Al Pie Del Acantilado

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Nosotr<¡s sornos corrro la liiguerilla, como esa planta salvaje que brota y se multiplica en los lugares más amar- gos y escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobre el canto rodado, en ]as acequias sin riego, cn el desmonte, alrededor de lc¡s muladares. Ella no pide favores a na- die, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir'. No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar, la pisan los hombres y los tractores, per<l la higuerilla sigue creciendo, propagándose, alimenlándose de piedras y de basura. Por eso digo que sornos como la higuerilla, Irosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de la costa encuentra una higuerilla, al]í hace su casa porque sabe que allí podrá también él vivir. Nos«rtros la encontramos al fondc¡ del barranco, en lc¡s vieios bañc¡s de Magdalena. Veníamos huyendo de Ia c:iudad como bandidos porqlle los escribanos y los po- lir'í¿rs nos habían echado de quinta en quinta y cle corra- lrin cn corralón, Vimos la planta allí, creciendo humil- rlcn'rcnte entre tanta ruina, entre tanto patillo muerto y rrrr¡lt¡ dcrrlrmbc de piedras, y decidimos levantar nuestra rrr,¡'¿lda. l,:r gcnte decía que esos baños fueron famc¡sos en otra ('l)(x'ir, cuando Ios hombres usaban escarpines y las mu- In('s sc mctían al agua en camisón. En ese tiempo no (..r\t¡iur las playas de nAgua Dulce, y ol-a Herradura". lrrtt'rr larnbién que los últimos concesionarios del esta- I'L'r ir¡ricr¡lo no pudieron soportar la competencia de las ,rtr;r,, ¡rl:ryírs ni la soledad ni los derrumbes y que por eso '., lrrclorr llcrv:iudose todo lo que pudieron: se llevaron l,r'. ¡rrr.r't:rs, Ias vcntanas, todas las barandas y las tube- rr.r,, lil lit'rn¡ro hizo lo demás. Por eso, cuando nosotros ll,¡,,¡¡¡¡,,.,, sr¡k¡ crrcontramos ruinas por todas partes, rui- rlr'. \', ,'r¡ r¡¡t'tlir¡ clc tcldo, la higuerilla. Al ¡rr irrt i¡rio rro supimos qué comer y vagamos por la ¡,1,r1',r lrrr,.r rr¡rLr t'r¡nclras y caracoles. Después recogimos , ,,, l,r, lru., (lu('s(' ll¡¡rnan muy-muy, Ios hervimos y pre-

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Nosotr<¡s sornos corrro la liiguerilla, como esa plantasalvaje que brota y se multiplica en los lugares más amar-gos y escarpados. Véanla cómo crece en el arenal, sobreel canto rodado, en ]as acequias sin riego, cn el desmonte,alrededor de lc¡s muladares. Ella no pide favores a na-die, pide tan solo un pedazo de espacio para sobrevivir'.No le dan tregua el sol ni la sal de los vientos del mar,la pisan los hombres y los tractores, per<l la higuerillasigue creciendo, propagándose, alimenlándose de piedrasy de basura. Por eso digo que sornos como la higuerilla,Irosotros, la gente del pueblo. Allí donde el hombre de lacosta encuentra una higuerilla, al]í hace su casa porquesabe que allí podrá también él vivir.

Nos«rtros la encontramos al fondc¡ del barranco, enlc¡s vieios bañc¡s de Magdalena. Veníamos huyendo de Iac:iudad como bandidos porqlle los escribanos y los po-lir'í¿rs nos habían echado de quinta en quinta y cle corra-lrin cn corralón, Vimos la planta allí, creciendo humil-rlcn'rcnte entre tanta ruina, entre tanto patillo muerto yrrrr¡lt¡ dcrrlrmbc de piedras, y decidimos levantar nuestrarrr,¡'¿lda.

l,:r gcnte decía que esos baños fueron famc¡sos en otra('l)(x'ir, cuando Ios hombres usaban escarpines y las mu-In('s sc mctían al agua en camisón. En ese tiempo no(..r\t¡iur las playas de nAgua Dulce, y ol-a Herradura".lrrtt'rr larnbién que los últimos concesionarios del esta-I'L'r ir¡ricr¡lo no pudieron soportar la competencia de las,rtr;r,, ¡rl:ryírs ni la soledad ni los derrumbes y que por eso'., lrrclorr llcrv:iudose todo lo que pudieron: se llevaronl,r'. ¡rrr.r't:rs, Ias vcntanas, todas las barandas y las tube-rr.r,, lil lit'rn¡ro hizo lo demás. Por eso, cuando nosotrosll,¡,,¡¡¡¡,,.,, sr¡k¡ crrcontramos ruinas por todas partes, rui-rlr'. \', ,'r¡ r¡¡t'tlir¡ clc tcldo, la higuerilla.

Al ¡rr irrt i¡rio rro supimos qué comer y vagamos por la¡,1,r1',r lrrr,.r rr¡rLr t'r¡nclras y caracoles. Después recogimos, ,,, l,r, lru., (lu('s(' ll¡¡rnan muy-muy, Ios hervimos y pre-

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8 JUI,IO RAMON RIBEYRO

paramos un caldo lleno de tuerza, que nos elnborrachó.Más tarde, no recuerdo cuándo, descubrim<¡s a un kiló-metro de alli una caleta de pescadores donde mi hijoPepe y yo trabajamos durante un buen tiempo, mientrasToribio, el menor', hacía la cocina, De este modo apren-dimos el oficio, compramos cordeles, allzuclos y comen-zamos a trabajar por nuestra propia cuenta, pescandotoyos, robalos, bonitos, que vendíamos en la paraditade Santa Cruz.

Así fue como empezamos, yo y mis dos hijos, Ios tressolos. Nadie nos ayudó. Nadie nos dio jamás un men-drugo ni se lo pedimos tampoco a nadie. Pero al año yateníamos nuestra casa en el fondo del barranco y ya nonos importaba que allá arriba Ia ciudad fuera crecierrdoy se llenara de palacios y de policías. Nosotros habíamosechado raíces sobre la sal.

Nuestra vicla fue dura, hay que decirlo. A veces piensoque San Pedro, el santo de Ia gente del mar, nos ayudó.Otras veces pienso que se rio de nosotros y nos mostró, atodo lo ancho, sus espaldas.

Esa mañana que Pepe vino corriendo al terraplén dela casa, con los pelos parados, como si hubiera visto aldiablo, me asusté. El venía de las filtraciones dc aguadulce que caen por las paredes del barranco. Cogiéndo-me del brazo me an'astró hasta el talud al pie del cualestaba nuestra casa y me mostró Llna enorme grieta quellegaba hasta el nivcl de la playa. No supimos cómo sehabía hecho, ni cuándo, pero lo cierto es que estaba allí.Con un palo exploré su profundidad y luego me senté acavilar sobre el pedregullo.

-¡Somos unos imbéciles! -rnaldije- ¿Cómo se nos

ha ocurrido constr"uir nuestra casa en este lugar? Ahorame explico por qué la gente no ha querido nunca utilizareste terraplén. El barranco se va derntmbando cada cier-ro tiempo. No será hoy ni mañana pero cualquier día deéstos se vendrá abajo y nos enterrará como a cucarachas.

