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215 ADORNO: LA MÚSICA Y LA INDUSTRIA CULTURAL David Jiménez Primera parte (1928-1938) I Los primeros escritos musicales de Adorno, casi siempre reseñas o breves notas de análisis formal, se remontan al año 1921 1 . Ese año y los tres siguientes escribe sobre algunos compositores que serán tema recurrente a lo largo de su obra: Bartok, Hindemith y Richard Strauss. En 1925 publica los textos iniciales de una serie que no se interrumpirá durante toda su carrera: Schönberg, Berg, Webern, la nueva música, el método dodecafónico. Comienza también, en esta etapa temprana, a elaborar ciertas nociones, como las de material musical, mediación y segunda natura- leza, que habrán de desarrollarse y perdurar en sus trabajos posteriores. De Adorno se ha dicho, con frecuencia, que su pensamiento, sus inquietudes filosóficas y hasta su estilo man- tuvieron una alarmante unidad en el tiempo, como si hubieran surgido ya formados y sin urgencias mayores de cambio. Hay mucho de cierto en esa afirmación, aunque habría que matizar- la, por lo menos, con dos anotaciones: el encuentro con Walter Benjamin y su experiencia en los Estados Unidos, momentos que significaron crisis y cuestionamientos de fondo en la vida intelectual de Adorno 2 . 1 El autor es para entonces un joven de diecinueve años, estudiante del Conser- vatorio de su ciudad natal, Frankfurt, ansioso de figurar y con expectativas de una carrera profesional en el campo de la composición. Con este propósito se traslada a Viena, en 1925, donde se hace alumno de Alban Berg y estudia piano con Eduard Steuermann. Ese mismo año compone Dos piezas para cuarteto de cuerdas, op. 2, estrenada en 1926. Mientras adelanta estudios universitarios de filosofía, escribe reseñas de conciertos y artículos sobre temas musicales en varias revistas. Su actividad de compositor ya se había iniciado en 1918, con dos can- ciones sobre textos poéticos de Theodor Storm. 2 El encuentro con Benjamin, dice Susan Buck-Morss, fue “un punto de trans- formación para Adorno”. Hasta su estilo cambió: “a partir de 1928 casi todo lo Revista Educación estética1.indd 215 23/10/2007 12:30:30 a.m.

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ADORNO: LA MÚSICA Y LA INDUSTRIA CULTURAL

David Jiménez

Primera parte (1928-1938)

I

Los primeros escritos musicales de Adorno, casi siempre reseñas o breves notas de análisis formal, se remontan al año 19211. Ese año y los tres siguientes escribe sobre algunos compositores que serán tema recurrente a lo largo de su obra: Bartok, Hindemith y Richard Strauss. En 1925 publica los textos iniciales de una serie que no se interrumpirá durante toda su carrera: Schönberg, Berg, Webern, la nueva música, el método dodecafónico. Comienza también, en esta etapa temprana, a elaborar ciertas nociones, como las de material musical, mediación y segunda natura-leza, que habrán de desarrollarse y perdurar en sus trabajos posteriores. De Adorno se ha dicho, con frecuencia, que su pensamiento, sus inquietudes filosóficas y hasta su estilo man-tuvieron una alarmante unidad en el tiempo, como si hubieran surgido ya formados y sin urgencias mayores de cambio. Hay mucho de cierto en esa afirmación, aunque habría que matizar-la, por lo menos, con dos anotaciones: el encuentro con Walter Benjamin y su experiencia en los Estados Unidos, momentos que significaron crisis y cuestionamientos de fondo en la vida intelectual de Adorno2.

1 El autor es para entonces un joven de diecinueve años, estudiante del Conser-vatorio de su ciudad natal, Frankfurt, ansioso de figurar y con expectativas de una carrera profesional en el campo de la composición. Con este propósito se traslada a Viena, en 1925, donde se hace alumno de Alban Berg y estudia piano con Eduard Steuermann. Ese mismo año compone Dos piezas para cuarteto de cuerdas, op. 2, estrenada en 1926. Mientras adelanta estudios universitarios de filosofía, escribe reseñas de conciertos y artículos sobre temas musicales en varias revistas. Su actividad de compositor ya se había iniciado en 1918, con dos can-ciones sobre textos poéticos de Theodor Storm.2 El encuentro con Benjamin, dice Susan Buck-Morss, fue “un punto de trans-formación para Adorno”. Hasta su estilo cambió: “a partir de 1928 casi todo lo

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En uno de estos textos tempranos3, anterior a 1930, aparece la cuestión, central para el futuro sociólogo de la cultura de ma-sas, acerca de la división de la música en seria y ligera, y del momento histórico en que surge esta separación. Adorno afirma que la revolución francesa y la escisión de la sociedad en clases antagónicas fueron las causas de la segmentación de la música en esas dos categorías que habrían de convertirse con el tiempo en irreconciliables. El tono de la explicación ya resulta incon-fundiblemente adorniano: en medio de condiciones sociales des-garradas, en las que resultaba inconcebible una alegría autén-tica de los poderosos, la música prestó un servicio ideológico a la sociedad al crear una alegría irreal, mientras abandonaba al mismo tiempo el campo de la verdad al arte más serio. En el siglo XIX, la soledad y el patetismo serán dos de los rasgos más sobresalientes de la música seria, no ajenos a esa redistribución de funciones mediante la cual la música de diversión fue, por su parte, volviéndose cada vez más liviana. Mientras más ruido se escuchaba en uno de los campos, más pesado se sentía el silencio del otro. Sin embargo, el joven crítico musical no deja de advertir los secretos nexos que los ligan. Las operetas de Léhar son una transformación de la ópera de Bizet, pero en el paso se han perdido los rasgos de contenido humano que todavía se hallaban ocultos en Carmen. No sólo los valses de Chopin sino la misma Fantasia Impromptu manifestaron su aptitud para el deporte de la danza y el fácil éxito de la moda. Y hasta en la solemnidad de la música de Wagner encuentra Adorno una predisposición al encanto de los bares nocturnos y a los llamados del jazz.

Las obras artísticas, por más serias y autónomas que sean, no pueden sustraerse a la historia. Y la historia, para cada una, es su aquí y ahora. No existe una “obra en sí”, cuya eternidad la ponga

escrito por Adorno lleva el sello del lenguaje de Benjamin” (Buck-Morss 63). En cuanto a sus años de permanencia en los Estados Unidos, es el mismo Adorno el que confiesa: “En Estados Unidos me liberé de la ingenuidad de la creduli-dad cultural, adquirí la capacidad de ver desde fuera la cultura. A despecho de toda mi crítica social, y pese a que tenía conciencia del predominio de la economía, desde siempre tuve por evidente la absoluta preeminencia del es-píritu. Que esa evidencia no es válida sin más vine a saberlo en América, donde no impera ningún respeto tácito por lo espiritual. La ausencia de este respeto lleva al espíritu a la conciencia crítica de sí mismo” (“Experiencias científicas en Estados Unidos” 1973, 136).3 “Nocturno” (1929), en Reacción y progreso y otros ensayos musicales, 1984. 27-34.

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a salvo del devenir y la decadencia. “El estado de la verdad en las obras”, escribe Adorno en este breve ensayo, “responde al estado de la verdad histórica” (“Nocturno” 1984, 30). Pretender que las obras eternas se salvan del envejecimiento y que hay en ellas un elemento de permanencia que resiste al deterioro del tiempo es una idea reaccionaria. Por el contrario, “el carácter de verdad de la obra se encuentra ligado, precisamente, a la deca-dencia misma” (31). El tema de la inmortalidad de las obras ha llevado a la manipulación de los clásicos en conciertos y festivales que pretenden perpetuarlos mediante interpretaciones inactuales, rentables, “cual tapices solemnemente oscurecidos para el con-fortable auditorio”. Según Adorno, los verdaderos valores que debería resaltar la interpretación son aquéllos que pertene-cen a “la plena actualidad de la obra”. Apelar exclusivamente a la reconstrucción del pasado, como si la obra careciese de nexos con los sucesivos presentes de la historia en que perdura, es la solución cómoda y aparentemente correcta. Pero ninguna obra permanece en su verdad original. Su decadencia es el escenario en el que se representa la disociación entre la verdad y su imagen, es decir, entre el contenido y su apariencia formal. No obstante, Adorno sostiene que esa apariencia, ese restituir en la interpre-tación la autenticidad exterior, audible, de la música, permite que los valores sumergidos en ella iluminen su despliegue externo y brillen como “cifras de la verdad”.

El problema que deja abierto el autor en este escrito es el de la in-terpretabilidad de las obras musicales del pasado. “¿Cómo debe realizarse musicalmente el pasado en el momento presente?” Responde que las obras se vuelven ininterpretables, porque los contenidos que la interpretación intenta captar se han transfor-mado. Si la historia se encarga de revelar el contenido original de las obras pasadas, sólo puede evidenciarlo a través de la decaden-cia de las mismas en su unidad estructural. Era esa unidad la que hacía posible la interpretación justa. “Los contenidos aparecen hoy claros y lejanos”, escribe Adorno, “mientras las envolturas próximas de las que surgieron no les proporcionan ya calor al-guno” (28). Así sucede con Bach, por ejemplo. La unidad del sen-tido espiritual y las estructuras formales de su música se ha di-luido para nosotros. En su momento de surgimiento histórico, en cambio, esa unidad aparecía indisoluble y regulaba la libertad de la interpretación. Ahora, la objetividad de esa obra parece redu-

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cida a un principio estilístico, cuya única interpretación posible consiste en reproducir los contornos enigmáticos de la forma. La libertad de interpretación puede así degenerar en arbitrariedad o, en el polo opuesto, plegarse a la imposición externa de un esquema racionalizado4.

Son esos problemas anteriormente expuestos los que abren una primera perspectiva a la cuestión del arte autónomo y su relación con la industria cultural. Adorno ve en la decadencia histórica de las obras, esto es, en la inevitable fragmentación de las mismas como efecto de la ruptura interna de su unidad, la puerta triunfal para la entrada de la música seria en el ámbito del entretenimiento. Las obras entran en ruinas al mercado cultural. Perdido ya su contenido teológico, la música de Bach mantiene un bello orden formal, que admite el goce desligado del sentido original. Algu-nos de sus consumidores actuales, dice Adorno, se han apartado de la fe y tampoco creen en su propia autodeterminación, pero buscan en Bach la imagen musical de una autoridad trascenden-te, pues sería bueno sentirse protegidos: “se goza del orden de la música de Bach porque así puede uno someterse a algún orden” (“Defensa de Bach contra sus entusiastas” 1962b, 142). O se pone al servicio de los neoconversos y se empobrece aun más. O se anula en un triste destino de compositor para festivales de órgano. En todos los casos, la función de mercancía cultural ha comenzado a prevalecer, y la perfección formal de la música, una vez desatado el nudo que la unía a su contenido de verdad, entra en relación con una amplia oferta de contenidos insustanciales.

Podría pensarse que, para Adorno, la pérdida irreparable de la unidad y la dignidad de la obra sería un efecto perverso de la industria cultural, pero no es así. Por el contrario, explícitamente sostiene, como presupuesto estético general, que los elementos de esa unidad no son inseparables y que la historia de la obra es

4 La interpretación actual de una obra musical del pasado se realiza, según Adorno, “en la intimidad entre el texto y la historia”. Interpretar una obra de manera actual significa interpretarla “según la situación objetiva actual de la verdad”, pero al mismo tiempo “interpretarla fielmente”. Es precisamente la historia la que hace surgir los contenidos latentes objetivos de la obra. Éstos no pueden dejarse a la arbitrariedad sujetiva del intérprete. La mirada que se acerca al texto y con esmero objetivo “desvela los trazos que antes se halla-ban escondidos y esparcidos” es la que permite que esos contenidos latentes se manifiesten a través del texto (“Nuevos ritmos” [1930] 1984, 44).

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el proceso de disolución de su totalidad. Aunque ésta aparece como la imagen misma de la verdad, su destrucción a lo largo de la historia nos devuelve fragmentos de obras que sobreviven aislados y conservan brillos intermitentes de lo verdadero. Pero “la unidad de la obra completa no es para nosotros una realidad canónica” (“Nuevos ritmos” 1984, 45). Las totalidades muertas pertenecen al mundo de los anticuarios y se muestran ineptas para la experiencia estética, pues han perdido su inmediatez vivi-da. “Son las ruinas vivas las que nos satisfacen”, dice Adorno. En cuanto a la dignidad, declara que ya no puede considerarse una característica de la verdad. No es más un rasgo vinculante, pues ha perdido históricamente todo su poder. La apariencia de dignidad en el arte sirvió en el pasado para “sugerir una expre-sión de rotunda plenitud del ser que resulta ya inalcanzable para nosotros” (44). En el presente, no podría ser adquirida sino al precio de un total aburrimiento.

