Antologia Novela Corta Siglo de Oro

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1 GRUPO A Lope de Vega La desdicha por la honra Novela primera [Nota preliminar: presentamos una edición modernizada deLa desdicha por la honra, de Lope de Vega, Madrid, en casa de la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, 1624, basándonos en la edición de Antonio Carreño (Vega, Lope de, Novelas a Marcia Leonarda, Madrid, Cátedra, 2002, pp. 179-231), cuya consulta recomendamos. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Carreño. Anotamos la lectura del original cuando la modernización ortográfica incide en cuestiones métricas o rítmicas.] A la señora Marcia Leonarda Pienso que me ha de suceder con vuestra merced lo que suele a los que prestan, que pidiendo poco y volviéndolo luego, piden mayor cantidad para no pagarlo. Mandome vuestra merced escribir una novela: envieleLas fortunas de Diana. Volviome tales agradecimientos, que luego presumí que quería engañarme en mayor cantidad, y hame salido tan cierto el pensamiento, que me manda escribir un libro de ellas, como si yo pudiese medir mis ocupaciones con su obediencia. Pero ya que lo intento, si no en todo, en alguna parte, voy con miedo de que vuestra merced no ha de pagarme; y en esta desconfianza y fuerza que hago a mi inclinación, que halla mayor deleite en mayores estudios, aparece como la luz que guiaba a Leandro, la llama resplandeciente de mi sacrificio, así opuesta al imposible como a las objeciones de tantos; a que está respondido con que es muy propio a los mayores años referir ejemplos, y de las cosas que han visto contar algunas - verdad que se hallará en Homero, griego, y en Virgilio, latino, bastantes a mi crédito, por ser los príncipes de las dos mejores lenguas, que de la santa no se pudieran traer pocos, si mi propósito fuera disculparme. Confieso a vuestra merced ingenuamente que hallo nueva la lengua de tiempos a esta parte, que no me atrevo a decir aumentada ni enriquecida; y tan embarazado con no saberla que, por no caer en la vergüenza de decir que no la sé para aprenderla, creo que me ha de suceder lo que a un labrador de muchos años, a quien dijo el cura de su lugar que no le absolvería una cuaresma porque se le había olvidado el credo, si no se le traía de memoria. El viejo, que entre los rústicos hábitos tenía por huésped desde el principio de su vida una generosa vergüenza, valiose de la industria por no decir a nadie que se le enseñase, que a la cuenta tampoco sabía leerle. Vivía un maestro de niños dos casas más arriba de la suya; sentábase a la puerta mañana y tarde, y al salir de la escuela decía con una moneda en las manos: «Niños, esta tiene quien mejor dijere el credo».

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Novelas cortas de Lope de Vega. La desdicha por la honra y Prudente Venganza

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GRUPO A

Lope de VegaLa desdicha por la honra

Novela primera

[Nota preliminar: presentamos una edición modernizada deLa desdicha por la honra, de Lope de Vega, Madrid, en casa de la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, 1624, basándonos en la edición de Antonio Carreño (Vega, Lope de, Novelas a Marcia Leonarda, Madrid, Cátedra, 2002, pp. 179-231), cuya consulta recomendamos. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Carreño. Anotamos la lectura del original cuando la modernización ortográfica incide en cuestiones métricas o rítmicas.]

A la señora Marcia Leonarda

Pienso que me ha de suceder con vuestra merced lo que suele a los que prestan, que pidiendo poco y volviéndolo luego, piden mayor cantidad para no pagarlo. Mandome vuestra merced escribir una novela: envieleLas fortunas de Diana. Volviome tales agradecimientos, que luego presumí que quería engañarme en mayor cantidad, y hame salido tan cierto el pensamiento, que me manda escribir un libro de ellas, como si yo pudiese medir mis ocupaciones con su obediencia. Pero ya que lo intento, si no en todo, en alguna parte, voy con miedo de que vuestra merced no ha de pagarme; y en esta desconfianza y fuerza que hago a mi inclinación, que halla mayor deleite en mayores estudios, aparece como la luz que guiaba a Leandro, la llama resplandeciente de mi sacrificio, así opuesta al imposible como a las objeciones de tantos; a que está respondido con que es muy propio a los mayores años referir ejemplos, y de las cosas que han visto contar algunas -verdad que se hallará en Homero, griego, y en Virgilio, latino, bastantes a mi crédito, por ser los príncipes de las dos mejores lenguas, que de la santa no se pudieran traer pocos, si mi propósito fuera disculparme.

Confieso a vuestra merced ingenuamente que hallo nueva la lengua de tiempos a esta parte, que no me atrevo a decir aumentada ni enriquecida; y tan embarazado con no saberla que, por no caer en la vergüenza de decir que no la sé para aprenderla, creo que me ha de suceder lo que a un labrador de muchos años, a quien dijo el cura de su lugar que no le absolvería una cuaresma porque se le había olvidado el credo, si no se le traía de memoria. El viejo, que entre los rústicos hábitos tenía por huésped desde el principio de su vida una generosa vergüenza, valiose de la industria por no decir a nadie que se le enseñase, que a la cuenta tampoco sabía leerle. Vivía un maestro de niños dos casas más arriba de la suya; sentábase a la puerta mañana y tarde, y al salir de la escuela decía con una moneda en las manos: «Niños, esta tiene quien mejor dijere el credo». Recitábale cada uno de por sí, y él le oía tantas veces que, ganando opinión de buen cristiano, salió con aprender lo que no sabía.

Paréceme que vuestra merced se promete con esta prevención la bajeza del estilo y la copia de cosas fuera de propósito que le esperan; pues hágala a su paciencia desde ahora, que en este género de escritura ha de haber una oficina de cuanto se viniere a la pluma, sin disgusto de los oídos aunque lo sea de los preceptos. Porque ya de cosas altas, ya de humildes, ya de episodios y paréntesis, ya de historias, ya de fábulas, ya de reprehensiones y ejemplos, ya de versos y lugares de autores, pienso valerme para que ni sea tan grave el estilo que canse a los que no saben, ni tan desnudo de algún arte que le remitan al polvo los que entienden.

Demás que yo he pensado que tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias, cuyo fin es haber dado su autor contento y gusto al pueblo, aunque

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se ahorque el arte; y esto, aunque va dicho al descuido, fue opinión de Aristóteles.

Y por si vuestra merced no supiere quién es este hombre, desde hoy quede advertida de que no supo latín, porque habló en la lengua que le enseñaron sus padres, y pienso que era en Grecia. Con este advertimiento, que a manera de proemio introduce la primera fábula, verá vuestra merced el valor de un hombre de nuestra patria, tan necio por su honra que, si lo fuera el fin como el principio, la lástima le cubriera de olvido y la pluma de silencio.

En una villa insigne del arzobispado de Toledo, con todas sus circunstancias de grave, hasta tener voto en Cortes, se crio un mancebo de gentil disposición y talle, y no menos virtuosas costumbres y entendimiento. Enviáronle sus padres en sus tiernos años a estudiar a la famosa academia que fundó el valeroso conquistador de Orán, fray Francisco Jiménez de Cisneros, cardenal de España, persona que peleaba y escribía, era severo y humilde, y que dejó de sí tantas memorias, que aun siendo este lugar tan ínfimo, no se pasó sin ella.

Habiendo oído Felisardo (que así se ha de llamar este mancebo y, como si dijésemos, «el héroe» de la novela), algunos años la facultad de cánones, mudó intento por algunos respetos; y viniendo a la corte de Felipe III, llamado el Bueno, aplicose a servir en la casa de un grande de los más conocidos de estos reinos, así por su ilustrísima sangre como por la autoridad de su persona. Era la de Felisardo tan buena, sus partes y costumbres tan amables, -porque, después de ser muy valiente por sus manos, era de singular modestia por su lengua- que se llevó los ojos de este príncipe y las voluntades de los amigos que le trataban, de los cuales tuvo muchos, y yo participé de su conversación y compañía algunas horas.

Mal he hecho en confesar que escribo historia de tiempos presentes, que dicen que es peligro notable, porque en habiendo quien conozca alguno de los contenidos, ha de ser el autor vituperado por buena intención que tenga. Pues no hay ninguno que no quiera ser por nacimiento godo; por entendimiento, Platón, y por valentía, el conde Fernán González. De suerte que, habiendo yo escrito El asalto de Mastrique, dio el autor que representaba esta comedia el papel de un alférez a un representante de ruin persona; y saliendo yo de oírla, me apartó un hidalgo y dijo muy descolorido que no había sido buen término dar aquel papel a hombre de malas facciones, y que parecía cobarde, siendo su hermano muy valiente y gentil hombre; que se mudase el papel, o que me esperaría en lo alto del Prado desde las dos de la tarde hasta las nueve de la noche. Yo, que no he tenido deudo con los hijos de Arias Gonzalo, consolé al referido don Diego Ordóñez y, dando el papel a otro, le dije que hiciese muchas demostraciones de bravo, con que el hidalgo, que lo era tanto, me envió un presente. Aquí no correrá este peligro con Felisardo, porque irá su desdicha a solas, sin comprender participantes cuando la historia fuera sangrienta.

Finalmente, señora Marcia, deseos de aumentar honor y ver la hermosa Italia llevaron este mancebo a uno de los reinos que Su Majestad tiene en ella, en servicio de un príncipe que había de gobernarle, como lo hizo felicísimamente. En habiendo este señor comunicado a Felisardo, puso en él los ojos, honrándole y favoreciéndole sin envidia de los demás criados, que parece imposible; y yo no hallo en el servir, con ser vida tan miserable, cosa tan áspera como este infalible aforismo: «Si el señor os ama, los criados os aborrecen». De que se sigue lo contrario, pues para que ellos os quieran el señor os ha de tener en poco. Mas la virtud de Felisardo, lo apacible comunicado, lo deseoso de hacer a todos gusto, y el hablar bien al dueño en su ausencia y solicitar que se le hiciese a todos, venció con novedad de suceso la bárbara naturaleza del servicio.

Gastaba algunos ratos Felisardo en escribir versos a una señora de aquella ciudad, no menos hermosa que discreta, a quien se había inclinado; y ella, por su gentil disposición admitía en los ojos las veces que con los suyos solicitaba este favor desde la calle.

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No le será difícil a vuestra merced creer que era poeta este mancebo, en este fertilísimo siglo de este género de legumbres, que ya dicen que los pronósticos y almanaques ponen entre garbanzos, lentejas, cebada, trigo y espárragos:«Habrá tales y tales poetas». Dejemos de disputar si era culto, si puede o no puede sufrir esta gramática nuestra lengua, que ni vuestra merced es de las que madrugan las cuaresmas al sermón discreto, ni yo de los que se rinden en esta materia por parecerlo, juzgando lo que desean entender por entendido, y remitiendo al que lo escribió la inteligencia y la defensa.

Pienso que está vuestra merced diciendo: «Si queréis decirme algún soneto en cabeza de este hombre, ¿para qué me quebráis la mía?». Pues vaya de soneto:

Quien se pudo alabar después de veros,si puede ser que se libró de amaros,ni mereció quereros ni miraros,pues que pudo miraros sin quereros.Yo, que lo merecí sin mereceros,mil almas cuando os vi quisiera daros,si lo que me ha costado el desearosa cuenta recibís del ofenderos.Mándame amor que espere, y yo le creo,por lo que dicen que esperando alcanza,aunque tan alta la esperanza veo.Pero si os ha ofendido mi esperanza,dejadle la venganza a mi deseo,y no queráis de mí mayor venganza.

Con una criada tuvo lugar Felisardo de enviar este soneto a la señora Silvia, dama verdaderamente en quien concurrían todas las partes que hacen una mujer perfecta en sus primeros años. Apetecía este mancebo en ella lo que no tenía, porque Silvia era rubia y blanca, y él no del todo moreno y barbinegro, pero de suerte que parecía español desde el principio de una calle.

Con esta gala de escribir en verso, licencia que no se niega y libertad con que se dice más de lo que se siente, continuaba Felisardo su voluntad y Silvia le correspondía, disimulando por su calidad lo que no hubiera hecho sin ella; así la tenían obligada los servicios personales de este mancebo y las fuerzas de amanecer en su calle, que ya ella, aunque con algún recato, se levantaba a verle.

Por no impedir el curso de este amor hemos llegado aquí sin tomar en la boca a Alejandro, caballero insigne de esta ciudad que voy encubriendo, y notablemente rendido a la hermosura de esta dama. Parecíale al referido que, pues Silvia no le amaba, no habría en el mundo quien la mereciese; con que llegó el descuido a no reparar en Felisardo hasta que le halló más veces que él quisiera asida la mano a una reja baja de su casa, y le pareció que en la nueva manera de conversación le favorecía. No le agradó asimismo a Felisardo el cuidado de Alejandro, porque no le faltaban a este caballero méritos, si bien blancos y rubios, que por ser comunes en aquella tierra no eran tan vistos. Con esto dieron entrambos en no dejar las noches desierta la campaña, guardando cada uno su puesto y enviando centinelas perdidas. Sintió Alejandro que estaba en mejor lugar Felisardo, y dándole a los celos, como el verdadero amor nunca tuvo término en el amar, que así lo sintió Propercio, llegó a ser descompostura en su autoridad y modestia; y más declarado que solía, habiendo conducido una noche con varios instrumentos excelentes músicos, quiso que a sus mismas rejas dos voces de las mejores la cantasen así:

Deseos de un imposible

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me han traído a tiempos tales,que no teniendo remediosolicitan remediarme.Dando voy pasos perdidospor tierra que toda es aire,que sigo mi pensamiento,y no es posible alcanzarle.Desengáñanme los tiempos,y pídoles que me engañen,que es tan alto el bien que adoro,que es menor mal que me maten.¡Ay Dios, qué loco amor, mas tan suave,que me disculpa quien la causa sabe!

Busco un fin que no le tiene,y con saber que en buscarlepierdo pasos y deseos,no es posible que me canse.Vivo en mis males alegre,y con ser tantos mis males,la mayor pena que tengoes que las penas me falten.Contento estoy de estar triste,no hay peligro que me espante,que, como sigo imposibles,todo me parece fácil.¡Ay Dios, qué loco amor, mas tan suave,que me disculpa quien la causa sabe!

Hermoso dueño deseo,y es tanto bien desearle,que ver que no le merezcotengo por premio bastante.Tanto le estimo, que creoque pudiendo darle alcance,si su valor fuera menos,me pesara de alcanzarle.Para su belleza quierola gloria de lo que vale,y para mí siendo suyastristezas y soledades.¡Ay Dios, qué loco amor, mas tan suave,que me disculpa quien la causa sabe!

No dormía en este tiempo Felisardo, que con cuidadosos pasos había reconocido el dueño de aquellos pensamientos y de la música, haciéndole más celos el estar tan bien escritos que el haber tenido atrevimiento para cantarlos.

Desagradó a Alejandro sumamente la bachillería de los pies de Felisardo, que más curiosos de lo que fuera justo traían al dueño; y determinado a saber quién era, aunque ya la gentileza bastantemente lo publicaba, le dio dos giros (pienso que en español se llaman «vueltas»; perdone vuestra merced la voz, que pasa esta novela en Italia). Felisardo, que no era bien acondicionado en materia de la honra, cosa que solamente le hacía soberbio, declarose a manera de enfadarse, y diciéndole que era descortesía, respondió Alejandro:

-Io non sono discortese; voi si, que havete per due volte fatto sentir al mondo la bravura de li vostri mostachi.

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Creo que aquí vuestra merced me maldice, pues para decir «yo no soy descortés; vos sí, que por dos veces habéis hecho sentir al mundo la braveza de vuestros bigotes», no había necesidad de hablar tan bajamente la lengua toscana. Pues no tiene razón vuestra merced, que esta lengua es muy dulce y copiosa y digna de toda estimación; y a muchos españoles ha sido muy importante, porque no sabiendo latín bastantemente, copian y trasladan de la lengua italiana lo que se les antoja y luego dicen:«Traducido de latín en castellano.» Pero yo le doy palabra a vuestra merced de que pocas veces me suceda, si no es que se me olvida, porque soy flaco de memoria. Si vuestra merced tiene en la suya la ocasión con que se amohinaron estos dos amantes, haya de saber que Felisardo no llevó bien que le hablase en la braveza ni en el cuidado de los bigotes, que aunque no había los estantales que les ponen ahora (ya de cuero de ámbar, ya de lo que solía ser fealdad y ahora o los hace más gruesos o los sustenta, que se llama en la boticaBigotorum duplicatio, como si dijésemos por donaire a un gordo«tiene dos barbas»), no los traía con descuido y, porque se levantaban con sólo el cuidado de las manos los llamaba «los obedientes». Y retirándose un poco, principio de quien quiere acercarse, le dijo, la voz más alta (que nunca tuvo el enojo hijos pequeños de cuerpo):

-Caballero, yo soy español y criado del Virrey; traje estos bigotes de España no para espantar cobardes, sino para adorno de mi persona; la música lleva de las orejas este sentido.

Replicó Alejandro:-Desde lejos la pudiera oír quien las tiene tan largas que, por lo que oye,

juzga que los que no conoce son cobardes; que hay hombre aquí que se las cortará de dos cuchilladas y las clavará a los instrumentos para que los oigan desde más cerca.

A tan descompuestas palabras, respondió Felisardo:-La espada es la respuesta.Y sacándola con gentil aire y un broquel de la cinta, le hizo conocer que no

desdecía de la compostura de los bigotes. Todos los músicos huyeron, que es gente a quien embarazan los instrumentos, por la mayor parte, que no se entiende en todos, y yo he conocido músico que traía tan bien las manos en la espada como en las cuerdas; pero en fin tienen disculpa con que van a guardar los instrumentos, que aventurar aquello con que se gana de comer es extrema ignorancia; demás de que quien canta está sin cólera, y no le trajeron a reñir, sino a hacer pasos de garganta, y el huir también es pasos, y se pueden hacer con los pies a una necesidad, como se ve en los que bailan, que no carecen los pies de armonía y música, que por eso la llaman «compás»,que es todo el fundamento de la música. Esto es guardar el decoro a los señores músicos que cantan en nuestra lengua, porque no son poco de temer enojados, pues con sólo venir a cantar mal a la calle de quien los hubiese ofendido, pueden matar un hombre como con una pieza de artillería. Los criados de Alejandro hicieron rostro, riñeron cuatro con uno. Si eran valientes, no lo disputemos; oigamos a Carranza, que dice en su Libro de la filosofía de la espada:«Hay hombres de tan bajos ánimos, que no hace mucho uno solo en aventajarse a muchos». Y prosigue más adelante: «Cuando un hombre solo riñe con otro, se puede decir que riñe, pero si con dos o tres, ellos riñen con él y él solo se defiende.» Y prosiguiendo esta materia, da la razón en que cuatro movimientos constituyen cuatro heridas, y que han de dar en cuatro lugares indeterminados, y que el objeto no podrá resistir a cuatro, pues a dos no pudo Hércules, como lo dice el adagio latino.

Cumpliendo voy lo que dije, cansando a vuestra merced con cosas tan fuera de propósito, ya que lo sean del mío. Pero ¿por qué no tengo yo de pensar que vuestra merced es belicosa y que si se hallara al lado de Felisardo, por haber nacido tan cerca de su patria, estar en la extranjera, enamorado y con buen talle, no se holgara de ayudarle, aunque fuera con voces? Las de la cuestión fueron tantas que, acudiendo la justicia, se libró Felisardo de aquel peligro que por el

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vulgo amenaza a los españoles en toda Europa; en lo demás, no salió herido, y lo quedó Alejandro y dos criados suyos. Llevole la justicia al Virrey, que no estaba acostado, porque era noche de ordinario a España; mostró indignación a Felisardo y al alguacil o capitán, como allá se llama, mucho agradecimiento de su cuidado. Mandole poner grillos y una cadena en su aposento, y en estando solos bajó a hacérselos quitar; y dándole los brazos y una cadena, de las que llaman «banda», de peso de ciento cincuenta escudos (que soy tan puntual novelador, que aun he querido que no le quede a vuestra merced este escrúpulo de lo que pesaba), le dijo que le contase todo el suceso.

Oyole el Príncipe con mucho gusto; y habiendo convalecido Alejandro, le hizo llamar y, llevándole al aposento de Felisardo, a quien para este efecto mandó poner la cadena y grillos, le dijo que mirase la pena que quería darle que, aunque fuese destierro a España, le enviaría luego. Alejandro, que entendió que el Príncipe le obligaba por aquel camino a perdonarle, y que de no hacerlo caería en la desgracia de entrambos, escogió como discreto y dio los brazos a Felisardo que, por estar herido su contrario, había visto y hablado a Silvia todas las noches, que desde la bizarría de la pendencia estaba más rendida.

Creció el amor, cultivado de la vista y de las privaciones de la ejecución de los deseos en conversaciones largas, que tantas honras han destruido y tantas casas abrasado. Llegaron las palabras a darse con juramento de matrimonio, en dando el Virrey a Felisardo algún grave oficio, que para la calidad de Silvia era necesario; y como amor es mercader que fía, aunque después nunca se pague (que esto tiene de señor cuando ama, que no hay cosa que le den en confianza que no reciba ni alguna que después, si no es por justicia, pague), permitió que Felisardo llegase a los brazos, hasta allí tan cuidadosamente defendidos, de que resultó poder encubrir mal lo que antes de esta determinación estuvo tan encubierto. No se puede encarecer con qué común alegría celebraban sus vistas los amantes, en su imaginación esposos, y cómo revalidaba Felisardo el juramento y Silvia le creía; que como cada uno se ama a sí mismo (por opinión del Filósofo), aunque tema, da crédito por entretener su gusto, que nadie quiso tanto a otro que no se quisiese más a sí mismo. Y así, cuando vuestra merced oiga decir a alguno cosa que no le puede suceder, pero por si le sucede, que la quiere más que a sí, dígale que Aristóteles no lo sintió de esa suerte; y que a vuestra merced le consta que este filósofo era más hombre de bien que Plinio, y que trataba más verdad en sus cosas.

Notable es la Fortuna con los mercaderes, terrible con los privados, cruel con los navegantes, desatinada con los jugadores, pero con los amantes notable, terrible, cruel y desatinada. En medio de esta paz, de esta unión, de este amor, de esta esperanza y de esta agradable posesión, se dividieron por el más extraño suceso que se ha visto en fortuna de hombre, ni ha cabido en humano entendimiento; pues sin dar disculpa ni ocasión a Silvia pidió licencia al Virrey Felisardo para ir a Nápoles a unos negocios, y se partió de Sicilia.

¿Dije ya la ciudad? No importa, que aunque la novela se funda en honra, no vendrá por esto a menos, aunque fuese conocida la persona; y yo gusto de que vuestra merced no oiga cosas que dude; que esto de novelas no es versos cultos, que es necesario solicitar su inteligencia con mucho estudio, y después de haberlo entendido es lo mismo que se pudiera haber dicho con menos y mejores palabras.

En sabiendo Silvia que era partido este hombre, con tan fiera e indigna crueldad del amor que le había tenido, de la honra que le había costado y de las joyas y regalos con que le había servido, comenzó a derramar inmensa copia de lágrimas; y sin comer algunos días fue quitando a su hermosura el lustre, y a su vida el término. Retirábase de noche con Alfreda, una fiel criada suya, y en un pequeño jardín, que por unas rejas miraba al mar (no poca dicha, en aquella ocasión, que sus ventanas tuviesen rejas), decía:

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-¡Oh, cruel español, bárbaro como tu tierra! ¡Oh, el más falso de los hombres, a quien no iguala la crueldad de Vireno, duque de Selandia (que a la cuenta debía de ser esta dama leída en el Ariosto), ni todos los que olvidados de su nobleza y obligación dejaron burladas mujeres principales e inocentes! ¿Adónde vas y me dejas sin honra y sin ti, de quien ya solamente podía esperarla? Pues habiendo partido de mis ojos tan injustamente, no me queda de quien poder cobrarla, pues la prenda que me dejas, más me la quita y solo podré deberle mi muerte, pues es imposible que deje de sentir tu crueldad, y que su sentimiento me quite a mí la vida. ¿Quién pensará, Felisardo mío, que en la modestia y compostura de tu rostro, en la gentileza y gallardía de tu cuerpo cupiera tan duro corazón y alma tan fiera? ¿Tú eres español, enemigo? No es posible, pues de ellos oigo decir y he leído que ninguna nación del mundo ama tan dulcemente las mujeres, ni con mayor determinación pierde por ellas la vida. Si se te ofreció alguna precisa fuerza para ausentarte, ¿por qué no me la diste por disculpa y, despidiéndote de mí, me mataras con menos crueldad, aunque más presto? ¿Es posible, fiero español, que ayer estabas en mis brazos diciendo que por mí perderías mil vidas, y que hoy te vas con una sola que me habías dado? ¡Ay de mí, que tú por ventura ahora te estás riendo de mis lágrimas, afeando mis libertades e infamando mis atrevimientos, de que fueron causa, no mi liviandad sino tu gentileza, no mi libertad sino mi adversa fortuna! Que cierto será que estés ahora contando a otra más dichosa que yo, pero tan cerca de ser tan desdichada, las locuras que me has visto hacer y las penas que me has hecho sufrir. Pues no se burle ahora de mí la que te cree y te escucha, que presto me ayudará a quejarme de ti y, sabiendo quién eres, me disculpará porque te quise, y me tendrá lástima porque te quiero.

Estas y muchas decía Silvia llorando, sin bastar los consuelos de Alfreda a templar su furia, tan fundada en razón como en desdicha.

En estos medios llegó Felisardo a Nápoles, ciudad que vuestra merced habrá oído encarecer por hermosura y riqueza, y donde viven más españoles que en el resto de Italia, desde que el Gran Capitán, don Gonzalo Fernández de Córdoba, echó de ella los franceses, adquiriendo aquel famoso reino a la corona de Castilla; servicio que, con los demás suyos, no podrá olvidar el tiempo ni acabar el olvido, si bien un escritor moderno, más envidioso que elocuente y docto, presumió que podía su poca autoridad en un libro que escribió, llamado Raguallos del Parnaso, oscurecer el nombre que no le pudieron negar hasta las naciones bárbaras. Con la tristeza que en ella vivía Felisardo no merece encarecimiento, porque en las cosas tan conocidas no se han de gastar palabras. Allí se determinó de escribir al virrey de Sicilia la causa original de su ausencia. Recibió aquel magnánimo príncipe la carta, y leyéndola quedó admirado. No sé si lo estará vuestra merced, pero en ella decía así:

Al partirme de Sicilia no dije a Vuestra Excelencia la causa, que no me dio lugar la vergüenza, y ahora sabe Dios la que escribiendo tengo, pues con estar solo me salen tantas colores al rostro como a los ojos lágrimas. Estando en servicio de Vuestra Excelencia, bien descuidado de tan gran desdicha, me escribieron mis padres diciéndome que en el nuevo bando del rey don Felipe III acerca de los moriscos habían sido comprendidos; cosa que a mi noticia jamás había llegado, antes bien me tenía por caballero hijodalgo; y en esta fe y confianza me trataba igualmente con los que lo eran, porque mis padres eran de los antiguos de la conquista de Granada por los Reyes Católicos, y si no me engañan, dicen que Bencerrajes, linaje que trae consigo la desdicha y los merecimientos. Pareciome dejar su casa de Vuestra Excelencia, con harto dolor mío, porque le amo naturalmente, que no es justo que un hombre a quien pueden decir esta nota de infamia siempre que se ofrezca ocasión, viva en ella, ni mi tristeza y vergüenza me dieran lugar, aunque yo me esforzara, por no estar con este recelo cada día, y más adonde he tenido buena opinión. Vuestra Excelencia me perdone, que ni acierto a escribir, ni pienso que hasta llegar esta a sus manos podrá durar mi vida.

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Notable fue el sentimiento de aquel gran señor con esta carta, y tal que se le conoció en su tristeza por muchos días, al fin de los cuales le respondió así:

Felisardo:Vos me habéis servido tan bien y procedido tan honradamente en todas

vuestras acciones, que me siento obligado a quereros y estimaros mucho. En el nacer no merecen ni desmerecen los hombres, que no está en su mano; en las costumbres, sí, que ser buenas o malas corre por su cuenta. Hacedme gusto de volver a Sicilia, que os doy palabra por vida de mis hijos, de hacer de vos mayor estimación que hasta aquí, y tomar en mi honra cualquiera cosa que sucediere contra la vuestra. Y no sé yo por qué habéis de estar corrido siendo como sois caballero, pues no lo está el príncipe de Fez en Milán, sirviendo a Su Majestad con un hábito de Santiago en los pechos, y tan honrado del Rey II y de la señora Infanta que gobierna a Flandes, que él le quitaba el sombrero y ella le hacía reverencia. Porque la diferencia de las leyes no ofende la nobleza de la sangre, y más en los que ya tienen la verdadera, que es la nuestra, como vos la tenéis, y confirmada por tantos años. Volved, pues, Felisardo, que en ninguna podréis estar más defendido que en mi compañía, donde os haré capitán, y procuraré casaros de mi mano, sin apartaros de mí, lo que tuviere oficios de Su Majestad y vida.Recibió Felisardo esta carta, toda escrita de su mano de este generoso

príncipe, acción tan digna de su ilustrísima sangre; y llorando infinitas lágrimas con ella, besando mil veces la firma, se dispuso a responderle así:

Generoso y magnánimo Príncipe:cuando me partí de Vuestra Excelencia, fui con desesperado ánimo de hacer

alguna demostración de mi valor. Yo estimo y agradezco, como es justo, tanta merced y favor, y la escribo con sangre en mi alma para algún día. Yo voy a Constantinopla, donde ya estarán mis padres que, como hombres nobles, escogieron la corte de aquel imperio, no queriendo quedarse en las costas de España por no acordarse. Desde allí sabrá Vuestra Excelencia qué intento llevo, que pienso que será para hacer un gran servicio a Dios, al Rey y a mi patria. Desde que entré en Palermo, serví, quise y merecí a la señora Silvia Menandra, cosa que jamás comuniqué a ninguno. Creo que le queda en el pecho alguna desdichada prenda mía. Suplico a Vuestra Excelencia que fíe esa carta de quien se la pueda dar sin que aventure su honor, y favorezca lo que naciere, haciendo cuenta que le expone la fortuna a los pies de su grandeza.Con esto se embarcó Felisardo, atrevido y desatinado mancebo cuya acción

yo no puedo alabar, pues en casa de tan generoso príncipe pudiera estar seguro cuando viniera a España, que en Italia no lo había menester, aunque fuese en los reinos de Su Majestad, pues solo pretendió echarlos de aquella parte con que presumieron levantarse, como se ve por las cartas y persuasiones del ilustrísimo Patriarca de Antioquía, Arzobispo de Valencia, don Juan de Ribera, de santa y agradable memoria. Dentro de nuestra Europa, a solos cuatro estadios del Asia (tanto que habiéndose helado aquel mar por un puente de hielo y nieve que cayó encima, se pasaba del Asia a Europa) yace Constantinopla, primera silla del romano imperio, después del griego y ahora del turco, que por la inmensidad de la tierra que posee le llaman Grande; destruyola el emperador Severo, reedificola Constantino e ilustrola Teodosio. Tuvo cincuenta millas de muro, que Anastasio fabricó por defenderla de los bárbaros; hoy, dieciocho, que son seis leguas. Sus vecinos son setecientos mil, las tres partes turcos, las dos cristianos y el resto judíos. Tomola Mahometo Segundo, el año de 1453, y desde entonces es corte de sus emperadores que, comúnmente, llaman el Gran Señor. Está puesta en triángulo: en el un extremo está el palacio real, que mira al levante, al encuentro de Calcedonia, parte del Asia; el otro ángulo mira al mediodía y poniente, donde están las siete torres, que sirven de fortalezas y de cárcel mayor de la ciudad; desde este se va al tercero por la parte de tierra, dispuesto a tramontana, y donde está el palacio antiguo de Constantino, en sitio eminente y de quien se descubre toda, si bien inhabitable. Desde el cual al que tiene el turco, todo es puerto de una legua de mar, que entra por espacio de dos de largo y de ancho poco más de un tercio, habitado de varia gente y de todos los vientos defendido.

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Por la parte de las siete torres baña el mar las murallas, dejando el sitio donde antiguamente fue la ciudad de Bizancio, de cuya grandeza solo se ven ahora las ruinas. Tiene insignes mezquitas, fábricas de sultán Mahameth, Baysith y Selín, aunque ninguna iguala con la que hizo Solimán, y se llama de su nombre, deseando aventajarse al gran templo de Santa Sofía, célebre edificio de Constantino el Grande. Conserva en ella el tiempo, a pesar de los bárbaros, algunas columnas de grandeza inmensa, mayormente la de este príncipe, labrada toda de historias de sus hechos. Tiene asimismo cuatro fuertes serrallos para las riquezas y mercaderías de propios y extranjeras, una calle mayor famosa, hasta la puerta de Andrinópoli, con la plaza en que se venden los cautivos cristianos, como en España los mercados de las bestias, y con mayor miseria. Sus puertas son treinta y una, al levante, poniente y tramontana, con guarda de genízaros; las casas, bajas, cuyos techos de madera labrada cubren ricas labores de oro. No usan tapicerías, porque su grandeza y aparato es vestir el suelo, que cubren de riquísimas alfombras. Son las barcas que de ordinario pasan la gente de una parte a otra, y que en su lengua llaman«caiques» o «permes», más de doce mil, que es una cosa notable. Su sitio es tan frío que desde diciembre hasta fin de marzo está cubierta de nieve. Los templos famosos de cristianos, mayormente el de Nuestra Señora y el de San Nicolás, con otros muchos, han intentado quitar los moriscos de la expulsión de España; y permitiendo el gran Visir que los derribasen y destruyesen por doce mil escudos que le daban, se fueron a despedir del Turco los embajadores de Francia, Alemania y Venecia, diciendo que aquello era no querer paz con sus príncipes y por esta ocasión no salieron con su intento o, lo más cierto, porque Dios no permitió que tantos cristianos careciesen del fruto de los tesoros de su iglesia donde tanto peligro corren sus almas.

Aquí llegó Felisardo, y me parece que vuestra merced estaba ya cansada de esperarle, no se le dando nada del estado que ahora tiene y tuvo esta ciudad insigne, porque a mujer que tan poca estimación ha hecho de los hombres de su ley, ¿qué se le dará del turco? Pues sepa vuestra merced que las descripciones son muy importantes a la inteligencia de las historias, y hasta ahora yo no he dado en cosmógrafo por no cansar a vuestra merced, que desde su casa al Prado le parece largo el mundo; aunque vaya por su gusto en hábito de tomar el acero, con tan buenos de matar lo que topa, que en ninguno la he visto más enemiga de la quietud humana.

Vio Felisardo a sus padres, que como eran nobles lloraron el deshonor juntos y el peligro que corría su salvación en aquella tierra, si bien el ver tantas iglesias y hospitales les consolaba. La común fortuna hace mayores las confianzas del remedio y menores los sentimientos de las adversidades, como dijo no sé si era el filósofo Mirtilo, como solía la buena memoria de fray Antonio de Guevara, escritor célebre a quien de aquí y de allí jamás faltó un filósofo para prohijarlo una sentencia suya. Y cierto que algunas veces es menos lo que de ellos dijeron que lo que podría decir ahora cualquier moderno; pero dase autoridad a lo que se escribe diciendo: «como dijo el gran Tamorlán», o «se halla escrito en los Anales de Moscovia, que están en la librería de la universidad del Cairo». Porque si ello es bueno, ¿qué importa que lo haya dicho en griego o en castellano? Y si malo y frío, ¿cómo podrá vencer la autoridad al entendimiento?

Hallé una vez en un librito gracioso, que llaman Floresta española, una sentencia que había dicho un cierto conde: «Que Vizcaya era pobre de pan y rica de manzanas», y tenía puesto a la margen algún hombre de buen gusto cuyo había sido el libro:«Sí diría», que me pareció notable donaire.

Pues, como digo, y volviendo al cuento, estuvieron algunos días Felisardo y sus padres dando trazas en su remedio, si para tal fortuna podía haber alguno. Y aquí confieso a vuestra merced, señora, que no sé, porque no me lo dijeron, cómo o por dónde vino a ser Felisardo nada menos que bajá del Turco, que parece de los disfraces de las comedias, donde a vuelta de cabeza es un príncipe

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lagarto, y una dama, hombre y muy hombre, y a la fe que dice el vulgo que no le hablen en otra lengua.

Turco, pues, era Felisardo; no lo apruebo. Sus hopalandas traía y su turbante, y como era moreno, alto y bien puesto de bigotes, veníale el hábito como nacido. La disposición, el brío, el aire, la valentía y la presunción dieron motivo al Turco para tenerle muchas veces cerca de su persona, y así trataba con él de las cosas de España familiarmente. Llamábase el Turco sultán Amath, hombre en esta sazón de treinta y tres años. Tenía preso un hermano suyo llamado Mustafá, de edad de treinta, a quien deseando matar, fiera costumbre de aquellos bárbaros, envió una mañana al Vostán Gibasi con otros ministros, y hallando la cárcel cerrada y al dicho Mustafá paseándose fuera de ella, lo dijeron al Turco que, teniéndolo por milagro, le dejó preso. Aconsejado después del Mufiti, que es el principal de los que enseñan su ley, quiso matarle, y aquella noche soñó que veía un hombre armado que con una lanza le amenazaba, y con este temor le dejó con vida. Si bien después le provocaron tanto que, desde una ventana que caía a un jardín de Mustafá, le quiso tirar una flecha con veneno y, habiéndole apuntado, fue tal el temblor que le dio, que se le cayó el arco de las manos. Tanta ha sido, finalmente, la humildad de este turco, que ni vestido, ni oro, ni regalo ha querido tomar de su hermano. Él vive, y se entiende que le ha de heredar, aunque sultán Amath tiene muchos hijos, de los cuales dos varones y dos hembras se ven y comunican; los demás están recogidos y ocultos en su palacio. Tenía tanto gusto de ver imágenes y retratos de cristianos, que enviaba por ellos a los embajadores y mercaderes, y en habiéndolos visto se los volvía. Estando, pues, una fiesta mirando algunos que en una nave que tomaron estaban en la tienda de un rico hebreo, hizo llamar a Felisardo, que ya se llamaba Silvio Bajá, nombre de aquella dama de Sicilia, por quien vivía en la mayor tristeza que tuvo amante ausente, pues ni la desconfianza que tenía de verla, ni la mudanza de cielo y costumbres, era parte para que la olvidase, ni creo que lo fuera el río Sileno, donde se bañaban los antiguos, cuya propiedad era olvidar toda amorosa pasión, aunque fuese de muchos años. Venido Felisardo a su presencia, le preguntó si conocía aquellos retratos y él le respondió que sí, y se los fue mostrando por sus nombres, diciendo lo que tan bien sabía de la grandeza de sus personas, apellidos y casas. Holgose mucho Amath de conocer al emperador Carlos V, al Rey II y III, al famoso duque de Alba, conde de Fuentes y otros señores. ¿Quién dijera que el Turco se había de holgar de esto?

Entre las mujeres que entonces tenía sultán Amath, era la más querida una cierta señora andaluza, que fue cautiva en uno de los puertos de España. Esta holgaba notablemente de oír representar a los cautivos cristianos algunas comedias y ellos, deseosos de su favor y amparo, las estudiaban comprándolas en Venecia a algunos mercaderes judíos para llevárselas, de que yo vi carta de su embajador entonces para el conde de Lemos, encareciendo lo que este género de escritura se extiende por el mundo después que con más cuidado se divide en tomos.

Quiso nuestro Felisardo (mal dije, pues ya no lo era) agradar a la gran sultana doña María y estudió con otros mancebos, así cautivos como de la expulsión de los moros, la comedia de La fuerza lastimosa. Vistiose para hacer aquel conde gallardamente, porque había en Constantinopla muchos de los que hacían bien esto en España, y las telas y pasamanos mejores de Italia. Como era tan bien proporcionado, y estaba tan hecho a aquel traje desde que había nacido, no le hubo visto la Reina cuando puso los ojos en él, y ellos fueron tan libres que se llevaron de camino el alma.

Representó Felisardo únicamente, y viéndose en su verdadero traje lloraba lágrimas verdaderas, enternecido de justas memorias y arrepentido de injustas ofensas. Acabada la fiesta, comenzó en Sultana este cuidado, y en todas las ocasiones que podía daba a entender a Felisardo que le deseaba, de suerte que a pocos lances fue entendida, porque no hay papeles más declarados y efectivos

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que unos ojos que asisten a mirar amorosamente. Y así, un día, alabándole la buena disposición y lastimándose de que por su voluntad hubiese dejado la verdadera ley, él le dijo que su ánimo no era vivir en la de aquel infame y falso profeta, que aunque era verdad que desesperación le había traído adonde estaban sus padres, él venía con ánimo de hacer alguna cosa señalada en servicio del rey de España, porque tenía el ánimo tan bizarro que no volvería a ella sin ser estimado y favorecido por alguna insigne hazaña.

-Si yo puedo -respondió Sultana-, favorecerte, aquí tienes la mujer más rendida y más poderosa para ayudarte, porque a mí no me tiene sultán Amath como a las demás que le permite su ley y su grandeza.

Besole entonces la mano Felisardo e, hincado de rodillas, lloró mirándola. Ella, conociendo la fiereza de Marte y la blandura de Adonis en aquel mancebo, levantándole de la tierra le juró por la ley que tenía en el corazón impresa de no desampararle en cuantas acciones intentase, aunque perdiese la vida. La ocasión que tomaron para verse fue decir al Turco lo que gustaba de oír cantar a Felisardo, y así entraba y salía con libertad a entretenerla, y tal vez esta ndo presente el mismo sultán Amath, donde cantó así:

Dulce silencio de amor,si tanta gloria callandoconsigue quien sirve amando,no la pretendo mayor.Poner en duda el favorsuspende mi atrevimiento,y dice mi pensamientoque más la causa le culpa,pues no puede haber disculpadonde no hay merecimiento.

Amar, sin osar decirtanto amor, es cobardía,mas perder el bien seríadeterminarse a morir.Pero yo quiero sufrirla pena a que me condenafuerza de respetos llena,y no temer su mudanza,pues no pierdo la esperanzamientras no pierdo la pena.

Del silencio que he tenidoya vive mi amor quejoso,pues no llega a ser dichosoquien no pasa de atrevido.Quisiera ser entendidocuando a entender no me doy,mas no decir lo que soypor llegar a merecer,sin ser querido, querer,mientras que callando estoy.

Mi pensamiento contentoconsigo mismo se halla,que por lo que piensa y callale llamaron pensamiento.

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Algunas veces intentodecir mi mal y su mengua,por ver si el dolor se amengua;pero son locos antojos,que quien habla con los ojosno ha menester otra lengua.

Dadme penas inmortales,que siendo vos en el suelotan viva imagen del cieloserán penas celestiales.Si llama gloria los malesquien a su bien los prefiere,señora, bien es que espereque os obligue a que le deisun bien de los que tenéis,quien tanto sus males quiere.

Sin mí conoced mi mal,oh causa hermosa por quienle tiene el alma por bien,que vos sois bien celestial.Y si, con ser tan mortal,que le entendáis no merezco,como en los ojos le ofrezco,no quiero, aunque me consuma,que otra lengua ni otra plumaos diga lo que padezco.

Pareciole a Sultana que Felisardo había compuesto estos versos a su sentimiento y propósito, y engañábase Sultana porque los había escrito por Silvia al principio de sus amores en Palermo; pero no se engañaba en la intención, pues Felisardo buscó estas décimas porque lo creyese así, entre los muchos versos que sabía, como suele suceder a los músicos que traen capilla por las festividades de los santos que, con solo mudar el nombre, sirve un villancico para todo el calendario; y así es cosa notable ver en la fiesta de un mártir decir que bailaban los pastores trayéndolos de los cabellos desde la noche de Navidad al mes de julio.

Notablemente crecía el amor en Sultana, conquistando la voluntad ausente de este mozo que ya con libertad de hombre se determinaba, y ya con las obligaciones de hombre de bien se defendía. Pidiole que suplicase al Turco le diese algunas galeras y gente, de que le nombrase capitán, lo que alcanzó fácilmente. Y así, comenzó a salir de Constantinopla con seis galeras bien armadas, sin consentir en ellas morisco alguno, que no gustaba de su trato ni les osaba fiar su pensamiento. Hizo algunos de alguna consideración, y con poca guerra trajo a Constantinopla algunos cautivos, pero ninguno de España, que presentaba a Sultana, de quien recibía en satisfacción joyas de notable precio, porque ella gustaba de que las trajese en el turbante que coronaba de diversas plumas.

Corrió una vez la costa de Sicilia atrevidamente, y fuelo tanto que se puso a la vista de Palermo. Silvia tenía de Felisardo un hijo de tres años, que criaba con libertad por ser muertos sus padres, aunque no con tanta que se persuadiesen los bien intencionados que era su hijo; que los que no lo son, en las doncellas más recatadas presumen mayores yerros. Sucedió, pues, que como en tanto tiempo no hubiese tenido nueva de Felisardo, la desconfianza la tenía con algún consuelo, y pienso que por la sinrazón le hubiera olvidado, a no le tener en su hijo todos los días presente, con la mayor semejanza que ha visto el refrán

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castellano en materia de esta duda, de que pido perdón a su imaginación de vuestra merced, que bien le merezco, pues no dije adagio. Con esto, solicitada de algunas amigas, que no era mucho en tres años de injusta ausencia, ni saber si era muerto o vivo Felisardo, salió en una tartana de un mercader calabrés a pasear la mar, que con la bonanza la convidaba y con la piedad de su adversa fortuna la movía, que tal vez se cansa de hacer disgusto, o porque algún breve bien sea para sentir el mal con mayor fuerza. Y en esta parte no puedo dejarme de reír de la definición que da Aristóteles de la Fortuna; no le faltaba más a este buen hombre sino que en las novelas hubiese quien se riese de él. Dice, pues, que la buena fortuna es cuando sucede alguna cosa buena y la mala cuando mala. Mire vuestra merced si tengo razón, pues en verdad que lo dijo en el segundo de los Físicos, que yo no se lo levanto. Harto mejor lo sintió Plutarco Queroneo, diciendo por afrenta que era palabra de mujer decir que ninguno podía evitar sus hados, sentencia católica, como si él lo fuera, porque los albedríos son libres para justificar el cielo sus juicios. No suele descender milano, las pardas alas extendidas, el pico prevenido y las manos abiertas, con más velocidad y furia a los miserables pollos que se alejaron del calor de las plumas de su madre, como la capitana de Felisardo a la tartana de Silvia.

Tomola en breve, con notable llanto suyo y de sus amigas; pasáronlas a ella abordando un barco, y quitando una parte de la banda de los filaretes lleváronlas a la popa, donde Felisardo estaba recostado sobre una alfombra turca de rizos de oro entre labores de seda, puesto el brazo en dos almohadas de brocado persiano, color de nácar. Hincose de rodillas Silvia y, con lágrimas en los ojos, le dijo en lengua siciliana que tuviese piedad de la mujer más desdichada del mundo, poniéndole para moverle el pequeño infante en los brazos a los turbados ojos, a quien ya los oídos habían avisado de que aquella voz parecía la de Silvia.

Aquí, señora Marcia, ni aun los hipérboles de los versos serían bastantes cuanto más la llaneza de la prosa, que ni es historial ni poética, aunque la escribiera el autor de las relaciones de los toros, quejoso de su fortuna adversa; y tiene muy justa causa, pues le están en tanta obligación los de Zamora, de quien no se acordara este lugar después que se dejaron de cantar los romances del rey don Sancho, la traición de Bellido de Olfos y las tristezas de doña Urraca, que casi llegaron a competir con los de don Álvaro de Luna, que duraran hasta hoy si no se hubiera muerto un cierto poeta de asonantes, que arrendó esta obligación por veinte años a los regidores de la Fortuna. Y ya que nos hemos acordado de Bellido de Olfos, suplico a vuestra merced me diga si conoce algún pariente suyo, que me ha dado cuidado ver que, en siendo un hombre ruin, no le queda pariente en este mundo, y en habiendo procedido virtuosamente o hecho alguna cosa digna de memoria, todos dicen que descienden de él. Y yo conocí un hombre que decía por instantes: «Adán, mi señor», y podía muy bien, porque esto es lo más cierto, aunque un hombre haya nacido en la Cochinchina, tierra donde dicen que se halló Pedro Ordóñez de Zavallos, natural de Jaén, y convirtió una infanta, bautizando más de doscientas mil personas, e hizo muy bien, y Dios se lo pagará si fue verdad, y si no, no.

Todos estos intercolunios han sido, señora Marcia, por aliviar a vuestra merced la tristeza que le habrán dado las lágrimas de Silvia, y excusarme yo de referir el contento y alegría de los dos amantes, habiéndose conocido. Prometo a vuestra merced que me refirió uno de los que se hallaron presentes que en su vida había visto más amorosas razones ni más tiernas lágrimas. Satisfizo Felisardo de aquella novedad a Silvia, asegurándole que no había dejado la verdadera fe y que presto vendría a Sicilia, donde hiciese al rey de España un gran servicio, sin el que recibiría la Iglesia con reducirle infinitas almas. Enloqueciole su hijo, y después de haber estado aquella noche tratando de estas cosas, la hizo volver a Mecina antes del alba, cargada de ricas telas y preciosos diamantes, fuera de diezmil cequíes de oro que llevó en dos cajas.

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Iba Silvia instruida para hablar al Virrey y darle cuenta de estos sucesos, cuando él prevenía el salir a pelear con las galeras turcas. Pensó infinitas veces este gallardo príncipe si sería bien verse con Felisardo, y al fin se vino a concertar que él saliese en una barca con dos soldados cerca de la playa, y el Virrey en otra con los que fuese servido. Hízose así, y acostándose el uno al otro, saltó Felisardo en la barca del Virrey y, echándose a sus pies, le hizo fuerza para besárselos. Admirados estaban los cristianos de ver la gentileza y lengua del turco, porque no llevó el Virrey consigo hombre que le conociese. Hablaron de varias cosas, y al tiempo de despedirse le dio Felisardo una rosa de diamantes que le había dado Sultana, de precio de veinte mil escudos, que esto se decía en Constantinopla, porque no se había llegado a vender por ejecución de ningún señor ni por otra necesidad.

Hízose a la vela Silvio Bajá, si le hemos de llamar así, dejando en admiración la ciudad, que casi toda asistía en la playa, al Virrey de su determinado propósito, y a Silvia de haber visto lo que no esperaba, y en tan diverso hábito y costumbres de lo que le había conocido.

La causa de no quedarse entonces este infeliz mancebo en Sicilia con su esposa y su hijo, donde se le quedaba el alma, presentando aquella escuadra de galeras con sus turcos al Virrey, fue el agradecimiento que debía a Sultana por tantas buenas obras, y el deseo y ánimo que tenía de reducirla a la fe, pues ella lo deseaba, y restituirla a sus padres, que tantas lágrimas habían derramado por ella; fuera de tener él tan segura mayor presa siempre que tuviese gusto de volver a España.

Entró Felisardo por el canal de Constantinopla casi a la entrada del invierno, llevando algunos cautivos de las islas y de otras costas, sin tocar en vasallo de Su Majestad, ni tomar tierra en parte que fuese suya. Hizo gran salva a las torres y palacio real del Turco; saltó en tierra y besándole el pie alegró la ciudad, entristeció la envidia y esforzó la esperanza de Sultana que, con lo que de sus deseos había conocido y no esperaba verle, tenía por sin duda que, faltando a la palabra dada y a tantas obligaciones, se había quedado en España.

Había llegado pocos días antes a Constantinopla Nasuf Bajá, primer visir del Turco, victorioso a su parecer de la guerra de Persia, cuya ostentación y aplauso fue tan grande que después de un copioso ejército de gente, traía doscientas sesenta y cuatro acémilas cargadas de cequíes de oro. Y advierta vuestra merced que, por ser tan grande ejemplo de la fortuna de los príncipes, quiero decirle el suceso de este hombre, que también fue causa del que tuvieron los pensamientos de Felisardo. Era este Nasuf Bajá, yerno del Turco, y el más estimado y temido de todo aquel grande imperio. Mamut Bajá, hijo de Cigala, aquel famoso corsario que ninguno después de Ariadeno Barbarroja tuvo más nombre, competía con la grandeza de Nasuf y era cuñado del Turco, casado con su mayor hermana. Sentía Mamut envidiosamente la ostentación de su enemigo, y en aquella jornada particularmente, donde me ha quedado escrúpulo si a vuestra merced le han parecido muchas las acémilas, y los soldados pocos. Y a este propósito quiero que sepa que un gentilhombre de este lugar, más dichoso en hacienda que en ingenio, visitaba una dama de las que estiman más el ingenio que la hacienda, que deben de ser pocas. Contábale un día la renta que tenía y, entre otras necedades, acabó con decir que encerraba trecientas anegas de trigo y ciento de cebada con treinta carros de paja, y añadió que le dijese lo que le parecía de su hacienda; a quien ella respondió:«Paréceme, señor, que el trigo es mucho y poca la cebada y paja para lo que vuestra merced merece». Pero dejando aparte esta cantidad de acémilas, que a quien sabe la soberbia de aquella gente no le parecerán muchas, digo que Nasuf Bajá volvió a Constantinopla, diciendo que dejaba firmadas paces con el Persiano, en fe de lo cual trajo consigo su embajador con ricos presentes de telas, cequíes, piedras y otras cosas de valor y curiosidad increíble. Mas, como viese el Cigala que el de Persia molestaba algunas tierras del Turco, vino en sospecha de que Nasuf tenía

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algún trato doble con él, en grave ofensa de su señor; así por esto, como porque escribiendo a entrambos desde los confines de Persia, donde estaba por gobernador, ninguno le respondía. Con esto se partió a Constantinopla, y hallando en el camino un correo que Nasuf enviaba al Persiano, le convidó a cenar aquella noche, y habiéndole dado muy bien a beber (cosa que saben hacer donde no lo vea Mahoma, con muy buen aire), durmiose el correo. Quitole Mamut Cigala las cartas en que halló todo lo que deseaba; y la traición descubierta hizo matar al correo y enterrole en su misma tienda. Y llegado a Constantinopla pidió licencia a Nasuf para entrar; negósela Nasuf si no le daba trecientos mil cequíes. El Cigala, que estaba casado con la hermana del Turco, y no había llegado a ejecución su deseo por su larga ausencia, dio orden que ella supiese el inconveniente porque no entraba. Resolviose Fátima (si a vuestra merced le parece que se llame así, porque yo no sé su nombre) a ir a ver a su marido, de quien supo la causa por que no entraba; y ella volviendo a Constantinopla la refirió a su hermano, el cual envió de noche con gran secreto por Mamut Cigala y, llegando en un caique (si vuestra merced se acuerda que le dije que era pequeña barca, pero no escuso una palabra turca, como algunos que saben poco griego), entró por una puerta falsa del palacio y, recibido bien de su cuñado, le refirió cuanto sabía y le mostró las cartas.

Deseó desde entonces sultán Amath quitar la vida a su yerno justamente, y como se encubra tan mal un grande enojo, adivinando Nasuf la causa por el semblante, faltó tres días del consejo dando por disculpa de esta falta la de su salud. Con esta ocasión el Turco dijo que quería ir a ver a su hija, y se previno la calle de lienzos por todas partes sobre altas lanzas para que no fuese visto, que solo tiene obligación a dejarse ver un día en la semana, y ese es el viernes, que entre ellos es fiesta, y va a su gran mezquita a hacer el zalá. Con este engaño de las telas pasó un coche en que iba el Vostán Gibasi con muchos ayamolanos, hombres fortísimos, y creyendo que fuese el Turco, a quien esperaban más de cuatro mil personas, entró en casa de Nasuf el referido, y como iba entrando, iban asimismo cerrando las puertas los soldados con cuidado y silencio. Estaba Nasuf con dos eunucos en un aposento, bien descuidado de su fortuna; hízolos salir afuera el presidente y, haciendo una gran reverencia a Nasuf, le dio un decreto del Turco, en que le pedía su real sello. Turbado Nasuf se le dio y dijo:

-¿Tiene el Gran Señor hombre que con más lealtad pueda servirle en este oficio?

Entonces el Vostán Gibasi le dio otro papel en que le pedía la cabeza. Dio voces Nasuf diciendo:

-¿Qué traición es esta?, ¿qué envidia?, ¿quién ha engañado a mi gran señor a quien yo con tanta lealtad como obligación he servido?

Pero viendo que allí no había remedio para huir, razón para replicar, ni armas para defender la vida, se resolvió a la muerte, pidiendo al Vostán que le dejase hablar y despedir de su mujer, que estaba en otro cuarto; y no pudiendo conseguirlo le suplicó de rodillas le dejase siquiera hacer el zalá para que su alma fuese tan llena de necedades como había vivido. Esto le concedieron, pareciéndoles que tocaba a la religión, siendo tan gran desatino; pero, de afligido y turbado, no fue posible y esforzando la naturaleza al mayor contrario (que no sé cómo se entienda aquí aquel consuelo de Séneca en la primera epístola, que nos engañamos en la consideración de la muerte por mayor, pues todo lo que pasó de la edad ya lo tiene la muerte), se sentó en una silla y dispuso la voluntad a la fuerza, y el ánimo del valor al miedo de la pena. Pero si dijo el mismo filósofo que el morir de buena gana era la mejor muerte, ¿cómo puede quien moría con tan poca tenerla por buena, ni consolarse con que ya estaba muerto lo que había vivido? Mirándole estaba el Vostán, y los soldados llenos de admiración y miedo a quien volviendo Nasuf severamente el rostro dijo:

-Canalla, ¿qué estáis mirando? Haced vuestro oficio.

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Entonces se le atrevieron cuatro de ellos y, echándole una soga a la garganta, le ahogaron. Cerró luego el Vostán las puertas y, dando cuenta al Turco, le pidió la cabeza que, habiéndosela traído, la mandó echar en el suelo y, dándola con el pie, le llamóbrecain, que quiere decir «traidor».

Tomó el Turco su hacienda, reservando solamente la que estaba en el cuarto de su mujer. Fue la mayor riqueza que en hombre particular se ha visto, pues entre las armas solas se hallaron mil doscientas espadas con guarniciones de plata y oro; que si a vuestra merced le parecieren como las acémilas, podrá quitar las que fuere servida, porque no tengo cuento a propósito, ni me atrevo a decir que tenía a su devoción en Constantinopla treinta mil hombres, sustentando en varias partes siete mil quinientos caballos, con que si le ayudara más el secreto que le favoreció la Fortuna, fuera señor del Asia.

Quedó Fátima viuda y rica, y aunque la pretendían muchos, y entre ellos un gran bajá de los del turbante verde, le pareció al Turco levantar los pensamientos de Felisardo con hacerle cuñado suyo, y darle mujer con tal ejemplo en dote. Comunicó este pensamiento con Sultana que, atónita de ver el camino que tomaba su desdicha para descaminar su deseo, solicitó impedirle con decir mal al Turco de Felisardo, y que le parecía hombre de ánimo soberbio y no mal aficionado a la patria en que había nacido, y que muchas veces le reprehendía la afición que mostraba a los reyes y señores de España, donde era justo presumir que alguna vez se quedaría, y que, pues su yerno Nasuf Bajá era tan deudo suyo y natural de su patria, criado en su ley y enseñado en sus costumbres, y le había salido traidor, no era razón pensar que le había de ser leal un hombre extranjero y advenedizo, criado en otra ley, en otra patria y en otras costumbres. Satisfizo esta última razón el entendimiento de Amath, y puso dilación en el casamiento, tibieza en la voluntad y sospecha en el suceso.

Entre tanto Sultana prevenía la partida a España con gran cuidado y tuvo tanto que, habiendo la primavera siguiente alcanzado del Turco saliese Felisardo a quietar el mar del Archipiélago, donde era fama que andaban seis galeras de la religión de Malta, dispuso la partida y recogió sus joyas.

Tiene el palacio del Turco dos leguas de cerca, y por la parte del mar que mira a Calcedonia mucha artillería; la puerta principal, al poniente, enfrente de la iglesia de Santa Sofía; a mano derecha de la puerta un hospital que llaman Timarina, para todos los enfermos de palacio y a la izquierda, la iglesia antigua de cristianos, título de San Jorge, donde están las armas del Rey. Síguese la segunda puerta, donde se apean los que van a consejo, y a esta una famosa calle de un tercio de legua o poco menos. Por la parte de tramontana hay una puerta por donde entra y sale la gran Sultana y todas las mujeres del serrallo. (Aquí doble vuestra merced la hoja). Junto a la segunda puerta hay un jardín y huerta con mil hermosos árboles y venados, y a su lado una gran plaza cubierta donde suele estar la guarda de los genízaros, y comer los días de consejo, porque los otros quedan de guarda. Hay asimismo doce capigis, que son porteros en cada puerta de las referidas, y por la parte de mediodía las cocinas para el Gran Señor y la familia de palacio, y para toda la corte el día que es de consejo. Y es tan inmenso el número que come, que el de los cocineros es de cuatrocientos cincuenta hombres, cosa que la cuentan y la escriben, y que podrá vuestra merced no creer sin ser descortés a la novela ni a la grandeza del Turco. Después de todo se llega a la gran puerta de la casa real, guardada de eunucos blancos, donde no puede entrar persona alguna sin orden del Turco, no siendo de la familia aunque sea el Gran Visir.

Por la puerta que dejé advertida salió, señora Marcia, la gran Sultana con dos renegados de quien se había fiado, y en hábito de soldado genízaro, que de otra suerte fuera imposible. Caminó a la mar con gran peligro donde fue recibida con igual silencio del animoso Felisardo, que con valor intrépido mandó alargar al mar la escuadra, y que a la vuelta de Sicilia pusiesen las proas donde decía que pensaba hacer una famosa hazaña.

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Tan desdichado fue este miserable mancebo, aunque digno de mejor fortuna, que apenas comenzaron las galeras a alargarse y, zarpando la capitana, azotar el agua y el aire con los remos y velas, cuando cubriéndose el cielo de improviso de una oscurísima nube, comenzó a bramar con horribles truenos por los cuatro ángulos del mundo, acompañada de temerosos relámpagos que en cada uno parecía que venían infinitos rayos. Entumeciose el mar, revolviéronse las olas trabando entre sí mismas tan espantosa batalla, que daban con la espuma en las estrellas que, con el temor de apagarse en las aguas, se escondían. Ya no aprovechaba amainar las velas, ni en tanta confusión hallaba remedio el ánimo, ni el ejercicio resistencia. Porfiaba Felisardo a que prosiguiesen el viaje hasta sacar la espada, pero no pudo ser obedecido, por voluntad del cielo, que al declararse el alba dio con su capitana y las demás galeras casi en el puerto. Él quiso pasar en su abrigo el día ocultando a doña María en la cámara de popa, pero como ya fuese conocida su falta de algunas griegas y turcas que la servían, habían dado tantas voces que, asombrados los genízaros dieron parte a su capitán, y él a Mahamut Bajá, de quien lo supo el Turco, que con notable sentimiento pensó luego que de envidia la habrían muerto otras mujeres o amigas suyas. Mas discurriendo entre varios pensamientos en unas y en otras cosas (que, como Séneca dijo, sucede fácilmente la inconstancia a los que tienen el ánimo dudoso), dio en pensar que se había partido la misma noche Felisardo, de quien Sultana decía tanto mal, arguyendo de eso mismo que le quería bien porque es muy ordinario en las mujeres, o por disimular lo que quieren o por engañar a otros. Y con esta imaginación hizo que Vostán Bajá fuese con cien ayamolanos y con algunos genízaros a las galeras, sabiendo que la tempestad las había vuelto al puerto tan perdidas que era imposible sin rehacerse volver al agua.

No los hubo visto Felisardo cuando conociendo el peligro se resolvió a morir como caballero, y no con varios tormentos a las manos de un verdugo infame. Bien quisiera el Bajá llevarle vivo, pero no dejándose prender y resistiéndose en la cureña de la capitana, sembró la crujía de cuerpos muertos con sola una espada ancha que traía y una rodela embrazada. Viendo Vostán que sería imposible llevarle como él deseaba mandó a los genízaros que le tirasen, y en un instante cayó muerto de cuatro manos, aunque de ningún deseo, porque fue sumamente amado de aquellos bárbaros. Dicen que dijo poco antes que cayese:

-Turcos, sed testigos que muero cristiano, y no he ofendido al Gran Señor mas que en llevar a doña María donde lo fuese.

Con esto el Bajá le cortó la cabeza para llevarla al Turco, y halló a Sultana que, cubierta de lágrimas, había mirado el valor y la desdicha de aquel mancebo trágico. Fue grande la alegría de Vostán y consolándola con la mayor decencia que pudo, la llevó a palacio. No quiso el Turco verla en cuatro días; pero vencido del amor grande que la tenía, se determinó de perdonarla, que las iras que intervienen amando (como lo siente elAnfitrión de Plauto), vuelven los que se aman a mayor amistad y gracia. Bien supo Sultana disculparse con solo el deseo de su patria y padres, pues siendo imposible la licencia, no podía de otra suerte intentar verlos, y el celoso Turco también creerla, porque deseaba abreviar sus enojos, cosa que en los coléricos no da lugar a que las mujeres lo sean.

Y en este lugar me acuerdo de haber leído en una comedia portuguesa tratar un viejo con un amigo suyo de que quería casar su hijo, y diciéndole el otro: «No lo hagáis, que está enamorado de una cortesana», respondió el viejo: «Ya lo sé, y si intento casarle es porque han reñido y averiguado unos celos, y es buena la ocasión de este enojo para apartarle de ella». A quien replicó el amigo: «¡Qué poco sabéis de lo que puede una voluntad antigua fundada en trato! Esta es la hora que anda vuestro hijo buscando disculpas a esa mujer para el mismo agravio que le ha hecho».

Este fue el fin de Felisardo, esta la desdicha por la honra; así quedaron sus pensamientos burlados, y Silvia criando aquella desdichada prenda suya, que si

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creciere, como en las comedias, tendrá vuestra merced la segunda parte. Entre tanto, lea ese epitafio o elogio a su desdicha:

Aquí yace un desdichado,que de sí mismo nacido,vivió por desconocido,murió por desconfiado;del propio honor engañado,aunque no sin culpa alguna,dejó el sol, buscó la luna;donde se ve que el valorquiere a fuerza del honorresistir a la Fortuna.

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María de Zayas y SotomayorDesengaños amorosos

Segunda parte del Sarao y entretenimiento honesto

[Preliminares] Noche Primera

La esclava de su amante

[Preliminares]Al excelentísimo señor don Jaime Fernández. De Ijar, Silva, Pinos, Fenoller y Cabrera,

duque y señor de Ijar, conde de Belchite, marqués de Alenquer, conde de Valfagona, vizconde de Canet y Ylla, señor del as Baronías de la Portella, Peramola, Grions, Álcaliz y Estacho, y gentilhombre de la Cámara de Su Majestad &c.

CON LICENCIAEn Zaragoza: En el Hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia, año de

1647.A costa de MATÍAS DE LIZAO

Determineme a un mismo tiempo de dar por mi cuenta a la luz este libro resolviéndome de ofrecerle a la de Vuestra Excelencia para asegurarle de las sombras de envidiosos maldicientes que a fuer de fantasmas noturnas hacen espantos de que nuestro sexo haya merecido tan generales aplausos, ceñídole tan debidos laureles y eternizádose con tan subido punto de honores de tan lucido e inmortal ingenio.

Como si estuvieran vinculados a solos los varones sus ventajosos lucimientos y se opusiera algún estoque de fuego e impidiera o imposibilitara algún discurso femenino la entrada del paraíso de las letras, o algún dragón, sólo para los hombres reservara la fruta de oro de las Ciencias: que aunque en todos siglos han desmentido doctísimas mujeres este común engaño y dado a muchos Teseos útiles trazas y ardides para salir de intrincados laberintos, y tenido a raya muchos Edipos con dificultosos enigmas, y aún deshecho las altivas ruedas de presunciones vanas de filósofos soberbios, niñas con más ciencias que años, en los nuestros la autora de esta segunda parte (sola así misma igual, si no superior a la primera) con la viveza sutil de su ingenio, elegante dulzura de su estilo sazonado, y opimo fruto de sus sentencias, y verdadero más nunca bien conocido espejo de desengaños, acredita la fama de las mujeres sabias que celebran las edades pasadas. Es la presente dichoso asunto de elogios, copiosa mies de siempre [i]limitados panegíricos y a las venideras ejemplo raro que imiten, gloria inmortal a que esperen y renombre superior que veneren. Y a todas, constar ha de mi acertada elección para que, como a la Autora deberán siempre las edades aplausos de entendida, ella deba a mis aciertos los agradecimientos de tal Mecenas, pues ni su buen gusto pudo aspirar a más para su amparo, que a la nobleza, ingenio y valor de tan gran príncipe, ni de Vuestra Excelencia se puede esperar menos que es amparar a una dama que fía su nombre y crédito de tan gloriosa protección.

Ésta me deberá siempre mi señora doña María de Zayas, y yo a Vuestra Excelencia, la que todo el mundo y en particular eternamente, le han de agradecer todas las damas, como tan interesadas en la que yo recibo de Vuestra Excelencia, cuya mano, humilde beso, &c. de Zaragoza, mayo a 10 de 1647.

Servidora de Vuestra Excelencia,INÉS DE CASANIAYOR

CENSURADEL DOCTOR JUAN FRANCISCO GINOVES,

CURA DE LA IGLESIA PARROQUIAL DE SAN PABLO

DE LA CIUDAD DE ZARAGOZA

Mandome Vuestra Merced como a tan obediente súbdito suyo reconociera esta Segunda Parte del Sarao y Entretenimiento Honesto de doña María de Zayas Sotomayor. Y mirado con la atención que debo, después de no hallar en él algo que contradiga a la Fe, le veo lleno de ejemplos para reformar costumbres y digno de que se dé a la estampa; que en él, ya que el ocio de las mujeres ha crecido el número a los libros

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inútiles, la que se ocupare en leerle tendrá ejemplos con que huir los riesgos a que algunas desatentas se precipitan. Así lo siento . De mi posada, 28 de octubre 1646.

El Doctor JUAN FRANCISCO GINOVÉS

Cura de San PabloImprímase.El doctor SALA, Ofic.

CENSURA

DEL DOCTOR JUAN FRANCISCO ANDRÉS,CRONISTA DEL REINO DE ARAGÓN

Leí la Segunda Parte de las Novelas de doña María de Zayas y Sotomayor, de orden del ilustre señor don Adrián de SadayAzcona, doctor en ambos Derechos, del Consejo de Su Majestad y asesor del ilustrísimo señor don Pedro Pablo Zapata Fernández de Heredia y Urrea, caballero Mesnadero, señor de las villas de Trasmoz, la Mata y Castelviejo, del Consejo de Su Majestad, regente la General Gobernación de Aragón y presidente en la Real Audiencia, y no hallo que estas diversiones ingeniosas ofendan las Regalías y Preeminencias de Su Majestad, ni a las buenas costumbres. Yasí se puede conceder la licencia que se pide y suplica para darlas a la estampa, porque este aplauso tiene muy merecido el dueño de esta obra. Este es mi parecer. En Zaragoza 11 de noviembre de 1646.

El Doctor JUAN FRANCISCO ANDRÉS

ImpúmaturSADA, Asesor

Noche PrimeraPara el primero día del año quedó, en la Primera Parte de mi «Entretenido

Sarao», concertadas las bodas de la gallarda Lisis con el galán don Diego, tan dichoso en haber merecido esta suerte, como prometían las bellas partes de la hermosa dama, y nuevas fiestas para solemnizarlas con más aplauso. Mas, cuando las cosas no están otorgadas del Cielo, poco sirven que las gentes concierten, si Dios no lo otorga; que como quien mira desapasionado lo que nos está bien, dispone a su voluntad, y no a la nuestra, aunque nosotros sintamos lo contrario; y así, o que fuese alguna desorden, como suele suceder en los suntuosos banquetes, o el pesar de considerarse Lisis ya en poder de extraño dueño, y que por sólo vengarse del desprecio que le parecía haberle hecho don Juan, amando a su prima Lisarda, usurpándole a ella las glorias de ser suya, mal hallada con dueño extraño de su voluntad, y ya casi en poder del no apetecido, se dejó rendir a tan crueles desesperaciones, castigando con verter perlas a sus divinos ojos, que amaneció otro día la hermosa dama con una mortal calentura, y tan desalentada y rendida a ella que los médicos, desconfiando de su vida, antes de hacerle otros remedios, le ordenaron los importantes al alma, mandándola confesar y recibir el divino Sacramento, como más cordial medicina, y luego procuraron con su ciencia hacer las importantes al cuerpo, con cuya alteración y nuevos cuidados cesaron las fiestas ya dichas, y volvió el alegría de las pasadas noches en llantos y tristeza de su noble madre y queridas amigas, que lo sentían ternísimamente, y en principal don Diego; y no hay que maravillar, pues cuando ya se veía casi en posesión de su belleza, se hallaba temeroso de perderla para siempre. Bien sentía el ingrato don Juan ser él la causa de la enfermedad de Lisis, pues el frío de sus tibiezas eran la mayor calentura de la dama, y sentía faltase del mundo una estrella que le daba ser: tal era la belleza y discreción de Lisis, junto con otras mayores virtudes de que era dotada; mas estaba tan rendido a la hermosura de Lisarda, que presto hallaba en ella el consuelo de su pena. Y aunque muchas veces proponía, para alentarla, hacerle más caricias, y con esta intención la visitaba, como Lisarda jamás se apartaba de su prima, en viéndola el afectuoso amante, no se acordaba de los propósitos hechos. Aumentábase el mal de Lisis, faltando en todos las esperanzas de su salud, y más a la bien entendida señora, que como era quien le sentía y sabía mejor las circunstancias de él, pues unas veces se hallaba ya entre las manos de la muerte, y otras (aunque pocas)

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con más alivio, tuvo lugar su divino entendimiento de obrar en su alma nuevos propósitos, si bien a nadie lo daba a entender, guardando para su tiempo la disposición de su deseo, mostrando a don Diego y a la demás familia, cuando se hallaba con mejorados accidentes, un honesto agrado, con que enfrenaba cualquier deseo, y sólo le tenían puesto en verla con salud.

