Alessandro, Pronzato. Las Parabolas de Jesus

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LAS PARÁBOLAS DE JESÚS EN EL EVANGELIO DE LUCAS

NUEVA ALIANZA 181

Obras de Alessandro Pronzato publicadas por Ediciones Sígueme:

- Nunca hemos visto nada semejante (NA 177) - Sólo tú tienes palabras (NA 172) - En busca de las virtudes perdidas (NA 158) - Las parábolas de Jesús en los evangelios de Marcos

y Mateo (NA 155) - La homilía del domingo, ciclos A, B (NA 150-151) - Creer, amar, esperar día a día (NA 141) - Orar, ¿dónde? ¿cómo? ¿cuándo? ¿por qué? (NA 132) - Palabra de Dios, ciclos A, B, e (NA 118-120) - Y ¿cómo lo habéis conseguido? (RS 16) - Evangelios molestos (PedaI34)

ALESSANDRO PRONZATO

LAS PARÁBOLAS DE JESÚS EN EL

EVANGELIO DE LUCAS

Le salió al encuentro ...

EDICIONES SÍGUEME SALAMANCA

2003

Cubierta diseñada por Christian Hugo Martín

Tradujo Germán González Domingo sobre el original italiano Parabole di Gesu Il. Gli corse incontro. Luca

© Alessandro Pronzato, 1997 © Ediciones Sígueme S.A.u., 2003

CI García Tejado, 23-27 - E-37007 Salamanca I España Tlf.: (34) 923 218 203 - Fax: (34) 923 270 563 e-mail: [email protected] www.sigueme.es

ISBN: 84-301-1498-X Depósito legal: S. 1.087-2003 Impreso en España I UE Imprime: Gráficas Varona S.A. Polígono El Montalvo, Salamanca 2003

CONTENIDO

Introducción .......................................................................... 9 Advertencias ...... ............ ........................ ........ ............ ............ 21

l. Los dos deudores (más una mujer que no te esperas) ... 23 2. El samaritano ................................................................. 38 3. Los tres amigos .............................................................. 90 4. El hombre rico .... ............................ ........ ............. .......... 106 5. La vuelta del amo .......................................................... 116 6. La higuera estéril ........................................................... 126 7. La puerta estrecha .......................................................... 139 8. Los puestos en la mesa .................................................. 150 9. La construcción de una torre y un rey que va a la gue-

rra .................................................................................. 160 10. Las parábolas de la misericordia (Lc 15) ...................... 168 11. El pastor que va a la búsqueda de la oveja perdida ....... 177 12. La mujer que perdió una moneda .................................. 191 13. El hijo pródigo ......... ......... ........... ......... ............. ............ 198 14. El administrador deshonesto y sagaz ............................. 275 15. El rico anónimo y Lázaro el mendigo ........................... 296 16. Los siervos inútiles .. ......... ........... ........ ............... ........... 315 17. El juez y la viuda ................... ........ ......... ............. .......... 322 18. El fariseo y el publicano ................................................ 331

Bibliografia ........................................................................... 349

INTRODUCCIÓN

¿Fáciles o difíciles? Este es el problema ...

Aquel día Jesús no había preparado la predicación ...

Mateo, antes de contar la parábola del sembrador, presenta una escena muy sugestiva, que casi siempre dejan de lado los comen­taristas: «Aquel día salió Jesús de casa y se sentó junto al lago ... » (Mt 13, 1). Parece que no tiene un programa preciso que cumplir, ninguna cita, ningún compromiso particular. Se sienta a contem­plar el panorama familiar de «su» lago. Me parece que también es­te es un rasgo significativo de la humanidad de Cristo.

Juan nos presenta un Jesús cansado del viaje, sudoroso y se­diento, que descansa junto al brocal de un pozo. Marcos habla de un Jesús que duerme sobre una embarcación sacudida por olas fu­riosas, con la cabeza apoyada en una almohadilla.

Mateo nos regala este cuadro sorprendente del Maestro en un momento de distensión a la orilla del lago. Quizás ora al Padre por aquella maravilla salida de sus manos. O simplemente deja en si­lencio que se le llenen los ojos de la belleza que le rodea.

«Se reunió junto a él mucha gente, tanta que subió a una barca y se sentó, mientras la gente estaba de pie en la orilla ... ». No sa­bemos lo que duró aquella soledad extática. El evangelista quema los intervalos, cosiendo las secuencias sin darnos la posibilidad de medir el tiempo.

Sea como fuere, todo parece desarrollarse con total naturalidad y bajo el signo de la imprevisibilidad, casi de la improvisación. Aquel día quizás Jesús no había previsto encontrarse con el públi­co, convocado no se sabe por quién ni cómo. ¿Podemos decir que no estaba preparado para predicar? Muchas circunstancias lo per­miten suponer. Pero hay que reconocer que, en el evangelio, Jesús casi siempre toma la palabra con espontaneidad, estimulado por las circunstancias, provocado por los acontecimientos más acci­dentales, tal como se presenta la ocasión y allá donde viene al ca­so. Para él no existen ni lugares ni tiempos privilegiados. Puede

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ser en los alrededores del templo, o en una casa cualquiera, en el local cerrado de una sinagoga o -como en este caso- en una playa.

Sorprende el hecho de que, en esta ocasión, casi todo el dis­curso en «parábolas» se coloque en un ambiente agrícola: se habla de sementera, campos, grano y cizaña.

Solamente al final, cuando ya ha vuelto a casa, el Maestro em­plea un imagen relacionada con el lago (los pescadores que, saca­da a la orilla la red, sentados, hacen la selección de los peces). Es posible que se trate de una escena que ha fotografiado por la ma­ñana, antes de que su soledad contemplativa fuese interrumpida por la llegada de un público inesperado.

¿Intentamos sacar inmediatamente una conclusión modesta en clave práctica, que «brindamos» a los predicadores, especialmen­te a aquellos -y son los más- que durante la semana piensan con preocupación en la homilía del domingo? Sí, una forma esencial de preparación consiste en la capacidad de observar la realidad. Se «encuentra» a las personas sólo si se encuentra el mundo que les es familiar y si uno se identifica con él.

La multitud rodea a Jesús de improviso, casi le obliga a hablar, aun cuando él no se lo haya propuesto, porque le siente partícipe de sus problemas, experto de la vida de todos, no extraño, no lejano de las situaciones concretas de la existencia cotidiana. Porque sa­be que habla con claridad y simplicidad, de manera comprensible. No sólo porque Jesús sepa hacerse escuchar. Sino, ante todo, por­que la gente que lo escucha se reconoce en lo que dice.

El problema del lenguaje es también un problema de capacidad de «sentarse», como Jesús, alIado del mar (y, en vez del mar, pon­gamos cualquier otro panorama, comprendidos aquellos con esca­so contenido poético y pictórico), y pararse a mirar ... El Maestro aquella mañana no ha ido a la playa a preparar el sermón. Tenía ganas de soledad, de contemplación. Deseaba descansar. Estable­cer contacto con la naturaleza, con el mundo, sin ninguna preocu­pación inmediata ... ¿Acaso el problema del lenguaje no es tam­bién un problema de ojos abiertos incluso antes que de lengua?

El riesgo de la diversión

Hay diversos equívocos que hace falta disipar a propósito de las parábolas evangélicas. Intentemos examinar, y ojalá disipar, los

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más frecuentes. Alguno las considera un elemento de diversión, casi un pasatiempos, una fábula distensiva, un paréntesis agrada­ble, un simpático intermedio insertado en un discurso que podría resultar excesivamente difícil y provocaría una caída de tensión y de interés, y el consiguiente aburrimiento.

En una palabra, una especie de expediente pedagógico con el fin de endulzar la píldora de argumentaciones inaccesibles y abs­tractas, de formulaciones doctrinales. O incluso, un momento de relax a la espera de que suene el timbre que señala el final del re­creo para que todos vuelvan a los pupitres de la clase a escuchar al Maestro que ha retomado un tono de seriedad y vuelve a impartir una lección rigurosa.

No, la parábola misma es parte integrante del mensaje (y no sólo adorno), es algo serio, lección severa. Con frecuencia repre­senta una inquietante señal de alarma. En un palabra, algo com­prometido, que llama a la responsabilidad, y hasta perturbador.

La parábola no es una señal que autoriza a «romper filas» pa­ra divertirse. Al contrario, constituye una llamada apremiante, ine­ludible, casi inexorable.

Un escritor brillante, Luigi Santucci, define las parábolas como (<una vacación dentro de las jornadas desagradables»l. Se trata de una visión reductiva. Las parábolas parten con mucha frecuencia del vivir diario, del panorama familiar de las ocupaciones ordina­rias, para hacernos frecuentar el mundo de Dios, para conducirnos a atracar en la orilla de lo trascendente. Pero no representan una fase de evasión. Tocada, o rozada, esa orilla nos vuelve a empujar con fuerza hacia la vida, con una inquietud encima, o incluso con un tormento más.

Pero la parábola no compromete solamente bajo el aspecto práctico, porque anima a tomar una decisión, a plantear la propia conducta de una cierta manera.

La parábola obliga también a pensar. No te presenta la verdad ya confeccionada sobre un plato atractivo. La parábola no explica todo. Obliga, más bien, a buscar, a profundizar, a investigar, a ex­plorar el significado profundo, que no es ese que aparece a prime­ra vista sobre la costra superficial de las imágenes usadas. Te soli-

l. Autor, entre otras cosas, de una singularísima Una Vita di Cristo. Volete andarvene anche voi?, Milano 1995, rica en intuiciones sorprendentes e indiscu­tible desde el punto de vista literario.

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cita a descubrir las implicaciones esenciales. No es una «papilla preparada», lista para tomar, con todos los ingredientes que la ha­cen fácilmente digerible, apta también para los estómagos más de­licados. Es, más bien, un alimento sólido, con alto contenido nu­tritivo. Para digerirlo, paradójicamente, hay que activar todos los mecanismos del cerebro, de la fantasía y, por supuesto, del cora­zón. La mente debe segregar las enzimas, los ácidos y los jugos necesarios para la asimilación.

No se nos cuenta la parábola para dispensarnos de pensar. Al contrario, es necesario realizar un esfuerzo también intelectual pa­ra llegar a descubrir la intención secreta del Maestro al contar aque­llas determinadas cosas.

La parábola no es una cantilena que se acuna dulcemente en los prados floridos de la poesía. Más bien constituye un fuerte re­clamo para caer en la cuenta de una realidad presente que exige una respuesta y una decisión inmediata. La parábola, lejos de aca­riciar, golpea y sacude con mucha fuerza.

El riesgo de la banalización

Otro malentendido bastante común y persistente es el de la pre­sunta facilidad de las parábolas. Muchos se engañan queriendo prescindir del estudio, del análisis diligente, de la explicación de los mecanismos narrativos que permiten captar el significado au­téntico de las parábolas.

Ignoran el contexto en que están colocadas, las causas que las han provocado. No se han preocupado de averiguar a quién se di­rige Jesús y por qué usaba ese lenguaje, ese tipo de narración, esas imágenes, y hasta esos puntos polémicos.

Muchos individuos vagan, perezosos, por la periferia de las pa­rábolas, sin llegar jamás a captar el centro, el núcleo esencial. Se paran en pormenores insignificantes, desarrollan detalles de una manera desproporcionada, dan realce a consideraciones sobre ele­mentos secundarios, sin «centrarlas» jamás. Y así se sacan conclu­siones abusivas, torcidas, o incluso en contraste con la lección de fondo que el Maestro quería impartir.

La tentación siempre al acecho es la de «ajustar» la palabra de Dios a nuestros gustos. En algunos casos el texto se convierte en «pretexto» para tejer la tela de araña de nuestros discursos.

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Es extraño que los discípulos se lamentasen porque no habían entendido las parábolas y quisieran una explicación.

Hoy hay predicadores que quieran hacer creer que las parábo­las son ... elementales, que contienen un mensaje claro, simple, evidente.

En este caso se corre el riesgo de una banalización de las pará­bolas. Y paralelamente existe el peligro de hacerles decir lo que nosotros queremos, y no lo que ha pretendido Jesús (y la Iglesia primitiva que, en ciertos casos, las ha reelaborado).

Hay que caer en la cuenta de que el Maestro, a través de esta particular forma de enseñanza, habla de sí mismo, de su misión, del Padre, del «estilo» de Dios (o sea, de su manera sorprendente de comportarse), del reino de los cielos, de la Iglesia. Explica lo que quiere decir ser discípulo suyo, lo que significa la vigilancia, la conversión, la docilidad.

Lo primero, hay que adivinar lo que de verdad Jesús pretendía hacernos entender.

Además hay que caer en la cuenta de que las parábolas se re­fieren habitualmente a las experiencias de nuestro mundo sensible para trasferimos al campo de lo invisible. Son una especie de puente, «adosado» para poner en contacto la orilla terrestre y la celeste, el tiempo y lo eterno, el presente y el futuro, el mundo de los hombres y el mundo de Dios, las cosas simples y el misterio.

Pero las dos orillas no están al mismo nivel. Entre ellas hay una separación abismal. ¡Ay! si nos hacemos la ilusión de pasar desen­vueltamente, como de corrida, de una parte a la otra. Existe el pe­ligro de tumbos clamorosos.

En las parábolas hay semejanza pero también distancia. Hay transparencia pero también «encubrimiento».

Me parecen muy oportunas estas observaciones de un conoci­do estudioso: «Las parábolas son semejanzas ampliadas, del tipo de esas que nosotros usamos cada día: 'Hoy hace tanto frío como en Siberia', o también: 'En esta habitación hace tanto calor que pa­rece un horno'. De esta manera queremos hacer más patente una afirmación, subrayando desde un determinado punto de vista la semejanza entre dos cosas».

y después esta advertencia: «En las parábolas siempre hay que distinguir el elemento figurativo de la sustancia. Jesús expone lo que quiere decir a través del velo de una imagen. Normalmente él no explica a sus oyentes las parábolas; pero ellos estaban en mejo-

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res condiciones para captar su sentido que nosotros hoy. En efecto, las imágenes estaban tomadas de su ambiente, de la naturaleza que les rodeaba, de la agricultura del tiempo. Más importante que el elemento figurativo es el contenido, o sea, lo que para el narrador tiene valor y lo que la parábola quiere expresar. ..

Es importante identificar en el meollo de las parábolas el pun­to de comparación, es decir, el elemento que establece la semejan­za entre la imagen y la realidad. No todos los rasgos de la imagen son importantes; es más, la mayor parte de las veces solamente lo es uno de ellos».

y añade esta oportuna advertencia: «La tarea de la exégesis no consiste en sustituir las parábolas por una forma didáctica abstrac­ta. De esa manera se verían despojadas de su vigor y de su alma. Las parábolas originales de Jesús tenían la mayor parte de las ve­ces una conclusión inesperada, incómoda. Él dejaba a los oyentes la tarea de sacar las conclusiones acerca de su significado. Por eso es absurda la propuesta de traducir las parábolas evangélicas con imágenes modernas, que habría que tomar de nuestro mundo tec­nificado. Haciéndolo así se las privaría de su poesía hasta falsifi­carlas; por otra parte, en muchos casos sería aún más difícil enten­der lo que quieren decir» (A. Kemmerf

y cito también esta observación de otro estudioso: «Las pará­bolas de Jesús -entendidas como metáforas- ponen en juego para el oyente el reino de Dios y le permiten así ponerse a sí mismo en juego por el reino de Dios. Cualquier juego, si se juega bien, exi­ge seriedad; pero excluye cualquier tipo de legalismo porque sus reglas sólo sirven para posibilitar la diversión del juego. El jugador no siente las reglas del juego como una limitación impuesta a sus posibilidades, sino como condiciones que le hacen posible la auto­rrealización a través del juego.

Lo mismo puede decirse también -en sentido traslaticio- de la parábola de Jesús. Pone ante los ojos del oyente su realidad, pero no para aprisionarlo en el mundo del pecado; solamente para po­derle dar su verdad, debe remitirle a la memoria su realidad.

En la parábola el hombre y su mundo son puestos ante la posi­bilidad del no-ser, pero sólo como una posibilidad ya superada. La parábola, sirviéndose de la tensión narrativa, desvía al oyente de sí mismo y lo involucra en el juego, que ella pone en escena ante sus

2. A. Kernrner, Le parabole di Gesit, Brescia 1990, 12s.

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ojos y en el cual, entrando también él en el juego, podrá descubrir con alegría la cercanía del reino de Dios en el mundo» (H. Weder)3.

El riesgo de la complicación

Así pues, existe el peligro de banalizar las parábolas con un ex­ceso de simplificación bajo el signo de la facilonería y de la desen­voltura interpretativa. Pero existe también el peligro opuesto: el de la complicación.

Caer en la cuenta de que las parábolas no son fáciles no quiere decir que haya que hacerlas oscuras a toda costa. Precisar que existen problemas a todos los niveles no significa multiplicar y embrollar las cuestiones, incluso cuando no se da el caso.

Leyendo algunos comentarios, queda uno desconcertado. No sólo las parábolas se hacen poco atrayentes, sino que hasta da mie­do acercarse a ellas: te intimidan.

Los estudiosos aún no se han puesto de acuerdo para establecer su número. Unos dicen que treinta, otros que cuarenta, y hay quien habla de setenta. Según otros autores, la oscilación varía entre veintidós y ciento una. Según la opinión de algunos otros, sólo tie­nen derecho a llamarse parábolas aquellas que desarrollan una his­toria con cierta amplitud. Pero no falta quien discrepa de esta cla­sificación reductiva.

Si nos adentramos en sus doctos análisis, las cosas se compli­can de tal manera que desaniman a los no peritos.

Se habla de «tipificación de las formas», «lecturas polivalen­tes», «trazos inverosímiles», «extravagancia narrativa de la pará­bola», «tensión metafórica», «engranajes del mecanismo parabóli­co», «análisis semiótico».

Se pone en evidencia la afinidad entre parábola y fábula. Pero se distingue entre parábola y alegoría, parábola y metáfora, pará­bola y comparación, parábola y semejanza, alegoría y alegoresis.

Además, del núcleo de las parábolas verdaderas y propias, se distinguen las narraciones-ejemplos. Y más cosas.

Luego se examinan las discusiones suscitadas por la exigencia de establecer con exactitud quiénes son los destinatarios inmedia­tos de cada parábola. Y menos mal que sólo se trata de unas hipó-

3. H. Weder, Metafore del Regno, Brescia 1991,112-113.

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tesis, que hay que tener en cuenta, pero sin la obligación de consi­derarlas certezas.

Si después nos adentramos en la historia de la redacción y de la tradición, crece el desconcierto. Algunos expertos se empeñan en determinar la forma originaria de las parábolas, indicar la interpre­tación de las primeras comunidades (premarquiana, premateana, prelucana), encontrar el primero y el segundo estadio, denunciar las intervenciones siguientes (se alude a textos «posmateanos») y las añadiduras. Suficiente para sufrir de vértigos.

Quien se deja llevar por la curiosidad de examinar las distintas posiciones, cuando se trata de fijar la enseñanza de fondo, llama­da pointe de la parábola, descubre que las divergencias están muy marcadas.

Finalmente, si algún temerario pretende seguir los itinerarios intransitables de los estructuralistas, tiene el peligro de no enten­der nada. Está bien que los exegetas cumplan con su oficio. Pero tengo la impresión de que a veces exageran en un trabajo de desar­ticulación, desmembramiento, vivisección. Con la excusa de so­meter la parábola a todos los análisis, esta resulta empobrecida. Irreconocible, exangüe, esquelética, no se tiene en pie. Los evan­gelios te entregan una estupenda fotografía a color (aunque a veces haya tintas oscuras). Estos «doctores» ponen en tus manos -en el mejor de los casos- una radiografía.

Ciertos estudios evocan incluso la imagen de una mesa anató­mica en la que se disecciona un cadáver. Te enseñan músculos en­tumecidos y fríos cuerpos del delito, pero la vida se ha perdido, han desaparecido la frescura, la poesía, la musicalidad, se ha evaporado el perfume de la narración tal como salió de la boca de Jesús.

En los laboratorios superespecializados las parábolas son pul­verizadas literalmente con unos sofisticados procedimientos quí­micos. ¿Se habrán planteado esos expertos la pregunta de si seme­jante trituración sirve luego para alimentar al pueblo de Dios? Porque Jesús contaba las parábolas para nutrir la fe de los oyentes, su esperanza, para sacudir su inercia, ciertamente no para hacer engullir unos mejunjes insípidos e inodoros, o unas virutas de pa-labras que les atragantara. .

Me perdonarán los estudiosos (a quienes ciertamente acudo con frecuencia, aunque con daño notable para la cartera, porque sus volúmenes, destinados a pocos, son costosísimos; y en ciertos casos llego a sospechar que sería más justo que pagasen a los lec-

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tares, al menos por su arrojo), pero algunas veces tengo la sensa­ción de que, a pesar de la edad, se divierten jugando. Y parece que su juego preferido consiste en desmontar un juguete complicado, pero que funciona perfectamente.

Al final de su fatigoso entretenimiento queda un montón de tornillos, pernos, esferas, muelles, ruedecillas, engranajes, tubitos, hilos enmarañados, ensamblajes, dados, pilas, empalmes, piezas sin una colocación precisa. Y ellos, complacidos, dan un suspiro de satisfacción. Nos tocará a nosotros volver a montar el precioso juguete. Ellos, diligentes, se han preocupado de prestarnos un ma­nual de instrucciones grueso como una guía de teléfonos, redacta­do en un lenguaje para iniciados, con cifras, siglas, vocablos capa­ces de volvernos locos.

y en este momento, y después de algún intento incierto, dan ganas de dar una patada a aquel montón de escombros. Per? des­pués, por suerte, prevalece la exigencia de tomar el evangelIo y ... reconciliarse con las parábolas.

He exagerado, naturalmente (sé que también los eruditos tie­nen sentido del humor). Entre otras cosas, hay que reconocer que existen agradables excepciones. Baste citar, entre otros, a mi que­rido A. Maillot y, en Italia, a B. Maggioni.

Personalmente sigo un método particular. Leo conscientemen­te incluso los volúmenes más indigestos (esos, sobre todo). Luego, teniendo que escribir, me esfuerzo por olvidar. Pero, obviament~, alguna cosa útil se ha depositado dentro de mí y saldrá afuera Slll

que yo caiga en la cuenta.

Una serie de sorpresas

Algunas claves de lectura se ofrecen en la introducción a las parábolas de Marcos. Aquí me limito a tomar alguna observación de A. Maillot4.

1. La parábola siempre es sorprendente, desconcertante. Su verdadero sentido no lo descubre el intelectual sino el creyente.

La parábola esconde, más que desvela. Mejor: esconde la pala­bra de Dios, para desvelarla inmediatamente, progresivamente. Tiene como fin introducirnos en el misterio del reino de Dios. Y

4. A. Maillot, Les paraba/es de Jésus aujaurd'hui, Geneve 1977,9-12.

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en este itinerario hacia el misterio, cuanto más aumenta el conoci­miento más crece el misterio.

2. Jesús, cuando quería expresar las verdades más profundas de su mensaje, las revestía de esta forma de lenguaje. Pero él no in­ventó el «género» de las parábolas. Ya se encuentra, en efecto, tan­to en el Antiguo Testamento como en la historia de las religiones.

3. El Maestro ha contado las parábolas no sólo para mantener escondidas las «cosas» del Reino a los de «fuera» y revelarlas a los discípulos que le siguen, sino también para hacernos comprender que Dios no es el Dios de los filósofos y de los sabios (y, con fre­cuencia, ni siquiera el de los teólogos), sino el de los pequeños.

En las parábolas no encontramos los atributos clásicos de Dios (inmutabilidad, impasibilidad, omnipotencia, omnisciencia, omni­presencia), sino que descubrimos a un Dios que se coloca en medio de los hombres, actúa como los hombres, quiere ser como noso­tros. Es el Dios viviente que rechaza ser insensible (me atrevería a decir congelado en nuestras definiciones), inflexible, inaccesibles.

Y así tenemos un Dios que es un sembrador, un padre, un rico propietario generoso de una manera escandalosa, un amigo, un pastor, un esposo que se retrasa, un pescador, un amo en viaje ...

Es verdad, y ya lo hemos dicho, que existe semejanza y al mis­mo tiempo distancia. Pero esto no quita que a Dios le guste pre­sentarse con un revestimiento humano que no es sólo una ficción.

4. En muchas parábolas puede haber cierta confusión entre Dios y la persona de Cristo. Pero esto quiere decir simplemente que Dios está totalmente comprometido y presente en la misión del Hijo.

S. Las parábolas de Cristo resultan estrechamente ligadas a su encarnación. Se podría afirmar que son historias porque la salva­ción misma es una historia. Sólo una historia logra dar cuenta de una Historia. Y este es un punto que casi nunca se subraya.

6. Cada imagen contiene distintos significados posibles, deja entrever muchas líneas armónicas. A diferencia de nuestras afir­maciones, la parábola nunca es «unívoca». Y esto explica la diver­sidad (y a veces las divergencias) de las interpretaciones que, lejos de representar una debilidad, documentan la riqueza inagotable de

5. ~aillot subrayaque cuando el salmista dice: «El Señor es mi pastoD> (Sal 23, 1), dice acerca de DIOS, y en particular acerca de sus relaciones con el hombre más que cualquier libro de filosofia. '

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las parábolas. Parafraseando a P. Ricoeur, se podría afirmar que la parábola dice siempre más de lo que dice.

7. Una clave de lectura que puede ser muy útil es esta. Inten­temos preguntarnos: ¿cuál es el punto que debía afectar, impre~io­nar a los oyentes de Jesús? ¿Qué es lo que me sorprende? ¿Que no es normal, habitual, dado por supuesto, sino desconcertante?

O también: tomemos un folio y dividámoslo por la mitad. En la primera columna expliquemos el tema propues~~, imag~nemos el desarrollo de la historia y sobre todo su concIuslOn, segun nuestra mentalidad, según las ideas que nos hemos fabricado a propósito de Dios. En la otra parte de la página, reproduzcamos el texto au­téntico de la parábola. Después, controlemos. Tendremos sorpre­sas perturbadoras. Caeremos en la cuenta de que Dios nunca es co­mo nos lo imaginamos y como lo presentamos.

Desde ese momento tenemos la posibilidad de comenzar a en-

tender algo ...

Mejor unos huesos con abundante carne ...

En mis comentarios he examinado atentamente los huesos des­carnados que han salido de los laboratorios exegéticos m~jor equi­pados (esos, al menos, a los que aludía antes, con una CIerta exa­geración). Y me he propuesto desempolvarlo~.

Alguno dirá que he exagerado en un sentIdo ~puesto, y no me cuesta reconocer que tienen razón. Sostengo, Slll embargo, qu.e siempre es mejor ofrecer un hueso rodeado de abundante carne (lI­bre cada uno de tirarlo cuando se sienta saciado y hasta harto), que presentar a quien tiene hambre un hueso mO,n?~, perfectamente limpio (con los más modernos métodos de anahsIs), para ro~r ...

Y además soy del parecer de que las parábolas no constItuyen solamente una invitación a tomar una decisión, sino que represen­tan una solicitación para hacer funcionar, por nuestra parte, esa fa­cuItad con frecuencia inutilizada, cuando se trata de la palabra de

Dios, que se llama fantasía.. . ' Las parábolas, una vez agredIdas con los lllstrumentos.mas so-

fisticados de la exégesis más rigurosa, si no quieren termlllar em­balsamadas, tienen que tener la posibilidad de volar. ..

ADVERTENCIAS

a) El presente comentario «cubre» las parábolas contenidas en el evangelio de Lucas. El primer volumen de la serie estaba dedi­cado a las parábolas pertenecientes a los otros dos evangelios si­nópticos de Marcos y Mateo.

b) Para los textos de Lucas, en la edición castellana he segui­do la traducción de la Biblia de La Casa de la Biblia, así como pa­ra los de Mateo. Para los textos de Marcos adopté una traducción mía, más fiel al sentido literal.

c) En muy pocos casos, tratándose sobre todo de semejanzas, he modificado el orden seguido por los evangelistas.

d) En el primer volumen he omitido algunas parábolas (como la de la oveja perdida, que está en el capítulo 18 de Mateo) o se­mejanzas, porque las trato en este volumen dedicado a Lucas. Es­to, evidentemente, sólo cuando entre las distintas versiones no ha­ya divergencias sustanciales. En ciertos casos, incluso aunque haya una coincidencia fundamental en los sinópticos, he decidido presentar distintos comentarios, siguiendo a los evangelistas, para tener la oportunidad de desarrollar una gama más amplia de con­sideraciones sin verme obligado a condensar todo en un solo co­mentario, con el riesgo de hacerlo excesivamente pesado y darle una extensión exagerada.

1

Los dos deudores (más una mujer que no te esperas)

«Unfariseo invitó a Jesús a comer. Entró, pues, Je­sús en casa del fariseo y se sentó a la mesa. En esto, una mujer, una pecadora pública, al saber que Jesús estaba comiendo en casa del fariseo, se presentó con un frasco de alabastro lleno de perfume, se puso de­trás de Jesús junto a sus pies, y llorando comenzó a bañar con sus lágrimas los pies de Jesús y a enju­gárselos con los cabellos de la cabeza, mientras se los besaba y se los ungía con el perfume. Al ver esto el fariseo que lo había invitado, pensó para sus adentros: 'Si este fuera profeta, sabría qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues en realidad es una pecadora '. Entonces Jesús tomó la palabra y le dijo: 'Simón, tengo que decirte una cosa '. Él replicó: 'Di, Maestro '. Jesús prosiguió: 'Un prestamista te­nía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Pero como no tenían para pagarle, les perdonó la deuda a los dos. ¿ Quién de ellos lo amará más? '. Simón respondió: 'Supongo que aquél a quien le perdonó más '. Jesús le dijo: 'Has juzgado bien '. Y volviéndose a la mujer, dijo a Simón: '¿ Ves a esta mujer? Cuando entré en tu casa no me diste agua para lavarme los pies, pero ella ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus ca­bellos. No me diste el beso de la paz, pero esta, des­de que entré, no ha cesado de besar mis pies. No un­giste con aceite perfumado mi cabeza, pero esta ha ungido mis pies con perfume. Te aseguro que si da tales muestras de amor es que se le han perdonado sus muchos pecados; en cambio, al que se le perdo­na poco, mostrará poco amor '. Entonces dijo a la mujer: 'Tus pecados quedan perdonados '. Los co-

24 Las parábolas de Jesús

mensales se pusieron a pensar para sus adentros: '¿Quién es este que hasta perdona los pecados? '. Pero Jesús dijo a la mujer: 'Tu fe te ha salvado; vete enpaz'» (Lc 7, 36-50).

Dos parábolas

En esta página tenemos dos parábolas. Una, evidentemente es la que cuenta Jesús al fariseo que le ha hospedado, y que tiene ~o­mo tema los dos deudores.

La otra es una «parábola en acción» interpretada en la realidad por una pecadora redomada que ni siquiera necesita confesar sus culpas; hasta ese punto las conocen y están en la boca de todos. y además, en esta ocasión, ya se ha preocupado el dueño de la casa de «confesarlas». Sí, si la acusación de los pecados la hiciesen los «no interesados», es probable que los confesores no se encontra­sen escasos de trabajo ...

Ella se limita a expresar su arrepentimiento improvisando una sorprendente liturgia de amor y de ternura que termina por con­mover al Maestro.

Jesús saca las conclusiones de esta parábola: «Tu fe te ha sal­vado; vete en paz».

La otra parábola, la de los dos deudores, ofrece también al Maestro la posibilidad de hacer la exégesis de la interpretada con hechos por aquella mujer tan «frívola». Pero intentemos ambientar la escena.

Sin necesidad de palabras

Aparentemente es el fariseo, como dueño de la casa, quien pro­grama el encuentro con el Maestro. Pero el protocolo queda des­baratado por la llegada imprevista de una mujer que está en boca de todos, q~e en realidad no figura en la lista de los invitados y cu­ya pres~nc~a no resulta precisamente grata. Sin embargo, parece que Jesus tIene muy en cuenta esta presencia tan embarazosa.

«En esto, una mujer ... ». Sin duda es una intrusa. Su entrada en casa, de un~ p~rsona de bien tiene todo el aire de una provocación. ¡Que atreVImIento!

Los dos deudores 25

No conocemos su nombre. Sólo sabemos su profesión, que, aunque tan antigua como el mundo, no está entre las más nobles y que consiste en cometer y hacer cometer pecados.

Eso es, una intrusa. Que debe haber molestado no sólo a Si­món, el distinguido señor de la casa, sino también a un montón ~e exegetas, que han derrochado una notable cantidad de materia gns para identificar a esta mujer. Entre ellos se han encendido discu­siones interminables. Miles de páginas cargadas de argumentos, desbordantes de «indicios», repletas de suposiciones capaces de desconcertar al detective más perspicaz.

Los sinópticos hablan de dos unciones: una es precisamente es­ta, en casa de Simón, y la otra en Betania, «anticipando la sepultu­ra», en casa de Simón el leproso (Mt 26, 2-13; Mc 14, 1-11). ¿Las dos unciones han sido hechas por la misma persona?, ¿y esta mu­jer anónima se puede identificar con María Magdalena, «de la que habían salido siete demonios»?, ¿y María Magdalena no será por casualidad María de Betania, protagonista a su vez de un regalo de perfume del que habla el evangelio de Juan (12, 1-8)?

Algunos simplifican: una sola mujer. Otros sostienen: dos mu­jeres distintas. Muchos insisten: son tres mujeres diferentes (tra­tándose de pecadoras, cuesta poco multiplicarlas, porque nosotros no figuramos en este número ... ).

De todos modos, la intrusa tiene mucho que hacer en casa de Simón. No le queda tiempo para mostrar a los exegetas su carné de identidad. Le importan poco las presentaciones. Parece decir: las habladurías de la gente sobre mí os pueden bastar, ¿no os parece?

«Una pecadora pública». La conocen todos. «Una de esas». Una mujer frívola. La desprecian, pero se sirven de ella.

Incluso los virtuosos la necesitan para poderse sentir buenos, para poder decir: «Yo no he caído tan bajo como esa, ~o me he. de­gradado tanto, me he mantenido limpio». Una especie de cunosa autocanonización, fundada más en la depravación ajena que en los propios méritos.

Pero ella también conoce a los hombres. Quizás mejor de lo que estos se conocen a sí mismos (o creen conocerse). Y conoce incluso a las mujeres ... a través de sus maridos.

Conoce el hedor de una sociedad corrompida. Conoce a las personas «honradas». Las que se cubren de honestidad c.omo si se tratase de una crema para la piel. Pero ella sabe que baJO la capa del buen nombre, de la moralidad, de la hipocresía, está todo lo de-

26 Las parábolas de Jesús

más. No, ella no se deja impresionar por las apariencias ni por las tarjetas de visita.

Los otros se ven obligados a interpretar un papel, a ponerse la careta. Ella al menos tiene el mérito de presentar su verdadero ros­tro. No muy limpio, pero suyo.

y seguro que en ella existe alguna zona intacta, no contamina­da. En lo profundo de su alma, probablemente, conserva un secre­to que defiende con celo. Algunos nobles venidos a menos, arrin­conados en una angosta buhardilla, obligados a racionar el pan, guardan en el fondo de un arca una joya minúscula que se libró de la casa d~ empeños y que les recuerda los tiempos prósperos.

TambIén ella. Una existencia desquiciada. Pero en un rincón protegido obstinadamente contra las continuas desilusiones y la~ experiencias más degradantes, queda un retazo de esperanza. Es­peranza de encontrar a alguien que no la considere sólo como un objeto de placer. Esperanza de poder ofrecerle su corazón, además de su cuerpo. Esperanza de comenzar todo de nuevo, de partir de cero, .reenc?ntrando el hilo de aquella madeja enmarañada que es su eXIstenCIa. Esperanza de ser finalmente comprendida.

Las lágrimas, segundo bautismo

«Se presentó con un vaso de alabastro lleno de perfume, se pu­so detrás de Jesús junto a sus pies, y llorando comenzó a bañar con sus lágrimas los pies de Jesús y a enjugárselos con los cabellos de la cabeza, mientras se los besaba y se los ungía con el perfume».

Cada uno reza a su manera. Aquí, la oración de la pecadora es­tá h~cha de silencio y de lágrimas. Su liturgia, bañada de ternura, se SIrve de un vaso lleno de perfume y de sus cabellos como si fuesen «objetos sagrados». Ella se inventa los ritos. '

Probablemente ya había visto a Jesús, le había escuchado ha­bía quedado impresionada. Quizás él la había mirado con un ~esto de reproche y de confianza. Le había tocado, con mano segura, aquel retazo de esperanza oculto en el único rincón «limpio». Y desde entonces se había iniciado el cambio.

A los ojos de los hombres seguía siendo una pecadora. Pero «dentro» había cambiado. Se sentía como «habitada» por aquel hombre. Ahora venía a darle gracias. «No se corta los cabellos en señal de penitencia. Los utiliza para gloria de Cristo. Seductora

Los dos deudores 27

hasta ayer, conserva su gracia de mujer, que se ha hecho humilde y agradecida» (sor Marie-Thérese). . .

Sus gestos tienen la espontaneidad y la segundad de una mu~er que se siente amada y que finalmente llega a amar. Besa ~os pIes que han caminado, que se han desollado por todos los cammos del mundo en busca de las ovejas perdidas (y también en la busca, aún más difícil, de las que jamás han abandonado el rediL .. ).

«Llorando ... ». También para ella esto era una complicación. El vaso de perfume estaba previsto. Las lágrimas, sin embargo, no es­taban previstas. Pero desde el momento que empezaron a brotar, las utiliza en su liturgia hecha de conmoción.

Hoy, incluso en ámbitos cristianos, se miran las lágrimas c.o~ sospecha, como si hubiera que avergonzarse de ellas. Una de~Ih­dad. Muchos prefieren lloriquear que llorar. En el aburguesamIen­to espiritual que caracteriza a tantos sectores del catolicismo ac­tual, algunos llegan a reírse del «don de lágrimas». Un maestr~, que lleva anillo pastoral en el dedo, campeón de una.postura relI­giosa bajo el signo de la fuerza y de la dureza, llega mcluso a de­cir que hay que dejar de «llorarse encima».

y sin embargo las lágrimas tienen algo de carismático y repre­sentan la consumación del arrepentimiento. No hay nada más aje­no al espíritu del cristianismo que la insensibilidad de un corazón petrificado.

Juan Clímaco tiene una expresión sorprendente: «La fuente de las lágrimas después del bautismo es algo mayor incluso que el propio bautismo»l. En una palabra, el llanto sería una especie de segundo bautismo. Expresión de arrepentimiento, purifica la natu­raleza, restituye la belleza de la creación, porque, como decía Pa­blo VI, «el rostro más hermoso y luminoso es el rostro bañado por las lágrimas». .

Las lágrimas incluso pueden ser un deber ineludible. De nu~­vo nos lo explica Juan Clímaco en su Escala espiritual: «NadIe nos acusará de no haber hecho milagros, de no haber sido teólo­gos, de no haber tenido visiones; pero ciertamente deberemos res-

1. Comenta V. Lossky: «Este juicio puede parecer paradójico, y pue.de inclu­so escandalizar si se olvida que el arrepentimiento es el fruto de la gra~Ia bautis­mal, esa misma gracia adquirida, hecha propia por la p~rsona, .convertIda en ella en el don de las lágrimas, señal segura de que el corazon ha SIdo fundIdo por el amor divino» (Teología mística de la Iglesia de Oriente, Barcelona 1982).

28 Las parábolas de Jesús

ponder ante Dios del hecho de no haber llorado incesantemente por nuestros pecados».

. El arrepentimiento, expresado por las lágrimas, se puede con­sIderar como el puente que permite pasar del temor a la orilla de la e~peranza. Isaac e~ Si.rio tiene una palabra penetrante a este propó­sIto: «El arrepentImIento es el fuerte temblor del alma ante las puertas del paraíso».

Entre las biem'venturanzas evangélicas debemos redescubrir esa qu~ proclama: «Dichosos los que ahora lloráis ... » (Lc 6, 21).

QUIen se reconoce pecador no se avergüenza de sus lágrimas. Sabe que devuelven a sus ojos la capacidad de contemplar al Señor.

Los pensamientos que huelen

«Al ver esto el fariseo que lo había invitado, pensó para sus adent~os: 'Si este fuera prof~ta, sabría qué clase de mujer es la que lo esta tocando, pues en realIdad es una pecadora'». Se advierte en él la sorpresa, el desprecio, pero también un secreto regusto: «Ya me pa,re~ía a mí q~e este es un profeta de pacotilla; ni siquiera sa­be que tIpo de mUjer es esa que le está 'tocando'». . Pero no tiene la valentía de decir en voz alta lo que piensa. Se

hmita a pensarlo «para sus adentros».

Di,me ~ué piensas de los .demás y te diré quién eres. Hay gente q~e solo tIene una coherencIa: la de confrontar los propios pensa­mIentos sobre los demás y la propia conducta. O sea, los juicios que se formulan con respecto a los otros revelan lo que uno es ca­paz de hacer. Se piensa mal porque se obra mal. El «pensar mal de los otros» es la garantía de nuestra capacidad para realizar esas mismas acciones, si se presenta la ocasión.

Dostoievsky decía que si los pensamientos de los hombres oliesen, se esparciría por el mundo un hedor tan insoportable que todos morirían apestados.

Cristo ,no sólo sentía el mal olor de ciertos pensamientos, sino que los .lela en voz alta, como en un libro abierto: «Simón, tengo que decIrte una cosa ... ». Y el fariseo sintió la humillación de ver­se cogido en «flagrante delito de pensamiento» y de que le dieran una lección detallada de buenos modales.

Los dos deudores 29

y por si fuese poco, se añade a ello la mortificación ?e ver que le proponen como ejemplo (¡y reproche!) el comportamIento de la pecadora.

Se empieza con una parábola fácil, la de los dos deudores, y se le pide a Simón que saque la conclusión. «Has juzgado bien». Cier­tos individuos lo saben todo, sus juicios son siempre acertados. Lo malo es que no entienden nada. Y entonces el Maestro les obli~a a mirarse en el espejo (el espejo de la mujer): «¿Ves a esta mUJer? Cuando entré en tu casa no me diste agua para lavarme los pies, pero ella ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso de la paz, pero esta, desde que entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste con aceite perfumado mi cabeza, pero esta ha ungido mis pies con perfu.me». No hay nada que decir, un chaparrón capaz de levantar la delIcada piel del fariseo ...

Una salida lógica

Cerrado el incidente y cerrada la parábola que originó el inci­dente. Sin embargo, la conclusión no va en la dirección que uno se podría esperar.

Según el desarrollo de la parábola, sería lógico sacar estas con­secuencias: el perdón de la deuda es causa y medida del amor. Cuanto más «agraciado» se sienta uno, más amor demuestra. En una palabra: el perdón precedería y producirí.a el amor: .

Sin embargo, Jesús, con uno de sus habItuales e ImprevIstos cambios de lógica, apunta en la dirección opuesta: el corazón de la mujer ha cambiado completamente desde el momento ~n que s.e reconoció pecadora. Si ha realizado todos esos gestos, qUIere decIr que su corazón ya estaba lleno de amor. Por eso «se le han perdo­nado sus muchos pecados, porque ha amado mucho». No es el per­dón, como exigiría la lógica, el que provoca el amor, sino el amor es el que suscita y mide el perdón2.

Para el fariseo la conclusión es distinta y más lógica: «Aquel a quien se perdona poco ama poco».

2. Estas reflexiones las desarrolla con rigor crítico R. Bernard, ~e mysf¡¿re de Jésus 1, Mulhouse 1963, 354-355 (versión cast.: El misterio de Jesus, Barcelona 1965).

30 Las parábolas de Jesús

Los que murmuran y la que se va de allí «ligera;>

«Los comensales se pusieron a pensar para sus adentros: '¿Quién es este que hasta perdona los pecados?'». De nuevo pen­samientos escondidos. Pero las murmuraciones y el escándalo de los presentes no impiden a Jesús que realice hasta el fondo su ac­ción de recuperar a la mujer. El estrépito de los malos pensamien­tos no impide la fórmula de absolución que Jesús se apresta a pro­nunciar con solemnidad: «Tus pecados quedan perdonados». Y después la despide con una fórmula litúrgica: «Vete en paz», pre­cedida de una confidencia: «Tu fe te ha salvado». Probablemente ella lo ha interpretado así: «Tu amor te ha salvado».

La mujer se va. Todos la consideraban una mujer «ligera de cascos». Pero solamente ahora se siente de verdad «ligera».

Se le ha restituido un corazón nuevo, puro y fresco como el de un niño. Ahora puede empezar a amar de verdad. Porque se siente amada.

y el fariseo, que había invitado a Jesús para «estudiarlo», si quiere saber algo acerca del Maestro, deberá dirigirse a aquella mujer.

y con él, todas las personas «virtuosas» del mundo.

Ninguna de estas dos parábolas consigue convertir al fariseo

Simón, que aunque ha invitado a Jesús a su casa -una invita­ción a comer más bien formal, quizás para conseguir un diploma de importancia frente a la gente, o incluso para someter al huésped al examen de su mirada suspicaz e indagadora- ha equivocado cla­morosamente el protocolo.

Se ha hecho ilusiones de que él iba a admirar sus méritos. Y no le ha permitido inspeccionar las miserias y hacérselas descubrir.

El fariseo no deja que le desmantele las impenetrables defensas que le ha levantado la hipocresía. Su máscara de honorabilidad ya forma parte de él.

Aquí hay además dos parábolas que tienen una función revela­dora. La primera es una «parábola en acción» interpretada con he­chos por una pecadora consumada. La otra, contada por el Maes­tro, la de los dos deudores, ofreció al fariseo la posibilidad de hacer la exégesis de la parábola interpretada de verdad por la intrusa.

Los dos deudores 31

Pero me parece que ninguna de las dos parábolas logra sacar al descubierto al pobre hombre escondido en el fariseo, que prefiere permanecer protegido por sus harapos rutilantes de .personaje de bien, estimado y reverenciado por los demás, y no qUiere. saber na­da de lo que alberga en lo íntimo de su ser. No ha entendido que la grandeza -y la salvación- del hombre consiste en admitir esto:

«Soy un pobre hombre». No ha caído en la cuenta de que el verdadero pecado es la fal-

ta de amor. Que el arrepentimiento es reconocer humildemente los propios incumplimientos del código del amor, y desear intensa­mente amar y ser amado. Que el perdón no es otra cosa que expe-

rimentar la plenitud del amor. El fariseo «sabe» los pecados de la mujer intrusa. Pero «no sa-

be» que ninguna virtud puede llenar y sustituir el vacío de am.or. Él se contenta con estar en regla, con ser irreprochable, irre­

prensible, con mantener el orden exterio~. Tiene mied~ ~e las lá­grimas, porque le estropearían el maquillaje de actor rehgiOso con­sumado y la máscara de respetabilidad.

No acepta el riesgo de ser despojado de las apariencias, de des­cubrir la propia miseria escondida y de emprender el camino com­

prometido del amor fiel.

A Cristo no le gustan los monumentos

La seguridad tiene un rostro muy poco tranquilizador. Es el ros­tro irreprensible del fariseo que ha invitado a Jesús y qu~ mueve la cabeza ante la aparición no programada de aquella «muJerzuela».

La seguridad tiene un aspecto sombrío. Asume una postura sospechosa. Tiene un aire triste. Sus ojos indagadores buscan algo que merezca una desaprobación, un desprecio., .

Incluso cuando sonríe, el fariseo -seguro de Si y de sus virtu-des- sonríe contra alguien. Su sonrisa es acusadora.

La seguridad del fariseo es la presunción. Él se considera ne­cesariamente poseedor de la verdad. Se coloca por derecho en la categoría de los virtuosos, de los justos. Y, desde esa posición de privilegio, su mirada hacia el otro es la mirada de la sospecha o, a lo más de la condescendencia.

Y t~mbién su postura, aunque hacia fuera puede parecer sólida, resulta en realidad extremadamente frágil, casi inconsistente. En

32 Las parábolas de Jesús

efecto, el barniz exterior juega un papel relevante en esa máscara de fidelidad y ejemplaridad.

El respeto formal, los gestos calculados, el lenguaje controla­do, el pensamiento rigurosamente ceñido a lo oficial, la observan­cia de las normas disciplinares, demasiado ostentosa para ser au­téntica y convencida, los ojos opacos, las poses resabidas, el escrupuloso respeto de las formas, constituyen la cobertura de un vacío real y de una sustancia muy deficitaria.

A veces incluso el homenaje rendido a las virtudes esconde un cálculo astuto. Y la defensa aireada de la verdad constituye una forma de tutela de intereses inconfesables.

Jesús no se deja impresionar por estos monumentos sagrados. Su palabra agrieta el barniz, raspa el estuco, abre grandes grietas en los revoques, rompe sin piedad el envoltorio -y el contenido­de cartón piedra.

No hay barniz que resista. No hay apariencia que se mantenga.

El buen ejemplo dado por una «ramera»

«Simón, tengo que decirte una cosa ... ». No se pone a discutir con él. Le cuenta una pequeña parábola y le obliga a pronunciarse. Le obliga, sobre todo, a confrontarse con el ejemplo dado por una «ramera». La comparación con los gestos -como una liturgia de la ternura- realizados por una mujer «de esa clase» resulta netamen­te desfavorable para él.

«Tú no me diste ... »: una acusación repetida tres veces. Tres colosales incumplimientos. Y todo sintetizado en un único capítu­lo de acusación: amor escaso.

El monumento es perfecto, pero frío, distante, aparatoso. Ame­nazador.

Jesús no se encuentra a gusto en esa casa honorable. Por suer­te ha entrado, quién sabe cómo, una mujer poco recomendable, pe­ro capaz de gestos auténticos, espontáneos, no previstos en el rígi­do protocolo. Lágrimas, perfume, besos y un uso bastante insólito de los cabellos. Todo para expresar arrepentimiento, afecto, fe.

La acogida del fariseo se ha limitado al espacio exterior. La mujer pecadora no ha dudado en ofrecer a Jesús las paredes de un corazón que, a pesar de las miserias, ha conservado intacta la ca­pacidad de abandonarse sin reservas a un amor más grande.

Los dos deudores 33

y Jesús con delicadeza extrema, ha barrido la suciedad -o sea, «sus much~s pecados»- y le ha devuelto un sentido, una libertad a aquella existencia desquiciada (<<vete en paz»).

Sin embargo, la máscara de presunción del fariseo resulta im­penetrable. No digo que debajo haya necesariamente suciedad. Al­go peor: debajo hay un personaje arrogante, lleno de sí.

y entre aquellas paredes blanqueadas pero gélidas, no hay po­sibilidad de encender un fuego.

«Simón, tengo que decirte una cosa ... ». Ten el coraje de per­mitirte un momento de debilidad. Deja filtrar un sentimiento. In­tenta recuperar tu rostro de hombre, después de haber raspado esas

tenaces incrustaciones. Reencuentra tu dignidad, reconociendo la parte de miseria que

te toca. y sábete que la virtud no tiene por qué oler mal. Por eso esta­

rá bien que preguntes dónde compró «esa mujer» el perfume. Porque a mí me gusta el perfume, no los monumentos. Los mo­

numentos, ¡ay!, quedan donde están. Y necesitan ser vigilados. Sin embargo, el perfume sólo requiere ser liberado, difundirse.

«Simón, tengo que decirte una cosa ... ». ¿Por qué no dejas de poner esa cara seria, ese ceño fruncido, y

recuperas la alegría de ser auténtico?

Provocaciones

1. «Se le han perdonado sus muchos pecados, porque ha ama­do mucho. En cambio, a aquel a quien se perdona poco, ama po­

co ... ». Sin embargo, el perdón limitado, restringido no se debe a esca­

sa generosidad del prestamista, sino al pecado imperdonable de quien no se considera culpable, a la ceguera de quien le gusta la luz para brillar y no para dejarse registrar por dentro.

2. «Nada debe cambiar, todo continúa como antes» es el pro­grama del fariseo (se puede leer entre líneas en las invitaciones y hasta en el menú). Y pierde la ocasión irrepetible de que suceda al­go nuevo y decisivo en aquella existencia «regular».

3. Hay algo peor que ser deudor moroso e insolvente. y es re­chazar que Alguien pague, con sus manos traspasadas por los cla­vos, nuestras deudas, quizás haciéndose la ilusión de saldar la

34 Las parábolas de Jesús

cuenta con regulares y miserables pagos ... con moneda falsa, aun­que vaya barnizada de religiosidad.

Pistas para la búsqueda

Perdón y amor

El lector atento advierte un contraste entre la conclusión que Jesús saca de la parábola (<<Se le han perdonado sus muchos peca­dos, porque ha amado mucho») y la dirección del relato en su con­junto, al final del cual nos esperaríamos, lógicamente, una inver­sión de los términos: porque se le perdonó mucho, ama mucho. Este desplazamiento puede significar también que la reanudación de la parábola por parte de Lucas ha cambiado de alguna manera la perspectiva originaria. Es sorprendente además que el contraste aflore también en las dos partes del mismo versículo final (7,47): en la primera, el amor precede al perdón; en la segunda, lo sigue (<<A aquel a quien se perdona poco, ama poco»).

La incongruencia subrayada, como se ha dicho, puede ser la pista de una formación trabajosa de la parábola. Pero ahora -en la redacción final- hay que resolver tal discordancia refiriéndonos a lo que la parábola quiere expresar: la relación de Dios con el hom­bre y del hombre con Dios. Es una relación que tiene dos aspectos, ambos verdaderos y presentes en la enseñanza evangélica. El pri­mero, que en nuestro texto tiene sin duda un relieve prioritario, es que el perdón de Dios precede a nuestro amor hacia él, siendo su motivo y su medida. El segundo es que nuestro amor a Dios es la señal de que su perdón ha sido acogido y entendido y, por tanto, que realmente nos ha alcanzado. Aparentemente estos dos aspec­tos se contradicen, pero en realidad su relación es circular. El amor de Dios determina el nuestro, y observando el nuestro se percibe si el de Dios está de verdad presente en nosotros (B. Maggioni)3.

La gratitud, lenguaje del amor

Todo lo que hace la mujer revela coraje y determinación: des­pués de haber tenido la valentía de entrar en la casa de un fariseo,

3. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992.

Los dos deudores 35

sigue actuando sin preocuparse de los. qu.e . la ~odean y la miran. Sus gestos han sido preparados y son slgm[¡catIvos.. .

Es importante advertir que no son ~est~s ~e .qUlen va a pedIr perdón, sino de quien muestra una.gratItud m[¡mta. P~r eso no es necesario que esta mujer pronuncIe una sola palabra. los ~estos que realiza ya son elocuentes por sí mismos y sabe que Jesus los comprende bien... ,

Refiriéndose a estos gestos suyos después de la parábola, Jesus los explica como actos de amor (v. 47). Pero, como d~~uestra la misma expresión utilizada al final de la pará?ola (<<¿QUIen de ellos lo amará más?»), se trata de un amor de gratItud;. el ara~~o, pobre de vocablos se sirve del verbo «amar» para decIr tamblen «agra­decer» no sin razón, porque en realidad sólo quien ama sabe ver­dadera~ente ser agradecido (L. Algisi)4.

Quizás un usurero, que por una vez ...

El punto de partida de la parábola es ~l hecho de ~n perdó~ concedido a dos deudores que debían al mIsmo prestamIsta ca~tI­dades de diversa entidad. Es verdad que se trata de un prestamIsta extraordinario, pero el relato no nos impide ima~inárnosl~ co~o un usurero, que normalmente es cruel cuand? eXIge la restItuclOn de sus préstamos. Sin embargo, una vez se sIente generoso y per­dona a dos de sus infelices clientes toda l~ deuda.. , ?

¿Por qué?, ¿a lo mejor los dos han pedIdo la gracIa, el p~rdon. No hay por qué suponer necesariamente todo e~to; el perd~n po­dría ser también iniciativa exclusiva del prestamIsta. CualqUIer ex­plicación es superflua ... (L. Algisi)5.

La grande y la pequeña gratitud

Jesús propone la parábola para justificar que se ha dejado !ocar por una prostituta. Confronta la deuda gra~de con la pequena, la grande y la pequeña gratitud. Porque la mUJe: demuestra una gr~­titud mayor, está más cerca de Dios que el fanseo, aunque haya VI­vido en el pecado (A. Kemmer)6.

4. L. AIgisi, Gesit e le sue parabole, Casale Monferrato 1963.

5. ¡bid. . 1990 6. A. Kemmer, Le parabole di Gesu, BrescJa .

36 Las parábolas de Jesús

La gran cancelación

Aquí el perdón no se entiende como la rebaja de transgresiones aisladas, sino como la gran cancelación de todo lo que esclaviza al ser humano, auténtico «rescate» ofrecido a todos (A. Combar.

Dios es así

Está claro que Jesús habla de Dios. Así es Dios, ¡tan incom­prensiblemente bueno! ¿No comprendes, Simón? El amor de esta mujer, ante la que tú frunces el ceño, es una expresión del agrade­cimiento desbordante por la incompresible bondad de Dios. ¿Có­mo te equivocas con ella y conmigo, y cómo te falta lo mejor? (1 J eremias )8.

El desierto interior puede florecer

El misterio del hombre pecador es un misterio abierto, puede ser desgarrado por el amor, como sucede con la pecadora. No te­nemos ningún derecho para medir ese misterio con nuestro metro arrogante de hombres de bien y <~ustos». Un desierto interior pue­de florecer de una manera admirable e inesperada (G. Ravasi)9.

Aquel perfume ha inundado el mundo

El gesto de esta mujer no estaba motivado por el ímpetu feme­nino hacia una figura fascinante, sino por la gratitud hacia el úni­co Hombre que le había mirado con ojos que la liberaban; no con los ojos de los justos que son peligrosos porque crucifican al pe­cador en su pecado, y tampoco con los ojos de los libertinos que utilizan a la pecadora y después la desprecian, sino con esos ojos que invitan al reino de la libertad. El ímpetu de esta mujer era el ímpetu de todos los oprimidos en la conciencia. El perfume de aquella estancia ha llenado el mundo (E. Balducci)IO.

7. A. Comba, Le parabole di Gesit, Torino 1978. 8. 1. Jeremias, Las parábolas de Jesús, Estella 1997. 9. G. Ravasi, Celebrare e vivere la Parola, anno C, Milano 1982.

10. E. Balducci, Il Vangelo della pace, anno C, Roma 1985.

Los dos deudores 37

El amor no mira lo negativo

Jesús está junto al fariseo en la mesa, pero está infinitamente lejos de él. Porque la ley de Jesús es el amor, entendido como b~­nevolencia de Dios y, por consiguiente, también del hombre hacIa los que, según una definición de la ley, están en el pecado. El amor no mira lo negativo, no mira la contradicción de un hombre con la ley; mira sus íntimas exigencias, el estímulo interno que, quizás, le ha llevado a estar en contraste con la ley, pero que pone su aten­ción en otra cosa, en una plenitud, en una experiencia vital que colme las esperas del corazón. Sí, el corazón acoge esta espera, es­ta necesidad profunda; se abre camino a través de la maraña de las violaciones morales para fijarse en el germen intacto que existe también en el corazón de la más corrompida prostituta, y su mila­gro es suscitar ese germen, constituirlo principio consciente de un modo nuevo de vivir. Es paso de la muerte a la vida ...

Nosotros nos imaginamos a esta mujer saliendo de la casa del fariseo distinta, confiando en sí misma, capaz de discernir cuál es el amor que busca (E. Balducci)".

11. Id., Il mandorlo e ilJuoeo, anno C, Roma 1979.

2

El samaritano

«Se levantó entonces un maestro de la ley y le dijo para tenderle una trampa: 'Maestro, ¿qué debo ha­cer para alcanzar la vida eterna?' Jesús le contestó' '¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?' Ei m~estro de la ley respondió: 'Amarás al Señor tu DIOs con todo tu corazón, con toda tu alma, con to­das tus f~er~as y con toda tu mente; y a tu prójimo como a tz mismo '. Jesús le dijo: 'Has respondido co­~rec.t~mente. Haz eso y vivirás '. Pero él, queriendo Justif!car~e, preguntó a Jesús: '¿ Y quién es mi próji­mo~ Jesus le respondió: 'Un hombre bajaba de Jeru­salen a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que: despué~ ,de desnudarlo y golpearlo sin piedad, se ~leJaron deJandolo medio muerto. Un sacerdote ba­Jaba casualmente por aquel camino y al verlo se d~svió y pasó de largo. Igualmente un ¡evita que ~a­so por aquel lugar, al verlo, se desvió y pasó de lar­f!0' Pero, un samaritano que iba de viaje, al llegar Ju~to a el y verlo, sintió lástima. Se acercó y le ven­do las heridas, después de habérselas curado con acei~e y vin~; luego lo montó en su cabalgadura, lo llevo al mesan y cuidó de él. Al día siguiente, sacan­do ~os de?arios, se los dio al mesonero, diciendo: CUida de el,? lo que gastes de más te lo pagaré a mi vuelta. ¿Qu~en de los tres te parece que fue prójimo del que cayo en manos de los salteadores? ' El otro le ~on;estó: 'El que tuvo compasión de él'. Jesús le di­

JO: lkte y haz tú lo mismo '» (Lc 10,25-37).

El samaritano 39

«UN HOMBRE BAJABA DE JERUSALÉN A JERICÓ ... »

Imitadores y predicadores

Ciertamente esta parábola es uno de los textos más comentados del evangelio. La han honrado con sus comentarios intérpretes ilustres, plumas célebres. Pero, por suerte, las interpretaciones no se han limitado a las páginas de los libros: han pasado, la mayor parte de las veces en silencio, a la escena de la vida ordinaria. Es más, me atrevo a decir que el samaritano introducido en la historia o también en la crónica popular redime al «buen samaritano» reci­bido en la literatura con todos los honores.

y redime también al «buen samaritano» propuesto como per­sonaje banalmente «edificante» por muchos predicadores, usado como una especie de soporte no del amor verdadero, sino de la li­mosna y de la beneficencia, o incluso de una difusa filantropía.

El experto

«Se levantó entonces un maestro de la ley y le dijo para ten­derle una trampa ... ». Es la vieja religión la que habla por boca de este superexperto. Es la vieja teología que plantea la enésima dis­cusión en el plano teórico.

Pero Jesús no se deja enredar en un debate académico. Se sien­te muy lejos de la maraña casuística. Evita la telaraña de las pre­cisiones, de las disquisiciones doctas. No le gusta el juego de pa­labras. Introduce el problema en el cauce de la vida. No presenta una tesis, sino un hecho concreto. Y obliga al interlocutor a hacer las cuentas con los hechos. Le obliga no a elegir una teoría, sino una actitud práctica.

Al final no le pregunta: «¿Has entendido bien?». Ni tampoco le recomienda: «iPreocúpate de no olvidar esta lección!». Le impone brutalmente: «Vete y haz tú lo mismo».

El escriba había venido a discutir, a disputar, a argumentar. Y se va con una obligación precisa que tiene que llevar a la vida. La vieja cultura religiosa pretendía hablar. Jesús le pone la mordaza. En compensación, le obliga a mover las piernas, no la lengua. Y a hacer funcionar el corazón. El experto, en la nueva religión, ya no es «el que sabe», sino «el que hace».

40 Las parábolas de Jesús

El gesto preciso

«¿ Y quién es mi prójimo?». El escriba quiere una ficha, la lis­ta detallada de las personas a las que hay que considerar como «prójimo». Una especie de lista de los pobres, de las familias ne­ces~tadas. La dirección «exacta» de los individuos a los que puede abnr su corazón sin excesivos riesgos.

Jesús da un vuelco radical a la pregunta: «¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteado­res?». No quiere precisar quién es el prójimo en pasiva. Sino que quiere descubrir quién es el prójimo en activa. No el prójimo como objeto, sino como sujeto del amor.

Cristo desplaza el centro de interés. El doctor de la ley se colo­ca en el centro, sobre el pedestal, y pone a los demás a su alrede­dor. «¿Quién es mi prójimo?». El Maestro explica que este centro no ~s el ~o, sino cualquiera que se encuentre en mi camino y ne­ceSIte mI ayuda, mi comprensión, mi amor.

El problema fundamental del cristiano no es el de saber quién e~ su próji~o, o sea, la categoría de personas que le permiten ejer­CItar la candad con el menor costo posible. El problema esencial consiste en «hacerse prójimo», desplazando el centro de interés del ~o ~ los otros. El samaritano ha sabido colocarse en la pers­pectIva Justa, o sea, del lado del otro.

Por tanto, no se trata de saber a quién debo amar, sino de caer en la cuenta de que todos tienen derecho a mi amor. Debo acercar­me, hacerme vecino, «próximo» de todos, especialmente de los más lejanos. Solamente aSÍ, acercándome, anulando distancias, podré escuchar sus gemidos, oír su grito silencioso, descubrir sus sufrimientos o, al menos, intuirlos, captar sus llamadas de amor, incluso las no expresadas.

Siempre es muy fácil crear distancias inmensas en nuestro ca­mino. Gente antipática, molesta, tonta, inoportuna, vulgar, despe­chada. Y pasamos a su lado, los rozamos, convencidos de que sus problemas y sus angustias no nos conciernen.

Un censo del prójimo sólo serviría para aumentar las distan­cias, para multiplicar los excluidos de mi amor.

Sin embargo, basta acertar con el gesto exacto, precisamente el del samaritano. Y entonces la pregunta sobre «quién es mi próji­mo» carece de sentido. La he resuelto anulando las distancias ha-ciéndome próximo. '

El samaritano 41

Bastan veintisiete kilómetros para dividir a los hombres

«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó ... ». Veintisiete kiló­metros de un camino que baja en picado, partiendo desde casi ochocientos metros de altitud sobre el nivel del mar y, zigza­gueando en medio de un desierto ca~cáreo: llega a Jericó, la ciudad de las rosas a trescientos metros baJO el nIvel del mar. Un escena­rio pavoroso, alucinante. Un entorno prop~c~o para e~cu~~tro~ no precisamente agradables. Se le llamaba, SInIestra y SIgnIfIcatIva­mente, «el camino de la sangre».

Veintisiete kilómetros que bastan para dividir a los hombres en dos categorías: los que pasan de largo y los que se detienen; los que «recorren su camino» y los que se preocupan por los de~ás; los que exhiben el certificado sellado con un «no es cosa mla» y aquellos que se sienten responsables de todo y de todos; l~s que no quieren complicaciones y los que hacen acto de presenCIa ante el dolor que hay en el mundo; los que no hacen daño a nadie y los que saben inclinarse ante cualquier necesidad; los que tienen que ocuparse de «cosas importantes», de «asuntos urgentes», y los que se preocupan del sufrimiento ajeno.

Veintisiete kilómetros vigilados por la mirada de Dios. En efecto, esta parábola está dentro de la misma perspectiva que la del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). Allí, en el templo, dos hom­bres rezan y Dios los observa. Aquí, a lo largo de los recovecos de un camino infame, nos encontramos a un hombre medio muerto, a algunos individuos que se acercan y a Dios observando, fotogra­fiándolo todo.

Puedo engañarme y pasar de largo. Nadie me ve. El pobre hombre, que siente cómo se le escapa la vida por las heridas, y~ ni siquiera tiene fuerzas para abrir los ojos. Pero no es aSÍ: Al~Ulen me está espiando. Dios me observa cuando estoy en la IgleSIa. Y también cuando voy por el camino. Para él también el camino es importante. Como la iglesia. Camino e iglesia son el lugar del en­cuentro.

Veintisiete kilómetros pueden determinar mi salvación o mi condenación. Veintisiete kilómetros, e incluso menos. Puede ser suficiente un pasillo, pocos metros, una ventanilla, un despacho. Basta con que una persona me necesite: ese es mi camino que b~­ja de Jerusalén a Jericó. Donde, si pierdo tiempo, gano la eternI­dad. Mi salvación coincide con la salvación del otro.

42 Las parábolas de Jesús

El «papel»

«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de desnudarlo y golpearlo sin pie­dad, se alejaron dejándolo medio muerto».

Sí, de esta salimos bien parados. Para tranquilizarnos decimos: no es más que una parábola, un hecho imaginario, una fábula.

Pero el Señor esta vez no ha tenido que utilizar mucho la fanta­sía. Se ha limitado a echar una ojeada a la crónica de sucesos. Ha­bía material más que suficiente para construir su parábola punto por punto con hechos vcrdadcros. con personajes bien definidos.

No hay un solo hombre moribundo. Como tampoco hay sólo una banda de salteadores. Como tampoco hay solamente un sacer­dote, un levita ni, afortunadamente, un único buen samaritano.

La parábola es interpretada en la realidad por millones de sal­teadores y atracadores, de sacerdotes y acólitos y, ojalá, de sama­ritanos. Cada uno tiene su papel. Un papel real, en el escenario de la vida. Hay quien comete infamias, quien lleva su peso, quien se desentiende y quien «paga» por todos. Y Cristo conoce nombre y apellidos de cada uno de los actores. Está informado del compor­tamiento de millones de personajes.

Luego, ¿cuál es mi papel? No hay director que me lo asigne. Soy yo quien debo escogerlo. Jesús se ha limitado a contar, a refe­rir lo que ve. Pero soy yo quien «hago» la parábola. Y cuando Je­sús dice «salteadores», «sacerdote», «levita», «samaritano», me doy cuenta de que me llama por mi nombre.

Mi nombre está escrito en el evangelio, mi acción está registra­da en el evangelio, en el capítulo diez de Lucas ...

Culpable de tener razón

«Un sacerdote bajaba casualmente por aquel camino y, al ver­lo, se cambió al otro lado del camino y pasó de largo. Igualmente un levita que pasó por aquel lugar, al verlo, tomó el otro lado del camino y pasó de largo ... ».

Por suerte todos los caminos tienen dos lados. Y siempre hay «otro lado» a disposición, cuando uno no se quiere quemar los ojos ante una realidad demasiado incómoda y tener la conciencia tranquila.

El samaritano 43

Sin embargo, para un cristiano el problema consiste en saber si «el otro lado» es el bueno. En efecto, la parte más cómoda puede resultar la parte equivocada.

De todas formas, el sacerdote y el levita escogieron precisa-mente la parte cómoda, dieron un rodeo por «el otro lado» y si­guieron tranquilamente adelante.

Dan ganas de perseguirlos, de tirarles del manto y preguntar: -¿Por qué no os habéis detenido? ¿Es que no habéis visto a ese

pobre hombre? Sí, lo han visto. Pero tenían razones válidas para no detenerse. Quizás la primera de todas fuera una preocupación de tipo ri­

tual. El contacto con un cadáver (o candidato a serlo) ensucia, vuelve «impuros» y, por tanto, inadecuados para el servicio del templo. Y luego, además de «tutelar» la pureza, hay que respetar un horario. Hay que observar un reglamento. Cosas importantes que no se pueden eludir. Tienen prisa, no pueden perder tiempo. La parada no está prevista en su orden litúrgico del día. Quizás de­cidieron acudir a las autoridades competentes para elevar una «enérgica protesta» por la falta de seguridad en aquel camino in­fectado de ladrones y salteadores ...

y mientras tanto aquel desgraciado se está muriendo. También nosotros siempre tenemos a mano razones válidas pa­

ra sacudirnos los compromisos del amor. La sangre ensucia. No quiero líos. No tengo nada que ver en este feo asunto, con entresi­jos inquietantes. Tengo que preocuparme de mis asuntos. Ni si­quiera sé quién es ese individuo. Que se preocupen las autoridades competentes ... Pero mil «razones válidas» ante Dios equivalen a no tener razón.

y el camino sigue siendo maldito. No por la presencia de los bandidos, sino por la falta de amor. Por el «rodeo» del sacerdote y del levita y de quien se asemeja a ellos. Culpables de haber hecho callar al corazón. Con «razones válidas».

No son los salteadores los que hacen temible el camino, sino la indiferencia, el desentendimiento de los buenos.

Lo que no nos esperábamos

«Pero un samaritano que iba de viaje, al llegar junto a él y ver­lo, sintió lástima. Se acercó y le vendó las heridas, después de ha-

44 Las parábolas de Jesús

bérselas curado con aceite y vino; luego lo montó en su cabalga­dura, lo llevó al mesón y cuidó de él».

Al llegar aquí, en el desarrollo de la historia esperaríamos, ló­gicamente, que entrase en acción, tras el sacerdote y el levita, el laico judío. Pero Jesús, con uno de sus golpes de efecto descon­certantes, presenta a un tipo poco recomendable, un cismático, un indiyiduo con quien un israelita piadoso no quería saber nada.

El, el samaritano, el renegado, el excomulgado, supo encontrar inmediatamente el gesto adecuado. Vio al herido y no ha dudado en pasar por el lado correcto del camino: por donde estaba el obs­táculo, el tropiezo imprevisto.

¿Un desconocido? No le interesa saber su identidad. Le basta­ba saber que era un hombre. Había razón más que suficiente para pararse, para acercarse, para perder tiempo, para abandonar sus planes de viaje, para vaciar su cartera. Simplemente ha dejado ha­blar al corazón. Y él le ha sugerido el comportamiento adecuado.

En el templo, el sacerdote y el levita realizan todas las ceremo­nias de una manera exacta, impecable, según las rúbricas. Pero hay motivo para dudar que encontrasen a Dios, o que Dios se dejase encontrar por ellos.

El samaritano, ignorante y despreciado, se encontró con Dios en un recodo del camino. No faltó a la cita decisiva.

«Lo llevó al mesón y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al mesonero, diciendo: 'Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a mi vuelta'». Por dos veces aparece el verbo «cuidar». Primero el samaritano cuida personalmente del herido. Después lo confía al mesonero recomendándole que cuide de él. En este segundo caso, podría parecer una delegación, un descargo de responsabilidad. En realidad, el samaritano se mani­fiesta dispuesto a pagar personalmente (<<Sacó dos denarios ... 'Lo que gastes de más, te lo pagaré a mi vuelta' ... »).

El amor jamás abandona al hombre a sí mismo. La caridad exi­ge continuidad, fidelidad. A veces existe una caridad que funcio­na a rachas, a llamaradas intermitentes, toda una serie de fulgura­ciones, con preocupantes aflojamientos y cansancios no menos repentinos.

En la práctica de la caridad de ciertas personas existe mucho entusiasmo epidérmico, demasiadas veleidades y hasta búsqueda de sensacionalismo. Exaltaciones un poco sospechosas, seguidas de inevitables desencantos. Gestos a lo mejor espectaculares una

El samaritano 45

tantum Y después silencio cuando se trata de asegurar un servicio

continuado. Parece que muchos prefieren coleccionar emociones en lugar

de asumir un compromiso que se caracterice por la continuidad. Muchos pretenden percibir gratificaciones personales, más que desembolsar los «dos denarios» (y el resto después) como hizo el

samaritano. «Vete y haz tú lo mismo». Tratándose de amor, es significati-

vo que Cristo use dos verbos que indican movimiento (<<vete») y acción (<<haz»). «Andar» y «hacer», he ahí dos verbos que faltan en el vocabulario del intelectual.

El escriba que había preguntado a Jesús sólo demuestra que quiere «saber». Al final se encuentra con que hay algo que «ha-

cer». y por si le surge alguna dificultad, se le ofrece también un

ejemplo, un modelo en que inspirarse. No un intelectual, sino uno que, aun no teniendo las ideas del todo ortodoxas en asuntos de re­ligión, en el terreno de la práctica, tenía algo que enseñar también a los intelectuales con dificultades para doblar la espalda ...

Jesús se manifiesta impaciente por empujar a los «conocedo­res» de la ley hacia la «praxis» en el terreno concreto de la caridad, la única que asegura la plena comprensión de su palabra.

La sonrisa de Jesús

De vez en cuando se plantea la pregunta de si Jesús reía algu­

na vez o, al menos, sonreía. El evangelio no nos informa al respecto, por lo menos de una

manera explícita. Pero, leyendo entre líneas, la sonrisa aflora más de una vez. Como en este caso.

El Maestro sabe que un judío no pronuncia con gusto ese nom­bre. El samaritano es, precisamente, la persona que no se puede nombrar. El samaritano es un renegado, por lo que mentar su nom­bre tiene el peligro de ensuciar la boca. Peor que una blasfemia.

y ahora Jesús, al final de la parábola, dando la vuelta provoca­doramente, incluso maliciosamente, a la pregunta inicial del escri­ba (transforma «¿Quién es mi prójimo?» en: «¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteado­res?») quiere obligar al escriba a que diga «el samaritano».

46 Las parábolas de Jesús

Pero éste no está dispuesto en absoluto a pronunciar el nombre del enemigo aborrecido. Se las arregla con una perífrasis: «El que tuvo compasión de él».

Casi seguro que en ese momento despuntó una sonrisa en el rostro de Jesús. Aunque no consiguió que prónunciara ese nombre el Maestro se siente íntimamente satisfecho: la flecha ha dado d~ tod~~ modos en el blanco; el escriba se ha tragado una indigesta leccIOn.

TAMBIÉN EL DOCTOR DE LA LEY FORMA PARTE DE LA PARÁBOLA

A Jesús no le gusta discutir con los intelectuales

. , El samaritano no es el único protagonista de la parábola. Tam­bIen ~l doctor de la ley tiene un papel importante, si bien limitado al prologo y al epílogo.

Digamos la verdad. No son estos los encuentros que Jesús agr~dece. Le ~usta más bien estar con gente sencilla, gente sin ex­ceSIvas comphcaciones intelectualistas, sin segundas intenciones cuya bús.queda no está viciada por un problematismo exasperado; complaCIdo, por falsas cuestiones.

. Por ejemplo, parece que no puede soportar a este escriba, a es­te mtelectual presumido y satisfecho. Es verdad que le escucha ~ue respon?e a sus ?~eguntas -aunque sea de una manera expedi~ trva y concIsa-, facIhta las aclaraciones solicitadas. Pero no ve la hora de quitárselo de encima. «Vete ... », salta al final.

Sin embargo, ahí está el doctor de la ley, con todas sus sutile­zas, pe~ante, sabiondo, petulante, presumido, insidioso, pretencio­so, un tIpo q~e sabe todo, que responde correctamente, pero que se mu~stra reacIO a dar las pruebas inequívocas de los hechos.

El pretende discutir hasta el infinito, precisar, medirse con Je­s.ú~ a golpe de ~itas doctas, ~oner a prueba al famoso Maestro, jus­tIfIcar su P~OPIO saber, defmir exactamente el concepto de próji­mo, ?ete~mmar con precisión los límites del amor, establecer sus confmes mfranqueables.

Pero Jesús no se presta a ese juego tendente a entablar un de­bate extenuante. Al Maestro no le gusta participar en discusiones sobre tem~s abstractos, no se deja envolver en diatribas doctas, no pone los pIes en las arenas movedizas de una casuística abstrusa.

El samaritano 47

A él no le interesan los individuos que sólo comprometen su brillante inteligencia, pero que no están dispuestos a dejarse im­plicar en el plano existencial. No puede soportar una ciencia que no se convierta en amor y servicio.

Él no rechaza el encuentro. Pero lo centra en lo esencial, no consiente divagaciones abstractas. Conduce el discurso hacia el plano de lo concreto.

Cuando el saber no basta

Pero ¿de verdad el doctor de la ley deseaba «saber»? En efecto, existe un saber que es fin en sí mismo. Un saber pa­

ra acumular conocimientos. Un saber para exhibirse, impresionar a los demás, dar el golpe, acaparar la atención, adquirir fama y ad­miración.

El escriba pretendía discutir, abrir un debate, promover una dis­puta erudita, suscitar una confrontación entre expertos, ~esarrol~ar -como se dice hoy- un discurso, resolver un caso, preCIsar, obJe­tar, hacer presente que ...

A él le venía bien un saber que no le exigiera implicarse dema­siado. Pero a Jesús no le iba en absoluto ese tipo de discusión no comprometida. . . ,

Lo reafirmo: de esta página de Lucas se saca la ImpreSIOn de que el Maestro no puede aguantar a un individuo de esa especie, dispuesto a justificarse más que a dejarse someter a discusión.

Entonces el Maestro se manifiesta impaciente por cerrar el de­bate teórico y abrir el capítulo de la acción concreta. Liquidar las falsas cuestiones y afrontar el meollo de la cuestión. Echar fuera al charlatán desenvuelto y hacer entrar al que lleva las ideas a la prác­tica. No le interesa someterlo a exámenes teóricos. Sabe que en ese campo el escriba saldrá airoso.

-¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella? -que ~s tanto como decir: Date prisa, porque aquí no está el punto esencIal.

Está seguro de antemano de que le responderá en la línea de la más perfecta ortodoxia, de la más indiscutible doctrina tradicional.

Jesús no ve la hora de implicarlo en los exámenes prácticos: -Haz eso y vivirás. E incluso después de la parábola, aquel se las arregla muy bien

para facilitar la interpretación correcta de los comportamientos

48 Las parábolas de JeslÍs

ajenos. Pero Jesús tiene mucho interés en que sepa interpretar exactamente su papel activo: «Vete y haz tú lo mismo».

¡Qué dificil es conjugar el verbo «hacen>!

Hay que subrayar la insistencia puesta en el verbo «hacer» cu­ya conjugación debe ser la más indigesta para el docto interlodutor de Jesús.

Sabes todo. Pero hasta que no hayas aprendido a hacer, dejan­do de hablar, tu saber no vale para nada, es inútil (inutilizable) co­mo una moneda fuera de curso legal.

El conocimiento, en términos de vida cristiana, no es un saber, ni tampoco simplemente un ver (también el sacerdote y el levita de la parábola que el Maestro somete al examen del escriba han «vis­to»), sino un hacer. El conocimiento es inseparable de la praxis. Puedes decir que sólo sabes las cosas que haces.

Conozco al otro, al distinto -cercano o lejano, poco importa­cuand? arriesgo mi vida por él, cuando me comprometo por él.

CrIsto es el pastor que «conoce» las ovejas, porque da su vida por ellas.

Sé quién es mi prójimo cuando no me quedo en mi sitio, cuan­do me acerco, supero las distancias, bajo de la cabalgadura de la ciencia (incluso teológica), o sea, cuando me hago próximo.

~uedo afirmar que progreso en el conocimiento del prójimo a ~edlda que me ocupo de él, me dejo provocar por sus exigencias, lllvolucrar en sus vicisitudes, identificar con su situación concreta.

Jesús no dice a su docto interlocutor: «Has respondido bien, por tanto puedes estar tranquilo, estás en la más estricta ortodo­xia». Sino:

-Has respondido correctamente. Haz eso y vivirás. Me atrevería a traducir: -Has respondido bien ... si haces eso. De todos modos, ese «haz» es una orden perentoria, no un sim­

ple consejo.

El mandamiento resuena para ti aquí y ahora, y tiene carácter de urgencia.

No tienes que buscar excesivamente lejos, en esos libros con lo~ que estás tan familiarizado. Ni puedes esperar. Porque hay al­gUIen a lo largo de un camino cualquiera que te está esperando.

El samaritano 49

Un estremecimiento en las entrañas

Al hombre del saber también le viene otro golpe de este otro verbo: «sentir lástima» (<<Al verlo, sintió lástima ... »).

Jesús hace subir al samaritano a la cátedra para que imparta al escriba y a todos nosotros la lección fundamental. El samaritano tiene razón, es convincente porque «sintió lástima», o sea, literal­mente, «sintió un estremecimiento en las entrañas» o «una angus­tia en el corazón». Todo eso está muy lejos de crear simplemente un ligero e inocuo hormigueo en el cerebro.

Más importante que los pensamientos sabios, que las argumen­taciones sutiles elaboradas por la mente, es la sacudida que sienten las entrañas. Las razones son las del corazón.

El intelectual sólo se salva si arriesga el corazón, si no tiene miedo a hablar, si no guarda las distancias, si baja de la cátedra, si se deja quemar los ojos por la realidad más incómoda, si se man­cha las manos, si se pone de rodillas para servir, o sea, si todavía consigue sentir un estremecimiento en las entrañas. .

A través de su parábola, Jesús advierte implícitamente al eSCrI­ba que no debe seguir ni al sacerdote ni al levita. Estos, en efecto, tienen la pretensión del presentar la imagen del Dios invisible, pe­ro haciéndose ellos «invisibles», cuando se trataría de pararse, de modificar su programa religioso, de preocuparse en serio por un hombre de carne (desgarrada) y huesos (rotos).

Es inútil hablar de «visibilidad», como suele hacerse hoy, si an­tes no nos hacemos visibles, presentes a las llamadas de los he­chos, a la prueba de los gestos concretos. A ser posible, f~era del haz de luz de los focos (la visibilidad más convincente y útll es esa «invisible» a la televisión).

No, es totalmente inútil y hasta peligroso para «heredar la vida eterna», o sea, para salvarse, seguir a «aquel» sacerdote o a «aquel» levita. No tienen absolutamente nada que decirnos sobre Dios, aun­que pretenden poseer una especie de exclusiva de la verdad.

Es mucho mejor dirigirse al hereje, al samaritano, al renegado. En efecto, el conocimiento de Dios pasa necesariamente a través del conocimiento del hermano.

El recorrido por ellos -tanto el carril del sacerdote y el levita, como el carril del frío y distante saber recorrido hasta aquí por el doctor de la ley- no es un carril preferencial que lleva directamen­te a Dios. Esos son itinerarios que no llevan a ninguna parte.

50 Las parábolas de Jesús

Solamente la humanidad, el estremecimiento de las entrañas el pesar del corazón, es «síntoma» de lo divino. '

Alguno siente el rumor de los ángeles. Dichoso él. Jesús, de forma mucho más realista, afirma que es necesario «sentir lásti­ma», sentir algo en el lado del corazón.

Dios es lejano y cercano. Para alcanzarlo ... basta pararse. Jun­to al prójimo. Ni el rumor de los ángeles, ni el pasar de las páginas de un libro, sino el ruido de los pasos es el que lleva a encontrar lo que se busca.

En el fondo, con su seco «vete», Jesús se quita de encima a ese individuo cuya boca sólo funciona unida al cerebro, con la espe­ranza de volverlo a encontrar con un corazón que funcione.

Entonces ya no tendrá que hacer preguntas petulantes al Maes­tro, puesto que ya él habrá dado, silenciosamente, a lo largo del ca­mino accidentado y abrupto de lo cotidiano, las respuestas perti­nentes, indiscutibles.

EL PRÓJIMO

No «¿quién es Dios?», sino «¿quién es el prójimo?»

«¿ Y quién es mi prójimo?». En el fondo tenemos que estar agradecidos al doctor de la ley, porque ha puesto sobre el tapete la pregunta más comprometida. Aunque la haya formulado simple­mente para <<justificarse», para no quedar mal. No pregunta, como nos podríamos imaginar: «¿Quién es Dios?». Evidentemente, en el mundo de lo invisible, él se siente perfectamente a sus anchas se s~ente seguro. A Dios lo posee, lo administra (templo, actos li;úr­glCoS, oraciones, explicación de su voluntad, pago de los diezmos práctica~, observancia de la ley, doctrina). Para él Dios no es pro~ blema. El está en óptimas relaciones con el cielo.

Sin embargo, el prójimo sí le crea problemas. Precisamente el prójimo que se ve, se toca, se siente, se encuentra, huele mal, nos clava los codos en el estómago, es difícil de aceptar, más que Dios que es invisible. Es más difícil «encontrar» al prójimo que se ve que a Dios que no se ve.

Es la gran cuestión que desde siglos compromete la teología de Israel desgarrada entre:

-un universalismo abstracto (amar un poco a todos)

El samaritano 51

-y un particularismo exclusivista, sel~ctivo, discriminatorio (ama a tus correligionarios, los buenos, los J~stos, los de tu raza, tu fe, tus ideas, tu partido, tu grupo, tu comumdad ... ).

Se intuye que «amar a todos» puede llevar a no amar de v~rd~d a nadie. Y amar a una categoría, a un grupo, excluyendo a pnon a los demás significa no amar en absoluto.

Dos posiciones en las antípodas

Pero fijemos las dos posturas. La del legalista y la de Jesús.

El escriba: . d f . . -Quiere una definición de «prójimo» segura, preCIsa, e ImtI-

va, para sentirse tranquilo en concienci~. .' , -Plantea una pregunta acerca del objeto del amor (¿a qUIen de-

bo tratar como prójimo?). . Piensa primero en sí mismo: debo asegur~r~e la «vIda eterna».

A ser posible con el mínimo esfuerzo y la maXlma certe~a. Por eso me pregunto: ¿hasta dónde tengo que lle.~ar? ¿H~sta q~e pun~o es­toy obligado? ¿Dónde, cuándo y con qUIen termma mI deber.

Jesús, en cambio: . . ., -Evita dar una definición de prójimo. Porque la defmlCI~n

siempre deja fuera algo o a alguien (mejor dicho, con frecuencIa es más lo que deja fuera que lo que acoge dentro). Cuando lo que pretende Cristo es dejar la puerta .abie.rta de ~ar .en par. Y, sobre to­do, más que tranquilizar la C?nClenCIa~ Jes~s tIende a ~one~la en alerta, a clavar en ella la espma de la mqUIetud, de la msatIsfac-ción, del remordimiento. . .