Curiosamente, la unidad y la dignidad como rasgos de las obras musicales del pasado se convierten en marcas de su condición actual de mercancías. Cierta música de los siglos XVI y XVII, fa-vorita en los festivales de música religiosa, es interpretada con un fuerte acento en la pompa y la solemnidad. Se procede con ella como si aún no se hubiese fragmentado y preservase su imagen original. Sin embargo, tanto las estilizaciones como la pretensión de ser fieles reproducciones de la tradición indican que la relación viva e inmediata con las obras se ha perdido. Además del as-pecto moralizador y reaccionario de tales intentos, lo que se hace evidente es la adaptación de esta música a las exigencias del mercado cultural refinado. Cuando se desatiende la objetividad histórica de la decadencia de las obras y se finge mantener sus par-tes bien soldadas y conciliadas en un todo, contra toda posibilidad, el resultado que se obtiene es la fantasmagoría: en lugar de las ruinosas y vivas, las amortajadas se apoderan de los escenarios y hacen su aparición en forma de sagradas mercancías.

II

En 1932 aparece uno de los textos fundamentales de Adorno sobre la relación entre música y sociedad: “Sobre la situación so-cial de la música”5. Es el primer ensayo de síntesis sistemática

5 “On the Social Situation of Music”, en Essays on Music, 2002. 391-437. Se publicó

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de su pensamiento y el borrador inicial de una sociología de la música (Adorno 1962a, 233 nota). Es también el primer intento de aplicar a la música el método de análisis y algunos con-ceptos del marxismo, de una manera que él mismo calificó de “cruda”. Aunque el autor se opuso a la reedición de este ensayo, hoy muchos lo consideran el momento crucial de su desarrollo como filósofo de la música y un documento ineludible para el conocimiento de su teoría (Paddison 97).

Antes de llegar al décimo renglón, ya el lector de este ensayo se encuentra enfrentado con los presupuestos esenciales del mismo: la música expresa de la manera más clara las contradic-ciones de la sociedad actual; música y sociedad están separadas por una profunda enajenación; la función social de la música queda sometida a su condición de mercancía; ya no está al ser-vicio directo de necesidades sociales sino por mediación de las demandas del mercado; es éste el que determina el valor de la obra; la sociedad ya es incapaz de asimilar los valores propia-mente musicales: lo que le queda de ella son sus ruinas. Todo lo anterior se entiende como parte de un proceso histórico más amplio: la producción y el consumo de la música han sido absorbidos por el sistema de producción capitalista. Efecto de su inmersión en éste y del sometimiento a sus leyes, la música pierde el carácter de inmediatez que antes parecía ser la definición misma del arte. La tendencia a la racionalización que se advierte en todas las es-feras de la producción social empieza a imponerse también en la música.

Adorno compara la tradición burguesa de “hacer música” en casa, propia del siglo XIX, con la tecnologización del consumo, a través de la radio y el cine. La primera ha quedado reducida a islotes precapitalistas, frente a los monopolios que ya se han apoderado de la producción y consumo de la música en la época de redacción del ensayo. “Han tomado posesión hasta de lo más

originalmente en la revista del Instituto de Investigación Social, Zeitschrift für Sozialforschung, en el primer número. Ese mismo año comenzó a escribir el li-breto de una ópera titulada El tesoro del indio Joe, inspirado en la novela de Mark Twain Las aventuras de Tom Sawyer. El libreto fue concluido al año siguiente, pero de la música sólo llegó a componer Dos canciones con orquesta. Adorno en-vió copia del texto a Benjamin. La opinión de éste fue negativa, sobre todo con respecto a la escogencia del tema (Müller-Doohm 242).

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interno y privado de las prácticas musicales”, escribe. Eliminada, por fin, esta última forma de inmediatez representada en la cos-tumbre doméstica de tocar música por afición, sólo por el gusto y el amor de la música, y convertida en ilusión anacrónica, se hace evidente la enajenación de la música, su extrañamiento con respecto a la experiencia humana directa. La idea de la música como poder sublimador de las pulsiones y expresión vinculante de lo humano se hunde igualmente.

La obra musical autónoma, la que no se somete a las leyes de pro-ducción de mercancías sino a su propia legalidad, se ve también afectada por la enajenación, aunque de manera distinta: exiliada en un espacio hermético, termina con frecuencia culpándose a sí misma por su distancia con respecto al público, intimidada por el poder económico de la industria musical. Pero el aislamiento de la música autónoma no es un problema que pueda resolverse exclusivamente en el campo musical. La enajenación de la músi-ca es un hecho social y sus correctivos no pueden proceder sino de un cambio en la sociedad. Si, por sus propios medios, intenta restablecer la perdida inmediatez, su logro no pasará de una grosera simulación, un disfraz de las condiciones históricas ob-jetivas. La inmediatez no es reconstruible, ni siquiera deseable, afirma Adorno. La música nada puede hacer, con respecto a la situación social, sino expresar, en la materia que le es propia y con sus leyes formales autónomas, el sufrimiento de los hom-bres.

Lo que adquiere, en compensación por la pérdida de la esponta-neidad, es el carácter de conocimiento. Apartada de la sociedad, la música es, sin embargo, un reflejo de los antagonismos socia-les y los representa por sus propios medios. Contiene la socie-dad, pero sedimentada en el material sonoro: de ahí proviene su sentido (Paddison 98-99). Las contradicciones de la sociedad están presentes en el material musical y se expresan en la obra como antinomias de su propio lenguaje formal: “Aquí y ahora, la música es impotente”, escribe Adorno, “pero retrata en su propia estructura las antinomias sociales que, a su vez, son las respon-sables de su impotencia y aislamiento” (“Sobre la situación social de la música” 2002, 393). El compositor “radical”, como llama Adorno al que compone música autónoma, se enfrenta a la tarea de responder a las demandas del material musical, y es allí donde

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se ve obligado a confrontar las contradicciones sociales. El ma-terial musical no es, entonces, puramente natural: no es un fenó-meno físico sino un producto histórico y social, que impone sus límites y sus exigencias concretas al compositor. En sentido estricto, “es la única estructura histórica vinculante para el au-tor” (“Reacción y progreso” 1984, 14), pero a través de ella entra en la obra el proceso social.

La música se vuelve autorreflexiva, consciente de la enajenación. Es como si llegara a la edad madura, al momento histórico de la ilustración, mediante la desmitificación del material. Éste deja de ser natural, ahistórico, inmodificable, para volverse libre en su contingencia, “arrancado para siempre de las míticas combi-naciones, como las que dominan la armonía tonal” (19)6. La ra-cionalidad se manifiesta tanto en el principio constructivo de dar forma unitaria, integrada, al material, como en el control técnico de todos los aspectos de la composición. Sin embargo, la mis-ma fuerza histórica que lleva la música a la autonomía, a darse sus propias reglas, conduce la obra a la objetivación, a ser cosa a merced del tiempo, sometida a las condiciones sociales. Ya no es posible -y éste es un presupuesto del materialismo histórico al cual, explícitamente, se acoge Adorno en este ensayo- concebir la música, ni siquiera la más elevada y metafísica, como un fenó-meno espiritual, perteneciente a una esfera no subordinada a las leyes históricas y libre de los problemas reales.

Adorno retoma la división de la música en seria y ligera. Apa-rentemente, la primera correspondería a las obras autónomas, que se niegan a integrar las demandas del mercado dentro del proceso compositivo; y la segunda, a las que reconocen su condición de mercancía y se acomodan a ella. Pero hay música supuestamente seria que se produce de acuerdo con cálculos de mercado y se protege bajo el manto de la moda, con lo cual su carácter de mercancía se disfraza de manera más aceptable. Por el otro lado, cierta música llamada ligera, despreciada y com-parada a menudo con la prostitución, trasciende la sumisión a la ley que supuestamente sigue y se pone en conflicto con ella, por 6 El mejor ejemplo, para Adorno, es la música dodecafónica. La historicidad del material musical obliga al compositor a emplearlo en su estadio más avanzado, según cada fase histórica. No todo el material está disponible en todo momen-to. Su contingencia implica el inevitable agotamiento y la caducidad.

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el mismo hecho de mostrar los deseos socialmente producidos como deseos insatisfechos, negados por la misma sociedad que los produce. Por esta razón, sostiene Adorno, “la distinción entre música seria y ligera debe reemplazarse por otra en la que las dos mitades de la esfera musical sean vistas igualmente desde la perspectiva de la alienación, esto es, como mitades de una to-talidad que ya no puede ser reconstruida por una simple suma de las partes” (“Sobre la situación social de la música” 395). La evidencia empírica de una ruptura en el conjunto de la música no puede remediarse mediante una declaración que le devuelve su unidad por encima de las distinciones. El consumo de música en la sociedad moderna es un fenómeno ideológico diferenciado y complejo, y no cabe reducirlo a una simple fórmula.

Carecería de sentido afirmar que el consumo musical ya no obedece a ninguna necesidad auténtica y que se reduce a un decorado tras del cual se ocultan los verdaderos intereses. La necesidad de música sigue presente en la sociedad capitalista y no se debilita sino que se incrementa por el carácter problemático de las condi-ciones sociales, pues éstas obligan al individuo a buscar satisfac-ciones más allá de la realidad inmediata que se las rehúsa. En la tendencia a evadirse de la realidad y a reinterpretarla con con-tenidos que ella no puede proveer, el individuo encuentra en la música un sustituto ideológico, una “intoxicación”, en la termi-nología de Nietzsche. Esta relación ocurre “bajo la protección del inconsciente”, lo cual explica el componente de fetichismo que impregna los objetos musicales. La reverencia que se proyec-ta, en forma distorsionada, de la esfera teológica a la estética, prohíbe cualquier aproximación analítica, pues la comprensión de la música queda reservada al sentimiento. Reverencia y sen-timiento preservan las celebridades, tanto del pasado como del presente, de todo asedio crítico. La apología o el silencio son las dos opciones básicas de la cultura musical oficial.

En el siglo XIX, el intérprete romántico fue el último refugio de la irracionalidad en la reproducción de la música. Modelo de ex-presividad individual, personalidad que se impone por encima de la objetividad textual de la obra, el intérprete jugaba el papel de un recreador. Liszt y Rubinstein son los ejemplos citados por Adorno, ambos compositores expresivos y personalidades inter-pretativas. La libertad en la interpretación musical se fue volviendo

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desde entonces cada vez más problemática. En el mercado de la música, la personalidad interpretativa perdura como un produc-to altamente valorado. Su escenificación corporal, exhibición de fuerza expresiva y comunicativa, proyecta el sueño de la plenitud vital y de la interioridad no alienada, lo cual garantiza el efecto sobre el público. Pero los intérpretes más modernos se enfrentan a dos opciones racionales: o bien se limitan estrictamente al texto escrito, ajustándose a las exigencias de la obra, o bien se ajustan a las exigencias del mercado y dejan en segundo plano la obra. Los segundos tienden a imponer su autoridad tanto sobre los textos como sobre la audiencia, pero lo que se oculta detrás de su soberanía musical es el abismo entre el libre intérprete y la obra. La producción musical autónoma, en la medida de su indepen-dencia con respecto al mercado, reclama la total subordinación del intérprete al texto7. Es éste uno de los efectos de la raciona-lización de la música y, para algunos, una terrible muestra de su desespiritualización. Sin embargo, Adorno desestima tal obser-vación, pues la considera basada en una errónea concepción de espíritu como equivalente a individualidad privada, en sentido burgués. Mientras más repugna a la ideología del consumidor el carácter cognitivo de la música, más valor se atribuye a la función de intoxicación y a la oferta de satisfacciones sucedáneas.

