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ESTUDIOS AMOR AL PROPIO INSTTTUTO y EGOISMO COLECTIVO Confieso que la encomienda de este trabajo (*) no me pareció dura hasta ponerme a meditar sobre el tema y enfrentarme con la responsabilidad que implicaba. Me dí entonces cuenta de la necesidad de hablar de cosas deli- cadas, que tocarían sensibilidades muy vivas; y que debía hablar con clari- dad, sin escurrir el bulto, exponiéndome a ser criticado por unos de impru- dente, de parcialista por otros y de exagerado o falto de tacto siempre. La sola lectura del título y del sumario propuestos invitaban, efectivamente, en forma tentadora, a seguir el camino fácil de la anécdota y de la crítica acerada, dejando desahogar la indignación propia y ajena, despertadas por la consideración de los casos vividos personalmente o referidos por otros. Para seguir este camino, me hubiera bastado ir tomando nota de los datos que me han ido dando estos días en la calle y en los momentos de conversación, los mil amigos y conocidos encontrados con motivo del Con- greso: «Padre, decía uno, no deje Vd. de hablar de los párrocos, que todo lo quieren para ellos •. Otro: .Hable Vd. de los frailes que no piensan más que en el dinero» .• y no se olvide de los Prelados, apuntaba el de más allá, que tiranizan con su jurisdicción •.• y de los colegios de las monjas .... y así sin cuento. Pero cosa curiosa, ninguno me habló de sus propios peca- dos, sino siempre de los ajenos. (') Ponencia leída en el ,Congreso de Perfección y Apostolado>. Madrid. Septiembre de 1956.

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ESTUDIOS

AMOR AL PROPIO INSTTTUTO y EGOISMO COLECTIVO

Confieso que la encomienda de este trabajo (*) no me pareció dura hasta ponerme a meditar sobre el tema y enfrentarme con la responsabilidad que implicaba. Me dí entonces cuenta de la necesidad de hablar de cosas deli­cadas, que tocarían sensibilidades muy vivas; y que debía hablar con clari­dad, sin escurrir el bulto, exponiéndome a ser criticado por unos de impru­dente, de parcialista por otros y de exagerado o falto de tacto siempre. La sola lectura del título y del sumario propuestos invitaban, efectivamente, en forma tentadora, a seguir el camino fácil de la anécdota y de la crítica acerada, dejando desahogar la indignación propia y ajena, despertadas por la consideración de los casos vividos personalmente o referidos por otros.

Para seguir este camino, me hubiera bastado ir tomando nota de los datos que me han ido dando estos días en la calle y en los momentos de conversación, los mil amigos y conocidos encontrados con motivo del Con­greso: «Padre, decía uno, no deje Vd. de hablar de los párrocos, que todo lo quieren para ellos •. Otro: .Hable Vd. de los frailes que no piensan más que en el dinero» .• y no se olvide de los Prelados, apuntaba el de más allá, que tiranizan con su jurisdicción •.• y de los colegios de las monjas .... y así sin cuento. Pero cosa curiosa, ninguno me habló de sus propios peca­dos, sino siempre de los ajenos.

(') Ponencia leída en el ,Congreso de Perfección y Apostolado>. Madrid. Septiembre de 1956.

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Pero repito que no quiero seguir el fácil camino de la anécdota y de la menudencia, aunque no pueda evitar hacer alguna referencia a ello; porque, si esto hiciera, levantaría dos clases de reacciones: la de quienes se sintie­sen directamente señalados por el episodio referido, y la de aquéllos otros siempre «prudentes» y «suavizadores», que me tacharían de duro, alegando el manido argumento de que estas cosas siempre han existido y es imposi­ble que dejen de existir. Y que en el fondo no son tan malas, sino formas de emulación entre las pequeñas sociedades que conviven dentro de la Iglesia, y que sin esta emulación de un interés más inmediato, humano y concreto, se perderían los afanes para las grandes empresas y los fines ele­vados también carecerían de ese esfuerzo. En definitiva, saldría a la luz el egoísmo colectivo, pero no como tal, sino revestido de razones y argumen­tos perfectamente plausibles.

Este es precisamente el punto neurálgico de la cuestión. El egoísmo colectivo está presente, pe~o aparece en las conciencias y en la vida públi­ca, revestido de razones y motivos al parecer elevados y dignos del mayor respeto, tras de los cuales se esconde y prospera. El desenmascaramiento de los vicios escondidos tras de las virtudes fué una de las preocupaciones de nuestros grandes ascetas clásicos. Lo que constituía el nervio de su doctrina y acción espiritual, y por eso fueron tan grandes psicólogos. Por eso los moderhos estudiosos del hombre están en la misma línea que ellos, al hablarnos de razones y motivos inconscientes y de la necesidad de ana­lizarnos seriamente para quitar la gran mentira y la farsa de nuestra vida, en tantas cosas falsificada.

Ahora bien; esta purificación o «catarsis» delas intenciones humanas se ha realizado, o por 10 menos predicado mucho, en 10 que a las perso. nas individualmente consideradas se refiere, pero no nos hemos parado tan­to a pensar e intentar 10 mismo de las personas colectivas, de las institucio­nes, o mejor si quereis, de los indlviduos en cuanto seres sociales y miem­bros de una institución.

La simple enumeración anecdótica de casos, como decía, aparte de su falta de validez argumentativa, ya que de unas cuantas anécdotas no es legítimo llegar a una conclusión universal, sería improcedente, aun realiza­da en el seno de confianza y amor a la Iglesia, que' llena esta reunión. Pero sería también una traición a la verdad y un engaño peligroso, si por huir de ese escollo, callásemos, dejando de descubrir y condenar el mal del egoísmo colectivo. Entre estos dos extremos oscila nuestra exacta postura de críticos, de «autocríticas», si queremos aceptar la batallona palabra de moda. A ninguno se os oculta que estamos enfrentados con un momento grave en la vida de la Iglesia Española, en el que es imprescindible, miran-

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do al futuro, realizar un serio examen de conciencia, del cual salga una corrección verdadera de muchos aspectos de nuestra conducta.