-Da a entender que el prójimo no es un objeto, SI?~ el encuen­tro entre dos sujetos. No se trata de encontrar al ~roJlmo y.a per­fecto y aliviarle con un poco de piedad o con un~ ~~mos~a, smo de «hacerse prójimo», o sea, acercarse. Porq.ue el proJIn:o sIe~pre es­tá lejos. Lejano del camino de nuestros mtereses, sImpatIas, gus­tos ideas, programas.

'El prójimo es distante: antipático, descortés, malo, prepotente, indiscreto, indigno. El prójimo no nos sale al encuentro. No favo­rece el contacto. Con frecuencia no hace nada para hacerse ama­ble. Es más, parece que hace todo lo posible para ,~~cernos, ex~re­madamente arduo el mandamiento del amor. El proJlmo esta leJOS. Es difícil de ver, de aceptar, de soportar.

52 Las parábolas de JeslÍs

El encuentro se da entre dos personas

El prójimo se hace próximo o sea c camos nosotros y de la man ' ,ercano, cuando nos acer-.. era como nos acer 1 Jlmo es aquel a quien «hago ~uemos a e los. Pró-Y cercano» no quedando . "

entonces es él quien nos sient ' .. me en mI SItIO. palabras: no somos nosotros q . e «prol~ln:os», cercanos. Con otras

Ulenes e eglmos 1 ' " . es el prójimo quien nos elige' a proJlmo, SIllO que

El ' " , qUIen nos provoca proJlmo va más allá de nuestros l'b d:"

caciones, gustos simpatías H Iros, e[¡llIClOnes, clasifi-ble para acercars~ al prójimO ;y que vencer una resistencia terri­superar muchas repugnanci~~. n nosotros todo se resiste. Hay que

. Amar quiere decir precisamente abol' 1 . . dIstancias interiores más que d k'l' Ir as dIstanCIas. y son

, e lometros Para acercarse hay que salir fuera d . .

el caparazón del pro io e o' . e nosotros mIsmos. Romper cular, salirnos de nu~stro; I:mo, Ir contra nuestro bienestar parti-tibieza de una religiosidalc~~;~:~:blde nuest:~s esquemas, de la así es posible encontrar al ot e Y gratIfICante. Solamente y ro.

el encuentro -a través del e' e 1 se da entre dos personas. Ya no h~ m~ o que.ofrece.e.l s~maritano-xo ni hereje, sino dos seres hum ay 1lI san:antano 1lI JUdlO, ortodo­ha despojado de sus máscaras d:n~~ a qUIenes el encu~ntro. casual rango, de la raza Solamente d' papel, de las apanenclas, del

. . os personas. ~l samantano no pregunta quién es el '. .,

partIdo pertenece. No le pide la docu ~~ro, a que relIglOn o que los papeles estén en regla Ante 7e~tacllOn. No se asegura de hombre que se encuentra en ~a e s~mp emente hay un pobre tá determinado por esta sl'mpgl v: necesIdad. El acercamiento es-'. e sena: un hombre S' d" .

tItulos, Illdocumentado Meior 1'" . III a ~etJvos, Slll • J' e UlllCO tItulo es la necesidad.

Revolución copernicana

Jesús hace entender al escrib . 1 . . , to de partida Tú partes d t' . a. a eqUlvocaclOn está en tu pun-. . e I mIsmo Al co t . .

tIr del otro. No pienses en ti en t '. ~ ran~, tJenes que par-encuentra en necesidad. Po~te e~s s~x~genclas. P,lensa en quien se pectiva. Pregúntate' . Qué . ~gar. Colocate en su pers­tener uno que se en~~entra~: :xlg~~U~ ~spera de mí, que querría

sa SI aClOn? Entonces caerás en la

El samaritano 53

cuenta de que el precepto del amor no tolera límites restringidos y tranquilizadores.

No digas nunca: «¿Hasta dónde estoy obligado?», sino: «¿Qué espera de mí ese pobre hombre?». Si te colocas en tu punto de vis­ta, crearás barreras de protección. Pero si te colocas en el punto de vista del otro, se te abrirá ante los ojos un horizonte sin límites.

Pensándolo bien, se trata de una «revolución copernicana» en el campo de la caridad. En efecto, la lección central de la parábo­la consiste en enseñarnos la perspectiva exacta. Una perspectiva que, a juzgar por la narración provocadora de Cristo, representa una auténtica inversión de posiciones.

«¿Quién es mi prójimo? .. ¿Quién de los tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». No es una cuestión lingüística sutil. Se trata de un vuelco radical de perspec­tiva. Jesús invita a mirar, a juzgar, a definir, partiendo de ese que «cayó en manos de unos salteadores».

El doctor de la ley parte de sí mismo, de su conciencia, de sus textos, de la propia exigencia de salvación. Hoy muchos indivi­duos que quieren practicar la caridad con el prójimo parten de sí mismos, porque consideran al otro como un medio para resolver sus problemas, sus conflictos, porque pretenden colmar su vacío, vencer su aburrimiento, remediar las propias frustraciones.

Jesús lo lanza brutalmente aparte. Su problema no es el princi­pal. El problema principal es el del herido. Resuelto este, queda re­suelto también el problema del escriba.

El centro no es el intelectual que plantea la pregunta. El centro es ese saco ensangrentado y abandonado en medio del camino. De ahí hay que partir si no se quiere instrumentalizar la caridad, o sea, transformar el amor, que es el fin de la vida cristiana, en medio (a lo mejor el medio para sentirse buena gente ... ).

EL SAMARITANO, O SEA, EL IMPROVISADOR

Sensibilidad

El samaritano «que iba de viaje» y pasaba casualmente por allí, lo mismo que el sacerdote y el levita, no se ha contentado con «ver», como habían hecho los dos que le habían precedido, sino que se ha parado y se ha involucrado en el drama de aquel desco-

54 Las parábolas de Jesús

nacido. Si quisiéramos de b' 1 ' que hablar de «compasió~~u ~~~:s ral.c,es de su g~s~~, tendríamos sibilidad representa una cu~td d ambI~n de senslblhdad. La sen-

L .. I a esencIal del amor . a candad tIene tres escalones u . Imperativos. El primero se coloca; e corr.espon.~en a otr~s tantos hacer a los otros lo que no q .. n una dlmensIon negatIva: «No

UISleras que los t t h' . . O sea, no hacer mal no hac c: . o ros e ICIeran a tI». , er sUlfIr.

Se .trata de un aspecto ciertamente no d . tao QUien se justifica diciendo' < y¡ h espreclable, pero no bas-de por eso considerarse en or'd ( OtO ago mal a nadie», no pue­egoísta, que defiende la . en. ncl.u~o puede ser una postura rencia. No hay que confiu Pdr?plla tranqUilIdad y justifica la indife-

n Ire amor con el .. Hay que subir el segundo escalón amor a VIVIr tranquilo.

evangélica' «Tratad a los d' ' que representa la novedad . emas como qu ' . 11 vosotros» (Lc 6, 31). ereIS que e os os traten a

Evidentemente, estamos en u . I . se trata de hacer el bien p 't' n lllve supenor. En efecto, aquí

OSI Ivamente y no '1 d . mal al prójimo. so o e evItar causar

Pero todavía existe el l' d . tro, hacia eso que tenem~: I;r~ e e~cammar al otro a favor nues-mas, y que no es necesariam~n:e c: eza, lo. que nosotros decidi­peligro de prestar al otro y casi trasu~stro bIen; Está al acecho el nuestras exigencias. p antar en el nuestros deseos,

Hay .q~e subir el tercer escalón: «Haz al otro lo ' .. que le hICIeses a él». Esta es la 'bTd d . que el qUiSIera licadeza, intuición. sensl 1 I a que eXIge atención, de-

Es cuestión de sintonía H d . re de mí en este momento' e~y que . escu.~nr lo ~ue el otro quie-endi~gar1e el producto que ~oso~'~: ~Itu~cIon partlcular, evitando blecldo de antemano. egImos y que ya hemos esta-

Existen negociantes habilísimos . según sus. programaciones y dispon~~~~:~I~~ce~ ;us exigencias ellos termman por convencerte ar '. u PI es una cosa y po de la caridad tal operacio' n rP altq~e adqUieras otra. En el cam-

H esu a maceptable ay que «escuchaD> de verdad al otro (. I .

de hablar, como en este caso . mc uso cuando no pue-nuestra manera El sam 't ) Yh no mterpretar sus peticiones a

. an ano a sabid t . otro, se ha dejado interpelar 'lome erse en la pIel del gañaron creyendo oír la voz !e°~i~~ El sacerdot~ y el levita se en­para no contaminarse para no f: lt que les pedIa «pasar de largo»

, a ar a sus deberes religiosos.

55 El samaritano

El samaritano ha sintonizado la frecuencia de onda del otro y así ha oído su voz silenciosa, haciendo callar todas las otras voces (las voces ruidosas de los compromisos improrrogables, de la co­modidad, del interés, de la preocupación de no tener molestias Y de

no buscarse complicaciones ... ).

Improvisación

El samaritano se ha manifestado como un extraordinario im­provisador. y precisamente su capacidad de improvisación es lo que le distingue de la postura «absentista» adoptada por el sacer­dote y por el levita. Estos eran rutinarios, repetitivos, programado­res rígidos de su vida y hasta de sus gestos religiosos. Seguían unos esquemas según módulos predefinidos. y en esos esquemas no había espacio para el gesto improvisado, fuera de las normas.

Caminaban a lo largo del camino como si fuesen sobre raíles, siguiendo un programa de viaje establecido de antemano. flo

ra-

rios, plazos, velocidad de crucero. Todo ya calculado. En ese pro­grama no está prevista una parada, una interrupción del itinerario.

No se contemplaba lo imprevisto. No entraba la cita con el inesperado. No había espacio para la sorpresa. No estaba programado 10 ... fuera de programa. Han mirado al herido, pero esa visión, ese encuentro, no ha si­

do para ellos un impedimento que les haya obligado a descarrilar

de los raíles de la regularidad. Han esquivado el obstáculo siguiendo adelante, impertérritos,

por su camino, sin sentirse interpelados, sin advertir la provoca­ción de la realidad imprevista, sin sentirse tocados interiormente.

Él, el samaritano, ha sido un sorprendente improvisador. Ha aceptado la provocación del intruso, el reclamo del extraño, me­tiendo una variante en su programa de viaje, inventando una para­da no programada. No se ha conformado con ver, para después se­guir manteniendo la media de velocidad establecida en el plan de viaje y respetando la agenda de los compromisos. Se ha sentido in­terpelado por el imprevisto, por el prójimo desconocido que apa-

reció en el camino sin anunciarse. A diferencia de los dos, para quienes el pobre desgraciado su-

ponía un elemento molesto en su programa religioso, un cuerpo

56 Las parábolas de Jesús

extraño en su organismo espiritual, ha aceptado el desvío, el cam­bio ~? el itinerario establecido. Y también sus gestos de primeros auxIlIOs al desventurado los realiza de forma improvisada.

A. Gnocchi, agudo escritor y periodista, define así la improvi­sación: «Es la capacidad de no dudar, de no demorarse ante cual­quier situación». Añadiría: no echarse atrás. Pero el mismo autor advierte, en prevención de equívocos que podrían vincular la im­provisación a la facilidad o a la facilonería: «La improvisación no es una virtud fácil de practicar. La vida de cada día capacita para la velocidad y la rapidez. Pero no así respecto a la prontitud y a la im­provisación. La velocidad es hija de la costumbre para desarrollar un quehacer o una acción. La prontitud, sin embargo, nace de una constante atención en el desenvolverse de la vida. Solamente quien está preparado puede pararse en el momento preciso y actuar fue­ra de los esquemas habituales y de las convenciones sociales»'.

Lo contrario de la improvisación es la programación exaspera­da~ la planificación rígida, la burocratización que mata la esponta­neIdad, la organización que sofoca la vida. La fórmula la ficha los dia~~ó~~icos de todo tipo (incluidos los moralistas y ~eligios;s) y la fIjaCIOn de las competencias terminan por ocultar a la persona. .. El samaritano no viajaba con la ficha de identificación del pró­jImO en el bolsillo y el prontuario de lo que hay que hacer en casos de emergencia, y menos aún con la lista de las oficinas competen­tes a las que dirigirse. Le bastó con descubrir a un hombre aban­donado para entender que precisamente ese era el prójimo al que acercarse y dedicarse, a quien había que prestar cuidados.

Ese imprevisto era «asunto suyo».

Escasa habilidad y gran capacidad

Dicen los pedantes que sus gestos fueron desmañados. En efec­to, «le vendó las heridas, después de habérselas curado con aceite y vi.no». No se hace así: primero el vino (o mejor el vinagre) para deslllf~ctar y después el aceite para aliviar el dolor. Es verdad, el samantano se ha mostrado poco hábil. En compensación, ha de­mostrado que era muy capaz.

1. A. Gnocchi, Don Camilla e Peppone, l'invenzione del vera, Milano 1995.

El samaritano 57

Hay médicos y trabajadores del ámbito social y caritativo .que exhiben una gran habilidad profesional, pero una escasa capacIdad

humana. «Capaz» se deriva de latín capax, que significa «apto para

contener», «que contiene mucho», «espacioso». El samaritano, poco hábil, más bien desmañado, inexperto, en

compensación se ha mostrado capaz. Capaz de acoger al.o~ro, de hacerle sitio en su corazón, en su vida, en sus planes de VIaje. Ca-paz de gestos bajo el signo de la humanidad.. ..

Ha acogido al otro, lo ha recibido, le ha dejado SItIO ...

PROVOCACIONES

El prójimo está lejos

El prójimo tiene la tendencia a estar en las márgenes del. ca~i­no que recorro. Me refiero al camino de mis intereses, de ~IS SIm­patías, de mis gustos, de mis ideas, de mis afinida~es ele~tI:as. En este sentido, el prójimo nunca está cercano. Es mas, esta dIstante,

alejado, con frecuencia antipático. El prójimo no me sale al encuentro. No favorece el contacto. Con el prójimo hay casi siempre «incompatibilidad». El prójimo está lejos, aunque esté allí, a dos pasos. Es dificil de aceptar, de soportar. Es tarea ardua ver al prójimo. Incluso cuando lo tenemos ante

nuestros ojos; es más, precisamente por eso. Inevitablemente se termina por no caer en la cuenta de ciertas personas que son hasta

demasiado visibles. ¿Pero quién se atreve a decir que el prójimo, por ser tal, debe

estar cercano? Más bien el prójimo es alguien a quien yo hago cer­cano. Es el individuo a quien me acerco venciendo las resistencias y las repugnancias de cualquier tipo. Rompiendo la barrera ~e los gustos, de las afinidades y de los prejuicios. Quien ama no elIge al prójimo, sino que lo hace prójimo.

En un hospital africano, una joven religiosa, superand~ muc~as dificultades había conseguido poder dedicarse a una umdad «1ll­famante»: ;nfermedades venéreas y afines. Alguno no veía con buenos ojos la presencia de la hermana en un ambiente como aquel. Durante la visita del obispo, la religiosa se da cuenta de que

58 Las parábolas de Jesús

el prelado no tiene intención alguna de entrar en aquella unidad. Y ya a la puerta, el obispo no esconde su ... sagrada repugnancia frente a aquel «prójimo» tan lejano de sus gustos:

-Hermana -dice entre dientes- estas verdaderamente son al­mas negras ...

-¡Pero yo, excelencia, sé blanquear! -replica la hermana. Era una notable lección de evangelio.

El prójimo es un intruso

Tiene la pésima costumbre de llegar en el momento menos oportuno. Y no se hace anunciar. Cae de improviso. Su llegada siempre está bajo el signo de la sorpresa, que además no es agra­dable. El prójimo irrumpe en nuestra vida cuando menos nos lo es­peramos, cuando no lo prevemos, cuando no tenemos tiempo, cuando ya tenemos otros fastidios.

El prójimo, con frecuencia, no anda con cortesías. Es maledu­cado, indiscreto, intruso, inesperado. Trastorna nuestras costum­bres, perturba la rutina de nuestra vida, embrolla terriblemente nuestros programas, estropea nuestras razonables previsiones.

Por eso, no reduzcamos el amor al prójimo a reglas detalladas y minuciosas que evitan el factor sorpresa. No lo encerremos en esquemas prefabricados para eliminar la inseguridad. ¡Ay del amor excesivamente planificado y programado! La equivocación del sacerdote y el levita de la parábola está precisamente aquí: no admitían a un prójimo que no estaba contemplado en sus progra­mas. En su agenda litúrgica no tenían anotada la cita con el herido.

¡Qué historias! Hay que pedir audiencia y no presentarse así de improviso (e importa poco que a él no le hayan pedido audiencia los bandidos ... ). Por eso se han considerado autorizados a no pa­rarse y a no ocuparse del pobre hombre que yacía en la cuneta de su itinerario ya establecido de antemano.

Sin embargo, el samaritano ha aceptado modificar el programa de su viaje. Ha introducido en él tranquilamente el elemento nue­vo, incómodo, extraño.

«Lo mismo vosotros, estad preparados; porque a la hora que menos penséis, vendrá el Hijo del hombre» (Mt 24, 44). Y, sin a?unciar~e: l~ega ~ada día a nuestra puerta, en su acostumbrado y SIempre medIto dIsfraz de «prójimo».

El samaritano 59

La cerrazón del «practicante»

Hay que subrayar el significado de aquel «pasar de largo» del sacerdote y del levita (los gestos del samaritano, sin embargo, no necesitan especial comentario, más bien imitación, como ya lo hi­zo notar Jesús: «Vete y haz tú lo mismo»). Los dos especialistas de la religión pretenden llegar a Dios «pasando de largo», evitando el obstáculo o fastidio representado por el prójimo.

Del sacerdote se precisa además: «Se desvió». Para realizar su programa religioso, se coloca en la parte más segura, para no co­rrer el riesgo de tropezarse con las necesidades del hermano. Su itinerario espiritual no tolera retrasos, desviaciones peligrosas, «espectáculos» incómodos que distraen y molestan. Los deberes legales y rituales son más importantes que el corazón, la humani­dad, la ternura.

Es la gran y persistente ilusión: llegar a Dios pasando por enci­ma del prójimo.

Encontrar a Dios sin necesidad de encontrar al hermano. Conocer e interpretar la voluntad del Señor ignorando la reali­

dad provocadora que está ante los ojos. Ocuparse de las «cosas de Dios» sin caer en la cuenta de que lo

que Dios quiere son las «cosas de los hombres», sus hijos. Pensar en la propia alma permaneciendo sordos al grito (o a la

invocación silenciosa) de quienes sufren en las cunetas ... Mostrarse obsesionados por la observancia de la ley y conside­

rar la misericordia (literalmente: «Conmoción de las entrañas») como una debilidad, olvidando que la «debilidad de Dios» siempre es grande, sorprendente.

Pretender declararse cercano a Dios estando prudencialmente lejos del enemigo, del extranjero, del diferente, del antipático.

Pero él nos reprocha esa exactitud y esa puntualidad en los de­beres religiosos «pasando de largo» de la humanidad, saltando por encima de la justicia, eludiendo la caridad.

No no existe otro lado del camino. Al menos, del camino que condu~e a Dios. El único lado transitable para llegar al destino es el «cortado» inexorablemente por la presencia -no siempre agra­dable, y frecuentemente imprevisible- del prójimo.

Sí, este Dios tan lejano y tan cercano. Tan inasible y no obstan­te tan empeñado en «darnos una señal». Invisible y, al mismo tiempo, demasiado visible.

60 Las parábolas de Jesús

y no es cuestión -como Moisés lo había visto con tanta clari­dad (Dt 30, 10-14)- de subirse al cielo o de sumergirse en lo pro­~undo del mar, para encontrarlo. El samaritano se ha limitado a ba­Jar de su montura (mulo,.asno, caballo, sillón, cátedra, trono ... ), una empresa nada sensacIOnal, y «sumergirse», embadurnándose de polvo y de sangre, en el dolor de un pobre hombre cualquiera.

El sacerdote y el levita han llegado sin obstáculos hasta el final de su camino y han faltado al encuentro. El samaritano no ha dado más que dos pasos. Pero en la dirección exacta.

Llega el momento ...

Llega el momento en que hay que inventar lo antiguo, comen­zar a leer de verdad los libros que conocemos de memoria, apren­der de una vez las oraciones que repetimos todos los días, com­prender las cosas que enseñamos y explicamos a los demás explo~ar la amplitud de nuestra habitación, descubrir la person~ que v.Ive a nuestro lado desde hace tantos años, encontrar lo que manejamos cada día, desear lo que ya tenemos ...

Llega el momento en que hay motivo para avergonzarse de ese «saber» nuestro que no va acompañado del «hacer».

Alguien ha dicho que hemos seguido adelante persiguiendo c~n.la lengua fuera el progreso técnico, y hay que pararse para per­mItIr a nuestra alma encontrarse. Yo diría también el corazón.

El verdadero. samaritano

Jesús es el verdadero samaritano. Él se ha inclinado hacia el hombre, le ha curado las heridas milenarias, le ha puesto en pie, le ha dado un rostro humano.

Y precisamente a través del gesto visible del samaritano se convierte en «la imagen del Dios invisible» (Col 1, 15). '

Mi purgatorio

«Jesús le dijo: Vete y haz tú lo mismo». Con frecuencia me sor­prendo pensando en cómo será mi purgatorio. La imagen que más

El samaritano 61

me asusta es la siguiente: el cúmulo enorme de las ocasiones desa­provechadas en mi vida. El montón ingente de mis pecados de omisión. Sí, omisión de socorro ante el prójimo que espera ...

y también esta otra imagen, tan inquietante como la anterior: la confrontación entre los dos caminos. Son veintisiete kilómetros, el total de mi camino que baja de Jerusalén a Jericó.

Por una parte, el camino tal cual es: desolado, quemado por el egoísmo, pavimentado con la indiferencia, marcado por la violen­cia más brutal. Centenares de personas que mueren en espera de un gesto de auténtica amistad ...

y yo nunca sé adivinar el lado adecuado. Yo sigo adelante. Siempre distraído. Siempre ocupado en «co­

sas importantes», atareado en satisfacer «compromisos urgentes». Protegido siempre por el maldito certificado de «a mí no me co-rresponde», exhibido en cualquier situación incómoda.. .

Por otra parte, el camino que debería ser. Como hubIera POdIdo ser si hubiese sido menos distraído. Si hubiese sabido pararme. Si no hubiese miserablemente «huido de las ocasiones».

Sí, como sería el mundo, como hubiera sido mi camino, si hu­biese sido un creador de amor como el samaritano, si hubiese res­petado la consigna de Cristo: «Vete y haz tú lo mismo».

Sin embargo, cuántas sonrisas he apagado, cuántas arrugas he marcado en el rostro de mis hermanos. Cuántas esperas he defrau­dado, cuántas esperanzas he sofocado, cuántas desesperaciones he alimentado con mi indiferencia, con mi frialdad, con mi lejanía, con mis cálculos oportunistas.

La confrontación con las dos imágenes del camino, cómo es y cómo podría haber sido, constituye sin duda un espectáculo cap~z de regalarme algún millón de años de tormentos y de remordI­mientos. Mi purgatorio, precisamente.

Al acecho también el amor

Señor, siempre hay alguien al acecho en el camino del hombre. Bandidos desaprensivos que le roban la dignidad, la esperanza, la libertad, la sed de justicia, la aspiración a la paz, el deseo de ho­nestidad.

Haz, ¡oh, Señor!, que este hombre, despojado de todo, pueda descubrir que en su mismo camino está al acecho también el amor.

62 Las parábolas de Jesús

Un amor que sabe detenerse. Que está dispuesto a perder tiempo. Que tiene el coraje de dar todo.

El hombre sin adjetivos y sin documentos

Los especialistas que han sometido la parábola a la criba del análisis estructural hacen algunas observaciones bastante intere­santes. Intentaré sintetizarlas.

En la narración se facilitan datos de tipo personal o geográfico de los personajes que permiten identificarlos. De algunos, por ejemplo, se especifica el oficio, la actividad más o menos noble que desarrollan (salteadores, sacerdote, levita, mesonero). O se in­dica la procedencia (samaritano).

Por otra parte, ninguno de los distintos personajes que tienen un papel en la parábola permanece en la escena desde el principio has­ta el fin de la representación. Los salteadores aparecen al principio y después desaparecen. En un momento dado aparecen el sacerdo­te y el levita, pertenecientes al servicio del templo: van simple­mente de paso y marchan por su camino. Después entra en escena el samaritano, que se para, socorre al herido, lo lleva al mesón más cercano y después desaparece. Y ya al final hace su aparición el mesonero encargado de alojar al herido hasta que se restablezca.

Pero hay un único personaje que permanece en escena desde el principio hasta el fin. Y es precisamente el herido. De este indivi­duo, que es el personaje principal, no se facilitan, no digo genera­lidades, pero ni siquiera la más insignificante noticia. Su carné de identidad no registra dato alguno: ni nombre, ni edad, ni proce­dencia, ni religión, ni ideas políticas, ni otros signos característicos que permitan identificarlo.

¿Qué clase de tipo es? ¿Joven, viejo u hombre maduro? ¿Qué oficio tiene? ¿Es una persona de bien o al menos tiene algún rasgo de bondad? ¿Cuál es su patria? ¿Y cuál su conducta moral? ¿Por qué ha venido a parar allí? ¿Es creyente? ¿Tiene familia? ¿A qué clase social pertenece? ¿De qué color es su piel? .. Nada.

No tenemos noticia alguna sobre él, que queda como alguien anónimo, sin rostro, sin documentos, sin señales de reconocimien­to. Un único dato: «Un hombre». Pero, pensándolo bien, es funda­mental. Ahí se contiene ya una lección esencial de la parábola. O sea, para hacerte prójimo no es necesario que conozcas muchos

El samaritano 63

detalles de un individuo. Te basta saber una sola cosa, pero decisi­va: es un hombre. Todo lo demás es superfluo. Y de todas maneras no tiene por qué influir en tu postura, en tus comportamientos.

Un hombre. Es suficiente. Debes pararte, acercarte, inclinarte hacia él, hacerte cargo de él. Si para intervenir quieres saber algo más si solicitas una investigación suplementaria, si indagas a qué partido pertenece, si necesitas seguridades concretas sobre él, sig­nifica que no has entendido la lección del samaritano.

El sacerdote es peor que los salteadores

El sacerdote y el levita se han comportado con aquel pobre hombre peor que los salteadores. Estos, en efecto, le han robado, le han despojado de sus bienes, le han arrebatado los bienes mate­

riales con la violencia más brutal. Pero los dos funcionarios de lo sagrado le han robado su digni­

dad, le han despojado de su valor de persona, le han quitado el te­soro más precioso: su importancia en cuanto hombre. «Pasando de largo», indiferentes, es como si le hubieran dicho: «Para nosotros no cuentas en absoluto ... Es como si no existieses ... Hay cosas y quehaceres mucho más importantes que tú .. , Tu condición no me-rece una parada, un segundo de nuestro tiempo». .

Negar atención al prójimo significa borrarlo de nuestro hon­zonte. Suprimirlo. La indiferencia puede ser homicida. La de~preo­cupación, la falta de compromiso puede ser una forma de VIOlen­cia. Es posible masacrar a un hombre incluso sólo «pasando a su

lado», sin rozarlo ...

Incapaces de celebrar la liturgia de la misericordia

Intento imaginar al sacerdote y al acólito en el templo. Puntua­les, exactos en el rito, almidonados, con un aire hierático, a las ór­denes de un maestro de ceremonias engallado.

No habían sido informados de que la liturgia aquel día se cele­braba a 10 largo de aquel camino que conduce a Jericó. y era una liturgia distinta, la liturgia de la misericordia, que pe~mitía i.mp~o­visaciones, gestos y palabras no contempladas en el ntual, sm mn­gún maestro de ceremonias con órdenes precisas.

64 Las parábolas de Jesús

y aquel día ni siquiera Dios estaba en el templo. Estaba un po­co más abajo, en una curva de aquel camino maldito. Se había ade­lantado a sus funcionarios. Los esperaba allí abajo para un culto a cielo abierto. Pero ellos «pasaron de largo». No caen en la cuenta del desplazamiento de las funciones sagradas. Y ha ocupado su puesto uno no consagrado, es más, un excomulgado, pero que ha sabido realizar correctamente los ritos de la misericordia. Los dos funcionarios de lo sagrado no entendieron que, en ciertas circuns­tancias, no hay otra forma de conservarse puros más que man­chándose las manos.

Dios está en todas partes. Y nosotros corremos el riesgo, como aquellos dos, de buscarlo ... en otro lugar.

Todo comienza cuando termina la oración

No hay duda: «Un sacerdote bajaba por aquel camino». Por tanto venía de Jerusalén, donde con toda seguridad había partici­pado en el culto del templo. Terminada su tarea, pensó que todo había acabado. Había dado a Dios lo que a Dios correspondía. Dios no podía pretender de él otra cosa.

Sin embargo, Dios quería percibir algo más en términos de ca­ridad, bondad, generosidad, atención al prójimo, solidaridad. No se conforma con la alabanza, la adoración, el canto. Dios pide y pre­tende también en nombre del ser humano. Por lo cual, sólo se da a Dios lo que es de Dios cuando, al mismo tiempo, se da al hombre todo lo que corresponde al hombre.

Lo divino se desvanece cuando no existe lo humano. Es el equívoco de muchos cristianos que se hacen la ilusión de regular sus cuentas con Dios mediante la oración y el tiempo (más o me­nos largo) que pasan metidos en la iglesia. Y no se enteran de que la oración comienza exactamente cuando termina la oración.

Prohibido construirse una imagen ideal del prójimo

Muchas personas, incluso de buena voluntad, se construyen una imagen ideal del prójimo. Una especie de retrato robot. Y ha­blan incluso de él: ancianos, toxicómanos, prostitutas, presos, ma­dres solteras ...

El samaritano 65

Después, cuando se encuentran frente al prójimo de carne y hueso, con sus defectos y miserias varias, sus palabras y compor­tamientos no reglamentarios, se quedan desconcertados al consta­tar que no corresponde a la imagen que se habían fabricado. Y en­tonces cierran la puerta precipitadamente.

Hay que liquidar la imagen ideal y aceptar al prójimo real, tal cual es, no como nos gustaría que fuera.

Encuentro de rostros

El sacerdote «lo vio». Y también el levita. Pero ¿lo han visto de verdad? Lo dudo. En efecto, hay ver y ver.

Los verdaderos encuentros son esencialmente dos rostros que se encuentran. Y el amor no es posible sino entre rostros2

Alguien ha afirmado que «el ser palpita a través de la mirada». y Malcolm de Chazal sostiene que la mirada «es el salón más be­llo de citas».

Con la mirada se puede matar, o herir, pero también respetar, acariciar. Como propone 1. Manzini: «Un rostro que hay que mirar, respetar, acariciar».

E. Levinas defiende que «la ética es una óptica», o sea, el com­portamiento con relación al otro está determinado por mi modo de verlo. Mirar el rostro del otro significa respetarlo.

El samaritano, una gran persona

Ciertamente no es re ductivo definir al samaritano como «una gran persona». Hoy se presentan muchos individuos que se propo­nen a sí mismos como «salvadores de la humanidad» y califican desdeñosamente de «buenísimo» cualquier gesto de piedad y de compasión.

A propósito del samaritano, defienden que en el caso de que se repitiesen las agresiones en aquel camino, sería mejor correr a co­municárselo a la policía. Como si el gesto de solidaridad, de cari­dad ordinaria, excluyese la posibilidad y hasta la necesidad de in­tervenir en las causas.

2. Cf. B. Chenu, La huella de una mirada: tu rostro buscaré, Madrid 1993.

66 Las parábolas de Jesús

Alguien ha dicho: «Mejor ser una gran persona que un salva­dor de la humanidad». Hay que precisar también que los llamados salvadores de la humanidad, normalmente, más que «echar aceite y vino» sobre las llagas de la humanidad, echan torrentes de pala­brería. Y, en vez de desembolsar los sacrosantos «dos denarios», pretenden ser pagados pródigamente por sus «correctos» diagnós­ticos y sus terapias «infalibles».

¡Horror! El samaritano ha prestado «asistencia»

Aunque pueda parecer banal y reductivo, el samaritano se ha li­mitado a prestar «asistencia». Esta es una palabra que hoy goza de mala fama; está desacreditada, sobre todo cuando se la aplica a una postura pietista o a comportamientos de carácter pasivo, por 10 que «asistir» querría decir ser espectadores inertes (como quien asiste a un espectáculo, a un partido de fútbol, a un accidente).

Sin embargo, «asistencia» es una palabra noble, si bien un po­co en decadencia, de la que no hay que avergonzarse, y que el sa­maritano y todos los que se le asemejan han contribuido a revalo­rizar. En efecto, se deriva del verbo latino adsistere, compuesto de ad Gunto a, ante) y sistere (estar), y tiene el significado de preo­cuparse, ayudar, socorrer. Se trata, pues, de «estar junto a», «estar ante» alguien, estar presentes. Pero estar presentes exactamente como el samaritano, en sentido activo, comprometiéndose, involu­crando a toda la persona. Asistencia significa precisamente invo­lucrarse. Asistencia es lo contrario a la fuga.

En el fondo, asistir, en este sentido preciso, significa «dejarse encontrar». Asistir quiere decir «aparecer». Asistencia, sin embar­go, significa estar presentes, no en el momento del triunfo, del es­pectáculo, de las celebraciones, sino cuando se trata de cansarse, de comprometerse, de sacrificarse. Paradójicamente, asistencia significa capacidad de «desaparecer».

Los nuevos samaritanos

Hoy la boca puede convertirse en el sustituto del gesto huma­nitario concreto realizado por el samaritano. En vez de las manos que vendan al herido, he aquí que salta la palabra, la definición, el

El samaritano 67

análisis correcto de la situación, la discusión, el problema «toma­do en serio».

A veces oigo a personas que hablan precisamente de esta ma­nera: «Tenemos que tomar en serio ese problema». Y los interesa­dos se sienten inmediatamente aliviados, pueden estar tranquilos, saben dónde ha ido a parar su problema ...

Durante decenios se ha tomado a chacota a ese muchacho que, teniendo que realizar cada día una buena acción, ayudaba puntual­mente a una viejecita a cruzar la calle.

Hoy las carreteras resultan más peligrosas que el camino de Je­ricó (y los salteadores viajan en coches lanzados a una velocidad homicida). Y las viejecitas ya no existen, han desaparecido de la circulación. Para sustituir a los viejos ha nacido la «tercera edad». Y así ni siquiera les cedemos el asiento en el autobús o en el me­tro, ni se nos ocurre pensar que llevar la bolsa de la compra a esa persona que camina encorvada es una buena acción.

No son viejos -decir eso es ofensivo, sentencian los sabiondos expertos-, sólo son gente de la «tercera edad». Hoy se considera mal educado no a quien se niega a echar una mano al prójimo con problemas, sino a quien le niega el nombre rutilante que sustituye al anticuado.

Desde esta perspectiva, los grandes bienhechores de la huma­nidad sufriente serían los psicólogos, sociólogos y afines. Con sus doctos tratados, su brillante terminología, sus tranquilizadores nombres, sus asépticas definiciones, están consiguiendo (al menos eso dicen ellos) las curaciones más prodigiosas de (casi) todos los males. Ellos son los samaritanos del mundo moderno. Ese no es un pobre hombre que está a punto de morir desangrado porque na­die se para a socorrerlo (y los salvadores de la humanidad allí es­tán para tomar notas y poder denunciar después la lentitud de las ayudas). No es más que un «marginado», cuya situación -natural­mente «compleja», porque está determinada por una infinidad de causas «inalcanzables», como el problema de la seguridad en la carretera, de las raíces de la violencia, del peligro de una interven­ción que sea solamente asistencial. ., Sí, porque la verdadera ame­naza no viene de los bandidos, sino del samaritano ... - se examina atentamente y se estudia con calma, y se resuelve «globalmente», insertándola «en el contexto de intervenciones aptas para ... }}.

Personalmente, y también estéticamente, prefiero al samarita­no que se inclina ante el herido, aunque no resuelva en teoría el

68 Las parábolas de Jesús

problema de la criminalidad. Prefiero al muchacho que ayuda a la vieja a atravesar la calle o le cede el asiento en el autobús, aunque ni afronta ni resuelve «globalmente» el grave problema de la gran afluencia de gente a los servicios públicos.

El amor es humildad

«Se acercó ... ». Pero, para acercarse, ha tenido que bajarse de su cabalgadura. El amor es siempre humildad. El amor se abaja.

«Le vendó las heridas, después de habérselas curado con acei­te y vino». Nos recuerda el gesto realizado por Jesús en la última cena: «Se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó a la cintura. Después echó agua en una palangana y comenzó a lavar los pies a los discípulos» (Jn 13,4-5).

El amor se expone, sin defensas. El amor anula las distancias. El amor es expoliación de sí mismo. No se puede amar si no se despoja uno de su papel, de la soberbia, del prestigio, de la actitud de superioridad. El encuentro solamente es posible si uno «se ba­ja» de la cabalgadura del orgullo, de la afirmación de sí mismo, de la ambición ...

Caridad y discreción

Menos mal que en aquel tiempo no había al acecho ni micrófo­nos ni televisión. Y así el samaritano ha huido de los entrevistado­res (y también el herido ha tenido la suerte de no tener que res­ponder al periodista petulante que le habría preguntado «qué había sentido» cuando los salteadores lo destrozaban a patadas ... ).

La verdadera caridad siempre es discreta. Y no debe exhibirse, ostentarse, publicarse, instrumentalizarse.

Hoy, desgraciadamente, en vez de la caridad «secreta» (Mt 6, 1-4), escondida, discreta, modesta, se presenta una caridad espec­tacular, ruidosa, publicada y pregonada, ampulosa, propalada más allá de los confines de la decencia o, al menos, del buen gusto.

Hoy asistimos, en el campo de la caridad y de las iniciativas de tipo social, a espectáculos penosos de divismo, a fenómenos indi­gestos de protagonismo excesivo, a culto de la personalidad y de la popularidad. La caridad y las buenas obras se convierten así en

El samaritano 69

retexto para la crianza de pavos reales que exhiben sin recato an-p . . te el pueblo sus plumas variopintas y suntuosas, y recItan una Jac-

tanciosa e infantil «letanía del yo». Con la excusa de que hay que dar «buenas noticias», dar a co-

nocer el bien y no sólo el mal presente en el mundo, algunos, ape­nas deciden hacer algo, crean primero un gabinete de pre~sa ~~­cargado de transmitir la información a los medios de comUlllcaClon del entorno. Más que de hacer, se preocupan de hacer saber.

Sin embargo, el samaritano, un tipo más bien esquivo, se ha preocupado de hacer saber al mesonero que él pagaría la cuenta.

¿Dónde está Dios?

En la parábola Dios parece ausente. No se le nombra. Se l.e margina. Está en el cielo, envuelto en las nubes, que no l~ permi­ten abrir un ventanuco para ver lo que sucede en el polVOriento ca-

mino de Jericó. ¿Es así? En realidad, Dios se hace presente, manifiesto, en el gesto del

samaritano. Mientras que el sacerdote y el levita le habían aleja?~, escondido entre las nubes del incienso y el humo de los saCrifi­cios el samaritano lo acerca a aquel camino infame. ,

¿Lo acerca o lo descubre?

Las lecciones son tres (y quizás más .. .)

Algunos estudiosos, al comentar e interpretar la pa~ábola, osci-lan entre dos perspectivas, que serían otras tantas leCCiOnes:

-se trata de amar incluso al enemigo; -es cuestión de dejarse amar por el enemigo. . Yo añadiría aún otra perspectiva: hay que aprender del enemi­

go. Y me parece que precisamente e~ta es la lección i~parti.da por Jesús al doctor de la ley cuando le dice: «Vete y haz tu lo mismo». O sea aprende del samaritano, del hereje, del distinto.

D~ todos modos, no se excluyen las tres perspectivas. Se tienen presentes las tres lecciones. Y quizás hay alguna más.

70 Las parábolas de Jesús

Casualmente ...

«Casualmente ... ». Había sido una jornada decididamente desa­fortunada para aquel pobre hombre tirado en la cuneta del camino. Sin embargo, después de la emboscada infame de la que había si­do víctima, he aquí que un rayo de luz cruza su negro horizonte.

Solo no se las arregla para salir de aquella fea situación y el tiempo apremia, porque ha perdido mucha sangre. La única espe­ranza es que alguien pase por allí. Y mira por dónde, inesperada­mente pasa alguien, y encima ese alguien es sacerdote.

«Casualmente ... ». Se puede suponer que el hombre «medio muerto» pensaría: «Bueno, en e! fondo me tengo que considerar afortunado, pues un cura pasa por estos parajes. Después de todo lo que me ha pasado, después del brutal cariz que ha tomado el asunto, parece que las cosas empiezan a andar bien ... ».

La mirada casi apagada del herido se aviva, se convierte en una especie de objetivo fotográfico que capta en la lejanía aquella fi­gura, después la encuadra cada vez más de cerca, pero ... ¡ay!, la ve también desaparecer. En efecto, el sacerdote no se paró.

La misma secuencia se repite con el levita, en un dramático al­ternarse de esperanza y frustración, de confianza y desilusión.

y he aquí que en el horizonte se perfila un tercer personaje. En el herido vuelve a encenderse, aunque ya muy tenue, la llama de la esperanza. Pero cuando aquel se acerca y es posible enfocar su perfil preciso, en primer plano, el pobre hombre debió tener un movimiento de desánimo: se trata de un enemigo.

Sin embargo, su débil esperanza se apoya precisamente en la hipótesis, casi inverosímil, de que no se comporte como enemigo y manifieste una pizca de humanidad.

y sucede precisamente lo increíble. El enemigo, el bastardo, el mestizo, ese de quien no se podía esperar nada bueno, se compor­ta como prójimo. Así, la salvación llega de la parte inesperada, me atrevería a decir equivocada.

Lo que no te esperas

Una pequeña experiencia mía, ocurrida precisamente en esa carretera, confirma el aspecto paradójico de las vicisitudes del he­rido de la parábola. Éramos un grupo de amigos a quienes no nos

El samaritano 71

gustaba viajar por los itinerarios preestablecidos. Bajábamos de Jerusalén a Jericó siguiendo el camino antiguo. A pie, naturalmen­te. Por la otra carretera y en autocar climatizado no se descubre na­da ni se entiende nada.

Cubiertos de un polvo pegadizo. Las piernas entumecidas. Des­mayados por el sol. Con la garganta reseca por la sed. Nadie nos dio de beber en el célebre monasterio de San Jorge de Qoziba. La desilusión había sido más abrasadora aún que el calor.

Aparecimos de repente ante aquella alucinante serie de chabo­las agujereadas por las bombas, y al fondo un oasis bellísimo. Frente a la primera -parece un milagro- hay un higuera. Nos sen­tamos un momento, al reparo de la sombra de aquella planta pro­videncial. Allá dentro hay una mujer con ocho o nueve niños. Nos viene a dar la bienvenida, rodeada de sus críos sucios (uno en bra­zos). El marido está trabajando quién sabe dónde. Vuelve cada dos o tres meses. Algunos rebuscamos en nuestros bolsillos o en la mochila. Pero la mujer nos precede. Ahí está trajinando alrededor de un fuego minúsculo. Saca unos vasos mellados y ciertamente nada transparentes. Pero la escena que presenciamos tiene una be­lleza única. Té con menta, e! ideal para quitar la sed.

Ahora podemos contar nosotros nuestra parábola. Bajábamos de Jerusalén a Jericó, estábamos seguros de que en el monasterio de San Jorge alguien nos sacaría agua fresquísima de! pozo. Todo lo contrario, un monje gruñón ni siquiera nos permitió acercarnos al brocal. Aún no habíamos terminado de murmurar de la indife­rencia arisca de aquel monje, cuando una mujer cualquiera, una árabe pobrísima, se ha puesto a buscar vasos y un recipiente enne­grecido entre las paredes agrietadas de su cabaña.

Probablemente era la persona más miserable de Jericó. y lo que os falta, dejaos que os lo den los pobres. y si queréis aprender alguna lección de evangelio, no vayáis a

leer la placa de la puerta.

El evangelio en edición de lujo

El Señor debe tener en el cielo un evangelio en edición de lu­jo, espléndidamente ilustrada, que guarda con celo y que pone al día continuamente, a todas las horas, dirigiendo sus ojos en direc- . ción de tantos caminos de Jericó que atraviesan la tierra.

72 Las parábolas de Jesús

En un lado está el texto, sus palabras, sus enseñanzas. En el otro, las ilustraciones. Entendámonos: no las ilustraciones de los grandes artistas. Esas le interesan relativamente. No, son las ilus­traciones que le proporcionan todos los días en todo el mundo per­sonas que no saben manejar los pinceles, pero que en compensa­ción saben tomar en serio su mensaje. Y, así, el evangelio ilustrado por millones de samaritanos desconocidos crece cada vez más.

En un lado, la palabra de Jesús. En el otro, los «hechos» de los hombres.

En un lado, su enseñanza. En el otro, su interpretación práctica. Es un volumen inmenso, enorme (aunque faltan las doctas ano­

taciones de los exegetas). El Señor lo mira con franca complacen­cia en cada momento. Ese evangelio comentado, ilustrado por las acciones (si escondidas, mejor), le demuestra que su paso por la tierra no ha sido inútil.

Al llegar aquí, he de tener la valentía de hacerme una pregunta: ¿cuál es mi contribución a esta edición ilustrada (y verdaderamen­te ecuménica) del evangelio? Hasta ahora ¿qué «hechos» he logra­do expedir hasta el cielo?

Por ejemplo, junto a la parábola del buen samaritano destacan miles de estupendas ilustraciones, todas originalísimas, auténticas obras de arte. Ninguna es «copia» de otra, porque la caridad es siempre creadora.

¿Pero acaso Cristo no está esperando algo mío? Una edición de lujo, puesta al día. Pero seguirá siendo una edi­

ción incompleta, mientras falten mis ilustraciones. Siempre hay un ser humano que espera en cualquier curva de

mi camino. Y siempre hay un Dios que espera con un evangelio abierto de par en par. Y al que falta una ilustración.

PISTAS PARA LA BÚSQUEDA

Más allá de nuestras preguntas

El diálogo entre el doctor de la ley y Jesús está construido so­bre un esquema muy significativo: pregunta del doctor de la ley (10, 25) Y contrapregunta de Jesús (10, 26), segunda pregunta del doctor de la ley y segunda contrapregunta de Jesús (lO, 36). Este esquema hace evidente una constante en los debates de Jesús y,

El samaritano 73

más profundamente, una característica de la misma revelación: las respuestas de Jesús con frecuencia exigen que el oyente cambie sobre todo la dirección de su pregunta.

Las preguntas del hombre están muy limitadas por las respues­tas de Dios. También el análisis de esta parábola muestra que Jesús no responde directamente a las preguntas del doctor de la ley. ¿Cuándo responde «sólo» a las preguntas que se le plantean? Sus respuestas van «más allá» y son «más amplias» (B. Maggioni)3.

Invitado a la conversión

El doctor de la ley, que tenía que satisfacer una curiosidad teo­lógica, se ha visto invitado a convertirse (B. Maggioni)4.

La caridad como trasgresión

Ya en el Antiguo Testamento se enseñaba el amor al prójimo, pero tradicionalmente estaba limitado a los miembros de la propia nación. Por otra parte, entre israelitas y samaritanos corrían pési­mas relaciones de enemistad y con frecuencia de abierta hostili­dad. Los samaritanos, por odio a los judíos, una vez esparcieron huesos de muertos en el templo de Jerusalén para profanarlo y ha­cer imposible la celebración de la pascua, y los judíos, por su par­te, además de maldecirlos, los rechazaban como testigos y no aceptaban que les ayudasen.

La acción del samaritano es, antes aún que un acto humanita­rio, un acto de trasgresión de un modelo cultural. La «lástima» (v. 33) le lleva a transgredir aquella norma no escrita, pero social­mente vinculante de manera absoluta, por la que «los judíos y los samaritanos no se trataban» (Jn 4, 9). Por tanto, el amor de este sa­maritano hacia el judío herido era propiamente subversivo, en cuanto que invierte una regla de vida aceptada por todos.

No cualquier subversión está dictada por amor al prójimo; pe­ro ciertamente el amor al prójimo es subversivo frente a cualquier

3. B. Maggioni, La parabole evangeliche, Milano 1992. 4. lbid.

74 Las parábolas de Jesús

ordenamiento social que permita o favorezca la injusticia, la opre­sión, la discriminación, la explotación (A. Comba)5.

Viene el inseparable

Pasan, pues, el sacerdote y el levita. Al herido poco le importa por qué esos no lo socorren y lo esquivan. A lo mejor tienen mie­do a pararse en un lugar donde poco antes ha habido un acto de violencia y donde puede rondar aún el peligro. Quizás piensan que está muerto y tienen miedo a contaminarse con el contacto de un cadáver. Quizás piensan que ha sido objeto de un castigo divino, inspirándose en esa doctrina según la cual desgracia, enfermedad y muerte siempre son consecuencia de culpa notoria o escondida. O simplemente tienen prisa por volver a casa tras haber prestado su servicio en el templo y temen perder el tiempo.

Se trate de torpeza o, como parece mejor, de escrúpulo legal, estos, los representantes más cualificados de la raza y la religión judías, no se sienten obligados a ayudar al infeliz. Él los ve alejar­se, sorprendido dolorosamente de que dos compatriotas y correli­gionarios suyos no sean su prójimo.

y he aquí que pasa el samaritano, del que el pobre judío herido no puede esperar ayuda alguna. Las relaciones entre judíos y sa­maritanos, siempre más o menos tensas (Jn 4, 9), desde hace un tiempo se han convertido en odio implacable.

Se pinta al nuevo viandante sin tintas sentimentales; no hay na­da en él que traduzca una particular tendencia a la compasión; pro­bablemente es un mercader en viaje de negocios, absorto en sus pensamientos.

Pero llega algo inesperado. La parábola, tan rápida a propósito del sacerdote y del levita, se detiene con amor para describir sus movimientos y sus gestos. Movido a compasión, se apea de la ca­balgadura (probablemente se trata de un asno), venda las heridas, alivia el dolor con una mezcla de aceite y vino, carga al pobre hombre en el animal, lo lleva al mesón y pasa la noche a su lado; al día siguiente, teniendo que marchar, lo encomienda al mesone­ro, paga los primeros gastos, prometiendo el resto a su vuelta. En su actuar es atento, preciso, parco; no derrocha nada en genero si-

5. A. Comba, La parabole di Gesu, paro la per l'uomo d'oggi, Torino 1978.

El samaritano 75

dades inútiles, pero al mismo tiempo no escatima nada de lo nece­sario (L. Algisi)6.

Entre las convicciones y la compasión, elige la compasión

El sacerdote y el levita son el prójimo según una definición va­cía, mas no en la realidad viva. Pertenecen a esa clase de personas que constituyen el ámbito del prójimo y ahí se encuentran en una posición privilegiada, pero la situación concreta del encuentro con el infeliz en el camino demuestra la vaciedad de su denominación.

Sin embargo, según la definición, el samaritano no es prójimo. Odiado por los judíos, también él los odia y cree que debe odiar­los: su pasado y su religión le hacen enemigo. Pero puesto frente al infeliz, en lucha entre las convicciones y la compasión, él elige la compasión y así se convierte en un hombre nuevo, el «prójimo».

y el oyente que juzga acerca de la posición del infeliz, aunque es judío y enemigo del samaritano, siente que tiene que aplaudir­lo y piensa que el sacerdote ha renegado de sí mismo y ha matado virtualmente (L. Algisi)1.

Por entre las mallas de la armadura rígida no pasa la piedad

Eligiendo su modelo de un pueblo que no era el judío, Jesús ciertamente ha querido denunciar una vez más una piedad muy or­gullosa de sí misma y de sus tradiciones, pero privada de la liber­tad de espíritu necesaria para reconocer la voluntad de Dios inclu­so al margen de los esquemas usuales de la religión. El sacerdote y el levita pasan en vano aliado del herido, y esto no puede suceder sin un sentimiento de vergüenza también por nuestra parte.

La tradición, también la tradición religiosa, no debe convertir­se en una forma de rigidez, un vestido cerrado y pomposo que confiere solemnidad a nuestro paso majestuoso, pero entre cuyas mallas cerradas e impermeabilizadas ya no pasa el espíritu de Dios libre y creador (L. Algisi)8.

6. L. AIgisi, GesLl e le sue parabole, Casale Monferrato 1963. 7. ¡bid. 8. ¡bid.

76 Las parábolas de Jesús

¿Parábola o alegoría?

Ya algunos Padres y todavía hoy muchos predicadores inter­pretan esta parábola en sentido alegórico y ven en ella representa­da toda la historia de la salvación.

El hombre caído en manos de los salteadores es Adán o toda la humanidad, que con el pecado original cae bajo el dominio de Sa­tanás. El sacerdote y el levita representan diversos estadios de la historia veterotestamentaria. El samaritano es Jesús. Él cura al hombre medio muerto con aceite y vino, esto es, lo cura mediante los sacramentos; lo lleva a la posada, que es la Iglesia, y lo confía al cuidado del posadero, o sea, del pastor. Antes de marchar (esto es, de subir al cielo) da al mesonero dos denarios, que son el An­tiguo y el Nuevo Testamento, y promete volver, lo que hará en la parusía final.

A primera vista esta explicación puede parecer convincente; pero no corresponde a la intención de la parábola. No quiere ser un compendio de la historia de la salvación, sino mostrar con un ejemplo cuál es la postura correcta y cuál la equivocada frente al prójimo. Quiere ser una exhortación a imitar al samaritano (A. Kemmer)9.

Mala cosa si hubiera una justificación válida

Los exegetas se esfuerzan por atribuir la extraña conducta de las dos personalidades judías a motivos conceptuales que puedan atenuar la impresión de escándalo. Buscan con afán razones que los disculpen.

Suelen recurrir especialmente al precepto de pureza ritual, que prescribe evitar a todo el que esté en peligro de muerte. Pero un ra­zonamiento de este tipo no se ajusta en absoluto a la narración.

En efecto, el texto trata de presentar la negación de auxilio co­mo algo inesperado y escandaloso. Por eso la atribuye a tales per­sonajes. La historia sería contradictoria si se permitiera mitigar o eliminar la inaudita escena mediante una explicación plausible (W Harnisch)10.

9. A. Kemmer, Le parabole di Gesu, Brescia 1990. lO. W. Harnisch, Las parábolas de Jesús, Salamanca 1989.

El samaritano 77

El amor recibido de un enemigo

Para la exégesis corriente, que considera esta perícopa como una historia ejemplar, el texto tiene el sentido de una llamada a la solidaridad. La conducta del samaritano ofrece un caso modélico que indica la orientación que sigue una práctica de la fe compro­metida con las necesidades del prójimo: «Precisamente el prójimo» aparece aquí como «el libro de lectura de Dios» (E. Fusch). Pero ¿explica esta interpretación la relación conflictiva que se expresa en la secuencia de los tres transeúntes? ¿Tiene en cuenta que el tex­to ofrece a los oyentes judíos una trama narrativa que atribuye el acto de recusación de ayuda a dos «mandatarios religiosos» (H. Braun) de la propia comunidad cultual, y el gesto de compasión a un miembro de una sociedad menospreciada, que es el samaritano?

Hay que preguntar, con D. Crossan, si la constelación de per­sonajes no sería diferente de haber pretendido el narrador ilustrar la exigencia del amor al prójimo ... Con esta intención bastaría presentar a tres personas anónimas en la serie de transeúntes ajus­tada a la ley del número ternario o, si se persigue a la vez un efec­to anticlerical, presentar, después del sacerdote y el levita, un judío laico. Pero si el relato debía presentar un ejemplo ilustrativo del precepto del amor al enemigo y animar a los oyentes judíos a prac­ticar la conducta correspondiente, el odiado samaritano no hubie­ra desempeñado el papel de auxiliador, sino, a la inversa, el papel de hombre necesitado de ayuda.

De hecho, la versión que nos ha llegado del relato no utiliza ninguna de estas posibilidades ...

El acto caritativo del samaritano revela el amor, no en la di­mensión de la exigencia, sino de un evento. Lo que el relato afir­ma y propone no es otra cosa, dicho en fórmula provisional, que la sorprendente e irresistible experiencia del amor recibido de un enemigo (W Harnisch)".

Ganar al oyente para la causa del amor

Todo hace pensar que el relato, exponiendo algo inverosímil, pretende despertar una experiencia que todos tienen, pero que la

11. [bid.

78 Las parábolas de Jesús

vida cotidiana sofoca y escamotea. El relato saca a la luz de un modo hiperbólico lo que nadie quiere percibir. En el caso límite de una negación de auxilio, pone de manifiesto lo que la experiencia cotidiana enmascara permanentemente: que no estamos en reali­dad a la altura de las exigencias del amor.

La conducta de los jerarcas cultual es no tiene nada de extraor­dinario: «Su comportamiento inhumano es en realidad lo que hace todo el mundo» (E. Biser). En esta perspectiva la reacción de los servidores del templo, escenificada en forma tan incisiva, lleva el sello de lo real. Su incomprensible reacción ante la extrema nece­sidad de un herido viene a desenmascarar la traición cotidiana que se hace al amor. La indiferencia de los primeros transeúntes revela lo que el oyente tendría que reconocer: que su vida real está mar­cada por un fallo que proviene de la ausencia de un amor fuerte.

Pero el relato trata de ganar al destinatario para la causa del amor. Por eso especifica la deficiencia fundamental de la vida co­tidiana en un acto de flagrante desamor que ha de provocar por fuerza su protesta. De ese modo le da a conocer el carácter irre­nunciable del amor.

El desarrollo extravagante de la acción delata una doble estrate­gia subversiva. Por un lado, el relato descubre, en contradicción con la idea del oyente, el fallo real de su tenor de vida. Por otro, le hace sentir esa carencia como intolerable, avivando su malestar con la descripción de los hechos. Sin ahorrarle la súbita conciencia de que su existencia se caracteriza por la falta de amor, le atrae secre­tamente a la causa del amor. Dicho en otros términos, la parábola le recuerda al oyente que le falta el norte de su vida (W, Harnisch) 12.

Dios no supone problema, pero ...

¿Por qué este hombre que ha citado, y quizás creado, el resu­men de la ley se plantea preguntas exclusivamente respecto al pró­jimo? ¿Por qué no ha preguntado: «Pero quién es Dios»? ¿Es que Dios es más fácil de atrapar y amar que el prójimo?

El hecho es que, para nuestro teólogo casuista, Dios probable­mente no es un problema. Se sabe dónde está, dónde es posible en­contrarlo y de qué manera, sin riesgo de error, adorarlo y amarlo.

12. ¡bid.

El samaritano 79

Basta que el hombre se halle en el templo, despliegue los rollos de la ley, cante o rece, ofrezca los diezmos, y Dios está allí como un servidor celoso e impecable. A Dios, a fin de cuentas, se le posee.

Lejos de mí pensar que Dios no está presente en el templo, en el culto y en todo lo demás. i Pero lo que me fastidia es esa confis­cación casi mágica de él! Es creer que es fácil amarlo, y llegar a defender que el prójimo que se ve y se toca es infinitamente más difícil de alcanzar y amar que Dios, al que no se le ve. Sin negar evidentemente su presencia y su fidelidad en nuestros cultos y ora­ciones, me pregunto si acaso no lo aprisionamos con frecuencia en nuestras Iglesias, en nuestros sistemas, en nuestras teologías.

Con frecuencia no sabemos exactamente quién es y sabemos muy poco de quién es el prójimo. ¿Acaso hemos olvidado que en Jesucristo Dios se ha acercado a nosotros? Se ha hecho tan real y concreto como un prójimo, pero también ahora es tan dificil de des­cubrir como lo es descubrir a tantos otros prójimos (A. Maillot) 13.

Llega el momento del riesgo

Jesús la toma con la ley. Porque con la ley ya no existe riesgo. Yen ese caso, ya no hay verdadero prójimo, y menos aún posibi­lidad de amor al prójimo ...

Lo que Jesús echa en cara al sacerdote y su acólito es el no ha­ber entendido que en la situación en que se encontraron deberían haber hecho saltar su ley para acceder a la libertad y al amor al prójimo. Les reprocha el no haber entendido que era el momento del caso concreto, del «riesgo», en que no hay códigos que valgan y hay que inventar el propio comportamiento (A. Maillot)l4.

No es un ángel, sino uno que elige entre muchas cosas

Por favor, no hagamos de nuestro samaritano un ángel caído del cielo. No, es un hombre como nosotros, con un pasado, una tradi-

13. A. Maillot, Les parabo/es de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973. Recomien­do el libro sobre las parábolas de A. Maillot por sus agudos, originales e incisivos análisis, y por la cercanía a los problemas actuales de los cristianos, aunque ha si­do habitualmente «desdeñado» por la exégesis académica.

14. Id., Les parabo/es de Jéslls aujourd'hui.

80 Las parábolas de Jesús

ción, una familia, unas leyes. " y también con unos proyectos. Sin duda le esperaba su trabajo, quizás la familia o los amigos.

Pero durante un tiempo todo esto queda en la penumbra. Por un tiempo el samaritano elige al herido y deja de lado todo lo demás. y tenemos que subrayar precisamente esta realidad: amar signifi­ca tener que elegir con frecuencia. Elegir lo uno ... contra lo otro. y no solamente contra sí mismo, sino contra los otros. Amar a un prójimo significa con frecuencia renunciar a amar a otros. Curar a un hombre significa con frecuencia herir a otros, o al menos aban­donar a otros heridos.

He ahí una de las razones por las que el amor al prójimo nunca podrá justificarnos. Porque determina con frecuencia una culpabi­lidad en relación con los demás. No es posible extender una manta para proteger a alguno sin destapar a otro en cualquier otra parte.

El mismo Jesús, cuando pasaba su tiempo curando a un enfer­mo, «robaba» ese tiempo a otro. No olvidemos que no ha curado a todos los enfermos de Israel. Se ha visto obligado a elegir. Y ha elegido a los cercanos, a los que estaban allí. También el samarita­no elige al que está allí. Quizás en detrimento de su familia, sus amigos, pero eso no le importa.

Aquí es donde el amor se diferencia de la filantropía que, en cuanto tal, nunca quiere elegir (A. Maillot)15.

Aprender a recibir

Con frecuencia, cuando hablamos del prójimo, lo primero que tratamos de dilucidar es lo que tenemos que hacer. Empezamos arremangándonos la camisa. Aquí Cristo nos recuerda que hay que comenzar a recibir y descubrir.

En efecto, pensemos lo que pensemos, existen muchas personas que se acercan a nosotros, se ocupan de nosotros y nos quieren.

Nuestra vida está tejida de múltiples prójimos que llegan a no­sotros, y a quienes hemos olvidado. Con frecuencia hemos olvida­do amar a aquellos que se han acercado a nosotros. ¿Acaso no es muchas veces más fácil amar a los que nos necesitan que no a aquellos que nosotros necesitamos? (A. Maillot)16.

15. 1bid. 16. 1bid.

El samaritano 81

El prójimo eres tú

La respuesta de Cristo se puede interpretar más o menos así: «Si esperas saber quién es tu prójimo, es probable que no lo en­cuentres nunca. Y entonces, en vez de plantearte tantas preguntas, ponte en el camino y hazte tú mismo prójimo. Porque la ver~a~~ra pregunta no son los otros, eres tú. La respues~a a la pregunta mi~ial eres tú. Paradójicamente, el prójimo eres tu, o sea, ese en qUien puedes convertirte» (A. Maillot)17.

¿Estás dispuesto a dejarte socorrer por el enemigo?

. Quieres entender de verdad a quién debes considerar tu próji­mo* Intenta por un momento imaginarte en el lugar de aquel des­graciado herido por unos bandidos y abandonado morib~ndo en la cuneta. Me gustaría ver si en aquel mal trance, y despues que dos paisanos de purísima ascendencia israelita y nada sospechosos han pasado de largo sin pararse, estarías dispuesto a mantener tus pre­juicios étnico-religiosos y rechazaría~ dejarte tocar ~or aquel ~a­maritano con las manos impuras o Si, por el contrano, desean as desesperadamente que se parase, que no tuviera en cuenta aquella barrera y te considerase su prójimo simplemente e~ cuant? h~m?re.

Hoy se podría ambientar la parábola ~onde eXisten ?~scnmma­ciones raciales. Imagínate tú, blanco, racIsta y hasta afiliado al Ku Klux Klan, tú que armas un lío en un local si entra un ~egr? y 0,0 pierdes ocasión para manifestar tu desprecio y tu averSlOn, Imagl­nate implicado en un accidente ... por una carretera poco frecuen­tada y estar ahí muriéndote desangrado mientras pasa algún q~e otro coche y no se detiene; imagina que en un momento determI­nado pasa por casualidad un médico de color ...

La cosa no está en ayudar a los negros, los judíos o a otros marginados, sino más bien en verte en una situación en l~ que só­lo pudieras ser ayudado por un negro, un judío, un comumsta o ~un fascista; en una palabra: por uno del otro bando (y podemos ana­dir: un extracomunitario, un limpiacristales marroquí, un albané~). Si se diera una situación de este tipo, ¿te atreverías todavía a deCir: «Sería mejor que esa gente se quedase en su país»? ...

17. 1bid.

82 Las parábolas de JeslÍs

Entonces -parece decir Jesús no sin un matiz de sencilla iro­nía- ¿quién es tu prójimo? ¿Quién fue prójimo para aquel hombre herido? Después de haber escuchado esta historia, ¿te atreves aún a dar una definición restrictiva, que excluya al extranjero, al ene­migo? ¿Prefieres defender que el samaritano tendría que haber de­jado morir a aquel herido porque pertenecía a un pueblo enemigo?

Pero si esto es verdad, por la fuerza del carácter recíproco de la noción de «prójimo», se sigue que tú también has de considerar prójimo tuyo al hombre como tal. Eso es lo que se explicita en las palabras finales: «Anda y haz tú lo mismo» (v. 37). Sólo en este momento el interlocutor está invitado a identificarse no ya con el necesitado, sino con el auxiliador; pero esto es sólo una conse­cuencia, que presupone cuanto anteriormente se ha asumido me­diante la parábola; la invitación a identificarse con el auxiliador se puede percibir precisamente porque antes se ha debido identificar uno con el hombre herido (Y. FUSCO)18.

¿Dónde le habéis puesto?

Ha ocurrido más de una vez que algunos creyentes han repeti­do aquella lamentación de María Magdalena cerca del sepulcro: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto» (Jn 20, 11-13). El trabajo de los exegetas a veces parece destructivo: ¡lo que queda de los textos evangélicos, durante un tiempo tan vivos, es como un desierto quemado y árido!

Pero también nosotros tenemos la posibilidad de experimentar, en cierto modo, lo que le ha ocurrido a María, cuando Jesús, des­cubierto nuevamente como «resucitado», se acerca a nosotros en su postura concreta. Lo reconocemos en el samaritano y también nosotros decimos: ¡Rabbuní! (l. Lambrecht)19.

Ha recibido una fuerte sacudida por la predicación de Jesús

Que un culto teólogo pregunte a un laico por el camino de la vida eterna era entonces exactamente tan desacostumbrado como

18. V. Fusco, Oltre la parabo/a. [ntroduzione al/e parabole di Gesll, Roma 1983. 19. 1. Lambrecht, Tandis qu 'Il nous parlait. [ntroduction aux paraboles, París 1980.

El samaritano 83

10 sería hoy, y hay que explicarlo tal vez'p0r~~e este h~mbre ha si­do turbado en su conciencia por la predicaclOn de Jes~~.

Si Jesús, de modo sorprendente, le muestra la aCClOn .com?, el camino de la vida, hay que comprenderlo a pa.rtir de esta Slt~aclOn: todo el saber teológico no sirve para nada, Si ~l amor a Di~S Y2:1 «compañero» no determina la conducta de la Vida (l. Jeremias) .

El evangelio no es una ejercitación mística acerca de Dios

Lo que cuenta en la óptica de Cristo n? es que uno .se llame cristiano o no cristiano, sino que uno se baje de su segundad y se preocupe del hombre herido. Quien l? haga está en la verdad, en-tra en la verdadera condición de prÓXimo al hombre... , .

En la parábola se entrevé incluso l~ m~?iación ent:e ser proXi­mo al necesitado y la realidad: la indicaclOn del mesan, del pago de los denarios al mesonero ...

Es como decir: la pasión por el hombre herido nos debe ll.evar a usar también las estructuras necesarias para liberarlo .. La ~m~~r­salidad pasa a lo concreto. El evangeli.o jamás. es una eJercltaclOn mística sobre Dios. Sobre eso existen hbros onental~s ~stupendos, sublimes. El evangelio tiene esta modestia de lo cotidiano, que .es su cualidad extraordinaria, y nos lleva, después de todos los dis-cursos, a lo concretísimo que es el hombre de la call.e.. .

Todo el universo de los conceptos, por una espeCie de improvi­sada precipitación química, se resuelve en e~ hombre concreto que languidece en medio de la sangre de sus hendas. Este vuelco es lo que nos atormenta (E. Balducci)21.

Conoce al hombre quien lo ama

Conocer a Cristo es lo mismo que conocer al hombre. Cor:ocer al hombre está dentro de nuestras posibilidades. Pero ¿de que co-nocimiento se trata? .

No del filosófico y científico, tan respetable y necesano, den­tro de su ámbito. Es un conocimiento que es lo mismo que el amor.

20. 1. Jeremías, Las parábolas de Jesús, Estella 1997. 21. E. Balducci, [1 Vangelo della pace, anno e, Roma 1985.

84 Las parábolas de Jesús

Conoce al hombre quien lo ama. y conoce al hombre quien ama al que es distinto de él, es más, a su enemigo.

Porque en el salto con que el amor supera los abismos, esto es las d!~erencias de cult~ra, clase, economía, hay una potencia cog~ noscltIva que se asemeja a esa misma de la que Dios ha dado ejem­plo (E. I3alducci)22.

Me recuerda a don Abundio

«Un sacerdote bajaba casualmente por aquel camino y, al ver­lo, se desvió y pasó de largo». Un sacerdote pasa «casualmente» por al~í; su paso se cuenta en un contraste fortísimo con el paso del samantano «que iba de viaje».

El sacerdote da la impresión de que camina por un sendero co­nocido, como pensando en otra cosa. No sé por qué, pero me re­cuerda a don Abundio en el famoso paseo que abre la novela. Un paseo inocente, dado en parte para distraerse y en parte para rezar el breviario con el mínimo esfuerzo, que le hace chocar con la pre­potencia, la injusticia y la aflicción del débil y del inocente.

La reacción de don Abundio es menos olímpica que la del sa­cerdote del evangelio, pero la solución es exactamente la misma una solución de miedo y, por tanto, de huida. Los dos intentan po~ nerse a salvo.

Para don Abundio la decisión se complica por la protesta vi­b~ante de hombres que reclaman la justicia y por la voluntad de hIerro de los que lo consideran cómplice de la injusticia. En la pa­rábola la decisión se facilita por el silencio del herido y por la so­ledad del camino (A. Paoli)23.

Esos que no ven la ocasión

Es estupendo que a este samaritano, que hace de modelo del amor, se le presente en un camino desierto, infectado de ladrones, ante un hombre desnudo y moribundo, ante un hombre que no

22. Id., JI mandarlo e il fuoco, anno e, Roma 1979. 23. A. Pao1i, Un encuentro dificil: la parábola del buen samaritano, Madrid 2002.

El samaritano 85

puede dar las gracias y que se le puede abandonar tranquilamente a su destino, porque nunca reprochará al transeúnte su ruindad ...

El sacerdote y el levita no ven las ocasiones, conocen el amor cómodo no tienen la experiencia de la pobreza de amor que quema como u~a llaga abierta e infectada, una lenta e incesante pérdida de sangre, que termina inevitablemente con la muerte. El amor para ellos es una virtud, esto es, una teoría: no se hace carne en ellos y no lo pueden ver en la carne desgarrada del herido (A. Paoli)24.

El único reconstituyente: un ideal

«y vino». ¿Qué podrá dar a este hombre anémico la fuerza pa­ra reponerse? ¿Cuál será el reconstituyente que, como el vino, po­drá devolverle el sentido de la vida? Un ideal. Una cosa pequeña; y sin embargo, sin ella no se puede vivir; y con ella se puede vivir una vida de un potencial enorme.

Se sabe que el ideal concentra todas las fuerzas espirituales de la persona en un punto, las dilata ilimitadamente, es un peso que está en la persona y al mismo tiempo fuera de ella, de tal manera que la hace salir de sí y la hace gravitar hacia Otro distinto de sí misma; tanto, que el egoísmo que hace al hombre cerrado se supe­ra por una fuerza igual y contraria (A. Paoli)25.

No le quedará más que la señal del amor ...

Tengo una gran esperanza ... Que la Iglesia, que ha renunciado a su imagen de rival del mundo y de sociedad contra la sociedad, o de sociedad-guía de la sociedad, para tomar la de «animadora», pueda hacer sentir al mundo que es amado. Cuando renuncie a los últimos signos de poder, no le quedará más que el signo del amor.

Si la Iglesia, como comunidad de amor y como comunidad li­túrgica, sabe hacerse signo de ese amor que envuelve el universo y reúne a la comunidad humana en un solo cuerpo, el mundo descu­brirá su verdadera energía vital: el amor de Dios (A. Paoli)26.

24. ¡bid. 25. ¡bid. 26. ¡bid.

86 Las parábolas de Jesús

El ignorante y el docto frente al misterio

«Un maestro de la ley ... ». Hay más verdad en una parábola evangélica que en no sé cuántos tratados filosóficos o teológicos.

El ignorante respeta el misterio, mientras que el docto tiene la tentación continua de coartarlo o de deformarlo a su semejanza.

El ignorante se reserva un pequeño espacio para ponerse de ro­dillas; el docto lo ocupa con cifras, cálculos, conceptos, razona­mientos, máquinas, instrumentos que le crean la ilusión o la pre­tensión de haber entendido.

En la imagen del ignorante hay sitio para la verdad; en la argu­mentación del docto, a menudo, no hay nada. Se encuentra adel­gazada, limada, constreñida.

Los hombres suelen llamar verdad a un pensamiento al que na­da se puede añadir.

El humilde guarda con amor la más pequeña de las simientes o una partícula de levadura; el científico descompone incluso la se­milla, deshace incluso la levadura (P. Mazzolari)27.

Basta uno

No importa si por uno que quiere, noventa y nueve no quieren; si por uno que se para, noventa y nueve siguen adelante.

Ese uno es el Amor. El pesimismo fue inventado por los perezosos, los desalmados,

los que no tienen corazón. Yo creo en el Amor (P. Mazzolari)28.

¿Conoces el dolor?

El sacerdote no puede ser un separado: entonces no compren­dería lo que acaece en el corazón del hombre y lo que cuesta vivir la fe en el mundo. Muchos tienen miedo de las pérdidas y de los extravíos, y cierran y atrancan, olvidando que está perdido para la gracia y para la vida no sólo el pródigo, sino también el hermano mayor, quien, aunque conoce la ley, no conoce el dolor:

27. P. Mazzolari, JI Samaritano, Brescia 1963. 28. Jbid.

87 El samaritano

l · ? -¿Tú conoces el evange 10. . 29

-¿Y tú conoces el dolor? (P. Mazzolan) .

Inhumanos en nombre del deber

La piedad puede ir unida fácilmesnetehacnonvl~e~:~l~~~~~en~~e:~ . ., M chas personas

tros preJUlclOS. u 'do El corazón no encuentra sa-nombre del deber o de algo pare~I.' le obliga a ello la cabeza tisfacción alguna en hacerse ma o, SI no

1 ')30 (P. Mazzo an .

Un repetidor

El levita es un repetidor, la mala copia de alguien que ha pasa­

do antes que él, el fidelísim~:d l'd d de ese estilo. Son los que no A muchos les ~u~t~ u.na 1 e ~eaal una manera se aparte no de

soportan ninguna mIcIatlVa que g . e ha hecho y que lo que se debe hacer, sino de lo que s~e3~pre s ellos creen que es un bien (P. Mazzolan) .

Entre viajar y pasear

. l't de cada hora siento y entiendo el palpitar ajeno; En mI pa PI ar ' de cada lágrima' en mi abandono,

en mi llanto, saboreo el amargor d 'Así'me encamino ha-hace eco el desierto que cerca ca a corazon.

cia la solidari~ad y le!a:~~te y el levita, no viajaban; sin~vlemen-Los otros os, e mino como esas mUjeres ele-

te paseaban: eran un adorno del r~~mo a'ciertas horas del día. Ae­gante s que se ven en el pase~::dos perros encadenados. Gente rostatos parados, barcos .a 'idad que hace implacables segura, por tanto dura. EXIste una segur

1 ')32 (P. Mazzo an .

29. ¡bid. 30. ¡bid. 31. ¡bid. 32. ¡bid.

88 Las parábolas de Jesús

En la religión todo consiste en inclinarse

«Se inclinó ... ». Inclinarse es un gesto materno. Tanto se incli­nan las madres que sus espaldas lo delatan muy pronto. Esa curva es el documento de su identidad, la inconfundible señal de la ma­ternidad que desciende y condesciende.

En la religión todo consiste en inclinarse: «Se inclinan los cielos y hacen llover al Salvador». «y el Verbo se hizo carne y descendió hasta nosotros». «El Señor, al verla, se compadeció de ella y le dijo: '¡No llo­

res!'. Y acercándose, se inclinó sobre el féretro» (Lc 7,13-14). «Jesús se inclinó y se puso a escribir con el dedo en la tierra:

'Aquel de vosotros que no tenga pecado, puede tirarle la primera piedra'» (Jn 8, 6-7).

«E inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19, 30). Así responde el Hijo de Dios a las rigideces hipócritas de los

hombres. El samaritano actúa como Jesús, por eso Jesús es el sa­maritano; más que el samaritano, la caridad.

«Vete y haz tú lo mismo» (P. Mazzolari)33.

El hombre no entra en ciertos esquemas

Alguno no hace otra cosa que abanicar la verdad o una verdad suya, olvidando que los mismos principios más sagrados, al apli­carse al ser humano, se hacen comprensivos y caritativos.

El hombre real no entra fácilmente en ciertos esquemas si la caridad no los dilata (P. Mazzolari)34.

El milagro más grande

El milagro más grande y continuo, que además es prueba se­gura de la presencia de Dios en nosotros, es el bien que florece en las manos del hombre: una criatura que no es buena hace cosas buenas (P. Mazzolari)35.

33. ¡bid. 34. ¡bid. 35. ¡bid.

El samaritano 89

Un huevo sin color

En el camino que baja de Jerusalén a Jericó, no lejos del hom­bre maltratado por los ladrones, espero a los dos primeros vian­dantes, que sé que no se pararán. Ahí viene al sacerdote, y he a~uí que ve a aquel hombre y sigue adelante; y poco despu~s el levIta: mira y sigue adelante. Desde donde me encuentro mIro los dos rostros: esos rostros relevantes en los que, al contrario que el sa­maritano, no nace la piedad. Pero no veo la cara: bajo el turbante hay una especie de huevo liso y sin color (L. Santucci)36.

36. L. Santucci, Una vita di Cristo. Vo/ete andarvene anche voi?, Cinisello

Ba1samo 1995.

3

Los tres amigos

«Si uno de vosotros tiene un amigo y acude a él a media noche, diciendo: 'Amigo, préstame tres panes, porque ha venido a mi casa un amigo que pasaba de camino y no tengo nada que ofrecerle '. Y si el otro responde desde dentro: 'No molestes, la puerta está cerrada, y mis hijos y yo estamos ya acostados; no puedo levantarme a dártelos '. Os digo que si no se levanta a dárselos por ser su amigo, al menos para que no siga molestando se levantará y le dará cuan­to necesite. Pues yo os digo: 'Pedid y recibiréis; bus­cad y encontraréis; llamad y os abrirán. Porque todo el que pide recibe; el que busca encuentra, y al que llama le abren. ¿Qué padre, entre vosotros, si su hi­jo le pide un pez, le va a dar en vez del pescado una serpiente? ¿ O si le pide un huevo, le va a dar un es­corpión? Pues si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar a vuestros hijos cosas buenas, ¿cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu santo a los que se lo pidan?» (Lc 11,5-13).

¿ Quién es el que duerme?

Normalmente se define esta parábola como la «parábola del amigo inoportuno». En realidad aquí los amigos son tres, constitu­yen una cadena. Se podría decir: había un amigo, que tenía un amigo, que tenía un amigo ...

Hagamos aún una precisión. Hemos de estar atentos para no forzar indebidamente el significado del texto, hasta llegar a la identificación exacta de los papeles de cada uno.

Sí, Cristo ha querido con esta «escena nocturna» animarnos a una.orac.ión conf~ada, insistente y hasta testaruda. Pero una postu­ra sImphsta podna llevarnos a establecer así el reparto: Dios es el

Los tres amigos 91

que duerme, y yo, con la oración, voy a despertarlo, hago que se interese por mis problemas.

Pero la experiencia me demuestra que casi siempre ocurre lo contrario: Dios no duerme; el inoportuno que viene a despertarme es precisamente él. El que duerme (o el que finge dormir para que no le molesten los demás) soy yo.

La oración nos despierta

En realidad, a través de la oración es Dios quien me despierta. Mi madre me recomendaba cuando era pequeño que rezase mis

oraciones «en cuanto me despertara». Después he aprendido que tengo que rezar para despertarme. Si no rezo, no me despierto.

Mejor que despierto, quien reza es uno que se deja despertar. Con frecuencia vivimos en un estado de sopor, de duermevela, de sueño profundo o de sonambulismo. Nos dejamos vivir, nos con­fiamos a la mecánica obtusa de las costumbres, al automatismo de los gestos repetitivos. Pasamos por las cosas, situaciones y perso­nas sin profundizar, sin entrar en comunión con ellas, sin hacernos partícipes.

Pues uno de los temas fundamentales de la Biblia y de la pri­mitiva predicación cristiana es precisamente el del despertar. Des­pertar a través de la presencia imprevista de Alguien que -de no­che o de día- llama a nuestra puerta y solicita insistentemente que le dejemos entrar.

Un antiguo himno litúrgico canta: «Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo» (Ef 5, 14).

«Con la civilización se pasa del problema del hombre de las ca­vernas a las cavernas del hombre. Todo lo que amenazaba al hom­bre desde fuera, los grandes peligros, las tinieblas nocturnas, el hambre, la sed, los fantasmas, los genios, los demonios, todo lo que le mantenía en una inseguridad fundamental, todo esto se tras­fiere al interior y nos amenaza desde dentro» (E. Morin).

Ahora las noches de nuestras ciudades están iluminadas. Pero la oscuridad ha pasado al interior del hombre. Los fantasmas se han situado en su corazón. Los abismos se han excavado en su es­píritu.

La oración me ilumina desde dentro. Ilumina mis profundida­des. Y yo, una vez más, salgo afuera, desde mis cavernas. Salgo a

92 Las parábolas de Jesús

la l~z. Vuelv.o a ser libre. Me encuentro liberado del mi sueno (que s.I:ve p~e~isamente para exorcizar el miedo) edo y del

(1 ~~~~;;~~~n ~~~Iana es la t?m~ .de conciencia de t~do el ser» ción, estar prel~ntes.ar, pues, sIgllIflCa despertarse, prestar aten-

«Habla, Señor, que tu siervo escucha» «Señor, aquÍ estoy ... Dime ... ». .

mig~~)~ñor, heme aquÍ, estoy a tu disposición, puedes contar con-

Con razón se ha dicho que la oración más fuerte ~ p~ede. oír es el «sí». Pero el «sÍ» sólo lo pued q~e el S.en~r VI duo que está en . d' . e pronunCIar un mdI-

el «sÍ» decisivo e~\~ h~:f;~:t~: faa~~~:~:du~ ~asualidad que

muchacha de Nazaret que inmediatamente se puso e~~:!~~~. ~.na

¿Es verdad que Dios nos escucha?

«Pedid y recibiréis». Dan ganas d' . queja son infinitos y todos 1" e quejarse, y los motIvos de concreta. Hemos r~zado. Y h:~:~ que v~r c?n. nuestra experiencia ciones según la recomend ., em?s mSIstIdo en nuestras peti­pero n~ hemos conseguidoa~~~: ~~ cI~ra la paráb~la evangélica, mente mudo L . " lOS a permanecIdo obstinada­rendija. . a ventana esta cerrada, ni siquiera se ha abierto una

Y es dificil continuar cua d . . camente desatendidas Y h t

n o n~estrlas .petIclOnes son sistemáti-

. . . as a se tIene a Impr " d . dIVIerte no haciendo caso de nuestras leg't' eSlOn e q~e DIOS se

E t' lImas expectatIvas tras o~a~~~~~~~~~~ ~onciliar la garantía de que ciertamente 'nues­que desmiente brutal:e~~~uchadas con la experiencia casi diaria puede exhibir una 1 ,. es~ promesa? Cada uno de nosotros por Dios, un vOlumi~;:~~~a ldIsta

del peti~iones no «tramitadas» . A' ro e rec amacIOnes contra él

pecfale~~)~:~o:t:~!U~ l=c~~o~racia celestial -sector «gr~cias es-

mient~s porque llegan mucho~ :s~~:~~S:~:~~:~~~aedainvceuzmmPl,i-apremIante? as

No, en materia de oración no d contabilidad y eficacia. La certez p~ emos pensar en términos de otro plano. O sea existe la s .~ dedser escuchados se coloca en

, egun a e que nuestra oración llega,

Los tres amigos 93

toca sin duda a Dios. Al otro lado del hilo (o detrás de la ventana cerrada) está él, que se deja encontrar regularmente, está disponi-ble siempre, no dice: «Estoy muy ocupado ... No tengo tiempo .. . Tengo otras muchas cosas más importantes de que preocuparme .. . Tengo una infinidad de asuntos urgentes que despachar para el go­bierno del mundo y tú me mole.stas con tus miserables peticio­nes ... Me estás cansando, aburriendo ... Ya he oído un montón de. veces tus lamentos» ... No, él escucha con paciencia, toma nota.

Por tanto, basta orar para estar seguros de que la comunicación se ha establecido. Y luego Dios interviene, no hay duda. Aunque no siempre cuando y como pretendemos nosotros.

No de la manera que nosotros queremos

Un texto de la Carta a los hebreos nos puede ayudar también a desenredar este embrollo y a entender algo. Se trata de una frase que parece contradictoria: «El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lá­grimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y aunque era Hijo, aprendió su­friendo lo que cuesta obedecer» (Heb 5, 7-8).

Jesús no ha podido evitar ni la pasión ni la muerte, realidades que lo perturbaban profundamente. Y, sin embargo, se afirma que fue escuchado. Por una parte, se defiende que Dios se pliega a la voluntad del Hijo (<<en atención a su actitud reverente»), porque escucha su oración angustiada. Por otra parte, se declara, al con­trario, que Cristo se somete «dolorosamente» a la voluntad del Pa­dre. ¿Cómo compaginar estas dos afirmaciones?

A. Vanhoye -uno de los más acreditados intérpretes de este tex­to-, dice que, leyéndolo bien, ha habido una transformación de la petición en el curso de la oración, y así es como se manifiesta su dinamismo lleno de vida: «Jesús siente el deseo instintivo de esca­par (de la muerte). No rechaza este impulso, sino que lo presenta a Dios en una oración» dramática, en una súplica desgarrada. «Sin embargo, esta oración estaba totalmente empapada de respeto pro­fundo ante Dios y se guardaba por tanto de imponerle una solución fijada de antemano. El que ora se prohíbe a sí mismo decidir por sí solo y liberarse a sí mismo. Se abre a la acción de Dios y consien­te en la relación interpersonal. Se somete por ello a una fuerza de

94 Las parábolas de Jesús

atracción que, no sin una lucha dolorosa, realiza en él una trans­formación. El objeto de la oración resulta entonces secundario. Lo que importa ante todo es la relación con Dios.

En los evangelios, después de haber implorado su liberación, Jesús añade: 'Pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú' (Mt 26, 39). Y lo que parecía primero una simple cláusula sobrea­ñadida», una concesión extrema respecto a la petición de fondo -«Pase de mí este cáliz»-, «se va convirtiendo poco a poco en la petición principal: 'Hágase tu voluntad' (Mt 26,42). Así es como la oración transforma el deseo, que se va modelando sobre la vo­luntad del Padre, sea cual sea, ya que el que ora aspira ante todo a la unión de sus voluntades en el amor. Se comprende entonces por qué el autor de la epístola ... llama a la oración una ofrenda»!.

y el mismo comentarista concluye: «No por ello, sin embargo, se rechaza la aspiración inicial, sino que más bien se mantiene en su sentido más profundo. Jesús no renuncia a pedir la victoria so­bre la muerte, sino que se pone por completo en las manos de Dios para que sea él quien escoja el camino a seguir»2.

La oración de Cristo ha sido respondida con la victoria sobre la muerte, obtenida, sin embargo, atravesando la muerte, no esqui­vándola. Por eso es absurdo dar instrucciones a Dios en la oración.

Dios nos escucha ciertamente. Pero «a su manera». O sea, se­gún su generosidad infinita de Padre, no «a nuestra manera», que siempre es reductiva y con frecuencia torcida respecto a los pro­yectos divinos. Es totalmente ventajoso para nosotros que el Padre no nos tome la palabra al pie de la letra. La oración escuchada es la oración que nos transforma, que nos hace entrar en el proyecto de Dios, nos introduce en su acción. Personalmente prefiero un Dios que me sorprende a un Dios que «me contenta».