¡Tenemos que irnos de aquí!

LA PALABRA DEL MUDO 9

Esa misma mañana recorrlmos toda la playa, bus-cando un nuevo refugio. La playa, digo, pero hay que

conocer esta playa: es apenas una pestaña entre el acan-

tilado y el mar. Cuando hay mar brava, las olas trepanpor la ribera y se estrellan contra la base del barranco'Lr"go subimoi por la quebrada que lleva a la ciudad ybusóamos "t ,u.ro una explanada. Es una quebrada es-

trecha como un desfiladero, está llena de basura y loscamioneros la van cegando cuando la remueven para lle-

varse el hormigón.La verdad és que yo empezaba a desesperar' Pero fue

mi hijo Pepe quien me dio la idea.

-¡Eso es! -dijo- Debemos construir un contra-fuerte para contener el derrumbe. Pondremos unos cuar-

tones de madera, luego unos puntales para sostenerlos yasí el paredón quedará en Pie.

El lrabajo duró varias semanas. La madera la arran-camos de lai antiguas cabinas de baño que estaban ocul-tes bajo las piedrás. Pero cuando tuvimos la madera nos

dimos cuentá que nos faltaría fierro para apuntalar- esa

madera. En la ciudad nos quisieron sacar un ojo de lacara por cada pedazo de riel. Allí estaba el mar, sin em-

bargo. Uno nuñca sabe todo lo que contiene el mar' Así

"orrio el mar nos daba la sal, el pescado, las conchas, las

piedras pulidas, el yodo que quemaba nuestra piel, tam-bién nos dio fierros el mar.

Ya nosotros habíamos notado, desde que llegamos a

Ia playa, esos fierros negros que la mar baja mostraba,a óinCuenta metros de la orilla. Nos decÍamos: nAlgún

barco encalló aquí hace mucho tiempo». Pero no era así:

fueron tres remolcadores que fondearon, los que constru-yeron los baños, para formar un espigón' Veinte años de

álea¡e habían volieado, hundido,, removido, cambiado- de

lusai esas embarcaciones. Toda la madera fue podrida ycleiclavada (aún ahora varan algunas astillas), pero el fie-

rro quedó ailí, escondido bajo el agua, como un arrecife'

-S.car"mos ese fierro -le dije a Pepe'

Muy de mañana nos metíamos desnudos al mar y na-

clirbamts cerca de las barcazas. Era peligroso porque las

r¡las venían de siete en siete y se formaban remolinos y

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se espumaban al chocar contra los fierros. pero fuimostercos y nos desollamos las manos durante-se-ri";;;';irando a pulso o remolcando con .ogu., desde Ia olavaunas cuantas vigas oxidadas. Despué-s lu. ,uspu_":;-í;plntamos; después- construimos, con la madera, una paredcontra- el talud; después apunialam., ú ;;;;;^';JJl;.vigas de fierro. De esta marrára el contrafu".t" q""álii.l"y. nuestra casa protegida contra los derrumbei. Cuandovimos toda la mole apoyada en nuestra Uur.".á, ¿ijil;;;

-iQue San Pedro nos proteja! Ni un terremoto podrácontra nosotros.

.Mientras- tanto, nuestra casa se había ido [enando deanimales. Al comienzo fueron los perros, esos perros va-gabundos y pobres que la ciudad'rechaza cad,í;;;--;t"Jg.,. como a Ia gente qu9 no paga alquiler. No sé porqué vinieron hasta aquí: quizá. porlr" oliuteu.on ei"fá.cocina o simplemente porqu" io, p"..os, como muchaspersonas, necesitan de un amo pará poder vivir., . EI, primero llegó _caminando por fa playa, desde Ia ca-Ieta cte pescadores. Mi hijo Toribio, q.re é, huraño y depoc-o hablar, le dio de comer y el perro se convirtió ensu lamemanos. Más tarde desclndié por lu q".ür"áu

""perro lobo que se volvió bravo y que nosotros amarrá_bamos a una estaca cada vez q"" g""t" extraña UujuU. ula playa. Luegg llegaron juntós dás perrito.

"r"rátiáoisin -raza, sin oficio, que parecían- disiuestos a cualquier

nobleza por el más miseñbre pedazo^de huesá. i#üté"se instalaron tres gatos atigrádos qre corrían por losbarrancos comiendo ratas ylulebrilüs.

A todos estos animales, al principio, los rechazamos apedradas y palazos. Bastante trabajo nos dabá ñ;;;tener sano nuestro pellejo. pero los animales siempre re_gresaban, a pesar de todos los peligros, había q;il;; h,gracias que hacian con sus trisies hocicos. por más duroque uno sea, siempre se ablanda ante Ia humildad. Fueasí como terminamos por aceptarlos.

P_ero alguien más llegó en esos días: el hombre quellevaba su tienda en un iostal.

LA PALABRA DEL MUDO II

Llegó en un atardecer, sin hacer ruido, como si nin-gún desfiladero tuviera secretos para é1. Al principio creía-mos que era sordo o que se trataba de un imbécil porqueno habló ni respondió ni hizo otra cosa que vagar por laplaya, recogiendo erizos c¡ reventando malaguas. Só1o alcabo de una semana abrió la boca. Nosotros freíamos elpescado en la terraza y habia un buen olor a cocina ma-ñanera. El extraño asomó desde la playa y quedó mirandomis zapatos.

-_Se los compongo -dijo.Sin saber por qué se los entregué y en unos pocosminutos, con un arte que nos dejó con Ia boca abierta,cambió sus dos suelas agujereadas.

Por toda respuesta, le alcancé la sartén. El hombrecogió una troncha con la mano, luego otra, luego una ter-cera y así se tragó todo el pescado con tal violencia queuna espina se le atravesó en el pescuezo y tuvimos quedarle miga de pan y palmadas en el cogote para desato-rarlo.

Desde esa vez, sin que yo ni mis hijos le dijéramosnada, comenzó a trabajar para nuestra finca. Primerocompuso las cerraduras de las puertas, después afiló losanzuelos, después construyó, con unas hojas de palmera,un viaducto que traía hasta mi casa el agua de las fil-traciones. Su costal parecía no tener fondo porque deél sacaba las herramientas más raras y las que no teníaIas fabricaba con las porquerías del muladar. Todo loque estuvo malogrado lo compuso y de todo objeto rotoinventó un objeto nuevo. Nuestra morada se fue enri-queciendo, se fue llenando de pequeñas y grandes cosas,de cosas que servían o de cosas que eran bonitas, gra-cias a este hombre que tenía la manía de cambiarlo todo.Y por este trabajo nunca pidió nada: se contentaba conuna troncha de pescado y con que lo dejáramos en paz.

Cuando llegó el verano, solo sabíamos una cosa: quesc llamaba Samuel.