En la vida musical, tal como se desarrolla en salas de conciertos y de ópera, la sociedad burguesa ha sellado una especie de armisticio con la música enajenada, según Adorno, y esto se manifiesta en los códigos de comportamiento cuidadosamente regulados. La alta burguesía ama los conciertos porque en ellos cultiva la ideología del humanismo idealista, sin comprometerse con la realidad so-cial. En la sala de conciertos se reconcilian las clases educadas, incluidos los sectores empobrecidos de la burguesía, no obstante la ambigua fórmula “educación y propiedad”8. Cuanto más se distancia de las contradicciones sociales, más placentera resulta

7 “Ahora se escribe en el texto hasta la última nota y el matiz de tempo más sutil. El intérprete se vuelve ejecutor de la voluntad inequívoca del autor. En Schönberg, este rigor tiene su origen dialéctico en el rigor del método composi-tivo” (“Sobre la situación social de la música” 414).8 Adorno menciona, en este contexto, la duplicación de orquestas en algunas ciudades: mientras la filarmónica toca para la alta burguesía, en conciertos caros, obras de ceremonia con intérpretes consagrados, la orquesta sinfónica toca para la clase media educada y arriesga cautelosas dosis de novedades den-

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esta experiencia y más cercana a la ilusión de una comunidad inme-diata. Si la función cognitiva de la música consiste en revelar, a través de las antinomias de la forma estética, las antinomias de la sociedad, la función de la vida musical burguesa consiste en estabilizar la conciencia y producir una falsa reconciliación. La música de Wagner sirve a este propósito de manera ejemplar, por la lejanía, en tiempo y espacio, de sus temas, y el carácter ar-caico, propicio a la evasión y al olvido de las intenciones sociales. Adorno menciona también a Richard Strauss, cuya tendencia al exotismo y al decadentismo perverso le parece una maniobra de adaptación al mercado de orientalismos, antigüedades y temas del siglo XVIII, abierto por la literatura simbolista, y un sacrificio de su poder productivo en aras de satisfacer demandas comerciales de los consumidores.

La crítica fundamental de Adorno a la música ligera no es dis-tinta, en principio, de la crítica que dirige a la música de Wagner y de Richard Strauss: falsear el conocimiento de la realidad y pro-porcionar, a cambio, satisfacciones sustitutivas. Una de las dife-rencias consiste en que la música ligera satisface necesidades inmediatas, no sólo de la burguesía, sino de todas las clases sociales. Como mercancía pura es, al mismo tiempo, la música más cercana a la sociedad y la más ajena a ella. La más cercana porque produce las representaciones elementales de los sueños no cumplidos, conscientes e inconscientes, que identifican a to-dos los hombres. La más lejana porque, en el cumplimiento de esa tarea, no admite la vigilancia crítica del conocimiento. Es lo que Adorno llama “la paradoja de la música ligera”: se divorcia de la realidad para estar más cerca de las ilusiones y venderlas en forma de diversión inocente. No reclama reconocimiento es-tético, lo cual la pone fuera del alcance de la crítica, sino que se presenta como “una felicidad menor”, inofensiva, indigna de la consideración educada. Sin embargo, su predominio y eficacia en la vida social son mayores que los de la música seria. En “So-bre la situación social de la música”, igual que en Dialéctica del iluminismo, Adorno sostiene que la teoría social debe ocuparse de este tipo de música, sin hacer caso de sus reclamos de ingenui-dad, y desentrañar sus mecanismos tan profundamente arraiga-

tro del programa tradicional, con talentos locales (“Sobre la situación social de la música” 420).

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dos en el inconsciente. Las observaciones sobre la técnica musical valen poco en este campo. El análisis tendría que centrarse en la tipología de símbolos y figuras, cuya procedencia arcaica guarda correspondencia con las estructuras de la vida instintiva9.

La oposición entre música vulgar y música artística sólo llega a radicalizarse en la fase avanzada del capitalismo. En épocas más tempranas, reconocían su parentesco y se alimentaban la una de la otra. Esto es claro desde la polifonía medieval hasta La flauta mágica de Mozart. En el siglo XX, la posibilidad de un equilibrio entre ambas se ha desvanecido y los intentos de fusión, ensaya-dos por diligentes compositores de música seria en relación con el jazz, han resultado improductivos10. En una fase intermedia, los autores de música ligera se habían sentido forzados a entrar en la producción masiva por la intensidad de la competencia. Autores como Leo Fall y Oscar Strauss establecieron normas para la manufactura en serie de la opereta y calcularon, por an-ticipado, las ventas de sus obras. No obstante, aún mantenían es-trechas relaciones con el arte musical. El desarrollo industrial de la música ligera terminó por abolir la responsabilidad estética y transformó este tipo de música en mero artículo de mercado. La revista musical vino a liberarla de las últimas demandas de activi-dad intelectual y entregó el escenario al juego irresponsable con las fantasías y deseos del consumidor. La música vulgar reciente dio el paso decisivo: “la ruptura definitiva de su relación con la producción autónoma, su creciente vacuidad y trivialización corresponden exactamente a la industrialización de la produc-ción” (“Sobre la situación social de la música” 428). La producción se racionaliza en fábricas de música para películas y canciones de éxito, con una estricta división capitalista del trabajo, y el capital

9 Muy de paso señala Adorno que la ambigüedad irónica con que la música ligera, igual que ciertas películas, se ríe de sí misma, no es de fiar, y sirve más bien de salvoconducto para hacer pasable, sin cuestionamiento, su fatal poder de seducción y decepción (“Sobre la situación social de la música” 427).10 Entre los nombres citados por Adorno a este respecto se cuentan Igor Stravinsky, Darius Milhaud, Ernst Krenek, Kurt Weill. Según él, buscaban “escapar de su aislamiento y entrar en contacto con el público, mediante la experimentación con este nuevo tipo de música, tan estimulante en su técnica y de tanto éxito popular” (Theodor W. Adorno. “Jazz”. Encyclopedia of the Arts. D. Runes and H. Schrickel [eds.]. New York: Philosophical Library, 1946. 511-513. Citado en Robinson 1994).

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monopólico se afianza de tal manera en este terreno que alcanza dimensiones de omnipotencia.

La industria del jazz vive de los arreglos de música seria, según Adorno, y es la herencia clásica la que provee de materia prima a los músicos de este género. Cuando el autor dedica, al final de este ensayo, unas pocas páginas al jazz, quizá el primer acerca-miento de cierta extensión al tema en su carrera como crítico y teórico de la música, se está refiriendo a lo que los europeos, y en particular los alemanes, conocían como jazz, esto es, música para bailar, no tradicional, tocada por grandes bandas. Forma contemporánea de la música vulgar para el consumo de la alta burguesía, su función consistía en ofrecer, bajo ese nombre, bienes culturales de calidad, ocultando al mismo tiempo su condición de mercancías. Si algo despierta el recelo y la animosidad de Adorno contra el jazz, sentimientos que lo acompañaron hasta el final casi inmodificados, es la “maniobra” de presentarse como arte de la inmediatez y de la libre improvisación. Él considera que la improvisación no es, en esta música, sino apariencia, aplicación de normas que remiten a unas cuantas fórmulas básicas. Tampoco puede hablarse de inmediatez en un género ya intervenido por una estricta división del trabajo en el que participan autores, armonizadores y arreglistas instrumentales. Libertad y riqueza rítmica son ilusorias, desde una perspectiva puramente musical. Lo que se oculta bajo la opulenta superficie sonora del jazz es el primitivismo de sus esquemas armónicos y métricos. Y algo más que ya había anotado el joven ensayista en relación con la música de Paul Hindemith y Hanns Eisler: la ilusión de superar el propio aislamiento y sentirse parte de una colectividad.

III

Adorno escribió su primer artículo sobre el jazz en 1933. Es un breve texto, titulado “Adiós al jazz”11, escrito con ocasión de una medida del régimen nazi, en octubre de ese año, que prohibía la transmisión de este tipo de música por las emisoras de radio en Alemania. Adorno no se detiene a lamentar las implicaciones legales del decreto. Va directo a la cuestión musical, tal como él la entiende: “Sin importar lo que uno quiera entender por jazz,

11 “Farewell to Jazz”, en Essays on Music, 2002. 496-500.

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blanco o negro, aquí no hay nada qué rescatar. El jazz ha estado, desde hace tiempo, en proceso de disolución, en regresión hacia las marchas militares y toda clase de folclor” (2002, 496). No obstante la frialdad de estas frases, dada la situación política en la que fueron redactadas12, el autor está muy lejos de compartir las motivacio-nes de la prohibición, aunque hay críticos de Adorno que preten-den encontrar atisbos de racismo en sus escritos sobre jazz. Basta avanzar un poco más en la lectura del texto para encontrar los matices y distinciones que permiten deslindar el planteamiento del autor de cualquier argumentación basada en prejuicios ra-ciales: “El jazz no tiene ya nada que ver con la auténtica música negra; ésta ha sido falsificada y pulida industrialmente desde hace tiempo, con lo cual ha perdido sus cualidades amenaza-doras o destructivas”. Lo anterior podría entenderse como una refutación indirecta de los argumentos esgrimidos por las autori-dades nazis según los cuales se trataba de una música degenerada, propia de razas inferiores. Para Adorno, por el contrario, se trata de la versión alemana del jazz, un producto comercial desprovisto de todo aquello que el jazz original prometía y tampoco cumplió, según él. En todo caso, una mercancía de consumo interno que los nazis identificaron no sólo con los negros sino también con los judíos, “música judeo-negroide” (Morton 2003) fue la expre-sión acuñada entonces, fabricada en serie y ya sin relación con los modelos lejanos y el poco de libertad y espontaneidad que éstos pudieran inspirar. Con la pretensión de prohibir la influencia de la raza negra sobre la nórdica y el bolchevismo cultural, lo que en realidad prohibieron las autoridades fue la difusión de una música estereotipada, muy de moda, para bailar, entre las clases altas de la primera postguerra13.

12 En septiembre de 1933, Adorno había recibido una comunicación oficial del Ministerio de Ciencia, Arte y Educación de Prusia, en la cual se le revocaba la autorización para ejercer la docencia en la Universidad. También ese año fue clausurado, por orden oficial, el Instituto de Investigación Social. Con el fin de asegurarse algunos ingresos, Adorno intentó pasar las pruebas para obtener la aprobación oficial como maestro de música, pero se le indicó que sólo po-dría tener alumnos “no arios”. El mismo año fue obligado Arnold Schönberg a abandonar su cátedra de música en la Academia Prusiana de Artes (Müller-Doohm 263-265).13 El historiador inglés Eric Hobsbawm cuenta en sus memorias que hacia 1933, a los dieciséis años, ya había comenzado su amor por el jazz y sus primeras compras de discos en el todavía estrecho mercado de Londres. Bessie Smith, Louis Armstrong, Fletcher Henderson, Duke Ellington son algunos de los nom-

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Sobre el tipo de música que Adorno entendía por jazz se ha es-peculado mucho. El compositor y musicólogo J. Bradford Robinson ha dedicado a esta cuestión varios ensayos, siempre citados como autoridad cuando se trata del tema, y la conclusión parece ser convincente: el jazz al que se refería Adorno tenía muy poco que ver con el jazz norteamericano, menos aun con la música de tradición afroamericana, y sí mucho que ver con la música de salón y la marcha militar (Robinson 1994). Su experiencia del jazz, por lo menos la inicial, está enmarcada en la época de la República de Weimar, una Alemania de contacto restringido con el jazz original, que produjo su propio estilo distintivo, con base en modelos de bandas conformadas por músicos blancos, en es-pecial la de Paul Whiteman, muy popular en ese entonces. La banda de Whiteman imprimió “una marca indeleble en la ima-gen del jazz de la Alemania de Weimar”, escribe Robinson; en cambio, “el jazz negro americano era todavía un territorio prácti-camente inexplorado”. Con respecto a la improvisación, Robinson afirma que la generalidad de los músicos de jazz alemán de esa época la aprendieron en manuales de instrucción, sobre fórmulas prefijadas. “Adorno se percató de que el jazz sinfónico de White-man, pomposamente inflado, era sólo un intento de llegar a un nuevo círculo de potenciales compradores deseosos de aceptar el consumo como disfrute artístico” y no había en él ni asomo de rebeldía cultural. “El rechazo de Adorno a esa música estaba, sin duda, bien fundado, pero no se refería al jazz sino a la música popular para bailar de ese momento”, escribe Berndt Ostendorf en un erudito estudio titulado “El impacto del jazz en la cultura europea”14. Y agrega: “poco de lo que él pudo haber escuchado en la radio de Frankfurt sería considerado jazz hoy en día”, afir-mación que coincide con las conclusiones de Robinson. Según éste, los ensayos de Adorno sobre el jazz son “brillantes análi-sis sociológicos y estéticos sobre la música popular de Weimar, firmados por un comprometido observador contemporáneo que entendió, mejor que cualquiera en ese tiempo, los orígenes pecu-

bres que menciona. Lo interesante está en la siguiente observación: el adolescente, que asistía a la primera presentación de la orquesta de Duke Ellington en Londres, despreciaba a los bailarines que, en el Palais de Danse, se concentraban en sus parejas y no en la música admirable (Hobsbawm 80-81).14 “Liberating Modernism, Degenerate Art, or Subversive Reeducation? –The Impact of Jazz on European Culture?”, en http://www.ejournal.at/Essay/im-pact.html, nota 37.