Aceptar que la petición se «traduzca»

«Cualquier cosa que pidáis en mi nombre os la concederé, pa­ra que el Padre sea glorificado en el Hijo. Os concederé todo lo que pidáis en mi nombre» (Jn 14, 13-14).

l. A. Vanhoye, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testa­mento, Salamanca 42002, 140-141; subrayado mío.

2. [bid., 141.

Los tres amigos 95

Adrienne von Speyr tiene una página bellísima comentando es­te text03• Me permito resumirla libremente. La expresión «en mi nombre» tiene distintos matices. Aquí su significado podría co­rresponder a «en unión conmigo, unidos a mí, en comunión con­migo». La referencia puede ser también -como en Jn 1, 51- la es­cala de Jacob. El cielo permanecerá abierto y no se interrumpirá ya la comunicación entre Dios y los hombres, y el «lugar» de tal

comunicación es Jesús. Hay que subrayar que todos los verbos están en plural, por tan-

to se trata de la oración de la comunidad. El contenido de la ora­ción son los intereses de la comunidad. Y se podría añadir: tam­bién las exigencias de un solo individuo que toda la comunidad ha

hecho suyas. Pero pedir «en su nombre» significa también «en su espíritu».

Se trata de permitir que él preste su espíritu a nuestras peticiones, las traduzca según sus intenciones. Entonces la petición la realiza él.

Es necesario desaparecer, remitirse a él, dejar que él entienda e interprete nuestras peticiones mejor de lo que podemos com­prender nosotros. De esta manera, su cumplimiento nunca será el que nosotros hemos establecido, pretendido y esperado. A veces responderá a nuestras intenciones, pero con mucha frecuencia se­rá «totalmente distinto», irreconocible comparado con nuestras ex­pectativas. Por eso, pedir en el nombre del Hijo significa ser escu­chados en su nombre ¡y a su manera!

La respuesta de Dios es segura, infalible. y es más grande que lo que hemos pedido, aunque aparentemente no hayamos obtenido lo que solicitamos y nuestros deseos hayan quedado desatendidos.

Un Compañero de viaje, mejor que un descuento en el billete

Además, hemos de tener en cuenta que existen dos tipos de in­tervención. Dios podría hacer desaparecer milagrosamente los obstáculos que interceptan nuestro camino, las dificultades que nos oprimen, las cosas desagradables que nos molestan, la cruz que magulla nuestra espalda.

O puede dejar las cosas como están (al menos, aparentemente). Pero él se pone en camino con nosotros, dispuesto a afrontar con

3. A. van Speyr,Jean, le discours d'adieu 1, Paris 1982.

96 Las parábolas de Jesús

nosotros nuestra aventura, a compartir los mismos riesgos, las mis­mas molestias. Dios prefiere este segundo tipo de intervención.

Con su silencio el Señor nos dice: Sigue adelante, camina y ve­rás. El camino es siempre el mismo, los obstáculos también, las di­ficultades aún están ahí, pero tú ya no eres el mismo, eres distinto si has rezado. Tienes que afrontar el camino de antes, pero tu fuer­za no es ya sólo tu fuerza. La situación no se ha cambiado mila­grosamente, sino que tú has recibido un suplemento de fuerza y capacidad. Sobre todo te has asegurado la presencia de un inigua­lable e insustituible Compañero de viaje.

Y no es el caso de ponerse a discutir por qué no has consegui­do ciertas cosas, por qué Dios no te ha concedido esas gracias de­terminadas. En realidad, has conseguido algo inmensamente me­jor: no algunas cosas, sino a él mismo. No algunas gracias, pero sí su presencia.

En la oración no se consigue un descuento del precio del bille­te de viaje. Se consigue un Compañero de viaje.

Oración «inspirada»

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, pues nosotros no sabemos orar como es debido, y es el mismo Espíritu el que in­tercede por nosotros con gemidos inefables. Por su parte, Dios, que examina los corazones, conoce el sentir de ese Espíritu, que intercede por los creyentes según su voluntad» (Rom 8, 26-27).

Aquí se dirigen algunas de las acusaciones concretas que se ha­cen a la oración. Y más exactamente a ese sector específico que es la oración de petición, en el que un poco todos nos consideramos especialistas.

Pero ¿qué quiere decirnos Pablo? Cuando oramos, casi siempre tenemos peticiones concretas que presentar al Señor para que las atienda. Nos reconocemos en el protagonista de la parábola: él ne­cesitaba exactamente «tres panes». La súplica, en nuestro panorama religioso, desgraciadamente resta espacio a otros tipos de oración que también deberíamos practicar: alabanza, bendición, acción de gracias, adoración, ofrecimiento, contemplación.

El hecho es que tenemos muchas, demasiadas cosas que pedir. Las necesidades son innumerables. Además de las ordinarias, es­tán los imprevistos, los incidentes desagradables e imprevisibles,

Los tres amigos 97

las desgracias, las emergencias. De la salud a los estudios, pasan­do por los problemas económicos y familiares, del trabajo a la ca­sa, la lista de las «gracias» por las que hay que llamar a cualquier hora a la puerta del Señor aumenta cada día más.

y él no siempre (así al menos lo pensamos nosotros ... en voz baja) está dispuesto a oír como sería deseable, por lo que siempre quedan estancados muchos asuntos pendientes que nos obligan, a pesar nuestro, a urgir.

y Pablo nos echa en cara que «nosotros no sabemos orar como es debido». Probablemente, cuando escribía a los cristianos de Ro­ma, todavía no se practicaban ciertas devociones y los creyentes aún no habían descubierto los lugares adecuados, las formas idó­neas y los ministerios competentes para presentar las peticiones.

Basta escuchar hoy día ciertas «oraciones comunes». Comple­tas, martilleantes, definitivas, terminantes, provistas de minuciosa documentación y hasta un poco presuntuosas, no siempre discre­tas, excesivas en cuanto al tono, incluso me atrevería a decir des­caradas. Todo se especifica de una manera pormenorizada. Pues­to que las cosas están así y así ... , desde el momento en que ... y puesto que la única solución es esa de ... , entonces Dios está obli­gado a escucharnos ateniéndose escrupulosamente a nuestras in­formaciones e instrucciones.

En el fondo le facilitamos la tarea. Ya hemos cumplimentado nosotros el formulario escrupulosa y completamente, sin olvidar nada. A él sólo le queda plasmar su firma y su sello: «Se proceda al cobro».

Lo malo es que «nosotros no sabemos orar como es debido». Sin el Espíritu que ora dentro de nosotros «con gemidos inefa­bles», nuestras súplicas nunca llegarían al Padre. Es más, y dicho más radicalmente, la oración sería imposible.

Él conoce nuestras necesidades, pero con frecuencia no las «reconoce»

Tres observaciones. Primera: no es que el Espíritu tenga la fun­ción de «tasador», que realice un filtrado o un racionamiento por­que nosotros exageramos, pedimos mucho, abusamos de la gene­rosidad del Amigo. Puede ser precisamente lo contrario. Nuestra oración con mucha frecuencia hace cálculos demasiado mezqui-

98 Las parábolas de Jesús

nos. Se atiene a nuestras posibilidades, más que a la capacidad del Dios «Señor de lo imposible».

Sobre todo: nuestra oración no siempre consigue dar cuenta de nuestras necesidades, que van mucho más allá de los «tres panes». No caemos en la cuenta de las cosas esenciales que nos faltan, de los productos indispensables que escasean en nuestra casa. De lo que el amigo que llega de improviso espera de verdad de nosotros.

Por eso, el Espíritu, más que «moderador» es «instigador». Nos apremia, nos anima a exagerar, a pedir cada vez más. Y como no­sotros nos mostramos siempre tímidos y prudentes, se preocupa él de reivindicar lo que nos corresponde como a hijos.

Segunda: frente a un obstáculo, una dificultad, un tropiezo cualquiera, habitualmente exigimos que Dios mismo provea por la vía rápida, allanando el terreno, quitando de en medio aquellas rea­lidades desagradables.

Sin embargo, no caemos en la cuenta de que «orar como es de­bido» supone pedir al Señor que nos dé el coraje, la inteligencia, la fantasía para afrontar esa situación; que nos haga entender que la solución depende de nosotros.

Última: la tarea del Espíritu no es «apoyar» nuestras peticio­nes, asegurar el éxito favorable y en breve tiempo de nuestra ora­ción. No, el Espíritu debe «inspirar» nuestra oración, nuestras pe­ticiones, no simplemente hacerlas propias, recomendarlas con su autoridad. Debe dilatar nuestra oración, no simplemente hacerla llegar, tal cual, a su destino. Somos nosotros quienes tenemos que entrar en la perspectiva del Espíritu, no al contrario.

Creo que el equívoco de muchos encomendamientos al Espíri­tu, incluso en ocasiones solemnes, es precisamente este: se querría que el Espíritu nos contentase, que obedeciese a nuestras sugeren­cias, que se aviniese a nuestros puntos de vista, en vez de fiarnos, abandonarnos totalmente a sus «gemidos inefables» y a su juego imprevisible.

Invocamos al Espíritu para que nos lleve allí donde nosotros hemos planeado ir, para que se manifieste libremente ... según las decisiones que ya hemos tomado nosotros y por las que hemos bregado tanto con todos los medios (incluso los menos limpios ... ).

Al menos deberíamos alimentar la sospecha de que si Dios nos escuchase según nuestros gustos y no según los deseos del Espíri­tu, según nuestros proyectos y no según sus deseos, tendríamos las de perder más que las de ganar.

Los tres amigos 99

En una palabra, cuando se trata de oración es necesario ir a lla­mar a aquella puerta, para después echarse a un lado y dejar la pa­labra al Espíritu, resistiendo a la tentación de acallarla con nues­tras peticiones petulantes o con algún reproche.

La única manera de no sentirnos insatisfechos por la respuesta a nuestras oraciones es hacerlas de tal manera que, gracias a las sugerencias del Espíritu, no sean insatisfactorias. Las oraciones «inconvenientes» son las que están muy por debajo de las expec­tativas de Dios. Son esas en que el Padre no «reconoce» las nece­sidades de los hijos.

Sí, el Padre conoce nuestras necesidades. Desgraciadamente, no siempre las «reconoce» cuando las exponemos en la oración.

Provocaciones

l. La falsificación más evidente, y hasta irritante para quien conserve un mínimo de sensibilidad religiosa, es la del utilitaris­mo vergonzoso y, por tanto, de la instrumentalización casi mágica de la religión, que lleva a creer que Dios está a mi servicio, a mi disposición. Un Dios a quien incluso se le imparten órdenes.

2. Otra distorsión bastante frecuente es la que coloca la ora­ción de petición en los momentos de emergencia de la vida, en los casos dramáticos, en las situaciones trágicas y sin salida. En una palabra, algo como una señal extrema de alarma a la que uno se agarra desesperadamente cuando suena la hora del peligro.

Se olvida que la relación con Dios se inserta en la cotidianidad, en la normalidad de la existencia, en los días luminosos como en los grises, cuando el tiempo está sereno y cuando en nuestro hori­zonte se agolpa la tempestad. Mucha gente, por el contrario, sólo se acuerda de él en las circunstancias en que no se puede prescin­dir de su ayuda.

3. Dios quiere escucharnos, no desea sino escucharnos. Pero no acepta nuestras órdenes. La gran tentación del hombre siempre es la de trastocar los papeles, usurpar el puesto de Dios. Oyendo el contenido y el formalismo de ciertas plegarias, se saca la impre­sión de que el orante cree que domina, que domestica a Dios, que lo tiene secuestrado en sus dependencias.

Cuando el hombre tiene la pretensión de hipotecar a Dios, de confiscarlo, de «tenerlo», su mano no alcanza a Dios, sino a un

100 Las parábolas de Jesús

ídolo. El pecado del paganismo está revestido de religiosidad. Por eso los primeros cristianos eran acusados de no ser «religiosos».

Dios está cercano. Dios es alguien con el que se puede contar. Pero no está a nuestra disposición. No está a nuestro alcance.

Tenemos que evitar invertir los papeles. Somos nosotros los que en la oración nos ponemos a disposición de Dios. Cuando rezamos nos abrimos, nos hacemos disponibles para secundar su acción.

Desgraciadamente, el estilo de ciertas oraciones revela la pre­tensión de asignar a Dios ciertas «tareas», fijando incluso modos y tiempos, imponiendo cantidades y vencimientos.

4. Lo opuesto a la confianza, a la que nos anima la parábola, no es sólo la ansiedad, el afán, sino también la pretensión. 0, si se quiere, la petulancia.

El tono y los contenidos de ciertas oraciones -incluso de esas llamadas «espontáneas», «libres», que a veces oímos en las asam­bleas litúrgicas- revelan la pretensión de «instruir» a Dios, expli­carle con detalle qué debe hacer y cómo, sugerirle la solución tan­to de los problemas personales como de los que afectan a la Iglesia o al mundo entero. Ciertas «invocaciones» parecen más bien «ór­denes», cuando no se asemejan a «facturas». Carecen de humil­dad, de modestia. No tienen discreción.

5. Querido lector, si me lo permites, y como conclusión de es­tas provocaciones de la oración de petición, sacadas como corola­rio de la parábola de los tres amigos, quisiera decirte algo en tono fraterno -espero que no te suene a «paternalista»-, que resuma un poco lo que he intentado explicar en las páginas anteriores.

No te fíes de tus impaciencias. Y tampoco de tus deseos. Dios no anhela otra cosa que escucharte cuando rezas, pero no

quiere oír tus minúsculos deseos, insuficientes, mezquinos, limi­tados, irrisorios, torcidos.

Dios desea escucharte. Pero no puede desear lo que tú deseas. Por eso te regala su Espíritu, no sólo para remediar la debilidad ex­trema de tu oración, sino para salir al encuentro de la debilidad, de la fragilidad, de la inconsistencia de tus deseos.

Tenemos que admitir que «el mismo Espíritu intercede por no­sotros». Y no lo hace blandamente, sino «con gemidos inefables». Dios así no puede resistirse, ser indiferente ante esta súplica inten­sa y hasta dramática.

Él «examina» los corazones. Y con mucha frecuencia se en­cuentra con una realidad frustrante, con aspiraciones raquíticas,

Los tres amigos 101

con proyectos ridículos. Pero, en lo profundo de nuestros corazo­nes, está el Espíritu. Y entonces Dios «conoce el sentir de ese Es­píritu». Y también nosotros hemos de saber que ciertamente es lo más ventajoso para nosotros.

No es que Dios no se fíe de nosotros, no nos otorgue su con­fianza. No se fía de nuestra falta de confianza.

El Espíritu, ya 10 hemos dicho, no se nos envía como «mode­rador», tasador, reductor prudente de las peticiones, sino como in­térprete valiente de las exigencias y de los sueños más audaces y hasta imposibles. En efecto, nosotros, habitualmente, pedimos de­masiado poco y mal. Creemos que nos basta con «tres panes» pa­ra aderezar la mesa de nuestra vida. Dios sueña «cosas grandes», «cosas estupendas» y hasta «cosas imposibles» para sus hijos.

Dios se desilusiona no sólo de lo que hacemos por él, sino de lo que no le permitimos hacer por nosotros.

Pistas para la búsqueda

Desde el punto de vista de Dios, no del hombre

La estructura del relato es simple, lo que no significa que su comprensión sea fácil: un hombre llama repetidamente, en el co­razón de la noche, a la puerta de un amigo, hasta que este -si bien de mala gana- se levanta para abrirle. A primera vista, la breve na­rración parece describir un comportamiento normal entre amigos: si tienes un amigo y estás en necesidad, puedes importunarlo in­cluso de noche, y no te extraña que te responda mal: insistes. Así pues, una invitación al coraje y a la confianza frente a Dios. La in­sistencia siempre supone estas dos cosas. Ante un extraño que in­funde temor no se insiste. Ni se persevera si no se tiene confianza. Ante Dios el hombre debe tener intimidad y confianza. La oración bíblica es al mismo tiempo respetuosa, dócil y firme.

Pero la conclusión que Jesús saca (11,8) Y el contexto que si­gue inmediatamente (11, 9-10) muestran que la parábola quiere afirmar la certeza de la atención prestada. Así como es seguro que aquel amigo, por una razón u otra, terminará levantándose de la cama, también es seguro que Dios escucha a quien le reza.

Las narraciones parabólicas nunca coinciden totalmente con la realidad teológica a la que aluden. La transposición se hace en el

102 Las parábolas de Jesús

momento justo. Y aquí el momento justo no es cuando el amigo se levanta de mala gana, ni cuando el que llama lo hace con insisten­c~a, sino -¡simplementel- cuando se da la certeza de obtener lo pe­dIdo. Por eso la certeza no debe caer sobre la obstinación del que llama, para después concluir que la enseñanza de la parábola es su­gerir la eficacia de la oración insistente, aunque es verdad e im­portante que el hombre debe estar dispuesto a orar con insistencia sin perder la confianza. El personaje principal de la narración es el amigo que se levanta, no el que llama. Poner en el centro la perse­verancia en la oración significaría llevar la parábola al plano moral. Sin embargo, el centro de la parábola es, una vez más, teológico: la postura de Dios ante el hombre. La parábola observa el problema desde la parte de Dios, no inmediata ni primariamente desde la del hombre. En sus parábolas, incluso en las aparentemente más obvias Jesús habla como quien conoce a Dios, no sólo como un maestr~ que señala los deberes para con él (B. Maggioni)4.

Una escena sacada de la vida de la aldea

Esta breve parábola, que sólo se encuentra en Lucas, refleja exactamente las condiciones de vida de una aldea palestina de la época. No había panaderías. Las amas de casa por la mañana tem­prano coCÍan el pan necesario para toda la familia y para el día. Cada uno estaba al corriente de las cosas del vecino y sabía si por la tarde aún le quedaba pan. Así en nuestra parábola un hombre puede ir a casa del vecino a media noche para pedirle tres panes (la porción normal para una comida). Él no tiene, pero sabe que el otro sí. Que un huésped lIegue en medio de la noche no es un he­cho irreal; en la antigüedad los viajes de noche no eran raros. La hospitalidad era un deber sagrado, acoger a un huésped era una cuestión de honor. Al encontrarse en apuros, pues, el hombre Ba­ma a la casa del vecino y pide tres panes.

El otro, despertado mientras dormía, responde bruscamente: «No molestes». Dice que la puerta ya está cerrada, atrancada con una viga o una barra de hierro que, si se corre, hará ruido, desper­tando a sus familiares que duermen en la misma habitación (A. Kemmer)5.

4. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992. 5. A. Kemmer, Le paraba le di Gesit, Brescia 1990.

Los tres amigos 103

Es mejor decir: «El amigo a quien se pide ayuda en la noche»

En la intención de Jesús, el centro de la narración no es el que pide ni su insistencia, sino el hombre molestado en el sueño. En­tonces aparece clara la referencia a Dios. Si el amigo molestado en el corazón de la noche no duda en escuchar la petición del vecino, ¡cuánto más Dios oirá a los que se encuentran en necesidad! Dios es su amigo, como ya lo vemos en el Antiguo Testamento, en don­de Abrahán es lIamado «amigo de Dios» (Is 41, 8). Una vez más, pues, estamos en presencia de una conclusión «a minore ad maius», y no se trata de la perseverancia en la oración, sino de la certeza de que seremos escuchados. Por eso sería mejor titular la parábola «El amigo a quien se pide ayuda en la noche», mejor que «El amigo que pide ayuda» (A. Kemmer)6.

No olvidemos al tercer personaje

Los amigos de nuestros amigos son nuestros amigos. Es la me­jor síntesis de la parábola, la cual no es sino una historia de amigos, de tres amigos. La historia de un hombre que tiene dos amigos, uno que ha venido a molestarle, el otro a quien él no duda en molestar. El contexto es bastante claro: eso es la oración. El hombre que ruega es un hombre «molestado», atormentado por otro y que, a su vez, se ve obligado a ir a incomodar a otro.

Hay que prestar atención a esta sucesión de los tres personajes, porque con frecuencia se explica la parábola como si sólo hubiese dos. Casi siempre se olvida al tercero, que en realidad es el prime­ro, o sea, el viajero que primero ha venido a molestar a su amigo.

Entonces, si para Cristo la oración fuese simplemente un asun­to entre dos personajes, se hubiera detenido ahí. Ya había materia suficiente para comunicar el mensaje ligado al atrevimiento, a la perseverancia y a ser importuno.

La complejidad de la historia, estas amistades en cadena, de­muestra perfectamente que el tercer personaje resulta esencial. Sin embargo, este queda normalmente olvidado tanto en las explica­ciones como en nuestras oraciones. Estas, de hecho, la mayoría de las veces se reducen a historias con dos personajes, son la historia de dos amigos: Dios y yo. Entonces la oración se convierte en una

6. Ibid.

104 Las parábolas de Jesús

intimidad hermética, un diálogo cerrado, efusiones secretas en donde ya nadie encuentra sitio. En este caso, la oración se con­vierte en lo que siempre ha sido en las religiones: el jardín miste­rioso y cercado de mis relaciones con Dios.

Se trata de una primera manera de olvidar al tercer amigo. Por­que en toda oración cristiana él debería estar presente ...

Pero ¿quién es de verdad este tercer amigo? La parábola es bastante clara: son los que tienen necesidad de nosotros, los que llaman a nuestra puerta. Pero no hay que dejarse limitar por lo res­tringido de esta imagen. En efecto, hay amigos que consciente­mente nos piden ayuda, pero hay otros que cortan nuestro camino, que mueren de hambre, que están a punto de caer desfallecidos, pero que no se atreven a llamar a nuestra puerta más que tímida­mente. También estos son el tercer amigo.

Así es como empieza muchas veces una verdadera oración cristiana. Con un personaje que viene a molestarnos, con alguien cuya presencia, hambre, pena deben turbar nuestra tranquilidad y nuestras ilusiones de cristianos honestos y nuestros dulces sueños de ciudadanos del cielo. Pero hay que ver y escuchar. Desgracia­damente, muchos cristianos tienen los ojos vendados y se ponen tapones en los oídos. Y así la puerta queda cerrada.

He ahí, pues, el primer acto de la oración cristiana. Antes de molestar a Dios hay que dejarse molestar por los hombres. Antes de llamar a la puerta de Dios hay que abrir la propia. Antes de ha­blar con Dios hay que escuchar a los demás. Estupenda oración cristiana que nos coloca en medio de los hombres y que sólo bro­ta de nuestra amistad con ellos.

y ahora, una de dos: o tenemos pan o no tenemos. Si lo tene­mos, compartámoslo y no vayamos a despertar a otro amigo. He aquí una de las razones por las que Jesús ha adoptado esta historia de amistad en cadena. Para que estemos atentos a una incoheren­cia frecuente, por la que, como el rico de la parábola de Natán (2 Sm 12, ls), despojamos al pobre para agasajar a nuestro amigo.

La oración tiene una justificación cuando no tengo nada. Pero, ¡ay!, con mucha frecuencia se convierte en coartada para conser­var lo que poseo, para esquivar lo que podría hacer. Rezo por los enfermos ... yeso me dispensa de visitarlos. Rezo por los po­bres ... y esto me permite seguir siendo rico y seguro. Rezo por los que tienen hambre ... y esto me permite tomar el aperitivo domini­cal en perfecta buena conciencia. Etc., etc.

Los tres amigos 105

Finalmente, esta parábola nos exhorta a controlar nuestra len­gua antes de orar. En efecto, es necesario no considerar un estúpi­do a Quien nos da el pan y sabe muy bien si nos sobra. A Quien nos regala el tiempo y sabe muy bien cómo lo perdemos. Estemos atentos cuando rezamos para no desentendernos de los demás, pa­ra no despacharlos con un telefonazo al gran Ministro o para no remitir al amigo a la oficina central de la Seguridad celeste.

Queda una segunda hipótesis: cuando de verdad no tenemos nada que dar, cuando no tenemos pan, cuando nos encontramos desprovistos. Por algo Jesús primero ha tomado en consideración esta hipótesis. En efecto, hay que reconocer que, aparte de un po­co de amistad, de pan, de tiempo, de solidaridad (todas estas cosas tienen su importancia), no tenemos ninguna otra cosa que dar a los hombres. Nosotros solos nos sentimos incapaces de remediar su hambre, de responder a su búsqueda, de indicar la meta del viaje, de calmar de verdad su angustia. A partir de un cierto momento, somos pobres, tan desprovistos como ese a quien hemos acogido. Nuestras manos están vacías como las suyas.

En estos casos, después de haber dado cuanto podíamos ofre­cer, sólo nos queda hacer lo que hacen los pobres: ir a buscar a su Amigo, al otro, para pedirle lo que no tenemos ni en casa ni dentro de nosotros. Este el segundo acto de la oración cristiana: importu­nar a Dios. Y Jesús asegura: «Aunque le moleste, abrirá la puerta».

Por tanto, la oración principal es la oración de intercesión, «la oración por un tercero». No queda por eso prohibida la alabanza. y tampoco la confesión de los pecados ... Pero este texto nos muestra cuál es la oración prioritaria.

Tenemos que decirlo: no la practicamos con frecuencia. No re­zamos bastante por esos pobres frente a los cuales somos pobres; ni por los parroquianos y los que no son parroquianos; ni por los ancianos, los pastores, los jóvenes. Además, preguntaos antes de criticar las faltas de los otros si habéis dado el pan necesario y si habéis llamado lo suficiente a la puerta de Aquel que remedia to­das las deficiencias.

Pero a lo mejor me decís: No son amigos, y la parábola es una historia de amigos. Es verdad. Sin embargo, siempre es posible leer­la de otra manera, y entonces se ve cómo la oración es también una historia de ... inoportunos (A. Maillot?

7. A. Maillot, Les paraboles de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973.

4

El hombre rico

«Uno de entre la gente le dijo: 'Maestro, di a mi her­mano que reparta conmigo la herencia '. Jesús le di­jo: 'Amigo, ¿quién me ha hecho juez o árbitro entre vosotros? '. Yañadió: 'Tened mucho cuidado con to­da clase de avaricia; que aunque se nade en la abundancia, la vida no depende de las riquezas '. Les dijo una parábola: 'Había un hombre rico cuyos campos dieron una gran cosecha. Entonces empezó a pensar: ¿Qué puedo hacer? Porque no tengo don­de almacenar mi cosecha. Y se dijo: Ya sé lo que voy a hacer; derribaré mis graneros, construiré otros más grandes, almacenaré en ellos todas mis cose­chas y mis bienes, y me diré: Ahora ya tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe y pásalo bien. Pero Dios le dijo: ¡Insensato! Esta misma noche vas a morir. ¿Para quién va a ser todo lo que has acaparado? Así le sucede a quien atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios '» (Lc 12, 13-21).

Jesús contestatario

Cristo, en primer lugar, rechaza el papel de árbitro que uno quería asignarle en una controversia de herencia. Su misión se co­loca en un nivel distinto al de las disputas mezquinas vinculadas a intereses económicos.

Dios -aunque con frecuencia se ha pretendido esto de él- no es el guardián ni el superpolicía de las cajas fuertes o de los «recin­tos» que se consideran los más sagrados del templo.

Cristo ha venido para descubrirnos que Dios nos ama, para dar­nos el mandamiento del amor mutuo, no para establecer quién tie­ne razón y quién no entre dos hermanos que se pelean y luchan por

El hombre rico 107

un puñado de dinero. Él enseña a compartir y no puede ser reque­rido como testigo «neutral» entre gente endemoniada para hacer valer sus derechos o complicar las cosas.

Un hombre conversa con sus bienes

Lo que más llama la atención en este hombre rico y ávido de la parábola verdadera y propia es su heladora soledad. Algo real­mente tétrico, terrorífico.

Más que contar sus rentas, parece que habla con ellas. Lo ve­mos dialogando con las cifras. Charlando amorosamente con los libros de cuentas. Su voz tiene el sonido de las monedas.

Es un individuo sin nombre, sin rostro. No tiene mujer, ni hi­jos, ni amigos. El único vínculo estrecho son sus bienes materia­les. Se identifica con sus riquezas. Él mismo se convierte en cam­po, granero, trigo, almacén, saco de cereales, número, cartera. Ya no es un hombre. Es una cosa en medio de las cosas.

Los bienes, en vez de ser vehículos de comunicación, de rela­ción con los demás, para él son cosas que hay que acumular, con­servar, proteger, defender. En vez de ser medios (antes se decía, precisamente, que uno tenía muchos «medios»), se convierten en fin al que se sacrifica todo.

Y terminan por encerrarlo en una prisión. Este hombre triste, sórdido, es un prisionero. Puede incluso agrandar los almacenes, pero ya no logrará salir de ellos. Es un hombre cerrado. Sin futuro. Justamente él, que se hace la ilusión de que está asegurado para muchos años y para hacer proyectos de futuro.

Y cuando se pronuncia la terrible sentencia: «Esta misma noche vas a morir», en realidad ya está muerto desde hace tiempo. Él mis­mo se ha dictado la sentencia. Con razón A. Maillot subraya cómo más que de un castigo se trata del cumplimiento de una petición.

¡Insensato!

Jesús también rechaza severamente los pensamientos y los pro­yectos del rico insensato. El soliloquio absurdo de este hombre se interrumpe bruscamente por un juicio inapelable: «¡Insensato!». Insensato porque funda su seguridad en el tener y no en el ser.

J08 Las parábolas de Jesús

Porque se afana por poseer y acumular, en vez de empeñarse en crecer.

Porque se identifica con las cosas y no las transforma en sacra-mento de comunión con los hermanos.

Porque cree que mucho dinero significa mucha vida. Porque está convencido de que la posesión egoísta da la alegría. Porque no sospecha que, aunque salgan las cuentas, su existen-

cia es un clamoroso fracaso. Porque adora y no ve más que a su «yo». Jamás se coloca fren­

te a un «tú». Porque no entiende que «el yo no tiene otra protección que el

darse, el perderse» (A. Paoli). Porque no cae en la cuenta de que no se puede llenar el vacío

con un estorbo. Porque no intuye que la seguridad sólo se deriva de un acto de

coraje, de ruptura, de liberación. Porque no se percata de que la vida ha de llenarse de amistad,

de don, de relaciones, no de cosas.

La noche

El inventario que el rico hace de su fortuna, los planes de am­pliación de los graneros, las «tranquilizadoras» consideraciones so­bre el estado de salud de su hacienda, las rosadas previsiones de un futuro sin problemas, salpicado de comilonas continuas y regaladas bebidas, va a topar contra un muro: la noche. Es más, esta noche.

Frente a la muerte no podrá presentar balances. Las cifras de los beneficios ya no son legibles en aquella oscuridad total. En to­do caso, podría despuntar otro tipo de cifras, más luminosas (las del ser, de la fraternidad, del don, de la alegría que se regala, de la gratuidad, de la amistad desinteresada, del amor fiel, de la solida­ridad ... ), que desgraciadamente parece que no figuran en los li­bros de cuentas.

«Esta misma noche vas a morir». Muchos están preparados pa­ra presentar los registros perfectos (tanto del tener como del saber, e incluso los de los éxitos conseguidos). Lo malo es cuando se nos «exige» la vida. Hay que dar cuenta de la vida, no de lo que uno ha amontonado. O sea, ¿qué has hecho de tu vida? ¿En qué la has em­pleado? ¿Qué orientación le has dado?

El hombre rico 109

El rico es un estúpido no porque muere (eso llega a todos ... ), sino porque equivoca la vida de una manera clamorosa. Y aunque la «noche» se desplazase cien años, él seguiría comportándose co­mo un insensato, o sea, no viviendo.

En el fondo, Jesús le acusa de no ser lo bastante previsor. No ha logrado pensar «más allá» de la noche. Agranda los silos, pero no logra ampliar los horizontes, se deja aprisionar en el horizonte te­rrenal, que termina por sofocarlo.

Jesús ni siquiera condena la riqueza. Simplemente censura a quien hace de ella un ídolo, ante quien se sacrifica todo y que ter­mina por sustituir al único Señor; desaprueba inexorablemente a quien «atesora para sí, en lugar de hacerse rico ante Dios». Jesús no enseña el desprecio de las realidades terrestres, sino que pro­pone la superación.

Además, rechaza especialmente la mentalidad corriente según la cual la vida del hombre «depende de las riquezas». La seguridad no se consigue por lo que uno ha acumulado, sino por los valores con los que ha orientado su existencia.

La codicia empobrece al hombre, lo hace menos hombre, me­nos humano, hasta inhumano, y al final lo deja ciego y por tanto desprovisto de la única luz capaz de aclarar la «noche» inevitable.

Provocaciones

l. La posesión es siempre una limitación. «Quien compra un campo y lo cerca, se priva del resto de la naturaleza, se empobrece de todo lo demás. Por eso la pobreza religiosa no significa tener po­co, sino no tener nada, o sea, es la expropiación total para poseer­lo todo» (E. Cardenal).

2. La posesión es sobre todo limitación de libertad. «¿No ha­béis advertido que ser rico se traduce con frecuencia en un empo­brecimiento en otro plano? Basta decir: '¡Este reloj es mío!', y ce­rrar la mano, para tener un reloj y haber perdido la mano» (A. Bloom). Nuestro espíritu, nuestro corazón, tienden a empequeñe­cerse, a reducirse a las dimensiones de los objetos sobre los que se cierran, a las dimensiones de los bienes sobre los que se repliegan.

3. La riqueza esfalsificación de las cosas, porque falsea la re­lación con ellas. El rico cree que su título de propiedad le une ín­timamente, con seguridad, a los bienes. Pero esto es una colosal

110 Las parábolas de Jesús

ilusión. Las cosas, como las personas, tienen un límite de «invio­labilidad», un (<umbral infranqueable», que no puede ser forzado por un derecho que se derive simplemente del dinero. Una cosa no se deja «violar» por la cartera (las personas a veces sí ... ). Por eso, aun cuando me pertenezca, aunque sea mía, permanece inviolable en su esencia más verdadera y me dejará siempre insatisfecho.

La cosa siempre permanecerá ajena a mí, se me escapará de la mano aun cuando la retenga, es más, precisamente porque preten­do agarrarla, tenerla, se reirá de mí burlona, intacta, intocable, inal­canzable.

Para entrar en comunión íntima con un bien creado, la posesión ligada al dinero, al derecho, puede constituir un obstáculo. La fa­cultad de poseer se sitúa en el nivel más profundo de nosotros mis­mos, allí donde un objeto externo sólo puede entrar interiorizán­dose. Para poseer de verdad una cosa hay que establecer con ella no una relación de posesión, de agresividad, sino de participación, de estupor, de contemplación.

4. El hombre litúrgico, y no el hombre económico, es el que está en armonía con lo creado. La tierra pertenece a los mansos, o sea, a esos que no reivindican nada. Sólo el que reza teniendo las manos vacías, libres, puede rezar en las cosas y con las cosas.

«En la Edad Media se celebraban las nupcias de Francisco con dama Pobreza, se intentaba ver lo invisible, o sea, el secreto que se había hecho en él poesía y felicidad, contemplación y seguridad ... Francisco lleva en sí mismo el signo de la liberación en la alegría, que es seguridad, y en la contemplación, que es poesía ... La histo­ria todavía no ha olvidado a este hombre martirizado en el cuerpo que redescubrió las estrellas, las flores, el agua, el fuego, el sol, los pájaros, toda la creación, finalmente liberada de la angustia y he­cha verdad y poesía» (A. Paoli).

Así pues, hay diferencia entre hombre económico y hombre li­túrgico. La diferencia se establece entre quien pone el corazón en las cosas (o deja que las cosas, según una tendencia natural, pasen de las manos al corazón y después al cerebro, y allí ocupen todos los centros estratégicos de mando) y quien, por el contrario, obliga a las cosas a hacerse partícipes, cómplices, expresión del propio corazón.

Podemos decir que la diferencia está entre el capitalista y elli­turgo. Entre el usurpador, el conquistador y el hermano. Entre el hombre económico y el hombre de la amistad y del encuentro. En-

El hombre rico 111

tre el profanador y el contemplativo. Entre quien pide a los bienes seguridad y quien les exige «comunicación».

El primero, a través de las cosas, se para, se aísla, posee y re­chaza; el otro camina, se abre, da y se dilata. El primero se apropia de algo y queda en la superficie de todo; el otro descubre la verdad profunda de las cosas. El primero dispone de las riquezas; el otro es dueño de sí. El primero está incomunicado; el otro se comuni­ca con todo y con todos. El primero acumula; el otro comparte.

Por eso, la única manera para no pararse ante las cosas consiste en llevarlas adelante con nosotros, arrastrarlas en nuestra aventura.

5. «Estoy hambriento de todo el pan que como solo, pobre de todos los bienes que retengo para mí» (G. Thibon).

6. En la misa hay un momento en que se nos recuerda el uso correcto que debemos hacer de las manos. El ofertorio es el mo­mento de la consagración de mis manos. Esas manos que reen­cuentran su función más verdadera en el gesto de la ofrenda.

Se me han dado las manos para dar. Quien las usa habitual­mente sólo para agarrar, retener, aferrar, no ha aprendido todavía a usarlas, aunque esté muy avanzado en años. Sobre todo aún no ha gustado la alegría más grande: la alegría de dar.

Nos preocupamos de enseñar a caminar. Y el día en que el niño da los primeros pasos es un acontecimiento familiar. Habría que hacer fiesta cuando el niño empieza a usar las manos de la única manera correcta, que es dando.

Nos preocupamos de las manos sucias. En realidad, las manos están manchadas sólo cuando retienen algo.

Un cristiano, o sea, un buscador de Dios, sólo superará la. ten­tación de pararse si es capaz de transformar las realidades terres­tres en «signo» y «don». Sólo si aprende a usar las manos de la única manera (~usta».

Nuestras cuentas, a diferencia de las del «insensato» de la pa­rábola, saldrán cuando salgan las cuentas de los otros.

7. Permítaseme decir con absoluta sinceridad. La imagen del individuo rico, calificado de «insensato» por Dios, no se aplica únicamente a nuestra sociedad opulenta en la que los hombres ra­zonan en términos de cifras, negocios, porcentajes, programas eco­nómicos, inversiones productivas. Para todos, sin excluir a nadie, existe el riesgo de amasar «riquezas para sí» y de olvidarse de «ser rico ante Dios». O sea, existe el riesgo de olvidar a los otros y de no tener presente que el supremo inspector de las cuentas es Dios.

1J2 Las parábolas de Jesús

Tengo miedo de que este hombre que tutea no a las personas, sino a los números, que tiene más familiaridad con los libros de cuentas que con los rostros, más con el ordenador que con las con­ciencias, se insinúe también en la Iglesia.

Quiero decir: me parece que está al acecho el peligro de «razo­nar» (que en este caso concreto, desde el punto de vista de Dios, es algo «irracional») en términos de cifras, balances, estadísticas, cantidad, poder, fuerza, peso político, obras imponentes, progra­mas vistosos y ruidosos.

Ciertos «graneros», aunque futuristas en cuanto a las formas y al estilo de gestión, pueden contener de todo, a excepción del trigo madurado por la simiente evangélica (Mc 4, 8).

Es el momento de invocar una vez más al teólogo Italo Manci­ni: «Cuadren los rostros». Sí, los rostros, los nombres, en lugar de los números. La única contabilidad -que no es contabilidad-legí­tima desde el punto de vista de Dios es la que, en vez de alinear ci­fras, pone en primer plano a las personas, a cada persona.

Las cuentas salen sólo cuando ... no desaparecen los rostros. «¡Insensato! Esta misma noche vas a morir». Esta noche, hoy

por la noche, tenemos que responder a Dios no en términos de ad­ministración, éxito, eficacia o imagen, sino de vida.

«Ser rico ante Dios» no significa hacer sitio para el trigo (o pa­ra otra cosa) en los almacenes, sino hacer sitio para las personas.

8. El hombre rico de la parábola, entre otras cosas, se dice a sí mismo: «Descansa». Pero existen semejantes suyos que, en su afán -e incluso obsesión- por amontonar continuamente cosas y dinero, ni siquiera llegan a prever el descanso. Esclavos del dine­ro y también del trabajo. Doblemente «insensatos».

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Inconsciencia

He aquí a un hombre que se ha comportado como si tuviese por delante muchos años de tranquilidad, durante los cuales nada tiene que pensar ni que temer; ni siquiera puede herirle el típico c~stigo bíblico de la carestía, porque él ya no necesita de las pró­XImas cosechas, son tantos los bienes que tiene almacenados. Para él es como si Dios no existiera, porque no puede pasarle nada ...

El hombre rico 1J3

¡Imbécil! Pasa precisamente algo que él no espera y todos sus cál­

culos se desvanecen. De igual modo, sobre este mundo que continúa su vida como si

nada aconteciera cae encima de un momento a otro la intervención de Dios. El punto central de la parábola está en este contraste en­tre la beata inconsciencia de los locos y la inminente e imprevista

venida del Reino. ¿Qué sentido tiene repartir una herencia (Lc 12, 13) cuando

Dios está a punto de actuar? j Y Jesús ha venido precisamente para anunciar que Dios está a punto de actuar! Están locos los hombres que, frente a esta perspectiva de cambio universal, continúan ocu­pándose del poder, del dinero, de la carrera, en vez de prepararse para el gran momento (A. Comba)'.

El pensamiento de la muerte

Aquí Lucas expone un pensamiento que es típico en él. Puesto que la vuelta de Cristo se retrasa, el evangelista ya no piensa prin­cipalmente en el destino de toda la humanidad, sino que hace pre­sente a cada cristiano su destino personal, que se cumplirá defini­tivamente el día de su muerte. El hombre debe preocuparse de tener en el cielo, a la hora de la muerte, un tesoro eterno, o sea, el

reino de Dios ... Está claro, pues, que Lucas no ha entendido la parábola del ri-

co insensato como un reclamo ante la catástrofe inminente, sino como una exhortación dirigida a cada cristiano para que piense en lo que le espera después de la muerte (A. Kemmer)2.

El rico se olvida de la fragilidad de la vida

Esta es la parábola de la inconsciencia, de la estupidez, de la impotencia. El rico muchas veces se presta fácilmente a dar esta lección. No es ni inactivo ni ingrato ni, quizás, falto de caridad. Pero está tan habituado a poner la confianza en su dinero, a contar consigo mismo, que se olvida de la fragilidad de su vida. Sabe pre-

1. A. Comba, La parabole di Gesu, parala per l'uomo d'oggi, Torino 1978. 2. A. Kemmer, Le parabole di Gesu, Brescia 1990.

114 Las parábolas de Jesús

ver y preparar todo, pero no ese hecho tan cotidiano que es la muerte (L. Algisi)3.

Comprometida la vida

No se cuestiona los bienes y el goce de los mismos, sino la ilu­sión de buscar en su acumulación la sustancia de la vida, el punto de apoyo, esto es, el sentido y la seguridad. Jesús somete a juicio a la pleonexia, esto es, a lo superfluo acompañado de avidez, arro­gancia y vanagloria. Y habla de «vida» (zoé) sin adjetivos: no está comprometida sólo la vida del mundo futuro, sino simplemente la vida. Zoé es la vida plena, no la mera existencia (B. Maggioni)4.

«Ante Dios»

Jesús no se contenta con romper el encanto de la acumulación, tan tonto si se mira atentamente. Indica al mismo tiempo el cami­no que recorrer para huir de la vanidad en general: «Así le sucede al que atesora para sÍ, en lugar de hacerse rico ante Dios». Luego el para sí es lo que es tontería; se sustituye por otra orientación: ante Dios. La expresión «ante Dios» es en griego un movimiento hacia un lugar, por tanto no para ventaja de Dios, sino en dirección de Dios. Se sugiere con discreción una idea importante: no se tra­ta de ofrecer los bienes a Dios, sino de usarlos en su dirección, se­gún su lógica (B. Maggioni)5.

Se convierte en un inmueble

Jesús no opone el alma a los bienes materiales, sino que nos describe la historia banal de un hombre que ha perdido su «alma» y su nombre. En el Nuevo Testamento es rarísimo que hombres ri­cos hayan logrado conservar un nombre (excepto José de Arima­tea). El rico se convierte en vida anónima. Mediante el dinero cree

3. L. AIgisi, Gesit e le sue parabole, Casale Monferrato 1963. 4. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992. 5. Ibid.

El hombre rico 115

que puede ser alguien, y logra precisamente convertirse en un cualquiera. Gana una fortuna, pero pierde su nombre y su alma.

Aun teniendo todavía relaciones, no está vinculado de verdad a nadie. Está atado únicamente a sus bienes. Está presente exclusi­vamente para sus bienes. Se convierte en cosa. Se convierte en tie­rra grano granero se convierte en inmueble. Pero ya no es de ver-, , , dad un hombre.

Se cree que mucho dinero significa larga vida .. , Piensa sólo en sí mismo. El dinero lo ha encerrado en su círculo. La esposa, los hijos, los obreros, Dios: nadie tiene ya sitio en su reflexión, en su vida, en su futuro. Este hombre ya no es más que un «yo». Para él ya no existe un «tú». Y entonces ya no hay vida (A. Maillot)6.

Castillos en el aire

Frente a la historia del rico insensato, los lectores, antes inclu­so de oír la voz de Dios resonando de improviso en el corazón de la noche, están ya en condiciones de condenar como insensatez, en la línea de la tradición sapiencial, este dejarse embaucar por tantos castillos en el aire olvidando completamente el carácter efimero de la prosperidad terrena y la caducidad de la misma vida humana.

Lo inevitable de la muerte y su imprevisibilidad no son verda­des reveladas, sino patrimonio común de la experiencia humana. Todo hombre puede identificarse con este protagonista, tan huma­no en este momento en que, saboreando la seguridad finalmente alcanzada, se abandona a la ebriedad de poder ya programar su fu­turo; pero, al mismo tiempo, todo hombre, descubriendo en este personaje su rostro, está en disposición de captar en él la insensa­tez, el ridículo. La Jntervención divina no hace otra cosa que pres­tar la voz a esta toma de conciencia profunda que cada hombre, al menos en ciertos momentos, puede advertir dentro de sí mismo (Y. Fusco)?

6. A. Maillot, Les paraboles de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973. 7. V Fusco, Dltre la parabola. Introduzione alle parabole di Gesit, Roma 1983.

5

La vuelta del amo

« 'Tened ceñida la cintura y las lámparas encendi­das. Sed como los criados que están esperando a que su amo vuelva de la boda, para abrirle en cuanto lle­gue y llame. Dichosos los criados a los que el amo encu:~t~e vigilant,es cuando llegue. Os aseguro que se c~mra, l~s ~ara sentarse a la mesa y se pondrá a servirlos. SI viene a media noche o de madruoad 1 ' d' b a, Y ~s encuentra aSI, lchosos ellos. Tened presente que,

SI el ~mo de la casa supiera a qué hora iba a venir el ladran, no le dejaría asaltar su casa. Pues vosotros e~~ad prep~rados, porque a la hora que menos pen­seis ~en~ra el Hijo del hombre '. Pedro dijo enton­ces: S~nor, esta parábola ¿se refiere a nosotros o a todos? . Pero el Señor continuó: 'vosotros sed como el administrador fiel y prudente a quien el dueño pu­so ~l fre~te de su servidumbre para distribuir a su debl~o tiempo la ración de trigo. ¡Dichoso ese cria­do SI, al llegar el amo, lo encuentra haciendo lo que debe!. Os aseguro que lo pondrá al frente de todos sus bienes. Pero, si ese criado empieza a pensar: Mi amo tard~ en venir, y se pone a golpear a los criados y a las criadas, a comer, a beber y a emborracharse su amo llegará el día que menos lo espere y a la ho~ ra en que menos piense, lo castigará con todo rigor y l~ tratarán como merecen los que no son fieles. El crz~do que conoce la voluntad de su dueño, pero no esta pr~parado o no hace lo que él quiere, recibirá un castigo muy severo. En cambio, el que sin cono­cer ~sa voluntad hace cosas reprobables, recibirá un ca~tl.go menor. A quien se le dio mucho, se le podrá eXigir mucho; ya quien se le confió mucho se le po-drá pedir más '» (Lc 12,35-48). '

La vuelta del amo 117

¿Dónde pones el corazón?

Jesús continúa su pedagogía destinada a todos aquellos que pretendan seguirle. Una pedagogía de la que hemos presentado un capítulo fundamental al comentar la parábola anterior del rico «in­sensato».

El Maestro, en primer lugar, exhorta a la pequeña grey -que no tiene motivos para temer, porque su debilidad en un plano humano está compensada por el favor y la protección del Padre celestial­a mirar hacia delante: «No temáis, pequeño rebaño, porque vues­tro Padre ha querido daros el Reino» (Lc 12,32).

Por eso es necesario no aferrarse a las riquezas (de las que, por el contrario, hay que aligerarse a través de la limosna, para em­prender un viaje más expedito), elegir lo esencial y saber discernir cuáles son los valores cuya validez no «caduca». Estos bienes «ina­gotables» a los que es lícito, y hasta obligatorio, apegar el corazón pertenecen al ámbito del ser y no al del tener, al ámbito del amor que se da y no al de la posesión egoísta.

Por tanto: -Se trata de ponerse en guardia frente a los falsos valores de

este mundo y, por consiguiente, frente a las falsas seguridades y de mirar en dirección al Reino que viene.

-Ser conscientes de que la elección se hace aquí y ahora. Es aquí donde hay que apuntar hacia el ser y no hacia el tener, hacia el amor y no hacia la posesión, hacia el compartir y no hacia el acumular para sí mismo, para garantizarse un tesoro en el cielo.

Jesús lo primero que hace es establecer un principio general: «Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón» (Lc 12,34). En una colección de parábolas de hoy, el padre Loew' refiere el episodio del frigorífico. Una familia de gente modesta hacía mu­cho tiempo que soñaba con uno. A precio de grandes sacrificios, logró comprarlo. La llegada del frigorífico a casa fue un gran acontecimiento. Se saludó como el nacimiento de un niño.

«Donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón». Todos lo componentes de la familia pusieron su corazón en el frigorífi­co ... y el corazón de estos pobrecillos se volvió gélido, indiferen­te a los otros, evadido de los compromisos de solidaridad.

1. 1. Loew-1. Faizant, Parabole e Favole, Torino 1979.

118 Las parábolas de Jesús

Para una espera vigilante

He aquí, pues, estas tres breves parábolas, cuyo motivo domi­nante es la espera vigilante, dinámica (los criados que esperan en la noche la vuelta del amo; la irrupción inesperada del ladrón en la c~sa para desvalijarla; el administrador sabio y diligente, siempre dispuesto a presentar las cuentas al día cuando el amo se las pida).

Se subraya la incertidumbre de la hora. Puede ser antes de lo que uno se espera, pero también más tarde de lo que uno cree. Por e~o hay q~e estar. preparados. Lo peor que puede ocurrir es que te pillen de ImprovIso o que te encuentren dormido. Esto también puede suceder de día, en el fragor de la actividad más frenética ... , En estas tre~ parábolas Jesús emplea dos imágenes: la de la

lampara encendida en la noche y la de la cintura ceñida. La prime­ra ~s bastante transparente. Sin embargo, para comprender el sim­bolIsmo de .la segunda hay que tener en cuenta que en Oriente se ~saban ~estIduras largas. Por lo que, cuando uno se disponía a via­Jar? tema que emplearse en algún trabajo particular, para facilitar la lIbertad de movimientos tenía que arremangarse la túnica lo que se hacía sujetándola a la cintura. '

Vigilancia y esperanza

La vigilancia, especialmente cuando parece que la noche no se acaba ~unca y e.l amo parece que se ha perdido quién sabe dónde, se SostIene gracias a la esperanza e implica:

-Un~, men~alida.d de gente en viaje, que comporta capacidad de ada~tacIOn a situacIOnes imprevistas, rapidez en las decisiones di­nan:lsmo, habilidad, sentido de la provisionalidad (<<Tened ceflida la cmtura y las lámparas encendidas»).

-La toma de conciencia de los peligros que nos amenazan. Basta un momento de distracción, de decaimiento de disipación y ha~ quien se aprovecha de ello para robarnos l~s valores má; precIO~os. O también, según la lección central de la segunda pará­bola: SI uno s~ deja se.ducir, desviar, incluso ocasionalmente, por otras perspectIvas, pelIgra de faltar a la cita decisiva con el Reino que llega de improviso. '

. -Una fideli~a~ consta~te y una gran cordura (el texto griego atnbuye al admmlstrador fiel la «sensatez», que indica el compor-

La vuelta del amo 1J9

tamiento del hombre que sabe adoptar la postura más adec~a?a a las distintas circunstancias: situaciones nuevas exigen creativIdad para afrontarlas de forma apropiada. El s~ntido de r~sponsabilidad no se manifiesta sólo en el custodiar, SIllO en el znterpretar los cambios y en el consiguiente coraje de dar respuestas nuevas a problemas y exigencias que ya no son las de ayer).

Condenación e invitación

Las tres parábolas sancionan la condena de un estilo c.r~stiano somnoliento, distraído, apagado, flojo, cansinamente repetitivo, ya sabido, desencantado. Y constituyen una invitación (de la que .no están excluidos los responsables de la Iglesia) a un co~prom.ls.o inteligente, a un servicio diligente, a una apertura a lo Imprev~~I­ble. Llaman a insertar en el marco de un orden razonable tambwn el factor sorpresa, a dejar brotar de la costra rugosa de la pruden-cia y del miedo la flor de la esperanza., .. .

«A quien se le dio mucho, se le podra eXigIr mucho; ~ a qmen se le confió mucho, se le podrá pedir más». Las cuentas fmales no salen, sea porque hemos perdido el tesoro precioso que se nos con­fió, sea porque nos hemos limitado a «conservarlü» .. Se nos ha «dado» en abundancia para ser osados, para tener coraje, no para congelar todo en el miedo. Cuando uno sólo se preocupa de con­servar, de mantener intacto, termina inevitablemente empobre­ciéndose.

Cuando se colma la espera que se prolonga con ejercicios for­males o con procesiones fastuosas y costosas (acaso bajo la a~e­naza del «castigo» o chantajes de otro género), se corre el pehgro de no caer en la cuenta de que el Huésped ya ha llegado, pero ha pasado de largo porque aquellas cosas no le conciernen, aunque se declare pomposamente que se han preparado en su honor ...

A propósito de «esperar»

Profundicemos también en el significado del verbo «esperar» [attendere]: literalmente quiere decir «tender hacia». . .

El futuro, para un creyente, no es algo abstracto e mdetermma­do. Tiene un nombre, un rostro concreto: el Señor Jesús.

120 Las parábolas de Jesús

Pero estar en tensión hacia el futuro, ser testigos de la esperan­za, no significa considerar la vida como una sala de espera, dis­puestos a subir al tren que nos lleve a la estación final de la eter­nidad. No podemos concedernos la evasión en el pietismo ni en el espiritualismo desencarnado.

Pero tampoco podemos permitir una congelación de nuestros esfuerzos y de nuestras aspiraciones en la situación presente. El creyente es alguien vuelto hacia el futuro y al mismo tiempo com­prometido con el presente.

Decía un amigo mío muy querido, el gran novelista y ensayista francés 1. Sulivan: «La única manera de ser fieles a lo eterno es ser actuales». El cristiano no se puede convertir en un emboscado de la historia, ni en un desertor de los compromisos terrenales. Tener el reloj sin~r~nizado con la hora de Dios equivale a tenerlo con el hoy.

El CrIstIano es aquel que simplemente rechaza dejarse aprisio­n.ar en horizontes muy limitados. Es quien mira hacia lo alto, pero Slll desentenderse de la tierra.

Hay que precisarlo con claridad: ser ciudadanos del cielo no significa rechazar el duro oficio de hombres.

Hay ~n espesor de la realidad de este mundo que no se puede a~u.lar, SIllO que debe aceptarse, asumirse. Pero no se puede per­mItIr que esa densidad de las realidades terrestres se convierta en un muro, un diafragma opaco que nos impide ver más allá ... . El creye~t~ es un hombre del más allá. Más allá de las aparien­

CIas, de lo vIsIble, de las falsas grandezas, de lo contingente de lo material. Testigo de otro mundo, de otros valores, de otros ideales que no sean el tener, el poseer, el ganar, el hacer carrera.

Provocaciones

l. No se trata de elegir entre cielo y tierra. Se trata, más bien, de permitir que el cielo proyecte su luz sobre esta tierra. Entonces todo se hace más claro, nuestras opciones más iluminadas nues-tros itinerarios menos precarios. '

Las criaturas vigilantes en espera de «Aquel que debe venir» hacen la tierra más habitable.

En el fondo, las lámparas encendidas (expresión de fe) no sir­ven sólo para esperar al Señor. Iluminan también la casa en que nos encontramos.

La vuelta del amo 121

Con otras palabras: la lámparas encendidas no sirven sólo pa­ra alumbrar el camino hacia el cielo, sino para no perdernos por los senderos intrincados de esta tierra.

2. El «tender hacia» lo eterno no autoriza a pasar por encima del hoy. Y la apertura hacia el futuro ciertamente no se expresa con tediosa réplica del pasado.

El pasado es importante, pero como estímulo, como apremio hacia delante, no como retorno nostálgico hacia atrás. Conservar la memoria no significa necesariamente «reproducir» las mismas cosas. Conservación no significa estancamiento. Un lago es lo opuesto a estanque, porque está alimentado continuamente por un río que le suministra agua siempre nueva.

3. La vigilancia excluye el miedo, la obsesión. Se trata de es­tar atentos, dispuestos, pero no angustiados. Activos, pero al mis­mo tiempo serenos, no inquietos. Vivos, pero no ansiosos y tam­poco frenéticos.

Sobre todo, la espera se vive no en sentido pasivo, sino en sen­tido dinámico. Hay que mantenerse en el propio puesto, en sentido activo, o sea, trabajando. Quiero decir que, más que dedicarse a es­perar al Dueño, es necesario hacer que nos encuentre ocupados en el desarrollo de las tareas que nos ha confiado. El tiempo de la es­pera es el tiempo de la responsabilidad y de la fidelidad. Esfuerzo, no mero cumplimiento e indiferencia.

4. A propósito de la recomendación que introduce las tres pa­rábolas: «No temáis, pequeño rebaño ... ». Es extraño cómo hoy ciertos maestros y jueces implacables de la fe ajena se muestran tan «envenenados» por el frenesí de parecer fuertes gracias a la «multitud de seguidores» de que disponen.

Jesús en Getsemaní afirmó que hubiera podido disponer de más de doce legiones de ángeles (Mt 26, 53). Bastaba un gesto. Pero no quiso recurrir a ese medio para inclinar el juego de su par­te, que seguía siendo la de la debilidad.

Sin embargo ellos, los testigos de un cristianismo «musculoso» y fuerte por la fuerza de los números, «no temen», pero sólo si pueden alardear de una gran e imponente grey. Su terror es quedar reducidos a pocos, no contar lo suficiente, no tener peso, no hacer oír su voz gruñona. Precisamente lo opuesto al «no temáis» de sig­no evangélico.

Hace un tiempo, a quien padecía de insomnio y no podía con­cederse el lujo de los tranquilizantes, se le recomendaba contar

122 Las parábolas de Jesús

ovejas de una en una. En cierto momento, si seguía contando, el sueño llegaría inevitablemente.

Quizás la fe del pastor se mide también por el hecho de que lo­gra dormirse plácidamente incluso si el recuento de las ovejas le ocupa un tiempo muy reducido ...

Una vez más hay que decir: los números no son los que dan se­guridad, sino el amor y la fe y la esperanza invertidos (quizás en pura pérdida).

Pistas para la búsqueda

Guías dormidos

Normalmente en estas parábolas se advierte un estímulo a la necesidad de esperar sin cansarse la vuelta del Señor. Pero los pri­meros oyentes de Jesús, a quienes se dijeron estas parábolas, las han entendido de otra manera. Para ellos el «dueño» es Dios y los «criados» son los jefes religiosos de Israel, especialmente los es­cribas, que por su conocimiento de las Escrituras deberían saber cuáles son la voluntad y las promesas del Señor.

¿No es absurdo que el portero, que ha vigilado durante toda la noche, se duerma precisamente cuando llega el amo? ¿No es ab­surdo que los guías religiosos del pueblo cesen de esperar la inter­vención de Dios precisamente en el momento en que -como anun­cia Jesús- está a punto de llegar? (A. Combay

El ladrón

Parece que Lucas ha entendido la parábola como una llamada dirigida a los guías de la comunidad cristiana.

En efecto, en el v. 41, compuesto por él, pone en labios de Pe­dro la pregunta: «Señor, esta parábola ¿se refiere a nosotros o a to­dos?». A esta pregunta Jesús responde con otra parábola, la del ad­ministrador puesto a prueba por el amo (v. 42-48).

Por tanto, también la parábola del ladrón podría dirigirse a los guías de la comunidad.

2. A. Comba, La parabole di Gest!, parola per l'uomo d'oggi, Torino 1978.

La vuelta del amo 123

Puede parecer extraño que al Señor que vuelve se le c?mpare con un ladrón. Pero esta impresión no está justificada. La Imagen del ladrón se usa con frecuencia en el Nuevo Testamento.

Hemos de admitir, pues, que originalmente el asalto nocturno del que habla la parábola era una metáfo.ra d~ l~ ~arusía, de la. ;uel,­ta de Jesús para juzgar. También la IglesIa pnmltlva lo entendlO aSI, pero lo ha interpretado a la luz de su si~ua~ión, que est,aba afecta­da por el retraso de la parusía. Por consl?U1ent.e, la parabola ya ~o es un grito de alarma dirigido a la multItud, SIllO una advertencIa dirigida a la comunidad y a sus jefes para que perseveren en la fe yen la vigilancia a pesar del retraso de la parusía (A. Kemmer)3.

Un amo que se hace siervo

Se nos presenta la imagen del amo que se hace sie.rv~ de sus criados (12, 37). Es una escena sobre la que el narrador_ ~n;lta a pa­rarse como lo indica la descripción detallada (<<Se celllra, los ha­rá se~tarse a la mesa y se pondrá a servirlos») y la solemne fór­mula introductoria: «Os aseguro».

. Es una escena totalmente inverosímil? Para un amo, sí; pero par~ el Señor, no. Más tarde esta imagen v~lve~á ~ ~parecer ,e~ e~ contexto de la última cena, fuera de cualqUIer flcclOn parabohca. «¿Quién es más importante, el que se sienta e~ la mesa o el que sirve? ¿No es el que se sienta a la mesa? Pues bIen, yo estoy entre vosotros como el que sirve» (22, 27).

La imagen es teológicamente más «realista» de lo qu~ par~c~. No es una «pía exageración», sino una profun~a ver?ad ~nstologl­ca que el genio de Lucas ha sabido poner en eVIdenCIa. SIll duda es una imagen paradójica, pero precisament.e por es,o verd~d~ra, C?­mo todo el discurso evangélico sobre DIOS. Jesus ha VIVIdo sir­viendo, desvelando así su identidad y el rostro de Dios. Servir no es para Jesús, el Hijo de Dios, una actitud extrínseca a su naturale­za (como si Jesús hubiese servido únicamente para ~b~decer al Pa­dre o para reparar los pecados de los hombres, h.um¡]l~ndose a pe­sar de su ser Hijo), sino una modalidad de eXIstenCIa confor~e con su profunda identidad de Hijo. Precisame.~te porqu~ es ~IJO, Jesús es esencialmente «el que se da». ExpreslOn de su Identldad, el servicio caracteriza todas las etapas de la existencia del Señor

3. A. Kemmer, Le parabole di Gest!, Brescia 1990.

124 Las parábolas de Jesús

Jesús: la vida terrena, la existencia del Señor resucitado presente en la c?munidad, la existencia en la gloria, el retorno en la parusía.

ASI reencontramos en esta parábola el vuelco teológico que ya nos han mostrado otras parábolas. Es común representar la vida eterna co~o u~ servicio al Señor. Lucas nos invita -con gran sor­presa- a mverÍlr la perspectiva: la alegría del mundo futuro (una alegría que no cesará de sorprendernos) está en recibir (ser servi­dos) del Señor mejor que servirlo. En su segunda venida el Señor Jesús repetirá los gestos que ha realizado en la primera. En efecto es el mismo Señor y el rasgo que lo identifica es siempre el mis~ mo: «el que sirve». Cambian las maneras de la presencia (humilde y gloriosa), pero no el rostro de la persona que se hace presente. Y se repetirá una vez más la sorpresa del discípulo (Jn 13, 6): «Se­ñor, ¿lavarme los pies tú a mí?» (B. Maggioni)4.

Expertos en alimentos y no en magulladuras

Hay dos maneras de esperar a Jesucristo: la que consiste en ali­men~ar a los in~ividuos y la que consiste en golpearlos. La que C?nSIste .en sentIrse ~esp?nsable con los demás (retomando la pa­rabola, Ílene la conCienCia de ser servidor con ellos y por ellos) y la que lleva a uno a creerse el amo y a considerar a los otros como inferiores, dispuestos únicamente a recibir nuestras lecciones ...

Jesús intuyó que su retraso plantearía algunos problemas a los responsables de la Iglesia. Su mentalidad con frecuencia corre el riesgo de cambiar. En vez de pensar principalmente en los demás terminan insensiblemente por pensar sobre todo en sí mismos. ' . Los ministros, que en los orígenes de la Iglesia eran «extrover­

tIdos»,.o sea, v~lcados en los demás, poco a poco terminan por ha­cerse «mtrovertIdos», o sea, vueltos hacia sí mismos, porque pien­san. en la gr~ndeza y el alcance de su ministerio más que en sus ovejas. El obiSpo pensará más en su carga que en sus fieles; el pas­to:, ~n s~s prerrogativas más que en su grey ... Se habla mucho de ~mlst~nos y ~e ministros, pero nunca suficientemente de la Igle­Sia, qUiero deCir de la Iglesia real, visible: parroquianos y otros. . Es to~a~mente cierto, y lo atestigua el texto, que Jesucristo ins­tJ~~ye mlll1stros. No hay que transigir en este punto. Pero es tam­bIen verdad que hay buenos y malos ministros.

4. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992.

La vuelta del amo 125

Pero ¿qué es un buen servidor? El texto responde: un servidor prudente, inteligente (que no significa intelectual, sino lleno de buen sentido y de finura), consciente de que su tarea es alimentar debidamente a los que se le han confiado.

Es evidente que esto afecta a la predicación, que debe alimen­tar realmente a los que vienen a escucharla (¡pero hace falta que vengan!). Además, su inteligencia se manifiesta de dos maneras:

l. Él espera de verdad a su amo tanto si vuelve inmediata­mente, como si vuelve después de mil años. Se trata de actuar tan­to si tiene muy poco tiempo, como si tiene mucho. Es rápido, pe­ro no se agobia; vivo, pero no ansioso; activo, pero calmoso.

2. A los que le han sido confiados los considera siervos como él mismo es siervo, encargados de la misma tarea. Por eso les ex­horta a asumir su lugar; y, aunque es consciente de tener responsa­bilidades sobre ellos, nos los considera inferiores.

En cuanto al mal servidor, golpea, apalea, martiriza, porque se ha olvidado de:

a) que se le han confiado, b) que son sus hermanos. Él no piensa sino en ensañarse, castigar, amenazar, expulsar. Estará bien recordar a este propósito ciertas predicaciones y ar-

tículos en los que los pobres parroquianos se ven obligados a en­cajar continuamente solemnes bastonazos ... Con esto no quiero negar que, en algunas circunstancias, una fraterna pulla, dulcifica­da con una sonrisa, no sea útil y saludable. Creo simplemente que debemos mantenernos en guardia para no maltratar, fustigar o he­rir a aquellos que, antes que nada, deberían ser alimentados.

Añadiré simplemente que hay cristianos cuya epidermis es ex­cesivamente sensible: les salen moratones apenas se les roza con una pluma y no es posible decir nada sin que se crean que la dia­na son ellos. Curiosamente, son con frecuencia estos mismos cris­tianos los que, si se les confía la cátedra y la predicación, manejan con violencia la vara de la represión.

Bien entendido que hay otros muchos modos de magullarse re­cíprocamente en la Iglesia. Todos somos expertos en moratones. Pero Jesucristo nos exige que nos convirtamos en expertos en ali­mentación (A. Maillot)5.

5. A. Maillot, Les paraboles de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973.

6

La higuera estéril

«En aquel momento llegaron unos a contarle lo de aquellos galileos, a quienes Pilato había hecho ma­tar, mezclando su sangre con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les dijo: '¿ Creéis que aquellos galileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Os digo que no; más aún, si no os convertís, también vosotros pereceréis del mismo modo. Y aquellos dieciocho que murieron al desplomarse so­bre ellos la torre de Siloé, ¿creéis que eran más cul­pables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y si no os convertís, todos pereceréis igualmente '. Jesús les propuso esta parábola: 'Un hombre había plantado una higuera en su viña, pero cuando fue a buscar fruto en la higuera, no lo en­contró. Entonces dijo al viña dar: Hace ya tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo en­cuentro. ¡Córtala! ¿Por qué ha de ocupar terreno in­útilmente? El viñador le respondió: Señor, déjala to­davía este año; yo la cavaré y le echaré abono, a ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás'» (Lc 13, 1-9).

Advertencia para todos, no castigo

Hay que partir del hecho que ha dado origen a la parábola y que está estrechamente ligado a ella (en el fondo, la parábola qui­zás se ha contado para afianzar la enseñanza precedente).

El discurso de Jesús es interrumpido bruscamente por alguien que trae una noticia escalofriante: hace un momento que Pilato ha hecho matar a algunos galileos, probablemente sospechosos de pertenecer a la banda armada de los zelotas, precisamente cuando ofrecían sacrificios. Jesús, por su parte, nos recuerda otra desgra-

La higuera estéril 127

cia, todavía muy presente en la memoria de todos: dieciocho obre­ros que estaban trabajando en las inmediaciones del templo. habían quedado sepultados bajo los escombros de una torre derrmda. ,

Comenta B. Maggioni: «Es probable que la gente razonase aSI: como Dios es justo, si estos han sufrido esta suerte, significa que eran pecadores. Jesús piensa de otra manera ('Os digo que no'): esos hombres no eran peores que los demás. En todo caso, su des­gracia es señal de que el juicio cae sobre todos. Y, efectivamente, Jesús repite dos veces a sus oyentes: 'Si no os convertís, todos pe­receréis igualmente' (13, 3.5)>>. Palabras duras y hasta amena~an­tes y, sin embargo, pronunciadas más para salvar que para castIgar, como sugiere la parábola de la higuera estéril.

Entre desilusión y paciencia obstinada

No siempre nuestras respuestas corresponden a las legítimas expectativas de quien nos ha confiado ciertas tareas. Con frecuen­cia son decepcionantes. Los frutos no están a la altura de las pre­tensiones del Propietario. La parábola de la «higuera plantada en la viña» nos informa, sobre todo, acerca de esa triste realidad que puede ser la nuestra. . .

Tengamos presente que las higueras y las viñas para los IsraelI­tas significaban algo muy particular: eran el signo de su instalación en la tierra prometida y recordaban también el paraíso perdido.

Viña de Dios es el pueblo elegido. «Vino a buscar fruto y no lo encontró». Justificada su desilu­

sión y su amargura. Que vienen de lejos: «Hace tres años que ven­go a buscar fruto y no lo encuentro». Cuando Dios planta un árbol no ornamental es natural que espere los frutos.

Su proyecto frente a los hombres es regularmente saboteado por los mismos interesados. Ahora parece que se le acaba la pa­ciencia. Es tiempo de juicio y de condena: «¡Córtala!».

Pero el viñador hace de mediador e intercede. Pide que la pa­ciencia del amo se prolongue todavía un año. Cristo es quien in­tercede continuamente a favor nuestro ante el Padre, consigue una dilación, «alarga» su paciencia.

El amor vence sobre la obstinación, el rechazo, la cerrazón, la indiferencia, la aridez. Tiempo y amor hacen posible el logro del proyecto de Dios.

128 Las parábolas de Jesús

A pesar de las desilusiones que le damos en serie, Dios sigue creyendo en el hombre, esperando algo bueno de nosotros. El jui­cio queda en suspenso, todavía se concede una oportunidad.

Sin embargo el final no es del todo tranquilizador: «A ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás».

Dios pacientísimo. Y también confiado

Hay bastantes textos en el Antiguo Testamento que documen­tan la obstinada paciencia del Señor:

«El Señor, el Señor: un Dios clemente y compasivo, lento a la ira, lleno de amor y fiel» (Ex 34, 6). Hay que precisar que «lento a la ira» es una paráfrasis para decir «paciente». Y que sinónimo de paciencia es «longanimidad».

«El Señor es paciente y misericordioso» (Nm 14, 18). «El Señor, vuestro Dios, es clemente y misericordioso y, si de

verdad os convertís a él, no os abandonará» (2 Cr 30, 9). «El Señor es clemente y compasivo, paciente y rico en amor»

(Sal 145,8). En el Nuevo Testamento, Pablo, refiriéndose a su autobiogra­

fía, dice: «Precisamente por eso Dios me ha tratado con miseri­cordia y Jesucristo ha mostrado en mí, el primero, toda su genero­sidad, de modo que yo sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener la vida eterna» (l Tim 1, 16).

Añadimos otros dos textos: «Dios los soportaba pacientemente ... » (l Pe 3, 20). «Una cosa no se os ha de ocultar: que un día es para el Señor

como mil años y mil años como un día. Y no es que el Señor se re­trase en cumplir su promesa, como algunos creen; simplemente tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que alguno se pier­da, sino que todos se conviertan ... » (2 Pe 3, 8-9).

Pero hay que tomar conciencia de que la paciencia divina com­promete al hombre. Como no es un banal «dejar pasar», no intro­duce un vacío, una espera inerte, sino que es una realidad positiva, la bondad, que permite al hombre producir algo que justifique el retraso de la ira divina. Ese es el espacio en que debe revelarse la novedad, en que debe aparecer la conversión.

Con otras palabras: la paciencia de Dios es algo serio, extre­madamente exigente: «¿Desprecias acaso la inmensa bondad de

La higuera estéril 129

Dios, su paciencia y generosidad, ignorando que es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento?» (Rom 2, 4).

Resumiendo: la parábola atestigua la infinita paciencia de Dios, pero también su confianza en el hombre.

Provocaciones

La culpa es mía

Hoy también suceden desgracias semejantes a aquellas a las que se refiere Jesús (la acción abominable de los galileos asesina­dos bárbaramente por Pi lato y el derrumbe de la torre de Siloé). y no está claro que nuestra interpretación sea siempre correcta en términos de valoración cristiana.

Me ha tocado escuchar a un predicador que, a propósito de un devastador aluvión que había afectado a un valle para mí muy que­rido, no se le ha ocurrido sino apelar al justo castigo de Dios por los pecados de los hombres.

Me he limitado a hacerle caer en la cuenta de que su requisito­ria seguramente hubiera sido distinta si, como sucedió a mi amigo don Carlos, hubiese visto hundirse bajo el fango y las piedras su iglesia y su casa.

Por no hablar de ciertas interpretaciones acerca del azote del si­da (interpretaciones de dudoso gusto evangélico y privadas de ese ingrediente fundamental, aunque sea en minúscula dosis, que es la misericordia). Y pasando por encima de un intelectual que no pier­de ocasión para hacer «rechinar» su cristianismo, y que propone soluciones drásticas y despiadadas para los responsables de ciertos crímenes, como el del lanzamiento de piedras desde los puentes de las autopistas.

Bastaría recordar la lección de Jesús: «¿Creéis que aquellos ga­lileos murieron así por ser más pecadores que los demás? Os digo que no ... y aquellos dieciocho ... ¿creéis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no».

y sobre todo, esta advertencia severa: «Si no os convertís ... ». y esto se refiere tanto a los lanzadores de piedras como a los que tienen un corazón de piedra, vacío de todo sentido de piedad.

La conversión es posible solamente si se busca al culpable cer­ca, no lejos.

130 Las parábolas de Jesús

También las desgracias más terroríficas pueden ser signo, ad­vertencia, no castigo. Pero signo e invitación para todos, no para los presuntos culpables (<<le está bien», «se lo ha buscado», «han ido a por él», «si se evitaran ciertas compañías, no pasaría lo que pasa», etc.).

Estará bien recordar que conversión significa, ante todo, cam­bio de mentalidad. Y por tanto capacidad de leer los hechos, inclu­so los más inquietantes de la crónica de sucesos, no a través de un prisma de inhumanidad, sino de piedad.

Capacidad de pensar de forma «distinta». Distinta de las per­sonas con sentido común y de los moralistas que establecen una ecuación atroz entre delito y castigo, sin ni siquiera dejarse rozar por la sospecha de que, desde el punto de vista de Dios, el segun­do término de la ecuación podría ser «misericordia». Y que el cul­pable podría encontrarse en otro sitio. A lo mejor demasiado cer­ca. Y bastaría orientar el dedo índice hacia el propio pecho para descubrirlo.

Leyendo bien el texto evangélico, para Jesús los culpables no son ni Pilato ni los constructores de la torre, y menos aún las vÍC­timas. A él le interesa sentar en el banquillo de los acusados a los «informadores» (y añadamos a los comentaristas de pronta -y re­munerada- intervención).

Frente a la trágica y misteriosa realidad del mal, documentada también por la crónica negra cotidiana, Jesús no lanza «adverten­cias» (la advertencia pertenece al estilo mafioso). Prefiere lanzar «invitaciones». Y estas afectan a todos, incluso a esos que buscan refugio bajo la torre de su «sensatez», de su seguridad, de su «es­tar en regla».

Esa torre resulta peligrosísima. Un desastre irreparable. Efecti­vamente, amenaza con ... derrumbarse.

No es él solo el que espera los frutos ...

Sí, la parábola es de rabiosa actualidad y muy inquietante para nuestra conciencia. ,Ese que viene a buscar frutos en nuestra plan­ta no es Uno solo. El, en todo caso, tiene la costumbre de delegar en los innumerables individuos que se cruzan en nuestro camino para que vengan a agitarnos. Todos ellos tienen derecho a encon­trar, en la existencia de un cristiano, algo que llevarse a la boca, al­go que ayude a vivir, que autorice a esperar.

La higuera estéril 131

Es inútil hacerse ilusiones. Esa higuera no es de nuestra pro­piedad exclusiva. El cristianismo no es un hecho privado ni que podamos cercar con las vallas de las observancias religiosas para sentirnos seguros.

No se trata de cultivar nuestro jardín religioso para una satis­facción personal o para que Dios agradezca nuestros homenajes florales. Ser cristianos significa estar «expuestos». Todos tienen derecho a meter la nariz en el lote de terreno que se nos ha asigna­do para controlar si cultivamos un trozo del reino de Dios, si trans­formamos el desierto en tierra fértil, o si nos preocupamos de dar­nos un certificado de personas de bien o de llenar el tiempo libre con algún trabajillo -no excesivamente comprometido ni excesi­vamente costoso- que podría sernos útil para el más allá. Si «ha­cemos» la verdad o si nos contentamos con ronronear en torno a ella o de utilizarla para cualquier inocuo gargarismo.

Todos tienen derecho a alargar las manos hacia los frutos de nuestro árbol.

Bueno, con las carreteras invadidas por el barro, las aceras sal­picadas de sangre, las plazas contaminadas con palabras atroces, la atmósfera envenenada por el odio y por la indiferencia, es natural, lógico, justo que la gente se dirija a nosotros buscando hechos concretos de justicia, limpieza, honestidad, perdón, lealtad, cohe­rencia o incluso simplemente la capacidad de reconocer nuestras equivocaciones.

Nuestras acciones, y solamente ellas, son las que indican que nuestro Dios es un Dios de justicia, misericordia, verdad y amor.

Por el contrario, desgraciadamente nuestra higuera produce desilusión en todas las estaciones. Es rica exclusivamente en pro­mesas no cumplidas, en esperas malogradas.

Un abono llamado penitencia

¿Los remedios? (o, si queremos usar el lenguaje de la parábo­la, ¿el «abono»?). Diría, en primer lugar, un poco de penitencia.

¡Oh! Advierto la risita de la indulgencia. Lo sé, es una palabra devaluada, fuera de curso legal. Sin embargo, sigue siendo un tér­mino básico del diccionario cristiano.

Aunque algún sabiondo insinúa dudas atroces sobre la actuali­dad de la mortificación y del sacrificio, desgranando expresiones como «culto de la personalidad», «respeto de los valores huma-

132 Las parábolas de Jesús

nos», «teología de las realidades terrenas», «superación de la as­cética tradicional mediante una visión antropológica positiva», no nos dejemos impresionar por estos juegos dialécticos, por estos equilibrismos «palabreros».

La mortificación, para quien intente tomar en serio el mensaje de Cristo, es siempre actual. Los sacrificios no son «extravagan­cias», como alguno supone. Y la penitencia no es un horrible «re­siduo» de los tiempos oscuros de la Edad Media, como sentencian otros. Y la «puerta estrecha» de la que habla el evangelio es im­probable que sea tan amplia como para poder pasar con la carga de las fruslerías inútiles a las que no queremos renunciar de ninguna manera y de las comodidades que constituyen nuestro equipaje.

Cierto que la mortificación no debe reducirse a un dolorismo suplementario que sea fin en sí mismo. Está en función de la vida. Está al servicio del crecimiento del hombre, no de su aniquilación.

Mortificarse quiere decir «dar muerte» a todo aquello que en nosotros obstaculiza la vida, bloquea su plenitud, distorsiona su sentido. Con la mortificación, elimino todo lo que me impide ser yo mismo. Y esta operación, obviamente, nunca es indolora.

Quedémonos con el hecho de que la mortificación -incluso en su aspecto austero, incómodo- es para la vida, no para una dismi­nución de la vida. He de cortar algo en mí, para que no sea corta­do mi árbol. En una palabra, una persona que acepta la penitencia es una persona que ama la vida. Se mortifica porque tiene ganas de vivir. Solamente cuando la vida ya no esté de moda, podremos también arriesgarnos a quitar de la circulación la mortificación ...

y después no olvidemos que las mortificaciones más gratas a Dios son aquellas de las que pueden beneficiarse los otros. Quiero decir que las mortificaciones no deben reducirse a simples morti­ficaciones, sino orientarse hacia un elemento positivo, hacia un ac­to de amor, de generosidad, esto es, hacia un incremento de entre­ga, de servicio al prójimo. Los otros son quienes deben gozar del fruto de nuestras privaciones, de los «higos» sabrosos de nuestras renuncias, y desde ahí verificar su autenticidad. Nuestro ayuno va­le ante Dios si alguien queda saciado gracias a él (cf. Is 58).

El viejo, el enfermo, el niño a quien hoy te acerques, «caerá en la cuenta» de tu mortificación porque recibirá de ti un suplemen­to de atención, de alegría y de comprensión.

Sólo si el pobre se siente más amado, el Señor podrá creer en el amor que pretendes demostrarle con tus penitencias.

La higuera estéril 133

Un remedio llamado paciencia

«Señor, déjala todavía este año; yo la cavaré y le echaré abono, a ver si da fruto en lo sucesivo; si no lo da, entonces la cortarás».

Sí, el otro remedio es la paciencia. La planta reacia se «abona» con la paciencia. Apelemos también a la paciencia de Dios, insté­mosle para que espere todavía un poco, para que nos abra el enési­mo crédito de confianza.

Pero me parece que no tenemos derecho a apelar a la paciencia de los hombres. Al contrario, tenemos necesidad de su impacien­cia para con nosotros. Por otra parte, están teniendo paciencia des­de hace ya dos mil años ...

Debemos tener el coraje de instarles: sed exigentes, no os re­signéis a ver nuestro árbol estéril; insistid, pedid mucho, no nos concedáis más dilaciones, gritadnos que ya no podéis esperar más, exigidnos frutos para vuestra hambre, seguid alargando la mano.

Sólo si podemos contar con la paciencia de Dios y la impa­ciencia de los hombres, nuestra higuera tiene la probabilidad de no ocupar abusivamente el terreno.

Traducción

Así pues, intentemos leer «Un hombre había plantado una hi­guera en su viña» traducido así: «Dios tenía una comunidad ... , una parroquia ... , una familia ... , una persona ... ». E intentemos aguan­tar su mirada y sus palabras. Al final, puede suceder que el Señor se contente con que mi respuesta sea una confesión de incapacidad para dar frutos. Y espere verme correr en dirección del único que produce los frutos (mejor, el fruto) deseados por el Padre.

Espera que yo descubra y abrace, finalmente, la cruz del Hijo, el único árbol que no traiciona las esperas.

Paciencia con Dios

Dios usa con nosotros paciencia, una paciencia interminable. Pero creo que también nosotros tenemos que ser pacientes con él.

No sabemos esperar. Decididos a «cortar» con Dios, a romper las relaciones, cuando nos parece que nos desilusiona y no corres­ponde a nuestros deseos (y hasta caprichos), o también cuando no responde al instante a nuestros interrogantes. No sospechamos que

134 Las parábolas de Jesús

Dios se retrasa sólo respecto a nuestra prisa, no respecto a sus pro­mesas.

Siempre dispuestos a denunciar sus incumplimientos, más que a denunciar nuestra escasa fe y nuestra esperanza de bajos vuelos.

Puede ser suficiente un fruto único, e incluso ajustado ...

Delante de mi casa no tengo una higuera. En compensación, precisamente frente a ella se levanta un nogal imponente, al que estoy muy apegado. Por la mañana, cuando aún es de noche, me pongo a trabajar con la mesa arrimada a la ventana que da al no­gal. Eso es exactamente lo que estoy haciendo ahora mismo. Me gusta ver la primera luz que juega con sus ramas, el sol que se abre paso entre las hojas, escuchar los pájaros dando sus conciertos.

El primer año, como saludando mi llegada, el nogal me regaló una cantidad desproporcionada de frutos. De esa abundancia par­ticiparon también los vecinos.

. E~ año siguiente parece que se había arrepentido de tanta pro­digahdad. Por más que miraba con atención, no descubría ni una nuez. Limpiaba escrupulosamente la hierba nacida a su sombra quitando la colcha de hojas. Nada. Ni la más minúscula y rugos~ nuez. La planta, evidentemente, se había tomado un año sabático.

Jugaba con las auroras y los atardeceres; cada vez ofrecía una hospitalidad más amplia a los pájaros, jilgueros, petirrojos, verde­rones, mirlos; dejaba que las cornejas y hasta ratoneros dibujaran amplios círculos sobre su copa; se divertía peligrosamente con el viento, perdiendo alguna rama. Pero parecía que se había olvidado de que era un nogal, obligado a producir nueces.

Siempre que lo miraba, me veía obligado a comentar: -Por qué será que este año ni siquiera una nuez ... Un día, mientras hacía que un amigo admirase el árbol (una es­

pecie de rito obligado antes de entrar en casa), dije con mal disi­mulado disgusto:

-Hermoso, ¿verdad? Pero este año no se ha dignado ofrecer ni una nuez ...

No había terminado de pronunciar la última palabra, cuando recibí un golpe en plena frente de un proyectil con mira infalible. ni que hubiera sido teledirigido. No se trataba de una piedra ni d~ un pájaro desaprensivo. Era una nuez. La única. Caída precisa­mente en aquel momento para desmentirme.

La higuera estéril 135

Recogí el proyectil y después, cuando el amigo marchó, me senté a los pies del árbol. Y me puse a rezar acariciando la nuez que tenía en la mano: «Señor, gracias por la lección un poco ruda que me has dado hoya través de mi nogal.

También en este año de aridez -determinado quién sabe por qué causas- ha cumplido con su deber. Todo lo que podía: una nuez raquítica. Cansada, escasa, pero regular, exacta (hasta dema­siado ... ).

Señor, así querría que fuese siempre mi vida. No todas las es­taciones son favorables. Haz que incluso en las jornadas menos fe­lices logre, aunque sea con un esfuerzo enorme, producir al men~s un fruto modesto de bien. Pobre hasta donde se quiera, pero al fm y al cabo un fruto. ..

No debo alegar la excusa de las circunstancias adversas (hielo, viento contrario, clima duro en torno a mí) para evitar el compro­miso de hacer algo bueno.

Si no logro dar fruto, sí debo conseguir juntar una porción, una pizca. Si no tengo fuerza y coraje suficientes para abrir de par en par la puerta, es necesario que tenga abierto por lo menos un ven­tanuco. A costa de machucarme los dedos.

Señor, convénceme de que, para ti, una cosecha suficiente, en ciertas circunstancias dificiles, puede ser incluso una sola nuez.

Otra cosa, Señor: mi nogal sabe dos maneras de entregar sus frutos: dejarlos caer a tierra o someterse al vareo. Y aunq~e pre­fiera el primer sistema -tengo motivos para creerlo-, no se hbra de la sacudida de los largos varales.

Así debe ser también respecto a mi caridad. Es verdad que es mucho más fácil dar fruto cuando uno quiere.

Y, sin embargo, muchas veces también hay que 'dejarse recolec-tar', hacerse disponible a la sacudida despiadada. ,

En la cruz, tú estabas expuesto a los golpes. Y temas las manos clavadas. Todos se aprovecharon de esta circunstancia. Y tú te has 'entregado' sin oponer resistencia.

Las manos clavadas son lo opuesto a las manos cerradas. Re-presentan el máximo de la generosidad. . .