Más de un año duró la enfermedad con caídas y recaídas, sin tratarse en todo este tiempo de otra cosa más de acudir a la presente causa, padeciendo don Diego el achaque de desesperado: tanto, que ya quisiera de cualquiera suerte fuera suya Lisis, por estar seguro de él; mas si alguna vez lo proponía, hallaba en la dama un enojo agradable y una resistencia honesta, con que le obligaba a pedir perdón de haber intentado tal. En esta ocasión le trujeron a Lisis una hermosísima esclava, herrada en el rostro, mas no porque la S y clavo que esmaltaba sus mejillas manchaba su belleza, que antes la descubría más. Era mora, y su nombre Zelima, de gallardo entendimiento y muchas gracias, como eran leer, escribir, cantar, tañer, bordar y, sobre todo, hacer excelentísimos versos. Este presente le hizo a Lisis una su tía, hermana de su madre, que vivía en la ciudad de Valencia; y aunque pudiera desdorar algo de la estimación de tal prenda el ser mora, sazonaba este género de desabrimiento con decir quería ser cristiana. Con esta hermosa mora se alegró tanto Lisis, que gozándose con sus habilidades y agrados, casi se olvidaba de la enfermedad, cobrándose tanto amor, que no era como de señora y esclava, sino de dos queridas hermanas: sabía muy bien Zelima granjear y atraer a sí la voluntad de Lisis, y Lisis pagárselo en quererla tanto, que apenas se hallaba sin ella. Entretenía Zelima a su señora haciendo alarde de sus habilidades, ya cantando y tañendo, ya refiriéndole versos, y otras contándole cosas de Argel, su patria. Y aunque muchas veces la veía Lisis divertida, y tan transportada, que sin sentir se le caían las lágrimas de sus divinos ojos, creía Lisis serían memorias de su tierra, y tal vez que le preguntaba la causa, le respondía la discreta Zelima:

—A su tiempo, señora mía, la sabrás, y te admirarás de ella.Con que Lisis no la importunaba más. Sanó Lisis, convaleció Lisis, y volvió el

sol de su hermosura a recobrar nuevos rayos; y apenas la vió don Diego con entera salud, cuando volvió de nuevo a sus pretensiones, hablando a Laura y pidiendo cumpliese la palabra de darle a Lisis por esposa. Comunicó la discreta señora con su hermosa hija lo que don Diego le había propuesto, y la sabia dama dio a su madre la respuesta que se podía esperar de su obediente proceder, añadiendo que, pues se allegaban los alegres días de las carnestolendas, y en ellos se habían de celebrar sus bodas, que tenía gusto de que se mantuviese otro entretenido recreo como el pasado, empezando el domingo, para que el último día se desposase, y que le diese licencia para que lo dispusiese. Mucho se alegró su madre con la fiesta que quería hacer Lisis. Concedida facultad para ordenarlo, se dispuso de esta suerte: en primer lugar, que habían de ser las damas las que novelasen (y en esto acertó con la opinión de los hombres, pues siempre tienen a las mujeres por noveleras); y en segundo, que los que refiriesen fuesen casos verdaderos, y que tuviesen nombre de desengaños (en esto no sé si los satisfizo, porque como ellos procuran siempre engañarlas, sienten mucho se desengañen). Fue la pretensión de Lisis en esto volver por la fama de las mujeres (tan postrada y abatida por su mal juicio, que apenas hay quien hable bien de ellas). Y como son los hombres los que presiden en todo, jamás cuentan los malos pagos que dan, sino los que les dan; y si bien lo miran, ellos cometen la culpa, y ellas siguen tras su opinión, pensando que aciertan; que lo cierto es que no hubiera malas mujeres si no hubiera malos hombres. No hablo con los que no lo fueren, que de la misma manera que a la mujer falsa, inconstante, liviana y sin reputación no se le ha de dar nombre de mujer, sino de bestia fiera, así el hombre cuerdo, bien intencionado, y que sabe en los mismos vicios aprovecharse de la virtud y nobleza a que está obligado, no será comprendido en mi reprensión; mas hablo de los que, olvidados de sus obligaciones, hacen diferente de lo que es justo;

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estos tales no serán hombres, sino monstruos; y si todos lo son, con todos hablo, advirtiendo que de las mujeres que hablaré en este libro no son de las comunes, y que tienen por oficio y granjería el serlo, que ésas pasan por sabandijas, sino de las no merecedoras de desdichados sucesos.

Habíale pedido a Lisis Zelima por merced le fuese concedido que los versos que se cantasen los diese ella, de que Lisis se holgó, por excusarse de este trabajo, y que la primera que desengañase fuese ella. Y Lisis, imaginando la petición no acaso, lo tuvo por bien, y así nombró para la primera noche a Zelima, y tras ella a su prima Lisarda, luego Nise, y tras ella, Filis. Para la segunda noche puso la primera a su madre; segunda, Matilde, y tercera y cuarta, a doña Luisa y doña Francisca, dos señoras hermanas que había poco vivían en su casa; la primera, viuda, y la otra doncella, mozas hermosas y bien entendidas. Y la tercera noche puso primero a doña Estefanía; ésta era una prima suya religiosa, que había con licencia salido del convento a curarse de unas peligrosas cuartanas, y ya sana de ellas, no aguardaba para volverse a él más de que se celebrasen las bodas de Lisis, y ella tomó para sí el postrero desengaño, para que hubiese lugar para su desposorio. Ordenado esto, convidó a todos los caballeros y damas citados en la Primera Parte y muchos más que vinieron avisados unos de otros. Con esto, se sacó licencia del Nuncio para que se desposasen sin amonestaciones, o por más secreto, o por mayor grandeza (que está ya el gusto tan empalagado de lo antiguo, que buscan lo más moderno, y lo tienen por sainete). Se previnieron músicos, y entoldaron las salas de ricas tapicerías, suntuosos estrados, curiosos escritorios, vistosas sillas y taburetes, aliñados braseros, tanto de buenas lumbres como de diversas y olorosas perfumaderas, claros y resplandecientes faroles, muchas bujías, y sobre todo sabrosas y costosas colaciones, sin que faltase el amigo chocolate (que en todo se halla, como la mala ventura). Todo tan en su punto, que la hermosa sala no parecía sino abreviado cielo, y más cuando empezaron a ocuparle tantas jerarquías de serafines, prefiriendo a todas la divina Lisis, de negro, con muchos botones de oro; y si bien la dama no era más linda que todas, por la gallardía y entendimiento las pasaba. Acomodados todos en sus lugares, sin que faltase de los suyos el ingrato don Juan y el dichoso don Diego, y todos los hombres mal contentos de que, por no serles concedido el novelar, no podían dar muestra de las intenciones. Y quizá los que escriben deseosos de verse en ocasión de vengarse, como si a mí me importase algo, pues no les quito el entendimiento que Dios les dio, por tenerle; si acaso escribir esto fuese presunción, y no entretenimiento. Y las damas contentas de que les llegaba la ocasión de satisfacerse de tantos agravios como les hacen en sentir mal de ellas, y juzgar a todas por una, Zelima, que junto a Lisis estaba, se levantó, y haciendo una cortés y humilde reverencia (habiendo prevenido los músicos de lo que habían de hacer, como a quien tocaba dar los versos), se entró en una cuadra, y los músicos dieron principio a la fiesta con este romance:

Mentiroso pastorcillo,que a los montes de Toledollevaste mis alegríasy me dejaste mis celos.Dueño de quien soy esclava,y a quien reconoce imperiopor confrontación de estrellasmi cautivo pensamiento.Deidad a cuyos altaressacrificada en deseosel alma, víctima humilde,es holocausto e incienso.¿Qué dichosa te entretiene,que faltando al plazo puesto,

consientes que estén mis ojosbañados en llanto tierno?Si los rigores de ausenciahicieran suerte en tu pecho,ni tú estuvieras sin mí,ni yo estuviera con ellos.Si cuando te despedistecallé el dolor que padezco,ya que no, por no sentirle,porque tú fueses contento.Y con aqueste seguro,ignorando mis tormentos,la rienda a la ausencia alargas,pensando que no la siento.

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Vuelve a mirarte en los ojos,que sueles llamar espejos,y los verás por tu causacaudalosas fuentes hechos.Vuelve, y verás que las horaslas llamo siglos eternos;los días, eternidades:tanto es el dolor que tengo.Quizá a la que te detiene,estando sin mí contento,quitarás de los favoresque a mis espaldas le has hecho.Que según sin mí te hallas,puedo llamar mis contentoscensos, que son al quitar,pues me los quitas tan presto.Celos me abrasan el alma;¡ay de mí!, valedme, cielos,dad agua apriesa, ojos míos,pues veis que crece el incendio.Mas es fuego de alquitráneste en que me estoy ardiendo,que más se aviva la llamamientras más lágrimas vierto.

Dicen algunos que sonlos celos de amor hielo;mas en mí vienen a serabrasado Mongibelo.¿Para qué quiero la vida?¿Para qué el reposo quiero?¡Ay, zagalejos del Tajo,no ángeles, sino infierno!Mirad que Salicio es mío,en él vivo y por él muero,y quitármele es sacarel alma a mi triste cuerpo.Violentamente gozáisesa vida que poseo,porque sus favores sonlos bienes solos que tengo.¡Ay, Dios!, a quien me quejo,o a quien aquestas lágrimas ofrezco,si mi ingrato Salicio está tan lejos.Yo triste, y él contento,él gozando otros gustos, yo con celos;que soy inmortal Eseo,pues no me acaba este mortal veneno.

Largo les pareció el romance a los oyentes; mas como no sabían el designio de Zelima, no, porque ella de propósito lo había prevenido así para tener lugar de hacer lo que ahora se dirá; demás que los músicos de los libros son más piadosos que los de las salas de los señores, que acortan los romances, que les quitan el ser, y los dejan sin pies ni cabeza.

A los últimos acentos de los postreros versos salió Zelima de la cuadra, en tan diferente traje de lo que entró, que a todos puso en admiración. Traía sobre una camisa de transparente cambray, con grandes puntas y encajes, las mangas muy anchas de la parte de la mano; unas enaguas de lama a flores azul y plata, con tres o cuatro relumbrones que quitaban la vista, tan corta, que apenas llegaba a las gargantas de los pies, y en ellos unas andalias de muchos lazos y listones de seda muy vistosos; sobre esto un vaquerillo o albuja de otra telilla azul y plata muy vistosa, y asida al hombro una almalafa de la misma tela. Tenía la aljuba o vaquerillo las mangas tan anchas, que igualaban con las de la camisa, mostrando sus blancos y torneados brazos con costosos carcajes o brazaletes; los largos, ondeados y hermosos cabellos, que ni eran oro ni ébano, sino un castaño tirante a rubio, tendidos por las espaldas, que le pasaban de la cintura una vara, y cogidos por la frente con una cinta o apretadorcillo de diamantes, y luego prendido a la mitad de la cabeza un velo azul y plata, que toda la cubría; la hermosura, el donaire, la majestad de sus airosos y concertados pasos no mostraba sino una princesa de Argel, una reina de Fez o Marruecos, o una sultana de Constantinopla.

Admirados quedaron damas y caballeros, y más la hermosa Lisis, de verla, y más con arreos que ella no había visto, y no acertaba a dar lugar al disfraz de su esclava, y así, no hizo más de callar y admirarse (como todos) de tal deidad, porque la contemplaba una ninfa o diosa de las antiguas fábulas. Pasó Zelima hasta el estrado, dejando a las damas muy envidiosas de su acabada y linda belleza, y a los galanes rendidos a ella, pues hubo más de dos que, con los clavos del rostro, sin reparar en ellos, la hicieron señora y poseedora de su persona y hacienda, y aun se juzgara indigno de merecerlo. Hizo Zelima una reverencia al auditorio, y otra a su señora Lisis, y sentóse en dos almohadas que estaban

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situadas en medio del estrado, lugar prevenido para la que había de desengañar, y vuelta a Lisis, dijo así:

—Mandásteme, señora mía, que contase esta noche un desengaño, para que las damas se avisen de los engaños y cautelas de los hombres, para que vuelvan por su fama en tiempo que la tienen tan perdida, que en ninguna ocasión hablan ni sienten de ellas bien, siendo su mayor entretenimiento decir mal de ellas: pues ni comedia se representa, ni libro se imprime que no sea todo en ofensa de las mujeres, sin que se reserve ninguna; y si bien no tienen ellos toda la culpa, que si como buscan las malas para sus deleites, y éstas no pueden dar más de lo que tienen, buscaran las buenas para admirarlas y alabarlas, las hallaran honorosas, cuerdas, firmes y verdaderas; mas es tal nuestra desdicha y el mal tiempo que alcanzamos, que a éstas tratan peor; y es que como las otras no los han menester más de mientras los han menester, antes de que ellos tengan tiempo de tratarlas mal, ellas les dan con la ceniza en la cara.

Muchos desengaños pudiera traer en apoyo de esto de las antiguas y modernas desdichas sucedidas a mujeres por los hombres. Quiero pasarlas en silencio, y contaros mis desdichados sucesos, para que escarmentando en mí, no haya tantas perdidas y tan pocas escarmentadas. Y porque lo mismo que contaré es la misma represión, digo así.

La esclava de su amante(DESENGAÑO PRIMERO)

Mi nombre es doña Isabel Fajardo, no Zelima, ni mora, como pensáis, sino cristiana, y hija de padres católicos, y de los más principales de la ciudad de Murcia; que estos hierros que veis en mi rostro no son sino sombras de los que ha puesto en mi calidad y fama la ingratitud de un hombre; y para que deis más crédito, veislos aquí quitados; así pudiera quitar los que han puesto en mi alma mis desventuras y poca cordura. Y diciendo esto, se los quitó y arrojó lejos de sí, quedando el claro cristal de su divino rostro sin mancha, sombra ni oscuridad, descubriendo aquel sol los esplendores de su hermosura sin nube. Y todos los que colgados de lo que intimaba su hermosa boca, casi sin sentido, que apenas osaban apartar la vista por no perderla, pareciéndoles que como ángel se les podía esconder. Y por fin, los galanes más enamorados, y las damas más envidiosas, y todos compitiendo en la imaginación sobre si estaba mejor con hierros o sin hierros, y casi se determinaban a sentir viéndola sin ellos, por parecerles más fácil la empresa; y más Lisis, que como la quería con tanta ternura, dejó caer por sus ojos unos desperdicios; mas, por no estorbarla, los recogió con sus hermosas manos. Con esto, la hermosa doña Isabel prosiguió su discurso, viendo que todos callaban, notando la suspensión de cada uno, y no de todos juntos.

—Nací en la casa de mis padres sola, para que fuese sola la perdición de ella: hermosa, ya lo veis; noble, ya lo he dicho; rica, lo que bastara, a ser yo cuerda, o a no ser desgraciada, a darme un noble marido. Criéme hasta llegar a los doce años entre las caricias y regalos de mis padres; que, claro es que no habiendo tenido otro de su matrimonio, serían muchos, enseñándome entre ellos las cosas más importantes a mi calidad. Ya se entenderá, tras las virtudes que forman una persona virtuosamente cristiana, los ejercicios honestos de leer, escribir, tañer y danzar, con todo lo demás competentes a una persona de mis prendas, y de todas aquellas que los padres desean ver enriquecidas a sus hijas; y más los míos, que, como no tenían otra, se afinaban en estos extremos; salí única en todo, y perdonadme que me alabe, que, como no tengo otro testigo, en tal ocasión no es justo pasen por desvanecimiento mis alabanzas; bien se lo pagué, pero más bien lo he pagado. Yo fui en todo extremada, y más en hacer versos, que era el espanto de aquel reino, y la envidia de muchos no tan peritos en esta facultad; que hay algunos ignorantes que, como si las mujeres les quitaran el

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entendimiento por tenerle, se consumen de los aciertos ajenos. ¡Bárbaro, ignorante! si lo sabes hacer, hazlos, que no te roba nadie tu caudal; si son buenos los que no son tuyos, y más si son de dama, adóralos y alábalos; y si malos, discúlpala, considerando que no tiene más caudal, y que es digna de más aplauso en una mujer que en un hombre, por adornarlos con menos arte.

Cuando llegué a los catorce años, ya tenía mi padre tantos pretensores para mis bodas, que ya, enfadado, respondía que me dejasen ser mujer; mas como, según decían ellos, idolatraban en mi belleza, no se podían excusar de importunalle. Entre los más rendidos se mostró apasionadísimo un caballero, cuyo nombre es don Felipe, de pocos más años que yo, tan dotado de partes, de gentileza y nobleza, cuanto desposeído de los de fortuna, que parecía que, envidiosa de las gracias que le había dado el cielo, le había quitado los suyos. Era, en fin, pobre; y tanto, que en la ciudad era desconocido, desdicha que padecen muchos. Éste era el que más a fuerza de suspiros y lágrimas procuraba granjear mi voluntad; mas yo seguía la opinión de todos; y como los criados de mi casa me veían a él poco afecta, jamás le oyó ninguno, ni fue mirado de mí, pues bastó esto para ser poco conocido en otra ocasión; pluviera el Cielo le miraba yo bien, o fuera parte para que no me hubieran sucedido las desdichas que lloro; hubiera sabido excusar algunas; mas, siendo pobre, ¿cómo le había de mirar mi desvanecimiento, pues tenía yo hacienda para él y para mí; mas mirábale de modo que jamás pude dar señas de su rostro, hasta que me vi engolfada en mis desventuras.

Sucedió en este tiempo el levantamiento de Cataluña, para castigo de nuestros pecados, o sólo de los míos, que aunque han sido las pérdidas grandes, la mía es la mayor: que los muertos en esta ocasión ganaron eterna fama, y yo, que quedé viva, ignominiosa infamia. Súpose en Murcia cómo Su Majestad (Dios le guarde) iba al ilustre y leal reino de Aragón, para hallarse presente en estas civiles guerras; y mi padre, como quien había gastado lo mejor de su mocedad en servicio de su rey, conoció lo que le importaban a Su Majestad los hombres de su valor; se determinó a irle a servir, para que en tal ocasión le premiase los servicios pasados y presentes, como católico y agradecido rey; y con esto trató de su jornada, que sentimos mi madre y yo ternísimamente, y mi padre de la misma suerte; tanto, que a importunidades de mi madre y mías, trató llevarnos en su compañía, con que volvió nuestra pena en gozo, y más a mí, que, como niña, deseosa de ver tierras, o por mejor sentir mi desdichada suerte, que me guiaba a mi perdición, me llevaba contenta. Prevínose la partida, y aderezado lo que se había de llevar, que fuese lo más importante, para, aunque a la ligera, mostrar mi padre quién era, y que era descendiente de los antiguos Fajardos de aquel reino. Partimos de Murcia, dejando con mi ausencia común y particular tristeza en aquel reino, solemnizando en versos y prosas todos los más divinos entendimientos la falta que hacía a aquel reino.

Llegamos a la nobilísima y suntuosa ciudad de Zaragoza, y aposentados en una de sus principales casas, ya descansada del camino salí a ver, y vi y fui vista. Mas no estuvo en esto mi pérdida, que dentro en mi casa estaba el incendio, pues sin salir me había ya visto mi desventura; y como si careciera esta noble ciudad de hermosuras, pues hay tantas que apenas hay plumas ni elocuencias que basten a alabarlas, pues son tantas que dan envidia a otros reinos, se empezó a exagerar la mía, como si no hubieran visto otra. No sé si es tanta como decían; sólo sé que fue la que bastó a perderme; mas, como dice el vulgar, «lo nuevo aplace». ¡Oh, quien no la hubiera tenido para excusar tantas fortunas! Habló mi padre a Su Majestad, que, informado de que había sido en la guerra tan gran soldado, y que aún no estaban amortiguados sus bríos y valor, y la buena cuenta que siempre había dado de lo que tenía a su cargo, le mandó asistiese al gobierno de un tercio de caballos, con título de maese de campo, honrando primero sus pechos con un hábito de Calatrava; y así fue fuerza, viendo serlo el

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asistir allí, y enviar a Murcia por toda la hacienda que se podía traer, dejando la demás a cuenta de deudos nobles que tenía allá.

Era dueña de la casa en que vivíamos una señora viuda, muy principal y medianamente rica, que tenía un hijo y una hija; él mozo y galán y de buen discurso, así no fuera falso traidor, llamado don Manuel; no quiero decir su apellido, que mejor es callarle, pues no supo darle lo que merecía. ¡Ay, qué a costa mía he hecho experiencia de todo! ¡Ay, mujeres fáciles, y si supiésedes una por una, y todas juntas, a lo que os ponéis el día que os dejáis rendir a las falsas caricias de los hombres, y cómo quisiérades más haber nacido sin oídos y sin ojos; o si os desengañásedes en mí, de que más vais a perder, que a ganar! Era la hija moza, y medianamente hermosa, y concertada de casar con un primo, que estaba en las Indias y le aguardaban para celebrar sus bodas en la primera flota, cuyo nombre era doña Eufrasia. Ésta y yo nos tomamos tanto amor, como su madre y la mía, que de día ni de noche nos dividíamos, que, si no era para ir a dar el común reposo a los ojos, jamás nos apartábamos, o yo en su cuarto, o ella en el mío. No hay más que encarecerlo, sino que ya la ciudad nos celebraba con el nombre de «las dos amigas»; y de la misma suerte don Manuel dio en quererme, o en engañarme, que todo viene a ser uno. A los principios empecé a extrañar y resistir sus pretensiones y porfías, teniéndolos por atrevimientos contra mi autoridad y honestidad; tanto, que por atajarlos me excusaba y negaba a la amistad de su hermana, dejando de asistirla en su cuarto, todas las veces que sin nota podía hacerlo; de que don Manuel hacía tantos sentimientos, mostrando andar muy melancólico y desesperado, que tal vez me obligaba a lástima, por ver que ya mis rigores se atrevían a su salud. No miraba yo mal (las veces que podía sin dárselo a entender) a don Manuel, y bien gustara, pues era fuerza tener dueño, fuera él a quien tocara la suerte; mas, ¡ay!, que él iba con otro intento, pues con haber tantos que pretendían este lugar jamás se opuso a tal pretensión; y estaba mi padre tan desvanecido en mi amor, que aunque lo intentara, no fuera admitido, por haber otros de más partes que él, aunque don Manuel tenía muchas, ni yo me apartara del gusto de mi padre por cuanto vale el mundo. No había hasta entonces llegado amor a hacer suerte en mi libertad; antes imagino que, ofendido de ella, hizo el estrago que tantas penas me cuesta. No había tenido don Manuel lugar de decirme, más de con los ojos y descansos de su corazón su voluntad, porque yo no se le daba; hasta que una tarde, estando yo con su hermana en su cuarto, salió de su aposento, que estaba a la entrada de él, con un instrumento, y sentándose en el mismo estrado con nosotras, le rogó doña Eufrasia cantase alguna cosa, y él extrañándolo, se lo supliqué también por no parecer grosera; y él, que no deseaba otra cosa, cantó un soneto, que si no os cansa mi larga historia, diré con los demás que se ofrecieren en el discurso de ella.

Lisis, por todos, le rogó lo hiciese así, que les daría notable gusto, diciendo:—¿Qué podréis decir, señora doña Isabel, que no sea de mucho agrado a los

que escuchamos? Y así, en nombre de estas damas y caballeros, os suplico no excuséis nada de lo que os sucedió en vuestro prodigioso suceso, porque, de lo contrario, recibiremos gran pena.

—Pues con esa licencia —replicó doña Isabel—, digo que don Manuel cantó este soneto; advirtiendo que él a mí y yo a él nos nombrábamos por Belisa y Salicio.

A un diluvio la tierra condenada,que toda se anegaba en sus enojos,ríos fuera de madre eran sus ojos,porque ya son las nubes mar airada.La dulce Filomena retirada,como no ve del sol los rayos rojos,no le rinde canciones en despojos,por verse sin su luz desconsolada.

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Progne lamenta, el ruiseñor no canta,sin belleza y olor están las flores,y estando todo triste de este modo,con tanta luz, que al mismo sol espanta,toda donaire, discreción y amores,salió Belisa, y serenóse todo.

Arrojó, acabando de cantar, el instrumento en el estrado, diciendo:—¿Qué me importa a mí que salga el sol de Belisa en el oriente a dar alegría

a cuantos la ven, si para mí está siempre convertida en triste ocaso?Dióle, diciendo esto, un modo de desmayo, con que, alborotadas su madre,

hermana y criadas, fue fuerza llevarle a su cama, y yo retraerme a mi cuarto, no sé si triste o alegre; sólo sabré asegurar que me conocí confusa, y determiné no ponerme más en ocasión de sus atrevimientos. Si me durara este propósito, acertara; mas ya empezaba en mi corazón a hacer suertes amor, alentando yo misma mi ingratitud, y más cuando supe, de allí a dos días, que don Manuel estaba con un accidente, que a los médicos había puesto en cuidado. Con todo eso, estuve sin ver a doña Eufrasia hasta otro día, no dándome por entendida, y fingiendo precisa ocupación con la estafeta de mi tierra; hasta que doña Eufrasia, que hasta entonces no había tenido lugar asistiendo a su hermano, le dejó reposando y pasó a mi aposento, dándome muchas quejas de mi descuido y sospechosa amistad, de que me disculpé, haciéndome de nuevas y muy pesarosa de su disgusto. Al fin, acompañando a mi madre, hube de pasar aquella tarde a verle; y como estaba cierta que su mal procedía de mis desdenes, procuré, más cariñosa y agradable, darle la salud que le había quitado con ellos, hablando donaires y burlas, que en don Manuel causaban varios efectos, ya de alegría, y ya de tristeza, que yo notaba con más cuidado que antes, si bien lo encubría con cauta disimulación. Llegó la hora de despedirnos, y llegando con mi madre a hacer la debida cortesía, y esforzarle con las esperanzas de la salud, que siempre se dan a los enfermos, me puso tan impensadamente en la mano un papel, que, o fuese la turbación del atrevimiento, o recato de mi madre y de la suya, que estaban cerca, que no pude hacer otra cosa más de encubrirle. Y como llegué a mi cuarto, me entré en mi aposento, y sentándome sobre mi cama, saqué el engañoso papel para hacerle pedazos sin leerle, y al punto que lo iba a conseguir, me llamaron, porque había venido mi padre y hube de suspender por entonces su castigo, y no hubo lugar de dársele hasta que me fui a acostar, que habiéndome desnudado una doncella que me vestía y desnudaba, a quien yo quería mucho por habernos criado desde niñas, me acordé del papel y se le pedí, y que me llegase de camino la luz para abrasarle en ella.

Me dijo la cautelosa Claudia, que éste era su nombre, y bien le puedo dar también el de cautelosa, pues también estaba prevenida contra mí, y en favor del ingrato y desconocido don Manuel:

—¿Y acaso, señora mía, ha cometido este desdichado algún delito contra la fe, que le quieres dar tan riguroso castigo? Porque si es así, no será por malicia, sino con inocencia; porque antes entiendo que le sobra fe y no que le falta.

—Con todo mi honor le está cometiendo —dije yo—, y porque no haya más cómplices, será bien que éste muera.

—¿Pues a quién se condena sin oírle? —replicó Claudia—. Porque, a lo que miro, entero está como el día en que nació. Óyele, por tu vida, y luego, si mereciere pena, se la darás, y más si es tan poco venturoso como su dueño.

—¿Sabes tú cuyo es?— le torné a replicar.—¿De quién puede ser, si no es admitido, sino del mal correspondido don

Manuel, que por causa tuya está como está, sin gusto y salud, dos males que, a no ser desdichado, ya le hubieran muerto? Mas hasta la muerte huye de los que lo son.

—Sobornada parece que estás, pues abogas con tanta piedad por él.

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—No estoy, por cierto —respondió Claudia—, sino enternecida, y aun, si dijera lastimada, acertara mejor.

—¿Pues de qué sabes tú que todas esas penas de que te lastimas tanto son por mí?

—Yo te lo diré —dijo la astuta Claudia—. Esta mañana me envió tu madre a saber cómo estaba, y el triste caballero vio los cielos abiertos en verme; contóme sus penas, dando de todas la culpa a tus desdenes, y esto con tantas lágrimas y suspiros, que me obligó a sentirlas como propias, solemnizando con suspiros los suyos y acompañando con lágrimas las suyas.

—Muy tierna eres, Claudia —repliqué yo—; presto crees a los hombres. Si fueras tú la querida, presto le consolaras.

—Y tan presto —dijo Claudia—, que ya estuviera sano y contento. Díjome más, que en estando para poderse levantar, se ha de ir donde a tus crueles ojos y ingratos oídos no lleguen nuevas de él.

—Ya quisiera que estuviera bueno, para que lo cumpliera— dije yo.—¡Ay, señora mía! —respondió Claudia—, ¿es posible que en cuerpo tan lindo

como el tuyo se aposenta alma tan cruel? No seas así, por Dios, que ya se pasó el tiempo de las damas andariegas que con corazones de diamantes dejaban morir los caballeros, sin tener piedad de ellos. Casada has de ser, que tus padres para ese estado te guardan; pues si es así, ¿qué desmerece don Manuel para que no gustes que sea tu esposo?

—Claudia —dije yo—, si don Manuel estuviera tan enamorado como dices, y tuviera tan castos pensamientos, ya me hubiera pedido a mi padre. Y pues no trata de eso, sino de que le corresponda, o por burlarme, o ver mi flaqueza, no me hables más en él, que me das notable enojo.

—Lo mismo que tú dices— volvió a replicar Claudia— le dije yo, y me respondió que cómo se había de atrever a pedirte por esposa incierto de tu voluntad; pues podrá ser que aunque tu padre lo acepte, no gustes tú de ello.

—El gusto de mi padre se hará el mío— dije yo.—Ahora, señora —tornó a decir Claudia—, veamos ahora el papel, pues ni

hace ni deshace el leerle, que pues lo demás corre por cuenta del cielo.Estaba ya mi corazón más blando que cera, pues mientras Claudia me decía

lo referido, había entre mí hecho varios discursos, y todos en abono de lo que me decía mi doncella, y en favor de don Manuel; mas, por no darla más atrevimientos, pues ya la juzgaba más de la parte contraria que de la mía, después de haberle mandado no hablase más en ello, ni fuese adonde don Manuel estaba, porfié a quemar el papel y ella a defenderle, hasta que, deseando yo lo mismo que ella quería, le abrí, amonestándola primero que no supiese don Manuel sino que le había rompido sin leerle, y ella prometídolo, vi que decía así:

«No sé, ingrata señora mía, de qué tienes hecho el corazón, pues a ser de diamante, ya le hubieran enternecido mis lágrimas; antes, sin mirar los riesgos que me vienen, le tienes cada día más endurecido; si yo te quisiera menos que para dueño de mí y de cuanto poseo, ya parece que se hallara disculpa a tu crueldad; mas, pues gustas que muera sin remedio, yo te prometo darte gusto, ausentándome del mundo y de tus ingratos ojos, como lo verás en levantándome de esta cama, y quizá entonces te pesará de no haber admitido mi voluntad.»

No decía más que esto el papel. Mas ¿qué más había de decir? Dios nos libre de un papel escrito a tiempo; saca fruto donde no le hay, y engendra voluntad aun sin ser visto. Mirad qué sería de mí, que ya no sólo había mirado, mas miraba los méritos de don Manuel todos juntos y cada uno por sí. ¡Ay, engañoso amante, ay, falso caballero, ay, verdugo de mi inocencia! ¡Y, ay, mujeres fáciles y mal aconsejadas, y cómo os dejáis vencer de mentiras bien afeitadas, y que no les dura el oro con que van cubiertas más de mientras dura el apetito! ¡Ay,

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desengaño, que visto, no se podrá engañar ninguna! ¡Ay, hombres!, y ¿por qué siendo hechos de la misma masa y trabazón que nosotras, no teniendo más nuestra alma que vuestra alma, nos tratáis como si fuéramos hechas de otra pasta, sin que os obliguen los beneficios que desde el nacer al morir os hacemos? Pues si agradecierais los que recibís de vuestras madres, por ellas estimarais y reverenciarais a las demás; ya, ya lo tengo conocido a costa mía, que no lleváis otro designio sino perseguir nuestra inocencia, aviltar nuestro entendimiento, derribar nuestra fortaleza, y haciéndonos viles y comunes, alzaros con el imperio de la inmortal fama. Abran las damas los ojos del entendimiento y no se dejen vencer de quien pueden temer el mal pago que a mí se me dio, para que dijesen en esta ocasión y tiempo estos desengaños, para ver si por mi causa cobrasen las mujeres la opinión perdida y no diesen lugar a los hombres para alabarse, ni hacer burla de ellas, ni sentir mal de sus flaquezas y malditos intereses, por los cuales hacen tantas, que, en lugar de ser amadas, son aborrecidas, aviltadas y vituperadas.

Volví de nuevo a mandar a Claudia y de camino rogarle no supiese don Manuel que había leído el papel, ni lo que había pasado entre las dos, y ella a prometerlo, y con esto se fue, dejándome divertida en tantos y tan confusos pensamientos, que yo misma me aborrecía de tenerlos. Ya amaba, ya me arrepentía; ya me repetía piadosa, ya me hallaba mejor. Airada y final, me determiné a no favorecer a don Manuel, de suerte que le diese lugar a atrevimientos; mas tampoco desdeñarle, de suerte que le obligase a algún desesperado suceso. Volví con esta determinación a continuar la amistad de doña Eufrasia, y a comunicarnos con la frecuencia que antes hacía gala. Si ella me llamaba cuñada, si bien no me pesaba de oírlo, escuchaba a don Manuel más apacible, y si no le respondía a su gusto, a lo menos no le afeaba el decirme su amor sin rebozo; y con lo que más le favorecía era decirle que me pidiese a mi padre por esposa, que le aseguraba de mi voluntad; mas como el traidor llevaba otros intentos, jamás lo puso en ejecución.

Llegóse en este tiempo el alegre de las carnestolendas, tan solemnizado en todas partes, y más en aquella ciudad, que se dice, por ponderarlo más, «carnestolendas de Zaragoza.» Andábamos todos de fiesta y regocijo, sin reparar los unos en los desaciertos ni aciertos de los otros.

Pues fue así, que pasando sobre tarde al cuarto de doña Eufrasia a vestirme con ella de disfraz para una máscara que teníamos prevenida, y ella y sus criadas y otras amigas ocupadas adentro en prevenir lo necesario, su traidor hermano, que debía de estar aguardando esta ocasión, me detuvo a la puerta de su aposento, que, como he dicho, era a la entrada de los de su madre, dándome la bienvenida, como hacía en toda cortesía otras veces; yo, descuidada, o, por mejor, incierta de que pasaría a más atrevimientos, si bien ya habían llegado a tenerme asida por una mano, y viéndome divertida, tiró de mí, y sin poder ser parte a hacerme fuerte, me entró dentro, cerrando la puerta con llave. Yo no sé lo que me sucedió, porque del susto me privó el sentido un mortal desmayo.

¡Ah, flaqueza femenil de las mujeres, acobardadas desde la infancia y aviltadas las fuerzas con enseñarlas primero a hacer vainicas que a jugar las armas! ¡Oh, si no volviera jamás en mí, sino que de los brazos del mal caballero me traspasaran a la sepultura! Mas guardábame mi mala suerte para más desdichas, si puede haberlas mayores. Pues pasada poco más de media hora, volví en mí, y me hallé, mal digo, no me hallé, pues me hallé perdida, y tan perdida, que no me supe ni pude volver ni podré ganarme jamás y infundiendo en mí mi agravio una mortífera rabia, lo que en otra mujer pudiera causar lágrimas y desesperaciones, en mí fue un furor diabólico, con el cual, desasiéndome de sus infames lazos, arremetí a la espada que tenía a la cabecera de la cama, y sacándola de la vaina, se la fui a envainar en el cuerpo; hurtóle al golpe, y no fue milagro, que estaba diestro en hurtar, y abrazándose conmigo, me quitó la espada, que me la iba a entrar por el cuerpo por haber errado el del

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infame, diciendo de esta suerte: «Traidor, me vengo en mí, pues no he podido en ti, que las mujeres como yo así vengan sus agravios.»

Procuró el cauteloso amante amansarme y satisfacerme, temeroso de que no diera fin a mi vida; disculpó su atrevimiento con decir que lo había hecho por tenerme segura; y ya con caricias, ya con enojos mezclados con halagos, me dio palabra de ser mi esposo. En fin, a su parecer más quieta, aunque no al mío, que estaba hecha una pisada serpiente, me dejó volver a mi aposento tan ahogada en lágrimas, que apenas tenía aliento para vivir. Este suceso dio conmigo en la cama, de una peligrosa enfermedad, que fomentada de mis ahogos y tristezas, me vino a poner a punto de muerte; estando de verme así tan penados mis padres, que lastimaban a quien los veía.

Lo que granjeó don Manuel con este atrevimiento fue que si antes me causaba algún agrado, ya aborrecía hasta su sombra. Y aunque Claudia hacía instancia por saber de mí la causa de este pesar que había en mí, no lo consiguió, ni jamás la quise escuchar palabra que de don Manuel procurase decirme, y las veces que su hermana me veía era para mí la misma muerte. En fin, yo estaba tan aborrecida, que si no me la di yo misma, fue por no perder el alma. Bien conocía Claudia mi mal en mis sentimientos, y por asegurarse más, habló a don Manuel, de quien supo todo lo sucedido. Pidióle me aquietase y procurase desenojar, prometiéndole a ella lo que a mí, que no sería otra su esposa.

Permitió el Cielo que me mejorase de mi mal, porque aun me faltaban por pasar otros mayores. Y un día que estaba Claudia sola conmigo, que mi madre ni las demás criadas estaban en casa, me dijo estas razones:

—No me espanto, señora mía, que tu sentimiento sea de la calidad que has mostrado y muestras; mas a los casos que la fortuna encamina y el Cielo permite para secretos suyos, que a nosotros no nos toca el saberlo, no se han de tomar tan a pechos y por el cabo, que se aventure a perder la vida y con ella el alma. Confieso que el atrevimiento del señor don Manuel fue el mayor que se puede imaginar; mas tu temeridad es más terrible, y supuesto que en este suceso, aunque has aventurado mucho, no has perdido nada, pues en siento tu esposo queda puesto el reparo, si tu pérdida se pudiera remediar con esos sentimientos y desesperaciones, fuera razón tenerlas. Ya no sirven desvíos para quien posee y es dueño de tu honor, pues con ellos das motivo para que, arrepentido y enfadado de tus sequedades, te deje burlada; pues no son las partes de tu ofensor de tan pocos méritos que no podrá conquistar con ellas cualquier hermosura de su patria. Puesto que más acertado es que se acuda al remedio, y no que cuando le busques no le halles, hoy me ha pedido que te amanse y te diga cuán mal lo haces con él y contigo misma, y que está con mucha pena de tu mal; que te alientes y procures cobrar salud, que tu voluntad es la suya, y no saldrá en esto y en todo lo que ordenares de tu gusto. Mira, señora, que esto es lo que te está bien, y que se pongan medios con tus padres para que sea tu esposo, con que la quiebra de tu honor quedará soldada y satisfecha, y todo lo demás es locura y acabar de perderte.

Bien conocí que Claudia me aconsejaba lo cierto, supuesto que ya no se podía hallar otro remedio; mas estaba tan aborrecida de mí misma, que en muchos días no llevó de mí buena respuesta. Y aunque ya me empezaba a levantar, en más de dos meses no me dejé ver de mi atrevido amante, ni recado que me enviaba quería recibir, ni papel que llegaba a mis manos llevaba otra respuesta que hacerle pedazos. Tanto, que don Manuel, o fuese que en aquella ocasión me tenía alguna voluntad, o porque picado de mis desdenes quería llevar adelante sus traiciones, se descubrió a su hermana, y le contó lo que conmigo le había pasado y pasaba, de que doña Eufrasia, admirada y pesarosa, después de haberle afeado facción tan grosera y mal hecha, tomó por su cuenta quitarme el enojo. Finalmente ella y Claudia trabajaron tanto conmigo, que me rindieron. Y como sobre las pesadumbres entre amantes las paces aumentan el gusto, todo el

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aborrecimiento que tenía a don Manuel se volvió en amor, y en él el amor aborrecimiento: que los hombres, en estando en posesión, la voluntad se desvanece como humo. Un año pasé en estos desvanecimientos, sin poder acabar con don Manuel pusiese terceros con mi padre para que se efectuasen nuestras bodas; y otras muchas que a mi padre le trataban no llegaban a efecto, por conocer la poca voluntad que tenía de casarme. Mi amante me entretenía diciendo que en haciéndole Su Majestad merced de un hábito de Santiago que le había pedido, para que más justamente mi padre le admitiese por hijo, se cumplirían mis deseos y los suyos. Si bien yo sentía mucho estas dilaciones, y casi temía mal de ellas, por no disgustarle, no apretaba más la dificultad.

En este tiempo, en lugar de un criado que mi padre había despedido, entró a servir en casa un mancebo, que, como después supe, era aquel caballero pobre que jamás había sido bien visto de mis ojos. Mas ¿quién mira bien a un pobre? El cual, no pudiendo vivir sin mi presencia, mudado hábito y nombre, hizo esta transformación. Parecióme cuando le vi la primera vez que era el mismo que era; mas no hice reparo en ello, por parecerme imposible. Bien conoció Luis, que así dijo llamarse, a los primeros lances, la voluntad que yo y don Manuel nos teníamos, y no creyendo de la entereza de mi condición que pasaba a más de honestos y recatados deseos, dirigidos al conyugal lazo. Y él estaba cierto que en esto no había de alcanzar, aunque fuera conocido por don Felipe, mas que los despegos que siempre callaba, por que no le privase de verme, sufriendo como amante aborrecido y desestimado, dándose por premiado en su amor con poderme hablar y ver a todas horas. De esta manera pasé algunos meses, que aunque don Manuel, según conocí después, no era su amor verdadero, sabía tan bien las artes de fingir, que yo me daba por contenta y pagada de mi voluntad. Así me duraran estos engaños. Mas ¿cómo puede la mentira pasar por verdad sin que al cabo se descubra? Acuérdome que una tarde que estábamos en el estrado de su hermana, burlando y diciendo burlas y entretenidos acentos como otras veces, le llamaron, y él, al levantarse del asiento, me dejó caer la daga en las faldas, que se la había quitado por el estorbo que le hacía para estar sentado en bajo. A cuyo asunto hice este soneto:

Toma tu acero cortador, no seascausa de algún exceso inadvertido,que puede ser, Salicio, que sea Dido,si por mi mal quisieses ser Eneas.Cualquiera atrevimiento es bien que creasde un pecho amante a tu valor rendido,muy cerca está de ingrato el que es querido;llévale, ingrato, si mi bien deseas.Si a cualquiera rigor de aquesos ojoste lloro Eneas y me temo Elisa,quítame la ocasión de darme muerte,Que quieres la vida por despojos,que me mates de amor, mi amor te avisa;tú ganarás honor, yo dulce suerte.

Alabaron doña Eufrasia y su hermano más la presteza de hacerle que el soneto, si bien don Manuel, tibiamente; ya parecía que andaba su voluntad achacosa, y la mía temerosa de algún mal suceso en los míos, y a mis solas daban mis ojos muestra de mis temores, quejábame de mi mal pagado amor, dando al Cielo quejas de mi desdicha. Y cuando don Manuel, viéndome triste y los ojos con las señales de haberles dado el castigo que no merecían, pues no tuvieron culpa en mi tragedia, me preguntaba la causa, por no perder el decoro a mi gravedad, desmentía con él los sentimientos de ellos, que eran tantos, que apenas los podía disimular. Enamoréme, rogué, rendíme; vayan, vengan penas, alcáncense unas a otras. Mas por una violencia estar sujeta a tantas desventuras, ¿a quién le ha sucedido sino a mí? ¡Ay, damas, hermosas y avisadas, y qué

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desengaño éste, si lo contempláis! Y ¡ay, hombres, y qué afrenta para vuestros engaños! ¡Quién pensara que don Manuel hiciera burla de una mujer como yo, supuesto que, aunque era noble y rico, aun para escudero de mi casa no le admitieran mis padres!, que éste es el mayor sentimiento que tengo, pues estaba segura de que no me merecía y conocía que me desestimaba.

Fue el caso que había más de diez años que don Manuel hablaba una dama de la ciudad, ni la más hermosa, ni la más honesta, y aunque casada, no hacía ascos de ningún galanteo, porque su marido tenía buena condición: comía sin traerlo, y por no estorbar, se iba fuera cuando era menester; que aun aquí había reprensión para los hombres; mas los comunes y bajos que viven de esto no son hombres, sino bestias. Cuando más engolfada estaba Alejandra, que así tenía nombre esta dama, en la amistad de don Manuel, quiso el Cielo, para castigarla, o para destruirme, darle una peligrosa enfermedad, de quien, viéndose en peligro de muerte, prometió a Dios apartarse de tan ilícito trato, haciendo voto de cumplirlo. Sustentó esta devota promesa, viéndose con la deseada salud, año y medio, que fue el tiempo en que don Manuel buscó mi perdición, viéndose despedido de Alejandra; bien que, como después supe, la visitaba en toda cortesía, y la regalaba por la obligación pasada. ¡Ah, mal hayan estas correspondencias corteses, que tan caras cuestan a muchas! Y entretenido en mi galanteo, faltó a la asistencia de Alejandra, conociendo el poco fruto que sacaba de ella; pues esta mujer, en faltar de su casa, como solía mi ingrato dueño, conoció que era la ocasión otro empleo, y buscando la causa, o que de criadas pagadas de la casa de don Manuel, o mi desventura que se lo debió de decir, supo cómo don Manuel trataba su casamiento conmigo. Entró aquí alabarle mi hermosura y su rendimiento, y como jamás se apartaba de idolatrar en mi imagen, que cuando se cuentan los sucesos, y más si han de dañar, con menos ponderación son suficientes. En fin, Alejandra, celosa y envidiosa de mis dichas, faltó a Dios lo que había prometido, para sobrarme a mí en penas; que si faltó a Dios, ¿cómo no me había de sobrar a mí? Era atrevida y resuelta, y lo primero a que se atrevió fue a verme. Pasemos adelante, que fuera hacer este desengaño eterno, y no es tan corto el tormento que padezco en referirle que me saboree tan despacio en él. Acarició a don Manuel, solicitó volviese a su amistad, consiguió lo que deseó, y volvió de nuevo a reiterar la ofensa, faltando en lo que a Dios había prometido de poner enmienda. Parecerá, señores, que me deleito en nombrar a menudo el nombre de este ingrato, pues no es sino que como ya para mí es veneno, quisiera que trayéndole en mis labios, me acabara de quitar la vida. Volvióse, en fin, a adormecer y transportar en los engañosos encantos de esta Circe. Como una división causa mayores deseos entre los que se aman, fue con tanta puntualidad el asistencia en su casa, que fue fuerza hiciese falta en la mía. Tanto, que ni en los perezosos días de verano, ni en las cansadas noches del invierno no había una hora para mí. Y con esto empecé a sentir las penas que una desvalida y mal pagada mujer puede sentir, porque si a fuerza de quejas y sentimientos había un instante para estar conmigo, era con tanta frialdad y tibieza, que se apagaban en ella los encendidos fuegos de mi voluntad, no para apartarme de tenerla, sino para darle las sazones que merecía. Y últimamente empecé a temer; del temer nace el celar, y del celar buscar las desdichas y hallarlas. No le quiero prometer a un corazón amante más perdición que venir a tropezar en celos, que es cierto que la caída será para no levantarse más; porque si calla los agravios, juzgando que los ignora, no se recatan de hacerlos; y si habla más descubiertamente, pierden el respeto, como me sucedió a mí, que no pudiendo ya disimular las sinrazones de don Manuel, empecé a desenfadarme y reprenderlas y de esto pasar a reñirle, con que me califiqué por enfadosa y de mala condición, y a pocos pasos que di, me hallé en los lances de aborrecida. Ofréceseme a la memoria un soneto que hice, hallándome un día muy apasionada, que, aunque os canse, le he de decir:

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No vivas, no, dichosa, muy segurade que has de ser toda la vida amada;llegará el tiempo que la nieve heladaagote de tu dicha la hermosura.Yo, como tú, gocé también ventura,ya soy, como me ves, bien desdichada;querida fui, rogada y estimadadel que tu gusto y mi dolor procura.Consuela mi pasión, que el dueño mío,que ahora es tuyo, fue conmigo ingratotambién contigo lo será, dichosa.Pagarásme el agravio en su desvío;no pienses que has feriado muy barato,que te has de ver, como yo estoy, celosa.

Admitía estas finezas don Manuel, como quien ya no las estimaba; antes con enojos quería desvanecer mis sospechas, afirmándolas por falsas. Y dándose más cada día a sus desaciertos, venimos él y yo a tener tantos disgustos y desasosiegos, que más era muerte que amor el que había entre los dos; y con esto me dispuse a averiguar la verdad de todo, porque no me desmintiese, y de camino, por si podía hallar remedio a tan manifiesto daño, mandé a Claudia seguirle, con que se acabó de perder todo. Porque una tarde que le vi algo inquieto, y que ni por ruegos ni lágrimas mías, ni pedírselo su hermana, no se pudo estorbar que no saliese de casa, mandé a Claudia viese dónde iba, la cual le siguió hasta verle entrar en casa de Alejandra. Y aguardando a ver en lo que resultaba, vio que ella con otras amigas y don Manuel se entraron en un coche y se fueron a un jardín. Y no pudiendo ya la fiel Claudia sufrir tantas libertades cometidas en ofensa mía, se fue tras ellos, y al entrar en el vergel, dejándose ver, le dijo lo que fue justo, si, como fue bien dicho, fuera bien admitido. Porque don Manuel, si bien corrido de ser descubierto, afeó y trató mal a Claudia, riñéndola más como dueño que como amante mío; con lo cual la atrevida Alejandra, tomándose la licencia de valida, se atrevió a Claudia con palabras y obras, dándose por sabidora de quién era yo, cómo me llamaba y, en fin, cuanto por mi había pasado, mezclando entre estas libertades las amenazas de que daría cuenta a mi padre de todo. Y aunque no cumplió esto, hizo otros atrevimientos tan grandes o mayores, como era venir a la posada de don Manuel a todas horas. Entraba atropellándolo todo, y diciendo mil libertades; tanto, que en diversas ocasiones se puso Claudia con ella a mil riesgos. En fin, para no cansaros, lo diré de una vez. Ella era mujer que no temía a Dios, ni a su marido, pues llegó su atrevimiento a tratar quitarme la vida con sus propias manos. De todos estos atrevimientos no daba don Manuel la culpa a Alejandra, sino a mí, y tenía razón, pues yo, por mis peligros, debía sufrir más; estaba ya tan precipitada, que ninguno se me hacía áspero, ni peligroso, pues me entraba por todos sin temor de ningún riesgo. Todo era afligirme, todo llorar y todo dar a don Manuel quejas; unas veces, con caricias, y otras con despegos, determinándome tal vez a dejarle y no tratar más de esto, aunque me quedase perdida, y otras pidiéndole hablase a mis padres, para que siendo su mujer cesasen estas revoluciones. Mas como ya no quería, todas estas desdichas sentía y temía doña Eufrasia, porque había de venir a parar en peligro de su hermano; mas no hallaba remedio, aunque le buscaba. A todas estas desventuras hice unas décimas, que os quiero referir, porque en ellas veréis mis sentimientos mejor pintados, y con más finos colores, que dicen así:

Ya de mi dolor rendida,con los sentidos en calma,estoy deteniendo el alma,que anda buscando salida;ya parece que la vida,

como la candela que ardey en verse morir cobardevuelve otra vez a vivir,porque aunque desea morir,procura que sea más tarde.

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Llorando noches y días,doy a mis ojos enojos,como si fueran mis ojoscausa de las ansias mías.¿Adónde estáis, alegrías?Decidme, ¿dónde os perdí?Responded, ¿qué causa os di?Mas ¿qué causa puede habermayor que no merecerel bien que se fue de mí?Sol fui de algún cielo ingrato,si acaso hay ingrato cielo;fuego fue, volvióse hielo;sol fui, luna me retrato,mi menguante fue su trato,mas si la deidad mayorestá en mí, que es el amor,y éste no puede menguar,difícil será alcanzarlo que intenta su rigor.Celos tuve, mas, querida,de los celos me burlaba:antes en ellos hallabasainetes para la vida;ya, sola y aborrecida,Tanta en sus glorias soy;rabiando de sed estoy,¡ay, qué penas! ¡ay, qué agravios!,pues con el agua a los labios,mayor tormento me doy.¿Qué mujer habrá tan loca,que viéndose aborrecer,no le canse el padecery esté como firme roca?Yo sola, porque no tocaa mí la ley de olvidar,venga pesar a pesar,a un rigor otro rigor,que ha de conocer amorque sé cómo se ha de amar.Ingrato, que al hielo excedes;nieve, que a la nieve hielas,si mi muerte no recelas,desde hoy más temerla puedes,regatea las mercedes,aprieta más el cordel,mata esta vida con él,sigue tu ingrata porfía;que te pesará algún díade haber sido tan cruel.Sigue, cruel, el encantode esa engañosa sirenaque por llevarte a su pena,te adormece con su canto;huye mi amoroso llanto,no te obligues de mi fe,porque así yo esperaréque has de ser como deseode aquella arpía Fineopara que vengada esté.

Préciate de tu tibieza,no te obliguen mis enojos,pon más capote a los ojos,cánsate de mi firmeza;ultraja más mi nobleza,ni sigas a la razón;que yo, que en mi corazónamor carácter ha sido,pelearé con tu olvido,muriendo por tu ocasión,Bien sé que tu confianzaes de mi desdicha parte,y fuera mejor matartea pura desconfianza;todo cruel se me alcanza,que como te ves querido,tratas mi amor con olvido,porque una noble mujer,o no llegar a querer,o ser lo que siempre ha sido.Ojos, llorad, pues no tieneya remedio vuestro mal;ya vuelve el dolor fatal,ya el alma a la boca viene;ya sólo morir conviene,porque triunfe el que me mata;ya la vida se desatadel lazo que al alma dio,y con ver que me mató,no olvido al que me maltrata.Alma, buscad dónde estar,que mi palabra os empeño,que en vuestra posada hay dueñoque quiere en todo mandar.Ya, ¿qué tenéis que aguardar,si vuestro dueño os despide,y en vuestro lugar recibeotra alma que más estima?¿No veis que en ella se animay con más contento vive?¡Oh cuántas glorias perdidasen esa casa dejáis!¿Cómo ninguna sacáis?Pues no por mal adquiridas,mal premiadas, bien servidas,que en eso ninguna os gana;pero si es tan inhumanala impiedad del que os arroja,pues veis que en veros se enoja,¡dos vos de buena gana.Sin las potencias salís,¿cómo esos bienes dejáis?,que a cualquier parte que vaisno os querrán, si lo advertís.Mas oigo que me decísque sois como el que se abrasa,que viendo que el fuego pasaa ejecutarle en la vida,deja la hacienda perdida,que se abrase con la casa.

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Pensando en mi desventura,casi a la muerte he llegado;ya mi hacienda se ha abrasado,que eran bienes sin ventura.¡Oh tú, que vives seguray contenta en casa ajena!de mi fuego queda llena,y algún día vivirá,y la tuya abrasará;toma escarmiento en mi pena.Mira, y siente cuál estoy,tu caída piensa en mí,que ayer maravilla fui,y hoy sombra mía no soylo que va de ayer a hoypodrá ser de hoy a mañana.Estás contenta y lozana;pues de un mudable señorel fiarse es grande error:no estés tan alegre, Juana.

Gloria mis ojos llamó;mis palabras, gusto y cielos.Dióme celos, y tomélosal punto que me los dio.¡Ah, mal haya quien amócelosa, firme y rendida,que cautelosa y fingidaes bien ser una mujer,para no llegarse a ver,como estoy, aborrecida!¡Oh amor, por lo que he servidoa tu suprema deidad,ten de mi vida piedad!Esto por premio te pido:no se alegre este atrevidoen verme por él morir;pero muriendo vivir,muerte será, que no vida;ejecuta amor la herida,pues yo no acierto a pedir.

Sucedió en este tiempo nombrar Su Majestad por virrey de Sicilia al señor Almirante de Castilla y viéndose don Manuel engolfado en estas competencias que entre mí y Alejandra traíamos, y lo más cierto, con poco gusto de casarse conmigo, considerando su peligro en todo, sin dar cuenta a su madre y hermana, diligenció por medio del mayordomo, que era muy íntimo suyo, y le recibió el señor Almirante por gentilhombre de su cámara; y teniéndolo secreto, sin decirlo a nadie, sólo a un criado que le servía y había de ir con él, hasta la partida del señor Almirante, dos o tres días antes mandó prevenir su ropa, dándonos a entender a todos quería ir por seis u ocho días a un lugar donde tenía no sé qué hacienda; que esta jornada la había hecho otras veces en el tiempo que yo le conocía. Llegó el día de la partida, y despedido de todos los de su casa, al despedirse de mí, que de propósito había pasado a ella para despedirme, que, como inocente de su engaño, aunque me pesaba, no era con el extremo que si supiera la verdad de él, vi más terneza en sus ojos que otras veces, porque al tiempo de abrazarme no me pudo hablar palabra, porque se le arrasaron los ojos de agua, dejándome confusa, tierna y sospechosa; si bien no juzgué sino que hacía amor algún milagro en él y conmigo. Y de esta suerte pasé aquel día, ya creyendo que me amaba, vertiendo lágrimas de alegría, ya de tristeza de verle ausente. Y estando ya cerrada la noche, sentada en una silla, la mano en la mejilla, bien suspensa y triste, aguardando a mi madre, que estaba en una visita, entró Luis, el criado de mi casa, o por mejor acertar, don Felipe, aquel caballero pobre, que por serlo había sido tan mal mirado de mis ojos, que no había sido ni antes ni en esta ocasión conocido de ellos, y que servía por sólo servirme. Y viéndome, como he dicho, me dijo:

—¡Ay, señora mía!, y cómo si supieses tu desdicha, como yo la sé, esa tristeza y confusión se volvería en pena de muerte.

Asustéme al oír esto; mas, por no impedir saber el cabo de su confusa razón, callé; y él prosiguió, diciéndome:

—Ya no hay que disimular, señora, conmigo, que aunque ha muchos días que yo imaginaba estos sucesos, ahora es diferente, que ya sé toda la verdad.

—¿Vienes loco, Luis?— le repliqué.—No vengo loco —volvió a decir—; aunque pudiera, pues no es tan pequeño

el amor que como a señora mía te tengo, que no me pudiera haber quitado el juicio, y aun la vida, lo que hoy he sabido. Y porque no es justo encubrírtelo más, el traidor don Manuel se va a Sicilia con el Almirante, con quien va acomodado por gentilhombre suyo. Y demás de haber sabido de su criado mismo, que por no satisfacerte a la obligación que te tiene ha hecho esta maldad, yo le he visto por

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mis ojos partir esta tarde. Mira que quieres que se haga en esto, que a fe de quien soy, y que soy más de lo que tú imaginas, como sepa que tú gustas de ello, que aunque piense perder la vida, te ha de cumplir lo prometido, o que hemos de morir él y yo por ello.

Disimulando mi pena, le respondí:—¿Y quién eres tú, que cuando aqueso fuese verdad, tendrías valor para

hacer eso que dices?—Dame licencia —respondió Luis—, que después de hecho, lo sabrás.Acabé de enterarme de la sospecha que al principio dije había tenido de ser

don Felipe como me había dado el aire, y queriéndole responder, entró mi madre, con que cesó la plática. Y después de haberla recibido, porque me estaba ahogando en mis propios suspiros y lágrimas, me entré en mi aposento, y arrojándome sobre la cama, no es necesario contaros las lástimas que dije, las lágrimas que lloré y las determinaciones que tuve, ya de quitarme la vida, ya de quitársela a quien me la quitaba. Y al fin admití la peor y la que ahora oiréis, que éstas eran honrosas, y la que elegí, con la que me acabé de perder; porque al punto me levanté con más ánimo que mi pena prometía, y tomando mis joyas y las de mi madre, y muchos dineros en plata y en oro, porque todo estaba en mi poder, aguardé a que mi padre viniese a cenar, que habiendo venido, me llamaron; mas yo respondí que no me sentía buena, que después tomaría una conserva. Se sentaron a cenar, y como vi acomodado lugar para mi loca determinación, por estar los criados y criadas divertidos en servir la mesa, y si aguardara a más, fuera imposible surtir efecto mi deseo, porque Luis cerraba las puertas de la calle y se llevaba la llave, sin dar parte a nadie, ni a Claudia, con ser la secretaria de todo, por una que salía de mi aposento a un corredor, me salí y puse en la calle.

A pocas de mi casa estaba la del criado que he dicho había despedido mi padre cuando recibió a Luis, que yo sabía medianamente, porque lastimada de su necesidad, por ser anciano, le socorría y aun visitaba las veces que sin mi madre salía fuera. Fuime a ella; donde el buen hombre me recibió con harto dolor de mi desdicha, que ya sabía él por mayor, habiéndole dado palabra que, en haciéndose mis bodas, le traería a mi casa.

Reprendió Octavio, que éste era su nombre, mi determinación; mas visto ya no había remedio, hubo de obedecer y callar, y más viendo que traía dineros, y que le di a él parte de ellos. Allí pasé aquella noche, cercada de penas y temores, y a otro día le mandé fuese a mi casa, y sin darse por entendido, hablase a Claudia y le dijese que me buscaba a mí, como hacía otras veces, y viese qué había y si me buscaban.

Fue Octavio, y halló que halló el remate de mi desventura. Cuando llego a acordarme de esto, no sé cómo no se me hace pedazos el corazón. Llegó Octavio a mi desdichada casa, y vio entrar y salir toda la gente de la ciudad, y admirado entró él también con los demás, y buscando a Claudia, y hallándola triste y llorosa, le contó cómo acabando de cenar entró mi madre donde yo estaba, para saber qué mal me afligía, y como no me halló, preguntó por mí, a lo que todas respondieron que sobre la cama me habían dejado cuando salieron a servirla, y que habiéndome buscado por toda la casa y fuera, como hallasen las llaves de los escritorios sobre la cama, y la puerta que salía al corredor, que siempre estaba cerrada, abierta, y mirados los escritorios, y vista la falta de ellos, luego vieron que no faltaba en vano. A cuyo suceso empezó mi madre a dar gritos; acudió mi padre a ellos, y sabiendo la causa, como era hombre, mayor, con la pena y susto que recibió, dio una caída de espaldas, privado de todo sentido, y que ni se sabe si de ella, si del dolor, había sido el desmayo, tan profundo, que no volvió más de él.

De todo esto fue causa mi facilidad. Díjole cómo aunque los médicos mandaban se tuviese las horas que manda y pide la ley, que era excusado, y que ya se trataba de enterrarle; que mi madre estaba poco menos, y que con estas

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desdichas no se hacía caso de la mía si no era para afear mi mal acuerdo; que ya mi madre había sabido lo que pasaba con don Manuel, que en volviendo yo las espaldas, todos habían dicho lo que sabían, y que no había consentido buscarme, diciendo que pues yo había elegido el marido a mi gusto, que Dios me diese más dicha con él que había dado a su casa.

Volvió Octavio con estas nuevas, bien tristes y amargas para mí, y más cuando me dijo que no se platicaba por la ciudad sino mi suceso. Dobláronse mis pasiones, y casi estuve en términos de perder la vida; mas como aún no me había bien castigado el Cielo ser motivo de tantos males, me la quiso guardar para que pase los que faltaban. Animéme algo con saber que no me buscaban, y después de coser todas mis joyas y algunos doblones en parte donde los trujese conmigo sin ser vistos, y dispuesto lo necesario para nuestra jornada, pasados cuatro o seis días, una noche nos metimos Octavio y yo de camino, y partimos la vía de Alicante, donde iba a embarcarse mi ingrato amante. Llegamos a ella, y viendo que no habían llegado las galeras, tomamos posada hasta ver el modo que tendría en dejarme ver de don Manuel.

Iba Octavio todos los días adonde el señor Almirante posaba; veía a mi traidor esposo (si le puedo dar este nombre), y veníame a contar lo que pasaba. Y entre otras cosas, me contó un día cómo el mayordomo buscaba una esclava, y que aunque le habían traído algunas, no le habían contentado. En oyendo esto, me determiné a otra mayor fineza, o a otra locura mayor que las demás, y como lo pensé, lo puse por obra. Y fue que, fingiendo clavo y S para el rostro, me puse en hábito conveniente para fingirme esclava y mora, poniéndome por nombre Zelima, diciendo a Octavio que me llevase y dijera era suya, y que si agradaba, no reparase en el precio. Mucho sintió Octavio mi determinación, vertiendo lágrimas en abundancia por mí; mas yo le consolé con advertirle este disfraz no era más de para proseguir mi intento y traer a don Manuel a mi voluntad, y ausentarme de España, y que teniendo a los ojos a mi ingrato, sin conocerme, descubriría su intento. Con esto se consoló Octavio, y más con decirle que el precio que le diesen por mí se aprovechase de él, y me avisase a Sicilia de lo que mi madre disponía de sí.

En fin, todo se dispuso tan a gusto mío, que antes que pasaron ocho días ya estuve vendida en cien ducados, y esclava, no de los dueños que me habían comprado y dado por mí la cantidad que digo, sino de mi ingrato y alevoso amante, por quien yo me quise entregar a tan vil fortuna. En fin, satisfaciendo a Octavio con el dinero que dieron por mí, y más de lo que yo tenía, se despidió para volverse a su casa con tan tierno sentimiento, que por no verle verter tiernas lágrimas, me aparté de él sin hablarle, quedando con mis nuevos amos, no sé si triste o alegre, aunque en encontrarlos buenos fui más dichosa que en lo demás que hasta aquí he referido; demás que yo les supe agradar y granjear, de modo que antes de muchos días me hice dueño de su voluntad y casa.

Era mi señora moza y de afable condición, y con ella y otras dos doncellas que había en casa me llevaba tan bien, que todas me querían como si fuera hija de cada una y hermana de todas, particularmente con la una de las doncellas, cuyo nombre era Leonisa, que me quería con tanto extremo, que comía y dormía con ella en su misma cama. Ésta me persuadía que me volviese cristiana, y yo la agradaba con decir lo haría cuando llegase la ocasión, que yo lo deseaba más que ella. La primera vez que me vio don Manuel fue un día que comía con mis dueños. Y aunque lo hacía muchas veces por ser amigo, no había tenido yo ocasión de verle, porque no salía de la cocina, hasta este día que digo, que vine a traer un plato a la mesa; que como puso en mí los aleves ojos y me reconoció, aunque le debió de desvanecer su vista la S y clavo de mi rostro, tan perfectamente imitado el natural, que a nadie diera sospecha de ser fingidos. Y elevado entre el sí y el no, se olvidó de llevar el bocado a la boca, pensando qué sería lo que miraba, porque por una parte creyó ser la misma que era, y por otra no se podía persuadir que yo hubiese cometido tal delirio, como ignorante de las

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desdichas por su causa sucedidas en mi triste casa; pues a mí no me causó menos admiración otra novedad que vi, y fue que como le vi que me miraba tan suspenso, por no desengañarle tan presto, aparté de él los ojos y púselos en los criados que estaban sirviendo. En compañía de dos que había en casa, vi a Luis, el que servía en la mía. Admiréme, y vi que Luis estaba tan admirado de verme en tal hábito como don Manuel. Y como me tenía más fija en su memoria que don Manuel, a pesar de los fingidos hierros, me conoció. Al tiempo del volverme adentro, oí que don Manuel había preguntado a mis dueños si era la esclava que habían comprado.

—Sí —dijo mi señora—. Y es tan bonita y agradable, que me da el mayor desconsuelo el ver que es mora; que diera doblado de lo que costó porque se hiciese cristiana, y casi me hace verter lágrimas ver en tan linda cara aquellos hierros, y doy mil maldiciones a quien tal puso.

A esto respondió Leonisa, que estaba presente:—Ella misma dice se los puso por un pesar que tuvo de que por su hermosura

le hubiesen hecho un engaño. Y ya me ha prometido a mí que será cristiana.—Bien ha sido menester que los tenga —respondió don Manuel—, para no

creer que es una hermosura que yo conozco en mi patria; mas puede ser que naturaleza hiciese esta mora en la misma estampa.

Como os he contado, entré cuidadosa de haber visto a Luis, y llamando un criado de los de casa, le pregunté qué mancebo era aquel que servía a la mesa con los demás.

—Es —me respondió— un criado que este mismo día recibió el señor don Manuel, porque el suyo mató un hombre, y está ausente.

—Yo le conozco —repliqué— de una casa donde yo estuve un tiempo, y cierto que me holgara hablarle, que me alegra ver acá gente de donde me he criado.

—Luego —dijo— entrará a comer con nosotros y podrás hablarle.Acabóse la comida y entraron todos los criados dentro, y Luis con ellos.

Sentáronse a la mesa, y cierto que yo no podía contener la risa, a pesar de mis penas, de ver a Luis, que mientras más me miraba, más se admiraba, y más oyéndome llamar Zelima, no porque no me había conocido, sino de ver al extremo de bajeza que me había puesto por tener amor. Pues como se acabó de comer, aparté a Luis, y díjele:

—¿Qué fortuna te ha traído, Luis, adonde yo estoy?—La misma que a ti, señora mía; querer bien y ser mal correspondido, y

deseos de hallarte y vengarte en teniendo lugar y ocasión.—Disimula, y no me llames sino Zelima, que esto importa a mis cosas, que

ahora no es tiempo de más venganzas que las que amor toma de mí; que yo he dicho que has servido en una casa donde me crié, y que te conozco de esta parte, y a tu amo no le digas que me has conocido ni hablado, que más me fío de ti que de él.

—Con seguridad lo puedes hacer —dijo Luis—, que si él te quisiera y estimara como yo, no estuvieras en el estado que estás, ni hubieras causado las desdichas sucedidas.

—Así lo creo —respondí—; mas dime, ¿cómo has venido aquí?—Buscándote, y con determinación de quitar la vida a quien ha sido parte

para que tú hagas esto, y con esa intención entré a servirle.—No trates de eso, que es perderme para siempre; que aunque don Manuel

es falso y traidor, está mi vida en la suya; fuera de que yo trato de cobrar mi perdida opinión, y con su muerte no se granjea sino la mía, que apenas harías tú tal cuando yo misma me matase. —Esto le dije porque no pusiese su intento en ejecución—. ¿Qué hay de mi madre, Luis?

—¿Qué quieres que haya? —respondió, sino que pienso que es de diamante, pues no la han acabado las penas que tiene. Cuando yo partí de Zaragoza, quedaba disponiendo su partida para Murcia; lleva consigo el cuerpo de tu padre y mi señor, por llevar más presentes sus dolores.

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—Y por allá ¿qué se platica de mi desacierto? —dije yo.—Que te llevó don Manuel —respondió Luis—, porque Claudia dijo lo que

pasaba. Con que tu madre se consoló algo en tu pérdida, pues le parece que con tu marido vas, que no hay que tenerte lástima; no como ella, que le lleva sin alma. Yo, como más interesado en haberte perdido, y como quien sabía más bien que no te llevaba don Manuel, antes iba huyendo de ti, no la quise acompañar, y así, he venido donde me ves, y con el intento que te he manifestado, el cual suspenderé hasta ver si hace lo que como caballero debe. Y de no hacerlo, me puedes perdonar: que aunque sepa perderme y perderte, vengaré tu agravio y el mío. Y cree que me tengo por bien afortunado en haberte hallado y en merecer que te fíes de mí y me hayas manifestado tu secreto antes que a él.

—Yo te lo agradezco —respondí—. Y por que no sientan mal de conversación tan larga, vete con Dios, que lugar habrá de vernos; y si hubieres menester algo, pídemelo, que aún no me lo ha quitado la fortuna todo, que ya tengo qué darte, aunque sea poco para lo que mereces y yo te debo.

Y con esto y darle un doblón de a cuatro, le despedí. Y cierto que nunca más bien me pareció Luis que en esta ocasión; lo uno, por tener de mi parte algún arrimo, y lo otro por verle con tan honrados y alentados intentos.

Algunos días tardaron las galeras en llegar al puerto, uno de los cuales, estando mi señora fuera con las doncellas, y sola yo en casa, acaso don Manuel, deseoso de satisfacerse de su sospecha, vino a mi casa a buscar a mi señor, o a mí, que es lo más cierto. Y como entró y vio, con una sequedad notable, me dijo:

—¿Qué disfraz es éste, doña Isabel? ¿O cómo las mujeres de tus obligaciones, y que han tenido deseos y pensamientos de ser mía, se ponen en semejantes bajezas? Siéndolo tanto, que si alguna intención tenía de que fueses mi esposa, ya la he perdido, por el mal nombre que has granjeado conmigo y con cuantos lo supieren.

—¡Ah traidor engañador y perdición mía! ¿Cómo no tienes vergüenza de tomar mi nombre entre tus labios, siendo la causa de esa bajeza con que me baldonas, cuando por tus traiciones y maldades estoy puesta en ella? Y no sólo eres causador de esto, mas de la muerte de mi honrado padre, que porque pagues a manos del Cielo tus traiciones, y no a las suyas, le quitó la vida con el dolor de mi pérdida. Zelima soy, no doña Isabel; esclava soy, que no señora; mora soy, pues tengo dentro de mí misma aposentado un moro renegado como tú, pues quien faltó a Dios la palabra que le dio de ser mío, ni es cristiano ni noble, sino un infame caballero. Estos hierros y los de mi afrenta tú me los has puesto, no sólo en el rostro, sino en la fama. Haz lo que te diere gusto, que si se te ha quitado la voluntad de hacerme tuya, Dios hay en el cielo y rey en la tierra, y si éstos no lo hicieren hay puñales, y tengo manos y valor para quitarte esa infame vida, para que deprendan en mí las mujeres nobles a castigar hombres falsos y desagradecidos. Y quítateme de delante, si no quieres que haga lo que digo.

