que “en el

texto, los personajes extreman y afirman sus contradicciones, descubren en su yo una

cultura y una sociedad concentradas y en evolución, sacian en sus conflictos amorosos su

nostalgia de hazañas” (pp.26-27). Por otro lado, la eliminación de la censura permite que la

expresión llegue a tratar lo anteriormente considerado tabú, ya sea desde el punto de vista

lingüístico como conductual, sin limitaciones. En síntesis, el cuento mexicano de la

postmodernidad quedaría caracterizado por una libertad expresiva prácticamente absoluta y,

a la vez, por una enorme diversidad de temas y estilos.

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Es indudable que los rasgos señalados hasta aquí permiten dar cuenta de gran parte

de la producción cuentística del período considerado. Sin embargo, creemos que la

caracterización puede y debe ampliarse. Para ello, recurriremos a un estudio de David W.

Foster quien, aunque considera que el elemento más importante de la nueva cuentística

hispanoamericana es la articulación de la voz narrativa, manifiesta en la presencia de “un

narrador poco afable, desorientado y desorientador” (p.24), que lucha por encarar una

experiencia cuya comprensión se le escapa, también se refiere a “desplazamientos

posmodernistas, desconstructivistas” (p.12) que consisten en:

• la irrupción de códigos y registros diferentes de aquello que, comúnmente,

aceptamos como lenguaje literario (p.17);

• el documentalismo, es decir, la “presencia de textos o fragmentos de textos que se

niegan a enmascarar su origen en los dominios que convencionalmente son

excluidos del ámbito de la literatura” (p.18);

• y el debilitamiento de los límites entre historia y literatura, que propicia tanto la

incorporación de material documental extraliterario como la instauración

neoalegórica de la sociohistoria.

Tanto la ampliación del espectro lingüístico como el documentalismo concuerdan

con la orientación hacia el realismo accesible del que hablábamos anteriormente, pero el

tercero de los rasgos indicados introduce una modalidad expresiva de origen antiguo pero

ahora con una función socio-cultural distinta. Antes que nada, hace falta señalar que, a

diferencia de sus manifestaciones contemporáneas, la alegoría tradicional se construye en

torno de personajes arquetípicos cuya condición simbólica se subraya con nombres

emblemáticos (como Don Carnal y Doña Cuaresma, el Pecador, Everyman, etc.) que

predeterminan la remisión a la esfera religiosa para establecer el sentido profundo del texto.

Además, la alegoría es un tipo de relato que explota la pluralidad semántica a fin de generar

un texto que impone sobre el lector la necesidad de operar en más de un nivel

interpretativo. Dicho en otros términos, la coexistencia de al menos dos planos de

interpretación –uno superficial o literal y otro profundo o traslaticio– es un rasgo

constitutivo del género que dispara una convención de lectura específica, según la cual no

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es suficientemente satisfactorio desplegar el sentido de uno solo de dichos niveles. Por el

contrario, la lectura óptima será aquella que logre identificarlos en su individualidad e

indague en las interrelaciones que los conectan con la misma superficie textual.

Si la hipótesis de Foster es correcta, la neoalegorización, a la vez que afirma la

dimensión creativa de la producción textual, estatuye “una coherencia que proviene de la

estructura de los fenómenos que pretende recoger, representar y auscultar” (23).

Efectivamente, el proceso de generación de esta manifestación literaria en el contexto

actual surge como repuesta a la problemática integración de historia y ficción que enfrentan

los escritores. Foster comenta dicho proceso en estos términos:

al llegar a desconfiar de la viabilidad de la práctica de la inserción del material documental, especialmente aquél que conserva su cualidad enmarcada o entrecomillada, el narrador contemporáneo ha revisado las pautas de la incorporación de la sociohistoria al texto literario. Lejos de tratarse de un retorno a un concepto del arte como trasce[n]dencia de la sociohistoria o un refugio en un remozado concepto de la cultura como sana y saludable evasión de una realidad agobiante a la que hay que dar la espalda, el descarte del documentalismo explícito funciona más bien como una revigorizada reflexión de cómo se puede llevar a la literatura la abigarrada textura de la historia. Evidentemente, una alternativa es la nueva instalación de la literatura como proceso metafórico, donde se vuelve cuestión de forjar un coherente tejido de signos que “trasladan” o “traducen” el texto sociohistórico a los procesos discursivos de la narrativa. (p.22)

Una vez establecido el sentido general en que empleamos el término neoalegoría es

pertinente revisar su articulación textualizada en uno de los textos más representativos de la

producción cuentística de la década del setenta: “Adiós a mamá” del cubano Reinaldo

Arenas.

En primer lugar, Arenas deja testimonio explícito de que este cuento, que fue dado a

conocer por Ángel Rama en su antología de Novísimos narradores (1981) y también fue

incluido en la revista venezolana Zona Franca (cfr. Valero, Hasson y Ette, p.184), ha sido

resultado de dos procesos sucesivos de escritura. A partir de la nota de datación que cierra

el texto, sabemos que una primitiva versión, escrita en septiembre de 1973, se ha perdido y

que la versión definitiva se elaboró a fines de 1980. Sobre la importancia de este dato

extratextual volveremos más tarde.