En los días del verano, el desfiladero cobraba ciertaanimación. La gente pobre que no podía frecuentar lasgrandes playas de arena, bajaba por allí para tomar ba-ñcrs de mar. Yo la veía ctüzaÍ el terraplén, repartirse

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por Ia orilla pedregosa y revolcarse cerca de los erizos,entre las plumas de pelícano, como en el mejor de losvergeles. Eran en su mayoría hi-ios de obreros, mucha-chos de colegio fiscal en vacaciones o artesanos de lossuburbios. Todos se soleaban hasta la puesta del sol. Alretirarse pasaban delante de mi casa y me decían:

-Su playa está un poco sucia. Debía hacerla limpiar.A mí no me gustan los reproches pero en cambio me

gustó que me dijeran su playa. Por eso me empeñé enponer un poco de limpieza. Con Toribio pasé algunasmañanas recogiendo todos Ios papales, las cáscaras y lospatillos que, enfermos, venían a enterrar el pico entreIas piedras.

-Muy bien -decían

los bañistas-. Así las cosas vanmejor.

Después de limpiar la playa, levanté un cobertizo paraque los bañistas pudieran tener un poco de sombra. Des-pués Samuel construyó una poza de agua filtrada y cua-tro gradas de piedra en la parte más empinada del des-filadero. Los bañistas fueron aumentando. Se pasaban lavoz. Se decían: «Es una playa limpia en donde nos danhasta la sombra gratis». A mediados del verano eran másde un centenar. Fue entonces cuando se me ocurrió co-brarles un derecho de paso. En realidad, esto no lo habíaplaneado: se me vino así, de repente, sin que Io pensara.

-Es justo

-les decía-. Les he hecho una escalera,he puesto un cobertizo, les doy agua de beber y ademástienen que atravesar mi casa para llegar a Ia playa.

-Pagaríamos si hubiera un lugar donde desvestirse

-respondieron.Allí estaban las antiguas cabinas de baño. Quitam«rsel hormigón que las cubría y dejamos libres una doccn¿tde casetas.

-Está todo listo -dije-. Cobro solamente diez cetr-tavos por la entrada a la playa.

Los bañistas se rieron.

-Falta una cosa. Debe quitar esos fierros quc lut.y

en el mar. ¿No se da cuenta que aquí no se puedc nl¡tl:tt'i'Uno tiene que contentarse con bañarse cn lit o¡'ill¡1. Asf

no vale la pena.

LA PALABRA DEL MUDO 13

-Sea. Los sacaremos -respondí., Y a pesar de que había terminado el verano y que los

bañistas iban disminuyendo, me esforcé, con ,"i fri¡oPepe, en arrancar los fierros del mar. El trabajo yu ioconocíamos desde que sacamos las vigas para él ialud.Pero ahora teníamos que sacar todos los

-fierros, hasta

aquellos que habían echado r.aíccs entre las algas. Usan-do garfios y picotas, los atacamos desde todo sItio, comosi fueran tiburones. Llevábamos una vida submarina ycxtraña para los forasteros que, durante el otoño, baja-l:an a veces por allí para ver de más cerca la caída áelcrepúsculo.

-iQué hacen esos hombres! decÍan- pasanllr¡ras sumergiéndosc para traer a Ia orilla un poco dechatarra.

En Ia lucha contra lt_¡s ficrros, pepe parecía haber.('nlpcñ-ado su palabra de hombre. Toribió, en cambio,, oruo Ios forasteros, lo veía trabajar sin ninguna pasión.lil rnar no le interesaba. Solo tenía ojos pára Iá genter¡rrt' vcnía de Ia ciudad. Siempre me preocupó la mánera,,,rno los miraba, como los seguía y como, regresabalrrrrk', con los bolsillos llenos de chapas de botellas, del',,rrrlrillas quemadas y de otros adefesios en los cuales' r('í:t lecouocer la pista de una vida superior.

('ururckl llegó el invierno, pepe seguÍa luchando con-Ir.r los ficrlros del mar. Eran días de blanca bruma quell, ¡1;rlrr rlt: m¿d¡¡gada, trepaba por el barranco y ol,r-l,,rl,.r l:r tirrclad. De nr¡che, los faroles de la Costaneia for-nr,rl,,r¡¡ lurl«rs y desde la playa se veía una mancha lechosa,¡r¡,' rlr¡¡ tlt.sdc La Punta hasta el Morro Solar. Samuelr,',.¡,¡¡;¡l¡¡¡ ¡¡ri¡l cn esa época y decía que la humedad lo,',l,rlr,t rllrl¡u¡dc¡.

lrrr «'runbi<¡ a mí me gusta la neblina -le decÍa\, ltr. rroclrc hay buen temperamcnto y se goza tiran-,l,r ,1,'l ,,,r'rL.l.

l'¡.¡rl Srutrlrcl tosia y una tarde anunció que se tras_lrrrlrr¡r,r ,r l:r ¡rrrlc alta dcl barranco, a esa explanada que

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los camioneros, a fuerza de llevarse el hormigón, habíancavado en pleno promontorio. A ese lugar comenzó a tras-ladar las piedras de su nueva habitación' Las escogía en

la playa, amorosamente, por su forma y su color, las co-

tocábá en su costal y se iba cuesta arriba, canturreando,parándose cada diez pasos para resollar. Yo y mis hiiostontemplábamos, asombrados, ese trabajo' Nos decía-

mos: Sámuel es capaz de limpiar de piedras toda la orilladel mar.

La primera migración de aves guaneras pasó graznan-do por el horizonte: Samuel levantaba ya las paredes desu casa. Pepe, por su parte, había casi terminado su tra-bajo. Tan sólo a ochenta metros de la orilla quedaba elarmazón de una barcaza imposible de remover.

-Con esa no te metas -le decia-. Una grúa sería ne-

cesario para sacarla.Sin embargo, Pepe, después de la pesca y del negocio,

nadaba hasta allí, hacía equilibrio sobre los fierros y bu-ceaba buscando un punto donde golpear. Al anochecer,regresaba cansado y decía:

-Cuando no quede un solo fierro vendrán cientos de

bañistas. Entonces sí que lloverá plata sobre nosotros.

Es raro: yo no había notado nada, ni siquiera habíatenido malos sueños. Tan tranquilo estaba que, al volverde la ciudad, me quedé en la parte alta del desfiladero,conversando con Samuel, que ponía el techo de su casa.

-¡Ya vendrán! -me dijo Samuel, señalando unaspiedras que había tiradas por el suelo- Hoy día hevisto gente rondando por aquí. Han dejado esas piedrascomo señal. Mi casa es la primera pero pronto me imi-tarán.

-Mejor -le respondí-. Así no tendré que ir hastala ciudad a vender el pescado.

Al oscurecer, baje a mi casa. Toribi<¡ daba vueltaspor el terraplén y miraba hacia el mar. El sol se habíapuesto hacía rato y solo quedaba una línea naranja, allámuy lejos, una línea que pasaba detrás de la isla San

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Lorenzo e iba hacia los mares del norte. Quizás esa eraIa advertencia, la que yo en vano había esperado.

-No veo a Pepe -me dijo Toribio-. Hace rato quecntró pero no lo veo. Fue nadando con la sierra y lapicota.

En ese momento sentí miedo. Fue una cosa violentaque me apretó la garganta, pero me dominé.

-Quizás esté buceando -dije.

-No podria aguantar tanto rato bajo el agua -res-pondió Toribio.

Volví a sentir miedo. En vano miraba hacia el mar,lruscando el esqueleto de la barcaza. Tampoco vi la línearraranja. Grandes tumbos venían y se enroscaban y cho-caban contra la base del terraplén,

Para darme tiemp<1, dije:

-A lo mejor se ha ido nadando hacia la caleta.

