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  • 8/2/2019 alberto-moravia-Gua de lectura de la UNAM

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    ALBERTO MORAVIA

    Seleccin y traduccin de

    GUILLERMO FERNNDEZ

    Nota deMARIAPA LAMBERTI

    UNIVERSIDADNACIONAL AUTNOMA DE MXICO

    COORDINACIN DE DIFUSIN CULTURAL

    DIRECCIN DE LITERATURA

    MXICO,2008

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    NDICE

    NOTA INTRODUCTORIA 3

    LA CORTESANA CANSADA 6

    EL NENE 17

    EL SUPERCUERPO 24

    EL MONSTRUO REDONDO 31

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    NOTA INTRODUCTORIA

    El presente material de lectura nos propone cuatrocuentos del autor quiz ms conocido y representativo

    de la Italia contempornea, inteligentemente seleccio-nados por Guillermo Fernndez.El reconocimiento oficial del que goza Alberto

    Moravia, en contraste con otros escritores coetneosde calidad literaria acaso superior, pero cuyo fen-meno se considera limitado en el tiempo. En Moraviasorprende la singularidad de que en sus sesenta aosde produccin literaria ininterrumpida, ni su temtica,ni su estilo han tenido modificaciones sustanciales.Cuando public, en 1929, a los 21 aos de edad, sunovela Los indiferentes (compuesta sin embargo entrelos 17 y los 19 aos), los parmetros fundamentales desu camino literario estaban irreversiblemente delimita-dos, y con plena madurez. De hecho, muchos crticossiguen sealando esta opera prima como la obra maes-tra de nuestro autor.

    Moravia, se sabe, es el novelista de la burguesa. Perola gran novela del jovencito enfermizo que firmabacon seudnimo, no recorre las veredas de los grandesnovelistas burgueses de origen decimonnico, realistaso naturalistas que fueran: su retrato de la clase domi-nante nada tiene que ver con los grandes frescos de unThomas Mann o de un Galds. Moravia se concentradirectamente sobre la crtica del sistema de valores delmundo burgus, entendido este ltimo como factorcondicionante de una poca, y no slo como clase social.De ah que el frreo determinismo que atenaza a suspersonajes no derive de elementos naturales (de dondeel trmino de naturalismo), sino de estas superposicio-nes innaturales que condicionan el ser moral e intelec-tual del hombre contemporneo. Si se entienden estaspremisas, se comprender tanto la indiscutida fama deun escritor que inici una nueva etapa en el realismoliterario (realismo anti-burgus, lo definira yo), comola imposibilidad objetiva de una evolucin temtica.

    Y se comprender otro fenmeno desconcertante en

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    la produccin moraviana: indiferencia, vaco moral,aburrimiento, incomunicabilidad las actitudes mora-les que definen al mundo moraviano por ser deter-minadas por la superestructura de la poca burguesa,no comprometen slo al burgus propiamente dicho,

    sino a todas las clases sociales, hasta el proletariadorevolucionario. Opresores y oprimidos: hombres ymujeres.

    Sin embargo, esta nivelacin moral de las dosclases y de los dos sexos en lucha, no es tanradical. Tambin en el fro pesimismo moraviano seabre el resquicio de una posibilidad dinmica, evolu-tiva. La clase oprimida tiene un germen vital delque carece la clase opresora: si comparte la oque-dad moral y la cerrazn intelectual de aqulla, tiene acambio todava ntegro su potencial afectivo. Asimis-mo, el sexo oprimido, si no tiene otros valores que losdel sexo opresor, posee a cambio el instinto y la posi-bilidad de la rebelda, de la liberacin.

    En la produccin moraviana estas dos perspectivasse afirman paulatinamente con la insercin de la clasepopular en sus novelas y cuentos, y con el pasaje de latercera a la primera persona narrativa, esta ltima prefe-rentemente femenina. Esta es adems la evolucinestilstica ms notoria en toda la obra de Moravia.

    La presente antologa viene a dar por lo tanto unapanormica completa de las caractersticas de este autor.

    Cortesana cansada (1927) pertenece al momentoideal (y cronolgico) de Los indiferentes, en que latercera persona narrativa y la minuciosa descripcinambiental permiten ahondar como el correlativoobjetivo en la poesa hermtica contempornea enlas dos personalidades en juego, enfrentadas en unalucha de soledades impenetrables, lucha de sexos yclases sociales a un tiempo.

    El monstruo redondo (1976) nos presenta, valin-dose ya de un yo femenino narrador, un ejemplo de auto-anlisis despiadado, cuento sin resolucin tpicamentemoraviano donde la intelectualidad desprovista deespiritualidad, propia del mundo burgus, desembocaen una tortuosa desviacin sentimental y existencial que

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    encierra a la protagonista en un callejn vital sin salida.Este yo narrador es femenino; pero la verdadera

    mujer, portadora de todas las fuerzas que en el sexodbil reconoce Moravia, la encontramos en El su-percuerpo, de la misma fecha que el anterior. Aqu la

    protagonista, a pesar de todas sus limitaciones huma-nas e intelectuales, revela una alentadora carga explo-siva de rebelda al sistema machista.

    El nene (1954), en fin, nos ofrece un ejemplo casitierno de esta capacidad afectiva viva y vital del pue- blo el pueblo romano que rescata miserias eco-nmicas, morales e intelectuales.

    MARIAPA LAMBERTI

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    LA CORTESANA CANSADA

    Lentamente, cerrando la puerta con un empujn deldorso y mirando a la amante, el joven entr a la estan-

    cia. En la calle, su fantasa se haba encarnizado enuna especie de rabioso afn de imaginar una MaraTeresa cargada de otoos, de senos pesados, con unvientre gordo y tembloroso en las junturas fofas de lasingles, con las caderas enormes y contrahechas; en fin,una Mara Teresa en los umbrales de la vejez, a la quesera bueno abandonar ahora que ya no tena dineropara mantenerla. Estas imgenes de decadencia quesu imaginacin complaciente exageraba con virulenciahasta convertirla en cruel caricatura lo envalentona-ron un poco mientras andaba por las calles con el almallena de angustia y los puos apretados al fondo de losbolsillos vacos.

    Pero ahora, teniendo a la amante sobre las rodillas,en el divn muelle de la sala, se daba cuenta de que laimagen inventada para preparar la separacin inminen-te de nada serva frente a la realidad. Adis la anhela-da repugnancia hacia ese cuerpo que haba queridoimaginar exhausto y derrengado, adis la fra rupturaque haba premeditado: Mara Teresa he venido adecirte

    Ahora, como todos los otros das, el deseo lo asal-taba de nuevo. Al mirar aquella querida cabeza de fac-ciones duras y finas, se daba cuenta de que estaba equi-vocado. Ni vejez ni cansancio. Un lienzo blanco ysuave le circundaba la cabeza, como un turbante; de-bajo, el rostro ovalado apareca ya totalmente maqui-llado. Acababa de salir del bao y envolva su cuerpoan hmedo con una bata esponjosa, semejante a lasque les ponen sobre los hombros a los pgiles cansa-dos. Pero en su cara serena haba un aire de victoria.Un indecible malestar invada al joven vindola taninsensible a la propia desnudez y a la impresin desfa-vorable que eso poda provocar (la bata haba resbala-do de sus hombros y ahora estaba sobre las rodillas delamante, pero ella no pareca preocuparse por eso y,

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    agachndose de lado, encenda un cigarrillo); tan lejosde sus mezquinos clculos de vejez y juventud (quimportan los aos pareca decir su descuidada im-pudicia, qu le importa el tiempo a un cuerpo con-sagrado por tanto oro y tanta admiracin?); tan distinta

    de la imagen egosta que haba querido crearse. Es laltima vez que estoy con ella, segua pensando el joven, con amargura, y abrazaba vidamente aquellosmiembros inertes.