“Adiós a mamá” relata el prolongado velatorio de una mujer, cuyo proceso de

putrefacción se refiere en obsesivo y mórbido detalle, y la inmolación sucesiva de sus hijas

–Otilia, Odilia, Onelia y Ofelia– en una especie de ritual suicida cuyo sentido final sólo se

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explica como resultado de una lealtad irracional. El único sobreviviente de esta danza

macabra es el narrador, hermano supuestamente menor, quien se debate entre el deber de

acompañar en la muerte a su familia o continuar con su propia vida.

El cuento se inicia con el anuncio de la muerte de la madre que provoca en sus

descendientes un proceso creciente de alienación y negación de la realidad: así, frente a la

hinchazón cada vez mayor del cuerpo en descomposición, las hermanas se ocupan de

arreglarle el cabello o acomodarle la sobrecama, y frente al olor nauseabundo que exhala,

afirma Onelia, secundada de inmediato por sus hermanas, que “nunca olió tan bien como

ahora” (p.159). La putrefacción los embriaga de tal manera que toda percepción se trastoca

hasta conducir a un pasaje como el siguiente:

El perfume de los cuerpos putrefactos de mamá, Ofelia, Odilia y Otilia se ha apoderado de toda la región que ahora es un páramo encantador, pues los asquerosos pájaros, las sucias mariposas, las hediondas flores, las pestíferas yerbas y demás arbustos, junto con los asquerosos árboles, han desaparecido, se han marchitado, se han ido avergonzados o han muerto, debido–con razón–a su inferioridad. Toda esa inutilidad endeble y efímera, todo ese horror. Todo ese paisaje inútil, indolente, criminal, ha sido derrotado. Y la región es una espléndida explanada recorrida por un rumor extraordinario: el incesante ir y venir de cucarachas y ratones, el trajinar de los gusanos, el zumbido infatigable de los luminosos enjambres de moscas. (p.166)

Los suicidios sucesivos de las hijas se producen de la misma manera y, en cada

despedida, afirman el sentido de la inmolación. Así, la primera de ellas, Ofelia, sostiene:

“aquí estoy, aquí estamos, firmes, fieles, dispuestos para lo que tú digas” (p.162) y, poco

después, otra de las hermanas, que había luchado por la posesión del arma, dice: “así que

querías irte con ella antes que yo... Le demostraré que yo le soy mucho más fiel que todos

ustedes” (p.163).

Finalmente, es a partir de la evocación de la imagen de Ingrid Bergman que el narrador

logra invertir una vez más el nivel lingüístico a medida que huye de la casa en dirección al

mar y al aire fresco:

Me gusta la peste de estos árboles; me encanta la hediondez de la yerba en la cual me revuelco. ¡Ingrid Bergman! ¡Ingrid Bergman! Me fascina el olor putrefacto de las rosas. Soy un miserable. No puedo evitar que el campo abierto me contamine. ¡Ingrid Bergman! Me golpeo, me vuelvo a golpear. Pero sigo arrastrándome por el bosque, apoyándome en los troncos, aferrándome a las hojas, embriagándome con las fétidas emanaciones de los lirios(...) Llego hasta el mar, me despojo de todas mis ropas y, definitivamente cobarde, aspiro la brisa. Desnudo me lanzo a las olas que, sin duda, han de oler muy mal. Sigo avanzando sobre la espuma que ha de ser pestífera. ¡Ingrid Bergman! ¡Ingrid Bergman! Y

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salto; salto sobre la blanca, transparente –¿hedionda?– espuma (...) Soy un traidor. Decididamente soy un traidor. Feliz. (p.171)

El relato propiamente dicho es susceptible de una lectura “realista” como caso

anormal, en el que lo inusual se explica a partir de la postulación de un narrador focalizado

y no confiable. No obstante, varios elementos textuales, considerados en clave traslaticia,

conducen a reconstruir un significado subyacente o alegórico. Para ello, será necesario

reiniciar el comentario a partir de una descripción de la distribución del material textual.

El texto se subdivide en 18 secciones numeradas consecutivamente que

corresponden a dos modalidades expresivas diferenciadas: por una parte, la puramente

narrativa que se presenta, como ya se ha establecido, desde la perspectiva de un narrador

intradiegético y, por otra, una modalidad “poética” que incluye las secciones séptima,

decimotercera y decimoséptima, todas marcadas por un tono hímnico y ditirámbico. Desde

el punto de vista de la segmentación discursiva, las secciones indicadas en el texto no

parecen responder a un esquema de partición en unidades diversas y no discretas: alternan

secciones más o menos extensas con otras brevísimas, como la quinta que se limita a la

frase “ya es hora de enterrarla” (p.158) o la undécima que contiene apenas una aclaración

parentética, “(para mí, que soy el único que los escucho)” (p.163). Esta anomalía

distributiva es reforzada por el hecho de que los cortes establecidos suelen caer en medio de

estructuras sintácticamente solidarias, como se ve en los siguientes pasajes:

[2] Y entre alaridos y sollozos giran a su alrededor en incesante círculo, a la vez que se golpean el pecho y la cara, se tiran de los cabellos, se persignan, se arrodillan, vertiginosamente sin detener la ronda

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a la cual yo, sin poder detenerme, también aullando y flagelándome, me incorporo. (pp.156-57)

.................................................................................................................................