-No -respondió Toribio-. Lo vi ir hacia la bar-

t'aza. Varias veces sacó la cabeza para respirar. Despuéssc puso el sol y ya no vi nada.

En ese momento me comencé a desvestir, cada vezrrrirs rápido, más rápido, arrancando Ios botones de mit'alnisa, los pasadores de mis zapatos.

-¡Anda a buscar a Samuel! -grité, mientras mez¿rnrbullía en el agua.

Cuando comencé a nadar ya todo estaba negro: negrot'l mar, negro el cielo, negra la tierra. Yo iba a ciegas,.'slrcllándome contra las olas, sin saber lo que quería.A¡rcnas podía respirar. Corrientes de agua fría me golpea-lrrur las piernas y yo creía que eran los toyos buscandol:r c¿rrnaza. Me di cuenta que no podía seguir porque no¡,,rrlía ver nada y porque en cualquier momento me tro-lx'zuría contra los fieros. Me di la vuelta, entonces, casi, r»rr vcrgüenza. Mientras regresaba, las luces de la Cos-t:ur('r'il se encendieron, todo un collar de luces que parecía,'rrvolvorme y supe en ese momento lo que tenía queIr;rr,'r'. AI llegar a la orilla ya estaba Samuel esperándome.

¡ A Ia caleta! -le grité- ¡Vamos a la caleta!Alnbos empezamos a correr por la playa oscura. Sentí

r¡rrt: rnis pies se cortaban contra las piedras. Samuel se

¡urrri ¡rara darme sus zapatos pero yo no quería saber

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nada y lo insulté. Yo sólo miraba hacia adelante, buscan_do las luces de los pescadores. Al fin me caí de cansancioy me quedé tirado en la orilla. No podía levantarme. Co_mencé a llorar de rabia. Samuel me arrastró hasta elmar y me hundió varias veces en el agua fría.

-¡Falta poco, papá Leandro! -décía- Mira, allí seven las luces.

No sé como llegamos. Algunos pescadores se habíanhecho ya ala mar. Otros estaban lisios para zarpar.

--¡De rodillas se lo pido! -grité- ¡Nunca les he pe-dido un favor, pero esta vez se 1o pidoi pepe, el -uyt.,hace u-na hora que no sale del mar. ¡Tenemos qr" i, ubuscarlo!

Tal vez hay una manera de hablarle a los hombres,una manera de llegar hasta su corazón. Me di cuenta,esta vez, que todos estaban conmigo. Me rodearon parapreguntarme, me dieron pisco de beber. Luego dejarone_n la playa sus redes y sus cordeles. Los quó acababande enfrar regresaron cuando escucharon Iós gritos. Enonce barcas entramos. Ibamos en fila hacia Magdalena,con las antorchas encendidas, alumbrando la mar.

Cuando llegamos a \a barcaza, la rodeamos formandoun círculo. Mientras unos sostenían las antorchas, otrosse lanzaron al agua. Estuvimos buceando hasta medianoche. La luz no llegaba al fondo del mar. Chocábamosbajo el agua, nos ras,euñamos contra los fierros pero noencontramos nada, ni la picota ni su gorra de marinero.Ya no sentía cansancio, quería seguir buscando hasta lamadrugada. Pero ellos tenían razón.

-La resaca lo debe haber jalado -decían-. Hay que

buscarlo más allá de los bancos.Primero entramos, luego salimos. Samuel tenía una

pértiga quc hundía cn el mar cada vez que creía ver algo.Seguimos dando vueltas en fila. Me sentía mareadJ ycomo idiota, tal vez por el pisco que bebí. Cuando mirabáhacia los barrancos, veía allá arriba, tras la baranda delmalecón, faros de automóviles y cabezas de gente quemiraban. Entonces me decía: «¡Malditos los curiosos!Creen que celebramos una fiesta, que encendemos antor-chas para divertirnosr. Claro, ellos no sabían que yo es-

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taba hecho pedazos y que hubiera sido capaz de tragarmetoda el agua del mar para encontrar el cacláver de mi hijo.

-¡ Antes que lo muerdan los toyos! -me repetía,muy despacito- ¡Antes que lo muerdan!

Para qué llorar, si las lágrimas ni matan ni alimentan.Como dije delante de los pescadores:

-El mar da, el mar también quita.

Yo no quise verlo. Alguien lo descubrió, flotando vien-tre arriba, sobre el mar soleado. Ya era el día siguientey nosotros vagábamos por la orilla. Yo había dormidoun rato sobre las piedras hasta que el sol del mediodíame despertó. Después fuimos caminando hacia La Perlav cuando regresábamos, una voz gritó: *¡Allá está! ". Alg«rsc veía, algo que las olas empujaban hacia la orilla.

-Ese es -dijo Toribio-. Allí está su pantalón.Entraron varios hombres al mar. Yo los vi que iban

t r¡r't¿rndo las olas bravas y los vi casi sin pena. En ver-,l:rtl estaba agotado y no podía siquiera conmoverme. Lof ur'r-cln jalando entre varios, lo traían así, hinchado, haciarrrí. Después me diieron que estaba azul y que lo ha-l,í:rrr l-r'l«¡rdido los toyos. Pero yo no Io vi. Cuando estaba( ('r(1r, me fui sin voltear \a cabeza. Sólo dije, antes de

¡r;rtlit':Quc lo entierren en la playa, al pie dc las cam-

¡,.rrrillas. (El siempre quiso estas flores del barranco que',rrr, ( ()llto el geranio, corrlo el mastuerzo, las flores po-1,r,",, l¿rs que nadie quiere ni para su entierro).

PCI o no me hicieron caso. Se le enterró al día siguien-tr crr t'l ccmenterio de Surquillo.

l','r'tk'r' r-rn hijo que trabaja es como perder una pier-,,r ,r (,,rrro ¡reLder una ala para un pájaro. Yo quedé comoIr.,r,r,l,r rltrr'¿urte varios días. Pero la vida me reclamaba,l,,,r,lu(' lrirltía muchísimo que hacer. Era época de malar,, ,r .r y t'l lrr¿rr sc había vuelto avaro. Solo los que teníanlrrilr,r ',itlíirn ¿rl mar y regresaban ojerosos de mañana,

' n,rtr, lrorrit()s cn su red, apenas de qué hacer un cald<¡.\,r lr:rlrí:r roto a pedradas Ia estatua de San Pedro

I, r', :r.rruu,,'l la compuso y la colocó a la entrada de mir,r,,,r ll,'lrrrio rk: [a estatua puso una alcancía. Así, la gen-

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te que usaba mi quebrada, veía la estatua y, como eranpescadores, dejaban allí cinco centavos, diez centavoz.De eso vivimos hasta que llegó el verano.

Digo verano porque a Ias cosas hay que ponerles unnombre. En esta tierra todos los meses son iguales: quizásen una época hay más neblina y en otra calienta más elsol. Pero, en el fondo, todo es 1o mismo. Dicen que vivi-mos en una eterna primavera. Para mí, las estaciones noestán en ei sol ni en la lluvia sino en las aves que pasan oen los peces que se van o que vuelven. Hay épocas en lascuales es más difícil vivir, eso es todo.