Vióme tan colérica y apasionada, que, o porque no hiciese algún desacierto, o porque no estaba contento de los agravios y engaños que me había hecho, y le faltaban más que hacer, empezó a reportarme con caricias y halagos, que yo no quise por gran espacio admitir, prometiéndome remedio a todo. Queríale bien, y creíle. (Perdonadme estas licencias que tomo en decir esto, y creedme que más llevaba el pensamiento de restaurar mi honor que no el achaque de la liviandad). En fin, después de haber hecho las amistades, y dádole cuenta de lo que me había sucedido hasta aquel punto me dijo que pues ya estas cosas estaban en este estado, pasasen así hasta que llegásemos a Sicilia, que allá se tendría modo como mis deseos y los suyos tuviesen dichoso fin. Con esto nos apartamos, quedando yo contenta, mas no segura de sus engaños; mas para la primera vez no había negociado muy mal. Vinieron las galeras y embarcamos en ellas con mucho gusto mío, por ir don Manuel en compaña de mis dueños y en la misma galera que yo iba, donde le hablaba y veía a todas horas, con gran pena de Luis,

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que como no se le negaban mis dichas, andaba muy triste, con lo que confirmaba el pensamiento que tenía de que era don Felipe, mas no se lo daba a sentir, por no darle mayores atrevimientos.

Llegamos a Sicilia, y aposentámonos todos dentro de Palacio. En reconocer la tierra y tomarla cariño se pasaron algunos meses. Y cuando entendí que don Manuel diera orden de sacarme de esclava y cumplir lo prometido, volvió de nuevo a matarme con tibiezas y desaires; tanto que aun para mirarme le faltaba voluntad. Y era que había dado en andar distraído con mujeres y juegos, y lo cierto de todo, que no tenía amor; con que llegaron a ser mis ahogos y tormentos de tanto peso, que de día ni de noche se enjugaban mis tristes ojos, de manera que no fue posible encubrírselo a Leonisa, aquella doncella con quien profesaba tanta amistad, que sabidas debajo de secreto mis tragedias, y quién era, quedó fuera de sí.

Queríame tanto mi señora, que por dificultosa que era la merced que le pedía, me la otorgaba. Y así, por poder hablar a don Manuel sin estorbos y decirle mi sentimiento, le pedí una tarde licencia para que con Leonisa fuera a merendar a la marina; y concedida, pedí a Luis dijera a su amo que unas damas le aguardaban a la marina; mas que no dijese que era yo, temiendo que no iría. Nos fuimos a ella, y tomamos un barco para que nos pasase a una isleta, que tres o cuatro millas dentro del mar se mostraba muy amena y deleitosa. En esto llegaron don Manuel y Luis, que, habiéndonos conocido, disimulando el enfado, solemnizó la burla. Entramos todos cuatro en el barco con dos marineros que le gobernaban, y llegando a la isleta, salimos en tierra, aguardando en el mismo barquillo los marineros para volvernos cuando fuese hora (que en esto fueron más dichosos que los demás).

Sentámonos debajo de unos árboles, y estando hablando en la causa que allí me había llevado, yo dando quejas y don Manuel disculpas falsas y engañosas, como siempre, de la otra parte de la isleta había dado fondo en una quiebra o cala de ella una galeota de moros cosarios de Argel, y como desde lejos nos viesen, salieron en tierra el arráez y otros moros, y viniendo encubiertos hasta donde estábamos, nos saltearon de modo que ni don Manuel ni Luis pudieron ponerse en defensa, ni nosotras huir; y así, nos llevaron cautivos a su galeota, haciéndose, luego que tuvieron presa, a la mar, que no se contentó la fortuna con haberme hecho esclava de mi amante, sino de moros, aunque en llevarle a él conmigo no me penaba tanto el cautiverio. Los marineros, viendo el suceso, remando a boga arrancada, como dicen, se escaparon, llevando la nueva de nuestro desdichado suceso.

Estos cosarios moros, como están diestros en tratar y hablar con cristianos, hablan y entienden medianamente nuestra lengua. Y así, me preguntó el arráez, como me vio herrada, quién era yo. Le dije que era mora y me llamaba Zelima; que me habían cautivado seis años había; que era de Fez, y que aquel caballero era hijo de mi señor, y el otro su criado, y aquella doncella lo era también de mi casa. Que los tratase bien y pusiese precio en el rescate; que apenas lo sabrían sus padres, cuando enviarían la estimación. Y esto lo dije fiada en las joyas y dineros que traía conmigo. Todo lo dicho lo hablaba alto, porque los demás lo oyesen y no me sacasen mentirosa. Contento quedó el arráez, tanto con la presa por su interés, como por parecerle había hecho un gran servicio a su Mahoma en sacarme, siendo mora, de entre cristianos, y así lo dio a entender, haciéndome muchas caricias, y a los demás buen tratamiento, y así, fuimos a Argel y nos entregó a una hija suya hermosa y niña, llamada Zaida, que se holgó tanto conmigo, porque era mora, como don Manuel, porque se enamoró de él. Vistióme luego de estos vestidos que veis, y trató de que hombres diestros en quitar estos hierros me los quitasen; no porque ellas no usan tales señales, que antes lo tienen por gala, sino porque era S y clavo, que daba señal de lo que yo era; a lo que respondí que yo misma me los había puesto por mi gusto y que no los quería quitar.

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Queríame Zaida ternísimamente, o por merecérselo yo con mi agrado, o por parecerle podría ser parte con mi dueño para que la quisiese. En fin, yo hacía y deshacía en su casa como propia mía, y por mi respeto trataban a don Manuel y a Luis y a Leonisa muy bien, dejándolos andar libres por la ciudad, habiéndoles dado permisión para tratar su rescate, habiendo avisado a don Manuel hiciese el precio de todos tres, que yo le daría joyas para ello, de lo cual mostró don Manuel quedar agradecido; sólo hallaba dificultad en sacarme a mí, porque, como aviara, cierto es que no se podía tratar de rescate; aguardábamos a los redentores para que se dispusiese todo.

En este tiempo me descubrió Zaida su amoroso cuidado, pidiéndome hablase a don Manuel, y que le dijese que si quería volverse moro, se casaría con él y le haría señor de grandes riquezas que tenía su padre, poniéndome con esto en nuevos cuidados y mayores desesperaciones, que me vi en puntos de quitarme la vida. Dábame lugar para hablar despacio a don Manuel, y aunque en muchos días no le dije nada de la pasión de la mora, temiendo su mudable condición, dándole a ella algunas fingidas respuestas, unas de disgusto y otras al contrario, hasta que ya la fuerza de los celos, más por pedírselos a mi ingrato que por decirle la voluntad de Zaida; porque el traidor, habiéndole parecido bien, con los ojos deshacía cuanto hacía. Después de reñirme mis sospechosas quimeras, me dijo que más acertado le parecía engañarla; que le dijese que él no había de dejar su ley, aunque le costase, no una vida que tenía, sino mil; mas si ella quería venirse con él a tierra de cristianos y ser cristiana, que la prometía casarse con ella. A esto añadió que yo la sazonase, diciéndole cuán bien se hallaría, y lo que más me gustase para atraerla a nuestro intento, que en saliendo de allí, estuviese segura que cumpliría con su obligación, ¡Ah, falso, y cómo me engañó en esto como en lo demás!

En fin, para no cansaros, Zaida vino en todo muy contenta, y más cuando supo que yo también me iría con ella. Y se concertó para de allí a dos meses la partida, que su padre había de ir a un lugar donde tenía hacienda y casa; que los moros en todas las tierras donde tienen trato tienen mujeres y hijos. Ya la venganza mía contra don Manuel debía de disponer el Cielo, y así facilitó los medios de ella; pues ido el moro, Zaida hizo una carta en que su padre la enviaba a llamar, porque había caído de una peligrosa enfermedad, para que el rey le diese licencia para su jornada, por cuanto los moros no pueden ir de un lugar a otro sin ella. Y alcanzada, hizo aderezar una galeota bien armada, de remeros cristianos, a quien se avisó con todo secreto el designio, y poniendo en ella todas las riquezas de plata, oro y vestidos que sin hacer rumor podía llevar, y con ella, yo y Leonisa, y otras dos cristianas que la servían, que mora no quiso llevar ninguna, don Manuel y Luis, caminamos por la mar la vía de Cartagena o Alicante, donde con menos riesgo se pudiese salir.

Aquí fueron mis tormentos mayores, aquí mis ansias sin comparación; porque como allí no había impedimento que lo estorbase, y Zaida iba segura que don Manuel había de ser su marido, no se negaba a ningún favor que pudiese hacerle. Ya contemplaban mis tristes ojos a don Manuel asido de las manos de Zaida, ya miraban a Zaida colgada de su cuello, y aun beberse los alientos en vasos de coral; porque como el traidor mudable la amaba, él se buscaba las ocasiones. Y si no llegó a más, era por el cuidado con que yo andaba siendo estorbo de sus mayores placeres. Bien conocía yo que no gustaban de que yo fuese tan cuidadosa; mas disimulaban su enfado. Y si tal vez le decía al medio moro alguna palabra, me daba en los ojos con que qué podía hacer, que bastaban los riesgos que por mis temeridades y locuras había pasado, que no era razón por ellas mismas nos viésemos en otros mayores; que tuviese sufrimiento hasta llegar a Zaragoza, que todo tendría remedio.

Llegamos, en fin, con próspero viaje a Cartagena; tomada tierra, dada libertad a los cristianos, y con que pudiesen ir a su tierra, puesta la ropa a punto, tomamos el camino para Zaragoza, si bien Zaida descontenta, que quisiera en la

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primera tierra de cristianos bautizarse y casarse: tan enamorada estaba de su nuevo esposo. Y aun si no lo hizo, fue por mí, que no porque no deseaba lo mismo. Llegamos a Zaragoza, siendo pasados seis años que partimos de ella, y a su casa de don Manuel. Halló a su madre muerta, y a doña Eufrasia viuda, que habiéndose casado con el primo que esperaba de las Indias, dejándola recién parida de un hijo, había muerto en la guerra de un carabinazo. Fuimos bien recibidos de doña Eufrasia, con la admiración y gusto que se puede imaginar. Tres días descansamos, contando los unos a los otros los sucesos pasados, maravillada doña Eufrasia de ver la S y clavo en mi rostro, que por Zaida no le había quitado, a quien consolé con decirle eran fingidos, que era fuerza tenerlos hasta cierta ocasión.

Era tanta la priesa que Zaida daba que la bautizasen, que se quería casar, que me obligó una tarde, algo antes de anochecer, llamar a don Manuel, y en presencia de Zaida y de su hermana y la demás familia, sin que faltase Luis, que aquellos días andaba más cuidadoso, le dije estas razones:

—Ya, señor don Manuel, que ha querido el cielo, obligado de mis continuos lamentos, que nuestros trabajos y desdichas hayan tenido fin con tan próspero suceso como haberos traído libre de todos a vuestra casa, y Dios ha permitido que yo os acompañase en lo uno y lo otro, quizá para que, viendo por vuestros ojos con cuánta perseverancia y paciencia os he seguido en ellos, paguéis deudas tan grandes. Cesen ya engaños y cautelas y sepa Zaida y el mundo entero que lo que me debéis no se paga con menos cantidad que con vuestra persona, y que de estos hierros que están en mi rostro, cómo por vos sólo se los podéis quitar, y que llegue el día en que las desdichas y afrentas que he padecido tengan premio; fuerza es que ya mi ventura no se dilate, para que los que han sabido mis afrentas y desaciertos sepan mis logros y dichas. Muchas veces habéis prometido ser mío, pues no es razón que cuando otras os tienen por suyo, os tema yo ajeno y os llore extraño. Mi calidad ya sabéis que es mucha; mi hacienda no es corta; mi hermosura, la misma que vos buscastes y elegistes; mi amor no le ignoráis; mis finezas pasan a temeridades. Por ninguna parte perdéis, antes ganáis; que si hasta aquí con hierros fingidos he sido vuestra esclava, desde hoy sin ellos seré verdadera. Decid, os suplico, lo que queréis que se disponga, para que lo que os pido tenga el dichoso lauro que deseo, y no me tengáis más temerosa, pues ya de justicia merezco el premio que de tantas desdichas como he pasado os estoy pidiendo.

No me dejó decir más el traidor, que, sonriéndose, a modo de burla, dijo:—¿Y quién os ha dicho, señora Isabel, que todo eso que decís no lo tenga muy

conocido? Y tanto, que con lo mismo que habéis pensado obligarme, me tenéis tan desobligado, que si alguna voluntad os tenía, ya ni aun pensamiento de haberla habido en mí tengo. Vuestra calidad no la niego, vuestras finezas no las desconozco; mas si no hay voluntad, no sirve todo eso nada. Conocido pudiérades tener en mí, desde el día que me partí de esta ciudad, que pues os volví las espaldas, no os quería para esposa. Y si entonces aún se me hiciera dificultoso, ¿cuánto más será ahora, que sólo por seguirme como pudiera una mujer baja, os habéis puesto en tan civiles empeños? Esta resolución con que ahora os hablo, días ha que la pudiérades tener conocida. Y en cuanto a la palabra que decís os he dado, como ésas damos los hombres para alcanzar lo que deseamos, y pudieran ya las mujeres tener conocida esta treta, y no dejarse engañar, pues las avisan tantas escarmentadas. Y, en fin, por esa parte me hallo menos obligado que por las demás; pues si la di alguna vez, fue sin voluntad de cumplirla, y sólo por moderar vuestra ira. Yo nunca os he engañado; que bien podíais haber conocido que el dilatarlo nunca ha sido falta de lugar, sino que no tengo ni he tenido tal pensamiento; que vos sola sois la que os habéis querido engañar, por andaros tras mí sin dejarme. Y para que ya salgáis de esa duda y no me andéis persiguiendo, sino que viéndome imposible os aquietéis y perdáis la esperanza que en mí tenéis, y volviéndoos con vuestra madre, allá entre vuestros

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naturales busquéis marido que sea menos escrupuloso que yo, porque es imposible que yo me fiase de mujer que sabe hacer y buscar tantos disfraces. Zaida es hermosa, y riquezas no le faltan; amor tiene como vos, y yo se le tengo desde el punto que la vi. Y así, para en siendo cristiana, que será en previniéndose lo necesario para serlo, le doy la mano de esposo, y con esto acabaremos, vos de atormentarme y yo de padecerlo.

De la misma suerte que la víbora pisada me pusieron las infames palabras y aleves obras del ingrato don Manuel. Y queriendo responder a ellas, Luis, que desde el punto que él había empezado su plática se había mejorado de lugar y se puso al mismo lado de don Manuel, sacando la espada y diciendo:

—¡Oh falso y mal caballero! ¿y de esa suerte pagas las obligaciones y finezas que debes a un ángel?

Y viendo que a estas voces se levantaba don Manuel metiendo mano a la suya, le tiró una estocada tal, que, o fuese cogerle desapercibido, o que el Cielo por su mano le envió su merecido castigo y a mí la deseada venganza, que le pasó de parte a parte, con tal presteza, que al primer ¡ay! se le salió el alma, dejándome a mí casi sin ella, y en dos saltos se puso a la puerta, y diciendo:

—Ya, hermosa doña Isabel, te vengó don Felipe de los agravios que te hizo don Manuel. Quédate con Dios, que si escapo de este riesgo con la vida, yo te buscaré.

Y en un instante se puso en la calle. El alboroto, en un fracaso como éste, fue tal, que es imposible contarle; porque las criadas, unas acudieron a las ventanas dando voces y llamando gente, y otras a doña Eufrasia, que se había desmayado, de suerte que ninguna reparó en Zaida, que como siempre había tenido cautivas cristianas no sabía ni hablaba muy mal nuestra lengua. Y habiendo entendido todo el caso, y viendo a don Manuel muerto, se arrojó sobre él llorando, y con el dolor de haberle perdido, le quitó la daga que tenía en la cinta, y antes que nadie pudiese, con la turbación que todas tenían, prevenir su riesgo, se la escondió en el corazón, cayendo muerta sobre el infeliz mozo.

Yo, que como más cursada en desdichas, era la que tenía más valor, por una parte lastimada del suceso, y por otra satisfecha con la venganza, viéndolos a todos revueltos y que ya empezaba a venir gente, me entré en mi aposento, y tomando todas las joyas de Zaida que de más valor y menos embarazo eran, que estaban en mi poder, me salí a la calle, lo uno porque la justicia no asiese de mí para que dijese quién era don Felipe, y lo otro por ver si le hallaba, para que entrambos nos pusiésemos a salvo; mas no le hallé.

En fin, aunque había días que no pisaba las calles de Zaragoza, acerté la casa de Octavio, que me recibió con más admiración que cuando la primera vez fui a ella, y contándole mis sucesos, reposé allí aquella noche (si pudo tener reposo mujer por quien habían pasado y pasan tantas desventuras), y así, aseguro que no sé si estaba triste, si alegre; porque por una parte el lastimoso fin de don Manuel, como aún hasta entonces no había tenido tiempo de aborrecerle, me lastimaba el corazón; por otra, sus traiciones y malos tratos junto considerándole ya no mío, sino de Zaida, encendía en mí tal ira, que tenía su muerte y mi venganza por consuelo; luego, considerar el peligro de don Felipe, a quien tan obligada estaba por haber hecho lo que a mí me era fuerza hacer para volver por mi opinión perdida. Todo esto me tenía en mortales ahogos y desasosiegos.

Otro día salió Octavio a ver por la ciudad lo que pasaba, y supo cómo habían enterrado a don Manuel y a Zaida, al uno como a cristiano, y a ella como a mora desesperada, y cómo a mí y a don Felipe nos llamaba la Justicia a pregones, poniendo grandes penas a quien nos encubriese y ocultase. Y así, fue fuerza estarme escondida quince días, hasta que se sosegase el alboroto de un caso tan prodigioso. Al cabo, persuadí a Octavio fuese conmigo a Valencia, que allá, más seguros, le diría mi determinación. No le iba a Octavio tan mal con mis sucesos, pues siempre granjeaba de ellos con qué sustentarse, y, así, lo concedió. Y puesto por obra, tres o cuatro días estuve después de llegar a Valencia sin

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determinar lo que dispondría de mí. Unas veces me determinaba a entrarme en un convento hasta saber nuevas de don Felipe, a quien no podía negar la obligación que le tenía, y a costa de mis joyas sacarle libre del peligro que tenía por el delito cometido, y pagarle con mi persona y bienes, haciéndole mi esposo; mas de esto me apartaba el temer que quien una vez había sido desdichada, no sería jamás dichosa. Otras veces me resolvía en irme a Murcia con mi madre, y de esto me quitaba con imaginar cómo parecería ante ella, habiendo sido causa de la muerte de mi padre y de todas sus penas y trabajos.

Finalmente, me resolví a la determinación con que empecé mis fortunas, que era ser siempre esclava herrada, pues lo era en el alma. Y así, metiendo las joyas de modo que las pudiese siempre traer conmigo, y este vestido en un lío, que no pudiese parecer más de ser algún pobre arreo de una esclava, dándole a Octavio con que satisfice el trabajo que por mí tomaba, le hice me sacase a la plaza, y a pública voz de pregonero me vendiese, sin reparar en que el precio que le diesen por mí fuese bajo o subido. Con grandes veras procuró Octavio apartarme de esta determinación, metiéndome por delante quién era, lo mal que me estaba y que si hasta entonces por reducir y seguir a don Manuel lo había hecho, ya para qué era seguir una vida tan vil. Mas viendo que no había reducirme, quizá por permisión del Cielo, que me quería traer a esta ocasión, me sacó a la plaza, y de los primeros que llegaron a comprarme fue el tío de mi señora Lisis, que aficionado, o por mejor decir, enamorado como pareció después, me compró, pagando por mí cien ducados. Y haciendo a Octavio merced de ellos, me despedí de él, y él se apartó de mí llorando, viendo cuán sin remedio era ya el verme en descanso, pues yo misma me buscaba los trabajos.

Llevóme mi señor a su casa y entregóme a mi señora doña Leonor; la cual poco contenta, por conocer a su marido travieso de mujeres, quizá temiendo de mí lo que le debía de haber sucedido con otras criadas, no me admitió con gusto. Mas después de algunos días que me trató, satisfecha de mi proceder honesto, admirando en mí la gravedad y estimación que mostraba, me cobró amor, y más cuando, viéndome perseguida de su marido, se lo avisé, pidiéndole pusiese remedio en ello, y el que más a propósito halló fue quitarme de sus ojos. Con esto ordenó enviarme a Madrid, y a poder de mi señora Lisis; que, dándome allá nuevas de su afable condición vine con grandísimo gusto a mejorar de dueño, que en esto bien le merezco ser creída, pues por el grande amor que la tengo, y haberme importunado algunas veces le dijese de qué nacían las lágrimas que en varias ocasiones me veía verter, y yo haberle prometido contarlo a su tiempo, como lo he hecho en esta ocasión; pues para contar un desengaño, ¿qué mayor que el que habéis oído en mi larga y lastimosa historia?

Ya, señores —prosiguió la hermosa doña Isabel—, pues he desengañado con mi engaño a muchas, no será razón que me dure toda la vida vivir engañada, fiándome en que tengo de vivir hasta que la fortuna vuelva su rueda en mi favor; pues ya no ha de resucitar don Manuel, ni cuando esto fuera posible, me fiara de él, ni de ningún hombre, pues a todos los contemplo en éste engañosos y taimados para con las mujeres. Y lo que más me admira es que ni el noble, ni el honrado, ni el de obligaciones, ni el que más se precia de cuerdo, hace más con ellas que los civiles y de humilde esfera; porque han tomado por oficio decir mal de ellas, desestimarlas y engañarlas, pareciéndoles que en esto no pierden nada. Y si lo miran bien, pierden mucho, porque mientras más flaco y débil es el sujeto de las mujeres, más apoyo y amparo habían de tener en el valor de los hombres. Mas en esto basta lo dicho, que yo, como ya no los he menester, porque no quiero haberlos menester, ni me importa que sean fingidos o verdaderos, porque tengo elegido Amante que no me olvidará, y Esposo que no me despreciará, pues le contemplo ya los brazos abiertos para recibirme. Y así, divina Lisis —esto dijo poniéndose de rodillas—, te suplico como esclava tuya me concedas la licencia para entregarme a mi divino Esposo, entrándome en religión en compañía de mi señora doña Estefanía, para que en estando allí, avise a mi triste madre, que en

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compañía de tal Esposo ya se holgará hallarme, y yo no tendré vergüenza de parecer en su presencia, y ya que le he dado triste mocedad, darle descansada vejez. En mis joyas me parece tendré para cumplir el dote y los demás gastos. Esto no es razón me lo neguéis, pues por un ingrato y desconocido amante he pasado tantas desdichas, y siempre con los hierros y nombre de su esclava, ¿cuánto mejor es serlo de Dios, y a Él ofrecerme con el mismo nombre de la Esclava de su Amante?

Aquí dio fin la hermosa doña Isabel con un ternísimo llanto, dejando a todos tiernos y lastimados; en particular Lisis, que, como acabó y la vio de rodillas ante sí, la echó los brazos al cuello, juntando su hermosa boca con la mejilla de doña Isabel le dijo con mil hermosas lágrimas y tiernos sollozos:

—¡Ay señora mía!, ¿y cómo habéis permitido tenerme tanto tiempo engañada, teniendo por mi esclava a la que debía ser y es señora mía? Esta queja jamás la perderé, y os pido perdonéis los yerros que he cometido en mandaros como a esclava contra vuestro valor y calidad. La elección que habéis hecho, en fin, es hija de vuestro entendimiento, y así yo la tengo por muy justa, y excusado es pedirme licencia, pues vos la tenéis para mandarme como a vuestra. Y si las joyas que decís tenéis no bastaren, os podéis servir de las mías, y de cuanto yo valgo y tengo.

Besaba doña Isabel las manos a Lisis, mientras le decía esto. Y dando lugar a las damas y caballeros que la llegaban a abrazar y a ofrecérsele, se levantó, y después de haber recibido a todos y satisfecho a sus ofrecimientos con increíbles donaire y despejo, pidió arpa, y sentándose junto a los músicos, sosegados todos, cantó este romance:

Dar celos quita el honor;la presunción, pedir celos;no tenerlos no es amor,y discreción es tenerlos.Quien por picar a su amantepierde a su honor el respetoy finge lo que no hace,o se determina a hacerlo,ocasionando el castigo,se pone a cualquiera riesgo;que también supone culpala obra como el deseo.Quien pide celos, no estimalas partes que le dio el Cielo,y ensalzando las ajenas,abate el merecimiento.Está a peligro que elijasu mismo dueño por dueño,lo que por reñir su agraviosube a la esfera del fuego.Quien tiene amor y no cela,todos dicen, y lo entiendo,que no estima lo que amay finge sus devaneos.Celos y amor no son dos:uno es causa; el otro, efecto.Porque efecto y causa sondos, pero sólo un sujeto.Nacen celos del amor,y el mismo amor son los celos,y si es, como dicen, dios,una en dos causas contemplo.Quien vive tan descuidadoque no teme, será necio;

pues quien más estado alcanza,más cerca está de perderlo.Seguro salió Faetónrigiendo el carro febeo,confiado en su volarpor las regiones del cielo.Ícaro, en alas de cera,por las esferas subiendo,y en su misma confianza,Ícaro y Faetón murieron.Celos y desconfianza,que son una cosa es cierto;porque el celar es temer;el desconfiar, lo mesmo.Luego quien celos tuvierees fuerza que sea discreto,porque cualquier confiadoestá cerca de ser necio.Con aquesto he desatadola duda que se ha propuesto,y responderé a cualquieraque deseare saberlo.De que en razón de celos,es tan malo darlos como tenerlos.Pedirlos, libertad; darlos, desprecio.Y de los dos extremos, malo es tenerlos;pero aqueste quiero,porque mal puede amorserlo sin ellos.

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MARIANA DE CARVAJAL Y SAAVEDRA

Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas

PRELIMINARES...............................................................................3INTRODUCCIÓN...............................................................................6NOVELA PRIMERA La Venus de Ferrara..........................................13NOVELA SEGUNDA La dicha de Doristea.........................................25NOVELA TERCERA El amante venturoso..........................................39NOVELA CUARTA El esclavo de su esclavo......................................53NOVELA QUINTA Quien bien obra, siempre acierta.........................63NOVELA SEXTA Celos vengan desprecios.......................................70NOVELA SÉPTIMA La industria vence desdenes..............................79NOVELA OCTAVA Amar sin saber a quién.....................................105CONCLUSIÓN..............................................................................128

PRELIMINARES

Altamente suena en los términos del Orbe la trompa de la Fama, pero primero se mereció con el clarín de la campana, que, como la Fama es hermana de gigantes, si no es con asombros y hazañas, no se alcanza. Dicha es nacer ínclito en la sangre; saber merecer el alto blasón, sólo es valor. Grande es V. Exc. por la exaltación de su Casa, pero por sus acciones ilustres se ha granjeado tantos títulos y renombres que no caben en las hojas de los volúmenes de la Retórica.

Las ocurrencias de las empresas políticas, que ha tanto tiempo que maneja V. Exc., publican lo sin medida de su inmensa capacidad, pues, usando de la línea en la circunferencia de la universalidad, toca el punto para lo ingenioso, y para sondar las materias, la profundidad. Este esplendor de antecesores no pasados (pues todas sus grandezas se conservan en V. Exc.), esto preclaro de atributos personales, descubrieron el horizonte a mis deseos en la neutralidad de hallar un protector que con su nombre hiciese plausible este libro, pues representándome a

V. Exc. hallé no sólo el lleno de mi codicia, sino el logro de los más ambiciosos intereses.

Permítase V. Exc. a esta pequeña oferta, sin reparar en la cortedad del volumen, que el corazón del hombre es la parte menor del compuesto animado, y es la que más estima Dios. Porque en los dones que se consagran no se mira a lo que se ofrece, sino al modo con que se ofrece, este es la voluntad rendida, que es la que yo dedico a V. Exc. en estas Novelas, suplicando perdone lo desmedido de este pensamiento, pues se atreve sin tener merecido su agrado, pero le procura merecer. Deseando toda prosperidad a V. Exc., cuya persona guarde Dios para grandeza de ambas Coronas.

Excelentísimo Señor.B. L. P. de V. Exc.

Quien más le desea servir.

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Al LectorAtento y curioso lector, aunque no me será posible el conseguir lucidos

desempeños en el arresto de tan conocido atrevimiento, no por eso dejaré de servirte con los sucesos que en este pequeño libro te ofrezco, aborto inútil de mi corto ingenio. Y pues se dirigen a solicitar, cuidadosa, gustosos y honestos entretenimientos en que diviertas las perezosas noches del erizado invierno, te suplico admitas mi voluntad, perdonando los defectos de una tan mal cortada pluma, en la cual hallarás mayores deseos de servirte con un libro de doce comedias, en que conozcas lo afectuoso de mi deseo.

Por primer suceso de este breve discurso te presento una viuda y un huérfano: obligación precisa es de un pecho noble el suavizar tan penoso desconsuelo, pues el mayor atributo de que goza la nobleza es preciarse de consolar al triste, amparar al pobre y darse por bien servido del siervo humilde que, deseoso de lograr sus mayores aciertos, sirve con amorosa lealtad a su estimado dueño, apadrinada de tan conocidas verdades. Ni me desvanecerán los aplausos de tu bizarría, ni me daré por ofendida de tu censura, pues mi mayor vencimiento será el estar a tus plantas siempre, atenta a tan prudente corrección. Vale.

Aprobación del Padre Fray Juan Pérez de Baldelomar, de la Orden de San Agustín, N.P. jubilado en Predicador Mayor de dicha Orden, y al presente Predicador de Corte en el Convento Real de S. Felipe.

De orden del señor D. García de Velasco, Vicario de esta Corte y su partido, he visto este libro de Novelas de D. Mariana de Caravajal y Saavedra, y no he notado en él cosa que se oponga a nuestra Santa Fe y buenas costumbres, antes he admirado que haya en él recogimiento de una mujer, estilo para que con sus honestos divertimientos de materia para deleitar, aprovechando a quien le leyere. Este es mi parecer, salvo, etc. En este Real Convento de S. Felipe de Madrid, a 22 de setiembre de 1662.

FR. JUAN DE BALDELOMAR.Licencia del Ordinario

El Licenciado Don García de Velasco, Vicario de esta Villa de Madrid y su partido: por el presente y por lo que a Nos toca, damos licencia para que se imprima un libro intitulado Novelas, de Doña Mariana de Caravajal y Saavedra, por cuanto de nuestro mandado ha sido visto y examinado, y no contiene cosa alguna contra nuestra Santa Fe y buenas costumbres. Dada en Madrid, a veinte y cinco de Setiembre de mil y seiscientos y sesenta y dos años.

LIC. D. GARCÍA DE VELASCO.Por su mandado.PEDRO PALACIOS.

Notario.Aprobación del padre Fray Ignacio González, Predicador de la Orden

de San Agustín, N. P. Visitador que ha sido de esta provincia de Castilla, y Rector del Colegio de Doña María de Aragón M. P. S.

De Orden de V. A. he visto un libro de Novelas de D. Mariana de Caravajal y Saavedra, y no hallo en él advertencia digna de reparo que desdiga a nuestra Santa Fe y buenas costumbres; antes bien es de admirar que en estos tiempos haya quien emplee el tiempo en este

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ejercicio. Este es mi parecer, en el Colegio de D. María de Aragón, del Orden de San Agustín de esta Corte, a doce de Noviembre de 1662 años.

FR. IGNACIO GONZÁLEZ.Fe De Erratas

Fol. 7 columna 2, 'un gusto', lee 'un susto'; fol. 36, columna 2, 'conneniente', lee 'conveniente'.

Este libro intitulado Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas, con estas erratas corresponde, y está impreso conforme a su original. Madrid, 13 de agosto de 1663.

LIC. D. CARLOS MURCIA DE LA LLANA.Suma Del Privilegio

Tiene privilegio de su Majestad D. Mariana de Caravajal y Saavedra, para poder imprimir un libro intitulado Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas que ha compuesto, por tiempo de diez años, y que ninguna persona lo pueda imprimir sin su licencia, como más largamente consta de su original. Despachado en el oficio de Pedro Hurtiz de Ipiña, Escribano de Cámara del Rey nuestro señor, en 7 de Diciembre de 1662 años.

PEDRO HURTIZ DE IPIÑA.Suma De La Tasa

Yo, Pedro Hurtiz de Ipiña, Escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, aviéndose presentado ante los señores de él, por Gregorio Rodríguez, impresor de libros en esta Corte, un libro intitulado Navidades de Madrid en noches entretenidas, compuesto por Doña Mariana de Caravajal y Saavedra, de que hizo presentación, que se ha impreso en virtud de privilegio de su Majestad, tasaron cada pliego del dicho libro a cinco maravedís, el cual tiene quarenta y ocho pliegos, sin los principios, que a los dichos cinco maravedís monta el dicho libro siete reales y un cuartillo, en que se ha de vender en papel. Y dieron licencia a la dicha Doña Mariana de Caravajal, para que al dicho precio se pueda vender; y mandaron que esta tasa se ponga al principio y no se venda sin ella. Y para que de ello conste, di el presente, en Madrid, a trece días del mes de Agosto de mil y seiscientos y sesenta y tres años.

PEDRO HURTIZ DE IPIÑA.INTRODUCCIÓN

En la real Corte de España, Villa de Madrid, tan celebrada por sus hermosas damas como populosa por sus reales Consejos1, tan asistidos de pleiteantes y pretendientes2, vivía una señora llamada doña Lucrecia de Haro; que en decir su apellido remito al silencio lo que debo a la veneración en tan conocida y notoria calidad. Estaba casada con un caballero anciano y enfermo, llamado don Antonio de Silva. Tenía un hijo del nombre de su padre, tan bizarro mancebo, cortés y bien entendido, que se llevaba los ojos de todos los que le conocían. Era don Antonio tan obediente a sus padres que gozaba las debidas alabanzas, más por su prudente modestia que por las muchas partes de que el cielo le adoptó.3

1 Por antonomasia, el Consejo de Castilla, Tribunal Supremo compuesto de diferentes ministros con un presidente que tiene el príncipe en su corte para la administración de la justicia y gobernacióndel reino. (Diccionario de Autoridades)

2 Los que litigan o contienden judicialmente sobre alguna cosa. (Diccionario de Autoridades)3 "Adoptó": dotó. La obedencia a los padres y la modestia eran dos de las cualidades del hijo ideal; a los

hombres no se les exigía ser bellos, pero a las mujeres sí.

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Aunque doña Lucrecia tenía muchas casas, respeto de los achaques de su esposo gustaba de vivir en una labrada a la malicia4, cerca de El Prado, por ser de mucho recreo. Tenía cinco cuartos principales y un hermoso y dilatado jardín, poblado de árboles frutales, hermosos naranjos, nevada tapicería de sus paredes cuadros de cortadas multas, adornados de enrejados de menudas cañas entretejidas de cándidos jazmines, hermosas matas de claveles, espesos y encarnados rosales, fecundas vides que servían de hermoso dosel al sitio ameno, guardando su olorosa fragancia de los ardientes rayos del dorado Febo5. Tenía dos copiosas fuentes, que lisonjeaban las matizadas flores y menudas yerbas con sus cristalinos raudales. En la una estaba una ninfa de bruñido y cándido alabastro, arrojando por ojos, boca y oídos rizados despeñaderos de sus gigantes, que, trepando con impetuosa violencia hasta las vides, volvían a la anchurosa vasa desparcidos en menudas hebras de escarchada plata. La otra se adornaba de un hermoso peñasco de remendados jaspes, poblados de conchas y caracoles, mariscos embutidos de atanores6 sutiles de lata, arrojando en trabada escaramuza hermosa tropelía de menudo aljófar.7

Vivía doña Lucrecia en el cuarto de adentro, por dar los que caían a la calle a sus nobles moradores. En los dos alinde8 al suyo vivían dos hermosas y principales damas, la una llamada doña Lupercia y la otra doña Gertrudis. En los del patio, en el uno habitaban dos caballeros vizcaínos, residentes en la Corte a pleitos y pretensiones; el uno llamado don Vicente, el otro don Enrique. Al cuarto frontero se mudó una viuda principal, mujer que lo fue de un Maestre de Campo, llamada doña Juana de Ayala. Tenía una hija de diecisiete años, tan hermosa como honesta, pues doña Leonor gozaba aquella fama tanto por su rara belleza como por sus conocidas virtudes.9

A quince días de mudada, le pareció a doña Lucrecia y a sus vecinas bajar a visitarla y darle la bienvenida; fue don Antonio escudereando10 a su madre. Fueron bien recibidos de la prudente viuda. Estando de visita, entraron los vizcaínos, y pareciéndoles buena ocasión de verlas y cumplir su obligación, no quisieron perdonarla, porque don Vicente estaba muy prendado de Dª Gertrudis y quiso gozar de su amada vista en achaque de la recién venida. Quedó don Enrique tan enamorado de doña Leonor, que dentro de ocho días la envió a pedir. Respondió doña Juana que no trataba de casarla hasta concluir con un pleito que tenía, y esperaba la merced de un hábito11; y aparte de estas cosas, no la casaría con forastero, por que no se la quitara de los ojos al mejor tiempo. Quedó el enamorado caballero tan triste con la respuesta que le dio que, a no estar su amigo con él, pasara penosas melancolías.

No le pesó a don Antonio de que se despidiera el casamiento, por quedar rendido a su hermosura y honestidad, aunque no se atrevía a decir 4 Maliciosamente, de modo que no se pudiera ver de afuera hacia adentro, pero sí de adentro haciaafuera.5 Nombre romano del dios griego Apolo. Personificaba el sol y la luz diurna.6 “Conducto o cañón de barro, piedra, bronce, plomo, cobre o madera, que sirve para conducir el agua a las

fuentes o a otra parte.” (Diccionario de Autoridades)7 Gotas de rocío. (Diccionario de Autoridades)8 Al lado del suyo.9 Las doncellas nobles, además de virtuosas debían ser bellas.10 Escuderear: servir y acompañar a alguna persona principal, como señora o dama, yendo delante de ella, como

escudero familiar de su casa. (Diccionario de Autoridades)11 Si el rey tenía a bien brindar un hábito, quien lo recibía se aseguraba una renta mensual y un ascenso en su

estatus social.

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su cuidado, temiendo la severa condición de su madre y porque doña Juana encerró a su hija, temerosa de los fracasos que suceden a las madres descuidadas.12 Como don Enrique vivía dentro de casa, estaba don Antonio tan triste con el mucho recato y encierro de doña Leonor que, por aliviar parte de su amorosa pena, pagándole francamente a un diestro pintor le obligó a que madrugara entre dos luces para hallarse en los Carmelitas Descalzos, porque doña Juana y su hija iban a oír la primera misa. Acudió los días que bastaron para conseguir su diligencia y como la descuidada doncella, por no haber gente en la iglesia, se destapara13, tuvo lugar de copiarla tan perfecta que don Antonio se volvía loco de contento de ver a su hermoso dueño, tan imitado que parecía que respondía con los graves y divinos ojos a las quejas que le daba por su mucho encierro.

No lo pasaba la hermosa dama tan libre de penas que no pagara la deuda con sobrado colmo, porque su madre, hablando con las amigas que la visitaban, celebraba las bizarras partes de don Antonio, dando a entender se tendría por dichosa de ver a su hija tan bien empleada; y aunque no lo decía a tiempo que estuviera delante, oyendo palabras al vuelo pudieron tanto en su tierno pecho, que amaba a su rendido amante. Y por no dar a su madre sospecha, se quitaba de intento del estrado14 y se iba, para dar lugar a la conversación, consolándose con lo que se decía, con la esperanza que tenía por haber escuchado en una ocasión que tenía intento de tratar el casamiento en acabando con sus cuidados. Todos asistían al cuarto de doña Lucrecia por divertir los achaques de su esposo. Las damas, con la música, en que eran diestrísimas; y los caballeros, unas veces jugando a los naipes, otras contándole las novedades que oían en Palacio.15

Dos años vivieron todos con tan honradas correspondencias, que más parecía parentesco que vecindad. Y llegado el riguroso invierno armado de sus espesas nieves y empedernidos yelos, apretándole al doliente caballero los achaques con tan vehemente crueldad que los puso en cuidado, llamaron los médicos, halláronle peligroso, y mandaron que dispusiera las cosas de su alma. Cumplió el cristiano caballero con su obligación, dejando a su hijo por heredero de treinta mil ducados y a su esposa por albacea y tutora, seguro de su amor y prudente gobierno.16

A los últimos de octubre asistieron las amigas y nobles vecinas a la desconsolada viuda, para acompañarla al recibimiento de las muchas visitas; y los vizcaínos y otros amigos al huérfano, para acompañar y recibir a los caballeros que venían a dar los pésames, porque doña Lucrecia y su esposo se correspondían con la nobleza de la Corte.

Pasado el impetuoso torbellino de las repetidas penas y renovados llantos, estando todos una noche en el cuarto de doña Lucrecia, doña Juana, deseosa de ganarle la voluntad, dijo a los demás señores:

12 Las viudas nobles asumían el control de la hacienda de su familia. Si tenían hijos o hijas en edad casadera, se encargaban de procurarles el mejor partido. Las madres viudas no podían permitir que sus hijas perdieran el honor y por eso muchas veces las encerraban en las casas para librarlas de peligros. Al respecto, cf. el capítulo IV de la investigación precedente.

13 Quitarse de la cara el velo con que las mujeres debían cubrirse para entrar a la iglesia14 Lugar o sala cubierta con la alfombra y demás alhajas donde se sientan las mujeres y reciben visitas.

(Diccionario de Autoridades)15 Se advierte aquí la distinción de los ámbitos en que se desenvolvían damas y caballeros: las primeras en la

casa y la iglesia, los segúndos en las calles, el palacio y otros lugares públicos. 16 Vid. nota 9.

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—Ocho días nos quedan para llegar a la Pascua, y siendo domingo la Nochebuena, pues los fríos son tan grandes y tenemos tribuna dentro de casa, paréceme que estos cinco días de Pascua y lo restante de las vacaciones17 no dejemos a nuestra viuda, y que la festejemos entre todas, repartiendo los cinco días. Yo tomaré a mi cargo la Nochebuena, y daré a todos la cena. Y pues estamos libres de la murmuración de los vecinos y este cuarto está retirado de la calle, tendremos un poco de música y otro poco de baile. El primero día de Pascua será la obligada la señora doña Gertrudis; el segundo, el señor don Vicente; el tercero, doña Lucrecia; y el último, el señor don Enrique. Cada uno ha de quedar obligado a contar un suceso18 la noche que le tocare.

Aceptaron el concierto19, prometiendo de cumplirlo como su merced lo mandaba. Respondióles que no podía mandar a quien deseaba servir y por parecerles tarde, se retiraron a sus cuartos, cuidadosos de prevenir regalos. Don Enrique le dijo a su amigo:

—Yo no he perdido las esperanzas del casamiento. ¿Os parece que le envíe a doña Juana un regalo para la Nochebuena?

Respondió:—No se puede perder nada, que a dos hombres como nosotros toca por

obligación, estando en una casa adonde todas son mujeres solas, aunque son ricas, hacer demostración de Pascua, pues don Antonio, con su pena, no supone en esta fiesta y casa. Sabéis que tengo intento de casarme con doña Gertrudis, y con esa capa20 me atreveré a enviarle otro, que deseo hallar ocasión de servirla en algo y como es tan recatada, no da lugar a cumplir mi deseo.

Otro día salieron a la Concepción Jerónima, a ver a una tía de don Enrique, y le pidió le hiciera cuatro platos considerables.21 Sabía la pretensión de su sobrino, y prometió cumplir con el cargo que se le daba. Previniéronle de otras cosas, sin muchos regalos, los cuales habían enviado de Vitoria.

No quiso doña Lucrecia darles con visos de luto22, y mandó que aderezaran una sala que caía al jardín, adornándola de turquesadas alfombras, almohadas y sillas bordadas, ricas y costosas láminas, varias pinturas, lustrosos y grandes escritorios; dos braseros de plata, colmados de menudo y bien encendido errax23, cercados de olorosos y ambarinos pomos; prevenidas luces, que a sus encendidos visos arrojaban las ricas alhajas cambiantes resplandores.24

Llegado el domingo, subieron a la tribuna a oír misa y se les dio chocolate; estimaron el regalo, suplicándole no tuviera cuidado de prevenirles nada, pues les tocaba el cargo de servirla aquellos días. Estimó doña Lucrecia el galanteo y venida la tarde, entrando a la prevenida sala,

17 En el siglo XVII significaba lo mismo que hoy.18 Novela, relato. Aquí se establece la ubicación de las 8 novelas y la respectiva sucesión de narradores por

noche (uno cada noche).19 Convenio, pacto hecho de acuerdo y con el consentimiento de todas las partes. Buen orden, disposición y

método en el modo de hacer y ejecutar una cosa. (Diccionario de Autoridades)20 Sinónimo de pretexto.(Diccionario de Autoridades)21 Sabrosos y bien presentados, para impresionar a la amada.22 Usar vestidos de color negro, en señal de dolor y tristeza.23 Vid. Arraax. “Carbón de huesos de la aceituna con que se hace un fuego muy apacible y durable para los

braseros que se usan en las casas.” (Diccionario de Autoridades)24 Con detalladas descripciones como ésta, Carvajal da cuenta del lujoso ambiente en que vivían lospersonajes

del marco, quienes además se codeaban con la nobleza madrileña.

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quedaron admirados de la mucha riqueza, por haberlo tenido todo guardado con los achaques de su esposo. Después de haber mirado con atención el primoroso asco25, dijo doña Juana:

—Pues me toca esta noche, han de alegrar estas señoras la fiesta con la música.

Respondióle doña Gertrudis que lo harían con mucho gusto, con condición que había de subir la señora doña Leonor a gozar de todo, que no eran días de tanto encierro.

—Prometo a vuestras mercedes —respondió doña Juana— que lo dejo por darle gusto, porque es tan encogida26 que me enfada algunas veces; mas no por eso dejará de servirlas. Voy por ella, porque no vendrá aunque la envíe a llamar.

Había enviado la monja cuatro fuentes; en una, una costosa y bien aderezada ensalada, con muchas y diversas yerbas, grajea27 y ruedas de pepinos, labrada a trechos de flores de canelones y peladillas.28 Otra con un castillo de piñonate,29 torreado y cercado de almenas cubiertas de banderillas de varios tafetanes. En otra venía una torta real, poblada de mucha caza de montería, tan imitados los animales que parecían vivos, con sus monteros apuntándoles con ballestas y arcabuces, lebreles y sabuesos adornados de tejones y cascabeles. La última fuente venía colmada de guantes, chapines30, rosarios de alcorza31, con otras diferencias de peces, tortugas, encomiendas, pastillas..., con tanto oro y ámbar que dejó admirado a don Vicente la costosa curiosidad. Estimó don Enrique el cuidado de su tía, enviándole muchos regalos y mayores agradecimientos.

Como doña Juana bajó por su hija, fueron acompañándola y llegada a su cuarto, envió los criados con el presente; estimóle en tanto que, a no estar prendada de don Antonio, fuera posible hacer el casamiento. Subieron todos arriba, y fue doña Leonor recibida de aquellas damas con mucho amor; y sentados al abrigo de los olorosos braseros, le pidió doña Lucrecia que diera principio a la fiesta y cesase el achaque de retirada. Mandóle su madre que obedeciera y tomando el arpa de doña Gertrudis, después de haber tocado con mucha gala y mayor destreza, cantó la siguiente letra:

—«Jilguerillo que cortas el airetendiendo las alas al vuelo veloz,vuelve, vuelve a la red amorosa,no pierdas volando tu dulce prisión!»—«Más vale que cantes preso,que no que cebe el halcónsus rigores en tu sangre,

25 En este contexto, lujosa y bella decoración del salón en que se hallaban.26 Tímida, corta de ánimo. (Diccionario de Autoridades)27 “Especie de confitura muy menuda que ordinariamente se sirve en las Carnestolendas para tirar unos a otros.”

(Diccionario de Autoridades)28 Almendras confitadas.29 Pasta compuesta de piñones y azúcar30 “Calzado propio de mujeres sobrepuesto al zapato para levantar el cuepo del suelo, y por esto el asiento es de

corcho(…) Hoy solo tiene uso en los inviernos”. (Diccionario de Autoridades)Recordemos que los personajes del marco se han reunido en pleno invierno.

31 “Masa o pasta de azúcar muy blanca y delicada con que se suele cubrir o bañar cualquier género de dulce(…) También de sola esta pasta se forman alelúyas, flores, ramos y otras cosas con mucho primor.” (Diccionario de Autoridades)

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aumentando mi dolor.»—«Vuelve a la jaula, y advierteque con tu dulce canciónsuspendes las tristes penasde un rendido corazón.»—«Escucha atento el reclamo,pues te obligo con mi amora que consueles mis ansias,pues escuchas mi pasión.»A las voces de Amarilis,32 el pajarillo volvió,y encerrándole, contenta,volvió a repetir su voz:—«¡Vuelve, vuelve a la red amorosa...!»33

Dieron todos las gracias del repetido mote a doña Leonor, y quedó tan contenta de ver que su amante estaba absorto en la contemplación de su hermosura, que fue menester su cordura para disimular el alegría que le bañaba el pecho. Mandó doña Gertrudis a Marcela, criada suya34, trajera las castañuelas, diciéndole: —Baila con cuidado, que he celebrado tus gracias, no me saques mentirosa. Era recién venida y no de mala cara, y pidiendo a su señora le tocara la capona35, bailó tantas y tan airosas mudanzas36 y repicados redobles,37 que pareció a todos tan bien que le dieron muchos favores, significando el mucho gusto que les había dado. Y por ser tarde se trató de la cena, refiriendo doña Juana dos regalos que le habían enviado. Respondió don Enrique:

—Bien parece que vuestra merced me trata como a vizcaíno, que siempre tenemos fama de cortos38, a la vista de estas señoras.

Respondió doña Juana:—Remítome a la verdad de lo que digo.Trajéronse las mesas y en bufetes39 bajos, con reales y olorosos

manteles, al venir de las fuentes por últimos platos, encarecieron la razón que había tenido en ponderarlos, en particular la torta. Y gastando un rato en considerar la variedad de su bien compuesta hermosura, casi con lástima de deshacerla, dijo doña Juana:

—Pues quédese para el regalo de mi señora doña Lucrecia.

32 Una de las pastoras de las Églogas de Virgilio. En este tipo de versos se usa como sinónimo de muchacha.

33 Leonor desea asegurarle a Antonio que el "jilguerillo" de su amor está preso en las redes de él, ante el interés de Enrique en casarse con ella. Leonor se "encierra contenta" en las redes de ese amor.

34 Esta es la única ocasión en que una criada participa activamente en la tertulia. A Marcela se le atribuyen dos cualidades propias de doncellas nobles: habilidad para el baile y belleza (“no de mala cara”). El entretenimiento de los amos por parte de los criados es un tema que también está presente en las novelas de María de Zayas; cf. al respecto la edición de A. Yllera de los Desengaños amorosos.

35 “Son o baile a modo de la mariona, pero más rápido y bullicioso, con el cual y a cuyo tañido se cantan varias coplillas.” (Diccionario de Autoridades)

36 Movimientos que se hacen en los bailes y danzas al ritmo del tañido de los instrumentos. (Diccionario de Autoridades)

37 Repetición del golpe que se da sobre una cuerda de guitarra u otro instrumento musical. (Diccionario de Autoridades)

38 Un poco tacaños.39 Mesas grandes o medianas, portátiles, de dos patas y hechas de madera o piedra más o menos preciosa. Se

usan para comer (como en este caso), estudiar o escribir. (Diccionario de Autoridades)

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—No pasaré yo por eso —dijo la viuda. Y dando una pasada con la mano de muchos de los alcorzados40 bultos, diciéndoles—: ¡Ea, señores, prisa a la montería, no se nos vaya la caza!

Celebraron el donaire con mucha risa, porque doña Lucrecia era aguda de dichos y se preciaba de ser cariñosa y entretenida. Alzadas las mesas, dieron las debidas gracias a doña Juana, y se divirtieron un rato en jugar a las damas hasta que dieron maitines.41 Y despedidos de la viuda, dieron lugar a que gozara del común reposo.

El diligente día primero de Pascua, por ser doña Gertrudis la obligada, le pareció a don Vicente enviarle algunos regalos, y con la licencia de Pascua, como por aguinaldo,42 en una curiosa bandeja le envió búcaros43 dorados, guantes de ámbar, bolsos estrechos44 y otras niñerías. Estimó la demostración, y quiso darlo a entender; y poniendo cuatro lienzos de Cambray45 en la bandeja, le envió a decir que por ser labor de su mano se atrevía.46

Quedó tan contento de verse favorecido, que trató con don Enrique darles un gusto para tener que reír; y saliendo de casa a dar las Pascuas a personas de obligación, no volvieron hasta la tarde, oídas las cinco. Mandaron a un criado que mirara si estaban en el cuarto de la viuda y en diciéndoles que sí, atándose uno de los lienzos en la cabeza, otro en una pierna y dos en los brazos, estribando en la espada, ayudado de don Enrique y de un criado, entró en la sala de repente, dando a entender que venía herido. Asustáronse, preguntando: «¿Qué desdicha es esta?» Respondió don Enrique:

—No sé, señoras. Mi amigo viene herido mortalmente, y lo que más es, entiendo que un rapacillo le ha puesto así.

Doña Lucrecia, como era sagaz y vido que venían solos, preguntó:—¿Adónde sucedió esa desgracia?—Aquí a la puerta —dijo el criado—.Replicó diciendo:—Alégrome de que tengamos al cirujano en casa.No pudo don Enrique disimular la risa. La discreta viuda le dijo a doña

Gertrudis:—Cure vuestra merced este enfermo.Como reconocieron el bien pensado embuste, le preguntó:—¿Adónde es la herida más peligrosa?Respondióle: «Aquí, señora», señalando el pecho. Púsole la blanca

mano en la parte que había señalado y mirando a los demás, les dijo:—Pierdan vuesas mercedes el cuidado, de que este mal no es de

muerte.—Claro está —dijo don Vicente—, que, si me cura un ángel, que ha de

ser la salud milagrosa.

40 Recubiertos de alcorza, vid. n. 17.41 Hora nocturna que canta la Iglesia Católica a las doce de la noche.42 Regalo que se pide o da en Navidades, pueden ser cosas comesitbles, dinero o alhajas. (Diccionario de

Autoridades)43 “Vaso de barro fino y oloroso en que se echa el agua para beber y cobra un sabor agradable”. (Diccionario de

Autoridades)44 Carteras o bolsos pequeños en los que las mujeres pueden llevar cosas menudas.45 Tela muy delgada y fina.46 Las doncellas sólo podían regalar objetos hechos por ellas mismas.

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Alborozáronse con la risa, alabando la prudencia de doña Lucrecia, y respondieron diciendo:

—Si fuera verdad, no vinieran solos, que no era el suceso para no causar alboroto.

Trataron de cenar, y doña Gertrudis las regaló con mucha franqueza, llevando los aplausos debidos a su galantería. Alzadas las mesas, sentándose en lugar a propósito, dijo así:

NOVELA PRIMERA

La Venus de FerraraAstolfo, duque de Ferrara, recién heredado en la grandeza de sus

estados, empezó a reinar con tan próspera felicidad que fue generalmente amado de todos sus vasallos, porque era valeroso, de lindo cuerpo, hermoso de cara, claro de entendimiento y afable de condición47. Preciábase de generoso con francas mercedes, propiedades dignas de un príncipe soberano. Tenía un deudo muy cercano a quien su padre, por ser esforzado en las armas, le había ocupado en las guerras que se ofrecían. Envióle a llamar y dándole cargo de general de mar y tierra, le envió a que resistiera al Rey de Dalmacia, que pretendió usurparle parte de sus tierras.

Era Teobaldo viudo; tenía una hija, tan hermosa criatura que, celoso de su honra, considerando que ausente de su casa corría peligro su honor, se determinó a dejarla en un castillo en una aldea ocho leguas de la Corte, por ser uno de los muchos lugares del señorío que gozaba en premio de sus servicios. Dejóle veinte hombres de guarda, y un criado leal de quien tenía segura confianza, para que él y su mujer cuidaran de su regalo, mandando a los demás criados obedecieran al decanoa en todo lo que les mandara.

No sintió Floripa su prisión (que este nombre le podemos dar), porque de su natural era honesta y recatada y vivía libre de pasiones amorosas, aunque estaba deseosa de ver a su primo, por la mucha fama que le daban.

Celebraba el Duque viejo el nacimiento de Astolfo todos los días que llegaba el cumplimiento de sus años con fiestas públicas y suntuosas, dando puerta franca en su real palacio para que entraran a ver sus grandezas todos los que quisieran verlas. No quiso Astolfo perder la costumbre de su padre. Pasado el tiempo de los lutos, mandó a un grande de su Corte, llamado don Gonzalo, que gozaba de su privanza48 por su mucha prudencia y lealtad, que se previnieran las acostumbradas fiestas.

Como Leucano venía los más días a la Corte para llevar provisión a la fortaleza y regalos para Floripa, supo la determinación del Duque y vuelto al castillo, dijo a su señora lo que pasaba, diciéndola:

—Bien podía vuestra Alteza ir en hábito de labradora a ver las fiestas, pues no la conocería nadie.

Parecióle bien, y le mandó que le trajera galas a propósito para las dos. Un día antes de la víspera, partieron, por llegar a tiempo de ver los

47 De nuevo, se presentan en el duque las principales cualidades del hombre ideal: valor, belleza, inteligencia y generosidad.

48 “Favor, valimiento y trato familiar que el inferior tiene con el príncipe o superior.” (Diccionario de Autoridades)

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prevenidos y voladores fuegos. Llevólas a casa de un amigo que vivía cerca de Palacio.

Otro día, quiso Floripa entrar a ver sus grandezas, para ver al primo deseado, y como había orden de no impedir la entrada, tuvieron lugar de llegar a una sala por donde había de pasar. Contento el Duque de ver tanta gente que le esperaba, tendiendo la vista a todas partes puso los ojos en las dos labradoras y mirando que traían velos en los rostros y lucidas galas, presumió serían algunas damas principales que venían disfrazadas. Movido de la curiosidad, le mandó a un paje de quien se fiaba que las entrara a ver todo y las detuviera hasta que volviera del paseo.

Quedó Floripa tan rendida de ver su bizarría que no le pesó de que el paje las pidiera que entraran a ver, si venían a eso. Siguiéronle y después de haberlo visto todo, las entró al cuarto donde dormía y dejándolas en una recámara, les dio a entender la orden que tenía, diciéndoles que su Alteza tenía gusto de verlas y saber quién eran. Respondióle el decano que la una era su mujer y la otra su hija. Díjole el paje:

—Aquí habéis de esperar a que vuelva, y no dudéis de que os hará alguna merced, pues me ha mandado que os detuviera.

Con esto, se fue, dejándolos encerrados. Cuando volvió, le dio cuenta de que los tenía en su cuarto. Entróse en él, y mandóle las trajera a su presencia; y venidas, mirando a Leucano con apacible semblante, le preguntó quién era y dónde vivía. Respondió que vivía en una aldea que se llamaba la Montena, ocho leguas de la Corte. Y preguntándole quién eran las labradoras, le respondió lo mismo que había dicho al criado. Mandóles que desprendieran los velos y obedeciéndole, se quedó elevado mirando la rara belleza de Floripa; y vuelto de la suspensión, le dijo a Leucano:

—Honrado labrador, por quien soy que os tengo envidia, y os juro, a ser casado, que diera cuanto tengo por tener otra hija como esta.

—En verdad —dijo Floripa— que, aunque yo quiero mucho a mi padre, que me holgara de que su merced lo fuera, porque es tan garrido, bendígale el Cielo, que da contento mirarlo.

Gustoso del simple donaire, quitándose de la pretina una gruesa vuelta de cadena, se la dio, diciéndole:

—Tomad, que os quiero pagar el favor.Tomóla y mirándola a lo bobo, le dijo:—Pues en verdad que no me le paga muy bien, porque el alcalde de mi

lugar dice que con las cadenas atan a los esclavos.—Según esto —dijo Astolfo—, mal hice en dárosla, pues soy yo el

esclavo de unos ojos que ya me tienen cautivo.Mesuróse Floripa, bajando el hermoso rostro de honestas colores, y

risueño de verla tan vergonzosa, le dijo:—No me decís nada.Respondióle:—¿Qué quiere que le diga, si no le entiendo? Si quiere que le responda,

hable claro.—Sí haré —dijo Astolfo—. Dejad que pasen las fiestas y pues las de hoy

son tan grandes, quiero que seáis mi convidada. Mandaré que os pongan en parte donde las veáis a gusto. Decídme vuestro nombre.

Respondióle:—Me llamo Penosa.

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—Riguroso nombre tenéis —dijo el Duque—. Ya no me espanto de que sepáis dar penas.

Y llamando al paje, le mandó cuidara de su regalo, advirtiendo a Leucano que no se fuera sin verle.

Pasadas las danzas y representaciones, volvióla contenta a su posada. Mandóle a Leucano que apercibiera su viaje, diciéndole:

—No me atrevo a ver a mi primo, que, si le parecí tan bien como ha dado a entender y se atreve a declararse, será fuerza decirle quién soy y quiero satisfacerme de su amor. Para declararme, pues, merezco su casamiento, si el Cielo quiere hacerme dichosa.

Con esta determinación, se volvió al castillo, y para probar si sentía no haberle visto, no quiso que Leucano volviera a la Corte, porque no le vieran si acaso hubiera mandado que le buscaran.

Una noche le dijo:—Mañana podéis ir a ver a mi primo, si os parece que su amor es tan

grande como yo deseo. Decidle quién soy sin que entienda que yo lo sé. Y pues fío de vuestra prudencia, no tengo más que decir.

Prometió servirla con lealtad.Otro día se partió, y llegado a la Corte, fue a palacio; pidió le llamaran

al paje; salió a ver quién le buscaba, y le dijo:—Mal habéis hecho en no haber venido, que su Alteza está disgustado,

como os fuistéis sin verle.Respondióle:—Ya vengo a dar mi disculpa. Mire vuesa merced si le puedo ver.Entró a decirlo, y mandó que le trajera a su presencia. Y quedando

solos, le dijo:—Enojado me tenéis en no haber venido a verme.Respondióle:—Señor, con el cansancio del camino le dio a mi Penosa una calentura,

y me fue forzoso el irme. Ya está buena, gracias a Dios.Díjole el Duque:—Leucano, yo estoy loco de amor, y habéis de dar lugar a que goce su

hermosura. Fiaos de mí, que yo pagaré la fineza, si aventuráis vuestro honor para darme vida.

Hincóse de rodillas, diciéndole:—Aquí tiene vuestra Alteza mi vida: mande cortar mi cabeza, pues no

será posible servirle en lo que me manda. Y si me promete callar este secreto, diré la verdad, para mostrarle que soy leal.

Prometió no romperlo, y Leucano le dijo cómo Floripa era hija de Teobaldo y prima suya, y que su padre la había dejado en el castillo de la Montena porque no fuera vista de nadie, y que deseaba verle y por eso había venido a las fiestas. Quedó el Duque contento, considerando que su hermosa prima le quería, pues había venido a verle; y estimando su lealtad, le dijo:

—Yo he de ir con vos al castillo, sin que mi prima entienda vuestro atrevimiento, que gustaré de verla con galas de dama. Y fía de que no pasaré los límites del respeto que se debe a su decoro.

Respondióle:—Si vuestra Alteza me cumple esa palabra, yo le serviré.—No dudéis de mi valor —le dijo Astolfo—, que os juro, si me parece

tan bien, con la gravedad que pide su grandeza que ha de ser duquesa de

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Ferrara, pues con las galas de labradora me tiene tan rendido que ya no vivo sin verla.

Quedaron concertados de que otro día le esperase cerca del castillo, para entrarle en él sin que los criados de guarda le vieran, y dándole un bolsón con dos mil escudos, se despidieron.

Volvió el leal criado con la buena nueva, dándole a su señora cuenta de todo lo que había pasado. Quedó suspensa y como la vido triste, la preguntó de qué se había disgustado, pues se había cumplido su deseo.

—No tanto como yo quisiera —dijo Floripa—, pues mi desgracia puede ser tanta que le parezca mal, y me pesa de que venga a verme.

—Calle vuesa merced —dijo Rosenda— y no diga eso, pues su mucha hermosura le asegura de este temor.

Respondióle diciéndole:—Pues ya no tiene remedio, sacadme galas y aderezad la casa.Hizo lo que le mandó y vistiéndose una saya entera49 de terciopelo

morado, con tres guarniciones50 de asientos de oro y todo el campo bordado de unos lazos de aljófar51 grueso, a modo de flor de lis; adornó el hermoso y rubio pelo con otros hilos de gruesas perlas. Era diestra en la música y aguda de entendimiento. Preciábase de escribir algunos versos, para divertir la pena de la soledad que pasaba. Quiso hacer alarde de sus muchas gracias, para conseguir su dichoso fin.52

Llegada la tarde, salió Leucano a esperarle y llegado a donde estaba la cuidadosa espía, mandó a los criados que le esperasen en la espesura de un monte que estaba a la vista del castillo. Y llegada la noche, le entró en él por una excusada puerta que daba a unas inhabitables peñas; dejóle en su aposento, diciéndole que iba a recoger las guardas y cerrar las puertas. Con esto, fue a dar cuenta de que ya estaba allí. Díjole Floripa que le trajera a la sala primera, que, en estando allí, entraría a preguntarle algo que le sirviera de seña. Hízolo con brevedad y traído a la antesala, entró, diciéndole a su mujer:

—¿No es ya hora de que mi señora cene?—Todavía es temprano —dijo Floripa—. Dejadme divertir las penas que

me causa esta prisión en que mi padre me tiene.Y pidiéndole a Rosenda le trajera el arpa y templándola con diestra

ligereza, tocó por media hora muchas y galantes diferencias.53 Y después de haberle entretenido con la suave armonía, dio al aire el acento de su dulce voz, cantando las siguientes endechas54, significando en ellas parte de su amorosa pena para dársela a entender:

49 La saya es la ropa exterior femenina que tiene pliegues en la parte de arriba y baja de la cintura a los pies; la saya entera tiene falda larga. (Diccionario de Autoridades)

50 Adorno para mayor gala y mejor parecer. Se coloca en las extremidades o medios de los vestidos o ropas. (Diccionario de Autoridades)

51 Lazos de perlas menudas. (Diccionario de Autoridades)52 Floripa posee las características de la dama ideal: bella, honesta, decorosa, “aguda de entendimiento” y

habilidosa (“diestra en la música” y capaz de escribir versos). Todas ellas le aseguraban la consecusión de su dicho fin: el matrimonio con el duque.

53 Diversos modos de tocar un mismo tañido en un instrumento musical. (Diccionario de Autoridades)54 Canción triste y lamentable. (Métricamente, la endecha es un romance en hexasílabos o heptasílabos. Suele

organizarse –tardíamente— en grupos de cuatro versos, al igual que el romance, porque el fraseo musical –que suele repetir el tema cada cuatro versos— favorece esa distribución sintáctica y de contenido. Efectivamente, Floripa canta estas endechas con su arpa para darle a entender a Astolfo la pena que en ella suscita el encierro en el que vive para preservar su honor, aunque también las penas amorosas que le causan su enamoramiento del primo, pues aún no sabe si será correspondida o no.

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Llorando en mi prisión,de lo que vivo, muero,pues pierdo lo que adoroy gozo lo que pierdo.Imposibles parecen,y atenta consideroque en mí serán posiblespara darme tormento.Retrato en la ideaal que reina en mi pecho,siempre le estoy mirando,aunque jamás le veo.¡Ay dueño de mi alma!,recabe mi respetode mí, que ya se rompala cárcel del silencio.Publíquense mis ansias,sepan todos que quiero,que, pues nací mujer,no será grave exceso.Pues tengo tanta causa,bien disculpada quedo,si en no adorarte errara,cuando en amarte acierto.Mas, ¡ay de mí!, que ausenteme tiene lo que siento,imposible a la dicha,y posible al deseo.Pues te vieron mis ojos,y entre las llamas peno,anégueme su llanto,sin apagar el fuego.55

Cantó la referida letra con tan tristes acentos que casi estuvo el Duque por entrar en la sala, conociendo que se había cantado por él. Y por no faltar a su palabra, le dijo a Leucano:

—Llevadme presto, antes que acabe de perder el juicio, pues estoy tan loco de ver a mi prima como enamorado, y agradecedme que os cumplo lo que os prometí.

Estimóle el favor y saliendo del castillo, le acompañó hasta dejarle con los criados. Y volviendo a ver a su señora, le dijo:

55 En este romance, en estrecha relación con la trama del relato, Floripa da cuenta de sus penas de amor; la autora lo utiliza como estrategia para que, en el proceso de galanteo, la dama muestre sus sentimientos sin faltar a su decoro: ella no sabe que el amado la escucha. La mayoría de los versos intercalados que aparecen en las novelas de esta colección se relacionan con la trama de los relatos y son empleados por los protagonistas para expresarle al ser amado sus sentimientos más íntimos, cuando socialmente no pueden verbalizarlos de otro modo, más que por versos y canciones; es decir, son una glosa lírica de la acción de las novelas y del marco, cuando aparecen en él. Pero también permiten al autor darle variedad al relato, pues ya desde la novela pastoril del siglo XVI se había demostrado eficaz la mezcla de relato en prosa y verso intercalado. Predominan los metros cortos (romances, endechas, seguidillas, coplas, villancicos) cantables, y no los metros italianos. En Zayas también predominan los romances, aunque emplea los sonetos mucho más que Carvajal; la función de los versos intercalados en la obra de doña María es muy similar a la que desempeñan en Las Navidades de Madrid. Meneses, por su parte, sigue el mismo patrón en su única novela.

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—¡Deme vuesa merced albricias,56 que yo espero muy presto verla duquesa: su Alteza va loco!

—Yo os prometo —respondió Floripa— de dároslas tan grandes que no quedéis quejoso.

Respondióle:—Mañana tengo de ir a la Corte, que me mandó que fuera a verle.—¡Envidia os tengo! —dijo la enamorada dama—. Id con Dios, pues me

sirve de alivio el pensar que gusta de veros.Cuando el Duque volvió a su palacio, le halló alborotado, y

preguntando qué había sucedido, le respondió don Gonzalo que había venido aquella tarde un correo y traía tan mala nueva que no se atrevía a decirla, por no darle pena mayor.

—Serálo —dijo Astolfo— si dilatáis lo que deseo saber.Respondióle:—Señor, Teobaldo dio la batalla a tanta costa que murió en ella.Sintiólo el Duque, diciéndole:—Tenéis razón de haber temido el darme tal disgusto.Y dándole cuenta de su amor, le mandó que partieran a toda prisa a

traer el cuerpo, diciéndole que estaba determinado a darle la mano a su prima. Partieron a obedecerle y venidos los que fueron por él, le mandó depositar hasta haber celebrado su casamiento, diciendo que habían de ser las honras tan grandes como el sentimiento.

Aunque Leucano vino a verle, no quiso darle la nueva, por excusar la pena de su amada prima. Y acompañado de sus grandes,57 fue al castillo para templar con su presencia el sentimiento.58 Mandó se adelantara un criado a decir su venida y saliendo Floripa a recibirle, le preguntó la causa de hacerle tanto favor. Satisfizo su pregunta con decirle que venía a darle el parabién, pues ya su Alteza era duquesa de Ferrara. Que se sirviera de ir a gozar su palacio, aunque había de ser en secreto y no se harían fiestas a su recibimiento, por haber muerto su padre. Respondió mostrando el debido pesar, aunque el contento de verse tan dichosa no lo pudo disimular tanto que no conocieran todos su alegría.59

Deliberóse el desposorio con moderada pompa y pasados quince días, mandó el Duque que vistieran todos lutos para celebrar las honras,60 en que dio a entender con la demostración del sentimiento el grande amor que tenía a su esposa.

A tres meses de casada se reconoció preñada, colmando la Fortuna su dicha con el mucho gusto de su amado esposo. Estaba Rosenda preñada en seis meses, y se determinó que fuera ama de lo que la Duquesa pariese, dándole a Leucano oficio de mayordomo mayor y otros aumentos, digna paga de su lealtad y de las merecidas albricias.

56 Regalos que se dan por alguna buena nueva o feliz suceso a la persona que lleva o da la primera noticia al interesado. (Diccionario de Autoridades)

57 Los "grandes" son las personas que, por su nobleza y merecimientos, tenía en España la preeminencia de poderse cubrir delante del rey. (Diccionario de Autoridades)

58 "Templar el sentimiento": moderar o suavizar la fuerza de los sentimientos.59 La mujer del siglo XVII debía estar siempre bajo la tutela de un hombre, por eso la prolongada soltería

femenina no era bien vista e incluso para muchas mujeres repesentaba una especie de problema, pues si no se casaban no podía realizar su principal función social: la maternidad. En el caso de Floripa, resulta significativo que el mismo día que recibe la noticia de la muerte de su padre, se le anuncia su casamiento, es decir, pasa de la tutela de su padre a la de su marido.

60 Celebrar el funeral.

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Llegado el tiempo, parió Rosenda una niña, que fue llamada Eufrasia; y la Duquesa parió otra, a quien llamaron Venus. Criáronse hasta la edad de seis años, y Floripa pidió a su esposo por merced que Venus no fuera vista de nadie, poniéndole por delante que, si ella no hubiera venido a las fiestas, no se hubiera enamorado. Parecióle bien el recato de su esposa, y respondió hicieran su voluntad.

Con esta licencia, puso a las dos niñas dentro de su palacio en un cuarto a satisfacción, sin permitir que las asistiera más que Rosenda, para cuidar de su regalo, dos doncellas y una dueña. Todas las noches iban sus padres a verlas, porque no viviera melancólica, y su madre la entretenía con enseñarle a tocar el sonoroso instrumento.