Solamente quisiera pedirte que, en el caso no Ciertamente m­frecuente de una caridad costosa, no 'hiera' en la cabeza al próji­mo con mi única nuez. Quisiera saber ofrecer siempre mi pobre fruto con delicadeza y respeto. Si es necesario, rompiendo con mis manos desnudas la cáscara dura».

136 Las parábolas de Jesús

Pistas para la búsqueda

El amor invencible

«Hace ya tres años ... ¡Córtala! ... ». Dios, después de haber re­cordado su paciencia, anuncia el juicio. Definitivo, radical. Y no simplemente, ni sobre todo, porque su compañero no le ha resarci­do toda su fatiga, sino porque este compañero, endurecido, in­consciente, se muestra capaz de lo imposible, o sea, de no respon­der al amor del que ha sido objeto y de permanecer insensible a la paciencia que se le manifiesta.

y he ahí la discusión, el diálogo entre Dios y el viñador. Entre Dios y Abrahán a propósito de Sodoma. Entre Dios y Moisés, mo­tivado por el pueblo de Israel. Entre Dios y David ... y sobre todo entre Dios y su Hijo Jesucristo, que de una punta a la otra de la historia intercede por todos los hombres: «Padre, perdónalos, por­que no saben lo que hacen».

Sin embargo, en la parábola el viñador se limita a pedir una prórroga: un año. En efecto, no puede suponer, ni siquiera él, que tanto amor quede desperdiciado. El amor no puede desesperar. Por eso pide simplemente una dilación de gracia.

El amor sabe que necesita tiempo para hacerse comprender y acoger. Y sabe también que es invencible. Es consciente de que es más fuerte que la muerte, que la incredulidad y que todos los in­fiernosjuntos. Por eso cree que vencerá (A. Maillot)l.

Jesús se hace conocer

Es interesante recordar una antigua historia, atestiguada ya en el siglo V a.C. Un padre compara a su hijo con un árbol estéril que, aunque se encuentra cercano al agua, no da frutos, de modo que el amo se ve obligado a talarlo. Entonces el hijo le pide que lo tras­plante y, en el caso de que tampoco dé frutos en el nuevo lugar, que lo corte. Pero el padre le replica: «Cuando estabas cerca del agua no has dado ningún fruto; ¿cómo quieres darlo estando en otro lugar?».

Jesús podía tener noticia de esta narración popular y la ha transformado en su parábola, pero dejando de lado la conclusión.

1. A. Maillot, Les paraboles de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973.

La higuera estéril 137

La oración del agricultor no es rechazada; la parábola queda abier­ta y así representa una invitación a la conversión.

Es completamente nueva en Jesús la figura del agricultor. Al presentarla, ¿Jesús sólo quería dar viveza a la descripci.ón o e~ ella se da a conocer a sí mismo? Probablemente esta es su mtenclOn, y también sus discípulos lo han entendido así. Sin embargo, es difi­cil que el pueblo llegase a esa interpretación: le bastaba distinguir el pensamiento fundamental de la parábola y caer en la cuenta de que, así como el árbol obtiene, por decirlo de alguna m~ne~a, un periodo de gracia, así también Dios lo concede al pueblo JUdlO (A. Kemmer)2.

Todavía una posibilidad

La esterilidad del pueblo es obstinada: tres años han pasado desde que el amo viene a buscar higos sin encontrarlos. Y el juicio está ahí, en el horizonte, en toda su seriedad: dos veces aparece en la parábola el verbo «cortar». Pero este tiempo aún es tiempo de misericordia.

Los equívocos posibles son dos. Hay quien ~ien~a: ya ~s de­masiado tarde, la situación es irreversible, la paciencIa de DIOS se ha acabado. Y hay quien piensa: Dios es paciente, siempre hay tiempo. La parábola enseña otra postura: el cambio es todavía po­sible, pero no se puede programar la paciencia de Dios ni ~~rove­charse de ella. El juicio será severo y, por eso, la converslOn tan importante que Dios concede una última ~portunidad .. El tiempo de la misericordia se alarga para hacer posible el cambIO, no para aplazarlo. El centro -o lo «no evidente»- de la parábola no está en la búsqueda de los frutos (cualquier labrador espera que un árbol produzca frutos), en la voluntad de cortarlo desp~és de. haber constatado durante tres años que no da frutos (cualqUier agncultor lo haría), ni en la decisión irrevocable de cortarlo si no diese ,frutos después de un año de espera (¡faltaría más!). La novedad esta en ~l hecho de que a una higuera tan estéril se le conceda aún una POSI­bilidad (B. Maggioni)3.

2. A. Kemmer, Le parabole di Gesit, Brescia 1990. 3. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992.

138 Las parábolas de Jesús

Nuestras obras nos juzgarán

Para nosotros hay una especie de dilación del juicio. El juicio de condena se aplaza, pero ya está sobre nosotros. ¿Quién decidi­rá la ejecución de la condena? El hecho es ver si damos o no frutos. La condena de Dios no se imagina como acto trascendente de Dios. Nosotros la desarrollamos en nuestra misma historia. No es­tá escrita en el libro secreto de Dios que de improviso abrirá de par en par ante nosotros para leer la sentencia de muerte; está dentro de nosotros, son nuestras obras las que nos juzgarán más que la pala­bra de Dios, como dice el evangelio de Juan: «Vuestras obras os juzgarán». Ellas serán la ejecución de la condena (E. Balducci)4.

Como aquel agricultor ...

Nuestro estado de ánimo es como el del agricultor que, des­pués de haber hecho todo, cae en la cuenta de que el árbol no ha producido nada. ¿Cuántos sufrimientos heroicos han preparado es­te árbol del mundo de hoy? Pensad en todos aquellos que han pe­leado, que han muerto por la libertad, pensad en los que han lu­chado por la justicia ... ¿Dónde ver un fruto, un fruto seguro que no lleve en sí veneno? Estamos desolados, porque esos valores que habían dado sentido y vivacidad al camino histórico de improviso se han esfumado ante nuestros ojos. Donde debía haber más justi­cia y democracia hay opresión y dictadura; donde debía haber li­bertad, fraternidad e igualdad, las mecánicas del dominio y de desi­gualdad mandan. Vivimos como quien ya ha oído pronunciar el juicio de condenación y goza de una suspensión de la ejecución, como el árbol sobre el que ha puesto el ojo el amo y que debe arrancarse, pero que, gracias a un exceso de misericordia y tole­rancia, se le permite dar la última prueba de sí. Estamos en la úl­tima prueba (E. Balducci)5.

4. E. Balducci, Il Vangelo della pace, anno e, Roma 1985. 5. Id., Gli ultimi tempi, anno e, Roma 1991.

7

La puerta estrecha

«Mientras iba de camino hacia Jerusalén, Jesús en­señaba en los pueblos y aldeas por los que pasaba. Uno le preguntó: 'Señor, ¿son pocos los que se sal­van? '. Jesús le respondió: 'Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque os digo que muchos in­tentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de ca­sa se levante y cierre la puerta, vosotros os queda­réis fuera y, aunque empecéis a aporrear la puerta gritando: ¡Señor, ábrenos!, os responderá: ¡No sé de dónde sois! Entonces os pondréis a decir: Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nues­tras plazas. Pero él os dirá: ¡No sé de dónde sois! ¡Apartaos de mí, malvados! Entonces lloraréis y os rechinarán los dientes, cuando veáis a Abrahán, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, mientras vosotros sois arrojados fuera. Pues vendrán muchos de oriente y de occidente, del norte y de! sur, a sentarse a la mesa en e! reino de Dios. Hay últimos que serán primeros y primeros que se­rán últimos '» (Lc 13, 22-30).

Imprevisibilidad

De vez en cuando, en el evangelio aflora la curiosidad típica de los hombres (de la que quizás tampoco están inmunes las muje­res). Así hay algunos que querrían conocer «el día y la h~ra». Otros quisieran recibir alguna anticipación sobre los personajes a quienes se reservarán los primeros puestos (Mt 18, 1). A otros les gustaría estar informados -y es el caso de la pregunta que ha pr~­vocado la breve parábola de la «puerta estrecha»- acerca del nu­mero, aunque sólo fuera aproximado, de los candidatos a la salva­ción, insinuando la sospecha, si no la previsión, de que se trata de una cifra exigua.

140 Las parábolas de Jesús

En una palabra, siempre surge algún curioso a quien le gustaría echar una ojeada al gran registro para descubrir la fecha fatídica del examen final, para dar un vistazo a la lista de los aprobados e in­cluso para espiar los nombres de los primeros de la clase del cielo.

Jesús rechaza categóricamente satisfacer este tipo de curiosidad chismosa. Es otra cosa 10 que importa saber. En vez de la curiosi­dad, introduce el factor sorpresa y el elemento imprevisibilidad.

En este caso concreto, al Maestro le plantean una cuestión teo­lógica muy debatida: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Nor­malmente quien plantea estas preguntas da por supuesto que él pertenece al número de los elegidos. Por eso se quiere saber si la compañía será numerosa, dando a entender que le gustaría que fueran personas selectas, una especie de número cerrado; si no, ¿qué sacaría con obrar correctamente, con hacer sacrificios? ..

Los judíos excluían categóricamente a los paganos del ámbito de la salvación. A lo más, se discutía en las escuelas rabínicas si todos ellos se salvarían o no. Jesús, para demoler la seguridad y la presunción típicas de quienes se creían «privilegiados», insinúa una sospecha angustiosa: hay lejanos que están mucho más cerca de lo que parece. Y hay cercanos que en realidad están irremedia­blemente lejos. Hay desconocidos que tienen acceso al Reino. Y hay algunos que tienen derecho, pero quedan excluidos.

En una palabra, Jesús una vez más no se deja atrapar en este ti­po de problemática falsa, expuesta al debate en otro plano. Y plan­ta en medio una inquietante, pero muy concreta «puerta estrecha». Dice, en sustancia, que no se trata de conocer el número. Que la cantidad, las cifras, las estadísticas, los porcentajes no deben inte­resarnos. y mucho menos es cuestión de imaginar qué hay detrás de aquella puerta fatídica. El listado de los elegidos y la descrip­ción del paraíso son problemas falsos. Lo único que importa saber es esto: qué quiere Dios de mí, aquí, hoy.

En una palabra, nos guste o no, tenemos que hacer las cuentas con esa puerta estrecha.

La puerta estrecha

Es inútil hacerse ilusiones: se trata exactamente de una puerta estrecha. Y nadie está autorizado a ensancharla, y mucho menos a eliminarla.

La puerta estrecha 141

No se trata de conocer la contraseña o de tener en el bolsillo cartas de recomendación, quizás firmadas por el párroco, para en­trar con seguridad por aquella puerta.

El único pase autorizado es el del compromiso personal y el de la decisión de tomar en serio las exigencias del evangelio, sin in­tentar astutamente reducir el cociente de dificultad.

El verbo que nosotros traducimos por «esforzaos», en griego dice, literalmente, «batíos», e implica la idea de una lucha encar­nizada. No se trata, evidentemente, de «batirse» contra los otros pretendientes o competidores que hacen cola, sino de luchar para eliminar de nosotros y de nuestro bagaje todo lo que nos obstacu­liza el paso a través de aquella entrada no muy amplia.

Es la puerta de la anti-facilidad

Es peligroso embelesarse con imágenes falsamente consolado­ras: Dios es exigente. Espera mucho. El cristianismo no es una ex­cursión más o menos agradable por un paisaje con fondo religioso. No es una alegre romería con un santuario como meta y alguna oración dejada allí para que todo tenga una pátina devocional.

El camino que se propone es difícil, incómodo. Ser cristianos es «cosa seria». El costo, en términos de lucha, sacrificio, entrega, compromiso, resulta muy alto. Dios no está dispuesto a conceder descuentos para hacerlo más fácil, no oferta «acciones» baratas o «gangas» para aumentar la clientela.

Queda por explicar que la puerta estrecha está construida ex­clusivamente con ... material evangélico. Nadie tiene derecho a añadir otros «filtros» selectivos. Bastan las pretensiones de Cristo. Por lo que no es el caso de que cualquier intruso o maestro de ce­remonias excesivamente celoso, provisto de un librote bajo el bra­zo, cierre el paso con la presunción de someter a los candidatos (mejor, a los invitados) a un examen suplementario y abusivo.

Es la puerta de las sorpresas

Me atrevería a decir de la ducha fría. Es verdad que además parece «escandaloso» aquel cortejo de

inesperados, y hasta de intrusos, caídos allí «de oriente y de occi­dente».

142 Las parábolas de Jesús

. Luego, por aquella puerta pasan sin problemas algunos que vienen de no se sabe dónde y que han caído allí no se sabe cómo (quién habría sospechado alguna vez que ciertos valores auténtica­mente evangélicos como la justicia, la generosidad, el desinterés, la modestia, la sinceridad, la honestidad y la atención al prójimo encontrarían tantos «portadores sanos» desconocidos, no registra­dos en los ficheros oficiales). Y ciertos individuos que tienen (o se dan) el aire de ser de casa encuentran la puerta cerrada y les cae un jarro de agua fría: «No os conozco. No sé de dónde sois».

Resultan «desconocidos», «nunca vistos», «de procedencia des­conocida», «de dudosa fiabilidad» justo los que frecuentan habi­tualmente la casa, esos que presumían de una gran familiaridad con el Amo (<<Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas»), esos que creían que lo conoCÍan perfectamente y hablaban de él con sorprendente desenvoltura. Su actitud podría considerarse un «delito de estafa». Puede ser que estos se hayan arrogado alguna vez la función de preparar las listas de los admiti­dos, o la de porteros y que hayan ejercido el encargo -abusivo- de co?troladores. in~exibles, suspicaces, de las credenciales ajenas, abiertamente mclmados a la exclusión más que a la acogida.

y ahora precisamente estos descubren que su entrada no es vá­lida. Los jueces severos, inexorables, intratables, quedan excluidos.

y -¡horror!- quedan admitidos los que no pertenecen a la ca­tegoría de los «nuestros».

Es la puerta de las pruebas

Para pasar hay que exhibir pruebas sólidas, irrefutables. Lo que cuenta no es la pertenencia declarada al «club de los salvados» el nombre inscrito en el registro, las fórmulas cacareadas, las ami;ta­des alardeadas, la boca llena de palabras cristianas, las predicacio­nes ?~chas o escuchadas, las prácticas religiosas en las que se ha pa~tIclpado (<<he~os comido y bebido» la eucaristía quién sabe cuantas veces), smo el compromiso concreto, el esfuerzo asiduo la coherencia de vida, el testimonio dado con las obras, la costum~ bre de consultar la conciencia.

No basta haber proclamado los valores cristianos haber defen­dido los «sacrosantos principios». Hay que «probar»' que por ellos se ha regido la propia conducta.

La puerta estrecha 143

Tengo la impresión de que la «puerta estrecha» es el equiva­lente al «ojo de la aguja» a través del cual es muy poco probable que pueda pasar el rico-camello.

Sólo que aquí la puerta resulta estrecha para todos, no sólo para los ricos. Y si hay alguna joroba que estorba y que hace muy difí­cil el paso, está representada por la presunción de los así llamados <~ustos», puros, perfectos, o sea, de esos que presumen de relacio­nes «convivales» con el Señor, que reivindican conocimientos en el campo religioso a todos los niveles y que, a pesar de esto, se que­dan helados cuando ven que les ponen la etiqueta de «malvados».

¿Podemos decir que la puerta estrecha impide el acceso al hombre mentiroso, o mejor, a ese individuo cuya vida es mentira?

Una puerta que no hay que abrir a empujones

Para terminar: -Hay que hacer las cuentas con esa puerta estrecha. No pode­

mos eludirla, rodearla. Y más que tomar sus medidas, es obligado medirse con las palabras rudas del evangelio.

-Hay que convencerse de que la entrada no es cuestión de ins­cripciones ni de prácticas, sino de amor. Y que el estilo de llamar es el de la discreción y el de la humildad. Quedan excluidos los empujones virtuosos y los timbrazos impacientes para llamar la atención sobre nuestros presuntos títulos y supuestos méritos.

-Por esa puerta, naturalmente, pueden pasar los «hijos». Pero ¿qué hijos? Ciertamente no esos presumidos, pretenciosos, seguros de sí mismos, los «primeros de la clase». Más bien aquellos que no reivindican nada y se mantienen a la espera, confiados en la gene­rosidad del padre más que en sus propios derechos adquiridos.

Provocaciones

Incomodidad

Hemos de tener el coraje de proponer de nuevo esa puerta es­trecha, sin recurrir a arquitecturas más modernas y funcionales.

Considero que uno de los criterios fundamentales de la autenti­cidad de la vida cristiana es su coeficiente de dificultad o, si se quiere, de incomodidad.

144 Las parábolas de Jesús

Personalmente, y en lo que pueda valer mi punto de vista, no estoy preocupado por la actual crisis de la Iglesia, por las vocacio­n~s que se reduce~, ~or los claustros que se vacían, por las defec­CIOnes, por l~ «practIca» que registra descensos pavorosos. De lo . que tengo mIed? es de una vida cristiana insulsa, chata, insignifi­cante. Que no tIene nada que decir. No molesta a nadie. Tímida. Irrelevante .. Tran.~uilizadora en vez de inquietante. Incapaz de es­tropea~ la dIgestIOn y de turbar el sueño a nadie. Que renuncia al lenguaje rudo d~ las paradojas evangélicas para proponer fórmulas atrayentes, barmzadas de modernidad.

No podemos permitirnos el lujo de ser inofensivos. Nuestra vi­da d~be «contagiar» a todo el que se nos acerque. Nuestra fe o es un VIruS ? e~ una vacuna. La vacuna que inmuniza, que vuelve a los otros lll?Iferentes, de tal manera que ni siquiera advierten nues­tra presenCIa ...

Deb~mos ser capaces de mover, con nuestro ímpetu incluso los ,macIzos más sólidamente asentados y apuntalados (¿~caso no seran estas la~ montañas que la fe puede desplazar? Una fe «peli­grosa», se entIende).

La propuesta de lo «más dificil»

, La ~ida cristi.a?a, ~specialm~nte en la situación actual, sólo po­dra salIr de l~ cnsIs SI sabe realIzar una opción decisiva: la opción (~ue .se conVIerte también en una propuesta para todos) de lo más dif!~zl. Entonces, y sólo así, la Iglesia saldrá de esta preocupante cnSIS verdaderamente transformada y capaz de transformar.

No cre? en las soluciones de facilidad, en los compromisos, en las ~oncesIOnes ~~né.volas, en las componendas equívocas ni en los Juegos de eqUIlIbnos para remediar los vacíos. No creo en unas genero~as r~~ajas concedidas con sospechosa generosidad sobre el precIO o~Iglllal, para atraer al cliente e impedir que se vaya a la cOI?pete?CIa. Tampoco creo en el truco del barniz exterior, a lo mejor rUIdoso y espectacular, para suscitar la curiosidad y reafir­mar la superficialidad de los que pasan.

E.n una pal~bra, no creo en un ideal cristiano que reduce las propIas pretensIOnes, suaviza las rudas exigencias propias, llega a a~Igables componendas y a generosas transacciones, concede fa­cIlIdades y se avi~ne a pactos «razonables» para, si es posible, in­crementar la cantIdad y engrosar las filas.

La puerta estrecha 145

Apostar por la claridad

Ante los «vacíos» que tanto nos preocupan, es necesario estre­char aún más la «puerta estrecha».

Hay que jugar al alza y, sobre todo, apostar por la claridad, o sea, decir claramente lo que somos, lo que queremos, lo que pedi­mos; sin atenuar las pretensiones, es más, subrayando honesta­mente el precio decididamente caro que no está al alcance de todos los bolsillos, quiero decir, de todos los pulmones y de todos los co­razones.

Una vida cristiana edulcorada, aburguesada, facilona, «cacarea­da», peligra de hacerse irrelevante, inocua. Ya no tiene nada que decir a nadie, aunque haga propaganda en todos los medios de co­municación que se encuentran en el mercado. Es una bandera que se ha convertido en un pañuelo, en colgajo colorado que, como mucho, puede servir como elemento folclórico.

El hombre de hoy día es un ser distraído, desencantado, indife­rente, acostumbrado a todo. Precisamente por estas características suyas ha de ser sacudido vigorosamente por un testimonio y una predicación que sean particularmente escandalosos para sus cos­tumbres.

Si nosotros nos camuflamos, si nos dejamos absorber por la masa, si perdemos por el camino nuestra especificidad, si enmas­caramos con nuestros disfraces más engañosos nuestra originali­dad, si no nos abrimos paso a golpe de provocaciones evangélicas y de paradojas, si no tenemos el coraje de ser distintos, ¿cómo po­demos pretender que se inquiete? ¿A lo mejor pidiéndole tímida­mente permiso para ... existir, asegurándole por nuestra parte que seremos «razonables», que estaremos quietos en un rincón, que re­duciremos el evangelio a libro de sacristía o de cultura, que elimi­naremos de nuestra existencia todo lo que puede molestar, que nunca importunaremos a nadie salvo para pedirle alguna limosna?

¡Precisamente lo que hace falta es todo lo contrario! La entrada en el mundo de hoy y de mañana no lo compramos

con juegos de equilibrio o con maniobras de pasillo. No pretendemos reducciones doblegándonos a cualquier tipo

de compromiso o prometiendo «dejar vivir», con tal de asegurar­nos un puesto en el palco mundano o en la tribuna política.

146 Las parábolas de Jesús

El oficio de aguafiestas

Exigimos entrar con pleno derecho, pagando como correspon­de la entrada y tirando la puerta si es necesario (aquí es lícito y ne­cesario ... ), precisamente en calidad de aguafiestas. Todos deben saber que nuestro oficio es el de incordiar. Con nosotros las cosas nunca son fáciles. Y es natural que sea así.

Cristo nos ha dicho que tenemos que ser sal de la tierra. Y has­ta ahora ningún exegeta ha logrado demostrar que «sal» se puede traducir por «miel».

Cristo nos ha propuesto la imagen de la levadura. Y no parece que la función de la levadura sea la de «dejar estar».

Por tanto, no nos queda otra salida que recuperar el coraje ele­mental de no tener miedo ... Comenzando por no tenérselo a esa puerta estrecha.

«Para mí»

He de convencerme. Esa puerta es estrecha. Sobre todo para mí. Por eso, no puedo recurrir al conocido truco de estrecharla pa­ra los otros (o incluso de darle con ella en las narices) y ensan­charla a la medida de mis comodidades.

La salvación no es fácil. Para mí. La entrada no es segura. Para mí.

No se puede confundir incomodidad con cierre

Todo está puesto a la luz del amor: tanto el horizonte inmenso como la puerta estrecha, tanto el banquete universal como la dura exclusión (quedan excluidos los que, rechazando entrar en la lógi­ca del amor, querrían forzar su entrada mediante pretensiones fari­saicas de una fidelidad puramente exterior), el fruto amargo de la prueba y el consolador de la paz.

Quiero decir que existe la posibilidad de pasar a través de la puerta estrecha solamente ensanchando los horizontes (mucho más allá de nuestros cálculos y de nuestras prudencias).

El problema no es el de estrechar; se trata de no cerrar. Puerta estrecha no significa «cierre», sino incomodidad.

La puerta estrecha 147

Es dificil que un pavo real pase a través de la puerta estrecha

Desde el momento que se habla mucho de «signos», es lícito preguntarse cuál podría ser el signo que la Iglesia es capaz de mos­trar para indicar la puerta estrecha del evangelio. 0, ya que el asunto resulta bastante dificil, qué es lo que no es signo de esa fa­tídica puerta estrecha.

Por mi cuenta, me pregunto si ciertos palcos colosales y fas­tuosos, si ciertas manifestaciones bajo el signo de un triunfalismo espectacular pueden dar idea de la «puerta estrecha» ...

y me sigo preguntando: si cierta vanidad y ambición eclesiás­tica, ciertas carreras fulgurantes, ciertos títulos y honores ambi­cionados y exhibidos pueden constituir una invitación para el pue­blo cristiano a pasar a través de la «puerta estrecha».

Quién sabe si ciertos personajes graves, devotamente pagados de sí mismos, picados por la popularidad y la manía de aparecer, leyendo esta parábola (o «pseudo-parábola», según J. Jeremias), no les entrará al menos alguna vez la sospecha de que en aquella puerta no se les «reconocerá» por el color de su vestimenta, ni por los títulos tan apreciados y exhibidos aquí abajo. Y podrán llevar­se la desagradable sorpresa de oír que les dicen: «No os conozco» (precisamente esos que presumen de ser conocidos por todos).

Posiblemente no son «malvados», pero sí «vanidosos». De todos modos, la puerta de entrada para ellos queda cerrada.

Por una vez deberán resignarse a quedar «fuera». Todo el tiempo necesario para arrepentirse de haber perseguido esas cosas fútiles. y ver pasar ese cortejo interminable de los innumerables «no titu­lados» llegados de «oriente y occidente».

Pistas para la búsqueda

¿Nosotros fuera?

En esa multitud de familiares de Dios que han sido retenidos fuera y gritan apelando a sus conocimientos, incluso a sus relacio­nes convivales con el Señor, y que sin embargo oyen que les dicen: «No os conozco», estamos también nosotros. Si liberamos este mensaje del ambiente cultural y social del tiempo y lo proyecta­mos, como es lo correcto hacer con cualquier mensaje profético, en un ambiente actual, no es dificil entender que sean esos los que

148 Las parábolas de Jesús

pueden decir a Jesucristo: «¿Nosotros fuera? Pero si nosotros te hemos conocido, hemos asistido frecuentemente a las misas domi­nicales, ~emos comido contigo, hemos escuchado siempre tu evan­gelio». El nos dirá: «¡Malvados, apartaos de mí! No os conozco».

¿Por qué? Porque no hemos querido entrar por la puerta estre­cha. Si pudiéramos imaginarnos qué es la historia de la humanidad a los ojos de Dios, nos avergonzaríamos de nuestra manera de con­cebirla. De todos modos, refiriéndonos a nuestras reconstruccio­nes, una cosa es cierta: los cristianos han preferido la puerta ancha. La fidelidad a la palabra del Señor que parece que animó a las co­munidades primitivas implicaba la renuncia al poder, a la riqueza, a la cultura dominante, implicaba un estado de marginación fren­te a la sociedad.

Pero bien pronto las comunidades cristianas han elegido la puerta ancha. Eran muchos para abrir la puerta. Estaban los empe­radores, las clases ricas y finalmente los ambientes de la cultura. Y así los cristianos han entrado por el camino amplio, un camino al que llamamos, en nuestras reconstrucciones históricas, la civiliza­ción cristiana. Un camino ancho en donde caben todos, de tal ma­nera que todos puedan llamarse cristianos.

Podría nombrar a los más grandes asesinos del siglo; todos per­tenecen a esta cristiandad, al camino amplio en el que hay sitio pa­ra todos. Nos gusta este cristianismo porque nos permite ser imita­dores de Dios, que es misericordioso. Las exigencias del evangelio quedan como motivos para reflexiones festivas, tomados con cau­tela, aplicados al mundo interior, al más allá, con tal de que no sea molestada la gran marcha que ha escogido el camino amplio lle­vando a la cabeza todos los representantes del poder (E. Balducci)'.

¿Cuál es la puerta estrecha?

Esa que llamamos la puerta estrecha no es estrecha porque mu­chos estén predestinados a quedar excluidos; es estrecha por su ri­gor, por las exige~cias que lleva consigo y que son la de la paz, la del amor al enemIgo, la de responder con el perdón al sentirnos ofendidos, la de la predilección por los excluidos, etc. Conocemos los modelos evangélicos.

l. E. Balducci, 11 Vangelo della pace, anno e, Roma 1985.

La puerta estrecha 149

Esta es la puerta estrecha que, sin embargo, no tien,e p~ra la conciencia del hombre un carácter represor, sofocante; mas bIen es una puerta estrecha que deja entrar, con un paso de danza y de ale­gría, las exigencias más profundas que l.levamos dentro d~ nosO­tros, esas que hemos transformado, cammando por el cam.mo an­cho, en aspiraciones espirituales para que no s~ perdIese su fascinación, pero que a la vez no impidiesen el trárIco. Todos he­mos hablado de la paz, de la fraternidad, del perdon, pero hemos hecho de estas cualidades ejercicios privados para que no molesten la andadura colectiva, por lo que ¡generosos en privado, belicosos en público! Hemos exaltado el gesto a favor del pobre y he~os exaltado la conquista del tercer mundo. Esta es la degeneraclOn, aparentemente irremediable, a que alude la parábola de Lucas e,n este texto. Cuando Jesús dice: «No os conozco», alude a esto. Co­mo puede él, si no tuviésemos dentro una referencia a la miseri­cordia de Dios, con el criterio que nos ha dado, reconocer como suyos a los artífices de guerras, a ~os asesinos, a los ~~plotadores cristianos. Esta es una palabra ternble ... (E. BalduccI) .

2. E. Ba1ducci, Gli ultimi tempi, anno e, Roma 1991.

8

Los puestos en la mesa

«u~ sábado entró Jesús a comer en casa de uno de l~s Jefe~ de los fariseos. Ellos estaban al acecho. Ha­b~a al/¡, (rente a él, un hombre enfermo de hidrope­sza .. Jesus,Preguntó a los maestros de la ley ya los fanseos: ¿Se puede curar en sábado o no? '. Ellos se quedaron callados. Entonces Jesús tomó de la m.~no, al enfermo, lo curó y lo despidió. Después les dijo: ¿Quien de vosotros, si su hijo o su buey cae en u~ pozo; ,no lo saca inme~iatamente, aunque sea en s~bado . . Ya esto no pudieron replicar. Al observar c~mo los invitados escogían los mejores puestos, les hizo esta recomendación: 'Cuando alguien te invite a una boda, no te pongas en el lugar de preferencia, no sea que haya ot:o ~n~itado más importante que tú, y venga el que te inVito a ti y al otro, y te diga: Cé­dele a este tu sitio, y entonces tengas que ir todo avergonzado a ocupar el último lugar. Más bien cuan~o te inviten, ponte en el lugar menos importan~ te; aSI, ~uand~ venga quien te invitó, te dirá: Amigo, sube mas arnba, lo cual será un honor para ti ante tod~s los .demás invitados. Porque el que se ensalza sera humillado y el que se humilla será ensalzado '. y al.que le había invitado le dijo: 'Cuando des una co­mld~ o una cena, no invites a tus amigos, hermanos, f!ar!entes o vecinos ricos; no sea que ellos a su vez te inviten a ti, y con ello quedes ya pagado. Más bien, c~ando des un banquete, invita a los pobres, a los li­szados y a los ciegos. ¡Dichoso tú si no pueden pa­gar~e! Recibirás tu recompensa cuando los justos re­suciten» (Le 14, 1-14).

Los puestos en la mesa 151

Ambientación

Insisto una vez más: para entender una parábola hay que colo­carla en su contexto. Reconstruir la escena que la ha provocado.

Aquí realmente las parábolas serían tres. Pero la tercera, esa de los llamados al banquete y que declinan la invitación por los mo­tivos más fútiles, ya la hemos comentado en la versión de Mateo, por eso remitimos a ese texto l . Aquí queremos subrayar, ante todo, el riesgo que se corre cuando uno invita a Jesús a su casa.

Tenemos tres intervenciones y las tres provocadoras. En el marco de una comida, el Maestro señala con un gesto y algunas palabras tres momentos:

-la entrada -la elección de los puestos -la elección de los invitados.

Primer momento

Apenas entra Jesús, cura a un hidrópico. Puede ser un regalo, una especie de ramo de flores preciosísimo llevado al dueño de la casa. Y, sin embargo, se interpreta como un gesto escandaloso, provocador, porque se quebranta la ley del descanso sabático, con­siderada intocable.

Y esto sin ni siquiera pedir permiso al dueño de la casa, que debe ser un personaje importante (a lo mejor incluso un miembro del sanedrín).

Cristo reivindica su libertad, no tanto respecto a la ley, sino más bien respecto a una interpretación mezquina, obtusa y ciega de la ley, que termina por fosilizar la voluntad de Dios en esquematis­mos abstractos y crueles en su puntillosidad. Libertad para inter­venir a favor del hombre.

«También en este caso Jesús rechaza la tradición, porque el sá­bado es el día del Señor y en cuanto tal lleva la impronta de su bondad. Él, por tanto, cura, porque su vocación es testimoniar que Dios es el Dios de la gracia» (K. H. Rengstorf).

l. Cf. A. Pronzato, Las parábolas de Jesús en los evangelios de Marcos y Mateo, Salamanca 22003.

152 Las parábolas de Jesús

Segundo momento

Jesús, que se siente espiado por aquellos inexorables guardia­nes de la ortodoxia y de la moral, se pone a su vez a observar el co~portami.ento de sus propios jueces. Ve una carrera precipitada hacIa los pnmeros puestos en la mesa y no deja pasar por alto la descortesía de aquella competición. Tengamos presente que sobre todo los escribas y fariseos, y en general todas las autoridades re­li~iosas judías, reivindicaban descaradamente honores, privilegios y Jerarquías.

Ahora Jesús denuncia duramente que una autoridad religiosa adopte actitudes, al fin y al cabo ridículas, de arribismo, vanidad e incluso discusiones para arrebatar puestos, jerarquías y tareas.

«Cuando alguien te invite a una boda, no te pongas en el lugar de preferencia ... Al contrario, cuando te inviten, colócate en el lu­gar menos importante ... ». Es el vuelco de toda una lógica basada en las jerarquías mundanas, que termina con una afirmación in­quietante: «El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado».

Sin embargo, Jesús no pretende establecer una regla de com­portamiento en la mesa (si bien presenta criterios siempre válidos para la comunidad cristiana, donde las tareas son redimensionadas operando un cambio radical en las jerarquías según criterios n~ mundanos). Su urbanidad insólita se refiere sobre todo a los com­portamientos frente a Dios. En este caso, el Maestro quiere den un­~iar. ~na ~i,erta práctic~ religiosa que lleva a una especie de auto­JuStI[¡cacIOn, de segundad, como alegando derechos frente a Dios.

El hombre debe ponerse ante Dios con actitud de humildad, o sea, de verdad.

No h.ay n~da que reivindicar, colocándose sobre el pedestal de la~ propIas v~r~udes, de los propios méritos religiosos. Hay que li­mIt~rse a recIbIr. Todo es don. Todo es gracia. Todo es acogido con gratItud de la bondad de Dios.

El hombre hace el ridículo cuando intenta ensalzarse ante sus pr?p.ios semejantes, pero especialmente ante su Dios. La ley del cnstIano es la del abajamiento. 0, si queremos, de la pobreza.

~Ay, si jugamos a ricos con Dios! Se corre el riesgo de ser des­pedIdos con las manos vacías. El pobre no va a exigir, a pedir con la arrogancia de ciertos fariseos. El cristiano es consciente de que nada se le debe.

Los puestos en la mesa 153

Tercer momento

Jesús tiene algo que decir también acerca de la elección de los invitados. Todos personajes de relieve, gente importante (hoy se diría «gente in»). Lamentablemente faltan los pobres, lo~ débiles, los desgraciados, los últimos, los excluidos, los que n~ tIenen de­recho. Un olvido imperdonable. Una grave descortesIa frente al Huésped.

Hay que tener presente que en el ambiente j~~ío la .e~clusión social acarreaba casi automáticamente la exclusIOn rehgIOsa (en efecto, los lisiados, los cojos, los ciegos no podían participar en las ceremonias del templo).

Por tanto, la sugerencia de Jesús resulta decididamente revolu­cionaria. Se trata de abrir las puertas, de dejar sitio de manera es­pecial a esas personas que normalm~nte est~n .marginadas .. Privi­legiar a los pequeños. Dar preferencIa a los ultI~os. GarantIzar la presencia de los que no tienen derecho. Una candad ver~ad~ra ex­cluye todo cálculo oportunista. Es dar, acoger en pura perdIda.

Parece que Jesús se encuentra a disgusto en casa de esa perso­na notable que pertenece a la casta de los fariseos. Le falta la co~­pañía de sus amigos habituales. En medio de esa gente que exhIbe certificados de importancia, parece que el Maestro se encuentra extraño, ajeno, solo. ,

Como diciéndonos: si queremos acogerle como huesped en nuestra casa, no somos nosotros quienes tenemos que elaborar la lista de los invitados importantes, según los criterios de las conve­niencias mundanas. Hay que lograr que se encuentre en «buena compañía». Que, a los ojos del mundo, es una «m~la compañía».

Abriendo de par en par la puerta a los desprecIados, a los q~e no nos van a servir para dar buena imagen o para obtener determI­nadas ventajas, estamos seguros de que Jesús se sienta a nuestra mesa. Si no es así, él está en otra parte y su sitio queda vacío, ~un­que estén colgados cuadros suyos en la pared y su nombre este en boca de todos.

Entendámonos. No se trata de organizar, alguna vez, una fies­ta de beneficencia, una comida para los pobres o los viejos del as~­lo (lo que puede reportarnos incluso un certificado de la generosI­dad que se nos atribuye, o sea, a fin de cuentas, ~e trata d~ un cálculo utilitarista). Más bien es cuestión de mentahdad, de onen­taciones radicales en nuestras relaciones con el prójimo.

154 Las parábolas de Jesús

El evangelio -dice agudamente un comentarista- «quiere que nuestras preferencias sean motivadas no ya por el criterio de las casta~, d~ la mafia? del clan socioeconómico o cultural, sino por un cnteno de cambIO de sentido real. La elección de los pobres no puede hacerse sobre la base de una táctica astuta o de una hábil de­magogia. Optar por los pobres, por los que no cuentan, significa desposarse pl.enamente c?n su causa. ¿Con qué perspectivas? Pa­r~ el evangelIo no hay nI puede haber segundas intenciones. La bIenaventuranza y la per~pectiva de la 'resurrección de los justos', esto es, el futuro prometIdo por Dios, es la única perspectiva que hace completamente libre al discípulo para comprometerse con los pobres sin ceder al riesgo de instrumental izarlos» (R. Fabris).

Un extraordinario observador de las costumbres (pero no sólo)

Jesús, al plantear la parábola de los invitados que corren deses­peradamente hacia los primeros puestos (pisoteando no sólo las re­glas de la buena educación, sino, más prosaicamente, los pies aje­nos, .c?n el resultado de perder además del puesto la honra), se manIfIesta observador atento y «cronista» mordaz de las debilida­d~s de la sociedad de su tiempo, incluida la religiosa, en cuyo ám­bIto se daban aquellos espectáculos tan poco edificantes y se desa­rrollaban aquellas representaciones no precisamente sagradas.

. El Maestro, con sus observaciones, no pretende enseñar un mí­nImo de decenc~a ni ,dictar alguna regla de corrección y buenas ~aneras -y d~ plCardIa- cuando se trata de sentarse a la mesa. Su d~scurso, partIe?do de las costumbres de aquí abajo, se hace reli­gIOso y se tr~sf¡ere a un plano distinto: al del Reino (que también con frecue~cI~ se presen.ta en el evangelio como un banquete).

. Com? SI dIJese: practIcad el arribismo más desenfrenado, la va­nIdad mas descarada, la ostentación más vergonzosa. Haceos sitio a codazos. y patadas para aseguraros posiciones de privilegio. In­cluso exhIbíos con vuestras ridículas autopromociones. Es cosa vuest~a (no precisamente digna de verse; de todos modos, cada uno tIene los espectáculos que se merece). Pero tened en cuenta que en el otro Banquete todo será totalmente distinto. Entonces se tomará en consideración la pequeñez, se apreciará el ocultamien­to, la humildad representará el título más acreditado y se verán abundantemente satisfechos los que se acerquen sin pretensiones.

Los puestos en la mesa 155

Esos que están acostumbrados a «abrirse cami.nü» caiga quien caiga y tienen la obsesión de «hacerse no~ar» .cP?sIbl.emente esta?­do detrás, o mejor, al lado, del Personaje dIstmgUld?), se ver.an obligados a «ceder el puesto» a esos que no han co?sIder.a,do dIg­nos de atención (los únicos que son dignos de consIderaclOn ... ).

Categorías invertidas

Después parece que Jesús sugiere: si de ,:,erdad quieres tener una idea original y hacer la prueba para esa fIesta cuyo prot~colo contempla las ... categorías invertidas, organiza alg~na comIda o cena preocupándote de invitar sólo a aquellos de qUIenes no pue­des esperar nada a cambio, a la gente que no cuenta, a los pobres hombres que no te garantizan promoción social alg~na, a los que no te recompensarán. O sea, acostúmbrate a ofrecer s~n esperar na­da, sin conceder nada al interés, al cálculo y a ~a vanIdad.

No se trata de descender -por una vez- al nIvel de «pobres, co­jos y ciegos» (hoy podríamos decir los sin-techo, discapacitados, ancianos desechos de la sociedad) -que puede ser un modo de «honrars~» Y llamar la atención, especia~mente si es:~ el ojo de la televisión- sino de vivir con ellos, prefenr su companIa, aceptar su presencia habitual en nuestros ambientes. . . .,'

La hospitalidad ofrecida a los marginados, no la VISIta epIsodI-ca a sus leproserías o la admisión excepcional en nuestro.s, salones, además de representar la abolición práctica de ~a excluslO~, cons­tituye una especie de garantía para no ser exclUIdos del Remo.

Sí, esto también es poner del revés. No somos nosotros los q.ue repartimos las invitaciones. Son ellos, los últimos, los q~e nos m­vitan a ... entrenarnos para subir. Los pequeños son qUIenes n.os pueden revelar el secreto de la grandeza. ~os excluidos ~on qUIe­nes nos dan el permiso para entrar. Los aIslados son qUIenes nos

aseguran la comunión. . Ellos no tienen con qué «pagarte». Por el sImple hecho d~ que

tú en realidad no les has dado nada. Simplemente has aprendIdo a

recibir. . . «'Dichoso tú si no pueden pagartel». Si se diese la reclprocl-

I . dad, perderías la bienaventuranza. Un mal negocIO.

156 Las parábolas de Jesús

Provocaciones

l. Respecto a la primera parábola, la de la carrera desenfrena­da hacia l?s prim~ros puesto~ del banquete, hay que decir que hoy, salvo algu~ despIstado, nadIe se expone al ridículo de tener que ceder el pnmer puesto arrebatado abusivamente.

En efecto, la competición por los primeros puestos no se re­suelve en la carrera, sino que se desarrolla mucho antes de entrar e? la sala. El arribismo más desaprensivo juega sus cartas -casi SIempre trucadas- mucho antes de la ... comida.

No se ahorra ningún medio para alcanzar el objetivo: ni zanca­dillas, ni codazos, ni apoyos influyentes, ni maniobras oscuras ni ta~poco incli~aciones, adula.ciones, doblamientos de espald; (y mas cosas). E Importa poco SI, detrás, en la competición encarni­zada, se dejan jirones de dignidad y libertad.

2. Viene después la parábola-recomendación, dirigida al hués­ped, de no invitar a gente de su estatus, porque estos pueden de­volver la invitación, sino a los «pobres, a los lisiados y a los cie­gos. ¡.Dichoso tú si no pueden pagarte!». Como si dijese: elige la g~atUIdad en vez del cálculo oportunista. Busca la compañía con­vIval.de la gente sencilla y que no cuenta, sin dejarte influir en tus eleccIOnes por la lógica del poder y de la promoción social.

Hay que precisar además que, con toda evidencia, Jesús no ha­bla por hablar. .. y no dice por decir: «El que se ensalza será hu­millado y el que se humilla será ensalzado». Sus palabras hay que tomarlas al pie de la letra.

3. ¿Podemos sintetizar todo con una fórmula? Esta: desde un punto de vista evangélico, es importante no ser importantes.

4. Podemos también aventurar la sospecha de que Jesús (antes qu~ L~cas) sueña con una comunidad de «suyos» que no distribu­ya mVItacIOnes selectivas. Sueña con una comunidad que de ver­dad sea lugar de acogida para todos los excluidos.

Pistas para la búsqueda

Dios no se porta así

Layarábol~ in~enta golpear no una vanidad superficial, que só­lo hana sonreIr, smo una presunción profunda, capaz de desnatu-

Los puestos en la mesa 157

ralizar la relación con Dios y, al mismo tiempo, la relación con los hombres. Es la pretensión de siempre, o sea, la de consider~rse justos, más merecedores que l~s otr~s: esta ~s una ~o~tura ~ue .me­vitablemente genera arrogancIa y dIferenCIas. QUIzas Jes~s tIe.ne en el punto de mira las preocupaciones jerárquicas (¡las mmucIO­sas reglas que establecen las categorías!) de algunos sectores de su mundo religioso (¿sólo de su mundo?).

Pero si la parábola sólo dijese eso, se colocaría enteramente en la vertiente del hombre, ilustrando cómo este tiene que colocarse frente a Dios y frente a los otros: una enseñanza importante, sÍ, pe~ ro que aún no alcanza el fundamento. No es aS.Í, sin ~mbar~o: SI Jesús golpea con tanta fuerza la vanidad de qUIen qUIere pnvIle­gios, es porque sabe que Dios no se comporta de esa manera. Un punto firme del evangelio es que Dios se manifiesta a través del «hacerse siervo», del no «considerarse el primero».

AqUÍ hay que buscar el fundamento que sostiene la pará~o~a y la aclara, transformándola de norma sapiencial en «alegre notICIa». La relación que Dios establece con el hombre es el contexto natu­ral, explícito o supuesto, de cada parábola, y constituye un irrenun­ciable criterio hermenéutico. Ninguna parábola desvela plenamen­te su sentido si se la saca del centro del evangelio (B. Maggioni)2.

Perspectiva escatológica

La primera de las dos parábolas construidas paralelamente ofrece a los comensales una regla de comportamiento que no pa­rece superar el ámbito pre-moral del bon ton profano-burgués. En la literatura hebrea existe una serie de ejemplos que establecen máximas similares para la vida cotidiana: «No te pavonees en pre­sencia del rey, ni te coloques entre los grandes; porque es mejor que te digan: 'Sube acá', que verte humillado ante los nobles» (Prov 25,6-7).

Pero desde el punto de vista del versículo final, el 11 (<<El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado»), la regla profana de buena conducta adquiere una cualidad nueva, de­terminada por la acción escatológica de Dios. De ~sta manera -~o­mo dice 1. Jeremias- la regla de la mesa se conVIerte en premIsa

2. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992.

158 Las parábolas de Jesús

para una «advertencia escatológica» que invita a la renuncia de cualquier pretensión de reconocimiento ante Dios y a la humilde valoración de sí mismo (1. Ernst)3.

Los pobres serán quienes nos devuelvan la esperanza

Nos encontramos viviendo en una sociedad donde todo funcio­na con mecanismos horriblemente discriminatorios. Las desigual­dades económicas han vuelto furiosamente a arreciar, por lo que las crisis caen pesadamente sobre los débiles y como pajitas sobre los potentados. Y luego la discriminación se ha hecho tan connatu­ral a nuestras costumbres que se ha extendido a todas las esferas de nuestra vida, por lo que también los pobres -los que podemos lla­mar los más débiles, los últimos de nuestra sociedad- han asimila­do en gran parte la doctrina de los ricos y ambicionan hacer lo que los ricos están haciendo. Pero en la historia son tantas las reservas de la ironía divina ... La mayoría de los habitantes del planeta son pobres. Nuestro bienestar no es sino la distribución de un inmenso hurto planetario. Pero los robados existen y lo saben. Este poder discriminador es tan fuerte que ha invadido todos los sectores de nuestra experiencia: hasta en las familias se desentienden del débil.

La competición es tan feroz que llega incluso a implicar luga­res tradicionales de la sanidad natural. Incluso en los pueblecitos en donde vivía el espíritu comunitario de los tiempos antiguos, se repiten las mismas terribles ambiciones, presunciones, explotacio­nes, violencias morales que antes eran privilegio de la élite social metida en la carrera competitiva con los títulos en regla. La abso­luta difusión de este criterio asusta, porque casi da la impresión de que la idea de un banquete en que los pobres finalmente sean res­catados de su marginación es un sueño imposible.

Creo que la condenación más grande de un pueblo o de un mundo satisfecho es perder la esperanza. Y le está bien, porque ha consumido sus alimentos secretos, ha malgastado su aceite invisi­ble, a falta del cual la llama se apaga. Los pobres serán quienes nos darán en el futuro la esperanza como es ley de la historia. No­sotros decimos: ley de la salvación (E. Balduccit.

3. 1. Ernst, Il Vangelo secondo Luca II, Brescia 1985. 4. E. Balducci, Il Vangelo della pace, anno e, Roma 1985.

Los puestos en la mesa 159

Dios viene después ...

Nosotros estamos a salvo ... en la medida en que aceptamos co­mo estilo de vida la preparación y anticipación, en lo posible, del banquete en que no se invita a la gente para que nos inviten a su vez, sino que se invita a aquellos que no tienen nada que darnos, esto es, los pobres, los lisiados ... -categorías simbólicas de todos los marginados-o Esta es la sociedad que queremos, el banquete

que queremos preparar. He ahí dónde está la verdadera alternativa entre el cristiano y el

no cristiano. No es cristiano quien dice: «Viva Dios», «amo a Dios», «¡ay del que ofende a Dios!». He vivido en ~na aldea ,en donde la blasfemia era una costumbre. Algunos senores hablan creado la «liga antiblasfemia»: hacían blasfemar a los pobres, ~e­ro después combatían esta costumbre. Aún continúa esto. Ser cns­tianos quiere decir querer un banquete en donde haya pobres, co­jos ... , o sea, donde todos al fin fraternicen festivamente. Esto es ser cristianos. El nombre de Dios viene después. Es mejor que por ahora no se pronuncie, porque nos embrolla, porque introduce una idea creada por las clases poderosas. Solamente si amo al pobre puedo pensar en Dios sin equivocarme. Si no pienso en el hom.bre, pienso en Dios equivocándome. Esta es la verdad que nos VIene del evangelio (E. Balducci)5.

Enséñanos a ser verdaderos

¡Los ascensos tramados en secreto! . No invitéis al Señor a comer: tendríamos que cambIar de pues-

to y bajar mucho de graduación, amigos. . ¿Quién no sueña alguna vez con una invitación para subIr? y si uno dice que es indigno, ¿cuándo y cómo conseguiré creerle? Cristo, enséñanos a ser verdaderos (D. M. Turoldo)6.

5. ¡bid. 6. D. M. Turoldo-G. Ravasi, Opere e giorni del Signore, Milano 1989.

9

La construcción de una torre y un rey que va a la guerra

«Como lo seguía mucha gente, Jesús se volvió a ellos y les dijo: 'Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e in­cluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. El que no carga con su cruz y viene detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Si uno de vosotros piensa cons­truir una torre, ¿ no se sienta primero a calcular los gastos y ver si tiene para acabarla? No sea que, si pone los cimientos y no puede acabar, todos los que lo vean se pongan a burlarse de él, diciendo: Este comenzó a edificar y no pudo terminar. O si un rey está en guerra contra otro, ¿ no se sienta antes a con­siderar si puede enfrentarse con diez mil hombres al que le va a atacar con veinte mil? Y si no puede, cuando el enemigo aún está lejos, enviará una em­bajada para negociar la paz. Del mismo modo, aquel de vosotros que no renuncia a todo lo que tiene, no puede ser discípulo mío '» (Lc 14,25-33).

Para seguirlo ...

Estas dos pequeñas parábolas están engarzadas en medio de dos sentencias que se refieren al seguimiento de Jesús (v. 25-27.33). Se precisan las condiciones para ser discípulos.

Todo se coloca en la perspectiva de la elección que el discípu­lo está llamado a hacer. Exige ponderación, clara conciencia de los riesgos y de las dificultades de la aventura (por eso ahí están las dos parábolas: la construcción de una torre y la empresa militar).

No estamos ante una decisión que se pueda tomar a la ligera, superficialmente, en un momento de euforia. Hace falta seriedad,

La construcción de una torre y un rey que va a la guerra 161

inteligencia, capacidad de adoptar un programa comprometido a largo plazo, disponibilidad para el esfuerzo, aceptación de la cruz, determinación para llegar hasta el fondo.

Sobre todo, de entrada la elección debe expresar una preferen­cia absoluta y concorde con Cristo y las exigencias de Reino.

Aunque se precise que, en el lenguaje de Lucas, «odiar» signi­fica simplemente «amar menos», queda el hecho de que el discur­so de Cristo resulta más bien duro y su lógica no es apta cierta­mente para legitimar perspectivas de comodidad.

Especialmente hay que subrayar la frase programática fin~l, que sostiene todo el discurso: «Aquel de vosotros que no renunCIa a todo lo que tiene, no puede ser discípulo mío». Se trata de una revisión total de la escala de valores. La prioridad del ser sobre el tener está fuera de discusión. Como también, inmediatamente des­pués, la disponibilidad a entrar en la lógica loca del amor ~ de la entrega, abandonando los cálculos egoístas y las reservas dIctadas por el deseo de «administrar» prudentemente la propia. vid~. La decisión fundamental de seguir a Cristo excluye las medias bntas, los compromisos, las excusas cómodas, las veleidades, las tácticas.

Las dos parábolas, pues, resultan bastante sencillas y transpa­rentes una vez descubierto el tema central. Y no tienen necesidad de explicaciones. Intentemos más bien sacar tres lecciones prácti­cas respecto al seguimiento y para cualquier aventura espiritual: constancia, realismo y audacia. En términos negativos, podemos expresarnos así: en nuestro camino están al acecho tres tipos de peligros: la veleidad, la presunción y la timidez.

Constancia

Hay que convencerse de que una aventura espiritual es digna de este nombre siempre que vaya sostenida por la voluntad de lle~ar­la hasta el fondo. Estamos en un terreno en el que no se permlten las cosas hechas a medias. Una obra interrumpida no es la mitad de la obra. Es un desastre. Una torre cuya construcción no llega a terminarse no es una torre incompleta. Es, simplemente, una cons­trucción ridícula en su pretenciosidad. Una empresa que no se lle­va a término no es una empresa parcial. Es una impresa clamoro­samente fracasada. Las cosas hechas a medias no son algo que se ha quedado a medio hacer. Son nada.

162 Las parábolas de Jesús

A este respecto, la enfermedad típica es la veleidad. Personas que no saben lo que quieren, dónde pretenden llegar y por qué. ¡In­decisas para todo! Siempre en busca de emociones más que de un compromiso serio. Con mucha frecuencia su entusiasmo es pasa­jero, acompañado a veces de un ímpetu exhibicionista, que se apa­ga indefectiblemente apenas se perfila en el horizonte la ... carreta de la realidad cotidiana, de la que hay que seguir tirando cuando se apagan los focos de la fiesta. Su característica es la inestabilidad.

La vida cristiana debe expresar la voluntad de implicarse has­ta el fondo. Dice muy agudamente el protagonista de una novela: «Todo procede de que las cosas se hacen a medias y se dicen a me­dias y se es bueno a medias. Por eso el mundo está tan embarulla­do. ¡Haced las cosas bien, por favor! ¡Un buen martillazo en cada clavo y habréis vencido! ¡Dios odia diez veces más a un medio diablo que a un archidiablo!» (N. Kazantzakis).

Realismo

Significa que hay que sentarse a la mesa y considerar atenta­mente las cosas, calcular los riesgos, preparar los medios necesa­rios. En una palabra: estudiar la situación.

Antes he hablado de «aventura espiritual». No quisiera que es­te término generara algún equívoco. «Aventura» no significa in­consciencia ni tampoco presunción y temeridad, sino realismo que de ninguna manera está en contradicción con el espíritu de fe: El realismo cristiano sólo excluye la facilonería.

He ahí, pues, por qué es necesario, después de haber descrito la situación, hacer un inventario exacto de la propia realidad interior. La realidad humana y la realidad sobrenatural.

Con este corazón que tengo, con este ánimo, con estas piernas, ¿puedo esperar seriamente llegar hasta allá? Con mi actual carga espiritual, con este tiempo de oración, con esta dosis de reflexión con este peso de adoración, ¿estoy autorizado a creer que podré sobreponerme a las dificultades?

He ahí, concretamente, lo que significa «sentarse a conside­r~r» .. ~ignifica conocer los objetivos que se pretenden alcanzar y slgmflca conocerse, o sea, examinar con realismo el propio equi­pamiento interior.

La construcción de una torre y un rey que va a la guerra 163

Audacia

Con frecuencia el inventario que hacemos de nuestra realidad más profunda nos conduce a resultados nada estimulantes. Es más, decididamente amargos y decepcionantes.

Pero aquí, si queremos evitar el riesgo de una presunción que puede llevarnos a las más desastrosas consecuencias, debemos evi­tar también el riesgo opuesto: el de la timidez excesiva, que nos puede encerrar en una escuálida prisión de renuncias, sin atrever­nos nunca a derribar aquellos muros e intentar, probar, buscar ...

Un muchacho escribió: «Para aquellos que están emparedados todo es pared, incluso una puerta abierta de par en par».

Muchas veces cometemos la equivocación de perder algunas batallas porque ni siquiera nos roza el deseo de combatirlas. Nos consideramos ya derrotados de antemano.

Muchas veces adaptamos los ideales a nuestras fuerzas, los li­mitamos a nuestra debilidad: «Dado que soy así, debo contentarme con ... ». ¡Esta es la tentación sutil, diabólica, de la «reducción»! Cuando debería ser al revés: adaptar nuestras fuerzas a la altura y a la grandeza de nuestros ideales: «Puesto que deseo llegar hasta allá, no me puedo conformar con ... y por eso tengo que rezar más, necesito mayor reflexión, más confrontación con la palabra de Dios, más ánimo, más sacrificio, más decisión ... ». Según la ex­presión de H. Cox, tenemos que conseguir que los fines creen los medios, no al contrario.

La paradoja cristiana se puede expresar así: ¡la lejanía de la meta, la dureza del camino y la fascinación del objetivo que se quiere alcanzar producen la velocidad y la potencia del coche! «Cuando se trata de Dios, la sola atracción de la meta es suficien­te para crear el camino» (G. Thibon).

y aquí habría que denunciar el equívoco de ciertas formacio­nes, de ciertos procesos educativos miopes que, con el pretexto de cortar las uñas -operación necesaria- terminan por cortar también las alas y acortar terriblemente los ideales.

La audacia de que hablamos no se contradice con lo dicho a propósito del realismo y de la concreción, y añadamos también de la prudencia. En efecto, aun después de inventarios en quiebra, siempre podemos salvarnos yendo a llamar a la puerta de Aquel que desea invertir su capital infinito y sus dones en acciones que merezcan -se sobreentiende- su aval.

164 Las parábolas de Jesús

Pero tengamos presente que Dios, antes de financiar nuestras empresas, es tan ... minucioso que quiere examinar atentamente el proyecto que le proponemos. Él nos financia solamente según el alcance y la amplitud de nuestros proyectos. Si nos presentamos con un proyecto pequeño, infantil, Dios puede hasta irritarse: «¿Me has molestado para tan poca cosa? .. ¿Te diriges a mí para construir ese miserable gallinero? .. i Yo esperaba que me propu­sieras la construcción de un rascacielos! En ese caso te habría ayu­dado con mucho gusto sin reparar en los gastos ... ».

Pero si le proponemos una empresa dificilísima, valiente, «fu­turista», Dios quedará gratamente sorprendido. Y aceptará hacerse nuestro «cómplice», nuestro socio en los negocios (grandes). En­tonces, con tan decisiva cobertura, el éxito estará asegurado (aun­que no necesariamente en un plano humano).

Metámonos en la cabeza esta idea: sólo los grandes ideales y las empresas «descabelladas» reciben con seguridad la firma de Dios como garantía. Las obras mezquinas y el pequeño cabotaje de la mediocridad obtienen exclusivamente el aval de nuestro miedo. Y Dios no quiere tener absolutamente nada que ver con eso, aun cuando nos pongamos bajo la enseña de su nombre y balbuceemos su gloria. Dios no paga los gastos de las zapatillas y de la poltrona.

Provocaciones

Parece que las dos parábolas están inutilizadas

Observando cierto estilo muy difundido que caracteriza un sec­tor que se va ampliando cada vez más en el mundo eclesial, pare­ce que la lección de las dos parábolas ha sido ya muy bien recibi­da. Quizás más de lo debido.

Hay gente muy hábil para hacer las cuentas, para calcular exac­tamente los gastos y para adquirir los medios con los que «llevar a cabo» ciertas construcciones. También los patrocinadores tienen que ganarse el paraíso ...

Hay caudillos muy dispuestos a declarar guerras en todas las direcciones y desaprensivos que reclutan tropas y las meten en la boca del lobo.

Pero no estoy tan seguro de que esta sea la interpretación co­rrecta de las dos pequeñas parábolas. El problema verdadero no es

La construcción de una torre y un rey que va a la guerra 165

el de la financiación, sino el de los fines, y sobre todo el de la ve­rificación de si los medios empleados son los que señala el evan­gelio, sin posibilidad de equívocos.

La sabiduría cristiana no tiene nada que ver con la habilidad, la picardía y la despreocupación de impronta mundana. Ni la causa de la fe tiene nada que ver con la ambición humana. Y la perspec­tiva del Reino es completamente distinta de la de los negocios.

A veces las construcciones «terminadas» pueden ser las que ni siquiera se han comenzado. A veces las empresas llevadas a cabo pueden ser las que ni siquiera se han emprendido.

Es verdad que Dios goza con tener gente dispuesta a luchar. Pe­ro las armas deben ser las adecuadas. Y las guerras las correctas.

Desde el punto de vista de Dios, se puede incluso ser vencedo­res en la derrota. Con tal de que el riesgo de una batalla tenga al­go que ver con él. ..

Habrá que rezar: «Danos, Señor, la sabiduría del corazón». Y haz que ni el orgullo, ni la manía de grandeza, nos nuble la vista.

Expoliación

Salta inmediatamente a la vista una contradicción entre la ad­vertencia final (<<Aquel de vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío») y la perspectiva de las dos pa­rábolas, especialmente de la primera. Aquí, en efecto, se trata de calcular los gastos, de contar el dinero, los ladrillos y las piedras. Mientras que, al sacar las conclusiones, Jesús declara que hay que «renunciar». ¿Cómo conciliar estas cosas?

Quizás los gastos y los medios de que habla son precisamente los de la renuncia. No se trata de acumular, sino de perder. La exi­gencia fundamental para seguir al Maestro siempre es la de la ex­poliación, la reducción a lo esencial. El fundamento es sólido cuando es el de la fe y no el del cálculo.

Pistas para la búsqueda

Conjugar el verbo reflexionar

El seguimiento de Jesús no es cosa fácil. Antes de decidirse por él, es necesario reflexionar con cuidado y evaluar si se está dis-

166 Las parábolas de Jesús

puesto a resistir. Una relajación significa pérdida de la salvación. Jesús aclara este concepto a la luz de dos ejemplos que provienen del ámbito de la experiencia cotidiana. El hombre simple, que qui­zás proyecta una torre de vigilancia o una construcción para su vi­ña, primero calculará con cuidado si sus posibilidades financieras son suficientes para una empresa tan costosa.

Quien construye sin un plan corre el peligro de quedarse en los cimientos. Y se convierte en blanco del público ludibrio ...

No es sólo el valor de los soldados lo que es decisivo para la suerte de una guerra, sino también, y en primer lugar, una estrate­gia política razonable. Si el ejército contrario es mucho más fuer­te, una acción irreflexiva podría tener un éxito fatal. El rey sabio negociará las condiciones de paz con su adversario antes de que sea demasiado tarde.

El motivo central de las dos parábolas está en la valoración de sí mismo antes de iniciar una tarea difícil (1 Ernst) I .

Conjugar el verbo renunciar

El v. 33 (<<Aquel de vosotros que no renuncia a todo lo que tie­ne no puede ser discípulo mío»), obra del evangelista, enuncia cla­ramente el sentido de la doble parábola: solamente el que renuncia a todo lo que tiene puede ser discípulo de Jesús. Esto es precisa­mente lo contrario del caso de aquel que construye la torre. Este debe tener un patrimonio que le permita realizar su proyecto; al discípulo de Jesús se le exige dar todo lo que tiene. Es difícil en­contrar en otra parte de los evangelios una presentación tan incisi­va de la seriedad y de la radicalidad necesarias para seguir a Jesús. El término «renunciar» (apotassein), que emplea Lucas aquí, des­pués se ha convertido en una consigna del monaquismo cristiano (apotaxis = hacerse monje) (A. Kemmer)2.

Conjugar el verbo perseverar

Lucas no se dirige a quien debe decidir si hacerse o no cristia­no (tal era, quizás, el tenor originario de las parábolas y de la invi­tación a la reflexión), sino a quien ya es cristiano y debe, en situa-

1. 1. Ernst, Il Vangelo secondo Luca JI, Brescia 1985. 2. A. Kemmer, Le parabole di Gesu, Brescia 1990.

La construcción de una torre y un rey que va a la guerra 167

ciones difíciles, perseverar en la fe. Sólo en el desprendimiento es posible la perseverancia. Es probable que Lucas tenga presente una situación de persecución en la que la perseverancia y la cohe­rencia sean posibles únicamente si se está dispuesto a renunciar a todo. De otra manera se encontrarán infinitas razones parajustifi­car el silencio o el compromiso. Lucas invita a sus cristianos a ser como los describe la Carta a los hebreos (lO, 34): «Tuvisteis, en efecto, compasión de los encarcelados, soportasteis con alegría que os despojaran de vuestros bienes, sabiendo que teníais rique­zas mejores y más duraderas» (B. Maggioni?

3. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992.

10

Las parábolas de la misericordia (Lc 15)

«Mis contabilidades no son vuestras contabilidades», o sea, Dios sólo sabe contar hasta uno ...

Retengamos inmediatamente un dato fundamental recogido de las tres parábolas que Lucas agrupa en el capítulo 15, y que signi­ficativamente se las coloca bajo el común denominador de la mi­sericordia.

El pastor no se considera rico, satisfecho porque tenga siempre noventa y nueve ovejas en el redil. Se pone a buscar afanosamen­te a la extraviada. Las noventa y nueve que quedan no le resarcen de la pérdida de esa única vagabunda. ¡El pastor se siente pobre porque se ve privado de una oveja, empobrecido por una oveja!

La mujer no se consuela contando las nueve monedas que aprieta en su puño. Es pobre (la cantidad en total suma unos 15 eu­ros). Pero no se resigna a verse empobrecida por la falta de aque­lla moneda que ha ido a parar quién sabe dónde. y revuelve la ca­sa de arriba abajo, busca afanosamente y molesta a todo el mundo porque la ha encontrado, y es un encuentro precioso.

El padre tiene dos hijos. Uno se va con una actitud muy discu­tible y por motivaciones un poco misteriosas. Pero el que queda -aunque sea «ejemplar», al menos aparentemente- no le consuela del calavera que marchó dando un portazo.

La conclusión es evidente: la contabilidad de Dios es distinta de la nuestra, no respeta nuestros parámetros. Basta un signo menos, una resta, aunque pequeña, y los números para él están en rojo.

Una sola persona tiene un valor «único» a los ojos de Dios. Un valor irrepetible. Insustituible. Dice A. Frossard que «Dios sólo sa­be contar hasta uno». O sea, llega a la persona.

«Cada uno de nosotros es precioso, importante: importante de amor» (P. Talec). Y, por tanto, «importante» de búsquedas obstina­das, afanes, preocupaciones, solicitudes infinitas, esperas exte­nuantes, paciencia interminable por parte de Dios.

Las parábolas de la misericordia 169

Sin el hombre, Dios es pobre

Dios es pobre, se dice (M. Zundel llega a decir que la Trinidad está formada por tres Pobres). Pero es cierto que Dios no se resig­na a quedar «empobrecido» ni por una sola de sus criaturas. En sus inventarios, un hijo perdido representa un daño irreparable, que no se puede compensar de ninguna manera.

Dios es pobre, pero tiene un patrimonio inmenso. Y lo que pa~ ra nosotros podía parecer como una pérdida «irrelevante», caSI ventajosa para la tranquilidad de la casa (<<Nos hemos librado de las ramas secas», comentaría triunfante una persona que desgra­ciadamente conozco bien), una cifra irrisoria, en su corazón pro­voca una laceración dolorosísima que sólo puede recompensarse con la recuperación de aquel minúsculo e incalculable tesoro.. .

El hombre se puede cansar y dejar de ser hijo. Puede prescmdIr del Padre. Puede estar sin Dios. Puede huir. Pero Dios no se resig­na a estar sin el hombre. El Padre no se contenta con merodear por la casa repleta de todo, comprendidas las obras buenas y las pres­taciones virtuosas del hijo mayor. La casa le parece que está vacía, porque falta un hijo. El Padre no lanza un suspiro de alivio porque se ha liberado de un mangante engreído. Se vuelve loco de alegría cuando se perfila en lontananza la silueta del díscolo.

Alejamiento

Un elemento común a las tres parábolas es el alejamiento. La oveja se extravía después de haberse alejado del reb.~ño. Y lu~go está la mujer que pierde una de las diez monedas (qUIen sabe don­de ha ido a parar ... ). Finalmente, ahí está el hijo pródigo que se ha alejado de la casa paterna. .

Pero no basta: tenemos también al hijo mayor que está «leJos», aunque nunca haya abandonado ni la casa. ni el ,tra~ajo. Pero su f~­delidad es puramente formal; su obediencIa esta pnvada de alegna y de amor; su corazón se muestra mezquino, incapaz de, perdo~~r, de aceptar al hermano que se ha equivocado. Por tanto, el tambIen se ha alejado, es más, permanece obstinadamente lejano, porque se siente extraño a la misericordia del padre.

Quizás los lejanos más irrecuperables son los que, irrepr_ensi­bIes, frecuentan y se instalan en casa, pero rechazan desdenosa-

170 Las parábolas de Jesús

mente abandonar los rígidos esquemas de un código de comporta­miento formalista y se niegan a «entrar» en la loca lógica de la mi­sericordia (<<se enfadó y no quería entrar . .. »).

La verdadera traición es la de quien permanece sin dar el paso decisivo: superar el umbral de la observancia exterior y entrar al centro de la casa: allí donde late el corazón de un padre y se vive la experiencia sublime del perdón. Un perdón que se recibe y se da.

En efecto, quien no admite que necesita el perdón, además de no experimentar la alegría de recibirlo, nunca será capaz de darlo.

Búsqueda

Entre el alejamiento y la vuelta-conversión está una búsqueda apasionada. Advertimos un extraordinario movimiento, además del movimiento de la fuga.

El pastor se va a la búsqueda ansiosa de la oveja perdida. La mujer revuelve todo (<<Enciende una lámpara, barre la casa

y busca con todo cuidado ... ») hasta encontrar la moneda perdida. Solamente el padre de la última parábola parece que se limita a

esperar. Pero es una impresión superficial. En realidad no es así. Él también se ha movido, aunque aparentemente se quede en casa. Ha recuperado al hijo a través de la nostalgia, el deseo, la espera vigilante y preocupada (<<Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro ... »).

La conversión es cuestión de pasos. No solamente los pasos del que vuelve. Anteriores son aquellos, incansables, de quien ama y, por consiguiente, asume la iniciativa, busca pacientemente, fre­cuenta los lugares de la perdición (a costa de escandalizar, como hace Cristo, a los bienpensantes, que luego resulta que son,ironía de las palabras, los que siempre piensan mal ... ), patea todos los caminos, no se resigna a la lejanía de ninguno. Esos pasos obede­cen al ritmo impuesto por el corazón.

Fiesta

Las tres parábolas del «reencuentro» terminan con una explo­sión de alegría incontenible. La fiesta es la conclusión de las tres aventuras.

Las parábolas de la misericordia 171

La conversión y el perdón desembocan no en una penitencia punitiva, en una tétrica sala en la que están puestos en fila rostros sombríos y acusadores, frías máscaras, sino en un clima festivo.

Aún más, la alegría es una alegría «compartida». En efecto, es importante que todos se sientan invitados a esa fiesta: «Alegraos conmigo ... ». La búsqueda puede emprenderla uno solo, pero la alegría del reencuentro hay que compartirla sin reservas con todos.

La única fiesta que queda en suspenso es la última. Frente a los refunfuños del hijo, hombre volcado en la casa, el trabajo y el cumplimiento de los reglamentos, los preparativos del padre se in­terrumpen bruscamente, se suspenden los bailes, cesa la música, callan los cantos. Un corazón árido logra apagar todo.

Él ha sido un diligente ejecutor de órdenes. Pero ahora que en la partitura paterna está la música del perdón y de la misericordia, él logra emitir sólo la nota desentonada, la del escándalo (está es­candalizado por las malas compañías de las prostitutas con quie­nes ha andado su hermano libertino, pero sobre todo por la debili­dad del padre), la nota que tiene el poder de estropear la armonía y suspender la interpretación.

La música volverá a sonar si él, el lejano que nunca se ha mo­vido, logra superar ese umbral, o sea, cuando «entre» en la fiesta.

El hijo mayor debe convencerse de que una virtud que separa de la fiesta es una virtud que separa del Padre.

Del mundo real al mundo de la fantasía (también real)

«Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírlo. Los fariseos y los maestros de la ley murmuraban: 'Este an­da con pecadores y come con ellos'. Entonces Jesús les dijo esta parábola ... ». Para interpretar correctamente y entender las tres pa­rábolas hay que partir de aquí, de esta situación particular que las ha provocado.

El comportamiento de Jesús es escandaloso, porque deja que se le acerque gente alejada e incluso porque comparte la mesa con ellos. Y entonces él se justifica dejando intuir que ese comporta­miento que levanta sorpresas y desaprobación no es otro que el comportamiento de Dios frente a los pecadores.

Pero intentemos enfocar la identidad de los personajes que en­tran en escena. Con el término «publicanos» se designa a los adua-

172 Las parábolas de Jesús

neros y los consumeros (tanto los simples empleados como suje­fes). Estos cobraban las tasas en los territorios «ocupados» de Pa­lestina a cuenta de los romanos. Así la potencia dominante, al arrendarles ese encargo ingrato, no se manchaba las manos, y ellos exprimían sin escrúpulos a la población, sacando de ahí sustancio­sas ventajas personales. Se trataba de una categoría de individuos particularmente odiados y despreciados, tanto por el oficio que les hacía «impuros» religiosamente, como por el hecho de que eran «colaboracionistas» con el extranjero. Tenían la misma considera­ción que los ladrones y asesinos. El título con el que se les «des­calificaba» era el de «rapaces» (<<lobos rapaces», lo mismo que los falsos profetas).

Al verse marginados por la autoridad religiosa y por la gente común, tendían a formar un grupo cerrado y a sentirse emparenta­dos con los que no observaban la ley: los «pecadores», precisa­mente. Dice J. Jeremias: «El término 'pecadores' tenía en el am­biente de Jesús un significado bien preciso. No designaba sólo a los que trasgredían abiertamente los mandamientos de Dios y que por eso todos les señalaban con el dedo, sino sobre todo a aquellos que ejercitaban una profesión considerada despreciable. Existían tablillas que catalogaban los oficios proscritos». Entre estos pode­mos señalar: barberos, soldados, mercaderes y comerciantes, ma­rineros, prostitutas, jugadores de dados, usureros. Se hace una mención especial a los pastores. Estos eran objeto de desprecio porque no dudaban en invadir con sus rebaños los campos ajenos y se creía, además, que se quedaban con la mejor tajada de los pro­ductos derivados de la explotación de las ovejas, y sobre todo por­que, por su vida nómada, no estaban en disposición de observar los dictámenes de la Torá.

Así pues, a recaudadores de impuestos (publicanos) y a peca­dores se les metía en el mismo saco de la exclusión, marcados co­mo «malditos» y considerados irrecuperables.

Precisamente estos individuos «se acercaban» a Jesús, le mani­festaban simpatía y se mostraban deseosos de «escucharlo» (por tanto, eran atraídos más por su palabra que por los milagros). Evi­dentemente, la postura de Jesús hacia los marginados y rechazados era tal que invitaba al acercamiento. Pero debió haber también un movimiento del Maestro hacia ellos. Por lo que se puede decir que el Maestro busca a los pecadores y los pecadores le buscan a él. Es­to es lo que provoca la «murmuración» de los fariseos y escribas.

Las parábolas de la misericordia 173

El término «fariseos» significa literalmente «separados». En efecto, estos tendían a separarse de todo lo que se consideraba im­puro, hasta formar una secta de sello tradicionalista y alérgica a cualquier novedad, apertura e influjos extranjeros. Observaban es­crupulosamente la ley y también las normas de la tradición oral. Eran, por decirlo de alguna manera, unos «perfeccionistas» hasta el exceso. Gozaban de un notable prestigio popular.

Somos injustos con ellos cuando consideramos su religiosidad simplemente como expresión de «hipocresía». Muchos estaban animados por convicciones sinceras, celo auténtico, compromiso serio. Sin embargo, siempre estaba al acecho el riesgo del forma­lismo, de la observancia exterior, de la moral reducida a casuística puntillosa, de cierto narcisismo virtuoso y, sobre todo, de una ac­titud de superioridad que a veces llegaba al desprecio de los demás.

Estrechamente unidos a los fariseos estaban los escribas. Nor­malmente pertenecían a la misma secta y constituían el sector cul­to, la élite intelectual. Dedicaban gran parte de su tiempo al estu­dio de la Torá, de la que eran intérpretes autorizados. En una palabra, se les puede considerar como los teólogos de su tiempo. Y manifestaban una cierta altivez, conscientes de ser los guías segu­ros de Israel.

Así pues, escribas y fariseos «murmuraban» contra Jesús por su postura de familiaridad con los pecadores. En este caso, la mur­muración indica desaprobación, escándalo, toma de distancias, jui­cio negativo de una praxis que se opone abiertamente a los usos codificados.

Comenta B. Maggioni: «A Jesús se le acusó de ser amigo (phi­los) de publicanos y pecadores, por tanto su proximidad expresaba amistad y afecto. También los escribas y fariseos daban acogida a quien demostrase su arrepentimiento. Pero Jesús ama a los peca­dores ya antes de su arrepentimiento y de su penitencia. Frente al pecador el primer sentimiento de Jesús no es el juicio, sino la cor­dialidad. Suspende el juicio y se preocupa sobre todo de la suerte del pecador».

Sentenciaban los rabinos: «Que el hombre no se una con los impíos»l. Por tanto, la actitud de Jesús hacia los «malditos» supo­ne un gesto de clara ruptura, más clamorosa aún porque se hace patente cuando se sienta a la mesa con publicanos y pecadores.

1. Mekhilta al Ex 18, 1.

174 Las parábolas de Jesús

Sin embargo, la trasgresión no se coloca sólo a nivel disciplinar y moral, sino a nivel doctrinal. Aquí ~como lo demostrarán todavía más claramente las tres parábolas~ anda por medio una concep­ción distinta de Dios. Por lo que el encontronazo se desplaza del plano ético-disciplinar al teológico.

Por tanto, las tres parábolas están motivadas por una situación real que está a la vista de todos. Y así el v. 3 es una especie de en­lace entre el mundo real y el de la fantasía (que en este caso es también real).

¿Reprensión o caricia?

«Entonces Jesús les dijo esta parábola ... » (15, 3). «Les» se re­fiere evidentemente a los escribas y fariseos «murmuradores». Por tanto, los primeros destinatarios de la parábola son ellos. Y en es­te momento nos podemos preguntar por la reacción suscitada en los oyentes-destinatarios de las parábolas. El tema, por lo que sé, sólo lo ha afrontado con suficiente amplitud A. Maillot, cuyas ob­servaciones trataré de resumir.

Así pues, el efecto sobre los bienpensantes de entonces segura­mente ha sido de estupor e irritación. Ya la postura adoptada por Jesús frente a los pecadores suscitaba su reacción indignada y las consiguientes murmuraciones. Pero su mal humor debe haber al­canzado niveles inimaginables cuando han oído al Maestro justifi­car su comportamiento con estas parábolas que querían demostrar que este era precisamente el comportamiento de Dios frente a los «perdidos» .

Nosotros, bienpensantes de hoy, encontramos estas parábolas delicadas, llenas de ternura y hasta deliciosas. Sin embargo, en aquel tiempo fueron consideradas sobre todo como reprensiones. Pero para nosotros se trata de nata montada, de alfeñique.

Jesús, como Job (según la acusación de Elifaz), «destruye la re­ligión» (Job 15,4), porque socava sus cimientos, cambia radical­mente la imagen de Dios, parece que se las toma con los buenos, los fieles, los observantes y usa un tratamiento de favor con la gente sin moral ni religión. Por tanto, la reacción inmediata sin du­da ha sido de irritación y hasta de cólera.

Entonces, ¿cómo estas parábolas, que contenían una punta de veneno y tenían el sabor amargo e irritante del vinagre, han termi-

Las parábolas de la misericordia 175

nado por convertirse, para nuestro paladar, en una mezcla de azú­car y miel?

Es indiscutible que se ha producido un cambio radical de pers­pectiva. Escribas y fariseos intuían que las parábolas iban dirigidas a las noventa y nueve ovejas que no se habían perdido, a las nueve monedas que habían permanecido seguras en el cajón, al hijo ma­yor que nunca había abandonado el refugio de la casa paterna. O sea, a ellos.

Para nosotros, sin embargo, se refieren esencialmente a la cen­tésima oveja, a la décima moneda, al hijo pródigo.

De todos modos, el blanco principal eran los fariseos y los es­cribas, y también los bienpensantes de la época. Naturalmente, tampoco es posible excluir la otra categoría de oyentes (los publi­canos y pecadores). En efecto, también ellos, dada la situación, se quedaron a escuchar aquellas parábolas insólitas.

Por tanto, se ha producido una doble reacción: cólera, irritación y escándalo por una parte, consuelo por otra. Unos se han sentido inquietados, cuestionados en sus principios intocables por una imagen de Dios que para ellos resultaba inaceptable. Los otros se han sentido animados, porque descubrían que Dios no los excluía (como pretendían esos maestros con el ceño fruncido), se ocupaba de ellos, los acogía con ternura.

En conclusión, parábolas duras e indigestas para unos. Y dul­ces, acariciadoras para otros.

De todas maneras, no se trata de elegir entre vitriolo y miel, re­prensión o caricia. El evangelio no atrae a la gente con caparrosa, pero tampoco con miel. El evangelio no necesita ni máscaras, ni trucos, ni artificios, y tampoco de elocuencia cautivadora. Es ne­cesario simplemente permitir al evangelio ser lo que es. Hay que evitar descomponer los ingredientes.

Descentramiento abusivo

Y se ha verificado también un descentramiento de las parábo­las. Descentramiento de que son testigos los títulos que les hemos atribuido, por lo que se han convertido, respectivamente, en la pa­rábola de la oveja perdida, de la moneda perdida y del hijo pródi­go. Mientras que, en la intención original de Jesús, el protagonis­ta era el pastor que busca la oveja que se ha extraviado, la mujer

176 Las parábolas de Jesús

que se afa~a para recuperar la moneda que le falta y el padre ue acoge al hIJo derrochador. q

.~ sea, lo pre.dominante era la imagen de Dios, su iniciativa su sohcltud por qUien estaba perdido, su alegría por el encuentro.'

Pistas para la búsqueda

Descubrir el centro del cuadro

En el centro del cuadro no hay una oveja una moneda o un _ cador; hay un corazón que busca. Lo que ias parábolas uie~een m?strarnos e.s la acogida de este corazón, un corazón que n~ se li-

tmll~a.a)2la paciente espera, sino que busca apasionadamente (S Vi-a InI . .

196i .. S. Vitalini, La nozione d'accoglienza nel Nuovo Testamento, Friborgo

11

El pastor que va a la búsqueda de la ovej a perdida

« ¿ Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y se le pier­de una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar a la descarriada hasta que la encuentra? Y cuando da con ella, se la echa a los hombros lleno de alegría, y al llegar a casa, reúne a los amigos y vecinos y les dice: '¡Alegraos conmigo, porque he encontrado a la oveja que se me había perdido! '. Pues os aseguro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,4-7).

Arrancados de la neutralidad

«¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas ... ?». Fariseos y escri­bas se habían afirmado en una posición de jueces «murmurado­res». Jesús les interpela directamente empleando eso que se llama «argumento ad hominem». Les impide ser meros espectadores de la escena que va a describir. Les levanta de su sillón de jueces, les involucra en el asunto, les mete en la historia de la misericordia de Dios, demostrándoles que esta historia puede ser su historia.

No está por una parte mi salvación personal y por otra la salva­ción o perdición de los otros. Todos estamos implicados.

Ambientación

En Palestina normalmente un propietario confiaba su porción de rebaño a unos pastores pagados para que cuidasen de las ovejas, que pertenecían a distintos amos. Aquí, por el contrario, es el mis­mo amo quien asume la función de pastor y se ocupa personal-

178 Las parábolas de Jesús

mente de su rebaño, invirtiendo en él todas sus atenciones. Así aflora el trasfondo de la parábola. Los oyentes, aferrados a la Es­critura, no pueden por menos que hacer referencia al capítulo 34 del profeta Ezequiel: «Yo mismo buscaré a mis ovejas y las apa­centaré ... Yo mismo apacentaré a mis ovejas y las llevaré a la ma­jada ... Buscaré la oveja perdida y traeré a la descarriada; vendaré a la herida, robusteceré a la flaca ... » (Ez 34, 11-16).

Pero puede suceder que, a pesar de que el pastor se ocupe per­sonalmente del rebaño, alguna oveja se pierda. A pesar de su vigi­lancia amorosa, siempre se puede alejar alguna oveja.

Tratándose de hombres, Dios acepta el riesgo de su libertad. Incluso de la libertad de «perderse».

La peculiar configuración del terreno de Palestina, especial­mente en ciertas zonas esteparias, hace muy verosímil la posibilidad de perderse. «Los brezos, las quebradas, las zarzas y los montones de piedras pueden constituir una 'trampa' potencial» (M. CasteIli)l.

Lo que se subraya en la parábola es el afecto del pastor por sus ovejas. La relación no es genérica, «global» (en el sentido de que «Dios ama a su pueblo», «Dios ama a la humanidad»), sino que se manifiesta para cada una en particular, como lo demuestra la afa­nosa búsqueda de la perdida. Es evidente que se hubiera compor­tado de la misma manera con cada una de ellas.

El pastor (figura transparente de Dios) no se para a hacer cál­culos de números: una o noventa y nueve. Desde el momento en que una se ha descarriado, esa absorbe toda su preocupación. Por otra parte, las otras tienen la ventaja de estar juntas, de formar (<una piña», aunque sea «en el desierto». La perdida, ella sola, difícil­mente logrará encontrar al amo. Por eso hay que ir a recuperarla.

«Va a buscar a la descarriada ... ». La oveja, pues, más que per­dida está «descarriada». Por eso es prácticamente «irrecuperable».

Los escribas y fariseos de todos los tiempos y de todas las lati­tudes tienden a considerarla «muerta» y, por tanto, a abandonarla a su propia suerte. Por otra parte, ella se lo ha buscado con su irre­flexión. Sin embargo, para Dios no existen personas «muertas». «El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba

l. M. Castelli, Le parabole della misericordia nel Vangelo di Luca, Fribrourg 1991, tesina de licenciatura redactada bajo la dirección del profesor Sandro Vita­lini. Para la explicación de las dos parábolas siguientes me he servido también de bastantes ideas de este trabajo, «ejemplar» por muchos conceptos, por la seriedad de la investigación y la agudeza de la interpretación.

El pastor que va a la búsqueda de la oveja perdida 179

perdido» (Lc 19, 10). Lo que nosotros hemos perdido o dado por perdido definitivamente. Zaqueo, como todos los pecadores «muer­tos», se lleva la sorpresa de descubrir que aún es amado y buscado.

«Hasta que la encuentra ... ». Este detalle falta en la parábola paralela de Mateo, que tiene una expresión distinta: «y si llega a encontrarla ... » (18, 13). Lucas, por el contrario, pone ese «hasta que» para indicar que las búsquedas no tienen límite prefijado. Las búsquedas continúan, se prolongan incluso aunque sobreven­ga la noche yel pastor esté extenuado. Las búsquedas sólo termi­nan con el encuentro. El amor de Dios es obstinado, tenaz, perse­verante. Nunca cesa de perseguir su «presa»

«y cuando da con ella ... ». La parábola no se para a describir las búsquedas, la angustia, el cansancio, las dudas. Tampoco nos cuenta los pensamientos secretos del pastor. Sólo aparece la parti­da y el encuentro. La alegría del encuentro absorbe y borra todo lo que ha pasado antes. «Cuando una mujer va a dar a luz, siente tris­teza, porque le ha llegado la hora; pero cuando el niño ha nacido, su alegría le hace olvidar el sufrimiento pasado y está contenta por haber traído un niño al mundo» (Jn 16, 21).

Para el pastor lo que cuenta es haber recuperado a la oveja. En términos de sufrimientos y molestias, no importa el precio paga­do por ese reencuentro. Su esperanza «imposible», su g~s~o (~ab­surdo», han sido premiados. Muchos otros, en su lugar, m sIqUiera se habrían movido. Y habrían aducido distintos motivos «razona­bles». Pero el amor no razona y la esperanza no hace el cálculo de probabilidades.

«y cuando da con ella ... ». No es la oveja la que encuentra al pastor. Ella es encontrada. Ella es capaz de alejarse, de huir. Pero el encuentro no es cosa suya.