[4] Creo, les digo en voz baja, mientras me inclino, que

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ya es hora de enterrarla. (p.158)

Anticipando una explicación puede establecerse que estas marcas textuales apuntan

a un desmembramiento “aleatorio” del nivel discursivo que parece descomponerse al ritmo

de la putrefacción del cuerpo de la madre pero, sumado al recurso de inversión lingüística

de valores que hemos leído como señal de negación de la realidad, establece una

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problematización compleja del lenguaje que llega, en la sección 18, a plantearse en

términos de lo que cubre la expresión “lo políticamente correcto”:

Ha llegado el momento. El gran momento en que debo unirme a mamá. ¿Debo?, ¿dije debo? Quiero, quiero, esa es la palabra. Finalmente puedo, hundiéndome en el torbellino de las alimañas... ¿Alimañas? Cómo puede haber salido de mi boca tal palabra. Mi madre, ¿mi adorada madre, eso que ahí se mueve, puede llamarse acaso alimaña? (p.169)

Otro elemento lingüístico que contribuye a la determinación del significado segundo

del relato se da cuando el narrador insiste en la necesidad de enterrar a la madre, su

hermana Ofelia le grita: “(...) no es más que un traidor. Ella, a quien se lo debemos todo.

Gracias a la cual existimos. ¡Criminal!” (p.159). Aquí, el uso del término traidor, que se

repite al final del cuento y que entra en contraste con las manifestaciones de lealtad de las

hermanas, es la clave de acceso de la lectura alegórica: queda claro que no se trata de mero

amor filial, incluso amplificado en proporciones ilimitadas, sino de una forma de relación

que supone el cumplimiento de las exigencias de leyes sociales de orden superior, como la

fidelidad a la patria o el sentido del honor y la hombría de bien.

Por último, hay que prestar atención a la evocación de la madre por parte del narrador:

(...) miro ahora para el rostro ennegrecido... Mamá en el deshoje del maíz, ordenando los distintos trabajos, inundando la noche con el olor del café, repartiendo turrones de coco, prometiéndonos, para la semana próxima, un viaje al pueblo: ¿es esto ahora? Mamá abrigándonos antes de apagar el quinqué, orinando de pie bajo la arboleda, entrando a caballo bajo el aguacero con un racimo de plátanos recién cortados, ¿es esto? Mamá, desde el corredor, alta y almidonada, olorosa a yerbas, llamándonos para comer, ¿es esto? Mamá congregándonos para anunciarnos la llegada de la Navidad, ¿esto? Mamá cortando el lechón, repartiendo las carnes, el vino, los dulces... ¿esto? Mamá haciendo descender, desde la cumbrera del techo, la e[s]clusa (todos mirando embelesados), y, ya, desplegando ante nosotros nueces, alicantes, yemas y dátiles... ¿Es esto?, ¿es esto? (p.157)

La imagen de la madre en vida como ser todopoderoso, del cual depende el

bienestar de todos los miembros de la familia, que rige como una deidad sobre la vida y el

destino de los suyos, que determina festividades y llega a desempeñarse como hombre y

adquirir atributos masculinos, obliga a pensar en su valor simbólico.

Al reunir las piezas que hemos identificado podemos reconstruir el rompecabezas de

la neoalegoría en este cuento. Primero, un elemento objetivamente extratextual que ha sido

voluntariamente convertido en parte del texto es la referencia a la fecha de la primera

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versión. Al respecto, la autobiografía del autor, titulada Antes que anochezca, ofrece

abundante información sobre el contexto de escritura original del relato, en particular la

persecución de intelectuales y disidentes en Cuba, cuyo caso emblemático fue el célebre

proceso a Heberto Padilla en 1971. A ello hay que agregar los distintos marcadores

lingüísticos que insisten en la disociación entre discurso y referente, fenómeno que muchos

cubanos anticastristas han denunciado como uno de los procedimiento de control político

establecido por el régimen (Sobre este tipo de manipulaciones, véase Altamiranda).

Finalmente, recuperando la asociación escolar entre familia y patria, según la cual la

segunda se moldea sobre la metáfora de la primera, es razonable proponer que, en el caso

de “Adiós a mamá”, la figura de la madre represente a la Revolución Cubana que llegó a

convertirse en el centro de la vida de sus hijos, es decir el pueblo cubano, a tal punto que

incluso “muerta” les exige postreros sacrificios. A la luz de esta lectura, la escena final en

que el narrador se arroja al mar desnudo no es sino otra metáfora para referirse a los

balseros que, atraídos por la cultura norteamericana –representada aquí por la película de

Ingrid Bergman– se echan al mar abandonando el cuerpo inerte de su patria en

descomposición, dejando atrás las alimañas, las moscas, cucarachas, ratones y gusanos que

se han apoderado de todo.

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Bibliografía

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