Dieciocho años vivió Astolfo casado con su amada prima y llegada la hora fatal, pagó el común feudo, con tan general sentimiento de todos, que a Floripa le servía de consuelo el ver su lealtad. Propusiéronle sus grandes que diera estado a Venus, pues había tantos pretendientes. Respondió que el Duque no se había determinado a casarla, porque mostraba sentimiento en tratándole de casamiento, y que le parecía sería a propósito que vinieran a su Corte los pretendientes a servirla, para obligarle la voluntad; advirtiéndoles que había de ser el escogido aquel a quien ella se inclinara61, y habían de venir juramentados de no alterar con armas sus tierras.

Parecióle a don Gonzalo que el haberla tenido en tanta clausura sería la causa de vivir tan libre de amor, y se determinó darle gusto a la Duquesa. Avisaron a los embajadores, que al presente estaban en Ferrara, para que dieran aviso a sus dueños. Divulgada la nueva, les pareció a todos bien, por entender cada uno tenía méritos para ser el dichoso. Vinieron a su Corte el Príncipe de Paterno y el de Ásculi, el Duque de Florencia y el Príncipe de Condè.

Y llegando a noticia de Alfredo, duque de Módena, las fiestas de Ferrara, le pareció que Venus era muy hermosa, pues tantos príncipes se determinaban a servirla para obligarla. Y no se engañó en la presunción, porque era tan rara su belleza que hacía muchas ventajas a la de Floripa, su madre; y aunque era altivo y poco inclinado al casamiento, se determinó a ir encubierto y llamando a Laureano, privado suyo, le dio cuenta de su determinación, diciéndole había de ir con él fingiendo ser él el Duque, y había de dar a entender que Alfredo era Laureano y deudo suyo, para tener con esto lugar de estimación entre los demás. Partieron, acompañados de los criados de mayor confianza, advirtiéndoles Alfredo habían de dar a entender que Laureano era él.

Llegados a la Corte, hicieron notoria su venida. Tenía don Gonzalo cargo de aposentarlos y acompañado de los grandes, fue a besar la mano. Fingió Laureano tan bien el papel de representar al Duque que no fue poco que los otros criados disimularan la risa. Diole a entender don Gonzalo que dentro de ocho días había de salir Venus en público a ser vista de todos, y aquel día había fiestas reales, que si gustaba de entrar en ellas se diera por avisado, porque habían de entrar los príncipes en la plaza. Respondióle que sí, pues no había de faltar a lo que hicieran los demás, y mirando a uno de los criados, le dijo:

61 A Venus se le permite decidir con quién desea casarse, pero ella debe elegir marido de entre los pretendientes previamente seleccionados por sus padres, los cuales reúnen los requisitos necesarios para ser dignos de Venus.

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—Llama a Laureano, que quiero que estos señores le conozcan por deudo mío y mi privado.

Salió Alfredo a darse a conocer y todos le hicieron acatamiento, como dio a entender era su deudo.

Vueltos a palacio los grandes, les preguntó Floripa qué persona tenía el Duque. Respondieron que, a no traer consigo un privado y deudo suyo, no era el Duque de malas partes; mas no tenía que ver con Laureano, porque le aventajaba con la bizarría; y que no les pesaba de que se hubieran trocado las suertes, si acaso fuera la elección en el Duque, porque el estado de Módena era de los más poderosos que había en aquellos tiempos. Respondióles Floripa:

—Como Venus viva contenta, la mayor riqueza es el gusto.Y mandando retirar a los grandes, quedando sola con don Gonzalo, le

dijo que Eufrasia era de las más lindas damas que había en su Corte, y que tenía determinado de dar a entender que era Venus, para hacer experiencia de la voluntad de los pretendientes, pues sería fácil conocer cuál era el enamorado en el sarao que se hiciera en palacio; pues, con la licencia de galantear a las demás, vería cuál se inclinaba a la hermosura de Venus, y que ella también miraría con más desenfado, sin el temor de la gravedad; y que sólo de su prudencia fiaba aquel secreto.

Estimó don Gonzalo el favor, y llegado el día de las fiestas, pidieron los príncipes licencia para entrar en palacio, a ver pasar a Venus desde su cuarto a la sala donde estaban los balcones. Fueles concedida, y Eufrasia, vistiendo ricas galas, salió al lado de su fingida madre acompañada de los grandes y muchas damas, llevando a Venus tan cerca de sí que dio a entender gozaba de su privanza.

No le pareció a Alfredo era tanta su belleza como su fama, creyendo era Venus, y puestos los ojos en la verdadera Venus, preguntó a don Gonzalo quién era aquella dama. Respondióle que era hija del Mayordomo Mayor de su Alteza, y tan estimada que la quería tanto como a su Alteza. Díjole Alfredo:

—No se puede negar que la Princesa es muy linda, mas en esta dama echó naturaleza todo el resto. Dígame, vueseñoría, ¿cómo se llama?

Respondióle que su nombre era Eufrasia. Con esto, bajaron a tomar caballos, dando principio a las fiestas cuatro carros triunfales que, dando vuelta a toda la plaza, alegraron la gente con la suavidad de acordes instrumentos, cantando a coros diversas letras; y vueltos a salir, sonaron los clarines y trompetas y se dispararon muchos tiros al recibimiento de los príncipes, que entraron haciendo alarde de su mucha bizarría en las ricas y costosas galas, y en pajes y lacayos. Hicieron todos reverencia al balcón de Floripa y dando vuelta a todo el contorno para ser vistos de la mucha gente, volvieron a salir.

Se mandó entrara por primer pretendiente el Príncipe de Paternoy vestido de brocado carmesí, penacho de plumas blancas, el caballo blanco, cola y crin encintadas de rosas encarnadas, treinta lacayos de librea de tela encarnada, con sombreros blancos y bandas azules guarnecidas de puntas de oro. Alargó una lanza, en que traía una tarjeta con un mote62. Tomóla don Gonzalo y leído, decía así:

62 “Sentencia breve que incluye algún secreto o misterio que necesita explicación”. (Diccionario de Autoridades) En este caso ese secreto o misterio consiste en que Venus y su madre “descrifren” mediante la interpretación de los motes, cuál es el hombre más apropiado para ser esposo de Venus.

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Si la Venus de Ferraraha de premiar con amar,tarde llegará el premiar.

—Enamorado está el Príncipe —dijo don Gonzalo—, pues siente la tardanza.

—Antes me parece a mí —respondió Floripa— que teme la dilación por la codicia del estado, pues a estar enamorado hubiera reparado en la hermosura de Venus, como reparó Laureano, como me habéis contado.

En esto, sonaron los clarines y entró en la plaza el de Ásculi; venía de brocado blanco, penacho de plumas moradas y la librea de lo mismo, con pasamanos de plata y dando la tarjeta, decía el mote así:

A Venus precia mi amor,y aunque vaya despreciado,con amarla voy premiado.

—¿Qué siente vuestra Alteza de este mote? —dijo don Gonzalo. —Que no tendremos que consolar —respondió Floripa—, pues él se consuela, si Venus le despreciare, y se contenta en amarla.

Sonaron tercera vez los clarines, y entró el Duque de Florencia, vestido de pardo con bordaduras de plata y letras del nombre de Venus, la librea de lo mismo, y plumas pardas y leonadas; y dada la tarjeta, decía el mote:

Si de la estrella de Venusmuestra rigor su influencia,muerto será el de Florencia.

Era el Duque basto de facciones y grueso, y Floripa le dijo a don Gonzalo:

—Razón tiene de darse por muerto, si a Venus le parece tan mal como a mí. Sonó la belicosa señal, y entró por cuarto pretendiente el Príncipe de Condè, vestido a lo francés de finísima escarlata63, bordado de recamados de oro, penacho de doradas plumas, librea de raso encarnado, con guarniciones de plata; y dado el mote, decía así:

Si Venus sabe de amor,no puede el mío dudarel premio que le han de dar.

—¡Qué arrogante mote! —dijo don Gonzalo.Respondió Floripa:—No os espantéis, que es propio de franceses el ser arrogantes.Sonaron los clarines y entró por último pretendiente Laureano, vestido

de tela rica de color de nácar, librea de espolín64 de oro verde, plumas y rosas del caballo de todas colores. Habíale encargado Alfredo en secreto que se aventajara a todos cuanto le fuera posible. Era Laureano gran jinete, experto en la guerra y fuerte de piernas; confiado en su mucha valentía, quiso dar gusto a su dueño y arremetiendo el caballo desde el principio de la entrada hasta llegar al balcón, le hizo arrodillar con tan impetuosa violencia que entendieron todos que había caído; y levantándose con diestra ligereza, causó tan general alboroto que se oyó en confusas voces: «¡Viva Módena!». Y dado el mote, decía así:

Amando sin pretender,aunque a Venus reverencio,

63 Paño y tejido de lana teñido de color fino carmesí. (Diccionario de Autoridades)64 Tela de seda con brocado de oro o de seda. (Diccionario de Autoridades)

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hoy respeta mi silenciolo que no he de merecer.

—Lo que tienen los demás de arrogantes —dijo don Gonzalo—, tiene el Duque de poco confiado.

—Ha querido —respondió Floripa— juntar a un tiempo el valor y la discreción, que siempre es la desconfianza propia de los discretos. Y prometo que su privado y él me han parecido los mejores. ¡Quiera el Cielo que yo acierte esta elección!

—Si ha de ser a gusto de su Alteza —dijo don Gonzalo—, no hay que temer, que yo la tengo por tan prudente que estimará el que fuere mejor.

Pasados los motes, corrieron los príncipes muchas parejas, por mostrar su airoso despejo, y Laureano llevó tantas ventajas que casi los dejó corridos, por llevarle tan generales aplausos en las repetidas alabanzas. Después, subieron a una ventana que les tenían prevenida para ver los toros; y entrando algunos de los grandes y otros caballeros a rejonear, tuvo Alfredo lugar de mostrar su mucho valor. Mandóles a los lacayos que acosaran los indómitos brutos, llevándolos hacia el balcón de Venus y esperando a lograr la suerte. Fue la suya tan grande que cinco toros que llegaron adonde estaba, heridos por la nuca al golpe de su diestro brazo, los condenó a la muerte del primer golpe, oyendo en varias voces: «¡Víctor, Laureano!» Y mirando al balcón para ofrecer la victoria, mereció que Venus le correspondiera a la cortesía que le hizo con otra, que ella y dos damas que la asistían le hicieron.

Pasados los toros, se dio fin a la fiesta entrando en la plaza un carro triunfante en que venían cuatro gigantes que traían un castillo en los hombros. Y parando en medio de la plaza, dándole lumbre por de dentro, despidió de sí diversa variedad de encendidos fuegos, de ruedas, bombas y voladores cohetes que, subiendo a la región del aire, volvían a la tierra en espesas y lustrosas campanillas. Y mientras pasaba el espeso humo, sonaron cerca de la ventana de los príncipes muchos y acordes instrumentos cantando a coros, mientras se les dio una suntuosa colación que estaba prevenida.

Quedó Floripa tan contenta de la buena disposición de la fiesta que le dio a don Gonzalo las gracias, advirtiéndole que otro día se había de representar la comedia que estaba prevenida. Acompañaron los grandes a los príncipes, y llegados a sus posadas, les dio a entender don Gonzalo que el día siguiente había comedia y sarao en palacio.65

Llegada la hora de la prevenida fiesta, fueron a gozar de la prenda que deseaban ver. Tomaron el asiento cerca del estrado de Floripa y descubierto un teatro con muchas y bien dispuestas apariencias, se representó la Fábula de Venus y Cupido en los jardines de Chipre.66 Acabada la representación, se corrió un dosel y apareció un carro de música, dando principio a la sonora armonía. Llegaron algunos de los

65 20 En el Siglo de Oro existía un gran gusto por lo festivo, que se plasmaba en bailes, juegos, torneos, representaciones teatrales y corridas de toros. Como bien sabemos, el teatro fue otra actividad urbana muy popular en estos siglos, por eso no es extraño que en esta novela se mencione la presentación de una comedia en el marco de los festejos.

66 Es una fábula mitológica. Éstas generalmente daban lugar a representaciones espectaculares, con maquinaria, como las que eran habituales en el teatro cortesano. El título alude al nombre de la protagonista, Venus, a la vez que trata acerca del amor. Posiblemente la representación “a la italiana” pudo incluir un ballet y partes cantadas.

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grandes a galantear a las damas. Alfredo, a imitación suya, se arrodilló en la presencia de Venus, diciéndole:

—Perdonad, señora, mi atrevimiento, que vuestra rara belleza tiene la culpa de que yo me atreva a suplicaros os deis por servida de mi deseo. Advirtiendo, aunque soy vasallo, si mereciera vuestros favores, que pudiera ser que os viérades en tanta grandeza que no tuvieráis que envidiar en la de la princesa.

Respondióle:—Sospechosa me deja oír esas razones. Si queréis que estime vuestro

cuidado, declaraos, y no me tengáis dudosa.Díjole Alfredo:—Sí, y quisiera estar en parte menos pública. —No quede por eso —dijo

Venus—. Esperad esta noche a que os busquen de mi parte y venid con la persona que os buscare. Estimóle el favor con demostraciones de tanto gusto que Floripa reparó en ver tan divertida a su hija que le dio cuidado, temerosa de verla inclinada a quien no era digno de darle la mano. Acabada la fiesta, se despidieron todos y quedando solas, la preguntó:

—¿Qué te decía el privado del Duque?Respondióle refiriendo lo que le había pasado, y estaba determinada a

saber quién era, sin darse a conocer. Mandó Floripa llamar a don Gonzalo y venido, le dijo la sospecha que tenía y que fuera a traer a Laureano y le entrara en el jardín, por que Venus averiguara lo que deseaba. Fue a obedecerla y venidos al jardín, avisó de que ya estaba allí. Mandáronle que le hiciera llegar y se retirara. Hízolo y venido Alfredo a la reja, le dijo:

—¿Venís ya, señor Laureano? Estáis en parte donde podéis hablar, y sacarme de la duda en que me habéis puesto.

Determinóse Alfredo a decirle quién era, y la causa de venir encubierto.

—Admirada estoy —dijo Venus—de que os paguéis de una criada, despreciando tanta grandeza, pues la vuestra pide igual casamiento. Y no me habéis de dar la mano.

—¡Engañada estáis en eso —le dijo el rendido amante—, que sólo es grande para mí la que reina en mi pecho! Y os juro, si merezco vuestro amor, quedaréis Duquesa de Módena.

Estimóle la contenta dama el ofrecimiento, asegurándole no quedaría por ella el ser dichosa. Con esto, se despidieron, quedando concertado que todas las noches acudiría a la reja y que don Gonzalo le buscaría para acompañarle. Estuvo Floripa encubierta, escuchando la conversación, y contenta, le dijo a Venus:

—Dime la verdad, ¿qué te parece el Duque?Respondióle:—Que si dice verdad, no será otro mi esposo. Fácil será el saberlo, si

vuestra Alteza gusta de que yo viva contenta.—Yo gusto —respondió la contenta madre— de todo lo que tú gustares.

Mañana diré a don Gonzalo que despache a Módena un criado de satisfacción para que traiga un retrato suyo, pues es tan despacio y tengo lugar de saber la verdad. Aunque no me persuado a que será engaño lo que dice, pues para casarse contigo, creyendo que eres una dama de mi palacio, no era menester más de ser deudo y privado de Alfredo.

Estaba Eufrasia delante y puesta de rodillas, dijo a Venus:

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—Señora mía, si mi amor merece premio, suplico a vuestra Alteza que, pues tiene dos Alfredos, que me dé el uno.

Rióse la Duquesa del donaire, diciéndola:—Yo te prometo de casarte con Laureano, pues, sabida la verdad, no

hay duda de que está enamorado de ti, según el mote que dio en las fiestas.

Otro día se despachó por la posta el secretario, encargándole la brevedad. Partió a toda prisa y llegado a la Corte, se fue a palacio. Pidió a un criado que, pues no estaba allí el Duque, se sirviera de enseñarle el palacio, que le pagaría lo que le pidiera. Parecióle hombre de porte y llevándole consigo, le enseñó todo lo que deseaba ver. Y entrándole a una galería adonde estaban los ilustres ascendientes de la casa de Módena, le fue enseñando dos retratos, diciéndole quién era cada uno.

Y llegando al retrato de Alfredo, le dijo: «Este es su Alteza». Satisfecho el astuto mensajero, le dijo:

—Mucho estimaré llevar a mi tierra una copia.—Fácil será —dijo el que le enseñaba—. Si vuesa merced no sabe la

tierra67, yo le llevaré a casa de un pintor.Aceptó, prometiendo satisfacer la merced. Con esto, se fueron, y

llegados a casa del maestro, compró un lienzo de medio cuerpo68 tan parecido a su dueño que, llegado a la presencia de don Gonzalo, quedó admirado de la viva semejanza.

Fue a dar el retrato, pidiendo albricias de que era cierto lo que había dicho el Duque. Díjole Floripa que hicieran notorio a los pretendientes que estaba determinada a dar fin a su pretensión. Vinieron todos, y fueron recibidos de la prudente madre con demostración de mucha voluntad, diciéndoles:

—Ya vuestras Altezas saben el intento que tuve de que vinieran a mi Corte para inclinar el corazón de Venus a que tome estado. Cada uno de por sí es de tan altos méritos que, a ser mía la elección, quedara indeterminable69. Casarla a disgusto es rigor, y pues ha de ser uno sólo el escogido, será preciso que sea el que ella escogiere. Háme dicho que ya tiene hecha elección.

Respondieron:—Todos quedaremos contentos de su voluntad, pues el dichoso vivirá

contento con saber que es amado.—Responda ella por mí —dijo Floripa—.—Yo, señora —respondió Venus—, estoy inclinada al Duque de Módena,

por estar satisfecha de que me ama por lo que merezco, sin aspirar a la grandeza de mi estado.

—¿Cómo será posible —respondieron los príncipes— que vuestra Alteza conozca más amor en el Duque que en los demás, pues todos la habemos servido con igual deseo de merecerla? ¡Agravio sería para todos darle ventajas de más firme amante!

—No será agravio —dijo Venus—, pues tengo hecha la experiencia. Yo supliqué a mi madre que me permitiera estar encubierta, pues no me había visto nadie, para conocer quién se inclinaba a quererme por lo que merezco. Y pues el Duque me ha servido creyendo era Eufrasia, dama de

67 "No sabe la tierra": no conoce el lugar.68 Pintura en la que aparece una persona retratada de la cabeza a la cintura.69 "Indeterminable": por indeterminada.

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mi palacio, aunque vino encubierto en nombre de Laureano, privado suyo, temiendo que yo no le pareciera bien, disculpado está del engaño, pues yo he querido asegurar mi pecho del amor de mi esposo.

Quedaron corridos de que se conociera su codicia, y admirados de la discreción de Venus. Y para enmendar el desaire, se ofrecieron a celebrar con nuevas fiestas el desposorio. Diéronle el dichoso parabién y loco de contento, apenas acertaba a responder. Y dando la mano a su amada esposa, pidió Laureano en premio de su lealtad le dieran a Eufrasia. Túvolo Floripa por bien y pasadas las renovadas alegrías, se volvieron todos a sus tierras. Y Alfredo vivió casado con su amada Venus largos años, dándole el cielo en dichosa sucesión ilustres descendientes.

Miguel de Cervantes Saavedra NOVELAS EJEMPLARES

El licenciado Vidriera

Paseándose dos caballeros estudiantes por las riberas de Tormes, hallaron en ellas, debajo de un árbol, durmiendo, a un muchacho de hasta edad de once años, vestido como labrador; mandaron a un criado que le despertase; despertó y preguntáronle de adónde era y qué hacía durmiendo en aquella soledad. A lo cual el muchacho respondió que el nombre de su tierra se le había olvidado, y que iba a la ciudad de Salamanca a buscar un amo a quien servir, por solo que le diese estudio. Preguntáronle si sabía leer; respondió que sí, y escribir también.-Desa manera -dijo uno de los caballeros-, no es por falta de memoria habérsete olvidado el nombre de tu patria.-Sea por lo que fuere -respondió el muchacho-; que ni el della ni el de mis padres sabrá ninguno hasta que yo pueda honrarlos a ellos y a ella.-Pues ¿de qué suerte los piensas honrar? -preguntó el otro caballero.-Con mis estudios -respondió el muchacho- siendo famoso por ellos; porque yo he oído decir que de los hombres se hacen los obispos.Esta respuesta movió a los dos caballeros a que le recibiesen y llevasen consigo, como lo hicieron, dándole estudio de la manera que se usa dar en aquella Universidad a los criados que sirven. Dijo el muchacho que se llamaba Tomás Rodaja, de donde infirieron sus amos, por el nombre y por el vestido, que debía de ser hijo de algún labrador pobre. A pocos días le vistieron de negro, y a pocas semanas dio Tomás muestras de tener raro ingenio, sirviendo a sus amos con tanta fidelidad, puntualidad y diligencia, que, con no faltar un punto a sus estudios, parecía que sólo se ocupaba en servirlos; y como el buen servir del siervo mueve la voluntad del señor a tratarle bien, ya Tomás Rodaja no era criado de sus amos, sino su compañero. Finalmente, en ocho años que estuvo con ellos se hizo tan famoso en la Universidad por su buen ingenio y notable habilidad, que de todo género de gentes era estimado y querido. Su principal estudio fue de leyes; pero en lo que más se mostraba era en letras humanas; y tenía tan felice memoria, que era cosa de espanto; e ilustrábala tanto con su buen entendimiento, que no era menos famoso por él que por ella.Sucedió que se llegó el tiempo que sus amos acabaron sus estudios, y se fueron a su lugar, que era una de las mejores ciudades de la Andalucía. Lleváronse consigo a Tomás, y estuvo con ellos algunos días; pero como le fatigasen los deseos de volver a sus estudios y a Salamanca (que enhechiza la voluntad de volver a ella a todos los que de la apacibilidad de su vivienda han gustado), pidió a sus amos licencia para volverse. Ellos, corteses y liberales, se la dieron, acomodándole de suerte, que con lo que le dieron se pudiera sustentar tres años.

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Despidióse dellos, mostrando en sus palabras su agradecimiento, y salió de Málaga (que ésta era la patria de sus señores), y al bajar de la cuesta de la Zambra, camino de Antequera, se topó con un gentilhombre a caballo, vestido bizarramente de camino, con dos criados también a caballo. Juntóse con él y supo como llevaba su mismo viaje; hicieron camarada, departieron de diversas cosas, y a pocos lances dio Tomás muestras de su raro ingenio, y el caballero las dió de su bizarría y cortesano trato, y dijo que era capitán de infantería por Su Majestad, y que su alférez estaba haciendo la compañía en tierra de Salamanca. Alabó la vida de la soldadesca; pintóle muy al vivo la belleza de la ciudad de Nápoles, las holguras de Palermo, la abundancia de Milán, los festines de Lombardía, las espléndidas comidas de las hosterías; dibujóle dulce y puntualmente el aconcha, patrón; pasa acá, manigoldo; venga la macatela, lipolastri, e limacarroni. Puso las alabanzas en el cielo de la vida libre del soldado, y de la libertad de Italia; pero no le dijo nada del frío de las centinelas, del peligro de los asaltos, del espanto de las batallas, de la hambre de los cercos, de la ruina de las minas, con otras cosas deste jaez, que algunos las toman y tienen por añadiduras del peso de la soldadesca, y son la carga principal della. En resolución, tantas cosas le dijo, y tan bien dichas que la discreción de nuestro Tomás Rodaja comenzó a titubear, y la voluntad a aficionarse a aquella vida, que tan cerca tiene la muerte.El capitán, que don Diego de Valdivia se llamaba, contentísimo de la buena presencia, ingenio y desenvoltura de Tomás, le rogó que se fuese con él a Italia, si quería, por curiosidad de verla; que él le ofrecía su mesa, y aun si fuese necesario, su bandera porque su alférez la había de dejar presto. Poco fue menester para que Tomás tuviese el envite, haciendo consigo en un instante un breve discurso de que sería bueno ver a Italia y Flandes, y otras diversas tierras y países, pues las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos, y que en esto, a lo más largo, podía gastar tres o cuatro años, que añadidos a los pocos que él tenía, no serían tantos, que impidiesen volver a sus estudios. Y como si todo hubiera de suceder a la medida de su gusto, dijo al capitán que era contento de irse con él a Italia; pero había de ser condición que no se había de sentar debajo de bandera, ni ponerse en lista de soldado, por no obligarse a seguir su bandera. Y aunque el capitán le dijo que no importaba ponerse en lista, que ansí gozaría de los socorros y pagas que a la compañía se diesen, porque él le daría licencia todas las veces que se la pidiese.-Eso sería -dijo Tomás- ir contra mi conciencia y contra la del señor capitán; y así, más quiero ir suelto que obligado.-Conciencia tan escrupulosa -dijo don Diego- más es de religioso que de soldado; pero como quiera que sea, ya somos camaradas.Llegaron aquella noche a Antequera, y en pocos días y grandes jornadas se pusieron donde estaba la compañía, ya acabada de hacer, y que comenzaba a marchar la vuelta de Cartagena, alojándose ella y otras cuatro por los lugares que le venían a mano. Allí notó Tomás la autoridad de los comisarios, la incomodidad de algunos capitanes, la solicitud de los aposentadores, la industria y cuenta de los pagadores, las quejas de los pueblos, el rescatar de las boletas, las insolencias de los bisoños, las pendencias de los huéspedes, el pedir bagajes más que los necesarios, y, finalmente, la necesidad casi precisa de hacer todo aquello que notaba y mal le parecía.Habíase vestido Tomás de papagayo, renunciando los hábitos de estudiante, y púsose a lo de Dios es Cristo, como se suele decir. Los muchos libros que tenía los redujo a unas Horas de Nuestra Señora y un Garcilaso sin comento, que en las dos faldriqueras llevaba. Llegaron más presto de lo que quisieran a Cartagena, porque la vida de los alojamientos es ancha y varia, y cada día se topan cosas nuevas y gustosas. Allí se embarcaron en cuatro galeras de Nápoles, y allí notó también Tomás Rodaja la extraña vida de aquellas marítimas casas, adonde lo más del tiempo maltratan las chinches, roban los forzados, enfadan los

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marineros, destruyen los ratones y fatigan las maretas. Pusiéronle temor las grandes borrascas y tormentas, especialmente en el golfo de Leon, que tuvieron dos, que la una los echó en Córcega, y la otra los volvió a Tolón, en Francia. En fin, trasnochados, mojados y con ojeras, llegaron a la hermosa y bellísima ciudad de Génova, y desembarcándose en su recogido mandrache, después de haber visitado una iglesia dio el capitán con todas sus camaradas en una hostería, donde pusieron en olvido todas las borrascas pasadas con el presente gaudeamus.Allí conocieron la suavidad del Trebiano, el valor del Montefrascón, la fuerza del Asperino, la generosidad de los dos griegos Candia y Soma; la grandeza del de las Cinco Viñas, la dulzura y apacibilidad de la señora Guarnacha, la rusticidad de la Chéntola, sin que entre todos estos señores osase parecer la bajeza del Romanesco. Y habiendo hecho el huésped la reseña de tantos y tan diferentes vinos, se ofreció de hacer parecer allí, sin usar de tropelía, ni como pintados en mapa, sino real y verdadexamente, a Madrigal, Coca, Alaejos, y a la Imperial más que Real Ciudad, recámara del Dios de la risa; ofreció a Esquivias, a Alanís, a Cazalla, Guadalcanal y la Membrilla, sin que se le olvidase de Ribadavia y de Descargamaría. Finalmente, más vinos nombró el huésped, y más les dio, que pudo tener en sus bodegas el mismo Baco.Admiráronle también al buen Tomás los rubios cabellos de las genovesas y la gentileza y gallarda disposición de los hombres, la admirable belleza de la ciudad, que en aquellas peñas parece que tiene las casas engastadas, como diamantes en oro. Otro día se desembarcaron todas las compañías que habían de ir al Piamonte; pero no quiso Tomás hacer este viaje, sino irse desde allí por tierra a Roma y a Nápoles, como lo hizo, quedando de volver por la gran Venecia y por Loreto a Milán y al Piamonte, donde dijo don Diego de Valdivia que le hallaría, si ya no los hubiesen llevado a Flandes según se decía. Despidióse Tomás del capitán de allí a dos días, y en cinco llegó a Florencia, habiendo visto primero a Luca, ciudad pequeña, pero muy bien hecha, y en la que, mejor que en otras partes de Italia, son bien vistos y agasajados los españoles. Contentóle Florencia en extremo, así por su agradable asiento como por su limpieza, sumptuosos edificios, fresco río y apacibles calles. Estuvo en ella cuatro días, y luego se partió a Roma, reina de las ciudades y señora del mundo. Visitó sus templos, adoró sus reliquias y admiró su grandeza; y así como por las uñas del león se viene en conocimiento de su grandeza y ferocidad, así él sacó la de Roma por sus despedazados mármoles, medias y enteras estatuas, por sus rotos arcos y derribadas termas, por sus magníficos pórticos y anfiteatros grandes, por su famoso y santo río, que siempre llena sus márgenes de agua y las beatifica con las infinitas reliquias de cuerpos de mártires que en ellas tuvieron sepultura; por sus puentes, que parece que se están mirando unas a otras, y por sus calles, que con solo el nombre cobran autoridad sobre todas las de las otras ciudades del mundo: la vía Apia, la Flaminia, la Julia, con otras deste jaez. Pues no le admiraba menos la división de sus montes dentro de sí misma: el Celio, el Quirinal y el Vaticano, con los otros cuatro, cuyos nombres manifiestan la grandeza y majestad romana. Notó también la autoridad del Colegio de los Cardenales, la majestad del Sumo Pontífice, el concurso y variedad de gentes y naciones. Todo lo miró, y notó, y puso en su punto. Y habiendo andado la estación de las siete iglesias, y confesádose con un penitenciario, y besado el pie a Su Santidad, lleno de agnusdeis y cuentas, determinó irse a Nápoles, y por ser tiempo de mutación, malo y dañoso para todos los que en él entran o salen de Roma, como hayan caminado por tierra, se fue por mar a Nápoles, donde a la admiración que traía de haber visto a Roma, añadió la que le causó ver a Nápoles, ciudad, a su parecer y al de todos cuantos la han visto, la mejor de Europa, y aun de todo el mundo.Desde allí se fue a Sicilia, y vio a Palermo, y después a Micina: de Palermo le pareció bien el asiento y belleza, y de Micina, el puerto, y de toda la isla, la

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abundancia, por quien propiamente y con verdad es llamada granero de Italia. Volvióse a Nápoles y a Roma, y de allí fue a Nuestra Señora de Loreto, en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque todas estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes que muchos habían recebido de la mano de Dios por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa. Vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron, y no entendieron, todos los cielos, y todos los ángeles, y todos los moradores de las moradas sempiternas.Desde allí, embarcándose en Ancona, fue a Venecia, ciudad que a no haber nacido Colón en el mundo, no tuviera en él semejante: merced al cielo y al gran Hernando Cortés, que conquistó la gran Méjico, para que la gran Venecia tuviese en alguna manera quien se le opusiese. Estas dos famosas ciudades se parecen en las calles, que son todas de agua: la de Europa, admiración del mundo antiguo; la de América, espanto del mundo nuevo. Parecióle que su riqueza era infinita, su gobierno prudente, su sitio inexpugnable, su abundancia mucha, sus contornos alegres, y, finalmente, toda ella en sí y en sus partes digna de la fama que de su valor por todas las partes del orbe se extiende, dando causa de acreditar más esta verdad la máquina de su famoso arsenal, que es el lugar donde se fabrican las galeras, con otros bajeles que no tienen número.Por poco fueran los de Calipso los regalos y pasatiempos que halló nuestro curioso en Venecia, pues casi le hacían olvidar de su primer intento. Pero habiendo estado un mes en ella, por Ferrara Parma y Plasencia volvió a Milán, oficina de Vulcano, ojeriza del reino de Francia, ciudad, en fin, de quien se dice que puede decir y hacer; haciéndola magnífica la grandeza suya y de su templo, y su maravillosa abundancia de todas las cosas a la vida humana necesarias. Desde allí se fué a Aste, y llegó a tiempo que otro día marchaba el tercio a Flandes. Fue muy bien recebido de su amigo el capitán, y en su compañía y camarada pasó a Flandes, y llegó a Amberes, ciudad no menos para maravillar que las que había visto en Italia. Vio a Gante, y a Bruselas, y vio que todo el país se disponía a tomar las armas para salir en campaña el verano siguiente. Y habiendo cumplido con el deseo que le movió a ver lo que habia visto, determinó volverse a España y a Salamanca a acabar sus estudios, y como lo pensó lo puso luego por obra, con pesar grandísimo de su camarada, que le rogó, al tiempo de despedirse, le avisase de su salud, llegada y suceso. Prometióselo ansí como lo pedia, y por Francia volvió a España; sin haber visto París, por estar puesta en armas. En fin, llegó a Salamanca, donde fue bien recebido de sus amigos, y con la comodidad que ellos le hicieron prosiguió sus estudios hasta graduarse de licenciado en LeyesSucedió que en este tiempo llegó a aquella ciudad una dama de todo rumbo y manejo. Acudieron luego a la añagaza y reclamo todos los pájaros del lugar, sin quedar vademecum que no la visitase. Dijéronle a Tomás que aquella dama decía que había estado en Italia y en Flandes, y por ver si la conocía, fue a visitarla, de cuya visita y vista quedó ella enamorada de Tomás; y él, sin echar e ver en ello, si no era por fuerza y llevado de otros, no quería entrar en su casa. Finalmente, ella le descubrió su voluntad y le ofreció su hacienda; pero como él atendía más a sus libros que a otros pasatiempos, en ninguna manera respondía al gusto de la señora, la cual, viéndose desdeñada y, a su parecer, aborrecida, y que por medios ordinarios y comunes no podía conquistar la roca de la voluntad de Tomás, acordó de buscar otros modos, a su parecer; más eficaces y bastantes para salir con el cumplimiento de sus deseos. Y así, aconsejada de una morisca, en un membrillo toledano dio a Tomás unos destos que llaman hechizos, creyendo que le daba cosa que le forzase la voluntad a quererla; como si hubiese

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en el mundo yerbas, encantos ni palabras suficientes a forzar el libre albedrío; y así, las que dan estas bebidas o comidas amatorias se llaman venéficas; porque no es otra cosa lo que hacen sino dar veneno a quien lo toma, como lo tiene mostrado la experiencia en muchas y diversas ocasiones.Comió en tal mal punto Tomás el membrillo, que al momento comenzó a herir de pie y de mano como si tuviera alferecía, y sin volver en sí estuvo muchas horas, al cabo de las cuales volvió como atontado, y dijo con lengua turbada y tartamuda que un membrillo que había comido le había muerto, y declaró quién se le había dado. La justicia, que tuvo noticia del caso, fue a buscar la malhechora; pero ya ella, viendo el mal suceso, se había puesto en cobro, y no pareció jamás.Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos; y aunque le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento; porque quedó sano, y loco de la más extraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces, pidiendo y suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio, de pies a cabeza.Para sacarle desta extraña imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas, arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase como no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y cuando volvía, era renovando las plegarias rogativas de que otra vez no le llegasen. Decía que le hablasen desde lejos, y le preguntasen lo que quisiesen, porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne; que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más prontitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre. Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía, y así, le preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente con grandísima agudeza de ingenio; cosa que causó admiración a los más letrados de la Universidad y a los profesores de la Medicina y Filosofía, viendo que en un sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento, que respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza.Pidió Tomás le diesen alguna funda donde pusiese aquel vaso quebradizo de su cuerpo, porque al vestirse algún vestido estrecho no se quebrase; y así, le dieron una ropa parda y una camisa muy ancha, que él se vistió con mucho tiento y se ciñó con una cuerda de algodón. No quiso calzarse zapatos en ninguna manera, y el orden que tuvo para que le diesen de comer sin que a él llegasen fué poner en la punta de una vara una vasera de orinal, en la cual le ponían alguna cosa de fruta, de las que la sazón del tiempo ofrecía. Carne ni pescado, no lo quería; no bebía sino en fuente o en río, y esto, con las manos: cuando andaba por las calles, iba por la mitad dellas, mirando a los tejados, temeroso no le cayese alguna teja encima y le quebrase; los veranos dormía en el campo al cielo abierto, y los inviernos se metía en algún mesón, y en el pajar se enterraba hasta la garganta, diciendo que aquélla era la más propia y más segura cama que podían tener los hombres de vidrio. Cuando tronaba, temblaba como un azogado, y se salía al campo, y no entraba en poblado hasta haber pasado la tempestad. Tuviéronle encerrado sus amigos mucho tiempo; pero viendo que su desgracia pasaba adelante, determinaron de condescender con lo que él les pedía, que era le dejasen andar libre, y así, le dejaron, y él salió por la ciudad, causando admiración y lástima a todos tos que le conocían.

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Cercáronle luego los muchachos; pero él con la vara los detenía, y les rogaba le hablasen apartados, porque no se quebrase; que por ser hombre de vidrio, era muy tierno y quebradizo. Los muchachos, que son la más traviesa generación del mundo, a despecho de sus ruegos y voces, le comenzaron a tirar trapos, y aun piedras, por ver si era de vidrio, como él decía; pero él daba tantas voces y hacía tales extremos, que movía a los hombres a que riñesen y castigasen a los muchachos porque no le tirasen. Mas un día que le fatigaron mucho se volvió a ellos, diciendo-¿Qué me queréis, muchachos, porfiados como moscas, sucios como chinches, atrevidos como pulgas ? ¿Soy yo por ventura el monte Testacho de Roma, para que me tiréis tantos tiestos y tejas?Por oírle reñir y responder a todos, le seguían siempre muchos, y los muchachos tomaron y tuvieron por mejor partido antes oírle que tirarle. Pasando, pues, una vez por la ropería de Salamanca, le dijo una ropera:-En mi ánima, señor Licenciado, que me pesa de su desgracia; pero ¿qué haré, que no puedo llorar?Él se volvió a ella, y muy mesurado le dijo:-Filiae Hierusalem, plorate super vos et super filios vestros.Entendió el marido de la ropera la malicia del dicho, y díjole:-Hermano Licenciado Vidriera-que así decía él que se llamaba-, más tenéis de bellaco que de loco.-No se me da un ardite -respondió él-, como no tenga nada de necio.Pasando un día por la casa llana y venta común, vio que estaban a la puerta della muchas de sus moradoras, y dijo que eran bagajes del ejército de Satanás, que estaban alojados en el mesón del Infierno.Preguntóle uno que qué consejo o consuelo daría a un amigo suyo, que estaba muy triste porque su mujer se le había ido con otro. A lo cual respondió:-Dile que dé gracias a Dios por haber permitido le llevasen de casa a su enemigo.-Luego ¿no irá a buscarla?-dijo el otro.-Ni por pienso -replicó Vidriera-; porque sería el hallarla hallar un perpetuo y verdadero testigo de su deshonra.-Ya que eso sea así -dijo el mismo-, ¿qué haré yo para tener paz con mi mujer?Respondióle:-Dale lo que hubiere menester; déjala que mande a todos los de su casa; pero no sufras que ella te mande a ti.Díjole un muchacho:-Señor Licenciado Vidriera, yo me quiero desgarrar de mi, padre, porque me azota muchas veces.Y respondióle:-Advierte, niño, que los azotes que los padres dan a los hijos, honran; y los del verdugo, afrentan.Estando a la puerta de una iglesia, vio que entraba en ella un labrador de los que siempre blasonan de cristianos viejos, y detrás dél venía uno que no estaba en tan buena opinión como el primero, y el Licenciado dio grandes voces al labrador, diciendo:-Esperad, Domingo, a que pase el Sábado.De los maestros de escuela decía que eran dichosos, pues trataban siempre con ángeles, y que fueran dichosísimos si los angelitos no fueran mocosos. Otro le preguntó que qué le parecía de las alcahuetas. Respondió que no lo eran las apartadas, sino las vecinas.Las nuevas de su locura y de sus respuestas y dichos se extendió por toda Castilla, y llegando a noticia de un príncipe o señor que estaba en la Corte, quiso enviar por él, y encargóselo a un caballero amigo suyo, que estaba en Salamanca, que se lo enviase, y topándole el caballero un día, le dijo:-Sepa el señor Licenciado Vidriera que un gran personaje de la Corte le quiere ver y envía por él.

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A lo cual respondió:-Vuesa merced me excuse con ese señor; que yo no soy bueno para palacio, porque tengo vergüenza y no sé lisonjear.Con todo esto, el caballero le envió a la Corte, y para traerle usaron con él desta invención: pusiéronle en unas árganas de paja, como aquellas donde llevan el vidrio, igualando los tercios con piedras, y entre paja puestos algunos vidrios, porque se diese a entender que como vaso de vidrio le llevaban. Llegó a Valladolid, entró de noche, y desembanastáronle en la casa del señor que había enviado por él, de quien fue muy bien recibido, diciéndole:-Sea muy bien venido el señor Licenciado Vidriera. ¿Cómo ha ido en el camino? ¿Cómo va de salud?A lo cual respondió:-Ningún camino hay malo como se acabe, si no es el que va a la horca. De salud estoy neutral, porque están encontrados mis pulsos con mi celebro.Otro día, habiendo visto en muchas alcándaras muchos neblíes y azores y otros pájaros de volatería, dijo que la caza de altanería era digna de príncipes y de grandes señores; pero que advirtiesen que con ella echaba el gusto censo sobre el provecho a más de dos mil por uno. La caza de liebres dijo que era muy gustosa, y más cuando se cazaba con galgos prestados.El caballero gustó de su locura, y dejóle salir por la ciudad, debajo del amparo y guarda de un hombre que tuviese cuenta que los muchachos no le hiciesen mal, de los cuales y de toda la Corte fue conocido en seis días, y a cada paso, en cada calle y en cualquiera esquina, respondía a todas las preguntas que le hacían, entre las cuales le preguntó un estudiante si era poeta, porque le parecía que tenía ingenio para todo. A lo cual respondió:-Hasta ahora no he sido tan necio, ni tan venturoso.-No entiendo eso de necio y venturoso -dijo el estudiante.Y respondió Vidriera:-No he sido tan necio, que diese en poeta malo, ni tan venturoso, que haya merecido serlo bueno.Preguntóle otro estudiante que en qué estimación tenía a los poetas. Respondió que a la ciencia, en mucha; pero que a los poetas, en ninguna. Replicáronle que por qué decía aquello. Respondió que del infinito número de poetas que había, eran tan pocos los buenos, que casi no hacían número; y así, como si no hubiese poetas, no los estimaba; pero que admiraba y reverenciaba la ciencia de la poesía, porque encerraba en sí todas las demás ciencias: porque de todas se sirve, de todas se adorna, y pule y saca a luz sus maravillosas obras, con que llena el mundo de provecho, de deleite y de maravilla. Añadió más:-Yo bien sé en lo que se debe estimar un buen poeta, porque se me acuerda de aquellos versos de Ovidio que dicen:Cura ducum fuerunt olim regumque poetae:Praemiaque antiqui magna tulere chori. Sanctaque majestas, et erat venerabile nomen Vatibus, er largae saepe dabantur opes. Y menos se me olvida la alta calidad de los poetas, pues los llama Platón intérpretes de los dioses, y dellos dice Ovidio:Est Deus in nobis, agitante calescimus illo.Y también dice:At sacri vates, et Divum cura vocamur.Esto se dice de los buenos poetas; que de los malos, de los churrulleros, ¿qué se ha de decir sino que son la idiotez y la arrogancia del mundo?Y añadió más:-¡Qué es ver a un poeta destos de la primera impresión, cuando quiere decir un soneto a otros que le rodean, las salvas que les hace, diciendo: "Vuesas mercedes escuchen un sonetillo que anoche a cierta ocasión hice, que, a mi parecer, aunque no vale nada, tiene un no sé qué de bonito!" Y en esto, tuerce

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los labios, pone en arco las cejas, y se rasca la faldriquera, y de entre otros mil papeles mugrientos y medio rotos, donde queda otro millar de sonetos, saca el que quiere relatar, y al fin le dice, con tono melifluo y alfeñicado. Y si acaso los que le escuchan, de socarrones o de ignorantes, no se le alaban, dice: "O vuesas mercedes no han entendido el soneto, o yo no le he sabido decir; y así, será bien recitarle otra vez, y que vuesas mercedes le presten más atención, porque en verdad en verdad que el soneto lo merece." Y vuelve como primero a recitarle, con nuevos ademanes y nuevas pausas. Pues, ¿qué es verlos censurar los unos a los otros? ¿Qué diré del ladrar que hacen los cachorros y modernos a los mastinazos antiguos y graves? Y ¿qué de los que murmuran de algunos ilustres y excelentes sujetos, donde resplandece la verdadera luz de la poesía, que, tomándola por alivio y entretenimiento de sus muchas y graves ocupaciones, muestran la divinidad de sus ingenios y la alteza de sus conceptos, a despecho y pesar del circunspecto ignorante que juzga de lo que no sabe y aborrece lo que no entiende, y del que quiere que se estime y tenga en precio la necedad que se sienta debajo de doseles y la ignorancia que se arrima a los sitiales?Otra vez le preguntaron qué era la causa de que los poetas, por la mayor parte, eran pobres. Respondió que porque ellos querían, pues estaba en su mano ser ricos, si se sabían aprovechar de la ocasión que por momentos traían entre las manos, que eran las de sus damas, que todas eran riquísimas en extremo, pues tenían los cabellos de oro, la frente de plata bruñida, los ojos de verdes esmeraldas, los dientes de marfil, los labios de coral y la garganta de cristal transparente, y que lo que lloraban eran líquidas perlas; y más, que lo que sus plantas pisaban, por dura y esteril tierra que fuese, al momento producía jazmines y rosas; y que su aliento era de puro ámbar, almizcle y algalia; y que todas estas cosas eran señales y muestras de su mucha riqueza. Estas y otras cosas decía de los malos poetas; que de los buenos siempre dijo bien y los levantó sobre el cuerno de la luna.Vio un día en la acera de San Francisco unas figuras pintadas de mala mano, y dijo que los buenos pintores imitaban a naturaleza; pero que los malos la vomitaban. Arrimóse un dia, con grandísimo tiento, porque no se quebrase, a la tienda de un librero, y díjole:-Este oficio me contentara mucho si no fuera por una falta que tiene.Preguntóle el librero se la dijese. Respondióle:-Los melindres que hacen cuando compran un privilegio de un libro, y la burla que hacen a su autor si acaso le imprime a su costa, pues en lugar de mil y quinientos, imprimen tres mil libros, y cuando el autor piensa que se venden los suyos, se despachan los ajenos.Acaeció este mismo día que pasaron por la plaza seis azotados, y diciendo el pregón: "Al primero, por ladrón", dio grandes voces a los que estaban delante dél, diciéndoles:-Apartaos, hermanos, no comience aquella cuenta por alguno de vosotros. Y cuando el pregonero llegó a decir: "Al trasero...", dijo:-Aquél debe de ser el fiador de los muchachos.Un muchacho le dijo:-Hermano Vidriera, mañana sacan a azotar a una alcagüeta.Respondióle:-Si dijeras que sacaban a azotar a un alcagüete, entendiera que sacaban a azotar un coche.Hallóse allí uno destos que llevan sillas de manos, y díjole:-De nosotros, Licenciado, ¿no tenéis qué decir?-No -respondió Vidriera -, sino que sabe cada uno de vosotros más pecados que un confesor; mas es con esta diferencia: que el confesor los sabe para tener los secretos, y vosotros, para publicarlos por las tabernas.Oyó esto un mozo de mulas, porque de todo género de gente le estaba escuchando contino, y díjole:

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-De nosotros, señor Redoma, poco o nada hay que decir, porque somos gente de bien, y necesaria en la república.A lo cual respondió Vidriera:-La honra del amo descubre la del criado; según esto, mira a quién sirves, y verás cuán honrado eres: mozos sois vosotros de la más ruin canalla que sustenta la tierra. Una vez, cuando no era de vidrio, caminé una jornada en una mula de alquiler tal, que le conté ciento y veinte y una tachas, todas capitales y enemigas del género humano. Todos los mozos de mulas tienen su punta de rufianes, su punta de cacos, y su es no es de truhanes: si sus amos (que así llaman ellos a los que llevan en sus mulas) son boquimuelles, hacen más suertes en ellos que las que echaron en esta ciudad los años pasados; si son extranjeros, los roban; si estudiantes, los maldicen; si religiosos, los reniegan; y si soldados, los tiemblan. Estos, y los marineros y carreteros y arrieros, tienen un modo de vivir extraordinario y sólo para ellos: el carretero pasa lo más de la vida en espacio de vara y media del lugar, que poco más debe de haber del yugo de las mulas a la boca del carro; canta la mitad del tiempo y la otra mitad reniega, y en decir: "Háganse a zaga", se les pasa otra parte; y si acaso les queda por sacar alguna rueda de algún atolladero, más se ayudan de dos pésetes que de tres mulas. Los marineros son gente gentil, inurbana, que no sabe otro lenguaje que el que se usa en los navíos; en la bonanza son diligentes y en la borrasca, perezosos; en la tormenta mandan muchos y obedecen pocos; su Dios es su arca y su rancho; y su pasatiempo, ver mareados a los pasajeros. Los arrieros son gente que ha hecho divorcio con las sábanas y se ha casado con las enjalmas; son tan diligentes y presurosos, que a trueco de no perder la jornada, perderán el alma; su música es la del mortero; su salsa, la hambre; sus maitines, levantarse a dar sus piensos; y sus misas, no oír ninguna.Cuando esto decía, estaba a la puerta de un boticario, y volviéndose al dueño, le dijo:-Vuesa merced tiene un saludable oficio, si no fuese tan enemigo de sus candiles.-¿En qué modo soy enemigo de mis candiles?-preguntó el boticario.Y respondió Vidriera:-Esto digo porque en faltando cualquiera aceite, la suple el del candil que está más a mano; y aún tiene otra cosa este oficio, bastante a quitar el crédito al más acertado médico del mundo.Preguntándole por qué, respondió que había boticario que, por no decir que faltaba en su botica lo que recetaba el médico, por las cosas que le faltaban ponía otras que a su parecer tenían la misma virtud y calidad, no siendo así; y con esto, la medicina mal compuesta obraba al revés de lo que había de obrar la bien ordenada. Preguntóle entonces uno que qué sentía de los médicos, y respondió esto: .-"Honora medicum propter necessitatem, etenim creavit eum Altissimus. A Deo enim est omnis medela, et a rege accipiet donationem. Disciplina medici exaltabit caput illius, et in conspectu magnatum collaudabitur. Altissimus de terra creavit medicinam, et vir prudens non abhorrebit illam. " Esto dice, dijo, el Eclesiástico de la Medicina y de los buenos médicos, y de los malos se podría decir todo al revés, porque no hay gente más dañosa a la república que ellos. El juez nos puede torcer o dilatar la justicia; el letrado, sustentar por su interés nuestra injusta demanda; el mercader, chuparnos la hacienda; finalmente, todas las personas con quien de necesidad tratamos nos pueden hacer algún daño; pero quitarnos la vida sin quedar sujetos al temor del castigo, ninguno: sólo los médicos nos pueden matar y nos matan sin temor y a pie quedo, sin desenvainar otra espada que la de un récipe; y no hay descubrirse sus delictos, porque al momento los meten debajo de la tierra. Acuérdaseme que cuando yo era hombre de carne, y no de vidrio como agora soy, que a un médico destos de segunda clase le despidió un enfermo por curarse con otro, y el primero, de allí a cuatro días, acertó a pasar por la botica donde recetaba el segundo, y preguntó al

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boticario que cómo le iba al enfermo que él había dejado, y que si le había recetado alguna purga el otro médico. El boticario le respondió que allí tenía una receta de purga, que el día siguiente había de tomar el enfermo; dijo que se la mostrase, y vio que al fin della estaba escrito: "Sumat dilúculo" y dijo: "Todo lo que lleva esta purga me contenta, sino es este dilúculo, porque es húmido demasiadamente."Por estas y otras cosas que decía de todos los oficios, se andaban tras él sin hacerle mal, y sin dejarle sosegar; pero, con todo esto, no se pudiera defender de los muchachos si su guardián no le defendiera. Preguntóle uno qué haría para no tener envidia a nadie. Respondióle:-Duerme; que todo el tiempo que durmieres serás igual al que envidias.Otro le preguntó qué remedio tendría para salir con una comisión, que había dos años que la pretendía. Y díjole:-Parte a caballo y a la mira de quien la lleva, y acompáñale hasta salir de la ciudad, y así saldrás con ella.Pasó acaso una vez por delante donde él estaba un juez de comisión, que iba de camino a una causa criminal, y llevaba mucha gente consigo y dos alguaciles; preguntó quién era, y como se lo dijeron, dijo:-Yo apostaré que lleva aquel juez víboras en el seno, pistoletes en la cinta y rayos en las manos, para destruir todo lo que alcanzare su comisión. Yo me acuerdo haber tenido un amigo que en una comisión criminal que tuvo dio una sentencia tan exorbitante, que excedía en muchos quilates a la culpa de los delincuentes. Preguntóles que por qué había dado aquella tan cruel sentencia y hecho tan manifiesta injusticia. Respondióme que pensaba otorgar la apelación, y que con esto dejaba campo abierto a los señores del Consejo para mostrar su misericordia, moderando y poniendo aquella su rigurosa sentencia en su punto y debida proporción. Yo le respondí que mejor fuera haberla dado de manera que les quitara de aquel trabajo, pues con esto le tuvieran a él por juez recto y acertado.En la rueda de la mucha gente que, como se ha dicho, siempre le estaba oyendo, estaba un conocido suyo en hábito de letrado, al cual otro le llamó señor licenciado; y sabiendo Vidriera que el tal a quien llamaron licenciado no tenía ni aun título de bachiller, le dijo:-Guardaos, compadre, no encuentren con vuestro título los frailes de la redención de cautivos; que os le llevarán por mostrenco.A lo cual dijo el amigo:-Tratémonos bien, señor Vidriera, pues ya sabéis vos que soy hombre de altas y de profundas letras.Respondióle Vidriera:-Ya yo sé que sois un Tántalo en ellas, porque se os van, por altas, y no las alcanzáis, de profundas.Estando una vez arrimado a la tienda de un sastre, viole que estaba mano sobre mano, y díjole:-Sin duda, señor maeso, que estáis en camino de salvación.-¿En qué lo véis? -preguntó el sastre.-¿En qué lo veo? -respondió Vidriera-. Véolo en que pues no tenéis que hacer, no tendréis ocasión de mentir.Y añadió:-Desdichado del sastre que no miente y cose las fiestas: cosa maravillosa es que casi en todos los deste oficio apenas se hallará uno que haga un vestido justo, habiendo tantos que los hagan pecadores.De los zapateros decía que jamás hacían, conforme a su parecer, zapato malo; porque si al que se le calzaban venía estrecho y apretado, le decían que así había de ser, por ser de galanes calzar justo, y que en trayéndolos dos horas, vendrían más anchos que alpargates; y si le venían anchos, decían que así habían de venir, por amor de la gota.

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Un muchacho agudo, que escribía en un oficio de provincia, le apretaba mucho con preguntas y demandas, y le traía nuevas de lo que en la ciudad pasaba, porque sobre todo discantaba y a todo respondía. Este le dijo una vez:-Vidriera, esta noche se murió en la cárcel un banco que estaba condenado a ahorcar.A lo cual respondió:-Él hizo bien a darse priesa a morir, antes que el verdugo se sentara sobre élEn la acera de San Francisco estaba un corro de genoveses, y pasando por allí, uno dellos le llamó, diciéndole:-Lleguese acá el señor Vidriera y cuéntenos un cuento.Él respondió:-No quiero, porque no me le paséis a Génova.Topó una vez a una tendera que llevaba delante de sí una hija suya muy fea, pero muy llena de dijes, de galas y de perlas, y díjole-Muy bien habéis hecho en empedrarla, porque se pueda pasear.De los pasteleros dijo que había muchos años que jugaban a la dobladilla sin que les llevasen la pena, porque habían hecho el pastel de a dos de a cuatro, el de a cuatro de a ocho, y el de a ocho de a medio real, por solo su albedrío y beneplácito. De los titiriteros decía mil males: decía que era gente vagamunda y que trataba con indecencia de las cosas divinas, porque con las figuras que mostraban en sus retablos volvían la devoción en risa, y que les acontecía envasar en un costal todas o las más figuras del Testamento Viejo y Nuevo, y sentarse sobre él a comer y beber en los bodegones y tabernas; en resolución, decía que se maravillaba de cómo quien podía no les ponía perpetuo silencio en sus retablos, o los desterraba del reino.Acertó a pasar una vez por donde él estaba un comediante vestido como un príncipe, y en viéndole, dijo:-Yo me acuerdo haber visto a éste salir al teatro enharinado el rostro y vestido un zamarro del revés, y, con todo esto, a cada paso, fuera del tablado, jura a fe de hijodalgo.-Débelo de ser-respondió uno-; porque hay muchos comediantes que son muy bien nacidos y hijosdalgo.-Así será verdad -replicó Vidriera-; pero lo que menos ha menester la farsa es personas bien nacidas; galanes sí, gentiles hombres y de expeditas lenguas. También sé decir dellos que en el sudor de su cara ganan su pan con inllevable trabajo, tomando contino de memoria, hechos perpetuos gitanos, de lugar en lugar y de mesón en venta, desvelándose en contentar a otros, porque en el gusto ajeno consiste su bien propio. Tienen más que con su oficio no engañan a nadie, pues por momentos sacan su mercaduría a pública plaza, al juicio y a la vista de todos. El trabajo de los autores es increíble, y su cuidado, extraordinario, y han de ganar mucho para que al cabo del año no salgan tan empeñados, que les sea forzoso hacer pleito de acreedores; y, con todo esto, son necesarios en la república, como lo son las florestas, las alamedas y las vistas de recreación, y como lo son las cosas que honestamente recrean. Decía que había sido opinión de un amigo suyo que el que servía a una comedianta, en sola una servía a muchas damas juntas, como era a una reina, a una ninfa, a una diosa, a una fregona, a una pastora, y muchas veces caía la suerte en que serviese en ella a un paje y a un lacayo; que todas estas y más figuras suele hacer una farsanta.Preguntóle uno que cuál había sido el más dichoso del mundo. Respondió que Nemo; porque Nemo novit patrem; Nemo sine crimine vivit; Nemo sua sorte contentus; Nemo ascendit in coelum. De los diestros dijo una vez que eran maestros de una ciencia o arte, que cuando la habían menester, no la sabían y que tocaban algo en presuntuosos, pues querían reducir a demostraciones matemáticas, que son infalibles, los movimientos y pensamientos coléricos de sus contrarios. Con los que se teñían las barbas tenía particular enemistad; y

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riñendo una vez delante dél dos hombres, que el uno era portugués, éste dijo al castellano, asiéndose de las barbas, que tenía muy teñidas:-Por istas barbas que teño no rostro...A lo cual acudió Vidriera:-Olhay, home, naon digáis teño, sino tiño.Otro traía las barbas jaspeadas y de muchas colores, culpa de la mala tinta; a quien dijo Vidriera que tenía las barbas de muladar overo. A otro, que traía las barbas por mitad blancas y negras por haberse descuidado, y los cañones crecidos, le dijo que procurase de no porfiar ni reñir con nadie, porque estaba aparejado a que le dijesen que mentía por la mitad de la barba.Una vez contó que una doncella discreta y bien entendida, por acudir a la voluntad de sus padres, dio el sí de casarse con un viejo todo cano, el cual la noche antes del día del desposorio se fue, no al río Jordán, como dicen las viejas, sino a la redomilla del agua fuerte y plata, con que renovó de manera su barba, que la acostó de nieve y la levantó de pez. Llegóse la hora de darse las manos, y la doncella conoció por la pinta, y por la tinta, la figura, y dijo a sus padres que le diesen el mismo esposo que ellos le habían mostrado; que no quería otro. Ellos le dijeron que aquel que tenía delante era e mismo que le habían mostrado y dado por esposo. Ella replicó que no era, y trujo testigos como el que sus padres le dieron era un hombre grave y lleno de canas, y que pues el presente no las tenía no era él, y se llamaba a engaño. Atúvose a esto, corrióse el teñido, y deshízose el casamiento.Con las dueñas tenía la misma ojeriza que con los escabechados; decía maravillas de su permafoy, de las mortajas de sus tocas, de sus muchos melindres, de sus escrúpulos y de su extraordinaria miseria; amohinábanle sus flaquezas de estómagos sus vaguidos de cabeza, su modo de hablar, con más repulgos que sus tocas, y, finalmente, su inutilidad y sus vainillas.Uno le dijo-¿Qué es esto, señor Licenciado, que os he oído decir mal de muchos oficios, y jamás lo habéis dicho de los escribanos, habiendo tanto que decir?A lo cual respondió:-Aunque de vidrio, no soy tan frágil que me deje ir con la corriente del vulgo, las más veces engañado. Paréceme a mí que la gramática de los murmuradores, y el la, la, la de los que cantan, son los escribanos; porque así como no se puede pasar a otras ciencias si no es por la puerta de la Gramática, y como el músico primero murmura que canta, así los maldicientes, por donde comienzan a mostrar la malignidad de sus lenguas es por decir mal de los escribanos y alguaciles y de los otros ministros de la justicia, siendo un oficio el del escribano sin el cual andaría la verdad por el mundo a sombra de tejados, corrida y maltratada; y así dice el Eclesiástico: "/n manu Dei potestas hominis est, et super faciem scribae imponet honorem." Es el escribano persona pública, y el oficio del juez no se puede ejercitar cómodamente sin el suyo. Los escribanos han de ser libres, y no esclavos, ni hijos de esclavos; legítimos, no bastardos, ni de ninguna mala raza nacidos. Juran de secreto, fidelidad y que no harán escritura usuraria; que ni amistad, ni enemistad, provecho o daño les moverá a no hacer su oficio con buena y cristiana conciencia. Pues si este oficio tantas buenas partes requiere, ¿por qué se ha de pensar que de más de veinte mil escribanos que hay en España se lleve el diablo la cosecha, como si fuesen cepas de su majuelo? No lo quiero creer, ni es bien que ninguno lo crea; porque finalmente digo que es la gente más necesaria que había en las repúblicas bien ordenadas, y que si llevaban demasiados derechos, también hacían demasiados tuertos, y que destos dos extremos podía resultar un medio que les hiciese mirar por el virote.De los alguaciles dijo que no era mucho que tuviesen algunos enemigos, siendo su oficio, o prenderte, o sacarte la hacienda de casa, o tenerte en la suya en guarda y comer a tu costa. Tachaba la negligencia e ignorancia de los procuradores y solicitadores, comparándolos a los médicos, los cuales, que sane

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o no sane el enfermo, ellos llevan su propina, y los procuradores y solicitadores, lo mismo salgan o no salgan con el pleito que ayudan.Preguntóle uno cuál era la mejor tierra. Respondió que la temprana y agradecida. Replicó el otro:-No pregunto eso, sino que cuál es mejor lugar: Valladolid o Madrid.Y respondió:-De Madrid, los extremos; de Valladolid, los medios.-No lo entiendo -repitió el que se lo preguntaba.Y dijo:-De Madrid, cielo y suelo; de Valladolid, los entresuelos.Oyó Vidriera que dijo un hombre a otro que así como había entrado en Valladolid, había caído su mujer muy enferma, porque la había probado la tierra. A lo cual dijo Vidriera:-Mejor fuera que se la hubiera comido, si acaso es celosa.De los músicos y de los correos de a pie decía que tenían las esperanzas y las suertes limitadas, porque los unos la acababan con llegar a serlo de a caballo, y los otros con alcanzar a ser músicos del Rey. De las damas que llaman cortesanas decía que todas, o las más, tenían más de corteses que de sanas. Estando un día en una iglesia vio que traían a enterrar a un viejo, a bautizar a un niño y a velar una mujer, todo a un mismo tiempo, y dijo que los templos eran campos de batalla, donde los viejos acaban, los niños vencen y las mujeres triunfan.Picábale una vez una avispa en el cuello, y no se la osaba sacudir, por no quebrarse; pero, con todo eso, se quejaba. Preguntóle uno que cómo sentía aquella avispa, si era su cuerpo de vidrio. Y respondió que aquella avispa debía de ser murmuradora, y que las lenguas y picos de los murmuradores eran bastantes a desmoronar cuerpos de bronce, no que de vidrio. Pasando acaso un religioso muy gordo por donde él estaba, dijo uno de sus oyentes:-De ético no se puede mover el padre.Enojóse Vidriera, y dijo:-Nadie se olvide de lo que dice el Espíritu Santo: "Nolite tangere christos meos".Y subiéndose más en cólera, dijo que mirasen en ello, y verían que de muchos santos que de pocos años a esta parte había canonizado la Iglesia y puesto en el número de los bienaventurados, ninguno se llamaba el capitán don Fulano, ni el secretario don Tal de don Tales, ni el Conde, Marqués o Duque de tal parte, sino fray Diego, fray Jacinto, fray Raimundo, todos frailes y religiosos; porque las religiones son los Aranjueces del cielo, cuyos frutos, de ordinario, se ponen en la mesa de Dios. Decía que las lenguas de los murmuradores eran como las plumas del águila: que roen y menoscaban todas las de las otras aves que a ellas se juntan. De los gariteros y tahúres decía milagros: decía que los gariteros eran publicos prevaricadores, porque en sacando el barato del que iba haciendo suertes, deseaban que perdiese y pasase el naipe adelante, porque el contrario las hiciese y él cobrase sus derechos. Alababa mucho la paciencia de un tahúr, que estaba toda una noche jugando y perdiendo, y con ser de condición colérico y endemoniado, a trueco de que su contrario no se alzase, no descosía la boca, y sufría lo que un mártir de Barrabás. Alababa también las conciencias de algunos honrados gariteros que ni por imaginación consentían que en su casa se jugase otros juegos que polla y cientos; y con esto, a fuego lento, sin temor y nota de malsines, sacaban al cabo del mes más barato que los que consentían los juegos de estocada, del reparolo, siete y llevar, y pinta en la del punto. En resolusión, él decía tales cosas, que si no fuera por los grandes gritos que daba cuando le tocaban, o a él se arrimaban, por el hábito que traía, por la estrecheza de su comida, por el modo con que bebía, por el no querer dormir sino al cielo abierto en el verano, y el invierno en los pajares, como queda dicho, con que daba tan claras señales de su locura, ninguno pudiera creer sino que era uno de los más cuerdos del mundo.

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Dos años o poco más duró en esta enfermedad, porque un religioso de la orden de San Jerónimo, que tenía gracia y ciencia particular en hacer que los mudos entendiesen y en cierta manera hablasen, y en curar locos, tomó a su cargo de curar a Vidriera, movido de caridad, y le curó y sanó, y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso. Y así como le vio sano, le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte, adonde, con dar tantas muestras de cuerdo como las había dado de loco, podía usar su oficio y hacerse famoso por él. Hízolo así, y llamándose el Licenciado Rueda, y no Rodaja, volvió a la Corte, donde apenas hubo entrado, cuando fue conocido de los muchachos; mas como le vieron en tan diferente hábito del que solía, no le osaron dar grita ni hacer preguntas; pero seguíanle, y decían unos a otros:-¿Este no es el loco Vidriera? A fe que es él. Ya viene cuerdo. Pero también puede ser loco bien vestido como mal vestido: preguntémosle algo, y salgamos desta confusión.Todo esto oía el Licenciado, y callaba, y iba más confuso y más corrido que cuando estaba sin juicio.Pasó el conocimiento de los muchachos a los hombres, y antes que el Licenciado llegase al patio de los Consejos, llevaba tras de sí más de docientas personas de todas suertes. Con este acompañamiento, que era más que de un catedrático, llegó al patio, donde le acabaron de circundar cuantos en él estaban. Él, viéndose con tanta turba a la redonda, alzó la voz y dijo:-Señores, yo soy el licenciado Vidriera; pero no el que solía: soy ahora el licenciado Rueda. Sucesos y desgracias que acontecen en el mundo por permisión del cielo me quitaron el juicio, y las misericordias de Dios me le han vuelto. Por las cosas que dicen que dije cuando loco, podéis considerar las que diré y haré cuando cuerdo. Yo soy graduado en Leyes por Salamanca, adonde estudió con pobreza, y adonde llevé segundo en licencias; de do se puede inferir que más la virtud que el favor me dio el grado que tengo. Aquí he venido a este gran mar de la Corte para abogar y ganar la vida; pero si no me dejáis, habré venido a bogar y granjear la muerte: por amor de Dios que no hagáis que el seguirme sea perseguirme, y que lo que alcancé por loco, que es el sustento, lo pierda por cuerdo. Lo que solíades preguntarme en las plazas, preguntádmelo ahora en mi casa, y veréis que el que os respondía bien, según dicen, de improviso, os responderá mejor de pensado.Escucháronle todos y dejáronle algunos. Volvióse a su posada, con poco menos acompañamiento que había llevado.Salió otro día, y fue lo mismo: hizo otro sermón, y no sirvió de nada. Perdía mucho y no ganaba cosa; y viéndose morir de hambre, determinó de dejar la Corte y volver a Flandes, donde pensaba valerse de las fuerzas de su brazo, pues no se podía valer de las de su ingenio. Y poniéndolo en efeto, dijo, al salir de la Corte:-¡Oh Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes, y acortas las de los virtuosos encogidos; sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados, y matas de hambre a los discretos vergonzosos!Esto dijo, y se fue a Flandes, donde la vida que había comenzado a eternizar por las letras, la acabó de eternizar por las armas, en compañía de su buen amigo el capitán Valdivia, dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado.

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GRUPO BLope de Vega

La prudente venganzaNovela segunda

[Nota preliminar: presentamos una edición modernizada deLa prudente venganza, de Lope de Vega, Madrid, en casa de la viuda de Alonso Martín, a costa de Alonso Pérez, 1624, basándonos en la edición de Antonio Carreño (Vega, Lope de, Novelas a Marcia Leonarda, Madrid, Cátedra, 2002, pp. 233-284), cuya consulta recomendamos. Con el objetivo de facilitar la lectura del texto al público no especializado se opta por ofrecer una edición modernizada y eliminar las marcas de editor, asumiendo, cuando lo creemos oportuno, las correcciones, reconstrucciones y enmiendas propuestas por Carreño. Anotamos la lectura del original cuando la modernización ortográfica incide en cuestiones métricas o rítmicas.]

A la señora Marcia Leonarda

Prometo a vuestra merced, que me obliga a escribir en materia que no sé cómo pueda acertar a servirla, que como cada escritor tiene su genio particular a que se aplica el mío no debe de ser este, aunque a muchos se lo parezca. Es genio, por si vuestra merced no lo sabe, que no está obligada a saberlo, aquella inclinación que nos guía más a unas cosas que a otras, y así defraudar el genio es negar a la naturaleza lo que apetece, como lo sintió el poeta satírico. Púsole la Antigüedad en la frente, porque en ella se conoce si hacemos alguna cosa con voluntad o sin ella. Esto es sin meternos en la opinión de Platón con Sócrates y de Plutarco con Bruto, y de Virgilio, que creyó que todos los lugares tenían su genio, cuando dijo:

Así después habló, y un verde ramoceñido por las sienes, a los geniosde los lugares y a la diosa Telus,primera entre los dioses, a las ninfase ignotos ríos ruega humildemente.

Advirtiendo primero que no sirvo sin gusto a vuestra merced en esto, sino que es diferente estudio de mi natural inclinación, y más en esta novela, que tengo de ser por fuerza trágico, cosa más adversa a quien tiene como yo tan cerca a Júpiter. Pero, pues en lo que se hace por el gusto propio se merece menos que en forzarle, oblíguese más vuestra merced al agradecimiento, y oiga la poca dicha de una mujer casada, en tiempo menos riguroso, pues Dios la puso en estado que no tiene que temer cuando tuviera condición para tales peligros.

En la opulenta Sevilla, ciudad que no conociera ventaja a la gran Tebas (pues si ella mereció este nombre porque tuvo cien puertas, por una sola de sus muros ha entrado y entra el mayor tesoro que consta por memoria de los hombres haber tenido el mundo), Lisardo, caballero mozo, bien nacido, bien proporcionado, bien entendido y bienquisto, y con todos estos bienes y los que le había dejado un padre, que trabajó sin descanso (como si después de muerto hubiera de llevar a la otra vida lo que adquirió en esta), servía y afectuosamente amaba a Laura, mujer ilustre por su nacimiento, por su dote y por muchos que le dio la naturaleza, que con estudio particular parece que la hizo.

Salía Laura las fiestas a misa en compañía de su madre; apeábase de un coche con tan gentil disposición y brío, que no solo a Lisardo, que la esperaba a la puerta de la iglesia como pobre, para pedirle con los ojos alguna piedad de la mucha riqueza de los suyos, pero a cuantos la miraban, acaso o con cuidado

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robaba, el alma. Dos años pasó Lisardo en esta cobardía amorosa, sin osar a más licencia que hacer los ojos lenguas, y el mirar tierno, intérprete de su corazón y papel de su deseo. Al fin de los cuales, un dichoso día vio salir de su casa algún apercibimiento de comida, con alboroto y regocijo de unos esclavos; y preguntando a uno de ellos con quien tenía más conocimiento la causa, le dijo que iban a una huerta Laura y sus padres, donde habían de estar hasta la noche. Tiénelas hermosísimas Sevilla en las riberas de Guadalquivir, río de oro, no en las arenas, que los antiguos daban a Hermo, Pactolo y Tajo, que pintaba Claudiano:

No le hartarán con la española arena,preciosa tempestad del claro Tajo,no las doradas aguas del Pactolorubio, ni aunque agotase todo el Hermo,con tanta sed ardía,

sino en que por él entran tantas ricas flotas, llenas de plata y oro del Nuevo Mundo.