Es, pues, necesario hablar, pero antes es imprescindible llenarse de aquella caridad sobrenatural, con la cual «diciendo la verdad, toda la ver­dad y nada más que la verdad)), la digamos sin resquemores personales, sin alusiones intencionales, sin acritudes hirientes, procurando recordar la consigna de Pío XII de que la crítica debe tener por fundamento la «veritas» y por término o remate la «caritas».

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En el tema se señalan dos partes. La primera es positiva: «Fidelidad al espíritu del Instituto, amor a él y a sus cosas, en la Iglesia y por la Iglesia)).

Es evidente que todos los abusos que se puedan señalar, de ninguna ma­nera deben desprestigiar los altos valores del espíritu corporativo, al con­trario, puede afirmarse «a priori)) que todos ellos se cometen precisamente por no atender a las exigencias de ese espíritu, por haberlo deformado, convirtiéndolo en un mito. El espíritu corporativo, cuando se trata de reli­giosos, es el que animó al Fundador, recibido de lo alto; el que le propuso unos fines determinados, que redundasen siempre en servicio de la Iglesia y en gloria de Dios, y jamás podrá inspirar ningún egoísmo mientras sea bien comprendido y fielmente seguido, puesto que en sí mismo encierra un espíritu de donación, de servicio, de entrega a la obra de Dios en la tierra. Los vicios se engendran, cuando se altera y tras trueca la jerarquía de los valores del mismo, su «ardo amoris».

Cuando se trata de sacerdotes, es evidente que debe existir un sentido de mayor unión y hermandad entre los pertenecientes a la misma Diócesis, al mismo Arciprestazgo o entre los que trabajan inmediatamente unidos en la misma parroquia o en la misma empresa apostólica. Pero al hablar de mayor no debe significar nunca un espíritu de oposición, de «anti)) hacia nada ni hacia nadie. Tocamos aquí una de las características malas de nues­tro agresivo temperamento ibérico. Para nosotros, ser partidarios de algo significa de ordinario ser enemigos de «lo otro» ... Y muchas más veces tratamos de hacer resaltar los valores propios criticando y combatiendo a los opuestos, que alabando o ensalzando los nuestros. Esto puede tolerarse, cuando se trata de equipos de fútbol, pero es imperdonable llevar el mis­mo estilo al campo religioso.

Tres realidades superpuestas podemos considerar en este sentido: Orden, Corporación o Diócesis; Iglesia; Dios. Esto es, pequeña e inmedia-

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ta comunidad, comunidad católica, comunidad universal. No pueden con­tradecirse ni oponerse nunca, sino que aparecen como círculos concéntri­cos, cada vez más abarcadores. Lo que sí puede contradecirse esla realidad efectiva, existencial, que adquieren en el individuo, es decir, el valor de su aprecio.

Es preciso anticipar que solamente comenzando de arriba hacia abajo se logrará alcanzar la exacta jerarquía de estos valores. Solamente comenzando por el amor a Dios se ama bien a la Iglesia y sólo amando antes a la Iglesia, se posee con perfección el espíritu corporativo y de grupo. Y esto por la sen­cilla razón de que el fin primordial de todo espíritu corporativo sano tiende a despertar, no directamente el amor a la misma corporación, sino el amor a Dios. Volveré más tarde sobre estas ideas, al intentar dar una explicación de los mecanismos generadores de los defectos. Ahora debemos ocuparnos de éstos.

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T odas nos damos cuenta de que, tras el telón de generosidades y fide­lidad a una institución buena, pueden esconderse pasiones rastreras conde­nables. Importa, en el terreno de los hechos, señalar algunas consideracio­nes generales antes de glosar los defectos.

Primero: Que los casos de egoísmo colectivo existen y son demasiado frecuentes. Siempre que se señalan defectos entre los miembros de la Igle­sia, y hablemos, en casos como éste, de miembros de la Iglesia y no de la Iglesia, conviene tener en cuenta el fácil argumento de quienes pretenden desvirtuar la crítica sana teniéndola por peligrosa e innecesaria, diciendo que siempre ocurrían estas cosas y que es imposible encontrar tantos hom­bres puros, que establezcan un cuadro perfecto. Esto es verdad, pero tam­bién lo es que, en ocasiones, los casos criticables superan a los ejemplares, de donde se sigue una situación digna de especial atención y reforma. Y si no existiese la actitud crítica permanente, el mal crecerá en extensión y profundidad corrompiéndolo todo. Los fieles se sienten escandalizados, no tanto cuando tropiezan con algún caso escandaloso, como cuando son mu­chos y no se ven neutralizados por otro que resplandece con la virtud. Por otra parte es importante distinguir siempre entre la crítica amarga y dura, que envuelve un afán de simple acusación y aquella otra crítica, que dicta el amor por la cosa que se quisiera ver enaltecida. Muchos critican a los eclesiásticos: unos por enemigos de la Iglesia, otros por amor a ella. Los primeros merecen condenación y en realidad no tienen derecho a criticar, los segundos merecen aplauso.

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Segundo:· Que estos casos dignos de censura están sembrados por todas partes. Se encuentran en los Colegios, en las Residencias, en los servicios ministeriales, en las Parroquias, en las Curias, siempre obedeciendo a inte­reses inmediatos y mezquinos, con preterición y olvido de los sobrenatu­rales, que nuestra conducta debiera hacer resaltar en primer plano. Y por CaUsa de esta frecuencia, nadie debe considerarse libre de un examen de conciencia humilde y sincero, para descubrir sus propios fallos. Si verda­deramente queremos curar, es imprescindible que nos tengamos por en­fermos.