«Se la echa a los hombros lleno de alegría ... ». Un pastor (<nor­mal» no lo hubiera hecho así. Rescatada la oveja de una zarza, la hubiera hecho caminar delante de él, a lo mejor empujándola con suaves toques de cayada. Pero este extraño pastor ahorra a la oveja el cansancio del viaje de vuelta. O a lo mejor se quiere insinuar la idea de que la oveja está herida. Ciertas experiencias dejan marca ...

«Lleno de alegría» no expresa un sentimiento momentáneo de euforia sino un estado permanente de alegría (como expresa el partici;io griego). Es lícito imaginar al pastor que recorre el cami­no de vuelta canturreando y silbando, y así comunica su alegría a la oveja todavía aturdida después de aquella fea aventura.

180 Las parábolas de Jesús

«y al llegar a casa, reúne a los amigos y vecinos, y les dice: '¡Alegraos conmigo ... ! '». El pastor no puede guardar para sí la alegría del encuentro. Siente la necesidad de comunicarla, de com­partirla con los vecinos, que seguramente estaban enterados del extravío de la oveja. Tenemos así una «convocación» para hacer fiesta. Se celebra un amor que ha vencido a todas las previsiones pesimistas, a todas las peripecias; un amor que no se ha rendido.

La escena se desarrolla en un ámbito de vida en donde cada uno comparte las penas y las alegrías de todos, sean pequeñas o grandes.

Pero la alegría de la tierra pasa también al cielo: «Pues os ase­guro que también en el cielo habrá más alegría por un pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan con­vertirse». El versículo, iniciado con un «pues», afirma claramente que la aventura del pastor no pretende otra cosa sino ilustrar el comportamiento de Dios en relación con los pecadores.

Hay que subrayar «un pecador». Se pone el acento en uno. Un pecador solo. Cada persona, a los ojos de Dios, equivale a un «to­do», o sea, adquiere un valor único, absoluto, insustituible. Se po­ne en evidencia, no el valor de la grey, sino el de una sola oveja.

Aquí evidentemente el uno se opone al noventa y nueve. Este uno es un pecador y los noventa y nueve son (~ustos». Pero es lí­cito preguntarse de qué justos se trata. ¿Se trata de justos que lo son de verdad, o de justos que se consideran tales y lo son sola­mente en apariencia? Y estos justos ¿«no necesitan convertirse», o se hacen la ilusión de no tener necesidad de conversión? La figu­ra del hijo mayor, que se presentará después, ayuda a disipar mu­chos equívocos a este respecto. Para ciertos individuos, se trata de apariencia más que de realidad.

Pero la comparación no hay que interpretarla en sentido literal. Aquí se pretende subrayar un nuevo tipo de alegría (que debe lle­gar también a la comunidad que quedó «en el redil»): es la alegría que suscita en Dios y en su corte celestial la vuelta del pecador.

Es lícito suponer que tal alegría, si es posible, resultaría todavía mayor en el caso de la vuelta de uno de los noventa y nueve «pre­suntos justos» que nunca se han alejado ...

La parábola, de todos modos, más que describir la psicología de la conversión, es una llamada a la conversión (o mejor, a dejar­se convertir, a dejarse encontrar) dirigida a todos.

El pastor que va a la búsqueda de la oveja perdida 181

No se trata de una novela psicológica

Uno de los análisis más originales de la parábola es el de A. Maillot, en la obra ya citada muchas veces y que me permito se­guir casi a la letra.

Resulta totalmente erróneo y desviado el título habitual: «La oveja perdida». Efectivamente, en ningún momento la oveja se ha­ce sujeto o protagonista de esta historia. Sujeto y protagonista es el propietario. Por tanto, olvidemos de una vez ese condenado título.

De un texto que nos habla nada menos que de Dios y de su mi­sericordia, toda ella penetrada de extraordinaria humanidad, he­mos hecho una novela psicológica con agua de rosas, cuya trama podría ser esta: «Había una vez una pobre oveja, decididamente re­belde, que abandonó el rebaño y se perdió (y aquí los sentimenta­les derraman lágrimas cálidas). Pero su amo, que era bueno, la buscó, la encontró y la devolvió al redil».

Si queremos hacer de ella un historia edificante, esta historia contiene todos los ingredientes necesarios. Está la desobediencia, que siempre es castigada; la miseria en la que desemboca necesa­riamente y después los remordimientos que se sienten. Pero al fi­nal todo se arregla, porque el amo es bueno.

Aunque los sentimentales se conmueven frente a una historia de este tipo, sin embargo el asunto no tiene mucho porvenir. Por suerte, la parábola, la verdadera, no es la de la oveja perdida, sino la parábola de un hombre con cien ovejas.

Entonces Jesús dice: cuando uno de vosotros tiene cien ovejas, no se conforma con ser un hombre de noventa y nueve ovejas. Se multiplica para encontrar a aquella que falta a la llamada. Y si uno no se comportase así, le consideraríais indigno de tener cien ove­jas, o diez, o incluso una sola. Porque lo que os pertenece os per­tenece. Existe entre vosotros y la oveja una ligazón, que es una li­gazón de propiedad. Y quien tomase a la ligera esta relación no merecería conservar lo que tiene.

Pues bien, lo mismo vale para Dios, y con más razón. Desde el momento en que el vínculo que le ata a su criatura es mil veces má~ fuerte que el sentido de propiedad, él, con más razón que na­die, no aceptaría convertirse en el hombre de las noventa y nueve ovejas. No se resignará jamás a que esta relación se rompa. Aun­que sólo faltase una oveja, aunque esta relación se rompiera una sola vez, la felicidad de Dios cesaría, la gloria de Dios se apagaría.

182 Las parábolas de Jesús

~l s~lo vería a l~ oveja que falta. Y en aquel sitio vacío no percibi­na SIllO su propIO fracaso, el fracaso de su amor.

Por e~~, un Dios que permitiese que esa relación se rompiese, es.a relacIOn que se llama Amor y que es Dios mismo, ya no sería DIOS. Ahí está la razón de por qué asume una tarea, sale de su cie­lo, corre hacia la tierra. Y también de por qué come con todos los perdidos. Y se empeña en buscarlos hasta que los encuentra. Por­q~e se encu~ntra a sí mismo. Abandonando la oveja perdida, Dios mIsmo estana perdido.

~i el amo dijese: «¡Bah!, es verdad que me falta una oveja, pe­ro aun ~e quedan noventa y nueve. ¡Peor para esa que se ha perdi­do!». SI razonase así, delataría que, en el fondo, no tiene mucho in­terés ~or ninguna. Se ~ncontrará mañana con noventa y ocho, desp~es con noventa y sIete, hasta que un día el redil quede vacío.

SI el hombre de las cien ovejas acepta convertirse en el hombre de las noventa y nueve, mañana o pasado mañana se encontrará con que es el hombre-sin-ovejas. y Dios sería un Dios con el cie­lo vacío. Si Dios abandona aunque no sea más que a un solo hom­bre (a~nque, fuera Juda~), ~~ñana su Reino quedará desierto y su corazon vacIO. Lo que sIglll[¡ca que también los fariseos y escribas se encontrarán fuera si Dios dejase fuera a un solo publicano.

Un solo hombre abandonado y la red de la misericordia de Dios se rompe para siempre. Un solo hombre rechazado o aban­donado y en el ~ique del amor se abre una grieta que deja irrumpir los embates funosos de la cólera y de la perdición. Una sola cria­tura olvidada de Dios y la cruz misma (en la que agoniza el único abandonado) será negada y renegada.

Una vez más hay que decir: la salvación de los «perdidos» es la única certeza de salvación para los «salvados».

Provocaciones

Ventaja de las noventa y nueve dejadas en el desierto

Siemp:e hay quien se .pone de parte de las noventa y nueve que permanecIeron en e~ redIl. ¿Por qué se las descuida y se las deja plantadas «en el desIerto»? ¿Por qué el pastor abandona a los fie­les, a los cerca~os, para buscar a aquellos que se han alejado y que parece que no tIenen intención alguna de volver al redil?

El pastor que va a la búsqueda de la oveja perdida 183

Esto significa no haber entendido la parábola. Se crean contra­posiciones falsas y todo se reduce a una cuestión ~e cantidad, de número de derechos de la mayoría (que luego, en CIertos casos, al menos hoy, es una minoría ... ). En realidad, todo son ventajas para esas noventa y nueve que el pastor deja plantadas. Ellas debían ser las que desearan que el pastor se preocupase y que se marchara sin dudarlo. Deberían ser como espías para ver la decisión que toma. y dar un suspiro de alivio y manifestar una viva complacencia cuando abandona el redil para afrontar el riesgo de la búsqueda. Sólo cuando el pastor las deja pueden sentirse tranquilas. Todas es­tán seguras sólo si el pastor busca las huellas de la perdida.

El motivo es evidente. Si al pastor no le preocupa la suerte de la oveja descarriada, significa que no le import~ ningu~a. Si el pastor se queda indiferente ante la suerte de la oveja extravIada, to­das las demás deberán sentirse en peligro, aunque el pastor se que­de en el redil para tenerlas bien cerca. Las ovejas tienen que llegar a comprender que lo que el pastor hace por su compañera perdida, está dispuesto a hacerlo por cada una de ellas.

Educar para el riesgo

Si la tentación de la grey fiel puede ser la de murmurar porque se siente abandonada, la tentación del pastor puede ser la de limi­tarse a guardar, catequizar, amonestar a las asustadas ovej~s que se han mantenido fieles (a menudo más por miedo o comodIdad que por convicción), presentándoles como ejemplo negativo y severa advertencia la aventura despreocupada de esa que se ha escapado:

No se trata de reforzar las defensas, de atrancar las puertas, de potenciar la disciplina, de amenazar con cas~ig~s, de hacer. más rí­gidos los horarios y los reglamentos del redIl, SIll? de «sah:».

La salvación no está en cuidar, en mantener, SIllO en arnesgar.

Participar

y además no sólo el pastor es el que ha de moverse. También las noventa y nueve deberían participar en la búsq~e?a, al me.nos con el pensamiento, con el deseo, el ansia, el sufnmIento. MIen­tras existe ese vacío, todas deberían estar en alerta.

184 Las parábolas de Jesús

Ciertos convertidos ...

Es difícil entender a ciertos convertidos. Vuelven al redil, pero no llevados sobre los hombros del Pastor, sino llevando encima va­rios complejos. En particular, el complejo de convertido.

y ahí están refunfuñando, polémicos, amargados, tristes, hasta airados, agresivos, rebeldes, intolerantes, enojados, francotirado­res implacables de la ortodoxia más intransigente.

Provistos de certezas, las disparan tanto contra los compañeros de fe -siempre sospechosos de traiciones y cesiones- como contra los «lejanos» -siempre sospechando complots contra la Iglesia.

Incapaces de un diálogo verdadero, tanto dentro como fuera. No saben comprender a los que todavía están buscando. Tampoco pueden tolerar a quien vive la fe de un modo problemático, sufri­do, planteándose preguntas, nutriendo inquietudes.

Enfermos de triunfalismo y de milagrería, confunden la defen­sa de la verdad con la defensa acrítica incluso de los errores que salpican la historia de la Iglesia.

Piensan garantizar la seguridad del redil denunciando (y a ve­ces inventándose) toda clase de enemigos dentro y fuera de la Igle­sia. No logran vivir serenamente su fe: necesitan estar siempre «contra» alguien. En su estilo cristiano falta un elemento funda­mental: la humildad. En su voz falta el tono sumiso. En su voca­bulario falta el adverbio «quizás». Son partidarios de los escribas y fariseos, y no pueden soportar a los profetas.

Más que tender puentes hacia las orillas más lejanas, se mues­tran especialistas en enrocarse en posiciones de cerrazón total e in­transigente, poniendo como centinelas sus prejuicios e integris­mos, y además sus complejos incurables.

Cualquier intento de diálogo con los no creyentes se considera claudicación de los principios, miedo a testimoniar la propia fe, saqueo o rebaja del «depósito» de la fe.

Más que apasionados constructores de fraternidad, explorado­res animosos de caminos nuevos, capaces de rescatar fragmentos de verdad en cualquier parte, respetuosos con la diversidad, adop­tan la actitud de policías siempre dispuestos a apalear a los des­viados tanto hacia la derecha como hacia la izquierda.

No son hombres de encuentro, sino de encontronazo. Asumen posturas desdeñosas y presuntuosas. Dispuestos a juzgar y a con­denar, más que a comprender, perdonar, acoger.

El pastor que va a la búsqueda de la oveja perdida 185

Sostienen que la conversión es irreconciliable con el diálogo. No logran entender que el haber encontrado implica seguir bus­cando y sobre todo dejarse cuestionar.

¿Por qué estas distorsiones? Por un motivo simplicísimo: ~e han convertido, pero no han sido convertidos. Han vuelto al red~l, pero por su camino particular (que pretenden imponer a todos), Slll

ser «llevados» por Él. y al no haber sido «llevados sobre los hombros» del Pastor, no

han podido advertir la ternura de su amor ni captar las palpitaci?­nes de su corazón desasosegado. ¡No le han oído canturrear y sIl­bar! ... y por tanto no han descubierto la alegría del reencuentro.

y ahí están, ceñudos, duros, despiadados (ajenos a la pietas cristiana), implacables, lívidos, sombríos, «apocalípticos», amena­zadores. Dan a entender que han encontrado todo, pero no han descubierto la realidad más importante: la misericordia.

No se han convertido y, por tanto, no se han liberado (ante todo

de sí mismos). Quizás han vislumbrado el «esplendor de la verdad», pero no

han experimentado el «calor de la verdad».

El pastor «tentado» a quedarse

La parábola, traducida en clave de actualidad, toca de cerca además la figura y el estilo del pastor.

También el pastor, en efecto, podría ponerse en peligro. Sobre todo cuando hace del redil (o de un parte del redil) una «guarida» confortable. y queda allí, al calorcillo, mimado, regalado, reveren­ciado, aclamado, exaltado, protegido.

El pastor está ciertamente en peligro cuando «perm.anece» en­tre los de su «grupo», con su jerga particular, sus con.sI~nas rep~­tidas de manera obsesiva, sus fórmulas rutilantes exhIbIdas contI­nuamente. Los mismos gustos Y disgustos, las mismas simpatías y antipatías, los mismos libros y periódicos, los mismos c~ntos, la misma palabrería, los mismos ritos sofisticados y exclusIvOS, los mismos complejos de superioridad, el mismo instinto de condena o de sospecha frente a quien no es de los «suyos».

y así el pastor que se ha especializado en guardar a los ~<su­yos», y que a su vez es guardado, tutelado p.or ellos, y~ n~ tIene ninguna gana ni capacidad de afrontar el deSIerto de la ll1dIferen-

186 Las parábolas de Jesús

cia, de vivir en medio de la gente común, en contacto con sus pro­blemas concretos y sus contradicciones, de inventar un lenguaje apto para hacerse entender por todos, de explorar nuevos caminos.

Los balidos acariciadores de las ovejas fieles terminan por adorme.cer al pastor. y le hacen insensible al reclamo de la oveja descarnada, que ha ido a parar quién sabe dónde.

El b~llicio de las fiestas «de familia» le impiden el contacto c?n la vida .de cad~ ?í.a. La piel, que se le ha vuelto delicada gra­Cias a ~n chma ar!ifictal, no ~e arriesga a «salir afuera», a dejarse embestIr por las rafagas del Viento helado, a desollarse los pies an­dando por senderos pedregosos, a herirse las manos con las espi­nas de la realidad más desagradable.

En este caso, quien está «perdido» es el pastor. Para él la única esperanza consiste en «dejarse sacar» fuera del

redil (o mejor, de la guarida, del nido) por una oveja «descarriada» que lo meta de nuevo en los caminos de la vida real.

El pastor «tentado» de protagonismo

. Pero no sólo está en peligro el pastor que permanece en ese re­dtl transformado en guarida o nido, rehén de los «suyos», secues­trado por ~I pequeño y selecto rebaño ejemplar. También puede es­tar ~n pehgro el past~r que <~sale» jactanciosamente, él dice que a la bu~q~eda d~ ~a oveja perdida, pero en realidad a la búsqueda de una factl, gratIficante (y bien remunerada) popularidad.

Y cu~ndo vuelve con. la oveja sobre los hombros (que más que una oveja parece una pieza de caza), en vez de convocar a los «amigos y vecinos» para hacer fiesta por el reencuentro convoca a la televisión, los micrófonos y los periodistas para h;cer saber que él es :aliente y animoso, no como los otros; a él le gusta la aventura, el es trasgresor, le gusta el riesgo, cultiva la provocación. En una palabra, enfermo de protagonismo y de deseo de figurar.

En ese caso, también el pastor está en peligro. Perdido. Sólo aparentemente está preocupado por la oveja perdida. Lo que le in­t~re~a de verdad es el éxito espectacular, la fama. Sólo se busca a Si mismo.

Y la búsqueda no la hace en el desierto, sino en un lugar equi­v~cado: en el escenario. Y lleva a casa, más que una oveja desca­rnada, un plus por los servicios prestados.

El pastor que va a la búsqueda de la oveja perdida 187

Pistas para la búsqueda

No hay duda: se habla de Dios

Nadie se equivoque: el hombre de esta parábola es Dios mismo en la misión del Cristo. Jesús pretende, por tanto, informarnos de Dios, presentarnos una teología. Ya deberíamos saberlo: siempre que Jesús ha querido hacernos partícipes de su teología, se ha sen­tido obligado a regalarnos una parábola y, finalmente, a comparar a Dios con un ser humano. Un sembrador, un propietario, una po­bre mujer, un padre con dos hijos, un amigo que tiene sueño y has­ta un juez que no cree en Dios ni en el diablo. Cierto que hay que evitar hacer de él una fotocopia de una manera servil. Por eso aña­de explícita o implícitamente un «con mayor razón» (A. Maillot?

Conversión, pero desde el punto de vista de Dios

¿La parábola desarrolla el tema de la conversión? Sí en cierto sentido, pero desde un punto de vista totalmente insólito. La con­versión nunca se ve desde la parte del pecador, sino desde la parte de Dios. En efecto, toda la atención está centrada en Dios -en lo que él hace para buscar al pecador perdido y lo que siente cuando lo encuentra-, y no en lo que tiene que hacer el pecador para ser acogido por Dios. Incluso tratando un tema exquisitamente moral, como es precisamente la conversión, Jesús trasciende los esquemas puramente morales. También en este caso la pregunta sobre Dios (¿quién es?, ¿cómo razona?) precede a la pregunta moral (¿qué tengo que hacer para que me perdone?). ¡Es un modo extraño de hablar de la conversión! Pero Jesús puede hacerlo, porque conoce a Dios y, por tanto, es capaz de desvelarnos el rostro escondido de la realidad: como Dios la ve, no como la vemos nosotros. El evange­lio no es un discurso que repite lo ya conocido (B. Maggioni)3.

Sin reflexionar ...

La pregunta retórica del principio (<<¿Quién de vosotros ... ?») es un típico modo estilístico que invita al oyente a tomar posicio-

2. A. Maillot, Les paraboles de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973. 3. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992.

188 Las parábolas de Jesús

nes. ~or ta?t.o, el cuadro se pinta con pocos trazos; el interpelado debe IdentIfIcarse con el pastor desconocido, aunque queda muy en segundo plano. En el momento en que un solo animal del reba­ño está en peligro, él concentrará toda su atención en él. La pará­bola ~o sopesa ries~o y posibilidad de éxito, sino que deja que el corazo? hable y decIda Slll reflexionar. El oyente debe reconocer lo que eXIge el momento y actuar como aquel hombre. La indicación es todo lo contrario de una regla de salvación (1. Ernst)4.

La primera reacción de Dios es la comprensión

Ante los errores del hombre la primera reacción de Dios es la comprensión, el perdón, no la ira. Él no persigue con el arco ten­s~d? al hombre que huye, sino con solicitud y pesar y con el pro­pOSItO de reconducirlo.hacia sí. Y cuando esto se da, su alegría su­pera a la que le prOVIene de la fidelidad de los buenos (O da Spinetoli)5. .

Dios mismo es quien provoca la conversión

Si Jesús se comporta así con los pecadores, no significa que apruebe sus pecados. Esta alegría divina sólo es posible cuando el pecador se convierte. Pero hay una novedad. La conversión no es la.condición para ser acogidos por la bondad de Dios. Más bien es DIOS mismo quien provoca la conversión. En efecto, el pastor no espera a que la oveja descarriada vuelva por su cuenta' va tras ella y la trae al redil (A. Kammer)6. '

«Te quiero más que a las otras noventa y nueve»

!esús dijo: «El Reino es semejante a un pastor que tenía cien ovejas. Una, la más grande, se perdió. Él entonces dejó las noven­ta y nueve y buscó a la otra hasta que la encontró. Tras el esfuerzo le dijo: 'Te quiero más que a las noventa y nueve'»? '

4. J. Ernst, !l Vangelo secondo Luca 11, Brescia 1985. 5. O. da Spmetoli, Luca, Assisi 1982. 6. A. Kemmer, Le parabole di Gesu, Brescia 1990.

S 1 7. M. Alcalá (ed.), El evangelio copto de Tomás: Palabras ocultas de Jesús

a amanea 1989, 107.

El pastor que va a la búsqueda de la oveja perdida 189

Es necesario llevarla

Cuando se dice que el pastor «coloca sobre sus hombros» a la oveja encontrada ... es un rasgo de la vida cotidiana de Oriente. Una oveja perdida del rebaño, que ha errado de acá para allá, se echa agotada en tierra y es imposible hacer que ... se levante y camine. No le queda al pastor otra solución que llevarla encima, lo que, pa­ra grandes trayectos, sólo es posible si la coloca sobre los hom­bros ... ; la agarra por las patas delanteras con una mano y las trase­ras con otra o, si quiere tener una mano libre para el cayado, sujeta las cuatro patas con una mano delante de su pecho (1 Jeremias)8.

Hechos el uno para el otro

Dios busca al hombre; este es el fundamento de la misma in­quietud del hombre hacia Dios. Ni Dios puede estar solo para sí mismo, ni el hombre puede estar sin Dios. Y así como el amor de Dios hacia el hombre es la garantía de su vida, la búsqueda de Dios por parte del hombre es el continuo reconocimiento de la felicidad de Dios: el hombre está hecho-para-Dios y Dios es el ser-para-el­hombre ... Uno hecho para el otro (O. M. Turoldo)9.

Siempre horadando la cerca

¿Pero cómo se las ha arreglado tan afortunada oveja para per­derse tras tal pastor? Preguntas a las que siempre ha sido difícil responder. ¡La tierra es extensa, la misma creación es seductora! Por eso debe haberse perdido la glotona. Y ha terminado en la no­che. Pero él, una vez encontrada. "

Oh, las veces, pastor bueno, que me veo oveja reencontrada de­trás del cercado del que hui, creyéndome libre, buscando saciarme de apetitosa hierba; y sin embargo, heme aquí recogida y llevada por ti en brazos; y ya tu rostro anuncia la gran fiesta. Después es­toy de nuevo dispuesta a horadar la cerca para ir a otros pastos que siempre consideré más apetitosos; y tú de nuevo a buscarme, a lla­marme por mi nombre, ¡oh divino enamorado! (D. M. Turoldo)lO.

8. J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, Estella 1997. 9. D. M. Turoldo, Anche Dio e infelice, Casale Monferrato 1991.

10. 1bid.

'1

190 Las parábolas de Jesús

El drama del hombre

Me parece ver a la incauta antes de separarse de la grey: la grey fastidia; y todavía fastidia más ser del montón. Y empieza a que­darse atrás; y a lo mejor se aparta hacia las orillas del camino im­pelida por sentimientos de insatisfacción y de curiosidad. Desde hace tiempo advierte extraños apetitos que no logra aplacar con los pastos de siempre; apetitos que no sabe decir si son signos de un oscuro malestar que lleva en sí desde hace tiempo; y cuanto más adulta se hace más crece aquel malestar hasta hacerse cos­tumbre. Quizás no era hambre; el hambre es seria, el hambre es signo de salud: está bien el hambre. Cuando uno tiene hambre nor­malmente sabe adónde tiene que ir.

En efecto, nada es tan lastimero como el balido de una oveja hambrienta (¡oh, la providencial hambre de Dios!); pero precisa­mente entonces esta se pega más a su pastor, hasta afligirlo con su gemir implacable. Pero que se vaya así, a la deriva, y a lo mejor a escondidas, sin darse cuenta de las razones de su extravío ...

Al principio, normalmente, son cosas imprecisas: estados in­definibles, simples descontentos quizás debidos a costumbres que poco a poco te van frustrando y después se hacen corrosivas. Qui­zás es la terrible rutina, eso que en italiano suele decirse normal­mente y que cuadra bien con nuestra alegoría: ¡el heno de siem­pre! ... Pero puede tratarse también de glotonería o de la ilusión de encontrar en otra parte otros pastos más atrayentes: entonces es ca­paz incluso de marcharse con petulancia y sin necesidad de esca­parse a través de algún agujero casual en la cerca.

Fuera de la metáfora, aquí está el drama del hombre, siempre insatisfecho de sí mismo y de Dios; ya desilusionado de su estado, ya engañado de sus capacidades; comienza inadvertidamente a preguntarse si no será el momento de arreglárselas por su cuenta, de empezar a considerarse autónomo; y es entonces cuando asu­me, inconscientemente, actitudes incluso desdeñosas; y llega a de­cirse que no necesita ni guías ni guardianes y que puede caminar solo, porque sabe dónde tiene que buscar ... (D. M. Turoldo) 1 l.

11. 1bid.

12

La mujer que perdió una moneda

«o ¿ qué mujer, si tiene diez monedas y se le pierde una, no enciende una lámpara, barre la casa y la busca con todo cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, y les di­ce: '¡Alegraos conmigo, porque he encontrado la moneda que se me había extraviado! '. Os aseguro que del mismo modo se llenarán de alegr~a los án­geles de Dios por un pecador que se convierta» (Lc

15,8-10).

Dios es pobre

La nueva parábola recalca prácti~amente el, esquem~ ,de la an­terior. Con algunas variantes. Por ejemplo, alh la relaclOn era.de uno a cien, aquí de uno a diez. Por otra parte, el ho~bre con. CIen ovejas podía considerarse bastant~ rico. ~quí la mUJer, que dISpO­ne de una cantidad miserable de dmero: dIeZ monedas de entonces (unos pocos euros), es decidi~amente p~bre.. .

Se podría decir: en la pnmera parabola DlOS, graCIas a los hombres, es rico. En la segunda, Dios, con todos los hombres, es pobre. O sea, grandeza y miseria del.h?~bre. .

A pesar de este cambio de condIclOn, el comportamIento de Dios no sufre variaciones. Siendo rico, no acepta hacerse menos rico (por la pérdida de una oveja). Pobre, no elige hacerse más ~o­bre aún (porque se haya perdido una moneda). En efecto, la mUjer de las diez monedas no se resigna de ninguna manera a ser la mu-

jer de las nueve monedas. . ' . Se puede confrontar con una tercera va~Iante, ~gualme~~e SIg-

nificativa no sólo respecto a la primera parabola, smo tambIen a ~a que se cu~nta justo después. En efecto, la oveja se aleja del ~edIl. El hijo pródigo abandona la casa pate~n~. Aquí, por el contrano~ l.a moneda se pierde en casa. Como adVIrtIendo: no h.ay que perr~lltIr qu~ alguien quede marginado, se sienta excluido, Ignorado, aIsla-

192 Las parábolas de Jesús

do dentro de la comunidad. Dios no acepta que ni siquiera a una persona se le considere perdida, abandonada «en casa».

Aún podemos añadir otra novedad de esta parábola: se introdu­ce un personaje femenino. Dios es presentado así bajo los rasgos de una mujer.

Ambientación

Téngase en cuenta que en Palestina las casas de la gente de condición modesta eran más bien pequeñas, oscuras, construidas con una estructura muy rudimentaria. El suelo era de tierra y pie­dras, por 10 que una moneda podía muy bien ir a perderse entre las rendijas, haciendo difícil su localización. Además, no tenían ven­tanas (en parte por el clima: había que asegurar el frescor), y por eso se hacía necesaria la ayuda de una lámpara.

Alguno ha hecho cálculos minuciosos: aquella moneda equiva­lía al valor de tres gramos y medio de plata. Aparentemente hay un valor decreciente respecto a la pérdida de una oveja. Pero esas diez monedas son todo el capital de la mujer. Por eso, el valor de aque­lla única moneda no era en absoluto pequeño. Y dadas las condi­ciones de la mujer, el valor de la moneda perdida es ciertamente superior al valor de una oveja para el pastor rico. Por eso la bús­queda es mucho más intensa y se describe detalladamente (lo que no se hace en la parábola anterior).

La mujer no se resigna: revuelve la casa, la barre cuidadosa­mente, levanta todo, hurga por todas partes, rebusca por todos los rincones y persiste en la afanosa búsqueda hasta que (como en la parábola del pastor) encuentra la moneda.

La conclusión de la parábola, con la llamada a las amigas y ve­cinas, recalca la anterior. Pero falta, respecto a la alegría del cielo, la referencia a los justos y por tanto la comparación entre el peca­dor convertido y los numerosos justos. Aquí se habla únicamente de la alegría de los ángeles por un solo pecador arrepentido.

La lección

Jesús introduce la parábola con el acostumbrado «argumento ad hominem». Los fariseos, según una información de Lucas (16,

La mujer que perdió una moneda 193

14), «eran amigos del dinero». Y entonces Jesús les tocó donde más les duele: encontráis normal que una mujer se preocupe por una moneda, se desviva para encontrar poco más de un euro y unos céntimos. Y ¿por qué no os decidís a admitir que Dios se comporte de la misma manera cuando se trata de los hombres?

Así pues, hay que grabar. esta lección importante: aunque un hombre no valga más que tres gramos y medio de plata, Dios lo buscará, removerá todo para encontrarlo.

En efecto, el valor verdadero de la moneda no es el que se es­tablece en la lista de los cambios, no es su ( escasa) convertibilidad en plata. Su valor es el que tiene a los ojos de la pobre mujer. El único valor del hombre es que a Dios «le interesa». La cifra no es lo que cuenta, no es su valor a peso de oro y de plata 10 que hace el valor del hombre, es el amor que Dios le da.

y el amor de Dios, una vez más, no es un amor genérico, anó­nimo. Dios nos ama a cada uno en particular, a cada uno en su uni­cidad. Nuestro nombre de pila nos distingue de los demás. Por tan­to, Dios conoce y ama a cada uno de una manera única, exclusiva.

Nuestro precio

Hemos aludido antes al riesgo de construir una novela de la oveja perdida en clave psicológica. En el fondo, la oveja es un ser vivo, aunque no destaque especialmente entre los otros animales por su inteligencia. Pero siempre se pueden proyectar hacia ella sentimientos humanos.

Esto, evidentemente, no es posible tratándose de una moneda. A nadie se le ocurrirá preguntarse qué habrá pensado, qué habrá sentido la moneda cuando se ha visto perdida. Una moneda no se pierde, sino que alguien la pierde.

Por tanto, en este caso todavía más que en el precedente es inútil interesarse por el hombre, por su perdición y su salvación. Aquí, una vez más, es necesario centrar la atención en el comportamien­to divino, expresado en la búsqueda afanosa de la pobre mujer.

y entonces también podemos aclarar, guiados por la parábola, qué es el arrepentimiento, qué es la conversión. Conversión signi­fica cambio de mentalidad, cambio de óptica, cambio de conducta.

En ese caso, más que considerar los tormentos y la angustia del pecador, hay que cambiar profundamente de comprensión y de

194 Las parábolas de Jesús

postura ante Dios. Uno se convierte en cuanto descubre que Dios no es un enemigo (ni suyo ni de los demás). Dios es alguien que me busca y no se resigna al hecho de que me pierda.

Tanto los demás como yo podemos valer alrededor de tres gra­mos y medio de plata, una miseria. Y sin embargo, para Dios tene­mos un precio infinito: el de su Hijo.

Provocaciones

l. Parece que los fariseos tenían una simpatía notable por el dinero. Y no sólo ellos.

Jesús ha establecido una incompatibilidad radical entre la fe en Dios y el culto al dinero (Mt 6, 24). Y sin embargo, ciertas perso­nas religiosas creen que pueden conciliar las dos cosas, han en­contrado un compromiso satisfactorio (para ellos). Y así pasa que «en casa» se buscan las monedas y se olvida a las personas. Es más, con frecuencia por el dinero se sacrifica a las personas. O son instrumentalizadas por motivos de interés económico.

Malo cuando en la Iglesia se buscan más las monedas que las personas. O cuando se busca a las personas (perdidas o no) para ... encontrar el dinero. Es una parodia blasfema de la parábola.

2. «En casa» puede estar el que todavía no se ha perdido, pe­ro corre el peligro de perderse.

Hay alguien que se encuentra en dificultades, alguien que está atravesando un momento de crisis, de extravío. En ese caso, en vez de encontrar hermanos cercanos, que se desvivan por prestarle atención, calor, delicadeza y comprensión (además de respeto y discreción), se da cuenta de que se le está haciendo el vacío, que se abren distancias, se crea un clima frío hecho de chismes, insinua­ciones, alusiones malignas, sospechas, desconfianza y hasta hosti­lidad. Y entonces no hay por qué extrañarse de que ese se pierda. Mejor: sea perdido.

Con el agravante de que, como antes nadie se ha preocupado de apoyarlo, más bien ha empeorado su situación, y después nadie se siente en el deber de recuperarlo. Es culpa suya.

3. «En casa», para encontrar la moneda perdida, no es sufi­ciente la luz de la linterna. Hace falta calor. El corazón es el que guía la búsqueda.

La mujer que perdió una moneda 195

Pistas para la búsqueda

No se busca tirando afuera la basura

Las monedas que quedaron seguras en el cajón no han preocu­pado en absoluto a la mujer, pero la perdida ha puesto en movi­miento todas sus capacidades y recursos; ha estado tensa hasta que la ha encontrado. La pastoral comunitaria hacia los pecadores es­tá invitada a encontrar vías más pacíficas o cautas sin recurrir a amenazas o anatemas; al contrario, intentando hacer suya la con­fianza de la mujer que ha perdido la moneda, que refleja la misma confianza de Dios, quien no desiste jamás de esperar el momento de la conversión del pecador.

La contrariedad de los fariseos y de los doctores de la ley (v. 2) es fruto de arrogancia, orgullo, presunción y no de celo. El verda­dero cuidado pastoral está hecho de paciencia y también de tole­rancia, capaz de obtener al final el éxito deseado y quizás inespe­rado. Si la mujer, en vez de buscar, hubiese «barrido» y tirado la basura fuera de casa, nunca habría encontrado la moneda; si la co­munidad no tiene la paciencia para verificar y esperar el creci­miento y la plena maduración (conversión) de sus miembros, sino que los rechaza por indignidad e impenitencia, nunca llegará el momento de festejar su conversión, su vuelta o ingreso en el Rei­no (O. da Spinetoli)l.

Adorno en la frente

La parábola ... recuerda a los conocedores de la Palestina ára­be el tocado femenino, guarnecido de monedas; este adorno perte­nece a la dote, representa su propiedad más preciosa y no se lo qui­tan ni durante el sueño; de hecho, la Tosefla menciona que los denarios de oro se empleaban como adorno. La mujer era muy po­bre, pues diez dracmas eran un adorno extremadamente modesto en comparación con los cientos de monedas de oro y plata que hoy día muchas mujeres de Oriente llevan como adorno en la cabeza.

La mujer «enciende una luz» no porque fuera de noche, sino porque en su pobre casa, sin ventanas, entra poca luz a través de la puerta baja, y «barre la casa» con una palma, porque el suelo es

l. O. da Spinetoli, Luca, Assisi 1982.

196 Las parábolas de Jesús

rocoso y, al barrer, se puede oír sonar la moneda en la oscuridad (l J eremias )2.

Desproporción

El acento se pone sobre todo en el acto de buscar. Sin embargo, en el centro queda el sentimiento de alegría. También aquí hay una gran desproporción entre la vida cotidiana y la publicidad dada a lo sucedido por la mujer que reúne a las amigas y vecinas ...

También aquí la incomprensible misericordia de Dios, que en­cuentra su mayor alegría en conceder el perdón, se entiende como la mejor justificación de la misión salvífica de Jesús y del evange­lio (A. Kemmer)3.

Dejarse buscar

Es importante que la mujer figure desde el principio hasta el fi­nal como sujeto activo, mientras el objeto perdido figura como elemento pasivo: este determina la acción de la mujer sólo en la medida en que es el objeto de su búsqueda y -apenas encontrado­el motivo de su alegría. La parábola prepara al oyente para enten­der la intensa búsqueda de la mujer y para identificarse con su ale­gría por el encuentro.

En esta parábola Dios se revela como quien busca al hombre y goza de una manera incontenible si lo encuentra. Desde este pun­to de vista puede entenderse la parábola como parábola del reino de Dios, porque la cercanía de la basileia (realeza, señorío de Dios) encuentra su expresión en la búsqueda y en la alegría. En la parábola, la basileia se acerca de tal manera al hombre que este to­ma conciencia de su condición de perdido y al mismo tiempo es li­berado del peso de tener que superar con sus propias fuerzas su descarrío. Él más bien debe dejarse buscar e identificarse con la alegría de Dios cuando le encuentra. El que a través de la parábo­la toma conciencia de su condición de perdido, toma también con­ciencia de su pertenencia a Dios (H. Weder)4.

2. J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, Estella 1997. 3. A. Kemmer, Le parabole di Cesit, Brescia 1990. 4. H. Weder, Metafore del Regno, Brescia 1991.

La mujer que perdió una moneda 197

Este es el evangelio

La búsqueda por parte de Dios de quien estaba perdido se ha convertido en acontecimiento en la vida de Jesús. La cercanía de la basileia se realiza en la cercanía de Jesús a los hombres.

En la parábola Jesús interpreta su búsqueda del hombre como búsqueda por parte de Dios. Y enseña al hombre a considerar el alejamiento de Dios como extravío que sólo Dios puede superar; es más -si la parábola alcanza el objetivo- lo ha superado ya. Es­to es el evangelio.

La comunidad prelucana interpreta el hallazgo como metanoia; pero poniendo así fuertemente el acento en la alegría de Dios pa­ra evitar el peligro de hacer de la conversión la premisa para la sal­vación (H. Weder)5.

5. ¡bid.

13

El hijo pródigo

«También les dijo: Un hombre tenía dos hijos. El me­nor dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de la he­rencia que me corresponde '. Y el padre les repartió el patrimonio. A los pocos días, el hijo menor recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfa­rró toda su fortuna viviendo como un libertino. Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran carestía en aquella comarca, y el muchacho comen­zó a padecer necesidad. Entonces fue a servir a casa de un hombre de aquel país, quien le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Habría deseado llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. Entonces entró en sí mismo y se dijo: 'i Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le di­ré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros '. Se puso en camino y se fue a casa de su padre. Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su en­cuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos. El hijo em­pezó a decir/e: 'Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo '. Pero el padre dijo a sus criados: 'Traed en seguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero ceba­do, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, por­que este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado '. Y se pusie­ron a celebrar la fiesta. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino y se acercó a la casa, al oír la música y los cantos, llamó a uno de los criados y le

El hijo pródigo 199

preguntó qué era lo que pasaba. El criado le dijo: 'Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ter­nero cebado, porque lo ha recobrado sano '. Él se en­fadó y no quería entrar. Su padre salió a persuadir/o, pero el hijo le contestó: 'Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero ce­bado '. Pero el padre le respondió: 'Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero tenía­mos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este her­mano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, esta­ba perdido y ha sido encontrado '» (Lc 15, 11-32).

«UN HOMBRE TENÍA DOS HIJOS»

Misterio de Dios y misterio del hombre

Hemos adoptado, sobre todo por comodidad, el título común: «Parábola del hijo pródigo». Pero habría que tener en cuenta otros títulos, más conformes con el mensaje de la parábola y su estruc­tura teológica. Así: «El padre y los dos hijos», «El padre acoge al hijo perdido», «La parábola del amor del padre», o también: «El padre pródigo» (<<pródigo» en el sentido de exagerado, excesivo en el dar perdón y amor).

Con todo queda patente que la figura central de la parábola es la del padre. Pero no se puede tampoco minimizar el papel del hi­jo pródigo. También él es protagonista. En efecto, sus acciones, sus comportamientos son los que permiten poner en evidencia el amor del padre.

A. Maillot defiende que en ninguna otra parábola Jesús ha que­rido hacernos penetrar tan profundamente en el misterio de Dios y en el misterio de la condición humana. Esta parábola, en el fondo,

. es su «última» palabra sobre Dios y también la palabra «última» sobre el hombre.

Se trata de una auténtica joya, tanto desde el punto de vista lite­rario como teológico. Desgraciadamente, nosotros creemos que la conocemos y que la entendemos muy bien. Pero nuestro conoci-

200 Las parábolas de Jesús

miento tiene el peligro de convertirse en desconocimiento por la excesiva superficialidad y ligereza al interpretarla. Por eso, se hace necesario releerla palabra por palabra, sin prisa, detenerse en cada detalle, siguiendo un método lento y analítico, evitando las aproxi­maciones y simplificaciones abusivas, así como la banalidad.

Padre con muchos hijos «únicos»

«Un hombre tenía dos hijos ... ». Y no se parecen nada. Siempre que la Biblia pone en escena a dos hermanos los presenta muy dis­tintos entre sí: por carácter, por temperamento, mentalidad, actitu­des. Comenzando por Abel y Caín. Y después Jacob y Esaú. Lue­go, en el evangelio, aquel que tenía el «sí» fácil, pero cuya espalda se resistía a doblarse, y el otro que dice inmediatamente «no», pe­ro después termina por coger la pala (Mt 21,28-32). Por no hablar de esas dos hermanas, tan distintas, Marta y María (Lc 10,38-42).

Y ahora intentemos conocer a estos dos de la parábola: uno, in­quieto, calavera, disoluto, un poco pillo; el otro, volcado en la ca­sa y trabajo, gran trabajador, fiel, obediente (al menos en aparien­cia) y también un poco frustrado.

Este Padre no logra «hacer» dos hijos perfectamente iguales. No trabaja en serie. Y no es broma, porque estamos hablando de más de seis mil millones de hijos. Y cada uno es un ejemplar úni­co, irrepetible, exclusivo, nunca visto antes. Ninguno debe ser una copia del otro.

Cada uno de nosotros existe ante el Padre con su propio rostro, su nombre, con sus rasgos, sus diferencias. Cada uno de nosotros es amado por el Padre con un amor único, total. Cada uno de no­sotros puede considerarse «hijo único» de este Padre que tiene más de seis mil millones de hijos. Cada uno de nosotros tiene un valor único a los ojos del Padre. Y el Padre tiene debilidad por ca­da uno de nosotros. Dios nos dice a cada uno: «¡Tú eres mi prefe­rido!». Y esta es una verdad profunda.

La parte en vez del todo

«El menor dijo a su padre: 'Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde' ... ».

El hijo pródigo 201

Para la praxis hebrea era una petición casi indecente. La divi­sión de la herencia estando aún vivo el padre sólo se admitía en ca­sos extremos.

Él tiene prisa, no está dispuesto a esperar, quiere gozar de la vi­da inmediatamente. Su actitud y su «insolencia» pueden represen­tar la metáfora del pecador que pretende aprovecharse egoísta­mente de los bienes creados, «consumirlos» separándolos de la relación que los liga a Dios.

Aquí es el hijo quien habla. Más que hablar, pide. Más que pe­dir, reclama, exige. Su tono es áspero, arrogante, descarado. El hi­jo es quien, trastocando el orden, manda al padre. Es incapaz de meterse en la lógica del don, de la dependencia en el amor, hace valer sus propios derechos. Exige percibir inmediatamente la par­te que le toca. El todo del amor no le basta, no le satisface, no sa­be qué hacer con él. Quiere los bienes. El amor no le interesa. Es­tá ávido por tener, poseer, consumir, gozar, por aprovecharse de las cosas al máximo. Rechaza la comunión y elige la huida.

El pecado es un «no» lanzado contra el amor. Pecado es no amar. Mejor, es no dejarse amar. Pecado es la elección de la nada, del vacío, de la inconsistencia, del sinsentido, del fragmento mise­rable. No nos dejemos engañar por las cosas, por el dinero. El pe­cado, a pesar de las apariencias de bienestar, es empobrecimiento.

El hijo es pobre no en el momento de la necesidad y del re­mordimiento, sino sobre todo aquí, cuando pone las manos en su «parte».

Muchas palabras, ninguna explicación

y a nosotros nos gustaría saber por qué. Él habla, habla, levanta la voz, protesta, exige. Pero no da ex­

plicación alguna a sus pretensiones. Aunque quisiera, no sería ca­paz. Es dificil explicar la estupidez, lo absurdo de ciertas opciones. Es imposible justificar que, con el pecado, elegimos la parte peor de nuestra libertad, esa que nos da la posibilidad de hacernos es­clavos, de hacernos daño.

Cuando se abandona la libertad de la casa paterna (<<Ama y haz lo que quieras ... »), que nosotros cambiamos por un cuartelo una prisión sofocante, nos ponemos necesariamente «al servicio» de los placeres más excesivos, de nuestros instintos más burdos, de

202 Las parábolas de Jesús

todas las alienaciones, que se convierten así en nuestros tiranos más despiadados.

y queda sin respuesta aquella pregunta inquietante: «¿Por qué se fue?».

Resultará más fácil explicar por qué ha vuelto. Me hubiera dirigido a él para preguntarle las razones de su des­

contento, de su impaciencia, y le hubiera lanzado esta pregunta: «¿Qué hay?». Y probablemente me hubiera respondido como el soldado de una novela de Bruce Marshall que va a confesarse con el padre Campbell:

-¿Qué no hay? Ya. Qué no hay en la casa, en la comunidad, en la Iglesia. Qué

es lo que falta por mi culpa. Quizás se podrían poner en boca del pródigo estas palabras que

resumen su rebeldía: -Aquí me ahogo. Tiene la impresión de que ya no es él, de que ha perdido su au­

tonomía, no logra realizarse, se ve obligado a moverse en espacios cada vez más restringidos.

Se va, además, por su tontería, también porque alguien le ha envenenado, o por lo menos porque se le ha hecho insoportable el aire de casa. Y tiene la impresión de que se va a ahogar.

Los campos no le bastan. Tampoco los bueyes. Y, mucho me­nos, los ladrillos de la casa. Aunque es hermosa y funcional, y do­tada de todas las comodidades, y a lo mejor está recién restaurada, en esa casa no se encuentra ya a gusto. Se siente aplastado por la mezquindad, por la estrechez, por la rigidez de los que viven allí, por mis ruindades, por mis incoherencias.

Un estilo cristiano sin empuje; un moralismo sin alegría; un es­tar juntos sin amor; una oración sin belleza; una fe sin coraje; una obediencia sin creatividad; una virtud rancia, enmohecida, que traspira tristeza, hosquedad, rigor, inhumanidad; costumbres reli­giosas en las que está ausente la vida; relaciones formales; hipo­cresías varias. No hay que extrañarse de que alguno, de que mu­chos se sientan empujados a aventurarse por los caminos más equivocados.

Antes de condenar al pródigo, tengo que hacer examen de con­ciencia. Cuando alguien marcha lejos, la culpa es también de quien ha hecho irrespirable el aire de casa ...

El hijo pródigo 203

El silencio del padre

«y el padre les repartió el patrimonio ... ». Sin decir ni una pa­labra. En contraste con las palabras del joven, está el silencio del padre. Su silencio es un silencio de amor, respetuoso con la liber­tad del hijo. Acepta el riesgo de esa libertad. Sin libertad no hay amor. Precisamente un doctor de la Iglesia habla del hombre, en el momento de la creación, como «riesgo de Dios».

Sí, se pone triste, pero no se enfada por la petición. Él no pue­de reemplazar la opción del hijo. Nosotros instintivamente nos preguntamos: ¿por qué no le obliga a quedarse?, ¿por qué no cie­rra la puerta con un cerrojo resistente?, ¿por qué no le da una bue­na ración de leña en la espalda, en vez de la parte de la herencia que le «corresponde»?, ¿por qué no lo encierra en una habitación para que reflexione acerca de las consecuencias de su decisión?

La verdadera paternidad es discreción. Y aceptar el riesgo de la libertad. No hay que confundir paternidad con paternalismo. Este último representa la deformación de la paternidad, su caricatura. Pretendiendo proteger, sofoca el crecimiento de la persona, impi­de su maduración y la bloquea en un estadio infantil.

Dice Arturo Paoli: «En el contexto del evangelio, Dios no apa­rece como el padre que cierra la puerta para que los hijos no sal­gan de noche, sino como la luz iluminadora, la misteriosa brújula que orienta al hombre en sus opciones, que no lo abandona en el ejercicio arriesgado de la libertad y que crea nuevas perspectivas de liberación, desquitándose de los epílogos que parecían desas­trosos. El padre sólo puede ayudar siendo un modelo ... ». O tam­bién una nostalgia, un remordimiento.

El padre no necesita partir visiblemente con el hijo. Va con él de una manera escondida, interior, que más tarde desembocará en la nostalgia.

De todos modos, aquel silencio resulta más elocuente que cual­quier lección impartida con palabras, sermones o amenazas ...

Despilfarrador

«A los pocos días, el hijo menor recogió sus cosas, se marchó a un país lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino ... ».

204 Las parábolas de Jesús

La ruptura ya está consumada. Los roces de una convivencia que se ha hecho insoportable habrán durado mucho tiempo. Aho­ra todo se desarrolla en pocos días. Justo el tiempo para liquidar las tierras y el resto del patrimonio. A él le interesa poder disponer inmediatamente del dinero, para poderlo emplear sin dificultades en sus caprichos. Aquí está toda la ligereza y el atolondramiento del hijo menor.

La parábola no especifica cuál es ese «país lejano». Queda in­determinado. Para el joven, debe haber sido el mundo de sus sue­ños, de sus fantasías. De todos modos, se convierte en el lugar de las orgías, el libertinaje y el consiguiente derroche de la herencia.

Hay una inconsciencia primero en juntar y después en disipar. Una misma prisa irreflexiva. Pronto se encuentra sin blanca, com­pletamente arruinado. Como dice F. Bovon, la ruina económica es preludio de una total decadencia de la persona misma. En este ca­so se puede decir que la pérdida del tener determina la pérdida del ser. Así le sucede a quien todo lo orienta exclusivamente hacia el tener. Lo que se había acariciado como una aventura fascinante es­tá desembocando en una serie de desventuras dramáticas.

Pero intentemos captar el sentido profundo de todo esto. El pe­cado es fuga, alejamiento. Se abre una distancia: con relación a Dios, con relación a los otros (los compañeros de francachelas no hacen sino acentuar la soledad, el aislamiento, el extrañamiento de un individuo), en relación a sí mismos.

Pecar significa alejarse del ser propio más verdadero. Pecar significa fallar, no dar en el blanco de la propia vida. Pecar signi­fica elegir la caricatura, la parodia de sí mismo. El pecado no es tanto infringir una norma, sino hacerse mal, dañarse, odiarse.

«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. .. », confesará el pródigo en el camino de vuelta. Tendría que haber añadido: «He pecado contra mí mismo, me he arruinado, me he odiado ... ».

Pecar es también malgastar, derrochar los dones de Dios. El pródigo, que no había apreciado el «bien» de estar con el padre, ahora malgasta locamente los «bienes» que se le han entregado.

y la historia se repite a todos los niveles. Dios ha sido un Padre «pródigo» en sus dones. Nos ha dado una tierra que cuidar, que cultivar, que transformar en un jardín. Y nosotros la hemos con­vertido en un muladar. Nos ha dado el cielo azul, el mar, las mon­tañas. Y nosotros nos empeñamos en envenenar, estropear, conta­minar, saquear todo, hacer irrespirable el aire de todos.

El hijo pródigo 205

En nuestras manos los dones más hermosos se degradan, se co­rrompen, el jardín se convierte en un árido y sucio desierto. No sa­bemos respetar nada, profanamos todo, comenzando por nuestro cuerpo, que debería ser santuario del Dios viviente.

Por no hablar de los otros bienes ... Sí, porque Dios nos ha da­do una interioridad que hay que atender. Y preferimos vivir hacia fuera, divagar, vagabundear, ir lejos, viajar a la búsqueda de emo­ciones siempre nuevas.

Un éxodo al revés

«Cuando lo había gastado todo, sobrevino una gran carestía en aquella comarca, y el muchacho comenzó a padecer necesidad. Entonces fue a servir a casa de un hombre de aquel país, quien le mandó a sus campos a cuidar cerdos».

Las carestías, tanto a gran escala como limitadas a territorios reducidos, eran fenómenos frecuentes en Oriente a causa sobre to­do de la sequía o también de las invasiones de los ejércitos.

Los alegres amigotes de juergas, no pudiendo ya desplumarlo más, se esfuman, y él se encuentra «extraño», experimentando la triste y humillante condición de extranjero. El único empleo que encuentra, para al menos poder sobrevivir, es el de porquero.

De repente se encuentra precipitado al grado más bajo de la es­cala social e incluso de la jerarquía de los criados, porque es sim­plemente un trabajador a jornal, sin ocupación estable'. Además, llega a aceptar el oficio más despreciado por los judíos, dada esa relación con animales considerados «impuros». «Maldito quien cría cerdos» (Baba qamma, 82 b). En la práctica, se ve incluso obli­gado a renegar de su religión. Por tanto, lo máximo de la abyección.

y así, lo que es fruto de un largo amor, es derrochado en poco tiempo. Desaparecen de golpe los espejismos. Se desvanecen los sueños cuando aparece bruscamente la realidad más desagradable. El gruñido de los cerdos ha sustituido a la música y a los bailes. La

1. En una casa con criados, el grado más alto era el de «camarero» que, en cierto sentido, participaba en la vida de familia. Un poco más abajo estaban los sirvientes o ayudantes. Y más abajo aún encontramos a los jornaleros, empleados a jornal, trabajadores temporales y que, por tanto, podían encontrarse sin trabajo de un momento a otro (cf. la parábola de los trabajadores de la viña llamados a distintas horas, Mt 20).

206 Las parábolas de Jesús

ilusión cede el puesto a la más amarga y quemante desilusión. El placer inmediato, perseguido casi con fiereza, ha dejado un sabor de ceniza en la boca.

y las manos se encuentran desoladamente vacías. Y dentro se abre un abismo de desolación. Los compañeros de jaranas te han dado la espalda. Encuentras un montón de puertas cerradas cuan­do en el bolsillo no te queda ni la calderilla.

Lo que parecía un camino triunfal de liberación ha terminado en un éxodo al revés. El «país lejano», la tierra prometida de todas las delicias, se ha convertido en tierra de esclavitud. Pretendías rea­lizarte a ti mismo independientemente del Padre, es más, contra él. Querías afirmarte a toda costa. Reivindicar tu autonomía absoluta. Hacer tu camino, en vez de permanecer aprisionado en el patio de tu casa. Y has sufrido el más clamoroso fracaso.

Empachado de bellotas

«Habría deseado llenar su estómago con las bellotas que co­mían los cerdos, pero nadie se las daba». Se trate de bellotas o de algarrobas, poco importa. El muchacho ha tocado de verdad el fondo del abismo. Llega hasta a disputarles a los cerdos la comida. Literalmente el texto suena así: «Ansiaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos».

Todavía hoyes posible encontrar algarrobas en los coloridos y olorosos mercados de Oriente medio. No son especialmente sa­brosas, y se utilizan sobre todo como forraje para los animales.

Hay que subrayar ese dramático «nadie se las daba». Es la ex­periencia, primero, de la soledad más desconsoladora, y segundo, de la total falta de solidaridad.

Así pues, el hambre, pero también y sobre todo el vacío que co­rroe por dentro, cuyos mordiscos se sienten todavía más atroz­mente que los del hambre. Los ídolos te sonríen cuando todo va bien, cuando vives en la irreflexión. Pero no puedes contar con ellos cuando pides algo para saciar tu verdadera hambre. Te guiñan el ojo seductores cuando quieren pedirte algo. Pero gruñen hosti­les cuando les pides algo, movido por un estado de necesidad.

Dan ganas de rezar así: «Te doy gracias, Señor, por las bellotas que devoro en el 'país lejano', porque dentro se desencadena en mí la nostalgia de la casa paterna. Te estoy agradecido porque me das

El hijo pródigo 207

la gracia de descubrir, de ver el pecado, de medir las distancias, de caer en la cuenta de las estupideces. Porque, antes del don del abrazo en el momento del encuentro, me has dado la gracia de no poder prescindir de ti.

Sí, Señor, quiero alabarte por mis limitaciones, por lo que me falta, por lo inacabado, por la miseria gracias a la cual mi existen­cia se estimula para tocar la plenitud de la gracia y de la verdad.

Te bendigo porque has imprimido en mi carne, con la marca del fuego, el sello que grita mi pertenencia a ti y delata que mi ca­sa está junto a ti. Solamente ese sello incandescente que llevo den­tro puede empujarme hacia ti.

y así descubro que precisamente la libertad me obliga a volver. La libertad suprema del amor, la libertad de quien no quiere morir de hambre y sed, la libertad de quien no puede prescindir del Otro, la libertad que me obliga a buscarte con desesperada esperanza.

Señor, te doy gracias por el vacío abisal excavado dentro de mí. Ese vacío lo has creado tú. Sólo tú puedes ser capaz de esto. Y consiguientemente, después de esta primera gracia estás obligado a dar a manos llenas para colmarlo» ...

El viaje más largo

«Entonces recapacitó y se dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi pa­dre tienen pan de sobra, mientras que yo aquí me muero de ham­bre! Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamar­me hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros'».

El primer pensamiento no se dirige al padre, sino a los criados de la casa de su padre. Él se compara con los <~ornaleros». Ya no se reconoce como hijo, es más, ni siquiera logra imaginarse como tal. Cree que ha perdido definitivamente el estatus de hijo. Se sien­te inexorablemente desclasado. Ya el punto de referencia son los criados. Su relación con el padre ya sólo puede ser la que se esta­blece entre un criado y el amo.

«Recapacitó». Había estado como «fuera de sí» atolondrado enajenado por la búsqueda del goce, por el placer desenfrenado: Ahora el hambre y el sufrimiento lo llevan a «recapacitar»; a en­trar dentro de sÍ. Literalmente habría que traducir: «Yendo hacia sí mismo ... ».

208 Las parábolas de Jesús

El viaje más largo no es el que el pródigo ha hecho para volver a casa, sino el que le ha obligado a entrar en sí mismo, a reflexio­nar, a reconocer los propios errores. Después del aturdimiento, la ofuscación (el pecado es oscuridad, obnubilación), llega finalmen­te el momento de la claridad. Después de tantas mentiras, engaños e ilusiones, llega el momento de la sinceridad.

El pródigo emprende el camino de vuelta después de «recapa­citar». Cae en la cuenta de que entre las manos aprieta miserables algarrobas y que para conseguirlas, entre otras cosas, tiene que competir con los cerdos.

Advierte el riesgo que corre: «Yo aquí me muero de hambre». y uno se puede morir de hambre incluso con el estómago lleno, cuando el alimento no es el adecuado, cuando lo que está desnu­trido es el espíritu, cuando se ha perdido el sentido de la vida.

Se hace consciente de que ese camino no lleva a ninguna parte; que cuanto más se aleja, más se siente esclavo; que la desilusión aumenta hasta alcanzar la desesperación cuando se empeña en per­seguir espejismos y cosas efimeras; que el agua apta para satisfa­cer su sed más profunda ciertamente no la puede encontrar en aquel «país lejano». Allí no encuentra sino «aljibes agrietados que no retienen el agua» (Jr 2, 13).

Se hace necesario un acto de descarnada sinceridad: «He peca­do». O sea, me he engañado, me he equivocado de camino. No só­lo he derrochado los bienes recibidos, sino que estoy destrozando la vida misma. He tirado la vida ...

El grito liberador

Volvamos al grito liberador salido de la boca del pródigo antes de tomar el camino de vuelta: «Yo aquí me muero de hambre».

Convertirse significa, ante todo, reconocer la propia hambre verdadera. Advertirla, admitirla, sobre todo cuando uno se deba­te ... en la abundancia. La peor de las carestías.

Me arrepiento si encuentro el coraje de confesar, entrando en mí mismo (porque el «país lejano» es el que me hace vivir lejos de mí), que me falta algo. Especialmente cuando -a diferencia del pródigo-- tengo todo. En efecto, el tener todo, el permitirse todo, es lo que esconde con frecuencia lo que me falta, lo que me haría vi­vir como hombre, como cristiano, como persona libre.

El hijo pródigo 209

«Estaba muerto»: este es el diagnóstico del padre frente a esa experiencia. Uno muere cuando se siente incapaz de entender lo que hace vivir. Aunque se empeñe en hincarles el diente, uno tras otro, a los frutos envenenados de siempre.

y entonces hay que realizar un cambio de sentido (no prohibi­do, es más, obligatorio según el código cristiano, que llama a tal maniobra conversión). No, no se trata de «volver hacia atrás» ton­tamente. El Padre espera a los que «vuelven hacia delante».

Es verdad que al pródigo, al menos en el primer momento del cambio de conducta, no se le puede considerar como un modelo perfecto de arrepentimiento. Lo que hace es comparar su condi­ción miserable con la de los criados de la casa de su padre. Pero, al menos, se reconoce culpable, confiesa que ha pecado contra el cie­lo (paráfrasis para indicar a Dios). Admite, después de lo que ha hecho, que ya no tiene derecho al título de hijo. Y ya no va a rei­vindicar de nuevo otra parte de la herencia, sino que está dispues­to a ganarse la vida trabajando como un criado. Y mucho menos alega justificaciones facilonas, ni invoca circunstancias atenuan­tes: su juventud, su inexperiencia, las malas compañías, los even­tuales agravios sufridos por parte del hermano mayor.

Hay que reconocer también que aquí se inserta un elemento nuevo respecto a las dos parábolas anteriores. La oveja que se ha­bía alejado del recinto y la moneda perdida aparecían exclusiva­mente como objeto de búsqueda, desempeñaban un papel pasivo, se han limitado a «dejarse encontrar». Sin embargo, aquí el mu­chacho calavera asume la iniciativa, se convierte en sujeto, si bien no es el protagonista principal de la peripecia. Pero hay que tener presente que también el padre actúa: al menos, en el nivel del re­cuerdo. Y, por tanto, también el padre asume un papel esencial en la recuperación del hijo.

Todo esto lo resume así un conocido biblista: «En las parábolas de la oveja y de la moneda, el hombre perdido es el objeto de la búsqueda emprendida por Dios y por el Salvador. Sin embargo, en nuestra parábola, la salvación perdida viene a ser el objeto de la búsqueda por parte de los hombres. Esta inversión de los objetos y los sujetos hay que comprenderla en una perspectiva añadida y no exclusiva. La misma parábola invita a realizar la siguiente aproxi­mación: el hombre encuentra la salvación cuando es Dios quien se convierte en autor de la búsqueda, o sea, cuando el padre encuen­tra y rehabilita a su hijo» (E Bovon).

210 Las parábolas de Jesús

En camino hacia el padre

«Se puso en camino y se fue a casa de su padre». No importa la distancia recorrida. Ha tocado fondo. Para él la conversión, antes que cambio de ruta, es deseo de remontar, deseo de salir de aquel abismo, de alejarse de aquel cenagal en el que se está hundiendo.

Y el evangelio no dice que haya emprendido el camino hacia casa, sino hacia «alguien» que está en el centro de la casa: « ... se fue a casa de su padre». Esta postura recuerda a Pedro, «tentado» de irse, provocado en este sentido por el mismo Jesús: «Señor, ¿a quién iremos?» (Jn 6, 68). No «¿adónde?», sino «¿a quién?».

Antes, seguramente había considerado a su padre como enemi­go de su autonomía, como quien le impedía realizarse, ser libre.

Ahora, después de la experiencia de las bellotas (y de las pros­titutas), intuye que el padre es el garante de su libertad, autor de su maduración. Que sólo puede ser él mismo en la medida en que es­tá en comunión con él.

La vista y las entrañas

«Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro». Nos encontramos en el corazón de la parábola. La escena presenta, en el fondo, a un personaje todavía indeterminado, difuminado (<<cuando aún estaba lejos ... »). Aquel que se divisa en el horizonte puede ser un mendi­go andrajoso. Y en realidad es alguien que viene a mendigar algo, un puesto en el servicio. Pero la figura del padre, casi de improvi­so, se sitúa en primer plano, muy nítida. En seguida el hijo, que se ha puesto en camino para venir a buscar el pan, se encuentra cara a cara con el padre. Ese amor que antes ha dejado de lado, que no le ha parecido importante, ahora se convierte en lo principal.

«Lo vio ... ». No es aventurado afirmar que lo vio, antes que con los ojos, con el corazón.

«Conmovido ... ». Se podría traducir, más literalmente: «Toca­do en las entrañas». Se trata de un sentimiento materno. Sufri­miento y amor al mismo tiempo. Tampoco sería aventurado pensar en los dolores de parto. Aquí el padre da de nuevo a luz, a través de la acogida y del perdón, al hijo, lo restituye a la vida (<<Estaba muerto ... »).

El hijo pródigo 211

Es el mismo sentimiento que tiene Jesús al considerar a las multitudes como ovejas sin pastor (Mt 9,36), al ver a la gente que lo sigue (Mt 14, 14), al encontrarse una vez más a la multitud que, ansiosa de escuchar su palabra, se olvida del alimento (Mt 15,32). Es algo más que la simple compasión o piedad, tal como la. enten­demos nosotros: una especie de apretón en el corazón, tan mtenso y hasta violento como grande es su sensibilidad. Perturbación, emoción fuerte.

Es el sentimiento que «agarra» a Jesús, es su encontrarse mal ante la viuda de Naím (Lc 7, 13).

Es el sentimiento que Jesús mismo atribuye al samaritano y que se convierte en móvil de su intervención con el herido (Lc 10,33).

Es el sentimiento que determina el increíble acto de gracia del rey ante el siervo deudor insolvente (Mt 18,27).

Y volvemos a encontrar la misma expresión para describir 10 que siente Jesús cuando se encuentra ante los dos ciegos de Jericó (Mt 20,34) o ante el leproso (Mc 1,41).

Es el mismo amor que Dios manifiesta por el mundo, envián-dole al Salvador (Lc 1, 78).

Pablo mismo dirá: «Dios es testigo de lo entrañablemente que os quiero a todos vosotros en Cristo Jesús» (Flp 1, 8).

Y, naturalmente, este tipo de amor es el que los cristianos de­ben hacer suyo para ser discípulos del Maestro (Col 3, 12).

En el evangelio de Lucas, el verbo «conmoverse», «ser tocado en las entrañas» está siempre relacionado con «ver». Como para indicar que no puede darse un ver desentendido, indiferente. Si uno ve «bien», necesariamente siente un apretón en el corazón, o mejor, en las entrañas.

«Lo vio ... ». ¿A quién ve? No a un pecador, a un canalla, a un derrochador, a un ingrato, a uno que le ha ofendido. «Ve» exclusi­vamente a un hijo.

«Salió corriendo a su encuentro». Es, sin duda -como dice D. Buzy- el rasgo más humano de la parábola. Este padre que se pre­cipita ... Se podría haber limitado a «ver», a estar seguro de su vuelta. Y después retirarse y esperar a que el pródigo se presente ante él, posiblemente para soltarle una solemne reprimen?a. No, este padre no logra de ninguna manera disimular y ni siqmera de­tener los propios sentimientos. Corre, se lanza hacia el hijo... .

No, esta carrera del padre no nos la habríamos esperado de nm­guna manera. Va más allá de cualquier previsión «razonable».

212 Las parábolas de Jesús

«Imaginarse la escena es difícil: su 'carga', incluso patética, es notable. En esta 'carrera' hay toda la impaciencia de un corazón que quiere apresurar el momento del encuentro. ¡Un hacendado ri­co, lleno de autoridad, envuelto además en aquel halo de majestad que compete a cualquier personaje oriental, que se pone a correr por el camino! '¡ Está loco! ' , habrán exclamado sus criados. Y algo parecido habrá sido el primer pensamiento del hijo viendo cómo su padre se le echaba encima, con tanta vehemencia» (M. Castelli).

Tampoco el padre se ha quedado en casa

Parece que el padre se ha quedado simplemente en casa limi­tándose a esperar al hijo escapado, a escrutar de vez en cuando el horizonte. En realidad, la casa paterna deja de existir desde el mo­mento en que el hijo, ese mal sujeto, se ha marchado. La casa pa­terna está donde está el corazón del padre. Ahora, el corazón del padre se ha ido lejos.

Pensándolo bien, ha caminado más el padre que el hijo. El amor no se resigna a las distancias, a la separación. El amor es una reali­dad dinámica, no estática. El amor no se identifica con las paredes. Ni se limita a guardar las piedras, las cosas, ni tampoco a hacer fun­cionar la hacienda. El amor está siempre en movimiento, siempre se anticipa, asume constantemente la iniciativa, no se cierra en una espera entristecida, enojada y desdeñosa. Los pasos del perdón lle­gan mucho más lejos que la distancia interpuesta por la ruptura.

Dios no se resigna a la pérdida del pecador. Lo espía, lo sigue, lo busca tenazmente, lo atormenta, no le da tregua. Pascal hace decir a Dios: «No me buscarías si no me hubieses encontrado». Quizás fue­ra mejor decir: «No me buscarías si yo no te hubiese encontrado».

Y G. K. Chesterton sostiene que Dios es el que ha capturado al hijo pródigo «con un anzuelo invisible y con un sedal invisible, que es lo suficientemente largo para dejarlo vagar hasta los confines del mundo, pero para, al final, atraerlo con un solo tirón del hilo».

Encadenado por un abrazo

«Lo abrazó y lo cubrió de besos». Casi se tiene la impresión de que el padre, en el impulso de la carrera, cae encima del hijo y lo

El hijo pródigo 213

aprieta fuerte en un abrazo para no caerse. No dice ni una palabra, se confía al lenguaje de los besos. Besos repetidos. En efecto, el verbo significa «besar con ternura», «acariciar». Esos besos, más que expresar perdón, expresan amor. Es más, gratitud. Parece que el padre, en vez de decir al hijo: «Te perdono», le dice: «¡Gra­cias!». Y así el muchacho tunante, antes de probar la carne del ter­nero cebado, gusta algunas exquisiteces que no tienen nada que ver con la boca: el abrazo del padre, sus besos, su acogida, su ternura.

Después que se ha dejado llevar de estos gestos, el padre ya no podrá transformarse en juez. Se ha descubierto en su debilidad. Ya no logrará ser duro, neutral, inexorable, desapegado.

Por otra parte, el abrazo y los besos, unidos al arrepentimiento del hijo, resultan más eficaces que cualquier lectura de un artícu­lo de la ley. El abrazo y los besos encadenarán al hijo de ahora en adelante a sus responsabilidades: la responsabilidad de quien se siente amado, a pesar de las tonterías cometidas.

Luego, el banquete y la fiesta borrarán el recuerdo del «país le­jano» y de las alegrías frívolas a las que el pródigo se había con­denado (los «placeres forzados» son lo equivalente a los «trabajos forzados» impuestos a los judíos durante el periodo de esclavitud en Egipto). No basta con predicar la conversión. Es necesario pre­parar la vuelta, asegurarse de que la casa resulte acogedora y de que sobre la mesa estén los frutos del amor, la confianza y el res­peto, mejores que las bellotas.

Sí, no basta con condenar a las bellotas arrancadas al gruñido de los cerdos. Una casa digna de este nombre tiene que ser una «casa de promisión», de modo que pueda ofrecer productos, sig­nos, que sacien el hambre de quien por poco se muere a causa de un alimento equivocado.

La confesión

Y en ese momento el hijo suelta su discurso: «Padre, he peca­do contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tu­yo ... ». Son las palabras que había preparado antes, pero el padre trunca la frase. Y, sin embargo, esas palabras adquieren aquí una tonalidad totalmente distinta. Se tiene la impresión de que sola­mente ahora son de verdad sentidas, sinceras. Porque sólo ahora el hijo se ha convertido. Convertido por aquel abrazo y por aquellos

214 Las parábolas de Jesús

besos. Antes lo que le hacía hablar era la experiencia del hambre. Ahora es la experiencia de la ternura de la que ha sido objeto.

y entonces la confesión se hace creíble, porque nace del cora­zón y está motivada por el amor. No viene determinada simple­mente por la conciencia de haber infringido una ley.

Sólo descubro mi pecado cuando me pongo no delante de un código, sino frente al amor de Dios. El verdadero arrepentimiento no es el que nos hace consumirnos en el remordimiento, sino el que nos hace redescubrir al Padre. En el momento de su arrepenti­miento, el pródigo, en el fondo, lloraba por sus desgracias, deplo­raba sus desventuras. Ahora llora porque descubre que ha pisotea­do un amor enorme. Podemos también afirmar que esa confesión se ha transformado: de servil se ha vuelto filial.

Comenta D. M. Turoldo: «Sabe que ha marchado cargado con todo el esplendor de su origen, ahora vuelve con las señales del más grande envilecimiento: con los harapos de un porquero que vuelve. Y sin embargo, es más grande; de nuevo comienza a res­plandecer y a levantarse en toda su estatura. Ya no le detiene ni sombra de orgullo ni sentimiento de miedo, incluso está dispuesto a confesar públicamente su pecado. Pero una confesión que el mis­mo padre impedirá, para no añadir humillación a humillación».

La alegría de ser esperado

«Pero el padre dijo a sus criados: 'Traed en seguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y san­dalias en los pies'». El padre trunca la confesión del hijo. No le in­teresan sus palabras, sino su presencia. Ahora está totalmente em­bargado por aquella presencia reencontrada. El muchacho pensaba que tenía que conmover al padre. Para eso había preparado su dis­cursillo. «Pero» lo interrumpió inmediatamente.

La casa no cuenta con una celda de castigo, sino con una sala de música y de baile. Y el hijo, que se hubiera contentado con ser acogido y «reparar» las tonterías y los desastres producidos con un trabajo de criado, descubre que el padre, más que esperar al her­mano que va a volver del campo, le esperaba precisamente a él, que volvía de su vida licenciosa. Es la sorpresa más grande e im­previsible. La alegría de ser esperado. El descubrimiento de que el padre nunca ha dejado de amarlo.

El hijo pródigo 215

Tenía motivos para pensar que el padre ya no querría saber na­da de él, después de aquella estúpida y loca aventura, que no so­portaría aquellas calaveradas. Sin embargo, cae en la cuenta de que el padre no soporta su ausencia, ya no puede aguantar más su lejanía (<<En seguida ... »).

Obviamente, se siente bien con el hijo que regresa después de la jornada de trabajo en los campos (<<Tú estás siempre conmi­go ... »). Pero él necesita también y sobre todo a ese que ha derro­chado todo. Ese padre se siente padre no cuando puede elaborar informes de buena conducta, otorgar premios de obediencia y de rendimiento en el trabajo, extender certificados de eficacia, sino cuando logra encontrar al que «estaba perdido».

Ningún juicio, ni siquiera para absolver o para conceder quizás la «libertad vigilada», los «arrestos domiciliarios» o un periodo de prueba bajo la vigilancia de un asistente social, para exigir una adecuada indemnización, para reclamar una reparación.

Este padre no tiene en reserva el castigo y tampoco el reproche, sino el abrazo, el beso, la fiesta.

Las señales de la dignidad reencontrada

«Traed en seguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle tam­bién un anillo en la mano y sandalias en los pies». No se dirige di­rectamente al hijo. Habla a los otros. La única preocupación del padre es la de restituir al pródigo la dignidad de su condición de hijo. Incluso parece que le deba algo por la alegría que la ha pro-

ducido su vuelta. Hay un evidente contraste entre el mejor vestido y los trapos

que trae encima el muchacho. Seguro que ese vestido ni siquier~ se lo había puesto antes de abandonar la casa paterna. Es el vestIdo reservado para el huésped ilustre, para el personaje excepcional.

Los estudiosos tienen distintas explicaciones: puede ser el ves­tido más elegante (el «primero»), para indicar que el hijo no es acogido como un sirviente, sino como un huésped importante. O también puede ser el vestido que el padre ha repuesto y guardado después de la marcha del hijo. De cualquier manera, el simbolismo del vestido en la Biblia es muy variad02

2. ef. E. Haulotte, Symbolique du vetement selon la Bible, Paris 1966.

216 Las parábolas de Jesús

El anillo, más que adorno, es señal de nobleza. Símbolo de po­der y autoridad. Con frecuencia sirve de sello para autentificar do­cumentos.

Las sandalias en los pies también son señales de distinción. En Oriente sólo las calzaban los ricos. La mayor parte de la gente, por pobreza o por el clima o por mayor libertad de movimiento en los trabajos agrícolas, iban descalzos. Un lujo, en una palabra.

Al contrario de los huéspedes, que al entrar en casa se quitaban el calzado, al pródigo se lo ponen. Parece que caminar con lo pies calzados en un terreno o en una casa significaba toma de posesión.

De todos modos, la triple entrega (vestido, anillo y sandalias) indica que el hijo no es acogido como un jornalero, sino como un hijo, con todos los honores. Es un huésped importante. Entre otras cosas, esos son signos que distinguen al hombre libre. Así el hijo es reintegrado, sin sombra de duda, en el ámbito familiar.

En este caso, ya no hay razón para buscar ulteriores y discu­tibles -aunque piadosos- significados alegóricos. Los signos re­sultan muy transparentes. De todas maneras, el vestido magnífico está relacionado en Oriente con un banquete suntuoso, que se pre­paraba habitualmente cuando se pretendía honrar a un huésped, re­conociéndole un carácter sagrado o incluso divino (cf. Gn 8).

El «ternero cebado» es el que se mata después que se le ha re­servado para las grandes ocasiones (sería el equivalente a nuestras botellas de vino añejo conservadas en la bodega ... ).

Hay que suponer que los invitados van a ser numerosos. Y así el padre, lejos de esconder al hijo, que podría ser objeto de ver­güenza, una mancha en la honorabilidad de la familia, no duda en exhibirlo ante los amigos. Así pues, el pródigo ha recuperado el estatus de hijo y tienen que saberlo todos.

Dios no acepta ser empobrecido

«Celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encon­trado. Y se pusieron a celebrar la fiesta».

La antítesis, respecto de la oveja y de la moneda, era: perdida­reencontrada. Aquí, tratándose de un individuo, es así: muerto­vuelto a la vida. Después añadirá: perdido-encontrado. Pecado equivale a muerte. Conversión equivale a vida. La partida del jo-

El hijo pródigo 217

ven, su ruptura con el padre, significa muerte. Esta es la razón de por qué la fiesta que se prepara parece celebrar, más que la vuel­ta, la resurrección del hijo.

Los fariseos y escribas que estaban escuchando no veían más que la indignidad del hijo. Y Jesús no discute con ellos la conduc­ta del hijo. Simplemente quiere ilustrar el amor infinito del Padre.

«y se pusieron a celebrar la fiesta». Dios es pobre, pero tiene un patrimonio precioso: el ser humano. Por eso no quiere que se pierda. Lo que para nosotros pudiera parecer una pérdida irrele­vante, casi ventajosa para la tranquilidad de la casa, en su corazón provoca una laceración dolorosísima que sólo puede recomponer­se con la recuperación de aquel. .. miserable tesoro.

El hombre puede cansarse de ser hijo y de comportarse como tal. Pero Dios no se cansa de ser Padre, a pesar de todas las desilu­siones que le infligen los hijos.

El Padre no se contenta con estar en la casa atiborrada de todo -incluidas las virtuosas prestaciones del hijo mayor- hojeando el álbum de familia. La casa le parece vacía, porque falta un hijo.

El Padre no suspira satisfecho porque se ha librado de un inso­portable holgazán. Se vuelve loco de alegría y obliga a todos a ha­cer fiesta cuando se dibuja en el horizonte el perfil del calavera.

Restitución

Cuando vamos a confesarnos, tenemos que recordar que reci­bimos un don desmesurado de parte de Dios (el hijo que vuelve ya no consigue cosas. Ya las ha tenido y las ha dilapidado. Recibe, además de los signos de la dignidad recuperada, una invitación pa­ra la fiesta. Todas estas cosas son mucho más importantes que el lío que armó en el momento de irse).

Pero debemos también convencernos de que restituimos a Dios algo que le habíamos quitado, algo que él espera: nuestra comu­nión con él. En el fondo, también Dios recibe de nosotros algo pre­cioso, nuestra vuelta, nuestra conversión.

Confesarse significa recibir y dar. Acoger y restituir. La alegría es también la de Dios, es más, sobre todo la suya. Sin embargo, muchos cristianos, sin excluir a las personas religiosas, salen como enfadados del confesionario, olvidando que han recibido una «sen­tencia de fiesta».

218 Las parábolas de Jesús

No es exacto decir que llevamos a Dios nuestros pecados. No. Le devolvemos nuestra presencia, la posibilidad de la fiesta, la po­sibilidad de ser un Padre «enriquecido» (o al menos ya no empo­brecido) por un hijo.

Cuando el pródigo, al volver, intenta detallar sus villanías, el padre ni siquiera lo escucha. No le interesa. Lo que le urge es que el hijo desdichado entre «como hijo» en casa. No le pide cuentas de adónde han ido a parar los dineros. El derrochador ha traído consigo el tesoro más precioso: la capacidad, el deseo de «ser».

La fiesta interrumpida

«Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando vino y se acercó a la casa, al oír la música y los cantos, llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba. El criado le dijo: 'Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha re­cobrado sano'».

También entra en escena, en la parábola, el hermano mayor. Desde el principio sabíamos de su existencia (<<Un hombre tenía dos hijos ... »), pero hasta ahora su figura había quedado en la som­bra. No se dice nada de su reacción en el momento de la marcha de su hermano. Ahora, cuando «se acerca a la casa» y oye la música, se destaca su reacción rabiosa por la vuelta de aquel malvado.

Pregunta a un criado y este le informa sobre lo sucedido con una narración concisa, totalmente centrada en el comportamiento del padre. El criado no opina, se limita a referir. Quizás vislumbra la cÓl,era del hermano mayor y no quiere ser él el primer blanco.

«El se enfadó y no quería entrar». Literalmente: «Montó en có­lera». O sea, está furioso. Rabia, celos, indignación componen una mezcla explosiva que dentro de unos momentos explotará en la ca­ra del padre. Hasta ahora se sentía como el amo incontrovertible e.l único heredero legítimo. y mira por cuánto se topa con aquel slllvergüenza que ha echado puñados de fango en el blasón de la familia. Él ya lo había dado definitivamente por «muerto». Su suerte no le interesa en absoluto.

: la contrariedad estaría también determinada por el orgullo hendo: el padre, antes de preparar aquella fiesta «inoportuna», al menos debería haberle preguntado, haberle pedido su parecer. Por el contrario, ha hecho lo que le ha salido de las narices (del cora-

El hijo pródigo 219

zón ... ). Ah, ciertos <<justos» que pretenden ser los consejeros pru­dentes de Dios, para impedirle ciertas debilidades peligrosas ...

Pero hay que tener en cuenta que el mayor solamente piensa en sí mismo (nuevos problemas de herencia, y también de convenien­cia; injusticia padecida; frustración por una fidelidad que no ha si­do debidamente compensada ... ). No consigue ponerse de parte del padre, comprender sus sentimientos.

Un padre que suplica

«Su padre salió a persuadirlo ... ». Podía haber hecho valer su autoridad, o quizás ponerse a discutir con él. Sin embargo, prefie­re <<jugarse» su prestigio y no duda en «rogarle», suplicarle. En vez de apelar a la razón, prefiere hacer una llamada al corazón.

No le pide que obedezca, que acepte sus órdenes, que se ponga a su nivel. Le suplica que «entre», o sea, que participe en la fiesta, que comparta su alegría. Con otras palabras: le suplica que «entre» en la lógica del amor y del perdón. En el fondo, no es sólo ahora cuando este queda clavado en el umbral de la casa. Su postura ac­tual demuestra que desde siempre ha estado «en el umbral» ... ¡Qué lección para escribas y fariseos! Y también para nosotro~.

«Pero el hijo le contestó: 'Hace ya muchos años que te SIrvo sin desobedecer jamás tus órdenes ... '». Es un confiteor al revés. El hijo mayor ensarta el confiteor de sus méritos, la letanía de sus virtudes. 1. Dupont subraya que la presentación de la fidelidad del hijo mayor corresponde perfectamente al ideal religioso de escri­bas y fariseos, basado en una obediencia ciega a la Torá, u~a a~e~­ción escrupulosa (yo diría «desatinada») para no trasgredIr III SI­quiera uno de sus muchos preceptos.

Además, el verbo «servir» en la Biblia se utiliza también para indicar el servicio prestado a Dios. Sin embargo, aquí evidente­mente se trata de un trabajo cargante, desempeñado sin amor, del que está ausente toda idea de gratuidad.

«y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos». Después del confiteor de los méritos, viene el capítulo de las reivindicaciones, el desahogo de las frustraciones y de los de­seos reprimidos. Aquí explota todo lo que se ha llevado dentro du­rante demasiado tiempo: un cabrito ... (además, ¡quién sabe si lo pidió alguna vez!).

220 Las parábolas de Jesús

.. Hay circunstancias en que ciertos monumentos de irreprocha­blhdad y de servicio irreprensible se resquebrajan, y bajo la fa­chada de «honorabilidad» aparecen mezquindades inimaginables.

«~ero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con p.rostltutas, y le matas el ternero cebado». Aquí el mayor mani­fiesta todo su desprecio hacia el hermano, con quien ha roto toda relación (<<ese hijo tuyo ... »), y también su desaprobación por la conducta del padre, acusado veladamente de premiar el vicio e ig­norar la virtud.

El ternero cebado y un cabrito negado: he ahí el campo mise­rable ~n ~ue se mue~~ la lógica, se devanan los pensamientos y los resenbmlentos del hiJo mayor. No logra situarse en otro plano.

«Pero ~I padre le respondió: 'Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mIO es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida es­taba perdido y ha sido encontrado'». El padre no adopta un ;ono se~~ro. Prefiere el del amor, e incluso el de la ternura (la palabra «hIJo» expresa toda la ternura del padre hacia quien ha engendra­do). La respuesta, pues, está toda llena de dulzura y de afecto.

<;T~ estás s.ie~pre ?onmigo ... »: «Es~ar co.n», en una perspecti­va blbhca, no Indica solo la cercama fisICa, SInO una comunión de amor, una consonancia de sentimientos. , .«Todo lo mío es tuyo ... ». El padre, desde un punto de vistaju­

ndlco, ha ~onservado la propiedad de los bienes, que el mayor só­lo heredara a I.a muerte del padre. Pero, como vive con él, prácti­camente ya dls~one de ellos. Sin embargo, quizás no hay que quedarse exclUSivamente en el plano jurídico, sino elevarse a una dimensión humana. El amor que media entre padre e hijo implica que t~?gan todo en común (y no sólo los bienes). Es como si el pa­dre diJese: «Desde el momento que tú tienes todo en común con­mig?, ~por qué ~o aceptas tener en común también mi alegría, mis SentImientos, mi acogida, mi perdón, mi generosidad?».

«Pero era necesario alegrarnos y hacer fiesta, porque este her­~ano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha Sido encon~rado». «Era necesario»: el padre usa la forma imperso­nal. No qUiere culpabilizar al hijo, sino hacerle comprender que la fiesta es un imperativo absoluto.

. «Hace~ fiesta» indica la alegría bullanguera, la alegría exterior, ~nc~uso elJaleo propio del banquete. «Alegrarse», por el contrario, Indica el gozo del corazón, la alegría interior.

El hijo pródigo 221

El padre, además de no transigir en lo referente a la necesidad de la fiesta, vuelve a poner a cada miembro de la familia en su si­tio. No quiere ser el padre de un hijo por un lado y de otro hijo por otro lado. Es padre de dos hijos, igual y tiernamente amados. Y por tanto estos dos hijos se han de considerar hermanos. A «~ste hijo tuyo» replica con «este hermano tuyo». No hace preferenCias. y así como ha encadenado al pródigo con un abrazo, querría que, a su vez, el mayor se decidiese a abrazar al hermano «resucitado».

Sólo hay un amor del padre. Y este amor debería envolver tam­bién a los dos hermanos. Si uno de los dos se sustrae al amor del otro, quiere decir que se sustrae al amor paterno, 10 rechaza.

No basta organizar la fiesta: se exige un corazón en fiesta

Como ya hemos dicho, las tres parábolas del «hallazgo» que componen el capítulo 15 de Lucas terminan con una explosión de alegría incontenible. La fiesta es la conclusión de las tres aventuras.

Es importante que todos se sientan implicados en esta fiesta: «Alegraos conmigo ... ». La alegría del encuentro es compartida por todos sin reservas.

La única fiesta que queda suspendida es precisamente esta úl­tima. Frente a las quejas resentidas del hijo -totalmente entregado a la casa, al trabajo y al respeto a los reglamentos-los preparativos del padre se interrumpen, se suspenden los bailes, cesa la música, se callan los coros.

El padre ha podido prever el ternero cebado, el anillo, la túni­ca de lujo, las sandalias ... Pero no ha podido prever la acogida del hermano mayor. Esto no estaba a su alcance.