Informado Lisardo del sitio, fletó un barco y con dos criados se anticipó a su viaje y ocupó lo más escondido de la huerta. Llegó con sus padres Laura y pensando que de solos los árboles era vista, en solo el faldellín cubierto de oro y la pretinilla, comenzó a correr por ellos a la manera que suelen las doncellas el día que el recogimiento de su casa les permite la licencia del campo.

Caerá vuestra merced fácilmente en este traje que, si no me engaño, la vi en él un día tan descuidada como Laura, pero no menos hermosa. Ya con esto voy seguro que no le desagrade a vuestra merced la novela, porque como a los letrados llaman ingenios, a los valientes Césares, a los liberales Alejandros y a los señores heroicos, no hay lisonja para las mujeres como llamarlas hermosas. Bien es verdad que en las que lo son es menos; pero si no se les dijese, y muchas veces, pensarían que no lo son, y deberían más al espejo que a nuestra cortesía.

Lisardo, pues, contemplaba en Laura, y ella se alargó tanto, corriendo por varias sendas, que cerca de donde él estaba la paró un arroyo que, como dicen los romances, murmuraba o se reía, mayormente aquel principio:

Riéndose1va un arroyo,sus guijas parecen dientes,porque vio los pies descalzosa la primavera alegre.

Y no he dicho esto a vuestra merced sin causa, porque él debió de reírse de ver los de Laura, hermosa primavera entonces que, convidada del cristal del agua y del bullicio de la arena, que hacía algunas pequeñas islas, pensando detenerla, competían entrambos. Se descalzó y los bañó un rato, pareciendo en el arroyo ramo de azucenas en vidrio. Fuese Laura, que verdaderamente parece palabra significativa, como cuando decimos «Aquí fue Troya». Sus padres la recibieron con cuidado, que ya les parecía larga su ausencia; así era grande el amor que la tenían y le sintió el Trágico:

¡Con cuán estrecho lazode sangre asido tienes,naturaleza poderosa, a un padre!

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Hiciéronla mil regalos, aunque riña Cremes a Menedemo, que no quería en Terencio que se mostrase amor a los hijos.

Avisó en estos medios un criado de Lisardo a Fenisa, que lo era de Laura, de que estaba allí su dueño. Estos dos se habían mirado con más libertad, como su honor era menos, y la advirtió de que habían venido sin prevención alguna de sustento, porque Lisardo sólo le tenía de los ojos de Laura (que los criados disimulan menos las necesidades de la naturaleza, que sufren con tanta prudencia los hombres nobles). Fenisa lo dijo a Laura, que encendiéndose de honesta vergüenza como pura rosa, se le alteró la sangre, porque de la continuación de los ojos de Lisardo había tenido que sosegar en el alma con la honra y en el deseo con el entendimiento, y a hurto de su madre le dijo:

-No me digas eso otra vez.Creyó Fenisa lo severo del rostro; creyó lo lacónico de las palabras. (Y

advierta vuestra merced que quiere decir «lo breve», porque eran muy enemigos los lacedemonios del hablar largo; creo que si alcanzaran esta edad se cayeran muertos. Visitome un hidalgo un día, y habiéndome forzado a oír las hazañas de su padre en las Indias más de tres horas, cuando pensé que era su intento que le escribiese algún libro, me pidió limosna.) Fenisa finalmente creyó a Laura, que parece principio de relación de comedia; y como sabía su recato no le volvió a decir cosa ninguna. Pero viendo Laura que era más bien mandada de lo que ella quisiera, le dijo a solas:

-¿Cómo tuvo ese caballero tanto atrevimiento que viniese a esta huerta, sabiendo que no podían faltar de aquí mis padres?

-¿Cómo ha dos años que os quiere?, respondió Fenisa.-¿Dos años? -dijo Laura-. ¿Tanto ha que es loco?-No lo parece Lisardo -replicó la esclava-, porque tal cordura, tal prudencia,

tal modestia en tan pocos años, yo no la he visto en hombre.-¿De qué le conoces tú? -dijo Laura.-De lo mismo que tú -respondió Fenisa.-Pues ¿mírate a ti? -prosiguió la enamorada doncella.-No, señora -replicó la maliciosa esclava-, que a la cuenta vos sola en Sevilla

merecéis el desatinado amor con que os adora.-¿Con que me adora? -dijo riéndose Laura-. ¿Quién te ha enseñado a ti ese

lenguaje? ¿No basta que me quiera?-Bastara a lo menos -replicó Fenisa- pues vos no correspondéis a tanto amor,

siendo igual vuestro, y que fuera tanta dicha de los dos casaros.-No tengo yo de casarme -dijo Laura- que quiero ser religiosa.-No puede ser eso -respondió Fenisa-, porque sois única a vuestros padres y

habéis de heredar cinco mil ducados de renta, y vale vuestro dote sesenta sin más de veinte que vuestra abuela os ha dejado.

-Mira que te aviso -dijo Laura entonces-, que no te pase por la imaginación hablarme más en Lisardo; Lisardo hallará quien merezca ese amor que dices, que yo no me inclino a Lisardo, aunque ha dos años que Lisardo me mira.

-Yo lo haré, señora -replicó Fenisa-, pero muchos Lisardos me parecen esos en tu boca para no tener ninguno en el alma.

Ya se llegaba la hora del comer y ponían las mesas -para que sepa vuestra merced que no es esta novela libro de pastores, sino que han de comer y cenar todas las veces que se ofreciere ocasión-, cuando Laura dijo a Fenisa:

-Lástima es, Fenisa, que ese caballero no coma por mi causa.-¿No decías -respondió la esclava- que no te hablase en él?-Así es verdad -replicó Laura-, y yo no hablo en él sino en que coma; haz por

tu vida de suerte que nuestro cocinero te dé alguna cosa que le lleves, y dásela a su criado como que es tuya esta memoria.

-Que me place -dijo Fenisa-, para merecer algo como quien lleva al pobre la limosna que otro da, para que sea tuya la piedad y mía la diligencia.

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Hízolo así Fenisa, y tomando un capón y dos perdices con alguna fruta y pan blanco, de que es tan fértil Sevilla, lo llevó al referido y le dijo:

-Bien lo puede comer Lisardo con gusto, que Laura se lo envía.Túvole de manera este caballero, agradecidísimo a tanto favor, que ya se

desesperaban los criados y se atrevieron a decirle:-Si así come vuestra merced, ¿qué ha de quedar para nosotros?-No sois -replicó Lisardo-, dignos vosotros de los favores de Laura; tanto que,

si algo queda, se me ha de guardar para la tarde.Crueldad le habrá parecido a vuestra merced la de Lisardo, aunque no sé si

me ha de responder: «No me parece sino hambre.» Y cierto que tendrá razón, si no sabe lo que come un enamorado favorecido a tales horas. Pero, porque no le tenga vuestra merced por hombre grosero, sepa que les dio dos doblones de a cuatro (que era siglo en que los había) para que fuese el uno a Sevilla por lo que tuviese gusto; lo que ellos no hicieron y partiendo la moneda se llegaron hacia la casa de la huerta, donde las criadas los proveían de todo lo necesario.

Algo de esto veía Laura con harto gusto suyo; y no escondiéndose a sus padres, quisieron saber quién eran aquellos hombres que preguntados, respondieron que músicos. Y deseando alegrar a Laura, dijo el padre que entrasen, de que ellos se holgaron en extremo; y trayendo un instrumento, que claro está que le había de haber en la huerta o traerle las criadas de Laura, que algunas por lo moreno eran inclinadas al baile, con extremadas voces Fabio y Antandro cantaron así:

Entre dos mansos arroyos,que de blanca nieve el sol,a ruego de un verde valle,en agua los transformó;mal pagado y bien perdido(propia de amor condición,que obliga con los agravios,y con los favores no),estaba Silvio mirandodel agua el curso veloz,corrido de que riendose burle de su dolor.Y como por las pizarrasiba dilatando el son,a los risueños cristalesdijo con llorosa voz:Como no saben de celosni de pasiones de amor,ríense los arroyuelosde ver cómo lloro yo.Si amar las piedras se causade sequedad y calor,bien hace en reírse el agua,pues por fría nunca amó.Lo mismo sucede a Filis,que para el mismo rigores de más helada nieveque los arroyuelos son.Ellos en la sierra nacen,y ella entre peñas nació,que sólo para reírseablanda su condición.

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Al castigo de sus burlastan necia venganza doy,que estos dos arroyos miranen mis ojos otros dos.Lágrimas que dan venganzanotables flaquezas son;mas deben de ser de iraque no es posible de amor.No me pesa a mí de amarsujeto de tal valor,que apenas puede a su alturallegar la imaginación.Pésame de que ella sepaque la quiero tanto yo,porque siempre vive librequien tiene satisfacción.Por eso digo a las aguasque risueñas corren hoy,trasladando de su risalas perlas y la ocasión:Como no saben de celosni de pasiones de amor,ríense los arroyuelosde ver cómo lloro yo.

Dudosa estaba Laura mientras cantaban Fabio y Antandro estos versos, si se habían hecho por ella; y aunque en todo convenían con el pensamiento de Lisardo, en quejarse de celos le parece que difería mucho de su honestidad y recogimiento, si bien esto no satisfacía a la duda, porque los amantes sin dárselos tienen celos, y no han menester ocasión para quejarse, a la traza de los niños, que se suelen enojar de lo que ellos mismos hacen. Pidieron los padres de Laura a Fabio no se cansase tan presto, y él y Antandro, en un tono del único músico Juan Blas de Castro, cantaron así:

Corazón, ¿dónde estuvisteis,que tan mala noche me disteis?

¿Dónde fuisteis, corazón,que no estuvisteis conmigo?,siendo yo tan vuestro amigo,¿os vais donde no lo son?Si aquella dulce ocasiónos ha detenido así,¿qué le dijisteis de míy de vos qué le dijisteis,que tan mala noche me disteis?

A los ojos es hacer,corazón, alevosía,pues lo que ellos ven de día,de noche lo vais a ver.Ellos me suelen poner

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en ocasiones de gloria,pero vos con la memoriayo no sé dónde estuvisteis,que tan mala noche me disteis.

Corazón, muy libre andáis,cuando preso me tenéis,pues os vais cuando queréis,aunque yo quiero que os vais.Allá vivís y allá estáis;no parece que sois mío,si pensáis que yo os envío;¿qué esperanzas me trajisteis,que tan mala noche me disteis.

Ya se quedaban los instrumentos con el eco de las consonancias (aunque si bien me acuerdo, no era más de uno), cuando Laura preguntó a Fabio quién era el escritor de aquellas letras. Fabio le respondió que un caballero que se llamaba Lisardo, mancebo de veinticuatro años, a quien ellos servían.

-Por cierto -dijo Laura-, que él tiene muy cuerdo ingenio.-Sí tiene -dijo Antandro-, y acompañado de linda disposición y talle, pero

sobre todo de mucha virtud y recogimiento.-¿Tiene padres? -dijo el de Laura.-No, señor -respondió Fabio-, ya murió Alberto de Silva, que vuestra merced

habrá conocido en esta ciudad.-Sí conocí -dijo el viejo-, y era grande amigo mío y de los hombres ricos de

esta ciudad; y me acuerdo de ese caballero su hijo, cuando era niño y comenzaba a estudiar gramática, y me alegro que haya salido tan semejante a su padre. ¿No trata de casarse ahora?

-Sí trata -dijo Antandro-, y lo desea en extremo, con una hermosa doncella igual a sus merecimientos en dotes naturales y bienes de fortuna.

Con esto los mandó regalar Menandro, que así era el nombre del padre de Laura, y ellos se despidieron contando entre los árboles a Lisardo todo lo que les había sucedido, que los estaba esperando desesperado. Laura quedó cuidadosa, llena de solícito temor, que así define el amor Ovidio, porque dio en imaginar que aquella doncella con quien quería casarse Lisardo era otra, y que las finezas eran fingidas, no conociendo que Antandro lo había dicho para que Laura entendiese su deseo; así es temeroso el amor, atribuyendo siempre en su daño hasta su mismo provecho. No pudo alegrarse más y dando prisa a sus padres con no sentirse buena se volvieron a Sevilla. Durmió mal aquella noche, y el día siguiente la afligió tanto aquel pensamiento que se vino a resolver en escribirle. Vuestra merced juzgue si esta dama era cuerda, que yo nunca me he puesto a corregir a quien ama. Borró veinte papeles y dio el peor y el último a Fenisa, que con admiración, que se pudiera llamar espanto, le llevó a Lisardo, que en aquel punto iba a subir a caballo para pasear su calle. Casi fuera de sí oyó el recado de palabra y, llevándola de la mano a un jardín pequeño, que en frente de la puerta principal de su casa ofrecía a la vista algunos verdes naranjos, la dio muchos abrazos; y recibiendo el papel con más salvas que si trajera veneno, abrió la nema, guardó la cubierta y leyó así:

Los años que vuestra merced me ha obligado a su conocimiento, parece que me fuerzan en cortesía a darle el parabién de su casamiento, que a mis padres contaron sus criados, mayormente siendo tan acertado con dama tan hermosa y rica. Pero suplico a vuestra merced que ella no sepa este atrevimiento mío, que me tendrá por envidiosa, y vuestra merced no ha menester hacer gala de mi cortesía para acreditarse, pues

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no será esa señora tan humilde que no piense que lo que ella merece vale por sí mismo esta general estimación de todas.Con una blanda risa, más en los ojos que en la boca, dobló el papel Lisardo y,

por lo que había contado Antandro, conoció el engaño de Laura, o que se había valido de aquella industria para provocarle a desafío de tinta y pluma, que en las de amor es lo mismo que de espada y capa. Llevó a Fenisa a un curioso aposento bien adornado de escritorios, libros y pinturas, donde le dijo que se entretuviese mientras escribía. Fenisa puso los ojos en un retrato de Laura, que un excelente pintor había hecho al vuelo de sólo verla en misa; y Lisardo escribió, haciendo gala de que fuese aprisa y con donaire; y cerrado el papel abrió un escritorio y, dando cien escudos a Fenisa, le abrió las entrañas. Fuese la esclava, y Lisardo volvió a leer el papel otras dos veces, y poniéndole la cubierta encima, le acomodó en una naveta de un escritorio donde tenía sus joyas, porque así le pareció que le engastaba.

Llegó Fenisa donde Laura esperaba la respuesta con inquietud notable; diole el papel, contole el gusto con que la había recibido, el aseo de su aposento, la grandeza de su casa, y calló los cien escudos, aunque hizo mal, que también esto obliga a quien ama y desea ser amada. Pero peor hubiera sido que confesara la mitad, como hacen muchos criados, en ofensa grave de la liberalidad de los amantes. Abrió Laura el papel con menos ceremonias, aunque por ventura con más sentimiento, y leyó así:

La señora que yo sirvo, y lo es de mi libertad, y con quien deseo casarme, es vuestra merced; y esto mismo dijo Antandro para que en este sentido se entendiese. Con esta satisfacción pudiera vuestra merced tener envidia de sí misma, si yo mereciera lo que dice para honrarme, que no tengo ni tendré otro dueño mientras tuviere vida.Cuando yo llego a pensar por dónde comienzan dos amantes el proemio de

su historia, me parece el amor la obra más excelente de la naturaleza, y en esto no me engaño, pues bien sabe toda la filosofía que consiste en él la generación y conservación de todas las cosas en cuya unión viven, aunque entre la armonía de los cielos, que el aforismo de que todas las cosas se hacen a manera de contienda, eso mismo que las repugna, las enlaza. Y así se ve que los elementos que son los mayores contrarios simbolizan en algunas cosas y comunican sus calidades. Convienen el fuego y el aire en el calor, porque el fuego le tiene sumo y el aire moderado; el fuego y la tierra en lo seco; el aire y el agua en lo húmido; y el agua y la tierra en lo frío, de cuya conveniencia es fuerza amarse, y a este ejemplo, las demás de la generación y corrupción de la naturaleza. Pero dirá vuestra merced: «¿qué tienen que ver los elementos y principios de la generación de amor con las calidades elementales?» Mas bien sabe vuestra merced que nuestra humana fábrica tiene de ellos su origen, y que su armonía y concordancia se sustenta y engendra de este principio que, como siente el Filósofo, es la primera raíz de todas las pasiones naturales.

Notable edificio, pues levanta amor en esta primera piedra de un papel que sin prudencia escribió esta doncella a un hombre tan mozo, que no tenía experiencia de otra voluntad desde que había nacido. ¿Quién vio edificio sobre papel firme? ¿Ni qué duración se podrá prometer la precipitada voluntad de estos dos amantes, que desde este día se escribieron y hablaron, si bien honestamente fundados en la esperanza del justo matrimonio? Y tengo por sin duda que si luego pidiera Lisardo a Laura, Menandro lo hubiera tenido a dicha; pero el querer primero cada uno conquistar la voluntad del otro, a lo menos asegurarse de ella, dio causa a que la dilación trajese varios accidentes como suele en todas las cosas, donde se acude con la ejecución después del maduro acuerdo, como sintió Salustio.

Tenía Lisardo un amigo que desde sus tiernos años lo había sido, igual en calidad y hacienda, llamado Otavio, procedido de ciertos caballeros genoveses que en aquella ciudad habían vivido y a quien la mar no había correspondido,

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ingrata, a lo que en confianza suya habían aventurado. Este amaba desatinadamente una cortesana que vivía en la ciudad, tan libre y descompuesta, que por su bizarría y despejo público era conocida de todos. Pasaba el pobre Otavio sus locuras con inmenso trabajo de su espíritu y no pequeño daño de su hacienda, porque a vuelta de cabeza se la cargaba de infinito peso, mayormente si se descuidaba de comprar por instantes lo que le parecía que tenía adquirido.

Amor no se conserva sin esto, yo lo confieso; pero en este género de mujeres es la codicia insaciable. Hame acontecido reparar en unas yerbas que tengo en un pequeño huerto que con la furia del sol de los caniculares se desmayan de forma que, tendidas por la tierra, juzgo por imposible que se levanten; y echándolas agua aquella noche, las hallo por la mañana como pudieran estar en abril después de una amorosa lluvia. Este efecto considero en la tibieza y desmayo del amor de las cortesanas, cuando la plata y oro las despierta y alegra tan velozmente, que el galán que de noche fue aborrecido porque no da, a la mañana es querido porque ha dado. Olvidada finalmente Dorotea, que así se llamaba esta dama, de las obligaciones que tenía a Otavio, puso los ojos en un perulero rico -así se llaman-, hombre de mediana edad y no de mala persona, aseo y entendimiento. A pocos lances conoció Otavio la mudanza, y siguiéndola un día, la vio entrar disfrazada en la casa del indiano referido, donde esperó desatinado a que tomase puerto en la calle de aquella embarcación tan atrevida y, asiéndola del brazo, la dio, con poco temor del perulero y vergüenza de la vecindad, algunos bofetones. A sus voces y de la criada, que llegando a defenderla partieron la ganancia, salió Fineo, que este fue su nombre, o lo es ahora, y con dos criados suyos le hizo salir de la calle con menos honor que si se quedara en ella, pero con más provecho suyo. Corrido Otavio, como era justo, porque al huir, dice Carranza (y lo aprueba el gran don Luis Pacheco), no hay satisfacción, dio parte a su amigo Lisardo de su disgusto. Y con los dos criados músicos referidos fueron a esperarle dos o tres noches, porque él no salía sin cuidado de su casa; y la última, que venía de visitar un amigo (¡oh noche, qué de desdichas tienes a tu cuenta!; no en balde te llamó Estacio acomodada a engaños, Séneca, horrenda; y los poetas hija de la tierra y de las Parcas, que es lo mismo que de la muerte, pues ellas matan y la tierra consume lo que en tierra), saliéronle al paso Otavio y Lisardo con los criados, y dándole muchas cuchilladas se defendió valerosamente con los suyos hasta que cayó muerto, dejando a Otavio herido de una estocada, de que también murió de allí a tres días. Estos estuvo retraído Lisardo; y queriendo hacer fuerza la justicia en sacarle de la iglesia, le fue forzoso ausentarse, y con grandes lágrimas de Laura y suyas salió de Sevilla, y por ser ocasión en que se partía la flota de Nueva España, aconsejado de amigos y deudos, se pasó a las Indias.

Fue tan difícil de remediar este caso, aunque de entrambas partes había dos muertes, que no pudo volver a Sevilla Lisardo cuando pensaba.

En triste ausencia quedó Laura con tan notable sentimiento de su partida, conocido de sus padres, que con algún advertimiento reparaban en Lisardo y no les pesara de que fuera su yerno; pero habiendo pasado dos años de inmensa tristeza, le propusieron algunos casamientos para sacarla de ella, de personas ilustres y dignas de su hermosura, calidad y hacienda. Era de suerte lo que Laura sentía que le tratasen de esto, que cada vez que lo intentaban la tenían por muerta; pero habiéndose informado de Fenisa, y entendiendo que mientras estuviese en esperanza de casarse con Lisardo no admitiría casamiento alguno, determinó Menandro de fingir una carta que diese nuevas; entre otras relaciones, de que, Lisardo se había casado en México, y una aparte para un amigo suyo que, visitándole, dejase caer al descuido, que hallada de Laura decía así:

En este viaje no tengo que advertiros más de que todo se despacha bien, y mejor lo que vos menos pensabais. Llegó bueno el Virrey, y creo que nos hemos de hallar muy bien con él, porque es un gran príncipe, celoso del servicio de Dios

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y de Su Majestad. Hacedme placer de saber en qué estado están los negocios de Lisardo de Silva en esa ciudad, porque ya son tan propios míos, que le he casado con mi hija Teodora, con mucho gusto de entrambos, porque se querían mucho. Esto me importa notablemente, porque quiere ir Lisardo a España y pretender un hábito en la corte, y yo deseo ver honrada mi casa y que comience su valor en este caballero, a quien por el que tiene en todo he dado en dote sesenta mil ducados.Cómo quedaría Laura con esta carta, echada con tan falso descuido para

darle tan verdadero cuidado, no es posible encarecerlo: pobre amante que, cuando estaba solicitando su libertad para verla, se la estaban quitando con tan notable industria. Y no se engañaron, aunque vuestra merced lo sienta, que pasados algunos días de lágrimas se consoló, como lo hacen todas, y dijo a sus padres que quería obedecerlos. Los cuales, así como conocieron el efecto de la industria, trataron de darle marido que deshiciese con su presencia fácilmente la voluntad de Lisardo, que no había podido tan larga ausencia.

Había un caballero en la ciudad, no de tan gallarda persona pero de más juicio, años y opinión constante, rico y lustroso de familia, y codiciado de muchos para yerno, porque traía escrita en la frente la quietud y en las palabras la modestia. Tratose entre los deudos de la una y otra parte el concierto, y estando a todos con igualdad, no fue difícil de llegar a ejecución con la brevedad que los padres de Laura deseaban.

Casose Laura, y en esta ocasión dijera un poeta si había asistido Himeneo triste o alegre, y si tenía el hacha viva o muerta, ceremonia de los griegos, como llamar a Talasio de los latinos. Y porque vuestra merced no ignore la causa por que invocaba la gentilidad en las bodas este nombre, sepa que Himeneo fue un mancebo, natural de Atenas, de tan hermoso y delicado rostro que, con el cuidado de los rizos del cabello, como ahora se usan, era tenido por mujer de muchos. Enamorose este mancebo ardentísimamente de una hermosa y noble doncella, sin esperanza de fin a su deseo, porque en sangre, hacienda y familia era inferior y desigual, con diferencia grande. Con esta desconfianza, Himeneo, para sustentar sus ansias siquiera de la amada vista de esta doncella, vestíase su mismo hábito; y mezclándose con las demás que la acompañaban, ayudado de los colores de su rostro, en amistad honesta vivía con ella y la seguía a las fiestas y campos sin osar declararse por no perderla.

En este tiempo le sucedió lo que a muchos que pensando engañar lo quedan ellos; porque habiendo salido fuera de la ciudad su dama con otras muchas a los sacrificios de Ceres Eleusina, saltaron de improviso en tierra y con las demás doncellas le robaron. Ellos, la presa y la nave tomaron puerto cerca; y habiendo repartido a su gusto lo que a cada uno le tocaba, hicieron fiesta sobre la yerba, y andando Ceres y Baco dando calor a Venus, con el trabajo del remo y descanso del vino se rindieron al sueño. Himeneo, valerosamente gobernado de su ánimo en ocasión tan fuerte (que la hermosura en los hombres no estorba la valentía del corazón, y yo he visto muchos feos cobardes), sacó la espada de la cinta al capitán de los piratas, y uno a uno los cortó las cabezas, embarcó las doncellas y con inmenso trabajo volvió a Atenas. Los padres de las cuales, en remuneración de tanto beneficio solicitaron al de su dama, y se la dio por mujer, con la cual vivió en paz, sin celos, sin disgusto y con muchos hijos, de donde tomaron ocasión los atenienses de invocarle en sus bodas como a hombre tan dichoso en ellas, y poco a poco se fue introduciendo el cantarle himnos, como a su protector, de que se hallan tantos en los poetas griegos y latinos, y a recibirse su nombre por las mismas bodas.

No pienso que le habrá sido a vuestra merced gustoso el episodio, en razón de la poca inclinación que tiene al señor Himeneo de los atenienses; pero por lo menos le desvié la imaginación del agravio injusto que hicieron estas bodas al ausente Lisardo, y la facilidad con que se persuadió la mal vengada Laura. Aunque por el camino que fue la industria, ¿a qué mujer le quedara esperanza

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cuando no quisiera vengarse? Cosa que apetecen enamoradas con desatinada ira, tanto que en viendo cualquier retrato de mujer, pienso que es la venganza.

Puso Marcelo, que así se llamaba su marido, ilustre casa; hizo un vistoso coche, el mayor deleite de las mujeres. Y en esta parte soy de su parecer por la dificultad del traje y la gravedad de las personas, y más después que se han subido en un monte de corcho, haciéndose los talles tan largos que se hincan de rodillas con las puntas de los jubones. Casose un hidalgo, amigo mío, de buen gusto, y la noche primera que se había de celebrar el himeneo en griego y la boda en castellano, vio a su mujer apearse de tan altos chapines y quedar tan baja, que le pareció que le habían engañado en la mitad del justo precio. Dijo entonces ella: «¿Qué os parece de mí?»

Y él con poco gusto le respondió: «Paréceme que me han dado a vuesa merced como a mohatra, pues he perdido la mitad de una mano a otra». A quien yo consolé con la respuesta de aquel filósofo que, diciéndole un amigo suyo que por qué se había casado con una mujer tan pequeña, respondió: «del mal lo menos». Mas cierto que todos se engañan; que una mujer virtuosa, o sea grande o pequeña, es honra, gloria y corona de su marido, de que hay tantas alabanzas en las divinas letras. Y ¡ay del enfermo que ellas no curan, el solo que no regalan y el triste que no alegran!

Entre otras cosas que trajo Marcelo a su casa fue un esclavo de quien fiaba mucho, alarbe de nación, que en una presa del general de Orán había sido cautivo. Este tenía cuenta de los caballos del coche y de otros dos en que paseaba, de los Valenzuelas de Córdoba, que también hay linaje de caballos con su nobleza. No se olvide, pues, vuestra merced de Zulema, que así se llamaba, que me importa para adelante que le tenga en la memoria.

Casados vivían en paz (aunque sin señales de hijos, que lo suelen ser del matrimonio) Marcelo y Laura, cuando habiéndose acabado con ruegos y dineros y años, que lo vencen todo, el pleito de Lisardo, apareció en Sanlúcar con los galeones de Nueva España; y como de su pensamiento no diese parte a nadie, y por coger de improviso a Laura con la alegría de su presencia, ignorante de su casamiento, vino a Sevilla.

No le dijeron en su casa nada, o ya ocupados en verle o ya porque pensaron que cosa tan notable para él como estar casada Laura ya la sabría, o por no le recibir con malas nuevas, que suele ser la mayor ignorancia de los deudos y amigos. Con esto, así como estaba, y solo quitándose las espuelas, se fue a su casa. Serían las ocho de la noche, y vio Lisardo en el patio tan diferente ruido que se le turbó el corazón y heló la sangre. Y después de un rato preguntó a un criado que ayudaba a poner en su lugar aquel vistoso coche, en que debía de haber venido Laura, quién vivía en aquella casa.

-Aquí vive Menandro -le respondió-, y Marcelo, su yerno.Pasole el corazón esta palabra y todo temblando le dijo:-Pues ¿casó a la señora Laura?-Sí -replicó el criado con sequedad.Y se lo pagó Lisardo con muchas lágrimas, que de improviso vinieron a los

ojos por ayudar al corazón en tan justo sentimiento. Sentose en un poyo que estaba junto a la puerta, y no pudiendo hablar porque le ahogaba el dolor vertió parte del veneno, con que sintió algún alivio. Levantose finalmente, porque ya reparaban en él, que la buena disposición lo solicitaba, con las galas y plumas del camino en las cuales fue la primera venganza, porque haciéndolas pedazos sembró de ellas la calle diciendo:

-Estas y mis esperanzas todo es uno.De allí pasó a los guantes, y tirándose de una cadena de piezas, la perdió

toda.Bien había hora y media que andaba el afligido mozo por la calle cuando,

habiendo oído algún ruido en una sala, asió las manos a los hierros de su reja y, sin mirar él qué hacía se asomó a uno de los postigos de la ventana, donde vio

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sentarse a la mesa a Laura, a su marido y a sus padres. Aquí perdió el sentido y, cayendo en tierra, estuvo desmayado un rato. Volvió en sí y, trepando segunda vez por los hierros, vio la ostentación de la plata y familia con que se servían, el contento que mostraban y los platos y regalos que Marcelo hacía a Laura tan amorosamente. Reparaba en su rostro, en su vestido y en el buen aire con que cenaba (que el comer aseadamente y con despejo se cuenta entre las cosas a que está obligado un hombre bien nacido), y le parecía que en su vida había visto hombre más hermoso. ¡Oh celos, qué de cosas feas habéis hecho que parezcan lo contrario! Allí se extendía la imaginación a cosas terribles de sufrir y, entre todas, a creer que Laura estaría enamorada de Marcelo, como era razón, y como a él le parecía que era forzoso merecerlo. Suspiraba Lisardo, deseando que le oyese Laura. ¡Qué locura! Mas ¿quién tuviera prudencia en tal desdicha? Acabose la cena de Marcelo y la paciencia de Lisardo a un mismo tiempo. Ellos se recogieron después de un rato de conversación, y él se quedó con todas sus esperanzas en la calle.

La pena de su casa era forzosa y así salieron a buscarle por varias partes sin que dejasen amigo donde no fuesen. Acordose Antandro de los pensamientos de Laura, partió a su casa y halló en su calle a su señor poco menos que loco y algo más que desdichado. Quitole, después de muchas razones y conveniencias, del puesto que había tomado como soldado de amor hasta el cuarto del alba. Trájole a su casa con buenos consejos, y haciéndole acostar no durmieron entrambos, porque en contarle lo que había visto y lamentarse de Laura llegó el día. Rogó a Antandro que fuese en casa de Menandro y procurase ser visto de Fenisa. Lo cual sucedió tan bien que apenas le vio la esclava cuando, puesto su manto y aquel sombrero que con tanta bizarría se ponen las sevillanas, salió a buscarle. No habían los dos traspuesto la calle cuando Fenisa le dio muchos abrazos, y preguntándole por Lisardo llegó el esclavo Zulema referido, y ella interrumpió la plática y se volvió a su casa.

Reparó el esclavo en el forastero y, algo celoso de Fenisa, quiso seguirle; pero Antandro le burló en una de las muchas calles estrechas de aquella ciudad, y dio cuenta a Lisardo de que ya Laura sabría que él estaba en Sevilla.

Con aquella ocasión, el tierno amante tomó la pluma y, escribiendo un papel, le dijo a Antandro que le llevase, y si pudiese dársele a Fenisa, la prometiese grandes intereses y regalos por la fe y confianza de este secreto. Sucedió así; y Laura, que ya sabía que había venido, con poca alteración y mucha curiosidad le abrió severa y leyó así:

Anoche llegué a Sevilla a vivir en tu vista de tanta muerte como he padecido en tu ausencia, y cumplir la palabra que te había dado de ser tu marido. La primera cosa que supe fue que le tenías; y la segunda, verle con tanto dolor mío, que sólo pudo impedir el matarme saber que hay alma. Cruelmente has procedido con mi inocencia. No eran esas las palabras en mi partida a México, acreditadas de tantas lágrimas; pero eres mujer, último consuelo de los hombres. Mas para que veas la diferencia que mi amor hizo al tuyo, mientras dispongo de mi hacienda viviré en Sevilla, y luego me cubrirá un pobre hábito, que quiero fiar del cielo mi remedio, porque en la tierra no le espero de nadie.Sin alteración dije que abrió el papel Laura, pero no le volvió a cerrar sin

mucha; y dudosa de que podría mentir Lisardo, como suelen muchos cuando la prueba de sus mentiras tiene ultramarino el término, abrió un escritorio donde tenía la carta fingida de su padre, más acaso que con cuidado, y había querido rasgar siempre que la veía, y poniéndole una cubierta se la envió a Lisardo.

Alguna alegría le causó entonces ver papel suyo; pero cuando desconoció la letra y vio la firma fingida de un mercader que él había conocido en México, leyó la carta y con un suspiro en voz triste dijo:

-Este me ha muerto.

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Pasó aquel día y, haciendo que le cortasen de vestir de luto, al siguiente salió por la ciudad tan desconocido, que daba ocasión a todos de preguntarle la causa para la cual no le faltaba industria. Con esto volvió a escribirla, diciendo así:

Invención de mi fortuna fue esta carta para quitarme todo mi bien, y aunque parece bastante disculpa no la puede haber de no haber venido acompañada de una letra sola, que desprecios de lo que se ha querido no dan honra a quien aborrece, ni con ella cortó jamás la espada de los nobles en los que están rendidos. Yo partí de Sevilla por fuerza, navegué sin vida, llegué a México sin alma, viví muerto, guardé lealtad invencible, volví con esperanza, hallé mi muerte, y para todo he hallado consuelo en el engaño de esta carta; mas para tanto desprecio será imposible que tenerme en poco aunque sea sobra de contento en el nuevo estado, es falta de discreción en la cortesía.A este papel respondió Laura el que se sigue:

Lo que pareciera liviandad en mi honor no ha sido descortesía al vuestro; pero cuando la hubiera usado, bien la merece un hombre que niega haberse casado en Indias, pues el luto que trae muestra bien que, porque ha enviudado, quiere que yo crea que no se casó, y que es verdadera esa carta.Aquí pensó rematar el juicio Lisardo, viendo que el luto que se había puesto

para obligarla con el sentimiento le había resultado en mayor daño. Quitósele el mismo día y, siéndolo de fiesta, se vistió las mejores y más ricas galas que tenía, y con extremadas joyas se fue a San Pablo, donde Laura vino a misa y le vio en hábito tan diferente, que se certificó que el luto era fineza y la carta mentira. Con esto y la solicitud de Lisardo comenzó amor a revolver las cenizas del pasado fuego donde, como suelen algunas centellas, se descubrían algunas memorias. Fenisa terciaba, obligada de dineros y vestidos; Laura miraba amorosa; Lisardo se atrevía, y con esperanzas de algún favor volvió presto en sí y estaba en extremo gentilhombre. Marcelo reparaba poco en las bizarrías de Laura, pareciéndole no estrechar los pocos años a más grave estilo de recogimiento. Con esto, al paso de su descuido, crecía el cuidado de los dos y a vueltas el atrevimiento. Ya los papeles eran estafeta ordinaria, y se iba disponiendo el deseo a poco honestos fines (que Marcelo no era amoroso ni había estudiado el arte de agradar, como algunos que piensan que no importa y que todo se debe al nombre, no considerando que el casado ha de servir dos plazas, la de marido y la de galán, para cumplir con su obligación y tener segura la campaña).

Paréceme que dice vuestra merced: «¡Oh, lo que os deben las mujeres!». Pues le prometo que aquí me lleva más la razón que la inclinación, y que si tuviera poder instituyera una cátedra de casamiento donde aprendieran los que lo habían de ser desde muchachos y que, como suelen decir los padres unos a otros: «Este niño estudia para religioso», «este para clérigo», etc., dijeran también «este muchacho estudia para casado». Y no que venga un ignorante a pensar que aquella mujer es de otra pasta porque es casada, y que no ha menester servirla ni regalarla porque es suya por escritura, como si lo fuese de venta, y que tiene privilegio de la venganza para traerla mil mujeres a los ojos, sin reparar, como sería justo, en que ha puesto en sus manos todo lo mejor que tiene después del alma, como es la honra, la vida, la quietud, y aún con ella, que muchos la habrán perdido por esta causa. Diga ahora vuestra merced, suplícoselo, que si es esta novela sermonario. No, señora, responderé yo, por cierto, que yo no los estudio en romance, como ya se usa en el mundo, sino que esto me hallé naturalmente y siempre me pareció justo.

Consolado estaba Lisardo de haber perdido a Laura, pareciéndole que no era perderla estar tan cerca de la posesión que tantos años de pena le había costado; que como los deseos de amor de una y de otra manera tienen un mismo fin, aunque sea por breve hurto y con peligro del deshonor ajeno y daño propio, se buscan y solicitan. Lisardo, favorecido, amaba; Laura, libre y olvidada de lo que se debía a sí misma, no advertía qué fin suelen tener iguales atrevimientos. Antandro era el secretario, Fenisa el paraninfo; en la iglesia se miraban, en la calle se hacían amorosas cortesías y en el campo se hablaban, y algunas veces

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por las rejas, mientras Marcelo dormía y otras que estaba más advertido, Fabio y su amigo en el mayor silencio de la noche cantaban así:

Belisa de mi alma,de cuyos ojos bellosel mismo sol aprendea dar su luz al suelo;Belisa más hermosaque en el cielo serenoal alba y a la tarde,el cándido lucero,que ya por este valle,de hoy más le llamaremosla estrella de Belisa,como hasta aquí de Venus;dejando tu hermosura,si yo dejarla puedo,y celebrando solotu raro entendimiento,¿quién no dirá, señora,que cuidadoso el cielopuso por alma un ángelen tu divino cuerpo?Gloriosa está la míade tenerte por dueño,si bien las esperanzasme tienen vivo y muerto.Vivo, porque me animanal fin donde no llego;y muerto en ellas mismas,porque esperando muero.Todos, Belisa mía,se quejan que por ellosel tiempo aprisa pasasin poder detenerlo.Y yo, de que caminatan despacio me quejo,que pienso que se paraen mis años el tiempo.A muchos que han amadodio Tántalo su ejemplo;mas como a mí ningunocon tan alto deseo.Lo que me dan me falta,no tengo el bien que tengo,viniendo a ser mis obrasmentales pensamientos.Usa mi amor ahorade los antojos nuevos,cerca para los ojos,para los brazos lejos.Belisa, pues nacistetesoro de los cielos,¿quién para mí te hizode sueño lisonjero?Pues, cuando más segura

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pienso que te poseo,despierto y no te hallo,que eres verdad y sueño.Contigo, dueño mío,nació mi amor primero,contigo se ha criado,contigo fue creciendo.Aciertan los que juzganque es mi pecho pequeñopara un amor tan grande,mas no para tu pecho.Y llaman esperanzaslos males que padezco;pidiendo posesiones,levántanme que espero.En deseos aprisaesperanzas de asientoes muerte dilatada,no habiendo mar en medio.¡Qué pocas que me dieran,si padecieran ellos!Mas si años hacen penas,¿qué amante fue más viejo?Perdona si te canso,que mientras no te tengo,no puedo amarte más,ni desearte menos.

Así pasaba Lisardo sus esperanzas, unas veces alegre y otras triste; y Laura, con papeles y favores, unas veces le divertía y otras aseguraba cuyas dudas y deseos le significó un día en estos versos:

Pensamiento, no penséisque estoy de vos agraviado,pues me dejáis obligadocon el daño que me hacéis;antes pienso que tenéisqueja de mí con razón,porque he puesto en condiciónde quien sabéis la mudanza:que no merece esperanzaquien no piensa en posesión.

Nunca vos y yo pensamos,aunque vos sois pensamiento,vernos en tan alto intento,que los dos nos envidiamos;pues si contentos estamos,vos del lugar en que estáis,y yo de que le tengáis,no sufráis que culpa os dende que no estimáis el bien,pues que nunca al bien llegáis.

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Este imposible forzosode alguna noble desdichahace dilatar la dichaal que puede ser dichoso;de confuso y temeroso,que no lo digáis consiento,que en mi grave sentimiento,lo que sabemos los dos,no lo fiara de vosa no ser mi pensamiento.

Quiero, y no puedo alargarmea ejecutar lo que quiero;espero lo que no espero,por ver si puedo engañarme;sin saber determinarmeya determinado estoy;a quien me niego me doy,y en este mortal disgustosoy Tántalo de mi gustoy el mismo imposible soy.

Fuerte linaje de males huir el rostro al bien,quien llega a que se le dencon mérito desigual;en congoja tan mortallo mismo que dudo creo;y en tal estado me veo,sin poderme remediar,que aún no puedo deseareso mismo que deseo.

Vos, hermoso dueño mío,recibid, pues vuestro soy,del imposible en que estoy,la satisfacción que envío;contra mis dichas porfíoentre atrevimiento y miedo,pero en laberinto quedodonde tengo de morir,pues, cuando voy a salir,pruebo a salir, y no puedo.

En estos últimos versos anduvo menos cortesano Lisardo que en los demás que habló con su pensamiento, pues confesaba que había hecho diligencias para salir, si no se ha de entender con lo que dijo Séneca, que el amor tenía fácil la entrada y difícil la salida. No sé qué disculpa halle a este caballero, habiendo sido opinión del mayor filósofo que amor ni lo es para ese fin ni sin él: cosa que me holgara de preguntársela si viviera ahora, aunque fuera desde aquí a Grecia, porque parece que implican contradicción esas dos sentencias; sino es que quiere decir que puede haber amor verdadero con deseo de unión y sin él. Vuestra merced juzgue cuál de estos dos tiene ahora en el pensamiento, y perdone a los pocos años de Lisardo el no platonizar con la señora Laura.

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Finalmente, de línea en línea, se acercó Lisardo a la última de las cinco que Terencio le puso en elAndria, en cuya final proposición Laura le escribió así:

Si fuera vuestro amor verdadero, él se contentara, Lisardo mío, del estado en que vuestra venida de las Indias halló mi honra, pues bien sabéis que me casé engañada, que os esperé firme y que os lloré casado. No sé cómo queréis que pueda atropellar por la obligación de mis padres, el honor de mi marido y el peligro de mi fama, cosas tan graves que por cualquiera de ellas conozco que queréis más vuestro gusto sólo que a todas juntas. Mis padres son bien nacidos; mi marido me tiene obligada con su amor y con sus regalos; mi fama es la mayor joya de mi persona. ¿Qué haré si todo lo pierdo por vuestra liviandad? ¿Cómo cobrarán mis padres su autoridad, mi marido su opinión y yo mi nombre? Contentaos, señor mío, con que os amo más que a mis padres, que a mi dueño y que a mí misma sin que me respondáis que, si fuera así, todo lo aventurara por vos. Yo os confieso que mirado de presto parece verdad, pero considerado es mentira. Porque podré yo replicaros que, si vos no aventuráis por mi cosa que vos podéis vencer con sólo que queráis, ¿cómo queréis que yo por vos aventure lo que no puedo cobrar si una vez lo pierdo por vos? Mirad cuál hará más en esta turbada confusión de nuestro amor: yo, que sufro lo mismo que vos y soy mujer, o vos, que me queréis perder por no sufriros a vos. Quisiera traeros ejemplos de algunas desdichas, pero conozco vuestra condición, y sé que habéis de pasar por los renglones de esta materia como quien topa enemigo en la calle, que hace que no le ve hasta que sale de ella. Más pluguiera a amor que no tuviera esto más inconveniente que perder la vida, que vos vierais que no es el mío tan cobarde que no la aventurara por vos, y me fuera la muerte dulce y agradable. Reciba yo este favor de vos; que con el entendimiento consultéis este papel y no con la voluntad, que ella os templará el deseo y durará nuestro amor; que con lo que vos queréis corre peligro de acabarse.Cuando Lisardo estaba por instantes deseando la ejecución de su deseo y el

puerto de su esperanza, de que tenía celajes en las cosas que suelen prevenirle, pensó acabar la vida; lloró, que amor es niño y, como los que lo son arrojan lo que les dan, si no es todo lo que piden, trató el papel sin respeto y dijo a las letras que solía venerar algunas necias injurias. Últimamente puso la pluma en el papel y escribió así:

Mi amor es verdadero, más sin comparación que el de vuestra merced; y si mi deseo le desacredita, no he tenido yo la culpa, sino quien le ha llevado de la mano a ser tan loco, desdicha que se pudiera haber excusado entre los dos, vuestra merced favoreciéndome y yo engañándome. Sus padres de vuestra merced, su dueño y su fama pongo en los ojos con toda la veneración que debo, y del poco respeto que hasta aquí los he tenido pido perdón, con protestación de tanta enmienda que venza mi recato por infinita distancia la libertad de mis pasados pensamientos. Y suplico a vuestra merced también se tenga por servida con ellos de perdonarme la parte que le alcanza de esta ofensa, que como la comencé a querer en fe de marido, no era mucho que se continuase aquel deseo por tan honesto fin; si bien conozco que fue criarle con veneno, y que es tan poderosa esta costumbre que no pudiendo, como no puedo, olvidar a vuestra merced, será fuerza ausentarme. Mañana partiré a la Corte a mis pretensiones, que la que los dos tratábamos tuvo suspensas, donde, o se me olvidará con su variedad este desatinado pensamiento, o me dejará presto de cansar tan enojosa vida.Muchas lágrimas costó a Laura este papel y, pensando que Lisardo no hiciera

lo que a ella le pareció que no podía, descuidose de remediarlo. Aguardó el desesperado mozo dos días al fin de los cuales salió de Sevilla con Antandro y Fabio, pasando en postas por la calle de Laura, que al ruido de la corneta y al rebato del alma, dejando la labor, se puso a una reja donde estuvo sin color hasta que le perdió de vista. Lisardo llegó a la Corte con tan poco ánimo, que desde cualquier lugar que llegaban decía que se volviesen. Entretuvo los primeros días en ver el palacio, sus consejos, sus pleiteantes, sus pretendientes, el Prado, eterna procesión de coches; el río de juego de manos, que le ven y no le ven, y ya está en una parte y ya en otra; los caballeros, los señores, las damas, los trajes y la variedad de figuras que de todas las partes de España, donde no

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caben, hallan en ella albergue. Después comenzó con más conocimiento a continuar visitas, que le pudieran haber divertido si duraran, por más que fuera la hermosura y discreción de Laura; tales ganados crían los prados de la Corte. Pero cuando más desconfiado estaba y creía que todo el amor de Laura había sido engaño, le dieron una carta suya que decía así:

De suerte, señor mío, que en este interés se fundaba vuestro amor, y que me queríais tan mal, que sabiendo que vuestra ausencia me había de matar, os fuisteis, y cuando menos a la Corte; acertado remedio como quien sabía que estaba en ella el río del olvido, donde dicen que se quedan tantos que no vuelven a sus patrias eternamente. No os quiero decir las lágrimas que me costáis y de la manera que me tenéis, pues los que me ven no me conocen, aunque solos son los de mi casa, de donde no he salido. Yo me voy acabando si alguna de las muchas ocasiones de ese mar de hermosuras, galas y entendimientos no os tiene asido por el alma, que ya sé que sois tierno; venid antes que me costéis la vida; que ya estoy determinada a vuestra voluntad, sin reparar en padres, en dueño, en honra, que todo es poco para perder por vos.Realmente, señora Marcia, que cuando llego a esta carta y resolución de

Laura, me falta aliento para proseguir lo que queda. ¡Oh imprudente mujer! ¡Oh mujer! Pero, paréceme que me podrían decir lo que el ahorcado dijo en la escalera al que le ayudaba a morir y sudaba mucho:«Pues, padre, no sudo yo ¿y suda vuestra paternidad?» Si a Laura no se le da nada del deshonor y del peligro, ¿para qué se fatiga el que sólo tiene obligación de contar lo que pasó?, que aunque parece novela, debe de ser historia.

Poco menos que loco partió Lisardo de Madrid el mismo día, comprando a sus criados bizarros vestidos de aquella calle milagrosa donde sin tomar medida visten a tantos, y para Laura dos joyas de a mil escudos, porque aunque sea la mujer más rica del mundo, agradece lo que le dan y más después de ausencia. Las locuras del camino es imposible referirlas, siendo iguales a las dichas, y ellas a los deseos. Llegó a Sevilla; caso extraño es, que al siguiente día con una larga visita cumplió Laura su palabra. No hizo fin el amor, como suele en muchos, antes bien se fue aumentando con el trato y el trato llegó a más libertad de lo que fuera para conservarse justo; que aquello mismo que a los amantes les parece dicha las más veces resulta en su perdición, y cuando menos en dividirse.

Había muerto en estos medios Rosela, tía de Lisardo viuda, y fuele fuerza traer a su casa a Leonarda, sobrina suya, moza de trece a catorce años, de linda cara y talle. A pocos días que estuvo en ella, se enamoró Antandro tan desatinadamente de esta doncella que vinieron a ser públicos sus atrevimientos a las demás criadas de Lisardo, y entre ellos hubo quien le dio aviso de lo que pasaba, con temor de alguna desgracia de las que suelen suceder en la primera ignorancia de las mujeres. ¡Por qué extraños modos camina la fortuna adversa a sus desdichas!

Sintió tanto Lisardo este atrevimiento de Antandro que, habiéndole reñido y él respondido a su justo enojo con injusto atrevimiento, asió una alabarda que a la cabecera de la cama tenía y, volviendo el asta, le dio de palos, haciéndole una herida en la cabeza, que le duró un mes de cama y otro de convalescencia.

Hiciéronse las paces, que nunca se hicieran, y volvió Lisardo a fiar su secreto con necia confianza de Antandro que, habiéndole dejado un día escondido en casa de Laura, como otras veces solía estarlo, llamó a Marcelo, y en el pórtico de una iglesia le dijo que Lisardo le quitaba la honra, refiriéndole muy despacio lo que tan bien sabía desde el infeliz principio de estos amores; y que para que creyese que no le engañaba por algún interés o venganza de algún enemigo suyo, fuese a su casa, que le hallaría escondido en ella, y en un aposento junto al jardín, donde se guardaban las esteras del invierno y algunos instrumentos de cultivarle.

Marcelo en grande rato no pudo responderle, y habiendo prevenido la prudencia de que era dotado para ocasión tan fuerte, le dijo:

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-Venid conmigo, que quiero que seáis el primero, como en el decírmelo, en ver que lo he vengado.

Fuese Antandro con Marcelo, y dejole en el portal de su casa, entrando como dueño de ella sólo al aposento referido donde detrás de una estera halló a Lisardo, a quien dijo estas palabras:

-Mozo desatinado, aunque merecéis la muerte no os la doy, porque no quiero creer que Laura me haya ofendido sino que vuestros atrevimientos locos os han puesto aquí.

Lisardo, todo turbado, ayudó estas palabras con grandes seguridades y juramentos. Todos fingió Marcelo que los creía y, llevándole al jardín, abrió una puerta falsa que estaba entre unas hiedras y le puso en la calle, que apenas veía el turbado mozo, desde la cual se fue a su casa, combatido de tantos pensamientos y determinando tantas cosas sin resolver ninguna que, de cansado, se dejó caer en la cama, deseando la muerte.

Salió Marcelo luego que despachó a Lisardo y dijo a Antandro:-Vos alguna afrenta habéis recibido de este caballero, porque él no está

donde decís ni en toda mi casa, y advertid que no os castigo como merecéis porque os considero tal, que la justicia pública lo hará por mí. ¿Quién os dijo que ese hombre entraba a ofenderme?

-Señor -respondió Antandro turbado-, una esclava vuestra que se llama Fenisa.

-Pues id con Dios a vuestros negocios, que no sabéis la casa que difamáis ni la mujer que yo tengo, tan indigna de estos bajos pensamientos.

Con esto se despidió Antandro turbado, y no osó volver en duda en casa de Lisardo, antes bien procuró esconderse por algunos días.

Marcelo, que de la virtud de Laura tenía diferente información en su pensamiento, dudoso entre la confianza y el dolor, y afligido entre la opinión y la verdad, se tuvo valientemente con el desengaño hasta hallar ocasión para satisfacerse. A nadie que tenga honor se le ofrezca tan duro campo de batalla.

-¡Oh traidora Laura! -decía-, ¿es posible que en tanta hermosura y perfección cupo tan deshonesto vicio, que tus compuestas palabras y honesto rostro cubrían un alma de tan infame correspondencia? ¿Tú, Laura, traidora al cielo, a tus padres, a mí y a tus obligaciones? Mas ¿qué lo dudo, habiendo visto con mis ojos y tocado con mis manos el fiero cómplice de tu delito? ¿Cómo puedo yo dudar que aun este sagrado no dejó tu mala fortuna a mi confianza, ni la fiera condición de mi desdicha a las obligaciones de la honra con que nací? Yo lo he visto, Laura; no puedo dudar lo que vi, ni hay por dónde pueda mi amor escapar mi agravio, aunque con las injurias ajenas le reboce el rostro. ¡Triste de mí!, que más haré en solicitar tu muerte que tú en perder la vida, porque la he de quitar a lo que más estimo, en tanto grado que padezco más en sola esta imaginación que tú en el dolor, con ser de todos el último.

Así hablaba Marcelo entre sí mismo, forzando el rostro a la fingida alegría en tan inmensa causa de tristeza. Dio en regalar a Laura, como quien se despedía de la víctima para el sacrificio de su honra; y para justificarle, en estando ella fuera, con llaves contrahechas hizo visita general de sus escritorios. Halló un retrato de Lisardo, algunos papeles, cintas, niñerías, que amor llama favores, y las dos joyas.

Los amantes que esto guardan donde hay peligro, ¿qué esperan, señora Marcia? Pues en llegando a papeles, ¡oh papeles, cuánto mal habéis hecho! ¿Quién no tiembla de escribir una carta? ¿Quién no la lee muchas veces antes de poner la firma? Dos cosas hacen los hombres de gran peligro sin considerarlas: escribir una carta y llevar a su casa un amigo, que de estas dos han surtido a la vida y a la honra desdichados efectos.

Ya sabía Laura todo el suceso y, como veía tan alegre a Marcelo, parecíale algunas veces que era de aquellos hombres que, con benigna paciencia, toleran los defectos de las mujeres propias; y otras, que tener tanta era para aguardar

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ocasión en que cogerlos juntos, de que a su parecer de entrambos supieron guardarse. Aunque Marcelo no quería juzgar de los agravios por venir, que tenía ya dada la sentencia en los pasados.

Con estos pensamientos, procuró muchas veces poner odio entre aquel esclavo y Laura, diciéndole a ella que deseaba deshacerse de él, porque le habían dicho que la aborrecía, y que mil veces había estado determinado de matarle, porque no había de tener él en su casa quien no la adorase y sirviese. Laura, en esta parte inocente, dio en tratar mal a Zulema de obra y de palabra, haciéndole castigar en público, de que Marcelo se holgaba notablemente; y esto llegó a extremo que ya la casa toda, y aun los vecinos sabían que no había cosa que tanto aborreciese el esclavo como su ama.

Laura se daba a entender que debía de ser el dueño de la traición de Antandro; y con esto deseaba su muerte y la solicitaba por puntos, sin osar pedir a Marcelo que le vendiese porque fuera de casa no la deshonrase.

Cuando ya le pareció a Marcelo que este aborrecimiento era bastantemente público llamó a Zulema y, encerrándose con él en un aposento secreto, después de largos prólogos, le incitó a matar a Laura y le dio en una bolsa trecientos escudos.

Zulema, al fin bárbaro, airado contra su ama y favorecido de Marcelo, que asimismo le ofrecía un caballo para que se huyese hasta la costa donde esperase las galeotas de Argel, que la corrían de ordinario desde los Alfaques a Cartagena, en llegando la ocasión entró con rostro feroz y ánimo determinado y, llegando al estrado de Laura, la dio tres puñaladas de que cayó sobre las almohadas con tristes voces.

A las que daban las criadas entró Marcelo, que cuidadoso esperaba el suceso; y con la misma daga que le quitó de las manos le dio tantas, ayudado asimismo de Fabio y de los demás criados, que sin que pudiese decir quién le había mandado matar a Laura rindió el feroz espíritu.

Acudieron a este miserable caso los vecinos, los deudos, la justicia y sus padres, y entre las lágrimas de todos eran las de Marcelo más lastimosas, y por ventura más verdaderas. El esclavo fue entregado a los muchachos, brazo poderoso e inexorable en tales ocasiones que, llevándole al campo, después de arrastrado por muchas calles, le cubrieron de piedras.

-¡Ay -decía el desdichado viejo padre de Laura, teniéndola en los brazos-, hija mía y sólo consuelo de mi vejez! ¿Quién pensara que os esperaba tan triste fin y que vuestra hermosura se viera manchada de vuestra misma sangre por las manos de un bárbaro parto de la tierra más infeliz del mundo? ¡Oh muerte! ¿Para qué reservaste mi vida en tanta edad, o por qué quieres matar tan débil sujeto con veneno tan poderoso? ¡Ay, quién no hubiera vivido, para no morir con el cuchillo de su misma sangre!

Lisardo, que tuvo presto las nuevas de esta desventura, desatinado vino en casa de Laura y, mezclado entre la confusión de la gente, vio tendida su hermosura en aquel estrado como suele a la tarde, vencida del ardor del sol, la fresca rosa. Allí todos tenían licencia para lágrimas; las suyas eran de suerte que conocía bien Marcelo en qué parte le dolía aquel sangriento accidente de su fortuna.

Despejose la casa y retirado Lisardo a la suya, no salió en cuatro meses de ella, ni le vieron hablar con nadie fuera de su familia: todo era suspiros, todo era lágrimas, de las cuales parecía que vivía más que del común sustento.

Entre tanto Marcelo despachó con un veneno a Fenisa sin que de ninguna persona fuese entendida la causa de su violenta muerte; y tuvo tanta solicitud en buscar a Antandro que, habiendo sabido dónde posaba, le aguardó una noche y llamando a su puerta le metió por las espaldas dos balas de una pistola.

Sólo faltaba de su castigo al cumplimiento de su venganza el mísero Lisardo, cuya tristeza le tenía tan recogido, que era imposible satisfacerla.

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Bien pudiera contentarse la honra de este caballero con tres vidas, y si era mancha por las leyes del mundo, ¿qué más bien lavada que con tanta sangre? Pues, señora Marcia, aunque las leyes por el justo dolor permiten esta licencia a los maridos, no es ejemplo que nadie debe imitar, aunque aquí se escriba para que lo sea a las mujeres que con desordenado apetito aventuran la vida y la honra a tan breve deleite, en grave ofensa de Dios, de sus padres, de sus esposos y de su fama. Y he sido de parecer siempre que no se lava bien la mancha de la honra del agraviado con la sangre del que le ofendió, porque lo que fue no puede dejar de ser, y es desatino creer que se quita porque se mate el ofensor la ofensa del ofendido; lo que hay en esto es que el agraviado se queda con su agravio, y el otro, muerto, satisfaciendo los deseos de la venganza, pero no las calidades de la honra, que para ser perfecta no ha de ser ofendida. ¿Quién duda que está ya la objeción a este argumento dando voces? Pues, aunque tácita, respondo que no se ha de sufrir ni castigar. Pues ¿qué medio se ha de tener? El que un hombre tiene cuando le ha sucedido otro cualquier género de desdicha: perder la patria, vivir fuera de ella donde no le conozcan, y ofrecer a Dios aquella pena, acordándose que le pudiera haber sucedido lo mismo si en alguno de los agravios que ha hecho a otros le hubieran castigado. Que querer que los que agravió le sufran a él, y él no sufrir a nadie, no está puesto en razón; digo sufrir, dejar de matar violentamente, pues por sólo quitarle a él la honra, que es una vanidad del mundo, quiere él quitarles a Dios, si se les pierde el alma.

Finalmente pasaron dos años de este suceso, al cabo de los cuales Lisardo, consolado, que el tiempo puede mucho, salía en los calores de un ardiente verano a bañarse al río. Súpolo Marcelo, que siempre le seguía, y desnudándose una noche fue nadando hacia donde él estaba y le asió tan fuertemente que, con la turbación y el agua, perdió el sentido y quedó ahogado, donde con gran dolor de toda la ciudad le descubrió la mañana en las riberas del río.

Esta fue la prudente venganza, si alguna puede tener este nombre; no escrita, como he dicho, para ejemplo de los agraviados, sino para escarmiento de los que agravian, y porque se vea cuán verdadero salió el adagio de que los ofendidos escriben en mármol y en agua los que ofenden, pues Marcelo tenía en el corazón la ofensa, mármol en dureza, dos largos años, y Lisardo tan escrita en el agua que murió en ella.

María de Zayas y SotomayorDesengaños amorosos

Segunda parte del Sarao y entretenimiento honesto

Noche TerceraEstragos que causa el vicio

Noche Tercera

Con aplauso de nuevos oyentes se empezó a celebrar la tercera noche del honesto y entretenido sarao, porque don Diego convidó, para testigos de sus deseadas dichas (como esperaba tener con la posesión de su amada Lisis), muchos señores y señoras de la corte. Sin éstos, de parte de Lisis vinieron muchas damas y caballeros, no faltando por la de los demás, que en la noche pasada habían asistido nuevos convidados. Estando la casa de la divina Lisis, desde las tres de la tarde, que no cabía de caballeros y damas, toda noble, toda ilustre y toda bien entendida; que como la fama, con su sonora trompa, había extendido la nueva de que las desengañadoras probaban bien su opinión, y a los cuerdos poco es menester para sacarlos de un error, que en esto más que en otra cosa se diferencian de los necios, viendo que las damas no los tachaban de otro vicio sino en que engañan a las mujeres y luego dicen mal de ellas, no sujetándose a creer que hay mujeres buenas, honestas y virtuosas, y que

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asimismo hay y ha habido muchas que han padecido y padecen sin culpa en sus engaños y crueldades; y esto ellos mismos lo saben y confiesan. Pues el decir mal no es (a lo que entiendo) porque lo sientan así, sino por seguir la variedad de los muchos, como cuando hay una pendencia o una fiesta, que acudiendo al tumulto de todas suertes de gente, ilustres y plebeyos, si les preguntasen dónde van, responderían que adonde van todos, y lo mismo les sucede en el decir mal de las mujeres. Y, como he dicho, ya los nobles, reducidos a no seguir en esto la vulgaridad, se habían engolosinado con los desengaños, que, aunque trágicos, por verdaderos apetecidos.

Acudieron, esta última noche, más y más temprano, con propósito de no seguir más la opinión de los necios; que bien necio es el que no dice bien, ni estima las mujeres; a la buena, porque lo es, y a la mala, por no parecer descortés y necio. Pues por decir bien, aunque de lo que se diga sea malo, no sacan prendas ni castigan, antes se apoyan de ánimos nobles en hacerlo, y lo demás es vulgaridad y grosería. Todos ya acomodados en sus asientos, no veían la hora de oír nuevamente apoyos, para que fuese disculpado su rendimiento, y más ultrajado el bando descortés y común de los vulgares.

Las cuatro de la tarde serían, cuando empezaron a salir las damas desengañadoras, tan vistosas y aderezadas y con tanta bizarría, que sólo en verlas se tuvieron por satisfechos de lo que habían aguardado. Venían delante Laura y doña Luisa, que, como viudas no pudieron mudar traje, con sus vestidos negros y tocas albísimas, y en sus cabezas dos coronas de laurel, y tras las otras damas, todas vestidas de encarnado, con muchas joyas; las cabezas, muy aseadas, y encima de los tocados las mismas coronas, como vencedoras triunfantes, y detrás de todas salió la discreta Lisis. Traía a doña Isabel de la mano, y de la otra a doña Estefanía; ésta, con sus hábitos blancos y escapulario azul, como religiosa de la Concepción, y sobre el velo, su corona, como las demás, que aunque no había hasta entonces desengañado, segura venía de ser tan valiente como las demás.

Lisis y doña Isabel venían de una misma suerte, dando su vista a don Diego no poca turbación; porque habiendo enviado aquel mismo día a su esposa el vestido y joyas con que adornarse, vio que Lisis no traía ni aun una flor de lo que él había enviado, juzgando a disfavor o desprecio el no haberse puesto ninguna cosa de ello. Venían las hermosas damas con sayas enteras de raso blanco, con muchos botones de diamantes, que hacían hermosos visos, verdugados y abaninos; los cabellos, en lugar de cintas, trenzados con albísimas perlas, y en lo alto de los tocados, por remate de ellos, dos coronas de azucenas de diamantes, cuyas verdes hojas eran de esmeraldas, hechas ellas y los vestidos con cuidado, desde antes que se empezara la fiesta; cinta y collar, de los mismos diamantes, y en las mangas de punta de las sayas enteras, muchas azucenas de la misma forma que las que traían en la cabeza, y en lo alto de las coronas, en forma de airones, muchos mazos de garzotas y marinetes, más albos que la no pisada nieve. Finalmente, salieron tan bizarras y bien prendidas y tan sumamente hermosas, que en la belleza imitaban a Venus, y en lo blanco la castidad de Diana. Dieron tal muestra de sí, que cuando los caballeros no miraban más de su hermosura, fuera el arrepentimiento de sus engaños, pues en ella veían el mayor desengaño de sus cautelas, y perdonar cuanto les habían reprendido, y lo que esperaban en esta última noche, y las más poco atentas al decoro de su honestidad deprender a saberla guardar de los engaños de los hombres, para no verse abatidas y ultrajadas de sus lenguas y conversaciones.

Llegando, pues, al estrado, y hecha su cortesía a todos que en pie las aguardaban, todas las desengañadoras se fueron con su presidenta Lisis al estrado; doña Estefanía, al asiento del desengaño, y la hermosa doña Isabel, con los músicos.

Y sentada en medio de ellos, tomó una arpa, y con su extremada voz cantó así:

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A la desdeñosa Anarda,de la corte nuevo sol,de las vidas basiliscoy de las almas prisión,De unas sospechas celosasJacinto pide perdón;nueva humildad de ofendidoy nuevo extremo de amor.Donde ruega el ofendido,y castiga el agresor,humillado el agraviadoy severo el ofensor.Mas no es milagro muy nuevo,ni por tal le juzgo yo;porque la ley de Cupidoya leyes sin leyes son.Bien sabe que está agraviado,su cuidado le avisó,mas el dejarse engañarde amor es nueva razón.Muere por su amada ingrata,y aunque fingido el favor,le admite por no morira manos de sinrazón.Y así, postrado a sus pies,está mirando el pastoren sus ojos sus engaños,y en su boca su traición.Dice a sus traviesas niñas:«No me negaréis que sois,cuanto bellas, engañosas;cuanto amadas, sin amor.Sois para todos suaves;que no tenéis el rigor,sino con las tristes mías,que ya esclavas vuestras son.Pluviera al Cielo, que quisodaros del sol su esplendor,porque matéis rayo a rayo,alma, vida y corazón.Anduviera más escaso,negándoles perfección,pues preciadas de hermosura,no ostentárades rigor.¡Oh, que no vieran las míasen vuestro negro colorel luto que por mi muertenaturaleza os vistió!Ladronas sois de mi gusto;¡ay rapazas, quién os diojurisdicción de prender,de matar jurisdicción!En los efectos que miroos contemplo a mí y a vos,yo abrasado en vuestro hieloy heladas en mi calor.Etna ardiente son mis llamas,volcán abrasado soy;pero sólo a mí me quemo,que el fuego nunca os tocó.

Soy Ícaro en el subira mirar vuestro arrebol;mas en llegando a la cumbre,soy derribado Faetón.¡Ay, mi bellísima Anarda!,deidad en quien adoróla triste voluntad míadulces milagros de amor.No te pido que me quieras,que era pedir sin razón,sino que no me maltratescon tal crueldad y rigor».Dijo. Mas Anarda, ingrata,de sus penas se rió,que ha jurado de no amaren tiempo que no hay amor.Porque ya no se usa, si se usó,que amor, como era viejo, se murió.No ama ninguno, no;que vestirse a lo antiguo, ya pasó.

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—Cierto, hermosa doña Isabel —dijo, acabada la música, doña Estefanía—, que probaremos muy bien los engaños de los hombres cuando vos estáis notificando en vuestros versos rendimientos de un galán y desdenes de una dama.

—No todos los versos tienen héroes —respondió doña Isabel—, y advertid, señora doña Estefanía, que yo he cantado lo que ha de ser, que no lo que es. Y tengo por sin duda que no todos los poetas sienten lo que escriben; antes imagino que escriben lo que no sienten; demás que, de industria, he querido consolar a estos caballeros, con mostrar un hombre firme, para que tengan ánimo y esperen, en la sentencia de esta última noche, buen suceso de su parte, pues pudiéramos, si por milagro se pudiera hallar uno que amase firme y perseverase desdeñado, perdonar por él a los demás que me parece que os han temido después que os sentasteis a desengañar, admirándoos deidad, y que no sólo los castigaréis con las palabras, mas los secutaréis con las obras.

—Pues si así es —respondió doña Estefanía—, vaya desengaño, advirtiendo que no he de caminar por lo popular, sino por lo majestuoso, que también hay reinas desdichadas y reyes y príncipes crueles; que la ley del rigor a todos comprende.

La mayor novedad, y que más ha de admirar, hermosas damas y gallardos caballeros, es que persona de mi hábito y estado desengañe, siendo la hacienda que primero aprendemos el engañar, como se ve en tantos ignorantes, como asidos a las rejas de los conventos, sin poderse apartar de ellas, bebiendo, como Ulises, los engaños de Circe, viven y mueren en este encantamiento, sin considerar que los engañamos con las dulces palabras, y que no han de llegar a conseguir las obras; que si las del siglo fueran cuerdas, a nosotras nos habían de estimar y aun dar gajes por vengadoras de los engaños que de los hombres reciben. Mas a esto digo que el diablo, tal vez con ser el padre del engaño, desengaña, y así haré yo ahora, que siendo de la profesión de las que engañan, desengañaré. Si bien voy segura de que no servirá, porque son por imposibles tan apetecidos nuestros engaños, que mientras más los rumian y golosean, más se enredan en ellos, y lo mismo fuera con las damas del siglo, si no vendieran tan baratos los favores, que los dan a precio de engaños. Y si por ser maestra de engañar, como he dicho, no supiera ser buena desengañadora, me consolaré con saber que no he sido engañada, y que no hablaré con experiencia, sino por ciencia, porque me sacrifiqué desde muy niña a Esposo que jamás me ha engañado ni engañará. En la fuerza de mi desengaño pondré la moral del intento, para lo que estoy aquí consolando a las damas, de que si no las supiere bien desengañar, las sabré bien vengar. Y a los caballeros, que, si de mi desengaño no quedaren bien castigados, lo quedarán, si me buscan en estando en mi casa, porque los entregaré a una docena de compañeras, que será como echarlos a los leones.

Estragos que causa el vicio(DESENGAÑO DÉCIMO)

Ya cuando doña Isabel acabó de cantar, estaba la divina Lisis sentada en el asiento del desengaño, habiéndola honrado todos cuantos había en la sala, damas y caballeros, como a presidente del sarao, con ponerse en pie, haciéndola cortés reverencia, hasta que se sentó. Y todo lo merecía su hermosura, su entendimiento y su valor. Y habiéndose vuelto todos a sentar, con gracia nunca vista, empezó de esta suerte:

—Estaréis, hermosas damas y discretos caballeros, aguardando a oír mi desengaño, con más cuidado que los demás, o por esperarle mejor sazonado, más gustoso, con razones más bien dispuestas. Y habrá más de dos que dirán entre sí: «¿Cuándo ha de desengañar la bien entendida, o la bachillera, que de

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todo habrá, la que quiere defender a las mujeres, la que pretende enmendar a los hombres, y la que pretende que no sea el mundo el que siempre ha sido?». Porque los vicios nunca se envejecen, siempre son mozos. Y en los mozos, de ordinario, hay vicios. Los hombres son los que se envejecen en ellos. Y una cosa a que se hace hábito, jamás se olvida. Y yo, como no traigo propósito de canonizarme por bien entendida, sino por buena desengañadora, es lo cierto que, ni en lo hablado, ni en lo que hablaré, he buscado razones retóricas, ni cultas; porque, de más de ser un lenguaje que con el extremo posible aborrezco, querría que me entendiesen todos, el culto y el lego; porque como todos están ya declarados por enemigos de las mujeres, contra todos he publicado la guerra.

Y así, he procurado hablar en el idioma que mi natural me enseña y deprendí de mis padres; que lo demás es una sofistería en que han dado los escritores por diferenciarse de los demás; y dicen a veces cosas que ellos mismos no las entienden; ¿cómo las entenderán los demás?, si no es diciendo cómo; algunas veces me ha sucedido a mí, que, cansando el sentido por saber qué quiere decir y no sacando fruto de mi fatiga, digo: «Muy bueno debe de ser, pues yo no lo entiendo».

Así, noble auditorio, yo me he puesto aquí a desengañar a las damas y a persuadir a los caballeros para que no las engañen. Y ya que esto sea, por ser ancianos en este vicio, pues ellos son los maestros de los engaños y han sacado en las que los militan buena disciplina, no digan mal de la ciencia que ellos enseñan. De manera que, aquí me he puesto a hablar sin engaño, y yo misma he de ser el mayor desengaño, porque sería morir del engaño y no vivir del aviso, si desengañando a todas, me dejase yo engañar.

¡Ánimo, hermosas damas, que hemos de salir vencedoras! ¡Paciencia, discretos caballeros, que habéis de quedar vencidos y habéis de juzgar a favor que las damas os venzan! Éste es desafío de una a todos; y de cortesía, por lo menos, me habéis de dar la victoria, pues tal vencimiento es quedar más vencedores. Claro está que siendo, como sois, nobles y discretos, por mi deseo, que es bueno, habéis de alabar mi trabajo; aunque sea malo, no embota los filos de vuestro entendimiento este parto del pobre y humilde mío. Y así, pues no os quito y os doy, ¿qué razón habrá para que entre las grandes riquezas de vuestros heroicos discursos no halle lugar mi pobre jornalejo? Y supuesto que, aunque moneda inferior, es moneda y vale algo, por humilde, no la habéis de pisar; luego si merece tener lugar entre vuestro grueso caudal, ya os vencéis y me hacéis vencedora.