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liares, la fabricación musical, los prerrequisitos institucionales y la desaparición predeterminada de esta música exclusivamente alemana”. Curiosamente, el jazz alemán encontró un aliado ines-perado en la ópera Jonny spielt auf (1926), de Ernst Krenek, amigo muy cercano de Adorno desde el año 1924. Aunque la música, y en especial el fragmento titulado “Jonny’s blues”, tenía apenas un lejano parecido con el jazz, ocasionó un gran entusiasmo por esta música. La aproximación de Krenek al jazz ayudó, según Ostendorf, a establecer el llamado “jazz de Weimar”, sucedáneo que resultó tan ofensivo para el oído de Adorno.

Después de la segunda guerra mundial, un público mejor infor-mado y con capacidad de discriminación por su mayor familiari-dad con los discos comenzó a escuchar y reconocer el verdadero jazz norteamericano. Pero en los primeros decenios del siglo XX, el público europeo tendía a etiquetar como jazz todos los ritmos procedentes de América que le sonaban exóticos, especialmente si eran tocados por músicos negros. Esta primera ola del jazz en-tró a Europa, como dice Ostendorf, por los pies, esto es, por la vía del baile popular, y transformó todos los estilos tradicionales de música y danza europeos. Las nuevas danzas, como el cakewalk, el ragtime, el foxtrot, el charleston y el shimmy tuvieron tal éxito que se apoderaron de los salones de baile de la sociedad, desde las cortes hasta los cabarets, y desterraron casi todas las danzas tradicionales, con excepción del valse.

La recepción de esta música en Europa estuvo en muy estrecha relación con el sentimiento de crisis cultural expresado en las vanguardias. Lo que para Adorno significaron Schönberg, Berg y Webern como respuesta musical a la crisis del lenguaje tonal, significó el jazz para otros como alternativa a la encrucijada de la cultura europea del siglo XIX, al lado de las máscaras y esta-tuillas africanas y otros objetos rituales. El jazz satisfizo las aspi-raciones y profecías del modernismo mejor que cualquiera de las artes clásicas, afirma Ostendorf. Y, además, dio a la voluntad de transgresión de las vanguardias europeas un lenguaje popular, con lo cual preparó el triunfo subsecuente de la industria cultural. Utilizado como instrumento estratégico para marcar el ritmo de ruptura con la vieja cultura europea, en consonancia con la consigna futurista de destrucción del pasado, el jazz sirvió de

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respuesta, según Ostendorf, a la pregunta de Marinetti: “¿quién nos librará de Grecia y Roma?”

Adorno miró siempre con gran desconfianza este entusiasmo con los exotismos, y más aun cuando se pretendía encontrar en ellos una nueva posibilidad de arte comunitario, por oposición al ra-cionalismo individualista de la cultura europea. Elogios del jazz como los tributados por el director de orquesta Leopold Stokowski, a mediados de los años veinte, que ponen en circulación la imagen del músico negro no atado a convenciones y tradiciones, de mente abierta y mirada desprejuiciada, en experimentación permanente, siempre tras nuevas ideas, habrían indignado a Adorno, por pro-venir de músicos educados, capaces de percibir las limitaciones y estereotipos de esta clase de música. Stokowski afirma que los músicos de jazz hacen correr sangre nueva por las viejas venas de la música y, al tocar sus instrumentos de una manera no ad-misible para los instrumentistas cultivados, encuentran sonidos inéditos, territorios desconocidos hacia los cuales avanzan como auténticos pioneros. Ernest Ansermet, otro afamado director de orquesta, escribió en 1919 un artículo, titulado “Sur un orchestre Nègre”, en el que habla de la “sorprendente perfección, el gusto elevado” de los músicos negros, sobre todo en las improvisa-ciones. En particular se refirió a las interpretaciones de Sidney Bechet, de las cuales afirmó que le recordaban, por su rigor, el segundo Concierto Brandenburgués de Bach.

Desde su primer artículo sobre el jazz advirtió Adorno la am-bigüedad con que se presentaba esta música, expresión avan-zada de modernidad y, al mismo tiempo, forma popular ligada a tradiciones y a sectores al margen de la modernización, en sus inicios. Es la manera paradójica como el jazz llegó a ser un símbolo de libertad primitiva en medio de la racionalización de la vida en el capitalismo a comienzos del siglo XX, sin dejar de ser él mismo producto de esa racionalización. En él coexisten los recuerdos arcaicos y las audacias rítmicas y armónicas. Para Adorno estuvieron muy claras, desde 1933, las reivindicacio-nes que tanto los estudiosos como los entusiastas proponían en relación con el carácter vanguardista del jazz, sobre todo en dos aspectos: la superación de la distancia entre la música y el pú-blico, ya casi insalvable en la música de tradición erudita, por una

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parte, y de la separación entre el compositor y el intérprete, por la otra. Esto equivalía, poco más o menos, a la superación de las dos formas esenciales de enajenación de la música en la cultura moderna. Adorno, como era previsible, examina estas pretensiones con total escepticismo: la posibilidad de reconciliar la música como arte con la música como consumo masivo forma parte, según él, de una utopía cuyo cumplimiento pasa por instancias más allá de la música misma. Conciliar disciplina y libertad, producción y reproducción, calidad y éxito popular, aunque sean metas de validez indiscutible, están lejos de su realización plena en el jazz, y los reclamos en tal sentido son, para el autor, etiquetas comer-ciales para un artículo de consumo.

La objeción esencial de Adorno al jazz es exactamente la misma que hace al surrealismo e, incluso, a ciertos escritos de Benjamin. Obsesionarse con un regreso a las imágenes de la prehistoria, o del precapitalismo, como promesa de recuperación de la es-pontaneidad y, en últimas, de un nuevo reino de la libertad, era para Adorno una manera de diluir el contenido crítico del arte en visiones míticas cuya inmediatez es meramente ilusoria, aunque no necesariamente desprovista de gratificación estética. Para Benjamin, esas imágenes contenían potencialidades utópicas y, en consecuencia, cierta fuerza redentora. Para Adorno, suponen un riesgo: suprimir la categoría de mediación y renunciar, con ello, al carácter dialéctico del arte y a su fuerza de negación de la realidad presente15.

IV

Adorno escribió su segundo ensayo sobre el jazz en 1936, en In-glaterra, a donde había llegado en 1934, huyendo de las difíciles condiciones políticas de Alemania. Durante cuatro años per-maneció en Oxford, como estudiante de doctorado en Filosofía, ocupado en un proyecto de disertación sobre la fenomenología

15 El artículo de Richard Wolin “Benjamin, Adorno, Surrealism”, contiene un amplio análisis de estos temas. El autor cita varios pasajes de la Teoría estética con la intención de demostrar que en esta obra póstuma muestra Adorno una actitud más comprensiva con la vanguardia y admite que incluso en el irracio-nalismo del expresionismo y del surrealismo hay una crítica a la violencia, la autoridad y el oscurantismo (Wolin 1997).

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de Husserl. El artículo “Sobre el jazz”16 apareció originalmente, igual que “Sobre la situación social de la música”, en la revista del Instituto de Investigación Social, radicado por entonces en Nueva York. En marzo de 1936 envió una extensa carta a Benjamin, en la que comenta el ensayo de éste titulado “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, todavía inédito en ese momento, y se refiere a su propio escrito, en proceso, acerca del jazz (Correspondencia 133-139). Las discrepancias que Adorno pone de presente en relación con el texto de Benjamin son fácil-mente trasladables a su actitud frente al jazz. La oposición entre el concepto de aura y el concepto de reproducción técnica es el centro del ensayo de Benjamin: “en la época de la reproducción técnica de la obra de arte, lo que se atrofia es el aura de ésta” (Benjamin 22). Si por aura se entiende la unicidad de la obra de arte, su existencia irrepetible, su lejanía con respecto al contem-plador, lo que hace la técnica reproductiva es acercar, romper el éxtasis ritual, privilegiar la presencia masiva en lugar de la presencia irrepetible, con lo cual lo reproducido se desvincula del ámbito de la tradición, que es el propio del aura. Para Benjamin era fun-damental el nexo entre movimientos de masas y reproducción técnica, pues ésta permitía una nueva función política del arte, cuyo interés inmediato se situaba en la perspectiva de la lucha contra el fascismo en el campo artístico. Por el contrario, nociones como creación y genialidad, perennidad y misterio, le parecían más cercanas al sentido fascista del arte. Adorno comienza por reconocer la importancia del planteamiento en lo que respecta a deslindar el arte, en cuanto producción y elaboración constructi-va formal, de las nociones teológicas y mágicas. Pero le parece muy cuestionable que se transfiera el concepto mágico de aura a la obra de arte autónoma y se le atribuya sin más una función política reaccionaria. La obra de arte autónoma no cae del lado mítico, dice Adorno, sino del lado dialéctico: “entrelaza en sí misma el momento mágico y el signo de libertad” (Correspondencia 134). Por dialéctico que parezca el trabajo de Benjamin, no lo es con respecto a la obra de arte autónoma, pues ésta, en la búsqueda de una legalidad técnica y una conciencia de lo fabricable, se acerca mucho más a lo racional y secular que a la fetichización y al tabú. “Mi intención no es poner a salvo la autonomía de la obra de arte como una suerte de reserva, y creo con usted que el momento

16 “On Jazz”, en Essays on Music, 2002. 470-495.

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aurático en la obra de arte está a punto de desaparecer, no sólo a causa de la reproductibilidad técnica, dicho sea de paso, sino fundamentalmente a causa del cumplimiento de su propia ley formal autónoma. Pero la autonomía, es decir, la forma mate-rial de la obra de arte, no es idéntica al momento mágico que hay en ella”, escribe Adorno. Y agrega que no es mediante la supresión de la autonomía en nombre de la inmediatez del uso como se llega a una concepción dialéctica del arte: “ambas llevan consigo los estigmas del capitalismo, ambas contienen elementos transformadores, ambas son las mitades desgajadas de la liber-tad entera, que sin embargo no es posible obtener mediante su suma (…). Usted ha sacado al arte de los rincones de sus tabúes, pero parece como si temiera la barbarie que así ha irrumpido y se amparase erigiendo lo temido en una especie de tabuización inversa” (135-136).

Quizá con la misma insuficiencia dialéctica que reprocha a Ben-jamin, termina la carta de Adorno con un comentario sobre el jazz en el que pretende haber llegado a un “veredicto completo” al respecto en su artículo aún inconcluso. Todos los elementos aparentemente progresistas del jazz: montaje, trabajo en equipo, primado de la reproducción sobre la producción, “son la fachada de algo en verdad totalmente reaccionario” (138). Si Adorno se molesta, no sin razón, por la forma como Benjamin prescinde de la tensión dialéctica entre arte de masas y arte autónomo, des-pidiendo al segundo con un gesto político de descalificación y reduciéndolo a un capítulo superado de la función ritual, más o menos disfrazada de secularización, él hace exactamente lo mismo, pero en sentido inverso. Le concede todo el beneficio de la ambivalencia al “gran arte” y ninguno a la cultura de masas (Wellmer 47). Cuando Adorno juzga el jazz como pura regresión cultural, sin admitir en él una mínima potencialidad liberadora, cuando no ve en él de progresista sino la fachada y todo lo demás le parece reaccionario, ha dejado a un lado la dialéctica para proceder con la misma “tabuización inversa” que reprochaba a Benjamin. Esa ambivalencia, que se espera siempre del dialéc-tico Adorno, no se encuentra sino muy esporádicamente en el tema del jazz, y sólo a regañadientes. Sus palabras de la carta, las mismas que le sirven para lamentar la insuficiencia dialéctica de Benjamin, podrían aplicarse a sus análisis del jazz: tanto los es-

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tigmas del capitalismo como los elementos transformadores son propiedad común del jazz y de la música autónoma.