Este verano fue difícil porque fue triste, sin calor, ylos bañistas apenas venían. Yo había puesto un letrero ala entrada que decía: "Caballeros 20 centavos. Damas 10centavos». Pagaron, es verdad, pero eran muy pocos. SezambullÍan un, momento, tiritaban y después se ibancuesta arriba, maldiciendo, como si yo tuviera la culpade que el sol no calentara.

-¡Ya no hay fierros! -les gritaba.

-Sí -me respondían-. Pero el agua está fría.Sin embargo, en este verano pasó algo importante: en

la parte alta del barranco comenzaron a levantar casas.Samuel no se había equivocado. Los que dejaron pie-

dras y muchos más vinieron. Llegaban solos o en grupos,miraban la explanada, bajaban por el desfiladero, husmea-ban por mi casa, respiraban el aire del mar, volvían asubir, siempre mirando arriba y abajo, señalando, cavi-lando, hasta que, de pronto, se ponían desesperadamentea construir una casa con lo que tenían al alcance de lamano. Sus casas eran de cartón, de latas chancadas, depiedras, de cañas, de costales, de esteras, de todo aquelloque podía encerrar un espacio y separarlo del mundo.Yo no sé de qué vivía esa gente, porque de pesca no en-tendía nada. Los hombres se iban temprano a la ciudado se quedaban tirados en las puertas de sus cabañas, vien-do volar los gallinazos. Las mujeres, en cambio, bajabana la orilla, en Ia tarde, para lavar la ropa.

-Usted ha tenido suerte -me decían-. Usted sí que

ha sabido escoger un lugar para su casa.

-Hace tres años que vivo aquí -les respondía-. He

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perdido un hijo en el mar. Tengo otro ,que no trabaja'Ñecesito una áujer que me caliente por las noches'

Todas eran casadá. o u*ancebadas' Al comienzo no

me hacían caso. Después se reían conmigo' Yo puse un

pr"t,o de bebidas y áe butifarras, para ayudarme'Y así pasó un año más.

Agosto es el mes de los vientos y los palomillas co-

.r"r, "po. los potreros volando las cometas' Algunos se

ilp; a las ñuacas para qlle sus cometas vuelen más

;i;;. i" siempre he mirado este juego -co-n

un poco de

pena porque etl cualquie-r momento el hilo puede rom-

i"r"" y la cometa, la li.rda cometa de colores y de larga

:;i;, .:" enreda en los alambres de la luz o se pierde en

las azoteas. Toribio era así: yo 1o tenía sujeto apenas

p;; ;; ftito y sentía que se alejaba de mí, que se p-e-rdía'' - Cudu ,", hublabu-ot ,t "tos'

Yo me decía: "No es

mi culpa que viva en un barranco' Aquí por- lo. menos

h;y ; teciro, una cocina' Hay gente que ni siquiera tie-

,rá'rn a.Uol ionde recostarsé,. P".o él no comprendía

"rot sOlo tenía los ojos para la ciudad' Jamás quiso pes-

car. Varias ,".", *á dijot nNo quiero morir ahogado"'po. .to prefería irse con Samuel a la ciudad' Lo acom-

;;;^ü iái ro. balnearios, avudándolo a poner vidrios'

u .ornpor"r caños. Con los ieales que ganaba se iba al

"i"" "i" compraba revistas de aventuras' Samuel le en-

señó a leer.Yo no quería verlo vagar Y le dije:

-Si tanto te gusta la ciudad, aprende un oficio y vete

a trabajar. Ya tienes dieciocho años' No quiero mantener

zánganos. .r . r_,__.Esto era mentira: yo lo hubiera mantenido toda mi

vida, no solo porque eia mi hijo sino porque tenía.miedo

a" q""aur*e -solá.

Por la tarde no tenía con quién con-

,".á. y mis ojos, cuando había luna, iban hacia los tum-

Ñlúrtt"uUutt labarcaza, como si una voz me llamara

desde adentro'Una vez Toribio me dijo:

-Si *" hubieras inandado al colegio ahora sabría

qué hacer Y Podría ganarme la vida'

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20 JULIO RAMON RIBEYRO

Esa vez Ie pegué porque sus palabras me hirieron.Estuvo varios días ausente. Después vino, sin decirmeqada, y pasó algún tiempo comiendo mi pan y durmien-do bajo el cobertizo. Desde entonces, siempre se iba a laciudad pero también siempre volvía. yo no quise pre-guntarle nada. Algo debía pasar, cuando regresaba. Sa-muel me lo hizo notar: venía por Delia, la hija del sastre.

A la Delia varias veces Ia había invitado a sentarseen el terraplén, para tomar una limonada. Yo la habÍadistinguido entre las mujeres que bajaban porque eraredonda, zumbona y alegre como una abeja. Pero ellano me miraba a mí, miraba a Toribio. Es verdad que yopodÍa pasar por su padre, que estaba reseco como metidoen salmuera y que me había arrugado todo de tanto par-padear en Ia resolana.

Se veían a escondidas en los tantos recovecos del lu-gar', detrás de las cnredaderas, en las grutas de agua fil-trada, porque lo que tenía que suceder sucedió. Un díaToribio se fue, como de costumbre, pero la Delia se fuecon é1. El sastre bajó rabioso, me amenazó con la policía,pero terminó por: echarse a llorar. Era un pobre viejo, sinvista ya, que hacía remiendos para la gente de la barriada,

-A mi hiio lo he crecido sano -le dije, para con-solarlo-. Ahora no sabe nada pero la vida le enseñaráa trabajar. Adernás, se casarán, si se entienden, como lomanda Dios.

El sastre quedó trar-rquilo. Me di cuenta que la Deliaera un peso para é1 y qr'r" toda su gritería había sido purodetalle. Desde ese dia me mandaba con las lavanderasuna latita para que le diera un poco de sopa.

Verdad que es triste quedarse solo, así, mirando a susanimales. Dicen que hablaba con ellos y con mi casa yque hasta con el mar hablaba, Pero quizás sea mentirade la gente o envidia, Lo único cierto es que cuando ve-nía de la ciudad y bajaba hacia la playa, gritaba fuerte,porque me guslaba escuchar mi voz por el desfiladero.

Yo mismo me hacía todo: pescaba, cocinaba, lavaba

LA PALABRA DEL MUDO 2I

mi ropa, vendía el pescado, barria el terraplén. Tal vezfue por eso que la soledad me fue enseñando muchascasas como, por ejemplo, a conocer mis manos, cadauna de sus arrugas, de sus cicatrices, o a mirar las formasdel crepúsculo. Esos crepúsculos del verano, sobre todo,eran para mi una fiesta. A fuerza de mirarlos pude adi-vinar su suerte. Pude saber qué color seguiría a otro oen qué punto del cielo terminaría por ennegrecerse unanube.

A pesar de mi mucho trabajo, me sobraba el tiempo,el tiempo de Ia conversación. Fue entonces cuando medije que era necesario construir una barca. Por eso hicebajar a Samuel, para que me ayudara. Juntos íbamoshasta la caleta y mirábamos los barcos de los otros. Elhacía dibujos. Después me dijo qué madera necesitába-mos. Hablamos mucho en aquella época. El me pregun-taba por Toribio y me decía: uBuen chico, pero ha hechomal en meterse con una mujer. Las mujeres, ¿para quésirven? Ellas nos hacen maldecir y nos meten el odio enlos ojos".