Veis aquí, hermosas damas, cómo quedando yo con la victoria de este desafío, le habéis de gozar todas, pues por todas peleo. ¡Oh, quién tuviera el entendimiento como el deseo, para saber defender a las hembras y agradar a los varones! Y que ya que os diera el pesar de venceros, fuera con tanta erudición y gala, que le tuviérades por placer, y que, obligados de la cortesía, vosotros mismos os rindiérades más. Si es cierto que todos los poetas tienen parte de divinidad, quisiera que la mía fuera tan del empíreo, que os obligara sin enojaros, porque hay pesares tan bien dichos, que ellos mismos se diligencian el perdón.

De todas estas damas habéis llevado la represión temiendo, porque aún no pienso que están bien desengañadas de vuestros engaños, y de mí la llevaréis triunfando, porque pienso que no os habré menester sino para decir bien o mal de este sarao, y en eso hay poco perdido, si no le vale, como he dicho, vuestra cortesía; que si fuera malo, no ha de perder el que le sacare a luz, pues le comprarán siquiera para decir mal de él, y si bueno, él mismo se hará lugar y se dará el valor. Si se tuvieren por bachillerías, no me negaréis que no van bien trabajadas y más, no habiéndome ayudado del arte, que es más de estimar, sino de este natural que me dio el Cielo. Y os advierto que escribo sin temor, porque como jamás me han parecido mal las obras ajenas, de cortesía se me debe que parezcan bien las mías, y no sólo de cortesía, mas de obligación. Doblemos aquí

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la hoja, y vaya de desengaño, que al fin se canta la gloria, y voy segura de que me habéis de cantar la gala.

Estando la católica y real majestad de Felipe III, el año de mil seiscientos diez y nueve, en la ciudad de Lisboa, en el reino de Portugal, sucedió que un caballero, gentilhombre de su real cámara, a quien llamaremos don Gaspar, o que fuese así su nombre, o que lo sea supuesto, que así lo oí, o a él mismo, o a personas que le conocieron, que en esto de los nombres pocas veces se dice el mismo, que fue esta jornada acompañando a Su Majestad, galán, noble, rico y con todas las partes que se pueden desear, y más en un caballero: que como la mocedad trae consigo los accidentes de amor, mientras dura su flor no tratan los hombres de otros ministerios, y más cuando van a otras tierras extrañas de las suyas, que por ver si las damas de ellas se adelantan en gracias a las de sus tierras, luego tratan de calificarlas con hacer empleo de su gusto en alguna que los saque de esta duda.

Así, don Gaspar, que parece que iba sólo a esto, a muy pocos días que estuvo en Lisboa, hizo elección de una dama, si no de lo más acendrado en calidad, por lo menos de lo más lindo que para sazonar el gusto pudo hallar. Y ésta fue la menor de cuatro hermanas, que, aunque con recato (por ser en esto las portuguesas muy miradas), trataban de entretenerse y aprovecharse; que ya que las personas no sean castas, es gran virtud ser cautas, que en lo que más pierden las de nuestra nación, tanto hombres como mujeres, es en la ostentación que hacen de los vicios. Y es el mal que apenas hace una mujer un yerro, cuando ya se sabe, y muchas que no lo hacen y se le acumulan. Estas cuatro hermanas, que digo, vivían en un cuarto tercero de una casa muy principal y que los demás de ella estaban ocupados de buena gente, y ellas no en muy mala opinión; tanto, que para que don Gaspar no se la quitase, no la visitaba de día, y para entrar de noche tenía llave de un postigo de una puerta trasera; de forma que, aguardando a que la gente se recogiese y las puertas se cerrasen, que de día estaban entrambas abiertas, por mandarse los vecinos por la una y la otra, abría con su llave y entraba a ver su prenda, sin nota de escándalo de la vecindad.

Poco más de quince días había gastado don Gaspar en este empleo, si no enamorado, a lo menos agradado de la belleza de su lusitana dama, cuando una noche, que por haber estado jugando fue algo más tarde que las demás, le sucedió un portentoso caso, que parece que fue anuncio de los que en aquella ciudad le sucedieron, y fue que, habiendo despedido un criado que siempre le acompañaba, por ser de quien fiaba entre todos los que le asistían las travesuras de sus amores, abrió la puerta, y parándose a cerrarla por de dentro, como hacía otras veces, en una cueva, que en el mismo portal estaba, no trampa en el suelo, sino puerta levantada en arco, de unas vergas menudas, que siempre estaban sin llave, por ser para toda la vecindad que de aquel cabo de la casa moraban, oyó unos oyes dentro, tan bajos y lastimosos, que no dejó de causarle, por primera instancia, algún horror, si bien, ya más en sí, juzgó sería algún pobre que, por no tener donde albergarse aquella noche, se habría entrado allí, y que se lamentaba de algún dolor que padecía. Acabó de cerrar la puerta, y subiendo arriba (por satisfacerse de su pensamiento, antes de hablar palabra en razón de su amor), pidió una luz, y con ella tornó a la cueva, y con ánimo, como al fin quien era, bajó los escalones, que no eran muchos, y entrando en ella, vio que no era muy espaciosa, porque desde el fin de los escalones se podía bien señorear lo que había en ella, que no era más de las paredes. Y espantado de verla desierta y que no estaba en ella el dueño de los penosos gemidos que había oído, mirando por todas partes, como si hubiera de estar escondido en algún agujero, había a una parte de ella mullida la tierra, como que había poco tiempo que la habían cavado. Y habiendo visto de la mitad del techo colgado un garabato, que debía de servir de colgar en él lo que se ponía a remediar del calor, y tirando de él, le arrancó, y empezó a arañar la tierra, para ver si acaso descubriría alguna cosa. Y a poco trabajo que puso, por estar la tierra muy movediza, vio que uno de

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los hierros del garabato había hecho presa y se resistía de tornar a salir; puso más fuerza, y levantado hacia arriba, asomó la cara de un hombre, por haberse clavado el hierro por debajo de la barba, no porque estuviese apartada del cuerpo; que, a estarlo, la sacara de todo punto.

No hay duda sino que tuvo necesidad don Gaspar de todo su valor para sosegar el susto y tornar la sangre a su propio lugar, que había ido a dar favor al corazón, que, desalentado del horror de tal vista, se había enflaquecido. Soltó la presa, que se tornó a sumir en la tierra, y allegando con los pies la que había apartado, se tornó a subir arriba, dando cuenta a las damas de lo que pasaba, que, cuidadosas de su tardanza, le esperaban, de que no se mostraron poco temerosas; tanto que, aunque don Gaspar quisiera irse luego, no se atrevió, viendo su miedo, a dejarlas solas; mas no porque pudieron acabar con él que se acostase, como otras veces, no de temor del muerto, sino de empacho y respeto, de que, cuando nos alumbran de nuestras ceguedades los sucesos ajenos, y más tan desastrados, demasiada desvergüenza es no atemorizarse de ellos, y de respeto del Cielo, pues a la vista de los muertos no es razón pecar los vivos. Finalmente, la noche la pasaron en buena conversación, dando y tomando sobre el caso, y pidiéndole las damas modo y remedio para sacar de allí aquel cuerpo, que se lamentaba como si tuviera alma.

Era don Gaspar noble, y temiendo no les sucediese a aquellas mujeres algún riesgo, obligado de la amistad que tenía con ellas, a la mañana, cuando se quiso ir, que fue luego que el aurora empezó a mostrar su belleza, les prometió que, a la noche, daría orden de que se sacase de allí y se le diese tierra sagrada, que eso debía de pedir con sus lastimosos gemidos. Y como lo dispuso, fue irse al convento más cercano, y hablando con el mayor de todos los religiosos, en confesión le contó cuanto le había sucedido, que acreditó con saber el religioso quién era, porque la nobleza trae consigo el crédito. Y aquella misma noche del siguiente día fueron con don Gaspar dos religiosos, y traída luz, que la mayor de las cuatro hermanas trujo por ver el difunto, a poco que cavaron, pues apenas sería vara y media, descubrieron el triste cadáver, que sacado fuera, vieron que era un mozo que no llegaba a veinte y cuatro años, vestido de terciopelo negro, ferreruelo70 de bayeta, porque nada le faltaba del arreo, que hasta el sombrero tenía allí, su daga y espada, y en las faltriqueras71, en la una un lienzo, unas Horas72 y el rosario, y en la otra unos papeles, entre los cuales estaba la bula. Mas por los papeles no pudieron saber quién fuese, por ser letra de mujer y no contener otra cosa más de finezas amorosas, y la bula aún no tenía asentado el nombre, por parecer tomada de aquel día, o por descuido, que es lo más cierto. No tenía herida ninguna, ni parecía en el sujeto estar muerto de más de doce o quince días. Admirados de todo esto, y más de oír decir a don Gaspar que le había oído quejar, le entraron en una saca que para esto llevaba el criado de don Gaspar, y habiéndose la dama vuelto a subir arriba, se le cargó al hombro uno de los padres, que era lego, y caminaron con él al convento, haciéndoles guardia don Gaspar y su confidente, donde le enterraron, quitándole el vestido y lo demás, en una sepultura que ya para el caso estaba abierta, supliendo don Gaspar este trabajo de los religiosos con alguna cantidad de doblones para que se dijesen misas por el difunto, a quien había dado Dios lugar de quejarse, para que la piedad de este caballero le hiciese este bien.

Bastó este suceso para apartar a don Gaspar de esta ocasión en que se había ocupado; no porque imaginase que tuviesen las hermanas la culpa, sino porque juzgó que era aviso de Dios para que se apartase de casa donde tales riesgos había, y así no volvió más a ver a las hermanas, aunque ellas lo procuraron diciendo se mudarían de la casa. Y asimismo atemorizado de este suceso, pasó algunos días resistiéndose a los impulsos de la juventud, sin querer emplearse en

70 Capa corta, sólo con cuello y sin capilla.71 En este caso, bolsillos de los vestidos.72 Libro de Horas, que contiene las canónicas.

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lances amorosos, donde tales peligros hay, y más con mujeres que tienen por renta el vicio y por caudal el deleite, que de éstas no se puede sacar sino el motivo que han tomado los hombres para no decir bien de ninguna y sentir mal de todas; mas al fin, como la mocedad es caballo desenfrenado, rompió las ataduras de la virtud, sin que fuese en mano de don Gaspar dejar de perderse, si así se puede decir; pues a mi parecer, ¿qué mayor perdición que enamorarse?

Y fue el caso, que, en uno de los suntuosos templos que hay en aquella ciudad, un día que con más devoción y descuido de amar y ser amado estaba, vio la divina belleza de dos damas de las más nobles y ricas de la ciudad, que entraron a oír misa en el mismo templo donde don Gaspar estaba, tan hermosas y niñas, que a su parecer no se llevaban un año la una a la otra. Y si bien había caudal de hermosura en las dos para amarlas a entrambas, como el amor no quiere compañía, escogieron los ojos de nuestro caballero la que le pareció de más perfección, y no escogió mal, porque la otra era casada. Estuvo absorto, despeñándose más y más en su amor mientras oyeron misa, que, acababa, viendo se querían ir, las aguardó a la puerta; mas no se atrevió a decirlas nada, por verlas cercadas de criados, y porque en un coche que llegó a recibirlas venía un caballero portugués, galán y mozo, aunque robusto, y que parecía en él no ser hombre de burlas. La una de las damas se sentó al lado del caballero, y la que don Gaspar había elegido por dueño, a la otra parte, de que no se alegró poco en verla sola. Y deseoso de saber quién era, detuvo un paje, a quien le preguntó lo que deseaba, y le respondió que el caballero era don Dionís de Portugal y la dama que iba a su lado, su esposa, y que se llamaba doña Magdalena, que había poco que se habían casado; que la que se había sentado enfrente se llamaba doña Florentina y que era hermana de doña Magdalena.

Despidióse con esto el paje, y don Gaspar, muy contento de que fuesen personas de tanto valor, ya determinado de amar y servir a doña Florentina, y de diligenciarla para esposa (con tal rigor hace amor sus tiros, cuando quiere herir de veras), mandó a su fiel criado y secretario, que siguiese el coche para saber la casa de las dos bellísimas hermanas. Mientras el criado fue a cumplir, o con su gusto, o con la fuerza que en su pecho hacía la dorada saeta con que amor le había herido dulcemente (que este tirano enemigo de nuestro sosiego tiene unos repentinos accidentes, que si no matan, privan de juicio a los heridos de su dorado arpón) estaba don Gaspar entre sí haciendo muchos discursos. Ya le parecía que no hallaba en sí méritos para ser admitido de doña Florentina, y con esto desmayaba su amor, de suerte que se determinaba a dejarse morir en su silencio; y ya más animado, haciendo en él la esperanza las suertes que con sus engañosos gustos promete, le parecía que apenas la pediría por esposa, cuando le fuese concedida, sabiendo quién era y cuán estimado vivía cerca de su rey.

Y como este pensamiento le diese más gusto que los demás, se determinó a seguirle, enlazándose más en el amoroso enredo, con verse tan valido de la más que mentirosa esperanza, que, siempre promete más que da; y somos tan bárbaros, que, conociéndola, vivimos de ella. En estas quimeras estaba, cuando llegó su confidente y le informó del cielo donde moraba la deidad que le tenía fuera de sí, y desde aquel mismo punto empezó a perder tiempo y gastar pasos tan sin fruto, porque aunque continuó muchos días la calle, era tal el recato de la casa, que en ninguno alcanzó a ver, no sólo a las señoras, mas ni criada ninguna, con haber muchas, ni por buscar las horas más dificultosas, ni más fáciles.

La casa era encantada; en las rejas había menudas y espesas celosías, y en las puertas fuertes y seguras cerraduras, y apenas era una hora de noche, cuando ya estaban cerradas y todos recogidos, de manera que si no era cuando salían a misa, no era posible verlas, y aun entonces pocas veces iban sino acompañadas de don Dionís, con que todos los intentos de don Gaspar se desvanecían. Sólo con los ojos, en la iglesia, le daba a entender su cuidado a su dama; mas ella no hacía caso, o no miraba en ellos.

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No dejó en este tiempo de ver si, por medio de algún criado, podía conseguir algo de su pretensión, procurando con oro asestar tiros a su fidelidad; mas, como era castellano, no halló en ellos lo que deseaba, por la poca simpatía que esta nación tiene con la nuestra, que, con vivir entre nosotros, son nuestros enemigos.

Con estos estorbos se enamoraba más don Gaspar, y más el día que veía a Florentina, que no parecía sino que los rayos de sus ojos hacían mayores suertes en su corazón, y le parecía que quien mereciese su belleza, habría llegado al «non plus ultra» de la dicha, y que podría vivir seguro de celosas ofensas. Andaba tan triste, no sabiendo qué hacerse, ni qué medios poner con su cuñado para que se la diese por esposa, temiendo la oposición que hay entre portugueses y castellanos.

Poco miraba Florentina en don Gaspar, aunque había bien que mirar en él, porque aunque, como he dicho, en la iglesia podía haber notado su asistencia, le debía de parecer que era deuda debida a su hermosura; que pagar el que debe, no merece agradecimiento. Más de dos meses duró a don Gaspar esta pretensión, sin tener más esperanzas de salir con ella que las dichas; que si la dama no sabía la enfermedad del galán, ¿cómo podía aplicarle el remedio? Y creo que aunque la supiera, no se le diera, porque llegó tarde.

Vamos al caso. Que fue que una noche, poco antes que amaneciese, venían don Gaspar y su criado de una casa de conversación73, que, aunque pudiera con la ostentación de señor traer coche y criados, como mozo y enamorado, picante en alentado, gustaba más de andar así, procurando con algunos entretenimientos divertirse de sus amorosos cuidados, pasando por la calle en que vivía Florentina, que ya que no veía la perla, se contentaba con ver la caja, al entrar por la calle, por ser la casa a la salida de ella, con el resplandor de la luna, que aunque iba alta daba claridad, vio tendida en el suelo una mujer, a quien el oro de los atavíos, que sus vislumbres con los de Diana competían, la calificaban de porte, que con desmayados alientos se quejaba, como si ya quisiese despedirse de la vida. Más susto creo que le dieron éstos a don Gaspar que los que oyó en la cueva, no de pavor, sino de compasión. Y llegándose a ella, para informarse de su necesidad, la vio toda bañada en su sangre, de que todo el suelo estaba hecho un lago, y el macilento y hermoso rostro, aunque desfigurado, daba muestras de su divina belleza y también de su cercana muerte.

Tomóla don Gaspar por las hermosas manos, que parecían de mármol en lo blanco y helado, y estremeciéndola74 le dijo:

—¿Qué tenéis señora mía, o quién ha sido el cruel que así os puso?A cuya pregunta respondió la desmayada señora, abriendo los hermosos ojos,

conociéndole castellano, y alentándose más con esto de lo que podía, en lengua portuguesa:

—¡Ay, caballero!, por la pasión de Dios, y por lo que debéis a ser quien sois, y a ser castellano, que me llevéis adonde procuréis, antes que muera, darme confesión; que ya que pierdo la vida en la flor de mis años, no querría perder el alma, que la tengo en gran peligro.

Tornóse a desmayar, dicho esto; que visto por don Gaspar, y que la triste dama daba indicios mortales, entre él y el criado le levantaron del suelo, y acomodándosela al criado en los brazos, de manera que la pudiese llevar con más alivio, para quedar él desembarazado, para si encontraban gente o justicia, caminaron lo más apriesa que podían a su posada, que no estaba muy lejos, donde, llegados sin estorbo ninguno, siendo recibidos de los demás criados y una mujer que cuidaba de su regalo, y poniendo el desangrado cuerpo sobre su cama, enviando por un confesor y otro por un cirujano. Y hecho esto, entró donde estaba la herida dama, que la tenían cercada los demás, y la criada con una bujía 73 En el siglo XVII, casino o círculo de recreo.74 Sacudiéndola.

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encendida en la mano, que a este punto había vuelto en sí, y estaba pidiendo confesión, porque se moría, a quien la criada consolaba, animándola a que tuviese valor, pues estaba en parte donde cuidarían de darle remedio al alma y cuerpo.

Llegó, pues, don Gaspar, y poniendo los ojos en el ya casi difunto rostro, quedó, como los que ven visiones o fantasmas, sin pestañear, ni poder con la lengua articular palabra ninguna, porque no vio menos que a su adorada y hermosa Florentina. Y no acabando de dar crédito a sus mismos ojos, los cerraba y abría, y tornándolos a cerrar, los tornaba de nuevo a abrir, por ver si se engañaba. Y viendo que no era engaño, empezó a dar lugar a las admiraciones, no sabiendo qué decir de tal suceso, ni que causa podría haberla dado, para que una señora tan principal, recatada y honesta, estuviese del modo que la veía y en la parte que la había hallado; mas, como vio que por entonces no estaba para saber de ella lo que tan admirado le tenía, porque la herida dama ya se desmayaba, y ya tornaba en sí, sufrió en su deseo, callando quién era, por no advertir a los criados de ello.

Vino en esto el criado con dos religiosos, y de allí a poco el que traía el cirujano, y para dar primero el remedio al alma, se apartaron todos; mas Florentina estaba tan desflaquecida y desmayada de la sangre que había perdido y perdía, que no fue posible confesarse. Y así, por mayor, por el peligro en que estaba, haciendo el confesor algunas prevenciones y prometiendo, si a la mañana se hallase más aliviada, confesarse, la absolvió, y dando lugar al médico del cuerpo, acudiendo todos y los religiosos, que no se quisieron ir hasta dejarla curada, la desnudaron y pusieron en la cama, y hallaron que tenía una estocada entre los pechos, de la parte de arriba, que aunque no era penetrante, mostraba ser peligrosa, y lo fuera más, a no haberla defendido algo las ballenas de un justillo que traía. Y debajo de la garganta, casi en el hombro derecho, otra, también peligrosa, y otras dos en la parte de las espaldas, dando señal que, teniéndola asida del brazo, se las habían dado; que lo que la tenía tan sin aliento era la perdida sangre, que era mucha, porque había tiempo que estaba herida.

Hizo el cirujano su oficio, y al revolverla para hacerlo, se quedó de todo punto sin sentido. En fin, habiéndola tomado75 la sangre, y don Gaspar contentado al cirujano, y avisádole no diese cuenta del caso, hasta ver si la dama no moría, como había sucedido tal desdicha, contándole de la manera que la había hallado, por ser el cirujano castellano de los que habían ido en la tropa de Su Majestad, pudo conseguir lo que pedía, con orden de que volviese en siendo de día, se fue a su posada, y los religiosos a su convento.

Recogiéronse todos. Quedó don Gaspar que no quiso cenar, habiéndole hecho una cama en la misma cuadra76 en que estaba Florentina. Se fueron los criados a acostar, dejándole allí algunas conservas y bizcochos, agua y vino, por si la dama cobraba el sentido, darle algún socorro. Idos, como digo, todos, don Gaspar se sentó sobre la cama en que estaba Florentina, y teniendo cerca de sí la luz, se puso a contemplar la casi difunta hermosura. Y viendo medio muerta la misma vida con que vivía, haciendo en su enamorado pecho los efectos que amor y piedad suelen causar, con los ojos humedecidos de amoroso sentimiento, tomándole las manos que tendidas sobre la cama tenía, ya le registraba los pulsos, para ver si acaso vivía, otras, tocándole el corazón y muchas poniendo los claveles de sus labios en los nevados copos, que tenía asidos con sus manos, decía:

—¡Ay, hermosísima y mal lograda Florentina, que quiso mi desdichada suerte que cuando soy dueño de estas deshojadas azucenas, sea cuando estoy tan cerca de perderlas! Desdichado fue el día que vi tu hermosura y la amé, pues después de haber vivido muriendo tan dilatado tiempo, sin valer mis penas nada ante ti, que lo que se ignora pasa por cosa que no es, quiso mi desesperada y 75 O sea, contenida la hemorragia.76 Habitación, en este caso dormitorio.

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desdichada fortuna que, cuando te hallé, fuese cuando te tengo más perdida y estoy con menos esperanzas de ganarte; pues cuando me pudiera prevenir con el bien de haberte hallado algún descanso, te veo ser despojos de la airada muerte. ¿Qué podré hacer, infelice amante tuyo, en tal dolor, sino serlo también en el punto que tu alma desampare tu hermoso cuerpo, para acompañarte en esta eterna y última jornada? ¡Qué manos tan crueles fueron las que tuvieron ánimo para sacar de tu cristalino pecho, donde sólo amor merecía estar aposentado, tanta púrpura como los arroyos que te he visto verter! Dímelo, señora mía, que como caballero te prometo de hacer en él la más rabiosa venganza, que cuanto ha que se crió el mundo se haya visto. Mas, ¡ay de mí!, que ya parece que la airada Parca ha cortado el delicado estambre de tu vida, pues ya te admiro mármol helado, cuando te esperaba fuego y blanda cera derretida al calor de mi amor! Pues ten por cierto, ajado clavel, y difunta belleza, que te he de seguir, cuando, no acabado con la pena, muerto con mis propias manos y con el puñal de mis iras.

Diciendo esto, tornaba a hacer experiencia de los pulsos y del corazón, y tornaba de nuevo y con más lastimosas quejas a llorar la mal lograda belleza. Así pasó hasta las seis de la mañana, que a esta hora tornó en sí la desmayada dama con algo de más aliento; que como se le había restriñido la sangre, tuvo más fuerza su ánimo y desanimados espíritus. Y abriendo los ojos, miró como despavorida los que la tenían cercada, extrañando el lugar donde se veía; que ya estaban todos allí, y el cirujano y los dos piadosos frailes. Mas volviendo en sí, y acordándose cómo la había traído un caballero, y lo demás que había pasado por ella, y con debilitada voz pidió que le diesen alguna cosa con que cobrar más fuerzas, la sirvieron con unos bizcochos mojados en oloroso vino, por ser alimento más blando y sustancioso. Y habiéndolos comido, dijo que le enseñasen el caballero a quien debía el no haber muerto como gentil y bárbara. Y hecho, le dio las gracias como mejor supo y pudo. Y habiendo ordenado se le sacase una sustancia, la quisieron dejar un rato sola, para que, no teniendo con quien hablar, reposase y se previniese para confesarse. Mas ella, sintiéndose con más aliento, dijo que no, sino que se quería confesar luego, por lo que pudiese suceder. Y antes de esto, volviéndose a don Gaspar, le dijo:

—Caballero (que aunque quiera llamaros por vuestro nombre, no le sé, aunque me parece que os he visto antes de ahora), ¿acertaréis a ir a la parte donde me hallasteis? Que si es posible acordaros, en la misma calle preguntad por las casas de don Dionís de Portugal, que son bien conocidas en ella, y abriendo la puerta, que no está más que con un cerrojo, poned en cobro lo que hay en ella, tanto de gente como de hacienda. Y porque no os culpen a vos de las desventuras que hallaréis en ella, y por hacer bien os venga mal, llevad con vos algún ministro de justicia, que ya es imposible, según el mal que hay en aquella desdichada casa (por culpa mía) encubrirse, ni menos cautelarme yo, sino que sepan dónde estoy, y si mereciere más castigo del que tengo, me le den.

—Señora —respondió don Gaspar, diciéndole primero como era su nombre—, bien sé vuestra casa, y bien os conozco, y no decís mal, que muchas veces me habéis visto, aunque no me habéis mirado. Yo a vos sí que os he mirado y visto; mas no estáis en estado de saber por ahora dónde, ni menos para qué, si de esas desdichas que hay en vuestra casa sois vos la causa, andéis en lances de justicia.

—No puede ser menos —respondió Florentina—; haced, señor don Gaspar, lo que os suplico, que ya no temo más daño del que tengo; demás que vuestra autoridad es bastante para que por ella me guarden a mí alguna cortesía.

Viendo, pues, don Gaspar que ésta era su voluntad, no replicó más; antes mandando poner el coche, entró en él y se fue a palacio, y dando cuenta de lo sucedido con aquella dama, sin decir que la conocía ni amaba, a un deudo suyo, también de la cámara de Su Majestad, le rogó le acompañase para ir a dar cuenta al gobernador, porque no le imaginasen cómplice en las heridas de Florentina, ni en los riesgos sucedidos en su casa. Y juntos don Gaspar y don

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Miguel fueron en casa del gobernador, a quien dieron cuenta del estado en que había hallado la dama, y lo que decía de su casa; que como el gobernador conocía muy bien a don Dionís y vio lo que aquellos señores le decían, al punto, entrándose en el coche con ellos, haciendo admiraciones de tal suceso, se fueron cercados de ministros de justicia a la casa de don Dionís, que, llegados a ella, abrieron el cerrojo que Florentina había dicho, y entrando todos dentro, lo primero que hallaron fue, a la puerta de un aposento que estaba al pie de la escalera, dos pajes en camisa, dados de puñaladas, y subiendo por la escalera, una esclava blanca, herrada en el rostro, a la misma entrada de un corredor, de la misma suerte que los pajes, y una doncella sentada en el corredor, atravesada de una estocada hasta las espaldas, que, aunque estaba muerta, no había tenido lugar de caer, como estaba arrimada a la pared; junto a ésta estaba una hacha caída, como que a ella misma se le había caído de la mano. Más adelante, a la entrada de la antesala, estaba don Dionís, atravesado en su misma espada, que toda ella le salía por las espaldas, y él caído boca abajo, pegado el pecho con la guarnición, que bien se conocía haberse arrojado sobre ella, desesperado de la vida y aborrecido de su misma alma.

En un aposento que estaba en el mismo corredor, correspondiente a una cocina, estaban tres esclavas, una blanca y dos negras; la blanca, en el suelo, en camisa, en la mitad del aposento; y las negras en la cama, también muertas a estocadas. Entrando más adentro, en la puerta de una cuadra, medio cuerpo fuera y medio dentro, estaba un mozo de hasta veinte años, de muy buena presencia y cara, pasado de una estocada; éste estaba en camisa, cubierta con una capa, y en los descalzos pies una chinelas. En la misma cuadra donde estaba la cama, echada en ella, doña Magdalena, también muerta de crueles heridas; mas con tanta hermosura, que parecía una estatua de marfil salpicada de rosicler. En otro aposento, detrás de esta cuadra, otras dos doncellas, en la cama, también muertas, como las demás.

Finalmente, en la casa no había cosa viva. Mirábanse los que venían esto, unos a otros, tan asombrado, que no sé cuál podía en ellos más: la lástima o la admiración. Y bien juzgaron ser don Dionís el autor de tal estrago, y que después de haberle hecho, había vuelto su furiosa rabia contra sí. Mas viendo que sola Florentina, que era la que tenía vida, podía decir cómo había sucedido tan lastimosa tragedia, mas sabiendo de don Gaspar el peligro en que estaba su vida, y que no era tiempo de averiguarla hasta ver si mejoraba, suspendieron la averiguación y dieron orden de enterrar los muertos, con general lástima, y más de doña Magdalena, que como la conocían ser una señora de tanta virtud y tan honorosa, y la veían con tanta mocedad y belleza, se dolían más de su desastrado fin que de los demás.

Dada, pues, tierra a los lastimosos cadáveres, y puesta por inventario la hacienda, depositada en personas abonadas, se vieron todos juntos en casa de don Gaspar, donde hallaron reposando a Florentina, que después de haberse confesado y dádole una sustancia, se había dormido; y que un médico, de quien se acompañó el cirujano que la asistía por orden de don Gaspar, decía que no era tiempo de desvanecerla, por cuanto la confesión había sido larga y le había dado calentura, que aquel día no convenía que hablase; mas, porque temían, con la falta de tanta sangre como había perdido, no enloqueciese, la dejaron depositándola en poder de don Gaspar y su primo, que siempre que se la pidiesen darían cuenta de ella. Se volvió el gobernador a su casa, llevando bien que contar, él y todos, de la destrucción de la casa de don Dionís, y bien deseosos de saber el motivo que había para tan lastimoso caso.

Más de quince días se pasaron, que no estuvo Florentina para hacer declaración de tan lastimosa historia, llegando muchas veces a término de acabar la vida; tanto, que fue necesario darle todos los sacramentos. En cuyo tiempo, por consejo de don Gaspar y don Miguel, había hecho declaración delante del gobernador, cómo don Dionís había hecho aquel lastimoso estrago,

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celoso de doña Magdalena y aquel criado, de quien injustamente sospechaba mal, que era el que estaba en la puerta de la cuadra, y que a ella había también dado aquellas heridas; mas que no la acabó de matar, por haberse puesto de por medio aquella esclava que estaba en la puerta del corredor, donde pudo escaparse mientras la mató, y que se había salido a la calle, y cerrado tras sí la puerta, y con perder tanta sangre, cayó donde la halló don Gaspar. Que en cuanto a don Dionís, que no sabía si se había muerto o no; mas que pues le habían hallado como decían, que él, de rabia, se había muerto.

Con esta confesión o declaración que hizo, no culpándose a sí, por no ocasionarse el castigo, con esto cesaron las diligencias de la justicia; antes desembargando el hacienda, y poniéndola a ella en libertad, le dieron la posesión de ella; la parte de su hermana, por herencia, y la de don Dionís, en pago de las heridas recibidas de su mano, para que, si viviese, la gozase, y si muriese, pudiese testar a su voluntad.

Con que, pasado más de un mes, que con verse quieta y rica, se consoló y mejoró (o Dios que dispone las cosas conforme a su voluntad y a utilidad nuestra), en poco más tiempo estaba ya fuera de peligro, y tan agradecida del agasajo de don Gaspar, y reconocida del bien que de él había recibido, que no fuera muy dificultoso amarle, pues fuera de esto lo merecía por su gallardía y afable condición, además de su nobleza y muchos bienes de fortuna, de que le había engrandecido el Cielo de todas maneras, y aun estoy por decir que le debía de amar. Mas como se hallaba inferior, no en la buena sangre, en la riqueza y en la hermosura, que ésa sola bastaba, sino en la causa que originó el estar ella en su casa, no se atrevía a darlo a entender; ni don Gaspar, más atento a su honor que a su gusto, aunque la amaba, como se ha dicho, y más, como se sabe, del trato, que suele engendrar amor donde no le hay, no había querido declararse con ella hasta saber en qué manera había sido la causa de tan lastimoso suceso; porque más quería morir amando con honor, que sin él vencer y gozar, supuesto que Florentina, para mujer, si había desmán en su pureza, era poca mujer, y para dama77, mucha. Y deseoso de salir de este cuidado y determinar lo que había de hacer, porque la jornada de Su Majestad para Castilla se acercaba, y él había de asistir a ella, viéndola con salud y muy cobrada de su hermosura, y que ya se empezaba a levantar, le suplicó le contase cómo habían sucedido tantas desdichas, como por sus ojos había visto, y Florentina, obligada y rogada de persona a quien tanto debía, estando presente don Miguel, que deseaba lo mismo, y aún no estaba menos enamorado que su primo, aunque, temiendo lo mismo, no quería manifestar su amor, empezó a contar su prodigiosa historia de esta manera:

—Nací en esta ciudad (nunca naciera, para que hubiera sido ocasión de tantos males), de padres nobles y ricos, siendo desde el primer paso que di en este mundo causa de desdichas, pues se las ocasioné a mi madre, quitándole, en acabando de nacer, la vida, con tierno sentimiento de mi padre, por no haber gozado de su hermosura más de los nueve meses que me tuvo en su vientre, si bien se le moderó, como hace a todos, pues apenas tenía yo dos años se casó con una señora viuda y hermosa, con buena hacienda, que tenía asimismo una hija que le había quedado de su esposo, de edad de cuatro años, que ésta fue la desdichada doña Magdalena. Hecho, pues, el matrimonio de mi padre y su madre, nos criamos juntas desde la infancia, tan amantes la una de la otra, y tan amadas de nuestros padres, que todos entendían que éramos hermanas; porque mi padre, por obligar a su esposa, quería y regalaba a doña Magdalena, como si fuera hija suya, y su esposa, por tenerle a él grato y contento, me amaba a mí más que a su hija, que esto es lo que deben hacer los buenos casados y que quieren vivir con quietud; pues del poco agrado que tienen los maridos con los hijos de sus mujeres, y las mujeres con los de sus maridos, nacen mil rencillas y pesadumbres.77 Amante, querida.

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En fin, digo que, si no eran los que muy familiarmente nos trataban, que sabían lo contrario, todos los demás nos tenían por hermanas, y hoy aún; nosotras mismas lo creíamos así, hasta que la muerte descubrió este secreto; que, llegando mi padre al punto de hacer testamento para partir de esta vida, por ser el primero que la dejó, supe que no era hija de la que reverenciaba por madre, ni hermana de la que amaba por hermana. Y por mi desdicha, hubo de ser por mí por quien faltó esta amistad. Murió mi padre, dejándome muy encomendada a su esposa; mas no pudo mostrar mucho tiempo en mí el amor que a mi padre tenía, porque fue tan grande el sentimiento que tuvo de su muerte, que dentro de cuatro meses le siguió, dejándonos a doña Magdalena y a mí bien desamparadas, aunque bien acomodadas de bienes de fortuna, que, acompañados con los de naturaleza, nos prometíamos buenos casamientos, porque no hay diez y ocho años feos.

Dejónos nuestra madre (que en tal lugar la tenía yo) debajo de la tutela de un hermano suyo, de más edad que ella, el cual nos llevó a su casa, y nos tenía como a hijas, no diferenciándonos en razón de nuestro regalo y aderezo a la una de la otra, porque era con tan gran extremo lo que las dos nos amábamos, que el tío de doña Magdalena, pareciéndole que hacía lisonja a su sobrina, que quería y acariciaba de la misma suerte que a ella. Y no hacía mucho, pues, no estando él muy sobrado, con nuestra hacienda no le faltaba nada.

Ya cuando nuestros padres murieron, andaba don Dionís de Portugal, caballero rico, poderoso y de lo mejor de esta ciudad, muy enamorado de doña Magdalena, deseándola para esposa, y se había dilatado el pedirla por su falta, paseándola y galanteándola de lo ternísimo y cuidadoso, como tiene fama nuestra nación. Y ella, como tan bien entendida, conociendo su logro, le correspondía con la misma voluntad, en cuanto a dejarse servir y galantear de él, con el decoro debido a su honestidad y fama, supuesto que admitía su voluntad y finezas con intento de casar con él.

Llegaron, pues, estos honestos y recatados amores, a determinarse doña Magdalena de casarse sin la voluntad de su tío, conociendo en él la poca que mostraba en darle estado, temeroso de perder la comodidad con que con nuestra buena y lucida hacienda pasaba. Y así, gustara más que fuéramos religiosas, y aun nos lo proponía muchas veces; mas viendo la poca inclinación que teníamos a este estado, o por desvanecidas con la belleza, o porque habíamos de ser desdichadas, no apretaba en ello, mas dilataba el casarnos: que todo esto pueden los intereses de pasar con descanso. Que visto esto por doña Magdalena, determinada, como digo, a elegir por dueño a don Dionís, empezó a engolfarse más en su voluntad, escribiéndose el uno al otro y hablándose muchas noches por una reja.

Asistíala yo algunas noches (¡oh, primero muriera, que tan cara me cuesta esta asistencia!), al principio, contenta de ver a doña Magdalena empleada en un caballero de tanto valor como don Dionís, al medio, envidiosa de que fuese suyo y no mío, y al fin, enamorada y perdida por él. Oíle tierno, escuchéle discreto, miréle galán, consideréle ajeno, y dejéme perder sin remedio, con tal precipicio, que vine a perder la salud, donde conozco que acierta quien dice que el amor es enfermedad, pues se pierde el gusto, se huye el sueño y se apartan las ganas de comer. Pues si todos estos accidentes caen sobre el fuego que amor enciende en el pecho, no me parece que es el menos peligroso tabardillo y más cuando da con la modorra de no poder alcanzar, y con el frenesí celoso de ver lo que se ama empleado en otro cuidado. Y más rabioso fue este mal en mí, porque no podía salir de mí, ni consentía ser comunicado, pues todo el mundo me había de infamar de que amase yo lo que mi amiga o hermana amaba. Yo quería a quien no me quería, y éste amaba a quien yo tenía obligación de no ofender. ¡Válgame Dios, y qué intrincado laberinto, pues sólo mi mal era para mí y mis penas no para comunicadas!

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Bien notaba doña Magdalena en mí melancolía y perdida color, y demás accidentes, mas no imaginaba la causa. Que creo, de lo que me amaba, que dejara la empresa porque yo no padeciera. (Que cuando considero esto, no sé como mi propio dolor no me quita la vida.) Antes juzgaba de mi tristeza debía de ser porque no me había llegado a mí la ocasión de tomar estado como a ella, como es éste el deseo de todas las mujeres de sus años y de los míos. Y si bien algunas veces me persuadía a que le comunicase mi pena, yo la divertía dándole otras precisas causas, hasta llegarme a prometer que, en casándose, me casaría con quien yo tuviese gusto. ¡Ay, mal lograda hermosura, y qué falsa y desdichadamente te pagué el amor que me tenías!

Cierto, señor don Gaspar, que, a no considerar que, si dejase aquí mi lastimosa historia, no cumpliría con lo que estoy obligada, os suplicara me diérades licencia para dejarla; porque no me sirve de más de añadir nuevos tormentos a los que padezco en referirla. Mas pasemos con ella adelante, que justo es que padezca quien causó tantos males, y así, pasaré a referirlos. Las músicas, las finezas y los extremos con que don Dionís servía a doña Magdalena, ya lo podréis juzgar de la opinión de enamorados que nuestra nación tiene; ni tampoco las rabiosas bascas, los dolorosos suspiros y tiernas lágrimas de mi corazón y ojos, el tiempo que duró este galanteo, pues lo podréis ver por lo que adelante sucedió.

En fin, puestos los medios necesarios para que su tío de doña Magdalena no lo negase, viendo conformes las dos voluntades, aunque de mala gana, por perder el interés que se le seguía en el gobierno y administración de la hacienda, doña Magdalena y don Dionís llegaron a gozar lo que tanto deseaban, tan contentos con el felicísimo y dichoso logro de su amor, como yo triste y desesperada, viéndome de todo punto desposeída del bien que adoraba mi alma. No sé cómo os diga mis desesperaciones y rabiosos celos; mas mejor es callarlo, porque así saldrán mejor pintados, porque no hallo colores como los de la imaginación. No digo más, sino que a este efecto hice un romance, que si gustáis, le diré, y si no, le pasaré en silencio.

—Antes me agraviaréis —dijo don Gaspar— en no decirle; que sentimientos vuestros serán de mucha estima.

—Pues el romance es éste, que canté a una guitarra, el día del desposorio, más que cantando, llorando:

Ya llego, Cupido, al ara;ponme en los ojos el lienzo;pues sólo por mis desdichasofrezco al cuchillo el cuello.Ya no tengo más que darte,que pues la vida te ofrezco;niño cruel, ya conocesel poco caudal que tengo.Un cuerpo sin alma doy;que es engaño, ya lo veo;mas tiéneme Fabio el alma,y quitársela no puedo.Que si guardaba la vida,era por gozarle en premiode mi amor; mas ya la doycon gusto, pues hoy le pierdo.No te obliguen las corrientesque por estos ojos vierto;que no son por obligarte,sino por mi sentimiento.Antes, si me has de hacer bien,acaba, acábame presto,

para que el perder a Fabioy el morir lleguen a un tiempo.Mas es tanta tu crueldad,que porque morir deseo,el golpe suspenderásmás que piadoso, severo.Ejecuta el golpe, acaba,o no me quites mi dueño;déjame vivir con él,aunque viva padeciendo.Bien sabes que sola una horavivir sin Fabio no puedo;pues si he de morir despacio,más alivio es morir presto.Un año, y algo más, haque sin decirlo padezco,amando sin esperanzas,que es la pena del infierno.Ya su sol se va a otro oriente,y a mí, como a ocaso negro,quedándome sin su luz,¿para qué la vida quiero?

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Mas si tengo de morir,amor, ¿para qué me quejo?Que pensarás que descanso,y no descanso, que muero.Ya me venda amor los ojos,ya desenvaina el acero;ya muero, Fabio, por ti,ya por ti la vida dejo.

Ya digo el último adiós.¡Oh, permita, Fabio, el cielo,que a ti te dé tantas dichascomo yo tengo tormentos!En esto decir quieroque muero, Fabio, pues que ya te pierdo,y que por ti, con gusto, Fabio, muero.

Casáronse, en fin, don Dionís y doña Magdalena. Y, como me lo había prometido, me trujo, cuando se vino a su casa, en su compañía, con ánimo de darme estado, pensando que traía una hermana y verdadera amiga, y trujo la destrucción de ella. Pues ni el verlos ya casados, ni cuán ternísimamente se amaban, ni lo que a doña Magdalena de amor debía, ni mi misma pérdida, nada bastó para que yo olvidase a don Dionís; antes crecía en mí la desesperada envidia de verlos gozarse y amarse con tanta dulzura y gusto; con lo que yo vivía tan sin él, que creyendo doña Magdalena que nacía de que se dilataba el darme estado, trató de emplearme en una persona que me estimase y mereciese. Mas nunca, ni ella, ni don Dionís lo pudieron acabar conmigo, de que doña Magdalena se admiraba mucho y me decía que me había hecho de una condición tan extraña, que la traía fuera de sí, ni me la entendía. Y a la cuenta debía de comunicar esto mismo con su esposo, porque un día que ella estaba en una visita y yo me había quedado en casa, como siempre hacía (que como andaba tan desabrida, a todo divertimento me negaba), vino don Dionís, y hallándome sola y los ojos bañados de lágrimas, que pocos ratos dejaba de llorar el mal empleo de mi amor, sentándose junto a mí, me dijo:

—Cierto, hermosa Florentina, que a tu hermana y a mí nos trae cuidadosísimos tu melancolía, haciendo varios discursos de qué te puede proceder, y ninguno hallo más a propósito, ni que lleve color de verdadero, sino que quieres bien en parte imposible; que a ser posible, no creo que haya caballero en esta ciudad, aunque sea de jerarquía superior, que no estime ser amado de tu hermosura y se tuviera por muy dichoso en merecerla, aun cuando no fueras quien eres, ni tuvieras la hacienda que tienes, sino que fueras una pobre aldeana, pues con ser dueño de tu sin igual belleza, se pudiera tener por el mayor rey del mundo.

—Y si acaso fuera —respondí yo, no dejándole pasar adelante (tan precipitada me tenía mi amorosa pasión, o, lo más seguro, dejada de la divina mano)— que fuera así, que amara en alguna parte difícil de alcanzar correspondencia, ¿qué hiciérades vos por mí, señor don Dionís, para remediar mi pena?

—Decírsela, y solicitarla para que te amase —respondió don Dionís.—Pues si es así —respondí yo—, dítela a ti mismo, y solicítate a ti, y cumplirás

lo que prometes. Y mira cuán apurado está mi sufrimiento, que sin mirar lo que debo a mí misma, ni que profano la honestidad, joya de más valor que una mujer tiene, ni el agravio que hago a tu esposa, que aunque no es mi hermana, la tengo en tal lugar, ni el saber que voy a perder, y no a ganar contigo, pues es cierto que me has de desestimar y tener en menos por mi atrevimiento, y despreciarme por mirarme liviana, y de más a más por el amor que debes a tu esposa, tan merecedora de tu lealtad como yo de tu desprecio. Nada de esto me obliga; porque he llegado a tiempo que es más mi pena que mi vergüenza. Y así, tenme por libre, admírame atrevida, ultrájame deshonesta, aborréceme liviana o haz lo que fuere de tu gusto, que ya no puedo callar. Y cuando no me sirva de más mi confesión, sino que sepas que eres la causa de mi tristeza y desabrimiento, me doy por contenta y pagada de haberme declarado. Y supuesto esto, ten entendido que, desde el día que empezaste a amar a doña Magdalena, te amo más que a mí, pasando las penas que ves y no ves, y de que a ninguna persona en el mundo he dado parte, resuelta a no casarme jamás, porque, si no fuere a ti, no he de tener otro dueño.

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Acabé esta última razón con tantas lágrimas y ahogados suspiros y sollozos, que apenas la podía pronunciar. Lo que resultó de esto fue que, levantándose don Dionís, creyendo yo que se iba huyendo por no responder a mi determinada desenvoltura, y cerrando la puerta de la sala, se volvió donde yo estaba, diciendo:

—No quiera amor, hermosa Florentina, que yo sea ingrato a tan divina belleza y a sentimientos tan bien padecidos y tiernamente dichos.

Y añudándome al cuello los brazos, me acarició de modo que ni yo tuve más que darle, ni él más que alcanzar ni poseer. En fin, toda la tarde estuvimos juntos en amorosos deleites. Y en el discurso de ella, no sé que fuese verdad, que los amantes a peso de mentiras nos compran, que desde otro día casado me amaba, y por no atreverse, no me lo había dicho, y otras cosas con que yo creyéndole, me tuve por dichosa, y me juzgué no mal empleada, y que si se viera libre, fuera mi esposo. Rogóme don Dionís con grandes encarecimientos que no descubriera a nadie nuestro amor, pues teníamos tanto lugar de gozarle, y yo le pedí lo mismo, temerosa de que doña Magdalena no lo entendiese.

En fin, de esta suerte hemos pasado cuatro años, estando yo desde aquel día la mujer más alegre del mundo. Cobréme en mi perdida hermosura, restituíme en mi donaire. De manera que ya era el regocijo y alegría de toda la casa, porque yo mandaba en ella. Lo que yo hacía era lo más acertado; lo que mandaba, lo obedecido. Era dueño de la hacienda, y de cúya era. Por mí se despedían y recibían los criados y criadas, de manera que doña Magdalena no servía más de hacer estorbo a mis empleos.

Amábame tanto don Dionís, granjeándole yo la voluntad con mis caricias, que se vino a descuidar en las que solía y debía hacer a su esposa, con que se trocaron las suertes. Primero Magdalena estaba alegre, y Florentina triste; ya Florentina era la alegre, Magdalena la melancólica, la llorosa, la desabrida y la desconsolada. Y si bien entendía que por andar su esposo en otros empleos se olvidaba de ella, jamás sospechó en mí; lo uno, por el recato con que andábamos, y lo otro por la gran confianza que tenía de mí, no pudiéndose persuadir a tal maldad, si bien me decía que en mí las tristezas y alegrías eran extremos que tocaban en locura. ¡Válgame el cielo, y qué ceguedad es la de los amantes! ¡Nunca me alumbré de ella hasta que a costa de tantas desdichas se me han abierto los ojos!

Llegó a tal extremo y remate la de mis maldades, que nos dimos palabras de esposos don Dionís y yo, para cuando muriera doña Magdalena, como si estuviera en nuestra voluntad el quitarle la vida, o tuviéramos las nuestras más seguras que ella la suya. Llegóse en este tiempo la Semana Santa, en que es fuerza acudir al mandamiento de la Iglesia. Y si bien algunas veces, en el discurso de mi mal estado, me había confesado, algunas había sido de cumplimiento. Y yo, que sabía bien dorar mi yerro, no debía haber encontrado confesor tan escrupuloso como este que digo, o yo debí de declararme mejor. ¡Oh infinita bondad, y qué sufres!

En fin, tratando con él del estado de mi conciencia, me la apuró tanto, y me puso tantos temores de la perdición de mi alma, no queriéndome absolver, y diciéndome que estaba como acá ardiendo en los infiernos, que volví a casa bien desconsolada, y entrándome en mi retraimiento, empecé a llorar, de suerte que lo sintió una doncella mía, que se había criado conmigo desde niña; que es la que si os acordareis, señor don Gaspar, hallasteis en aquella desdichada casa sentada en el corredor, arrimada a la pared, pasada de parte a parte por los pechos, y con grande instancia, ruegos y sentimientos, me persuadió a que le dijese la causa de mi lastimoso llanto. Y yo (o por descansar con ella, o porque ya la fatal ruina de todos se acercaba, advirtiendo, lo primero, del secreto y disimulación delante de don Dionís, porque no supiese que ella lo sabía, por lo que importaba) le di cuenta de todo, sin faltar nada, contándole también lo que me había pasado con el confesor. La doncella, haciendo grandes admiraciones, y

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más de cómo había podido tenerlo tanto tiempo encubierto sin que ninguno lo entendiese, me dijo, viendo que yo le pedía consejo, estas razones:

—Cierto, señora mía, que son sucesos, los que me has contado, de tanta gravedad, que era menester, para dar salida a ellos, mayor entendimiento que el mío; porque pensar que has de estar en este estado presente hasta que doña Magdalena se muera, es una cosa que sólo esperarla causa desesperación. Porque ¿cómo sabemos que se ha de morir ella primero que tú? ¿Ni don Dionís decirte que te apartes de él, amándole? Es locura que ni tú lo has de hacer, ni él, si está tan enamorado, como dices, menos; tú, sin honor y amando, aguardando milagros, que las más de las veces en estos casos suceden al revés, porque el Cielo castiga estas intenciones, y morir primero los que agravian que el agraviado, acabar el ofensor y vivir el ofendido. El remedio que hallo, cruel es; mas ya es remedio, que a llagas tan ulceradas como éstas quieren curas violentas.

Roguéle me lo dijese, y respondióme:—Que muera doña Magdalena; que más vale que lo padezca una inocente,

que se irá a gozar de Dios con la corona del martirio, que no que tú quedes perdida.

—¡Ay, amiga!, ¿y no será mayor error que los demás —dije yo— matar a quien no lo debe, y que Dios me le castigará a mí, pues haciendo yo el agravio, le ha de pagar el que le recibe? —David —me respondió mi doncella— se aprovechó de él matando a Urías, porque Bersabé no padeciera ni peligrara en la vida ni en la fama. Y tú me parece que estás cerca de lo mismo, pues el día que doña Magdalena se desengañe, ha de hacer de ti lo que yo te digo que hagas de ella.

—Pues si con sólo el deseo —respondí yo— me ha puesto el confesor tantos miedos, ¿qué será con la ejecución?

—Hacer lo que hizo David —dijo la doncella—: matemos a Urías, que después haremos penitencia. En casándote con tu amante, restaurar con sacrificios el delito; que por la penitencia se perdona el pecado, y así lo hizo el santo rey.

Tantas cosas me dijo, y tantos ejemplos me puso, y tantas leyes me alegó, que como yo deseaba lo mismo que ella me persuadía, que reducida a su parecer, dimos entre las dos la sentencia contra la inocente y agraviada doña Magdalena; que siempre a un error sigue otro, y a un delito muchos. Y dando y tomando pareceres cómo se ejecutaría, me respondió la atrevida mujer, en quien pienso que hablaba y obraba el demonio:

—Lo que me parece más conveniente, para que ninguna de nosotras peligre, es que la mate su marido, y de esta suerte no culparán a nadie.

—¿Cómo será eso —dije yo—, que doña Magdalena vive tan honesta y virtuosamente, que no hallará jamás su marido causa para hacerlo?

—Eso es el caso —dijo la doncella—; ahí ha de obrar mi industria. Calla y déjame hacer, sin darte por entendida de nada; que si antes de un mes no te vieres desembarazada de ella, me ten por la más ruda y boba que hay en el mundo.

Dióme parte del modo, apartándonos las dos, ella, a hacer oficio de demonio, y yo a esperar el suceso, con lo que cesó nuestra plática. Y la mal aconsejada moza, y yo más que ella (que todas seguíamos lo que el demonio nos inspiraba), hallando ocasión, como ella la buscaba, dijo a don Dionís que su esposa le quitaba el honor, porque mientras él no estaba en casa, tenía trato ilícito con Fernandico. Éste era un mozo de hasta edad de diez y ocho o veinte años, que había en casa, nacido y criado en ella, porque era hijo de una criada de sus padres de don Dionís, que había sido casada con un mayordomo suyo, y muertos ya sus padres, el desdichado mozo se había criado en casa, heredando el servir, mas no el premio, pues fue muy diferente del que sus padres habían tenido; que éste era el que hallasteis muerto a la puerta de la cuadra donde estaba doña Magdalena. Era galán y de buenas partes, y muy virtuoso, con que a don Dionís no se le hizo muy dificultoso el creerlo, si bien le preguntó que cómo le había

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visto; a lo que ella respondió que al ladrón de casa no hay nada oculto, que piensan las amas que las criadas son ignorantes. En fin, don Dionís le dijo que cómo haría para satisfacerse de la verdad.

—Haz que te vas fuera, y vuelve al anochecer, o ya pasado de media noche, y hazme una seña, para que yo sepa que estás en la calle —dijo la criada—, que te abriré la puerta y los cogerás juntos.

Quedó concertado para de allí a dos días, y mi criada me dio parte de lo hecho; de que yo, algo temerosa, me alegré, aunque por otra parte me pesaba; mas viendo que ya no había remedio, hube de pasar, aguardando el suceso. Vamos al endemoniado enredo, que voy abreviando, por la pena que me da referir tan desdichado suceso.

Al otro día dijo don Dionís que iba con unos amigos a ver unos toros que se corrían en un lugar tres leguas de Lisboa. Y apercibido su viaje, aunque Fernandico le acompañaba siempre, no quiso que esta vez fuera con él, ni otro ningún criado; que para dos días los criados de los otros le asistirían. Y con esto se partió el día a quien siguió la triste noche que me hallasteis. En fin, él vino solo, pasada de media noche, y hecha la seña, mi doncella, que estaba alerta, le dijo se aguardase un poco, y tomando una luz, se fue al posento del mal logrado mozo, y entrando alborotada, le dijo:

—Fernando, mi señora te llama que vayas allá muy apriesa.—¿Qué me quiere ahora mi señora? —replicó Fernando.—No sé —dijo ella— más de que me envía muy apriesa a llamarte.Levantóse, y queriendo vestirse, le dijo:—No te vistas, sino ponte esa capa y enchanclétate esos zapatos, y ve a ver

qué te quiere; que si después fuere necesario vestirte, lo harás.Hízolo así Fernando y mientras él fue adonde su señora estaba, la cautelosa

mujer abrió a su señor. Llegó Fernando a la cama donde estaba durmiendo doña Magdalena, y despertándola, le dijo:

—Señora, ¿qué es lo que me quieres?A lo que doña Magdalena, asustada, como despertó y le vio en su cuadra, le

dijo:—Vete, vete, mozo, con Dios. ¿Qué buscas aquí? Que yo no te llamo.Que como Fernando lo oyó, se fue a salir de la cuadra, cuando llegó su amo al

tiempo que él salía; que como le vio desnudo y que salía del aposento de su esposa, creyó que salía de dormir con ella, y dándole con la espada, que traía desnuda, dos estocadas, una tras otra, le tendió en el suelo, sin poder decir más de «¡Jesús sea conmigo!», con tan doloroso acento, que yo, que estaba en mi aposento, bien temerosa y sobresaltada (como era justo estuviese quien era causa de un mal tan grande y autora de un testimonio tan cruel, y motivo de que se derramase aquella sangre inocente, que ya empezaba a clamar delante del tribunal supremo de la divina justicia), me cubrí con un sudor frío, y queriéndome levantar, para salir a estorbarlo, o que mis fuerzas estuviesen enflaquecidas, o que el demonio, que ya estaba señoreado de aquella casa, me ató de suerte que no pude.

En tanto, don Dionís, ya de todo punto ciego con su agravio, entró adonde estaba su inocente esposa, que se había vuelto a quedar dormida con los brazos sobre la cabeza, y llegando a su puro y casto lecho, a sus airados ojos y engañada imaginación sucio, deshonesto y violado con la mancha de su deshonor, le dijo:

—¡Ah traidora, y cómo descansas en mi ofensa!Y sacando la daga, la dio tantas puñaladas, cuantas su indignada cólera le

pedía. Sin que pudiese ni aun formar un ¡ay!, desamparó aquella alma santa el más hermoso y honesto cuerpo que conoció el reino de Portugal.

Ya a este tiempo había yo salido fuera de mi estancia y estaba en parte que podía ver lo que pasaba; bien perdida de ánimo y anegada en lágrimas; mas no

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me atreví a salir. Y vi que don Dionís pasó adelante, a un retrete78 que estaba consecutivo a la cuadra de su esposa, y hallando dos desdichadas doncellas que dormían en él, las mató, diciendo:

—Así pagaréis, dormidas centinelas de mi honor, vuestro descuido, dando lugar a vuestra alevosa señora para que velase a quitarme el honor.

Y bajando por una escalera excusada que salía a un patio, salió al portal, y llamando los dos pajes que dormían en un aposento cerca de allí, que a su voz salieron despavoridos, les pagó su puntualidad con quitarles la vida. Y como un león encarnizado y sediento de humana sangre, volvió a subir por la escalera principal, y entrando en la cocina, mató las tres esclavas que dormían en ella, que la otra había ido a llamarme, oyendo la revuelta y llanto que hacía mi criada, que sentada en el corredor estaba; que, o porque se arrepintió del mal que había hecho, cuando no tenía remedio, o porque Dios quiso le pagase, o porque el honor de doña Magdalena no quedase manchado, sino que supiese el mundo que ella y cuantos habían muerto, iban sin culpa, y que sola ella y yo la teníamos, que es lo más cierto, arrimando una hacha que el propio había encendido a la pared, que tan descaradamente siguió su maldad, que para ir a abrir la puerta a su señor, le pareció poca luz la de una vela, que, en dejándonos Dios de su divina mano, pecamos, como si hiciéramos algunas virtudes. Sin vergüenza de nada, se sentó y empezó a llorar, diciendo:

—¡Ay, desdichada de mí, qué he hecho! ¡Ya no hay perdón para mí en el cielo, ni en la tierra, pues por apoyar un mal con tan grande y falso testimonio, he sido causa de tantas desdichas!

A este mismo punto salía su amo de la cocina, y yo por la otra parte, y la esclava que me había ido a llamar, con una vela en la mano. Y como la oí, me detuve, y vi que llegando don Dionís a ella, le dijo:

—¿Qué dices, moza, de testimonio y de desdichas?—¡Ay, señor mío! —respondió ella—, ¿qué tengo de decir?, sino que soy la

más mala hembra que en el mundo ha nacido? Que mi señora doña Magdalena y Fernando han muerto sin culpa, con todos los demás a quien has quitado la vida. Sola yo soy la culpada, y la que no merezco vivir, que yo hice este enredo, llamando al triste Fernando, que estaba en su aposento dormido, diciéndole que mi señora le llamaba, para que viéndole tú salir de la forma que le viste, creyeses lo que yo te había dicho, para que, matando a mi señora doña Magdalena, te casaras con doña Florentina, mi señora, restituyéndole y satisfaciendo, con ser su esposo, el honor que le debes.

—¡Oh falsa traidora! Y si eso que dices es verdad —dijo don Dionís—, poca venganza es quitarte una vida que tienes; que mil son pocas, y que a cada una se te diese un género de muerte.

—Verdad es, señor; verdad es, señor, y lo demás, mentira. Yo soy la mala, y mi señora, la buena. La muerte merezco, y el infierno también.

—Pues yo te daré lo uno y lo otro —respondió don Dionís—, y restaure la muerte de tantos inocentes la de una traidora.

Y diciendo esto, la atravesó con la espada por los pechos contra la pared, dando la desdichada una gran voz, diciendo:

—Recibe, infierno, el alma de la más mala mujer que crió el Cielo, y aun allá pienso que no hallará lugar.

Y diciendo esto, la rindió a quien la ofrecía.A este punto salí yo con la negra, y fiada en el amor que me tenía,

entendiendo amansarle y reportarle, le dije:—¿Qué es eso, don Dionís? ¿Qué sucesos son éstos? ¿Hasta cuándo ha de

durar el rigor?Él, que ya a este punto estaba de la rabia y dolor sin juicio, embistió conmigo,

diciendo:

78 Habitación pequeña, para retirarse.

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—Hasta matarte y matarme, falsa, traidora, liviana, deshonesta, para que pagues haber sido causa de tantos males; que no contenta con los agravios que, con tu deshonesto apetito, hacías a la que tenías por hermana, no has parado hasta quitarle la vida.

Y diciendo esto, me dio las heridas que habéis visto, y acabárame de matar si la negra no acudiera a ponerse en medio; que como la vio don Dionís, asió de ella, y mientras la mató, tuve yo lugar de entrarme en un aposento y cerrar la puerta, toda bañada en mi sangre. Acabando, pues, don Dionís con la vida de la esclava, y que ya no quedaba nada vivo en casa, si no era él, porque de mí bien creyó que iba de modo que no escaparía, y insistido del demonio, puso el pomo de la espada en el suelo y la punta en su cruel corazón diciendo:

—No he de aguardar a que la justicia humana castigue mis delitos, que más acertado es que sea yo el verdugo de la justicia divina.

Se dejó caer sobre la espada, pasando la punta a las espaldas, llamando al demonio que le recibiese el alma.

Yo, viéndole ya muerto y que me desangraba, si bien con el miedo que podéis imaginar, de verme en tanto horror y cuerpos sin almas, que de mi sentimiento no hay que decir, pues era tanto, que no sé cómo no hice lo mismo que don Dionís, mas no lo debió de permitir Dios, porque se supiese un caso tan desdichado como éste, con más ánimo del que en la ocasión que estaba imaginé tener, abrí la puerta del aposento, y tomando la vela que estaba en el suelo, me bajé por la escalera y salí a la calle con ánimo de ir a buscar (viéndome en el estado que estaba) quien me confesase, para que, ya que perdiese la vida, no perdiese el alma. Con todo, tuve advertimiento de cerrar la puerta de la calle con aquel cerrojo que estaba, y caminando con pasos desmayados por la calle, sin saber adonde iba, me faltaron, con la falta de sangre, las fuerzas, y caí donde vos, señor don Gaspar, me hallasteis, donde estuve hasta aquella hora y llegó vuestra piedad a socorrerme, para que, debiéndoos la vida, la gaste el tiempo que me durare en llorar, gemir y hacer penitencia de tantos males como he causado y también en pedirle a Dios guarde la vuestra muchos siglos.

Calló con esto la linda y hermosa Florentina; mas sus ojos, con los copiosos raudales de lágrimas, no callaron, que a hilos se desperdiciaban por sus más que hermosas mejillas, en que mostraba bien la pasión que en el alma sentía, que forzada de ella se dejó caer con un profundo y hermoso desmayo, dejando a don Gaspar suspenso y espantado de lo que había oído, y no sé si más desmayado que ella, viendo que, entre tantos muertos como el muerto honor de Florentina había causado, también había muerto su amor; porque ni Florentina era ya para su esposa, ni para dama era razón que la procurase, supuesto que la veía con determinación de tomar más seguro estado que la librase de otras semejantes desdichas como las que por ella habían pasado; y se alababa en sí de muy cuerdo en no haberle declarado su amor hasta saber lo que entonces había.

Y así, acudiendo a remediar el desmayo, con que estaba ya vuelta de él, la consoló, esforzándola con algunos dulces y conservas. Diciéndole cariñosas razones, la aconsejó que, en estando con más entera salud, el mejor modo para su reposo era entrarse en religión, donde viviría segura de nuevas calamidades; que en lo que tocaba a allanar el riesgo de la justicia, si hubiese alguno, él se obligaba al remedio, aunque diese cuenta a Su Majestad del caso, si fuese menester. A lo que la dama, agradeciéndole los beneficios que había recibido y recibía, con nuevas caricias le respondió que ése era su intento, y que cuanto primero se negociase y ejecutase, le haría mayor merced; que ni sus desdichas, ni el amor que al desdichado don Dionís tenía, le daban lugar a otra cosa.

Acabó don Gaspar con esta última razón de desarraigar y olvidar el amor que la tenía, y en menos de dos meses que tardó Florentina en cobrar fuerzas, sanar de todo punto y negociarse todo presto, que fue necesario que se diese cuenta a Su Majestad del caso, que dio piadoso el perdón de la culpa que Florentina tenía en ser culpable de lo referido, se consiguió su deseo, entrándose religiosa en uno

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de los más suntuosos conventos de Lisboa, sirviéndole de castigo su mismo dolor y las heridas que le dio don Dionís, supliendo el dote y más gasto la gruesa hacienda que había de la una parte y la otra, donde hoy vive santa y religiosísima vida, carteándose con don Gaspar, a quien, siempre agradecida, no olvida, antes, con muchos regalos que le envía, agradece la deuda en que le está. El cual, vuelto con Su Majestad a Madrid, se casó en Toledo, donde hoy vive, y de él mismo supe este desengaño que habéis oído.

Apenas dio fin la hermosa Lisis a su desengaño, cuando la linda doña Isabel, como quien tan bien sabía su intención, mientras descansaba para decir lo que para dar fin a este entretenido sarao faltaba, porque ya Lisis había comunicado con ella su intento, dejando el arpa, y tomando una guitarra, cantó sola lo que se sigue:

«Al prado, en que espinas rústicascrían mis humores Sálicos,que de ausencias melancólicases fruto que da mi ánimo,salgo a llorar de un cruelísimoolvido de un amor trágico,que si fuera dichosísimo,catara en estilo jácaro.Que como visión fantástica,ni aun de mis ojos los párpadosvieron, pues con voz armónicaganó en el alma habitáculo.Con sólo acentos científicosgoza de mi amor el tálamo,si bien con olvido fúnebrele quita a mi vida el ámbito.Acentos congojadísimosescuchan aquestos álamos;que pena, sin culpa acérrimale dan al alma estos tártagos.No canto como oropéndola,ni cual jilguerillo orgánico;más lamento como tórtolacuando está sola en el páramo.Como fue mi amor platónico,y en él no fue el fuego tácito,no quiso, con fino anhélito,ser trueno, sino relámpago.Amo sólo por teórica,pagándome con preámbulos,y así ha olvidado, cruelísimo,un amor puro y magnánimo.¡Ay, prados y secos céspedes,montes y fríos carámbanos!Oíd en bascas armónicasaquestos suspiros lánguidos.Con mis lágrimas ternísimas,vuestros arroyos cristálicosserán ríos caudalísimoscon que crezca el mar hispánico.Y si de mi muerte acérrimaviereis los temblores pálidos,y mi vida cansadísimadejare su vital tráfago,decilde al pájaro armónicoque con mal sentidos cánticos

las aves descuidadísimascautiva al modo mecánico.Como siendo ilustre héroe,y de valor tan diáfano,engaña siendo ilustrísimo,fingiendo fuegos seráficos.

Qué hay que esperar de los cómunessino desdichas y escándalos,que mire a Teseo inféliceatado en el monte Cáucaso.Que si razones históricas,con estilo dulce y práctico,pone por cebo a las tórtolasque viven con libre ánimo,¿qué milagro que, en oyéndole,se descuelguen de los pámpanos?¿Ni qué milagro que, ardiéndose,quede aturdida, cual tábano?Que si la mira benévola,es estilo fiero y áspero,que volando ligerísimola deje en amargo tártago.Que aunque a su bella oropéndolaamase, es estilo bárbaro,siendo este amor tan castísimodarle pago tan tiránico.Que en tiempo dilatadísimono se ha visto en mi habitáculode su memoria mortíficani en su voluntad un átomo.Que si amara lo intelético,no le pesara ser Tántalo,ni olvidara facilísimotiernos y dulces diálogos».Esto cantaba una tórtolacon ronco y fúnebre cántico,sentada en un ciprés fúnebre,que estaba en un seco páramo.

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Bien ventilada me parece que queda, nobles y discretos caballeros, y hermosísimas damas —dijo la bien entendida Lisis, viendo que doña Isabel había dado fin a su romance—, la defensa de las mujeres, por lo que me dispuse a hacer esta segunda parte de mi entretenido y honesto sarao; pues, si bien confieso que hay muchas mujeres que, con sus vicios y yerros, han dado motivo a los hombres para la mucha desestimación que hoy hacen de ellas, no es razón que, hablando en común, las midan a todas con una misma medida. Que lo cierto es que en una máquina tal dilatada y extendida como la del mundo, ha de haber buenas y malas, como asimismo hay hombres de la misma manera; que eso ya fuera negar la gloria a tantos santos como hay ya pasados de esta vida, y que hoy se gozan con Dios en ella, y la virtud a millares de ellos que se precian de ella. Mas no es razón que se alarguen tanto en la desestimación de las mujeres, que, sin reservar a ninguna, como pecado original, las comprendan a todas. Pues, como se ha dicho en varias partes de este discurso, las malas no son mujeres, y no pueden ser todas malas, ya que eso fuera no haber criado Dios en ellas almas para el cielo, sino monstruos que consumiesen el mundo.

Bien sé que me dirán algunos: «¿Cuáles son las buenas, supuesto que hasta en las de alta jerarquía se hallaron hoy travesuras y embustes?» A eso respondo que ésas son más bestias fieras que las comunes, pues, olvidando las obligaciones, dan motivo a desestimación, pues ya que su mala estrella las inclina a esas travesuras, tuvieran más disculpa si se valieran del recato. Esto es, si acaso a las deidades comprende el vicio, que yo no lo puedo creer, antes me persuado que algunas de las comunes, pareciéndoles ganan estimación con los hombres, se deben (fiadas de un manto) de vender por reinas, y luego se vuelven a su primero ser, como las damas de la farsa. Y como los hombres están dañados contra ellas, luego creen cualquiera flaqueza suya, y para apoyar su opinión dicen hasta las de más obligación ya no la guardan. Y aquí se ve la malicia de algunos hombres, que no quiero decir todos aunque en común han dado todos en tan noveleros, que por ser lo más nuevo el decir mal de las mujeres, todos dicen que lo que se usa no se excusa. Lo que me admira es que los nobles, los honrados y virtuosos, se dejan ya llevar de la común voz, sin que obre en ellos ni la nobleza de que el Cielo los dotó, ni las virtudes de que ellos se pueden dotar, ni de las ciencias que siempre están estudiando, pues por ellas pudieran sacar, como tan estudiosos, que hay y ha habido, en las edades pasadas y presentes, muchas mujeres buenas, santas, virtuosas, estudiosas, honestas, valientes, firmes y constantes.

Yo confieso que en alguna parte tienen razón, que hay hoy más mujeres viciosas y perdidas que ha habido jamás; mas no que falten tan buenas que no excedan el número de las malas. Y tomando de más atrás el apoyar esta verdad, no me podrán negar los hombres que en las antigüedades no ha habido mujeres muy celebradas, que eso fuera negar las innumerables santas de quien la Iglesia canta: tantas mártires, tantas vírgenes, tantas viudas y continentes, tantas que han muerto y padecido en la crueldad de los hombres; que si esto no fuera así, poco paño hubieran tenido estas damas desengañadoras en qué cortar sus desengaños, todos tan verdaderos como la misma verdad; tanto, que les debe muy poco la fábula, pues, hasta para hermosear, no han tenido necesidad de ella.

¿Pues qué ley humana ni divina halláis, nobles caballeros, para precipitaros tanto contra las mujeres, que apenas se halla uno que las defienda, cuando veis tantos que las persiguen? Quisiera preguntaros si cumplís en esto con la obligación de serio, y lo que prometéis cuando os ponéis en los pechos las insignias de serio, y si es razón que lo que juráis cuando os las dan, no lo cumpláis. Mas pienso que ya no las deseáis y pretendéis, sino por gala, como las medias de pelo y las guedejas. ¿De qué pensáis que procede el poco ánimo que hoy todos tenéis, que sufrís que estén los enemigos dentro de España, y nuestro Rey en campaña, y vosotros en el Prado y en el río, llenos de galas y trajes femeniles, y los pocos que le acompañan, suspirando por las ollas de Egipto? De la poca

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estimación que hacéis de las mujeres, que a fe que, si las estimarais y amárades, como en otros tiempos se hacía, por no verlas en poder de vuestros enemigos, vosotros mismos os ofreciérades, no digo yo a ir a la guerra, y a pelear, sino a la muerte, poniendo la garganta al cuchillo, como en otros tiempos, y en particular en el del rey don Fernando el Católico se hacía, donde no era menester llevar los hombres por fuerza, ni maniatados, como ahora (infelicidad y desdicha de nuestro católico Rey), sino que ellos mismos ofrecían sus haciendas y personas: el padre, por defender la hija; el hermano, por la hermana; el esposo, por la esposa, y el galán por la dama. Y esto era por no verlas presas y cautivas, y, lo que peor es, deshonradas, como me parece que vendrá a ser si vosotros no os animáis a defenderlas. Mas, como ya las tenéis por el alhaja más vil y de menos valor que hay en vuestra casa, no se os da nada de que vayan a ser esclavas de otros y en otros reinos; que a fe que, si los plebeyos os vieran a vosotros con valor para defendernos, a vuestra imitación lo hicieran todos. Y si os parece que en yéndoos a pelear os han de agraviar y ofender, idos todos, seguid a vuestro rey a defendernos, que quedando solas, seremos Moisenes, que, orando, vencerá Josué.