    No se lo confesaba, pero la habra amado ms, milveces ms, con un amor entero, aunque mezclado total-mente con la compasin (ests vieja, mi pobre MaraTeresa, pero me tienes a m), si hubiera sentido bajosus manos inquietas una carne ms floja que sa, unapiel an ms ajada y marchita. Le habra dado todo suamor a una pobre mujer madura que, no sin disgusto,hubiera tenido sobre sus rodillas, apretada contra su pecho. En efecto, esos senos que a cada respiracinparecan intentar en vano remontarse hasta el pice deotros tiempos; las caderas cmodas y poderosas que leentumecan las rodillas; el dorso vasto y opulento,antiguo desierto de carne en el que haba desaparecidoel surco dorsal, hablaban de la decadencia de la mujer.Se acab Marit, pensaba al observarla, se te acabla juventud y la belleza. Pero si dejaba de ver aquelcuerpo sentado, entrevea en la sombra el rostro firmey duro bajo el esmalte vivaz de los afeites. Dudabaentonces de sus ojos y una rabia pueril y avara lo in-vada ante la idea de tener que dejar a otros amantesuna mujer an deseable.

    Es hora de salir dijo finalmente, cansado yaburrido, empujndola vstete.

    Ella se levant inmediatamente, envolvindose enla bata con un gesto teatral, como si se tratara de unarmio regio.

    No, no me voy a vestir respondi despus deun momento. Esta noche cenamos en casa. Ade-ms... tengo que decirte algo

    Ahora estaba sonriente y pareca contenta, con lamisma sonrisa empalagosa y prfida que habra podidotener si, adelantndose al amante en (sus mismas

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    intenciones, hubiera estado a punto de mandarlo a paseo. De mala gana, pero muy inquieto, el joven lepregunt qu pasaba. Ella dud, luego le respondi queestaba esperando una llamada telefnica muy impor-tante. Ah, es todo, exclam l en su fuero interno,

    como si de verdad hubiera temido ser echado a la calle por la amante que haba decidido abandonar. Quinera la persona que deba telefonear?, le pregunt pocodespus. Un hombre que la quiso mucho, respondiMara Teresa, titubeante. Cundo? Mucho tiempoatrs; y agreg que lo haba encontrado el da anterior,en la calle; se reconocieron y hablaron de tiempos pa-sados; que l era ahora muy rico, pero no haba enten-dido bien si por una herencia o con su trabajo. Pero el joven ya no la escuchaba; esas noticias reencendansus celos irracionales y melanclicos: conque hubouna Mara Teresa hace mucho tiempo pensaba,joven, nia, pdica; sin esa sonrisa cansada ni esa bataeternamente desteida. Otros la amaron antes que l!

    Se sobresalt al or que cerraban la puerta. La mujerhaba salido. Transcurrieron diez minutos de silencioe inmovilidad, diez minutos de malestar odioso e in-tolerable.

    Ella entr de nuevo llevando la charola del t. Elsilencio se prolong mientras ella dispona las tazas, latetera y los bizcochos. El joven la miraba, sin poderevitar una sonrisa malhumorada, invadido de un amorhurao vindola tan escrupulosa y atenta, ya no comoamante, sino como ama de casa. Ella le pregunt cun-ta azcar quera y l sinti de repente un gran deseo deabrazarla. Dos cucharaditas, querida, dos cucharaditas,respondi en cambio, nervioso. El calor de la bebidadeshaca el halo que lo posea; masticaba el pan tosta-do y beba grandes sorbos de t caliente; coma y bebasin apartar su mirada de la figura de la mujer inclinadasobre el vapor de la tetera. As, en silencio, como lahumedad de un abrigo mojado que se tiende a secarsobre la estufa, se evaporaba su celoso malestar.

    Al terminar de beber el t, anocheci de pronto. Peroambos permanecieron all, mudos e inmviles en lagris penumbra, mirando fijamente las tazas vacas.

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    Mara Teresa se levant, fue a encender una lmpara yse sent junto al telfono, del cual llegara dentro depoco la voz misma de su juventud, como desde el antrooscuro de una sibila. El joven tambin se levant ycamin un poco por la sala. Haba un escrio en un

    rincn; su mirada cay sobre uno de los cajoncitos, ylo abri. El cajoncito contena muchas caras mezcladasy confusas como los juegos de cartas cuando terminala partida y se han hecho las cuentas; y, prontamenteinteresado, se sent junto al escrio.

    Mira, mira dijo, despacio, sacando un paquete defotografas descoloridas y observando a la mujer de arri-ba a abajo. Mira cunta gente Mis predecesores

    Sin hablar ni dando a entender que esa indiscrecinle disgustara, la mujer lo vea con su mirada inexpresivay tranquila que le haca dao como un hierro puntia-gudo que hurga en una llaga anestesiada. Sin embargo,no haba razn para estar tan serena, pensaba l conencono; cualquier otra ya le hubiera arrancado de lasmanos las fotografas y las hubiera guardado inmedia-tamente en el escrio. Todos los retratos anmicos lacontemplaban con caras demacradas de prisionerosque rean al ver de nuevo la luz. De nada haba servidosepultarlos en aquel cajn como en el recuerdo. Ahora,redivivos, deban parecerle inseparables de los aoslejanos que transcurrieron al lado de su cuerpo joven.Todos estaban all, aos y hombres, en las manos ir-nicas del joven, acusndola. De qu? De no ser lamisma de otros tiempos. Testigos y juez, todos presen-tes. El proceso comenzaba.

    Acusada: reconoces a este hombre? Tenas diecio-cho aos cuando lo encontraste. Llevabas el cabelloalto y denso sobre la frente descubierta, el alto cuelloalmidonado, masculino, te lastimaba el cuello y elmaxilar; el busto joven y esplndido, sostenido por lasvarillas del cors, explotaba rseo bajo las cascadas deencajes del fondo. El cuerpo se contoneaba y ondulabaentre las espirales de la falda; sabas correr y adelantarcon gracia los pies en el aire y las miradas indiscretasno podan ver ms arriba de los botines abrochadoshasta media pantorrilla. Pero en los caf-cantantes

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    floreales y humosos, a los sonidos prestigiosos y me-lanclicos del can-can, las bailarinas alzaban caden-ciosamente las piernas calzadas de negro hasta susfrentes rizadas; y todo alrededor eran muslos ligadoscon listones rojos, agitndose en una arremolinada

    espuma de encajes nunca demasiado espesos, cndidosy profundos. Dieciocho aos y las mejillas no sabannada de colorete, sino que, pdicas, an saban teirsede rubor; los labios no estaban pintados, sino limpios ytmidos atrayendo las miradas; los ojos nada saban decolirios y pestaas postizas, sino que, inocentes, losprimeros cansancios los rodeaban de una aureola cul- pable. Este hombre te hizo bailar el ltimo vals y elprimer tango. Y este otro? Y ste?

    El joven haba tomado algunas de aquellas fotogra-fas y se las iba mostrando a la mujer, preguntndolenombres y fechas, ni ms ni menos como se procedecon las pruebas del delito cuando un imputado se resistea confesar su crimen. Y como un acusado que no quie-re reconocer su culpabilidad, ella alargaba el cuello,aguzando la mirada sobre las caras olvidadas; escruta-ba los rostros plidos y resignadamente iba nombrn-dolos uno por uno, con voz reacia y aburrida. ste eraB., un actor de teatro que ahora trabajaba en el cine;ese otro era un conde que muri en la guerra; aquelotro era S., un banquero fracasado, que acaso ya habamuerto. Finalmente sac l la fotografa de un hombregordo, de prpados bolsudos, vestido de frac. Quinera ste? Un mesero?

    En su aptica y abstracta indiferencia se despert alfin una cierta conmocin. Era un industrial milans,respondi ella, con acento apesadumbrado, el ms ricode todos.

    Me regal una villa agreg luego, con aire tra-soado, una hermosa villa de dos pisos, rodeada porun jardn y miraba al frente con ojos fascinados,como si ante ella se dibujara, piedra sobre piedra, laarquitectura de su antigua mansin. Despus de unlargo silencio, aadi: S, s; ahora sera yo muy rica y concluy, como hablando consigo misma: Sihubiera conservado todo lo que me han dado.

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    El joven callaba. Semejante aoranza le parecamonstruosa; despus de haber vivido toda una vidallena de comodidades se reprochaba ahora el no habersido previsora y avara. La vio alzarse, murmurarQu fro! y, tiritando de pies a cabeza, apoyarse de

    espaldas a la estufa. Era el fin del proceso. Acusada:tiene algo que agregar? No? Puede retirarse. Estcondenada a volverse vieja, condenada a las arrugas, alos cabellos grises, a las pasiones apagadas, a los recuer-dos helados. Todo se acaba realmente: casas, amantes,fiestas, vestidos y sonrisas. Mara Teresa se hunda enlas cenizas de su pasado, como un barco en la noche.