El padre respeta la libertad de todos. Como respetó la decisión del menor que abandonaba la casa, así no pretende forzar la liber­tad del mayor «plantado» en el umbral.

Sin embargo, qué hermoso hubiera sido poder ofrecer, como el regalo más preciado de los festejos, también el corazón lleno de alegría del hermano mayor. Un corazón dilatado por la bondad, por la magnanimidad, por el perdón, y no entumecido por la mez­quindad, por las quejas, por las recriminaciones. Desgraciadamen­te, de esto no podía disponer.

¿ y tú, escriba y fariseo? ¿Te animas a poner a disposición un «corazón de fiesta» para que la casa resulte acogedora?

222 Las parábolas de Jesús

¿Cuándo llegará la conclusión?

En la parábola falta la conclusión, el «final feliz». Solamente llegará cuando suceda el acontecimiento sensacional de la conver­sión del hijo mayor. Sí, de ese que quedó fuera. Ese que se consi­dera en su sitio.

El mayor es un frío calculador, un triste burócrata de la virtud, sin un brillo de vida, de alegría, de espontaneidad. Su perfección es funcional, sin alma, sin creatividad. Excesivamente complacida y exhibida para ser estimable. Su virtud está enmohecida, una vir­tud que huele, una virtud con mal aliento. La virtud, por el contra­rio, debería ser como una planta lozana, rica de brotes, de hojas, de perfumes, que te proporciona alegría de vivir, de experimentar ...

Una virtud no tiene nada que ver con el tedio, con la cansina repetitividad, con ahogar la naturalidad, con la momificación de la persona, con la esterilización de los sentimientos. La virtud debe relacionarse con la vida, la fraternidad, la amistad, la sonrisa, la acogida del más débil, la alegría e incluso el orgullo de aparecer junto al más andrajoso. La virtud que se separa de la fiesta, se se­para también del Padre.

No sólo hay un abismo entre el hijo mayor y su hermano cala­vera (mejor, el hijo de su padre ... ), sino, sobre todo, entre su men­talidad y la del padre. No olvidemos que los dos se expresan con un lenguaje completamente opuesto. Aquel habla de terneros, ca­bras, bienes, lo justo y lo injusto. El otro habla de persona reen­contrada, resucitada. El mayor habla el lenguaje de la ley, del cas­tigo, de la dureza. El padre habla el lenguaje del amor, del perdón, de la misericordia, de la ternura.

Sí, también -y sobre todo- el hijo considerado virtuoso tiene que convertirse. Convertirse al evangelio y abandonar la ley. Sola­mente así la parábola tendrá un final feliz.

Tanto si nos reconocemos en el hijo que se fue, como en el que se quedó para trabajar duro (pero sin alegría y sin amor), la pará­bola nos presenta la exigencia de la conversión. Conversión como capacidad de ajustar nuestros pasos a los del Padre, mejor, al ritmo del corazón del Padre. Y de compartir sus «ganas de fiesta», más aún, la necesidad de la fiesta.

y no sólo es el mayor el que se ha quedado en el umbral. Son también los escribas y fariseos, primeros destinatarios de la pará­bola. Y también nosotros, los oyentes.

El hijo pródigo 223

Entonces ¿nos decidimos a escribir el final feliz de la parábo­la para que la fiesta interrumpida bruscamente pueda reanudarse?

RETRATO (NO EXCESIVAMENTE INVEROSÍMIL) DEL HIJO MAYOR

El camino del padre

Después de haber comentado versículo por versículo la pará­bola, parémonos para delinear la figura de algunos protagonistas. Con una breve alusión al padre.

Normalmente se subraya el largo camino (partida y retorno) re­corrido por el hijo pródigo, un camino que le ha llevado hasta un «país lejano», donde, una vez pasado el aturdimiento de los place­res, atenazado por la nostalgia de la casa paterna, ha dado el primer paso importante: «Recapacitó». Después de esto, ha madurado su decisión: «Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre».

Pero se deja de lado el hecho de que esencialmente es el padre quien ha caminado mucho. En efecto, él es quien sale «corriendo al encuentro» del hijo que ve a lo lejos. Y después se dirige a los criados para ordenar la fiesta.

Pero junto a un hijo tunante que vuelve de lejos, está el otro, que siempre ha estado en casa, «ejemplar» en su conducta, que no quiere entrar, no le gusta la fiesta, no soporta la alegría del padre, no reconoce como hermano al que llega sin un expediente de mé­ritos, es más, provisto sólo de un expediente de deméritos; habla de él con acritud. Y entonces el padre se ve obligado a salir afuera otra vez para «rogar» al hijo obediente. Le suplica para que cam­bie de corazón, para que se ponga de acuerdo con su alegría.

Uno vuelve con una mentalidad de .criado (<<No merezco lla­marme hijo tuyo; trátame como a uno de los jornaleros»). El otro permanece puntillosamente fuera porque tiene mentalidad de con­table y no se encuentra en sintonía con el corazón del padre.

Sin embargo, el padre está convencido de que hay que «ale­grarse y hacer fiesta». Por eso no duda en «salir afuera». A buscar al que se ha quedado, a recuperar al que no se ha perdido y a hacer entrar en casa al que nunca se había alejado.

Cuánto debe caminar este padre incansable para convencer al alejado que regresa, para que entre en la casa con la cabeza alta en calidad de «agraciado» y no como un condenado, y para que sepa

224 Las parábolas de Jesús

que es acogido en calidad de hijo y no de criado. Y la única peni­tencia que recibe es la de una fiesta increíble con música y bailes. En casa no se pierde la libertad, sino que se la reencuentra. Hay música, canto, fiesta, no lamento fúnebre.

y cuánto tiene que caminar el padre sobre todo para intentar convertir al hijo «fiel» que rechaza entrar porque está convencido de que está dentro ...

El hermano mayor

Se presenta, en oposición al hermano vagabundo, como una fi­gura estática, monumento de irreprensibilidad y, por tanto, consti­tucionalmente incapaz de conversión.

Si el más joven es un «abusón», el mayor se presenta como un insoportable «poseedor de derechos». Él no se mueve porque se considera ya en su sitio. Enjaulado en la ley, en la observancia. «Quizás está en estado de gracia, pero no ciertamente en acción de gracias. No ha cometido culpas graves, pero no tiene amor. Su jus­ticia le ha agriado» (L. Evely).

Necesita seguridad. Y se siente «seguro» en el hacer, en las prestaciones impecables, en el respeto a los horarios, sin cometer jamás un error. Mientras que la profecía es buscar seguridad en el impulso hacia delante, en el día a día, en el arriesgado camino de la fe, él busca la seguridad en el inmovilismo, en la referencia a un reglamento externo, en la obediencia sentida como imposición onerosa y limitante.

El mayor, en una palabra, es un calculador, un mezquino buró­crata de la virtud, sin un brillo de vida, de alegría, de espontanei­dad. Su perfección es funGional, sin alma ni creatividad.

Es dificil que se convierta

Su conversión resulta sin duda más ardua que la del primero. Es dificil convencerse de que el puesto en la casa no se puede «conservar», solamente se puede «reencontrar» día a día, con infi­nita sorpresa. Y que la fidelidad no consiste simplemente en «per­manecer», en secundar las órdenes, sino en admitir cotidianamen­te las novedades, la lógica paradójica y las desconcertantes e

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imprevisibles iniciativas del padre. No basta con no abandonar la casa. Hay que tener presente al «viejo» que corre al encuentro del hijo que escapó y ahora regresa.

El hijo mayor se ha quedado con sus ganas de cabrito insatisfe­chas. Él, más que aferrarse a las promesas, se agarra a las reivin­dicaciones. Precisamente él, que no se ha alejado, rechaza entrar en casa (no alejarse no es lo mismo que «estar dentro» de la mane­ra correcta, así como no transgredir las órdenes no significa reali­zar el proyecto paterno). Porque en aquella casa, según las infor­maciones recogidas por un criado, encontrará no solamente a un hijo pródigo, sino sobre todo a un «padre pródigo». Sí, un padre que «derrocha» misericordia, perdón, abrazos de acogida, besos.

¿ Cómo se puede vivir en una casa en donde el corazón es más importante que el reglamento, donde la misericordia supera la jus­ticia, donde la disciplina deja el puesto a un banquete con cantos y música?

No cae en la cuenta de que también él tiene finalmente que volver, porque tiene muchas cosas que necesitan perdón. Sí, dejar­se perdonar su obtusa regularidad sin alma, su «buen hacer» des­pechado, el moralismo mezquino, la pretensión de ser un hijo ejemplar sin aceptar ... al hijo de su padre. Su incapacidad para co­locarse en una perspectiva de gratuidad. Hacerse perdonar la obe­diencia sin alegría, el trabajo interesado (interesado por un mise­rable cabrito), la atmósfera gélida que crea con su presencia en la casa. Hacerse perdonar la alergia a la fiesta y al perdón.

«No quería entrar». Hasta ahora se ha limitado a no marcharse. Pero nunca se ha decidido -ni siquiera antes- a entrar de verdad.

«Hijo ... , todo lo mío es tuyo ... ». Precisamente esto es lo que le da miedo. Le da miedo la posibilidad de «hacer suyo» el cora­zón del padre, su amor loco, sin medida. Si se tratase de adminis­trar justicia y castigos, de asegurar la disciplina de la casa, no ha­bría dificultad. Pero aquí no es cuestión de administrar, y tampoco de vigilar, sino de «prodigar», o sea, de amar sin límites.

y se queda allí plantado en el umbral de casa. Condenado a en­vejecer nutriéndose de refunfuñas. Él jamás ha desatendido un mandato paterno. Pero cuando el padre le «ruega» que entre, esto es, que cambie de corazón y cerebro, él se pone a discutir. Prefie­re ser irreprensible, justo, satisfecho de sí mismo, antes que con­tento y cómplice de un padre pródigo. Quién sabe si al final logra­rá confesar: «Padre, hace muchos años que te sirvo. Pero sólo hoy

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he empezado a entender algo. De ti. De mí. Del otro. De la casa». Quién sabe si llegará a decirle: «Padre, perdóname por haber sido fiel sin amor».

Dilapidador de sueños

Como hemos visto, el hermano mayor recita el confíteor al re­vés: «Hace muchos años que te sirvo sin desobedecer. .. ». Eviden­temente, pertenece a la misma raza del fariseo: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, in­justos, adúlteros ... Ayuno dos veces por semana y pago los diez­mos de todo lo que poseo ... » (Lc 18, 11-12).

Pero como él no lo ha hecho, tendré que recitar yo el confíteor en su lugar. Iré desgranando sus culpas. No por el gusto de acusar, sino porque me reconozco a mí mismo sin mucho esfuerzo en la figura del hermano mayor. Por tanto, podría ser mi confíteor.

«Ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitu­tas ... ». No se da cuenta de que el primer dilapidador ha sido él. Ha devorado sueños, ideales atrevidos, el gusto de la aventura. Ha ma­tado bien pronto los entusiasmos. Ha recortado cuidadosamente los horizontes demasiado elevados. Su bandera se ha convertido en un pañuelo. Se ha creado un mundo y una escala de valores a me­dida de su mediocridad y mezquindad. Se ha puesto las pantuflas y se ha convertido en un hombre de orden, ha envejecido precoz­mente. Es más, nunca ha sido joven. Ha dilapidado la esperanza, la frescura de la juventud, con sus ímpetus e inquietudes, con sus me­tas «imposibles». Ha dejado marchitar los sueños más audaces.

«Él ha desperdiciado la riqueza más sagrada, la del misterio. Ha alcanzado ya desde sus primeros años la sabiduría de los vie­jos, la incredulidad. De sus cálculos ha eliminado inmediatamen­te la incógnita, la parte de lo incierto; se ha acogido a los números explícitos, a la realidad segura, a los bueyes, a las cosas y a la con­fianza del padre» (A. Romano).

Demasiado honesto

No conoce la libertad suprema, que consiste en admitir: «Me he equivocado ... , hasta ahora no he entendido nada ... ». Tiene el

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inconveniente de ser honrado. Demasiado honrado. Y seguramen­te ha sido su fría honestidad legalista la que empujó al hermano menor a saltar la tapia. El pródigo se fue de la casa paterna porque su hermano se comportaba como un separado.

Las virtudes del mayor, mejor dicho, su manera de ser virtuo­so, habían levantado la barrera. Y frente a una barrera como esa, dan unas ganas instintivas de saltar al otro lado.

A veces es precisamente la manera de ser buenos que tienen ciertos (~ustos» lo que atrae irresistiblemente hacia el mal.

Dispensador de moralina en grandes dosis

Es lícito suponer que el mayor no ha ahorrado prédicas ni con­sejos al inquieto y licencioso hermano pequeño. Incluso le habrá pintado con tintas oscuras la fealdad del pecado y sus consecuen­cias nefastas. Y el pródigo debe haber comenzado a sospechar que el pecado no debería ser tan feo como lo pintaba aquel conservador.

y de no haber intervenido intempestivamente el padre, el ma­yor hubiera reñido al hermano que volvía de su descabellada aven­tura, le habría encerrado en la celda de seguridad, sometiéndolo a una especie de lavado de cerebro e iniciando una labor de «reedu­cación» y de recuperación, tras la que el pródigo hubiera sentido nostalgia por el «país lejano», con puercos y algarrobas.

«Gracia es experimentar mayor placer en no pecar que en pe­car» (L. Santucci). El hijo mayor cometió la equivocación de no haber sabido demostrar en concreto, en su propia ficha personal, todo esto. Tenía el aire de un enterrador de la alegría. Por eso logró hacer el vacío a su alrededor. Y el otro se fue a buscar la alegría a un «país lejano». Si ese era el sabor y el perfume de la virtud, re­sultaban más sabrosas las algarrobas.

En una palabra, según una expresión de E. Mounier, sometió al hermano a fuertes inyecciones de moralina. Redujo la pertenencia a la casa del padre a una cuestión de reglamento, de leyes, de ho­rarios, de deberes y prohibiciones.

Le llenó la cabeza de lo que tenia que hacer, y sobre todo de lo que no debía hacer -porque está prohibido y basta- sin hablarle nunca de lo que era. Y el pródigo se encontró con un camino eri­zado de señales de prohibición, con un camino de dirección única. Por eso quiso hacer su camino, a la búsqueda de sí mismo.

228 Las parábolas de Jesús

«En verdad, se encuentra en el mundo con más frecuencia de la debida, bajo el nombre de cristianismo, un código de conducta mo­ral y religiosa cuya preocupación principal parece ser la de desa­nimar a los entusiastas, la de colmar los abismos, la de esquivar la audacia, la de eludir el sufrimiento, la de reducir a una conversa­ción doméstica las exigencias del Infinito y la de domesticar las angustias de nuestro estado» (E. Mounier).

El pródigo no ha encontrado en el hermano la respuesta a sus verdaderos problemas. Le ha tocado escuchar la solfa de siempre, sabidísima, insoportable. Y entonces ha decido actuar por su cuen­ta, y se marchó sin ni siquiera volver la vista atrás. ¿Por qué? Se habría encontrado con aquel severo rostro, con aquella caricatura antipática del rostro paterno.

Los peores enemigos de la religión no son los que la combaten abiertamente. Son las filas compactas de los hijos mayores (en­grosadas también por seudoconvertidos) que la empobrecen, la de­forman, la reducen a un amargo y estrecho moralismo, la enjaulan en una árida ortodoxia.

Experto en minuciosidad contable

El mayor consideraba sus relaciones con el padre como una partida de méritos que había que registrar con minuciosidad con­table. En su aritmética pedante las cuentas cuadraban exactamen­te. Todo estaba registrado en la memoria del ordenador familiar.

La verdad es que había un pequeño superávit en el «haber»: un cabrito para una cena con los amigos. El padre le debía un cabri­to. Solamente así cuadraba el balance. Que no se olvidase el viejo. Si no, ya se encargaría de recordárselo, de echárselo en cara ape­nas se presentase la ocasión (y la ocasión propicia se presentó en el momento de la fiesta organizada para aquel vividor).

El hijo mayor, trabajador infatigable, hombre de orden, buen cristiano, ha cometido la equivocación de convertir al padre en una especie de revisor de cuentas, dándole el encargo de llevar con­cienzudamente la contabilidad de sus buenas obras, de sus méri­tos. Se empeña en que las cuentas salgan siempre bien, en cada momento. Y se escandaliza por la vuelta del pródigo, creyendo que su aritmética ha fracasado. El padre ha creado una gran confusión en los libros contables, ni siquiera ha encendido el ordenador.

El hijo pródigo 229

Hasta ahora, con excepción del cabrito, las cuentas salían bien. Ahora ya no, el mayor entra en crisis. Jamás ha tenido el coraje de plantearse esta pregunta: ¿quién está lejos de la casa, ese vividor que la ha abandonado pataleando o él, que se ha quedado en ella sin amor? Su airada presunción le impide sospechar que quizás sea él, y no el pródigo, quien se encuentra en un «país lejano», y de to­dos modos como extranjero en casa.

Reaparece en el horizonte, salido de quién sabe dónde, el sin­vergüenza de su hermano: «Traed en seguida el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un ban­quete de fiesta». El padre, que debe haberse vuelto loco, ha borra­do de repente la memoria del ordenador familiar. Ha echado sobre el libro de cuentas el peso de su corazón. Es el fin del mundo. Las cifras saltan. Se invierten el haber y el debe. Las operaciones no cuadran. No se entiende nada. El corazón es el que ha desbarata­do todo. Hay incompatibilidad entre corazón y cifras.

El mayor se escandaliza del evangelio, porque hace añicos su contabilidad. Murmura: No es justo, es demasiado; a este paso ¿adónde vamos a parar? La rebelión está ahí. .. Descubre con es­tupor y despecho que el centro de la casa no es el reglamento, si­no el corazón del padre. Y no se pliega a los comportamientos im­previsibles de aquel corazón, a los caprichos de ese amor.

Una formación religiosa inspirada en la ley, en el reglamento, hace «practicantes», pero no hijos, no enamorados, no cristianos.

El que permanece en casa sin amor es un desertor.

Culpable por haberse quedado

¿Qué ha hecho el mayor para impedir la fuga del pródigo? ¿Qué ha hecho para favorecer su vuelta? Nada. Es más, en secre­to lanzaría un suspiro de alivio. Con la marcha de aquel cabeza lo­ca, finalmente volvía el orden y la disciplina a la casa. Todo en su sitio. Ninguna preocupación. Ninguna crisis. Ninguna angustia. Y además, las ramas secas más vale cortarlas sin piedad.

Tiene el inconveniente de haberse quedado en casa mientras el hermano estaba lejos, mientras el corazón del padre le seguía has­ta aquella región remota. La casa estaba desoladamente vacía, por­que el corazón del viejo estaba más allá de sus paredes.

230 Las parábolas de Jesús

Debería haberse marchado también él e ir en busca de su her­mano. Se le ofrecía la estupenda posibilidad de ser él quien podía devolverlo a la casa paterna. «Nos salvamos o nos perdemos jun­tos». Y ha dejado escapar la ocasión. «¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?» (Gn 4, 9).

Una piadosa señora se ha desahogado en las páginas de un pe­riódico: «Comprendo a los curas que abandonan a la oveja fiel pa­ra ir en busca de las noventa y nueve perdidas. Pero, a la vuelta, ¿no podría el pastor regalar al menos una sonrisa a aquella que quedó en el redil?, sonrisa que sería lo mismo que decirle: 'Tú es­tás aquí: te quiero mucho y no te olvido'; una sonrisa que la con­fortaría y le ayudaría a soportar sus penas. Ciertamente, a pesar de las apariencias, también esta oveja que puede parecer satisfecha tiene necesidad del pastor. Sufre por sentirse abandonada. Aquella sonrisa parecería poca cosa, pero para ella sería todo».

Quisiera responder a esa señora apesadumbrada. Intente leer atentamente la parábola del pródigo, y caerá en la cuenta de que el padre ha regalado mucho más que una sonrisa al hijo que quedó en casa. Pero no es esto lo que importa. Le pregunto: ¿yeso, según usted, sería fidelidad? ¿Se atrevería a llamar fidelidad a quedarse en esas condiciones, mientras las noventa y nueve están fuera (in­cluso un poco por culpa nuestra), mientras el pastor recorre cerca­dos, senderos y vallados en su búsqueda?

El pastor, no lo dude, le regalará una sonrisa, y mucho más que una sonrisa, pero no cuando la vea al volver, en el calorcillo pro­tegido del redil, sino cuando la encuentre a su lado, comprometida en la misma aventura de búsqueda, empeñada en el mismo riesgo de la recuperación de las perdidas.

Pero dejemos al hermano mayor mascullando sus refunfuños. No se lo digamos a los fariseos, porque no lo han previsto en sus códigos sin alma y tampoco en los de sus intelectuales de confian­za, los escribas. Ser cristianos significa comprometerse para po­tenciar y hacer más hermosa la inenarrable fiesta de Dios. El que­darse al abrigo, en ciertos casos, puede constituir una culpa.

Complejo de inferioridad ante el pecado

«Ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitu­tas ... ». Los exabruptos del mayor delatan un complejo de inferio-

El hijo pródigo 231

ridad ante el pecado. En el fondo del corazón está convencido de que su hermano se lo ha pasado en grande. Que ha gozado de fe­licidad. Mientras que él, por exigencias del reglamento, para no atraerse los castigos paternos, se veía obligado a andar derecho.

Él tenía que haber sido quien se hubiese encargado de preparar la fiesta para el pródigo. Sí, la fiesta como resarcimiento por toda la amargura y las desilusiones mascadas en los antros de placer, por todo aquel periodo de lejanía de la casa paterna. En el fondo, él estaba de fiesta todos los días. Era la fiesta de poder hacer la vo­luntad del padre, de permanecer con él. Era la recompensa impa­gable de poder obedecerle (¡mucho más que un cabrito!).

Qué equivocación la que lleva a confundir la diversión, la disi­pación, con la felicidad. El mayor no ha entendido la trágica ver­dad de la confesión salida de la boca del hermano: «¡Yo aquí me muero de hambre!». No ha caído en la cuenta de la imposibilidad de obtener la felicidad de las criaturas. No ha entendido que el co­razón del hombre no se puede llenar con las cosas. Necesita de al­go más. Los alimentos terrenos no le bastan, no le sacian. Es más, le hacen morir de hambre. El mayor no está convencido de que ha­cer el bien proporciona mayor alegría que hacer el mal. No está muy convencido del gozo que es hacer la voluntad del padre.

Qué mal asunto (eufemismo) si no existiese el paraíso ... Pen­sándolo bien, si no existiera esa fea perspectiva de terminar abrasa­dos en el infierno ... Muchos cristianos sufren del mismo complejo de inferioridad frente al pecado. No están convencidos de que, si por una hipótesis absurda, no existiera el paraíso, nada tendríamos que lamentar por ello, y nada que cambiar en nuestra conducta.

También el mayor estaría dispuesto a hacer alguna travesura, si no temiese dilapidar sus bienes, si no estuviese atenazado por el miedo, si no estuviese condicionado por el juicio de los demás.

El mayor evita el pecado, no porque tema traicionar al amor, o ensuciar en sí mismo la imagen del Padre, sino únicamente porque teme manchar su currículo espiritual. No le interesa tanto la rela­ción personal con Dios, cuanto su buena conciencia.

«i Ya no hay religión!»

Ahora que el hermano mayor ha recitado por mi boca (copia fiel de la caricatura original) el confíteor, le llega puntualmente la

232 Las parábolas de Jesús

penitencia: «Teníamos que hacer fiesta». Precisamente la peniten­cia consiste en participar en la fiesta que alegra a toda la casa. Consiste en verse «precedido» por el pródigo.

y no sólo por él. «Las prostitutas os precederán en el reino de los cielos» (Mt 21, 31). Es el colmo. No sólo precedido por ese di­soluto, sino incluso por esas «prójimas» con las que el pródigo ha dilapidado todos sus bienes. ¡Ya no hay religión!, le entran ganas de decir, como a ciertas personas que conozco.

Exacto. Ya no hay religión. Ya no hay religión sin amor.

Provocaciones

Las suertes del pródigo

Podemos preguntarnos: ¿el pródigo ha tenido suerte? Sin duda. Pero su mayor suerte no ha sido sólo la de haber terminado su aventura en los brazos del padre y ser acogido en casa con todos los honores. Ha tenido otra suerte colosal: la de no haberse encon­trado en el camino de vuelta con el hermano mayor. Si se hubiese tropezado con él, probablemente su itinerario atormentado habría concluido de una manera muy distinta.

Afortunadamente, el mayor entra en escena cuando está todo hecho, cuando ya ha empezado la fiesta, cuando el ternero cebado ya estaba sacrificado. La estrategia de la misericordia del padre ha tenido un éxito completo, sin que pueda ser ya discutida por ese personaje quejumbroso y amargado (<<Teníamos ... », o sea, no que­da ya sino levantar acta del hecho consumado).

El libertinaje, los compañeros de francachelas, la carestía, los cerdos. El camino del pródigo está plagado de todos estos peli­gros. Pero son peligros que determinan también su salvación. Son espinas que, al caminar mucho, penetran profundamente en su car­ne y le hacen sentir nostalgia ansiosa de la casa paterna, le abren de par en par su incapacidad radical para apagar su búsqueda y le hacen exclamar esta confesión liberadora: «¡Yo aquí me muero de hambre!».

En el camino, el peligro más grave era la posibilidad de encon­trarse con el hermano mayor, el trabajador infatigable, el cristiano de una pieza. El padre temblará probablemente pensando en esa eventualidad.

El hijo pródigo 233

Quien ha tocado el fondo del abismo de la degradación, tanto humana como espiritual, puede levantarse hacia lo alto, hacia el ai­re abierto, hacia la santidad. Solamente el mediocre carece de esa posibilidad. El pecador (y la observación es de G. Bernanos en Diálogos de carmelitas) puede nacer de nuevo porque todavía no ha nacido a la vida de la gracia. El mediocre, no. El mediocre ya ha nacido, y ha nacido mal, ha nacido «equivocado», es un aborto.

Al pecador se le abre el camino de la santidad. El mediocre, el tibio, queda atrapado con plena satisfacción por su parte en el fan­go de su mezquindad, suficiencia y presunción. Del pecador pue­de brotar el santo. Tiene madera para ello. Pero el mediocre per­manecerá siempre como un garabato, una caricatura antipática, gastando su vida en admirarse y creer que, después de todo (des­pués ¿de qué?), no está mal. Es más, en comparación con otros ...

El pródigo, en el camino de regreso, tiene que guardarse de las «malas compañías». No, no de esas en que pensamos. La «mala» compañía es sobre todo la del mayor, la del mediocre y la de los que pertenecen a su club. Porque es la única que puede quitarle la nostalgia de la casa paterna.

El pródigo, para llegar a buen puerto, «no debe arrimarse a ma­las compañías, quedarse en el rincón estrecho de un gueto cristia­no. Existe una buena compañía cristiana y todos pueden juntarse con ella como verdaderos y sinceros amigos de Dios y del hombre: es la compañía de los santos» (E Heer).

Si le hubiese encontrado ...

Pero ¿qué habría ocurrido si, en el horizonte del hermano ma­yor, se hubiese vislumbrado la sombra del pródigo? ¿Qué habría sucedido si el trabajador quejumbroso hubiese visto pasar a aquel vago mientras él araba los campos?

¿Qué hubiera hecho yo si me hubiera encontrado con él? l. Probablemente hubiera pasado de largo. Habría encontrado

en seguida una etiqueta para aplicársela a aquel vagabundo: irre­cuperable, contagioso, corrupto, la oveja negra, la ruina de la fa­milia. Y me habría guardado bien de acercarme a él.

El hombre se convierte en una abstracción cuando le pongo en­cima una etiqueta, cuando lo clasifico. Y cuántas etiquetas tene­mos preparadas ... La etiqueta impide ver al hombre en su realidad más auténtica: un hermano.

234 Las parábolas de Jesús

2. O también me habría encarado con él duramente. Le hubie­ra apabullado con invectivas, con las previsiones más catastrófi­cas, con el castigo inminente (en efecto: «Traed en seguida el me­jor vestido y ponédselo ... Celebremos un banquete de fiesta ... ». ¡Esto es el apocalipsis del padre!).

3. O habría pretendido convertirlo. ¿Cuándo entenderemos que nosotros no convertimos a nadie, y

que solamente podemos favorecer la conversión de los demás con el diálogo respetuoso, la comprensión, la escucha? ¿Cuándo acep­taremos humildemente buscar juntos, caminar juntos?

¿Cuándo dejaremos de hacer que entre Dios a la fuerza en cier­tas almas? ¿Y si él ya hubiera entrado silenciosamente, respetuo­samente, a lo mejor por la puerta de servicio, sin decirnos nada, sin pedirnos permiso, sin dejarse prestar por nosotros la llave «se­gura», sin dejar ninguna huella visible «fuera»?

Ciertas formas de hacer el bien de forma asfixiante, sin respe­tar el camino del otro, sin discreción ni pudor, con mucha soberbia y un inconfundible aire de superioridad, son lo opuesto a «ganar» al hermano como nos enseñó Jesús. Cada uno es guardián de su hermano. De acuerdo. Pero no debe ser su policía o su espía. Y tampoco el guía obligatorio en todas las etapas de su itinerario.

El pródigo camina hacia casa. Cualquier intento equivocado de conversión puede resultar una barrera, un obstáculo. Ya se encar­gará el padre de que entre.

4. O también le habría obligado a hacer un examen preliminar. Le habría preparado. Me hubiera asegurado de que suscribiese de­terminadas condiciones. Lo que supone retrasar el abrazo paterno.

Por qué preocuparse del vestido andrajoso y de los zapatos ro­tos, cuando en casa están preparados «el mejor vestido» y las san­dalias nuevas.

Hay que seguir el procedimiento inverso: «Primero echarse en los brazos del Padre, creer en su amor yen su perdón sin condi­ciones. La limpieza moral se hará en un segundo tiempo, espontá­neamente, en la casa paterna. Lo único que puede liberar al hom­bre de su pecado es que tome conciencia de que Dios le considera de verdad siempre como hijo suyo, aun en medio de la más grande miseria. Si el hombre tiene esa fe filial, el mal quedará realmente saneado en la fuente» (1 Tiger).

Cuando el pródigo encuentre en el umbral los brazos del padre abiertos de par en par para acogerlo, entonces quedará curado.

El hijo pródigo 235

El empujón se lo he dado yo

Se nos queda sin respuesta esta pregunta: ¿por qué se fue? No dio explicaciones en el momento de la partida, ni alegó excusas en el momento de la vuelta. Pero alguno ha intentado entenderlo. He aquí el análisis de E. Mounier: «Esos seres encorvados que cami­nan por la vida con los ojos bajos, esas almas desquiciadas, esos calculadores de la virtud, esas víctimas dominicales, esos tímidos devotos, esos héroes linfáticos, esos tiernos bebés, esas vírgenes marchitas, esos vasos de aburrimiento, esos sacos de silogismos, esas sombras de sombras ... ». Podría ser un muestrario incompleto de las «piedras vivas» que componen la casa.

Y podríamos añadir a la lista: las fórmulas brillantes, el hablar con lenguaje «eclesiástico», la jerga del grupo, los primeros de la clase, los maestros que proliferan -con sus diagnósticos y recetas­en todos los canales de televisión, los intelectuales plomizos, los apologetas serviles, los aduladores en servicio permanente (y bien recompensado), los inexorables guardianes de la ortodoxia ...

En ese caso, cuando el ideal se encarna en una realidad tan desi­lusionante, no hay por qué extrañarse de que alguno sienta necesi­dad de aire libre, salte la tapia y se vaya a recorrer el mundo. O también, si ya está lejos, que no sienta gana alguna de volver.

Pero el empujón decisivo se lo he dado yo. Quizás, más que una pastoral sobre «cómo atraer a los aleja­

dos», urge una pastoral para no «fabricar alejados».

Por qué ha vuelto

El Maligno ataca al hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, y vive como parásito sobre él, formando, como dice P. Ev­dokimov, (<una excrecencia monstruosa, una tumefacción demonía­ca». El mal se pega, arraiga y se adhiere al ser como un parásito y lo devora. Le chupa la sangre. Lo vacía.

Así, de pronto, el pródigo se ve devorado por un Parásito im­placable que le ha chupado algo más que el patrimonio. Se ve co­mo vaciado de sí mismo. Y se descubre miserable, pobre en el sig­nificado más radical de la palabra.

«¡Yo aquí me muero de hambre!». Pero precisamente gracias a esa dramática constatación de un hambre atroz, de una pobreza to­tal (pobreza del ser) es donde empieza la trayectoria de la vuelta.

236 Las parábolas de Jesús

Hay una frase iluminadora de Primo Mazzolari que puede ser­virnos para encontrar la solución de la aventura del pródigo: «Bas­ta ser un hombre para ser un pobre hombre». Probablemente la fu­tura antropología cristiana deberá partir de esta definición sencilla y esencial (sin excluir, naturalmente, la que pone de relieve la grandeza del hombre, al menos a nivel de proyecto).

El pródigo palpa que es un pobre hombre. Que ha ocultado las señales de su grandeza original. Tiene el coraje de confesar su po­breza constitutiva. Descubre y declara la desproporción que lleva dentro. Desproporción entre lo que es y lo que debería ser, entre su hambre y las bellotas, entre su condición de porquero y la de hijo, entre su insaciable deseo de felicidad y los alimentos terrenos a los que se entrega ávidamente. En el momento que descubre que ha sido hecho para otra cosa y se da cuenta de que las cosas le han traicionado, es cuando desempolva su dignidad y el sello divino impreso en su carne mortificada y humillada.

El pródigo descubre que es pródigo de Padre, de libertad, de verdad, de dignidad, de amor. E intenta colmar el vacío que lleva dentro como una herida abierta. Se le presenta la imagen de la ca­sa paterna. En el «país lejano», en el «lugar de la desemejanza», le falta la casa. Le falta el rostro, el corazón del padre. Y Mazzolari explica también: «El hombre vale por lo que le falta».

Esta vez, a lo largo del camino de vuelta, el pródigo puede en­tonar, aunque no sea más que tímidamente, el himno de la libertad. Con el tono exacto.

El Maligno, el Parásito, lo ha devorado y vaciado. Ahora el Pa­dre, echándole los brazos al cuello (un gesto que es el opuesto al del Parásito que se pega a la piel para chupar), lo reconstruye, lo rehace y lo reviste de esplendor.

Pero no olvidemos que el punto de partida es siempre el mis­mo: la pobreza. «Solamente aceptándonos como pobres nos con­vertimos en hombres» (U. Vivarelli).

«Dejarse reconciliar»

Pablo tiene una expresión estupenda: «Os suplicamos en nom­bre de Cristo: dejaos reconciliar con Dios» (2 Cor 5, 20). No es cuestión de esfuerzo por parte del hombre. Mejor, el esfuerzo esencial por parte del hombre consiste en «dejarse reconciliar con Dios».

El hijo pródigo 237

A pesar de las apariencias, es más fácil dejarse reprender, cas­tigar. Sin embargo, Dios nos pide, a través del ministerio de la mi­sericordia confiado a la Iglesia, que le permitamos perdonarnos.

El pródigo ha sido recuperado en el momento en que «se ha de­jado abrazar» y besar por el padre. La única «indemnización por daños y perjuicios» exigida por haber derrochado el patrimonio de aquella manera es no rechazar los signos de un amor que ya no po­día esperar más.

Poder de un abrazo. Y también Pablo dice: «El amor de Cristo nos abraza ... » (2 Cor 5, 14). No «nos apremia», como se suele tra­ducir, sino «nos abraza», «nos apresa», «nos tiene en su poder».

Hay que precisar, finalmente, que el pródigo no se ha converti­do en «criatura nueva» (2 Cor 5, 17) porque se haya puesto el me­jor vestido. No es cuestión de vestidos, ni basta con cambiar de imagen. Lo que cuenta no es la piel, ni lo que está sobre la piel, si­no lo que está debajo. La transformación tiene que darse «dentro». «La palabra de la reconciliación» no se refiere simplemente a las posturas exteriores. O cambia el corazón, o todo queda como antes.

El padre no mete nada en los bolsillos vacíos del hijo. Le ofre­ce una posibilidad sorprendente: inaugurar una existencia nueva.

Qué significa convertirse

-Mira, ese se ha convertido ... y yo me apresuro a preguntar: -¿Cuántas veces? Ante la pregunta, el informador se queda perplejo. Conozco individuos -también famosos- que se han limitado a

convertirse solamente el día de su conversión. Después no han vuelto a pensar en ello. No creen que lo necesiten.

Para muchos cristianos, la conversión representa un fenómeno excepcional, llamativo, del que son protagonistas individuos que pasan de las tinieblas del error a la luz de la verdad, de una con­ducta perversa a una vida ejemplar (cuando es tal.. .). No sospe­chan que la conversión representa un deber fundamental y habitual del cristiano, que se inscribe en el registro de la cotidianidad.

Son víctimas de un equívoco según el cual se es cristiano (re­ligiosa, religioso, convertido) de una manera definitiva. Como quien ha conseguido un doctorado y es, y sigue siendo siempre, doctor o ingeniero o teólogo.

238 Las parábolas de Jesús

No, uno no es cristiano, o fraile o monja, sino que simplemente lo intenta. Nadie puede afirmar que ha alcanzado de una manera estable esa meta. Tendemos a ella, pero nunca llegamos totalmente.

y para «llegar a ser» hace falta convertirse. La conversión constituye un empeño de cada día. Costoso, doloroso. Instintiva­mente tendemos a escabullirnos, a extraviarnos. Por eso nunca es­tamos allí donde deberíamos estar. Nunca estamos donde él está (aunque nos gusta creer que él está de nuestra parte). Él está siem­pre en otra par!e. Siempre está más adelante. Él piensa «distinto» que nosotros. El ama de forma «distinta» que nosotros.

Entonces, convertirse significa precisamente caer en la cuenta de que no estamos en regla. Que no estamos donde él está. Que nuestra lógica difiere de la suya. Que nuestros sentimientos no es­tán acordes con los suyos. Que nuestros pasos no van acompasa­dos con los suyos. Que nuestros cantos desentonan de su melodía.

y entonces cambiamos de ruta. Cambiamos de cabeza, de co­razón, de ojos, de todo. Esto es la conversión. Que no se reduce a un pequeño ajuste, un retoque de fachada, un minúsculo cambio q~e no incomode demasiado, un ligero e imperceptible desplaza­mIento, una modificación insignificante, sino que comporta una transformación radical, un vuelco total, una inversión completa. Convertirse significa poner todo patas arriba en la propia vida.

Los verdaderos irrecuperables

Quizás los alejados más irrecuperables son aquellos impeca­bles que frecuentan la casa y se instalan en ella, pero rechazan des­deñosamente abandonar los rígidos esquemas de un código de com?ort.amie?to f<;>rmal, y se niegan a «entrar» en la lógica loca de la mIsencordIa (<<El se enfadó y no quería entrar. .. »).

~~ verdadera traición es la de quien permanece sin dar el paso decIsIVO: superar el umbral de la observancia exterior y penetrar en el centro de la casa, allí donde late el corazón de un padre y donde se da la experiencia sublime de gustar el perdón. Un perdón que hay que recibir y que hay que dar, compartir.

Cómo suena de estridente la arrogante confesión del hijo ma­yor: «Sin desobedecer jamás tus órdenes ... ». Quien no admite que ?ec~sita perdón, además de no experimentar la alegría del perdón, Jamas será capaz de perdonar. Quien no se reconoce pecador, nun­ca será capaz de tener misericordia.

El hijo pródigo 239

La Iglesia de la misericordia, sacramento del Dios «rico en mi­sericordia» (Ef 2, 4), no es la Iglesia de los perfectos, sino la de los pecadores perdonados. Y que saben que lo son. Y lo admiten sin hipócritas reservas ni cavilaciones sutiles.

No basta quedarse

¿Quién se ha ido más lejos, el pródigo o el hermano que siem­pre estaba en casa y en el trabajo, y que nunca veía satisfechas sus ganas de cabrito? Existe un permanecer sin amor y sin alegría que constituye una traición bajo apariencia (me atrevería a decir dis­fraz) de fidelidad y constancia. El hijo mayor que se queda, pero sin lograr sintonizar con el corazón del padre, sin entender su ale­gría, sin aprender sus puntos de vista, no se ha alejado. Ha hecho algo peor: ha permanecido siempre «distante».

Se puede obedecer puntualmente y no tener nada que ver con el padre. Precisamente como el hermano mayor de la parábola. Su misma obediencia no le ha contentado, no le ha llenado de alegría y de gratitud, desde el momento en que reprocha al padre no ha­berle dado jamás un cabrito para invitar a sus amigos. Necesita el premio. Evidentemente, no considera premio ni alegría la posibili­dad de observar los mandatos del padre. Y en el fondo piensa que el hermano pródigo al menos se ha divertido, mientras él ha tenido que apencar. No entiende que la separación es un castigo y que la cercanía es un premio, una satisfacción.

La cuestión no es irse o quedarse, sino quedarse «de una deter­minada manera». Ciertos superiores manifiestan predilección por los que no arman líos, no hacen preguntas embarazosas ni dan pro­blemas. Y no se dan cuenta de que el problema real para el padre no es el pródigo, sino el hermano que no da problemas, aparente­mente tranquilizador. Él es el verdadero problema no resuelto. Una determinada forma de estar en casa, desafecto, oportunista, agaza­pado en la uniformidad, concediéndose la única libertad de mur­murar, sin desviaciones, pero también sin entusiasmo, ese debería ser el verdadero y atormentador problema para un responsable.

No hay que preocuparse tanto por quien «da tantos quebrade­ros de cabeza». Hay que ponerse en estado de alarma por los que no los dan, porque han renunciado a la capacidad de pensar, o al menos de expresar sus pensamientos.

240 Las parábolas de Jesús

El transgresor

«No he desobedecido jamás tus órdenes». Y se podría apostar que está dispuesto a observar quién sabe cuántas más ...

Capaz de obedecer todas sus órdenes, menos una, que parecería la m~s fácil.: la. d~ la fiesta. Pero no es el mandato más fácil, porque esa fiesta slgmfica amor, significa perdón, significa misericordia significa «corazón de carne» y no de piedra, significa humanidad: Quién sabe si ciertos cristianos caen en la cuenta de que no basta cumplir todos los mandamientos de Dios y las leyes de la Iglesia. Hay que llegar a considerar la alegría como un mandato del Señor.

«Os doy un mandamiento nuevo: Amaos los unos a los otros» (Jn 13,34). O sea, alegraos, haced fiesta con Dios.

Qué contradicción: el padre habla del hijo «resucitado». Y el mayor exhibe una cara fúnebre (se diría que el color del luto le dé ... ). Y como él, tantos descendientes suyos ...

Ese adjetivo posesivo

Volvamos al diálogo tan significativo que se establece entre el hijo mayor y el padre: «Ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patri­monio con prostitutas ... ».

El padre replica: «Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuel­to a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

O sea, el hijo impecable no acepta, no reconoce al hermano que se ?a equivocado. Lo rechaza, se lo echa en cara al padre (<<Ese hIJO .tuyo ... »). Y el padre se lo pone delante no como hijo suyo (no dIce: «Hazlo por mí»), sino como hermano que hay que acoger ~o~. alegrí~ y hay que perdonar (<<Este hermano tuyo ... »). Com? SI d~~ese: SI este no es tu hermano, yo no puedo ser tu padre.

SI el hIJO se separa del hermano, deja automáticamente de ser hijo, y se queda sin padre.

Si no cruzas ese umbral, si no entras en el espacio ilimitado de la comunión fraterna, sin discriminación alguna, no encontrarás al Padre. Es más, estarás irremediablemente «fuera» de la casa.

¡Ah!, esta batalla de adjetivos posesivos. El hermano es «mío» ~ólo cuando hay algo relacionado con él de qué gloriarse, de qué jactarse, de qué sentirse orgulloso. Se convierte en «hijo tuyo» cuando se mancha con alguna culpa. Entonces se guardan inme­diatamente las distancias.

El hijo pródigo 241

Pasa también en la Iglesia, en la vida religiosa. Frente a ciertas defecciones, uno inmediatamente precisa: «Ya no es de los nues­tros». O incluso: «Nunca ha sido de los nuestros».

Y ocurre hasta en la familia. Cuando el hijo supera brillante­mente un examen, el padre complacido dice a la mujer: «N.Ii ~ijo». Pero cuando el muchacho hace una fechoría, el padre, lrntado, echa en cara a la madre: «Tu hijo la ha hecho gorda ... ». Y las par-

tes, naturalmente, se pueden invertir. , Dios mismo repite una y otra vez en el Exodo: «Este pueblo

mío, que he sacado de Egipto ... ». Pero cuando las cosas van mal; y el pueblo se hace idólatra adorando al becerro de oro, Yahve echa en cara a Moisés: «Este pueblo tuyo ... ».

¿ Y nosotroS? Estamos dispuestos a dar nuestro amor, pero ex-

clusivamente a los que lo merecen. . Cuando hacemos un uso desaprensivo de adjetivos poseSIVOS

(<<mío» y «tuyo» según nos convenga) significa que aún no hemos aprendido a conjugar el verbo fundamental: amar.

No la degradación, sino la reintegración

En lo que se refiere a la aventura del pródigo, alguien descom-pone la narración en tres escenas distintas:

-crisis y fracaso (v. II b-16), -reflexión (v. 17-20a), -solución (v. 20b-24). . , Queda por decir que, si desentrañamos la refle~lOn, se revela

una postura todavía más inmadura o, .si q~eremos, lm~erf~cta .. ~n el fondo, sólo existe la toma de conCIenCia de la propia sltuaclOn desesperada. En el estómago del hijo pesan no tanto los pecados cometidos, sino el hambre. Y es esencialmente el hambre lo que le

lleva de vuelta a casa. . . Los pensamientos del pródigo revelan que no se hace ilUslOnes

de cara al futuro. Aunque le vaya bien, tendrá que contentarse c~n ser un <~ornalero» y tener así el pan más o menos asegurado. El piensa en el pan, ni siquiera se le ocurre pensar en el amor. , o

Pero lo que resulta sorprendente es la tercera escena. El epll -go se presenta distinto de lo que lógicamente se podía esperar y de

lo que el mismo pródigo imaginaba. Ni se le ocurre pensar en recuperar su estado original. D~ por

descontada una degradación, un descIasamiento. Se contentara con

242 Las parábolas de Jesús

la supervivencia (y la supervivencia es el gozne en torno al que gI­ran sus reflexiones en el «país lejano»). El pródigo tiene en mente un esquema: pecado-castigo. Confesión-condena. Ha renegado de su condición de hijo y el padre deberá tratarlo como un esclavo.

Sin embargo, cuando el padre toma la iniciativa, entonces sal­tan todos los esquemas y el drama tiene un éxito impensado. y así, el hijo resignado a aceptar un rango inferior (ni siquiera esclavo «doméstico», sino asalariado, o sea, «jornalero») descubre que el padre comienza a dar órdenes, efectivamente. Pero no van dirigi­das a él, sino a los criados. Esas órdenes le incumben, pero sólo como invitado de honor a una fiesta, invitado a integrarse en una comunidad nueva, invitado a entrar en un nuevo tipo de relación, invitado a corregir la imagen del padre. No es degradado, no es re­legado al último puesto, sino solemnemente reintegrado.

Cuando Dios interviene, el final de nuestras aventuras, incluso las más descalabradas, no puede estar escrito en ningún guión pre­fabricado.

El padre no respeta el guión

El pródigo había escrito en su cabeza el guión al que su padre presumiblemente habría de atenerse, con una conclusión en apa­riencia lógica. Sin embargo, como hemos dicho, el padre no res­peta tal guión e «improvisa» un final sorprendente.

Pero el padre tampoco respeta el guión que tiene en la cabeza el otro hijo. La cosa es evidente si descomponemos en tres mo­mentos la escena que se refiere al mayor:

-crisis (v. 25-28), -diálogo-desahogo (v. 29-30), -solución con final «abierto» (v. 31-32).

En lugar de la reflexión que caracteriza la segunda fase de la aventura del pródigo, aquí nos encontramos un diálogo cerrado, áspero con el padre. Un diálogo que es un desahogo, una protesta y una acusación.

El mayor se muestra incapaz de reflexionar, de ponerse a dis­cutir confrontándose Con los comportamientos paternos. Él lleva en el bolsillo el guión de esta historia y pretende que el desenlace sea el que él ha establecido. No acepta variantes. Exige que los comportamientos de su padre correspondan a la imagen que se ha fabricado de él. No acepta que la representación se aparte del es-

El hijo pródigo 243

d· t' t del establecido, un fi-f ·· d tenga un desenlace IS III o quema IJa o y d '1) d peran (y sobre to o e .

nal opuesto al que to os es 1 > Falta el elemento sorpre-Su visión de los hechos es ;<llo.rm~ > . el asombro. En el fondo,

sao La indignación (<<se enfad?») Imp~d~uvo Jonás cuando cayó en su postura de disgusto es la ~~mah qUcambiado las cartas, ha ope­la cuenta de ~ue en l~ mesa I~S ~e la escena final, que según él rado un cambIO, es mas, un vue co

tenía que haber sido «cata~t;.ófica»'t~:::~:~~~t:·cambiar nuestros Sí, e.ste Dios qu~ nos o ba;~o~~~ la cantinela que hemos apren­

escenanos. Nos. oblIga a ~ os del catecismo y que intentamos dido de memona en los t~em~ tancia Y quiere que aprenda-aplicar tal cual en cualqUIer CIrcuns . mos una lección nueva ...

Prospera una cría de cabritos ...

. ás ue el engorde de los terneros, se Parece quehen la, Isg::s~:iamde ¿abritos (sobre todo, porque son favorece muc o ma

menos costosos~. ueden remediarlo. Se con-Los hijos «ftele.s» parecer¿~~ n~: no lo piden expresamente,

tentan con un cabnto. Es v~on fr~uencia se afanan por obtene~­pero lo desean con ardor, y . 's que el hambre la propIa

d I logran para saCIar, ma , .. lo. Y cuan o o , . ido por su regular e Illmte-vanidad, lo consideran un premIO merec

rrumpido servic~o. d indefectiblemente al nombre. Los ca-Y así el cabnto prece e. d t' 1 Y las variedades son nume­

britos se producen a escala III us na ~ciones botones y fajines ro-rosas: títulos, honores, cargos, prom , . bIs capelos y más cosas... . 1 JOs, or a '. lleva el ternero cebado, SIllO e ca-

Ahora en las fIestas ya no se da «el mejor vestido» para el brito. Y el armari? de ~a .casa n,? Jua~e rojo (el color preferido por pródigo, sino vanos habIt~S ~ell1 o~pos o mejor de la oficina). el hijo mayor que vuelve e ~s ca cre;r que los hijos realmente

Personalmente, m~ empeno e~d d alguna de cabrito. Conside­fieles son los que no SIenten. necesI ~remios más que suficientes y ran la fidelidad y el cansancIO com?tan otras recompensas, que re-

'f' t por lo que no neceSI . , '1 gratI Ica~ e~, . la ale ría de sentirse «siervos IllutI es». sultarían Irnsonas frente a b' g. es la alegría de servir y ... La única recompensa que am ICIOnan desaparecer.

244 Las parábolas de Jesús

Los verdaderos hijos fieles, cuando oyen el sonido de la fiesta, no se plantan ,en el umbral de la casa a murmurar como el hijo ma­yor. Ell~s estan en otra ~arte, comprometidos en la búsqueda ...

Sueno con una IglesIa que no tenga cabritos que ofrecer, sino que, parafr.aseando las. palabras de Pedro (Hch 3, 6), diga clara­mente a qUIen va mendIgando ese fatídico premio: «No tengo títu­lo~ ni distinciones, pero te doy lo que tengo: en nombre de Jesu­cnsto, ponte a .servir. Aquí tienes una jofaina, un delantal y una toalla; te los dejaron como herencia tras aquella lejana Cena ... ».

Bendita inquietud

Si~ duda, h~ s~do la inquietud (o la insatisfacción) lo que ha empujado al prodIgO fuera de casa. Pero ha sido también la in­quietud (o la insatisfacción) el resorte que lo ha puesto en el cami­no de vuelta a casa. Así, tanto al principio como al final de la aven­tura (de cualquier aventura) está la inquietud.

Tiene ra~ón 1. Green: «Mientras estemos inquietos, podemos estar tranquIlos». Pe~o q~iero hacérselo entender al mayor, que pretende estar tranqUIlo SIll tener inquietudes.

La paciencia de Dios

Hay que estar atentos para no comparar la paciencia intermina­ble de Dios con la nuestra, de corto alcance.

Normalmente, cuando se dice que uno tiene paciencia se da a e?tend~r que esa paciencia. está a punto de agotarse y que explota­ra en colera. O sea, en el tIempo de la paciencia se acumulan los nubarrone~ ne?ros de una ~empestad inminente. La paciencia, por ~so, no sena SIllO el preludIO de la ira, de la indignación o del cas­tI~o. Somos p~cientes justo el tiempo necesario para ... no serlo m~s. ~~sto el tIempo necesario para sentirnos dispensados de se­gUIr sIendolo.

. Si~ embar?o, ~a paciencia de Dios es preludio de otra pacien­CIa. SI ~u pacIencIa explota, la explosión produce otra paciencia. P~rece I?cluso que, para él, el tiempo queda en suspenso y se con­VIerte solo en espera. Todo se bloquea. Todo se mueve en torno a la esperanza.

Para el padre de la parábola la paciencia no es algo momentá­neo. Para él la paciencia no tiene un límite. Sólo termina su pa-

El hijo pródigo 245

ciencia cuando obtiene lo que espera ansiosamente. El tiempo ya no se calcula. En la casa se ha parado el péndulo.

Sin embargo, la ventana queda abierta .~e par e.n par «hasta que» en el horizonte se divise el perfil del hIJ?, andraJoso. .

En el fondo, la parábola, nos ayuda tambIen a entender la dI­mensión y el alcance de la paciencia. Descubrimos que la ~erd~­dera paciencia se reduce ... a la paciencia. Después de la pacIencIa sólo viene otra paciencia.

Atentos a los modelos

La desgracia más grande que puede sucederle al pró~igo es la de hacerse poco a poco semejante al hermano mayor «ejemplar». Cierto, tendrá que amarlo, pero deberá tambié~ guardarse bIen de imitarlo. Aspectos separados de su comportamIento no son en ab­soluto despreciables. Pero la postura de fondo es la que resulta equivocada y compromete todo lo demás.

No, el hijo mayor no representa un modelo. En todo caso, el padre es modelo.

El pródigo tiene que inventarse una ~ane~a nueva ~e perma­nencia en la casa, un estilo nuevo de obedIencIa: favorecIdo por la experiencia que ha vivido y.que le ha qued~do Impresa en su car­ne como una herencia preCIOsa (mucho mas hermosa que la que ha' dilapidado). Los caminos lejanos formarán parte, de ahora en adelante, de su geografía interior y le ayudarán a reenco~trar el centro de la casa, constituido por el corazón del padre. MIentras que el otro, que sólo conoce el camino que une la casa con los campos y viceversa, corre el riesgo de no encontrar nunca ese cen­tro y de permanecer «en el umbral».

En el umbral

«No quería entrar». Cuántos cristianos, que dan la impresió.n de moverse con desenvoltura en la casa, de ser de ca~a ... en reah­dad están en el umbral, quizás charlando con los cnados (o mur­murando «entre criados»), sin haber «entrado» n~nca de ,,:~rdad.

Discusiones, polémicas, prácticas, precedencIas, atencIOn des­mesurada a cada uno de los puntos de la doctrina y de l~ ~oral -dejando de lado la ley fundamen~al.del amor-, pr.eocupa~IOn o.b­sesiva por cosas marginales, extenondad, celebraCIOnes tnunfahs-

246 Las parábolas de Jesús

tas, caza de presuntos herejes, extenuante s batallas contra presun­tos enemigos, localización de presuntos complots, proceso a los hermanos que tienen el grave inconveniente de no ser como ellos búsque.da ávida de la m!lagrería a toda costa, envidias, celotipias; mezquIlldades, denuncias de peligros imaginarios, devocionalis­I?os (en perjuicio de la lectura de la palabra de Dios), intelectua­hsmos complacidos y ostentosos ... Se permanece en el umbral en la periferia de la casa. No se penetra en el centro del cristianis:no no se camina hacia el corazón del mensaje. También porque jamá~ se ha descubierto este centro y este corazón.

Estar en el umbral equivale a vivir en la artificiosidad, en la apariencia. Estar en el umbral significa hacer apología de uno mis­mo más que celebrar las maravillas del Padre.

En lugar de vivir el cristianismo, se recita (el mayor es un in­igual~?le «recitador» y replicador), ateniéndose a un guión fijo, repetItivo.

Paradójicamente, ese infatigable trabajador, volcado en la casa y el trabajo, es un hombre que juega a ser cristiano. Sin naturali­dad, espontaneidad ni alegría. Con una seriedad que llega al ridí­culo .. Con el agravant~ de que, estando en el umbral, no sólo no en­tra, SIllO que se conVIerte en estorbo e impide a otros entrar. «¡Ay de vosotros, maestros de la ley y fariseos hipócritas, que cerráis a los demás l~ puerta del reino de los cielos! Vosotros no entráis, y a los que qUIeren entrar no los dejáis» (Mt 23, 13).

Un cuadro

Creo que el comentario más espléndido a la parábola lo ha ex­puesto un pintor, Rembrandt. El cuadro se encuentra en la ermita de San Petes burgo; es algo turbador en su dulzura y dramatismo. La escena está dominada por la figura majestuosa del padre. En­vuelto en una capa roja, parece esconder y dar cobijo al hijo des­I?oronado, de rodillas delante de él. Lo vemos sólo de espaldas, tiene la cabeza sepultada en el seno del padre. Impresiona su ves­tido amarillento, desteñido, desgarrado, las chanclas rotas.

. El r~stro del padre irradia felicidad, a pesar de que tiene los OJos casI apagados por el llanto.

Son impresionantes sobre todo las manos del viejo apoyadas sobre la espalda del hijo, en un gesto de gran ternura, pero también de fuerza (para impedirle que se vaya de nuevo, o quizás para de-

El hijo pródigo 247

fenderlo de la curiosidad o del juicio despectivo de los demás, en particular del hijo mayor que destaca,. ~ívido, al fon~o). Parece que llueve una luz misteriosa, venida qUien sabe de donde, sobre las

dos figuras principales. . . Entiendo que un cuadro como este pueda cambIar la VIda de

una persona. Como de hecho sucedió, por ejemplo, en el ca~o ~e Henry Nouwen, el cual ha contado su sobrecogedora experIencia

en un sugerente libr03.

Una narración

De la pintura a la literatura. Anouilh, en una de ~us págin~s, ex­pone la idea que él se hace del juicio universal: los Ju~tos est~n a la puerta del paraíso, una masa compacta de gente que tiene prIsa por entrar convencida de que tiene un puesto reservado, anSIOsa, res­pirando impaciencia. y de pronto, se difunde un rumor entre ellos: «. Parece que va a perdonar también a los otros!».

I Por unos momentos quedan como paralizados por l~ sorpresa, mudos. Después, miradas airadas, bufidos. Rasgan el alre com~n­tarios ácidos, protestas indignadas. «No valió la pena .. '»'. (:SI lo hubiese sabido ... ». La bilis se desborda. Explotan en maldICiOnes contra Dios. Y son condenados inmediatamente.

El juicio se ha llevado a cabo: se han condenado, se han exco­mulgado. El Amor se ha manifestado en toda su fuerza provoca­dora y se han negado a reconocerlo y aceptarlo.

El tiempo más largo

«A los pocos días ... ». .... Pero aquellos pocos días deben haber Sido un tiempo mterml-

nable. Tiempo de sufrimiento cada día más intolerable para el pa­dre. Tiempo de malestar, de fastidio para todos en la casa. Espe-

cialmente para los dos hermanos. . ' Habrán intentado evitarse, inventando mil argucias ~ara ~,ue

sus itinerarios no se encontrasen. Era dificil, en aquella. srtu~ClOn, afrontar un cara a cara. Imaginémoslos en la mesa. Un silenciO pe-

3. H.1. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo: meditaciones ante un cua­

dro de Rembrandt, Madrid 2002.

248 Las parábolas de Jesús

sado, un mirarse a hurtadillas (o incluso de reojo), un ignorarse de una manera ostentosa.

y ~l mayor, que siempre que le ve piensa bufando: «¡Este no ~~ deja en pa~! ... ¿Por qué no se decide a marchar de una vez, pu­nfICando el aIre y cerrando definitivamente este feo asunto? .. ».

y el padre que suplica silenciosamente: «Lo que vas a hacer, hazlo cuanto antes ... » (Jn 13,27). Como sintiendo el ansia de que el pecado no dure demasiado, que la ruptura se consume pronto. Para que no se prol~gue más este desgarrón. Para que pueda final­mente comenzar el tIempo de la espera, la estación de la esperanza.

¿Dónde está la madre?

Se ha hecho notar que en la parábola falta la figura de la ma­dre. Proba?lemente tiene razón D. M. Turoldo cuando afirma que la p~esencIa de la madre habría sido «contraproducente». En el sentIdo de que el mensaje de la parábola habría terminado por re­sultar falseado por el sentimentalismo y por el romanticismo del que está? fatalmente enfermos muchos devotos. Con la madre de p~r medIO, el éxito hubiera sido seguro, el eje de la parábola se ha­bna desplazado y toda la aventura habría quedado envuelta en una atmósfera dulzona.

En realida~, toda la parábola,e~tá centrada en el amor del pa­dre, es revelacIOn de este amor «umco». «¡Ay, si hubiese estado la ~adre! ... », suspiran algunos. Pero no era necesario. La madre, en c~~rto modo, ~stab~ presente. En efecto, Dios es padre, pero tam­bien ,madre .. SI ~ubler~ estado la figura materna junto a la paterna habnamos ,sido Inducidos a pensar que Dios es solamente padre. , En~endamonos. El amor del padre no cubre simplemente el va­

CIO ~eJado por la ausencia de la madre. Al contrario: revela la pre­senCia de la madre. Es presencia de la madre.

Deseo de fraternidad

. Es muy significativo que el pródigo, en el «país lejano», se sienta aferrado al recuerdo nostálgico del padre y hasta de los cria­dos. Pero no hace la más mínima alusión al hermano. No se acuer­da .de él. Su pe~s~miento no ejerce sobre él atractivo alguno, ni si­qUIera .un sent¡ml~nto de celos. El hermano -justo, fiel, exacto, mezqumo, presumldo- no era para él más que una pesadilla.

El hijo pródigo 249

Quién sabe si en la Iglesia, entre todos aquellos qu~ se han ido también «por culpa» de los hermanos, habrá al menos ~lguno que vuelva atraído por el deseo de vivir entre hermanos, ammado por el «corazón en fiesta» de los hermanos que esperan, atormentado por unas incontenibles «ganas de fraternidad».

Palabras lanzadas a la cara como piedras

La narración de la vida del pródigo en el «país lejano» la hace, con palabras desdeñosas y hasta vulgares, .el mayor,. que lanza so­bre el rostro del padre, sin ningún miramIento, caSI con compla-cencia, esa narración. ,

Dice con razón Turoldo: «Mejor no hablar nunca de las pole­micas entre cristianos: ¡qué no son capaces de echarse en ca­ra! ... ». Con frecuencia entre nosotros más que las acciones son las palabras las que «hablan» de la ausencia de fraternid~d. ~alabras malas, duras, que hacen daño y que se echan en cara SIn pIedad. Y rebotan inevitablemente en el rostro del padre.

«Ama al hermano insoportable»

No podemos decir al pródigo: «Conté.ntate. E~ el fondo, el amor que has recibido del padre y que reCibes cO?~Inuamente de él te resarce abundantemente de la frialdad y hostIlidad de tu her­m~no. Por tanto, intenta soportarlo ... ».

El pródigo no puede contentarse c?n el ~m?r que. su padre le muestra e ignorar al otro, hacer como SI no eXistiese. Tiene que lle­gar (también él tiene que cruzar un umbr~l) a amar a aq~el herma­no «insoportable» y que hace todo lo pOSible para no dejarse amar.

Trueque

Uno de ellos puesto en el mal camino por espíritu de aventura. El otro quemado por carecer de fantasía. A los dos les ~alta algo.

Uno necesita no renunciar al gusto de la aventura, SInO encau­zarlo en la dirección justa. El mayor ha de unir a la obediencia un poco de creatividad. .,

Hay que impedir que se vuelva a la normalidad. Despues de esa aventura, los dos hijos tienen que caer en la cuenta de la nece­sidad de crecer.

250 Las parábolas de Jesús

Hay que superar la oposición entre aventura y seguridad. La ca­sa no puede ponerse patas arriba por la anarquía desenfrenada P _ ro tampoco d d . e pue e que ar aplastada por la «regularidad» (también el padre, en el fondo, es un «irregular» ... ).

Conversión y búsqueda

1 Alyegar aquÍ, podemos puntualizar el mensaje fundamental de a pa~abola ~e Lucas en referencia a la conversión y a la búsqueda

de DIOs. I?e~o la palabra a dos agudos especialistas. «El prodIgO obtiene la salvación dejándose encontrar por Dios'

~l hombre ~ncuentra la salvación cuando Dios se convierte en su~ J~~O de la busq:reda» (F. Bovon). «Los hombres encuentran a Dios ~ o ~orq~e DIOs los h~ encontrado. 0, más exactamente, porque

lOS Jamas los ha perdIdo» (A. Maillot).

Pistas para la búsqueda

Gente que se asemeja al hijo mayor

La par~bola fue dirigida a hombres semejantes al hermano ma­¡or, es decIr, .a es?s que se escandalizan del evangelio. Para llegar­e~ a la cOnCIenCIa, les dice Jesús: «Así de grande es el amor de

DIOs par~ con sus hijos perdidos, y vosotros sois tristes, duros in-gr~~o~ Y JUs~os a vuestros ojos. ¡Sed también misericordiosos' "No ~eaIs ms~nslbles! Los muertos de espíritu resucitan; los que ~~da-

an perdI~os encuent~~n el hogar; ¡alegraos conmigo!». La ~~rabola del hIJo pródigo no es, en primer lugar, una pro­

clamaclOn de la «buena nueva» a los pobres, sino una justificación de l,a «buena nueva» frent~ a los que la critican. La justificación de Jesus es que el amor de DIOs es ilimitado (l. Jeremias)4.

Dios es así

La pará?ola describe en magnífica sencillez: así es Dios tan bueno, tan md~lgente, tan lleno de misericordia, tan rebosan;e de amor (l. Jeremlas)5.

4. J. Jeremias, Las parábolas de Jesús Estella 1997 5. lbld. '.

El hijo pródigo 251

Laguna psicológica de la narración

A pesar de la indulgencia con se trata al hijo menor, el padre no parece que sea débil o viejo. La dirección de la propiedad está aún en sus manos y el mismo primogénito siempre tiene que entendér­selas con él si le entran ganas de organizar una fiesta con sus ami­gos (v. 29). Entonces ¿cómo es tan flexible a las exigencias del más joven de sus hijos? La parábola es parca en este punto, sólo nos permite imaginar. Pero no viene al caso pensar que en la peti­ción de su hijo él vea sólo un justo deseo de conquistarse una po­sición autónoma y que, por tanto, siga su salida de casa con el áni­mo complacido de quien sabe que es un hijo activo y animoso.

El hijo no se ha mostrado necesariamente avaro con él; quizás sólo le ha pedido ese tercio de la herencia que por ley le tocaba y que el padre puede adelantar mientras aún vive. Es verdad, sin em­bargo, que la narración gana mucho en eficacia si interpretamos el gesto del hijo como síntoma de un ánimo turbado, poco sensible al amor, deseoso de aventuras. Primeros indicios del extravío cuya gravedad quizás el padre adivina ya y al que cree que no puede oponerse eficazmente. Pero tal vez haya otras explicaciones. La la­guna psicológica de la narración sobre este punto se debe al hecho de que el relato describe sobre todo la vuelta, la conversión. La marcha, el extravío es el dato que hay que asumir: no importa mu­cho por qué el padre no ha podido impedirlo (L. Algisi)6.

Reunir a ambos perdidos en la ji'esta del amor

Lafigura central del relato (aunque no sea siempre el protago­nista) es el padre. Él da unidad a las historias de ambos hijos; su amor incontenible le empuja a correr al encuentro del menor ya invitar al mayor a deponer su justicia y a celebrar la fiesta juntos.

El padre de esta parábola remite a Dios. Con más precisión: el amor que narra es el amor de Dios, y en este sentido en ella «el rei­no de Dios» se hace lenguaje «en cuanto amor que se realiza» (JÜngel). Desde el punto de vista del amor es obvio que el padre colme de gestos de afecto al hijo reencontrado. El amor de Dios como perdón triunfa sobre el pasado del hombre, y como invita­ción a la fiesta común triunfa también sobre la justicia del hombre.

6. L. AIgisi, Ges¡{.e le sue parabole, Casal e Monferrato 1963.

252 Las parábolas de Jesús

La parábola, enseñando a aquel que estaba perdido a hacer lo más obvio, volver al padre, se convierte, si alcanza su objetivo, en un evento del amor divino. Y si logra disuadir al airado de su jus­ticia, también para él se hace evangelio. El amor de Dios quiere reunir a ambos «perdidos» en la fiesta del amor.

Así pues, en esta parábola el amor de Dios se hace tan cercano al hombre que hace a este, por una parte, más cercano a sí mismo (redescubriéndose hijo) y por otra, a la vez, más cercano al otro hombre (redescubriéndole hermano). El evento de este amor irrita al mundo porque el mundo no prevé el perdón7

• Pero precisamen­te como amor provocador renueva el mundo (H. Weder)8.

Nadie es excluido de la fiesta

Los fariseos, personificados en el hijo mayor, siempre están c.ercanos a Dios, se saben de memoria la ley, le rezan, pero en rea­lIdad no lo conocen y no entienden absolutamente nada. Lo que est~ por suceder es la gran fiesta de los pobres, en la que quien ha temdo hambre ahora puede comer hasta hartarse y quien se ha vis­to .obligado a vivir en una pocilga recibe el vestido de fiesta y el a~Illo en el dedo. Pero el hijo mayor es un envidioso, porque que­ma que fuesen recompensados sus servicios (su obediencia) y no admite que sea gratificada la persona en cuanto tal.

Pero la fiesta no excluye al hijo mayor (o sea, a los fariseos y clases acom?dadas), porque también él está invitado a participar con todos. Sm embargo, quien conoce la arraigada mentalidad cla­sista y jerárquica de los bienpensantes sabe que es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja que para un privilegiado alegrarse.?or la abolición de todo privilegio. Pero el padre invita a los dos hIJOS al banquete, y también Jesús invita a sus adversarios a la fiesta de la salvación, la liberación y la igualdad (A. Comba)9.

No tiene necesidad de trabajo, sino de libertad

. Los oyentes de la parábola sabían bien que un hijo podía pedir, mcluso antes de la muerte del padre, su parte de la herencia: al hi-

7. Los df!s hijos lo subrayan de una manera diferente: uno ya no es capaz de verse como hiJO; el otro no sabe lo que es perdonar a su hermano.

8. H. Weder, Metafore del Regno, Brescia 1991. 9. A. Comba, Le parabole di Gesu. parolaper l'uomo d'oggi, Torino 1978.

El hijo pródigo 253

jo menor le tocaba un tercio de los bienes, al hijo m~yor el doble. Muchos jóvenes dejaban Palestina y emigraban. En tIempos de J e­sús gran parte de los hebreos vivía en la diáspora. Muchos oyentes seguramente habían experimentado el drama de aquel pad:e q~e veía partir al hijo. Pero en la parábola se cuen.ta algo t.odavIa mas doloroso: el hijo joven parte no porque necesIte trab~Jo (el pa~re es rico, tiene campos y trabajadores), sino porque qUIere ~na VIda independiente: estar en casa es para él como una esclavItud (B.

Maggioni)10.

¡Qué dificil es convertir a unjusto!

Si al pecador se le trata de esa manera, ¿para qué sirve ser jus­to? Aquí es donde se ve lo distinta que es la postura d~l padre de la del hijo mayor. Este se resiente ante el padre y no qUIere entrar en casa; sin embargo, el padre no se enfada con él, sal~, va a su en­cuentro, le ruega y lo llama «hijo mío». El padre qUIere a los. ?Os hijos. Escucha las razones del hijo mayor y las refuta: es un dIalo­go en el que el parabolista se detiene, quizás para recordarnos que a veces la conversión del justo es más dificil que la del pecador.

El padre intenta hacer comprender a este su hijo fiel -desde siempre en casa y sin embargo tan lejos de él- tres cosas:, que no se le ha quitado nada de lo que le corresponde ~ «todo lo. mIO es tu­yo»); que ha podido gozar siempre de la tranqUIla segun~~d de es­tar con el padre (<<tú estás siempre conmigo»); y que el hIJO que ha vuelto no es un extraño, sino un hermano (<<tu hermano») (B.

Maggioni)l 1 •

Los dos tienen un concepto equivocado del padre

El mismo amor que ha empujado al padre a correr al encuen~~o del hijo menor, lo ha empujado después a salir y a ~ogar al hIJO mayor para que no insista en sus quejas y celebre la ~I~sta con t~­dos. El padre desearía reunir a los dos hermanos,. umendoles a ~l y entre ellos. Es más, quisiera que ambos descubnesen su paterm-

dad y su fraternidad.

10. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992. 11. ¡bid.

254 Las parábolas de Jesús

Un padre que te espera siempre

El elemento fundamental es ue e . siempre, de otra forma no tendríaqsenti~~t~.un padre que ~e espera car, porque tú no te alejarías de nada si no ~p~rmanecder fIe} ll1 pe-

El Aní" 11 eJaras na a atras nología q~!~~ c~~::~oC~~ads;~:re para el ~e.~ado una t~rmi-hacia, respecto a»): los verbos del pe~a :re~osIClOn le-: «contra, pecto a» Dios, nunca se trata de un a dO sIempre son «con res­a una pers l' peca o neutro. Es una ofensa

ona, es go pear sIempre a un padre: Dios CG. Ravasi)13.

La conversión viene después

Normalmente se dice que D' d . En realidad Dios es el Perá . lOS per ona. a qUIen se arrepiente. davía permanece cerrado a

on que. en~elv~ Incluso a aquel que to-

su mIsencordIa El padr b zarlo, no espera las palabra d 1 h" . e, para a ra-hambre que por amor Este Sabe IJO q~e vuelve a casa más por el . . razo sera el que suscita . 1

SIva conversión CM. Castelli)14. ra a progre-

No es un tribunal

12. ¡bid.

i!' ~ Ravasi,ll Vangelo di Luca, Bologna 1988 . .' Castelll, Le parabole delta misericordia . 1 .

1991, tesma de licenciatura dirigid I ti ne Vangelo dI Luca, Fribourg 15. ¡bid. a por e pro esor Sandro Vitalini.

El hijo pródigo 255

Rechazados por la sociedad de los «puros»

¿De qué vale ser absueltos en la confesión, ser liberados de la prisión o salir del mundo de la droga y de la prostitución, si des­pués no se sienten acogidos por la sociedad de los «puros»? (M. Castelli) 16.

Abuso en relación a los bienes

El pecado verdadero y propio se narra de una manera sorpren­dentemente discreta: se habla sólo de una vida disoluta y del de­rroche de los bienes ...

W Grundmann ve el fallo no en el campo de la moral, sino en el de la religión: «Su pecado consiste en la infidelidad respecto a los bienes que el padre le había confiado para la vida; pero esto corresponde a la visión que Jesús tenía del pecado, definido por él como abuso e infidelidad en relación a cuanto se le ha confiado» (1 Ernst)17.

Mensaje para los rigoristas

El modelo incomparable que el parabolista propone a sus oyen­tes y Lucas a sus lectores, es el padre del hijo pródigo, después del buen pastor y la mujer de la moneda. El verdadero creyente es el que pretende acercarse desde su grado de entrega y de amor a cuantos vuelven al puerto después de un largo naufragio habiendo sorteado peligros análogos. No hay que mirar a los méritos o de­méritos, sino a sus necesidades reales.

Es posible que la comunidad de Lucas encuentre en sus filas ovejas descarriadas y algún hijo pródigo; en vez de turbarse, hay que ponerse a buscarlos o a esperar confiados su vuelta. Tampoco, desgraciadamente, faltan los rigoristas, los puritanos dispuestos a condenar al ostracismo a cuantos provienen de un pasado poco limpio, pero ellos han de saber cuánto se han alejado de la línea de Cristo (O. da Spinetolli)18.

16. ¡bid. 17. 1. Ernst, Il Vangelo secando Luca, Brescia 1985. 18. O. da Spinetoli, Luca, Assisi 1982.

256 Las parábolas de Jesús

Dios ha fracasado en la educación de sus hijos

Dios ha fracasado en su educación. No ha conseguido hacer comprender a sus hijos (porque el mayor también forma parte del mismo grupo) que los quería. No ha logrado comunicarles su amor.

A pesar del mutismo de Cristo al respecto, aquí se plantea una terrible cuestión. Hemos de preguntarnos si un amor verdadero no está condenado, en un primer momento, al fracaso (A. Maillot) 19.

En otro lugar y mañana: las dos grandes palabras de la nos­talgia humana

El pródigo quiere irse ... a otro lugar, a una región lejana. ¡Otro lugar! ... «Otro lugar» es siempre el reino de la libertad. «Otro lu­gar» y «mañana» son las grandes palabras de la nostalgia humana. La felicidad está siempre en la magia de lo lejano y de lo futuro. Pero esta nostalgia resulta ambigua.

Negativa, porque representa el rechazo de lo que se tiene y de lo que existe. Positiva, porque expresa la convicción, bien radica­da, de que el hombre es siempre algo más que hombre.

Demoníaca, porque viene de la serpiente y de sus promesas. Divina, porque brota del hecho de que llevamos en nuestro ser pro­fundo la imagen de Dios.

El texto revelará ciertamente que el verdadero «otro lugar», el único «otro lugar» donde por fin nos encontraremos a nuestras an­chas, es precisamente la casa del padre. Pero no por esto hay que maltratar a nuestra nostalgia.

Es nociva en tanto en cuanto lleva a los hombres a no aceptar nada, a rechazar todo aquello que les rodea, a no contentarse nunca con nada ni nadie, pero también puede resultar beneficiosa cuando les permite dar en la propia búsqueda un paso hacia delante.

Es nefasta en tanto en cuanto les proyecta solamente hacia el futuro haciéndoles renegar del presente, pero es beneficiosa cuan­do les permite tener una noción dinámica de este presente ...

Esta nostalgia es rechazo del padre, pero también, quizá, espe­ra del padre ...

Hay que aceptar lo que existe para ponerse en camino. Amar lo real nunca significa idolatrarlo.

19. A. Maillot, Les paraba les de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973.

El hijo pródigo 257

He ahí por qué la nostalgia puede ser beneficiosa. S! ~onerse en camino es cristiano, la fuga es satánica. La lucha es cn~tIana, el sueño demoníaco. Encontrarse con la Iglesia, con la propIa parro­quia es un don que Dios nos hace. Abstenerse, refugIarse en la re­gión' ideal es un acto de cobardía y una esclavitud (A. Maillot)20.

«Filiación» insatisfecha

He ahí el momento en que para el pródigo se disuelve la gran ilusión de la gran región. Es la hora de la «falta», y en la q~e aquel país lejano que parecía prometerle una ~yuda para convertirse ple~ namente en sí mismo, le revela que alh, en ese «otro lugar», sera para siempre sólo un hombre a medias, un hombre frustrado.

Ciertamente no todos los hombres se dan cuenta de esto, pero su búsqueda de todas las felicidades posibles (inclus? la del co~­fort), sus deseos de un mañana mejor y hasta sus evasIOnes de ~aJa ley (alcohol, drogas) demues~ran ~ómo sient~n la.«falta», ~ con;~ su filiación inalienable queda msatIsfecha aqm abajO (A. Mmllot) .

La prueba

Es necesario preguntarse por el papel pedagógi~o de la p~ue­bao .. Cierto que en los momentos fáciles la memona se atenua y nada nos para. Nos consideramos casi dioses. N~s tenemos por pro­pietarios, creadores. Y si aún concedemos a DI?S el. derech~ a ~n pequeño culto, a una breve oración, es más por ntuahsmo rutma~1O que por convicción. En el fondo, lo rel.egamos ~ los már?enes. DIOS se convierte simplemente en un asalanado a qmen escatimamos ca­da día más la paga. Se reduce un poco a ser el abuelo q~e. es rele­gado primero a la habitación más est~echa, más tard.e al atIco, des-pués a la buhardilla, para mandarlo f¡~almente al asIlo. .

Es precisamente en el punto culmmante de esta eufona cuan­do despunta la prueba. Y esta prueba, de una manera muy c,on.cre­ta, nos hace tocar con la mano nuestra verdad, nuestros hmlte~, nuestro estatus de criatura. Y entonces hace que el hombre SUSPI­re por la casa del Padre (A. Maillot)22.

20. ¡bid. 21. ¡bid. 22. ¡bid.

258 Las parábolas de Jesús

Menos y más

¿Qué significa «entonces entró en sí mismo»? (v. 17). Sin duda significa reencontrar lo que Pascal intentaba decir cuando afirmó que «lo que más falta al hombre es entrar en la propia cámara». Significa huir de todas las distracciones, las ideologías, los catecis­mos estereotipados, los eslóganes, para plantearse de verdad la pre­gunta del salmo 8: «¿Qué es el hombre?». O sea: «¿Quién soy?». Y así reencontramos fatalmente la sentencia pascaliana: «Soy menos que yo, y sin embargo soy más que yo».

Entrar hasta el fondo de sí mismo significa descubrir una sor­prendente grandeza prometida, disfrazada de una extraña peque­ñez; un terrible esplendor y una irrisoria bajeza. Significa descu­brir que somos muy pequeños, pero llamados por algo (o alguien) infinitamente grande. He ahí el descubrimiento del menor. Ve que es menos que un asalariado o un mercenario, pero sabe que es un hijo (A. Maillot)23.

Solamente ante la cruz ...

Podemos incluso admitir que exista una memoria oscura, un suspiro desesperado. Pero no son suficientes para encontrar la ca­sa del Padre. Es verdad que, como este hijo, el hombre conserva una memoria de lo que era, una intuición de aquello en que debe convertirse, pero no sabe de verdad quién era ni quién debe ser.

Únicamente la fe podrá enseñárselo. De manera que no pode­mos basamos en esta memoria para reconducir a los individuos a la casa del Padre. Tenemos que predicar la casa del Padre, y nada más que eso: solamente entonces el hombre recuperará su memoria.

Sin duda, el hombre se acuerda de algo y de alguien, pero no sabe precisar exactamente de qué y de quién; ni siquiera es cons­ciente de acordarse. Cierto, cada hombre se muestra sensible a es­ta laceración a causa de la cual no logra reconciliar al hombre ma­ravilloso y al individuo sórdido que descubre en sí cuando penetra en el fondo de sí mismo. Pero esto no lo reconduce necesariamen­te a la casa del Padre.

En efecto, al final (como Pablo en Rom 7, que reinterpreta to­da su experiencia anterior) no se descubre de verdad y plenamen-

23. ¡bid.

El hijo pródigo 259

te este cisma más que cuando se ha terminado. Solamente delante del Cristo que nos reconcilia con nosotros mismos, podemos cap­tar de verdad nuestra animosidad y nuestra agresividad hacia no­sotros mismos. ¡Sí! Es ante nuestra salvación cuando podemos captar la profundidad de nuestra perdición. Cuando nos reencon­tramos es cuando descubrimos de verdad que estábamos perdidos.

Únicamente ante Cristo crucificado, que asume en sí toda per­dición, puedo aceptar con lucidez mi pecado, mi fuga, sin verme aplastado por ellos. Solamente ante la cruz puedo verme sin tram­pear y sin intentar huir de mí mismo.

Esta es la razón de por qué no hay que basarse en este texto pa­ra transformar la predicación cristiana en dos tiempos o en dos episodios: el primero, el que ayudaría a los hombres a explorar su memoria y su perdición, para administrarles después, en un se­gundo tiempo, el remedio o la medicina: Jesucristo.

¡No! Hay un único tiempo en la predicación cristiana: Jesu­cristo. Sólo existe para los hombres un medio de conocer su salva­ción y, a la vez, su miseria: Jesucristo.

En efecto, Jesucristo es, al mismo tiempo, el descubrimiento de nuestro pecado y de nuestra liberación, de nuestra filiación perdi­da y de nuestra filiación encontrada, de nuestra hambre y de nues­tra saciedad, de nuestra angustia y de nuestra paz. Esto nos permi­te encontrar la luz acerca de ese famoso arrepentimiento del que tanto (quizás demasiado) se habla a propósito de esta parábola.

El arrepentimiento no es la puerta por la que se entra a la fe, si­no que ya es fe. No es ese anonadamiento infernal y vacío, ni tam­poco esa caída infinita en los abismos sin fondo de la desespera­ción; sino un reconocer a posteriori que nos encontrábamos lejos de Jesucristo.

Por otra parte, en esta parábola no se utiliza el verbo «arrepen­tirse». Se emplea más bien el verbo «levantarse, alzarse». Cuando al final leemos: «estaba muerto y ha vuelto a la vida», no podemos menos de vislumbrar una alusión a la resurrección.

Reencontrar la casa del Padre es ya una resurrección. ¡Pero ninguno jamás ha resucitado con la propia fuerza y tampoco con el vigor del propio arrepentimiento o de la confesión de los propios pecados! (A. Maillot)24.

24. ¡bid.

260 Las parábolas de Jesús

Basta un paso

Es suficiente «mojar el dedo en agua bendita». O sea, basta dar un paso, sólo uno, pero verdadero, hacia la casa del Padre; es su­ficiente balbucear la primera sílaba de la palabra Papá. Y entonces Dios es tocado en sus entrañas, y termina su silencio. Dando un solo paso en la dirección hacia el que ha hecho todo por nosotros, le restituimos las piernas. Diciendo una sola palabra, le restituimos la palabra.

Para restituir a Dios su poder, antes tenemos que reencontrar su amor (A. Maillot)25.

Consolemos al hijo mayor

No debemos criticar al hijo mayor, sino más bien compadecer­lo, consolarlo más que rechazarlo. En efecto, él no sabe 10 que sig­nifica amar.

Escuchémosle: «Hace ya muchos años ... ». He ahí 10 que es para él la única relación padre-hijo. Una cifra. No un corazón, si­no una agenda y una calculadora. No vive con su padre, y menos para su padre. Cuenta. Cuenta sus buenas obras, sus servicios, los años de trabajo. Sus relaciones con el padre no son otra cosa que órdenes y esclavitud, mandato y obediencia. Se ha quedado en ca­sa, sí, pero como un esclavo. El padre está hecho para mandar, el hijo para obedecer. ¡Es la ... ley! Dios existe para hacerse obedecer y el hombre para inclinarse. ¡Es la ... ley!

Entonces, no nos sorprenderá la frase de reivindicación: «Nun­ca me diste un cabrito ... ». No sólo este hijo tiene un lenguaje de intercambio, de mercader, sino que ni siquiera ha entendido su si­tuación real. Ni siquiera sabe que es propietario de todo lo que queda, también del ternero cebado ... El padre se encargará de re­cordárselo: «Todo lo que era mío es (ya) tuyo».

Pues bien, el mayor nunca se ha dado cuenta de esto, nunca se lo ha creído. Nunca ha tenido el coraje de tomar 10 que le pertene­cía, ni siquiera el cabrito. No se ha creído que de verdad el padre se había despojado a favor de los hijos, y que él, el primogénito, era rico, rico de una manera fabulosa, increíblemente libre. La li­bertad -y es inevitable- le resulta tan extraña como el amor.

25. ¡bid.

El hijo pródigo 261

Para el fariseo, a quien Cristo tiene presente aquí, Dios es el amo, el gran rey, mientras el hombre queda como esclavo o como sujeto cuyo único derecho es el de dejarse matar. El fariseo. no sa­be que Dios hace de él un ser responsable, verdaderamente. hbre en la casa de su padre. Quedándose en casa, ha quedado baJo la ley (A. Maillot)26.

Tú nos salvas dejando que nos perdamos

«El hijo pródigo» es una gran parábola, ante la cual las «come­dias» del genio son como la casa del melonero. ¡ Y qué esfuerzo para decir 10 que Jesús cuenta como la más común de las.aventu­ras! El hombre necesita muchas cosas y muchas palabras para de­cir poco o nada: Dios con nada dice todo. En la página del «Hijo pródigo» hay bastante más que en las cuatro o cmco obras maes­tras que saben de la agonía más alta del entendimiento humano, y de una manera que aquellos no supieron ni podían saber, y con una conclusión que apenas estos podían sospechar: la salvación ...

Leyendo la parábola escucho y me escucho: le pido a él y me pido a mí, siempre en mi nombre; me pongo ?e rodi.llas y me .doy golpes de pecho; me alejo y vuelvo sin repetIr el mIsmo cammo; me visto de púrpura y me envuelvo en el fango; banqueteo como el «epulón» y envidio el comedero del cerdo; me averg~enzo de estar como un hijo en la «casa» y me felicito por ser acogIdo como el último de los criados ... Doy el portazo como quien tiene abier­tas ante sí moradas lujosas; me acerco furtivo y tembloroso a la vieja puerta de casa con el recuerdo vívido del fuego del hogar, vislumbrado a través de una rendija.