Tercero: Que estos casos no están suftcientemente condenados, procu­rando, ya que no puede evitarse su aparición, que al menos la ejemplari­dad de la corrección compense el mal ejemplo de su existencia. No hay remedio alguno que evite la aparición del egoísmo, pero las sociedades quedan libres de la responsabilidad, y se mantiene la pureza de su ideal, mientras ellas mismas condenan los abusos y tratan de evitarlos. La tácita aprobación de los mismos sUpone la complicidad culpable.

Confteso lealmente que hubiera deseado la enumeración de hechos más concretos, pero se pide en los títulos propuestos por el Sumario y ello me libra de la responsabilidad de ser yo quien los clariftque. Se señalan: a) El orgullo y la avaricia. Parecen haber pasado los tiempos en los que un S. Francisco prefería llamar a los suyos «Hermanos Menores", como un distintivo de humildad colectiva. La llamada «gloria del santo hábito" cubre para algunos el afán de ftgurar y sobresalir, aunque no sea con glo­rias verdaderas. En este apartado existe un punto, que no quiero silenciar. Debiéramos ser más ponderados en la propaganda y creación de «fenóme­nos». Es cierto que el anuncio puede mucho y que la propaganda es utili­zada por el mundo para dar «gato por liebre" en muchas mercancías, estando. toda esa técnica montada sobre el convencimiento de la verdad proclamada por aquella sentencia de la Escritura, «stultorum inftnitus est numerus» (Eccle. 1,15), pero no podemos olvidar que, si es legítimo el uso honesto de los medios de publicidad del mundo, es deshonroso y contraproducente aplicarlo a la mercancía espiritual. No todos son necios, aunque haya mu­chos; no todos son papanatas, que se deslumbran con la propaganda hábil, yesos pocos que quedan resultan escandalizados con la mentira, sembran­do luego el descrédito para los anunciados y para valores mucho más dignos de respeto. No hay derecho a hacernos creer que las mediocridades son eminencias, que lo vulgar es excepcional, que unos pocos conocimien­tos científtcos son suftcientes para anunciar una notabilidad, que la difu­sión de fantasías de virtud va a producir efectos de conversiones mágicas. Acontece que, tarde o temprano, los auténticos quilates de aquella fama

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salen a la luz y tenemos nosotros mismos que desacreditar lo que no puede continuar con fraude. Porque fraude es, para los fieles y para el mundo en general, querer convencerles de que vale un libro, una persona o una cam­paña, que en el fondo están vacíos o casi vacíos, es decir, son falsos.

Del orgullo salen muchos males. El no reconocimiento de los méritos ajenos a quienes se ve primordialmente como acaparadores de lo que nos­otros anhelábamos; la desmedida alabanza de lo propio ... Os confieso que he sentido profunda tristeza, cuando algún religioso se mostraba «alarmado» ante la espléndida floración sacerdotal que estamos contemplando en todo el mundo y concretamente en España, y por la cual nunca daremos sufi­cientes gracias a Dios, ya que es, a mi juicio, la mejor y en algunos as­pectos la única esperanza cierta, mirando al incierto porvenir. Lo mismo que cuando algún sacerdote se preocupa al pensar que «van ganando la partida los frailes». ¿Qué es esto? ¿No parecemos niños jugando con cosas tan serias que son muy de hombres?

Cierto es que estos casos no son ordinarios y que muchos reaccionan vig0rosamente en sentido contrario. Este Congreso es el mejor exponente de ello y estoy seguro que todos habeis percibido ya en su ambiente y podemos prometernos como indiscutible fruto del mismo, un espíritu de unión, de acercamiento, de verdadera confianza y amistad sobrenatural. Aún me dura la emoción sentida no hace mucho, en una comida de sacer­dotes, como fin de cierta asamblea, en la cual y a pesar de estar yo solo como religioso, un eminente sacerdote brindó con cerrado aplauso de todos los concurrentes, por la unión de ambos cleros. Y repetidas veces he oído a entusiastas sacerdotes y religiosos pedir algo, una acción pronta y eficaz, que termine una tensión y una desconfianza absurdas. Ese algo, tiene que comenzar por la humildad para terminar en la caridad.

¿Y qué diremos de la avaricia y del amor a las riquezas? ¿Que diría o que haría un S. Agustín, que no quiso aceptar la herencia de uno de sus clérigos para la Iglesia a fin de no dar motivo a murmuraciones ante quie­nes confunden la gloria de Dios con los grandes y lujosos edificios e insta­laciones? ¿Habría tantas discusiones por bodas y funerales si fueran gratis? J''-To suele haberlas por oír confesiones o asistir a los enfermos o trabajar en los suburbios. Pero no quiero seguir en este capítulo, porque quizá escan­dalizaría a los «pequeñuelos», a quienes pudiera llegar mi crítica, si bien quisiera dejar bien sentado, con vuestra aprobación, que dentro de la Iglesia y movidos precisamente por su espíritu nosotros mismos, muchas veces quizá culpables, condenamos estas cosas que deben ser condenadas de ma­nera que quienes nos echan en cara nuestra avaricia, no puedan alegar que es aprobada sin reservas.