En el tercer párrafo del ensayo “Sobre el jazz” se desarrolla el planteamiento esbozado en la carta a Benjamin: si se considera el valor de uso del jazz, su idoneidad en cuanto mercancía masiva, como correctivo al aislamiento del arte autónomo en la sociedad burguesa, se cae en la más tardía forma de romanticismo, esto es, en proclamar el carácter liberador de lo enajenado y su capaci-dad para superar la enajenación17. La ansiedad por hallar una salida conduce a afirmar aquello que se quiere evitar, convirtién-dolo en alegoría de la libertad venidera. El jazz, dice Adorno, es mercancía en el sentido más estricto: las demandas del mercado penetran en el proceso mismo de su producción y lo modifican, lo cual entra en contradicción con cualquier aspiración a la in-mediatez. El problema con este tipo de afirmaciones ya ha sido señalado por algunos críticos: Adorno, tan cuidadoso en referir sus análisis de música seria a obras concretas e, incluso, a pasajes muy bien delimitados, pocas veces menciona intérpretes, autores o títulos de piezas cuando se trata de jazz, con lo cual sus comen-tarios sobre el tema dejan casi siempre la impresión de generaliza-ciones sobre un objeto abstracto o, por lo menos, muy escasamente precisado18.

17 Benjamin tenía en mente la relación entre fascismo y futurismo cuando puso punto final a su escrito “La obra de arte en la era de su reproductibilidad téc-nica” con esta frase: “La humanidad que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el es-teticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte” (Benjamin 57). La frase literal de Adorno dice: “La burguesía se ha reservado, como privilegio, el encontrar placer en su propia alienación” (2002, 473-474).18 Aunque reconoce períodos de desarrollo y variaciones de estilo, no tiene en cuenta estas distinciones en sus análisis, como si fuera igualmente válido para el bebop lo que afirma sobre el swing, dos denominaciones que utiliza, de paso, en sus escritos sobre jazz, lo cual equivale a nivelar por lo bajo las diferencias estilísticas y de valor estético entre la música de Glenn Miller y la de Charlie Parker, por ejemplo. En un artículo de Robert W. Witkin titulado “¿Por qué Adorno odiaba el jazz?” (“Why did Adorno ‘Hate’ Jazz?”), el autor subtitula uno de sus capítulos así: “¿Estaba Adorno realmente hablando de buen jazz?”. Es difícil sostener que Adorno no hubiera oído auténtico jazz en la época en que escribió el ensayo “Sobre el jazz”, afirma Evelyn Wilcock en su artículo “Adorno, jazz y racismo: sobre el jazz y el debate sobre el jazz británico 1934-

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Como arte característico de la era de reproducción mecánica, sus medios propios de difusión están en la radio, el disco y el cine. Su medio vivo y directo en las jam-sessions tiende a ser una excep-ción frente a las exigencias del capital que controla la producción discográfica y limita las posibilidades de elección en la esfera del consumo. En un momento muy revelador de este ensayo, Adorno se refiere a ciertas piezas en las que se expresa “la idea pura del jazz como interferencia” y afirma que en ellas aparece “un cierto exceso de la fuerza productiva musical que va más allá de las demandas del mercado” (“Sobre el jazz” 2002, 475). Éstas reciben un lánguido consentimiento, una vez aseguradas las ventas de los éxitos comerciales, e incluso sirven como argumento para la promoción masiva. Subrayar estos breves pasajes en los escri-tos de Adorno resulta de la mayor importancia, pues en ellos se vislumbra otra visión y valoración del jazz, nunca desarrolladas a cabalidad. En “Adiós al jazz” hay un pasaje semejante en el que, por un instante, el autor se permite imaginar lo que sería el jazz si llevara los impulsos de improvisación y de emancipación rítmica hasta sus últimas consecuencias. La vieja simetría se rompería en pedazos, lo mismo que las estructuras repetitivas y la armonía tonal, como sucede en ciertos experimentos jazzísti-cos de Stravinsky, con lo cual el jazz se convertiría en arte musi-cal serio, pero perdería su fácil comprensión y, por lo mismo, su arraigo en el gusto popular (2002, 498-499)19. El jazz relativa-mente progresivo y moderno no sólo permite a las clases altas un sentido de identidad a través del gusto musical consciente, sino que produce una cierta ilusión de emancipación erótica a través de aquello que parece moderno y perverso. Pero lo que se abre camino en la memoria pública son las melodías más fáciles y los

1937”. Según testimonios, citados por la autora, de personas que estudiaron en Oxford en los mismos años que Adorno, el jazz se oía por todas partes. Era la música de los botes que navegaban río abajo en el verano, la que se oía en la cafetería donde los estudiantes tomaban su café matutino y la que, en discos o radio, escuchaban los estudiantes en sus cuartos para estimularse antes de escribir los trabajos escolares. Adorno no pudo ser totalmente ajeno a este am-biente musical de su Universidad (Evelyn Wilcock. “Adorno, Jazz and Racism: ‘Über Jazz’ and the 1934-1937 British Jazz Debate”. Telos 107 [1996]: 63-80. Citado en Witkin 2000).19 Las innovaciones del jazz a partir de los años cincuenta y la radicalización de esta música en los sesenta por parte de algunos músicos como Ornette Coleman y John Coltrane llevaron a su cumplimiento estas vislumbres que Adorno nun-ca vio realizadas pero previó como posibilidades en el jazz (Schönherr 1991).

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efectos rítmicos más triviales. Si se pregunta a los promotores comerciales las razones detrás del éxito musical, probablemente responderán con fórmulas mágicas tomadas del vocabulario del arte: la inspiración, el genio, la originalidad. El momento de la irracionalidad en el éxito nunca puede pasarse por alto, acepta Adorno, pero está lejos de anular el elemento predeterminado y controlado por el sistema de producción industrial. Todo lo anterior parece abrir paso a la convicción de que el jazz es falsa-mente democrático: mientras más profundamente penetra en la sociedad y recibe la aceptación de su público, más se trivializa y menos propenso se muestra a tolerar las irrupciones de la libertad imaginativa.

Los elementos formales del jazz han sido completamente reelabora-dos de acuerdo con las exigencias del intercambio capitalista, y de nada vale recurrir a falsos orígenes o a la ideología que supone en el jazz una fuerza elemental con la cual podría regenerarse la decadente música europea (“Sobre el jazz” 477). Adorno repite, en los tres ensayos sobre el tema, sus puntos favoritos de contro-versia: la relación directa entre el jazz y la música negra auténtica es altamente cuestionable, sus promesas de reconciliación decep-cionan, las improvisaciones y rupturas son ornamentos ocasio-nales y no partes determinantes de la totalidad formal, el jazz es un fenómeno urbano en el cual la piel de los músicos negros desempeña sólo una función colorística. Esta última afirmación ha sido tachada de racismo por algunos críticos. Sin embargo, el cuestionamiento de Adorno se dirige más bien a la estrategia de la industria cultural que empaca y rotula la mercancía jazz como música afroamericana, y a la función que cumple ese empaque en cuanto disfraz para algunos de los usos ideológicos que se le asignan. Más que un ataque contra el jazz en su conjunto, el en-sayo de Adorno es un debate sobre lo que la industria cultural pre-senta como jazz, aunque el mismo autor parezca a veces indeciso entre tomarlo como una creación de la industria cultural o como su prisionero (Gunther 2003)20. En lo que sí es inequívoco Adorno es en afirmar que lo supuestamente primitivo en el jazz es la forma

20 En “Conversing with Ourselves: Canon, Freedom, Jazz”, Catherine Gunther Kodat dice que Adorno era un crítico de la industria cultural, no un aficionado al jazz: su interés estaba más centrado en los usos y formas de consumo del jazz, en sus implicaciones ideológicas, en su relación con el capital y los medios de difusión, que en la música misma.

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específica que adopta esta mercancía para su distribución comer-cial, una respuesta a la demanda moderna de arcaísmo, que le merece el calificativo de “regresiva”. Lo que pervive desde los orígenes, lo primigenio, está íntimamente ligado a lo nuevo, esto es, lo original en el sentido de aquello que no proviene de un modelo anterior. El jazz ofrece lo más antiguo y lo más nuevo, lo que se repite al lado de lo irrepetible, como una receta mágica. Las dos demandas son irreconciliables, y por eso mismo revelan la contradicción del sistema capitalista, obligado a desarrollar y, al mismo tiempo, a encadenar las fuerzas productivas.

Cuando lo nuevo penetra, ocasionalmente, en los esquemas repetidos del jazz, lo hace con la apariencia de lo individual. El estilo de salón al cual tiende el jazz más moderno, bajo la influencia del impresionismo, busca lo expresivo como si anhelase anunciar algo íntimo, del alma. Pero el buen gusto en el jazz, con su as-pecto de modernidad y sus resonancias armónicas de Debussy, según Adorno, resulta tan decepcionante como su reverso, la falsa inmediatez. El refinamiento educado convierte el jazz en música convencional: “jazz clásico estabilizado” es la expresión irónica de Adorno, quien cita, en este contexto, a Duke Ellington como modelo del músico de jazz entrenado y admirador de los impresionistas. Menciona, igualmente, el estilo susurrado de los cantantes para ponerlo en el polo sujetivo del jazz, el de la músi-ca de salón, aclarando que entiende aquí sujetividad en el sen-tido de un producto social cosificado en forma de mercancía. El jazz se muestra, de esta manera, como un cruce entre la música suave de salón y la marcha militar, mientras su núcleo esencial, el hot21, se va estabilizando en una línea intermedia, de cuidadosa artesanía y buen gusto. Es éste último el encargado de restringir los excesos de la improvisación que se presentaban en la concep-ción original del jazz y de afianzarlo en una apariencia de arte autónomo, con el consecuente abandono de todo lo que había contribuido a su promesa de inmediatez colectiva. En cuanto a la marcha, Adorno no se equivoca al señalar la conexión histórica

21 Desde los años veinte, esta palabra designaba, en la terminología del jazz, toda interpretación ejecutada con calor y expresividad, por oposición a las in-terpretaciones de las orquestas de baile, frías, pulidas, aferradas a las normas del buen gusto, pero carentes de fuerza y espontaneidad. En general, puede decirse que hot es sinónimo de jazz, en el sentido propio del término (Dicciona-rio del jazz 581).

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del jazz con la banda militar, pero la lleva demasiado lejos, hasta concluir que “el jazz puede ser fácilmente adaptado para uso del fascismo” (“Sobre el jazz” 485).

En la historia de la función social del jazz, Adorno señala una ten-dencia a la desmitologización de la danza, aunque advierte que ese lado secularizador termina por convertirse en su contrario, esto es, en una nueva magia. El jazz parece liberar al bailarín de la sujeción a gestos exactos, propios de la danza tradicional, y sumergirlo, en cambio, en la naturaleza arbitraria de la vida cotidiana. Con el jazz, la contingencia de la existencia individual se afirma, en apariencia, frente a las constricciones sociales normativas. Según Adorno, la música suena, a veces, como si hubiera renunciado a la distancia estética para adentrarse en la realidad empírica de la vida ordinaria. El jazz se ha mostrado particularmente apto para acompañar las acciones contingentes y prosaicas en el cine, pero, al mismo tiempo, las carga con un significado sexual explí-cito, cercano a la gestualidad obscena. Los movimientos hacen referencia directa al coito y el ritmo es similar al de la relación sexual. Si las nuevas danzas han desmitificado la magia erótica de las antiguas, también resulta claro que la han reemplazado por la insinuación abierta del acto consumado, con lo cual el jazz se atrajo el odio de grupos religiosos y ascéticos de la pequeña bur-guesía.