    El esculc todava en el cajn. Haban estampas japonesas de una obscenidad deliberada y casi ritual;fotografas pornogrficas de las que venden en los puertos y en los suburbios equvocos de las grandesciudades; viejas postales ilustradas con las calles yplazas de Pars, de Berln, de Viena, de San Petersbur-go, y toda esa gente poco despus enloquecida, arrui-nada, destrozada, desaparecida, fotografiada cuandoan estaba viva y lozana, paseando por las calles, consombreritos y sombrillas, o en carrozas tiradas porcaballos y todas sus baratijas. Haban tambin paque-tes y paquetes de cartas de amor escritas con una cali-grafa an pretenciosa, con tintas desvadas de colorescaprichosos, amarradas con listones tambin descolordos. El joven apenas si mir aquellas cosas viejas, pero sac del cajoncito y sopes en su mano un mi-nsculo revlver de acero niquelado y cacha de ncar.

    Y esto, para qu lo tienes? le pregunt.Para defenderme respondi ella con naturalidad,

    volteando sin prisa la cabeza del arma que l apuntabahacia su sien, por juego. Adems prosigui luegocon resignacin complacida, estoy segura de que mo-rir de muerte violenta.

    Pronunci estas palabras con conviccin. Eviden-temente, la tragedia moderna, entre cuatro paredes,halagaba su imaginacin de aventurera exhausta ydesesperanzada; era lo nico que le quedaba por hacer:un fin de novela policiaca. Un cuarto de hotel de terce-ra clase, al amanecer, con muebles patas arriba, la cama

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    revuelta y ensangrentada, las huellas digitales, el aireviciado por los perfumes, el sueo y la muerte; y luegolas breves notas de los peridicos: se debera ser su fin.

    Deca estas cosas mirando ora al joven, ora el revl-ver, con sus ojos brillantes y tentadores, que hubieran

    querido seducir tambin a la muerte. Dej de hablar des misma y le cont la historia de una amiga suya a lacual haban matado dos aos antes en circunstanciasoscuras; y concluy la historia, un poco melodramti-ca, bajando la cabeza y contemplando su propio cuer-po sentado, exhalando un profundo suspiro:

    Yo tambin acabar de ese modo.Pero el joven comenz a rer a carcajadas.Qu ideas las tuyas, Marit!Exclam y, guardando el revlver en el cajoncito,

    se sent a su lado pasndole el brazo por la cintura. No, prosigui malignamente, tratando de persuadirla,ella no morira violentamente, sino en su cama, deenfermedad, vieja y sola. No era una mujer fatal, nodeba hacerse ilusiones. Las mujeres fatales ya noexistan; slo podan verse en las pelculas.

    Mientras deca estas palabras en tono punzante, in-tentaba abrazarla; mas ella lo rechaz con firmeza,disimulando apenas su contrariedad.

    Ahora me dices cosas desagradables! dijo conla boca apretada.

    Se puso de pie y cogi una botella de coac y unacopa.

    Vieja y sola segua repitiendo l, mientras tanto.La vio encogerse de hombros descuidadamente y,

    enarcando las cejas y cerrando los prpados para norecibir en los ojos el humo del cigarrillo pegado allabio inferior, servirse un poco y beber. En ese mo-mento son el timbre del telfono.

    Sin prisa alguna pos la copa y descolg el auricular. Quin habla? pregunto inmediatamente.

    Ah!, su secretario? agreg, desilusionada.Estuvo escuchando en silencio, con actitud irresuel-

    ta y ansiosa, como buscando un pretexto para exponersus razones.

    As que no puedo hablar con l siquiera un minuto,

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    ni siquiera un solo minuto? pregunt finalmente.Pero era obvio que la persona que llam haba inte-

    rrumpido la comunicacin. Ella insisti:Solamente un minutoColg el aparato con lentitud y mir hacia el frente,

    confundida.Y bien, obtuviste lo que queras? pregunt eljoven.

    La pregunta la sobresalt y se le qued mirando congran curiosidad, como si lo viera por primera vez; peronada le respondi.

    La copita contena an un poco de licor; lo bebi,mir el fondo y, diciendo lentamente es hora de pre- parar la cena, se puso de pie. Ambos salieron, unotras otro, de la sala llena de humo.

    En el corredor oscuro la tom de los hombros, laatrajo hacia l y la bes. Le pareci que ella se aban-donaba y corresponda a su beso, si no con afecto, scon el deseo de quien tiene necesidad de consuelo y seaferra a los gestos que le son ms familiares. Le pare-ci tambin que ella temblaba. Pero al llegar a la coci-na la vio inclinarse sobre las hornillas y encender elfuego con el mismo semblante irreflexivo y duro.

    Era la primera vez que cenaban en casa; el joven,ignorante de las virtudes domsticas de Mara Teresa,crey que se tratara de una cena fra con vveres com- prados en las tiendas. En cambio, grande fue su sor- presa al ver que la amante se dispona a cocinar.Hubirase dicho que la cocina era totalmente nueva.Las paredes, de azulejo blanco no tenan manchas niresquebrajaduras; la campana no daba muestras dehumo; las tres hornillas de hierro colado eran nueveci-tas; jams se haba sacado sal, pimienta, azafrn, cane-la ni azcar de los pomos de porcelana alineados sobrelas repisas; las flamantes sartenes de cobre y de alumi-nio colgaban de los ganchos con sombreros en un per-chero. La cocina era virgen y helada. Se adivinaba lacasa desierta a la hora de comer, la duea comiendosiempre afuera, la ausencia de cocinera y de sirvientes.Era una cocina modelo, de las que uno ve en los esca- parates de almacenes de artculos domsticos. Para

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    completar la impresin slo faltaba la cocinera de hie-rro esmaltado, con su inmvil perfil de enfermera y sumirada fija e inexpresiva, que va de una a otra hornillacon menudos y tiesos pasos de autmata.

    Sin descuidar la figura, con ciertos gestos precisos

    y expertos que revelaban una prctica perfecta, MaraTeresa prepar la cena de esa noche. Una sopa de ver-duras finamente cortadas, dos bistecs empanizados,espinacas y papas, y para terminar, un budn de choco-late que haba preparado esa maana y guardado en lahielera. Sentado a la mesa con cubierta de mrmol, enmedio de la cocina inundada de luz blanca, el joven lavea ir y venir en torno a las hornillas, con las mangasarremangadas y su semblante an ms duro y atento.La vio tomar un puado de sal y ponerle con precau-cin en el caldo, probarlo en la punta del cucharn demadera con la misma boca pintada que minutos antes,en el corredor, ella haba abandonado a la suya. De vezen cuando, entre las acciones prcticas, la bata malfajada se le abra por delante: era entonces una mujerdesnuda que se inclinaba sobre las sartenes con uncucharn en una mano, un tenedor en la otra, expo-niendo el pecho a los vapores de los guisos, tindose-le el vientre con los reflejos rojos de las hornillas en-cendidas.

    La lmpara iluminaba el centro de la cocina, y los brillantes azulejos reverberaban con los reflejos; laestancia era un cubo de luz blanca con dos amantesadentro, como dos cadveres bien conservados dentrode un bloque de hielo mortuorio. Mara Teresa iba yvena entre esas cuatro paredes; sentado a la mesa concubierta de mrmol el joven la miraba. Estaba descon-certado, casi escandalizado. De vez en vez bajaba losojos hacia el piso con diseo de losanges, sintiendoque sobre ese tablero haba perdido a su reina de rostroduro y encantador. l no era un cartero ni un portero,pensaba, para servirse alegremente algo de beber y deun jaln sentar sobre sus rodillas a la cocinera, contodos sus cucharones y su delantal. sta no era la mujerque amaba. Pero ya Mara Teresa se haba sentado a lamesa, no sin presumir sus virtudes de ama de casa.

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    Comieron en silencio, sin dirigirse la mirada. Vin-dola cocinar, dijo al fin el joven, cualquiera pensaraque no haba hecho otra cosa en su vida.

    He hecho muchas cosas respondi sordamente,sin levantar los ojos del plato.

    La bata se le haba abierto de nuevo, dejando versus senos que temblaban a cada movimiento, comoanimados por una vida independiente.