La barca iba avanzando: construimos la quilla. Eragustoso estarse en la orilla, fumando, contando historiasy haciendo lo que me haría señor del mar. Cuando lasmujeres baiaban a lavar Ia ropa

-¡cada vez eran más!-

me decían:

-Don Leandro, buen trabajo hace usted. Nosotrasnecesitamos que se haga a la mar y nos traiga algo baratode qué comer.

Samuel decía:

-iYa la explanada está llena! No entra una personamás y siguen llegando. Pronto harán sus casas en el mis-mo desfiladero y llegarán hasta donde revientan las olas.

Esto era verdad: como un torrente descendía la ba-rriada.

'¡ r! t'r

Si la barca quedó a medio hacer fue porque en ese\¡erano pasaron algunas cosas extrañas.

Fue un buen verano, es cierto, lleno de gente que bajó,:ic puso roia, se despellejó con el sol y luego se puso

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22 JULIO RAMON RIBEYRO

negra. Todos -pagaron su entrada y yo vi por primera vezque_ la plata llovía, como dijera mi hi;o pepá, el finado.Yo la guardaba en dos canastas, bajo mi

"uriru, y cerraba

la puerta con doble candado.Digo que en ese verano pasaron algunas cosas extra_

ñas. Una mañana, cuando Samuel y yo trabajábamos enla barca, vimos tres hombres, con óáb.".o, .i;" b"j-.b;;por el barranco con Ios brazos abiertos, haclendo equi_librio para no caerse. Estaban afeitados y usaban ,upuiá.tan brillantes que el polvo resbalaba y les huía. 'E.u¡gentes de la ciudad.

Cuando Samuel los vio, noté que su mirada se aco_bardaba. Bajando la cabeza, quedO observando fijamente¡rn_ pedazo de madera, no sé para qué, porque allí nohapil nada que mirar. Los homÉr". .irru.b, por mi casay bajaron- a Ia playa. Dos de ellos estaban iogidos delbrazo y el otro les hablaba señalando los barra-ncos. Asíestuvieron paseándose varios minutos, de un extremo aotro, como si estuvieran en el pasillo de una oficina. Alfin uno de ellos se acercó a mí y me hizo varias pregun-tas. Luego se fueron por donde habían venido, én fila,ayudándose unos a otros a salvar los parajes difíciles.

-Esa gente no me gusta -dije-. Tal vez vienen a

cobrarme algún impuesto.

-- A mí tampoco -dijo Samuel-. Usan tongo. Mala

señal.Desde ese día Samuel quedó muy intranquilo. Cada

vez que alguien bajaba por el desfiladero, miraba haciaarriba_y si era algún extraño, sus manos temblaban y co-menzaba a sudar.

-Me va a dar la terciana -decía, secándose el sudor.

Falso: era de miedo que temblaba. y con razón, por-que algún tiempo después se lo llevaron.

Yo no lo vi. Dicen que fueron tres policías y un pa-trullcro que aguardaba arriba, en la pera del Amor. Me('(ltl¿u'()n quc ba.jó corriendo hacia mi casa y que a mitadrlt'l rlt'slilaclcrr, ó1, quc nLlnca daba un paso en falso, res-b¡¡Li sr¡lrx. t.l r'¡u¡lr¡ r'r¡tlackr. Los cachaios Ie cayeron en-t il¡¡;r v st. lr¡ lk,r,lrlr¡rr, lot't.itintlolc c:l brazo y dándole det,rtt ilJ;tro...

LA PALABRA DEL MUDO 23

" - F.sto fue un gran escándalo porque nadie sabía qué

había pasado. Unos decían que -samuel

era un ladrón.Otros, que hacía muchos años había puesto una bombaen casa de un personaje. Como nosotros no comprába-mos periódicos no supimos nada hasta varios días des-pués cuando, de casualidad, cayó uno en nuestras manos:Samuel, hacía cinco años, había matado a una mujercon un formón de carpintero. Ocho huecos Ie hizo a esamujer que 1o engañó. No sé si sería verdad o si seríamentira pero lo cierto es que si no se hubiera resbalado,si hubiera llegado corriendo hasta mi casa, a mordiscoshubiera abierto una cueva en el acantilado para escon-derlo o lo habría escondido bajo las piedras. Samuel erabueno conmigo. No me importa qué hizo con los demás.

El perro alemán, que siempre había vivido a su lado,bajó a mi casa y anduvo aullando por la playa. Yo acari-ciaba su lomo espeso y comprendía su pena y le añadíala mía. Porque todo se iba de mí, todo, hasta Ia barca,que vendí, porque no sabía cómo terminarla. Viejo locoera yo, viejo loco y cansado, pero para qué, me gustabami casa y mi pedazo de mar. Miraba la barrera, mirabael cobertizo de estera, miraba todo Io que habían hechomis manos o las manos de mi gente y me decía: «Esto esmío. Aquí he sufrido. Aquí debo rnorir».

Solo me faltaba Toribio. Pensaba que algún día habríade venir, no importa cuándo, porque los hijos siempreterminan por venir aunque sea para ver si ya estamoslo bastante viejos y si nos falta poco para morirnos. To-ribio vino justamente cuando yo había empezado a cons-truir un cuarto grande para é1, un lindo cuarto con venta-na hacia el mar.

Estaba huesudo y pálido, con esa cara madura quetienen los muchachos que comen mal y no saben quéhacer de su vida.

-Dame quinientos soles -me dijo-. He perdido un

hijo y no quiero que me pase lo mismo con el que ha devenir.

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24 JULIO RAMON RIBEYRO

Luego se fue. Yo no quise retenerlo pero seguí cons-truyendo su cuarto. Lo fui pintando con mis propias ma-nos. Cuando me cansaba, subía a la barriada y conver-saba con la gente. Trataba de hacer amigos pero todosme recelaban. Es difícil hacer amigos cuando se es vie-jo y se vive solo. La gente dice: "Algo malo tendrá esehombre cuando está solo,. Los pobres chicos, que nosaben nada del mundo, me seguían a veces para tirarmepiedras. Es verdad: un hombre solo es como un cadáver,como un fantasma que camina entre los vivos.

Esos señores del sombrero y de los zapatos de charolvinieron varias veces más y se pasearon por la playa. Yono los quería porque los hacía responsables de la suertede Samuel. Un día les dije:

-El que me ayudaba a hacer la barca era un buencristiano. Hicieron mal ustedes en delatarlo. Razones ten-dria para matar a su mujer.

Ellos se echaron a reír.

-Se confunde usted. Nosotros no somos policías. Nos-otros somos de la municipalidad.

Debían serlo porque poco después llegó la notifica-ción. De la barriada bajó una comisión para mostrármela.Estaban muy alborotados. Ahora sí me trataban bien yme llamaban oPapá Leandror. Claro, yo era el más vieiodel lugar y el más ducho y sabían que los sacaría delapuro. En el papel decía que todos los habitantes del des-

filadero debían salir de allí en el plazo de tres meses'

-¡Arréglenselas ustedes! -dije- Lo que es a mí,

nadie me saca de aquí. Yo tengo siete años en el lugar.Tanto me rogaron que terminé por hacerles caso'

-Buscaremos un abogado -dije-. Esta tierra no es

de nadie. No pueden sacarnos.Cuando el abogado vino, nos reunimos en mi casa.