Adorno compara esta representación simbólica de la relación sexual en el jazz con el contenido manifiesto del sueño en el psi-coanálisis. Igual que en el sueño, el contenido sexual manifiesto del jazz, en su crudeza y transparencia, intensificado más que cen-surado, oculta un segundo contenido, más profundo y peligroso, de orden social, un significado latente que se encuentra en relación con el sentido de contingencia del jazz. Este contenido latente es el núcleo esencial de su función social y se cumple en un ritual de identificación del individuo con la colectividad: no del sujeto libre que se eleva sobre lo colectivo sino del que es víctima de lo colectivo. En el jazz se cumple un ritual de sacrificio humano, y Adorno se permite ilustrarlo en un breve paralelo con La consa-gración de la primavera de Stravinsky, el músico que precisamente considera más cercano al jazz. La música y la danza en el jazz, igual que en el ballet de Stravinsky, simbolizan la muerte históri-ca del sujeto, si bien este significado latente es reprimido, como

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sucede en el sueño, bajo la presión de la censura. En su contenido manifiesto, el jazz se aleja de lo colectivo, igual que la síncopa lo hace del compás regular; busca lo excéntrico como el súmmum de la sujetividad autónoma y abomina de la mayoría regulada, anterior al sujeto e independiente de éste. Pero esa mayoría lo espe-ra, no obstante sus protestas en contra: en ella se sumerge y a ella se pliega, como si fuera un destino final irremediable. Y aunque el ritmo de la arbitrariedad se subordina a otro más acorde con la norma general establecida, el jazz, sin embargo, mantiene su ambivalencia: obedecer la ley, pero ser diferente.

Incluso en la práctica de las más clásicas orquestas de jazz, la excentricidad sigue siendo una marca de fábrica, desde los mala-barismos de los bateristas, hasta las notas falsas deliberadas y las improvisaciones fuera de compás. La síncopa, que en Beethoven era expresión de una fuerza sujetiva acumulada y dirigida contra la autoridad con el fin de producir su propia ley autónoma, en el jazz no es sino excentricidad sin propósito, expresión de una impotencia sujetiva que Adorno compara con la del individuo frente a la autoridad en las películas mudas de Chaplin o de Harold Lloyd. Igual que en éstas, ve en el jazz una marcada tendencia al sadomasoquismo: el sujeto encuentra placer en su propia de-bilidad, como si al final fuera a ser recompensado por ella, es decir, por adaptarse a la colectividad que lo golpea y debilita. El yo contingente termina por entregarse a la ley y seguir el patrón colectivo. Aprende a temer la autoridad, a experimentarla como una amenaza de castración y, en últimas, a identificarse con ella. A cambio, interioriza la máxima reguladora y paradójica por ex-celencia: obedece y serás parte, admite ser castrado y dejarás de ser impotente.

Las manifestaciones de debilidad en el jazz aparecen, según Adorno, en sus aspectos paródicos o cómicos, peculiares de las secciones hot, sin que, por otro lado, sea posible precisar qué es exactamente lo parodiado. En la interpretación del jazz se repre-senta la oposición del individuo a la sociedad pero a la vez su debilidad. El conocimiento de las reglas de juego musicales, el virtuosismo, los excesos irónicos, la excentricidad son la otra cara del miedo a la disonancia, a la emancipación completa de sus fuerzas productivas, que mantiene el jazz siempre a un paso

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de lo convencional. La amalgama de música de salón y marcha guarda un paralelismo simbólico con la interrelación del sujeto históricamente sacrificado y el poder social que lo produce, lo objetiva y lo elimina. Para Adorno, la unidad de lo seudo-libera-do en su expresión sujetiva y lo mecánico en el metro regular de la marcha constituye la clave para entender el sentido social del jazz. El sonido objetivo de la banda militar se embellece con efectos expresivos, pero éstos no consiguen ser dominantes y terminan reforzando los elementos grotescos inherentes al jazz. Sin embargo, lo sentimental y lo cómico nunca son separables en este tipo de música. Ellos caracterizan, en opinión de Adorno, una sujetividad que se rebela contra el poder colectivo, pero ter-mina golpeada y acallada por el sonido de la batería, ridiculizada por las distorsiones de los instrumentos de viento, desmentida por el histrionismo de la exhibición interpretativa22.

V

Nada más parecido a estas páginas de Adorno sobre el jazz que las reflexiones sobre Stravinsky en Filosofía de la nueva música. El trasfondo histórico y filosófico es el mismo: ritual, juego paródi-co, sadomasoquismo, expresión burlada, disolución del sujeto. En escritos anteriores había afirmado que algunos compositores modernos acudían al jazz en busca de nuevas formas de comu-nicación con el público, con la intención de superar la soledad de la música seria, y mencionaba a Stravinsky entre ellos. En una larga nota de Filosofía de la nueva música presenta una versión diferente de la relación de Stravinsky con el jazz: “A diferencia de los innumerables compositores que, flirteando con el jazz, creían estar ayudando a su propia ‘vitalidad’, signifique esto lo que signifique en música, Stravinsky descubre, mediante la de-

22 Podría pensarse que estas críticas de Adorno son excesivas y no guardan pro-porción con la realidad del jazz en ese momento. Sin embargo, resultaría muy interesante compararlas con las críticas de los propios músicos de jazz que, en los decenios siguientes, llegaron, con posiciones muy cercanas a las de Adorno, a demoler casi todas las tradiciones del jazz anterior y a ensayar el atonalismo, la libre improvisación e, incluso, el radicalismo político y la oposición a los es-quemas comerciales. Una de las figuras más controvertidas fue Louis Armstrong, maestro indiscutible, pero modelo negativo por su tendencia, precisamente, al masoquismo en el sentido explicado por Adorno: víctima del racismo e histrión al servicio del opresor, según sus críticos.

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formación, cuanto hay de raído, gastado, comercial en la música de baile establecida desde hace treinta años. En cierto modo la obliga a que ella misma manifieste su oprobio y transforma los giros estandarizados en cifras estandarizadas de la disgregación. Con ello elimina todos los rasgos de falsa individualidad y ex-presión sentimental que forman partes inseparables del jazz in-genuo y con feroz sarcasmo hace de tales huellas de lo humano que pudieran subsistir en las fórmulas compuestas de una hábil discontinuidad fermentos de la deshumanización” (2003, 150). Lo que atrae al compositor hacia el jazz no es el éxito de masas sino al contrario: anda en busca de “escombros de mercancías”, como los surrealistas en la misma época trabajaban con materiales de desecho de la vida cotidiana, cabellos, hojas de afeitar, papel de estaño, para construir sus montajes oníricos. Esos desechos vienen, para el compositor, de la música que la radio y los gramófonos vierten sobre las ciudades, como una especie de monólogo inin-terrumpido, un segundo lenguaje musical, tecnificado y primitivo, procedente de la esfera del consumo. En el intento de recoger ese len-guaje y convertirlo en material de construcción estética, Stravinsky coincide con Joyce. Sus pastiches de jazz, dice Adorno, prometen conjurar la tentación de abandonarse al consumo masificado, ce-diendo a él. Comparada con la suya, la relación de los otros com-positores con el jazz no fue más que un sencillo congraciarse con el público, una simple venta. En cambio, “Stravinsky ritualizó la venta misma, más aún, la relación con la mercancía en general. Él baila la danza macabra en torno al carácter fetiche de ésta”.

Adorno encuentra en la música de Stravinsky la misma tenden-cia del jazz al placer sadomasoquista de la autoextinción del su-jeto, la misma incapacidad o intolerancia para la introspección y la autorreflexión. Obras como Piano Rag Music, escrita para piano mecánico, o el Concertino para cuarteto de cuerdas, compuesto para la formación instrumental que la tradición clásica consideraba más adecuada al humanismo musical, convertido por el com-positor en pieza mecánica al exigir a los intérpretes que imitasen el zumbido de una máquina de coser, llevan a Adorno a concluir que, en Stravinsky, la angustia de la deshumanización se con-vierte en un juego, cuyo placer deriva del instinto de muerte. Se suprime el aspecto sujetivo en favor de la reproducción mecáni-ca, con lo cual las obras musicales, que en sí mismas contenían una exigencia de libre interpretación, dejan de ser interpretables

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y se acumulan como cosas en archivos sonoros (“Las curvas de la aguja” 2002, 272)23. Igual que en el jazz, Adorno señala en Stravinsky una alienación de la música con respecto al sujeto, una objetividad no dialéctica por ausencia de tensión con su opuesto. En contraste con lo que sucede en la música de Schönberg, en la de Stravinsky y en el jazz se reprime la expresión del sufrimiento y la autoconciencia de la alienación, mientras se privilegian las sensaciones y la conciencia del cuerpo como un objeto ajeno. De Petrushka, por ejemplo, destaca Adorno varios rasgos que lo aproximan al jazz tal como aparece descrito en sus ensayos: el sentido de acrobacia sin significado, la falta de libertad de quien repite siempre lo mismo hasta que logra lo más arriesgado, el virtuosismo sin objeto, la imitación paródica de las formas musi-cales rechazadas por la cultura oficial, la atmósfera de cabaré, la desdeñosa demolición de lo interior.

El rechazo de todo psicologismo y la reducción de la música a fenómeno puro inducen a hipostasiar como verdad lo que que-da, una vez se ha sustraído el contenido que se supone fraudu-lentamente impuesto a la obra musical. Ésta, relegada con respec-to al sujeto y privada así de su elocuencia humana, en lugar de significar, funciona como estímulo corporal del movimiento, y prepara de esta manera la entronización del consumo en cuanto ideal estético incuestionado (Adorno 2003, 124-125). Adorno su-giere que en Petrushka hay una especie de sublevación contra las pretensiones espirituales de la música a lo más elevado y una tendencia a limitar la música al cuerpo, a la apariencia sensible. Esta tendencia, dice, va del arte decorativo que considera el alma como mercancía, a la negación del alma en protesta contra el carácter de mercancía. Igual que en el Pierrot Lunaire de Schönberg, la transfiguración neorromántica del clown anuncia, en su trage-dia, la impotencia creciente de la sujetividad. Pero divergen en la manera de tratar la figura del clown trágico. Schönberg concentra todo en el sujeto solitario que se repliega sobre sí mismo. Libre de las trabas empíricas, casi sujeto trascendental, se reencuentra en un plano imaginario, figurado por música y texto como imagen de la esperanza sin esperanza. El Petrushka de Stravinsky per-manece ajeno al pathos expresionista del Pierrot de Schönberg. No carece de rasgos sujetivos, dice Adorno, pero “en lugar de

23 “The Curves of the Needle”, en Essays on Music, 2002. 271-276.

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tomar partido por el maltratado, la música se pone de parte de los que lo maltratan y, por consiguiente, el clown no se con-vierte para la colectividad en símbolo de reconciliación sino en siniestra amenaza. En Stravinsky, la sujetividad asume el carácter de víctima; sin embargo -y en esto se burla de la tradición del arte humanista- la música no se identifica con la víctima sino con la instancia agresora. Por la liquidación de la víctima, se deshace de su propia sujetividad” (127). El sujeto sacrificado a la obje-tividad regresiva de lo colectivo, el individuo cansado de la dife-renciación, el primitivismo como recurso estético para desem-barazarse del peso de lo racional, la autoridad de lo mecánico, la felicidad de deshacerse del propio yo para identificarse con lo masivo son, para Adorno, signos históricos que acusan el declive del arte autónomo y el predominio de la industria cultural. Las críticas al jazz y a la música de Stravinsky no son sino parte de una elaboración teórica más amplia sobre el futuro del arte y de la sujetividad en la modernidad avanzada24.

VI

Adorno escribió su libro sobre Wagner entre 1937 y 193825. Fue, pues, comenzado en Inglaterra y terminado en Nueva York. A esta ciudad llegó, en febrero del 38, para unirse a un grupo de investigación, dirigido por el sociólogo Paul Lazarsfeld, que trabajaba en un proyecto titulado Princeton Radio Research Project. El objetivo era investigar, de manera empírica, los efectos de la transmisión radiofónica de música, utilizando los instrumentos metodológicos proporcionados por la sociología de la comuni-cación. Adorno se encontró, por primera vez en su vida, escribiendo un libro sobre música alemana y, al mismo tiempo, ocupado en tareas de investigador social, con encuestas sobre tipos de oyen-tes, preferencias o rechazos del público según géneros prede-

24 “Es pensable, y no una mera posibilidad abstracta, que la gran música –un desarrollo tardío- sea posible sólo durante una fase limitada de la humanidad”, escribe Adorno en su Teoría estética. La sublevación del arte contra el mundo se ha convertido en sublevación del mundo contra el arte, afirma, y no es seguro que éste logre sobrevivir (1997, 3). 25 Tres capítulos aparecieron, con el título de “Fragmentos sobre Wagner”, en la Revista de Investigación Social I/2 (1939): “Carácter social”, “Fantasmagoría” y “Dios y mendigo”. El libro completo fue publicado trece años más tarde, en 1952, bajo el título de Ensayo sobre Wagner (Müller-Doohm 357).