    Cayeron nuevamente en un largo silencio.Te he dicho que ese seor al cual he telefoneado

    prosigui finalmente, limpindose la boca con laservilleta y volvindola a poner sobre las rodillas des-nudas me quiso mucho A decir verdad, fue elprimero Yo tena diecisis aos

    Estas palabras resucitaron en el joven los celos depoco antes, pero esta vez mezclados con un acerbo ymelanclico sentido de piedad. Luego era cierto: MaraTeresa haba tenido diecisis aos; verdaderamentehaba vivido una estacin florida; haba sonredo, llora-do, bailado, amado, gozado de una hermosa edad.Ahora guardaba silencio, recogiendo las migajas delpan con dedos titubeantes, y pareca cansada.

    Es muy rico, pero ahora me niega un poco de di-nero que le pido

    El joven la miraba, pensando que debera estar con-movido como ante alguna desdicha, pero no saba culera.

    Realmente necesitas ese dinero? le preguntal fin, con dulzura.

    La mujer estall en una carcajada ruidosa, seca,despectiva.

    Claro que tengo necesidad de dinero! Necesito dine-ro! Realmente lo necesito Me urge tenerlo! repitientre sollozos mezclados con su amarga carcajada.

    Para qu? Para comprarte vestidos, para hacer unviaje? insisti l.

    La vio menear negativamente la cabeza, ligeramenteembarazada: no; necesitaba dinero para irse de la ciu-dad, para retirarse a vivir en el campo. Estaba cansadade vivir con tanto desorden, entre tanta gente. Queraaislarse en una ciudad pequea, tal vez en su ciudad

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    natal, vivir sola en una casita de pocos cuartos, con unjardn, dijo, acaricindose el hombro desnudo con unamejilla.

    El interrumpi a este punto, con una sonrisa incr-dula. Un jardn? Entonces tambin con flores. S,

    contest ella, claro que tambin con flores, por qu?Por nada, dijo el joven, y ponindose de pie comenz apasearse por la estancia.

    Pero como no quiere darme ese dinero tendr queresignarme concluy con una voz clara y tembloro-sa que le llen la boca de saliva.

    Terminaron de cenar. Mara Teresa se levant tam-bin, apil los platos y los avent ruidosamente en elfregadero. El joven sigui de pie, entretenido, mirandoa la mujer que, con su atento semblante de siempre,contemplaba sin disgusto el chorro de agua que caa enel fondo sucio de los platos y apartaba las plastas degrasa coagulada y dems residuos de comida, mientrasse hurgaba los dientes con las uas largas y esmaltadas.

    Ms tarde, en la noche, la vio voltearse hacia el bor-de de la cama y acurrucarse como para dormir. Enton-ces le dio las buenas noches y se alz para marcharse.Haba sido suya durante ms de dos meses; ahora yano tena dinero y deba dejarla. Pero al momento desalir de las sbanas enmaraadas se dio cuenta de queella lloraba. Ya no estaba acurrucada, sino tendida deespaldas, con un brazo sobre los ojos, como los nios.La sombra impeda vislumbrar las lgrimas, pero unreflejo de luz jugaba sobre la gran mueca pueril que lecontraa las comisuras de la boca. Lloraba sin hacerruido, sin sacudimientos, silenciosamente, como escu-rre la sangre de un cuerpo herido de muerte.

    Se le qued mirando; luego se inclin hacia ella y,apartando el brazo que cubra sus ojos, le pregunt qule ocurra. Nada, respondi ella, no le ocurra nada:slo estaba pensando en la llamada telefnica. La vioreclinar la cabeza en su hombro, con un gesto que lepareci flbil y resignado, repitiendo obstinadamente:

    No me pasa nada, de verasPero un momento despus, cerrando los ojos amar-

    gamente, como si estuviera pidiendo limosna en una

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    esquina, tendiendo la mano a los transentes, agregcon lentitud:

    Pero es duro Es duro verse en la necesidad demendigar la vida por primera vez.

    El joven no saba qu decir. Miraba ese rostro duro

    y firme como un perfil de medalla, los ojos apretadoscomo invocando al sueo, la espalda gorda y blancabajo los mechones cortos y agudos de la nuca. Frente atanta inmovilidad, le pareca que ella jams habahablado; dudaba de sus ojos y de sus odos. Hubieraquerido ver de nuevo la mueca llorosa, or nuevamentela voz quejumbrosa. Al mirarla crea que estaba vien-do el rostro de la existencia, revelada y parlante enciertos momentos, ahora otra vez inmvil y. muda.Poco dur esta contemplacin. Luego, no sin esfuerzo,l se puso de pie y entr al bao; cuando se hubo ves-tido, entr de puntillas a la recmara.

    Me voy, Marit. Adis dijo en voz alta.Hasta maana contest ella sin abrir los ojos.Sali del cuarto y del apartamento y baj por las es-

    caleras hasta el portn del edificio. Se detuvo bajo elumbral, indeciso, y se puso a escuchar el taido de lacampana de una iglesia vecina, que retumbaba en elsilencio del barrio desierto. Las diez y media, pens.Todava tengo tiempo para meterme en un cine. Estaidea le gust, lo entusiasm, sin que ni l mismo supie-ra por qu. Senta un insaciable deseo de la promiscuaoscuridad poblada de aventuras fciles y de paisajeslejanos. Que Mara Teresa se vaya al diablo, pensal fin; y esforzndose para dominar el profundo males-tar que lo oprima, cerr tras de s el portn y se enca-min hacia el centro de la ciudad.

    EL NENE

    Un da que mi mujer andaba de mal humor le dijo la

    verdad a aquella buena seora que nos traa la ayudade la Sociedad Asistencial de Roma y que no dejabade preguntarnos por qu traamos tantos hijos al mundo:

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    Si tuviramos dinero, en la noche iramos al cinePero como no lo tenemos, nos vamos a la cama y asnacen los hijos. La seora se sinti ofendida al ortales palabras y se fue sin decir nada. Yo rega a mimujer porque no es bueno decir siempre la verdad, y

    antes de decirla uno debe saber con quin trata.Cuando era joven, antes de casarme, a veces meentretena leyendo la nota roja del peridico de Roma,en la que cuentan todas las desgracias que le puedensuceder a la gente, como robos, asesinatos, suicidios,accidentes callejeros. Y de entre todas estas desgra-cias, la nica que me pareca imposible que pudierapasarme, era la de convertirme en lo que el peridicollamaba un caso piadoso, es decir una persona tandesgraciada que inspira compasin sin que le hayaocurrido ninguna desgracia en especial, sino as no-ms, por el solo hecho de existir. Era joven, como yahe dicho, y an no saba lo que significa mantener auna familia numerosa. Pero ahora, con asombro, veoque poco a poco me he convertido en un verdadero casopiadoso. Lea, por ejemplo: viven en la ms negra de lasmiserias. Bien, yo vivo ahora en la ms negra de las mi-serias. O bien: viven en casas que de casa slo tienen elnombre. Bien, yo vivo en Tormarancio, con mi mujer yseis hijos en un solo cuarto alfrombrado de colchones y,cuando llueve, el agua va y viene como en los mueblesde Ripetta. Y en otra ocasin: la infeliz, cuando supoque estaba embarazada, tom una decisin criminal:deshacerse del fruto de su amor. Pues bien, de comnacuerdo tomamos esta decisin, mi mujer y yo, al des-cubrir que estaba embarazada por sptima vez. En fin,decidimos abandonar a la criatura en una iglesia, tan pronto como lo permitiera el clima, confindola a lacaridad del primero que la encontrara.

    Mi mujer gracias a la intercesin de esas buenasseoras, se fue a parir en el hospital y, luego, apenas sesinti mejorada, regres a Tormarancio con el nene. Alentrar al cuarto, me dijo: Me creeras que, a pesar deque un hospital es un hospital, me hubiera gustadoquedarme ah con tal de no regresar nunca?

    Era un nene hermoso y robusto, con un galillo muy

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    fuerte; as que por la noche, cuando se despertaba ycomenzaba a llorar, ya no dejaba dormir a nadie.