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Por otra parte este capítulo adquiere hoy estremecedora actualidad, porque el gran enemigo de la Iglesia, el Comunismo, avanza atacándonos desde la pobreza, levantando contra nosotros a los desheredados a quienes está señalando continuamente nuestras riquezas, como argumento de acusación. La riqueza puede convertirse en instrumento de grandes bie­nes: es cierto y todos admitimos sin discusión esta verdad. Pero admita­mos y pongamos en nuestro programa también, que la pobreza tiene un papel social importantísimo y que al elegirla Jesucristo nos la dejó como distintivo a quienes pretendemos llamarnos sus discípulos.

b) Espiritualidades cerradas. Hoy que se estudia más a los hombres que mantienen las ideas que a las ideas mismas, resulta curiosa la consideración de esas escuelas maravillosas que en varios siglos de historia, no han pro­ducido un solo discrepante entre quienes visten el hábito correspondiente. ¿Por qué perdemos el tiempo repitiendo los mismos argumentos que ya dijeron nuestros mayores, a sabiendas de que no convencerán a los de la opinión contraria que no leen los nuestros sino para ver cómo rebatirlos, dejando sin embargo sin estudiar mundos nuevos de ciencia, que nadie ha investigado aún desde nuestro ángulo religioso? ¿Por qué no creemos que otros puedan acertar mejor a escribir libros más dignos de recomendación, y conscientes de su mediocridad alabamos y propagamos una literatura re­ligiosa pueril? Es curioso leer y escuchar continuamente que existen libros espirituales llenos de sentimentalismo y de piedad superficial empalagosa -muchos libros superficiales y sentimentales empiezan criticando la su­perficialidad y el sentimentalismo-, pero cuando llega la hora de señalar­los con el dedo al hacer su crítica, reina el silencio y la parcialidad por no decir la cobardía, que a eso viene a parar la falta de caridad con los lecto­res y con el mismo autor, que seguirá engañado creyendo que está hacien­do un gran bien a las almas.

Disculpadme por no seguir paso a paso con detenimiento la enumera­ción del Sumario, porque se haría interminable y estimo que el interés de estas líneas debe ser puesto en otros puntos. Basta recordar su contenido, para que todos mentalmente recojáis su exactitud: "Falta de caridad y cola­boración entre los diversos Institutos o sociedades de perfección». Hay quienes en todo trabajo o equipo, miran primero si serán los mangoneadores; si no pueden serlo, no van. "Interés excesivo por la propia comunidad o territorio, que no deja ver más allá del prOPio Instituto, Provincia, casa, Diócesis o parroquia». Lo que esto me sugeriría 10 podéis pensar si os digo que hace una semana he regresado de América, donde se cumple dolorosamente el lamento de Jeremías: «Parvuli petierunt panem et non erat qui frangeret eis» (Thre. 4, 4). «Ver más allá del propio Instituto, Provincia, casa, diócesis o parro-

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quia», quiere también decir que es un deber, al hacer una campaña o pro­ponernos cualquier fin apostólico, preocuparnos de aquéllos que no serán inmediatamente conquistados y que reaccionarán en sentido contrario. Ga­nar unos pocos creando infinitas protestas, es mal negocio apostólico. Que se recojan críticas y se despierten oposiciones desde el campo de los ene­migos es natural y hasta señal de eficacia. Pero que esto se produzca entre los mismos católicos incluso fervorosos y que los mejores necesiten hacer un esfuerzo para callar o agarrarse a su fe para disculparnos, es mala, muy mala señal. Las cosas de Dios deben ser siempre limpias y claras hasta la transparencia. Y no quiero terminar este punto sin señalar un defecto grave. Hermanos misioneros populares: es mucho más importante que el resultado de una misión sea aprender a confesarse y robustecer las organi­zaciones religiosas existentes en el pueblo que dejar una nueva cofradía o una devoción particular del propio hábito. Si existe alguna distinta de la tuya, cultívala, en lugar de preocuparte de otra. dntelligenti pauca».

III

Señalados estos hechos, importa buscar su razón de ser, su «por qué". En cierta ocasión un eminente prelado, preguntaba: ,,¿Por qué existen reli­giosos que con virtud suficiente para poner la otra mejilla, si son abofetea­dos en una, se vuelven como basiliscos, en cuanto se toca el pelo de la ropa a su corporación?» A ese «por qué» es al que considero necesario contestar o al menos intentar desentrañarlo. De nada serviría hacer una ex­posición de los casos de egoísmo colectivo, resaltar el modo cómo el defec­to suplanta a la virtud de la caridad y condenar aquí públicamente 10 mismo que todos condenamos en privado, si no lográsemos esclarecer el mecanis­mo secreto de este proceso, tan sutil, que engaña a los mismos que lo pa­decen.

El egoísmo colectivo es vivido por muchos de manera inconsciente, como si fuera caridad, celo y disposición virtuosa. Muy pocos son quienes 10 viven dándose cuenta de su deformidad; la mayoría 10 defenderán, inclu­so cuando se les señale, achacando la acusación a motivos recusables, como la envidia, la mala voluntad o la emulación ambiciosa.

Tan convencido estoy de esto último, que me atrevo a establecer como tesis fundamental la aserción de que el egoísmo colectivo es la forma nor­mal de situarse la personalidad del religioso o sacerdote en relación con su corporación o grupo, siguiendo sus inclinaciones naturales, mientras un es­fuerzo ascético y sobrenatural no le lleve a la sUperación de estas tenden-

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cias. Es decir: no se trata de una grave deformación ni de un vicio adquiri­do, dejándose llevar de malas pasiones, como de la postura natural yespon­tánea del hombre, en tanto que no se la educa y eleva. Esta distinción es importante para el análisis y remedio del egoísmo. Existen vicios que nece­sitan ser adquiridos; en tanto que otros, deben ser desplazados, o de lo contrario, estarán siempre presentes en la vida. Se adquiere, por ejemplo, el vicio de la bebida o del juego, pero se posee naturalmente la inclinación al placer sexual o a la holgazanería. El egoísmo colectivo debe ser colocado entre estos últimos. Por eso, para estudiar el proceso natural de este egoís­mo, me permitiréis solicitar el auxilio de la Psicología y, dentro de esta ciencia, de una viejas teorías, que hoy vuelven a cobrar especial interés. Se trata de la teoría de John Hughlis Jackson, famoso neurólogo inglés, que expuso sus ideas allá por el año 1884. En uno de mis libros las expuse en forma resumida y al terminar comentaba: «Se presenta como una tentación, teniendo delante la hipótesis jacksoniana, el intento de una concepción de la vida moral y espiritual en esta forma» (Psicoanálisis y Dirección Espiritual. Madrid, 1954, 2.a ed., pág. 259). Lo que entonces no hice, voy a intentarlo ahora, sobre el punto concreto de nuestro tema.