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terminados de música, análisis de motivación para la recepción de los programas, todo dentro de una concepción pragmática de investigación por encargo, para aumentar sintonía y mejorar rendimientos. Escuchó, entonces, expresiones como “Likes and Dis-likes Study”, “Success or Failure of a Programme”, “Adminis-trative Research”, cuyo significado no podía imaginar siquiera. El proyecto, financiado por la Fundación Rockefeller, estipulaba expresamente que la investigación debía aplicarse al sistema de radio comercial de los Estados Unidos. “Todo podía ser objeto de análisis”, dice Adorno, “menos el sistema mismo, sus supuestos sociales y económicos y sus consecuencias socioculturales” (“Ex-periencias científicas en Estados Unidos” 1973, 112). Su interés se orientó hacia el tema que ya venía siendo objeto de preocupación, sobre todo en sus escritos de música: la cultura de masas. Muy pronto aparece la conexión: “Los fenómenos de que ha tratado la sociología de los medios de comunicación de masas, sobre todo en Estados Unidos, no pueden separarse, en la medida en que constituyen fenómenos estandarizados, de la transfor-mación de las creaciones artísticas en bienes de consumo, de la calculada seudoindividualización y de manifestaciones seme-jantes a aquello que, en el lenguaje filosófico alemán, se llama cosificación. Corresponde a ellas una conciencia cosificada, casi incapaz de experiencia espontánea, en sí misma manipulable” (115-116).

El tema de Wagner no estaba tan lejos de esas inquietudes como podría parecer. En el primer ensayo que escribió para el Radio Research Project, titulado “Sobre el carácter fetichista en la músi-ca y la regresión del oído”, también escrito en 1938, Adorno afirmaba que “el carácter fetichista del director de orquesta es el más evidente de todos y al mismo tiempo el más oculto” (1966a, 43). El nombre de Toscanini aparece mencionado como ejemplo del ídolo en el cual se adora el valor de cambio, su carácter de mercancía valorizada en el mercado, sin que los consumidores de tal mercancía, que han pagado por ella en el concierto, hayan alcanzado de hecho la conciencia de las cualidades específicas que aparentan consumir. En el Ensayo sobre Wagner se habla del compositor como director de orquesta: Wagner no sólo abrazó la profesión de dirigir sino que compuso la primera música de gran estilo para director de orquesta. Su música, según Adorno, “fue concebida según el arte del gesto que marca el compás” (1966b,

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33). Si compositor y público están necesariamente separados, la música de Wagner tiende a remediar esta alienación, impli-cando al público en la obra en cuanto efecto de la misma. “Como abogado del efecto, el director de orquesta se vuelve abogado del público en la obra” (34). En Wagner encuentra Adorno una actitud premeditada en relación con el efecto que la música debe producir en su público, por una parte, y un cálculo de los efectos dramáticos del gesto autoritario al dirigir, por otro. En ambos casos se trata de rasgos que anuncian la cultura de masas y que arrojan sobre la soberanía del director de orquesta los destellos premonitorios del caudillo totalitario (“Sobre el carácter fetichista en la música...” 43).

Una de las funciones del leitmotiv wagneriano, además de sus fun-ciones estéticas, es la de fijarse en la memoria, tal como lo hace la publicidad. Si la comprensión musical depende, en gran medida, de la facultad de recordar y de prever, el leitmotiv se asemeja a la idea fija, repetida para los olvidadizos, para los que no en-tienden nada de música, y ligado a la ausencia de una verdadera construcción de motivos a favor de un discurso musical asocia-tivo. Este procedimiento ya tiene en cuenta, en sus oyentes, lo que cien años más tarde se llamará “debilidad del yo”. La música de Wagner, comparada con el clasicismo vienés, parece concebida para escucharse a una distancia mayor, de igual manera que la pintura impresionista demandaba una mirada de más lejos que la pintura anterior. Escuchar a una mayor distancia es también escuchar con menor atención. Adorno aplica aquí a la música de Wagner la misma noción de “recepción distraída” que Benjamin, en “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, aplicaba al arte de masas. Las óperas de Wagner son monstruosa-mente largas y se explica que su público se distraiga, como de-jándose llevar por la corriente, mientras el efecto se logra por innumerables repeticiones.

Un tema desarrollado en el Ensayo sobre Wagner, que recuerda ciertas críticas de Adorno al jazz, tiene que ver con el “histrionis-mo”. Igual que en las interpretaciones de jazz, hay en Wagner una especie de regresión: si la música occidental se ha desarrolla-do en un alejamiento progresivo de la mímesis a favor de la racio-nalización, tendencia que Adorno relaciona con la cristalización de una lógica musical autónoma, en Wagner parece no existir

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ese miedo a la mímesis. Según Adorno, las insuficiencias técnicas de composición en las obras de Wagner provienen siempre de que la lógica musical es reemplazada por la gesticulación, de manera semejante a como los agitadores políticos reemplazan el desarrollo discursivo del pensamiento por gestos verbales y con-signas. Adorno sostiene, como parte sustancial de su teoría esté-tica, que toda música se remonta a lo gestual y lo conserva. Pero lo interioriza y lo espiritualiza en forma de expresión, mientras el conjunto del discurso musical obedece a la síntesis lógica de la construcción. La gran música intenta conciliar los dos elementos, a lo cual Wagner se opone. En su música, el elemento expresivo apenas logra contenerse en la interioridad y estalla en gesto exte-rior. A esto se debe, dice Adorno, esa penosa sensación de que la música parece estar siempre tirando de la manga al oyente. Tal exteriorización es un índice del carácter de mercancía. El elemen-to gestual en Wagner no es, como él lo pretendía, manifestación de un hombre íntegro, sino reflejo imitativo de un elemento cosi-ficado, en relación deliberada con el efecto sobre el público. Como en la cultura de masas, vale en cuanto espectáculo, transposición a la escena de los comportamientos de un público imaginario: rumor popular, olas de entusiasmo, aplausos, triunfo de la afir-mación del yo. El gesto, con su mutismo arcaico y su ausencia de lenguaje, se afirma como un instrumento de dominación extrema-damente moderno. El director de orquesta-compositor, portavoz de todos, los constriñe a la obediencia muda.

En cuanto elementos desligados de la totalidad, los leitmotive wagnerianos se convierten en alegorías. La exégesis ortodoxa de la obra de Wagner ha subrayado este carácter alegórico, asig-nando a cada leitmotiv su respectivo nombre que lo identifica de manera rígida, como en los cuadros religiosos en los que la leyen-da surge al descifrar el significado fijo de cada elemento. Adorno relaciona este aspecto de la música de Wagner con la música de cine, en la cual ya se ha delimitado la función de los leitmotive a estereotipos que sirven sólo para anunciar la presencia del héroe o determinada situación, de manera que el espectador se oriente más rápidamente.

Detrás de un velo de desarrollo continuo, Wagner ha escindido la composición en leitmotive alegóricos, yuxtapuestos como objetos. Éstos se sustraen tanto a las exigencias de una totalidad formal

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musical como a las exigencias estéticas del simbolismo. Esto im-plica, según Adorno, un abandono de la tradición del idealismo alemán. Sin embargo, esta falta de unidad y de coherencia inma-nente en Wagner tiene, para Adorno, un valor revolucionario, pues tanto en arte como en filosofía los sistemas tienden a pro-ducir, a partir de sí mismos, la síntesis de la diversidad, como re-sultado de una crisis histórica que cuestiona la totalidad y resalta sus aspectos problemáticos. “En la música wagneriana”, afirma Adorno, “reacción y progreso no se dejan separar sino que se en-trelazan casi indisolublemente” (1966b, 59). Y cita, a propósito, un pasaje de Los maestros cantores: “¿Cómo encontrar la norma? –Pónla tú mismo y síguela”. La hostilidad wagneriana contra las formas recibidas se manifiesta en su técnica de división del mate-rial musical en elementos ínfimos, una atomización que recuerda, no por azar, la división del proceso de trabajo en unidades cada vez menores en la industria. En uno y otro caso, la subdivisión del todo permite dominarlo y plegarlo a la voluntad del sujeto que se ha liberado de toda idea preconcebida. Adorno señala una analogía de la técnica wagneriana con el impresionismo, lo cual apunta, según él, a la unidad de las fuerzas productivas de la época. Wagner fue un impresionista “malgré lui”, si bien la coincidencia se limita a “episodios de atmósfera”, y esto se ex-plica porque Wagner, en quien aparece tan clara la interferen-cia de lo nuevo con lo viejo, buscaba el estímulo de lo nuevo, pero sin llegar a contrariar bruscamente los hábitos de audición consolidados. La novedad impresionista limita en Wagner con la superstición tradicional que identifica la importancia de la idea estética con la grandiosidad de los temas escogidos y la monu-mentalidad de la obra, concepción estética acorde con el atraso de las fuerzas productivas humanas y técnicas en la Alemania de mediados del siglo XIX.

Resulta claro en este ensayo el propósito del autor de “conciliar los análisis sociológicos con los técnico-musicales y estéticos” y de interpretar los aspectos técnicos de la obra de Wagner como “cifras de realidades sociales” (“Experiencias científicas en Esta-dos Unidos” 110-111). Estas páginas de Adorno parecen destina-das a preparar los futuros desarrollos sobre la industria cultural. Cuando el autor se refiere, por ejemplo, a la atomización del ma-terial musical como técnica de composición autoritaria y totali-taria, parece estar buscando en Wagner las raíces del fascismo y de

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la cultura de masas26. Lo mismo puede decirse de su observación sobre la “devaluación del elemento individual con respecto a la totalidad, que excluye las verdaderas interacciones dialécticas” (1966b, 63). Según Adorno, “en la música de Wagner ya se al-canza a percibir la tendencia que habrá de seguir la evolución de la conciencia burguesa en su estadio tardío: ella obliga al in-dividuo a afirmarse con tanta mayor energía cuanto más se ha vuelto, de hecho, fantasmagórico e impotente”.

El capítulo sexto del libro, titulado “Fantasmagoría”, es central para el tema del fetichismo musical y de la disolución del su-jeto. En el ensayo “Sobre el carácter fetichista de la música y la regresión del oído”, Adorno recurre a la fuente directa, el primer capítulo de El Capital, para definir el concepto de fetichismo. Marx dice que las cosas, como valor de uso, no tienen misterio: satisfacen necesidades sin dejar de ser lo que son. Pero en cuanto se presentan como mercancías, se vuelven enigmas. La fantasma-goría consiste, según él, en que la forma mercancía hace aparecer el carácter social de los productos del trabajo como si fuera una propiedad natural de las cosas27. Es lo que sucede con la aparien-cia estética convertida en mercancía. Según Adorno, “disimular la producción bajo la apariencia del producto es la primera ley de la forma en Richard Wagner” (1966b, 114). El fenómeno esté-tico no permite que las fuerzas y las condiciones de su produc-ción real aparezcan como tales. La realización de la apariencia formal es al mismo tiempo la realización del carácter ilusionista de la obra. Las óperas de Wagner tienden a la fantasmagoría y

26 Según Andreas Huyssen, “siempre que Adorno dice fascismo, está diciendo también industria cultural”. Y continúa: “El libro sobre Wagner puede leerse entonces no sólo como un análisis del nacimiento del fascismo del espíritu de la Gesamtkunstwerk, sino también como un análisis del nacimiento de la industria cultural en el más ambicioso arte elevado del siglo XIX” (Huyssen 74).27 “La relación de valor de los productos del trabajo nada tiene que ver con su naturaleza física. Se trata sólo de una relación social determinada de los hombres entre sí, que adquiere para ellos la forma fantástica de una relación entre cosas. Para encontrar una analogía a este fenómeno hay que buscarla en la región nebulosa del mundo religioso. Allí los productos del cerebro del hom-bre tienen el aspecto de seres independientes que se comunican con los seres humanos y entre sí. Lo mismo ocurre con los productos de la mano del hom-bre, en el mundo de las mercancías. Es lo que se puede denominar fetichismo adherido a los productos del trabajo en cuanto se presentan como mercancías” (Marx 87).