    Cuando lleg el mes de mayo y el aire se puso bastan-te tibio como para andar en la calle sin abrigo, salimosde Tormarancio y nos fuimos a Roma. Mi mujer car-

    gaba al nene apretndolo contra su pecho, envuelto enun montn de trapos, como si fuera a dejarlo en uncampo cubierto de nieve. Al entrar a la ciudad, tal vez para demostrar que no le dola, empez a hablar sindarse punto de reposo, alterada, jadeante, con los cabe-llos al aire y los ojos desorbitados. A veces hablaba detodas las iglesias donde podamos dejarlo, haciendohincapi en que deba ser una iglesia frecuentada porgente rica, porque si lo recoga alguien tan pobre comonosotros, ms vala quedarnos con l; en otras me decaque era preferible una iglesia dedicada a la Virgen,porque la Virgen tambin haba tenido un hijo, y podaentender ciertas cosas y le concedera su deseo. Sumodo de hablar me cansaba y me pona histrico, puesyo tambin estaba mortificado y me inquietaba lo queestaba haciendo, pero me repeta que era necesario no perder la cabeza, mostrarme sereno y animarla. Hicealguna objecin, al menos para interrumpir aquel rode palabras, y luego propuse: Una idea Qu tal silo dejamos en la Baslica de San Pedro? Ella se qued pensando un instante, luego repuso: No, sa es msbien una plaza de armas ni siquiera lo veran Prefie-ro hacer la prueba en una iglesia chiquita que est enla calle Conotti, donde estn todas esas tiendas elegan-tes All va mucha gente rica. se es el lugar.

    Tomamos el autobs y, vindose entre tanta gente,por fin se call. De vez en cuando envolva al nene denuevo, apretado entre su cobijita, o le descubra elrostro, con precaucin, para mirarlo. El nene dorma,con su carita blanca y chapeteada, hundida entre lostrapos. Estaba mal vestido, como nosotros. Lo nico bueno que llevaba eran sus guantitos de lana azul, ytena las manitas de fuera, bien abiertas, como si lospresumiera. Nos bajamos en la plazoleta Goldoni, y deinmediato mi mujer reinici con su parloteo. Se detuvofrente al escaparate de un joyero y, mostrndome las

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    joyas expuestas en repisitas forradas de terciopelo ro- jo, me dijo: Mira cunta belleza La gente viene aesta calle a comprar joyas y puras cosas bonitasAqu no vienen los pobres Entre tienda y tienda vana rezar un rato a la iglesia Tienen buena disposi-

    cin Ven al nene y se lo llevan.Deca esto mirando las joyas, apretando al nenecontra su pecho, con los ojos de par en par, como sihablara para s misma. Yo no tuve el valor de contra-decirla. Entramos a la iglesia. Era pequea, pintada decolor amarillo, jaspeado, como si fuera de mrmol,con muchas capillas y el altar mayor. Mi mujer dijoque la recordaba distinta, y que ahora, vindola bien,no le gustaba ni tantito. Pero moj los dedos en el aguabendita y se santigu. Despus, con el nene en brazos,comenz a recorrer lentamente la iglesia, examinndo-la con una actitud descontentadiza y desconfiada. Dela cpula, a travs de las lumbreras, caa una luz frapero clara. Mi mujer iba de capilla en capilla, mirn-dolo todo: bancas, altares, cuadros, para ver si era elcaso de dejar ah al nene. Yo caminaba detrs de ella,a una cierta distancia, sin perder de vista la entrada.Entr de repente una seorita alta, vestida de rojo, decabellos rubios como el oro. Se arrodill, forzando laestrechez de su falda, rez tal vez ni siquiera un minu-to, se persign y sali sin mirarnos. Mi mujer, quehaba visto todo, me dijo de pronto: No, no me gus-ta Aqu viene gente como esa seorita, que tieneprisa de divertirse y ver tiendas. Vmonos. Y dicien-do esto, sali de la iglesia.

    Remontamos un buen trecho por el Corso, siemprecorriendo, mi mujer adelante y yo tras ella. Cerca de laPlaza Venecia entramos en otra iglesia. sta era msgrande qu la otra, muy oscura, llena de telas, dorade-ras y vitrinas abarrotadas de corazones de plata quebrillaban en la oscuridad. Haba mucha gente y, a ojode buen cubero, consider que se trataba de gente adi-nerada; las seoras con sombrero, los hombres bienvestidos. Un sacerdote manoteaba desde el plpito,predicando. Todo mundo estaba de pie, mirando hacial, y pens que eso era bueno porque nadie nos obser-

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    vara. Le dije a mi mujer, en voz muy baja: Quieresque lo dejemos aqu? Me dijo que s, a seas. Nosdirigimos hacia una de las capillas laterales, muy oscu-ra; no haba nadie y casi no se vea. Mi mujer cubri elrostro del nene con una punta de la cobija que lo abri-

    gaba y luego lo dej sobre una silla, tal y como se dejaun bulto estorboso, para sentirse ms libre. Luego searrodill y estuvo rezando un largo rato, con la caraentre las manos, mientras yo, sin saber qu hacer, mira-ba los cientos y cientos de corazones de plata de todoslos tamaos, que tapizaban las paredes de la capilla.Finalmente mi mujer se puso de pie, cariacontecida; sepersign y, paso a paso, se alej de la capilla, y yo trasella, a cierta distancia. En ese momento, el predicadorgritaba: Y Jess dijo: Pedro!, adnde vas? Lo percibde inmediato, porque me pareci que me lo preguntabaa m. Pero cuando mi mujer se dispona a apartar lacortina para salir, una voz nos hizo brincar a los dos:Seora, dej un paquete en la silla. Era una mujervestida de negro, una de esas beatas que se pasan todoel santo da entre la iglesia y la sacrista. Es cierto,dijo mi mujer, gracias Se me olvidaba. En fin,recogimos el bulto y salimos de la iglesia ms muertosque vivos.

    Ya fuera de la iglesia, mi mujer dijo: Nadie quierea mi pobre hijo, ms o menos como un vendedor quepiensa vender pronto la mercanca y luego ve que entodo el mercado no hay nadie que se interese por ella.Mientras tanto, ella haba empezado a correr de nuevo,con su modo enajenado, casi sin tocar el suelo con lospies. Fuimos a dar a la Plaza de los Santos Apstoles.La iglesia estaba abierta y, tan pronto como entramos,al verla tan grande, tan espaciosa y oscura, mi mujerme susurr al odo: Esto es lo que necesitamos.Camin decididamente hacia una capilla lateral, dej alnene sobre una banca y, como s el pavimento le quema-ra los pies, sin persignarse, sin rezar, sin siquiera darleun beso en la frente, se alej de prisa hacia el portn dela iglesia. Pero slo haba dado unos cuantos pasoscuando la iglesia retumb con un llanto desesperado:era la hora de mamar, y el nene, puntual, lloraba por-

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    que tena hambre. Quizs mi mujer perdi la cabeza alor un llanto tan fuerte. Primero corri hacia la puerta,luego volvi sobre sus pasos, siempre corriendo, y, sinponerse a pensar dnde estaba, se sent en una banca,tom al nene en brazos y se desabroch para darle el

    pecho. Pero no acababa de sacarse completamente lateta que el nio, como un verdadero lobo, agarr ados manos, callndose al instante, cuando una vozgrosera comenz a gritar: Esas cosas no se hacen enla casa de Dios. Fuera, fuera! A la calle!

    Era el sacristn; un viejito con barbita blanca, y conuna voz ms grande que l. Mi mujer le dijo, levantn-dose y cubriendo lo mejor que pudo la cabeza del neney el pecho: La Virgen, sin embargo, en los cuadrossiempre tiene a un nio en brazos. El sacristn le res- pondi: Y t quisieras ser como la Virgen. Presun-tuosa! Basta. Salimos de la iglesia y fuimos a sentar-nos en el jardn de la Plaza Venecia; all mi mujer ledio el pecho al nene hasta que ste se hart y se dur-mi de nuevo.

    Ya era de noche. Estaban cerrando las iglesias y est- bamos muy cansados, como idiotas, sin que se nosocurriera nada. Me desesperaba el hecho de tener quepensar en algo que no tena ganas de hacer, y le dije:Mira, ya es tarde y no aguanto ms. Tenemos quedecidirnos. Ella me contest, con amargura: Pero estu sangre Quieres abandonarlo en cualquier esqui-na as noms, como si fuera el cucurucho de tripaspara los gatos? Le dije: Claro que no! Pero ciertascosas se hacen pronto, sin pensarlo mucho, o nunca sehacen. Y ella: Lo que pasa es que tienes miedo deque me arrepienta y me lo lleve otra vez a casa Uste-des los hombres son unos cobardes! Comprend queno deba contradecirla en esos momentos y le contestcon moderacin: Te comprendo, no te apures Perodate cuenta de que por muy mal que le vaya, siemprele ir mejor que si crece en Tormarancio, en un cuartosin excusado ni cocina, entre las cucarachas en inviernoy las moscas en verano. Esta vez, ella no dijo nada.