Cada uno se siente de vez en cuando, y en el mismo momento, pródigo y mayor: en el camino que va o e~ e~ de vuelta; ante }a agonía o la alegría difusa del Padre; con elmflerno en el cor~zon y las primeras notas de la fiesta que incluso se canta en el cIelo, por ese que antes estaba muerto y ahora ha resucitado. .

-Padre, no soy digno ... pero acepto tu abrazo, tu vestIdo nue­vo tu anillo, tus sandalias. Soy el eterno mendigo de tu amor; el et~rno despreciador de tu amor. Soy tu agonía; soy tu alegría .. Soy tu hijo ... Los hijos son así. .. Tu don, ¡oh Padre!, es demasIado grande para el corazón de la criatura .. , y rebasándolo parece per-

26. ¡bid.

262 Las parábolas de Jesús

derse, mientras hace como el agua que las hojas no logran detener porque las raíces la necesitan.

Tú nos salvas no haciéndonos caso; tú nos re encuentras a lo largo de cualquier descarrío, porque en todos los caminos está el signo indefectible de tu sangre; en cualquier desvío la huella in­confundible de tu cruz.

Por ahí pasa el amor. Sólo los hombres que no creen en el amor no pueden creer en los caminos de tu salvación. «Et nos credidi­mus charitati» (P. Mazzolari)27.

Nuestra historia

Quiero al pródigo. A pesar de su inconfundible personalidad, el pródigo es legión e historia: una historia que es humanidad san­grante y radiante de gozo, en la que el cielo una vez más se corona a través del rostro dulcísimo del Padre. Es nuestra historia, la de cualquier alejamiento, la de cualquier exilio, la de cualquier retor­no (P. Mazzolari)28.

Cosas que sólo se pueden decir de rodillas

La crítica interna no se puede conducir con los criterios de la externa: sobre todo el ánimo. Es una cosa totalmente distinta.

Hay cosas que sólo se pueden decir de rodillas y llorando, y a quien consigue decirlas así no se le debe juzgar como hijo menos devoto que ese otro que sólo aplaude. Para cubrir el vacío de la fe, no hay otro camino que hacer ruido.

Alguno hace con excesiva facilidad el paso de Cristo-persona a Cristo-Iglesia, de una humanidad salida del vientre purísimo de María Virgen a una humanidad donde estamos todos nosotros, con nuestras tristezas (P. Mazzolari)29.

¿Mejor pocos que buenos? ...

¿ Qué hace el mayor para acortar el camino al hermano inquie­to y aventurero? Nada: todo 10 más habrá hablado con esa el 0-

27. P. Mazzolari, La piu bella avventura, Brescia 1934, Bologna 1979. 28. ¡bid. 29. ¡bid.

El hijo pródigo 263

cuencia incauta e inexperta de muchas buenas personas, la cual termina embrollando más las cosas, porque el desconocido deni­grado tiene una fascinación irresistible. ¿Qué hizo para buscarlo por los caminos del mundo? Nada. Para él estaba ya muerto, y me­jor así, porque en caso contrario hubiera puesto en peligro la tran­quilidad de la casa. El orden es el bien supremo. Fuera, pues, las ramas secas, fuera los conflictivos. Candad las puertas; atención a las ventanas; levantad los puentes. Si escribe, no le contestéis; si se ha arrepentido, que se quede donde está. Pensemos en estar noso­tros sanos. Apretémonos en torno al hogar; ahora tenemos más es­pacio ... Peor para éL .. Los alocados están mejor fuera y lejos.

y se hace apostolado «en familia»: elogiarse mutuamente; re­petirse continuamente «¡Qué bien se está!», para ver si logran per­suadirse de ello; despedir a quien no pone cara alegre con la con­soladora excusa de «pocos, pero buenos» ... Con tal de que no se llegue al inadvertido «mejor pocos que buenos», con funesta e in­voluntaria sinceridad, a un personaje que conozco (P. Mazzolari)3°.

Esos que siempre llegan porque no se mueven

El mayor quiere hablar. Escuchémosle. «¿Qué necesidad hay de correr tras de estos? ¿No veis adónde llegan? Van. Hacen ... y después, se ven obligados a dar marcha atrás». «Nosotros siempre tenemos razón. Nosotros, que no nos movemos, siempre hemos llegado; nosotros que no cambiamos, estamos siempre de moda. ¡Que el mundo se rompa la cabeza! Las cabezas o se asientan por sí mismas o nadie las ajusta» (P. Mazzolari)31.

El cabrito, o sea, el privilegio

¡Es una gran tontería negar a los cristianos de hoy una migaja que es suficiente para contentarles! ...

Un puesto distinguido en el cortejo; un poco de consideración; la invitación a una ceremonia; una hermosa función con Te Deum ... ; un elogio; un número en el protocolo; ¡un presentar ar­mas!; un intercambio de visitas; un seto alrededor para que estén a la sombra y descansando ...

30. ¡bid. 31. ¡bid.

264 Las parábolas de Jesús

«Nunca m~ diste un ~abrito». El privilegio no es más que un plato de lentejas a cambIO de la primogenitura del amor y de la cruz. El privilegio significa insuficiencia o incapacidad de hacer­se amar por sí mismo (P. Mazzolari)32.

Una caridad. .. caritativa

«Él se enfa?ó y ?o quería entrar. .. 'Ese hijo tuyo, que se ha ~asta~o tu patnmollIo con prostitutas ... '». El mayor tiene razón; tIene mcl.uso demasiad~ razón; ve claro, incluso demasiado claro. Lo que dIce es verdad. El conoce la ley tan bien que nunca ha fal­t~do a mandamiento alguno. Sabe que fuera de casa están las pros­tItutas que devoran juventud y riqueza; sabe que en la casa está la verdad. Pero no sabe que está el amor que es ... todo.

¡Cuántas predicaciones, acompañadas de previsiones amenaza­doras, debe haber hecho al hermano menor antes de su partida! El mayor es un razonador de gran lógica, uno de esos que ven co­rrec~amente, que lle:,an en el bolsillo la «verdad» con todas las ga­rantIas de marca. Sm embargo, no ha logrado «transmitir la ver­dad», mostrarla al hermano para que la conozca.

¿\ue un apó~tol desafortunado o siguió un camino falso? «Mal­heur a la connaIssance sterile, qui ne se tourne pas a aimer» (Bos­suet). Aquí está la equivocación ...

.¡Comunicar la verdad! No existe caridad más grande, porque la c~nd~d es el ~umo de los bienes. Somos viandantes: ¿quién nos in­dICara el cammo? .. Por tanto, verdad y caridad se confunden una vez más formando una misma cosa.

.Pero también la caridad de lo verdadero, como cualquier otra candad, debe ser caritativa. Esta supone no sólo lo verdadero si­no ~an:bién la caridad que lo dispensa ... «Una verdad que n~ es cantatIva, nace de una caridad que no es verdadera» (Francisco de Sales) (P. Mazzolari)33.

El hombre que recita el confiteor

. Cuando Rous~eau y otros me cuentan su pecado, me quedo in­dIferente y aburndo; cuando me lo cuenta san Agustín, me sobre-

32. ¡bid. 33. P. Mazzolari, La piit bella avventura, Bologna 1979.

El hijo pródigo 265

coge, porque junto a la confesión el santo nos pone el reconoci­miento de su culpabilidad y asume el pecado como obra de sus manos esforzándose por echarlo fuera, afirmando de esta manera su nobleza, la cima de su nobleza.

En efecto, el hombre nunca está tan alto como cuando recita, con corazón alegre y humillado, su confiteor (P. Mazzolari)34.

La presa de Dios

Ahora la insatisfacción le hace abandonar la casa; más tarde vuelve a traerle, y de tal manera que la vuelta se convierte en un progreso inestimable en comparación con un permanecer de cual­quier manera. Muchas veces el gesto de volver no es más que el preludio de una declaración de amor. Aquel que, contra la continua tentación de escapar, conquista día a día el derecho a permanecer, permanece de verdad al modo de los hijos.

Estos corazones eternamente desilusionados en la tierra son una presa de Dios (P. Mazzolari)35.

Atentos para no confundir al padre con el hijo mayor

Otra equivocación del pródigo: confundir al padre con el her­mano mayor, a Dios con el hombre.

Equivocación que se perpetúa en la manera de mirar a la Igle­sia, la familia que continúa a la familia de la parábola. Ante todo alejamiento de ella, ante cualquier deserción, aun cuando no lo re­conozcan, muchos se escandalizan ...

Algunos exageran, muchos lo entienden mal, muchos no quie­ren ver, cuando podrían verlo perfectamente, que el corazón del mayor no agota el corazón del Padre; que aquella angustia suya es un insulto y un sufrimiento de la divina liberalidad; que en toda encarnación de la realidad infinita en el límite del hombre, la os­curidad, el contraste, la insuficiencia son signos seguros de una Presencia que sobrepasa al hombre más allá de lo que es capaz de traducir convenientemente lo divino (P. Mazzolari)36.

34. [bid. 35. [bid. 36. [bid.

266 Las parábolas de Jesús

Ha caído la barrera

En la religión, si se está y se resiste, es a condición de sentirse libres. En otros tiempos la opinión pública hacía de barrera en tor­no a la Iglesia. Entonces hacía falta coraje para salirse. La barrera que impedía el éxodo se ha caído; el atractivo de salirse se ha en­sanchado desmesuradamente, de modo que permanecer exige, co­mo debe ser, una determinación personal continua, un acto de vo­luntad consciente que la gracia prepara y conforta (P. Mazzolari)37.

Se lleva a sí mismo

Al volver a la casa del padre, el pródigo se llevará a sí mismo. y cuando el mayor, cediendo de mala gana a los ruegos del padre, entra y ve al hermano pomposamente en el banquete, se le encien­de de nuevo la cólera: «Todo tu mérito consiste en haberte ido lejos y en haber derrochado lo tuyo, y para ti se ha matado el ternero ce­bado; y para mí, que nunca me he separado del padre y jamás he transgredido una orden, ni siquiera me han dado un cabrito para convidar a mis amigos. Y entonces, ¿qué has hecho para que se so­lemnice así tu vuelta? ¿Qué has hecho? ¿Qué has traído?

El hermano, sin perder la compostura, levantó la mirada serena hacia su hermano.

-¿Qué has traído? Entonces el otro, con voz tranquila, respondió: -A mí mismo (P. Mazzolari)38.

¿ y tú no vas a decírselo?

Volver es ... comprender que hay que salir de nuevo. La aven­tura del pródigo tiene otra página; me atrevería a decir que la be­lleza del drama cristiano comienza donde termina la parábola, cuando el pródigo se siente investido de una tarea de corredención.

Un pródigo que se contentase con escapar al naufragio y se sen­tase en el hogar entreteniéndose con pequeñas cosas, jugando al apostolado como hace mucha buena gente, sería la copia empeo­rada del perezoso.

37. ¡bid. 38. ¡bid.

El hijo pródigo 267

Pero el pródigo de la parábola «entra, sale y encu~ntra sus~en­to» (Jn 10, 9), porque él no puede entender el cor~zon de ~nsto como esos que le hacen decir: «¿Ves cuánto te qUiero? ¡Quedate aquí!»; su hablar es otra cosa: «¡Mira cuánto quiero a todos! ¿Y tú no vas a decírselo?» (P. Mazzolari)39.

Simpatía hacia los que son capaces de ponerse en marcha

En esta narración son evidentes las líneas conductoras del mensaje: la conversión como descubrimient?,de la po~ibi~id~d de perderse y de la obstinada voluntad de salvaclOn; el antIfa.nseIsmo, como oposición a un «derecho adquirido», a una herencIa carnal; la simpatía hacia los que se ponen en marcha, esos que «echan abajo el techo», que «alcanzan a tocar la orla del manto», que «se suben a un árbol» en contraste con el orgullo estático de los que

, l' 40 no toman iniciativas porque se creen en su derecho (A. Pao 1) .

La vida de los pollos

Los fariseos pretendían enjaular al hombre y su vida e~ la ley. El fariseo hoy no se resiste a la tentación de manipular la VIda con todos los cálculos de previsión y con las correcciones de lo que no corresponde a la previsión, pero esta ya no es la vida humana, es la vida de los pollos.

Nos parece más «destruida» una vida que, por su armonía, por la ausencia de tensión dialéctica, mantiene a la persona en un bea­to infantilismo satisfecho de sí, capaz de transmitir a los descen­dientes, con el capital ahorrado, el aburrimiento acumulado, que una vida ardiente, quemada, que expresa todo el amor del que. es capaz una persona, a pesar de la irregularida~ del juego y de la In­

mensa ambigüedad de las opciones (A. Paoh)41.

Conversión significa abrir los ojos

También el concepto de conversión está bastante deformado en nuestra cultura cristiana. Conversión significa cambiar de postura,

39. ¡bid. d LB' 1972 40. A. Paoli, La radice del! 'uomo. Meditazioni sul Vangelo i uca, rescJa . 41. ¡bid.

268 Las parábolas de Jesús

cambiar de punto de vista. Pero muchas veces es pasar de un «yo» que se siente «sucio», comprometido con el pecado, a un «súper­yo», esto es, de un «yo descarriado», confuso en la realización de sí como proyecto, a un «yo falso». La ganancia no es grande. Por eso la «persona convertida» oscila entre auto exaltaciones y desa­lientos, entre infantilismos y declamaciones, porque su seudocon­versión consiste en dejar la piel de lobo para ponerse la de corde­ro. Algo impropio de todas maneras.

La verdadera conversión es la que nos devuelve a la realidad, es descubrir lo que somos, aceptar cordialmente lo que somos, y por eso en el evangelio la conversión se representa con frecuencia co­mo un abrir los ojos, un ver. De repente parece que esta pequeña cosa desordenada e incoherente que es nuestra vida está como pe­netrada por un gran amor misterioso, por un «interés» que no está en nosotros, sino en Otro (A. Paoli)42.

Impotencia

Se verifica el fin del tener porque se gasta todo el patrimonio, del valer porque de hijo de rico se convierte en porquero, del po­der porque nadie lo acoge y se descubre en una soledad desconso­lada. El pasar por esta impotencia es la única condición por la que las tres líneas estructurales constitutivas de la persona, el valer, el poder y el tener, se interiorizan, se hacen elementos de la concien­cia en vez de ser instrumentos de la persona (A. Paoli)43.

En Cristo, destrucción por amor

Hacer una comparación entre el hijo pródigo y Cristo parece blasfemo, pero san Pablo dice que en este anonadamiento, en esta «destrucción» se hizo semejante a nosotros. Nosotros llegamos al vaciamiento a través del pecado, mientras que Cristo lo alcanza a través del amor. En nuestra aventura, es la experiencia, son las co­sas las que nos vacían, mientras que en la historia de la encarna­ción es el amor el que mueve a Jesús a vaciarse para «asumir».

El Padre crea (movimiento desde el Padre a la creación; movi­miento que es la manifestación del poder, del valer y del tener del

42. [bid. 43. [bid.

El hijo pródigo 269

Padre). El Hijo re-crea, esto es, asume desde dentro la creación (movimiento desde el Hijo al Padre que pasa a través de la renun­cia del tener, del poder y del valer del Padre) (A. Paoli)44.

Parábola de la relación

El hombre nuevo es el que ha recibido «la capacidad del otro», o sea, la verdadera capacidad de amar. Hay que insistir en que es­ta capacidad de amar es y no es humana, en el sentido de que no la recibimos en una normalidad acrítica como las orejas, los ojos, los sentidos. Nos llega después de la muerte, es la capacidad de los re­sucitados. El hombre nuevo no es el viejo remendado, sometido a una cura de hormonas. Es el muerto que ha resucitado, el perdido que ha sido encontrado.

El padre y el hijo mayor ya no se entienden, porque hablan un lenguaje distinto. Uno habla de terneros, de cabritos, de bienes, de justicia y de injusticia. El padre ha descubierto a la persona que se le acerca. La conversación entre el padre y el hijo mayor es rápida y un poco irónica: «Tranquilo, no te alteres, quédate en tu mundo que nadie te quitará. Déjame gozar de esta alegría nueva, inédita: el milagro del diálogo, la novedad del encuentro».

Un encuentro que es un final y un comienzo, porque ya no se funda en los bienes que hay que compartir, sino que es un viaje de dos pobres. En el derroche del hijo han volado los bienes del padre y se renueva una relación.

Los dos, al empobrecerse, descubren un nuevo valor, el de «to­carse como personas». ¿Qué me importan los bienes? «El muerto ha resucitado, el perdido ha sido encontrado».

No acepto que esta sea «la parábola del perdón», del cabeza lo­ca que las hace de todos los colores y del padre que al final lo per­dona. Para mí es en todos los sentidos la parábola del amor, de la relación. El hijo que marchó de casa no es un «perdonado», es un «resucitado». No es un problema de palabras, sino de visión de sustancia. La «salida del pecado» para un cristiano no es la seguri­dad de estar lavado, blanqueado, es una resurrección, en la que tie­ne que hacerse evidente en un cambio radical en la línea del amor, de la relación. Es recibir «la capacidad del otro» (A. Paoli)45.

44. [bid. 45. A. Paoli, La radice del! 'uomo. Meditazioni sul Yángelo di Luca, Brescia 1972.

270 Las parábolas de Jesús

Hacerse padre compasivo

La última etapa en la vida espiritual consiste en desembarar­zarnos del miedo al Padre, de modo que podamos asemejarnos a él. Mientras el Padre inspire miedo continuará siendo un intruso y será imposible que ponga su morada en mi interior. Pero Rem­brandt, que me mostró al Padre en su dimensión vulnerable, me hi­zo caer en la cuenta de que mi vocación última es la de ser como el Padre y vivir su divina compasión en mi vida cotidiana. Aunque sea el hijo menor y el mayor, no estoy llamado a seguir siéndolo, sino a convertirme en el Padre ... Es un paso esencial para com­pletar el viaje espiritual. ..

Habiendo vivido mi condición de hijo en plenitud, ha llegado la hora de derribar todas las barreras y descubrir que lo que realmen­te deseo es convertirme en el anciano que veo en mí. No puedo ser siempre un niño. No puedo seguir poniendo a mi padre como ex­cusa en mi vida. Tengo que atreverme a extender las manos en un gesto de alabanza y recibir a mis hijos con compasión, sin tener en cuenta los pensamientos o sentimientos que tengan hacia mí. Aho­ra necesito descubrir lo que realmente significa ser un Padre mise­ricordioso, porque este es el fin último de mi vida espiritual. ..

La paternidad espiritual no tiene nada que ver con el poder o el control. Es una paternidad de misericordia ...

Si realmente Jesús me llama a ser misericordioso como lo es su Padre celestial, y si se ofrece a sí mismo como el camino para lle­var una vida misericordiosa, entonces yo no puedo seguir actuan­do como si la competitividad fuera la última palabra. Tengo que confiar en que soy capaz de convertirme en el Padre que estoy lla­mado a ser (H. J. M. Nouwen)46.

Hacia una paternidad de compasión

Mirando el cuadro de Rembrandt, descubro tres aspectos de la paternidad misericordiosa: el dolor, el perdón y la generosidad ...

El dolor me hace reconocer los pecados del mundo -incluidos los míos-, me estremece el corazón y me hace derramar muchas lágrimas por ellos. No hay misericordia sin lágrimas ...

46. H. 1. M. Nouwen, El regreso del hijo pródigo: meditaciones ante un cua­dro de Rembrandt, Madrid 2002.

El hijo pródigo 271

Cuando me paro a pensar en la desobediencia de los hijos de Dios, en nuestra lujuria, nuestra codicia, nuestra violencia, nuestra ira, nuestro rencor, y cuando los miro a través de los ojos del co­razón de Dios, no puedo más que llorar y gritar con dolor: «Mira, alma mía, cómo un ser humano intenta hacer daño a otro; mira có­mo esos tratan de perjudicar a sus compañeros; mira a aquellos pa­dres maltratando a sus hijos; mira cómo el amo explota a sus tra­bajadores; mira a la mujer violada, al hombre torturado, a los niños abandonados. Mira, alma mía, el mundo; los campos de con­centración, las cárceles, los reformatorios, las clínicas, los hospi­tales y escucha los gritos de los pobres». Este dolor es oración ...

El segundo camino que conduce a la paternidad espiritual es el perdón. A través del perdón constante llegamos a ser como el Pa­dre. Perdonar de corazón es muy difícil. .. Muchas veces digo «te perdono», pero mi corazón sigue enfadado o resentido. Quiero se­guir escuchando la historia que me demuestra que al final tengo razón; quiero seguir oyendo disculpas y excusas; quiero tener la satisfacción de recibir alguna alabanza a cambio, ¡aunque sólo sea por haber perdonado!

Y, sin embargo, el perdón de Dios es incondicional; surge de un corazón que no reclama nada para sí, de un corazón que está completamente vacío de egoísmo.

La tercera vía para llegar a ser como el Padre es la generosi­dad ... En la parábola, el Padre ... ofrece más de lo que se supone que un hombre al que se le ha ofendido puede dar; se da a sí mis­mo sin reservas ... (H. J. M. Nouwen)47.

Las manos, en un gesto de bendición, extendidas sobre los hi­jos que vuelven a casa

Para descubrir por mí mismo la paternidad espiritual y la auto­ridad misericordiosa que le es propia, tengo que dejar que el hijo menor rebelde y el mayor resentido salgan a la luz para recibir el amor incondicional y misericordioso que me ofrece el Padre y des­cubrir así la llamada a «ser acogida» como mi Padre «es acogida».

Entonces los dos hijos que están dentro de mí pueden transfor­marse poco a poco en el Padre misericordioso. Esta transformación me lleva a que se cumpla el deseo más profundo de mi corazón in-

47. ¡bid.

272 Las parábolas de Jesús

tranquilo. Porque ¿puede haber alegría mayor que tender mis bra­zos y dejar que mis manos se posen sobre los hombros de mis hijos recién llegados, en un gesto de bendición? (H. 1. M. Nouwen)48.

Dos vías

Hay dos vías por las que se puede encontrar a Dios. Una va de abajo arriba; parte del hombre, de sus exigencias, de sus capacida­des racionales, de sus categorías morales. Por esta vía el hombre llega a imaginar a un Dios infinito, perfectísimo, pero en último término hecho a su imagen y semejanza. Surge la sospecha de que tal Dios no es sino la proyección del hombre hacia el infinito.

Pero existe otra vía, que es la novedad del evangelio si la recu­peramos de verdad, y es la vía hacia abajo: es él quien viene hacia nosotros y se nos manifiesta de una manera que sobrepasa y trans­forma nuestras capacidades y paradigmas de comprensión, por lo que él es, por una parte, santo, inaccesible, totalmente otro, distin­to de nosotros, pero misteriosamente se hace uno de nosotros, des­ciende (y esta es la página en la que el misterio es descifrable) a nuestras profundidades, a esas que la mayor parte de las veces son extrañas a nuestra conciencia cotidiana, teniendo en cuenta que so­mos un misterio para nosotros mismos (E. Balducci)49.

Cuando dejamos de hablar ...

Es una página peligrosa. Nos obliga a reflexionar sobre el mis­terio de un Dios loco, de un Dios sin razón, de un Dios que hace fiesta cuando no hay motivo alguno, de un Dios cuya ficha secre­ta sólo se revela cuando dejamos de hablar, si el corazón nos alien­ta, y nos abrimos en una intuición total a eso que está más allá de nosotros. Esta es la pedagogía del evangelio (E. Balducci)50.

Alguien nos espera

Mientras el hijo bueno trabaja -nos da hasta pena, ¡y hasta tie­ne razón desde su punto de vista!- este padre loco está esperando

48. ¡bid. 49. E. Balducci, Gli ultimi tempi, anno e, Borla, Roma 1991. 50. ¡bid.

El hijo pródigo 273

que vuelva el hijo desdichado, a quien, en un acto de desconside­ración paterna, le ha dado las riquezas sabiendo que haría de ellas el uso que efectivamente ha hecho. Este padre que espera es un símbolo que está en nuestro horizonte, para nuestro consuelo. No importa saber lo pecadores que somos: la distinción, a este nivel, ya no tiene mucha importancia. Si vivimos sabiendo que se nos es­pera, es otra cosa. Esta idea de un amor que espera, que entra en nuestras experiencias humanas, hace que nuestro viaje tenga otro sentido: existimos y alguien nos espera (E. Balducci)51.

Reconciliar

La tarea de mi existencia es reconciliar, llevar las cosas desde su actual estado de irreconciliación al de reconciliación. Todo es­tá dentro de esta palabra simbólica. Es verdad, nuestro modo nor­mal de vivir es la competitividad, la competición, la sospecha ha­cia el vecino. La desconfianza nos ha devorado el alma, y cuando sonreímos, como exige la urbanidad, tras la cara amable se escon­de una actitud de sospecha, la desconfianza que hace de nosotros personas maduras, por lo que el mundo es así poco fraterno y las cosas que tenemos alrededor han contraído nuestra lepra; tampoco estas han sido reconciliadas, es más, siempre son menos concilia­bles con nosotros. ¡Estamos dentro de esta red y qué terrible lec­ción nos viene de las cosas si las leemos a esta luz! (E. Balducci)52.

Virtudes que respiran tristeza

Solamente si nosotros -supongámoslo por un momento- so­mos virtuosos, pero en cierto momento sentimos el fastidio por nuestras virtudes, si sentimos que no valen nada, que destilan y respiran tristezas, sólo entonces es justo considerarnos virtuosos. El peligro terrible de la virtud es que nos aprisione, que se con­vierta en un absoluto porque carece de aquel elemento, de ese principio vital que llamamos amor, el cual, entrando en la estruc­tura laboriosa de nuestras virtudes, las hace primaverales, las ha­ce germinar ...

51. ¡bid. 52. ¡bid.

274 Las parábolas de Jesús

Entonces viene a la memoria la educación, especialmente la de quien, como yo, ha sido sometido al largo itinerario formativo de los seminarios de antaño, todo el camino junto a hombres virtuosos pero irascibles, inhumanamente virtuosos, cuyas virtudes translu­cían una especie de ahogo de la vida, de sutil amor a la muerte, y todo eso en nombre del evangelio. Entonces siento la irritación, quiero decir, el enojo de Cristo contra los fariseos (E. Balducci)53.

Esa locura que es amor

Pienso ahora en un hombre festivo como era el papa Juan XXIII, que inauguró una fiesta. Y vosotros sabéis que las verdade­ras iniciativas las tuvo de los hermanos buenos, que estaban allí con él en el mismo palacio, porque veían la confusión, la locura. Y él dijo la gran palabra: «Sin un poco de locura no se ensanchan las tiendas del pueblo de Dios».

Cierto, no cualquier locura, sino la que es amor y no permisi­vismo; no complicidad con el desorden, sino intuición de lo que está bajo los desórdenes, de ese brotar de la existencia en un grito que quiere la vida (E. Balducci)54.

Peregrino de caminos interminables

y entonces soñé otras vidas, millares de vidas, peregrino de caminos interminables. Entonces me adorné de flores y cánticos e hice de mí una ribera, donde las más dulces criaturas se daban cita. y llamé a bailar a todos los deseos; y las estaciones jóvenes y las noches cándidas acogieron mis confidencias. Y, novel pródigo, he desfondado mi heredad. Y vosotros y Dios erais mi ininterrumpido remordimiento. Ni un día él ha dejado de perseguirme. Y la tarde eran llantos que lavaban los cielos (D. M. Turoldo )55.

53. E. Balducci, JI Vangelo della pace. anno e, Roma 1985. 54. Id., Il mandarlo e iljuoco, anno e, Roma 1979. 55. D. M. Turolodo, Udii una voceo Salmi in morte di mio padre e di mia ma­

dre, Mondadori 1952.

El hijo pródigo 275

Cómo no ser hijos

Juzgando desde el exterior (nosotros sólo podemos juzgar des­de fuera, esto es, desde los comportamientos: el fuero interno, el alma, se nos escapa siempre; sólo se hace manifiesta a los ojos de Dios ... ), los dos hijos son una muestra espléndida de cómo no se debe ser hijo; los dos son ejemplos emblemáticos de lo negativo. Es difícil decir quién se ha equivocado más (D. M. Turoldo)56.

La lección de la tolerancia

En la parábola la enseñanza más elocuente es la del padre, o sea, la de Dios. Y precisamente su enseñanza es el súmmum de la tolerancia. ¡Oh Dios!, ¿cuándo aprenderemos a soportarnos, com­prendernos y toleramos como tú nos toleras? Porque la verdadera tolerancia no es indiferencia, no es juicio procedente de mi magna­nimidad hacia mi hermano; como si le dijese: yo estoy en la verdad, y soy tan generoso que te tolero, aunque tú vivas en el error. La ver­dadera tolerancia consiste en ver a todos por igual y saber que la verdad siempre es más grande que nosotros, que no somos sus due­ños; tolerancia es admitir que también el hermano tiene su verdad, sin caer por ello en ningún relativismo, admitir que los dos estamos en movimiento, en camino hacia la verdad (D. M. Turoldo)57.

El corazón de Dios que explota

Esta es una de las más grandes páginas de la misericordia; co­mo decir: el corazón de Dios explota. Aunque no lo parezca, por­que es de Dios amar en silencio, amar infinitamente; amar inclu­so cuando le escupes en la cara: amarnos, a pesar de todo. Amar y basta (D. M. Turoldo)58.

Levantarse del cenagal

«Me pondré en camino, volveré a la casa de mi padre y le diré: 'Padre, he pecado contra el cielo y co'ntra ti' ... ». Así, en un cierto

56. Id., Anche Dio e injelice, Casale Monferrato 1991. 57. Jbid. 58. Jbid.

276 Las parábolas de Jesús

~o~ent~ ir,ru~p~ la gran aventura. Una historia que no termina Jamas. ?Jala eXlstIes~n. estos m.omentos también para nosotros, pa­ra los tIempos que vIvimos; Ojalá existiesen esos signos de gran­deza para ~arcar y animar la grisura de nuestros días, para romper I~ ~onoto.ll1~ de nuestras crónicas negras, y el desaliento de los es­pmtus. Ojala aparezca ese hombre que se pone en pie; que se le­vanta y s~le, solo y grande, del cenagal; que vuelve a levantar la cabeza, bien destacado en la vasta y desolada llanura. Pero para llegar a t~nto, además de una gracia grande, hace falta mucho áni­mo, humildad, sensibilidad y fuerza de espíritu (O. M. Turoldo )59.

El amor del padre ha abrasado todo juicio

Fíjate que, .apenas aparece este hombre, este hijo, como un punto en el honzonte, él, el padre, se precipita y sale a su encuen­t~o, ~ le ec~a los b.~azos al cuello. Sin pedir nada; sin dudar; sin ni s~qUlera mirarle fijamente a la cara, para no humillarlo, y espe­clalmente'p~ra no hacerle ver el sufrimiento que ha provocado: el largo suf~lmIento de Dios por el hombre lejano, por la criatura de sus entranas; por esta maravilla de la creación.

H~ ahí que ~hora este vuelve humillado y arrastrado, y el padre no, qU.lere d~ nmguna manera que alguien lo vea en ese estado; es mas, mmedIatamente lo cubre con su abrazo; y que nadie lo juz­gue. El amor del padre ya ha quemado cualquier juicio (O. M. Tu­roldo)60.

La seducción de la nada o del todo

Siempre al borde de dos abismos debes caminar y no saber qué seducción, si de la nada o del todo, te derribará (D. M. Turoldo )61.

59. [bid. 60. [bid. 61. D. M. Turoldo, Osensi miei... Poesie 1948-1988, Rizzoli 1990.

14

El administrador deshonesto Y sagaz

«Decía también a sus discípulos: Había un hombre rico que tenía un administrador a quien acusaron ante su amo de malversar sus bienes. El amo lo lla­mó y le dijo: '¿Qué es lo que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu administración, porque no vas a poder seguir desempeñando ese cargo '. El administrador se puso a pensar: '¿Qué voy hacer ahora que mi amo me quita la administración? Cavar ya no pue­do; pedir limosna me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que alguien me reciba en su casa cuan­do me quiten la administración '. Entonces llamó a todos los deudores de su amo y dijo al primero: '¿Cuánto debes a mi amo? '. Le contestó: 'Cien ba­rriles de aceite '. Y él le dijo: 'Toma tu recibo, siénta­te y escribe en seguida cincuenta '. A otro le dijo: 'Y tú, ¿cuánto debes? '. Le contestó: 'Cien sacos de tri­go '. Él le dijo: 'Toma tu recibo y escribe ochenta '. Y el amo alabó a aquel administrador inicuo, porque había obrado sagazmente. Yes que los que pertene­cen a este mundo son más sagaces con su propia gente que los que pertenecen a la luz. Así que os di­go: 'Haceos amigos con la injusta riqueza. Así, cuan­do tengáis que dejarla, os recibirán en las moradas eternas. El que es de fiar en lo poco, lo es también en lo mucho. Pues si no fuisteis de fiar en la injusta riqueza, ¿quién os confiará la verdadera? Y si no fuisteis de fiar administrando bienes ajenos, ¿ quién os confiará lo que es vuestro? Ningún criado puede servir a dos amos, pues odiará a uno y amará a otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al dinero '. Estaban oyendo todo esto lo fariseos, que eran amigos del dinero, y se burla­ban de Jesús» (Lc 16, 1-14).

278 Las parábolas de Jesús

¿Dios sostiene el saco a un ladrón?

Se trata, sin duda, de una parábola bastante embarazosa y has­ta escandalosa. Intentemos reconstruir la historia y colocarla en sus contornos más verosímiles. Un latifundista oye algunos rumo­res acerca de las irregularidades administrativas hechas por un ad­ministrador suyo y lo manda llamar. El interesado, una vez que se encuentra ante el amo con los libros contables desajustados, ni si­quiera piensa en disculparse. Las cifras cantan en su contra, y él lo sabe mejor que nadie. El despido resulta inevitable.

Lo que le preocupa es su futuro. La única manera de arreglár­selas -ya que no sabe hacer otros oficios, o aun sabiéndolos ha­cer- consiste en granjearse amigos. Se siente degradado. Y se po­ne inmediatamente en acción. Convoca a los deudores de su amo -probablemente comerciantes mayoristas- y reduce notablemente el importe de su deuda: el veinte por ciento al mayorista del grano y el cincuenta por ciento al del aceite. En ambos casos, el des­cuento, en moneda actual, es de muchos euros.

¡Bonita manera de arreglar un escándalo administrativo! Un agujero colosal, se le arregla ensanchándolo desmesuradamente (es el caso de decir, adoptando el lenguaje popular: ¡el remiendo resulta peor que el roto!). Una serie de irregularidades se remedia con otras irregularidades. Descubierta una estafa, se evitan las consecuencias desagradables con otras operaciones fraudulentas.

y t?~O con la bendición del amo, que «alabó a aquel adminis­tra?~~ mIcu~, porque había obrado sagazmente». Es más, según la opmlOn de CIertos estudiosos ¡la aprobación y la admiración no se­rían del amo, sino del Señor! O sea, Jesús alaba la conducta del ad­ministrador infiel y sagaz. Por eso muchos hablan de escándalo.

Alguno la define como «la más escalofriante de las parábolas». Una vergüenza. Ya no hay religión, desde el momento que Dios sostiene el saco del ladrón.

Se alaba la astucia, pero no la deshonestidad

Intentemos mantener la calma y no nos rasguemos las vestidu­ras antes de haber entendido el significado exacto de la parábola.

Es verdad que el Señor aprueba al administrador deshonesto. Pero no alaba su deshonestidad, sino la astucia de que ha dado

El administrador deshonesto y sagaz 279

prueba. Jesús no pronuncia un juicio moral sobre la conducta frau­dulenta. Valora la inteligencia y la intrepidez del pícaro.

Por tanto, en la interpretación de la parábola, es necesario evi­tar el error de buscar a toda costa un significado, una aplicación práctica -o incluso un motivo edificante- en cada detalle. Hay que captar el punto central, el motivo dominante, la lección de fondo, sin detenerse en los elementos accidentales.

Así, en nuestro caso, la lección fundamental no es ciertamente la de la injusticia, la de la corrupción, sino la de la capacidad de salir airoso de una situación crítica.

El Señor ama a las personas que trabajan, que no se olvidan de que tienen un cerebro, que recurren a los resorte~ de la fa~tasí~.,

Aquí el administrador infiel encuentra una salida a su SltuaClO~ dramática a través de un descubrimiento decisivo: el descubn­miento de los otros. Hasta ahora prácticamente no había caído en la cuenta de su existencia, sólo había pensado en sí mismo, en sus intereses. Ahora descubre la realidad de la amistad (aunque sea en clave utilitarista, pero no es esto lo que importa). Aún dispone, in­justamente, de la propiedad que debe administrar, pero ya no para él (al menos directamente), sino para ventaja de los demás. Y la propia salvación pasa a través de esta apertura a los otros.

La gestión, no la autodigestión

Se trata de una lección esencial para la Iglesia, que no es due­ña, sino simple administradora y dispensadora de los tesoros de~ Señor. Ella no puede vivir en un mundo cerrado, pensando en SI misma, en su seguridad, en sus derechos, en su prestigio, en su po­der. Tiene que poner en circulación los bienes de su Amo. Debe descubrir su identidad en su «ser para» los hombres.

La Iglesia no puede transformar su vocación en autogestión, o peor -como dice irónicamente A. Maillot-, en autodigestión. Elec­ción no significa privilegio, sino servicio.

Los bienes del Señor son malgastados cuando se guardan para sí, cerrados, protegidos, defendidos. La culpa no está en dilapidar, sino en apropiarse, en no dilapidar en beneficio de la ?~manid~d.

. Quién puede hacerse ilusiones de que sabe admIlllstrar fIel­me~te? Y, sin embargo, la verdadera, la gran infidelidad consiste en no ser generoso, en no distribuir a manos llenas.

280 Las parábolas de Jesús

y es her~os?, es justo, que la Iglesia -como el administrador que se confIesa lllcapaz de maneiar la azada no d

d b h . . ~ - sepa, no pue a no e a . a~er otros OfICIOS. En efecto, su único quehacer su úni~ ca esdPeclalI?ad. es perdonar, usar misericordia, compartir com-pren er, abnr, lIberar. '

Nadie tiene las cuentas en orden

La lecci.ón nos afecta también a cada uno de nosotros N d' ~n efecto, tIen~ los libros de cuentas en orden. Por poco q~e ~i~~ des eche una Ojeada, hay para temblar. Las cuentas con él no cua ~OO~a -

P b' , D ~es len, la p~rabola nos enseña a hacer «irregularidades» fi e. o ra ma~~ra. DIOS quiere las irregularidades que van en bene~ c~ del proJlmo. Se trata de minimizar las culpas de los otros (y

~o e ag~an1arlas, como solemos hacer), de reducir sus defectos e canc~ aro as ofensas, de tachar las equivocaciones, de no razo~

nar en termllloS de derechos o .raz~n, sino en términos de amor. Nuestras manos quedan «lImpIaS» cuando las abrimos de par

en, pa; en gesto de don, cuando «derrochamos» para regalar ale­g~Ia, uz, esp,er~nza. C?n el prójimo no se permiten las medidas <justas». La Ulllca medIda consentida es la «desmesura» del amor e exceso. Entonce~ el Señor volverá a fiarse de nosotros. '

Es verdad ~ue ~IeI?pre faltará algo en nuestras cuentas. Hacer­las ~uadrar sera practIcamente imposible. Pero él se siente satisfe­cho Igualmente de nuestra «mala administración» con tal de q . ~erven~a/a generosidad (aunque sea con sus bienes), con tal d~eq~~ o que a ta pueda ~uscarlo en otra parte y no en nuestra cartera

En efecto, sus bIenes están seguros en los bolsillos de los otr~s que son a.demás lo~ legítimos destinatarios. Y nosotros nos habre~ mos granjeado amIgos que hablarán bien de nosotros al Amigo.

Cuando llega el agua al cuello

del :~~~i:~r~~braxar~ bastante que Jesús, proponiendo la figura or es onesto y astuto que, al encontrarse con el

agua ~l cuello, tiene la idea brillante de falsificar los balances fa­vorecIendo descaradamente a los deudores de su amo, para obte-

El administrador deshonesto y sagaz 281

ner el apoyo de estos cuando sea despedido de su cargo, no pre­tende animarnos a imitarle en su evidente deslealtad, en sus opera­ciones desaprensivas e incorrectas.

Hoy, por otra parte, numerosos personajes de todas las condi­ciones, sin excesiva familiaridad con las parábolas evangélicas (ni con los libros en general), cada día demuestran que ese, en com­paración con ellos, era muy poco previsor ... Sus trucos, compara­dos con sus maniobras para gozar de favores importantes, son in­fantiles y casi inocentes ...

El planteamiento es otro. Jesús advierte con sentimiento que, cuando anda de por medio la salvación, la orientación de la vida, la adhesión convencida al evangelio, las decisiones para dar un vi­raje a una existencia insulsa, los llamados «hijos de la luz» se muestran indolentes, distraídos, incapaces de reaccionar, perezo­sos, resignados. Sin empuje. Sin arrojo. Sin un rayo de fantasía. Sin una chispa de creatividad. Corazón y mente entumecidos. El tiempo apremia y ellos no se mueven.

El hombre de la parábola ha tenido un sobresalto, un golpe de genio: «¡Ya sé lo que voy a hacer!». Sin embargo estos, no sabien­do qué hacer, sufren, pasivos y abúlicos, los acontecimientos, las situaciones más penosas. Optan por no hacer nada. Es más, ni si­quiera optan. Continúan sin vivir, ausentes, flojos, dimisionarios.

Las cosas se echan a perder (y pueden estar revueltas incluso cuando salen las cuentas económicas) y ellos ni se enteran. Es de­masiado costoso pensar. Demasiado arriesgado imaginar un modo distinto de ser cristianos. Es demasiado incómodo salir por la puerta (entornada) de la prisión. Es demasiado comprometido romper el cerco sofocante de las costumbres.

Jesús no se sorprende de que nos metamos en algún lío, de que hagamos alguna tontería colosal, de que tengamos los registros embrollados (o incluso en peores condiciones). Se sorprende y se irrita porque, teniendo el agua al cuello, sacamos las manos para mirarnos la uñas, y ni siquiera nos preocupamos de echar una ojea­da por los alrededores para buscar a un amigo.

La culpa imperdonable no es la de encontrarnos, por nuestra culpa, en una situación crítica. El delito imperdonable consiste en considerar la cosa como normal, inevitable.

En una palabra, Jesús no puede soportar un estilo cristiano di­misionario, fofo, cuando está en juego el asunto más importante: la salvación.

282 Las parábolas de Jesús

La riqueza es injusta

«H~ceos amigos con la injusta riqueza». En el primero de los tres «dIchos» puestos en boca de Jesús al terminar la parábola se defi~e la riqueza: si~ medias tintas, como «injusta». ¿Por qué? Lo ~~ph~a.B. MagglOm: «Porque a menudo la riqueza es fruto de la 1l1justIcla y también, con más frecuencia aún, porque se convierte f~cilmente en instrumento de injusticia. Además, la riqueza hace cIegos, como enseña más adelante la parábola del pobre y el rico. Ya en la explicación de la parábola del sembrador se ha visto que la seducción de la riqueza sofoca la Palabra».

El mismo autor dice que esta desconfianza frente a la riqueza no es nueva. En efecto, leemos en el Eclesiástico: «Entre venta y c.ompra se ~ete el pecado» (27, 2). Y en otro pasaje de este mismo hbr~ se adVIerte: «No te fíes de riquezas mal ganadas, de nada te servIrán en el día de la desgracia» (5, 8).

La.riqueza, según la enseñanza sapiencial, es ilusoria, engaño­sa, traIdora. Promete y no mantiene las promesas. Seduce atrae la confianza incondicional del hombre y después desilusion;.

Manmón, incluso vestido de monaguillo, no puede servir a Dios

~<No podé!s .s~rvir a Dios y al dinero (literalmente, Manmón)>>. La. IncompatIbIlIdad más radical, afirmada categóricamente por Cnsto, ,no se d.~ ent~e ~ios y el placer o el sexo, sino entre Dios y Manmon. Al h1Jo prodIgo, tras haber vivido como un «disoluto» le dan náuseas las b~llotas con las que intentaba saciar el hambr;, y ~mprende ~l cammo de vuelta a casa. Siente nostalgia del padre, tIene neceSIdad del pan de su casa. Sin embargo, quien se hace es­cl~vo del dinero, quien lo convierte en un ídolo, ya no necesita a DIOs. Ha encontrado el sustituto, el sucedáneo que le satisface.

Y la operación más engañosa puede ser la de vestir a Manmón con el traje de monaguillo (o el vestido almidonado, con alzacue­llos, del representante clerical) y admitirlo a servir en el altar.

No se trata só~o: por t~nto, de afirmar que existe incompatibili­da~ ~ntre el ser~lclO a DIOs y. el culto dado a las riquezas (decla­ra~lOn que .ha SIdo ~echa qUIén sabe cuántas veces incluso por qUIen mantIene relaCIOnes muy confidenciales con Manmón: por otra parte, ningún «devoto» confesará jamás que sirve a Manmón,

El administrador deshonesto y sagaz 283

sino que se sirve de él). Hay que convencerse de que no se puede servir a Dios y al dinero.

Dios quiere ser servido en el amor, la gratuidad, la donación de sí, la fraternidad, el desinterés. Todos esos medios de que no dis­pone Manmón, el cual, sin embargo, es experto en buscar el pro­vecho propio, el cálculo egoísta, la injusticia, la avidez insaciable. Actitudes que, aunque se vistan de monaguillo o con traje de re­presentante clerical, no pueden pretender servir a la causa de Dios.

Los únicos «medios» de los que Dios tiene necesidad son las personas y su corazón (totalmente libre).

Algunas claves de lectura

Para terminar, quiero presentar algunas claves de lectura. -La parábola, que tiene como protagonista al administrador

deshonesto (o sagaz), no hay que leerla como un relato ejemplar. No hay que obsesionarse por «salvar la moral» (comprendida la laica). Se trata más bien, de captar la lección principal.

Jesús, invitado probablemente a expresar un juicio ético acer­ca de un episodio de corrupción que circulaba de boca en boca desencadenando los comentarios más indignados (en aquel tiempo aún eran capaces de indignarse), provocadoramente alaba al tru­hán, no por sus operaciones ilegales -después de todo, más bien rudimentarias y propias de un aficionado, si se miden con el metro del progreso de hoy-, sino por su rapidez para captar el dramatis­mo de la situación y para buscar una salida airosa.

Se trata de uno que tiene el agua al cuello, que se encuentra en un mar de líos y se agarra, con sorprendente rapidez de reflejos, a una tabla de salvación.

-Una vez más Jesús invita a los «hijos de la luz», más bien aturdidos e indolentes, a captar la urgencia de la hora y a tomar la decisión de la que depende el futuro. Les pide que tengan al menos la misma presencia de ánimo, el ingenio y la fantasía que los sa­gaces de este mundo (algún bribón de alto copete los definiría hoy como «pícaros») demuestran al perseguir sus intereses.

-El dinero no tiene curso legal en el más allá. Hay que gastar­lo antes. Ciertamente no para pagar el precio de la entrada o reser­var un puesto «en las moradas eternas». Sino para sembrar un po­co de amistad (se trata de «hacer amistad» más que de «hacer

284 Las parábolas de Jesús

caridad»), para distribuir un poco de amor en este mundo que co­rre el peligro de convertirse en una jungla, con gente preparada pa­ra adentellar y desgarrar la propia presa.

Así, cuando empiece a faltar el dinero (¡y llegará a faltar a to­dos!), no faltarán los pobres, o sea, los amigos que os echarán una mano para entrar, a pesar de alguna dificultad debida a que las fac­turas no están perfectamente en orden.

-Jesús establece una incompatibilidad absoluta entre el servi­cio a Dios y a Manmón. Lo precisa también B. Maggioni: «Man­món es m~s que la simple riqueza: es esa acumulación exagerada, nunca saCIada, que se convierte en amo, llenando todo el horizon­te de la vida».

De todos modos, queda bien claro que no es posible adorar a Dios y adorar al dinero. No se puede fundar la vida sobre él y so­bre lo que se le opone radicalmente. O uno se fia de Dios o se fia de las riquezas.

Provocaciones

Un ladrón en la cátedra

No liquidemos como una divertida caricatura a este adminis­trador en apuros con unas cuentas que no salen y con unos libros de contabilidad llenos de trampas. Jesús nos los pone delante no para divertirnos, sino para echarnos una buena reprimenda.

Veamos, pues, subir a la cátedra -la cátedra que nos enseña el dificil oficio de cristiano- a este notorio ladrón, a este administra­dor sagaz, para impartirnos una lección importantísima: la lección de la inteligencia y de la astucia, y también de la osadía.

De la siguiente observación deduzco que se trata de una lec­ción impo~tante. Jesús, cuando pretende algo decisivo, busca pro­fesores «Slll papeles», incluso sin ningún doctorado ni diploma; gente, en una palabra, que no pertenece a nuestro campo. y lo ha­ce para escandalizarnos, para provocar un shock saludable.

Así, la lección del mandamiento nuevo, sobre la necesidad de «hacernos prójimos», se ilustra no por unos representantes paten­tados, el sacer~ot~ y ell~vita (¡es más, estos son el mal ejemplo que ?O hay qu~ ImItar!), SlllO por un hereje, un excomulgado, el sa­mantano preCIsamente.

El administrador deshonesto y sagaz 285

Para la lección sobre el «deber de ser inteligentes», como sub­rayando su enorme importancia, Jesús nos d~sconcierta ponie~do como maestro a un bribón, a un ladrón matnculado, todo lo SIm­pático que queráis, pero un ladrón al fin y al cabo. Y nos dice que hay que imitarle.

La picardía como deber

No hay duda. Para el Señor toda la simpatía .l~ tiene el admi­nistrador sagaz. Y su lamento desconsolado se dmge a los que .se muestran incapaces de imitarlo. Hay una frase, en efecto, que tle­ne el chasquido de un latigazo para nosotros: «Los que pertenecen a este mundo son más sagaces con su propia gente que los que per­tenecen a la luz».

Los que disfrutan con las divisiones, las clasificaciones, las discriminaciones, están servidos. Nosotros de esta parte, los otros de la otra. Aquí el bien, a la otra parte de la barricada el mal. Aho­ra nos vemos obligados a reconocer: la astucia no habita en nues­tra casa, sino en la otra.

y cuando nosotros sacamos la picardía, lo hacemos por nues­tras miserables causas personales y nuestros raquíticos intereses, ciertamente no por la causa del Reino. «Resulta extraño ver cómo las causas pequeñas levantan ardientes pasiones, mient~a~ qu~, las grandes causas despiertan tan poco entusiasmo y partlcIpaclOn» (U. Vivarelli). Nosotros, que deberíamos trabaja~ por .un~ ~~us.a grande, ¿por qué mostramos me~os ingenio, intehge~cI~, llllclatl-va y empuje que esos que se dedIcan a causas peque~as. .

«. Amáis las ideas con pasión, con sangre? ¿Una Idea os qmta ¿ , . 'd? (A el sueño? ¿Sentís que en ella se esta Jugando vuestra VI a.» .

Camus). He ahí la pregunta inquietante que hemo~ de plantearnos, no a propósito de nuestras ideas, sino de nuestros Ideales, de ~ues­tro cristianismo, que siempre es algo más y distinto que un~ Idea.

Trabajamos por el reino de los cielos -al menos eso.declmos-, una gran causa. Pero las connotaciones de nuestro trabaJO, con. fre­cuencia, son el cansancio, la chapucería, la desgana, la lentltud, una falta total de inteligencia y de fantasía. ¿Por qué?

Así la gran causa se ahoga en un mar de inapeten~ia: En ~~rdad Dios ha hecho un buen negocio al confiarnos la admllllstraclOn de sus bienes ...

286 Las parábolas de Jesús

El bien hay que hacerlo bien

¿Por qué consideramos la fantasía como una propiedad reser­vada a los poetas y a los novelistas, y la tomamos por algo incon­veniente para nuestro oficio de cristianos? ¿Por qué no la utiliza­mos para presentar la palabra de Dios? ¿Por qué nos limitamos a ser unos repetidores cansinos y pedantes de verdades polvorientas, apergaminadas y descoloridas, que huelen a rancio?

Decimos que estamos de parte de la verdad. Y está bien, aun­que habría que tener cuidado con ciertas declaraciones. Pero esto no quiere decir que tengamos que ponernos el uniforme de un guardián de museo.

Decimos que hacemos el bien. ¿Pero no se nos ocurre sospe­char que no basta hacer el bien, sino que hay que hacerlo bien, con inteligencia, con una discreta dosis de intuición, realismo, lucidez, cordura, empuje, inventiva?

Decimos que pertenecemos a la economía de la gracia. Y está bien. Pero no es lícito pensar que la gracia sirva para cubrir nues­tras deficiencias humanas, que la eternidad constituya una coarta­da a nuestras perezas y a nuestras evasiones de los compromisos temporales. ¿Por qué no nos damos cuenta de que la única mane­ra de manifestar nuestra fidelidad a lo eterno es ser actuales?

No hay sitio en el Reino para los tontos

La admiración del Señor por la astucia del administrador sagaz se traduce en abierta desaprobación hacia nosotros, siervos des­prevenidos y torpes. Jesús nos ha enseñado que tenemos que ser buenos, pero no tontos. Y para quitarnos toda ilusión al respecto, hace subir a la cátedra (¿y por qué no al púlpito?) a este individuo desprovisto de certificado de buena conducta, cuya actividad no es muy ortodoxa, pero que ciertamente no deja que se le oxide el ce­rebro. ¿Aceptaremos su lección insolente?

Quizás la diferencia entre nosotros y el administrador desho­nesto está aquí: él se halla en apuros porque no le salen las cuentas, y es perfectamente consciente de ello. Mientras que nosotros vivi­mos en la plácida seguridad de que nuestras cuentas con Dios cua­dran siempre, con sorprendente facilidad. Nos hacemos la ilusión de que tenemos los registros en orden (puestos en su lugar con al­guna oración y alguna práctica tranquilizadora) y nos dormimos.

El administrador deshonesto y sagaz 287

«. Qué es lo que oigo decir de ti? Dame cuenta de tu adminis­traci~n, porque no vas a poder seguir desempeñando ese cargo» Necesitamos que el Señor nos sacuda de la mIsma mane~a. Nos dI­ga bruscamente: ¿Acaso crees que no me entero ~e los 1,lOS ~ue es­tás armando? ¡Qué desilusión la mía! Vete de aqm, no se que hacer

con un inepto como tú. . . . ' Quizás necesitamos que nos pongan en la puerta sm demasIa-

das contemplaciones, para que caigamos en la cuenta de que el ce­rebro se nos ha dado precisamente para usarlo, que un poco de fantasía no viene mal y que la sagacidad no debe ser una prerro­gativa exclusiva de los «hijos de ~ste mundo». Y que el amor al

riesgo se concilia con el amor a ~lOS'. . «Los violentos arrebatan el remo de DlOS». Lo ha dICho el Se-

ñor. Después de la lección impartida por este bribón, ~s lícito ~ña­dir: también los inteligentes Y sagaces arrebatan el remo de DlOS.

Solamente para los tontos no hay sitio.

Inteligencia bien empleada

«El administrador se puso a pensar: '¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita la administraci.ó~? .. '» .. Respecto. a esto, un anciano párroco inolvidable se permlÍla una pm~?resca mterpreta­ción: «El administrador se rascÓ la cabeza y dIJO para sus aden­tros ... ». La recreación es graciosa, pero muy real, pues subraya la

idea con extraordinaria eficacia. . . , El administrador se da cuenta de que se halla en una SlÍuaclOn

bastante embarazosa. Sabe que lo ha perdido todo. T?~o m~nos el cerebro. Y sabe utilizarlo para salir del apuro. Es un ~~plCO ejemplo de inteligencia bien empleada. No sé si nos~tros, «hIJOS de l~ luz» estamos en disposición de contraponerle .eJemplos de una mteh­gencia asÍ. Según las palabras del Señor, tlene que ser una empre-

sa bastante ardua. . La inteligencia no es un lujo, sino un deber preCISO y una ne~e-

sidad urgente. Entonces ¿por qué hacemos ~an .p?~O uso de la m­teligencia en nuestro testimonio cristiano? SI qmsleramos h~cer un proceso a los cristianos sobre este punto concreto, los testlgos de

cargo serían numerosos. Bruce Marshall decía que el hecho de poseer la verdad no e~ un

buen pretexto para escribir en un mal inglés. Ni tampoco un hbro «edificante» en cualquier otra lengua.

288 Las parábolas de Jesús

¡Santo cielo!, la etiqueta «católico» cubre un cúmulo no pe­queño de impericia, diletantismo, puerilidad, idioteces, untuosida­des e incapacidad de afrontar los problemas reales. Baste leer cier­tas publicaciones que pululan en tantos <~ardines devocionales».

También en muchos púlpitos se escuchan vulgaridades, ensa­yos de aprendiz, y todo dicho en un lenguaje inadecuado, en un to­no desabrido: el predicador no se da cuenta de que el auditorio sin­toniza en una longitud de honda distinta de la suya. Facilonería, argumentos exóticos, incapacidad de leer los acontecimientos de la crónica diaria y las realidades auténticas a la luz del evangelio. ¡Qué vestidos más harapientos y ridículos se ponen sobre las es­paldas de la verdad!

y no vengáis hablándome de la «locura de la cruz». Eso es ton­tería humana genuina, posiblemente envuelta en los paños de la presunción. Esa no es una «verdad crucificada», sino una verdad mezquina, escarnecida, una verdad con los andrajos de la chapuza y de la pereza humana.

Saber rezar, estar en buenas relaciones con Dios, no autoriza a tener relaciones borrascosas con la gramática y los verbos, con la lógica y el sentido común. Muchas personas «piadosas» alimentan con frecuencia y de buen grado este peligroso equívoco.

Reconozcámoslo: a la astucia del administrador sagaz con fre­cuencia contraponemos buenas dosis de estupidez. «La verdadera ignominia es la estupidez, porque pertenece al espíritu. La ignomi­nia de la carne no es tan dañina. Un clero incontinente puede anun­ciar la verdad con fuerza y grandiosidad; un clero estúpido lucha con la verdad que lo posee y la revela confusamente; a este último se le confiere el poder de hacerla estúpida» (1 Oreen). La denuncia es válida no sólo para el clero, sino para todo el pueblo de Dios.

A la inteligencia no se la puede considerar una intrusa en el rei­no de Dios. Todo lo contrario. No se ha dicho que en el cielo sólo se admite a quien, según el mordaz sarcasmo de H. Tames, puede declarar: «Mi mente pura jamás se ha ensuciado con una idea».

Fantasía

«Ya sé lo que voy a hacer ... ». El sagaz arbitra una jugada de maestro, un golpe imprevisible.

El cristianismo apareció en el mundo como perturbadora nove­dad. Una novedad explosionada en aquel monte donde Cristo sor-

El administrador deshonesto y sagaz 289

prendió, escandalizó a sus oyentes con un mensaje in~udito, ~ g~l­pes de «Pero yo os digo ... ». Luego los santos han sIdo los mter­pretes más sorprendentes de esta novedad. Han asom?ra~~ al m~n­do gracias precisamente a sus locuras, rarezas, audacIas, ltmeranos inéditos, me atrevería a decir gracias a su fantasía desbordada.

Sin embargo, nosotros hemos relegado al desván, entre los tras­tos viejos, la fantasía, la inventiva, ¡y a lo mejor .10 hemos h~cho en nombre de la ortodoxia! Así nos hemos convertIdo en cansmos re­petidores de una verdad que tenemos guard~?a en la caja fu~rte de nuestra estrechez mental. Y seguimos repItIendo gestos SIempre iguales. Nos hemos quedado bloqueados en clichés descoloridos.

Nuestras respuestas se dan por requetesabidas. Ya las tenemos bien preparadas, elaboradas de antemano en los cajones habitua­les. Tenemos una para cada pregunta. Las hemos sacado de los ma­nuales. Se las echamos encima a nuestros interlocutores, con fría precisión, sin saltamos ni una coma. Incluso tenemos alguna de re­serva, para cuestiones que hasta ahora nadie se ha planteado y que quizás nunca se plantearán. .

Así ya no sorprendemos a nadie. Nos hemos convertIdo en no­tarios, burócratas de la novedad cristiana. Vivimos plácidamente de rentas a costa de las empresas ajenas. De lo nuestro, personal, original, no ponemos absolutamente nada. Es lógico ~ue desilu­sionemos a cuantos nos rodean. F. Nietzsche nos ha pmtado cru­damente: «Todos muy iguales, tan pequeños, tan embotados, tan complacientes, tan aburridos». . .

Nos falta fantasía. Y no sólo en el anuncIO de la verdad, smo también (y quizás infravaloramos mucho este aspec~o). en el campo de la caridad, que siendo el ámbito propio de los cnstIanos, reque­riría genialidad y esfuerzo creativo (¡qué grandes y llenos de fanta­sía «creadores de amor» han sido los santos!). Así hemos conse­guido encorsetar la caridad en esquemas angost?s y ~olvori~ntos.

Tengo la impresión de que la falta de fantasla esta re~a~IOnada con una carencia en cuestión de corazón. O sea, somos andos re­petidores, ya no inventamos nada porqu~ no a.m.amos bastante. E~ caso contrario, ¿cómo explicamos el estIlo ongmal de los santos.

Riesgo

«Entonces llamó a todos los deudores de su amo ... ». El admi­nistrador caído en desgracia, para asegurarse el futuro, apuesta

\ ' 290 Las parábolas de Jesús

fuerte. Se aventura por un camino sumamente peligroso. Además de cerebro y fantasía, demuestra que también tiene ... valentía.

Nosotros, por el contrario, hemos envuelto nuestro cristianis­mo en un embalaje de seguridad y suficiencia. Hemos perdido el gusto por la aventura. Preferimos la seguridad. Hemos colocado la prudencia en la cima de todas las virtudes. Nos hemos situado en la retaguardia, así se cansa uno menos y se está al abrigo de los golpes. Aunque nos ponemos en primera fila cuando se trata de celebrar triunfos ... «Hombres que tienen miedo a saltar: en eso nos hemos convertido; hombres educados para desconfiar del sal­to. Todos pasan y nosotros nos quedamos en la orilla de los abis­~os del porvenir» (E. Mounier). Y decir que somos los descen­dIentes de los que, en su primeros pasos, fueron perseguidos porque «han perturbado el mundo entero» (Hch 17,6) ...

Alguno podrá decir que la acusación de haber perdido el gusto P?: la aventura resulta hoy un poco anacrónica, después del Con­cIh~: cuando hay.tanta gente amiga de aventuras, con despreocu­paclOn y petulanCIa. Pero esos son vulgares aventureros ávidos de protagonismo e incapaces de comprometerse en serio. 'y por otra p~~te los que, apelando a tales excesos, pretenden volver al inmo­v~l~smo, se hacen ridículos en su pretensión absurda y merecen el hmente reproche de Veuillot: «Porque un gallo ha cantado muy fuerte, quieren convertir a todos en capones».

En realidad muchos de nosotros nos hemos convertido en es­pectadores. Pasamos la vida mirando a los demás, incapaces ya de una ve:?adera angustia, de una inquietud sufrida y de una auténti­ca paslOn.

Mientras tanto, los «otros» buscan caminos nuevos. Arriesgan­do y pagando el precio correspondiente. Exploran territorios des­conocidos, se lanzan a peligrosas y excitantes aventuras. Y noso­tros, los «hijos de la luz», nos dedicamos a mirar. Dispuestos, natura~~ente, cuando ya no haya la más mínima sombra de riesgo, a precIpItarnos con el hatillo hacia los caminos abiertos por esos otros, que a lo mejor son «enemigos» nuestros, con la pretensión de tomar posesión de ellos y de atribuirnos ese mérito colocando allí nuest~a ens~ña sagrada. Somos muy hábiles para ~propiarnos las conqUIstas ajenas.

Hace falta que descubramos el riesgo de la aventura cristiana. Que abandonemos los tibios escondrijos para salir al aire libre. Que volvamos a tener el gesto amplio y el paso animoso.

El administrador deshonesto y sagaz 291

A cada uno de nosotros se dirige esta invitación: «Pon la vela grande en el palo de mesana y, saliendo de los puertos en que ve~ getas, boga hacia la estrella más lejana, sin reparar en la noche que

te envuelve» (E. Mounier).

Fieles que fornican con Manmón

Se subraya también la reacción final de cierto público: «Esta­ban oyendo esto los fariseos, que eran amigos del dinero, y se bur-

laban de Jesús». Hay que tener en cuenta que lo fariseos eran lo~ «fieles». ejem-

plares, la personas religiosas modélicas de aquel tIempo: S~n em­bargo ... su aprecio por las prácticas religiosas y la dIscIplma es-condía desmañadamente el apego al dinero.

Siempre existe el riesgo de que personas piadosas. tenga? un corazón que late fuera de su sede natural, o sea, en las mmedIatas cercanías de la cartera y del cepillo de las ofrendas. Entonces ese incesante hablar de Dios se convierte en un «burlarse» de él.

Pistas para la búsqueda

Una tabla lanzada al mar para la gente que está a punto de

ahogarse

Los deudores de su amo probablemente son unos arrendatarios de fondos rUsticos, que en periodos de una buena añada retenían también la parte correspondiente a~ propietario. :: . .

En realidad no se trata de cantIdades pequenas. CIen barrIles de aceite de los que cada uno contenía alrededor de cuarenta li­tros, y ci~n medidas de trigo, de las que cada una contenía cuatro­cientos litros, representaban la cosecha de unos cuantos buenos años. Por poco se convierten en deudores insolvent~s, para los que la ley preveía penas severísimas e incluso la esclavItud. Por eso el gesto del administrador de la parábola representaba una verdade­ra tabla de salvación echada al mar a gente que estaba a punto de

ahogarse. . . Por la parábola no se ve si se ha alterado la factura antenor o SI

se ha preparado otra. Pero a los arrendatarios endeudados les que­dó claro que el fuerte descuento se debía a la generosidad y a la

292 Las parábolas de Jesús

amistad del administrador. El único fin del fiduciario fraudulento era precisamente este (L. Algisi)l.

La hora de la salvación

La acción del administrador no puede ni debe copiarse. Quien escucha el relato no puede imitar su procedimiento ni, de ninguna manera, debe ponerse en semejante situación. Pero la predicación de Jesús pone a sus oyentes en semejante estado de urgencia y de aguda tensión. La hora de Jesús es la hora de la salvación, es la úl­tima hora, después ya no hay escapatoria. Luego hay que com­prenderla, actuar siguiendo su llamada dramática: «¿Cómo es que no sabéis discernir el tiempo presente?», grita Jesús (Lc 12, 56). ¿Por qué sois inactivos y quejumbrosos como los muchachos que no se ponen de acuerdo para el juego? Esta no es la hora de las pa­labr~s,. sino de la acción. El remedio rápido y drástico con que el admmIstrador se ha preocupado de su vida es una lección para los hombres que se encuentran en la hora de la decisión escatológica. No comprender la necesidad del momento significa exponerse a los peligros más graves. Dejar resonar en vano el último reclamo de Dios significa perderse (L. AlgisiY

El futuro se decide ahora

La narración concentra toda la atención en la persona del ad­ministrador; en primer plano está solamente su comportamiento. El propietario (amo) que aparece con anterioridad es la figura que fundamentalmente determina el comportamiento del administra­dor. La acción comienza con la noticia de que el administrador perderá su puesto. El administrador, por su parte, se ve obligado a hacer frente al despido ya decidido. Con todos los medios a su al­cance hace frente a su futuro ya inevitable. Ha comprendido que su futuro se decide ahora. Es digno de notar que la narración no mienta para nada la suerte futura del administrador, sólo se preo­cupa de cómo el protagonista (en este momento) hace frente a la situación. Hacer frente a ese futuro, desde el punto de vista del ad­ministrador, se presenta como un imperativo dictado por la razón.

1. L. AIgisi, Gesit e le sue parabole, Casale Monferrato 1963. 2. ¡bid.

El administrador deshonesto y sagaz 293

A la certeza de ese futuro corresponde la radicalidad de sus reac­ciones, que no se echa atrás ni siquiera ante decisiones deshones­tas. El futuro malo se presenta en la narración como un futuro que puede evitarse dependiendo de cómo se actúe en el presente ...

Ahora se toman las decisiones necesarias para hacer frente al futuro inevitable. La cercanía del reino de Dios, establecida a tra­vés de la parábola misma, consiste en que el oyente co~prenda el presente como momento decisivo (cualificado en sentido escato­lógico) y le permita al mismo tiempo entender su mal futuro como algo que puede evitarse actuando ahora (H. Weder)3.

Un gran embrollo como única posibilidad de salvación

El administrador ni siquiera piensa en disculparse, sólo piensa en asegurar su futuro material. No piensa de ninguna manera tra­bajar en el campo. La única posibilidad de salvarse se lo ofrece un gran embrollo. Piensa en atraerse a los deudores de su amo, para que le ayuden una vez que le hayan privado de su car?o.

Podemos figurarnos a estos deudores como mayonstas que han obtenido del administrador suministros de mercanCÍas a cambio de títulos de deudas. Uno le debe, o mejor debe a su amo, 100 bath de aceite (1 bath equivale a unos 40 litros) por un valor total de unos 100 denarios (un denario tiene un valor aproximado de un franco de oro, equivalente al salario diario de un jornalero agrícola). A es­te le perdona la mitad de la deuda, por tanto le regala, .a cuenta del propietario, 500 denarios. Otro le debe 100 kor de tngo (1 k~r =

364 litros) en total 2.500 denarios. A este le perdona una qumta parte de la 'deuda, por tanto 500 denarios (A. Kemmer)4.

Asegurar el propio futuro

El parabolista quiere que nos dejemos impresionar P?r la pron­titud y la sagacidad con que el administrador busca -sm dudarlo un momento- asegurar su porvenir. Apenas se da cuenta de que su futuro está en peligro, el administrador se muestra astuto, aprove­chando la ventaja de la dificil situación en que ha venido a encon-

3. H. Weder, MetaJore del Regno, Brescia 1991. 4. A. Kemmer, La parabole di Gesit, Brescia 1990.

294 Las parábolas de Jesús

trarse. Y bien, ¿el cristiano no debería ser tan espabilado, sagaz y decidido para asegurarse en el tiempo presente el reino de Dios?

El adjetivo phronimos -que define al administrador y que ordi­nariamente se traduce por «prudente»- alude a diversas caracterís­ticas: lucidez para advertir la gravedad de la situación, rapidez pa­ra buscar una solución porque ya no habrá otras oportunidades, coraje para tomar decisiones (B. Maggioni)5.

Estamos mercantilizados

Estamos tan mercantilizados mentalmente que ya no sabemos ver las cosas sino a través del prisma de la mercancía. La relación con la naturaleza, con las cosas, está interceptada; estamos tan mercantilizados que este ojo no es sólo el que mira el escaparate de un supermercado, sino también el que contempla una campiña, un horizonte, el que se posa sobre un árbol florido, el que se posa sobre Dios. También Dios es mercantilizado como garantía del or­den económico existente. El ojo mercantilizado es el ojo que do­mina, por lo que se nos niega la pureza de las cosas, un contacto verdadero con la realidad, y hasta el goce de las cosas se desvía porque a la cosa natural sustituye la cosa artificial. También el fru­to en la mesa es el producto artificial que parte de un soporte de naturaleza, manipulado y traducido en negocio. Así nuestra vida consumista nos hace deteriorarnos como sujetos humanos. Y has­ta en nuestras relaciones intersubjetivas lo que cuenta no es el ser, sino el tener. Nos sentimos a gusto con gente que tiene, no con gente que es. Uno que es pero no tiene, ya no cuenta nada para no­sotros (E. Balducci)6.

Desmontar la máquina

El administrador de la parábola, proyectado en los parámetros contemporáneos, es un dirigente de una multinacional. Tenemos que usar la astucia o, mejor, la diligencia, la prontitud, el celo de los poseedores de la máquina productiva para desmontarla y po­nerla de verdad al servicio de los pobres (E. Balducci)1.

5. B. Maggioni, La parabole evangeliehe, Milano 1992. 6. E. Balducci, Gh ultimi tempi, anno e, Roma 1991. 7. Id., Il mandarlo e ilJuoeo, anno e, Roma 1979.

El administrador deshonesto y sagaz

El único milagro que logramos hacer

Pero ese criado a quien tú has alabado con divina ironía, Señor, es el más seguido y creído entre los criados, y envidiado, aunque sea en secreto. Así muchos hemos pensado en un prodigioso equilibrio a través de cuanto tú nos decías que era imposible: ¡un solo milagro hecho por nosotros! (D. M. Turoldo)8.

295

8. D. M. Turoldo-O. Ravasi, Opere e giorni del Signare, Milano 1989.

15

El rico anónimo y Lázaro el mendigo

«Había un homb~e rico que se vestía de púrpura y li­no, y todos los dIas celebraba espléndidos banque­t~s. Y había también un pobre, llamado Lázaro, ten­dld~ en el portal y cubierto de úlceras, que deseaba saCiar su hambre con lo que tiraban de la mesa del rico. !lasta los perros venían a lamer sus úlceras. Un dIa el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán. También murió el rico y fue se­pultado. Yen el abismo, cuando se hallaba entre tor­tu;as, lev~ntó los ojos el rico y vio a lo lejos a Abra­han ya Lazara en su seno. Y gritó: '¡Padre Abrahán ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje e~ agua la yema de su dedo y refresque mi lengua, por-1ue no sopor.t.o estas llamas!'. Abrahán respondió: Recuerda, hljo, que ya recibiste tus bienes durante

la vida, y Lázaro, en cambio, males. Ahora él está aquí c?nsolado mientras tú estás atormentado. Pero ad~mas, entre nosotros y vosotros se abre un gran abismo, de suerte que los que quieran pasar de aquí a ~osotros no puedan; ni tampoco puedan venir de ahl a nosotros '. ~eplicó el rico: 'Entonces te ruego, padre, ~u~ lo envles a mi casa paterna, para que di­g~,a mis CinCO hermanos la verdad y no vengan tam­bien ellos a este lugar de tormento '. Pero Abrahán le respondió: 'Ya ti,enen a Moisés ya los profetas, ·que los escuchen! '. El insistió: 'No, padre Abrahán; ~i se les presenta un muerto, se convertirán '. Entonces Abrahán dijo: 'Si ~o escuchan a Moisés y los profe­tas, tampoco haran caso aunque resucite un muer­to '» (Lc 16, 19-31).

El rico anónimo y Lázaro el mendigo 297

Interpretaciones simplistas

Una parábola peligrosa por las simplificaciones abusivas a que puede dar lugar. Por ejemplo: todo es remitido al más allá. Enton­ces se dará la vuelta a las situaciones actuales. Los ricos al infier­no y los pobres al paraíso. Así se hará justicia. Por fin. Por tanto, los pobres sólo deberán tener un poco de paciencia. El tiempo jus­to para que los ricos terminen tranquilamente su banquete y se ca­ven una hermosa sepultura. Después, en el paraíso, los que per­tenecen a la clase de Lázaro se tomarán su estrepitosa revancha.

No hay concepción más opuesta al espíritu de la Biblia que es­ta «resignación», que ese dejar para el más allá la solución de las injusticias presentes. La fe, no lo olvidemos, es también principio de indignación, de lucha, no sólo de resignación. El juicio de Dios se lee y se proclama también en la historia presente, no se remite sólo al último día.

Intentemos, pues, comprender la parábola en su significado más genuino.

El nombre inútil

La caracterización del hombre rico, cuyo único pensamiento era el de «banquetear», sin pensar en los demás, especialmente en los pobres, aun dentro de su concisión, es sumamente eficaz. Este rico no tiene nombre. Según la concepción semita, el nombre ex­presa la realidad profunda de la persona, resume su historia. En­tonces, el rico no tiene nombre porque no tiene historia. El nombre es inútil, y de todos modos sería abusivo, desde el momento en que la vida resulta vacía, inútil, porque la ha gastado únicamente para sÍ. Ha construido su existencia en el vacío. Ha perdido el nombre, porque ha perdido las verdaderas razones de vivir (no se puede vi­vir para banquetear, para organizar comilonas todos los días).

No son pocos los individuos que han perdido su nombre, por­que lo han sustituido por otros: «dinero», «carrera», «éxito», «tra­bajo», «placer», «negocio» ...

El pordiosero no tiene nada y consigue solamente la compa­sión de los perros (no se dice que sean los del rico ... ). Pero tiene un nombre importante, Lázaro, que significa «Dios ha socorrido a los hombres», «Yahvé ha ofrecido su ayuda».

298 Las parábolas de Jesús

Un abismo infranqueable

El grandioso fresco esbozado por Jesús se compone de dos es­cenas:

-En la primera (v. 19-26) se describen las situaciones en el pre­sente y su inversión en el momento de la muerte.

-La segunda (v. 27-31) nos transporta al más allá y todo se de­sarrolla a través de diálogos cerrados, que tienen como tema cen­tralla preocupación del rico por los cinco hermanos que permane­cen aquí abajo ... banqueteando.

Abrahán se convierte en el personaje clave, invocado inútil­mente por el ex rico para que envíe a Lázaro a llevarle una gota de agua que refresque su lengua abrasada, y luego para que mande al ex mendigo, mantenido rigurosamente afuera, a la puerta de casa, a «predicar» a los cinco hermanos despreocupados.

Las dos cosas resultan imposibles. Está de por medio un abis­mo infranqueable. Hay que pensarlo antes. La aparición de Lázaro en carne y hueso, y con hambre, en los fastuosos y exclusivistas salones de la casa, habría sido definitiva antes. Antes era cuando había que haber escuchado la lección del pobre.

Precisiones

-La parábola no pretende describir el más allá, y menos aún in­formar acerca de la decoración y temperatura del infierno. Sólo in­tenta hacernos entender el cambio radical de las perspectivas en el momento de la muerte, o sea, cuando termina el teatro.

Más que describirnos la geografia del más allá, más que infor­marnos de lo que pasa en la otra vida, la narración nos amonesta sev~ram~nte y nos recuerda que la suerte del hombre se juega hoy, aqUl .abaJo, en este momento. El presente queda «fijado» en la eternldad. Esto, el más acá, es el que se transforma en el más allá.

El rico parece que cae en la cuenta de que necesita de los otros -de Abra~án o ~e Lázaro, de quien antes había fingido que igno­rab~ su e~lstenCla- cuando ya ha «cruzado el abismo», cuando ya no tlene tlempo. y parece ocuparse de los otros, o sea, de sus cin­co hermanos, con retraso. En realidad, ha faltado el presente.

Los encuentros se dan aquí abajo, las relaciones se estrechan en esta tierra, las citas decisivas son para hoy. Solamente hoy y

El rico anónimo y Lázaro el mendigo 299

aquí es cuando uno puede ser liberado de su pasado y gara~tizar­se consiguientemente el futuro. Por tanto, no se trata de cun~sear en el más allá, sino de permitir que la parábola nos abra los oJos a los valores que deben orientar nuestra vida aquí abajo. . ,

-También es significativa la frase: «Si no escuchan a MOlses y a los profetas, tampoco harán caso aunque resucite ~n mu~rto». Es como decir: la palabra de Dios basta y sobra. No eXlsten slgnos ex­traordinarios que resulten más convincentes y decisivos. Hay que intentar que los despreocupados y distraídos escuchen es~a p~labra, y no hacerles entrar en razón mediante eventos extraordmanos: .

Si la palabra de Dios no te dice nada, o intentas sofocarla, m Sl­quiera las visiones lograrán abrirte los ojos. ¡Paradójicamente, pa­ra abrir los ojos bastan las orejas!

-Última precisión: se refiere al detalle según el cual L~zaro «deseaba saciar su hambre con lo que tiraban de la mesa del nco». Obviamente, no se trata de migajas, como alguno pretende hacer creer. 1. Jeremias habla de «trozos de hogaza que, usados para mo­jar en los tazones y para secarse las manos, se tiraban desp~és de­bajo de la mesa». Otros estudiosos prefieren hablar de «mlgas de pan» usadas para limpiarse las manos untadas de grasa.

Hay que señalar que los restos caídos al suelo debían recoger­se al terminar la comida. Quien no se preocupaba de esto demos­traba que despreciaba el pan, una culpa que le hacía caer ~n manos del «príncipe de la pobreza». Es significativo este pr?V?rblO: «~es­tos de pan en casa os introducen en la pobreza». EXlstla la oblIga­ción, especialmente para los escribas, d~ recoge: los trozo,s que ~I menos fueran tan grandes como una aceltuna. Lazaro quena precl­samente saciar su hambre con esas sobras que nadie osaría llevar­se a la boca por evidentes motivos higiénicos. Según algunos in­térpretes, el verbo usado por Lucas, en infinitivo, indica un deseo insatisfecho. Por tanto, ni siquiera las sobras caídas bajo la mesa llegaban al mendigo, sino que se tiraban.

Provocaciones

Un infierno dotado de todas las comodidades

Preguntémonos: ¿es verdad que la eternidad constituye la in­versión radical de la situación presente? Por lo menos en el caso

300 Las parábolas de Jesús

del rico, parece que no. En efecto, su suerte en el más allá no es otra cosa qu~ ,la fijación definitiva de lo que vive (o no vive) hoy, la p~olongacIOn de lo que es (o no es) en la tierra.

El es un hombre aislado, un separado. La riqueza lo encierra en el egoísmo, lo separa de los otros. Empeñado en mirar exclusiva­mente en el.~lato lleno. Entonces, el infierno no es otra cosa que la «~,onsagra.cIOn» de este estado de separación, de lejanía. Separa­CIOn de DIOS y de sus amigos (Abrahán, Lázaro), porque él aquí abajo ha vivido lejos de los otros, separado de los verdaderos va­lores, enganchado solamente al tener, apegado al placer egoísta, separado del sí mismo más auténtico.

Condenación quiere decir «privación». Pero el rico en cuestión ya era un «cond~nado» durante su existencia terrena, salpicada por frecuentes comIlonas, porque era prisionero de su «privacidad». Porque estaba privado del sentido de la vida.

Se objetará: pero también existen los tormentos. Mientras en l~ tierra, el individuo ha gozado, se ha divertido, se lo ha pas~do bIen. Parecería que, al menos en esto, la situación en el más allá constituye una inversión.

No estoy de acuerdo. ¿Seguro que el «banquetear» despreocu­padamente, el vestir trajes lujosos y el acumular dinero es fuente de felicidad?

Sostengo que no existe tormento mayor que el de una vida va­cía, llena de cosas inútiles, que es lo mismo. Que no existe tortura más lacerante que el aislamiento, la cerrazón en los demás no ver más allá de la nariz, no saber usar las manos con el gesto del don sofocar las exigencias del espíritu. Aunque este tormento laceran~ te, ~~ta angustia,. se intenten sofocar con la alegría y la despreocu­pacIOn, con el rUIdo ensordecedor, con la disipación. Si cayeran las máscaras, veríamo~ a?rirse de par en par heridas profundas, llagas hor.r~ndas, ~e~ordImIentos atormentadores, abismos de desespe­raCIOno Un mfIerno, precisamente. Ya en esta tierra. Un infierno dotado de todas las comodidades.

La fe no nace de los milagros

También ~osotros tenemos a «Moisés y los profetas», o sea, la palabra de DIOS. No necesitamos milagros sensacionales como el de un muerto que venga a amonestarnos -como pretendía el rico para sus hermanos-o La fe no nace de los milagros, aunque mu-

El rico anónimo y Lázaro el mendigo 301

chos, también en el terreno cristiano, parezcan estar conv~ncidos de esto. No es un muerto resucitado, sino la palabra de DIOS que resuena en nuestro corazón lo que puede hacernos abrir los ojos. El verdadero milagro es la Palabra, que puede provocar ~na resu­rrección. No se puede fundar conversión alguna en un mIlagro es-pectacular. ..

Cierto, la resurrección de Cristo es un mIlagro, el mIlagro por excelencia. Sin embargo también este milagro se transforma, para nosotros, en palabra eficaz, en predicación, en anuncio. Y somos dichosos porque, aunque no hayamos visto salir a Jesús del sepul­cro, escuchando la palabra de Dios salimos de nuestro sepulcro y salimos a descubrir a los hermanos.

«Jesús no pretende principalmente asustarnos con un infierno o consolarnos con un paraíso futuro. Más bien pretende mostrar­nos cómo el cielo comienza allá donde resuena la palabra de Dios que permite a un hombre encontrar a su hermano» (A. Maillot).

Irreflexión

El gran pecado es la irreflexión. " Al hombre rico esbozado despiadadamente por Jesus, algun

pensamiento 10 sostenía: el lujo desenfrenad?, el bienest~r,.los pla­ceres exhibidos en todo ese pasado, las comt1onas, la mUSIca ...

Pero no son los pensamientos adecuados. Puede preocuparse de la casa, de la mesa y de todas las comodidades relativas, y ~o pensar en «equipar» a quien está dentro, en esos muebles esenCIa-les -aunque invisibles- que le hacen hombre. . .

Se puede pensar en gozar de la vida y olvidarse de VIVIr. Se pueden amasar fortunas tranquilizadora~, acumula~ ~venturas, de­jarse acunar por el bienestar, estar aturdIdo por el extto .... y fraca­sar clamorosamente en la empresa de llegar a ser uno mIsmo. Pue­den estar devorados por la obsesión de hacerse un nombre y no saber el propio nombre.

Los «disolutos», contra los que arremetía ya, con fuerte sar­casmo, el profeta Amós (6, 7), matan el tiempo, 10 engañ~n, 10 pierden, 10 vacían de contenido, pero no se aprovechan de, el, no saben sacar de él nada importante. En el fondo no saben que hacer con él no les interesa, y 10 dejan pasar sin arrancarle las propues­tas más ventajosas. «Pasárselo bien», en el fondo, significa dejar pasar todas las ocasiones favorables.

302 Las parábolas de Jesús

Se pueden organizar fiestas y banquetes, y correr el riesgo de morir de saciedad. En ciertas comilonas, el Lázaro que se deja en la puerta es el dueño de la casa en persona.

En el caso del anónimo «epulón», por ejemplo, el verdadero mendigo es su espíritu, su alma, su corazón, su dignidad, su autén­tico yo, su mejor parte.

De esta manera, a pesar de las apariencias; los irreflexivos piensan (superficialmente) en todo menos en sí mismos. Se preo-cupan de muchas cosas, menos de su vida. .

Los «disolutos» no tienen tiempo para sí. Se descuidan, se ig­noran, se autoexcluyen de la fiesta. Sofocan (a lo mejor bajo mon­tones de comida o de comodidad o de distracciones varias) sus exi­gencias más auténticas.

Los «disolutos» engañando al tiempo, se engañan clamorosa­mente a sí mismos. Cometen una estafa colosal frente a su vida. Porque la depredan, la dejan sin valor (¡sin valores!).

Así pues, el verdadero error de los irreflexivos es el no pensar en sí mismos, en su verdadero ser.

Cuando es demasiado tarde para pensar

La parábola del hombre rico subraya otra trágica carencia, en lo que se refiere a pensamiento, de consecuencias irreparables.

Aquel fulano que «todos los días celebraba espléndidos ban­quetes» no piensa en quien está excluido de la fiesta. No repara en el pobre. No se interesa por el prójimo. El prójimo está lejos de sus preocupaciones. Está perdido porque excluye al otro del horizon­te de sus preocupaciones.

Al prójimo se le considera una molestia, un fastidio, un estor­bo. Al pOb:e, al que es víctima de la injusticia, al débil se le apar­ta de los oJos, del corazón, como si fuese un elemento discordan­te en el panorama. Su voz se neutraliza gracias a la barrera de un oído indiferente, porque representa la nota desafinada en el cuida­do programa de música tranquilizadora además de ensordecedora.

Ni siquiera las migajas de la atención están reservadas a quien está al otro lado de la puerta del bienestar privado y desenfrenado.

Cuando el rico se decide a pensar es demasiado tarde. Ya su vi­da ha discurrido en la inutilidad. Lázaro hubiera podido ser su sal­vación, si se hubiese fijado antes en él. La fiesta, aunque parezca interminable, en un momento dado se acaba.

El rico anónimo y Lázaro el mendigo 303

No se habría interrumpido de aquella manera trágica, no habría tenido aquel brusco despertar, si él hubiese hecho partícipe de ella al excluido, al marginado. Sus bienes no se habrían transformado en ceniza si hubiese «pensado» en compartirlos.

Además de pensar con retraso, el «epulón» piensa también de manera equivocada cuando, arrojado a aquel «lugar de tormento», se acuerda de sus cinco hermanos que permanecen en la tierra continuando el banquete (un recuerdo inútil, fuera de tiempo: tam­bién aquí tenía que haberlo pensado antes, dejando más que bienes que derrochar, algún buen ejemplo que imitar).

Considera indispensable para salvarlos mandar a Lázaro -a lo mejor disfrazado de fantasma- para advertirles. Según él, la apari­ción de un muerto remediaría todo, los pondría en el buen camino.