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ésta se extiende desde los efectos sonoros, “los dulces cantos leja-nos”, como fantasmagoría acústica, por ejemplo, hasta la ilusión de eternidad por el efecto de tiempo detenido que produce la música o la situación de los personajes que, al entrar en el mundo de los seres irreales, pierden su carácter empírico, temporal. Si los personajes wagnerianos pueden utilizarse ad libitum como símbolos, dice Adorno, es porque su existencia se esfuma nebu-losamente en la fantasmagoría.

Pero es el lado no romántico de la fantasmagoría, es decir, el de la apariencia estética convertida en mercancía, el que interesa en este análisis. El ilusionismo consiste aquí no sólo en el intento de disimular que la apariencia estética ha sido engendrada en el trabajo sino también en que su valor de uso es subrayado como valor auténtico con el fin de imponer su valor de cambio. Como en las vitrinas de las tiendas exhiben las mercancías su lado apa-rente hacia la masa de los compradores, en un movimiento de seducción, así las óperas de Wagner adoptan un valor exhibitivo, una apariencia mágica con la cual responden, en cuanto mercan-cías, a necesidades del mercado cultural. Mientras más se exalta la magia, más cerca se está de la mercancía, dice Adorno. “La fan-tasmagoría tiende al sueño no sólo en cuanto satisfacción enga-ñosa del deseo de los compradores sino ante todo en procura de disimular el trabajo. El soñador impotente reencuentra su propia imagen como si se tratase de un milagro” (122). Por el olvido de que él ha sido el productor de la cosa, se le regala la ilusión de que no se trata de un producto del trabajo sino de una apariencia que remite a la esfera de lo absoluto. Ésta es la manera peculiar como se impone el valor de cambio en el ámbito de los bienes culturales: éstos aparecen en el mundo de las mercancías como si no le perteneciesen, como si fuesen ajenos al poder del mercado; y, sin embargo, pertenecen a este reino, y para disimularlo se exhi-ben con la apariencia fantasmagórica de las revelaciones sobre-naturales (“Sobre el carácter fetichista en la música...” 32). En la música de Wagner, el elemento nuevo, burgués, y el prehistórico regresivo, convergen en la fantasmagoría.

Wagner intenta forzar la totalidad estética mediante una prác-tica invocatoria que obstinadamente omite el hecho de que a esta totalidad le faltan las condiciones sociales necesarias. La obra wagneriana es como una protesta contra la estrechez del

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espíritu objetivo cuyo sujeto social y estético ha quedado redu-cido al individuo. Su tarea artística, cuyo propósito es sobrepasar al individuo aislado, queda en manos de éste y reducida a sus propias fuerzas, razón por la cual la idea de “obra de arte total” (Gesamtkunstwerk) nace condenada, por sus propias condiciones históricas, al fracaso. La reunión de todos los medios artísticos en una sola obra, al dictado arbitrario del artista aislado, no puede sino mostrar cuán extraños han llegado a ser esos medios los unos con respecto a los otros, dada su evolución separada y desigual. Es el ojo humano el que mejor se ha adaptado al orden racional burgués y a la realidad de las cosas como una realidad de mer-cancías. En comparación con la vista, el oído es arcaico y tiene un retardo con respecto al desarrollo técnico. La música parecería llamada a armonizar las relaciones cosificadas de los hombres como si éstas fuesen todavía humanas. En la experiencia con-tingente de la existencia burguesa individual, afirma Adorno, los órganos aislados de los sentidos no son adecuados para perci-bir una realidad unificada: cada órgano de los sentidos percibe no sólo otro mundo sino también otro tiempo. Música, escena y palabra se integran por el hecho de que el autor las trata como si todas convergiesen en una unidad, pero ésta descansa en la existencia contingente del individuo. Desde el horizonte indi-vidualista, la universalidad se deja evocar sólo como falsa uni-versalidad. El drama musical wagneriano, con su grandiosa idea totalizante, es la forma de la falsa identidad. La metafísica ha en-contrado su último refugio en el arte, pero viene de la mano con el desencantamiento del mundo, dato histórico inevitable al que Wagner responde con el mito de un mundo intacto del origen, recuperado por la música y opuesto a la razón. Es la pretensión wagneriana de crear, a partir del individuo y su realidad profana, una nueva esfera de lo sagrado: de ahí procede su carácter fan-tasmagórico (1966b, 144).

La obra ya no obedece a la definición hegeliana del arte como apariencia sensible de la idea. Por el contrario, la idea parece ahora subordinada a la configuración sensible, puesto que la autonomía reposa en la soberanía del artista. Adorno ve ahí el puente entre el arte autónomo y la industria cultural. La “obra de arte del porvenir”, saludada con tanto entusiasmo por el joven Nietzsche, se realiza finalmente en el cine. Si en la forma artística, según Hegel, la verdad aparenta y se exhibe, en el arte de masas

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lo que se exhibe y alardea es el poder del capital. Adorno es en-fático al afirmar: “hay un error en creer que la cultura de masas le haya sobrevenido al arte autónomo desde el exterior: fue por la fuerza de su propia emancipación por lo que el arte se convirtió en su contrario” (145). Parsifal, obra sagrada cuya técnica decora-tiva hace pensar en el cine, le sirve de ejemplo. En ella, la magia sueña su reverso exacto: la obra de arte mecánica (148). Si bien es cierto que todo proceso creativo implica elementos de racio-nalización técnica, lo que Adorno subraya es la paradoja de un proceso racional de producción cuyo fin último es el efecto mági-co y el disimulo del desencanto racional. En lugar de llamar la totalidad social por su nombre, Wagner la convierte en mito. La omnipotencia del proceso social que experimenta el individuo al identificarse con las fuerzas dominantes de tal proceso es glorifi-cada en la obra wagneriana, mistificada como secreto metafísico. Wagner imagina el ritual de la catástrofe histórica y en él sacri-fica al individuo. El lugar de éste vienen a ocuparlo conceptos regresivos como pueblo y ancestros, que él confía a la verdad del origen, y que harán explosión en el horror del fascismo28.

VII

“El marco para la teoría de la industria cultural de Adorno ya estaba dado antes de su encuentro con la cultura de masas en los Estados Unidos. En el libro sobre Wagner, las categorías centrales de fe-tichismo y reificación, debilidad del yo, regresión y mito, apare-cen acabadamente desarrolladas, esperando su articulación en la industria cultural norteamericana”, escribe Andreas Huyssen

28 Philippe Lacoue-Labarthe sostiene en su libro Musica ficta tesis muy cercanas a las de Adorno, a quien dedica su último capítulo. Primero, que Wagner es el fundador del arte de masas. Segundo, que en su obra, la función de la estética se vuelve esencialmente política, ligada a la “configuración de un destino o un ethos nacional”. Tercero, que toda su música está puesta al servicio de producir un efecto predeterminado en el público y para ello requiere una amplificación de sus medios técnicos. Cuarto, que el efecto fundamental podría describirse con el término de Benjamin: “estetización de la política”, un propósito que Benjamin considera esencial al fascismo y a la política de masas, y que Lacoue-Labarthe califica, referido a Wagner, de proto-fascismo. Lacoue-Labarthe trae a cuento un pasaje de Nietzsche donde el filósofo sostiene que la decadencia de la música occidental comienza con la obertura del Don Juan de Mozart en la que se encuentra ya este afán de poner los recursos orquestales en función de un efecto buscado, en este caso el terror ante lo sobrenatural (Lacoue-Labarthe 1991).

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(Huyssen 86). De hecho, cuando Adorno se refiere a la audición distraída que impone la música de Wagner, está indicando que la regresión del oído es un proceso en marcha desde mucho an-tes de consolidarse, con toda contundencia y amplitud, en la industria de la música. Y su observación sobre la “obra de arte total” y el cine se traslada nueve años más tarde, en Dialéctica del iluminismo, a la televisión. Ésta tiende a una síntesis de radio y cine, dice Adorno, y sus posibilidades serán tanto más ilimita-das cuanto más se empobrezcan sus materiales estéticos. Triun-fará, entonces, la industria cultural, como una especie de burla histórica, con la realización del sueño wagneriano de la “obra de arte total”. El acuerdo de palabra, música e imagen se logrará con mayor perfección que en Tristán e Isolda, pues aquí los elementos constitutivos ya no serán extraños los unos a los otros, como en Wagner: todos serán producidos mediante el mismo proceso téc-nico y expresarán su unidad en el registro de la realidad social reducida a su superficie (“La industria cultural” 1987, 150).

La industria cultural no es ajena, en principio, a la utopía, pues contiene en sí la idea de un mundo sin privilegios culturales, punto sensible en la teoría de Adorno y que él no se cansa de en-fatizar en otra versión: la culpabilidad de la alta cultura burgue-sa por excluir a las mayorías29. Sin embargo, la democratización de la cultura era sólo una parte de la gran promesa no cumplida del capitalismo. Se aduce con frecuencia, como argumento en el debate entre alta cultura y cultura masiva, que como la primera no se mostró compatible con la participación de las masas, la industria cultural fue el precio que hubo que pagar por la de-mocratización. Y no fue el capitalismo de libre competencia del siglo XIX, sino el fordista del siglo XX, caracterizado por la fuerte centralización del capital, el énfasis en el cambio tecnológico y

29 “La pureza del arte burgués, hipóstasis del reino de la libertad en oposición a la praxis material, ha sido pagada con la exclusión de la clase inferior. Para ésta, la seriedad se ha convertido en burla, a causa de la necesidad y de la presión del sistema. Por necesidad se sienten contentos cuando pueden gastar pasi-vamente el tiempo que no pasan atados a la rueda” (“La industrial cultural” 1987, 163). “No podemos eludir la pregunta de si no habrá envejecido el con-cepto de cultura en que hemos crecido, si lo que, de acuerdo con la tendencia general, hoy le sucede a la cultura no será la respuesta a su propio fracaso, a la culpa que contrajo por haberse encapsulado como esfera especial del espíritu sin realizarse en la organización de la sociedad” (1973, 138), dice Adorno en su conferencia “Experiencias científicas en Estados Unidos”.

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la administración científica de todos los aspectos de la actividad de la gran empresa, el que sirvió de modelo para la teoría de la industria cultural. La clase obrera, enfrentada a la minuciosa especialización del trabajo y con acceso al consumo expandido a gran escala, se convirtió en una masa disciplinada, colaboradora y apolítica. En ella encontró la teoría de Frankfurt el nuevo fenó-meno social que hizo posible la industria de la cultura (Hohendahl 126-128).

Con el paso de la era liberal al capitalismo fordista, la dicotomía entre alta cultura y cultura masiva se debilitó hasta casi desapa-recer, pues el mercado mantiene estas distinciones sólo como eti-quetas comerciales, no como diferencias cualitativas. La cultura se vio así obligada a salir del aislamiento en su esfera espiritual, en la que durante tanto tiempo permaneció separada de la economía, y a integrarse al mercado, como uno más de los bienes de con-sumo. Precisamente esa fuerza integradora es lo que Adorno y Horkheimer juzgan esencial en la industria de la cultura. Ellos, igual que Marcuse, vieron en el capitalismo avanzado un sistema de control total, frente al cual el individuo es cada vez más débil, y consideraron el consenso que la industria cultural produce y propaga como una forma velada de autoritarismo30.

Los críticos de Adorno se equivocan, según Hohendahl, al con-fundir su defensa del arte autónomo con una defensa de la alta cul-tura. En últimas, la racionalidad instrumental es la que destruye la cultura tradicional para reemplazarla por una cultura de mer-cado que no penetra sólo en el arte popular sino en todos los aspectos de la cultura. La dialéctica de la ilustración produce, al mismo tiempo, la industria cultural y la resistencia a su lógica. El intento de distanciarse propio del arte autónomo forma parte de esa dialéctica (137).

30 Hohendahl anota, como un dato más reciente, la resistencia postmoderna a los sistemas totales y a la cultura centralizada, a lo cual corresponde, según él, un nuevo modo de producción que favorece la flexibilidad y la descentralización por encima de la estructura y el control (Hohendahl 127). Mientras el marco de referencia sea el capitalismo fordista, afirma Hohendahl, los presupuestos de la escuela de Frankfurt sobre la industria cultural parecen plausibles. Desde la perspectiva contemporánea, a partir de l980, bajo el signo del posmodernismo, la cultura masiva ya no se percibe como un sistema unificado sino como una varie-dad de estilos, formatos y estructuras que requieren otra explicación (143).

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