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    Sin saber adnde ir, tomamos por la calle Nazio-nale, recorrindola hasta la Torre de Nern. Poco msadelante, vi una callecita que suba, totalmente desier-ta, con un coche gris, cerrado, parado frente a un por-tn. Tuve una idea: fui hacia el coche, mov una de las

    manijas y la portezuela se abri. Le dije a mi mujer:Pronto, ste es el momento! Djalo en el asientotrasero. Obedeciendo, ella dej al nene bien acomo-dado en los asientos posteriores, y luego cerr la porte-zuela. Hicimos todo esto en un instante, sin que nadienos viera. Luego la tom del brazo y nos alejamoscorriendo hacia la Plaza del Quirinal.

    La plaza estaba desierta y casi a oscuras, con pocosfaroles encendidos bajo los palacios y todas las lucesde Roma brillando en la noche, tras los parapetos. Mimujer se acerc a la fuente bajo el obelisco, se senten una banca y de pronto empez a llorar, agachada,dndome la espalda. Le dije: Y ahora qu te pasa?Y ella: Ahora que lo he abandonado, siento que mefalta Que me falta algo aqu, en el pecho, donde seme colgaba

    Le dije, por no dejar: Bueno, es natural. Pero ya sete pasar. Se alz de hombros y sigui llorando.Luego, de repente, se le sec el llanto como se seca lalluvia en la calle cuando sopla el viento. Se levant,furiosa, y dijo, sealando uno de los palacios: Ahoramismo entro ah y hago que me reciba el rey y le cuen-to todo! Detente!, le grit, jalndola de un brazo,ests loca. Qu no sabes que ya no hay rey? Y ella:Y eso a m qu me importa? Voy a hablar con elque se qued en su lugar! Alguien ha de estar. En fin,ella corra ya hacia el portn, y no quiero ni imaginarel escndalo que habra armado si yo no le hubieradicho de pronto, desesperado: yeme! Cambi deidea Regresemos al coche nos llevamos al neneQuiero decir que nos quedamos con l Al fin y alcabo, da lo mismo uno ms que uno menos Estaidea, que era la principal, suplant inmediatamente a lade hablar con el rey. Crees que est ah todava?,dijo, mientras se encaminaba rpidamente hacia la

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    callecita donde estaba el coche gris. Claro que s, lecontest. No han pasado ni cinco minutos.

    En efecto, el coche an estaba ah; pero en el preci-so momento en que mi mujer se dispona a abrir laportezuela, un hombre maduro, chaparro, con pinta de

    autoritario, sali del portn, gritando: Quieta, quie-ta! Qu busca en mi coche? Busco algo que esmo!, respondi mi mujer sin voltear a verlo y aga-chndose para recoger el bulto con el nene que estabaen el asiento, pero el otro insista: Pero qu es lo quese lleva? Este coche es mo, mo! No entiende?.Hubieran visto a mi mujer. Irguindose, lo embisti deesta manera: Pero quin te quita nada! No tengasmiedo, nadie te quita nada. Mira cmo escupo tu co-che! Y, dicho y hecho, le escupi la portezuela. Peroese bulto , sigui diciendo el hombre, asombrad-simo. Y ella: No es un bulto Es mi hijo Mira!.

    Le destap la cara al nene, mostrndoselo, y agre-g: T, ni naciendo otra vez, podrs tener con tu mu-jer un nene tan bonito como ste Y no te atrevas aponerme las manos encima, porque grito y llamo a lospolicas y les digo que queras robarme a mi hijo!. Enfin, le dijo tantas cosas, que al pobre hombre, con lacara roja y la boca abierta, por poco y le da un ataque.Finalmente, sin prisa alguna, se alej del coche y mealcanz en la esquina de la calle.

    EL SUPERCUERPO

    Pudiera decirse que mi marido, desde hace algntiempo, divide mi persona en dos partes muy distintas;una de ellas, irritante, superflua, negativa; la otra, lison- jera, necesaria, positiva. No me cost ningn trabajocomprender que la primera empieza del cuello paraarriba; la segunda del cuello hacia abajo. Cuandohablo, mi marido me interrumpe, se burla de m, me

    remeda, me trata como a una idiota. En cambio, cuan-do estoy tendida en la cama o camino frente a l, sinhablar, su mirada acaricia mi cuerpo con una extraa

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    aprobacin, totalmente mezclada con un sentimientode lstima. Naturalmente, su actitud provoca en m unaanloga tendencia disociadora. Mientras le hablo, sien-to que mis ideas se confunden cada vez ms, que mispalabras son siempre ms tmidas, inciertas, embrolla-

    das, siento que mi marido piensa sin cesar: Pero quidiota! No se puede ser ms idiota. Por lo contrario,cuando estoy acostada o camino sin que l deje demirarme, me pongo en pose, para que me observe yme contemple mejor. Y siento que ahora mi marido nodeja de pensar: Pero qu cuerpo estupendo tiene laidiota de mi mujer!

    Para entender la actitud de mi marido, es necesariodecir que es un productor cinematogrfico, de sos quelo son de la noche a la maana, absolutamente faltosde ambiciones artsticas, especializado en pelculascomerciales, un descocado. Lo conoc precisamentedurante el rodaje de una pelcula ertica, en la cual yoera la estrella. Y se enamor de m. Yo lo miraba obje-tivamente; ms bien vulgar, si he de ser sincera, pero bueno y afectuoso. Acept casarme con l, ms quenada porque ya me haba cansado de su insistencia.Pero tiempo despus de habernos casado, harta ya deexhibir en la pantalla, en primeros planos gigantescos,las formas provocadoras de mi cuerpo, le expuse bru-talmente mi ultimtum: o me haca protagonista de unfilme serio, de arte, o me quedaba en casa, simplemen-te como su mujer. De inmediato me prometi todo loque yo quera. Pero luego, habindose apagado la pa-sin, volvi a pensar en m como la protagonista idealde sus acostumbradas pelculas erticas. No me lodeca porque le faltaba el valor, pero me lo daba a en-tender con su modo de mirarme, como ya he dicho,con una mezcla de admiracin y lstima.

    Su admiracin lastimera se ha acentuado ltima-mente, viendo el fracaso que ha .sufrido una pelculasuya que prometa ser todo un xito: Se ha vuelto tra-table, se dira que siempre est a punto de explotar enfurores ciegos e incontrolables. Sus miradas, entre lacontrariedad y la complacencia, se han vuelto tan fre-cuentes y tan pesadas, que me crean una embarazosa

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    conciencia de mi cuerpo, y no dejo de pensar: Quest haciendo mi seno derecho? Explota y se desbor-da fuera de la blusa o se est quietecito en la copa del portabustos? Mi vientre asoma desnudo fuera de lospantalones o se esconde, calmado y serio, con el cintu-

    rn por encima del ombligo? Qu le sucede a mi nal-ga derecha? Se alza, se agacha, se mueve ms que laizquierda?

    Una de estas noches, mientras estbamos los dossolos en la sala, sentados en el sof, cada quien por sulado, viendo la televisin, me levant de improviso,como empujada por un impulso irresistible y sin queme importara un comino lo que hiciera mi seno dere-cho, mi vientre o mi nalga izquierda, y me lanc aapagar el televisor. Y me sent de nuevo, enfrentandoa mi marido:

    A ver, dime. Te est yendo muy mal con la lti-ma pelcula, no es cierto?

    Rezong inmediatamente:No digas tonteras. Va muy bien. Es un gran xito! Pero si en pleno estreno no ha durado siquiera

    una semana! Siempre hablas como idiota. No sabes que los

    cines tienen otros compromisos? Ya vers cmo serecupera cuando la vuelvan a pasar!

    Los crticos dicen que es una pelcula no solamentefea y vulgar, sino tambin aburridsima. Yo creo que,por lo menos esta vez, los crticos tienen la razn.

    Los crticos no entienden nada. Es una pelculaque va a ganar un montn de dinero.