La respuesta es heladora (a pesar del fuego). Para decidirse a pensar, no hay necesidad ni de milagro ni de

milagrismo. Sólo se necesita usar la cabeza cuando hay tiempo.

La vida eterna no se nos viene encima

Así pues, se trata de pensar seriamente en la propia vida, pen­sar responsablemente (yen el momento oportuno) en los demás. Pero hay que añadir un tercer elemento: pensar en la vida eterna.

No es un pensamiento más (esos que dicen que ya tienen mu­chos pensamientos en la cabeza y para dejar sitio a esos otros de­ciden eliminar precisamente este ... ). Constituye más bien el fondo necesario sobre el que debemos pensar y repensar nuestra propia existencia.

Es el pensamiento del significado, del porqué. Es el pensa­miento de la meta. Pablo advierte a Timoteo: «Conquista la vida eterna para la cual has sido llamado» (1 Tim 6, 12).

La vida eterna no es algo que se nos viene encima en cualquier momento. Es algo hacia lo que debemos orientar nuestra mirada, además de nuestros pensamientos. Más que alcanzarnos, somos nosotros los que la alcanzamos.

Respondamos, pues, día a día a su llamada. Obedezcamos a sus apremios.Y no olvidemos que el otro mundo se construye en este mundo.

304 Las parábolas de Jesús

Pistas para la búsqueda

«Coronémonos con capullos de rosas antes de que se marchiten .. . »

Nuestra vida es como una sombra que pasa y nuestro fin no se puede retrasar, pues está sellado y nadie puede volver. Así pues, disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de las criaturas con pasión de juventud. Embriaguémonos de vinos exquisitos y perfumes, que ni una flor primaveral se nos escape.

Coroné~onos con capullos de rosas antes de que se marchiten; que nadIe de nosotros falte a nuestras orgías, dejemos por todas partes señales de nuestro regocijo, porque esta es nuestra suerte y nuestra herencia. Aplastemos al justo desvalido, no tengamos compasión de la viuda ni respetemos las canas del anciano. Sea nuestra fuerza la norma de la justicia, porque lo débil se demuestra inútil (Sab 2, 5-11).

«Este es el que antes poníamos en ridículo»

Entonces el justo estará en pie con gran seguridad frente a los que le oprimieron y menospreciaron sus sufrimientos. Al verlo temblarán con terrible espanto, y quedarán estupefactos ante su inesperada salvación. Con el espíritu lleno de angustia y arrepentidos se dirán: «Este es el que antes poníamos en ridículo y hacíamos objeto de nuestra burla. Necios nosotros, que tuvimos su vida por locura y consideramos su final una ignominia. Ahora se cuenta entre los hijos de Dios, y comparte la suerte de los santos. Nosotros nos extraviamos de la senda de la verdad, la luz de la justicia no nos alumbró y el sol no se levantó para nosotros. Anduvimos por sendas de maldad y perdición,

El rico anónimo y Lázaro el mendigo

atravesamos desiertos sin senderos, y no quisimos seguir el camino del Señor. ¿De qué nos ha servido nuestro orgullo? ¿ Qué hemos sacado de las riquezas de que alardeábamos? Todo eso pasó como una sombra, como un rumor fugaz; como nave que surca las aguas agitadas, cuyo paso no deja estela perceptible, ni vestigio su quilla en las olas. O como ave que con su vuelo rasga el aire, sin dejar huella alguna de su paso ... O como una flecha lanzada hacia el blanco, cuyo surco en el aire vuelve al punto a juntarse, haciendo imperceptible su camino. Así nosotros: apenas nacidos, desaparecemos,

305

no habiendo tenido ningún signo de virtud para poder mostrar; nos consumimos por nuestra maldad». Sí, la esperanza del impío es como brizna llevada por el viento, como espuma ligera a merced del huracán, como humo que disipa el viento, como el recuerdo fugaz del huésped de una noche (Sab 5, 1-14).

Siempre hay alguien mirando

Al ejemplo del administrador infiel, pero sagaz, el evangelista contrapone el relato del rico que no se preocupaba de su fut~ro ....

Dado que según la doctrina hebrea del trueque la desgr~cIa tle­ne su origen en la culpa, el contraste estridente entre el nco y el pobre se percibía en aquel tiempo como algo t~t~lmente n~tural. .. En la parábola Jesús contradice esta concepclOn. Despues de la muerte las situaciones se invierten ...

Después de la muerte el rico va al «hades» (designación grie­ga del reino de los muertos). En la representación veterotestamen­taria este era el reino de las sombras, en el que los muertos, buenos o malos llevaban una existencia gris. El Nuevo Testamento distin­gue net~mente entre el «hades», la morada intermedia de los di­funtos, y la «gehenna», que es el infierno final. Así pues, en la pa­rábola no se trata de la condición definitiva. Sin embargo, para el rico también este estadio intermedio es lugar de penosos tormen­tos. En este estadio intermedio, según una idea corriente del tardo­judaísmo, los justos ven a los pecadores y viceversa. Así, el rico

306 Las parábolas de Jesús

puede divisar directamente la felicidad de Lázaro. Los papeles se han invertido: en la tierra Lázaro se limitaba a contemplar los ban­quetes del rico; ahora, por el contrario, es huésped, y el rico debe limitarse a ver (A. Kemmer)l.

Una vieja historia

Para la comprensión de esta parábola, tanto en sus detalles co­mo en su conjunto, es esencial ver que en su primera parte se re­fiere a una historia conocida, que tenía como tema el cambio de su~r~e en el más allá. Se trata del cuento egipcio del viaje de Si­OSlflS Y de su padre Seton Chaemwese al imperio de los muertos, que concluye con las palabras: «Quien es bueno en la tierra en­cuentra también bondad en el reino de lo muertos; pero qui~n es malo en la tierra, también encuentra (allí) maldad».

Judíos de Alejandría habían traído esta narración a Palestina Y al~í fue apreciada como la historia del pobre escriba Y del rico pu­blIcano Bar Ma'jan. Que Jesús se sirve de esta narración se confir­ma porque la ha empleado igualmente en la parábola de la gran ce­na. Allí hemos referido el comienzo de la historia: cómo el escriba fue enterrado sin cortejo, mientras el publican o lo fue con gran pompa. Ahora se trata de la conclusión. Un colega del pobre escri­ba pudo ver en sueños cómo era el destino de ambos hombres en el más ~lIá:. «Unos días más tarde vio aquel escriba a su colega en unos Jardmes de belleza paradisíaca, atravesados por aguas vivas. y vio también a Bar Ma'jan, el publicano, que estaba a la orilla de un río Y quería alcanzar el agua, pero no podía» (1 Jeremias)2.

«La parte posterior»

La parábola es una de las cuatro con dos momentos cumbre (Mt 20, ~-16; Mt 22, 1-14; Lc 15,11-32; Lc 16, 19-31).

El pnmero (v. 19-23) tiene como objeto el cambio de destino en el má~ allá; el segundo (v. 24-31), el rechazo de las dos peticio­nes ~el nco de que mandasen a Lázaro a refrescarle y a prevenir a sus cmco hermanos. Puesto que la primera parte empalma con una narración conocida, recae el acento sobre lo nuevo que Jesús aña-

1. A. Kemmer, Le parabole di Gesu, Brescía 1990. 2. 1. Jeremías, Las parábolas de Jesús, EsteBa 1997.

El rico anónimo y Lázaro el mendigo 307

de, sobre el «epílogo». Como en todas las demás parábolas con dos momentos cumbre, también en esta destaca la «parte poste­rior». Es decir: Jesús no quiere tomar posición frente al problema de ricos y pobres, ni dar una enseñanza sobre la vida después de. la muerte, sino que narra la parábola para advertir de la catástrofe m­minente a hombres que se parecen al rico y a sus hermanos. El po­bre Lázaro es, por consiguiente, sólo una figura secundaria, una f,i­gura de contraste. Se trata de los. seis hermanos Y, no se d~bena llamar la parábola «del hombre nco y del pobre Lazaro».' ~mo la parábola «de los seis hermanos». Los hermanos superVIvIentes, que se corresponden con los hombres de la generación del diluvi~, que gozaban de la vida despreocupados sin oír el estruendo del dI­luvio que se acercaba (Mt 24, 37-39 par), son .hombres de e~te mundo como su difunto hermano. Como este, VIven en un egOls­mo sin corazón, sordos a la palabra de Dios, porque piensan que con la muerte todo se acaba (v. 28). Irónicamente Jesús ha sido in­terpelado por tales hombres escépticos Y mundanos, a los que tie~ ne que presentar pruebas tangibles de una vida tras la muert~, SI han de tomar en serio su amenaza. Jesús quisiera abrirles los OJos, pero cumplir su petición no sería e~ camino acertado. U.~ milagro no tendría sentido; aun el mayor mIlagro, una resurreCClOn de en­tre los muertos, sería en vano, pues quien no se inclina ante la pa­labra de Dios, tampoco será llamado a la conversión por un I?~l~­gro. «Auditu salvamur, non apparitionibus» (Be~gel). ~a p~tIClOn de señales es una escapatoria Y una expresión de ImpemtencIa. Es­to se afirma al decir: «A esta generación no se le dará señal algu­na» (Mc 8, 12) (1 Jeremias)3.

Se debe restablecer el equilibrio

En el retrato del rico Y de Lázaro, antes de su muerte, es im­portante notar la ausencia de carac.terísticas moral~s v~rda~eras Y propias. Ni al primero se le descnbe como a u~ ImplO, m el S?­gundo es considerado como particular~ente pla~oso: Se podna pensar que el contraste entre el lujo del nco Y la mlsena d~l pobre quiere insinuar una injusticia, una crueldad por parte del nco.

Pero hay que preguntarse si los dos personajes están de verdad puestos en relación el uno con el otro con este fin. Es verdad que

3. ¡bid.

308 Las parábolas de Jesús

el rico no tiene madera de santo si luego termina en el infierno, ni Lázaro de bandido si luego es acogido en el cielo. Sin embargo, es sintomático que falte todo tipo de alusión a la presunta maldad o santidad del uno y del otro. La razón de su destino en el más allá no la coloca Jesús en algún vicio específico o en alguna virtud particular, sino sólo en el hecho de que uno es «rico» y el otro es «pobre». Es justo que después de la muerte las situaciones se in­viertan, es justo que quien ha tenido en la tierra la riqueza y los placeres tenga después su parte de sufrimiento ... Hay que resta­blecer el equilibrio (L. Algisi)4.

La propia inconsciencia bajo acusación

El primer cuadro es solamente la premisa de la historia verda­dera, premisa bastante convencional para los contemporáneos de Jesús que oían repetir tal enseñanza a los rabinos y la conocían ya formulada en relatos de amplia difusión.

La sátira de Jesús va más allá del sentido tradicional y en cier­to momento abandona la antítesis entre las dos figuras para cen­trarse en el personaje del rico, que ahora ha entendido su pasada locura y la estupidez de su opción. Él es un perdido. Nada tiene que reprocharse respecto a su comportamiento con Lázaro; tan es así, que incluso piensa recurrir a él para que le ayude (v. 24.27s); sin embargo, tiene mucho que reprocharle a su inconsciencia. No pensaba, no creía que terminaría así; conocía las enseñanzas de la ley y de los profetas que le pronosticaban la posibilidad de verse abocado a semejante y lamentable destino. Pero la ligereza y la su­perficialidad humanas se sustraen con facilidad a la reflexión pro­funda. La parábola no dice lo que hubiera tenido que hacer para salvarse, no pretende ser una enseñanza sobre la pobreza y la ri­queza. La limosna, la distribución de los bienes, quizás se puede considerar el medio que le hubiese evitado la ruina. Pero la pará­bola sólo sabe que él no ha tenido conciencia o coraje para las de­cisiones extremas y ahora todo es inútil. Por otra parte, él lo sabe y no pretende nada para sí mismo. Ya no puede pensar más que en sus hermanos (L. Algisi)5.

4. L. AIgisi, Gesu e le sue parabole, Casale Monferrato 1963. 5. ¡bid.

El rico anónimo y Lázaro el mendigo 309

No cuenta ser hijo de Abrahán

Describiendo el reino de los muertos, Jesús se adapta a la men­talidad y a las imágenes de su tiempo. Obviamente, no está aquí la fuerza de la parábola.

En polémica con una difusa teología rabínica, Jesús quiere más bien afirmar que Abrahán no reconoce a todos los hebreos como hijos suyos. Algunos maestros pensaban que los grandes méritos de Abrahán serían para beneficio de todos sus descendientes; Abrahán puede incluso salvar a sus hijos de la gehenna; todos los israelitas, exceptuando ciertas categorías de delincuentes, un día serían liberados de la gehenna. Jesús no piensa asÍ. No basta la pertenencia a un pueblo para ser salvados. Es decisivo el modo co­mo se ha vivido (B. Maggioni)6.

La culpa de ignorar al pobre

Al rico no se le condena porque sea violento u opresor, sino simplemente porque ha vivido como un rico, ignorando al pobre (B. Maggioni)1.

El hombre es el fin del hombre

Aquí la culpa es del hombre, el cual ya no sabe que el hombre es el fin del hombre (A. Maillot)8.

Lo tenía a dos pasos, pero no lo veía ...

Lázaro yace a la puerta del epulón. Jesús no ha tomado a dos personajes-tipo abstractos: el rico y el pobre. No ha puesto en es­cena a los pequeños asalariados y a los terratenientes de su tiempo, sino a dos hombres unidos por la historia y la geografia. Y de estos dos hombres, hay uno que está tendido en el camino del otro. Atra­vesado en su vida.

Pero el rico nunca se ha dado cuenta de esto. Nunca ha sabido ver que Lázaro era la ocasión de su vida, la posibilidad de recupe-

6. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992. 7. ¡bid. 8. A. Maillot, Les paraboles de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973.

310 Las parábolas de Jesús

rar un nombre y de tener una historia. Nunca ha sabido encontrar a Lázaro.

Jesús no le reprocha el que sea rico, sino el haber pasado junto a aquel que podía dar un sentido a su vida, esa vida que sólo se nos da una vez, y se da para encontrar a Lázaro. Mas él no lo ha en­contrado. Lo tenía a dos pasos, le pasaba por encima, pero no lo veía. Por eso ha fracasado totalmente (A. MailIot)9.

Los muertos no cambian

Llega un día en que todo resulta irreversible. Es el día después del cual ya no hay más día, ya no hay ocasiones posibles. Es el día en que ya no se pueden encontrar otras personas fuera de las que se han encontrado hasta ese momento.

Ya todo está fijado, grabado en el granito de la historia pasada. Y sin retoques posibles. Es el día en que el único futuro es el de ser exclusivamente lo que se ha sido, el día a partir del cual es po­sible estar únicamente en el pasado. No existe otro futuro que ayer;

. : se está condenado a ser para siempre ese que se ha querido ser ayer. La muerte no es otra cosa que esto.

Por otra parte, hay que constatar que muchos vivientes son simplemente unos muertos vivientes, fijados en un personaje soli­tario que no han querido abandonar, petrificados en un comporta­miento definitivo.

La sabiduría popular dice que solamente los imbéciles nunca cambian. Precisaría diciendo que sólo los muertos son los que ja­más cambian, no se convierten y siempre permanecen igual. Por lo que la eternidad no hace otra cosa que cambiarlos ... en lo que son, transformarlos en sí mismos (A. MailIot)lO.

¡Lo que cuenta es un hermoso funeral!

Se indica que el rico fue sepultado. Sin embargo, respecto del pobre no sabemos nada. Probablemente ha tenido derecho a la fo­sa común de la época.

¡Qué grandioso funeral el del rico! Muchos amigos, discursos oficiales, el sermón conmovedor del rabino, el lento y solemne

9. lb id. lO. 1bid.

El rico anónimo y Lázaro el mendigo 311

cortejo, los pésames a los cinco hermanos, los epitafios y las flo­res ... muchas flores. Sin duda ha sido un funeral bellísimo. Un fu­neral grandioso. De los verdaderos. De los que cuentan en la vida del hombre. ¡Por lo que dan ganas de pensar que algunos viven precisamente para ser sepultados!

Sin embargo, ¡Lázaro ha tenido que contentarse con los ánge-les!. .. (A. Maillot)".

Atentos al presente

El relato no está destinado a hacernos mirar en dirección al fu­turo sino a mantenernos extremadamente atentos al presente. Por­que 'sólo ahora y aquí abajo se puede obtener el perdón de los pe­cados, puede darse la conversión, o sea, la transformación de la existencia. Solamente aquí abajo el foso que nos separa de nuestro pasado puede ser colmado y tenemos la posibilidad de ser libera­dos de nuestro personaje de ayer, de nuestras culpas de ayer, de nuestra soledad de ayer.

En efecto, aquí abajo existe un puente, que es la cruz de Cristo, y nosotros no sólo tenemos la posibilidad de convertirnos en otro, sino también la de haber sido otro, la posibilidad de reescribir la historia. Solamente aquí abajo. Después, el pasado nos aprisiona para la eternidad, y la eternidad nos aprisiona en el pasado.

¡Hermano, no esperes mientras aún hay tiempo! (A. MailIot)'2.

¡Mira! ¡También él ha muerto!

«También murió el rico ... ». ¡Qué extraño: también él ha muer­to! Tenía el mar y los montes, y médicos y medicinas, lo mejor de la ciencia a su disposición ... También él ha muerto. Y la muerte, en la vida del rico, siempre es una desgracia (D. M. Turoldo)13.

Cuestionar nuestro presente

¿Cómo hemos de acoger la enseñanza de esta extraordinaria parábola? ¿Cómo hemos de acoger un mensaje de consuelo para

11. [bid. 12. [bid. 13. D. M. Turoldo, Anche Dio e infelice, Casale Monferrato 1991.

312 Las parábolas de Jesús

todos los Lázaros de este mundo que deben estar seguros de que Dios está de su parte y que una vez cerrado el juego de esta vida serán consolados por los males que han soportado? ¿Es un mensa­je de consuelo para los pobres? Ciertamente tenemos que decir: también es esto.

Pero según los modos y la expresión del lenguaje profético es­ta representación de la salida última de la vida del rico y del pobre se toma como un juicio acerca de nuestro tiempo, del presente. De otra manera que las representaciones religiosas, en las que el em­puje consolador es el único empuje -por lo que estas sirven mucho para el mantenimiento del orden, para hacer que los Lázaros estén tranquilos a las puertas y no armen jaleo, para conseguir que los epulones tengan benevolencia con los Lázaros, pero sin inquietar­se por su situación- el lenguaje profético, por el contrario, ataca en la raíz esta desigualdad, la condena y, por tanto, cuestiona nuestro presente (E. Balducci)14.

Dios ve el mundo con los ojos de Lázaro

Dios tiene predilección por los Lázaros. Es una certeza que no hay que repetir a la ligera ... ¿Pero qué significa esto? No se limi­ta a preferirlos con su benevolencia, está de su parte. Dios en este mundo es Lázaro. No está ni en los palacios, ni en las universida­des teológicas. Dios mira el mundo con los ojos de Lázaro. ¡Ima­ginaos qué mundo ve! Ciertamente no con los ojos de Lázaro in­yectados de sangre, sino con los ojos de Lázaro iluminados por la sabiduría (E. Balducci)15.

Modificar el proyecto de vida

Se suele decir que hay que modificar la calidad de vida. Y está bien, pero digamos que, antes aún que la calidad, el proyecto de vi­da, un proyecto de vida centrado no en el consumo de los bienes de la tierra, sino en el intercambio entre los hombres, en la partici­pación común en los bienes de la tierra y en los productos consi­guientes de la técnica humana. Es necesaria, pues, una política de participación en el banquete, que lIeva consigo la necesidad de una

14. E. Balducci, Gli ultimi tempi, anno e, Roma 1991. 15. ¡bid.

El rieo anónimo y Lázaro el mendigo 313

ascética la necesidad de la modificación de la escala de valores en los que ~e ha inspirado nuestra vida hasta hoy. Y e.ste cambio de. la escala de valores, extrañamente, revoca el mensaje del evangelIo, donde los bienes no son despreciados con un ascetismo de tipo pa­gano, sino que se indican como medios de comunión entre los hombres como instrumentos de intercambio entre los hombres, como co~ún posesión de la familia humana (E. Balducci)16.

¡Ay! Lázaro sueña con convertirse en un «epulón»

Hay que liberar a los «Lázaros» de la voluntad de to~~r en el banquete el lugar dejado libre eventualmente por los vIeJos co­mensales o de la simple voluntad de ensanchar la sala del banque­te. Porque una consecuencia dramática, y lo tenemos a la vista, de la repartición de las riquezas es que los oprimidos han adop~ado el modelo de vida de los opresores. Lázaro sueña con convertIrse en un «epulón». Y esta es la última inicua victoria de lo.s po~erosos, de los privilegiados: es el aniquilamiento de la COnCienCIa de los oprimidos.

Una tarea de las comunidades cristianas debería ser el mostrar la posibilidad de formas de existencia que descarten radicalmente el modelo propagado por los «epulones», y que la relació? con la naturaleza y la relación con los hombres y el uso de los bIen~s se conviertan en expresiones y garantías de auténtica humamdad. Aquí es donde la fe, si tiene fantasía creativa, debería manifestar­se (E. Balducci)l7.

Abolir el infierno de aquí

Hemos visto a hombres con propósitos revolucionarios conver­tirse en poco tiempo en tranquilos gestores del club de los «epulo­nes»: es la mecánica del materialismo bíblico l8 . Hemos de cons-

16. E. Ba1ducci, 11 mandarlo e il Juoeo, anno e, Roma 1979. 17. lbid. 18. El mismo Balducci lo explica así: «Los pensamientos del h.ombre no nacen

de una esfera espiritual inmune a la condición carnal, l?s'pensamlent?s nacen del corazón. Existe una mens eordis, una 'mente del corazon . Y elcorazon, a su vez, es este principio profundo del ser en el que se e.stablecen .las onentaclOnes .declsl­vas de la vida, y no sólo los movimientos afectivos; no v.lve en una esfera mdem­ne de cualquier influencia, sino que está radicado en los mstmtos. Se puede deCir,

314 Las parábolas de Jesús

truirnos un corazón inmune a los elementos del mundo, desbor­dante de solidaridad con los «Lázaros», y tratar de abolir los abis­mos. Es la solución que Dios espera de nosotros. Entonces termi­nará el infierno.

Yo no sé lo que hay después de la muerte; pienso en una infi­nita misericordia de Dios y no me gusta pensar en el infierno. Pe­ro sé que el infierno existe y está aquí, y sé que lo que Dios nos pi­de no es difundir el miedo al infierno del más allá, sino la voluntad de abolir el infierno de aquí (E. Balducci)19.

pues, que de l~ manera en que se vive, de la manera en que se accede al tener, a gozar de los bienes de este mundo, deriva todo. El corazón se modela en relación a estas opcIOnes, y la mente se modela con el corazón: existe una concatenación»

19. E. Balducci,ll Vangelo delta pace, anno e, Roma 1985. .

16

Los siervos inútiles

«¿ Quién de vosotros que tenga un criado arando o pastoreando le dice cuando llega del campo: Ven, siéntate a la mesa? ¿No le dirá más bien: Prepárame la cena y sírveme mientras como y bebo; y luego co­merás y beberás tú? ¿ Tendrá quizás que agradecer al siervo que haya hecho lo que se le había manda­do? Así también vosotros, cuando hayáis hecho lo que se os mande, decid: Somos siervos inútiles; he­mos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,7-10).

Mirando al siervo

Hay que leer la parábola mirando al siervo, no al amo. Obvia­mente, el Señor no se identifica con este arrogante señorón de pue­blo, insoportable, arrogante, pretencioso y hasta un poco zafio con la servidumbre. En todo caso el modelo podría ser el representado por el amo que sirve en la mesa a sus colaboradores (Lc 12,37).

Somos nosotros, los «siervos», los que debemos identificarnos con la conducta del siervo que trabaja con empeño, pasión, amor y humildad. Y después que ha obedecido con seriedad, reconoce que no ha hecho más que cumplir con su deber. «Así también vosotros, cuando hayáis hecho lo que se os mande, decid: hemos hecho lo que teníamos que hacer».

La relación con Dios está bajo el signo de la gratuidad, y no ba­jo el signo de un contrato. A la gratuidad del don, debe correspon­der una actitud por parte del hombre de dedicación apasionada y humilde, diligente y modesta. Sin reivindicaciones farisaicas, sin pretensiones y sin instrumentalizaciones propagandísticas.

¿«Siervos inútiles» o «pobres siervos»?

Algunos estudiosos dicen que «inútiles» es una mala traduc­ción de la palabra griega achreios, que significa mísero, pobre,

318 Las parábolas de Jesús

Necesitan siervos «utilizables». y ellos se prestan: pelotilleros, serviciales, aduladores. Buenos para nada, pero capaces de todo. Siempre del lado del poderoso, listos para darle la razón, dispues­tos a defenderlo también en las causas equivocadas.

Y, naturalmente, obtienen generosos «premios de utilidad».

Alegría y libertad de los siervos inútiles

Francisco de Asís, al final de su testamento, exhibe este título: «y yo, hermano Francisco, pequeñito, vuestro siervo ... ». La pe­queñez es una de las connotaciones esenciales del servicio. De to­dos modos es indudable que Francisco se precia de pertenecer a la categoría de los siervos inútiles. Y encuentra su alegría en serlo.

Siervo inútil, y por eso no utilizable, no disponible para otra cosa que no sea el servicio al evangelio. Y Francisco coloca en es­ta gloria de los siervos inútiles el sentido destacado de la libertad.

Siervo que se inclina ante el único Señor y ante sus hermanos, pero reacio a arrodillarse ante los grandes de la tierra.

Siervo, y por tanto no servil. Siervo, y por eso inasible, incontrolable, inmanipulable. Siervo de quien ningún rico, ningún poderoso jamás podrá dis-

poner para poner en marcha proyectos humanos.

Pistas para la búsqueda

No alardees

Dice rabí Jochanan ben Zakkaj: «Si has practicado mucho la Torá, no alardees por ello, porque para eso has sido creado».

El amo no está obligado a dar las gracias

La metáfora se presenta en forma de pregunta (v. 7-9); la apli­cación a los oyentes es una declaración. Esta presupone las condi­ciones económicas de un pequeño propietario agrícola. Un labra­dor que no podría permitirse tener más de un esclavo, que tendría que atender tanto a los trabajos del campo como al servicio do­méstico. Cuando este esclavo, por la tarde, vuelve de los campos a casa cansado, no puede sentarse a comer a la mesa, sino que an-

Los siervos inútiles 319

tes debe preparar la cena y servir al amo. Solamente después pue­de saciar su hambre. Y después de haber cumplido dócilmente sus órdenes no puede contar con un agradecimiento especial por par­te del amo. Según la mentalidad del tiempo, el esclavo es propie­dad del amo, que puede hacer con él lo que quiera ...

N o se trata de la aprobación de la esclavitud, ni del rechazo to­tal de la idea de recompensa. Jesús sólo rechaza la convicción de algunos, que creen tener derechos a la recompensa celeste por ha­ber observado escrupulosamente los mandamientos divinos. Servir a Dios, cumplir su voluntad, no es para una criatura más que un hecho natural; por esto no se puede pretender una recompensa.

Dirigida a los discípulos de Jesús, la parábola tiene el valor de todas sus instrucciones. Él les invita a la humildad y a la caridad. Pero la caridad no se contenta con hacer lo que es obligación, sino que está dispuesta a ir espontáneamente más allá de lo que se le pi­de (A. Kemmer)l.

Ninguna partida doble con Dios

Surge la concepción economicista de la religión; la relación Dios-hombre no es la de un empresario y de un asalariado. El hombre debe entregarse a él con amor: la relación es más bien la del amor nupcial, relación de donación libre de cálculos.

De igual modo, en la comunidad cristiana nadie debe exigir ma­yor prestigio o dignidad porque haya ofrecido prestaciones mayo­res. Todos deben reconocer que son «siervos inútiles», serenos y felices de poder dar, amar y sacrificarse por Dios y por los demás sin la lógica férrea del capitalismo productivo.

Se cancelan todas las partidas dobles del «dar» y del «tener», y se celebra la alegría de la salvación que Dios sólo ofrece pasando a través del obrar de nuestras manos y del anuncio de nuestras pa­labras (G. Ravasi)2.

Inútiles después de haber trabajado, ¡no antes!

El estilo de vida de la fe se caracteriza por el supremo desinte­rés, incluso el desinterés por el éxito, por lo que se persigue, pero

l. A. Kemmer, Le parabole di Cesu, Brescia 1990. . 2. G. Ravasi, Celebrare e vivere la Parola, anno C, MIlano 1982.

320 Las parábolas de Jesús

de lo que no hacemos depender nuestra fidelidad, la cual tiene sig­nificado en sí misma. Hemos de caminar hacia estos objetivos aunque no se realicen.

«Cuando hayáis hecho lo que se os mande, decid: Somos sier­vos inútiles». ¡Ay de aquel que lo diga antes! Muchos alimentan la humildad exhortando también en nombre de Dios a ser humildes a no pretender cambiar el mundo, pero si decimos que somos inú~ tiles antes de haber actuado, estamos en pecado. Después de haber hecho todo lo que teníamos que hacer, decimos: «Somos siervos inútiles», pero estamos también convencidos de que lo que hemos hecho entra, por una subterránea corriente benéfica, en el curso de las vivencias y posiblemente florecerá mañana.

Nosotros que estamos en el mañana de ayer, nosotros que he­n;t0s vivido e~ mañana de tantos profetas del pasado sabemos que CIertas floracIOnes que ahora se dan se deben a su fidelidad: estos han tenido paciencia incluso cuando les sobraban motivos para no tenerla, y así ha florecido algo que para ellos era un sueño y para nosotros una realidad.

No digo que el panorama que tenemos ante los ojos sea sólo desolación y opresión, hay cosas estupendas que florecen, incluso de forma efímera, y que hay que proteger con cuidado, ya que es­tán expuestas a las intemperies diarias. Pero nace algo primaveral y, si vais a buscar la raíz, encontraréis que termina en el corazón de algún profeta del pasado, muerto sin haber visto nada.

Debemos vivir esta fidelidad como si todo dependiese de no­sotros, pero resignados a nuestra inutilidad. Esta combinación de los opuestos, la aceptación de ser inútiles y la perseverancia en permanecer fieles a los cambios del mundo, es una conciliación fundamental para nuestra vida moral (E. Balducci)3.

El infinito necesita la nada

Su amor por nosotros supera nuestra incapacidad. No es que él se haga ilusiones de nosotros, que cierre los ojos diciendo: «Siem­pre valen para algo». El hecho es que su infinito sobrepasa nuestra nada. Su gracia supera nuestro pecado. Por eso Dios necesita de nosotros, de nuestros toscos pies, de nuestras alpargatas, de nues­tros gestos torpes e imprudentes. Porque nos ama. Pero no quiere

3. E. Ba1ducci, Gli 1Iltimi tempi, anno e, Roma 1991.

Los siervos inútiles 321

que nos engañemos respecto a este amor. No se nos debe, se nos da, se nos da totalmente (A. Maillot)4.

Si Dios quiere utilizarnos ...

Se comienza por no preocuparnos por nosotros mismos, por nuestras manos, y se pone uno en camino. No se pretende saber ya si somos útiles, pero damos gracias porque Dios quiere utilizarnos. y nosotros, que tenemos poco de buenos, o de buenos para nada (¡pero esto tiene poca importancia!), estamos convencidos de que trabajamos con quien lo puede todo. Incluso puede hacernos ... útiles (A. Maillot)5.

Despertarse con la sonrisa

«Padre celeste, cuando el pensamiento tuyo se despierte en nuestra alma, haz que no se despierte como un pájaro asustado y desorientado que revolotea por aquí y por allá, sino como un niño que se despierta con su sonrisa celestial» (S. Kierkegaard).

4. A. Maillot, Les paraboles de Jéslls aujourd'hui, Geneve 1973. 5. Ibid.

17

El juez y la viuda

«Para mostrarles la necesidad de orar siempre sin desanimarse, Jesús les contó esta parábola: Había en una ciudad un juez que no temía a Dios ni tenía miramientos con nadie. Había también en aquella ciudad una viuda que no cesaba de suplicarle: 'Haz­me justicia frente a mi enemigo '. El juez se negó du­rante algún tiempo, pero después se dijo: 'Aunque no temo a Dios ni respeto a nadie, es tanto lo que esta viuda me importuna, que le haré justicia para que de­je de molestarme de una vez '. Yel Señor añadió: Fi­jaos en lo que dice el juez inicuo. ¿No hará, entonces, Dios justicia a sus elegidos que claman a él día y no­che? ¿Les hará esperar? Yo os digo que les harájus­ticia inmediatamente. Pero cuando venga el Hijo del hombre ¿encontraráfe en la tierra?» (Lc 18, 1-8).

Primer protagonista: el juez insensible

De nuevo una parábola desconcertante, en la que el modelo de oración confiada y perseverante es ofrecido por una pobre viuda (¡y hasta aquí, todo bien!). Pero en la que la intervención de Dios parece asemejarse a la de un magistrado deshonesto (y aquí el asunto se complica no poco). Intentemos no dejarnos impresionar y examinemos a los protagonistas de la parábola.

Primero, el juez. Un tipejo con el que nadie querría toparse. Sin religión y sin una pizca de humanidad. Descreído y alérgico a cumplir con su deber. No recibe órdenes de Dios y no está acos­tumbrado a oír la voz de su conciencia.

No perdamos detalle: «No tenía miramientos con nadie». No significa que no mirara a nadie a la cara (cosa deseable en un juez). Sino que no tenía respeto a nadie, no le importaba nadie. Vulgarmente: se reía de todo y de todos. En una palabra, un indi-

El juez y la viuda 323

viduo cerrado en su egoísmo, sumergido en sus comodidades, que se preocupaba solamente de sí mismo. Impasible ante cualquier pe­tición, incluso la más sacrosanta. Insensible.

La imagen de un hombre de quien no se puede esperar nada. Es imposible abrir una brecha en aquel gélido blindaje. Inexpugnable, invulnerable, inaccesible, impasible, insociable.

Las palabras, las súplicas más angustiosas rebotan contra aque­lla coraza de dureza sin ni siquiera arañada, sin provocar una sos­pecha de remordimiento, una vaga intención de piedad, algo que se asemeje, aunque sea vagamente, a un sentimiento.

Segundo protagonista: una pobre viuda

Por otra parte, una viuda. La imagen por excelencia de la debi­lidad desarmada. Privada de apoyos, desprovista de recomenda­ciones, sin tutela legal alguna. No puede, por supuesto, pagarse un abogado que defienda su causa. Pensándolo bien, se ve obligada a luchar en dos frentes, contra dos adversarios: el contendiente yel magistrado. Es víctima predestinada a dos atropellos: prepotencia por una parte, descarada desidia por otra.

La batalla, de entrada, parece perdida. La debilidad indefensa no tiene posibilidad alguna contra la fuerza arrogante y la indife­rencia impenetrable. Pero la pobre mujer no se rinde. Acude al juez una, diez, veinte veces. Lo aborda apenas se pone a tiro. Y no se cansa ante los desplantes. Lo persigue, lo acosa, le aturde los oí­dos. Al final, el juez tiene que capitular. No aguanta más aquellas interminables quejas. Y decide hacer justicia a la mujer para qui­társela de encima.

En realidad, la mujer había intuido que el magistrado invenci­ble tenía un punto débil: precisamente su egoísmo, su deseo de que nadie le molestara. Una vez descubierto ese talón de Aquiles, la mujer, con su obstinación, abre una brecha justo en ese fla~co. D~­rrota al juez no en el terreno de la piedad, sino en el de la msenSI­bilidad. De hecho, si ese le hace caso es porque está harto de que le importune.

La insistencia de la demandante termina por aburrir al repre­sentante de la ley. Se ha hecho justicia, no porque haya sido escu­chada la voz imperiosa del derecho, sino porque ya no se quiere oír más una voz molesta.

324 Las parábolas de Jesús

La lección

Así pues, la debilidad ha prevalecido sobre la fuerza. A la per­sona indefensa le ha dado la razón el poder arrogante. Esta es la primera lección de la parábola.

No tengamos miedo de nuestra debilidad. Al contrario, alegré­monos. No nos desanimemos, pues, por nuestra impotencia. No nos dejemos impresionar por las dificultades «insuperables».

Es inútil ir a buscar apoyos en otra parte. El arma decisiva la te­nemos dentro de nosotros. Y es nuestra debilidad, nuestra pobreza. Con ella, y únicamente con ella, tenemos, no digo la posibilidad, sino la certeza de salir adelante.

Sólo que no tenemos que cansarnos si la respuesta se hace es­perar. No decaigamos en el ánimo si nuestra voz se vuelve ronca a fuerza de gritar inútilmente. Los retrasos, en vez de debilitar la es­peranza, son una razón para alimentarla.

Además, en la otra parte -¡démonos cuenta de que el segundo protagonista no es una copia, sino más bien la imagen en negativo de Dios!- no está un juez insensible, sino un Padre que se deja he­~ir por el grito de sus hijos y está impaciente por escucharlos.

No, ho es la debilidad contra la fuerza. Es una debilidad (la nuestra) contra otra debilidad (la de Dios, porque nadie es más vulnerable, más débil que un Dios que ama).

No hace falta precisar que, a diferencia del magistrado perezo­so, Dios no nos escucha para que no se le moleste más. A él, al contrario, le gusta nuestra insistencia fastidiosa. Agradece nuestras peticiones insistentes, machaconas. Desea que se le importune. Espera ansiosamente que alguien vaya a molestarlo. Con tal de que todo le llegue a través del canal de la fe.

Pregunta inquietante

«Pero cuando venga el Hijo del hombre ¿encontrará fe en la tierra?». La parábola se cierra con esta pregunta inquietante. Jesús la lanza aquí en un tono apenado. Va camino de Jerusalén y, por tanto, de su pasión y muerte, de su noche interminable. Y parece que le roza la sospecha de que su misión terminará en fracaso. In­cluso parece que siente angustia. Es un rasgo muy humano en su desconcertante dramaticidad.

El juez y la viuda 325

Hoy depende de nosotros asegurarle la perseverancia de nues­tra fe. Uno de los signos decisivos es ciertamente la oración en la interminable noche de la espera. Alguno ha resistido, no ha cedido al cansancio, ha permanecido firme, se ha empeñado en tener la lámpara encendida, aunque todas las otras ventanas, una después de otra, se hayan quedado sin luz. La lámpara encendida, que se opone ya a las tinieblas, ya al viento contrario, no tiene como tarea calentar, sino señalar una fidelidad sufrida.

Después hay que caer en la cuenta de que los tiempos de Dios no son los nuestros. Incluso cuando Dios tiene prisa por oírnos, puede suceder que nuestra fe esté ya apagada. Nu~st.ro cansan~io llega antes que la concesión amorosa del Padre. ASI, mterrumpIdo el canal de la fe, muchas respuestas no llegan a destino. Y tenemos incluso el coraje de lamentarnos de que Dios está sordo, de que no nos escucha ... ¿Qué diríamos si el día en que el juez decide com­placer a la viuda, esta no se dejase ver?

Orar significa «hacer justicia»

Alguno defiende que esta parábola es semejante a ~a del am~­go inoportuno (Lc 11,5-8), incluso sería como un duplIcado. EVI­dentemente existen semejanzas. Pero las diferencias resultan bas­tante más marcadas. Allí es cuestión de amigos: había un amigo, que tenía un amigo, que a su vez tenía un amigo ... Aquí, por el contrario, es cuestión de enemigos. La viuda tiene a todos en con­tra: tanto al contendiente como al juez.

Pero sobre todo el objeto de la petición es distinto. Allá se tra­ta de una petición muy limitada: tres panes. Aquí, por el contrario, la mujer pide justicia, pretende que se le haga justicia. La oración, entonces, es «pedir justicia». O incluso, según la expresión de Tu­roldo, «orar es hacer justicia».

Provocaciones

La oración del pobre

La oración de la viuda es la oración del pobre. Para nosotros, pobreza en la oración significa saber orar también en la aridez, en

I I ' I

326 Las parábolas de Jesús

el vacío, en la desolación, en la oscuridad más espesa, en el frío paralizante. También cuando no se experimenta nada ni se siente nada, cuando se está atrapado por la sensación de inutilidad.

Orar también cuando la oración parece imposible. También cuando experimentamos la ausencia. Me atrevería a decir que el pobre busca a Dios incluso cuando este le defrauda, se esconde, desaparece en la noche sin dejar el más mínimo rastro de luz. Él está allí, sin desanimarse, sin ceder al cansancio, aferrado a la vo­luntad más que al sentimiento, en la fidelidad de un amor dispues­to a aceptar cualquier prueba.

Sabe que el encuentro a veces se realiza en la fiesta. Pero con más frecuencia se consuma en una vigilia interminable, en una agonía insoportable. La «noche oscura», el frío, la angustia, la fal­ta de respuesta, la lejanía, el abandono, el no entender nada, el dis­gusto, son el «sí» más costoso que el pobre logra decir en la ora­ción. El pobre se obstina en mantener la puerta abierta a este Dios que se niega a mostrarse.

Cuestión de resistencia

En el fondo, ese forcejeo entre los dos es una lucha de resisten­cia, de desgaste recíproco. El más fuerte está convencido de que lo­grará desanimar a la más débil. Pero ha calculado mal. En realidad, es precisamente él quien, llegado a un punto, no resistirá más.

Mientras, la mujer está dispuesta a resistir quién sabe cuánto tiempo, «hasta que ... ». La debilidad prevalece sobre la fuerza (aparente) porque está sostenida por la resistencia. Paradójica­mente, la de la mujer es una debilidad «resistente».

Orar hasta vencer mi sordera ...

¿ y si resulta que el juez indiferente, corrupto, hostil, insensible a la situación de la viuda desprovista de protecciones, fuese preci­samente yo? Quiero decir: insistir sin desanimarse en la oración significa experimentar, primero la certeza de que Dios nos escu­cha, y además la capacidad de escuchar finalmente la voz de los pobres, el grito de los oprimidos, la invocación de quien está solo, la imploración del sufriente, la protesta del hermano discriminado.

Es necesario orar sin desfallecer para superar la sordera. No la de Dios, evidentemente, sino la nuestra. Nuestro oído, gracias a la

El juez y la viuda 327

oración obstinada, tenaz como la de aquella mujer, se afina hasta percibir la petición de ayuda del prójimo que padece injusticia o exclusión, o que de una manera u otra se encuentra en necesidad.

Naturalmente es necesario no pararse ante los altares de nues­tras devociones privadas y colocarse ante el campo inmenso de la necesidad del prójimo, hasta dejarse herir por el grito que se le­vanta en cualquier parte.

Yo, pues, si rezo de verdad, me encuentro obligado a satisfacer las exigencias de justicia que llegan al corazón de Dios y que él

me transmite. Hay gente, como la viuda de la parábola, que quizás ha espera-

do durante mucho tiempo. No puedo permitir que se prologue más

esta espera. y si hay que tomar distancias, hemos de distanciarnos de nues-

tros problemas, de nuestras preocupaciones, de nuestros fracasos, de nuestros asuntos personales.

¿ y si orar fuese precisamente «olvidarse»? ¿Y si la oración fuese la victoria, primero sobre la resignación,

y luego sobre los horizontes muy «privados», sobre las perspecti-

vas intimistas?

De improviso

Según nuestra traducción, Dios hace justicia «inmediatamen­te». Pero me parece que el adverbio va contra el sentido de la pa­rábola, en la que se insiste en el retraso. Por tanto parecen también discutibles las traducciones «lo antes posible» o «muy pronto».

Me parece que el significado es más bien «inesperadamente», «de improviso». Dios se retrasa, pero su intervención es siempre insospechada, imprevisible, no programable.

La oración no tiene otra cosa que ofrecer que ... la oración

Me parece muy aguda la observación de H. Weder, quien dice cómo la parábola pone en evidencia el hecho de que se nos resti­tuye, a través del ejemplo de esta viuda, la libertad en la oración.

Debemos liberarnos de la preocupación de tener que llevar co­sas a la oración. El orante, como la mujer, no tiene nada que pre­sentar (méritos, obras, merecimientos varios). La oración no tiene otra cosa que ofrecer que ... la oración.

328 Las parábolas de Jesús

Una debilidad invencible

La figura de la viuda puede ser la imagen de la Iglesia, de có­mo esta debe presentarse en su debilidad desarmada y desarmante.

El hecho es que con frecuencia la Iglesia se consume a causa de su viudedad, no se fia -es más, se muestra angustiada- de su propia debilidad, y entonces busca el apoyo de los poderosos o pretende parecer poderosa. Pero debe convencerse más bien de que precisamente su debilidad constituye su invencibilidad.

Pistas para la búsqueda

Su arma es la perseverancia

No hay que imaginarse a la viuda necesariamente como una anciana. La temprana edad de casamiento (para las muchachas era normalmente entre los 13 y 14 años) tenía como consecuencia el que también hubiese viudas muy jóvenes.

:: El tema a tratar es una cuestión de dinero, puesto que la viuda r presenta su demanda ante un solo juez (no ante un tribunal): una deuda, una hipoteca, una parte de la herencia le es retenida. Es po­bre, no puede hacer ningún regalo al juez (ya en el Antiguo Testa­mento las viudas y los huérfanos sufren el desamparo y la falta de defensa); se puede pensar que su adversario en el proceso es un hombre rico, considerado ...

Su única arma es su perseverancia ... Finalmente el juez cede «porque esta viuda le ataca los nervios» ... No es el miedo a una explosión de enojo por parte de la mujer, sino su constancia la que le hace ceder. Sus eternas quejas le molestan y quiere tener paz (1 J eremias ) 1 •

Antítesis

Una vez más se trata de una conclusión «a minore ad maius». Si hasta el juez sin escrúpulos al final está dispuesto a ayudar,

1. 1. Jeremias se refiere en una nota a una historia análoga: «H. B. Tristram describe muy intuitivamente el tribunal de Nisibis (Mesopotamia). Frente a la en­trada se sentaba el cadí, medio hundido en cojines; alrededor de él los secretarios. En la parte anterior de la sala se agolpaba la población: cada uno pedía que su

El juez y la viuda 329

cuánto más Dios hará justicia a los oprimidos contra sus persegui­dores, y lo hará rápidamente, sin largos retrasos. La diferencia en­tre la situación de la viuda en la parábola y la de los elegidos se manifiesta en tres antítesis: el juez inicuo - el Dios justo; la viuda no cuenta nada para el juez - Dios tiene vivo interés por los suyos; en un primer momento el juez no escucha en absoluto - Dios está siempre dispuesto a escuchar a los elegidos (A. Kemmer)2.

Una única posibilidad

Impresiona enseguida el hecho de que la narración muestre la contraposición de dos figuras: por un lado, el juez «sans foi ni loi» es un hombre que conoce una sola medida de comportamiento: él mismo. El narrador, rozando lo inaceptable, utiliza este autorita­rismo del juez como metáfora de la soberana libertad de Dios.

Por otro lado está la viuda, esto es, una pobre mujer en la esca­la más baja de la jerarquía social. Ella no dispone ni de poder ni de instrumentos de presión; ni siquiera puede esperar que aquel juez le ayude por temor a Dios o por miedo a perder su buena fama. Só­lo le queda una posibilidad: recurrir a la oración. No puede hacer otra cosa que repetir continuamente: «Hazme justicia ... ». Con es­te comportamiento ella reacciona perfectamente frente al autorita­rismo del juez. Y lo que sigue en la narración revela que el único motivo que empuja al juez autoritario a satisfacer la petición es precisamente esta oración repetida. El temor del juez, a quien ella al final podría romperle la cara, vale para expresar el sarcasmo de este hombre. El motivo de su acción, en realidad, es que la viuda le fastidia con sus repetidas demandas (H. Weder)3.

asunto pasase en primer lugar. Los más sagaces cuchicheaban con los secretarios, les daban a escondidas 'derechos' y eran despachados rápidamente. Entre tanto, una pobre mujer, a su lado, interrumpía constantemente el proceso con grandes gritos pidiendo justicia. Fue reprendida y llamada al orden duramente y con re­proches, y se contaba que venía cada día: '¡ Lo haré -gritó en voz alta-, hasta que el cadí me escuche!'. Finalmente, al terminar la sesión, preguntó el cadí impa­ciente: '¿Qué quiere esa mujer?'. Pronto se le contó su historia. El recaudador de impuestos la forzaba a pagar el impuesto, aunque su único hijo había sido llama­do al servicio militar. El caso fue decidido rápidamente. Así fue premiada su per­severancia. Si hubiera tenido dinero para pagar a un secretario, se le habría dado la razón mucho antes. ¡Una analogía moderna y exacta de Lc 18, 2s!».

2. A. Kemmer, Le parabole di Gesit, Brescia 1990. 3. H. Weder, Metafore del Regno, Brescia 1991.

330 Las parábolas de Jesús

Dios no necesita ser «importunado» ...

Muchos piensan que en la parábola del juez sin conciencia se compara al juez con Dios; deducen de ahí que, así como este se ha dejado inducir a actuar por la insistencia molesta de la viuda, a Dios se le debería «importunan> a fuerza de oraciones para indu­cirle a conceder lo que se le pide. De aquí se deriva un concepto pagano, cuantitativo, de la oración, en abierto contraste con lo que Jesús dice en el sermón de la montaña (Mt 6, 7-8) Y fundado en una errónea interpretación de la parábola. En ella no se presenta a Dios como alguien parecido al juez inicuo, sino como alguien que es exactamente lo contrario. Toda la parábola está basada en ellla­mado razonamiento a fortiori (<<con mayor razón»): si hasta un juez perverso escucha a quien le suplica, con mayor razón Dios, que no es perverso, sino bueno, escuchará a sus fieles (A. Comba)4.

«Hazme justicia», o sea, «venga tu Reino»

r La oración no es la petición privada de algún favor particular, t sino la invocación que brota del corazón de todos los oprimidos, los marginados, los pobres: «¡Hazme justicia!», que es como de­cir: «¡Venga tu Reino!» (A. Comba)5.

El agresor es una mujer

En esta escena, se trata a la mujer como si fuera un agresor, lo cual paradójicamente es verdad. Ella ha manejado su pobre arma, que es el arma absoluta: la obstinación. Y ha vencido (A. Maillot)6.

Las promesas de Dios

¿Podemos decir que Dios ha hecho o no ha hecho justicia, que ha oído o no ha oído las milenarias peticiones de esos que, con­fiando en su palabra, le han gritado día y noche, si no sabemos lo que Dios ha prometido darnos? (S. Quínzio)1.

4. A. Comba, La parabole di Gesit, parola per l'uomo d'oggi, Torino 1978. 5. ¡bid. 6. A. Maillot, Les paraboles de Jésus aujourd 'hui, Geneve 1973. 7. S. Quinzio, La sconfitta di Dio, Milano 1992.

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El fariseo y el publicano

«También a unos, que presumían de ser hombres de bien y despreciaban a los demás, les dijo esta pará­bola: Dos hombres subieron al templo a orar: uno era fariseo y el otro publicano. El fariseo, erguido, hacía interiormente esta oración: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago los diezmos de todo lo que poseo '. Por su parte, el publicano, man­teniéndose a distancia, no se atrevía ni siquiera a le­vantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pe­cho diciendo: 'Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador '. Os digo que este bajó a su casa re­conciliado con Dios, y el otro no. Porque el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será en­salzado» (Le 18, 9-14).

Una historia ejemplar

Después de haber recomendado una oración confiada e insis­tente, Jesús precisa cuál es la postura justa -o sea, agradable a Dios- del orante.

Más que una parábola, esta es una lección, una «historia ejem­plan>. Pone en escena, en el marco solemne del templo, a dos per­sonajes. La técnica es la del contraste.

El fariseo, o sea, el observante escrupuloso de la ley, el practi­cante fiel de la religión, la persona piadosa por excelencia. Reza asumiendo la postura precisa, según la costumbre judía: de pie, con la cabeza levantada, los brazos elevados hacia el cielo. Y bal­bucea la oración más hermosa: la acción de gracias, la alabanza.

Sólo que el fariseo no da gracias a Yahvé por su grandeza y mi­sericordia, sino por lo que él es con respecto a los demás.

332 Las parábolas de Jesús

Sí, este hombre, para hacer notar lo que es (o presume ser), siente la necesidad de denunciar a los demás (ladrones, injustos, adúlteros). Necesita el fondo oscuro de las maldades ajenas para hacer resaltar mejor sus propios méritos. Mira hacia arriba, pero también hacia atrás. Y el publicano le sirve para recordarle a Dios que él, por suerte, no es como ese. Que quede claro.

Seguidamente pasa a desgranar sus méritos, a ilustrar su con­ducta irreprensible. Es un hombre que no se contenta con lo nor­mal, hace más de lo estrictamente necesario. Está obligado a ob­servar el ayuno una vez al año, el día de la Expiación, pero él ayuna dos veces por semana (lunes y jueves), reparando así los pe­cados de tantos incrédulos. Debe pagar los diezmos (destinados a los gastos del templo, a los pobres y al sostenimiento de las escue­las rabínicas) sólo del trigo, el mosto y el aceite, pero él se impo­ne una tasa voluntaria del diez por ciento de todo lo que tiene, sin excepción, porque sabe que los agricultores y los comerciantes es­camotean con frecuencia y con gusto, por tacañería y avidez, este deber. Y él no quiere hacerse cómplice de ningún modo de una vio-

( lación de la ley. Y remedia con su bolsillo incluso a los evasores. { Por tanto, un hombre de bien. Seguro de sí y de su propia jus-

ticia. Uno que se siente perfectamente en regla con Dios y mejor que los demás. Uno a quien Dios debe algo. Si no estuviera él pa­ra sostener la casa ...

«La oración del fariseo, tras una aparente devoción y piedad, es una oración atea. Dios es la cobertura de un yo rico que instru­mentaliza la relación religiosa para su exaltación. El hombre que se esconde detrás de esta oración no espera nada de Dios, no tiene nada que pedir, él sólo se exhibe, y exhibe sus derechos y sus cré­ditos ante Dios» (R. Fabris).

Hemos de advertir que la oración del fariseo no resulta en ab­soluto novedosa. En efecto, refleja un modelo talmúdico que dice así: «Te doy gracias, Señor Dios mío, por haberme hecho partici­par de la compañía de los que se sientan en la casa de enseñanza, y no de la de aquellos que se sientan en el recodo de la carretera; en efecto, como ellos me pongo en camino; pero me voy hacia la palabra de la ley, y estos, por el contrario, van rápidamente hacia cosas fútiles. Trabajo y ellos también trabajan, me empeño y reci­bo mi recompensa; yesos se empeñan, pero no reciben recompen­sa alguna. Corro y ellos también corren; corro hacia la vida del mundo futuro y ellos corren hacia la fosa de la perdición».

El fariseo y el publicano 333

Conclusión desconcertante

Allí, junto a él, un publicano, o sea, un recaudador de impues­tos. Relegado por los devotos, porque su oficio es infame, al rango de los pecadores. Explotador, usurero, ladrón y además colabora­cionista con el ocupante romano. Un ser abominable, odiado y despreciado. Ni siquiera se atreve a levantar los ojos ni las manos (vacías de obras buenas y llenas de bellaquerías) al cielo. Sólo las usa para darse golpes de pecho.

Ahora, la conclusión es desconcertante. El juicio de Dios sepa­ra las dos posturas. No en el sentido querido por el fariseo (que, por definición, es precisamente un «separado» de los demás). Exactamente lo contrario.

Qué es lo que no cuadra

¿Por qué este cambio radical de posiciones tan frecuente en el evangelio? Hagamos un esfuerzo para entenderlo.

Dios ciertamente no condena las obras buenas de los fariseos, faltaría más. Y tampoco aprueba la deshonestidad del recaudador. Simplemente la conducta buena del uno se traduce en una postura equivocada frente a Dios y frente al prójimo. Mientras la conducta pecaminosa del otro desemboca en la postura <~usta» en la oración.

El fariseo se equivoca no porque se comporte honestamente, sino por otros motivos:

-Se pone ante Dios como un puntilloso calculador de sus mé­ritos. Se engaña pensando que él tiene el metro que determina exactamente la cercanía respecto a Dios.

-No sabe o finge ignorar que sólo Dios -y no el hombre- pue­de decir quién le está cercano de verdad, quién le es querido y quién no.

-En el fondo, no sabe colocarse en una perspectiva alegre de gratuidad. Es un contable de la religión y de la moral. Su virtud es triste, puntillosa, aburrida, opresora, interesada, no liberadora.

-Además de sentirse indebidamente seguro de su justicia, juz­ga, condena y denigra a los demás.

-Así, sus virtudes se convierten en pedestal para una estúpida autocomplacencia y para una actitud de superioridad frente a los demás.

334 Las parábolas de Jesús

El publicano, por el contrario, queda justificado porque reco­noce que es un pecador. No se excusa. No mira en dirección al fa­riseo (no dice: «Ese va mucho a la iglesia, tiene una fachada irre­prensible, pero es peor que los demás», ni tampoco «Prefiero ser quien soy», ni «En el fondo soy más honesto que él, aunque se dé aires de persona devota»). Sabe que es un canalla y lo reconoce. Y para no seguir siéndolo, necesita de la misericordia del Señor. No tiene nada bueno que ofrecer, pero sí mucho que recibir de Dios.

El publicano, haciendo inventario de su intimidad, no encuen­tra nada de que vanagloriarse. Pero no cae en el error de creerse bueno (o menos malo) comparándose con los otros, o sea, a costa del prójimo, a cargo de los defectos ajenos. En ese caso, se con­vertiría automáticamente en un fariseo (se hace uno fariseo en el momento mismo en que está seguro de no serlo).

«Él no habla de los otros, no los critica. No cree necesario de­molerlos para obtener un eventual favor de parte de Dios. Su mi­seria le basta. Y sólo cuenta con la gracia de Dios» (A. Maillot).

I I

La lección

«También a unos que presumían de ser hombres de bien y des­preciaban a los demás ... ». ¿Entendida la lección?

El fariseo está lleno de sí y de sus buenas obras. No hay espa­cio en él donde colocar los dones de Dios. Se siente con el deber de presentar unas credenciales de irreprensibilidad que no tienen valor alguno a los ojos de Dios. Los títulos de méritos o el certifi­cado de buena conducta no sirven en la oración.

Ante el Señor tenemos que aprender, de una vez, la actitud del pobre, de quien nada tiene, de quien no reivindica nada. Para él, las únicas credenciales válidas, los únicos títulos de méritos son nuestras miserias, nuestro vacío, el reconocimiento de nuestra con­dición de pecadores. Sólo cuando estamos sinceramente convenci­dos de no tener nada presentable podemos presentarnos ante Dios.

El fariseo necesita de Dios para ser admirado, para que sus cuentas se registren en el banco del cielo. El publicano necesita de Dios para partir desde cero.

y se diría que él tiene una fuerte simpatía no por los «que ya han llegado», sino por esos que, dándose golpes de pecho, le ma­nifiestan que tienen ganas de comenzar de nuevo ...

El fariseo y el publican o 335

Se siente un chirrido

Sigamos recorriendo la parábola para captar otros elementos que nos ayuden a comprenderla, deteniéndonos especialmente en los dos protagonistas.

Quizás no tenemos que pensar necesariamente en la discreta penumbra de un templo vacío. Es probable que estos dos persona­jes estén mezclados con la gente y se vean obligados a estar codo con codo. Es Jesús quien los separa, los confronta, los pone como representantes de dos posturas religiosas contrapuestas, irreconci­liables. Para ello los presenta, simplificándolos, en el momento de la oración.

Normalmente la vida constituye la verificación más exacta de la autenticidad de la oración. Aquí, por el contrario, la manera de rezar es la que se convierte en indicador que revela la personalidad.

Nada que decir de la figura del fariseo. Una imagen de obser­vancia escrupulosa (mucho más allá de las obligaciones fijadas por la ley), de compromiso religioso, de extremo rigor.

y sin embargo, en ese personaje modelo hay algo que no con­vence, una nota desafinada, un borrón que salpica todo, un engra­naje que chirría. Todo en orden, un tipo irreprensible, irreprocha­ble, y sin embargo se percibe algo que no encaja.

A veces basta un detalle para comprometer el conjunto. Una pequeña grieta para denunciar la inconsistencia de una construc­ción imponente y ... amenazante.

A veces la admiración hacia una persona de rasgos perfectos se traduce en malestar y hasta en repugnancia cuando advertimos su mal aliento.

Sí, el fariseo tiene un aliento maloliente. Lo notamos cuando abre la boca para rezar. Estropea su acción de gracias por su acti­tud de superioridad y desprecio frente a los otros (<<Dios mío, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano ... »). Hasta sus virtudes desprenden un hedor insoportable, porque se exhiben como méri­tos, casi como reivindicación frente a Dios, y van acompañadas de acusaciones contra el prójimo.

Una minúscula seta envenenada echa a perder el plato entero. Ciertas personas, consideradas «ejemplares», lo tienen todo y has­ta algo más. Sin embargo, basta un pequeño gesto, el tono de voz, el modo de sonreír, una mirada, un pliegue en la comisura de los

336 Las parábolas de Jesús

labios o una palabra para revelar que el enfoque de su existencia está totalmente equivocado, que su testimonio resulta poco fiable, que la verdad que proclaman nada tiene que ver con el mensaje de Cristo.

Sí, existen virtudes que, en vez de emanar perfume, despren­den un olor infecto. Al fariseo -que no es un producto exclusivo del judaísmo-le traiciona su mal aliento, síntoma de una mala di­gestión religiosa.

Él presume de ser familiar de Dios, pero Dios lo mantiene a distancia. Es más, lo rechaza. Tampoco Dios puede soportar el mal aliento, las virtudes que huelen a presunción, autocomplacencia, petulancia, ostentación, desprecio de los demás.

Un pequeño detalle

Ciertamente al publicano no se le presenta como modelo de vi­da. No es que se prefiera su conducta a las prestaciones virtuosas 4el fariseo. En efecto, se trata de un individuo cuya ética en el ofi­'cio de ,recaudar los impuestos resulta bastante discutible. Clara­mente no se le presenta como un campeón de honradez.

Al compararlo con el fariseo, un detalle que no es fácil de pre­cisar consigue que salga ganando, a pesar de la miseria que lleva encima y que él no trata de ocultar.

Este es un detalle que descalifica al fariseo y hace trizas su imagen. Y precisamente es un detalle lo que salva al publicano. Quizás las pocas palabras entrecortadas (<<Dios mío, ten compa­sión de mí, que soy un pecador ... »). Ese gesto simplicísimo (<<Se golpeaba el pecho ... »). O la mirada (<<No se atrevía ni siquiera a levantar los ojos al cielo ... »). O a lo mejor las tres cosas juntas.

De todos modos, en una construcción nada perfecta, se abre una grieta, poco más que una fisura, hacia la salvación (<<Bajó a su casa reconciliado con Dios»).

Aparentemente, sólo se trata de detalles. Pero resultan decisi­vos. Un detalle insignificante denuncia que el personaje represen­tado por el fariseo es falso, artificial. Un detalle irrelevante deja intuir que el publicano, aun con el peso de sus pecados, se pone en el camino de la verdad.

En una palabra, basta un detalle para indicar si somos «verda­deros» ante Dios.

El fariseo y el publicano 337

Amar en la gratuidad

La parábola no se limita a enseñar qué es la oración humilde. Esta exige una determinada idea de Dios y consiguientemente un determinado tipo de relación con él.

El fariseo ora así porque está bajo el signo de la ley antigua, considerada como un conjunto de normas rígidas que hay que ob­servar y de prácticas legalistas que hay cumplir, de manera que Yahvé no tenga nada que recriminar. Jesús nos pasa de la antigua a la nueva alianza cuando nos hace caer en la cuenta de que no bas­ta obedecer, observar, estar en regla (quizás con algún suplemento, por lo menos para estar seguros), sino amar en la gratuidad.

Provocaciones

Un escollo contra el que va a estrellarse nuestra seguridad

Nos gustaría pasar de largo junto a esta parábola. La vemos perfilarse en el horizonte de nuestra plácida y distendida navega­ción como un escollo contra el que corre el peligro de estrellarse la navecilla de nuestra seguridad. Mejor no buscarse complicaciones.

Por eso preferiríamos largarnos prudentemente, si no fuera por­que Lucas nos entrega esa carta certificada y con acuse de recibo, y con nuestra dirección exacta en el sobre: «Para algunos que pre­sumen de ser justos y desprecian a los demás».

Acudamos a los especialistas para asegurarnos de que la misi­va nada tiene que ver con nosotros, sino con los fariseos, y por eso ellos deben abrirla. Un desagradable error en la dirección.

Hace falta mucha cara dura para defender semejante barbari­dad. Y luego ¿quién puede estar seguro de no poseer alguna gota de sangre farisea en las venas?

Así pues, dirijámonos con decisión contra ese escollo, sin te­mor a que se hunda nuestra falsa seguridad. Animo, abramos el so­bre y leamos este mensaje personal, aunque nos quite el aliento.

Dos en escena y el personaje principal entre bastidores

«Dos hombres subieron al templo a orar. .. ». Aparentemente, son dos los protagonistas de la parábola. En realidad hay un tercer

338 Las parábolas de Jesús

personaje que observa la escena entre bastidores o detrás de una columna del templo. Por tanto, dos hombres captados en el mo­mento de la oración. Y el Señor que los observa.

Quién sabe cómo «ve» Dios mi oración, cómo juzga su «ento­nación» ...

El hombre del cuello torcido

Alguno lo definiría como un «beatorro». El fariseo es un fiel ejecutor de las mínimas prescripciones legales y religiosas. Más que rezar, se contempla a sí mismo. O, si queremos, se cuenta su historia. Hace preceder al abanico de sus méritos el elenco deta­llado de errores ajenos.

Este pavo real sagrado llega a ser así también «el hombre del c.uello torcido». Ve al otro, necesita confrontarse con él para sen­tIrse en orden, mejor, superior. Cuántos cristianos, cuando oran, cuando escuchan la palabra de Dios, son «hombres de cuello tor­cido»., ..

¿Qué puesto ocupa Dios en la religiosidad de este saco de va­nidad Y, suficiencia? El fariseo necesita que Dios exista, de otra manera ¿ante quién podría exhibir su mercancía? «El reconoci­miento de la existencia de Dios crece allí por necesidad de merca­do. Secretamente el fariseo dice: 'Tú, oh Dios, existes, porque de otra manera ¿para qué servirían mis virtudes y quién pensaría en dar a los otros lo que se merecen?'» (E. Balducci).

Ovillo de miseria

El fariseo no acierta con la posición justa en la oración. Hablo de la posición interior, que es la que más cuenta. Está lleno de sí mismo como un huevo. Y Dios no sabría de ninguna manera en­contrar una fisura en aquel mundo compacto de presunción por donde pudiera pasar su gracia.

Sin embargo, el publicano, el pecador, encuentra inmediata­mente la postura correcta. Se sumerge en su indignidad, lo mismo que el fariseo trepa hacia el pedestal de sus virtudes. Se hace un ovillo de miseria.

Ni siquiera tiene necesidad de confesar detalladamente sus cul­~as. La confesión ya la ha hecho el fariseo. Se ha encargado el fa­nseo de ahorrarle la molestia de desgranar ante Dios el rosario de

El fariseo y el publicano 339

sus pecados. A él le basta sintetizar ( «pecador») y ~acar las conclu­siones (<<Dios mío, ten compasión de mí»). El fanseo ha puesto la enumeración de las culpas. Y él el arrepentimiento.

Las sorpresas de la oración

Para el publicano es la salvación. Para el otro, el Señor no pro­nuncia ni siquiera una condenación explícita. Probablemente ha observado con mirada cargada de ironía la bufonada puesta en es­cena por aquel pavo real insoportable. Si su oración ~u~iese m~re­cido una respuesta, esta habría tenido un tono sarcastl~o: «Tu te vanaglorias de ayunar dos veces por semana ... ¿~ero tlene~ pre­sente que hay gente que ayuna mucho más por el sImple ~OtlVO de que no tiene nada que llevarse a la boca ... Nunca has Oldo hablar de hambre en el mundo? .. Tú pagas los diezmos de todos los pro­ductos que adquieres ... Pero ten en cuenta que hay algunos que n~ los pagan por el simple motivo. de que no ~ueden co~p~ar nada, m siquiera los zapatos, no dispomendo del dmero que t~ tle~es(y se­rá mejor que no indaguemos mucho sobre su provemenCIa ... )>>.

Pero, pensándolo bien, el fariseo ni siquiera se merece una res­puesta irónica.

Dos hombres han ido a la iglesia a rezar. Pero sólo uno ha re­zado. El otro ha recitado la parte de una persona de bien ...

Esperémoslos a la salida. Observémoslos. El fariseo sale em­pequeñecido, el publicano no digo agigantado, pero sí «ensalzado» (<<Ensalzó a los humildes ... », Lc 1, 52). Son las sorpresas de la oración.

Cuando se juega a ricos

Aunque el fariseo nos resulte decididamente antipá~ic?, casi sin darnos cuenta nos ponemos junto a él en el templo e ImItamos su postura de suficiencia y presunción. Jugamos a ricos con el Se­ñor. Desgranamos nuestras buenas obras, incluso la de ~star allí en la iglesia, y le invitamos a que nos admire y que nos dIga: «¡Eres un valiente!».

Vamos a la iglesia no para escuchar a Dios y sus e~igencias s~­bre nosotros. Le impedimos incluso que hable, aturdIendo sus o~­dos con nuestras charlas. Vamos a la casa del Señor, no para reCI­bir, sino para dar.

340 Las parábolas de Jesús

El fariseo finge ignorar que los dos polos de la oración son la grandeza de Dios y nuestra nada. Y los sustituye con otros dos po­los: sus propias virtudes y el desprecio a los demás. Es lo mismo que nosotros hacemos.

«El fariseo se construye un pedestal con sus buenas obras y con la condena de los demás. Enumerar los pecados ajenos es una de las industrias más trágicas e imbéciles de la soberbia humana» (N. Fabretti).

Se cree grande porque empequeñece a Dios. Se cree virtuoso porque desprecia a los demás. El fariseo es un separado porque subraya su diferencia respecto a los demás. Diferencia que se tra­duce en una postura de superioridad. Todos nos sentimos buenos. Por eso hay en el mundo tantos bribones.

Ponerse de parte del publican o

Otro pecado, otra ceguera colosal de nosotros como fariseos consiste en medir nuestras relaciones con Dios en clave cuantita­~iva. En semejante visión, Dios es considerado como un amo a

t quien se deben ciertas prestaciones. Prácticas de devoción misas , , comuniones, peregrinaciones, procesiones. Y así vamos cancelan­do nuestras deudas. Hemos pagado las tasas religiosas.

Todo lo más, admitimos que Dios puede aumentar las cuotas (con los tiempos que corren, con la carestía de la vida, con la in­flación ... ). Pero nos vemos siempre en el terreno cuantitativo. No llegamos a concebir la idea de que Dios disipa de una vez esa mentalidad de toma y daca, confundiendo nuestras ideas y pro­nunciando un discurso que desbarata nuestra lógica.

Es preciso que demos de lado al fariseo y nos coloquemos jun­to al publicano, clavado en su propia miseria. Él sabe que las cre­denciales válidas para presentarse ante de Dios no consisten en lo q~e tiene de irreprensible, por su honradez o justicia, por el certi­fIcado de buena conducta, sino por la miseria, por el reconoci­miento de la propia condición de pecadores. El publicano se sien­te pequeño. Por eso sale de templo «ensalzado».

Cuando somos «impresentables», se nos abre la puerta ...

. ¿Tenemos la humildad suficiente para aceptar la lección del pu­bhcano? ¿Queremos dejar de jugar a ricos con Dios? ¿Sentimos to-

Elfariseo y el publican o 341

da la fragilidad y el peligro del pedestal de las buenas obras en que nos hemos alzado con un equilibrio precario además de ridículo?

¿Caemos en la cuenta de que sólo cuando estemos sinceramen­te convencidos de no tener nada presentable podremos presentar­nos delante de Dios? ¿Que cuando somos «impresentables» se nos

abre la puerta? ¿Tenemos intención de dejar de una vez la manía de dar palos

al aire con nuestras oraciones ampulosas y comenzar a darnos gol­pes de pecho? No existe otra alternativa: o dar golpes al aire o dar-

nos golpes de pecho. ¿Queremos convencernos de que el mundo irá mejor cuando

nos sintamos no ya «distintos» de los demás ni «iguales» a los de­más, sino «peores» que ellos?

La parábola exige una respuesta. Hemos dicho que es como una carta certificada con acuse de recibo. Por eso hemos de poner nuestro remite, hemos de dar nuestro nombre. Haciendo una op­ción: o del lado de los «justos», o del lado de los «pecadores».

«Los descendientes del fariseo son innumerables, pero por suer­te también son innumerables los del publicano. Gracias a estos úl­timos la Iglesia de los pecadores se va convirtiendo todos los días en la Iglesia de los santos» (N. Fabbretti).

Uno que se ha hecho a sí mismo

El fariseo -¡ese fariseo!- encarna un tipo de oración que no al­canza el cielo, y ni siquiera el techo del templo, pues va cargada con el peso de un personaje jactancioso, complacido de sí mismo, vanidoso, dado a la autoglorificación.

Su oración -en contradicción con el inicio correcto desde un punto de vista formal- no expresa acción de gracias, sino satis~~c­ción de sí mismo. Y para admirar mejor su rostro de perfeccIOn, necesita el espejo deformante que denuncia y expone al desprecio

los defectos ajenos. . El fariseo -según la aguda observación de 1. Perron- no ora, SI-

no que «se mira, se contempla, se oye rezar». El texto evangélico dice: «Oraba así en su interior. .. ». Pero

creo que la observación no se refiere a una oración a I?e~ia ~oz, si­no a una oración que aquel devoto hacía «vuelto haCIa SI mIsmo». Su satisfacción es la típica de quien se ha hecho a sí mismo. In-

cluso en el campo religioso.

342 Las parábolas de Jesús

Él «se ha hecho a sí mismo» con lo que ha puesto de extraor­dinario en las prácticas religiosas. No ha ahorrado sacrificios ni penitencias. Se ha lanzado mucho más allá de los límites de lo «debido», de lo preceptuado por la ley (tanto en el pago de los diezmos como en los ayunos; quién sabe si, además de las tasas del culto, pagaba regularmente esas otras ... Quizás el recaudador, allí presente, podría informarnos del caso. Pero el publicano tiene ~l buen gusto de ir a la iglesia para acusarse a sí mismo, no para Juzgar a los demás. A él no le gusta el cuello torcido ... ).

El fariseo construye toda su justicia con los propios recursos. Presume de ella ante Dios, en vez de recibirla de él. Se exhibe tor­pemente en la oración ante Dios, en actitud de autosuficiencia e implícitamente de reivindicación, en vez de aceptar «recibir» de él. En lugar de hacer el examen de conciencia, que lo convertiría en un pobre grato a Dios, hace el examen de complacencia.

Lo contrario del pecado no es la virtud

.f El publicano, por el contrario, no multiplica las palabras. Su 'oración es sobria, humilde, penetrada de la conciencia de su in­digni?ad y de sus miserias (qué no tiene necesidad de exhibir, pues tambIén puede darse una sutil complacencia al enumerar las pro­pias culpas).

Entendámonos. No es que se presente ante Dios como un indi­viduo mal juzgado por los demás y que, por tanto, espere una aprobación de lo alto que lo compense de los agravios y el desco­nocimiento. No. Él es precisamente quien se reconoce pecador. Y no p~ete?de en absoluto llamar la atención de Dios sobre ese per­sonaJe VIrtuoso que no es.

Tiene razón S. Kierkegaard: «Lo contrario del pecado no es la virtud, sino la fe». Una fe que te hace abrir los ojos sobre tu nada y sobre el todo de Dios, sobre tu miseria y sobre su misericordia.

Cristo en esta parábola nos revela a un Dios que no sabe «con­tar» los méritos, pero que da, sin contar, su misericordia, su per­dón, a quien reconoce que tiene necesidad de él.

Al juez, imparcial en su parcialidad, no le interesa nuestra pun­tillosa «lista de méritos», sino nuestros precedentes no demasiado gloriosos; es más, decididamente desfavorables. Nuestra ficha, que certifica que no estamos «sin tacha», es destruida y se nos concede la «libertad vigilada» únicamente gracias a su amor.

El fariseo y el publicano 343

Adquirir ligereza

Advierte Ben Sira: «La oración del humilde atraviesa las nu­bes ... ». Llega muy alto porque parte de abajo.

La equivocación del fariseo está precisamente en la ilusión de llegar a Dios subiéndose a las alturas de sus méritos, como una plataforma de lanzamiento orbital, partiendo ... de la altanería.

El humilde, al no encontrar nada bueno en sí, renuncia a contar consigo mismo y se siente totalmente dependiente de Dios, dirige todo hacia él.

El soberbio resulta aplastado por su personaje virtuoso. Por eso no consigue elevarse y su oración no adquiere ligereza. Su oración es una recitación, una representación más que una verdadera rela­ción con Dios. Porque no lo necesita. Al contrario, casi parece que Dios tiene necesidad de él.

¡Ay si no estuviese él para hacer funcionar el mundo, para regir la Iglesia! ... Se admira, se exhibe. Incluso cuando está de pie pa­rece estar de rodillas adorándose a sí mismo. Parece decir: menos mal que estoy yo ...

Humildad y pobreza son dos componentes esenciales de la ora­ción auténtica. Pero, naturalmente, no se improvisan al entrar en la iglesia. Representan más bien dos actitudes que penetran toda la existencia.

y la pobreza no es cuestión solamente de dinero. En efecto, el fariseo no pertenece a la clase social de los ricos. Y sin embargo, se pone ante Dios con la mentalidad y seguridad del rico. El publi­cano ciertamente no pertenece a la clase social de los pobres. Y sin embargo, en su oración tiene un corazón de pobre.

Indefenso ante Dios

Saquemos las conclusiones: si te subes arriba, si te pones en evidencia, Dios no alcanza a verte. Es más, «no puede» verte.

Si te consideras mejor que los demás, si les juzgas sin piedad, si les condenas, él se pone de parte de los otros.

Él concede audiencia en la oración únicamente a quien es in­significante, no «recomendado» (el fariseo se recomienda a sí mismo ... ), a quien no tiene la pretensión de hacerse notar.

Quizás aquí está el secreto de la oración del publicano. Ha sa­bido presentarse indefenso, despreciable ante Dios.

344 Las parábolas de Jesús

Darse golpes de corazón

Me gusta que ciertos textos hebreos traduzcan «darse golpes de pecho» por «darse golpes de corazón» (sede del pecado). Por eso, el publicano de la parábola resulta grato a Dios porque no se limi­ta a darse golpes de pecho, sino de corazón.

Pistas para la búsqueda

Ciertos cristianos que oran como los fariseos ...

Se piensa inmediatamente en los fariseos; y de hecho el prota­gonista de la parábola es uno de ellos. Pero posiblemente el evan­gelista piensa también en ciertos cristianos que rezan como los fa­riseos (A. Kemmer) I .

El corazón roto f

,. Los, oyentes de Jesús debieron quedar indignados ante la con-clusión de la parábola ... ¿Cómo puede ser tan eficaz la oración del publicano? Según la mentalidad del tiempo, la situación no facili­taba el paso a la esperanza. Para obtener el perdón debería renun­ciar a su profesión y además restituir todo el dinero ganado con la usura; pero él ni siquiera sabe a quiénes ha perjudicado. Entonces ¿cómo podrá obtener la gracia divina?

Jesús no responde a la pregunta, proclama simplemente lo gran­de que es la bondad de Dios. Él actúa de verdad como está escrito en el salmo 51, que el publicano cita al principio: «El sacrificio que Dios quiere es un espíritu contrito; un corazón contrito y humilla­do tú, oh Dios, no lo desprecias» (v. 19). Dios acepta al pecador sin esperanza y rechaza al fariseo tan seguro de sí mismo. Y así actúa también mediante Jesús, que es su representante (A. Kemmer)2.

El Dios de los desesperados

Así es Dios, dice Jesús, como está escrito en el salmo 51. Dice «sí» al pecador desesperado y «no» al que se considera justo. Él es

l. A. Kemmer, Le parabole di Gesu, Brescia 1990. 2. ¡bid.

El fariseo y el publicano 345

el Dios de los desesperados, y su misericordia con aquellos cuyo corazón está quebrantado es ilimitada. Así es Dios (1 Jeremias)3.

No se corrige la oración

La oración revela algo que va más allá de sí misma. Por consi­guiente, lo que se rectifica no es la oración (esta es fruto de algo que la precede), sino el modo de concebir a Dios y la salvación, a sí mismos y al prójimo ...

El error (del fariseo) consiste en mirar a Dios a la luz de las propias obras. Sin embargo, para Jesús la mirada siempre tiene que ir de arriba abajo, no de abajo arriba: de Dios a nosotros, no de nosotros a Dios (B. Maggioni)4.

El fariseo de los fariseos

Es evidente que Lucas tiene una comprensión más amplia que nosotros respecto de lo que es la parábola. Para él esta no es una historia con doble sentido, por lo que habría que rascar la historia aparente para descubrir debajo la historia real.

Para Lucas, con frecuencia, una parábola es simplemente una historia vivida, que no esconde nada distinto de sí misma: aquí dos hombres que rezan en el templo (en otras partes: el Samaritano, el

rico que muere ... ). . Esta vez Lucas ataca a los fariseos, pero transforma esta histo­

ria en una historia ejemplar, en una historia para nosotros (por eso se convierte en parábola). En efecto, desde la introducción no nos deja posibilidad de hacernos ninguna ilusión. Hay que superar es­te fenómeno histórico de una época, o sea, el fariseo judío, para trasladarlo a nuestra época.

Por desgracia, la Iglesia siempre ha tenido mucha dificultad para realizar esta transferencia, por lo que ha terminado por c?n­vertirse en el fariseo de los fariseos, precisamente cuando dice: «Señor, te doy gracias, porque no soy como los demás hom­bres ... ». Se convierte uno en fariseo en el mismo momento en que piensa que no lo es (A. Maillot)5.

3. J. Jeremias, Las parábolas de Jesús, Estella 1997. 4. B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milano 1992. 5. A. Maillot, Les paraboles de Jésus aujourd'hui, Geneve 1973.

346 Las parábolas de Jesús

No cuentan las prestaciones

El relato simbólico del fariseo y el publicano constituye otro aspecto del tema «oracióm>: perseverancia y confianza deben ir acompañadas de una actitud de humildad. Ante Dios las prestacio­nes no cuentan, sino la disposición del corazón (1 Ernst)6.

La balanza desequilibrada

La oración en esta célebre parábola es el indicador que revela la auténtica postura del hombre. La primera oración, la del fariseo, es irreprensible formalmente; es más, contiene la lista de los méri­tos de una existencia correcta y respetable. La raíz de la oración es la justicia del hombre. Un hombre firmemente convencido de que la balanza de los pagos a Dios se inclina sin duda a su favor. ..

Antitética es la oración de súplica del odiado recaudador de impuestos para el Imperio romano ... La raíz de su oración no es su justicia (él ve que le falta), sino la justicia salvífica de Dios. Un Dios que, en su amor, puede desequilibrar la balanza de los pagos

(porque no es un tirano o un acreedor avaro, sino un Padre: lo que pide al' hombre es únicamente la conversión (G. RavasiY

Las oraciones que hacen fuerza en el cielo

Las oraciones de los humildes no se apuntan, las oraciones de los oprimidos no son espectaculares, las oraciones que hacen fuer­za en el cielo no son las que hacen fuerza ante las puertas de los palacios (E. Balducci)8.

Qué hay detrás de aquellas manos levantadas

¡Cuántas conciencias se conmueven al ver rezar a los prelados! Habría que saber lo que hay detrás de esas manos levantadas, qué responsabilidades efectivas tienen en el juego de las fuerzas que regulan nuestra trágica historia (E. Balducci)9.

6. J. Ernst, Il Vangelo secando Luca, Brescia 1985. 7. G. Ravasi-D. M. Turoldo, Opere e giorni del Signare, Milano 1989. 8. E. Balducci, Gli ultimi tempi, anno e, Roma 1991. 9. Jbid.

El fariseo y el publicano 347

Dios me pide cuentas de los que están fuera

Cuando pienso en Dios según Jesús siento en mí la precarie­dad, la insuficiencia, la condición de hombre malvado y cómplice del mal. La referencia auténtica a Dios, en vez de dar a la con­ciencia un soporte para sus seguridades presuntuosas, la proyecta hacia la inseguridad, la incertidumbre, la precariedad. Dios me pe­dirá cuentas de la sangre del Abel, Dios me pedirá cuentas de los que fuera del templo tienen algo que pedirme (E. Balducci)lO.

Para que Dios no nos haga daño

En cuanto nos acercamos a la punta de diamante del evangelio nos sentimos heridos en nuestras fibras más profundas. No en va­no hemos rodeado el evangelio con el terciopelo de las explicacio­nes, para que no nos haga daño (E. Balducci)".

¡Échalo afuera!

Prakash12 era un hombre santo y estaba orgulloso de serlo. Co­mo deseaba ver a Dios, se sintió muy feliz cuando el Señor le dijo en sueños: «Prakash, ¿de verdad quieres verme?».

«Sí, lo quiero -respondió Prakash con fervor-o Es el momento que tanto he esperado. Me bastaría verte aunque no fuera más que un momento».

«Así será, Prakash. En la montaña, lejos de todo y de todos, te

abrazaré» . Al día siguiente Prakash, el hombre santo, se despertó ner~io-

so tras una noche agitada. La vista de la montaña y el pensamIen­to de ver a Dios cara a cara casi le hacían caminar a un palmo de la tierra. Después comenzó a pensar con ansia qué regalo podría lle~ varle a Dios, seguro de que el Señor esperaba un regalo, ¿pero que podría llevarle que fuera digno de él? «¡:va sé! -p.ensó Prakas?-. Le llevaré mi hermoso vaso nuevo. No tIene precIO, le gustara ... Pero no puedo llevárselo vacío. Tengo que meter algo dentro».

10. E. Balducci, Il Vangelo della pace, anno e, Roma 1985. I l. Id., JI mandarlo e il fuoco, anno e, Roma 1979. . . 12. P. Ribes, Ascolta questa ... Parabole efavole per l'uomo di Oggl, M!Iano

1997.

348 Las parábolas de Jesús

Pensó despacio e intensamente qué podría meter en su hermo­so vaso. ¿Oro? ¿Plata? ¿Diamantes u otras piedras preciosas? Des­pués de todo, Dios había creado todas estas cosas y, por tanto, era digno del regalo más precioso. «¡Ya sé -pensó al final-, le regala­ré mis oraciones! De un santo como yo no podría esperar otra co­sa. Mis oraciones, mi ayuda y mis servicios a los demás, mis li­mosnas, mis penitencias, mis sacrificios y mis buenas obras ... ».

Prakash ahora se sentía plenamente alegre por haber descu­bierto exactamente lo que Dios esperaría de él y decidió aumentar las oraciones y las obras buenas, y tenerlo muy en cuenta. Duran­te las semanas siguientes, por cada oración y por cada obra buena puso en el vaso una piedra brillante. Cuando el vaso se llenase has­ta los bordes, lo llevaría a la montaña para ofrecerlo a Dios.

Finalmente, con el vaso precioso lleno de piedras relucientes hasta rebosar, Prakash se dirigió a la montaña. A cada paso repe­tía lo que iba a decir a Dios: «Mira, Dios: ¿te gusta mi vaso pre­cioso? Espero que sí. Estoy seguro de que te sentirás feliz de todas las oraciones y las obras buenas que he acumulado durante tanto tiempo para ofrecértelas. Ahora te ruego que me abraces».

/ Prakash caminó de prisa subiendo la montaña, donde tenía ci­ta con Dios. Repasando una vez más su discurso y temblando en la espera, llegó jadeante a la cima de la montaña. Pero ¿dónde esta­ba Dios? No se veía a nadie. «¡Dios! ¿Dónde estás, Dios? Me has invitado aquí y yo he mantenido mi palabra. Aquí estoy, ¿y tú? No me abandones. Te lo pido por favor, ¡manifiéstate!».

Desesperado, el santo hombre se echó por tierra y prorrumpió en lágrimas. Después, de improviso, oyó una voz que salía de las nubes: «¿Quién está allá abajo? ¿Por qué te escondes de mi vista? Tú eres Prakash, ¿verdad? No consigo verte. ¿Por qué te escon­des? ¿Qué has puesto entre nosotros?».

«Sí, Dios. Soy yo, Prakash. Tu hombre santo. Te he traído este hermoso vaso. Dentro está toda mi vida. ¡Lo he traído para ti!».

«Pero no te veo. ¿Por qué te escondes detrás de ese enorme va­so? ¡Así nunca podremos vernos! Ardo en deseos de abrazarte, por eso ¡quítalo de delante, tíralo! ¡Que ruede montaña abajo!».

Prakash no creía lo que escuchaba. ¿Romper el vaso precioso y tirar todas las piedras briIIantes? «No, Dios, no; he traído mi her­moso vaso expresamente para ti. Lo he llenado con toda mi ... ».

«Tíralo, Prakash. ¡Si quieres, dáselo a otro, pero desentiéndete de él! Quiero abrazarte a ti, Prakash. ¡Te amo a ti!».

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