Era un señor bajito, que usaba lentes, sombrero y unmaletÍn gastado, lleno de papeles.

-La municipalidad quiere construir un nuevo esta-blcc'inricntr¡ clc baños -dijo-. Necesitan, por eso, que

LA PALABRA DEL MUDO 25

despejen todo el barranco, para hacer una nueva bajada.Pero esta tierra es del Estado. Nadie los sacará de aquí.

En seguida nos hizo dar cincuenta soles a cada jefe defamilia y se fue con unos papeles que firmamos. Todos mefelicitaban. Me decían:

-¡ No sabemos qué nos haríamos sin usted!En verdad, el abogado nos dio coraje y nosotros es-

tábamos felices.

-Nadie -decíamos-. Nadie nos sacará de aquí. Esta

tierra es del Estado.Así pasaron varias semanas. Los hombres de la mu-

nicipalidad no regresaron. Yo habÍa acabado con el cuanto de Toribio y le había puesto vidrios en la ventana. Elabogado siempre venía para arengarnos y hacernos firmarpapeles. Yo me pavoneaba entre la gente de la barriada,y les decía:

-¿Ven? ¡No hay que despreciar nunca a los viejos!Si no fuera por mí ya estarían ustedes clavando sus este-ras en el desierto.

Sin embargo, en la primera mañana del invierno, ungrupo bajó corriendo por la quebrada y entró gritandoen mi casa.

-¡Ya están allí! ¡Ya están allí! -decían,

señalandohacia arriba.

-¿ Quiénes? -pregunté.-¡La cuadrillal ¡Han comenzado a abrirse camino!

Yo subí en el acto y llegué cuando los obreros habíant'chado abajo la primera vivienda. Traían muchas má-r¡uinas. Se veían policías junto a un hombre alto y juntolr otro más bajo, que escribía en un grueso cuaderno,A cste último lo reconocí: hasta nuestras cabañas tam-lriún llegaban los escribanos.

-Son órdenes -decían los obreros, mientras des-

lruían las paredes con sus herramientas-. Nosotros no¡rorlcmos hacer nada.

Es verdad, se les veía trabajar con pena, entre unarrrrllt: de polvo.

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26 JULIO RAMON RIBEYRO

-¿ Ordenes de quién?

-Pregunté'-bel

juez -reipondierón,

ieñalando al hombre alto'

Yo me acerqué a é1. Los policías quisieron contener-

me pero el juez les indicó que me dejaran pasar'----

-Aqri úuy ,ru equivocación -dije-' Nosotros vi

vi*".-É" tier"ras del Éstado. Nuestro abogado dice que

de aquí nadie Puede sacarnos'

-Justamente -dijo el juez-' Los sacamos porque

viven en tierras del Estado.La gente comenzó a gritar' Los policías formaron un

"ordJ.r"ál."dedor del jue? mientras el escribano' como si

,ááu putu.a, miraba óon calma eI cielo, el paisaje' y se-

suía eicribiendo en su cuaderno''---Úi,"¿es deben tener parientes -decía

el juez-' Los

qr" ." q""a"n hoy sin casá, métanse donde sus parientes'

Ésto deipués se arreglará' Lo siento mucho' créanme' Yo

haré algo Por ustedes.

¡íor^1o *"rro., déjenos llamar a nuestro abogado!

-dij; yo- Que no hagán nada los obreros hasta que no

llegue nuestro abogado.-- "-Pueden llamáIo -contestó el juez-' Pero los tra-

bajos deben continuar.

-¿Quién viene conmigo a la ciudad? -pregunté'

Va'rios quisieron venii pero yo elegí a los que T"iiicamisa. Fuimos "" ""

taxi trusía el céntro de la ciudad

y ;bt"r;t Ia, ".cále.as

en comisión' El abogado estaba

álu. pri-"ro no nos reconoció pero después se puso a

gritar' len! Yo no tengo Ya

-¡Los juicios se ganan o se Plerc

nad. que ,"r. P.to ,,á "t "rru tienda donde se devuelve la

;l*;:i;i proa,r.,o está malo' Esta es la oficina de un

abogado."--ñit."ti*os largo rato pero aI final tuvimos que re-

sresar. En el .u*lro no Éablábamos' no sabíamos qué

ffi;.'c;"á; lia;"t al baffanco' va el juez se había

iáo p".o seguían álli los policias- La gente 9" 1" ?1tl]1:"nos recibi¿iuriosa' Algunos delcían que yo tenÍa la cul]la

áe todo, que tenía mis entendimientos con el abogaoo'

Yo no les hice caso' Había visto que la casa de Samuel'

i""p;;;-á"" rt"t" en eI lugar' había caído abajo y que

LA PALABRA DEL MUDO 27

sus piedras estaban tiradas por el suelo. Reconocí unapiedra blanca, una que estuvo mucho tiempo en la orilla,cerca de mi casa. Cuando la recogí, noté que estabarajada. Era extraño: esa piedra que durante años el marhabía pulido, había redondeado, estaba ahora rajada. Suspedazos se separaron entre mis manos y me fui bajandohacia mi casa, mirando un pedazo y luego el otro, mien-tras la gente me insultaba y yo sentía unas ganas terriblesde llorar.

-¡Allá ellos! -me dije en los días siguientes- ¡ Quelos aplasten, que los revienten! Lo que es a mi casa noIlegarán fácilmente las máquinas. ¡Hay mucho barrancoque rebanar!

Era verdad: la cuadrilla trabajaba sin prisa. Cuandono había vigilancia, dejaban sus herramientas y se po-nían a fumar, a conversar.

-Es una pena -decían-. Pero son órdenes.

A pesar de los insultos, a mí también me daba pena.Iiue por eso que no subí, para no ver la destr-ucción. Parair a la ciudad usaba el desfrladero de La Pampilla. Allínrc encontraba con los pescadores y les decía:

-Están echando la barriada contra el mar.

Ellos se contentaban con responder:

-Es un abuso.Nosotros lo sabíamos, claro, pero ¿ qué podíamos ha-

t'cr'? Estábamos divididos, peleados, no teníamos un plan,.'rrcla cual quería hacer lo suyo. Unos querían irse, otros¡rrrrtestar. Algunos, los más miserables, Ios que no teníantlrrbajo, se enrolaron en la cuadrilla y destruyeron sus

¡rrrr¡rias viviendas.Pcro Ia mayoría fue bajando por el barranco. Levan-

t;rlr¿rn su casa a veinte metros de los tractores para, al,liir siguiente, recoger lo que quedaba de ella y volverla aIt'vuntar diez metros más allá. De esta manera la barriada..(' vcnía sobre mí, caía todos los días un trecho más;rlxri«r, de modo que me parecía que tendría pronto quellt'v:rrla sobre mis hombros. A las cuatro semanas gue

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28 JULIO RAMON RIBEYRO

empezaron los trabajos, la barriada estaba a las puertasde mi casa, deshecha, derrotada, llena de mujeres y dehombres polvorientos que me decían, por encima del ba-randal:

-¡ Don Leandro, tenemos que pasar al terraplén! Nosquedaremos allí hasta que encontremos otra cosa.