    Nos quedamos callados, mirndonos, como dosduelistas antes de atacar. Fui yo quien lanc el primerataque:

    Soy tu mujer, te quiero bien, por eso me dueleverte tan nervioso, tan desdichado. Contstame ahoracon sinceridad. Si yo te dijera: est bien, por amor a tirenuncio a la pelcula seria, de autor; acepto ser la pro-tagonista ms o menos encuerada de una de esas pel-culas erticas en las que he logrado, mejor dicho, enlas que mi cuerpo, mis senos, mi vientre y mi traserohan logrado tanto xito, qu diras t?

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    civilizado, moderno y al corriente, quitndose los lentesy clavndome una mirada penetrante, como queriendoescarbar dentro de la ma, como si quisiera establecer,desde un principio, una relacin humana, ntima ycmplice.

    Pero mi querida Lucila, yo a usted slo puedoimaginarla en una pelcula artstica, en una pelcula deautor, y nada ms. Pinselo bien, dese su tiempo. Ven-ga a verme a mi oficina el mismo da en que usted sedecida. Es ms, si llegara a tomar tal decisin fuera dehoras de trabajo, vaya a mi casa, a cualquier hora. Es-tar esperndola.

    Acept, pero con reservas. Estaba consciente de quenecesitaba un buen pretexto para abandonar a mi mari-do, el cual seguramente no hubiera tolerado que volvie-ra a la pantalla en una produccin que no fuese la suya.Mi marido me daba ahora el pretexto, y yo, as comoestaba, en pantaln y con un suter ligero, sal a lacalle. Gildo viva no muy lejos de casa; recorr a piedos o tres de esas callecitas solitarias y elegantes denuestro barrio, a un lado de las filas de coches estacio-nados. Corra y no dejaba de pensar en que iba movien-do descaradamente mi cuerpo; maldeca a mi marido por haber suscitado en m esta conciencia, pero almismo tiempo me deca que esta vergenza terminaracon mi debut en una pelcula digna de m, que me olvi-dara de mi cuerpo, total y definitivamente. Llegu alportn, toqu el timbre y, al or que preguntaba quinera con su voz bien educada, le contest de corrido:

    Soy Lucila, breme, me escap de la casa, dej ami marido, tengo que hablarte.

    Qu haba entre Gildo y yo para anunciarme de talmanera? Nada, ciertamente; nada, excepto la promesade darme un papel en una pelcula seria. Eso era todo,pero la esperanza de poder expresarme era ya lo msimportante para m.

    El portn se abri con un zumbido discreto, muy parecido al tono de su voz. Entro, subo a la carrera,meneando todo mi cuerpo desencadenado y violento;no espero a que se normalice mi respiracin y toco.Gildo aparece y me arrojo a sus brazos, sollozando.

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    Habis experimentado la impresin de imponer aalguien alguna cosa para la cual no estaba preparado?As le pas a Gildo. Mientras cerraba la puerta y meguiaba hacia la sala, estrechndome afectuosamente,tuve de pronto la clara impresin de que l no quera

    asumir la parte del amante. Su mano apenas me rozabael hombro; su mentn oprima mi cabeza, impidiendocon ello que mi boca subiera hasta la suya. Me llevhacia un divn, luego se sent frente a m, a gran dis-tancia. Entonces dej de llorar y le dije:

    Perdname, pero no todos los das abandona unaa su marido.

    Se quit los lentes y, clavndome sus ojos magnti-cos, me respondi:

    No te preocupes. Comprendo y respeto tu dolor.Me le qued mirando, con una atencin especial,

    tratando de descubrir algo que me disgustaba de l,adems de la voz demasiado educada. Entonces lo vi.Los ojos bellos, oscuros, hondos, inalterablementefijos e intensos como los de un hipnotizador, contras-taban de manera desagradable con la nariz torcida,achatada y con la boca informe, aunque carnosa. Paradecirlo de alguna manera, haba nacido con esos ojos;en cambio, la nariz y la boca hacan pensar en que selos haban plasmado a la buena de Dios, como a quienha sido vctima de un accidente grave. Gildo prosiguisonriendo:

    Ahora voy a decirte cmo te veo en la pelculaque vas a interpretar para nosotros. Pon atencin, por-que todava no hay nada escrito, nada definido. Te veosimplemente como te vera en la pantalla, en la pelcu-la terminada, sentado en una butaca en la sala de pro-yeccin de la productora.

    Se qued callado un momento, reflexionando, ycontinu:

    Veo a una mujer muy hermosa, atormentada porun drama tpicamente existencial. Esta mujer poseeuna mente, un alma; pero todos se obstinan en consi-derar solamente la importancia de su cuerpo. Entoncesella, para vengarse, decide ser como todos la quieren,nada ms que un estupendo, maravilloso y fascinante

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    trozo de carne. Obsedida por su afn de venganza, se propasa, se excede, se comporta, para decirlo pronto,como una ninfmana. La veo desencadenarse entre unsinnmero de amantes; su cuerpo incansable, su desnu-dez no perdona. La veo subiendo escaleras, entrando a

    los cuartos, arrojndose a las camas, paseando en apar-tamentos, asomndose a las ventanas, saliendo a los balcones. Y vestida solamente con su propia belleza,en una continua exhibicin de su cuerpo. Pero eso s,yeme bien, esta mujer no se comporta de esa maneraporque le guste; ella sufre al hacer todo eso, y lo hacesolamente para vengarse de la incomprensin de loshombres. Como si dijera: habis querido hacer de mnada ms que un cuerpo. Muy bien. Ser como voso-tros queris. Es ms, ser un supercuerpo. Qu teparece? El ttulo de la pelcula podra ser precisamen-te: El supercuerpo.

    Tuve todo el tiempo disponible para preparar mirespuesta, porque l haba estado hablando con lenti-tud, casi al mismo ritmo de la pelcula imaginaria en lacual deca verme. Y le contest inmediatamente:

    Ahora te dir lo que yo veo. Veo a un productor bribn que, sabiendo muy bien lo que les da a ganarmi cuerpo, quiere hacer conmigo una pelcula erticams, otra pelcula comercial, con el pretexto de quererhacer un drama existencial. Veo al mismo bribn di-ciendo una sarta de sandeces creyendo que soy unaidiota que se deja llevar por las narices. Veo, en fin,que esta idiota lo manda al carajo y vuelve otra vezcon su marido el cual, por lo menos, no sabe nada dedramas existenciales y slo le interesa hacer dinero.

    As fue que sal de su apartamento y regres a micasa, a dormir junto a mi mercader de carne humana.Desde esa noche renunci a ser la protagonista de unapelcula seria. Por su parte, mi marido no ha vuelto apedirme que regrese al cine.

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    EL MONSTRUO REDONDO

    Le a Platn hace ya veinte aos, cuando era estudiantede medicina y estaba a punto de terminar la carrera.

    De esa lectura recuerdo especialmente la fbula delandrgino, segn la cual, en los orgenes de la huma-nidad, hubo un monstruo redondo, con dos cabezas,cuatro brazos, cuatro piernas, dos traseros y dos sexos.Zeus, preocupado por la vitalidad del monstruo, deci-di debilitarlo y lo parti en dos mitades, de la mismamanera como dice Platn que se parte un huevoduro con una cerda cortante. Desde entonces estas dosmitades, una de sexo femenino y la otra de sexo mascu-lino, van por el mundo, anhelantes, buscando a la otramitad de sexo diferente que las complete y les permitarestablecer al monstruo redondo de los orgenes. Porqu se me ha quedado esta fbula en la memoria?Porque, por lo menos en lo que a m toca, no se trata deuna fbula, sino de una verdad. No obstante mi profe-sin, mi cultura, mi inteligencia de mi mitad masculi-na. Esta bsqueda continua y desesperada me hacecometer verdaderas locuras, como ahora, por ejemplo,que trepo por las escaleras de un casern popular, enbusca de un cierto Mario, un joven camarero que traba- ja en un balneario, en brazos del cual me he sentidocompleta hace apenas diez das, mientras vacacionabaen un hotel del Circeo.

    Naturalmente, el elevador est descompuesto; y as,cuando llego al sexto piso despus de haber subidodoce tramos de escaleras, tengo que descansar, por lomenos un minuto, frente a la puerta de su apartamentorecuperando el aire. Sobre la placa de latn est escri-to, en caracteres cursivos, Elda-moda, tal vez paradar una impresin de elegancia. Elda es el nombre dela madre de Mario, y esa placa presuntuosa e ingenuacontrasta con la modestia de la puerta de madera mal pintada de gris, con el rellano estrecho y baado porun sol cruel, con la escalera angosta y sucia, comotodo el edificio. Ya recobr el aliento. Extiendo la ma-no y toco el timbre.