¿Es posible que nos veis ya casi en poder de los contrarios, pues desde donde están adonde estamos no hay más defensa que vuestros heroicos corazones y valerosos brazos, y que no os corréis de estaros en la Corte, ajando galas y criando cabellos, hollando coches y paseando prados, y que en lugar de defendernos, nos quitéis la opinión y el honor, contando cuentos que os suceden con damas, que creo que son más invenciones de malicia que verdades; alabándoos de cosas que es imposible sea verdad que lo puedan hacer, ni aun las públicas rameras, sólo por llevar al cabo vuestra dañada intención, todos efecto de la ociosidad en que gastáis el tiempo en ofensa de Dios y de vuestra nobleza? ¡Que esto hagan pechos españoles! ¡Que esto sufran ánimos castellanos! Bien dice un héroe bien entendido que los franceses os han hurtado el valor, y vosotros a ellos, los trajes.

Estimad y honrad a las mujeres y veréis cómo resucita en vosotros el valor perdido. Y si os parece que las mujeres no os merecen esta fineza, es engaño, que si dos os desobligan con sus malos tratos, hay infinitas que los tienen buenos. Y si por una buena merecen perdón muchas malas, merézcanle las pocas que hay por las muchas buenas que goza este siglo, como lo veréis si os dais a visitar los santuarios de Madrid y de otras partes, que son más en número las que veréis frecuentar todos los días los sacramentos, que no las que os buscan en los prados y ríos. Muchas buenas ha habido y hay, caballeros. Cese ya, por Dios, vuestra civil opinión, y no os dejéis llevar del vulgacho novelero, que cuando no hubiera habido otra más que nuestra serenísima y santa reina, doña Isabel de Borbón (que Dios llevó, porque no la merecía el mundo, la mayor pérdida que ha tenido España), sólo por ella merecían buen nombre las mujeres, salvándose las malas en él, y las buenas adquiriendo gloriosas alabanzas; y vosotros se las deis de justicia, que yo os aseguro que si, cuando los plebeyos hablan mal de ellas, supieran que los nobles las habían de defender, que de miedo, por lo menos, las trataran bien; pero ven que vosotros escucháis con gusto sus oprobios, y son como los truhanes, que añaden libertad a libertad, desvergüenza a desvergüenza y malicia a malicia.

Y digo que ni es caballero, ni noble, ni honrado el que dice mal de las mujeres, aunque sean malas, pues las tales se pueden librar en virtud de las buenas. Y en forma de desafío, digo que el que dijere mal de ellas no cumple con su obligación. Y como he tomado la pluma, habiendo tantos años que la tenía arrimada, en su defensa, tomaré la espada para lo mismo, que los agravios sacan fuerzas donde no las hay; no por mí, que no me toca, pues me conocéis por lo escrito, mas no por la vista, sino por todas, por la piedad y lástima que me causa su mala opinión.

Y vosotras, hermosas damas, de toda suerte de calidad y estado, ¿qué más desengaños aguardáis que el desdoro de vuestra fama en boca de los hombres? ¿Cuándo os desengañaréis de que no procuran más de derribaros y destruiros, y luego decir aún más de lo que con vosotras les sucede? ¿Es posible que, con tantas cosas como habéis

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visto y oído, no reconoceréis que en los hombres no dura más la voluntad que mientras dura el apetito, y en acabándose, se acabó? Si no, conocedlo en el que más dice que ama una mujer: hállela en una niñería, a ver si la perdonará, como Dios, porque nos ama tanto, nos perdona cada momento tantas ofensas como le hacemos.

¿Pensáis ser más dichosas que las referidas en estos desengaños? Ése es vuestro mayor engaño; porque cada día, como el mundo se va acercando al fin, va todo de mal en peor. ¿Por qué queréis, por veleta tan mudable como la voluntad de un hombre, aventurar la opinión y la vida en las crueles manos de los hombres? Y es la mayor desdicha que quizá las no culpadas mueren, y las culpadas viven; pues no he de ser yo así, que en mí no ha de faltar el conocimiento que en todas.

Y así, vos, señor don Diego —prosiguió la sabia Lisis, vuelta al que aguardaba verla su esposa—, advertid que no será razón que, deseando yo desengañar, me engañe; no porque en ser vuestra esposa puede haber engaño, sino porque no es justo que yo me fíe de mi dicha, porque no me siento más firme que la hermosa doña Isabel, a quien no le aprovecharon tantos trabajos como en el discurso de su desengaño nos refirió, de que mis temores han tenido principio. Considero a Camila, que no le bastó para librarse de una desdicha ser virtuosa, sino que, por no avisar a su esposo, sobre morir, quedó culpada. Roseleta, que le avisó, tampoco se libró del castigo. Elena sufrió inocente y murió atormentada. Doña Inés no le valió el privarla el mágico con sus enredos y encantos el juicio; ni a Laurela el engañarla un traidor. Ni a doña Blanca le sirvió de nada su virtud ni candidez. Ni a doña Mencía el ser su amor sin culpa. Ni a doña Ana el no tenerla, ni haber pecado, pues sólo por pobre perdió la vida. Beatriz hubo menester todo el favor de la Madre de Dios para salvar la vida, acosada de tantos trabajos, y esto no todas le merecemos. Doña Magdalena no le sirvió el ser honesta y virtuosa para librarse de la traición de una infame sierva, de que ninguna en el mundo se puede librar; porque si somos buenas, nos levantan un testimonio, y si ruines, descubren nuestros delitos. Porque los criados y criadas son animales caseros y enemigos no excusados, que los estamos regalando y gastando con ellos nuestra paciencia y hacienda, y al cabo, como el león, que harto el leonero de criarle y sustentarle, se vuelve contra él y le mata, así ellos, al cabo al cabo, matan a sus amos, diciendo lo que saben de ellos y diciendo lo que no saben, sin cansarse de murmurar de su vida y costumbres. Y es lo peor que no podemos pasar sin ellos, por la vanidad, o por la honrilla.

Pues si una triste vidilla tiene tantos enemigos, y el mayor es un marido, pues, ¿quién me ha de obligar a que entre yo en lid de que tantas han salido vencidas, y saldrán mientras durare el mundo, no siendo más valiente ni más dichosa? Vuestros méritos son tantos, que hallaréis esposa más animosa y menos desengañada; que aunque no lo estoy por experiencia, lo estoy por ciencia. Y como en el juego, que mejor juzga quien mira que quien juega, yo viendo, no sólo en estos desengaños, mas en lo que todas las casadas me dan, unas lamentándose de que tienen los maridos jugadores; otras, amancebados, y muchas de que no atienden a su honor, y por excusarse de dar a su mujer una gala, sufren que se la dé otro. Y más que, por esta parte, al cabo de desentenderse, se dan a entender, con quitarles la vida, que fuera más bien empleado quitársela a ellos, pues fueron los que dieron la ocasión, como he visto en Madrid; que desde el día que se dio principio a este sarao, que fue martes de carnestolendas de este presente año de mil seiscientos cuarenta y seis, han sucedido muchos casos escandalosos; estoy tan cobarde, que, como el que ha cometido algún delito, me acojo a sagrado y tomo por amparo el retiro de un convento, desde donde pienso (como en talanquera) ver lo que sucede a los demás. Y así, con mi querida doña Isabel, a quien pienso acompañar mientras viviere, me voy a salvar de los engaños de los hombres.

Y vosotras, hermosas damas, si no os desengaña lo escrito, desengáñeos lo que me veis hacer. Y a los caballeros, por despedida suplico muden de intención y lenguaje con las mujeres, porque si mi defensa por escrito no basta, será fuerza que todas tomemos las armas para defendernos de sus malas intenciones y defendernos de los enemigos,

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aunque no sé qué mayores enemigos que ellos, que nos ocasionan a mayores ruinas que los enemigos.

Dicho esto, la discreta Lisis se levantó, y tomando por la mano a la hermosa doña Isabel, y a su prima doña Estefanía por la otra, haciendo una cortés reverencia, sin aguardar respuesta, se entraron todas tres en otra cuadra, dejando a su madre, como ignorante de su intención, confusa; a don Diego, desesperado, y a todos, admirados de su determinación.

Don Diego, descontento, con bascas de muerte, sin despedirse de nadie, se salió de la sala; dicen que se fue a servir al rey en la guerra de Cataluña, donde murió, porque él mismo se ponía en los mayores peligros.

Toda la gente, despidiéndose de Laura, dándole muchos parabienes del divino entendimiento de su hija, se fueron a sus casas, llevando unos qué admirar, todos qué contar y muchos qué murmurar del sarao; que hay en la Corte gran número de sabandijas legas, que su mayor gusto es decir mal de las obras ajenas, y es lo mejor que no las saben entender.

Otro día, Lisis y doña Isabel, con doña Estefanía, se fueron a su convento con mucho gusto. Doña Isabel tomó el hábito, y Lisis se quedó seglar. Y en poniendo Laura la hacienda en orden, que les rentase lo que habían menester, se fue con ellas, por no apartarse de su amada Lisis, avisando a su madre de doña Isabel, que como supo dónde estaba su hija, se vino también con ella, tomando el hábito de religiosa, donde se supo cómo don Felipe había muerto en la guerra.

A pocos meses se casó Lisarda con un caballero forastero, muy rico, dejando mal contento a don Juan, el cual confesaba que, por ser desleal a Lisis, le había dado Lisarda el pago que merecía, de que le sobrevino una peligrosa enfermedad, y de ella un frenesí, con que acabó la vida.

Yo he llegado al fin de mi entretenido sarao; y, por fin, pido a las damas que se reporten en los atrevimientos, si quieren ser estimadas de los hombres; y a los caballeros, que muestren serlo, honrando a las mujeres, pues les está tan bien, o que se den por desafiados porque no cumplen con la ley de caballería en no defender a las mujeres. Vale.

Ya, ilustrísimo Fabio, por cumplir lo que pedistes de que no diese trágico fin a esta historia, la hermosa Lisis queda en clausura, temerosa de que algún engaño la desengañe, no escarmentada de desdichas propias. No es trágico fin, sino el más felice que se pudo dar, pues codiciosa y deseada de muchos, no se sujetó a ninguno. Si os duran los deseos de verla, buscadla con intento casto, que con ello la hallaréis tan vuestra y con la voluntad tan firme y honesta, como tiene prometido, y tan servidora vuestra como siempre, y como vos merecéis; que hasta en conocerlo ninguna le hace ventaja.

MARIANA DE CARVAJAL Y SAAVEDRA

Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas

PRELIMINARES...............................................................................3INTRODUCCIÓN...............................................................................6NOVELA PRIMERA La Venus de Ferrara..........................................13NOVELA SEGUNDA La dicha de Doristea.........................................25NOVELA TERCERA El amante venturoso..........................................39NOVELA CUARTA El esclavo de su esclavo......................................53NOVELA QUINTA Quien bien obra, siempre acierta.........................63NOVELA SEXTA Celos vengan desprecios.......................................70NOVELA SÉPTIMA La industria vence desdenes..............................79

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NOVELA OCTAVA Amar sin saber a quién.....................................105CONCLUSIÓN..............................................................................128

PRELIMINARES

Altamente suena en los términos del Orbe la trompa de la Fama, pero primero se mereció con el clarín de la campana, que, como la Fama es hermana de gigantes, si no es con asombros y hazañas, no se alcanza. Dicha es nacer ínclito en la sangre; saber merecer el alto blasón, sólo es valor. Grande es V. Exc. por la exaltación de su Casa, pero por sus acciones ilustres se ha granjeado tantos títulos y renombres que no caben en las hojas de los volúmenes de la Retórica.

Las ocurrencias de las empresas políticas, que ha tanto tiempo que maneja V. Exc., publican lo sin medida de su inmensa capacidad, pues, usando de la línea en la circunferencia de la universalidad, toca el punto para lo ingenioso, y para sondar las materias, la profundidad. Este esplendor de antecesores no pasados (pues todas sus grandezas se conservan en V. Exc.), esto preclaro de atributos personales, descubrieron el horizonte a mis deseos en la neutralidad de hallar un protector que con su nombre hiciese plausible este libro, pues representándome a

V. Exc. hallé no sólo el lleno de mi codicia, sino el logro de los más ambiciosos intereses.

Permítase V. Exc. a esta pequeña oferta, sin reparar en la cortedad del volumen, que el corazón del hombre es la parte menor del compuesto animado, y es la que más estima Dios. Porque en los dones que se consagran no se mira a lo que se ofrece, sino al modo con que se ofrece, este es la voluntad rendida, que es la que yo dedico a V. Exc. en estas Novelas, suplicando perdone lo desmedido de este pensamiento, pues se atreve sin tener merecido su agrado, pero le procura merecer. Deseando toda prosperidad a V. Exc., cuya persona guarde Dios para grandeza de ambas Coronas.

Excelentísimo Señor.B. L. P. de V. Exc.

Quien más le desea servir.

Al LectorAtento y curioso lector, aunque no me será posible el conseguir lucidos

desempeños en el arresto de tan conocido atrevimiento, no por eso dejaré de servirte con los sucesos que en este pequeño libro te ofrezco, aborto inútil de mi corto ingenio. Y pues se dirigen a solicitar, cuidadosa, gustosos y honestos entretenimientos en que diviertas las perezosas noches del erizado invierno, te suplico admitas mi voluntad, perdonando los defectos de una tan mal cortada pluma, en la cual hallarás mayores deseos de servirte con un libro de doce comedias, en que conozcas lo afectuoso de mi deseo.

Por primer suceso de este breve discurso te presento una viuda y un huérfano: obligación precisa es de un pecho noble el suavizar tan penoso desconsuelo, pues el mayor atributo de que goza la nobleza es preciarse de consolar al triste, amparar al pobre y darse por bien servido del siervo humilde que, deseoso de lograr sus mayores aciertos, sirve con amorosa lealtad a su estimado dueño,

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apadrinada de tan conocidas verdades. Ni me desvanecerán los aplausos de tu bizarría, ni me daré por ofendida de tu censura, pues mi mayor vencimiento será el estar a tus plantas siempre, atenta a tan prudente corrección. Vale.

Aprobación del Padre Fray Juan Pérez de Baldelomar, de la Orden de San Agustín, N.P. jubilado en Predicador Mayor de dicha Orden, y al presente Predicador de Corte en el Convento Real de S. Felipe.

De orden del señor D. García de Velasco, Vicario de esta Corte y su partido, he visto este libro de Novelas de D. Mariana de Caravajal y Saavedra, y no he notado en él cosa que se oponga a nuestra Santa Fe y buenas costumbres, antes he admirado que haya en él recogimiento de una mujer, estilo para que con sus honestos divertimientos de materia para deleitar, aprovechando a quien le leyere. Este es mi parecer, salvo, etc. En este Real Convento de S. Felipe de Madrid, a 22 de setiembre de 1662.

FR. JUAN DE BALDELOMAR.Licencia del Ordinario

El Licenciado Don García de Velasco, Vicario de esta Villa de Madrid y su partido: por el presente y por lo que a Nos toca, damos licencia para que se imprima un libro intitulado Novelas, de Doña Mariana de Caravajal y Saavedra, por cuanto de nuestro mandado ha sido visto y examinado, y no contiene cosa alguna contra nuestra Santa Fe y buenas costumbres. Dada en Madrid, a veinte y cinco de Setiembre de mil y seiscientos y sesenta y dos años.

LIC. D. GARCÍA DE VELASCO.Por su mandado.PEDRO PALACIOS.

Notario.Aprobación del padre Fray Ignacio González, Predicador de la Orden de San

Agustín, N. P. Visitador que ha sido de esta provincia de Castilla, y Rector del Colegio de Doña María de Aragón M. P. S.

De Orden de V. A. he visto un libro de Novelas de D. Mariana de Caravajal y Saavedra, y no hallo en él advertencia digna de reparo que desdiga a nuestra Santa Fe y buenas costumbres; antes bien es de admirar que en estos tiempos haya quien emplee el tiempo en este ejercicio. Este es mi parecer, en el Colegio de D. María de Aragón, del Orden de San Agustín de esta Corte, a doce de Noviembre de 1662 años.

FR. IGNACIO GONZÁLEZ.Fe De Erratas

Fol. 7 columna 2, 'un gusto', lee 'un susto'; fol. 36, columna 2, 'conneniente', lee 'conveniente'.

Este libro intitulado Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas, con estas erratas corresponde, y está impreso conforme a su original. Madrid, 13 de agosto de 1663.

LIC. D. CARLOS MURCIA DE LA LLANA.Suma Del Privilegio

Tiene privilegio de su Majestad D. Mariana de Caravajal y Saavedra, para poder imprimir un libro intitulado Navidades de Madrid y noches entretenidas, en ocho novelas que ha compuesto, por tiempo de diez años, y que ninguna persona lo pueda imprimir sin su licencia, como más largamente consta de su original. Despachado en el oficio de Pedro Hurtiz de Ipiña, Escribano de Cámara del Rey nuestro señor, en 7 de Diciembre de 1662 años.

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PEDRO HURTIZ DE IPIÑA.Suma De La Tasa

Yo, Pedro Hurtiz de Ipiña, Escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, aviéndose presentado ante los señores de él, por Gregorio Rodríguez, impresor de libros en esta Corte, un libro intitulado Navidades de Madrid en noches entretenidas, compuesto por Doña Mariana de Caravajal y Saavedra, de que hizo presentación, que se ha impreso en virtud de privilegio de su Majestad, tasaron cada pliego del dicho libro a cinco maravedís, el cual tiene quarenta y ocho pliegos, sin los principios, que a los dichos cinco maravedís monta el dicho libro siete reales y un cuartillo, en que se ha de vender en papel. Y dieron licencia a la dicha Doña Mariana de Caravajal, para que al dicho precio se pueda vender; y mandaron que esta tasa se ponga al principio y no se venda sin ella. Y para que de ello conste, di el presente, en Madrid, a trece días del mes de Agosto de mil y seiscientos y sesenta y tres años.

PEDRO HURTIZ DE IPIÑA.INTRODUCCIÓN

En la real Corte de España, Villa de Madrid, tan celebrada por sus hermosas damas como populosa por sus reales Consejos79, tan asistidos de pleiteantes y pretendientes80, vivía una señora llamada doña Lucrecia de Haro; que en decir su apellido remito al silencio lo que debo a la veneración en tan conocida y notoria calidad. Estaba casada con un caballero anciano y enfermo, llamado don Antonio de Silva. Tenía un hijo del nombre de su padre, tan bizarro mancebo, cortés y bien entendido, que se llevaba los ojos de todos los que le conocían. Era don Antonio tan obediente a sus padres que gozaba las debidas alabanzas, más por su prudente modestia que por las muchas partes de que el cielo le adoptó.81

Aunque doña Lucrecia tenía muchas casas, respeto de los achaques de su esposo gustaba de vivir en una labrada a la malicia82, cerca de El Prado, por ser de mucho recreo. Tenía cinco cuartos principales y un hermoso y dilatado jardín, poblado de árboles frutales, hermosos naranjos, nevada tapicería de sus paredes cuadros de cortadas multas, adornados de enrejados de menudas cañas entretejidas de cándidos jazmines, hermosas matas de claveles, espesos y encarnados rosales, fecundas vides que servían de hermoso dosel al sitio ameno, guardando su olorosa fragancia de los ardientes rayos del dorado Febo83. Tenía dos copiosas fuentes, que lisonjeaban las matizadas flores y menudas yerbas con sus cristalinos raudales. En la una estaba una ninfa de bruñido y cándido alabastro, arrojando por ojos, boca y oídos rizados despeñaderos de sus gigantes, que, trepando con impetuosa violencia hasta las vides, volvían a la anchurosa vasa desparcidos en menudas hebras de escarchada plata. La otra se adornaba de un hermoso peñasco de remendados jaspes, poblados de conchas y caracoles,

79 Por antonomasia, el Consejo de Castilla, Tribunal Supremo compuesto de diferentes ministros con un presidente que tiene el príncipe en su corte para la administración de la justicia y gobernacióndel reino. (Diccionario de Autoridades)

80 Los que litigan o contienden judicialmente sobre alguna cosa. (Diccionario de Autoridades)81 "Adoptó": dotó. La obedencia a los padres y la modestia eran dos de las cualidades del hijo ideal; a los hombres no se les

exigía ser bellos, pero a las mujeres sí.82 Maliciosamente, de modo que no se pudiera ver de afuera hacia adentro, pero sí de adentro haciaafuera.83 Nombre romano del dios griego Apolo. Personificaba el sol y la luz diurna.

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mariscos embutidos de atanores84 sutiles de lata, arrojando en trabada escaramuza hermosa tropelía de menudo aljófar.85

Vivía doña Lucrecia en el cuarto de adentro, por dar los que caían a la calle a sus nobles moradores. En los dos alinde86 al suyo vivían dos hermosas y principales damas, la una llamada doña Lupercia y la otra doña Gertrudis. En los del patio, en el uno habitaban dos caballeros vizcaínos, residentes en la Corte a pleitos y pretensiones; el uno llamado don Vicente, el otro don Enrique. Al cuarto frontero se mudó una viuda principal, mujer que lo fue de un Maestre de Campo, llamada doña Juana de Ayala. Tenía una hija de diecisiete años, tan hermosa como honesta, pues doña Leonor gozaba aquella fama tanto por su rara belleza como por sus conocidas virtudes.87

A quince días de mudada, le pareció a doña Lucrecia y a sus vecinas bajar a visitarla y darle la bienvenida; fue don Antonio escudereando88 a su madre. Fueron bien recibidos de la prudente viuda. Estando de visita, entraron los vizcaínos, y pareciéndoles buena ocasión de verlas y cumplir su obligación, no quisieron perdonarla, porque don Vicente estaba muy prendado de Dª Gertrudis y quiso gozar de su amada vista en achaque de la recién venida. Quedó don Enrique tan enamorado de doña Leonor, que dentro de ocho días la envió a pedir. Respondió doña Juana que no trataba de casarla hasta concluir con un pleito que tenía, y esperaba la merced de un hábito89; y aparte de estas cosas, no la casaría con forastero, por que no se la quitara de los ojos al mejor tiempo. Quedó el enamorado caballero tan triste con la respuesta que le dio que, a no estar su amigo con él, pasara penosas melancolías.

No le pesó a don Antonio de que se despidiera el casamiento, por quedar rendido a su hermosura y honestidad, aunque no se atrevía a decir su cuidado, temiendo la severa condición de su madre y porque doña Juana encerró a su hija, temerosa de los fracasos que suceden a las madres descuidadas.90 Como don Enrique vivía dentro de casa, estaba don Antonio tan triste con el mucho recato y encierro de doña Leonor que, por aliviar parte de su amorosa pena, pagándole francamente a un diestro pintor le obligó a que madrugara entre dos luces para hallarse en los Carmelitas Descalzos, porque doña Juana y su hija iban a oír la primera misa. Acudió los días que bastaron para conseguir su diligencia y como la descuidada doncella, por no haber gente en la iglesia, se destapara91, tuvo lugar de copiarla tan perfecta que don Antonio se volvía loco de contento de ver a su hermoso dueño, tan imitado que parecía que respondía con los graves y divinos ojos a las quejas que le daba por su mucho encierro.

No lo pasaba la hermosa dama tan libre de penas que no pagara la deuda con sobrado colmo, porque su madre, hablando con las amigas que la visitaban,

84 “Conducto o cañón de barro, piedra, bronce, plomo, cobre o madera, que sirve para conducir el agua a las fuentes o a otra parte.” (Diccionario de Autoridades)

85 Gotas de rocío. (Diccionario de Autoridades)86 Al lado del suyo.87 Las doncellas nobles, además de virtuosas debían ser bellas.88 Escuderear: servir y acompañar a alguna persona principal, como señora o dama, yendo delante de ella, como escudero

familiar de su casa. (Diccionario de Autoridades)89 Si el rey tenía a bien brindar un hábito, quien lo recibía se aseguraba una renta mensual y un ascenso en su estatus social.90 Las viudas nobles asumían el control de la hacienda de su familia. Si tenían hijos o hijas en edad casadera, se encargaban

de procurarles el mejor partido. Las madres viudas no podían permitir que sus hijas perdieran el honor y por eso muchas veces las encerraban en las casas para librarlas de peligros. Al respecto, cf. el capítulo IV de la investigación precedente.

91 Quitarse de la cara el velo con que las mujeres debían cubrirse para entrar a la iglesia

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celebraba las bizarras partes de don Antonio, dando a entender se tendría por dichosa de ver a su hija tan bien empleada; y aunque no lo decía a tiempo que estuviera delante, oyendo palabras al vuelo pudieron tanto en su tierno pecho, que amaba a su rendido amante. Y por no dar a su madre sospecha, se quitaba de intento del estrado92 y se iba, para dar lugar a la conversación, consolándose con lo que se decía, con la esperanza que tenía por haber escuchado en una ocasión que tenía intento de tratar el casamiento en acabando con sus cuidados. Todos asistían al cuarto de doña Lucrecia por divertir los achaques de su esposo. Las damas, con la música, en que eran diestrísimas; y los caballeros, unas veces jugando a los naipes, otras contándole las novedades que oían en Palacio.93

Dos años vivieron todos con tan honradas correspondencias, que más parecía parentesco que vecindad. Y llegado el riguroso invierno armado de sus espesas nieves y empedernidos yelos, apretándole al doliente caballero los achaques con tan vehemente crueldad que los puso en cuidado, llamaron los médicos, halláronle peligroso, y mandaron que dispusiera las cosas de su alma. Cumplió el cristiano caballero con su obligación, dejando a su hijo por heredero de treinta mil ducados y a su esposa por albacea y tutora, seguro de su amor y prudente gobierno.94

A los últimos de octubre asistieron las amigas y nobles vecinas a la desconsolada viuda, para acompañarla al recibimiento de las muchas visitas; y los vizcaínos y otros amigos al huérfano, para acompañar y recibir a los caballeros que venían a dar los pésames, porque doña Lucrecia y su esposo se correspondían con la nobleza de la Corte.

Pasado el impetuoso torbellino de las repetidas penas y renovados llantos, estando todos una noche en el cuarto de doña Lucrecia, doña Juana, deseosa de ganarle la voluntad, dijo a los demás señores:

—Ocho días nos quedan para llegar a la Pascua, y siendo domingo la Nochebuena, pues los fríos son tan grandes y tenemos tribuna dentro de casa, paréceme que estos cinco días de Pascua y lo restante de las vacaciones95 no dejemos a nuestra viuda, y que la festejemos entre todas, repartiendo los cinco días. Yo tomaré a mi cargo la Nochebuena, y daré a todos la cena. Y pues estamos libres de la murmuración de los vecinos y este cuarto está retirado de la calle, tendremos un poco de música y otro poco de baile. El primero día de Pascua será la obligada la señora doña Gertrudis; el segundo, el señor don Vicente; el tercero, doña Lucrecia; y el último, el señor don Enrique. Cada uno ha de quedar obligado a contar un suceso96 la noche que le tocare.

Aceptaron el concierto97, prometiendo de cumplirlo como su merced lo mandaba. Respondióles que no podía mandar a quien deseaba servir y por parecerles tarde, se retiraron a sus cuartos, cuidadosos de prevenir regalos. Don Enrique le dijo a su amigo:

92 Lugar o sala cubierta con la alfombra y demás alhajas donde se sientan las mujeres y reciben visitas. (Diccionario de Autoridades)

93 Se advierte aquí la distinción de los ámbitos en que se desenvolvían damas y caballeros: las primeras en la casa y la iglesia, los segúndos en las calles, el palacio y otros lugares públicos.

94 Vid. nota 9.95 En el siglo XVII significaba lo mismo que hoy.96 Novela, relato. Aquí se establece la ubicación de las 8 novelas y la respectiva sucesión de narradores por noche (uno

cada noche).97 Convenio, pacto hecho de acuerdo y con el consentimiento de todas las partes. Buen orden, disposición y método en el

modo de hacer y ejecutar una cosa. (Diccionario de Autoridades)

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—Yo no he perdido las esperanzas del casamiento. ¿Os parece que le envíe a doña Juana un regalo para la Nochebuena?

Respondió:—No se puede perder nada, que a dos hombres como nosotros toca por

obligación, estando en una casa adonde todas son mujeres solas, aunque son ricas, hacer demostración de Pascua, pues don Antonio, con su pena, no supone en esta fiesta y casa. Sabéis que tengo intento de casarme con doña Gertrudis, y con esa capa98 me atreveré a enviarle otro, que deseo hallar ocasión de servirla en algo y como es tan recatada, no da lugar a cumplir mi deseo.

Otro día salieron a la Concepción Jerónima, a ver a una tía de don Enrique, y le pidió le hiciera cuatro platos considerables.99 Sabía la pretensión de su sobrino, y prometió cumplir con el cargo que se le daba. Previniéronle de otras cosas, sin muchos regalos, los cuales habían enviado de Vitoria.

No quiso doña Lucrecia darles con visos de luto100, y mandó que aderezaran una sala que caía al jardín, adornándola de turquesadas alfombras, almohadas y sillas bordadas, ricas y costosas láminas, varias pinturas, lustrosos y grandes escritorios; dos braseros de plata, colmados de menudo y bien encendido errax101, cercados de olorosos y ambarinos pomos; prevenidas luces, que a sus encendidos visos arrojaban las ricas alhajas cambiantes resplandores.102

Llegado el domingo, subieron a la tribuna a oír misa y se les dio chocolate; estimaron el regalo, suplicándole no tuviera cuidado de prevenirles nada, pues les tocaba el cargo de servirla aquellos días. Estimó doña Lucrecia el galanteo y venida la tarde, entrando a la prevenida sala, quedaron admirados de la mucha riqueza, por haberlo tenido todo guardado con los achaques de su esposo. Después de haber mirado con atención el primoroso asco103, dijo doña Juana:

—Pues me toca esta noche, han de alegrar estas señoras la fiesta con la música.

Respondióle doña Gertrudis que lo harían con mucho gusto, con condición que había de subir la señora doña Leonor a gozar de todo, que no eran días de tanto encierro.

—Prometo a vuestras mercedes —respondió doña Juana— que lo dejo por darle gusto, porque es tan encogida104 que me enfada algunas veces; mas no por eso dejará de servirlas. Voy por ella, porque no vendrá aunque la envíe a llamar.

Había enviado la monja cuatro fuentes; en una, una costosa y bien aderezada ensalada, con muchas y diversas yerbas, grajea105 y ruedas de pepinos, labrada a trechos de flores de canelones y peladillas.106 Otra con un castillo de piñonate,107 torreado y cercado de almenas cubiertas de banderillas de varios tafetanes. En

98 Sinónimo de pretexto.(Diccionario de Autoridades)99 Sabrosos y bien presentados, para impresionar a la amada.100 Usar vestidos de color negro, en señal de dolor y tristeza.101 Vid. Arraax. “Carbón de huesos de la aceituna con que se hace un fuego muy apacible y durable para los braseros que se

usan en las casas.” (Diccionario de Autoridades)102 Con detalladas descripciones como ésta, Carvajal da cuenta del lujoso ambiente en que vivían lospersonajes del marco,

quienes además se codeaban con la nobleza madrileña.103 En este contexto, lujosa y bella decoración del salón en que se hallaban.104 Tímida, corta de ánimo. (Diccionario de Autoridades)105 “Especie de confitura muy menuda que ordinariamente se sirve en las Carnestolendas para tirar unos a otros.”

(Diccionario de Autoridades)106 Almendras confitadas.107 Pasta compuesta de piñones y azúcar

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otra venía una torta real, poblada de mucha caza de montería, tan imitados los animales que parecían vivos, con sus monteros apuntándoles con ballestas y arcabuces, lebreles y sabuesos adornados de tejones y cascabeles. La última fuente venía colmada de guantes, chapines108, rosarios de alcorza109, con otras diferencias de peces, tortugas, encomiendas, pastillas..., con tanto oro y ámbar que dejó admirado a don Vicente la costosa curiosidad. Estimó don Enrique el cuidado de su tía, enviándole muchos regalos y mayores agradecimientos.

Como doña Juana bajó por su hija, fueron acompañándola y llegada a su cuarto, envió los criados con el presente; estimóle en tanto que, a no estar prendada de don Antonio, fuera posible hacer el casamiento. Subieron todos arriba, y fue doña Leonor recibida de aquellas damas con mucho amor; y sentados al abrigo de los olorosos braseros, le pidió doña Lucrecia que diera principio a la fiesta y cesase el achaque de retirada. Mandóle su madre que obedeciera y tomando el arpa de doña Gertrudis, después de haber tocado con mucha gala y mayor destreza, cantó la siguiente letra:

—«Jilguerillo que cortas el airetendiendo las alas al vuelo veloz,vuelve, vuelve a la red amorosa,no pierdas volando tu dulce prisión!»—«Más vale que cantes preso,que no que cebe el halcónsus rigores en tu sangre,aumentando mi dolor.»—«Vuelve a la jaula, y advierteque con tu dulce canciónsuspendes las tristes penasde un rendido corazón.»—«Escucha atento el reclamo,pues te obligo con mi amora que consueles mis ansias,pues escuchas mi pasión.»A las voces de Amarilis,110 el pajarillo volvió,y encerrándole, contenta,volvió a repetir su voz:—«¡Vuelve, vuelve a la red amorosa...!»111

Dieron todos las gracias del repetido mote a doña Leonor, y quedó tan contenta de ver que su amante estaba absorto en la contemplación de su hermosura, que fue menester su cordura para disimular el alegría que le bañaba el pecho. Mandó doña Gertrudis a Marcela, criada suya112, trajera las castañuelas,

108 “Calzado propio de mujeres sobrepuesto al zapato para levantar el cuepo del suelo, y por esto el asiento es de corcho(…) Hoy solo tiene uso en los inviernos”. (Diccionario de Autoridades)Recordemos que los personajes del marco se han reunido en pleno invierno.

109 “Masa o pasta de azúcar muy blanca y delicada con que se suele cubrir o bañar cualquier género de dulce(…) También de sola esta pasta se forman alelúyas, flores, ramos y otras cosas con mucho primor.” (Diccionario de Autoridades)

110 Una de las pastoras de las Églogas de Virgilio. En este tipo de versos se usa como sinónimo de muchacha.

111 Leonor desea asegurarle a Antonio que el "jilguerillo" de su amor está preso en las redes de él, ante el interés de Enrique en casarse con ella. Leonor se "encierra contenta" en las redes de ese amor.

112 Esta es la única ocasión en que una criada participa activamente en la tertulia. A Marcela se le atribuyen dos cualidades

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diciéndole: —Baila con cuidado, que he celebrado tus gracias, no me saques mentirosa. Era recién venida y no de mala cara, y pidiendo a su señora le tocara la capona113, bailó tantas y tan airosas mudanzas114 y repicados redobles,115 que pareció a todos tan bien que le dieron muchos favores, significando el mucho gusto que les había dado. Y por ser tarde se trató de la cena, refiriendo doña Juana dos regalos que le habían enviado. Respondió don Enrique:

—Bien parece que vuestra merced me trata como a vizcaíno, que siempre tenemos fama de cortos116, a la vista de estas señoras.

Respondió doña Juana:—Remítome a la verdad de lo que digo.Trajéronse las mesas y en bufetes117 bajos, con reales y olorosos manteles, al

venir de las fuentes por últimos platos, encarecieron la razón que había tenido en ponderarlos, en particular la torta. Y gastando un rato en considerar la variedad de su bien compuesta hermosura, casi con lástima de deshacerla, dijo doña Juana:

—Pues quédese para el regalo de mi señora doña Lucrecia.—No pasaré yo por eso —dijo la viuda. Y dando una pasada con la mano de

muchos de los alcorzados118 bultos, diciéndoles—: ¡Ea, señores, prisa a la montería, no se nos vaya la caza!

Celebraron el donaire con mucha risa, porque doña Lucrecia era aguda de dichos y se preciaba de ser cariñosa y entretenida. Alzadas las mesas, dieron las debidas gracias a doña Juana, y se divirtieron un rato en jugar a las damas hasta que dieron maitines.119 Y despedidos de la viuda, dieron lugar a que gozara del común reposo.

El diligente día primero de Pascua, por ser doña Gertrudis la obligada, le pareció a don Vicente enviarle algunos regalos, y con la licencia de Pascua, como por aguinaldo,120 en una curiosa bandeja le envió búcaros121 dorados, guantes de ámbar, bolsos estrechos122 y otras niñerías. Estimó la demostración, y quiso darlo a entender; y poniendo cuatro lienzos de Cambray123 en la bandeja, le envió a decir que por ser labor de su mano se atrevía.124

Quedó tan contento de verse favorecido, que trató con don Enrique darles un gusto para tener que reír; y saliendo de casa a dar las Pascuas a personas de obligación, no volvieron hasta la tarde, oídas las cinco. Mandaron a un criado que

propias de doncellas nobles: habilidad para el baile y belleza (“no de mala cara”). El entretenimiento de los amos por parte de los criados es un tema que también está presente en las novelas de María de Zayas; cf. al respecto la edición de A. Yllera de los Desengaños amorosos.

113 “Son o baile a modo de la mariona, pero más rápido y bullicioso, con el cual y a cuyo tañido se cantan varias coplillas.” (Diccionario de Autoridades)

114 Movimientos que se hacen en los bailes y danzas al ritmo del tañido de los instrumentos. (Diccionario de Autoridades)115 Repetición del golpe que se da sobre una cuerda de guitarra u otro instrumento musical. (Diccionario de Autoridades)116 Un poco tacaños.117 Mesas grandes o medianas, portátiles, de dos patas y hechas de madera o piedra más o menos preciosa. Se usan para

comer (como en este caso), estudiar o escribir. (Diccionario de Autoridades)118 Recubiertos de alcorza, vid. n. 17.119 Hora nocturna que canta la Iglesia Católica a las doce de la noche.120 Regalo que se pide o da en Navidades, pueden ser cosas comesitbles, dinero o alhajas. (Diccionario de Autoridades)121 “Vaso de barro fino y oloroso en que se echa el agua para beber y cobra un sabor agradable”. (Diccionario de

Autoridades)122 Carteras o bolsos pequeños en los que las mujeres pueden llevar cosas menudas.123 Tela muy delgada y fina.124 Las doncellas sólo podían regalar objetos hechos por ellas mismas.

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mirara si estaban en el cuarto de la viuda y en diciéndoles que sí, atándose uno de los lienzos en la cabeza, otro en una pierna y dos en los brazos, estribando en la espada, ayudado de don Enrique y de un criado, entró en la sala de repente, dando a entender que venía herido. Asustáronse, preguntando: «¿Qué desdicha es esta?» Respondió don Enrique:

—No sé, señoras. Mi amigo viene herido mortalmente, y lo que más es, entiendo que un rapacillo le ha puesto así.

Doña Lucrecia, como era sagaz y vido que venían solos, preguntó:—¿Adónde sucedió esa desgracia?—Aquí a la puerta —dijo el criado—.Replicó diciendo:—Alégrome de que tengamos al cirujano en casa.No pudo don Enrique disimular la risa. La discreta viuda le dijo a doña

Gertrudis:—Cure vuestra merced este enfermo.Como reconocieron el bien pensado embuste, le preguntó:—¿Adónde es la herida más peligrosa?Respondióle: «Aquí, señora», señalando el pecho. Púsole la blanca mano en la

parte que había señalado y mirando a los demás, les dijo:—Pierdan vuesas mercedes el cuidado, de que este mal no es de muerte.—Claro está —dijo don Vicente—, que, si me cura un ángel, que ha de ser la

salud milagrosa.Alborozáronse con la risa, alabando la prudencia de doña Lucrecia, y

respondieron diciendo:—Si fuera verdad, no vinieran solos, que no era el suceso para no causar

alboroto.Trataron de cenar, y doña Gertrudis las regaló con mucha franqueza, llevando

los aplausos debidos a su galantería. Alzadas las mesas, sentándose en lugar a propósito, dijo así:

NOVELA TERCERA

El amante venturosoAcabada la referida relación, dieron las gracias a don Vicente, alabando el

recato de Doristea. Respondió don Antonio:—Señores aunque vuesas mercedes tienen razón de alabar esta dama, no

excusaré decir que nació del temor que tuvo al suceso de Claudio. Aténgome al recato de mi señora doña Leonor, pues, en dos años que habemos gozado de tan honrada vecindad, ha sido menester que mi madre enviude para merecer verla en esta sala. Que si Doristea se guardó de don Carlos, fue temiendo no ser desgraciada.

Respondió doña Lucrecia:—Quiera Dios que la señora doña Juana salga de sus cuidados, que yo te

prometo que la tendremos tan de espacio que no nos la pueda quitar.Contenta la prudente madre de verla tan declarada, le dijo:—Hoy la tiene vuesa merced para servirse de ella y de mí, pues será Leonor la

dichosa.Mudó semblante don Enrique con el pesar de verlas tan declaradas. Y doña

Lupercia, arrebatada de los encubiertos celos por estar inclinada a don Enrique

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(no lo había dado a entender sino a doña Lucrecia, con quien descansaba de su amorosa pena), dijo:

—De lo que me espanto yo es de ver lo poco que responde el señor don Enrique a nada de lo que se dice. Sin duda tiene el corazón bien empleado, pues le tiene tan divertido.

—¡Y cómo, señora —dijo don Enrique—, que el empleo de mi corazón fuera de los mayores que tiene el mundo a ser yo más dichoso! Mis pocos méritos me hacen desgraciado.

—No tanta desconfianza —dijo doña Lucrecia—, que yo sé de alguna dama noble y rica que se tuviera por contenta de darle a vuesa merced la mano.

Parecióle al discreto vizcaíno eran palabras de cuidado y perdida la esperanza del casamiento que deseaba, no quiso perder la ocasión, y respondió:

—Ojalá que vuesa merced me casara y me diera un buen día, pues cosa de su mano no dudo de que sería muy buena.

Con esto, se despidieron por ser tarde, quedando doña Lupercia125 citada para el día siguiente. Esperó el cuidadoso caballero a que entraran en sus cuartos y volviendo a ver a doña Lucrecia, la preguntó si era donaire lo que le decía, añadiendo:

—Sáqueme vuesa merced del cuidado en que me ha puesto.Respondióle que doña Lupercia lo estimaba, diciéndole:—De su calidad y riqueza no hablo, pues ya se sabe. Si le parece a propósito,

háblele vuesa merced a su tío don Alonso. Respondióle: —No hay duda de que lo haré, y no pasará de mañana. Don Alonso es mi amigo, y como es Secretario de Cámara, sabe mi nobleza por los papeles de mis pretensiones. Seguro estoy de que no me negará la demanda.

—No le diga vuesa merced nada, por que no se recate.Estos días prometió hacerlo, aunque no lo cumplió, por darle a su amigo la

buena nueva.Otro día, fueron los dos amigos a dar las pascuas126 a don Alonso y tratando de

la intención que llevaba, lo tuvo por bien. Quedó concertado que, en pasando las vacaciones, se haría el casamiento127. Y don Vicente le dio a entender la pretensión de doña Gertrudis, diciéndole:

—Tome vuesa merced la mano en amparar mi intento, pues lo debe a mi voluntad.

Respondió don Alonso:—Vuesa merced es tan abonado que me parece excusada la intención. Mas,

por servirle, haré lo que me manda.Despidiéronse, y venidos a casa, le pareció a don Enrique enviarla a su esposa

(como ya la miraba, con ojos de amante) algunos regalos. Y con el achaque de aguinaldo128, sacando un azafate129 de enrejada plata, puso en él una piel de armiño, engarzadas en oro manos, pies y cabeza; asida una bandilla,130 se lo 125 En la introducción, cuando se asigna un narrador para cada noche, se cita para el tercer día a Lucrecia, no a Lupercia.126 Saludar por Navidades a los amigos y familiares.127 Aquí se concierta el primer matrimonio de los tres que ocurren entre personajes del marco: el de Lupercia y Enrique. A

partir de este momento Enrique ya considera a Lupercia como su esposa; por eso, aunque con el pretexto de las Navidades, se atreve a enviarle regalos.

128 "Regalo que se pide o se da en atención a la festividad de la Navidad y en la de Epifanía, unas veces de cosas comestibles y otras de dinero o alhajas." (Diccionario de Autoridades)

129 Canastilla, bandeja o fuente con bordes de poca altura.130 Adorno de diversos colores, generalmente hecho de seda con sus borlas o franjas a los extremos. (Diccionario de

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envió con otros regalos de mesa, diciendo que guardara las manos en aquel armiño, porque temía que no se derritiera la nieve al calor de los bien encendidos braseros de la señora doña Lucrecia.

Estimó la demostración, y quiso darlo a entender. Y remitiéndole dos pares de medias y una bigotera131 de ámbar bordada, le envió a decir que por ser labor de sus manos se atrevía132, y que le prometía guardarlas para emplearlas en cosas de su servicio.

Llegada la hora de la gustosa junta, agradeció las medias, diciendo eran de las mejores que había visto, dando a entender traía puestas las unas.

—Porque se trata de medias —dijo doña Juana—, yo tengo otros dos pares, y que, por haber salido la seda más entera de lo que se usa, las ha despachado Leonor; y me parece serán a propósito para que el señor don Antonio las rompa debajo del luto.133

Mandó a un criado las trajera y doña Leonor, al darlas, dijo a doña Lucrecia:—Perdone vuesa merced el atrevimiento, y estime la voluntad.Respondióle:—Y cómo que la estimo, y en verdad que la pago.Sabía que su hijo, antes que su padre muriera, había ganado unas joyas y

mirándole, le dijo:—Pues estos caballeros han dado aguinaldo, mirad si soy hombre para pagar

estas medias, que sentiré que me dejéis corrido.—Siempre lo estará vuesa merced —respondió don Antonio—, pues todo lo

que yo hiciere será poco para premio que merece tanto favor.Y levantándose de donde estaba, abrió un escritorio y sacando cinco vueltas

de cordón de oro en que estaba asido el retrato a una colonia y unas arracadas134 de perlas, lo puso en una salvilla.135 Y dándoselo a su madre, la dijo:

—Mire vuesa merced si puedo atreverme a dar esta niñería, pues vuesa merced se declara en mi favor: mire esa iluminación.

Miróla, diciendo:—En verdad que, si no me engaño que es su retrato.Respondió, riéndose:—No me costó poco desvelo tener esta dicha para consolar las penas que su

dueño me da, que las madrugadas de mi señora doña Juana me tuvieron cuidadoso de no perderla.

Sonrióse doña Leonor el rostro con la honestidad, y doña Lupercia dijo:—Señoras mías con los aguinaldos nos divertimos. Cenemos, que es tarde, por

que diga mi suceso.—Todo es menester —dijo doña Lucrecia— para divertir las horas del invierno

que, a no estar tan entretenidas, no se pudieran llevar las noches.

Autoridades)131 Funda de gamuza suave que se usaba para meter los bigotes en ella, cuando se estaba en casa o en la cama, para que no

se descompusieran ni se ajaran; por los extremos tenía unas cintas con las que se afianzaba a las orejas. (Diccionario de Autoridades)

132 No era bien visto socialmente que una doncella le enviara obsequios a un hombre (amigo o pretendiente) si no eran hechos por sus propias manos.

133 "Romper las medias": estrenar las medias.134 Pendientes, aretes.135 Pieza de plata, estaño, vidrio o barro, de figura redonda, con un hueco en el centro que se usa para depositar objetos.

(Diccionario de Autoridades)

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Cenaron, regalándolas con diversidad de regalos, y después de las debidas estimaciones, sentándose donde la oyeran todos, dijo136:

—Si del suceso que tengo de referir fue testigo mi padre, por hallarse, pues, en todo el desposorio de El amante venturoso (que este nombre le daremos), otro amante que desea serlo —dijo don Enrique— ha de estorbar por ahora que vuesa merced lo refiera tan presto, por ser tan temprano137. Y si lo digo, será fuerza, en acabando de contar, el retirarnos. No será razón que nos dure tan poco la dicha.

—Tiene razón el señor don Enrique —dijo doña Juana—. Cántese algo.Tomaron los instrumentos diciendo:—No quede por eso el gozar de la gloria, pues la música es parte del cielo.Sabía doña Lupercia una letra que venía a propósito de lo que se decía, y al

descuido, pidió a doña Gertrudis que la cantaran en los siguientes versos:"Si cuando la pena es grandeatormenta el corazón,cuando es tan grande la dichael gusto será mayor.No dudéis de mi firmeza,pues correspondido amorcon los efectos del alma,siempre crece a ser mayor.Gigante, aunque rapacillo,no es ciego para el favor,pues penetra por la vendacomo lince la intención.Valiente a los imposiblesse arroja, porque el temorno le quite de cobardeel triunfo de la ocasión.No tema el que es finoamantela mudanza ni el rigor,pues le asegura la dichala Fineza de su amor.Viva seguro Filenode que siempre quien sembróha de coger, con el tiempo,el triunfo en la posesión."

Esto cantaba Gileta, y Fileno respondió: «Si la tierra no es ingrata,no dudo del tiempo yo.» Respondióle Gileta: «Si yo te quiero,sólo puede la muerte borrar mi intento.»138

No quiso don Enrique adelantarse a decir nada, dando a entender conocía el disimulado favor, por parecerle que doña Lucrecia no le diría nada de lo que

136 Al parecer quien se apresta a hablar es Lupercia, sin embargo quien habla en el párrafo siguiente es Enrique. Surge la duda de si el testigo del suceso que se referirá fue el padre de Lupercia o el de Enrique.

137 Pocas líneas arriba Lupercia ha dicho que deben cenar para que luego ella pueda narrar su suceso, pues ya es tarde; sin embargo, ahora Enrique propone que se cante algo para alargar la noche, pues es temprano.

138 A diferencia de en otras ocasiones, este romance se refiere al marco y a sus personajes. Resulta, como la mayoría de versos intercalados en estas novelas, una glosa lírica de la acción y permite tratar en otro plano las incidencias de la trama amorosa. En este caso, da cuenta del cortejo de una de las parejas del marco: Lupercia y Enrique

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estaba tratando. Y pidiendo a doña Leonor cantara, tomó la vihuela y sin resistir, cantó las coplillas siguientes:

Díganme los que sabenqué cosa es amor,si en la pena que sientenconsiste el favor.Todos miro que lloran;yo no lo entiendo,pues amar es lo mismoque estar muriendo.Yo digo que son necioslos amadores,pues las penas que pasanllaman favores.Respondióme un amante:«Muy poco sabequien no compra los gustoscon los pesares.Que el amor es de almíbar,y se empalagaquien no pruebalas flores de la retama.»139

Con esto cesó la música quedando todos muy regocijados de lo bien que había cantado, y doña Lupercia dijo así:

En la insigne Zaragoza, ilustre cabeza del reino de Aragón, tan celebrada en los aplausos de la admiración, cuanto digna de la inmortal fama que goza, como suntuoso relicario de la Emperatriz de los Cielos, María, Señora Nuestra, concebida sin pecado original, que goza el título de la Virgen del Pilar, como poderoso atlante, sustentando en los hombros de su caridad la máquina terrestre, vivía un caballero, tan ilustre en la sangre como poderoso en la riqueza, llamado Ricardo Milanés. Tenía en dichosa sucesión dos hijos; uno varón, llamado Carlos; y la niña, Margarita, de cuyo parto murió su amada esposa.

Vivía frontero de las casas de Ricardo otro ilustre caballero, no menos aventajado en la calidad que en riqueza, natural de Cataluña, llamado Octavio Esforcia. Vivía de asiento140 en Zaragoza por haber casado allí con una dama aragonesa, igual en todo a su mucha riqueza y calidad, de la cual tuvo una hija, llamada Teodora. Estaba Octavio viudo, y respeto de la mucha vecindad y soledad afligida, trabaron estos dos nobles caballeros una estrecha y firme amistad, entreteniendo el tiempo en gustosos y honestos pasatiempos. Los niños, a imitación de sus padres, gastaban sus amorosos y corteses cumplimientos.

Era Carlos de doce años y venido a Zaragoza un tío suyo hermano de su padre, caballero tan esforzado, que por su mucho valor gozaba los honoríficos aplausos de capitán aventajado y coronel mayor de los Tercios de Flandes, y viendo a Carlos en tan hermosa juventud, con gusto de su hermano se le llevó deseoso de aumentar en las lenguas de la fama los honorosos y antiguos blasones de su ilustre ascendencia.139 En estas seguidillas Leonor expresa sus sentimientos respecto del amor y deja entrever que aún teme enamorarse debido

a las penas que puede ocasionar el amor; sin embargo, ya sabemos que en realidad ama a Antonio.140 "Vivía de asiento": radicaba, residía.

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Quedaron las dos hermanas niñas unidas al estrecho lazo de amorosa correspondencia aunque era Margarita la obligada a las visitas, porque Teodora por los continuos y prolijos141 achaques de su padre, no salía de casa, y las horas que Ricardo faltaba de la suya se iba con su amiga, entretenidas las dos en el curso de sus curiosas labores, dando a Octavio ratos de mucho gusto con la suavidad de sus angélicas voces.

Llegó Teodora en su hermosa juventud a la edad florida de los dieciocho años, tan adornada de fortuna y naturaleza, que se puede decir sin encarecimiento que estas dos basas en quien se fabrican las humanas dichas andaban en competencia apostando lucimientos en que Teodora como en espejo cristalino reconociera los altos merecimientos de su ilustre sangre; la singular hermosura, tan celebrada de todos que la llamaron el milagro de aquel tiempo, sin dar envidia a las demás aragonesas, pues fuera la Fortuna inconstante si diera lugar a la emulación, que, preciada de escurecer tan soberanos resplandores de dama las oscuras nieblas de su voraz envidia.

Ocupó Carlos ocho años en servicio de la Sacra Majestad de Felipe Segundo, con tan dichosos aciertos y próspera fortuna que su Majestad le honró con un hábito de Alcántara encomendándolo con seis mil ducados de renta, sin otros ricos despojos que ganó por su mucho valor. Cayó Ricardo enfermo de una peligrosa y mortal enfermedad a tiempo que Octavio y su querida hija estaban en Barcelona. Y fue preciso despachar por la posta al condado de Rosellón adonde a la sazón residía Carlos. Y vista la carta de su doliente padre, la puso en manos del capitán general, por la cual le fue concedida licencia vista la precisa obligación.

Partió el desconsolado caballero a toda prisa, aunque no fue la que deseaba, pues llegó a su fúnebre casa después de cinco días que su amado padre pasó de esta vida en paz. Halló a la querida hermana acompañada de Antonio Milanés, tío suyo. Renovóse con su venida el justo sentimiento y vistiendo negras y pesadas bayetas142, recibió a un tiempo pésames de la presente desgracia y parabienes de su venida.

Cuatro meses pasó en funerales obsequias y en ajustar las cosas de su riqueza partiéndose después a la Corte a concluir un pleito de un mayorazgo y otros negocios importantes. No negoció tan presto que no pasara año y medio sin volver a Zaragoza Y como ya estaban enjutos los ojos y pasados los lutos, volvió con ricas y lucidas galas de soldado, amartelando143 las damas de Zaragoza con su bizarría. Vivía tan libre de cuidados amorosos que no sujetaba su albedrío.

Cuando llegó a su casa estaba ya de vuelta Octavio Esforcia en la suya, y sabida su venida pasó a visitarle y darle la enhorabuena. Fue recibido de Carlos con amorosas demostraciones. Y al echarle los brazos al cuello le dijo:

—Bien parece, señor Carlos Milanés, que sois vivo retrato de vuestro honrado padre. Y os aseguro que me enternece el alma el acordarme de la grande amistad que tuvimos los dos.

—Estimaré me mandéis en que os sirva —respondió el discreto mancebo a los ofrecimientos—.

141 En este contexto, molestos e impertinentes.142 La bayeta es una tela de lana muy tupida y por eso pesada. Se usaba de color negro para significar duelo; además, con

ella se elaboraba un adorno que se le ponía al muerto en el ataud yen el suelo alrededor de éste. (Diccionario de Autoridades)

143 Enamorando

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Y tomadas sillas, le habló en cosas diferentes. Preguntó en el discurso144 de la conversación por la salud de la señora Teodora, a que respondió el anciano padre estaba con salud. Replicó Carlos, diciendo:

—¿Y cómo no la casa vuesa merced, para dar gloriosa sucesión a su nobleza? —No sé qué responda —dijo Octavio—, porque se muestra tan rebelde en tratándola de casamiento que, derramando lágrimas me ha obligado a cerrar la puerta a todos los pretendientes. Quiérola tan tiernamente que no me atrevo a forzarla su voluntad.

—Véala vuesa merced —dijo Carlos— tan bien empleada como deseamos todos sus criados.

Llegada la hora de despedirse se fue Octavio a su casa. Quedó hablando con su hermana en la rebeldía de la condición, y preguntando el curioso caballero si era hermosa, respondió Margarita con tan encarecidas exageraciones que puso deseo a su querido hermano de verla, quedando de acuerdo pagar la visita145 acompañado de su hermana, para ocasionar a que saliera a recibirla.

Sucedió a medida de su deseo: estaba Octavio en la cama y asistiendo a la visita la honesta dama. Quedó el asaltado caballero asombrado de su belleza, quedando preso su libre corazón. Y por dar más lugar a la gloria que ya le bañaba el pecho, dando a entender quería divertir al doliente, mandó a un criado le trajera una vihuela. Y después de haber punteado con mucha gala, cantó una letra. Y dejado el instrumento, dijo el enfermo:

—En verdad, señor Carlos Milanés, que no he de quedar esta vez obligado a la merced recibida, que os la tengo de pagar muy de contado, porque veáis que deseo serviros.

Y mirando a su hija, la dijo:—Por tu vida, Teodora, que me saques de este empeño pagando por mí esta

deuda.La obediente dama mandó a una criada le trajese una arpa y después de

muchas y galantes diferencias, dando al aire el dulce acento de su voz, cantó los versos siguientes:

De los ojos de Lisardallevaba flechas Cupido,recogidas en su aljaba,para tirarle a Leonido.Sintió el pastor sus arpones,y díjole al verse herido:«Si son de Lisarda, ciego,mira no pierdas el tiro.Aunque tiras a matarme,tu crüel rigor estimo,contento de ver que mueropor objeto que es divino.El oro de su cabello voysiguiendo, aunque perdido,gustoso de no hallarla puerta del laberinto.

144 Transcurso.145 Pagar la visita, o devolverla, era una norma de cortesía que debían seguir las personas de la calidad de los personajes de

esta novela.

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Teseo, para salir, llevabaen la mano el hilo,que a un ingrato le estábien preciarse de fugitivo.»Escuchaba la pastorael amante enternecido,y tocando un instrumento,de aquesta suerte le dijo:"Si el amor os hiere,pulido zagal,yo seré el cirujanoque os ha de curar.»146

Cantó con tan dulces quiebras147 y pasos de garganta148 los referidos versos, que el enternecido amante estaba fuera de su acuerdo. Y la honesta dama, reparando en su elevada suspensión, dejó el instrumento, dando lugar a que se despidieran los agradecidos hermanos.

Ocho días pasaron sin que Margarita visitase a su amiga, y apretándole los dolores de la gota a Octavio, envió a suplicar a Carlos pasase a divertir su penosa melancolía. Pidióle a su hermana se pusiese a toda prisa el manto, para obligar a Teodora que saliera a recibirla. Fue fuerza asistir en la sala de su padre Carlos, por divertir su achaque. Pidiendo una vihuela después de haberla punteado con extremado despejo, se levantó, danzando un canario149 con intrincadas mudanzas.150

Divertida Teodora con verle danzar, se llevó de la consideración de su mucha bizarría; y reconociendo tan repentina mudanza, vueltos los hermanos a su casa, dando de cenar a su padre y orden a los restante de su gobierno, mientras cenaban las criadas se retiró a su recogimiento. Y sentada sobre una bordada cama, torciendo sus blancas manos, hablando con sus nuevos pensamientos dijo así: «¿Qué es esto, Teodora? ¿Cómo habéis dado lugar a tan extraño cuidado? ¿Dónde están los antiguos recatos de vuestra honestidad? ¿Cómo habéis permitido que Carlos Milanés os robe el alma? ¿Qué será de vos si el dueño que habéis escogido, llevado de otros amorosos cuidados, se precia de cruel? ¡Desgraciada de mí! ¡En fuerte hora llegó mi nacimiento...!» Y derramando copiosas lágrimas, quedó tan inmóvil que pudo pasar plaza de cristalina estatua. Y entrando las criadas a desnudarla, pasó lo restante de la noche en congojadas151 ansias y ardientes suspiros.

El día siguiente, mandó llevar los bastidores de sus curiosas bordaduras a una sala que caía frontero de las casas de Carlos, dando a entender lo hacía por el calor, para ver despacio a su nuevo dueño. Fiaba en las guardas de los balcones, por estar adornados de espesas y tejidas celosías y lustrosas vidrieras.

146 El contenido de este romance posee una clara alusión a la trama de la novela, pues Teodora, al igual que Carlos, también ha sido flechada por Cupido.

147 "Quiebra" por quiebro: pausa breve y armoniosa que se hace con la voz en un gorjeo, cantando y como quebrándola. (Diccionario de Autoridades)

148 Inflexión de la voz o trinado en el cantar. (Diccionario de Autoridades)149 "Tañido musical de cuatro compases que se danza haciendo el son con los pies, con violentos y cortos movimientos."

Procede de la Islas Canarias. (Diccionario de Autoridades)150 Diversidad de movimientos o pasos de baile.151 Acongojadas: aflijidas.

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El penado caballero, sintiéndose indispuesto, convocó todos sus amigos, para que a la puerta de su sala (por ser la calle anchurosa) se inventasen diversos y entretenidos juegos.152 Unas veces de esgrima, otras de sortija153 y estafermos154, sólo a fin de que su señora ocupara los balcones. Y no consiguiendo el fin de su amoroso cuidado (porque Teodora gozaba de todo, sin ser vista de nadie), una tarde, arrebatado de sus mortales congojas, hablando con su hermana, la dijo:

—Ocho meses ha, amada Margarita, que muero desesperado de mejor fortuna, y he pensado que mi señora Teodora todas las fiestas que consagro al templo de su hermosura entenderá que son entretenimientos de caballero mozo por divertir el tiempo. Y he determinado esta noche darla a deshora una música155 en aquella calle que está junto a su casa, pues me decís que las ventanas de su dichoso albergue caen en aquella parte. Y si esta diligencia no surtiere efecto, os ruego que tengáis por bien de elegir el estado que más os convenga, para que, dejándoos en pacífica quietud, me vuelva yo a la guerra, para perder en ella la vida, que ya me cansa, si no es que me la quite primero la que tengo en el alma.

Escuchó la afligida hermana la triste relación, derramando hermosas y cristalinas perlas. Le consoló con sabrosos cariños y prudentes consejos, aprobando por buena su determinación, gustoso de la buena acogida que halló. Entretuvo lo restante de la tarde en dar las voces a dos criados músicos que tenía en su servicio.

Pasada la medianoche, se fue a la referida calle a propósito de su intento, por ser angosta y poco pasajera. Y puesto debajo de las ventanas de su hermoso cielo, mandó a los criados dieran principio al sonoroso rumor. Después de haber cantado los criados las letras prevenidas, tomando Carlos el instrumento, cantó solo la letra que se sigue:

Luchando con imposiblesme admiro de mi pasión,pues vivo de lo que mueromuriendo de mi dolor.Divino objeto, a quien rindoun amante corazón,carácter en quien se imprimela imagen que adoro en vos.Escuchad mis tristes ansiasque un serafín es rigorque se precie de crüel,pues es deidad superior.

152 Al igual que en la primera novela, La Venus de Ferrara, en la que se realiza un gran torneo para elegir al pretendiente de la protagonista, aquí se alude a otra forma de diversión de los españoles en el Siglo de Oro: la organización de juegos entre los amigos que proceden de las clases ociosas y acomodadas, y que poseen el suficiente tiempo libre participar en los juegos.

153 "Correr sortija": Fiesta de a caballo que se ejecuta poniendo una sortija de hierro encajada en otro hierro de donde puede ser fácilmente sacada, y éste pende de una cuerda o palo tres o cuatro metros alto del suelo. Las personas que la corren, tomando distancia a carrera, se encaminan a ella y el que encaja la sortija con la lanza gana el juego. (Diccionario de Autoridades)

154 "Estafermo": figura de un hombre armado que tiene en el brazo un escudo en la mano izquierda y en la derecha una correa con unas bolas que penden. La figura se coloca en un mástil de manera que dé vueltas alrededor de él; se pone en medio de una carrera y quienes juegan vienen a encontrarla con la lanza puesta en el riestre, le dan en el escudo y la hacen girar, de modo que las bolas pueden pegarle al jinete que no es muy hábil. (Diccionario de Autoridades)

155 Llevarle una serenata a altas horas de la noche.

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No os pido que me premiéis,si es gloria, que entiendo yoque el amar sin esperanzason quilates de mi amor.Sólo quiero que entendáisque ya tan perdido estoyque en no hallarme está mi dichacuando me pierdo por vos.A un tiempo sin competencia,señora, estamos los dosconformes en los efectos,aunque desiguales son.Vos atenta a los recatosa que obliga el pundonor,y yo atento a respetarlos,pues piden veneración.156

Había salido Teodora, por divertir sus melancolías, a una celosía, y reconociendo a su reenclinado amante, arrebatada del repentino gusto, considerando no había en la calle otra persona a quien se le pudieran cantar los versos referidos, retirándose de la ventana, dijo así: «¡Ya, Teodora te puedes llamar dichosa y solemnizar con repetidos elogios tu ventura, pues Carlos, a quien rendiste el albedrío, te ama con tal extremo que puedes romper la cárcel del silencio en que has tenido presa tu bien empleada voluntad! ¡No hay que esperar, que si matas tu misma vida, morirás de infeliz! Carlos te estima, igual a ti en calidad y aventajado a todos los necios que te pretenden, ignorantes de que eres esclava y sin licencia de tu dueño no puedes disponer de ti. ¡Demos principio a la felicidad que ya deseas, pues el cielo dispone tu mayor dicha!» Y diciendo esto y otras amorosas razones, tomó la pluma, cifrando en corto decir mucho sentimiento, con intención de darlo otro día a su querida amiga.

No se descuidó Margarita de aliviar las penas de su hermano, y pasando a visitarla, fue recibida con tan amorosas demostraciones que se prometió alguna novedad. Y retiradas a un jardín, bañando a Teodora el hermoso rostro en purpúreos claveles le dijo:

—Amada Margarita, sólo de tu prudencia fiara yo los secretos de mi rendido corazón: Carlos, mi señor, me dio anoche a entender sus penas, y no me cuestan tan baratas que no puede alegar mayoría en las muchas que me debe. Dale este papel, y cumple por mí como amiga verdadera.

Abrazóla Margarita, con tan locas demostraciones de contento que la ocasionó a sobrada risa. Y despidiéndose a toda prisa, venida a su casa, dijo a su cuidadoso hermano:

—Ya, Carlos, se acabaron mis llantos y los muchos disgustos que me cuestan los vuestros: ¡tomad este papel que vuestra adorada os envía! Ella os le escribe y yo le traigo, deseosa de saber lo que contiene.

Quedó el enamorado caballero tan suspenso que en mucho rato no pudo articular razones. Y besando muchas veces la nema157 le abrió, leyéndole recio para que su hermana le oyera; el cual decía así:156 En este nuevo romance, Carlos se refiere a su desesperada situación causada por la cruel indiferencia de Teodora, quien

no hace más que atender a su obligación de dama honesta.157 Cerradura o sello de la carta. (Diccionario de Autoridades)

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Amar sin esperanza es valentíadel amador atento y prevenido,pues huye su cuidado del olvidoa que condena amor en rebeldía.No temer su rigor con osadíahace menor el daño recibido,pues cuida de su herida apercibidode que su amor no pase a demasía.El vuestro ha merecido en mi cuidadola mucha estimación que ya le ofreceun corazón que, en fuego transformado,no huye de las llamas donde crece;y si amor con amor queda premiadoya tiene el vuestro el premio que merece.158

—No hay que esperar aquí —dijo Margarita—, y me parece que habléis a vuestro tío Antonio Milanés y a nuestros deudos, para que le hablen a Octavio Esforcia, pues no ha de negar, conocida vuestra calidad y riqueza, una cosa tan justa.

Parecióle bien a Carlos, y sin detenerse se fue a casa de su tío; y dándole larga cuenta de sus amores le puso el referido soneto en las manos, cosa de que quedó muy gustoso. Y saliendo de casa a buscar otros dos amigos y algunos de sus deudos, se fueron juntos a besar las manos al anciano caballero. El cual, sabida su demanda, respondió:

—Pluguiera a Dios, señor Antonio Milanés, fuera yo tan dichoso que Teodora me obedeciera, pues se muestra tan rebelde que no me atrevo a casarla por fuerza. Y así tengo despedidos muy grandes casamientos. Lo que aseguro es que no ha de ser por mí, si puedo vencerla, pues estimo tanto al señor Carlos Milanés, por lo que merece y por hijo de su padre a quien yo tanto quise.

Quedaron todos contentos, sabida la determinación de la hermosa dama. Y despedidos, prometió don Octavio Esforcia dar la respuesta. El día siguiente fueron a dar a Carlos las buenas nuevas.

Llamando una criada a Teodora, venida a la sala de su padre la dijo la demanda de aquellos caballeros, significándole el mucho gusto que tendría de verla tan bien empleada. Quedó tan loca la enamorada doncella que bañando el rostro de encendidas colores, lo atribuyó su padre a su acostumbrada honestidad. Reportada del repentino gusto, respondió que no tenía más voluntad que la suya, que el no haberle obedecido nacía de su mucho amor, por no apartarse del amoroso nido. Agradeció su padre que se mostrara obediente y pareciéndole había vencido un imposible, sin esperar a más dilaciones envió a llamar a Antonio Milanés. Y quedando asentado el casamiento, le suplicó tomase a su cargo la disposición de todo, respeto de sus muchos achaques. Estimó en mucho el cargo que se le daba, quedando de acuerdo sería el desposorio dentro de quince días. Y despedidos, se fue Antonio Milanés, acompañado de los caballeros más nobles de Zaragoza, a convidar al Corregidor para que apadrinase tan festivas bodas, tratando de que dentro de cuatro días fueran las capitulaciones159. Enviando tantas y tan ricas joyas y costosas galas, que a todos les pareció pasaban a 158 Este primer soneto intercalado es una carta; también en las comedias los sonetos sirven para las epístolas.159 "Pactos que preceden entre esposo y esposa, bajo los cuales se ajusta y hace el matrimonio." (Diccionario de

Autoridades)

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exceso, dando a todos los que fueron a ellas lucidas curiosidades de lienzos, guantes y otras cosas.

Pasólo el venturoso amante con mejor fortuna aquellos días, gozando las noches honestos favores de su amada esposa. Llegado el día señalado, se fue la señora Corregidora, acompañada de dos amigas que gustaron de servir el oficio de camareras a casa de Octavio Esforcia. Aderezaron a la desposada con un vestido de color de perla con asientos de oro, enlazándole el hermoso y dorado cabello con unos hilos de transparentes perlas, quedando tan hermosa que puso en admiración a aquellas señoras. Y bajándola el Corregidor de la mano, entraron en las carrozas. Y acompañados de la nobleza de Zaragoza, llegaron al templo de la Virgen del Pilar, y celebrados los oficios divinos y recibidas las bendiciones, volvieron a casa de Octavio Esforcia. Tan tarde que, por no embarazar el gusto de la prevenida y opulenta comida, no se dio nada por desayuno, divirtiendo el breve rato una encamisada160 que tenían prevenida los criados y mozos de cocina. Vestidos ridículamente, con diversos instrumentos entraron en la sala, bailando, cosa que dio a todos sobradísimo gusto. Y llegada la hora, ocupando las blancas y olorosas mesas, comieron, al son de diversos instrumentos, costosos y regalados platos. Acabada la comida y tomada aguamanos de ámbar, vueltos a sus asientos y pasada una hora de sosiego, danzaron todos los caballeros, sacando a las hermosas damas161. En esto y en otros gustosos juegos se pasó lo restante de la tarde. Margarita, que era sazonadísima, pidiendo licencia para salir allá fuera. Don Pedro Maza, picado de la agudeza de sus dichos, se levantó a tenerla, diciendo:

—En verdad, mi señora que con licencia del señor Carlos Milanés, que habemos de danzar los dos, porque me han alabado mucho su despejo y tengo deseo de verle.

—Hanle engañado a vuesa merced, mas con hacer lo que supiere cumpliré lo que debo.

Y mandando que le trajeran una harpilla pequeña, y don Pedro con una vihuela, danzaron los dos una pavana162 con airosas y diversas mudanzas. Quedó tan enamorado que propuso en su corazón pedirla por esposa.

Y recibidos los aplausos de todo el auditorio, avisando Antonio Milanés que esperaban las mesas, cenaron con mucho gusto y mayor admiración de tan suntuosos y magníficos banquetes. Dando sobremesa las debidas gracias, les pareció dar lugar a que los contentos desposados gozasen el deseado retiro, convidándoles Octavio Esforcia para el día siguiente.

En diversos pensamientos lo pasaron Margarita y don Pedro lo restante de la noche, que no le pesara a la hermosa dama de verse tan bien empleada. Y venido el día siguiente, por detenerse las demás en sus curiosos tocados, era el mediodía cuando llegaron a la gustosa junta; y así, le pareció a Antonio Milanés no dar nada de desayuno. Entretúvose el breve rato en darle algunos motes a la desposada, preguntando cómo la había pasado. A que Carlos tomó la mano en defender a su señora.