-¡No hay sitio! -les respondía- Ese cuarto grandeque ven allí es para mi hijo Toribio, que vendrá con laDelia. Además, ustedes nunca me han dado la mano.¡ Reviéntense ahora! ¡Al desierto, a pudrirse!

Pero esto era injusto. Yo sabía muy bien que las ca-binas de baños para mujeres, que eran de madera, y lascabinas de estera para los hombres, podrían albergar alos que huían. Esta idea me daba vueltas por la cabeza.Como era invierno, las casetas estaban abandonadas. Peroyo no quería decir nada, quizás para que conocieran a fon-do el sufrimiento. Al fin no pude más.

-Que pasen las mujeres que están encinta (casi todas

lo estaban pues en las barriadas secas, entre tanta cosamarchita, lo único que siempre florece y está siempre apunto de madurar son los vientres de nuestras mujeres).¡Que se metan en los nichos de madera y que aguantenallí!

Las mujeres pasaron. Pero al día siguiente tuve quedejar pasar a los niños y después a los hombres porquela cuadrilla seguía avanzando, con paciencia, es verdad,pero con un ruido terrible de máquinas y de farallonesque caían. Mi casa se llenó de voces y de disputas. Losque no tenían sitio se fueron a la playa. Todo parecíaun campamento de gente sin esperanza, de personas quevan a ser fusiladas.

Allí estuvimos una semana, no sé para qué, puestoque sabíamos que habrían de llegar. Una mañana la cua-drilla apareció detrás de la baranda, con toda su maqui-naria. Cuando nos vieron, quedaron inmóviles, sin saberqué hacer. Nadie se decidía a dar el primer golpe de

barreta.

-¿ Quieren echarnos al mar? -dije- De aquí no pa-

sarán. Todos saben muy bien que esta es mi casa, queesta es mi playa, que este es mi mar, que yo y mis hijos

LA PALABRA DEL MUDO 29

lo hemos limpiado todo. Aquí vivo desde hace siete añosy Ios que están conmigo, todos, son como mis invitados.

El capataz quiso convencerme. Después vino el inge-niero. Nosotros nos mantuvimos firmesu Eramos másde cincuenta y estábamos armados con todas las piedrasdel mar.

-No pasarán -decíamos,

mirándonos con orgullo.Durante todo el día las máquinas estuvieron paradas.

A veces bajaba el capataz, a veces subíamos nosotros paraparlamentar. Al fin, el ingeniero dijo que llamaria al juez.Nosotros pensamos que ocurriría un milagro.

El juez vino al día siguiente, acompañado de los po-licias y otros señores. Apoyado en la baranda, nos habló.

-Yo voy a arreglar esto -dijo-. Créanme, lo sientomucho. No pueden echarlos al mar, es evidente. Vamos aconseguirles un lugar donde vivir.

-Miente -dije más tarde a los míos-. Nos enga-ñarán. Tcrminarán por tirarnos a una zanja.

Esa noche deliberamos hasta tarde. Algunos comen-zabar a flaquear.

-Tal vez nos consigan un buen terreno -decían

losque tenían miedo-. Además los policías están con susvaras, con sus fusiles y nos pueden abalear.

-_¡No hay que ceder! -insistía yo- Si nos mante-

nemos unidos, no nos sacarán de aquí.El juez regresó.__¡ Los que quieran irse a la Pampa de Comas que

levanten la mano! -dijo- He conseguido que les cedan'r¡einte lotes de terreno. Vendrán dos camiones para re-cogerlos. Es un favor que les hace la municipalidad.

En ese momento me sentí perdido. Supe que todosme iban a traicionar. Quise protestar pero no me salíal¿r voz. En rnedio del silencio vi que se levantaba unamano, luego otra, luego otra y pronto todo no fue más(lue un pelotón de manos en alto que parecían pedir unalimosna.

-¡Adonde van no hay agua! -grité- ¡No hay tra-

trajo! ¡Tendrán que comer arena! ¡Tendrán que dejarsenratar por el sol!

Pero nadie me hizo cascl. Ya habían comenzado a en-

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JULIO RAMON RÍBEYRO

rollar sus colchones, rápidamente, afanosos, como si te-mieran perder esa última oportunidad. Toda la tardeestuvieron desfilando cuesta arriba, por la quebrada.Cuando el último hombre desapareció, me paré en me-dio del terraplén y me volví hacia la cuadrilla, que des-cansaba detrás de la baranda. La miré largo rato, sinsaber qué decirle, porque me daba cuenta que me teníanlástima.

-Pueden comenzar -dije al fin, pero nadie me hizocaso.

Cogiendo una barreta, añadi:

-Miren, les voy a dar el ejemplo.

Algunos se rieron. Otros se levantaron.

-Ya es tarde -dijeron-. Ha terminado la jornada.Vendremos mañana.

Y se fueron, ellos también, dejándome humillado,señor aún de mis pobres pertenencias.

Esa fue Ia última noche que pasé en mi casa. Me fuide madrugada para no ver lo que pasaba. Me fui car-gando todo lo gue pude, hacia Miraflores, seguido pormis perros, siempre por la playa, porque yo no queríasepararme del mar. Andaba a la deriva, mirando un ratolas olas, otro rato el barranco, cansado de la vida, enverdad, cansado de todo, mientras iba amaneciendo.

Cuando llegué al gran colector que trae las aguas ne-gras de la ciudad, sentí que me llamaban. Al voltear lacabeza divisé a una persona que venía corriendo por laorilla. Era Toribio.

-¡Sé que los han botado! -dijo- He leído los pe-riódicos. Quise venir ayer pero no pude. La Delia esperaen el terraplén con nuestros bultos.

-Anda vete -respondí-. No te necesito. No me sir-ves para nada.

Toribio me cogió del brazo. Yo miré su mano y vique era una mano gastada, que era ya una verdaderamano de hombre.

-Tal vez no sirva para nada pero tú me enseñarás.

LA PALABRA DEL MUDO 31

Yo continuaba mirando su mano.

-No tengo nada que enseñarte -dije-. Te espero.Ve por la Delia.

Había bastante luz cuando los tres caminábamos porla playa. Buen aire se respiraba pero andábamos despacioporque la Delia estaba encinta. Yo buscaba, buscabaiiempre, por uno y otro lado, el único lugar. Todo me pa-

recía tan seco, tan abandonado. No crecía ni la campa-nilla ni el mastuerzo. De pronto, Toribio que se habíaadelantado, dio un grito:

-¡ Mira! ¡ Una higuerilla!Yo me acerqué corriendo: contra el acantilado, entre

las conchas blancas, crecía una higuerilla. Estuve miran-do largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepaspreñadas de púas que hieren la mano de quien intentaacariciarlas. Mis ojos estaban llenos de nubes.

-¡Aquí! -le dije a Toribio- ¡Alcánzame la barreta!Y escarbando entre las piedras, hundimos el primer

cuartón de nuestra nueva vivienda.

(Escrito en Huamanga en 1959)