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    La puerta se abre inmediatamente, como queriendodenotar la pequeez del apartamento. Bajo el umbralaparece una mujer con mandil negro, de sastre, unacinta mtrica de caucho sobre el hombro y muchashebras de hilo blanco en el pecho; es sin duda la madre

    de Mario. Es una mujer todava guapa, pero derrotaday ceuda. La maternidad, el trabajo y la mala comidala han deformado. Debe tener ms o menos mi edad,tal vez algunos aos menos, pero yo parezco cierta-mente ms joven, dado que yo me tio el cabello, y elde ella tiene ya muchas canas.

    Me mira con desconfianza, pregunta qu deseo. Lerespondo con una mentira que tiene, sin embargo, unfondo de verdad:

    Soy la doctora de su hijo. Me habl por telfonoayer en la noche y me dijo que no se senta bien, quedeseaba que lo viera. Y aqu estoy.

    Por qu digo que es una mentira que tiene algo deverdad? Porque as comenz nuestro amor: en un sofo-cante cuarto de servicio del hotel donde vacacionaba,con Mario tendido en un catre revuelto, vctima de unclico. Yo estaba sentada al borde del catre, sostenindo-le la mano; l se retorca lo menos posible. Mientras tan-to, sus ojos angustiados no dejaban de buscar los mos.

    La madre no se asombra de mi presencia ni del pre-texto; parece que se ha acostumbrado a este tipo decosas. Me dice con voz resignada:

    Voy a ver si est.Me da la espalda sin invitarme a pasar, y desapare-

    ce tras una tela que, a guisa de cortina, separa la entra-da del apartamento. Al quedarme sola no s si entrar ono. Pero entro, corro un poco la tela y miro. Hay unpequeo corredor, con una puerta vidriera al fondo, sinduda el bao. Y otras tres puertas. Calculo: una da a lacocina; la segunda, al cuarto de trabajo; la tercera, alcuarto de Mario. Dnde duerme la madre? Probable-mente en el cuarto de trabajo, en un sof-cama. Entreestas reflexiones, digamos topogrficas, paro la oreja.

    La puerta que, segn yo, da al cuarto de Mario, estentreabierta y puedo percibir la voz de l, disputandoen voz baja con la madre. La madre sale de repente, y

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    yo no tengo tiempo de echarme para atrs. Me dicecon su triste tono materno:

    Lo siento, pero no est.La miro directamente a los ojos, pero ella resiste mi

    mirada. Exclamo furibunda:

    Usted miente! Su hijo est aqu, acabo de or suvoz.Y diciendo esto quiero lanzarme hacia la puerta de

    la recmara de Mario. Pero al mismo tiempo Mariosale del cuarto y lo tengo de frente.

    Tiene el cabello negro y brillante, totalmente albo-rotado; viste slo un calzoncillo y una playera. Pareceque acaba de levantarse de la cama. Noto que tieneuna toalla doblada bajo la axila. Pienso en que no lorecordaba tan pequeo, tan bien proporcionado y tanvelludo. Sin embargo experimento una sensacin queme empuja hacia adelante, un impulso urgente y bochor-noso que, de no dominarme, me hara correr hacia l,abrazarlo, estrechar mi cuerpo contra el suyo: ni msni menos como la mitad platnica que, tras una largabsqueda, ha encontrado al fin la otra mitad. Abro laboca y pronuncio:

    MarioPero me quedo donde estoy, paralizada, pensando

    que Mario, por un motivo que ignoro, ya no quieresaber nada de m; que, por lo tanto, he cometido unerror al venir a buscarlo en su casa con el estpidopretexto de una visita mdica. Y as es. Mario me mira,ceudo, un momento y, claro, de esa boca tan amadano se hace esperar la invectiva humillante y brutal, lapalabra tradicional del hombre joven contra la amantemadura. Y a esto hay que sumar las diferencias declase y de cultura que, en mi platnica imaginacin, yohaba considerado como elementos destinados a inte-grarse recprocamente. Y para colmo no faltaba elhabla romana, tan adecuada para liquidar en un dos por tres la ms tenaz de las relaciones amorosas confrases de fondo dialectal, como: Pero se puede saberqu quieres? Pero quin te conoce? Pero ya teviste en el espejo? Nada ms mira lo que esta viejapretende!, y as por el estilo.

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    Estas frases me afectan y me persiguen mientrasquiero poner los pies en polvorosa, como una gallinaque huye, velozmente y esponjada, bajo los escobazosde una ama de casa enfurecida. La madre, de pie juntoa la puerta, ve a Mario, luego a m, indecisa, pero sere-

    na. Podra decir que le inspiro una experta simpata.La dejo atrs y llego al rellano, pero no lo suficiente-mente aprisa para no ver, ltimo vejamen, cmo entraMario al bao azotando la puerta vidriera.

    Despus de ese escndalo, me suceden cosas insli-tas. Todas las maanas, a eso de las cinco, me despier-to sobresaltada y me pongo a pensar en Mario; mejordicho, no pienso en l como cuando se dice: Siempre pienso en ti, lo que en el fondo indica no pensar yabandonarse al sentimiento; pero repito imaginaria-mente la escena humillante de cuando sal de su casa.Veo aparecer a Mario, que me mira de pies a cabeza,que me insulta y luego va a encerrarse en el bao, azo-tando la puerta. A este punto, pensaris que me volteohacia otro lado y me vuelvo a dormir. Si pensis as,quiere decir que no conocis la diferencia que hayentre recordar y revivir. Recordar significa extraer dela memoria a una persona, un acontecimiento; con-templarlos como se contempla una vieja cadenilla queestaba guardada en un cajn, y volver a guardarlos ah,en el cajn de la memoria, sin pensar ms en eso. Encambio, revivir significa experimentar una y mil veceslas sensaciones que esa persona y ese acontecimientodespertaron en nosotros mientras los vivamos. Dehecho, se recuerda solamente una vez; pero se reviveuna infinidad de veces. Pero a nadie se le ocurre revi-vir las sensaciones desagradables. Se reviven solamen-te las sensaciones placenteras; las otras, siempre tratauno de olvidarlas. Entonces, cmo se explica que yo,todas las maanas, vuelva una y otra vez por medio dela memoria a la escena de la casa de Mario, detenin-dome sobre todo en los detalles ms crueles y humi-llantes? Por qu me detengo, obtusa y fascinada, asaborear de nuevo ese agudo dolor, como si se tratarade una perturbadora delicia? Me pongo a pensar en esolargamente y llego a la conclusin de que, durante esas

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    una playera, como la otra vez, con las manos enlaza-das bajo la nuca. No se levanta, no se mueve; se limitaa decirme con un tono rudo y gentil al mismo tiempo:

    Pero se puede saber por qu no te dejas ver?Porque me port un poco brusco esa maana? De

    veras que eres extraa.De repente todo aquel deseo de arrojarme sobre l,de abrazarlo, de estrechar mi cuerpo contra el suyo, seme pas como por encanto. Y sucedi algo automti-co, mecnico. Me siento al borde de la cama, le tomoel pulso y cuento las palpitaciones. l protesta, prime-ro titubeando, luego con decisin, pero no le hago ca-so. Con frialdad profesional rechazo sus intentonas deabrazo, me levanto, abro mi recetario, garabateo unareceta y se la doy. Y sin darle tiempo para que se recu-pere de su asombro, salgo del cuarto, del apartamento,y bajo por las escaleras.

    Mientras subo al coche para iniciar mi cotidiano rolde visitas, casi siento las ganas de rer. Efectivamente,ahora recuerdo que el monstruo redondo de Platn,segn parece, caminaba cmicamente con sus cuatrobrazos y sus cuatro piernas, formando una especie derueda, tal y como lo hacen los acrbatas y ciertas divi-nidades de la India. Exactamente igual! Qu otracosa puede hacer un ser tan extrao cuya unidad con-siste en la desunin, su fuerza en la debilidad y susalegras en el dolor?

    Alberto Moravia. Material de Lectura,

    serie El Cuento Contemporneo, nm. 43,Coordinacin de Difusin Cultural de la UNAM.