La teoría de Jackson se resume en los dos puntos siguientes: 1) El hom­bre es un ser cuyas funciones nerviosas están jerarquizadas. Las inferiores son más organizadas, más concretas, menos voluntarias. Pensemos en la satisfacción inmediata de los instintos primarios, como el de nutrición. A medida que vamos ascendiendo en la escala de las actividades humanas, lo organizado disminuye, al mismo tiempo que aumenta lo complejo y lo vo­luntario. Pero en esas funciones más nobles, en las cuales intervienen de manera predominante las facultades del espíritu, los elementos inferiores no han desaparecido, sino que están integrados en una síntesis más rica, que los envuelve. Así en el amor noble de los esposos existe el impulso sexual instintivo; en los impulsos creadores y de conquista de la gloria sigue exis­tiendo el primitivo instinto de conservación y de agresividad. Todos estos elementos, sin embargo, no aparecen en su escueta forma interior sino armonizados con otros elementos superiores. Estas ideas están en la línea del pensamiento evolutivo que Jackson recogió especialmente de Spencer. «La doctrina de la evolución, dice, implica el paso desde lo más organizado a lo menos organizado o, en otros términos, de lo más general a lo más especial. Decimos, a grandes rasgos, que se produce una «Aposición» gradual progresivamente especializada, una adición continua de nuevas organizaciones. Pero esta «Adición» es al mismo tiempo un «control». Las dis­posiciones nerviosas superiores evolucionadas de las inferiores, dominan

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estas últimas del mismo modo que un gobierno derivado evolutivamente de una nación, controla y dirige esta nación •. (lb. pág. 256).

2) El segundo principio de Jackson es una consecuencia del primero. Cuando la enfermedad trastorna esta jerarquización funcional, destruyendo la acción de las funciones superiores, desaparece el control de las mismas sobre las inferiores, que comienzan a actuar de una manera anárquica. De esta suerte, los síntomas que contemplaremos en el enfermo nervioso o mental, serán de dos órdenes: unos negativos, como consecuencia de la fal­ta de las funciones superiores destruidas; otros positivos, producidos por las funciones inferiores, que siguen actuando, pero de una manera anormaC por no hallarse controlados por los superiores. Esta distinción de las dos clases de síntomas es uno de los grandes aciertos de la teoría de Jackson. Es indudable que una alucinación, fenómeno positivo, no puede ser causa­da por una lesión, que es algo negativo: este principio es inatacable filosó­ficamente. La alucinación es producto de una función que permanece intac­ta y que actúa desordenadamente. Síntomas negativos son solamente aque­llas cosas que el enfermo podía hacer antes de la enfermedad y que ahora no puede ejecutar. Y los síntomas positivos son aquellas actividades anorma­les causadas por las funciones, que manteniéndose intactas, actúan sin con­trol de las superiores. He aquí un ejemplo del mismo J ackson: « Tomaré un ejemplo vulgar, el delirio de las enfermedades agudas no cerebrales, el cuat considerado científicamente, es un caso de alienación mental. En éste, como en todos los otros casos de la misma, es un imperativo tomar igualmente en consideración no tan sólo la disolución, sino también el nivel más infe­rior de evolución que queda conservado. El estado del paciente es en parte negativo y en parte positivo. Negativamente, deja de estar enterado de que está en el hospital y de re.conocer a las personas que le rodean. En otras

. palabras, es insensible a cuanto le rodea; las funciones de la conciencia son defectivas. Su desconocimiento del lugar en que está es en sí mismo un defecto de la conciencia. El estado mental negativo significa, en su co­rrelación física, agotamiento o pérdida de función (producida por una cau­sa cualquiera) de determinados elementos de los más altos centros. Podemos decir que muestra una pérdida de función del «estrato. más alto de sus centros más elevados. Nadie en verdad, cree que los centros más elevados estén dispuestos en capas, pero esta hipótesis simplificaría la exposición. La otra mitad de su estado es positiva. Junto a su déficit de comprensión, están sus errores de comprensión. Se imagina que está en su casa o que está trabajando, y actúa, dentro de los límites de lo posible, como si así fue­ra. Dejando de reconocer su enfermedad como tal, cree que se trata de su mu­jer. Esta p:¡rte positiva de su estado muestra la actividad del segundo estrato

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de sus centros más elevados, el cual dada la anulación funcional que sufre ahora el más alto estrato, pasa a ser el estrato más elevado. Su delirio es «la supervivencia de los estados más adaptados» del nivel evolutivo a la sa­zón más elevado. Evidentemente está reducido a un estado más automáti­co. Siendo, desde el punto de vista negativo, insensible a cuanto le circun­da «realmente» a consecuencia de la pérdida de la función de las disposicio­nes nerviosas más elevadas, adquiridas en último lugar y organizadas en grado menor, desde el punto de vista positivo habla y se conduce ajustán­dose a circunstancias ambientales «ideales»; lo que incumbe necesariamen­te a disposiciones nerviosas más organizadas» (lb. pág. 258). Doctrina que resume Ey con estas palabras: «Toda disminución de las fuerzas psíquicas superiores entraña una liberación de las energías designadas con los nom­bres de Inconsciente o de instinto». (lb).

Vengamos ahora a la aplicación de todo esto al caso .presente. La con­cepción del hombre como «unidad jerarquizada» es una tesis propuesta por S. S. Pío XII en uno de sus más famosos discursos que fué el dirigido a los asistentes al V Congreso de Psicoterapia y de Psicología Clínica, el 13 de abril de 1953. Es uno de esos discursos que fijan definitivamente algu­nos puntos para la futura ciencia psicológica. En él, después de hablar del hom bre como « unidad estructurada», afirma: « El hombre es una unidad y un todo ordenado; un microcosmos, una especie de estado cuya ley funda­mental, determinada por el fin del todo, subordina a este mismo fin la acti­vidad de las partes según el verdadero orden de su valor y de su función» (Ecclesia, número 615). Estamos, por consiguiente, en la misma línea del pensamiento jacksoniano, o Jackson está en la línea del pensamiento cris­tiano.

Esto quiere decir que las actividades del hombre, desde las más inferio­res a las más sublimes, desde el juego y apetencia de sus instintos hasta las operaciones más sobrenaturales que ejerce con ayuda de la gracia, forman un todo armónico, una estructura en la cual se integran todos los elemen­tos de su naturaleza unidos a los de la gracia dados por Dios. Pero así como cuando se considera al hombre en su mera dimensión humana, no todas las realidades de su vida racional superior surgen espontáneamente ni se logran sin una educación y un esfuerzo, por ejemplo las actividades y cua­lidades artísticas, la capacidad intelectual, etc., etc.; cuando miramos al hombre en el orden de su elevación sobrenatural, el trabajo y la adquisición de cualid~des más virtuosas ha de hacerse por medio de la gracia y también del esfuerzo y del trabajo. El hombre, sin procurárselo, no ascenderá desde el egoísmo al amor de caridad perfecta al propio Instituto. Según este

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esquema de jerarquización de las cualidades o facultades humanas, ¿qué pasa con el egoísmo y la caridad? Veámoslo.

El egoísmo es una forma de expresarse el instinto de conservación. Todo ser tiende a mantenerse en 10 que es y para eso necesita mirar por sí mismo, luchar contra los elementos externos que tienden a desgastarle y absorberle, no solamente en su aspecto físico, sino también en todos los órdenes en que se manifiesta la vida. Por consiguiente, cuando el hombre actúa como ser social, esto es, al ponerse en contacto con otros hombres, sus tendencias egoístas se manifiestan al buscar su propio provecho por encima del de los otros.

Si consideramos ahora que estas tendencias naturales se hallan desor­denadas por el pecado de origen, el egoísmo aparecerá en forma más acusa­da y dura. Aplicando el esquema jacksoniano, tendríamos como primer plano del egoísmo, el más primitivo e instintivo, el egoísmo antisocial y absoluto, sin rastro ninguno de amor, el que aparece por ejemplo en los momentos de pánico colectivo, de grandes catástrofes o de hambres, cuando se dan espectáculos de canibalismo, de brutal defensa de la propia vida sacrificando las de otros más débiles; es la fiera que desencadena sus instin­tos primarios salvajes. Este egoísmo puramente biológico o físico, sigue latiendo debajo del hombre educado y social, y no aparece sino en los mo­mentos en los cuales la situación de violencia hace olvidar las superestruc­turas creadas por la educación o la virtud.

Cuando este hombre egoísta pasa a formar parte de la vida social, inte­grándose en una colectividad, necesariamente supera su primer estadio de ser egoísta, pero sigue buscando en la sociedad la satisfacción de sus tenden­cias. Entonces, ampliando su esfera vital, sustituye el Yo por un Nosotros muy limitado y solamente agranda su círculo de interés, en la medida en que los motivos elevados van sustituyendo los impulsos naturales. De entre todos los motivos de orden elevado humano que obligan al hombre a com­portarse como ser social, y a considerar en un plano de igualdad los inte­reses y derechos de los demás como los suyos propios, el motivo más importante es el de la caridad, que pide mirar primero a los otros sin dis­tinción, como si fueran uno mismo, y todavía más a "dar su vida por los otros» o a "hacerse todo para todos».

De esta forma la caridad se contrapone al egoísmo y va construyendo planos de interés superiores y más perfectos, según vaya siendo más amplio el objeto propuesto por la caridad. Más elevado que el egoísmo meramente personal es el considerarse formando comunidad y equipo con aquéllos con quienes inmediatamente se convive; después, con los que forman una ins-

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titución; luego, con quienes tienen el mismo credo y por lin con toda la humanidad. Así surge el espíritu de unión con los de la misma comunidad, luego con los miembros de la misma Provincia, de la misma Orden, de la Iglesia, etc.

En el mismo estado' espiritual de cada uno conviven los dos impulsos: el de la caridad y el del egoísmo. Al primero se debe 10 que tiene de aber­tura, de disposición generosa y abarcadora, de sentido de comunidad y donación de uno mismo a los demás; al segundo 10 que hay de limitación, de parcialid<:d y de exclusión de aquellos otros, que no forman parte del «grupo» abarcado por el sentido de caridad. Inevitablemente en todo amor de grupo, en la medida en que se acentúa el sentido del mismo, se aumen-ta el de exclusión de quienes no pertenecen a él. .

Solamente hay, según esto, un modo de no cultivar el sentido egoísta, y es el mantener un espíritu de caridad absolutamente universal. De aquí que, si bien, en la teoría, es verdadero el adagio de «ubi Ordo ibi Ecclesia», en la realidad existencial del sujeto ya no es igualmente verdadero. Es cierto que el propio Instituto, en cuanto está aprobado y puesto al servicio de la Iglesia, sirve de cauce para integrar en la misma cuantos trabajos y méritos se realicen. Pero en la disposición espiritual de quien vive el amor al pro­pio grupo no es igual. Existe, efectivamente, una integración ascendente de toda institución o realidad religiosa, de manera que la pequeña unidad de la comunidad conventual o de la parroquia más pequeña, esté en la Orden o en la Diócesis, ésta en la Iglesia Católica, y la Iglesia en el amor universal de Jesucristo a los hombres. Pero esta realidad y subordinación objetiva, para que sea correctamente vivida ha de hacerse en los individuos de una manera inversa. El sentimiento y el amor que determinan la intención y matizan el estilo de comportamiento, deben comenzar por el amor universal, por amar a Dios sobre todas las cosas. De este amor a Dios, se va descen­diendo y aceptando las realidades inferiores más circunscritas. Por amor a Dios se ama a la Iglesia, se ama a la Orden; y en ésta a la Provincia, a la Diócesis, al convento, a la Parroquia, al cargo. De esta manera, se logra po­ner, en la pequeña y sencilla actividad de cada día, en 10 cotidiano y vul. gar, toda la fuerza de un amor elevado y universal. Este es el secreto de los Santos, 10 que les hacía engrandecer las pequeñeces de la vida, porque las realizaban con un espíritu de amplitud inmensa.

Pero si 10 cultivado es inmediatamente el amor a 10 pequeño y se deja que su inserción en 10 grande sea solamente un proceso de las cosas en sí mismas, pero no de la intención personal, resultará que la pequeñez de esta disposición incluso aparecerá en la grandeza del cometido. El egoísmo, en­tonces, aparecerá en primer plano allí mismo donde las cosas debieran t(-

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ner una altura y una pureza celestiales. Aparecerá como egoísmo el aposto­lado, el gobierno de las almas, las funciones sacerdotales; se pondrán al ser­vicio de los objetivos inmediatamente buscados y queridos los fines sobre­naturales. Así es como se pervierte el sentido religioso de las cosas santas.

Si queréis explicar esto, volviendo a recurrir al esquema jacksoniano, poned como síntesís suprema la forma menos organizada y más espiritual: la caridad de Dios, y como formas inferiores, sucesivamente más limitadas, el amor a los grupos humanos, en el orden en que ya los hemos señalado. La limitación sucesiva va siendo función de la presencia del sentido egoísta.

Cuando las instancias superiores de la caridad faltan en su eficacia rec­tora de la disposición del espíritu, aparecen dos suertes de síntomas: el pri­mero es la falta de atención y sensibilidad para aquellas zonas no compren­didas en su disposición de caridad. Así quien ama mucho a la propia Cor­poración y no cultiva directamente el amor a la Iglesia, sino que se confor­ma con pensar que está incluído en su amor corporativo, las empresas de la Iglesia y sus intereses no le conmoverán ni le despertarán interés, sino en la medida en que le toquen a su amor efectivo. Así quedan, en princi­pio, deformadas y además nunca serán atendidas con generosidad. Quien dentro de la propia Orden cultive el amor particular del nacionalismo, se sentirá desinteresado de las cosas que toquen a otras provincias extranjeras. Quien cultive el amor a la propia Diócesis o parroquia, le resultan poco in­teresantes las campañas o problemas de mayor amplitud.

y no solamente sentirá una falta de caridad para aquellas realidades que caen fuera de su disposición amorosa práctica -insisto mucho en el hecho de lo existencial, porque muchos creen que es suficiente la admisión teóri­rica de las cosas para que tengan una realidad vital- sino que el impulso egoísta que yacía en el fondo de mi actitud humana aparece creando una barrera, más que de indiferencia, de positiva hostilidad hacia el extrarradio amoroso. Así la oposición directa a los esfuerzos de mayor amplitud está siempre en los labios de quienes se creen muy amantes de su propio pe­queño círculo. Enseguida aparece la fórmula de que «la caridad bien en­tendida empieza por uno mismo., fórmula empleada siempre por los egoís­tas y nunca por los caritativos, que piensan que la caridad bien entendida comienza por olvidarse de uno mismo. En nombre del apostolado para la propia Diócesis, se levantan las resistencias para ceder sacerdotes a otras más necesitadas. En nombre del celo por una nación se niega la asistencia a las más abandonadas. En nombre de la propia Provincia o de la propia ca­sa, se niega ayuda a las otras. Y esto lleva a resistencias tenaces, que tratan de ignorar y hasta se oponen directamente a los llamamientos universales de la Iglesia o de la Orden.

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No solamente es el egoísmo la pasión que crea estas separaciones y re­sistencias. Junto a él están una serie de pasiones «de reducción de horizon­tes. que, si bien en el fondo siguen siendo formas de egoísmo, las solemos calificar con otros nombres. Son los partidismos y orgullos nacionales, los localismos y regionalismos; en definitiva, una visión limitada y pueblerina de las grandes empresas religiosas, que por su propia naturaleza son siem­pre universales, infinitas.

De aquí surge la fácil confusión entre proselitismo y apostolado. Todas las actividades sobrenaturales tienen su correspondencia humana, y por eso mismo se convierten éstas en tentación atrayente, que nos aparta de las alturas y de la pureza de la virtud. El proselitismo es la disposición para las empresas políticas, sociales, deportivas, etc. El empleo de los me­dios proselitistas utilizados por el mundo puede ser muy útil como ayuda del apostolado. Pero la concepción de éste como un mero proselitismo es catastrófico. El proselitismo tiene un sentido de lucha y oposición a otros nombres y a otras consignas y parece crecer y complacerse con la oposición. El apostolado es una misión de paz, que atrae a cuantos puede y deja abier­ta la puerta a los que no han llegado aún. La exaltación de un grupo, provo­cando reflujos tormentosos de odios y rencor, no es apostolado. Es el afán proselitista y no el verdadero apostolado, lo que dicta esos medios reproba­bles de perseguir vocaciones, sin respeto a la libertad personal, a las situa­ci0nes familiares ni a la misma ordenación de Dios, que hace y dispone to­das las cosas con suavidad y sin acosos; el que engaña creyendo que es más importante conseguir puestos, dentro o fuera de la Iglesia, que hacerlo por los medios más puros y con la disposición de ejercerlos con la máxima com­petencia. El logro de esto, o de grandes empresas, dejando como secuela un sordo rencor en muchos y una opinión de falta de escrúpulos, es fruto del egoísmo colectivo, nunca de la caridad. Y lo peor del caso es que, cuando la reacción natural del mundo viene a convertirse en revancha de persecu­ción, que por desgracia no alcanza solamente a los verdaderos culpables, quieren éstos revestirse de la aureola del martirio, cuando en muchas oca­siones han sido la causa más importante de la persecución errores y ambi­ciones meramente humanas.

En todas estas deformaciones, lo que persiste como inmediata referen­cia, es el Yo y aquello que puede llamarse mío. Se ama a la propia comuni­dad o parroquia, porque es la mía; si el párroco llega a ser Obispo o el re­ligioso Provincial, entonces lo suyo es la Diócesis o la Provincia, y así su­cesivamente. Siempre se encuentra el vínculo de que lo común está pues­to al servicio de lo personal. El egoísmo es una actitud centrípeta de la vi­da, las cosas son atraídas hacia el sujeto.

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La caridad, en cambio, tiene una dirección centrífuga, de dona. ción de uno mismo a lo amado. Existen dos verbos en español, que utilizamos como sinónimos y que, sin embargo, matizan esto de manera muy característica. Querer y amar. Querer sirve para expresar amor y para demostrar el acto firme de la voluntad. Quien quiere, quiere para sí, atrae al objeto querido, para gozarlo, para poseerlo. Quien ama, va hacia lo ama· do, se da a ello. El querer es una forma egoísta del amor, el amar es una forma generosa. Dios es caridad, ama y se da. El amor se pone al servicio de lo amado. Por eso la expresión de S. Juan hace resaltar lo infinito del amor de Dios: «Así amó Dios al mundo que le entregó su Unigénito Hijo. (Joan. I1I, 16). «No hay mayor amor que dar la vida por los amigos. (Joan. XV, 13).

De esta consideración surge también la medida para discernir las dispo. , siciones egoístas o caritativas en la jerarquía de los amores, o, en expresión

agustiniana, el «ordo amoris •. Dios ama más a unos que a otros, pero no ama menos a ninguno. Jesucristo tuvo discípulos más amados pero ningu· no se sentía amado menos. Mirando la expresión en un sentido meramente gramaticaC parecen las cosas equivalentes; en un sentido existencial son muy diferentes. Quien ama menos, realizando un acto amoroso limitado, quita algo a su posibilidad de amor. Quien ama más, no quita nada, sino que añade al amor general que tiene a los otros. Solamente en este sentido tiene licitud el amor al propio Instituto como un más amor, porque Dios lo quiere, como una forma de acentuar la caridad directa que se le tiene, y así jamás se caerá en formas egoístas. Quien, en cambio, ama menos a otras cosas distintas de su Instituto reduce la caridad y hace prevalecer el egoís. mo. S. Agustín dice sabiamente en su regla: «Cuanto améis lo común más que lo propio tanto conoceréis vuestro progreso en la virtud. (Cap. VIII).

Por último y para terminar, quiero hacer la aplicación de un famoso texto de S. Agustín a quienes están situados en este orden de amores: «Ca· da uno es aquello que ama. ¿Amas tierra? Eres tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué te di­ré? Dios eres.:> (In. Ep. trae. lI, 14). El amor modela a quien lo posee. Quien ama cosas de pequeños círculos, aun siendo buenas, establece una limitación a su propia personalidad, a su propia vida. La mentalidad estrecha y limi. tada, el partidismo y mezquindad tienen como consecuencia poner el amor en formas reducidas y círculos pequeños. En cambio cuando al corazón se le ofrecen amplios horizontes, cuando se le obliga a extenderse a lo largo y a lo ancho, necesariamente se le engrandece. Ciertamente que es difícil esta expansión, que se necesita romper ataduras, y que las ataduras egoís. tas a las cosas han de crujir cuando se obliga al hombre a sentirse católico, universal, convirtiendo este título, no en un metro calificativo, sino en un

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estilo de vida, en una disposición de ánimo; pero la medida del sacrificio es también la de los bienes obtenidos, la del propio engrandecimiento, por­que es la medida de la caridad perfecta, esto es, de la santidad.

y entonces, por una de esas paradojas, tan comunes en nuestra vida y doctrina espiritual, se logra el máximo fruto para la Orden y para el grupo. ¿Quién engrandeció más a la pequeña parroquia de Ars que S. Juan Vian­ney? Lo hizo cuando allí daba cabida a todos cuantos querían verle. ¿Quién elevó más a la propia corporación que los santos? Lo hicieron cuando, olvi­dados de los intereses limitados, se lanzaron al mundo trátando de llevar­lo a Dios. Los intereses de aquellas cosas y organizaciones que, en defini­tiva, están sostenidas por Dios y a Dios buscan por su propio destino, en la medida en que con más pureza busquen sólo a Dios, más amplia y se­guramente consiguen los otros bienes, porque al fin seguirá cumpliéndose siempre la promesa del Evangelio: «Buscad lo primero el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura» (Mat. VI, 33).

P. CÉSAR VACA O. S. A. Madrid