160 Fiesta que se hacía en señal de regocijo y para demostración pública de felicidad. (Diccionario de Autoridades) Era común que fueran los criados quienes organizaran este tipo de fiestas para diversión de sus amos.

161 La descripción de fiestas, juegos, bodas y actos sociales es fundamental en esta colección denovelas, particularmente en esta novela tercera.

162 "Danza española que se ejecuta con mucha gravedad, seriedad y mesura, cuyos movimientos son muy pausados, en alusión a la ostentación y los movimientos del pavo real. " (Diccionario de Autoridades)

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Pasada la comida, vueltos a sus asientos, se trató de en qué se entretendría aquella tarde. Diéronse varios pareceres, y Margarita, deseosa de darle a don Pedro alguna ocasión, dijo a todos:

—Lo mejor será, respeto del cansancio que tuvimos ayer con los muchos juegos y bailes, que se haga una academia163 en que estas damas den asunto a los caballeros, y sean obligados a responder en verso lo que cada uno supiere. Y el señor Octavio Esforcia, como dueño de todo, será el juez, sentenciando los premios merecidos.

Parecióles a todos bien, y el juez respondió:—Pues no he de reservar a mi hija, que no la ha de valer la mesura de

desposada. Dele asunto el señor Carlos.Ella, entre risueña y vergonzosa, le dijo:—Llegó mi esperanza al puerto.Agradecido Carlos el jeroglífico, conociendo el gusto que le bañaba el pecho y

elevada en él la vista, dijo así:Engolfado navegabael mar incierto de amor,y remando en mi dolorel corazón zozobraba;era la tormenta brava,salió el Norte y descubierto,me guió con tal aciertoque, siguiendo su hermosura,viento en popa mi ventura,llegó mi esperanza al puerto.

Celebraron todos la enamorada respuesta, y el juez mandó que se le diera premio. Diole la hermosa Teodora un corazón de diamantes y volviéndosele a prender, le dijo:

—Pues no tengo en quién emplearle, será ocioso el recibirle; pues reináis en el que tengo, eso me basta.

Cualquiera razón de los desposados renovara el gusto de los presentes. El juez mandó a la hermosa Margarita diera asunto a don Pedro Maza. Había en el auditorio algunas damas apasionadas, en particular, la hermosa Bernarda, con quien había estado tratado de casar y por causas indiferentes164 don Pedro había despreciado el casamiento; temerosa Margarita de que le sucediera lo mismo, mirándole con un gracioso desdén, le dijo:

—Bandolero es el amor. El discreto amante, reconociendo su temor, la quiso asegurar en la décima siguiente:

¿Por qué llegáis a culparen Cupido los despojos,cuando le dan vuestros ojoslas flechas para tirar?Vos sóis quien sale a matar,no culpéis al ciego dios;y aquí para entre los dos,bella y tirana homicida,

163 "Justas literarias o certámenes que ordinariamente se hacen para celebrar alguna acción grande, o para ejercitarse los ingenios que ella componen, y casi siempre son de poesía sobre diferentes asuntos." (Diccionario de Autoridades)

164 "Indiferentes": por indeterminadas.

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pues ya me quitáis la vida,la bandolera sois vos.

No le pesó a Carlos de ver tan declarado a don Pedro, y la noche antecedente, hablando con su nuevo padre, le dio a entender no le pesaría de ver a su hermana tan bien empleada. Mandó el juez se le diera premio, y la hermosa dama le dio un curioso y esmaltado cabestrillo.165

Y mirando Octavio Esforcia a la hermosa Anarda, le dijo le diera asunto don Luis Esforcia, su sobrino. Era Anarda de dieciséis años, de extremado despejo, singular hermosura y conocida nobleza. Amábala don Luis ternísimamente, aunque no lo explicaba por palabras expresas por ser de natural vergonzoso y encogido (propia condición de quien sabe poco). Sentíalo Anarda, y quiso darlo a entender. Mirándole con un sobrecejo de grave honestidad, le dijo:

—Amor pierde por callar.Reconoció el enamorado mancebo su disgusto. Determinado a declararse, la

quiso satisfacer en los siguientes versos:Anarda, después que os viardiendo en tan dulce fuego,aunque perdido el sosiego,es gloria la pena en mícon el llanto en que me anego.Y pues me mata el rigordel ceguezuelo traidor,y está mi vida en hablar,si amor pierde por callar,publíquese mi dolor.166

Sonrióse don Luis, el rostro con tan encendidos colores que causó en todos mucha risa, dándole alguna vaya.167 El juez mandó se le diese premio, y la hermosa dama le dio una joya de cristal engarzada en oro. Llegó a recibirla diciendo:

—Por Dios que, pues estos caballeros se ríen de mí, que les he de dar motivo de mayor risa.

Y al tomar la joya, la asió la blanca mano, dándole en ella un beso recio y repentino. Creció en todos el gusto y celebrado el discreto despejo, empezaron unos y otros a glosar de repente168 muchos y sazonados disparates,169 pasándoles tanta parte de la noche que oyeron las campanas de maitines, alborotándose por la mala obra que recibían los alegres desposados, mandando a los criados encendieran hachas.

Antonio Milanés, que estaba en la puerta esperando sazonada coyuntura para dar gustoso fin a tan glorioso desempeño, entró en la sala diciendo:

—Paso, señores, que no por media hora más o menos dejará mi sobrino de gozar los favores de su esposa. Vuesas mercedes han tenido mucha risa, y los juzgo muy enjutos de saliva; y no será razón enviarlos tan secos de garganta.

165 "Joyita o cadenita que traían las mujeres colgada del hombro, hecha de oro, plata, seda oaljófar." (Diccionario de Autoridades)

166 En las décimas, Carlos declara su ventura y Pedro su amor, mientras que Luis publica su enamoramiento. Las décimas y los pies forzados sirven al desarrollo de la trama.

167 Burla, mofa o broma. (Diccionario de Autoridades)168 Juego social de improvisar versos.169 Existe una composición poética denominada disparate, la cual deriva su nombre del hecho de ser dispar, sin paridad.

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Acabadas estas razones, entraron cuatro pajes con grandes y colmadas fuentes de costosos dulces. Y llegando dos a los caballeros y dos a las damas, dieron lugar a que tomara cada uno lo que le dio gusto. Pasado el almibarado regalo, se despidieron, renovando los alegres parabienes y dando lugar a que el amante venturoso gozara en pacífica quietud de su amada Teodora.170

Rinconete y Cortadillo

En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los calurosos del verano, se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de catorce a quince años: el uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos de buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa, no la tenían; los calzones eran de lienzo y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos como llevados, y los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que de zapatos. Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto, que todo parecía hilachas. Venían en él envueltos y guardados unos naipes de figura ovada, porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del sol, las uñas caireladas y las manos no muy limpias; el uno tenía una media espada, y el otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar vaqueros. Saliéronse los dos a sestear en un portal, o cobertizo, que delante de la venta se hace; y, sentándose frontero el uno del otro, el que parecía de más edad dijo al más pequeño:-¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde bueno camina?-Mi tierra, señor caballero -respondió el preguntado-, no la sé, ni para dónde camino, tampoco.-Pues en verdad -dijo el mayor- que no parece vuesa merced del cielo, y que éste no es lugar para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha de pasar adelante.-Así es -respondió el mediano-, pero yo he dicho verdad en lo que he dicho, porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que no me tiene por hijo y una madrastra que me trata como alnado; el camino que llevo es a la ventura, y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo necesario para pasar esta miserable vida.-Y ¿sabe vuesa merced algún oficio? -preguntó el grande.Y el menor respondió:-No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo y corto de tijera muy delicadamente.-Todo eso es muy bueno, útil y provechoso -dijo el grande-, porque habrá sacristán que le dé a vuesa merced la ofrenda de Todos Santos, porque para el Jueves Santo le corte florones de papel para el monumento.-No es mi corte desa manera -respondió el menor-, sino que mi padre, por la misericordia del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a cortar antiparas, que, como vuesa merced bien sabe, son medias calzas con avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar

170 Este relato carece de intriga novelesca: es únicamente la historia de un enamoramiento correspondido y de la boda. Lo fundamental es que describe juegos, serenatas y festejos. No hay dificultades que vencer ni una estructuración de acciones y peripecias: se presenta sólo la felicidad de los amantes y la ventura de un buen matrimonio, fundado en el amor y en la igualdad social. La narración se ocupa, de forma prioritaria, de describir cómo se organiza el ocio de determinados estratos sociales.

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polainas; y córtolas tan bien, que en verdad que me podría examinar de maestro, sino que la corta suerte me tiene arrinconado.-Todo eso y más acontece por los buenos -respondió el grande-, y siempre he oído decir que las buenas habilidades son las más perdidas, pero aún edad tiene vuesa merced para enmendar su ventura. Mas, si yo no me engaño y el ojo no me miente, otras gracias tiene vuesa merced secretas, y no las quiere manifestar.-Sí tengo -respondió el pequeño-, pero no son para en público, como vuesa merced ha muy bien apuntado.A lo cual replicó el grande:-Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en gran parte se puedan hallar; y, para obligar a vuesa merced que descubra su pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mío primero; porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte, y pienso que habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos. «Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por los ilustres pasajeros que por él de contino pasan; mi nombre es Pedro del Rincón; mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada: quiero decir que es bulero, o buldero, como los llama el vulgo. Algunos días le acompañé en el oficio, y le aprendí de manera, que no daría ventaja en echar las bulas al que más presumiese en ello. Pero, habiéndome un día aficionado más al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé con un talego y di conmigo y con él en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego y le dejé con más dobleces que pañizuelo de desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí, prendiéronme, tuve poco favor, aunque, viendo aquellos señores mi poca edad, se contentaron con que me arrimasen al aldabilla y me mosqueasen las espaldas por un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la Corte. Tuve paciencia, encogí los hombros, sufrí la tanda y mosqueo, y salí a cumplir mi destierro, con tanta priesa, que no tuve lugar de buscar cabalgaduras. Tomé de mis alhajas las que pude y las que me parecieron más necesarias, y entre ellas saqué estos naipes -y a este tiempo descubrió los que se han dicho, que en el cuello traía-, con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que hay desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna;» y, aunque vuesa merced los vee tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los entiende, que no alzará que no quede un as debajo. Y si vuesa merced es versado en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a la primera carta, que le puede servir de un punto y de once; que con esta ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa. Fuera desto, aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de quínolas y del parar, a quien también llaman el andaboba; que, así como vuesa merced se puede examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia vilhanesca. Con esto voy seguro de no morir de hambre, porque, aunque llegue a un cortijo, hay quien quiera pasar tiempo jugando un rato. Y desto hemos de hacer luego la experiencia los dos: armemos la red, y veamos si cae algún pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero decir que jugaremos los dos a la veintiuna, como si fuese de veras; que si alguno quisiere ser tercero, él será el primero que deje la pecunia.-Sea en buen hora -dijo el otro-, y en merced muy grande tengo la que vuesa merced me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado a que yo no le encubra la mía, que, diciéndola más breve, es ésta: «yo nací en el piadoso lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo; mi padre es sastre, enseñóme su oficio, y de corte de tisera, con mi buen ingenio, salté a cortar bolsas. Enfadóme la vida estrecha del aldea y el desamorado trato de mi madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio, y en él he hecho maravillas; porque no pende relicario de toca ni hay faldriquera tan escondida que mis dedos no visiten ni mis tiseras no corten, aunque le estén guardando con ojos de Argos. Y, en cuatro meses que estuve en aquella ciudad, nunca fui cogido entre puertas, ni sobresaltado ni corrido de corchetes, ni soplado de ningún cañuto. Bien

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es verdad que habrá ocho días que una espía doble dio noticia de mi habilidad al Corregidor, el cual, aficionado a mis buenas partes, quisiera verme; mas yo, que, por ser humilde, no quiero tratar con personas tan graves, procuré de no verme con él, y así, salí de la ciudad con tanta priesa, que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras ni blancas, ni de algún coche de retorno, o por lo menos de un carro.»-Eso se borre -dijo Rincón-; y, pues ya nos conocemos, no hay para qué aquesas grandezas ni altiveces: confesemos llanamente que no teníamos blanca, ni aun zapatos.-Sea así -respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se llamaba-; y, pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho, ha de ser perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.Y, levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia; y, a pocas manos, alzaba tan bien por el as Cortado como Rincón, su maestro.Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que quería hacer tercio. Acogiéronle de buena gana, y en menos de media hora le ganaron doce reales y veinte y dos maravedís, que fue darle doce lanzadas y veinte y dos mil pesadumbres. Y, creyendo el arriero que por ser muchachos no se lo defenderían, quiso quitalles el dinero; mas ellos, poniendo el uno mano a su media espada y el otro al de las cachas amarillas, le dieron tanto que hacer, que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara mal.A esta sazón, pasaron acaso por el camino una tropa de caminantes a caballo, que iban a sestear a la venta del Alcalde, que está media legua más adelante, los cuales, viendo la pendencia del arriero con los dos muchachos, los apaciguaron y les dijeron que si acaso iban a Sevilla, que se viniesen con ellos.-Allá vamos -dijo Rincón-, y serviremos a vuesas mercedes en todo cuanto nos mandaren.Y, sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron con ellos, dejando al arriero agraviado y enojado, y a la ventera admirada de la buena crianza de los pícaros, que les había estado oyendo su plática sin que ellos advirtiesen en ello. Y, cuando dijo al arriero que les había oído decir que los naipes que traían eran falsos, se pelaba las barbas, y quisiera ir a la venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía que era grandísima afrenta, y caso de menos valer, que dos muchachos hubiesen engañado a un hombrazo tan grande como él. Sus compañeros le detuvieron y aconsejaron que no fuese, siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le dijeron, que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los caminantes, que lo más del camino los llevaban a las ancas; y, aunque se les ofrecían algunas ocasiones de tentar las valijas de sus medios amos, no las admitieron, por no perder la ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde ellos tenían grande deseo de verse.Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración y por la puerta de la Aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga, no se pudo contener Cortado de no cortar la valija o maleta que a las ancas traía un francés de la camarada; y así, con el de sus cachas le dio tan larga y profunda herida, que se parecían patentemente las entrañas, y sutilmente le sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un librillo de memoria, cosas que cuando las vieron no les dieron mucho gusto; y pensaron que, pues el francés llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían echado menos y puesto en recaudo lo que quedaba.Habíanse despedido antes que el salto hiciesen de los que hasta allí los habían sustentado, y otro día vendieron las camisas en el malbaratillo que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron veinte reales. Hecho esto, se fueron a ver la ciudad, y admiróles la grandeza y sumptuosidad de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era en tiempo de cargazón de flota y había en él seis galeras, cuya vista les

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hizo suspirar, y aun temer el día que sus culpas les habían de traer a morar en ellas de por vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí andaban; informáronse de uno dellos qué oficio era aquél, y si era de mucho trabajo, y de qué ganancia.Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta, respondió que el oficio era descansado y de que no se pagaba alcabala, y que algunos días salía con cinco y con seis reales de ganancia, con que comía y bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas y seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo hallaba en el más mínimo bodegón de toda la ciudad.No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo, ni les descontentó el oficio, por parecerles que venía como de molde para poder usar el suyo con cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios para usalle, pues lo podían usar sin examen. Y, preguntándole al asturiano qué habían de comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios o nuevos, y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y una pequeña, en las cuales se repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal, el pan; y él les guió donde lo vendían, y ellos, del dinero de la galima del francés, lo compraron todo, y dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les ensayaban las esportillas y asentaban los costales. Avisóles su adalid de los puestos donde habían de acudir: por las mañanas, a la Carnicería y a la plaza de San Salvador; los días de pescado, a la Pescadería y a la Costanilla; todas las tardes, al río; los jueves, a la Feria.Toda esta lición tomaron bien de memoria, y otro día bien de mañana se plantaron en la plaza de San Salvador; y, apenas hubieron llegado, cuando los rodearon otros mozos del oficio, que, por lo flamante de los costales y espuertas, vieron ser nuevos en la plaza; hiciéronles mil preguntas, y a todas respondían con discreción y mesura. En esto, llegaron un medio estudiante y un soldado, y, convidados de la limpieza de las espuertas de los dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado a Rincón.-En nombre sea de Dios -dijeron ambos.-Para bien se comience el oficio -dijo Rincón-, que vuesa merced me estrena, señor mío.A lo cual respondió el soldado:-La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy enamorado, y tengo de hacer hoy banquete a unas amigas de mi señora.-Pues cargue vuesa merced a su gusto, que ánimo tengo y fuerzas para llevarme toda esta plaza, y aun si fuere menester que ayude a guisarlo, lo haré de muy buena voluntad.Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo, y díjole que si quería servir, que él le sacaría de aquel abatido oficio. A lo cual respondió Rincón que, por ser aquel día el primero que le usaba, no le quería dejar tan presto, hasta ver, a lo menos, lo que tenía de malo y bueno; y, cuando no le contentase, él daba su palabra de servirle a él antes que a un canónigo.Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama, para que la supiese de allí adelante y él no tuviese necesidad, cuando otra vez le enviase, de acompañarle. Rincón prometió fidelidad y buen trato. Diole el soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza, por no perder coyuntura; porque también desta diligencia les advirtió el asturiano, y de que cuando llevasen pescado menudo (conviene a saber: albures, o sardinas o acedías), bien podían tomar algunas y hacerles la salva, siquiera para el gasto de aquel día; pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento, porque no se perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a Cortado. Llegóse Cortado a Rincón, y preguntóle que cómo le había ido. Rincón abrió la mano y mostróle los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno y sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos; venía algo hinchada, y dijo:

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-Con ésta me pagó su reverencia del estudiante, y con dos cuartos; mas tomadla vos, Rincón, por lo que puede suceder.Y, habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el estudiante trasudando y turbado de muerte; y, viendo a Cortado, le dijo si acaso había visto una bolsa de tales y tales señas, que, con quince escudos de oro en oro y con tres reales de a dos y tantos maravedís en cuartos y en ochavos, le faltaba, y que le dijese si la había tomado en el entretanto que con él había andado comprando. A lo cual, con estraño disimulo, sin alterarse ni mudarse en nada, respondió Cortado:-Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida, si ya no es que vuesa merced la puso a mal recaudo.-¡Eso es ello, pecador de mí -respondió el estudiante-: que la debí de poner a mal recaudo, pues me la hurtaron!-Lo mismo digo yo -dijo Cortado-; pero para todo hay remedio, si no es para la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es, lo primero y principal, tener paciencia; que de menos nos hizo Dios y un día viene tras otro día, y donde las dan las toman; y podría ser que, con el tiempo, el que llevó la bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuesa merced sahumada.-El sahumerio le perdonaríamos -respondió el estudiante.Y Cortado prosiguió diciendo:-Cuanto más, que cartas de descomunión hay, paulinas, y buena diligencia, que es madre de la buena ventura; aunque, a la verdad, no quisiera yo ser el llevador de tal bolsa; porque, si es que vuesa merced tiene alguna orden sacra, parecerme hía a mí que había cometido algún grande incesto, o sacrilegio.-Y ¡cómo que ha cometido sacrilegio! -dijo a esto el adolorido estudiante-; que, puesto que yo no soy sacerdote, sino sacristán de unas monjas, el dinero de la bolsa era del tercio de una capellanía, que me dio a cobrar un sacerdote amigo mío, y es dinero sagrado y bendito.-Con su pan se lo coma -dijo Rincón a este punto-; no le arriendo la ganancia; día de juicio hay, donde todo saldrá en la colada, y entonces se verá quién fue Callejas y el atrevido que se atrevió a tomar, hurtar y menoscabar el tercio de la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año? Dígame, señor sacristán, por su vida.-¡Renta la puta que me parió! ¡Y estoy yo agora para decir lo que renta! -respondió el sacristán con algún tanto de demasiada cólera-. Decidme, hermanos, si sabéis algo; si no, quedad con Dios, que yo la quiero hacer pregonar.-No me parece mal remedio ese -dijo Cortado-, pero advierta vuesa merced no se le olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del dinero que va en ella; que si yerra en un ardite, no parecerá en días del mundo, y esto le doy por hado.-No hay que temer deso -respondió el sacristán-, que lo tengo más en la memoria que el tocar de las campanas: no me erraré en un átomo.Sacó, en esto, de la faldriquera un pañuelo randado para limpiarse el sudor, que llovía de su rostro como de alquitara; y, apenas le hubo visto Cortado, cuando le marcó por suyo. Y, habiéndose ido el sacristán, Cortado le siguió y le alcanzó en las Gradas, donde le llamó y le retiró a una parte; y allí le comenzó a decir tantos disparates, al modo de lo que llaman bernardinas, cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir jamás razón que comenzase, que el pobre sacristán estaba embelesado escuchándole. Y, como no acababa de entender lo que le decía, hacía que le replicase la razón dos y tres veces.Estábale mirando Cortado a la cara atentamente y no quitaba los ojos de sus ojos. El sacristán le miraba de la misma manera, estando colgado de sus palabras. Este tan grande embelesamiento dio lugar a Cortado que concluyese su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera; y, despidiéndose dél, le dijo que a la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar, porque él traía entre ojos que un muchacho de su mismo

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oficio y de su mismo tamaño, que era algo ladroncillo, le había tomado la bolsa, y que él se obligaba a saberlo, dentro de pocos o de muchos días.Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado, el cual se vino donde estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado dél; y más abajo estaba otro mozo de la esportilla, que vio todo lo que había pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a Rincón; y, llegándose a ellos, les dijo:-Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?-No entendemos esa razón, señor galán -respondió Rincón.-¿Qué no entrevan, señores murcios? -respondió el otro.-Ni somos de Teba ni de Murcia -dijo Cortado-. Si otra cosa quiere, dígala; si no, váyase con Dios.-¿No lo entienden? -dijo el mozo-. Pues yo se lo daré a entender, y a beber, con una cuchara de plata; quiero decir, señores, si son vuesas mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son; mas díganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?-¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán? -dijo Rincón.-Si no se paga -respondió el mozo-, a lo menos regístranse ante el señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo; y así, les aconsejo que vengan conmigo a darle la obediencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin su señal, que les costará caro.-Yo pensé -dijo Cortado- que el hurtar era oficio libre, horro de pecho y alcabala; y que si se paga, es por junto, dando por fiadores a la garganta y a las espaldas. Pero, pues así es, y en cada tierra hay su uso, guardemos nosotros el désta, que, por ser la más principal del mundo, será el más acertado de todo él. Y así, puede vuesa merced guiarnos donde está ese caballero que dice, que ya yo tengo barruntos, según lo que he oído decir, que es muy calificado y generoso, y además hábil en el oficio.-¡Y cómo que es calificado, hábil y suficiente! -respondió el mozo-. Eslo tanto, que en cuatro años que ha que tiene el cargo de ser nuestro mayor y padre no han padecido sino cuatro en el finibusterrae, y obra de treinta envesados y de sesenta y dos en gurapas.-En verdad, señor -dijo Rincón-, que así entendemos esos nombres como volar.-Comencemos a andar, que yo los iré declarando por el camino -respondió el mozo-, con otros algunos, que así les conviene saberlos como el pan de la boca.Y así, les fue diciendo y declarando otros nombres, de los que ellos llaman germanescos o de la germanía, en el discurso de su plática, que no fue corta, porque el camino era largo; en el cual dijo Rincón a su guía:-¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?-Sí -respondió él-, para servir a Dios y a las buenas gentes, aunque no de los muy cursados; que todavía estoy en el año del noviciado.A lo cual respondió Cortado:-Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la buena gente.A lo cual respondió el mozo:-Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados.-Sin duda -dijo Rincón-, debe de ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a Dios.-Es tan santa y buena -replicó el mozo-, que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa o limosna para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra; porque los días pasados dieron tres ansias a un cuatrero que había murciado dos roznos, y con estar flaco y cuartanario, así las sufrió sin cantar como si fueran nada. Y esto atribuimos los del arte a su buena devoción, porque sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del

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verdugo. Y, porque sé que me han de preguntar algunos vocablos de los que he dicho, quiero curarme en salud y decírselo antes que me lo pregunten. Sepan voacedes que cuatrero es ladrón de bestias; ansia es el tormento; rosnos, los asnos, hablando con perdón; primer desconcierto es las primeras vueltas de cordel que da el verdugo. Tenemos más: que rezamos nuestro rosario, repartido en toda la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del viernes, ni tenemos conversación con mujer que se llame María el día del sábado.-De perlas me parece todo eso -dijo Cortado-; pero dígame vuesa merced: ¿hácese otra restitución o otra penitencia más de la dicha?-En eso de restituir no hay que hablar -respondió el mozo-, porque es cosa imposible, por las muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando cada uno de los ministros y contrayentes la suya; y así, el primer hurtador no puede restituir nada; cuanto más, que no hay quien nos mande hacer esta diligencia, a causa que nunca nos confesamos; y si sacan cartas de excomunión, jamás llegan a nuestra noticia, porque jamás vamos a la iglesia al tiempo que se leen, si no es los días de jubileo, por la ganancia que nos ofrece el concurso de la mucha gente.-Y ¿con sólo eso que hacen, dicen esos señores -dijo Cortadillo- que su vida es santa y buena?-Pues ¿qué tiene de malo? -replicó el mozo-. ¿No es peor ser hereje o renegado, o matar a su padre y madre, o ser solomico?-Sodomita querrá decir vuesa merced -respondió Rincón.-Eso digo -dijo el mozo.-Todo es malo -replicó Cortado-. Pero, pues nuestra suerte ha querido que entremos en esta cofradía, vuesa merced alargue el paso, que muero por verme con el señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.-Presto se les cumplirá su deseo -dijo el mozo-, que ya desde aquí se descubre su casa. Vuesas mercedes se queden a la puerta, que yo entraré a ver si está desocupado, porque éstas son las horas cuando él suele dar audiencia.-En buena sea -dijo Rincón.Y, adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena, sino de muy mala apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él salió luego y los llamó, y ellos entraron, y su guía les mandó esperar en un pequeño patio ladrillado, y de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía carmín de lo más fino. Al un lado estaba un banco de tres pies y al otro un cántaro desbocado con un jarrillo encima, no menos falto que el cántaro; a otra parte estaba una estera de enea, y en el medio un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca.Miraban los mozos atentamente las alhajas de la casa, en tanto que bajaba el señor Monipodio; y, viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en una sala baja, de dos pequeñas que en el patio estaban, y vio en ella dos espadas de esgrima y dos broqueles de corcho, pendientes de cuatro clavos, y una arca grande sin tapa ni cosa que la cubriese, y otras tres esteras de enea tendidas por el suelo. En la pared frontera estaba pegada a la pared una imagen de Nuestra Señora, destas de mala estampa, y más abajo pendía una esportilla de palma, y, encajada en la pared, una almofía blanca, por do coligió Rincón que la esportilla servía de cepo para limosna, y la almofía de tener agua bendita, y así era la verdad.Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte años cada uno, vestidos de estudiantes; y de allí a poco, dos de la esportilla y un ciego; y, sin hablar palabra ninguno, se comenzaron a pasear por el patio. No tardó mucho, cuando entraron dos viejos de bayeta, con antojos que los hacían graves y dignos de ser respectados, con sendos rosarios de sonadoras cuentas en las manos. Tras ellos entró una vieja halduda, y, sin decir nada, se fue a la sala; y, habiendo tomado agua bendita, con grandísima devoción se puso de rodillas ante la imagen, y, a cabo de una buena pieza, habiendo primero besado tres veces el suelo y levantados los brazos y los ojos al cielo otras tantas,

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se levantó y echó su limosna en la esportilla, y se salió con los demás al patio. En resolución, en poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos a la valona, medias de color, ligas de gran balumba, espadas de más de marca, sendos pistoletes cada uno en lugar de dagas, y sus broqueles pendientes de la pretina; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos de través en Rincón y Cortado, a modo de que los estrañaban y no conocían. Y, llegándose a ellos, les preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí, y muy servidores de sus mercedes.Llegóse en esto la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio, tan esperado como bien visto de toda aquella virtuosa compañía. Parecía de edad de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de rostro, cejijunto, barbinegro y muy espeso; los ojos, hundidos. Venía en camisa, y por la abertura de delante descubría un bosque: tanto era el vello que tenía en el pecho. Traía cubierta una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales traía unos zapatos enchancletados, cubríanle las piernas unos zaragüelles de lienzo, anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los de la hampa, campanudo de copa y tendido de falda; atravesábale un tahalí por espalda y pechos a do colgaba una espada ancha y corta, a modo de las del perrillo; las manos eran cortas, pelosas, y los dedos gordos, y las uñas hembras y remachadas; las piernas no se le parecían, pero los pies eran descomunales de anchos y juanetudos. En efeto, él representaba el más rústico y disforme bárbaro del mundo. Bajó con él la guía de los dos, y, trabándoles de las manos, los presentó ante Monipodio, diciéndole:-Éstos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije, mi sor Monipodio: vuesa merced los desamine y verá como son dignos de entrar en nuestra congregación.-Eso haré yo de muy buena gana -respondió Monipodio.Olvidábaseme de decir que, así como Monipodio bajó, al punto, todos los que aguardándole estaban le hicieron una profunda y larga reverencia, excepto los dos bravos, que, a medio magate, como entre ellos se dice, le quitaron los capelos, y luego volvieron a su paseo por una parte del patio, y por la otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el ejercicio, la patria y padres.A lo cual Rincón respondió:-El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la patria no me parece de mucha importancia decilla, ni los padres tampoco, pues no se ha de hacer información para recebir algún hábito honroso.A lo cual respondió Monipodio:-Vos, hijo mío, estáis en lo cierto, y es cosa muy acertada encubrir eso que decís; porque si la suerte no corriere como debe, no es bien que quede asentado debajo de signo de escribano, ni en el libro de las entradas: «Fulano, hijo de Fulano, vecino de tal parte, tal día le ahorcaron, o le azotaron», o otra cosa semejante, que, por lo menos, suena mal a los buenos oídos; y así, torno a decir que es provechoso documento callar la patria, encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para entre nosotros no ha de haber nada encubierto, y sólo ahora quiero saber los nombres de los dos.Rincón dijo el suyo y Cortado también.-Pues, de aquí adelante -respondió Monipodio-, quiero y es mi voluntad que vos, Rincón, os llaméis Rinconete, y vos, Cortado, Cortadillo, que son nombres que asientan como de molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas, debajo de las cuales cae tener necesidad de saber el nombre de los padres de nuestros cofrades, porque tenemos de costumbre de hacer decir cada año ciertas misas por las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores, sacando el estupendo para la limosna de quien las dice de alguna parte de lo que se garbea; y estas tales misas, así dichas como pagadas, dicen que aprovechan a las tales ánimas por vía de naufragio, y caen debajo de nuestros bienhechores: el procurador que nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que, cuando [alguno] de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando voces:

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''¡Al ladrón, al ladrón! ¡Deténganle, deténganle!'', uno se pone en medio y se opone al raudal de los que le siguen, diciendo: ''¡Déjenle al cuitado, que harta mala ventura lleva! ¡Allá se lo haya; castíguele su pecado!'' Son también bienhechoras nuestras las socorridas, que de su sudor nos socorren, ansí en la trena como en las guras; y también lo son nuestros padres y madres, que nos echan al mundo, y el escribano, que si anda de buena, no hay delito que sea culpa ni culpa a quien se dé mucha pena; y, por todos estos que he dicho, hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y solenidad que podemos.-Por cierto -dijo Rinconete, ya confirmado con este nombre-, que es obra digna del altísimo y profundísimo ingenio que hemos oído decir que vuesa merced, señor Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún gozan de la vida; si en ella les alcanzáremos, daremos luego noticia a esta felicísima y abogada confraternidad, para que por sus almas se les haga ese naufragio o tormenta, o ese adversario que vuesa merced dice, con la solenidad y pompa acostumbrada; si ya no es que se hace mejor con popa y soledad, como también apuntó vuesa merced en sus razones.-Así se hará, o no quedará de mí pedazo -replicó Monipodio.Y, llamando a la guía, le dijo:-Ven acá, Ganchuelo: ¿están puestas las postas?-Sí -dijo la guía, que Ganchuelo era su nombre-: tres centinelas quedan avizorando, y no hay que temer que nos cojan de sobresalto.-Volviendo, pues, a nuestro propósito -dijo Monipodio-, querría saber, hijos, lo que sabéis, para daros el oficio y ejercicio conforme a vuestra inclinación y habilidad.-Yo -respondió Rinconete- sé un poquito de floreo de Vilhán; entiéndeseme el retén; tengo buena vista para el humillo; juego bien de la sola, de las cuatro y de las ocho; no se me va por pies el raspadillo, verrugueta y el colmillo; éntrome por la boca de lobo como por mi casa, y atreveríame a hacer un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y a dar un astillazo al más pintado mejor que dos reales prestados.-Principios son -dijo Monipodio-, pero todas ésas son flores de cantueso viejas, y tan usadas que no hay principiante que no las sepa, y sólo sirven para alguno que sea tan blanco que se deje matar de media noche abajo; pero andará el tiempo y vernos hemos: que, asentando sobre ese fundamento media docena de liciones, yo espero en Dios que habéis de salir oficial famoso, y aun quizá maestro.-Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades -respondió Rinconete.-Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? -preguntó Monipodio.-Yo -respondió Cortadillo- sé la treta que dicen mete dos y saca cinco, y sé dar tiento a una faldriquera con mucha puntualidad y destreza.-¿Sabéis más? -dijo Monipodio.-No, por mis grandes pecados -respondió Cortadillo.-No os aflijáis, hijo -replicó Monipodio-, que a puerto y a escuela habéis llegado donde ni os anegaréis ni dejaréis de salir muy bien aprovechado en todo aquello que más os conviniere. Y en esto del ánimo, ¿cómo os va, hijos?-¿Cómo nos ha de ir -respondió Rinconete- sino muy bien? Ánimo tenemos para acometer cualquiera empresa de las que tocaren a nuestro arte y ejercicio.-Está bien -replicó Monipodio-, pero querría yo que también le tuviésedes para sufrir, si fuese menester, media docena de ansias sin desplegar los labios y sin decir esta boca es mía.-Ya sabemos aquí -dijo Cortadillo-, señor Monipodio, qué quiere decir ansias, y para todo tenemos ánimo; porque no somos tan ignorantes que no se nos alcance que lo que dice la lengua paga la gorja; y harta merced le hace el cielo al hombre atrevido, por no darle otro título, que le deja en su lengua su vida o su muerte, ¡como si tuviese más letras un no que un sí!

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-¡Alto, no es menester más! -dijo a esta sazón Monipodio-. Digo que sola esa razón me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde luego asentéis por cofrades mayores y que se os sobrelleve el año del noviciado.-Yo soy dese parecer -dijo uno de los bravos.Y a una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la plática habían estado escuchando, y pidieron a Monipodio que desde luego les concediese y permitiese gozar de las inmunidades de su cofradía, porque su presencia agradable y su buena plática lo merecía todo. Él respondió que, por dalles contento a todos, desde aquel punto se las concedía, y advirtiéndoles que las estimasen en mucho, porque eran no pagar media nata del primer hurto que hiciesen; no hacer oficios menores en todo aquel año, conviene a saber: no llevar recaudo de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa, de parte de sus contribuyentes; piar el turco puro; hacer banquete cuando, como y adonde quisieren, sin pedir licencia a su mayoral; entrar a la parte, desde luego, con lo que entrujasen los hermanos mayores, como uno dellos, y otras cosas que ellos tuvieron por merced señaladísima, y los demás, con palabras muy comedidas, las agradecieron mucho.Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalentado, y dijo:-El alguacil de los vagabundos viene encaminado a esta casa, pero no trae consigo gurullada.-Nadie se alborote -dijo Monipodio-, que es amigo y nunca viene por nuestro daño. Sosiéguense, que yo le saldré a hablar.Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio salió a la puerta, donde halló al alguacil, con el cual estuvo hablando un rato, y luego volvió a entrar Monipodio y preguntó:-¿A quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?-A mí -dijo el de la guía.-Pues ¿cómo -dijo Monipodio- no se me ha manifestado una bolsilla de ámbar que esta mañana en aquel paraje dio al traste con quince escudos de oro y dos reales de a dos y no sé cuántos cuartos?-Verdad es -dijo la guía- que hoy faltó esa bolsa, pero yo no la he tomado, ni puedo imaginar quién la tomase.-¡No hay levas conmigo! -replicó Monipodio-. ¡La bolsa ha de parecer, porque la pide el alguacil, que es amigo y nos hace mil placeres al año!Tornó a jurar el mozo que no sabía della. Comenzóse a encolerizar Monipodio, de manera que parecía que fuego vivo lanzaba por los ojos, diciendo:-¡Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra orden, que le costará la vida! Manifiéstese la cica; y si se encubre por no pagar los derechos, yo le daré enteramente lo que le toca y pondré lo demás de mi casa; porque en todas maneras ha de ir contento el alguacil.Tornó de nuevo a jurar el mozo y a maldecirse, diciendo que él no había tomado tal bolsa ni vístola de sus ojos; todo lo cual fue poner más fuego a la cólera de Monipodio, y dar ocasión a que toda la junta se alborotase, viendo que se rompían sus estatutos y buenas ordenanzas.Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto, parecióle que sería bien sosegalle y dar contento a su mayor, que reventaba de rabia; y, aconsejándose con su amigo Cortadillo, con parecer de entrambos, sacó la bolsa del sacristán y dijo:-Cese toda cuestión, mis señores, que ésta es la bolsa, sin faltarle nada de lo que el alguacil manifiesta; que hoy mi camarada Cortadillo le dio alcance, con un pañuelo que al mismo dueño se le quitó por añadidura.Luego sacó Cortadillo el pañizuelo y lo puso de manifiesto; viendo lo cual, Monipodio dijo:-Cortadillo el Bueno, que con este título y renombre ha de quedar de aquí adelante, se quede con el pañuelo y a mi cuenta se quede la satisfación deste servicio; y la bolsa se ha de llevar el alguacil, que es de un sacristán pariente suyo, y conviene que se cumpla aquel refrán que dice: «No es mucho que a quien te da la gallina entera, tú des una

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pierna della». Más disimula este buen alguacil en un día que nosotros le podremos ni solemos dar en ciento.De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos y la sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa al alguacil; y Cortadillo se quedó confirmado con el renombre de Bueno, bien como si fuera don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para degollar a su único hijo.Al volver, que volvió, Monipodio, entraron con él dos mozas, afeitados los rostros, llenos de color los labios y de albayalde los pechos, cubiertas con medios mantos de anascote, llenas de desenfado y desvergüenza: señales claras por donde, en viéndolas Rinconete y Cortadillo, conocieron que eran de la casa llana; y no se engañaron en nada. Y, así como entraron, se fueron con los brazos abiertos, la una a Chiquiznaque y la otra a Maniferro, que éstos eran los nombres de los dos bravos; y el de Maniferro era porque traía una mano de hierro, en lugar de otra que le habían cortado por justicia. Ellos las abrazaron con grande regocijo, y les preguntaron si traían algo con que mojar la canal maestra.-Pues, ¿había de faltar, diestro mío? -respondió la una, que se llamaba la Gananciosa-. No tardará mucho a venir Silbatillo, tu trainel, con la canasta de colar atestada de lo que Dios ha sido servido.Y así fue verdad, porque al instante entró un muchacho con una canasta de colar cubierta con una sábana.Alegráronse todos con la entrada de Silbato, y al momento mandó sacar Monipodio una de las esteras de enea que estaban en el aposento, y tenderla en medio del patio. Y ordenó, asimismo, que todos se sentasen a la redonda; porque, en cortando la cólera, se trataría de lo que más conviniese. A esto, dijo la vieja que había rezado a la imagen:-Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque tengo un vaguido de cabeza, dos días ha, que me trae loca; y más, que antes que sea mediodía tengo de ir a cumplir mis devociones y poner mis candelicas a Nuestra Señora de las Aguas y al Santo Crucifijo de Santo Agustín, que no lo dejaría de hacer si nevase y ventiscase. A lo que he venido es que anoche el Renegado y Centopiés llevaron a mi casa una canasta de colar, algo mayor que la presente, llena de ropa blanca; y en Dios y en ni ánima que venía con su cernada y todo, que los pobretes no debieron de tener lugar de quitalla, y venían sudando la gota tan gorda, que era una compasión verlos entrar ijadeando y corriendo agua de sus rostros, que parecían unos angelicos. Dijéronme que iban en seguimiento de un ganadero que había pesado ciertos carneros en la Carnicería, por ver si le podían dar un tiento en un grandísimo gato de reales que llevaba. No desembanastaron ni contaron la ropa, fiados en la entereza de mi conciencia; y así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos libre a todos de poder de justicia, que no he tocado a la canasta, y que se está tan entera como cuando nació.-Todo se le cree, señora madre -respondió Monipodio-, y estése así la canasta, que yo iré allá, a boca de sorna, y haré cala y cata de lo que tiene, y daré a cada uno lo que le tocare, bien y fielmente, como tengo de costumbre.-Sea como vos lo ordenáredes, hijo -respondió la vieja-; y, porque se me hace tarde, dadme un traguillo, si tenéis, para consolar este estómago, que tan desmayado anda de contino.-Y ¡qué tal lo beberéis, madre mía! -dijo a esta sazón la Escalanta, que así se llamaba la compañera de la Gananciosa.Y, descubriendo la canasta, se manifestó una bota a modo de cuero, con hasta dos arrobas de vino, y un corcho que podría caber sosegadamente y sin apremio hasta una azumbre; y, llenándole la Escalanta, se le puso en las manos a la devotísima vieja, la cual, tomándole con ambas manos y habiéndole soplado un poco de espuma, dijo:-Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo.Y, aplicándosele a los labios, de un tirón, sin tomar aliento, lo trasegó del corcho al estómago, y acabó diciendo:

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-De Guadalcanal es, y aun tiene un es no es de yeso el señorico. Dios te consuele, hija, que así me has consolado; sino que temo que me ha de hacer mal, porque no me he desayunado.-No hará, madre -respondió Monipodio-, porque es trasañejo.-Así lo espero yo en la Virgen -respondió la vieja.Y añadió:-Mirad, niñas, si tenéis acaso algún cuarto para comprar las candelicas de mi devoción, porque, con la priesa y gana que tenía de venir a traer las nuevas de la canasta, se me olvidó en casa la escarcela.-Yo sí tengo, señora Pipota -(que éste era el nombre de la buena vieja) respondió la Gananciosa-; tome, ahí le doy dos cuartos: del uno le ruego que compre una para mí, y se la ponga al señor San Miguel; y si puede comprar dos, ponga la otra al señor San Blas, que son mis abogados. Quisiera que pusiera otra a la señora Santa Lucía, que, por lo de los ojos, también le tengo devoción, pero no tengo trocado; mas otro día habrá donde se cumpla con todos.-Muy bien harás, hija, y mira no seas miserable; que es de mucha importancia llevar la persona las candelas delante de sí antes que se muera, y no aguardar a que las pongan los herederos o albaceas.-Bien dice la madre Pipota -dijo la Escalanta.Y, echando mano a la bolsa, le dio otro cuarto y le encargó que pusiese otras dos candelicas a los santos que a ella le pareciesen que eran de los más aprovechados y agradecidos. Con esto, se fue la Pipota, diciéndoles:-Holgaos, hijos, ahora que tenéis tiempo; que vendrá la vejez y lloraréis en ella los ratos que perdistes en la mocedad, como yo los lloro; y encomendadme a Dios en vuestras oraciones, que yo voy a hacer lo mismo por mí y por vosotros, porque Él nos libre y conserve en nuestro trato peligroso, sin sobresaltos de justicia.Y con esto, se fue.Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana por manteles; y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito. Manifestó luego medio queso de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran cantidad de cangrejos, con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul. Serían los del almuerzo hasta catorce, y ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, si no fue Rinconete, que sacó su media espada. A los dos viejos de bayeta y a la guía tocó el escanciar con el corcho de colmena. Mas, apenas habían comenzado a dar asalto a las naranjas, cuando les dio a todos gran sobresalto los golpes que dieron a la puerta. Mandóles Monipodio que se sosegasen, y, entrando en la sala baja y descolgando un broquel, puesto mano a la espada, llegó a la puerta y con voz hueca y espantosa preguntó:-¿Quién llama?Respondieron de fuera:-Yo soy, que no es nadie, señor Monipodio: Tagarete soy, centinela desta mañana, y vengo a decir que viene aquí Juliana la Cariharta, toda desgreñada y llorosa, que parece haberle sucedido algún desastre.En esto llegó la que decía, sollozando, y, sintiéndola Monipodio, abrió la puerta, y mandó a Tagarete que se volviese a su posta y que de allí adelante avisase lo que viese con menos estruendo y ruido. Él dijo que así lo haría. Entró la Cariharta, que era una moza del jaez de las otras y del mismo oficio. Venía descabellada y la cara llena de tolondrones, y, así como entró en el patio, se cayó en el suelo desmayada. Acudieron a socorrerla la Gananciosa y la Escalanta, y, desabrochándola el pecho, la hallaron toda denegrida y como magullada. Echáronle agua en el rostro, y ella volvió en sí, diciendo a voces:

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-¡La justicia de Dios y del Rey venga sobre aquel ladrón desuellacaras, sobre aquel cobarde bajamanero, sobre aquel pícaro lendroso, que le he quitado más veces de la horca que tiene pelos en las barbas! ¡Desdichada de mí! ¡Mirad por quién he perdido y gastado mi mocedad y la flor de mis años, sino por un bellaco desalmado, facinoroso e incorregible!-Sosiégate, Cariharta -dijo a esta sazón Monipodio-, que aquí estoy yo que te haré justicia. Cuéntanos tu agravio, que más estarás tú en contarle que yo en hacerte vengada; dime si has habido algo con tu respecto; que si así es y quieres venganza, no has menester más que boquear.-¿Qué respecto? -respondió Juliana-. Respectada me vea yo en los infiernos, si más lo fuere de aquel león con las ovejas y cordero con los hombres. ¿Con aquél había yo de comer más pan a manteles, ni yacer en uno? Primero me vea yo comida de adivas estas carnes, que me ha parado de la manera que ahora veréis.Y, alzándose al instante las faldas hasta la rodilla, y aun un poco más, las descubrió llenas de cardenales.-Desta manera -prosiguió- me ha parado aquel ingrato del Repolido, debiéndome más que a la madre que le parió. Y ¿por qué pensáis que lo ha hecho? ¡Montas, que le di yo ocasión para ello! No, por cierto, no lo hizo más sino porque, estando jugando y perdiendo, me envió a pedir con Cabrillas, su trainel, treinta reales, y no le envié más de veinte y cuatro, que el trabajo y afán con que yo los había ganado ruego yo a los cielos que vaya en descuento de mis pecados. Y, en pago desta cortesía y buena obra, creyendo él que yo le sisaba algo de la cuenta que él allá en su imaginación había hecho de lo que yo podía tener, esta mañana me sacó al campo, detrás de la Güerta del Rey, y allí, entre unos olivares, me desnudó, y con la petrina, sin escusar ni recoger los hierros, que en malos grillos y hierros le vea yo, me dio tantos azotes que me dejó por muerta. De la cual verdadera historia son buenos testigos estos cardenales que miráis.Aquí tornó a levantar las voces, aquí volvió a pedir justicia, y aquí se la prometió de nuevo Monipodio y todos los bravos que allí estaban. La Gananciosa tomó la mano a consolalla, diciéndole que ella diera de muy buena gana una de las mejores preseas que tenía porque le hubiera pasado otro tanto con su querido.-Porque quiero -dijo- que sepas, hermana Cariharta, si no lo sabes, que a lo que se quiere bien se castiga; y cuando estos bellacones nos dan, y azotan y acocean, entonces nos adoran; si no, confiésame una verdad, por tu vida: después que te hubo Repolido castigado y brumado, ¿no te hizo alguna caricia?-¿Cómo una? -respondió la llorosa-. Cien mil me hizo, y diera él un dedo de la mano porque me fuera con él a su posada; y aun me parece que casi se le saltaron las lágrimas de los ojos después de haberme molido.-No hay dudar en eso -replicó la Gananciosa-. Y lloraría de pena de ver cuál te había puesto; que en estos tales hombres, y en tales casos, no han cometido la culpa cuando les viene el arrepentimiento; y tú verás, hermana, si no viene a buscarte antes que de aquí nos vamos, y a pedirte perdón de todo lo pasado, rindiéndosete como un cordero.-En verdad -respondió Monipodio- que no ha de entrar por estas puertas el cobarde envesado, si primero no hace una manifiesta penitencia del cometido delito. ¿Las manos había él de ser osado ponerlas en el rostro de la Cariharta, ni en sus carnes, siendo persona que puede competir en limpieza y ganancia con la misma Gananciosa que está delante, que no lo puedo más encarecer?-¡Ay! -dijo a esta sazón la Juliana-. No diga vuesa merced, señor Monipodio, mal de aquel maldito, que con cuan malo es, le quiero más que a las telas de mi corazón, y hanme vuelto el alma al cuerpo las razones que en su abono me ha dicho mi amiga la Gananciosa, y en verdad que estoy por ir a buscarle.-Eso no harás tú por mi consejo -replicó la Gananciosa-, porque se estenderá y ensanchará y hará tretas en ti como en cuerpo muerto. Sosiégate, hermana, que antes

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de mucho le verás venir tan arrepentido como he dicho; y si no viniere, escribirémosle un papel en coplas que le amargue.-Eso sí -dijo la Cariharta-, que tengo mil cosas que escribirle.-Yo seré el secretario cuando sea menester -dijo Monipodio-; y, aunque no soy nada poeta, todavía, si el hombre se arremanga, se atreverá a hacer dos millares de coplas en daca las pajas, y, cuando no salieren como deben, yo tengo un barbero amigo, gran poeta, que nos hinchirá las medidas a todas horas; y en la de agora acabemos lo que teníamos comenzado del almuerzo, que después todo se andará.Fue contenta la Juliana de obedecer a su mayor; y así, todos volvieron a su gaudeamus, y en poco espacio vieron el fondo de la canasta y las heces del cuero. Los viejos bebieron sine fine; los mozos adunia; las señoras, los quiries. Los viejos pidieron licencia para irse. Diósela luego Monipodio, encargándoles viniesen a dar noticia con toda puntualidad de todo aquello que viesen ser útil y conveniente a la comunidad. Respondieron que ellos se lo tenían bien en cuidado y fuéronse.Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y licencia, preguntó a Monipodio que de qué servían en la cofradía dos personajes tan canos, tan graves y apersonados. A lo cual respondió Monipodio que aquéllos, en su germanía y manera de hablar, se llamaban avispones, y que servían de andar de día por toda la ciudad avispando en qué casas se podía dar tiento de noche, y en seguir los que sacaban dinero de la Contratación o Casa de la Moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun dónde lo ponían; y, en sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa y diseñaban el lugar más conveniente para hacer los guzpátaros -que son agujeros- para facilitar la entrada. En resolución, dijo que era la gente de más o de tanto provecho que había en su hermandad, y que de todo aquello que por su industria se hurtaba llevaban el quinto, como Su Majestad de los tesoros; y que, con todo esto, eran hombres de mucha verdad, y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de Dios y de sus conciencias, que cada día oían misa con estraña devoción.-Y hay dellos tan comedidos, especialmente estos dos que de aquí se van agora, que se contentan con mucho menos de lo que por nuestros aranceles les toca. Otros dos que hay son palanquines, los cuales, como por momentos mudan casas, saben las entradas y salidas de todas las de la ciudad, y cuáles pueden ser de provecho y cuáles no.-Todo me parece de perlas -dijo Rinconete-, y querría ser de algún provecho a tan famosa cofradía.-Siempre favorece el cielo a los buenos deseos -dijo Monipodio.Estando en esta plática, llamaron a la puerta; salió Monipodio a ver quién era, y, preguntándolo, respondieron:-Abra voacé, sor Monipodio, que el Repolido soy.Oyó esta voz Cariharta y, alzando al cielo la suya, dijo:-No le abra vuesa merced, señor Monipodio; no le abra a ese marinero de Tarpeya, a este tigre de Ocaña.No dejó por esto Monipodio de abrir a Repolido; pero, viendo la Cariharta que le abría, se levantó corriendo y se entró en la sala de los broqueles, y, cerrando tras sí la puerta, desde dentro, a grandes voces decía:-Quítenmele de delante a ese gesto de por demás, a ese verdugo de inocentes, asombrador de palomas duendas.Maniferro y Chiquiznaque tenían a Repolido, que en todas maneras quería entrar donde la Cariharta estaba; pero, como no le dejaban, decía desde afuera:-¡No haya más, enojada mía; por tu vida que te sosiegues, ansí te veas casada!-¿Casada yo, malino? -respondió la Cariharta-. ¡Mirá en qué tecla toca! ¡Ya quisieras tú que lo fuera contigo, y antes lo sería yo con una sotomía de muerte que contigo!-¡Ea, boba -replicó Repolido-, acabemos ya, que es tarde, y mire no se ensanche por verme hablar tan manso y venir tan rendido! Porque, ¡vive el Dador, si se me sube la

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cólera al campanario, que sea peor la recaída que la caída! Humíllese, y humillémonos todos, y no demos de comer al diablo.-Y aun de cenar le daría yo -dijo la Cariharta-, porque te llevase donde nunca más mis ojos te viesen.-¿No os digo yo? -dijo Repolido-. ¡Por Dios que voy oliendo, señora trinquete, que lo tengo de echar todo a doce, aunque nunca se venda!A esto dijo Monipodio:-En mi presencia no ha de haber demasías: la Cariharta saldrá, no por amenazas, sino por amor mío, y todo se hará bien; que las riñas entre los que bien se quieren son causa de mayor gusto cuando se hacen las paces. ¡Ah Juliana! ¡Ah niña! ¡Ah Cariharta mía! Sal acá fuera por mi amor, que yo haré que el Repolido te pida perdón de rodillas.-Como él eso haga -dijo la Escalanta-, todas seremos en su favor y en rogar a Juliana salga acá fuera.-Si esto ha de ir por vía de rendimiento que güela a menoscabo de la persona -dijo el Repolido-, no me rendiré a un ejército formado de esguízaros; mas si es por vía de que la Cariharta gusta dello, no digo yo hincarme de rodillas, pero un clavo me hincaré por la frente en su servicio.Riyéronse desto Chiquiznaque y Maniferro, de lo cual se enojó tanto el Repolido, pensando que hacían burla dél, que dijo con muestras de infinita cólera:-Cualquiera que se riere o se pensare reír de lo que la Cariharta, o contra mí, o yo contra ella hemos dicho o dijéremos, digo que miente y mentirá todas las veces que se riere, o lo pensare, como ya he dicho.Miráronse Chiquiznaque y Maniferro de tan mal garbo y talle, que advirtió Monipodio que pararía en un gran mal si no lo remediaba; y así, poniéndose luego en medio dellos, dijo:-No pase más adelante, caballeros; cesen aquí palabras mayores, y desháganse entre los dientes; y, pues las que se han dicho no llegan a la cintura, nadie las tome por sí.-Bien seguros estamos -respondió Chiquiznaque- que no se dijeron ni dirán semejantes monitorios por nosotros; que, si se hubiera imaginado que se decían, en manos estaba el pandero que lo supiera bien tañer.-También tenemos acá pandero, sor Chiquiznaque -replicó el Repolido-, y también, si fuere menester, sabremos tocar los cascabeles, y ya he dicho que el que se huelga, miente; y quien otra cosa pensare, sígame, que con un palmo de espada menos hará el hombre que sea lo dicho dicho.Y, diciendo esto, se iba a salir por la puerta afuera. Estábalo escuchando la Cariharta, y, cuando sintió que se iba enojado, salió diciendo:-¡Ténganle no se vaya, que hará de las suyas! ¿No veen que va enojado, y es un Judas Macarelo en esto de la valentía? ¡Vuelve acá, valentón del mundo y de mis ojos!Y, cerrando con él, le asió fuertemente de la capa, y, acudiendo también Monipodio, le detuvieron. Chiquiznaque y Maniferro no sabían si enojarse o si no, y estuviéronse quedos esperando lo que Repolido haría; el cual, viéndose rogar de la Cariharta y de Monipodio, volvió diciendo:-Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos, ni hacer burla de los amigos, y más cuando veen que se enojan los amigos.-No hay aquí amigo -respondió Maniferro- que quiera enojar ni hacer burla de otro amigo; y, pues todos somos amigos, dense las manos los amigos.A esto dijo Monipodio:-Todos voacedes han hablado como buenos amigos, y como tales amigos se den las manos de amigos.Diéronselas luego, y la Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a tañer en él como en un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva, que allí se halló acaso, y, rascándola, hizo un son que, aunque ronco y áspero, se concertaba con el del chapín. Monipodio rompió un plato y hizo dos tejoletas, que, puestas entre los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba el contrapunto al chapín y a la escoba.

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Espantáronse Rinconete y Cortadillo de la nueva invención de la escoba, porque hasta entonces nunca la habían visto. Conociólo Maniferro y díjoles:-¿Admíranse de la escoba? Pues bien hacen, pues música más presta y más sin pesadumbre, ni más barata, no se ha inventado en el mundo; y en verdad que oí decir el otro día a un estudiante que ni el Negrofeo, que sacó a la Arauz del infierno; ni el Marión, que subió sobre el delfín y salió del mar como si viniera caballero sobre una mula de alquiler; ni el otro gran músico que hizo una ciudad que tenía cien puertas y otros tantos postigos, nunca inventaron mejor género de música, tan fácil de deprender, tan mañera de tocar, tan sin trastes, clavijas ni cuerdas, y tan sin necesidad de templarse; y aun voto a tal, que dicen que la inventó un galán desta ciudad, que se pica de ser un Héctor en la música.-Eso creo yo muy bien -respondió Rinconete-, pero escuchemos lo que quieren cantar nuestros músicos, que parece que la Gananciosa ha escupido, señal de que quiere cantar.Y así era la verdad, porque Monipodio le había rogado que cantase algunas seguidillas de las que se usaban; mas la que comenzó primero fue la Escalanta, y con voz sutil y quebradiza cantó lo siguiente:

Por un sevillano, rufo a lo valón,tengo socarrado todo el corazón.

Siguió la Gananciosa cantando:Por un morenico de color verde,¿cuál es la fogosa que no se pierde?

Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas, dijo:Riñen dos amantes, hácese la paz:si el enojo es grande, es el gusto más.

No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio, porque, tomando otro chapín, se metió en danza, y acompañó a las demás diciendo:Detente, enojado, no me azotes más;que si bien lo miras, a tus carnes das.

-Cántese a lo llano -dijo a esta sazón Repolido-, y no se toquen estorias pasadas, que no hay para qué: lo pasado sea pasado, y tómese otra vereda, y basta.Talle llevaban de no acabar tan presto el comenzado cántico, si no sintieran que llamaban a la puerta apriesa; y con ella salió Monipodio a ver quién era, y la centinela le dijo cómo al cabo de la calle había asomado el alcalde de la justicia, y que delante dél venían el Tordillo y el Cernícalo, corchetes neutrales. Oyéronlo los de dentro, y alborotáronse todos de manera que la Cariharta y la Escalanta se calzaron sus chapines al revés, dejó la escoba la Gananciosa, Monipodio sus tejoletas, y quedó en turbado silencio toda la música, enmudeció Chiquiznaque, pasmóse Repolido y suspendióse Maniferro; y todos, cuál por una y cuál por otra parte, desaparecieron, subiéndose a las azoteas y tejados, para escaparse y pasar por ellos a otra calle. Nunca ha disparado arcabuz a deshora, ni trueno repentino espantó así a banda de descuidadas palomas, como puso en alboroto y espanto a toda aquella recogida compañía y buena gente la nueva de la venida del alcalde de la justicia. Los dos novicios, Rinconete y Cortadillo, no sabían qué hacerse, y estuviéronse quedos, esperando ver en qué paraba aquella repentina borrasca, que no paró en más de volver la centinela a decir que el alcalde se había pasado de largo, sin dar muestra ni resabio de mala sospecha alguna.Y, estando diciendo esto a Monipodio, llegó un caballero mozo a la puerta, vestido, como se suele decir, de barrio; Monipodio le entró consigo, y mandó llamar a Chiquiznaque, a Maniferro y al Repolido, y que de los demás no bajase alguno. Como se habían quedado en el patio, Rinconete y Cortadillo pudieron oír toda la plática que pasó Monipodio con el caballero recién venido, el cual dijo a Monipodio que por qué se había hecho tan mal lo que le había encomendado. Monipodio respondió que aún no sabía lo que se había hecho;

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pero que allí estaba el oficial a cuyo cargo estaba su negocio, y que él daría muy buena cuenta de sí.Bajó en esto Chiquiznaque, y preguntóle Monipodio si había cumplido con la obra que se le encomendó de la cuchillada de a catorce.-¿Cuál? -respondió Chiquiznaque-. ¿Es la de aquel mercader de la Encrucijada?-Ésa es -dijo el caballero.-Pues lo que en eso pasa -respondió Chiquiznaque- es que yo le aguardé anoche a la puerta de su casa, y él vino antes de la oración; lleguéme cerca dél, marquéle el rostro con la vista, y vi que le tenía tan pequeño que era imposible de toda imposibilidad caber en él cuchillada de catorce puntos; y, hallándome imposibilitado de poder cumplir lo prometido y de hacer lo que llevaba en mi destruición...-Instrucción querrá vuesa merced decir -dijo el caballero-, que no destruición.-Eso quise decir -respondió Chiquiznaque-. Digo que, viendo que en la estrecheza y poca cantidad de aquel rostro no cabían los puntos propuestos, porque no fuese mi ida en balde, di la cuchillada a un lacayo suyo, que a buen seguro que la pueden poner por mayor de marca.-Más quisiera -dijo el caballero- que se la hubiera dado al amo una de a siete, que al criado la de a catorce. En efeto, conmigo no se ha cumplido como era razón, pero no importa; poca mella me harán los treinta ducados que dejé en señal. Beso a vuesas mercedes las manos.Y, diciendo esto, se quitó el sombrero y volvió las espaldas para irse; pero Monipodio le asió de la capa de mezcla que traía puesta, diciéndole:-Voacé se detenga y cumpla su palabra, pues nosotros hemos cumplido la nuestra con mucha honra y con mucha ventaja: veinte ducados faltan, y no ha de salir de aquí voacé sin darlos, o prendas que lo valgan.-Pues, ¿a esto llama vuesa merced cumplimiento de palabra -respondió el caballero-: dar la cuchillada al mozo, habiéndose de dar al amo?-¡Qué bien está en la cuenta el señor! -dijo Chiquiznaque-. Bien parece que no se acuerda de aquel refrán que dice: «Quien bien quiere a Beltrán, bien quiere a su can».-¿Pues en qué modo puede venir aquí a propósito ese refrán? -replicó el caballero.-¿Pues no es lo mismo -prosiguió Chiquiznaque- decir: «Quien mal quiere a Beltrán, mal quiere a su can»? Y así, Beltrán es el mercader, voacé le quiere mal, su lacayo es su can; y dando al can se da a Beltrán, y la deuda queda líquida y trae aparejada ejecución; por eso no hay más sino pagar luego sin apercebimiento de remate.-Eso juro yo bien -añadió Monipodio-, y de la boca me quitaste, Chiquiznaque amigo, todo cuanto aquí has dicho; y así, voacé, señor galán, no se meta en puntillos con sus servidores y amigos, sino tome mi consejo y pague luego lo trabajado; y si fuere servido que se le dé otra al amo, de la cantidad que pueda llevar su rostro, haga cuenta que ya se la están curando.-Como eso sea -respondió el galán-, de muy entera voluntad y gana pagaré la una y la otra por entero.-No dude en esto -dijo Monipodio- más que en ser cristiano; que Chiquiznaque se la dará pintiparada, de manera que parezca que allí se le nació.-Pues con esa seguridad y promesa -respondió el caballero-, recíbase esta cadena en prendas de los veinte ducados atrasados y de cuarenta que ofrezco por la venidera cuchillada. Pesa mil reales, y podría ser que se quedase rematada, porque traigo entre ojos que serán menester otros catorce puntos antes de mucho.Quitóse, en esto, una cadena de vueltas menudas del cuello y diósela a Monipodio, que al color y al peso bien vio que no era de alquimia. Monipodio la recibió con mucho contento y cortesía, porque era en estremo bien criado; la ejecución quedó a cargo de Chiquiznaque, que sólo tomó término de aquella noche. Fuese muy satisfecho el caballero, y luego Monipodio llamó a todos los ausentes y azorados. Bajaron todos, y, poniéndose Monipodio en medio dellos, sacó un libro de memoria que traía en la capilla

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de la capa y dióselo a Rinconete que leyese, porque él no sabía leer. Abrióle Rinconete, y en la primera hoja vio que decía:MEMORIA DE LAS CUCHILLADASQUE SE HAN DE DAR ESTA SEMANALa primera, al mercader de la encrucijada: vale cincuenta escudos. Están recebidos treinta a buena cuenta. Secutor, Chiquiznaque.

-No creo que hay otra, hijo -dijo Monipodio-; pasá adelante y mirá donde dice: MEMORIA DE PALOS.Volvió la hoja Rinconete, y vio que en otra estaba escrito:MEMORIA DE PALOSY más abajo decía:Al bodegonero de la Alfalfa, doce palos de mayor cuantía a escudo cada uno. Están dados a buena cuenta ocho. El término, seis días. Secutor, Maniferro.

-Bien podía borrarse esa partida -dijo Maniferro-, porque esta noche traeré finiquito della.-¿Hay más, hijo? -dijo Monipodio.-Sí, otra -respondió Rinconete-, que dice así:Al sastre corcovado que por mal nombre se llama el Silguero, seis palos de mayor cuantía, a pedimiento de la dama que dejó la gargantilla. Secutor, el Desmochado.

-Maravillado estoy -dijo Monipodio- cómo todavía está esa partida en ser. Sin duda alguna debe de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos días pasados del término y no ha dado puntada en esta obra.-Yo le topé ayer -dijo Maniferro-, y me dijo que por haber estado retirado por enfermo el Corcovado no había cumplido con su débito.-Eso creo yo bien -dijo Monipodio-, porque tengo por tan buen oficial al Desmochado, que, si no fuera por tan justo impedimento, ya él hubiera dado al cabo con mayores empresas. ¿Hay más, mocito?-No señor -respondió Rinconete.-Pues pasad adelante -dijo Monipodio-, y mirad donde dice: MEMORIAL DE AGRAVIOS COMUNES.Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:MEMORIAL DE AGRAVIOS COMUNES.CONVIENE A SABER: REDOMAZOS, UNTOS DE MIERA,CLAVAZÓN DE SAMBENITOS Y CUERNOS, MATRACAS,ESPANTOS, ALBOROTOS Y CUCHILLADAS FINGIDAS,PUBLICACIÓN DE NIBELOS, ETC.-¿Qué dice más abajo? -dijo Monipodio.-Dice -dijo Rinconete-:Unto de miera en la casa...-No se lea la casa, que ya yo sé dónde es -respondió Monipodio-, y yo soy el tuáutem y esecutor desa niñería, y están dados a buena cuenta cuatro escudos, y el principal es ocho.-Así es la verdad -dijo Rinconete-, que todo eso está aquí escrito; y aun más abajo dice:Clavazón de cuernos.-Tampoco se lea -dijo Monipodio- la casa, ni adónde; que basta que se les haga el agravio, sin que se diga en público; que es gran cargo de conciencia. A lo menos, más querría yo clavar cien cuernos y otros tantos sambenitos, como se me pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque fuese a la madre que me parió.-El esecutor desto es -dijo Rinconete- el Narigueta.-Ya está eso hecho y pagado -dijo Monipodio-. Mirad si hay más, que si mal no me acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte escudos; está dada la mitad, y el esecutor es la comunidad toda, y el término es todo el mes en que estamos; y cumpliráse al pie de la letra, sin que falte una tilde, y será una de las mejores cosas que hayan sucedido en

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esta ciudad de muchos tiempos a esta parte. Dadme el libro, mancebo, que yo sé que no hay más, y sé también que anda muy flaco el oficio; pero tras este tiempo vendrá otro y habrá que hacer más de lo que quisiéremos; que no se mueve la hoja sin la voluntad de Dios, y no hemos de hacer nosotros que se vengue nadie por fuerza; cuanto más, que cada uno en su causa suele ser valiente y no quiere pagar las hechuras de la obra que él se puede hacer por sus manos.-Así es -dijo a esto el Repolido-. Pero mire vuesa merced, señor Monipodio, lo que nos ordena y manda, que se va haciendo tarde y va entrando el calor más que de paso.-Lo que se ha de hacer -respondió Monipodio- es que todos se vayan a sus puestos, y nadie se mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este mismo lugar y se repartirá todo lo que hubiere caído, sin agraviar a nadie. A Rinconete el Bueno y a Cortadillo se les da por distrito, hasta el domingo, desde la Torre del Oro, por defuera de la ciudad, hasta el postigo del Alcázar, donde se puede trabajar a sentadillas con sus flores; que yo he visto a otros, de menos habilidad que ellos, salir cada día con más de veinte reales en menudos, amén de la plata, con una baraja sola, y ésa con cuatro naipes menos. Este districto os enseñará Ganchoso; y, aunque os estendáis hasta San Sebastián y San Telmo, importa poco, puesto que es justicia mera mista que nadie se entre en pertenencia de nadie.Besáronle la mano los dos por la merced que se les hacía, y ofreciéronse a hacer su oficio bien y fielmente, con toda diligencia y recato.Sacó, en esto, Monipodio un papel doblado de la capilla de la capa, donde estaba la lista de los cofrades, y dijo a Rinconete que pusiese allí su nombre y el de Cortadillo; mas, porque no había tintero, le dio el papel para que lo llevase, y en el primer boticario los escribiese, poniendo: Rinconete y Cortadillo, cofrades: noviciado, ninguno; Rinconete, floreo; Cortadillo, bajón; y el día, mes y año, callando padres y patria.Estando en esto, entró uno de los viejos avispones y dijo:-Vengo a decir a vuesas mercedes cómo agora, agora, topé en Gradas a Lobillo el de Málaga, y díceme que viene mejorado en su arte de tal manera, que con naipe limpio quitará el dinero al mismo Satanás; y que por venir maltratado no viene luego a registrarse y a dar la sólita obediencia; pero que el domingo será aquí sin falta.-Siempre se me asentó a mí -dijo Monipodio- que este Lobillo había de ser único en su arte, porque tiene las mejores y más acomodadas manos para ello que se pueden desear; que, para ser uno buen oficial en su oficio, tanto ha menester los buenos instrumentos con que le ejercita, como el ingenio con que le aprende.-También topé -dijo el viejo- en una casa de posadas, en la calle de Tintores, al Judío, en hábito de clérigo, que se ha ido a posar allí por tener noticia que dos peruleros viven en la misma casa, y querría ver si pudiese trabar juego con ellos, aunque fuese de poca cantidad, que de allí podría venir a mucha. Dice también que el domingo no faltará de la junta y dará cuenta de su persona.-Ese Judío también -dijo Monipodio- es gran sacre y tiene gran conocimiento. Días ha que no le he visto, y no lo hace bien. Pues a fe que si no se enmienda, que yo le deshaga la corona; que no tiene más órdenes el ladrón que las tiene el turco, ni sabe más latín que mi madre. ¿Hay más de nuevo?-No -dijo el viejo-; a lo menos que yo sepa.-Pues sea en buen hora -dijo Monipodio-. Voacedes tomen esta miseria -y repartió entre todos hasta cuarenta reales-, y el domingo no falte nadie, que no faltará nada de lo corrido.Todos le volvieron las gracias. Tornáronse a abrazar Repolido y la Cariharta, la Escalanta con Maniferro y la Gananciosa con Chiquiznaque, concertando que aquella noche, después de haber alzado de obra en la casa, se viesen en la de la Pipota, donde también dijo que iría Monipodio, al registro de la canasta de colar, y que luego había de ir a cumplir y borrar la partida de la miera. Abrazó a Rinconete y a Cortadillo, y, echándolos su bendición, los despidió, encargándoles que no tuviesen jamás posada cierta ni de

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asiento, porque así convenía a la salud de todos. Acompañólos Ganchoso hasta enseñarles sus puestos, acordándoles que no faltasen el domingo, porque, a lo que creía y pensaba, Monipodio había de leer una lición de posición acerca de las cosas concernientes a su arte. Con esto, se fue, dejando a los dos compañeros admirados de lo que habían visto.Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento, y tenía un buen natural; y, como había andado con su padre en el ejercicio de las bulas, sabía algo de buen lenguaje, y dábale gran risa pensar en los vocablos que había oído a Monipodio y a los demás de su compañía y bendita comunidad, y más cuando por decir per modum sufragii había dicho per modo de naufragio; y que sacaban el estupendo, por decir estipendio, de lo que se garbeaba; y cuando la Cariharta dijo que era Repolido como un marinero de Tarpeya y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil impertinencias (especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que había pasado en ganar los veinte y cuatro reales lo recibiese el cielo en descuento de sus pecados) a éstas y a otras peores semejantes; y, sobre todo, le admiraba la seguridad que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos, y de homicidios y de ofensas a Dios. Y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que dejaba la canasta de colar hurtada, guardada en su casa y se iba a poner las candelillas de cera a las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida. No menos le suspendía la obediencia y respecto que todos tenían a Monipodio, siendo un hombre bárbaro, rústico y desalmado. Consideraba lo que había leído en su libro de memoria y los ejercicios en que todos se ocupaban. Finalmente, exageraba cuán descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad de Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente tan perniciosa y tan contraria a la misma naturaleza; y propuso en sí de aconsejar a su compañero no durasen mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta, y tan libre y disoluta. Pero, con todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca esperiencia, pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron cosas que piden más luenga escritura; y así, se deja para otra ocasión contar su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio, y otros sucesos de aquéllos de la infame academia, que todos serán de grande consideración y que podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren.