Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 18 1960

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Revista de Cultura Contemporánea

Número

18 Madrid Casa Americana IQ6I

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Los argumentos en favor de! arte abstracto, por Clemant Greenberg 5

Fundamentos filosóficos del derecho norteame­ricano, por Harold Berman 19

El hombre de ciencia como artista, por George Rusell Harrison . 33

La enseñanza superior en los Estados Unidos, por George Ñ. Shvster 47

Sonata en la ¡aula de los leones, por Ramón Zulaica 73

Notas culturales 95

LIBROS: A l i e n , Gay Wi l son : Walt Whitman. Young , V a n O'Connor, Thompson: Tres escritores norteamericanos (Ernest Heming-way, W i l l i am Faulkner, Robert Frosf). Barzun, Jacques: The House of Intellect.. 101

Colaboradores l i ó

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LOS ARGUMENTOS EN FAVOR DEL ARTE ABSTRACTO *

Por Clement Greenberg

M UCHAS personas dicen que la clase de arte que nuestra época produce es uno de los principales sín­tomas de lo que va mal en la época. Se supone que la desintegración y, finalmente, la desaparición de imáge­nes reconocibles en la pintura y en la escultura, lo mis­mo que la oscuridad de la literatura avanzada, reflejan una desintegración de los valores en la sociedad misma. Algunas personas van más lejos y dicen que el arte abs­tracto, no representativo, es un arte patológico, desequi­librado, y que quienes lo practican y quienes lo admiran y lo compran son enfermos o tontos. Los críticos más benévolos son Jos que dicen (¡ue todo ello es una broma, una burla y una moda, y que el arte modernista en ge­neral, o el arte abstracto en particular, pasarán pronto. Estas cosas se oyen o leen con bastante frecuencia, pero en algunos años más que en otros.

Parece haber un cierto ritmo en el aumento de popu­laridad del arte modernista, y un cierto ritmo en los contraataques que tratan de contenerlo. Poco más o me­nos, en todas las polémicas se utilizan los mismos argu-

* © 1959 by The Curtís Publishing Co.

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mentos, pero los objetivos suelen cambiar. Antes fueron los impresionistas el motivo de escándalo, a continuación fueron Van Gogh y Cezanne, luego fue Matisse, luego el cubismo y Picasso, después Mondriaan y ahora es Jackson Pollock. El hecho de que Pollock sea norteame­ricano muestra irónicamente la importancia que ha ad­quirido últimamente el arte norteamericano.

Algunas de las mismas personas que atacan el arte modernista en general, o el arte abstracto en particular, suelen quejarse también de que nuestra época ha perdido aquellos hábitos de contemplación desinteresada y aque­lla capacidad para disfrutar de las cosas como fines en sí y por sí que se supone cultivaron épocas anteriores. Esta idea ha sido presentada lo bastante a menudo como para convertirla en un lugar común. Tengo que dar mi asentimiento a un lugar común, pues casi siempre se trata de una simplificación excesiva, pero he de hacer una excepción en este caso. Aunque dudo mucho de que la contemplación desinteresada fuera tan pura o tan popular en épocas pasadas como se supone, me inclino a reconocer que nos vendría bien algo más de esto en esta época y especialmente en este país.

Creo que es una vida pobre la de quien no dedica con regularidad algún tiempo a detenerse y contemplar, o a sentarse y escuchar, o tocar, u oler, o meditar, sin ninguna otra finalidad consciente, simplemente por la satisfacción obtenida de lo que se contempla, escucha, toca, huele o medita. Todos sabemos, sin embargo, que el clima de la vida occidental, y especialmente de la vida norteamericana, no lleva a este tipo de cosas; todos es­tamos demasiado ocupados en ganarnos la vida. Esto es otro lugar común, naturalmente. Y un tercer lugar común dice que debiéramos aprender de la sociedad oriental a dar más de nosotros mismos a la vida del espíritu, a la contemplación y la meditación, y al aprecio de lo que es satisfactorio o hermoso en sí. Esto último es no sólo

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un lugar común, sino también una falacia, ya que la mayor parte de los orientales están aún más preocupados que nosotros en ganarse la vida. Espero no estar come­tiendo yo mismo una grosera y reductiva simplificación al decir que gran parte de la disciplina contemplativa y estética oriental me hace el efecto de una técnica para mantener apartada la vista de la fealdad y la miseria.

Todas las civilizaciones y tedas las tradiciones de cul­tura parecen poseer capacidades de autocuración y auto-corrección que se ponen en funcionamiento automática­mente, espontáneamente. Si la tradición de que se trata va demasiado lejos en un sentido, suele intentar corre­girse yendo igualmente lejos en el sentido opuesto. No hay duda de que nuestra civilización occidental, espe­cialmente en su variante norteamericana, dedica más energía mental que ninguna otra a la producción de ser­vicios y cosas materiales; y que, más que ninguna otra, favorece en general la actividad interesada, encaminada a un fin. Esto se refleja en nuestro arte, que, como se ha hecho observar frecuentemente, da tanta importancia al movimiento, el desarrollo y la resolución, al comienzo, el centro y la terminación; es decir, a la dinámica. Com­párese la música occidental con cualquier otra, o consi­dérese, por ejemplo, la literatura occidental, con su re­lativamente gran preocupación por el argumento y la estructura global y su relativamente escaso interés por los tropos, figuras y elaboraciones ornamentales; pién­sese en lo lenta que es la poesía china o japonesa en comparación con la nuestra y en lo mucho que se de­leita en situaciones estáticas; y lo incierta que suele ser la lógica narrativa de la novela no occidental. Piénsese en lo alambicada y retorcida que es la poesía árabe en contraste incluso con nuestra poesía lírica más gongo-rina. Y en cuanto a la música no occidental, ¿no nos im­presiona casi siempre como más monótona que la nuestra?

Ahora bien, ¿cómo logra el arte occidental compensar,

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corregir o, por lo menos, suavizar su insistencia en lo dinámico, una insistencia que puede o no ser excesiva? ¿Y cómo compensa, corrige o por lo menos suaviza la vida occidental misma su obsesión por la producción material y la actividad finalista? No trataré aquí de con­testar a esta última pregunta. Pero en la esfera del arte está comenzando a surgir espontáneamente una respues­ta, y la figura de parte de esa respuesta es el arte abs­tracto.

La decoración abstracta es casi universal, y la caligra­fía china y japonesa es casi abstracta, abstracta en la medida en que pocos occidentales pueden leer los carac­teres de la escritura china o japonesa. Pero sólo en Oc­cidente, y sólo en los cincuenta años últimos, han apa­recido cosas tales como cuadros abstractos y esculturas abstractas, Lo que constituye la gran diferencia entre éstos y la decoración abstracta es que son, exactamente, cuadros y esculturas aislados, obras de arte para ser con­templadas por sí mismas y con plena atención, y no como aditamentos, aspectos incidentales o marco de otras co­sas. Estas obras pictóricas y escultóricas abstractas ponen a prueba nuestra capacidad de contemplación desinte­resada de una manera que es más concentrada y, me atrevo a decir, más consciente que cualquiera otra de las cosas que conozco en el arte. La música es un arte esencialmente abstracto, pero incluso cuando es más re­finada y abstracta, y tanto si se trata de música de Bach o del período medio de Schònberg, no la pone a prueba exactamente de la misma manera o en el mismo grado. La música va desde un comienzo a un fin, pasando por una parte media. Aguardamos a ver cómo «termina», que es lo que hacemos también con la literatura. Natu­ralmente, la experiencia total de la literatura y de la música es completamente desinteresada, pero sólo lo es a una cierta distancia. Mientras vivimos la experiencia, estamos captados por ella y expectantes tanto como se-

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parados, desinteresados y al mismo tiempo interesados de una manera, parecida a la manera en que nos intere­samos por cómo resultan las cosas en la vida real. Exa­gero para exponer mi argumento —la experiencia esté­tica ha de ser desinteresada, y cuando es auténtica lo es siempre, aunque se trate de obras de arte malas—¡, pero las distinciones que he hecho y las que he de hacer to­davía son, no obstante, válidas.

Con la pintura representativa sucede algo parecido a lo que sucede con la literatura. Esto se ha dicho antes muchas veces, pero generalmente con objeto de criticar la pintura representativa de una manera que considero equivocada cuando no francamente necia. Lo que quie­ro dar a entender cuando digo, en este contexto, que la pintura representativa es como la literatura, es que tien­de a llevarnos a la contemplación tanto interesada como desinteresada al presentarnos las imágenes de cosas que son inconcebibles fuera del tiempo y de la acción. Esto se refiere incluso a los paisajes, cuadros de flores y na­turalezas muertas. No es simplemente que a veces ten­damos a confundir el atractivo de las cosas representa­das en un cuadro con la calidad del cuadro mismo. Y no es sólo que ese atractivo como tal no tenga nada que ver con el éxito perdurable de una obra de arte. Lo que es más fundamental es que el significado •—a dife­rencia del atractivo—< de lo que se representa llega a hacerse verdaderamente inseparable de la representación misma. El que Rembrandt limitara el empaste —es de­cir, gruesa capa de pintura— a las partes más ilumina­das de sus cuadros, y el que, en sus últimos retratos especialmente, aquéllas coincidieran con el dorso de la nariz de sus personajes es importante para el efecto ar­tístico de estos retratos. Y el que la eficacia del empaste como tal —como un elemento técnico abstracto—• coin­cida con su eficacia como medio para mostrar el aspecto de una nariz bajo una determinada clase de luz, es tam-

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bien genuinamente importante. Y el que el diseño natu­ral de la nariz contribuya a la evocación de la persona­lidad del individuo al que pertenece la nariz, es asimismo importante. Ninguno de estos factores puede ni debe ser separado del efecto legítimo del retrato como cuadro puro y simple.

Pero cuando se trata de personalidades y semejanzas, no son éstas cosas frente a las que podamos mantener una distancia tan segura, para el desinterés, como en el caso, por ejemplo, de la decoración abstracta. En reali­dad, toda la tendencia de nuestra pintura occidental, hasta las últimas fases del impresionismo, era la de ha­cer lo más insegura posible la distancia y la separación por parte del espectador. Más que ninguna otra tradi­ción, insiste en crear una ilusión escultórica o fotográfica de la tercera dimensión, en meter por los ojos imágenes de una naturalidad que las hace aproximarse lo más po­sible al original. Como consecuencia de su viveza escul­tórica, la pintura occidental tiende a ser mucho menos serena, mucho más agitada y activa —dicho en pocas palabras, mucho más explícitamente dinámica— que la mayor parte de la pintura no occidental. Y envuelve al espectador en mucha mayor medida en los aspectos prác­ticos y reales de las cosas que describe y representa.

Empezamos a preguntarnos lo que pensamos de las personas que aparecen en los retratos de Rembrandt, como personas; si nos agradaría o no pasear por el cam­po que se ve en un paisaje de Corot; acerca de la bio­grafía de los burgueses que vemos en un cuadro de Steen; reaccionamos de una manera menos que desinteresada a los atractivos de los modelos, reales o ideales, de los per­sonajes de un cuadro del Renacimiento. Y una vez que empezamos a hacer esto, empezamos a participar en la obra de arte de una manera, por así decirlo, práctica. En sí, esta participación puede no ser incorrecta, pero lo es cuando empieza a eliminar todos los demás factores. Esto

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ha hecho y hace con demasiada frecuencia. Aunque los entendidos han sido generalmente capaces a la larga de preferir el retrato de un enano por Velázquez al de una linda muchacha por Howard Chandler Christy, el goce del arte pictórico y escultórico en nuestra sociedad ha tendido, en todos los niveles distintos del de los enten­didos profesionales, a ser excesivamente «literario» y a concentrarse demasiado en los aspectos meramente técni­cos de la copia.

Pero, como he dicho, cada tradición cultural tiende a tratar de corregir un extremo yendo al opuesto. Y cuando nuestra tradición occidental de pintura presentó por fin reservas acerca de su franco naturalismo, éstas adoptaron rápidamente la forma de un antinaturalismo igualmente franco. Estas reservas empezaron a fines del impresionis­mo y han culminado ahora en el arte abstracto. No quie­ro de ninguna manera que se crea que trato de decir que todo ello sucedió porque algún artista o algunos ar­tistas decidieron que era tiempo de contrarrestar los ex­cesos de la pintura realista, y que el principal significado histórico del arte abstracto reside en su función como antídoto de esos excesos. Ni quiero que se me interprete como si supusiera que el arte realista o naturalista ne­cesita inherentemente, o necesitó alguna vez, tal cosa como antídoto. Las motivaciones, conscientes e inconscientes, de los primeros artistas modernistas, y de los modernistas actuales también, fueron y son completamente diferentes. El impresionismo mismo empezó como un esfuerzo por llevar el naturalismo más lejos que nunca hasta entonces. Y a lo largo de toda la historia del arte —y no sólo en los últimos tiempos—• las consecuencias han escapado a las intenciones.

Es en un nivel diferente y más impersonal y mucho más general de significado e historia donde nuestra cul­tura ha engendrado el arte abstracto como antídoto. En ese nivel, esta clase aparentemente nueva de arte ha sur-

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gido como un epítome de casi todo lo que requiere la contemplación desinteresada, y como un reto y un repro­che al mismo tiempo a una sociedad que exagera, no la necesidad, sino el valor intrínseco de la actividad delibe­rada e interesada. El arte abstracto aparece en este nivel como un alivio, un ejemplo fundamental de algo que no tiene que significar ninguna otra cosa ni que ser útil para ninguna otra cosa que él mismo. Y parece lógico también que el arte abstracto florezca actualmente sobre todo en este país. Si la sociedad norteamericana está en­tregada, como no lo ha estado ninguna otra sociedad, a la actividad deliberada y a la producción material, enton­ces es justo que se le recuerde, en términos extremados, la naturaleza esencial de la actividad desinteresada.

El arte abstracto hace esto de maneras muy literales y también muy imaginativas. En primer lugar, no exhibe la ilusión o semejanza de cosas con las que estamos ya familiarizados en la vida real; no nos da espacio imagi­nario por el que pasear con los ojos de la mente; ningún objeto imaginario que desear o no desear; ninguna per­sona imaginaria que pueda agradarnos o desagradarnos. Se nos deja solos con formas y colores. Estos pueden o no recordarnos cosas reales; pero si lo hacen, esto suele suceder de modo incidental o accidental, por nuestra pro­pia responsabilidad, como si dijéramos; y el goce genuino de una pintura abstracta no depende ordinariamente de tales semejanzas.

En segundo lugar, el arte pictórico en su más alta de­finición es estático; trata de superar el movimiento en el espacio o el tiempo. Esto no quiere decir que la mi­rada no recorra una superficie pintada y viaje así por el espacio y el tiempo. Cuando un cuadro nos presenta una ilusión de espacio real, es mayor el estímulo para que la mirada vague así. Pero, idealmente, el conjunto de un cuadro debería captarse de una ojeada; su unidad sería inmediatamente evidente, y la cualidad suprema de un

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cuadro, la más alta medida de su poder para conmover y controlar la imaginación visual, residiría en su unidad. Y esto es algo que ha de ser captado sólo en un instante indivisible de tiempo. No hay expectativa en la experien­cia verdadera y pertinente de un cuadro; un cuadro, repito, no se «desarrolla» como un cuento, un poema o una obra musical. Está todo él allí al mismo tiempo, como una revelación súbita. Esta «subitaneidad» suele co­municárnosla un cuadro abstracto con mayor simplicidad y claridad que una pintura representativa. Y para captar esto se requiere una libertad de espíritu y una falta de trabas en la mirada que constituyen de por sí esta «subi­taneidad». Quienes han llegado a ser capaces de experi­mentar esto saben lo que quiero decir. Se siente uno em­plazado y recogido en un punto del continuo de la du­ración. El cuadro le hace a uno esto, quieras que no, in­dependientemente de cualquier otra cosa que se tenga en la mente; una mera ojeada al cuadro crea la aptitud re­querida para apreciarlo, como un estímulo que desenca­dena una respuesta automática. Se transforma uno todo en atención, lo que significa que por el momento desapa­rece todo egoísmo y en cierto sentido se identifica uno enteramente con el objeto de la propia atención.

La «subitaneidad» que un cuadro o una escultura nos imponen no es, sin embargo, singular o aislada. Puede repetirse en una sucesión de instantes, manteniéndose en cada uno de ellos como una «subitaneidad», un instante en sí. Para el ojo cultivado, el cuadro repite su unidad instantánea como una boca que repite una misma palabra.

Esta agudización de la atención, esta completa libera­ción y concentración de ella ofrece lo que es en gran medida una nueva experiencia para la mayor parte de las personas de una sociedad como la nuestra. Y es, en mi opinión, el ansia de esta clase particular de experien­cia lo que contribuye a explicar la creciente popularidad del arte abstracto en este país: la manera en que se está

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adueñando de las escuelas de arte, las galerías y los mu­seos. El hecho de que la novedad y la moda intervengan también no quita validez a lo que digo. Sé que el arte abstracto de la más reciente variedad —que se originó con pintores como Pollock y Georges Mathieu—• ha lle­gado a asociarse con el jazz progresivo y sus devotos. Pero ¿qué importa? El que la música de Wagner llegara a estar asociada con el ultranacionalismo alemán y el que Wagner fuera el compositor favorito de Hitler no dismi­nuyen su excelente calidad como música. El que la actual boga de ciertos tipos de música popular empezara ya en los años treinta entre los comunistas no hace que nues­tro gusto por esa música sea menos genuino ni le quita nada a la música popular misma. Ni el hecho de que se digan y escriban tantas tonterías acerca del arte abstracto lo compromete, lo mismo que las tonterías en que abunda en general la crítica de arte, cada vez más, no compro­meten al arte en general.

Un punto, sin embargo, quiero que quede completa­mente claro. El arte abstracto no es una clase especial de arte; no hay una línea fija que lo separe del arte' re­presentativo ; es sólo la fase más reciente en el desarrollo del arte occidental como un todo, y casi todos los artifi­cios «técnicos» de la pintura abstracta pueden encon­trarse ya en la pintura realista que la precedió. Ni es tampoco una clase superior de arte. Todavía no conozco nada de la pintura abstracta, aparte quizá de algunas de las obras cubistas casi abstractas que realizaron Picasso, Braque y Leger entre 1910 y 1914, que pueda equipa­rarse a los más altos logros de los viejos maestros. La pintura abstracta puede ser una forma más pura, más quintaesenciada del arte pictórico que la representativa, pero esto por sí solo no da calidad a un cuadro abstracto. La proporción de pintura abstracta mala en relación con la buena es en realidad mucho mayor que la proporción de pintura representativa mala en comparación con la

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buena. No obstante, la pintura mejor, la pintura impor­tante de nuestra época, es casi exclusivamente abstracta. Sólo en los niveles medio e inferior de calidad, en los niveles por debajo de lo excelente —que es, naturalmen­te, donde se sitúa la mayor parte del arte que se pro­duce—-, sólo allí es la mejor pintura predominantemente representativa.

En el plano de la cultura en general, el valor especial, único, del arte abstracto reside —repito— en el alto grado de desinterés contemplativo que su apreciación requiere. La actitud contemplativa se requiere en mayor o menor grado para la apreciación de toda clase de arte, pero el arte abstracto tiende a presentar este requisito en forma quintaesenciada, más pura, menos diluida, más inmediata. Si el arte abstracto —como sucede hoy día— fuera la primera clase de arte pictórico que aprendiéramos a apre­ciar, es probable que cuando pasáramos a las otras clases de arte pictórico —*a los viejos maestros, por ejemplo, y espero que todos iremos a los viejos maestros finalmente— nos encontráramos más capacitados para disfrutar de sus obras. Es decir, seríamos capaces de percibirlas con me­nos intrusión de cosas ajenas y, por lo tanto, con más plenitud e intensidad.

Los viejos maestros se sostienen o caen, sus cuadros tienen éxito o no, por las mismas razones en definitiva que los de Mondriaan o cualquier otro artista abstracto. La unidad formal abstracta de un cuadro del Tiziano es más importante para su calidad que lo que el cuadro re­presenta. Volviendo a lo que dije acerca de los retratos de Rembrandt, el qué sea lo que se representa no carece de importancia —lejos de ello— y no puede separarse realmente de las cualidades formales que resultan de la manera en que es imaginado. Pero es un hecho, en mi experiencia, que los cuadros representativos son esencial­mente y más plenamente apreciados cuando la identidad de lo que representan está sólo secundariamente presente

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en nuestra conciencia. Baudelaire decía que podía discer­nir la calidad de un cuadro de Delacroix cuando estaba todavía demasiado lejos para ver las imágenes que con­tenía, cuando no era todavía más que un borrón de co­lores. Creo que era realmente con datos de esta clase como los críticos y entendidos, aunque casi siempre sin darse cuenta de ello, distinguían entre lo bueno y lo malo en el pasado. Puestos a ello, más o menos incons­cientemente, desechaban de su espíritu los significados adicionales de los desnudos de Rubens al apreciar y ex­perimentar el valor último de su arte. Pueden haber se­guido dándose cuenta de lo rosado como desnudo, pero era a un rosado y un desnudo exentos de la mayor parte de sus asociaciones usuales.

La pintura abstracta no nos plantea tales problemas. O, por lo menos, la habituación al arte abstracto puede adiestrarnos a relegarlos automáticamente al lugar que les corresponde; y al hacer esto refinamos nuestra mirada para la apreciación del arte no abstracto. Esta ha sido mi propia experiencia. El que esto sea todavía relativa­mente raro puede explicarse quizá por el hecho de que la mayor parte de las personas continúan llegando a la pintura a través del arte académico —la clase de arte que ven en los anuncios y en las revistas— y cuando descubren, si es que lo descubren, el arte abstracto, éste llega como una experiencia tan abrumadora, que tienden a olvidar todo lo producido antes. Esto es de lamentar, pero no niega el valor, real o potencial, del arte abstracto como una introducción a las bellas artes en general y como una introducción, también, a hábitos de contem­plación desinteresada. A este respecto, espero que el valor del arte abstracto resultará en el porvenir mucho mayor que lo ha sido hasta ahora. No sólo puede confirmar la tradición en vez de subvertirla, sino que puede enseñar­nos, por ejemplo, lo valiosas que puede hacerse que sean muchas cosas en la vida sin darles significados ulteriores.

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Conozco a muchas personas que han colgado cuadros abs­tractos en sus paredes y se han puesto a contemplarlos interminablemente, exclamando luego: «No sé lo que hay en ese cuadro, pero no puedo apartar mis ojos de él.» Esta clase de perplejidad es saludable. Nos resulta beneficioso el no ser capaces de explicar, ni a nosotros mismos ni a otros, lo que gozamos o amamos; amplía nuestra capacidad de experiencia.

(Traducido y reproducido con autorización especial de The Saturday Evening Tost.)

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FUNDAMENTOS FILOSÓFICOS DEL DERECHO NORTEAMERICANO

Por Harold J Barman s ^_ J ERIA vano hablar de una filosofía «norteamericana» del derecho. Los norteamericanos, como las gentes de cualquier país, sustentan diferentes y a menudo opuestas filosofías del derecho. Además, las diversas filosofías ju­rídicas que coexisten en Norteamérica se hallan íntima­mente relacionadas con diferentes filosofías jurídicas que han encontrado e'xpresión en otros países. Así, en los Es­tados Unidos, como en cualquier parte, hay quienes acep­tan la teoría del llamado «derecho natural», que sitúa la fuente y la sanción de las normas jurídicas y las senten­cias en la razón y la moralidad; hay otros que aceptan la llamada teoría «positivista», que establece una distin­ción precisa entre ley y moralidad y considera la ley, en último término, como creación de la autoridad polí­tica, como la «voluntad del Estado»; otros se atienen a una «jurisprudencia histórica», que explica la ley como un producto del desarrollo histórico del espíritu y el carácter de un pueblo; y existen muchos que han adop­tado variantes modernas de estas escuelas tradicionales del pensamiento jurídico, tales como la «jurisprudencia sociológica», que la interpreta como un equilibrio de va­rias clases de intereses, una ponderación de las conse­cuencias sociales de políticas alternantes; o la llamada

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también del «realismo jurídico», que es escèptica respecto a la doctrina jurídica y que halla la fuente de las decisio­nes jurídicas en las preferencias económicas, psicológicas o ideológicas de quienes tienen a su cargo la función de decidir. Cada una de estas filosofías jurídicas tiene sus defensores, y cada una ha tenido su momento de popu­laridad en una u otra época de nuestra historia.

Muchos norteamericanos, por otra parte, desconfían de la filosofía jurídica en su totalidad. Se oye decir con fre­cuencia que el derecho norteamericano, como el dere­cho inglés, es muy empírico en sus métodos, que procede caso por caso y problema por problema, buscando solu­ciones prácticas sin referencia a un conjunto sistemático de doctrinas o a una teoría general. «La vida del dere­cho —dice uno de nuestros más famosos juristas, Oliver Wendell Holmes, Jr.— no ha sido la lógica, sino la ex­periencia.» Me pregunto, no obstante, si nuestra descon­fianza de la filosofía no es más bien una desconfianza de determinadas filosofías, un temor de que la vitalidad de nuestro sistema jurídico vaya a sufrir si se limita a una sola teoría. Nuestro celebrado pragmatismo puede ocultar el hecho de que estamos eligiendo realmente en­tre varias teorías jurídicas rivales aquellas verdades que se cree que contiene cada una.

Ello se demuestra si examinamos hasta qué punto va­rias teorías del derecho se hallan implícitas en las dife­rentes instituciones jurídicas norteamericanas y sus proce­dimientos. Yo sostendría que ciertas características de nuestro derecho se basan en una creencia en el derecho natural: otras, en una teoría positivista; otras aún se asientan en la jurisprudencia histórica o en otras filoso­fías jurídicas. De un modo abstracto, estas filosofías ju­rídicas pueden aparecer como incompatibles unas con otras; en la práctica, se reconcilian y la verdad se en­cuentra en la justa combinación de ellas en el momento oportuno.

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Consideremos, primeramente, la creencia de que la ley, el derecho, es una expresión de la naturaleza racional y moral del hombre y que cualquier ley particular debe interpretarse a la luz de los fines racionales y morales a que debe servir en principio. Esta creencia —que presu­pone que lo que es no puede divorciarse completamente de lo que debe ser, y que una norma o precepto no puede llamarse propiamente ley si viola los ideales para los que la ley existe—• es hoy puesta en duda por muchos norteamericanos; sin embargo, incuestionablemente, ha ejercido una influencia importante en la formación del derecho norteamericano y, lo que es más, ciertas carac­terísticas de éste presuponen su validez.

En un período anterior de nuestra historia, especial­mente a finales del siglo xvín y principios del xix, la mayor parte de nuestros principales juristas aceptaban totalmente la idea de que existe una «ley moral» o «ley superior», a la que están sujetos las legislaturas, los tri­bunales y los funció ¡íarios administrativos y que es supe­rior a los estatutos, antecedentes o costumbres. En parte bajo la influencia de tratadistas europeos como Grocio, Vattel y Pufendorf, los jueces norteamericanos de aquella época declaraban que la legislación debe interpretarse de un modo compatible con la razón y la justicia natu­rales, y sostenían la doctrina completamente radical en­tonces de que los tribunales deben rehusar la observan­cia de las normas que consideren contrarias a los prin­cipios constitucionales. Aunque el poder judicial para anular actos anticonstitucionales de la legislatura pueda quizás parecer justificado sin necesidad de recurrir a una teoría de un «derecho natural», es, sin embargo, signi­ficativo que los jueces que primero invocaron ese poder aceptaban semejante teoría.

En este sentido hay que hacer hincapié en el hecho de que la propia Constitución promulga, como derecho positivo, ciertos principios amplios de justicia moral. Así,

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la Constitución manifiesta que ninguna persona puede ser privada de la vida, la libertad o la hacienda sin el «debido procedimiento legal» —-frase que para un norteamericano ha significado tradicionalmente, sobre todo, igualdad, consecuencia, imparcialidad, justicia y equidad. La Cons­titución garantiza también ciertas libertades generales, tales como la de expresión y de religión, y ciertos dere­chos también generales, tales como el de no ser sometido el ciudadano a registros y detenciones injustificadas, el derecho a un proceso imparcial y el de todos los ciuda­danos a una igual protección por parte de la ley. Al re­querir que todas las leyes deben adaptarse a esos princi­pios morales, la Constitución ha estimulado a los jueces norteamericanos a someter a la prueba de conciencia no sólo la legislación, sino todas las reglas jurídicas y todos los actos del Gobierno, incluyendo sus propias sentencias judiciales. Sería erróneo inferir de ello que los jueces americanos se creen libres para decidir un caso sin ate­nerse a códigos, antecedentes y costumbres; al contrario, la estabilidad de las leyes y la firmeza de las sentencias son valores básicos de nuestro sistema judicial. Sin em­bargo, es de la mayor significación el que el juez pueda decir a veces: un código (o norma o ley oficial) que entre en conflicto con la justicia, no es ley. Puede afirmarlo cuando la Constitución resulta infringida; pero el poder de revisión judicial de la constitución alidad de las leyes ha ejercido una influencia omnímoda sobre todo el siste­ma jurídico, pues el requisito constitucional del «debido procedimiento legal» está en el fondo de cada caso, civil, criminal o administrativo. Una gran ¡ajusticia sugiere siempre, al menos, una cuestión constitucional.

Otro aspecto del derecho norteamericano que expresa ana teoría del derecho natural es la doctrina de que el derecho común inglés, tal como existía antes de la Re­volución Norteamericana, es aplicable en varios estados sólo hasta el extreme o medida en que sea apropiado a

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nuestras condiciones. En virtud de esta doctrina, nues­tros tribunales de finales del siglo xvín y principios del xxx decidieron, por ejemplo, que la ley inglesa de primogenitura, según la cual sólo el hijo mayor podía heredar la tierra, era inaplicable a un país como el nues­tro doade la tierra era abundante y se consideraba iguales a todos los hijos. Los tribunales de los estados del Oeste Medio rechazaron también la norma inglesa de que es deber del dueño del ganado cercarlo, ya que no tenía sentido en las vastas praderas abiertas; de cualquier modo, escaseaba la madera para hacer cercas. En deci­siones tales se reflejaba una creencia en un derecho co­mún ideal que era capaz de adaptarse a la naturaleza de nuestra sociedad. Así, pues, en cierta medida, los prin­cipios del derecho común, como los principios constitu­cionales, se trataban, y se continúa tratándolos, como una especie de derecho natural —un derecho natural, hay que añadir, que se concibe menos en términos de las concepció íes estoica y tomista de la inclinación del hom­bre a obrar el bien y evitar el mal, que en términos de las concepciones calvinistas de los diversos acuerdos ins­titucionales que se requieren en orden a mantener bajo dominio la naturaleza pecadora del hombre.

Al considerar la extensión hasta la cual nuestras ins­tituciones legales están influidas por la teoría del dere­cho natural, hay que tener en cuenta también la alta consideració:! social y política de nuestros jueces. El juez norteamericano llega a su puesto ejemplarmente después de una carrera brillante en la práctica legal y, con fre­cuencia, después de cierta participación en la política; por lo general, es una figura bien conocida en la vida pública. El título de «juez» se considera un título de honor especial, y la persona que haya sido juez será tratada siempre con ese título aun cuando haya dimitido de la judicatura y haya vuelto a la práctica privada del derecho o, tal vez, a un puesto político. Entre nosotros

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la judicatura no forma parte de la administración civil, sino que constituye una rama independiente del gobier­no, equiparable a la legislativa y la ejecutiva. Además, debido a que nuestro orden social es múltiple, y en él se reconcilian muchas razas, tradiciones e intereses eco­nómicos a escala continental, los conflictos políticos no se pueden resolver a menudo mediante la legislación, y en lugar de ello se canalizan a través de sendas litigiosas privadas; en consecuencia, los tribunales se ven en la necesidad de entender en cuestiones políticas fundamen­tales que no se pueden divorciar de las cuestiones mo­rales. La integración racial constituye un gran ejemplo de tal determinación política y moral que ha llegado a ser una cuestión jurídica a decidir por los tribunales, pero todos los días surgen ejemplos menos espectaculares. ¿De­berían estar exentos de responsabilidad los centros de enseñanza y los hospitales por los daños personales in­fligidos por sus empleados, basándose en que son insti­tuciones benéficas? ¿Deben cumplirse los contratos del juego? ¿Determinado libro es obsceno y por tanto debe prohibirse su venta? Multitud de cuestiones semejantes se litigan ante los tribunales, ya porque la legislación no haya dado una respuesta al caso o porque la promulga­ción legislativa se halle sometida a diversas interpreta­ciones. La alta posición social y política de la judicatura, así como las implicaciones morales de muchos de los asun­tos que se someten a la decisión judicial, reflejan una creencia muy arraigada de que el juez no es sólo un funcionario del Estado, sino que se halla sometido a una autoridad superior al Estado que —con palabras del ju­rista medieval inglés Bracton— «no está bajo los hom­bres, sino bajo la ley y bajo Dios».

A finales del siglo xix y principios del xx, la creencia en una ley moral superior por la que se deben guiar las sentencias de los jueces se transformó en la creencia en ciertos derechos naturales inmutables, principalmente los

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derechos a la propiedad privada y la libertad de contra­tación, que los tribunales de aquel tiempo sostenían ha­llarse implícitos en la Constitución y, por ello, superiores a cualquier legislación. En nombre de tales derechos privados absolutos, el Tribunal Supremo en aquel tiempo anuló los esfuerzos legislativos para regular el trabajo de los niños, para establecer salarios mínimos y horas má­ximas de trabajo, y promulgar otra clase de medidas de bienestar social, incluyendo hasta el impuesto sobre los ingresos. Aunque esta doctrina de los derechos naturales inmutables se confundió a menudo con la doctrina an­terior de la supremacía de la ley moral, de hecho eran completamente diferentes las dos. La teoría de los «de­rechos naturales» postulaba la existencia de normas fijas y conceptos por los cuales las reglas jurídicas habían de juzgarse, mientras que la teoría anterior hablaba en tér­minos de conformidad de las reglas jurídicas a principios más amplios y flexibles de justicia. Así, pues, la teoría de los «derechos naturales» se asociaba a un deseo de un mayor grado de previsibilidad de la sentencia que la que parecía presentar la teoría anterior del «derecho natural». En realidad, fue en los tiempos patriarcales de la teoría de los «derechos naturales» —la teoría de que los derechos privados de propiedad y contratación son sagrados—> cuando muchos de nuestros tribunales adop­taron una doctrina estricta de adhesión al precedente, llamado stare decisis, bajo la cual se declararon hallarse sometidos a sentencias anteriores, aunque fueran injustas. La stare decisis, a su vez, se hallaba asociada a la idea de que cada sentencia judicial se mantiene como regla jurídica, y que del cuerpo legal se pueden sacar conclu­siones en forma de lógica silogística, independientemente de las consecuencias sociales.

Y de ese modo un razonamiento mecánico vino a susti­tuir al razonamiento moral anterior como característica predominante del pensamiento jurídico norteamericano.

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Como ha ocurrido frecuentemente en la historia de los sistemas jurídicas, una época de «equidad» fue seguida por una época de «ley estricta». Aceptando como axiomá­tico que «la ley es la ley», muchos de nuestros tribunales y de nuestros juristas trataron de construir un sistema ju­rídico que se bastara a sí mismo, completo e impermeable a los cambios fundamentales. Por supuesto, esta busca de certidumbre jurídica estaba condenada a fracasar, porque la ley no puede aislarse nunca de los cambios económi­cos, sociales y políticos, y este período de la historia nor­teamericana —aproximadamente desde el fin de la guerra civil hasta la primera guerra mundial—• fue de rápida in­dustrialización, inmigración en masa de europeos, cons­trucción de nuestras ciudades y un enorme crecimiento en todos los sectores de la vida social. Sin embargo, aquí, como en la Europa del siglo xix, los juristas creían que su tarea primordial era de análisis, clasificación y sistema.

Así, paradójicamente, el concepto de derechos natura­les fijos —aunque imponía limitaciones a la legislatura— era afín a una filosofía «positivista» de la ley, en la medi­da en que acentuaba el contenido propio y la independen­cia del sistema de las reglas jurídicas. En contraste con su equivalente europeo, el positivismo jurídico norteamerica­no no ha encarecido tanto el papel del Estado como fuen­te de la ley, en parte, quizá, porque el término maquia­vélico «Estado» no ha correspondido nunca a las realida­des políticas norteamericanas. El «Estado» ha llegado a confundirse en nuestro pensamiento político con «gobier­no» ; y tendemos a pensar en el proceso político no en términos unitarios, sino como una compleja interacción de partidos políticos, opinión pública, los poderes contradic­torios federal y de cada estado y restricciones y equili­brio entre las ramas legislativa, ejecutiva y judicial. Nues­tra teoría jurídica positivista, de todos modos, lo mismo que su equivalente europea^ considera la ley como un cuerpo de normas que deben aplicarse lógica y racional-

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rhente a los casos particulares, independientemente de la justicia en un sentido abstracto. Las consideraciones mora­les corresponden, según este modo de ver, al cuerpo le­gislativo, no a los tribunales. Como escribió el magistra­do Holmes en una carta a un amigo: «He dicho a mis hermanos (en el Tribunal Supremo) muchas veces que odio a la justicia, lo que significa que sé que cuando un hombre empieza a hablar acerca de ella, entonces, por una razón o por otra, está evitando pensar en términos jurídicos.» Fue Holmes, realmente, quien más que ningún otro ha influido sobre tres generaciones de juristas norte­americanos para que aceptasen la teoría positivista; desde 1882 hasta 1932, durante veinte años en el Tribunal Su­premo de Massacnuseíts, y después, durante treinta en el Tribunal Supremo de los Estados Unidos, luchó contra cualquier confusión de la ley y la moral, y en una serie de brillantes opiniones disidentes propugnó la doctrina de que las creencias morales y económicas de los jueces no deberían limitar el derecho de la mayoría a promulgar su voluntad en forma de ley.

Aparte de su efecto en estrechar el margen de las con­sideraciones referentes a la interpretación de las normas jurídicaSj la principal contribución del positivismo al de­recho norteamericano ha consistido en el ímpetu que ha. dado a la sistematización de nuestra doctrina jurídica. Aunque nos hemos resistido a una codificación general del derecho, en el sentido europeo, el final del siglo xix y principio del xx fueron, para nuestro derecho, una época de formulación sistemática de las normas jurídicas y nueva redacción de la doctrina en determinadas ramas. En el campo mercantil se codificaron los conceptos y nor­mas básicas de venta, de instrumentos negociables y de varios tipos de crédito. En lo que se refiere a los agravios, los variadísimos tipos de compensación por las diferentes clases de daños se sometieron a un análisis riguroso a fin de deducir los principios fundamentales y eliminar así,

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gradualmente, sus incongruencias. En el procedimiento civil, los anacronismos de las antiguas normas del dere­cho común se descartaron en gran medida, a menudo por medio de la adopción de nuevos códigos de procedimien­to que simplificaban y racionalizaban el sistema de defensa y el de juicio y apelación. Se pueden añadir otros ejemplos para mostrar la marcha de nuestro derecho en ese período y hoy, hacia una estabilidad y previsión cada vez mayo­res. Naturalmente, estas realizaciones se corresponden con diversas filosofías jurídicas; pero, no obstante, es signifi­cativo que hayan tenido lugar en gran medida dentro del marco de una concepción positivista.

Aunque la lucha entre la concepción positivista y la del derecho natural ha dominado el pensamiento jurídico nor­teamericano —como ha dominado el pensamiento jurídico de muchos otros países—, también ha habido otras evolu­ciones intelectuales importantes que han dejado su huella en nuestras instituciones jurídicas. Desde los años de la segunda y la tercera década de este siglo, el pensamiento jurídico norteamericano ha tendido a concentrarse en la necesidad de interpretar las reglas jurídicas y de llegar a decisiones legales de acuerdo con las consecuencias socia­les de estas reglas y decisiones. Muchos han llegado a ver la ley, el derecho, en primer lugar, como un instrumento de cambio social, de «ingeniería social». El concepto de una «jurisprudencia sociológica», asociado particularmen­te a los escritos del profesor Roscoe Pound (que cuenta ahora noventa años de edad), ha ejercido un profundo efecto al liberar al derecho norteamericano del mito de que los conceptos y normas jurídicos puedan ser conside­rados aparte de su contexto social. Basándose, en parte, en la obra del gran jurista alemán del siglo xix von Jheringj Pound atacó el formalismo y el conceptualismo jurídicos e instó a que la doctrina jurídica se comprenda como un equilibrio de diversas clases de intereses indivi­duales y de grupo, estando determinados los límites de

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un ajuste razonable por los intereses de la sociedad y la política de la comunidad.

Otra escuela, sin embargo, ha ido más allá que Pound, considerando las realidades jurídicas no en términos de doctrina en modo alguno, sino en términos de comporta­miento, especialmente del comportamiento oficial. Bajo el lema de «realismo jurídico», muchos norteamericanos, es­pecialmente en la década de 1931-40, se decidieron por los factores ideológicos, psicológicos y económicos en su in­vestigación de las causas fundamentales que determinan la conducta de jueces, abogados y otros funcionarios que han de adoptar decisiones. Basándose en Holmes, los realistas jurídicos han sostenido que las llamadas normas de dere­cho son simplemente declaraciones generalizadas de lo que se supone es la pauta de conducta de les representantes del derecho, y que la fuente de esa conducta se encuen­tra principalmente fuera del derecho en los prejuicios, pre­ferencias y políticas de esos representantes.

Las filosofías de la jurisprudencia sociológica y del rea­lismo jurídico desempeñaron un papel importante en las grandes reformas sociales y económicas de los años treinta que corresponden al presidente Franklin Delano Roosevelt y el «New Deal». Estas filosofías permitieron el derroca­miento durante ese período de muchas normas estableci­das; lo que antes se consideraba sagrado llegó a ser visto como arbitrario. Además, esas filosofías armonizaban con la creencia en la Administración como un medio mejor que los jueces para resolver los problemas sociales; cuando la ley llega a ser esencialmente un medio de regulación so­cial y económica, el papel del gobernante resulta realzado porque dispone de recursos más adecuados de investiga­ción y regulación de los conflictos sociales que el juez. Al mismo tiempo, las más modernas filosofías jurídicas también han ejercido efectos importantes sobre el proceso judicial, porque el énfasis sobre la política social que sirve de base a las normas y decisiones jurídicas ha llevado a

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una expansión, una vez más, de la gama de consideracio­nes pertinentes a la argumentación y fallo de los casos.

La segunda guerra mundial nos ha ayudado a percibir, no obstante, las limitaciones de una filosofía jurídica que exagere el papel del elemento administrativo y político en el derecho. Nuestra experiencia como nación en armas nos enseñó la diferencia existente entre un sistema de mando y un sistema legal; también nos enseñó los pe­ligros de la centralización administrativa excesiva. Ade­más, la guerra misma requiere la aceptación de valores y símbolos lo bastante sagrados como para morir por ellos, y para ello el escepticismo de los realistas jurídicos no resultaba adecuado. Por último, la explotación de las formas legales por parte de los regímenes totalitarios nos obligó a volver a examinar la teoría de que la ley es, en última instancia, una creación de la autoridad política, porque si no hay autoridad detrás de los gobernantes po­líticos, ya sean dictadores o mayorías populares, entonces no podemos censurar completamente a aquellos que obe­decieron ciegamente las órdenes de Hitler. Por lo menos fueron «cumplidores de la ley» en el sentido positivista.

Después de la guerra hemos sido testigos de un resur­gimiento de las teorías del derecho natural. Quizá el efecto más espectacular de este resurgimiento se haya dado en la zona de las libertades civiles, donde los juris­tas que habían denunciado anteriormente al Tribunal Su­premo por haber impuesto una «ley superior» sobre las políticas administrativas y legislativas en la esfera del bienestar social y económico, se han agrupado para apo­yar la defensa que el Tribunal ha hecho de la libertad de expresión, igualdad racial y derechos de procedimien­to contra las transgresiones administrativas y legislativas.

Igualmente, en otros campos —aparte del derecho cons­titucional— se ha dado una renovada acentuación de los fines racionales de los conceptos e instituciones jurídicos. En el derecho de contratación, por ejemplo, tratadistas ta-

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les como los profesores Lon Fuller, de Harvard, y Karl Llewellyn, de Chicago —aunque partiendo de puntos de vista diferentes—, han insistido en que preguntemos para qué es el contrato, y no meramente qué es el contrato. Como principal artífice del nuevo Código Mercantil Uni­forme, Llewellyn ha insistido en que se vuelvan a exami­nar las normas del derecho mercantil en términos de su función social; Fuller ha ido a la cabeza subrayando una filosofía jurídica «finalista» que vincula la jurisprudencia sociológica a la tradición del derecho natural.

Sería erróneo, sin embargo, sacar la conclusión de que la teoría del derecho natural domina hoy día en Estados Unidos. Quizá la característica distintiva de nuestra si­tuación presente, en este respecto, es que no existe ninguna teoría dominante y, verdaderamente, ninguna teoría se afirma con total seguridad. Ello ha llevado a algunos crí­ticos a decir que carecemos en absoluto de una filosofía jurídica; creo que sería más exacto decir que nosotros encontramos partes de la verdad en varias filosofías ju­rídicas.

Como he tratado de demostrar, estas diversas filosofías se entretejen en el desarrollo histórico de nuestras institu­ciones jurídicas. No podemos hablar de teoría jurídica co­mo de algo aparte del desarrollo histórico. No sólo nuestro derecho, sino también nuestras teorías del derecho son producto de la historia, una respuesta a nuestro pasado y a nuestro futuro. En este sentido, creo que estamos obliga­dos no sólo a las filosofías que hemos discutido hasta aho­ra, sino también a lo que se ha. llamado «jurisprudencia histórica». A pesar del hecho de que tenemos pocos ju­ristas que pertenezcan a la que en Europa se llama «es­cuela histórica», en nuestro pensamiento jurídico se en­cuentra, sin embargo, un elemento histórico por la pro­pia naturaleza de nuestro proceso judicial. Al buscar orien­tación para los fallos de los tribunales en los casos pre­vios, incluyendo el razonamiento de esos fallos y las po-

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líticas en que se asientan, nuestros jueces ordenan conti­nuamente la experiencia pasada a fin de formar no sólo el derecho, sino también la filosofía del derecho. Puesto que los fundamentos de nuestro derecho han sido creados por los jueces, nuestros profesores de derecho y nuestros abo­gados no pueden sino absorber un gran ingrediente histó­rico en su pensamiento.

Podemos, yo lo sugeriría, reconciliar una gran variedad de teorías jurídicas que parecen incompatibles cuando se las considera en abstracto, justamente porque no las vemos en abstracto, sino más bien dentro del contexto del des­arrollo histórico de nuestro sistema jurídico, viéndolas, esto es, como expresiones parciales de una verdad que nunca se revela de modo completo, sino que encuentra ex­presión, a su tiempo, mientras continuamos construyendo sobre nuestra experiencia pasada.

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EL HOMBRE DE CIENCIA COMO ARTISTA *

Por George Rusell Harrison

F J . ^ S probable que la manera en que los no cientí­ficos se imaginan hoy al hombre de ciencia esté excesiva­mente determinada por el influjo de la tecnología en la vida moderna. La tecnología es fácilmente confundida con la ciencia, con la que está relacionada en cierto modo de la misma manera que el periodismo está relacionado con la poesía. Como consecuencia de ello, el hombre de ciencia y el artista son considerados a menudo como casi diametralmente opuestos en sus métodos de acción, ba­sando el artista sus actividades fundamentalmente en la emoción, moderada por la razón, y el hombre de ciencia las suyas en la razón no moderada por ninguna otra cosa. En realidad, muchos suponen que la ciencia lleva a cabo sus actividades tan implacablemeate bajo los dictados de una lógica ciega, que es probable que se exceda y que coloque al hombre en situaciones que son extremada­mente perturbadoras para el humanista.

Típica de una incomprensión corriente respecto a las fuerzas que impulsan al hombre de ciencia es una afir-

* © 1959 by the Alumni Association of the Massachu­setts Institute of Technology.

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mación que Boris Pasternak hace escribir al Dr. Yivago en su diario: «El progreso en la ciencia está regulado por las leyes de la repulsión; cada avance está representa­do por la refutación de errores prevalentes y falsas teo­rías... Los avances en el arte están regulados por las leyes de la atracción; son el resultado de la imitación y la admiración de los predecesores.»

No he encontrado ningún hombre de ciencia que esté de acuerdo con esta afirmación; todos insisten en que la ciencia progresa, no por la negación de lo anterior, sino por atracciones e imitaciones análogas a las que estimulan el progreso en el arte. Fue el mismo Sir Isaac Newton quien dijo: «Si he alcanzado a ver más lejos, ha sido por estar subido en los hombros de gigantes.»

La obra del verdadero hombre de ciencia está funda­mentalmente dirigida y condicionada por valores esté­ticos. Los progresos de la ciencia no obedecen a consi­deraciones puramente recionales, sino a la búsqueda de belleza, de orden, armonía, simetría y equilibrio. Jamás podría un científico abrirse camino, sin orientación esté­tica, a través de la impenetrable maraña de todas las posibles deduciones que resultan de un método exclu­sivamente lógico. La inspiración llega a la mente cuan­do se ve que fantasías aparentemente casuales, que sur­gen del inconsciente, se ajustan a modelos no percibidos antes. La imaginación creadora que evoca y evalúa tales modelos es el principal instrumento, tanto del artista como del hombre de ciencia.

Cada hipótesis o descubrimiento científico es una obra de arte. Despierta en el observador sentimientos de be­lleza en la medida en que atrae por su carácter de ver­dad, y sentimientos de interés en la medida en que es algo nuevo, disciplinado y adecuado. El panorama de la ciencia moderna es como una inmensa pintura mural en la que millares de artistas han estado colocando de-

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talles a través de los siglos, upa hipótesis y su ulterior comprobación aquí, un descubrimiento y su explicación allí. A veces puede verse que ciertos sectores de la pintura necesitan modificación, con objeto de resaltar un cierto orden no percibido antes, o de reunir secciones cuyos detalles adyacentes no armonizaban. Rara vez hay que borrar por completo una parte de la pintura. Cuando esto sucede, los pintores científicos tienen muchas hue­llas que les sirven de guía y nunca necesitan comenzar de nuevo desde el principio mismo.

Cuanto más grande es una hipótesis científica, más se parecen los impulsos responsables de ella a los que pro­ducen una gran obra de arte. Einstein mismo describió sus primeras tentativas hacia la relatividad como moti­vadas por la necesidad de simetría y orden. Podría haber estado describiendo la manera de elaborar sus respecti­vas inspiraciones Beethoven, Praxiteles o Milton.

Como una obra de arte, una generalización científica necesita compresión técnica para poder ser apreciada. Mi colega de la Escuela de Arquitectura, y yo nos encontra­mos callados ante una pintura abstracta, él empapándose de ella y yo sintiendo mi insuficiencia ante lo que me pare­cen garabatos hechos por un adolescente. Después nos encontramos ante una placa en la que figuran las ecuacio­nes de Maxwell y volvemos a estar callados, pero ahora soy yo el que se siente estimulado en su imaginación. Me maravilla el que en menos espacio del que se necesita para los dos primeros de los Diez Mandamientos, que tampoco son mediana concentración de experiencia, esté comprimido el comportamiento de todas las cargas eléctri­cas y de todos los campos magnéticos que el hombre ha encontrado jamás, ya sea en el núcleo de un átomo, en un rayo de luz, en un motor eléctrico o en un rayo cósmico procedente de una lejana nebulosa.

La misma concentración de información que se encuen-

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tra en ei cuadro que es mejor que 10.000 palabras, o en el giro poético que despierta cien ecos en la mente, se halla en la ciencia en ecuaciones tales como la de Einstein, E = me2. Las amplias perspectivas de verdad así ence­rradas en poco espacio pueden ser desplegadas en la men­te del observador de acuerdo con su entendimiento. El proceso mismo de desplegarlas aumenta, en verdad, su capacidad de comprensión.

Como ha dicho sir Edward Appleton, «lejos de reducir la vida a algo frío y mecánico, la ciencia moderna..., como la poesía, revela profundidades y misterios completamen­te diferentes y más allá del mundo ordinario al que esta­mos acostumbrados».

El hombre de ciencia considera que ha alcanzado uno de sus objetivos cuando ha «explicado» algo. Quiere de­cir con esto que ha examinado un fenómeno en todos sus aspectos y que ha comprobado que encaja bastante bien en la pintura mural que relata otros fenómenos «expli­cados». El científico ha de examinar las cosas por las mismas razones que el artista, a fin de poder percibir sus relaciones y ordenarlas de nuevo si es necesario.

Se dice a veces que nuestra imagen del átomo se está haciendo cada vez más vaga. Esto no es así; es verdad que el átomo mismo tiene un aspecto más confuso, pero resulta que esto corresponde a la naturaleza de los áto­mos; la imagen se hace más clara y definida. Recorda­mos más a menudo que antes que lo que contemplamos son imágenes de átomos y no los átomos mismos. El re­conocer la diferencia entre un átomo y su imagen aumen­ta nuestra capacidad de especificar cómo se comportarán los átomos en diversas circunstancias. Al madurar nues­tra apreciación estética, disminuye nuestra necesidad de imágenes de átomos que se asemejen tan estrechamente a las cosas que vemos en el mundo cotidiano.

Como les pasaba a hombres más primitivos con sus dio-

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ses, sólo podemos representarnos lo desconocido en tér­minos de lo conocido. Así, el hombre de ciencia ha lle­gado a reconocer que sus moléculas, neutrones y núcleos son productos artísticos de su imaginación creadora. No pueden tener el mismo aspecto que la cosa real, que ja­más podrá ser vista, pero las imágenes tienen validez en la medida en que le permiten predecir correctamente los fenómenos moleculares o nucleares.

El haz móvil que dibuja la imagen en un aparato de televisión es una corriente de electrones que choca con una pantalla fluorescente. Estos electrones no han sido vistos por nadie, pero se comprueba que se comportan como diminutas gotitas de electricidad que pueden ser pesadas y medidas con medios apropiados. Así, el artista-científico las dibuja de esta manera en la pintura mural y ve que son parte de átomos, que emiten radiación y que puede esperarse que realicen otras diversas funciones electrónicas. Pero la imagen se deforma si se lleva dema­siado lejos, y el modelo del electrón resulta incapaz de explicar algunas nuevas observaciones. Entonces se co­rrige la pintura; la imagen del electrón se ve ahora gi­rando y rápidamente provista de ondas que le sirven de guía.

Cuando Rutherford descubrió que el átomo contenía electrones, resultaba natural pensar inmediatamente en la analogía con los planetas en el sistema solar. |Qué agra­dable imaginar en el microcosmos 1.000.000.000 de soles, cada uno de ellos con planetas girando a su alrededor en diminuta majestad! Bode había dibujado un detalle de gran belleza en la pintura mural al mostrar que las distancias entre los planetas más próximos y el Sol pre­sentan una sencilla relación matemática entre • sí, y por este medio había incluso localizado un planeta ausente donde fueron encontrados después los asteroides. Kepler descubrió que un planeta recorre en su órbita áreas igua­

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les en tiempos iguales, independientemente de que esté acercándos al Sol o alejándose de él. ¡Qué interesante resultaba imaginar esta armoniosa música de las esferas trasladada a la intimidad del átomo! ¡Qué hermoso ejem­plo de orden si en el microcosmos se encontrara la misma pura belleza matemática que en el cosmos!

El examen de sectores vecinos de la pintura mural mos­tró pronto que esta imagen no podía ser exacta. Si lo fuera, el átomo se desharía rápidamente con una diminuta llamarada de luz al precipitarse en espiral los electrones sobre el sol nuclear. Muchos científicos se sintieron aba­tidos al ver que el universo no se adaptaba a sus predic­ciones. Entonces, en 1913, Niels Bohr, partiendo de la existencia de líneas en el espectro y utilizando dos nuevas hipótesis radicales que habían resultado útiles para otros fines, pudo calcular las longitudes de onda de las líneas observadas con una exactitud de 1 por 100.000. Mostró que lo que se necesitaba para comprender el átomo, al menos como emisor de radiaciones, era descansar un poco, suponer deliberadamente que todos habían sido inducidos a error por las imágenes del átomo de hidrógeno en otras partes de la pintura mural, y llegar a la conclusión de que el electrón puede permanecer en una órbita indefini­damente, sin radiar luz más que si salta a otra órbita.

Lo que nos interesa ahora es que las nuevas leyes así encontradas, que regulan el movimiento de los electrones en el átomo, aunque difieren en algunos aspectos de las que rigen a los planetas, demostraron ser increíblemente más bellas y estimulantes. Como consecuencia de ello, partes de la pintura muy alejadas entre sí y que antes estaban confusas en los bordes, pudieron ser ajustadas en una nueva y notable unidad al volverlas a pintar te­niendo en cuenta las nuevas hipótesis.

Entonces llegó la gran percepción de que las noventa y tantas clases de elementos químicos que existen en la tierra no son 90 entidades diferentes, sino que son sim-

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plemente conjuntos distintos de tres partículas fundamen­tales •—neutrones, protrones y electrones— en estructuras diversas. El estaño es estaño y el oxígeno es oxígeno, no porque fueran sacados de diferentes depósitos en el mo­mento de la Creación, sino porque el estaño surge cuando hay electrones -girando alrededor de un núcleo que tiene 50 cargas positivas, y el oxígeno cuando tiene sólo ocho.

Así, mediante el trabajo de una multitud de científicos, fue surgiendo la gran explicación de por qué hay una ta­bla periódica de los elementos químicos y por qué cada átomo tiene sus propiedades individuales. Pronto resultó posible alcanzar incluso cierto dominio sobre la transmu­tación de los átomos. Como el mundo ha aprendido para, su actual incomodidad, pero como vivirá a fin de apren­der para su beneficio, el nuevo modelo del átomo da re­sultado. Es un modelo dinámico, y cada vez se hará más definido. De vez en cuando habrán de añadirse nuevos detalles, y algunos de los actuales necesitarán revisión. Esto sucederá porque los átomos serán sometidos a nue­vos estudios e investigaciones.

El triunfo estético de explicar todas las moléculas como simples conjuntos de átomos, y todos los átomos como combinaciones de tres tipos fundamentales de partículas, colman a cualquier moderno científico de emociones aná­logas a las que siente un joven escultor al contemplar por primera vez la cabeza de Nefertíti o la Victoria de Sa-motracía.

Como el arte, la ciencia tiene una necesidad periódica de romper las cadenas de lo clásico. Para obtener el má­ximo placer estético de la contemplación de cualquier clase de creación imaginativa se requiere cierto grado de novedad. Puedo recordar cuando era emocionante para los espectadores del cine el mero hecho de ver abrirse una puerta. Como la arquitectura occidental ha pasado del románico al gótico, al barroco y al estilo moderno,

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como la pintura ha pasado por sus períodos clásico, ro­mántico, impresionista y abstracto, también la ciencia ha sufrido periódicamente grandes transformaciones.

Una vez que la gente se hubo acostumbrado al hecho de que una pintura bidimensional pudiera captar una gran parte de la realidad del mundo tridimensional, fue necesario encontrar nuevas maneras de mirar las cosas. Se añadió el gesto para dar la ilusión del movimiento. Cuando Leonardo da Vinci empezó su trabajo, la pers­pectiva en pintura era algo nuevo. Mucho después, a su vez, la escuela analítica cubista introdujo un nuevo tipo de afirmación artística, que en vez de requerir que el observador tenga que mover los ojos para ver las cosas una tras otra, trataba de ver una escena desde varios pun­tos de vista a la vez, con la esperanza de que pudieran captarse nuevos valores estéticos. Cada nuevo movimien­to artístico era construido sobre lo que se había hecho antes, y cada uno de ellos quedaba hasta cierto punto liberado de las antiguas limitaciones. Lo mismo ha suce­dido con la teoría de los cuantos y con la relatividad y con toda la física moderna. En la ciencia, como en el arte, lo viejo es complementado, más que sustituido, por lo nuevo.

Einstein no demostró que la ley de la gravitación, de Newton, fuera falsa, sino que hizo ver que era limitada y que consistía en una visión especial, notablemente amplia para su época, pero que era sólo parte de una perspec­tiva mucho mayor que Einstein percibió y presentó a un mundo sorprendido. Newton era uno de los gigantes so­bre cuyos hombros se encaramó Einstein para descubrir este asombroso espectáculo, que en la lejanía del hori­zonte mostraba que el tiempo y el espacio, así como la materia y la energía, son hasta cierto punto una misma cosa. Ambos hombres, en sus transportes de descubri­miento, experimentaron emociones más vastas y profun­das aún que las que Keats adivinaba en el «intrépido

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Cortés... silencioso, sobre una cima en Darien». Colón y Magallanes se inclinan ante el artista y el científico como exploradores.

El científico tiene tanta tendencia como su primo el artista a padecer por su temperamento, y ello por las mismas razones. Tanto Newton como Einstein, en sus días jóvenes y más productivos, resultaban tan insufribles para sus compañeros como el sordo Beethoven, al que se en­contró sentado al mediodía en un cuarto oscurecido, con su piano cubierto de platos sucios. Sin embargo, allí es­taba, según la frase de Phyllis McGinley, «convirtiendo el silencio en sinfonías».

Las semejanzas entre Beethoven componiendo una sin­fonía y Einstein construyendo una hipótesis son asom­brosas. La inspiración que surge del subconsciente es moldeada y pulida, examinada y ajustada, rehecha y re­tocada, hasta que el edificio tan lentamente erigido os­tenta el sello evidente de la exactitud y de la verdad.

Según las palabras de James B. Conant, «el descubri­miento científico empieza, no en los hallazgos del labora­torio, sino en los vislumbres de la imaginación. El ver­dadero científico, como el poeta auténtico, no parte de las notas que hay sobre su mesa, sino de un presenti­miento, de algo que percibe en su'interior, de un in­dicio».

El artista debe estar siempre dispuesto a sacrificar lo literal y fotográfico en aras de una verdad más profunda. Esto puede considerarse como una prerrogativa funda­mental del arte, pero también el científico ha de elegir entre diversos niveles de verdad al decidir qué comple­jidades de un experimento debe dejar a un lado.

Nadie, salvo quizá los descendientes de Balboa, se pre­ocupa de que Keats pusiera a un explorador por otro en su cima de Darien. Al fin y al cabo, el poeta estaba cantando a los exploradores en general, y Cortés podía

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servir para ello. Y si Kipling es condenado a veces, lo es por su anticuada preocupación por el imperio, no por­que su geografía fuera defectuosa.

El artista ha de confiar en muchos sentimientos esté­ticos para sus juicios de valor. Su respuesta a la verdad, después de un cierto análisis, es en gran parte instintiva e intuitiva. El arte tiene que ser apreciado por el indivi­duo. El científico, sin embargo, se adiestra en disociar su ciencia de su individualidad. Quiere descubrir cómo se comportaría el universo si él y todos los demás que lo investigan desaparecieran. Heisenberg con su principio de incertidumbre, Bohr con el de complementaridad y otros han mostrado que quizá no haya manera de lograr esto.

Einstein consideró que debía mostrarse en desacuerdo con esta importante conclusión. Ello le perturbó hasta su muerte. Su actitud indica que, incluso en la ciencia, cada pensador, por grande que sea, se guía finalmente por consideraciones estéticas. Después de casi veinte años de discusión con Bohr, Einstein dijo con respecto a la acti­tud de Bohr: «El creer esto es lógicamente posible sin contradicción, pero ello es tan opuesto a mi instinto cien­tífico, que no puedo dejar de buscar una concepción más completa.» Aunque habla el científico más grande de muchos siglos, en sus palabras se expresa con seguridad un artista.

Esta «conferencia en la cumbre» (pues Bohr heredó de Einstein el manto del «más grande científico viviente») fue una serie muy apacible de discusiones. El humor, la cortesía y la estimación mutua de los dos participantes la mantuvieron alejada del campo de la controversia. Siempre que se encontraban discutían ambos la comple­mentaridad y la causalidad y el efecto de un observador sobre lo que está tratando de ver en el mundo de los átomos. No puede espjerarse que las más diminutas par­

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tículas dejen de ser influidas por las ondas luminosas utilizadas para observarlas; ¿quién puede entonces decir cómo se comportan cuando no son observadas? Así, decía Bohr con Heisenberg, algunas de nuestras conclusiones «de sentido común» acerca de fenómenos atómicos indi­viduales son con seguridad erróneas.

Aunque de acuerdo con Bohr en cuanto a la lógica, Einstein no podía asumir este punto de vista y trató in­cansablemente de encontrar algún camino para eludir la dificultad. Sugería, por ejemplo, un experimento intelec­tual, un ejercicio mental sobre cuya lógica estuvieran am­bos de acuerdo, y que parecía contradecir los argumen­tos de Bohr. Este se retiraba, algo perplejo, pero al día siguiente aparecía con una explicación de por qué no era violada la complementaridad. Einstein quedaba conven­cido por la argumentación en ese caso concreto, pero se­guía insatisfecho y volvía a aparecer a su vez con un ejemplo diferente. Este también sería demolido por Bohr al cabo de algún tiempo. Los dos estaban siempre de acuerdo en el análisis lógico, pero Einstein seguía toda­vía insatisfecho.

Probablemente, la mayor parte de los físicos conside­ran que la posición de Bohr era la más fuerte y que Einstein era culpable de dejarse guiar por el deseo. Hay quienes dicen, sin embargo, que las peculiaridades de la teoría cuántica pueden obedecer a la posición del hom­bre como observador y no ser cualidades intrínsecas del mundo natural. Así, aunque la posición de Bohr es co­rrecta en su propio contexto, quizá a la larga se de­muestre que la visión de Einstein era de mayor alcance. Lo que nos interesa aquí no es el valor de la argumen­tación, sino el hecho de que Einstein, llevado al agua por la lógica, no podía satisfacerse por la intensidad de su sed intuitiva.

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«El arte —dice André Malraux— es una lucha secular para dar nueva forma al esquema de las cosas.» Esta afirmación puede modificarse para que se ajuste también a la ciencia y la tecnología, y para diferenciarlas. La tecnología da nueva forma a las cosas mismas; la ciencia modifica el esquema.

Da gran satisfacción estética al hombre de ciencia la posibilidad que tiene a veces de utilizar sus conceptos para la predicción. Darwin encontró en Madagascar una orquídea muy extraña, con un cáliz tan profundo que no podía ser fecundada por ningún insecto conocido. El gran evolucionista predijo en seguida que se encontraría una mariposa capaz de hacerlo, pues de lo contrario se habría extinguido hace largo tiempo esta especie de or­quídea. Así sucedió realmente, apareciendo por fin la mariposa, con su larguísimo tubo para recoger el néctar enrollado en espiral.

Sabiendo hasta qué punto la gran belleza de las ma­temáticas obedece a una dura e inflexible lógica, el cíen-tífico ha ayudado a comprender la necesidad de disci­plinas clásicas en el arte. ¿Por qué ha de haber cuatro movimientos en una sinfonía? Ello no es necesario, • na­turalmente, pero el atractivo estético del arte es realzado por la disciplina; lo fácil no logra despertar nuestro in­terés. Nuestro gusto por la rima es menor de lo que solía ser y por ello aparecen nuevas formas de poesía. A me­nos que el artista someta a disciplina su capacidad crea­dora, sus obras quedan pronto olvidadas.

La transpiración del genio procede en parte de ayudar a que nazcan nuevas ideas, pero aún más de configu­rarlas con las necesarias disciplinas. Beethoven oía en su mente una música angelical, pero sus cuadernos de notas muestran lo a fondo que trabajaba cada tema, ajusfándolos entre sí y todos ellos en un conjunto unifi­cado. Tal actividad tiene por consecuencia una gran pro­babilidad de que una obra de arte supere en su totalidad

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a las partes que el artista reúne. Sea testigo de ello el poeta que dijo que no podía saber de qué trataría su poema hasta que no estuviera terminado. Lo mismo su­cede con el hombre de ciencia que elabora una nueva hipótesis. Las nuevas relaciones que descubre son inna­tas, y frecuentemente no seleccionadas por él.

Aunque todavía quedan grandes diferencias entre el arte y la ciencia, muchas de ellas son en considerable medida cuestión de grado. El científico ha de pensar en términos rigurosamente cuantitativos, y es probable que se considere él mismo intolerante con la intuición. Cree que esto es vaguedad y posiblemente prejuicio. Se resiste también a que la fe le sirva de guía. Sin embargo, la intuición y la fe son sus instrumentos más agudos. Lo importante es que siga hasta confirmar y comprobar los resultados de su intuición y de su fe. Sabe que su nueva hipótesis, su obra de arte, ha de poder resistir el detenido escrutinio de sus colegas. Ellos, al evaluarla en términos de otras partes del gran mural de la ciencia, sólo nece­sitan fiarse de las respuestas que dé la naturaleza, en los laboratorios y en el firmamento, a las preguntas que ellos le hagan.

Citemos de nuevo a Malraux: «No es quizá una mera coincidencia el que de todos los grandes maestros de la pintura, el de mayor influencia haya sido aquel para quien el arte no era el interés exclusivo en la vida, Leo­nardo da Vinci.» Leonardo no era un científico, pues sus invenciones se inclinan más a una tecnología varios siglos adelantada, pero tenía el genio de la ciencia y de la tec­nología tanto como del arte.

El científico es adiestrado deliberadamente para ser un intelectual que no se arredra ante el cambio, sino que lo acoge y trata de encauzarlo. La mayor parte de los científicos son mucho más optimistas que la generalidad de los poetas y los pintores acerca del porvenir de la

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civilización. «La investigación —-dice Kettering— no es más que una actitud de amable acogida frente al cam­bio... Es la mente de mañana en vez de la mente de ayer.» Aquí reside el secreto del actual predominio de la ciencia.

Las semejanzas de la ciencia y el arte son mucho ma­yores que sus diferencias, y merecen ser más destacadas. Comparten los elementos básicos de la belleza: reduc­ción del caos al orden, de la complejidad a la sencillez y, sobre todo, de universalidad.

(Traducción y reproducción autorizada de The Technology Review.)

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LA ENSEÑANZA SUPERIOR EN LOS ESTADOS UNIDOS *

Por Geor^e N .shustf-r

P JL ERMITASEME recordar, a manera de prólogo, lo que, para emulación de todos nosotros, dijo Montaigne de que su libro había sido escrito «de buena fe». Al es­cribir lo que sigue lie abandonado prácticamente toda es­peranza o finalidad salvo ésta. Es difícil tratar de descri­bir el espíritu de la enseñanza superior norteamericana, verla claramente tanto en sus virtudes como en sus defec­tos y aventurarse a compararla con las de otras partes. Mucho más fácil de hacer hubiera sido una especie de catálogo, con estadísticas en forma de apéndice. La idea misma de una cosa así me ha hecho apartarme de ello, como si fuera una mortal tentación. Hablo más bien de ideas e ideales, de hombres y de sus modos de pensar, de cultura como el antecedente necesario del esfuerzo educativo. Quizá se pregunte el lector por qué he sido tan candoroso. La excusa ofrecida es la de que muchos de quienes representamos a las escuelas norteamericanas nos hemos dado unos a otros palmadas en la espalda que han resonado tanto en el extranjero, que más parecíamos vendedores de fincas de Hollywood que serios maestros

* © 1959 by The University of Notre Dame Press.

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de la actividad educativa, conocedores tanto de la debi­lidad como de la fuerza. Por otra parte, no hay aquí nada de la crítica para la que todo lo que hacemos está mal y que, a la manera del batean ivre de Rimbaud, se lanza a explorar mundos de ensueño de la educación que nunca han existido ni existirán.

A mi parecer, la persona verdaderamente educada rara vez es muy doctrinaria en lo que se refiere a la educa­ción. Naturalmente, dará por supuesto que existen es­cuelas de todas clases destinadas a preparar al joven para una utilización razonablemente adecuada de sus años fu­turos. Afirmará también que quienes vigilan la educación no deben eludir ningún deber intelectual necesario para mantenerse ellos mismos al nivel de su tarea. Pero otra cuestión es la de si una n.»nera de hacer todo esto es necesariamente la única apropiada. Los jóvenes no son en modo alguno iguales, de modo que el peinado que le siente bien a uno parecerá extraño en otro. Es asimismo evidente que la «vida» cambia y que, por lo tanto, un saber que pierde la conciencia del cambio puede llegar a carecer de proteínas y vitaminas. En apoyo de estos puntos de vista pueden aducirse tantas opiniones y ex­periencias, que puede llegarse con seguridad a la conclu­sión de que ni siquiera la educación «democrática» hará que el mundo sea inevitablemente un lugar seguro para la democracia.

Quizá, sin embargo, debiéramos evaluar al comienzo de lo que ha de ser por necesidad una discusión comparativa —pues el significado de la enseñanza superior en los Es­tados Unidos no puede quedar claro más que si se ex­pone en su contexto (1)— tres maneras de ver la educa-

(1) No se intentará en este trabajo ninguna tipología comparativa de la enseñanza superior, aunque necesaria­mente habrá de prestarse alguna atención a ciertas dife­rencias básicas de propósito y estructura. Las diversas na-

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ción que en la actualidad se exponen con todo vigor. En primer lugar, se afirma que los cerebros son nuestro prin­cipal tesoro y que el porvenir dependerá de lo bien que los utilicemos. Esta afirmación contiene sin duda buena parte de verdad, pero es afortunadamente un hecho que los cerebros pueden dedicarse a tareas no ideadas por la enseñanza oficial. El piloto de un bombardero de largo alcance, por ejemplo, sólo puede sobrevivir si es muy in­teligente, pero probablemente le sería de poca utilidad, en sentido técnico, el quitar tiempo para conseguir un título de doctor en Filosofía. La teoría de que existe una reserva de cerebros de la que ha de extraerse hasta el último gramo de energía mental domina, por lo que pue­de verse, la educación soviética. Sin embargo, esto no parece haber demostrado que las inteligencias humanas sean manzanas cuyo jugo pueda exprimirse en una fá­brica de sidra académica. En realidad, las energías inte­lectuales, que son las más nobles y creadoras, no pueden ser sometidas a ninguna fórmula de utilización obligato­ria. Antes bien, los educadores deben reconocer siempre humildemente que algunas de las más prometedoras de

ciones han añadido a sus sistemas escolares un gran número de programas especializados a fin de satisfacer lo mejor posible los requisitos de una sociedad cada vez más com­pleja. Así, la enseñanza profesional en Francia. presenta una asombrosa profusión de planes de estudio y títulos a través de la cual le resulta al estudiante extranjero de tales materias tan difícil moverse corno a Teseo en su laberinto. Por otra parte, Austria, que tiene un plan rela­tivamente sencillo en el nivel profesional, ha ensayado nu­merosos experimentos destinados a adaptar las escuelas in­feriores a las necesidades variables de los alumnos que salen de las escuelas elementales. No hay un manual que exponga adecuadamente todas estas diferencias. Quizá se necesite uno.

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las mentes jóvenes estarán en rebelión constante contra lo que las escuelas pueden ofrecer.

En segundo lugar, se halla extendida la opinión de que por ser la individualidad una característica funda­mental del hombre, la educación, al transmitir conoci­mientos, debe ocuparse también plásticamente de la in­tuición en todos los sentidos en que puede entenderse esta difícil palabra. Esta manera de ver ha sido expuesta con brillante penetración por Jacques Maritain (2), y pue­de observarse con satisfacción que parece servir de base a muchos trabajos impresionantes sobre la educación que se han escrito en Inglaterra. «Enardecerse, deleitarse en la admiración», en frase del padre Hopkins, equivale con seguridad a ser un ser humano en el más alto sentido. Y Vachel Lindsay tenía razón al decir de tantas personas, tristemente, que lo malo de ellas es:

No que duerman, sino que duerman tan sin ensueños, No que mueran, sino que mueran como ovejas.

Como no es posible comprender el arte ni la ciencia si no se capta el luminoso significado de la intuición en la elaboración de ambos (¿quién dejará de maravillarse, por ejemplo, ante el súbito vislumbre de la fórmula de la Relatividad que le fue otorgado a Einstein en su juven­tud, o ante la intuición del significado de la Justificación que tuvo Newman a una edad temprana?), es evidente por sí mismo que la conciencia del papel de la intuición en la propia vida debiera ser desarrollada en el mayor número posible de seres humanos. No obstante, tal con­cepto de la educación, cuando se aisla de todos los demás puntos de vista, cosa que, naturalmente, no hace Mari­tain, puede llevar a formas de enseñanza que pierden el

(2) Jacques Maritain, Education at the Crossroads (New Haven, 1943).

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tiempo con la «facultad creadora del alumno» y olvidan que hay que hacer que el individuo aporte, si es nece­sario, su pequeña contribución a la sociedad. Esta ten­dencia al olvido parece ser una tentación característica­mente moderna en Occidente. Por ejemplo, a fin de ex­cluir de su imaginación los símbolos vulgares empleados por el mundo que los rodea, muchos pintores terminan excluyéndose enteramente del mundo de los símbolos aceptados y, con ello, de cualquier forma de comunica­ción adecuada con sus semejantes.

En tercer lugar, debiéramos examinar de nuevo lo que en nuestro país se denomina «educación para la ciuda­danía» y que en otras naciones puede adoptar nombres diferentes sin ser en esencia de carácter muy distinto. Al nivel de las escuelas inferiores, este concepto tiene por consecuencia cosas tan diversas como participar en el go­bierno de los estudiantes y prometer fidelidad a la ban­dera. Tras ello se encuentra, para muchos de nosotros, la filosofía de Dewey y Kilpatrick. Esta filosofía, sin em­bargo, tiene dos aspectos y puede ser útil diferenciarlos. Uno de ellos es el que se desarrolló a partir de una ética social muy sencilla, que en gran medida fue la de los Estados Unidos durante el período comprendido entre la guerra civil y 1914. En lo que se insistía aquí era en la comunidad colaborando en pro de causas comunes dig­nas y especialmente en la cooperación entre viejos y jó­venes en el asunto de la educación. No habrá inconve­niente en recordar que Dewey fue hasta fines de siglo declaradamente religioso y que Kilpatrick citaba a me­nudo el mandato bíblico «Dejad que los niños se acer­quen a Mí.» Sus compromisos, sin embargo, carecían de base teológica adecuada, de modo que la crisis de creen­cias que se experimentó en los Estados Unidos después de 1900 —una crisis extendida de un extremo a otro, desde Inside of the Cup, de Winston Churchill, hasta el desarrollo de la filosofía naturalista y del marxismo nor-

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teamericano— afecto profundamente a ambos hombres. Pero el otro aspecto, la posterior doctrina no deísta de Dewey, que al final llevó a oscuros libros que son real­mente variantes nebulosas de la gran filosofía de Spinoza, no debiera hacernos ahora olvidar que la visión de una «comunidad colaborando», ya sea en la educación o en otra cosa, fue quizá una contribución tan notable como cualquiera de las hechas por la Norteamérica iniciadora al pensamiento experimental humano. Sucedió que era optimista, pero esto no es un argumento decisivo en con­tra de ella. So.' omenzó a hacerse gran daño cuando los fanáticos de doctrina Dewey-Kilpatrick, hay que reconocer que no sin ser alentados por el autor de Democracy and Education, empezaron a declarar que la c; anidad debiera colaborar excluyendo cualquier clase de dirección que no admitiera de antemano un relativis­mo absoluto de los valores. La magnitud del daño no puede evaluarse aún por completo, pero ha sido induda-blemeate grande. Gordon Keith Chalmers ha estudiado tan bien este problema, que bastará a modo de comen­tario una referencia a su libro (3).

Las tres rilosofías de la educación así esbozadas han afectado a todos los países del mundo occidental de modo variable. Pero en diferentes interpretaciones de ellas está basada en gran parte la diferencia entre lo que en los Estados Jnidos entendemos por enseñanza y enseñanza superior y lo que se cree y practica en otras partes. Y así resulta sin duda natural que el mundo exterior nos juz­gue por las debilidades de nuestra teoría y práctica más que por nuestras virtudes. Hemos fomentado ese juicio, quizá, al tratar de imponer nuestro sistema de enseñanza a viejos países como Alemania y el Japón. De cualquier modo, la discusión comienza suponiendo que hay una marcada diferencia entre lo que entre nosotros se en-

(3) The RepvMic and the Person (Chicago, 1952).

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tiende por cultura y lo que significa esta palabra en Europa y en Oriente. Los puntos de vista orientales no serán discutidos a causa de las limitaciones del autor. En lo que a Europa se refiere, hagamos observar ante todo que las censuras no son nuevas.

He aquí algunas palabras acerca de la ciudad de Ber­lín tal y como era en el siglo xix, escritas por el nove­lista suizo Gottfried Keller en 1882. Puede añadirse que, como ciudad, Berlín es más joven que Nueva York, pero que durante algún tiempo prometía llegar a ser el centro urbano más popular de Europa.

Las censuras referentes al estado de la cultura contemporánea en Berlín (escribía Keller) me han causado una dolorosa impresión, fundamentalmen­te porque me doy cuenta de que para todos los que viven en esa ciudad, las cosas están empezando a resultar decididamente incómodas. Haciendo caso omiso por el momento de los miserables bloques de casas, así como de lo que se encuentra dentro o alrededor de ellos, por mi parte me he sentido tentado a creer que el viejo humanismo de Berlín, antes de visión tan auténticamente universal, esta­ba ahogándose en sombría grandiosidad, alimen­tada por numerosos riachuelos procedentes de to­dos lados. Un millón de provincianos, que cada noche se apiñan en montón, no pueden producir súbitamente un gran espíritu mediante alguna clase de esfuerzo colectivo. Más bien al principio harán sólo mucho ruido o incluso un ronco grito de alar­ma. Y si los talentos disponibles corren tras la mul­titud y tratan de agradarle, los resultados sólo pue­den ser lo que son ahora.

Esta es una descripción bastante exacta de lo que se dice actualmente acerca de la cultura de los Estados Uni-

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dos en muchas partes. Como consecuencia, también nos­otros nos sentimos «decididamente incómodos». Nada de lo que a nosotros se refiere parece agradar menos a otros pueblos que nuestra cultura, A muchos intelectuales orientales les parecemos toscamente materialistas en ac­tos y expresiones. Muchos europeos bien educados, por otra parte, creen que estamos dominados por psicosis co­lectivas originadas por personalidades tan diversas como el difunto senador McCarthy y los directores de progra­mas de televisión. Tras esta respuesta más o menos im­pulsiva, que, naturalmente, es consecuencia en parte de la propaganda comunista, se halla el sentimiento de que el «viejo humanismo» de los Estados Unidos ha quedado a su vez ahogado en «sombría grandiosidad». En otros tiempos, los escritores y eruditos de Europa tenían un sentimiento de íntima camaradería con sus coiegas de Norteamérica, muy probablemente porque los hombres de ambos lados del Atlántico abordaban la vida de la mente de idéntica manera. Las grandes universidades de Alemania eran reverenciadas en filial homenaje por los intelectuales de Nueva Inglaterra y del Medio Oeste que ahora cuentan más de setenta años; y, a su vez, los hom­bres que eran luminarias de esas instituciones se sentían verdaderamente reconocidos por la camaradería de ad­mirados colegas del otro lado del mar. Este sentimiento de asociación en las tareas de la mente, del que podrían citarse como ejemplo casos tan diversos como los de Lowell y Henry James, William Hocking y Sidney Fay, sólo existe ahora en escasa medida.

Pero es asimismo cierto que no todo extranjero que nos ve inmersos en una escena cultural multitudinaria se siente repelido por el espectáculo. Un norteamericano educado se sorprende a menudo de las importaciones culturales de Europa. El más llamativo de todos los es­critores de novelas del Oeste fue el alemán Karl May. Tan populares siguen siendo sus libros, que el régimen

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comunista de la Alemania oriental se vio obligado a per­mitir la publicación de una edición de sus obras, actual­mente muy solicitada. El mismo autor es también uno de los principales recursos financieros de un editor bá-varo. Asimismo, cuando un representante de una gran Fundación visitó varias universidades de Polonia en 1957, encontró que el «rock and roll» era un pasatiempo fa­vorito. Cuando confesó que nunca había presenciado an­tes una demostración de este ritmo de bacanal, sorprendió a sus jóvenes conocidos casi tanto como si se hubiera puesto a recitar un pasaje de Lenin.

Puede aventurarse la generalización de que el podero­so atractivo que ejercen ciertos aspectos de la cultura de los Estados Unidos sobre amplios sectores de la po­blación de Europa está basado en el amor a lo exótico. Esto se aplica con seguridad al continuado interés por el Lejano Oeste. Es sin duda, en parte, también una expli­cación de la popularidad del jazz, aunque esta música ocupa una posición propia como forma artística. Pero lo que el educado persigue es solidaridad en la búsqueda común de libertad, belleza y verdad. El hecho de que los norteamericanos compartan realmente en lo princi­pal los mismos tesoros intelectuales y persigan los mis­mos fines ha quedado desgraciadamente oscurecido por un espíritu de contradicción difícil de explicar. En cier­ta medida es probablemente inevitable. Desde que hemos tenido que ejercer dirección militar, política y económica, la calidad cultural de aquellos en quienes ha sido de­legada, especialmente en los grados inferiores, ha revela­do, por desgracia, las menos deseables de nuestras cua­lidades en vez de las mejores. Por otra parte, los europeos tienen a menudo la habilidad de mantenerse rígidos e inabordables y tienden a exagerar lo que denominan la «sugestibilidad colectiva» de nuestra cultura. La signifi­cación atribuida al senador McCarthy, por ejemplo, ha

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sido caricaturizada perdiendo toda semej'anza con la rea­lidad.

Es por esta razón, sobre todo, por lo que una sincera confrontación de los dos sistemas educativos, el de Euro­pa y el nuestro, puede contribuir a eliminar malenten­didos. Lo que se leerá ha sido escrito sin la menor pretensión de ser algo definitivo. La bibliografía que podría considerarse pertinente es muy amplía, llegando desde recopilaciones estadísticas hasta las actas de orga­nismos tales como la Rektorenkonferenz de Alemania occidental, pero su existencia se dará por sabida sin ne­cesidad de aducirla. Pues es muy fácil entretenerse tanto en un examen de las diversas piezas del mosaico, que no pueda verse con claridad el dibujo general .

Lo primero que hay que. hacer observar acerca del sistema europeo es que su más distinguido representan­te, el profesor, es un funcionario civil en una sociedad que gira mucho más que la nuestra alrededor del servi­cio civil. En casi todos los países, menos en el nuestro, es el Ministerio de Cultura el que determina no sólo la suerte de la enseñanza superior, sino también la de las artes, el teatro y la ópera. El control que ejerce, sin em­bargo, está normalmente circunscrito por la importancia e independencia del grupo profesoral. En Rusia, natural­mente, aunque la organización básica sigue siendo la misma en varios aspectos académicos fundamentales, tales como la función de la enseñanza secundaria en la cuida­dosa preparación de los candidatos para estudios supe­riores, los poderes del Ministerio de Cultura son práctica­mente absolutos, con la excepción de que por fuerza ha de adaptar el plan de estudios a los compromisos ideológicos o políticos predominantes en el momento. Pero en los países de la Europa occidental el prestigio del profesor es muy grande —mayor, quizá, en países como Polonia, donde no parece haber surgido figura social com-parablemente destacada— y, desde luego, por lo general,

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mucho más impresionante que entre nosotros. Si toma­mos Alemania como un ejemplo conveniente, veremos que el profesor, protegido por el bien establecido princi­pio de Lehrfreiheit, no sólo es probable que mire a sus alumnos con una indulgencia que varía desde cero hasta infinito, sino que está dispuesto a utilizar cualquier mé­todo a su alcance para poner freno al Ministerio. Entre los medios adoptados para la segunda finalidad hay uno que confía la dirección administrativa de la universidad a profesores elegidos por turno, generalmente para un año, entre las diversas facultades. Así, un teólogo puede ser triunfalmente sucedido por un veterinario. Este pro­cedimiento tiene por consecuencia una falta de continui­dad que sería fatal para las instituciones norteamerica­nas de enseñanza superior e impone a la víctima deberes que a menudo está mal preparado para asumir. Por ello es probable que el desempeño del cargo le resulte excesi­vamente molesto, aunque lleva consigo prestigio y, por lo menos temporalmente, la concesión de un poder no des­preciable. Tan fuerte es la resistencia al posible dominio por una administración no académica, que las facultades se han opuesto —>y sin duda seguirán haciéndolo— a to­das las sugerencias de cambio a este respecto.

La posición así conferida a su profesorado da a la uni­versidad europea un papel de arbitro de las artes y otras actividades culturales, papel que no desempeña en nues­tra sociedad. Aunque, por fortuna, todavía es muy respe­tada entre nosotros una tradición de dirección docente, muchos de los jefes administrativos de nuestras institu­ciones son elegidos entre hombres de negocios, expertos en relaciones públicas y oficiales retirados de las fuerzas armadas. Esto puede suceder fundamentalmente porque incluso las universidades e instituciones de enseñanza su­perior cuyo presupuesto ordinario es financiado por el estado o los municipios, necesitan ayudas de carácter privado. Esta necesidad es un símbolo de la gloria y la

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debilidad de la enseñanza superior norteamericana. Es «empresa privada» y por ello ha de buscar amigos aun cuando organice al mismo tiempo la protección frente a ellos. Grandes centros educativos como la Universidad de Harvard son corporaciones que a menudo poseen re­cursos que pueden rivalizar en magnitud con los de la industria y que son administrados con ejemplar habilidad. Las adiciones a su capital o dotación representan inver­siones de las que se esperan confiadamente beneficios en términos de investigación y personal. No pocas institu­ciones menores son análogas en estructura y carácter.

Podemos reconocer de buen grado que en tal sistema el profesor ocupa generalmente la posición de un emplea­do de coafianza. La palabra a generalmente» ha sido uti­lizada porque algunos estados y ciudades confieren la condición de funcionarios civiles a las personas designa­das para actividades educativas, aunque esto no implica normalmente más que derechos de inamovilidad. Cuando las condiciones son favorables, el salario del profesor es comparado con el que se paga a los ayudantes de los principales directores de empresas comerciales, con la su­gerencia implícita de la conveniencia de mejora, y en ocasiones se expresa incluso la opinión de que debiera tener un horario análogo al que se aplica en la industria y ser, pagado de acuerdo con esto. Si la demanda de instructores es mayor que la oferta existente en un sector determinado, un individuo bien calificado se beneficiará de las condiciones de competencia en el mercado. Esto es lo que sucede ahora en general; y parece probable que, por ser cada vez mayor el número de estudiantes que desean ingresar en universidades y otras institucio­nes de enseñanza superior, el número relativamente pe­queño —incluso con toda probabilidad catastróficamen­te pequeño—' de instructores que poseen los títulos tra­dicionales y otros requisitos pueden elegir, entre tenta­doras ofertas, para prestar sus servicios. En el curso na-

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tural de las cosas, por lo tanto, la apurada situación de las instituciones de menos estabilidad económica llegará a hacerse sumamente grave.

Pero, por el momento, el informe académico tiene que ser optimista. A todos los niveles y prácticamente en todos los sectores, el profesor norteamericano tiene la convicción de que cualquier esfuerzo que haga reportará un buen dividendo, consistente no sólo en dólares y cen­tavos de mayor bienestar para él y su familia, sino tam­bién en términos de notables aportaciones al saber. Los recursos de que se dispone para la investigación, facili­tados por los gobiernos federal, estatales y locales, por fundaciones y corporaciones y por personas particulares deseosas de ayudar en esta empresa, superan a todos los sueños del pasado. En realidad es muy probable que en este país se desperdicie más dinero en proyectos inúti­les y mal concebidos que el total de que se dispone en cualquier país de Europa para las actividades académi­cas. Las subvenciones para viajes y estudios son igualmen­te asombrosas en comparación con lo que era habitual, por ejemplo, durante los años anteriores a la segunda guerra mundial. A poca iniciativa y diligencia que posea, el investigador norteamericano puede contar ahora con los, instrumentos y el tiempo que necesita para su traba­jo. En pocas palabras, el mecenas norteamericano no tiene par en la historia; puede decirse, a manera de en­comio, que no ha gastado su caudal en valde.

No obstante, debe decirse, sin tardanza, que en ningún período se han alistado los reclutas para la fraternidad académica en gran número como consecuencia de los alicientes materiales ofrecidos. Es cierto que algunos hom­bres y mujeres no bien dotados para ninguna otra activi­dad han sido atraídos por la seguridad, las comodidades y las vacaciones que proporciona la universidad. Pero, en general, los más capaces de nuestros profesores se han visto impulsados por una sincera consagración a su

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tarea. Muchos han sido o son hijos de rabinos o ministros del Evangelio que han preferido la ciencia secular •:' saber de las Escrituras. Estos han dado a las universida des y otras instituciones de enseñanza a las que han servi­do, u.i impulso muy especial para realizar innovaciones e incluso reformas. Quizá se debe a ellos fundamentalmente una cualidad que no es posible disociar del recinto uni­versitario norteamericano y que es prácticamente desco­nocida en Europa, una característica que puede definirse, por una parte, como un amor casi belicoso a la libertad y, por la otra, como el compromiso de adoptar una «po­sición liberal», llegando a ser esto último casi un dog­ma, aunque no del todo, que aquilata al diablo según los grados de su «conservadurismo».

El sistema de empresa libre produce, además, muchas más clases de instituciones educativas que las que se co­nocen en el extranjero. Esta gama no es fácil de delimitar ni de describir. Están, en primer lugar, las universidades y otras instituciones de enseñanza superior bajo auspicios religiosos de carácter católico, protestante o judío. Mues­tran sorprendentes diferencias de calidad, perspectivas y fines perseguidos. Algunas apeaas si son algo más que accesorios de las actividades principales de órdenes re­ligiosas o misiones protestantes. Otras afirman orgullosa-mente su igualdad incluso con las mejores instituciones seculares. En algunas ejerce el clero un control absoluto; en otras, la profesión religiosa es formularia. A continua­ción debe hacerse observar la complejidad del plan de estudios al nivel universitario. Por ejemplo, aunque las grandes instituciones del Este y algunas del Lejano Oeste separan los institutos de tecnología y las escuelas de ciencia, muchas universidades unen ambas cosas, no siempre con felices resultados, de tal modo que llegan a parecerse a cafeterías de la enseñanza superior en las que prácticamente todo el tiempo del estudiante está dedicado a estudios prácticos, que a menudo se enseñan

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sin distinción intelectual. Ciertamente, esta situación exi­ge un cambio. Pero no puede decirse que sea preciso demostrar que los institutos técnicos, aun cuando no estén imbuidos de amor desinteresado a los conocimientos su­periores, son necesarios en una era que depende cíe la ciencia aplicada para su existencia misma. Si fuera preci­so, la multiplicación de tales institutos en el extranjero lo demostraría.

Fiíalmente, hay una gran diversidad en los mètodes y en la orientación —un florecimiento multiforme de filosofía de la educación— que, a mi juicio, es la carac­terística más impresionante de las escuelas superiores en este país. ¿Qué es lo que una institución determinada está tratando de hacer y qué medios emplea para alcan­za]* su objetivo? Aquí, una dirección que combine la sa­biduría y la tenacidad puede crear normas y tendencias que a la larga den fruto también en otras partes. Es ver­dad que a veces un presidente de talento construye su barricada tan imperiosamente que, al final, quedan pocas cosas tangibles para demostrar que su revolución adoptó una forma concreta. Esto sucedió, sin duda, en la Univer­sidad de Chicago bajo la presidencia de Robert M. Hut-chins. No obstante, sería completamente imposible igno­rar el hecho de que lo que se pensó en Chicago ha es­timulado en grande medida las reflexiones sobre la edu­cación en muchas otras universidades. Y de una manera muy general puede decirse que el »sistema» norteame­ricano, en el que no hay nada sistemático, con sus pola­ridades de instituciones públicas y privadas, religiosas y seculares, experimentales y tradicionales, no sólo da mar­gen a las mentes creadoras, sino que ofrece a la juventud posibilidades de elección mucho más amplias que en el Viejo Mundo.

Aquí podría discutirse asimismo la principal diferencia formal entre la organización de la enseñanza superior en este país y en Europa. El «college», tal y corno lo entende-

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mos nosotros, no tiene equivalente en ninguna otra par­te, mientras que la división de la universidad para la concesión de grados, en cuanto se adhiere a la estruc­tura de cuatro facultades, tradicional en Alemania, sólo por la práctica pedagógica se distingue de las de Goet-tingen o Freiburg, El «college» ha evolucionado lenta­mente, con mutaciones a menudo curiosas o quizá in­explicables, a partir del modelo dado a Nueva Inglate­rra por la Universidad de Cambridge en el siglo xvn. Como es bien sabido, lleva al estudiante más lejos que el lycée o Gymnasium continental, un año más si se es severo y dos años si no. Hasta hace poco tiempo se su­ponía que sólo relativamente pocos estudiantes ingresa­rían en la universidad propiamente dicha, con excepción de la ciencia de la medicina. Por ello era normal incluir en el programa cursos —correspondientes por lo general a los dos últimos años—- destinados a preparar a los jó­venes de uno y otro sexo para la abogacía, la enseñanza y la ingeniería. Con ello se convirtió el plan de estudios del «college» en una amalgama de artes liberales y estu­dios profesionales.

En esta costumbre se refleja el carácter de una socie­dad que estaba todavía cerca de sus primeros orígenes. Creía en la necesidad de mejorar la mente, de abrir nue­vos campos a la imaginación, de adquirir la perspectiva histórica necesaria para decidir las cuestiones cívicas. Pero normalmente tenía también plena conciencia de que hay que abrirse camino en la vida y ganar un salario. Como no era una sociedad respetuosa de las castas sociales, en el sentido de que los hijos seguirían las huellas de sus padres, sino que estaba empeñada más bien en una cons­tante libertad de oportunidades, deseaba ver a sus jóve­nes subir en el mundo. El agricultor soñaba con que al­gunos de sus hijos llegaran a ser maestros, médicos o abogados. Los tenderos de los pueblos pensaban en que sus hijos se encontraran a sus anchas en el hechizo de

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las ciudades. Así se convirtió el «college» en una espe­cie de bolsa en la que podían hacerse inversiones en dos clases de valores: uno, el de la agudeza intelectual y la perspectiva moral; otro, el del éxito en la vida práctica.

Es cierto que, como no dejaron de hacer observar los críticos, la finalidad profesional dejaba frecuentemente poco sitio para las artes liberales. El más evidente ejem­plo fue quizá la importancia dada a la metodología en la formación de maestros. Ciertamente, no ha sido tan infrecuente como debiera el que el pedagogo en ciernes supiera mucho más de la manera de enseñar una materia que de la materia misma. Más generalmente, el estu­diante estaba inclinado a preguntar para qué «le servi­ría» uno u otro curso, con la consecuencia, por ejemplo, de que el estudio del latín y el. griego desapareció prác­ticamente del programa e incluso las lenguas modernas eran consideradas como forma rutinarias y absurdas de tortura académica. Era asimismo sin duda inevitable que en una comunidad nacional que esperaba de sus ciuda­danos, en todos los niveles del gobierno, participación activa y una cierta medida de juicio frío, las ciencias so­ciales, como llegaron a ser denominadas, ocuparan un lugar destacado en el menú. En pocas palabras: el «col­lege )) parecía destinado a convertirse en el exponente del pragmatismo a ultranza, y contribuyó a esta tenden­cia la extendida aceptación de la doctrina, patrocinada por el presidente Eliot, de Harvard, de que debiera per­mitirse al estudiante que eligiera libremente los estudios que le agradaran.

Obsérvese, además, que el «college» se atenía tenaz­mente a la forma casi monástica que fue uno de los lega­dos de Cambridge. Era rural siempre que podía serlo; y cuando por necesidad funcionaba dentro del marco de la vida ciudadana, trataba de ser en lo posible como una inclusión rústica. El que va de visita a Nueva York puede

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encontrar todavía una admirable supervivencia de esto eri el College of Moiint St. Vincent, en cuyo hermoso recinto se entra con la sensación de haber pasado súbitamente de la rebosante metrópoli a un campo tranquilo, Aquí vivían en comunidad jóvenes eruditos y maestros. Se fomentaba una admirable aunque a veces incómoda solidaridad, con su regla de vida y su contraposición de ingenios, sus lar­gas horas de camaradería y sus perennes ejercicios de adaptación. Esta institución era la unión amistosa de jóvenes y viejos para el fin de elaborar juntos una mane­ra de abordar la vida. Se formó así una institución en la que sólo puede pensarse con nostalgia. Sin duda, rara vez dejó de tener sus crudezas y su provincianismo; y a veces sus jóvenes en formación se herían ellos mismos al tratar de forzar los lazos que les retenían. Pero en sus mejores momentos conoció a grandes maestros y nobles espíritus cuya memoria sería siempre atesorada, así como una joven camaradería inapreciable. Cuando el «college» florecía como parte de la universidad, como sucedió en los casos de Princeton, Yale y Harvard, creó su propia solidaridad y lealtad, sobrepasando a menudo con mucho a las fomentadas en las esferas más individualistas de los estudios para graduados.

Es raro encontrar ya tales «eolleges» en la forma sen­cilla de antaño. El urbanismo los ha modificado prácti­camente todos. Los fines de semana y las vacaciones cortas hacen volver al estudiante al seno de su familia o a la ciudad, o llevan al recinto docente a multitud de familiares y amigos. La separación de sexos se ha con­vertido en algo casi mítico, como consecuencia de la convivencia fomentada por deportes y bailes. A su vez, el número de instituciones estrictamente urbanas, desti­nadas a jóvenes que viven en sus casas o fuera del re­cinto, ha llegado a ser predominante, Pero Norteamérica lucha enérgicamente para no permitir que muera su sueño de una asociación constante y muy personal entre profe-

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sores y estudiantes del «college». Es cierto que el «con­sejo» se ha convertido ahora en «orientación», ostentando una capa profesional, psicológica, antes, desconocida. Y, a su vez, ha aparecido en casi todas partes un serio esfuerzo por volver a colocar las artes liberales en una posición predominante, por mejorar la calidad de lo que se ofrece y hace, y por despertar en estudiantes y profe­sores por igual un sentido del verdadero carácter de la vida intelectual. Así, lo que hemos perdido en términos de simple convivencia, parece haberse ganado en el fo­mento del saber y la seriedad.

Una razón de que se haya hecho tal progreso, sin des­truir al mismo tiempo el carácter social básico del «col­lege», es, naturalmente, que hay ahora más estudiantes que se preparan para ingresar en escuelas de graduados. El estar «acreditada» como una institución cuyos gra­duados son libremente admitidos en la universidad, ha llegado a ser por ello no tanto una distinción deseada como un seguro de supervivencia. Los buenos «colleges» seleccionan ahora a sus nuevos estudiantes mucho más rigurosamente de lo que solían hacerlo; y tienen, asi­mismo, que elegir para su profesorado a instructores que estén familiarizados a fondo con lo que se hace en la universidad. Un importante fruto de esta preocupación es la actividad intelectual del profesor del «college». En algunos sectores, el «college» produce más obras de mé­rito que la universidad. Una revisión de las publicacio­nes en la esfera de la literatura inglesa, por ejemplo, in­dica que el profesorado de un solo «college» no es supe­rado en productividad más que por tres universidades. Entre las razones de que esto sea así figura probable­mente la de que todavía es muy raro que las universida­des confíen a mujeres puestos de importancia académica. Como quiera que sea, los mejores «colleges» de los Esta­dos Unidos patrocinan mucha más actividad de este tipo que el lycée o Gymnasium europeos, aunque muchos de

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los profesores de éstos han sido magníficamente prepa­rados.

Puede argüirse, y así se ha hecho, que el «hábito del college» hace perder tiempo al estudiante y que el re­sultado neto, en términos de preparación para la uni­versidad, no es superior al obtenido en Europa. El doctor Hutchins y otros han tratado en realidad de acortar la duración del estudio preuniversitario. Pero creo que ten­dremos que aceptar al joven norteamericano como es y no esperar que se someta a la dura disciplina formal del Viejo Mundo. Está más interesado que el estudiante eu­ropeo en hacerse mentalmente flexible, adquirir concien­cia social y encontrarse dispuesto para una amplia va­riedad de experiencias vitales. Es cierto que es capaz de trabajar mucho, pero se complace en una penetrante y escèptica evaluación de cuáles son los fines de la edu­cación. Para bien o para mal, se ha criado en un ambiente que pone en correlación el proceso de aprendizaje con el «interés», y si no se siente de alguna manera verdade­ramente atraído por la naturaleza de la tarea asignada, tratará de eludirla. En pocas palabras: hay más de sol­dado en el estudiante europeo y más de civil en el nuestro.

Es, sin duda, la muy problemática escuela secundaria la que debe ser considerada en este punto. Conozco la interminable discusión que se ha desarrollado alrededor de una institución que se encuentra sumida en una pro­funda dicotomía entre la finalidad que se asignó en el pasado y los propósitos para los que sirve en la actua­lidad. Rara vez se le pidió a esta escuela que considerara la preparación para el ingreso en el «college» como su principal función. Por una parte, era un ilustrado me­canismo humanitario para mantener a los jóvenes fuera del mercado de trabajo hasta que alcanzaran un cierto grado de madurez. Por otra parte, se esperaba que pro­dujera el «buen ciudadano», concebido en términos secu­

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lares o religiosos como alguien que deseaba hacer su propia aportación al bien común. La noción de que la democracia es la virtud fundamental y de que es anti­democrático separar de la masa a los jóvenes brillantes sólo porque esperan ingresar en el «college», hizo duran­te largo tiempo que fuera prácticamente imposible que las escuelas públicas, en particular, proporcionaran la formación que pudiera servir de base para la enseñanza del «college». El clamor pidiendo un cambio es ahora tan fuerte, que ya no puede dejar de oírse.

Sin embargo, soy lo bastante osado para pensar que hay una diferencia más fundamental de perspectiva en­tre nosotros y los europeos. Hemos elaborado un con­cepto de la pubertad y del significado de los años si­guientes que, aunque nuevo e inexplorado, es amplia­mente aceptado entre nosotros como la cima de la sa­biduría. La costumbre del Viejo Mundo de separar a los muchachos y a las muchachas durante sus años de estu­dio en la adolescencia es manifiestamente imperfecta, indudablemente fomenta sus propias formas de sensuali­dad e incluso de erotismo insano. Y así, el extendido re­curso norteamericano a la coeducación, al que hubo de acudirse en un principio porque las comunidades locales no podían costear el mantenimiento de escuelas indepen­dientes para uno y otro sexo, afecta incluso a las escue­las preparatorias monosexuales haciendo cosa habitual las citas colectivas interescolares. Nadie conoce los mé­ritos o deméritos de esta costumbre, porque nadie ha es­tudiado seriamente la situación. No podemos decir, por ejemplo, si hay ahora más inmoralidad o menos de la que solía haber. Pero sí no fallan todos los signos, puede de­cirse por lo menos esto: el sistema norteamericano de tratar el período de la pubertad significa que ha de gas­tarse más tiempo en la educación para obtener los mis­mos resultados. Nadie ha intentado todavía demostrar que el «ser juicioso» constituya un proceso al que una

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persona joven necesita dedicar sólo unos momentos al día. Indudablemente, alguien debiera estudiar un cam­bio social que en la actualidad está obligando incluso a las escuelas secundarias católicas y protestantes a practi­car la coeducación, No será una investigación popular, ni puede predecirse que los resultados —cualesquiera que sean—• inducirán a la gente a cambiar de opinión. Pero ciertamente sólo bien puede salir de una investi­gación objetiva de los hechos discerníbles.

Llegamos ahora, por último, a la universidad propia­mente dicha, concebida como una institución de ense­ñanza superior dedicada a la preparación de candidatos para el doctorado. Hay notables diferencias en la manera norteamericana de abordar esta obligación, que desde el punto de vista intelectual es la empresa educativa más importante que ha de afrontarse en cualquier sociedad moderna. Yo diría que las principales diferencias son dos. En primer lugar, el candidato de tipo medio al títu­lo recibe más atención personal en este país e inciden-talmente tiene más dificultades para satisfacer los requi­sitos del curso. Sin embargo, en arabas situaciones es la calidad de la tesis lo que decide en último término. El candidato norteamericano ha de atenerse más estricta­mente a la rutina de la asistencia a clase; pero lo que determina su suerte en ambos casos es lo que puede con­siderarse capaz de hacer al candidato por propia res­ponsabilidad. Estoy inclinado a creer que desde este pun­to de vista es más fácil de obtener un doctorado en Euro­pa que en los Estados Unidos, con la debida excepción de ciertas facultades.

Sin embargo, en cuestión de disciplina no tenemos nada comparable con la severidad de los exámenes que se hacen en la Ecole Nórmale Supérieure o con los drás­ticos procedimientos de selección en boga en los Institu­ïen de una buena universidad alemana. La primera es probablemente el más exigente de todos los mecanismos

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de criba académica, y así ha de serlo, ya que los poco:¡ supervivientes constituyen la élite de la vida intelectual francesa. El Institut alemán, que desde el punto de vista pedagógico somete al Assistent a una disciplina del r¡ ximo rigor y severidad, depende en su energía vital de la sabiduría y objetividad del profesor encargado. No puede negarse que no es tan impersonal como la guada­ña con la que un tribunal académico francés siega a los incompetentes, menos en el sentido de actuar desfavora­blemente sobre la mayoría de los candidatos q1 se pre­sentan que en el de ahuyentar a todos menos los más resueltos. El sistema alemán es más paternalista. Sin em­bargo, también convierte prácticamente en esclavos a aquellos hombres y mujeres que mediante la orientación que se les concede tratan de ascender por la estrecha

' escala que conduce a la categoría de profesor ordinario. Pocos negarán, sin embargo, que estos exigentes métodos de selección han asegurado a través de generaciones el valor y la integridad de la intelectualidad europea.

En comparación, el método norteamericano parece de­cididamente más cómodo y considerado. Los mejores estudiantes son distinguidos por sus profesores para el ingreso, si no en el profesorado de la institución que concede el título, en el de aquellos «colleges» y univer­sidades en los que se considera que tendrán una oportu­nidad de evolucionar y mejorar. Se ayuda al individuo a independizarse. Se espera que se abra paso como inte­lectual y como maestro. No son pocos los que quedan en el camino, incluso algunos que despertaron al principio grandes esperanzas. Quienes hemos encanecido al ser­vicio de la enseñanza superior norteamericana hemos ob­servado a menudo este fenómeno, que podría ser un subproducto de la fórmula de «empresa libre» académica. Algunos jóvenes se enredan en sus tareas de enseñanza o les falta paciencia para tratar con estudiantes a menudo distraídos por los atractivos de recreo de la vida contem-

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poránea. Otros, de los que se esperaba mucho, no logran terminar un proyecto de investigación. Pasan de un tema a otro sin perseverar verdaderamente en nada. Para ex­poner con brevedad este aspecto lamentable del asunto, la nómina de la enseñanza superior norteamericana con­tiene los nombres de muchos cuya mediocre madurez forma extraño contraste con su juventud prometedora. Quizá los fracasos pueden atribuirse en parte al medio: una situación social en la que las grandes recompensas parecen hacer caso omiso del recinto universitario, en la que las tendencias a la inflación no permiten equilibrar el presupuesto familiar más que si el cabeza familia asu­me trabajos adicionales, y en la que es relativamente tan escaso el prestigio de que está rodeada la persona del intelectual. Sin embargo, es también en cierta medida la consecuencia de un optimismo que lleva a menudo a su­poner que lo que reluce puede ser oro.

No obstante, el oro que producimos •—la lista de nues­tros ilustres profesores y científicos, así como la historia de sus hazañas—• no desmerece, en mi opinión, cuando se coloca junto a la mejor que puede presentar el Viejo Mundo. Quizá es infrecuente que destaquemos en cam­pos que sin duda deben ser labrados por hombres y mu­jeres adiestrados precozmente en las técnicas requeridas. Así, hay demasiado pocos físicos teóricos norteamericanos y quizá aún menos filólogos nativos sobresalientes. Por otra parte, hay sectores en los que destacamos ahora, co­mo, por ejemplo, la medicina, la administración, la his­toria militar y diplomática, la ciencia política y la agro­nomía. En muchas ramas de las ciencias naturales nos hemos defendido demostrablemente bien, de modo que nuestros premios Nobel son verdaderamente no pocos en número. Es más probable que pase inadvertida la labor de primer orden que se está haciendo en las humanida­des. Se han fomentado nuevas formas de historia y críti­ca literaria. Sobre todo es grande el número de poetas

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que son, asimismo, humanistas y profesores distinguidos. Sólo recientemente hemos empezado a formar teólogos y un cuerpo de filósofos que harán recordar los grandes días de Santayana y Royce, pero nos hemos propuesto claramente hacerlo.

Vamos a referirnos también a la hospitalidad de la universidad norteamericana. Ha aceptado entre sus sabios a muchos de los mejores de Europa, les ha dado un ho­gar ea el que se sienten a gusto y ha colocado a sus pies a muchos estudiantes agradecidos. Por una parte, esto deja a la universidad norteamericana muy en deuda con Europa. Si se piensa sólo en los libros originados como consecuencia del nazismo, como, por ejemplo, el desarro­llo de la musicología y de la historia del arte, es eviden­te que la deuda total es muy grande. Por otra parte, sin embargo, una universidad que puede acoger cordialmen-te a hombres tan diversos como Albert Einstein, Werner Jaeger y Rober Ulich, para mencionar sólo algunos nom­bres, tiene que ser con seguridad una institución en la que tales personalidades puedan encontrar pleno campo para sus capacidades. Está reconocido como cosa natural que algunos de nuestros huéspedes europeos han hechos ma­yores aportaciones al saber como consecuencia de haber percibido el reto de los Estados Unidos.

Llego a la conclusión, por lo tanto, de que la univer­sidad norteamericana propiamente definida —.es decir, una universidad no sólo de nombre, sino consagrada a los pro­pósitos ilustres y de largo alcance de la enseñanza supe­rior—, no es inmodesta cuando proclama estar dispues­ta a la compañía de sus pares en el extranjero. Como se ha dicho ya, debe muchísimo a la universidad alemana ea particular, por lo que a ejemplo e inspiración se re­fiere. Pero no ha malgastado ese patrimonio. Y así, aun­que otra cosa se haya dicho con petulancia en tiempos de guerra y crisis política, nuestras escuelas superiores tienen plena conciencia del hecho de ¡que el saber es

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verdaderamente internacional. Esto ha de tenerse presen­te cuando decimos finalmente que nuestra hazaña nacio­nal es el éxito que hemos tenido en transmitir a muchí­simos ciudadanos ordinarios, que nunca habrían soñado en considerarse unidos a los doctos, algo del excelente vino de la empresa académica. La universidad ha desem­peñado un papel considerable en la labor de inculcar nor­mas de objetividad y de combatir la enfermedad de la entrega a verdades a medias. En este sentido se halla constantemente en funciones, sabiendo que queda tanto por hacer hasta que el docto no necesite ya mirar con desprecio la ignorancia que le rodea y hasta que el pú­blico a su vez no encierre al docto en su torre de marfil. Este sueño, de la interpenetración del' saber y la vida es tan viejo como Emerson y tan joven como el más joven doctor en Filosofía que por primera vez como profesor en un aula se pregunta si los jóvenes que le rodean le calificarán de monarca o de necio.

(Este artículo, traducido y reproducido con autorización especial, forma parte del libro What America stands for, publicado bajo la dirección de Stephen D. Kertesz y M. A. Fitzsimons.)

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SONATA EN LA JAULA DE LOS LEONES

Por Ramón Zulaica

F | „|,|T. brigada Anastasio lo estaba presenciando. El bri­

gada Anastasio dirige la banda del Regimiento; tiene sesenta años, toca la trompeta y es lo que se dice un ver­dadero artista, como suelen comentar sus compañeros, que normalmente se pasan el día consultando la escalilla de ascensos y hablando ordinarieces.

—Atentos. Firrr...més. (Gran pausa.) —Ni idea, vamos, lo que se dice ni la menor idea. —-.Repetiremos por última vez y... mucho ojo, que

corremos. (Gran pausa.) —Sobre el hombro derecho, por tiempos... Tiempo

uno, tiempo dos, tiem... —Ni idea... ¡Atentos! Firrr...més. De frenteee... paso

ligero. Entre el polvo se oía por lo bajo: -—La madre que te parió..., tus muertos... El brigada Anastasio lo estaba presenciando. —Parece mentira, tratar con esta desconsideración a

los muchachos. Hacerlos correr como a potros... «Además—-pensaba el brigada—, entre los nuevos reclu­

tas hay algunos que tocan la gaita, y a base de paciencia se lograría sustituir con ellos a los que se licenciaban en mayo.» Indudablemente la vida castrense no estaba hecha

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para el brigada Anastasio. El no podía soportar las vio­lencias y por eso, cuando se llevaba a los muchachos de la banda a ensayar detrás de aquellas tapias, a la sombra de los eucaliptos, les decía siempre:

—Mucha paciencia, chicos, Esto se acaba pronto y no hace falta que os compliquéis la vida. Luego iréis a vues­tros pueblos y, con lo que os enseño aquí y un poco que pongáis de vuestra parte, os contratarán en todas las romerías...

Se ponían todos en corro y el brigada Anastasio ocu­paba el centro,

•—A ver, la Marcha de Infantes, acordaos, es aquella que dice: «Ya viene el pájaro, ya viene el pájaro.»

Y todos, las trompetas, las gaitas y los tambores empe­zaban a tocar lo de ya viene el pájaro.

—Muy bien muchachos, muy bien. Hay alguien que desafina, pero no importa, ya aprenderéis. Ahora la Mar­cha Real, y durante el «alzar», que no se mueva nadie, que el coronel se cabrea y luego me viene a mí el pa­quete.

Así transcurrían los días monótonos en el cuartel. Ins­trucción, misa, paso ligero. En aquel ambiente se aho­gaba al pobre brigada Anastasio. Ya no podía más. Sol­tero de nacimiento y criado en un pueblo de Orense, era como un molusco precintado en su valva con galones de brigada. Su padre fue afilador y había estado en todo lo de África. Hablaba de Alhucemas, del Gurugú, de Monte Arruit... Luego se murió. Anastasio, como era pe­queño, se ató plaza y se metió a militar. Tenía grandes fa­cilidades para la música y se sabía de memoria todas las letras de las canciones de su región y también algunas de Santander y Asturias. Conocía el «Ave María», de Schubert, y el «Tantum Ergo», que solía cantar en el coro de su pueblo antes de que se muriera el pobre don Fructuoso.

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Ahora la primavera se había adueñado de Madrid y en todos los merenderos de suburbios brotaba una or-questilla más o menos ramplona. El brigada Anastasio, aunque cobraba muchos trienios, aún se encontraba joven para lanzarse a la vida bohemia: era la gran ilusión de su existencia. Muchas veces se dejaba llevar por los sue­ños; soñaba con una guardilla en París, en una de esas callejas estrechas y soñolientas, llenas de ventanas con macetas y gatos que se pasean por los tejados con el mismo desparpajo que un coronel delante del cuerpo de guardia. Soñaba con una muchacha rubia ya un poco entrada en carnes, porque al brigada Anastasio le gus­taban las mujeres jamonas, sobre todo esas que van muy prietas y se les nota el reborde de la braga a través de la falda. Soñaba con su vida de músico bohemio, sin saludos ni taconazos, dedicado todo el día a la compo­sición y al estudio..., y luego la fama, los viajes, los con­ciertos...

El brigada Anastasio abandonó aquella tarde el cuar­tel repleto de esperanzas.

—Caramba, don Anastasio, precisamente le estaba es­perando.

—Buenas tardes, don Rufino —contestó respetuoso el brigada, sosteniendo bajo el brazo su trompeta.

—Pase, pase por aquí y siéntese. Don Rufino y el brigada Anastasio pasaron a un sa-

loncito muy cursi estilo oriental. Había farolillos, un al­manaque-calendario con la Sofía Loren y una especie de botatumeiro.

—No se ponga firmes, hombre, que no está en el cuar­tel -—sonrió don Rufino—,. Ustedes, los militares, no sa­ben tenerse nada más que en posición de firmes o en su lugar descanso. ¡Don Anastasio! Esas no son, posturas de artista...

—Gracias, muchas gracias, don Rufino.

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•—Voy a serle sincero, don Anastasio. Pero siéntese, hágame el favor. Así... Cómo le diría —se hizo un gran silencio—•, su música la encuentro un poco no sé cómo decirle..., un poco demasiado buena... para estos sitios. Ayer la señorita Esteso metió un gallo cantando su tango.

—¿Un gallo? —Sí, don Anastasio, un gallo, y además nuestro trom-

petista está constantemente protestando de sus composi­ciones. La orquesta va por un lado, él por otro y el pú­blico se chotea cuando aquello de «eres la mostaza de mi vida».

—Sí, tiene razón, se podía cambiar eso de la mostaza. —No, no; no es lo de la mostaza. Comprenda, don

Anstasio; aquí lo que se trata es del negocio, de hacer dinero. A la gente le da lo mismo una música que otra, lo importante es tocar algo que «suene», que se pegue, como dicen ustedes los músicos. Luego cada cual se arri­ma a su jeroma y ahí me las den todas. Ninguna de sus composiciones ha llamado la atención, no sólo eso, como le digo, sino que incluso ha habido ciscos como el gallo ése de la señorita Esteso.

—El gallo de la señorita Esteso... —Sí, don Anastasio. En los negocios, no se puede cam­

biar; hay que hacer siempre lo mismo. Al público no le gustan las innovaciones..., y respecto a lo de tocar usted la trompeta, me temo que tampoco va a poder ser.

—'¿Tampoco...? —La orquesta ha amenazado con largarse, y ya sabe

usted... —Sí, comprendo, comprendo —dijo el brigada Anas­

tasio levantándose. —Créame que lo siento, don Anastasio. ¿Por qué no

va usted a Pasapoga? A lo mejor allí... —No. ¿Para qué? Es lo mismo.

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El artista y el empresario se dispusieron a abandonar el saloncito oriental.

—Quisiera pedirle un favor, don Rufino. No se trata de dinero..,

—Usted dirá. —J3e compuesto un nuevo pasodoble... —titubeó el

brigada—. Como contaba casi seguro con esa plaza de trompeta...

—Sí, diga, diga... —i... le había prometido a Nelly, ya sabe usted, esa

muchacha rubia del circo que es hija de un paisano, le había prometido tocarlo esta tarde y dedicárselo a ella...

—No faltaba más, don Anastasio; en cuanto acaben los tangos y empiecen los pasodobles sube usted al ta­blado y puede...

—... es un pasodoble formidable, formidable, no sé a qué torero dedicárselo, pero es formidable —el rostro del brigada se iluminaba—. Tiene unos fas sostenidos por ahí, tarararara, y una cosa así como de gracia de pase de pecho; el domingo estuve a punto de tocarlo después del Evangelio, pero el nuevo capellán como es viejo tiene graduación de coronel y se cabrea, y dijo el otro día que nada de cachondeos, que la misa es la misa y que en la misa no quiere nada de música ni leches de esas...

—Sí, cualquier cosa, un militar y además cura... —Si supiera usted, don Rufino, las ganas que tengo

de solicitar la excedencia y dedicarme de lleno al arte... Si supiera usted lo poco que se nos aprecia a los artistas, sobre todo en los cuarteles... Por eso si usted...

—Lo comprendo, lo comprendo, don Anastasio. Hay que tener paciencia. Hoy día la vida está muy mal; hay demasiada gente que busca trabajo, sobra personal por todas partes. No sabe usted los cuadros que presencio a veces, tanta miseria, tanto hambriento que está dis­puesto a matar a su madre por unas pesetas... De verdad,

.,.,

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don Anastasio, no debía abandonar el Ejército. Al menos allí tiene asegurada la comida...

—Mire, ahora entra Nelly por la pista.

Nelly es una muchacha morena teñida de rubio. Rubia con cejas negras y unos pechos prominentes. Su padre era paisano del brigada Anastasio y murió en unas ma­niobras en el río Ebro. Era sargento del regimiento de Zapadores y al hundirse un puente de barcazas se lo llevó el agua turbia. La verdad es que Nelly se llamaba Indalecia, pero como era una familia muy numerosa, al quedar huérfanos, entre un comandante del Regimiento y un canónigo de Santiago de Compostela colocaron bas­tante bien a toda la familia. Al principio la metieron de acomodadora en el Circo Americano, mas como Nelly aprendiera a patinar de pequeña, ahora era medio ar­tista de circo, y aunque gallega de nacimiento, en ese gran desfile con que se inicia el espectáculo, se presen­taba ella toda rubia, tan mona, vestida de finlandesa y haciendo ondear la bandera de aquel país. Existen mu­chos fabricantes de chorizo que en su juventud fueron a la universidad y convivieren en la misma pensión con un estudiante de ingeniería que era un cabrito de tomo y lomo. Casi ni se hablaban. Pero al cabo de los años, al hijo del comerciante le da por hacerse ingeniero, y aquí son los apuros del papá para localizar al antiguo com­pañero y obtener una buena recomendación en los exá­menes de ingreso. Así es de extraña la vida. Al brigada Anastasio le ocurrió lo mismo. En cuanto comenzó a digerir aquello de ser,artista se acordó inmediatamente de la hija de su paisano, de aquella Indalecia que tra­bajaba en el circo. Quien a buen árbol se arrima..., pen­só, ¡Pobre brigada Anastasio!

En el cuartel comenzaron a decir que se había echado de querida a una cabaretera joven y él se enfadaba mu-

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cho cada vez que lo oía. El asunto trascendió hasta el capellán, que lo llamó a su despacho del vicariato.

—'¿Da usted su permiso? —Sí, sí, pase, —¡Se presenta el brigada Anastasio, maestro de la ban­

da de... —Menudo pájaro está usted hecho. Por fin logró convencerlo de que todo aquello eran

habladurías. El era un artista y. naturalmente, fuera de las horas de servicio normalmente solía tratarse con per­sonas de su profesión.

—No sé, no sé —dijo el cura rascándose la coronilla.

Nelly acudió, como siempre, muy puntual a la cita de don Anastasio, por quien sentía una gran admiración. Era paisano, amigo de su padre y además un buen mú­sico, Se sentaron en una mesa del rincón. Nelly hablaba muy de prisa y se echaba para atrás su larga melena rubia.'

—Buenas noticias para usted, don Anastasio. Segura­mente podrá firmar el contrato. Habrá cambios en la orquesta durante esta turné que vamos a realizar por Andalucía y Marruecos.

—Si supieras, pequeña Indalecia... —-Nelly, Nelly, don Anastasio... —Sí, Nelly, perdón... Si supieras las ganas que tengo

de abandonar los cuarteles, Por ahora mi única espe­ranza está puesta en ese circo. Aquí tampoco les hago el avío...

—'¿Pero entonces...? —Nada. —¿Y lo del pasodoble? —No les sirvo. Dice don Rufino que mi música es

demasiado buena. La gente aplaudió sin ganas y dejó de bailar. Don

Rufino apareció en el tablado de la orquestilla. Tomó el

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micrófono, le dio unos papirotazos y, después de carras­pear, se arrancó:

—Respetable público, esta tarde tenemos el honor de contar entre nosotros al extraordinario virtuoso de la trom­peta, maestro Anastasio, que permanece unos días en la capital después de su larga gira por Sudamérica. Estoy seguro que sorprenderá al maestro mi atrevida propo­sición, pero yo le ruego que se aproxime al estrado a fin de interpretar alguna de sus últimas melodías.

Entre los aplausos y una especie de foco que apareció por allí arriba, que casi no alumbraba en aquel dorado atardecer, el pobre brigada Anastasio no salía de su asombro. ¡Qué significaba toda aquella farsa; para darle luego una patada en las nalgas y deci le que su música era demasiado buena! El brigada, todo azarado, subió al estrado con la trompeta bajo el brazo y tocó aquel pasodoble, que le salió medio eruptado entre la emoción, el foco y los sobresaltos. Sonó a música ratonera, pero como habían informado al público acerca de la actua­ción de un gran maestro, convaleciente de gira por Amé­rica y todas esas cosas, se escucharon calurosos y repe­tidos aplausos al final de su interpretación.

A los pocos días el brigada Anastasio pidió la exce­dencia.

—¿Da Usía su permiso? —Pase. —A las órdenes de Usía, mí coronel. Se presenta el

brigada Anastasio, maestro de la... —Vaya, vaya, vaya... Un enorme silencio se apoderó de aquel despacho. El

brigada Anastasio, en posición de firmes, con los guantes y la gorra de plato en la mano izquierda, tal y como mandan las Ordenanzas, perdía su mirada en una grieta del techo. El coronel se arrebujaba en el butacón y tor­cía el bigotillo en una mueca saturada de ironía.

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—De modo que nos deja usted y se mete a artista; vaya, vaya, vaya...

Durante los primeros días de actuación en el circo la vida fue para el brigada Anastasio maravillosamente dul­ce e increíblemente satisfactoria. Se había cambiado de pensión, en el Madrid viejo, donde vivían, a veces solas, a veces acompañadas, dos coristas del teatro de La La­tina. También aparecían por allí de vez en cuando un corredor de comercio y un antiguo banderillero, que en la actualidad era conserje del Círculo Mercantil. Estos no se acostaban con las coristas, sólo iban a pedirle algo de dinero a la patrona, que era una buenaza de la pro­vincia de Zamora. En realidad, el que más se acostaba con ellas era un pastor protestante que vivía en el piso de arriba. Tenía su iglesia en el sótano de una casa de Chamberí y muchas veces entre salmo y salmo se daba una vuelta por la pensión del brigada Anastasio.

A pesar de su vocación de artista y de ansiar con tanta vehemencia la vida bohemia, el brigada Anastasio no se podía despojar de una especie de resabio militarista que según parece llevaba metido en los huesos. Aunque en el cuartel siempre hizo alarde de poco espíritu mi­litar, la vida del circo le trastornaba y desequilibraba bastante. Era meticuloso, impertinente, muy ordenado en sus criterios y siempre andaba dando taconazos y salu­dando al estilo militar. No tenía sentido del humor, y aunque humilde y de buen conformar, no podía evitar en su porte un no sé qué siempre que trataba con infe­riores, si podemos considerar como inferiores en el mun­do del circo a los recogealfombras, tensacables, acomo­dadores y vendedores ambulantes.

Durante los ensayos le gastaban bromas. El director levantaba los brazos, y al dar la señal de entrada todos los músicos permanecían en silencio. La trompeta del bri­gada Anastasio lanzaba una especie de solitario relincho.

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—-El burro por delante para que no se espante —ex­clama siempre alguien.

De todas formas él era feliz. Salía mucho con Nelly e iba a visitar a una hermana casada de ésta que vivía en Embajadores. A Nelly no le gustaba ir a la pensión de don Anastasio porque, según decía, no podía tragar a aquellas furcias. El brigada se hizo muy amigo de dos liliputienses y de un ventrílocuo que antes de lanzarse al mundo del arte había sido un fuerte comisionista en granos, y proveía a varios regimientos de Caballería de Valladolid y Guadalajara, entre otros clientes. Don Anas­tasio, que se pasaba el día en el cuartel hablando de Sopen, de Betoven y del maestro Chapí, discutía en el circo con el ventrílocuo acerca de si aquello de abro­charse el capote los lunes, miércoles y viernes sirviéndose de una determinada hilera de botones, para hacerlo los martes, jueves y sábados utilizando los de la fila con­traria, tal y como se indica en el actual Régimen Interior, era una solemne estupidez o en realidad se trataba de una inteligente medida de economía castrense. Nunca se ponían de acuerdo y al final la culpa recaía sobre Carlos III, el promotor de todas las absurdas Ordenan­zas Militares.

En este estado se encontraban las cosas cuando co­menzó la tan ansiada gira por Andalucía y norte de África. Se había iniciado lo que podíamos titular «etapa de los viajes», tan bien definida en los sueños de fama y grandeza. Después vendría el salto del charco y Amé­rica.

CEUTA, 15 de julio: «Pero venga, pelmazo, que no está usted en el cuartel.»

TETUÁN, 29 de julio: «No me jeringue, don Anastasio, que es usted más plomo que un general.»

MELILLA, 10 de agosto: «Ya lo que nos faltaba, el mi-litarcillo ése nos va a imponer ahora sus números. El

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ensayo a las doce, ¿de acuerdo?, y se abrirá el espec­táculo con «Barras y estrellas». Cualquier día pretenderá hacerlo con la Marcha Real o con el Oriamendi...»

Aquello no iba. Y de mangonear, nada. No es que el brigada Anastasio lo hiciera, pero en el cuartel se le dice a un recluta: «Firmes», y el tío se pone firmes; «Que te pego una leche que te vuelvo loco», y el recluta nada, ni siquiera se enfada. Con aquella filosofía, en el mundo de la suboficialídad el brigada Anastasio fue una especie de Júpiter tonante inofensivo, pero siempre capacitado para lanzar por ahí algún rayo y algún trueno que otro. Como por otra parte en el cuartel la vida era sencillí­sima : levantarse, saludar, ponerse firmes, comer, salu­dar, cenar y dormir, en realidad el brigada Anastasio desconocía un poco los tiquismiquis de la vida licenciosa y conspiradora del mundo artístico. Le tomaban el pelo, se enfadaba, y como allí no valían para nada los galones se quedaba con las ganas de enviar a más de uno al calabozo. A consecuencia de esto se le avinagraba el vino y hacía mala uva, y como era una especie de niño grande que se pasó la vida entre machos tocando la cor­neta, con aquello de ver todo el día tanta mujer con los muslos al aire, le entró una especie de cosa así que le llenaba de íncertidumbre y desasosiego. A Nelly ya no la miraba con los mismos ojos de antes y tenía que hacer verdaderos esfuerzos para no poner en práctica unas ideas extrañísimas que se le ocurrían de vez en cuando. Ape­nas sí se trataba con sus compañeros y con la gente del circo, y el mismo ventrílocuo le preguntaba con frecuen­cia si no se encontraba enfermo. También Nelly observó este paulatino cambio en la manera de ser de don Anas­tasio. El no había visto nunca aquella luz y aquellas paredes blancas de África reluciendo como unos espejos y tanta mujer velada y tapada. Por eso cuando volvieron a Madrid ya estaba medio chinado.

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Así terminó la temporada oficial, y en realidad el des­canso no le sirvió de nada al bueno del brigada Anasta­sio. La temporada siguiente acabó por desmembrarlo, y no fue aquel tipo cómico y divertido de antes, sino que para muchos se convirtió en un ser odioso y desconcer­tante. Al final Nelly comprendió perfectamente el origen de todas las desventuras de su amigo y procuró mos­trarse amable con él.

Don Anastasio se había cambiado de pensión, pero de todas formas Nelly continuaba visitándole con la misma poca asiduidad. Sus coloquios solitarios ya no eran los de antaño, y apenas hablaban ahora de las ilusiones y de los proyectos para el futuro. A Nelly le daba un poco de miedo quedarse sola con don Anastasio, porque a veces se pasaban largos ratos sin que ninguno hablara nada y, lo que era peor, sin que ninguno tuviera nada que contar. Además Nelly creyó advertir en la mirada de don Anastasio cierta llamarada extraña que le asus­taba. El siempre fue muy correcto, pero en la última etapa, antes de caer enfermo, siempre que se encontraba a solas con él y cerraba los ojos se figuraba que de un momento a otro el brigada se iba a abalanzar sobre ella y le iba a arrear algún pellizco en las nalgas. Cuando pensaba en esto se ponía muy nerviosa, porque si bien a cualquiera de aquellos sinvergüenzas les podía largar un bofetón o una patada, no podía figurarse cuál iba a ser su reacción frente a don Anastasio si esto llegaba a ocurrir. Y la verdad es que este acontecimiento se pre­sentía de un momento a otro. Pero no llegó a suceder.

Un día hubo bronca en la orquesta, y al día siguiente el brigada Anastasio no acudió a los ensayos ni a la fun­ción. Todos los músicos se alegraron. A los tres días dijo el director que, caso de no aparecer y justificar su ausen­cia, el brigada Anastasio iba a ser dado dé baja en la nómina del personal artístico del espectáculo. Nelly es-

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taba enterada de todo, pero no dijo nada y fue a visi­tarle a la pensión. Lo encontró tan decaído y de tan mal aspecto que no se atrevió a contarle lo ocurrido.

—No sé lo que me pasa, me encuentro mal. ¿Y qué dicen por allí?

—-Todo el mundo me pregunta por usted con mucho cariño —mintió Nelly.

—Pronto volveré y verán, ya verán... A partir de entonces fue todos los días a visitarle.

Nelly comunicó a la dirección del Circo lo ocurrido con su compañero, pero en vista de que la enfermedad se prolongaba y de que el paciente, por^su apresurado afán de incorporarse^ al circo, descuidó al principio, y después de un año largo no había suscrito aún reglamentaria­mente su situación laboral, acaeció que, amparada por todo el peso de la ley, la dirección del espectáculo pres­cindió de los servicios del brigada Anastasio. Así se lo comunicaron a Nelly, causándole con ello un gran dis-guto y proporcionando a la vez a más de uno secreto motivo de satisfacción. Hubo de todo.- manifestación se­creta y otras exteriorizadas, como aquella del trompeta de la orquesta que al conocer la noticia lanzó al espa­cio los compases soñolientos y siempre fúnebres del «Si­lencio» militar.

•—'Tiene usted mucho mejor aspecto, don Anastasio. —Gracias, Nelly, me encuentro ya casi bien. ¿Y qué

dicen, qué dicen por allí? —Todo el mundo me pregunta por usted. —De modo que hablan de mí, de modo que hablan

de mí... —murmuró pensativo el brigada. Le daba tanta pena aquella farsa que los tres últimos

días no fue a visitarle. Don Anastasio era un quejica y le agradaba ser atendido y mimado con solicitudes cere­moniosas. Bastante indignado por la ausencia de Nelly y cansado de que nadie acudiera a las llamadas del tim­bre que pendía en la cabecera de la cama, decidió por

¡lis

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fin levantarse aquel día tan soleadito del mes de abril. Daría un paseo y después de comer acudiría al circo. Seguramente allí ya todo el mundo le estaba esperando.

—Ya era hora, maestro. —Don Anastasio, se ha notado mucho su ausencia. —Dichosos los ojos que le ven, don Anastasio —y se

relamía de gusto. Se lió al cuello la bufandita y con cara de enfermo

muy grave que sale por primera vez a la calle comenzó a bajar los escalones, apoyándose en el pasamanos. La gente apenas si reparaba en él, y un poco molesto, dio por cojear unos metros intentando de esta forma atraer sobre sí alguna mirada compasiva. Pero nada. Todo el mundo pasaba de prisa sin mayor preocnpación. De to­das formas le pareció la vida más hermosa, más llena de luz y como si muchas cosas importantes hubieran acae­cido durante su enfermedad. Se deslizó calle abajo con la vista en el suelo, y medio arrullado por el damero de las losetas y el suave soplo del sol que rebotaba en las paredes, acusó de pronto algo extraño que conmovió todo su ser. Levantó la vista, y allá al fondo divisó una mu­ralla de gente que taponaba la hermosa perspectiva de la calle. Hacía ya un rato que escuchaba las notas mar­ciales de una banda militar, pero tan lejanas y difusas, tan placenteras y bien ambientadas en aquella mañana soleada de casi primavera, que su espíritu voló a los tiempos del cuartel y sintió aquel mismo aliento de se­renidad patriarcal que solía experimentar en el regimien­to mientras aguardaba el «alto de trabajo». Por eso se sorprendió un poco al verse tan súbitamente transplan­tado allí, en medio de la calle, con sus pensamientos re­voloteando medio locos, como una bandada de patos salvajes.

Todos los años en Madrid se celebra un gran desfile. Las bandas militares lanzan al aire el estrépito de sus metales y los innumerables altavoces esparcen el eco por

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las nubes y los tejados. Los diferentes Cuerpos de Ejér­cito hacen desfilar a su numerosa representación en com­pactos grupos que se deslizan con geométrica desenvol­tura.

— ¡Anda! Estos cacharros son nuevos. —Sí, son americanos. —Estos sí que desfilan bien. Ya se sabe, la Guardia

Civil... —Espere, espere que pasen los marinos... La gente aplaudía siempre que pasaba una banda de

música o un general montado en un caballo blanco. Lo demás no le importaba mucho. Sobre todo cuando pa­saba la música todos los hombres experimentaban un gran deseo de ser militares para desfilar con aquella mar­cialidad, y todas las mujeres estaban dispuestas a ser enfermeras y morir en cualquier hospital de primera lí­nea junto al ¡echo de algún teniente guapo. Pero como normalmente no suele haber guerra el público reprimía sus ansias.

Pero don Anastasio... ¡Había que verle a don Anasta­sio ! Ai final se acercó corriendo y se abrió paso a co­dazos casi hasta la primera fila. No le hubiera afectado más la explosión de un obús del 45. Fue el primer cho­que con su mundo de antaño y se le agolparon de pronto en el corazón esos mil recuerdos y vivencias que todo el mundo suponemos muertas la primera vez que resu­citan a la vuelta de cualquier esquina de nuestra vida y nos sorprenden con sus caricias y sus chirridos. Allí estaba en realidad todo el mundo del brigada Anastasio. La música, la marcialidad, los guantes de gala eleván­dose a la misma altura, los correajes después de una no­che en blanco embetunando los cueros y dando sídol y goma de borrar a las hebillas; allí estaban las bayonetas bruñidas con papel de lija y el cajón de mecanismos de los fusiles más limpios que la leche, como solía decir el difunto brigada Martínez. Allí estaban los tambores y

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las trompetas, el «paso, paso» y «el vista a la derecha» de la instrucción y ese cosquilleo que se siente en la barbilla cuando suena el cornetín y se vuelve el oficial con disimulo hacia la tropa torciendo el «morro» para decir:

—A ver cómo pasamos delante de la tribuna, esos brazos, esos tacones, la cabeza alta...

Al brigada Anastasio le dio la impresión de que se le derrumbaban encima todas las casas de la Castellana. Se le Saltaron las lágrimas. Recordó de pronto al coronel Pavón, al teniente Jiménez, a aquel primo suyo que murió en Paracuellos, recordó la primera vez que les bombardearon los aviones rojos en el Ebro, al cura pelma aquel y al sargento imbécil que se las echaba de músico y a punto estuvo de costarle la broma un mes de prisión. Lo recordó todo. Le entraron ganas de gritar ¡Viva el Ejército!, ¡ Viva la gloriosa Infantería!, ¡ Viva el regi­miento San Quintín número 23! Pero miró de reojo y le dio un poco de vergüenza. Empezaron a pasar tanques, regimientos de esquiadores, tan blancos, tan higiénicos; camiones repletos de infantería, caballería tocando la trompeta, tan bien, tan afinados. Luego la Legión, siem­pre de prisa, como unos locos, con sus borregos y sus mascotas.

Ya no pudo aguantar más; sintió un vacío en el alma y luego una cosa extraña como aquel día que juró ban­dera cuando era muy joven y se desmayó durante la ceremonia un poco antes del desfile. Eran los tiempos en que estaba enamorado de aquella rapaciña de su pueblo y se pasaba el año tachando con un lápiz azul, día a día, todas las fechas del calendario. Cuando volvió en sí se encontró recostado en la camilla de un puesto de la Cruz Roja. Unas enfermeras muy guapas de traje blanco le miraban con simpatía; le dieron un poco de coñac y un bocadillo de mortadela. Sólo tenía dentro un par de ro­dajas.

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—¿Ya se le ha pasado, señor? —A lo mejor no ha desayunado. —Con el calor y estos apretones... Advirtió que estaba todo despechugado y con la ca­

misa fuera del pantalón. Se avergonzó de verse con estas pintas delante de unas muchachas tan jóvenes y tan gua­pas. Le incorporaron con algún esfuerzo, y fajándose la tripa con la bufanda se despidió como pudo. Resultaba un poco ridículo, y algunas muchachas y un camillero que había por allí medio se sonrieron. Le entraron ganas de poner firmes a aquel estúpido soldado de Sanidad y decirle un par de cosas. Siempre le tuvo inquina al Cuer­po de Sanidad. Eran todos ellos una partida de enchu­fados que se pasaban la vida colándose de gorra en los campos de fútbol y viendo los desfiles en primera fila.

—>Le podemos acompañar si quiere usted. —No hace falta, vivo aquí cerca —-respondió el bri­

gada. —Aléjese de la multitud y respire por las narices, uno

dos, uno dos... Sintió ganas de decir: «Respire usted por donde pue­

da, señorita.» ¡Vamos, hombre! Ahora le iban a decir a él cómo se respiraba; a él, que era maestro de cor­netas de llave y con anterioridad profesor de cultura física.

Por fin llegó a su casa .completamente abatido y se metió en el cuarto sin comer.

—Hace media hora que está la mesa servida. —Hoy no como. —¿Es que se encuentra usted mal? Se acostó y no pudo dormir. Se levantó y vio el em­

pedrado de la calle como un mar de asfalto que lo lla­maba a voces. Luego la vía del tranvía se perdía al fon­do en perfecta formación, como un regimiento de Zapa­dores. Abrió el armario y desempolvando aquella espe­cie de cortinilla blanca que cubría el uniforme, extendió

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éste sobre la cama. Destapó la caja, sacó la corneta y se observó en el espejo después de calarse la gorra. Sa­ludó en posición de firmes. Dio el toque de atención. Tí, tí, tí, presenten armas. Tí, tí, tí, descansen armas.

—Hace media hora que está servida la mesa. —A hacer puñetas. Tarara tata, tarara tata, media vuelta ya, media vuelta

ya. Miró de soslayo al espejo, torciendo la cabeza, y saludó de nuevo. «Españoles, la patria está, en peligro. Gracias al buen adiestramiento que os han comunicado los jefes y a la presencia del brigada Anastasio podremos salvar la situación. Obedeced ciegamente sus órdenes y la victoria será nuestra.»

Luego durmió. Se encontraba un poco confuso des­pués de aquel sueñecito que había descabezado. Se­rían lo menos las cinco y la pensión estaba sumida en silencio como todos los días de fiesta; seguro que las viejas se habían ido a la iglesia o estaban jugando a las cartas con la vecina del piso de arriba. Abrió lenta­mente la puerta y salió al pasillo, llevando consigo la trompeta. El uniforme quedó sobre la cama completa­mente arrugado. Entró de puntillas en la cocina y hur­gando en la despensa sorbió un poco de leche que había en la jarra. Cuando se vio en la calle respiró tranquilo y pensó en reanudar una nueva etapa de su vida.

Ahora, ahora iban a ver en el Circo quién era el ca­pitán Anastasio. Estaba dispuesto a poner firmes a todo el mundo. Su tratamiento sería de Usía, naturalmente. ¡Medalla militar y laureada individual, casi nada! Ade­más ya estaba un poco harto de tanto cirquito. Tanta niña ridicula y tanta pamplina; allí había que infundir más respeto y más subordinación a la jerarquía. Eso de que el director no tenía carácter ya lo venía él diciendo de antaño. Todos los movimientos con más energía, con más nervio. Prohibido completamente hablar mal de los superiores, quejarse de que es poco el haber, malo el

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pan, muchas las penalidades, santiguarse al salir de casa, al entrar en la iglesia, al comer y al dormir. Todo re­cluta será destinado a una escuadra, de cuyo cabo será enseñado a saludar a los Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltasar..., y nada más. Atentos, firmes. Cuerpo a tie­rra y cambio de mano por diagonal.

Allá al fondo quedaba el Circo con su vieja lona re­mendada, tan gordo y simpático como de costumbre. Se espandía en el ambiente rumor de jolgorio, y las notas de un pasodoble ramplón llegaban a oleadas entre el jadeo de la brisa. El recientemente ascendido capitán Anastasio pasó sucesivamente por el paso y el trote, para correrse luego una caña a galope tendido y no parar hasta verse dentro del Circo.

Las gradas y sillas estaban repletas de público. La pista se fue poblando de hierros retorcidos y de súbita efervescencia. En un momento la arena quedó aislada del público por un entramado de rejas. Una cola de hierros en forma de túnel unía la arena con esas corti­nas de tonos chillones por donde salían antes los payasos. En el centro, taburetes, aros de metal, un balancín de madera y en seguida el domador vestido de húsar de la reina con látigo en la mano y hermosos bigotes de lar­gas guías. Introdujo la mano a través de los hierros y abrió la puerta. Fue recibido con una gran ovación e hizo restallar el látigo con fiera soltura de espantamoscas. Redobló el tambor insistente y, después de saludar, el arriesgado artista dispuso en la pista los materiales en­comendados para llevar a cabo su número.

Sonaron algunos compases y unos leoncitos pequeños asomaron sus cabezotas al final del túnel. Pero conforme iban apareciendo aumentaban de tamaño tan inexplica­blemente, que no llegaba a comprender uno cómo toda aquella mole podía atravesar un pasadizo tan estrecho. Seguramente eran de goma. Cada león se fue a su ban-

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quillo, lo mismo que los chavales en la escuela. Se vol­vían a veces hacia el público y abrían la boca, enseñando unos dientes amarillos tan grandes como botellines de cerveza. Uno de ellos se hizo de vientre, y olía lo suyo tan mal que todo el grupo de espectadores se tapó la nariz con el pañuelo. El público de las filas próximas lamentó encontrarse tan cerca de las fieras y juzgó exce­sivamente finas aquellas varillas que poco antes le hi­cieron suponer que incluso estorbarían la buena visión del espectáculo. El tinglado tenía aspecto de venirse aba­jo a la menor contrariedad.

Un león saltaba a través del aro y los demás miraban con cara de tontos, cuando sonaron las primeras voces destempladas en el interior del Circo. Al principio el público no reparó en ello, y por eso el león seguía sal­tando y otros dos se columpiaban en el balancín con manifiesta torpeza, poniendo los ojos en blanco cada vez que daban sus cuartos traseros en el suelo. Pero aumentó el murmullo interior y apareció de súbito en escena un tipo desmelenado muy gracioso, haciéndose el enfadado y como dispuesto a enfrentarse con media docena de leones. Cuatro o cinco personas, entre ellas un payaso y el negro que comía fuego, intentaban simular su cap­tura. Pero el hombrecillo se pudo zafar, y dejando en poder de aquéllos la bufanda y la chaqueta, abrió con mucha destreza la portezuela de la jaula y se coló en la pista. Brotó de entre el público una gran ovación. El hombrecillo, después de serenarse un poco, arreó un trompetazo y gesticuló al público entre displicente y gro­sero. Se celebró muchísimo aquella novedad. El mismo domador quedó un poco aturdido y bastante gente co­menzó a girar ahora alrededor de la jaula. Los leones también se sorprendieron un poco, pero como luego em­pezaron a meterles barras de hierro entre las rejas para intentar aislar e inutilizarles, varios de ellos se incomoda­ron y les dio por brincar como si fueran gatos. El domador

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miraba a todas partes y a veces se volvía para hablar con los que estaban fuera de la jaula. El hombrecillo empezó a tocar la trompeta, y todo el mundo se moría de risa con aquel número tan divertido. Además, el tipo aquel tenía una fuerza terrible. Una de las veces que se le acercó el domador para decirle no sé qué, le arreó tal puñetazo en la cabeza que le dejó medio atontado, viéndose obli­gado el pobre domador a sentarse en uno de los banqui­llos como si fuera un león. Estos andaban nerviosos y se volvían hacia el público repeliendo a zarpazos los barro­tes, alguno de los cuales quedó más torcido que un saca­corchos.

Y entonces vino lo emocionante si en realidad se hubiera tratado de un número de circo, pero por lo visto estába­mos todos equivocados. Aquel hombre era un loco escapa­do del manicomio. Como iba diciendo, el hombrecillo se puso firme y saludé luego al estilo castrense, provocando gran hilaridad entre los soldados que asistían al espectácu­lo. Las carcajadas se desbordaron cuando empezó a tocar «diana», ese antipático toque que escuchábamos en el cuartel y que algunos imbéciles se molestaban incluso en corearlo: «Quinto levanta, tira de la manta..., etc.» En­tonces el entusiasmo de los militares sin graduación, que así se llama a los soldados cuando tienen que pagar un duro de entrada en los circos y en los bailes, fue inenarra­ble. Aplaudían puestos en pie y agitaban sus guantes blan­cos de gala, dando silbidos y bocinazos. El hombrecillo empezó a correr por la jaula sin dejar de tocar la trompeta, como esos soldados italianos que desfilan a paso ligero con un sombrero de plumas en la cabeza. Cada vez corría más y los leones no dejaban de mirarle. En una ocasión fue sujetado desde fuera de la jaula, pero logró despren­derse y continuó corriendo cada vez más, hasta que al final, al pasar junto a uno de los leones, que ya debía de estar mareado de tanto volver la cabeza de aquí para allá, no se le ocurrió nada mejor que saltar sobre su lomo, al

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estilo de esos caballistas del Oeste. La trompeta y el pú­blico se callaron, y un enorme rugido trepó por el aire, mientras el león se revolvía furioso y despedazaba ner­viosamente al hombrecillo, quedando en un momento sus miembros esparcidos por el suelo. Los otros leones inten­taron atacar al domador, pero éste ya se encontraba pro­tegido desde fuera de la jaula por media docena de barras. La gente abandonó el local presa de intenso pánico y se recogieron varias personas pisoteadas y medio asfixiadas.

* # #

Seguramente tiene que existir el cielo, el infierno y, so­bre todo, el limbo, pues las personas como el brigada Anastasio no pueden acudir después de la muerte nada más que a ese paraíso indefinido y grisáceo. De todas for­mas, el limbo del brigada Anastasio debe de ser especial. Necesitaba él un limbo para gallegos, todo cuajadito de praderas verdes y vacas lecheras dando tenues mugidos. Algo así, fino y sin complicaciones, donde no se pueda en­contrar uno con persona amiga que le saque al rostro los colores. Y luego una vida higiénica, como en los cuarteles, sin apenas quebraderos de cabeza. Pasear, comer, echar la siesta y el vino ni probarlo. Por las tardes, tumbarse a la sombra y beber gaseosa. En invierno la lluvia fina y el paseo bajo los soportales. Sin preocuparse de la media vuelta a la derecha ni de las ovaciones estruendosas. Esas cosas acaban por volver loco a cualquiera.

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NOTAS CULTURALES

La editorial Doubleday Publishing Company, de Nue­va York, va a publicar una serie de volúmenes sobre his­toria universal, habiendo empezado en abril con «The Age of' Reason», por sir Harold Nicolson. Esta obra, publi­cada ya en Inglaterra en enero, es una exposición de las personalidades, filosofía, política y vida cultural del siglo XVIII.

La serie será publicada bajo el título general de «The Mainstream of the Modern World» y contendrá obras de Kay Boyle sobre Alemania, Barnaby Conrad sobre España, Emily Hahn sobre China, sir Compton Macken­zie sobre Escocia, Harrison E. Salisbury sobre Rusia, Wil-liam Shirer sobre la India, Edmond Taylor sobre «La caída de las dinastías» y Francés Winwar sobre Italia.

El autor norteamericano John Gunther es el director del proyecto.

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Cuatro profesores soviéticos de la Universidad de Mos­cú han realizado una visita de intercambio de cinco se­manas a la Universidad de Colúmbia, en Nueva York.

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La Universidad de Colúmbia ha anunciado también que cuatro de sus profesores irán a Moscú para visitas de cinco semanas, en virtud del programa de intercam­bio entre las universidades de Moscú y Colúmbia y de Leningrado y Harvard previsto en el primer acuerdo de intercambio cultural y técnico con la Unión Soviética, firmado en enero de 1958.

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Un mural de cerámica, de casi seis metros de longitud y casi dos metros de altura, obra de los artistas españoles Joan Miró y José Lloréns Artigas, se exhibe actualmente en el Museo Solomon R. Guggenheim, de Nueva York.

La obra, con el tema de Miró «Personajes y estrellas en la noche», fue encargada por la Corporación Harvard y quedará instalada de modo permanente ea la Univer­sidad de Harvard.

El mural consta de 128 placas, ejecutadas en el estudio de Artigas en Gallifa, cerca de Barcelona. La obra se exhibe en el Museo juntamente con la gran cerámica «Pórtico», también de Miró y Artigas, además de varios-cuadros y dibujos de Miró que proceden de la colección permanente del Museo.

$ 9 s

El Metropolitan, de Nueva York, ha encargado al com­positor norteamericano Marvin David Levy, de 28 años de edad, una ópera basada en la obra de Eugene O'NeilI, «Mourning becomes Electra», El libreto será escrito por Willis Butler.

Esta es la segunda ópera encargada por el Metropoli­tan merced a un donativo de la Fundación Ford.

Levy ha escrito tres breves óperas: «Escorial», «Sotoba Komachi» y «The Tower», Ha compuesto también un

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oratorio de Navidad basado en un poema de W. H. Auden y una sinfonía, entre otras obras.

Esta será la segunda obra de O'Neill que ha servido de base para una ópera representada en el Metropolitan. La primera fue «The Emperor Jones», compuesta por Louis Gruenberg y estrenada en 1933.

9 S #

Se anuncia la publicación de un nuevo libro de John Gunther, titulado «Inside Europe Today». El contenido de la obra es totalmente diferente del de su libro «Inside Europe», publicado hace veinticinco años.

Se estudian en la obra las diferencias y los contrastes entre la Europa de 1936 y la de 1961.

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La compañía de la Opera de Santa Fe (Nuevo Méjico) asistirá en septiembre al Festival de Música del Berlín-Oeste, donde interpretará obras de Igor Stravinsky y Dou-glas Moore.

Esta será la primera compañía norteamericana de ópera que participa en el festival, aunque la Orquesta Filar­mónica de Nueva York actuó ya el año pasado.

Stravinsky dirigirá sus obras «Persephone» y «Oedipus Rex». La obra de Moore será «The Bailad of Baby Doe». El texto de «Persephone» fue escrito por André Gide; el de «Oedipus Rex», por Jean Cocteau.

# * *

Los compositores Lukas Foss, Francis Poulenc y Elliott Carter han ganado los premios del Círculo de Críticos Musicales de Nueva York para las mejores obras nuevas de 1960 y los cuatro primeros meses de 1961.

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El premio de obras para orquesta correspondió a «Time Cicle», de Foss, para soprano y orquesta. El «Cuarteto de cuerda núm. 2», de Carter, recibió el premio de mú­sica de cámara. «Gloria», de Poulenc, fue considerada como la mejor obra coral.

La obra de Carter ganó un premio Pulitzer en 1960. La composición de Foss fue interpretada por primera vez por Adele Addison y la Filarmónica de Nueva York, bajo la dirección de Leonard Bernstein.

* * «*

Charles Munch, director desde hace doce años de la Orquesta Sinfónica de Boston, se retirará en agosto de 1962, a la terminación de la temporada de verano de la Orquesta en Tanglewood.

Le sucederá Erich Leinsdorf, director y consultor mu­sical de la Opera Metropolitan.

Munch habrá dirigido la Sinfónica de Boston durante más tiempo que ningún otro director, con excepción de Serge Koussevitsky, que lo hizo desde 1924 hasta 1949.

La Orquesta, que actúa durante 50 semanas cada año, ha ganado muchos premios en los Estados Unidos y en otros países bajo la dirección de Munch, que ha acom­pañado a la Orquesta en tres giras por el extranjero: a Europa en 1952, a la Unión Soviética en 1956 y jr Ex­tremo Oriente, Australia y Nueva Zelandia en 1960.

Leinsdorf nació en Viena y se trasladó a los Estados Unidos para dirigir la Opera Metropolitan en 1938.

« * »

«Ballets: U. S. A.», de Jerome Robbins, emprendió su tercera gira por Europa este verano, empezando el 12 de julio en el Festival de Spoletto. Después actuará

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en París, Berlín, Hamburgo, Munich, Copenhague y Londres.

Se estrenarán en Spoletto dos nuevas obras: «Events», con música de Robert Prince, y «Variaciones», con mú­sica de Chaikovsky.

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Hay en la actualidad 13.676 bibliotecas en los Estados Unidos, la mayor parte de las cuales —7.204— son pú­blicas, según el anuario American Library and Book Trade Annual.

Hay 2.384 bibliotecas especializadas y 1.450 bibliote­cas universitarias o de centros de enseñanza superior.

Son más de 30 millones los norteamericanos inscritos en las bibliotecas para el préstamo de libros.

6 * S

La Casa Blanca ha adquirido cinco obras pictóricas de especial interés. Un antiguo dibujo de Benjamín Franklin, obra del artista francés Jean Honoré Fragonard, ha sido la primera adquisición importante del nuevo Co­mité de Bellas Artes de la Casa Blanca. Dibujada hacia 1778_, la obra es alegórica y se titula «Apoteosis de Fran­klin» ; fue realizada mientras Franklin se encontraba en Francia llevando a cabo su misión de buscar apoyo a la Revolución Norteamericana.

Se han colocado también en la Casa Blanca dos cua­dros de Paul Cezanne, «El bosque» y «Casa junto al Mame». Estas obras son parte de una colección de ocho cuadros de Cezanne legados a los Estados Unidos por Charles A. Loeser.

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Unos 100 cuadros de la colección G, David Thompson, que en su mayoría no han sido exhibidos en público has­ta ahora en los Estados Unidos, estarán expuestos du­rante el verano en el Museo Guggenheim de Nueva York.

Los cuadros fueron seleccionados de una exposición en el Museo Municipal de La Haya, que recientemente ex­hibió más de 300 obras de la colección Thompson. La misma exposición fue presentada también en Zurich y Duesseldorf.

Thompson, industrial de Pittsburgh (Pennsylvania), co­leccionó obras desde los impresionistas hasta la época ac­tual. Figuran en la colección «Desnudo en la ventana», de Bonnard; «Retrato de Madame Cezanne», de Cezan-ne, y «Después del baño», de Degas, así como obras con­temporáneas de Braque, Klee, Mondrian, Picasso y mu­chos otros.

o * *

Una exposición de artesanía contemporánea de Aus­tria, España, Francia, Italia, los Países Bajos, la República Federal de Alemania y Suiza puede ser visitada durante el verano en el Museo de Artesanía Contemporánea, de Nueva York.

Titulada «Artistas Artesanos de Europa Occidental», la exposición contiene unos 300 objetos de barro, joye­ría, tela, mobiliario, vidrio, escultura, madera, plata, et­cétera.

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LIBROS

Alien, Gay Wilson: Walt Whitman. New York, Grove Press, Inc., 1961. 190 páginas.

Es difícil, muy difícil hasta para un poeta, dar una ex­plicación lógica de cómo es y en qué consiste la poesía. Mecánicamente —«n lo que a la construcción se refie­re— es de todo punto imposible sentar permanentes fun­damentos sólidos en que apoyar ninguna tesis. No puede decirse: debe hacerse así; debe decirse: también así se hace. ¿Cantidad silábica y calidad tónica? No. Lo im­portante para el poeta no es cuánto, sino cómo; no es la medida, sino la proporción. Una ordenación métrica cualquiera por sí, no representa valor poético alguno (poesía); como tampoco el asunto que trate. Si ha de seguirse alguna regla, será la del equilibrio estético, y este equilibrio —tan diverso en la psiquis— lo aporta el poeta en cada una de sus producciones con arreglo a sus ideas esteticistas. Los que gustan de poner letreros a las cosas •—basados en determinados ingenios escritos— de­nominan con diferentes nombres a las composiciones co­nocidas que se ajustan a calculados metros y rimas, abo-

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minando de las demás, de aquellas que se «salen» del área por ellos recorrida. De ahí el que ignoren delibera­damente a grandes poetas debido en parte a que «su es­pejo mental no refleja más que el Yo de su psiquis». Como también a aquellos otros que emplearon o emplean para su artística expresión el lenguaje que les es más rico en valores, ya sean fonéticos, rítmicos, imaginantes, etc.

La valoración de una obra poética está en la palabra; tanto en lo que con ella crea como en la elección de la misma y en su contenido. La dimensión, disposición y empleo del metro van de acuerdo con la obra realizada o a realizar y con la muda sinfonía alada que, en el mo­mento de la gestación, sacude las fibras esteticistas men­tales de quien está gestando. «El poeta que va a hacer un poema tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo», dijo Lorca. Y uno de los mejores y más personales poetas futuristas se expresaba así: «Las obras sin ideas viven pocas ho­ras...» La escuela, las distintas escuelas de nada sirven; ¡son tantas ya las que nos legó la historia! A la poesía se le ama o no se le ama; si se le ama, nada importa la forma que presente —*es de Psiches tratar de descu­brirla—, y lo importante para hacer poesía es hacerla, tender ese puente en el espacio, sobre el abismo, donde asomen ángeles y demonios a la vez. Que cada uno cree su propia escuela. Que cada uno remonte su propio nivel. Que cada uno se manifieste con la flauta del viento o con el tambor del trueno tempestuoso. Desnudo, limpio, vivo. Entonces...

«Cuando los versos son de piedra dura, de molinillo de aire, de tajamar de cielo, de arquetipo de fondo, de filo bravo, de verdadera sed que apura y que consume; cuando los versos llevan sangre y sangre

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en latidos hondos, letra sin bautizar que grita y sube —pulso negro— y una nota sin peso ni medida,..-»

el poeta lo es, por más que la sociedad en que vivió o viva le niegue la sal bíblicopoética.

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«¿Qué significa vivir en una forma? Todos giramos y giramos, sin regresar jamás al punto de

[partida. Si nada se desarrollara, la almeja en su endurecida concha

[sería bastante.»

Walth Whitman, el poeta de West Hills, ha hablado. Y, al hablar, lo hace dando salida a su poderosa imagi­nación estética, a las vivencias por él pasadas, a la fuerza aérea que lo transporta. ¿Qué le importa al poeta vivir en una forma u otra si todas ellas son partes de la Uni­dad? Todos giramos y giramos —dice—. ¿Se sabe acaso «adonde vamos ni de dónde venimos»? Esa afirmación: «jamás», quizá sea el escollo personal del poeta en su viaje aéreo. Luego, en el retorno brusco a la tierra, sor­prende cuando añade: «Si nada se desarrollara, la al­meja en su endurecida concha sería bastante.» La movi­lidad imaginativa de este verso lleva tanta carga que es difícil desprenderse de ella. El pensamiento vuela sin querer a las elevadas cimas donde nació y una ráfaga atormentadora azota la conciencia psíquica. ¡Si nada se desarrollara!...

Walt Whitman, el silenciado Walt Whitman, el apos­trofado y negado por la mayoría de los «notables» de su época y negado y silenciado aún por cuantos se asus-

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tan de las dimensiones de sus alas y lo elevado de su vuelo, increpa a unos y a otros desde las alturas a que llegó, diciendo:

«(Soy vasto, contengo multitudes)»

Nadie como él en Norteamérica, exceptuando a Poe, acertó con la expresión poética justa, con el acento, con el valiente equilibrio de la medida métrica; nadie antes que él captó la energía arrolladura de la palabra «viva» por humilde y vergonzoso que pareciera su origen; na­die, antes ni después de él, pudo imprimir a la poesía de los Estados Unidos impulso semejante al por él lo­grado. Su fuerte personalidad poética lo eleva a la cate­goría de poeta nacional y, como tal, canta:

«flamea nuestra bandera listada de aurora:»

para después, a medida que se hace impersonal y, por lo tanto, se universaliza, decir que quiere

«Ser un marinero del mundo con destino a todos los [puertos...»

R. W. Emerson, en carta que dirigió a Whitman con motivo de haber recibido de éste un ejemplar de «Hojas de hierba», escribía: «Encuentro cosas sin comparación expresadas de una manera incomparable, como lo deben ser. Encuentro el coraje de abordarlas, que tanto nos de­leita, y que sólo una gran percepción puede inspirar...»

Y es que el creador del transcendentalismo, el hombre que dijo: Decid la verdad y todas las cosas vivientes o inanimadas la corroborarán», se vio reflejado en los ver­sos de Whitman: .

«Todas las verdades esperan en todas las cosas...»

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Sí, es cierto; pero también es cierto que sólo los ele­gidos saben decir:

«Ciclos de edades transportaron mi cuna, remando, remando como alegres bateleros-, las estrellas se apartaron de sus órbitas para hacerme

[sitio y con sus influjos cuidaron de lo que había de susten­

tarme, »

¿Qué importa que Swinburne renegara de él? ¿Qué importa el hecho de que cuantos mojigatos lo leyeron o lo lean cierran horrorizados el libro de sus versos al encon­trarse con poemas como los dedicados a la mujer:

«todo cae hacia un lado menos yo y ella, libros, arte, religión, tiempo...»

o e&ñr-aquel dedicado a una prostituta:

«Permanece tranquila —yo soy Walt Whitman, libre y como la naturaleza; [fuerte hasta que el sol no te repudie yo no te repudiaré, hasta que las aguas no se nieguen a brillar y las hojas a susurrar por ti, mis palabras no se negarán a brillar y a susurrar por ti.»

para que Walt Whitman, como poeta, sea un remontador de corrientes humanas y un lírico ensordecedor, a veces, de la verdad sin tapujos?

«Y son los botones de tus pechos dagas que recortan, mujer, la luz del día.»

Escribe un poeta español. Y Marcial, el genio de Bibilis, el glorioso Marcial, dice en sus memorias: «Sí; tiene

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razón mi musa. Seguiré siendo el vate de la gente jo­ven, de los ardientes mozos, de las mujeres galantes, de los espíritus burlones, de los elegantes de Roma. Adu­lemos a la juventud, la belleza y la gracia, y riámonos del mundo. ¡ Callen mis Zoilos! ¡ Basta de necias críticas! Harto tiempo he sufrido a mis viles e impotentes cen­sores.

«¡Mi poesía, mi poesía! ¿Qué saben ellos de poesía?»

Para más tarde añadir como colofón:

a Lascivos son mis cantares, pero es honrada mi vida.»

Walt Whitman habría podido decir lo mismo. Pero Walt Whitman llegó más allá:

«Yo soy el poeta del pecado, porque no creo en el pecado...»

Para encontrar el origen de este aserto hay que remon­tarse, hay que leer meditativamente siguiendo el psi-quismo ascensional del poeta en su vuelo. Juan Ruiz, etí su «Libro del buen amor», advierte: «Non ha mala palabra, si non es a mal tenida», y el Arcipreste no escribía a humo de pajas. A Whitman, el carpintero poe­ta, hay que leerle, reelerle y volverle a leer. A quienes irrita lo sentencioso de su acento, es porque olvidan a Elias Hicks, el cuáquero predicador, su primer maestro cuando niño; de la misma manera que tratan de igno­rar la influencia que sobre Walt ejerció la continuada lectura de la Biblia. De ella se ven abundantes rasgos en sus poemas, como en aquel a la «Isle of La Belle Riviè-ré», cuando dice:

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«Deposada del moreno Ohio, desnuda, de aspecto hermoso, vestida únicamente con la hoja, como lo estaba la inocente Eva del Edén, el hijo del viejo Apalache ceñudo, y de la Monongahela de blanco pecho, está casado contigo, y eso está bien.»

Ese «y eso está bien» tiene un sabor bíblico definido y rotundo, como lo tienen aquellos otros versos:

«Quedaos un día y una noche conmigo y poseeréis el [origen de mis poemas,

poseeréis los bienes de la tierra y del sol (quedan mi-[llones de soles),

no adquiriréis nada de segunda o tercera mano, ni miraréis más a través de los ojos de los muertos, ni os alimentaréis con los espectros de los libros».

¿Acaso no se dice en el Libro de los Proverbios?:

«Recibid mi enseñanza y no plata; y ciencia antes que el oro escogido. Porque mejor es la sabiduría que las piedras preciosas...»

Más aún, cuando se lee en Walt Whitman:

«Quien envilece a otro me envilece a mí»,

parece que el divino soplo de Yahvé azota las concien­cias humanas. Whitman es, sin género de duda, el pre­dicador-poeta moderno; pero un predicador-poeta evolu­tivo de vastas concepciones psíquicas, no de vuelo ra­sante, que se eleva lo mismo al afirmar :

«Todo va hacia adelante y hacia afuera, nada sucumbe.»

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que al decir:

«Si me necesitáis aún, buscadme bajo las suelas de vues­tros zapatos»,

Y es el amoroso amigo, el delicado poeta de la amis­tad que recuerda aquello de:

«Amigo el que yo más quería, venid a la luz del día.»

o al remoto Gilgamés, cantando la muerte de Enkidu:

«Mi amigo, mi joven hermano, quien conmigo, al pie de las montañas, cazaba asnos salvajes y panteras en la llanura»,

cuando se revuelve desolado por la muerte del joven gue­rrero y, en «Toques de tambor», canta:

«La bala no puede matar lo que verdaderamente eres, [amigo mío.»

¡Qué patetismo y qué hondura! Walt Whitman, aquí, se manifiesta con lo que tiene de humano y lo que con­tiene de divino. Sabe hacer vibrar las cuerdas sentimen­tales y agitar el pensamiento; presta movilidad a la ima­ginación y hace presente la eternidad de la materia y la mutabilidad de la vida. Dice «cosas», y no las dice por boca de los demás. Sus imágenes son descarnadas como:

«y estás preñada con los frutos del campo y de la viña».

y espirituales como:

«Y yo sé que la mano de Dios es la promesa de la mía»,

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para^ en un momento dado, emprender el vuelo ascen-sional psíquico:

«sé que mi órbita no puede ser trazada por el compás de [un carpintero ÍI.

Se necesita ser todo lo gran poeta que era Walt Whit-man, para escribir ese solo verso. Y se necesita tener una clara percepción del ritmo y de la medida conve­nientes para bordonear, como él lo hace — en el «Canto a una pájara muerta»—, con ese fluir líricopoético de belleza alada:

«Sin demorarse, sin apresurarse, susurrándome durante la noche, y más claramente al

[amanecer, balbuceándome la grave y deliciosa palabra muerte, y otra vez muerte, muerte, muerte, muerte, silbando melodiosamente, no ya como el pájaro, ni como mi despertado corazón de niño, pero acercándose como si sólo a mí se me insinuara, crujiendo a mis pies, deslizándose entonces insistentemente hasta mis oídos, y bañándome suavemente por todo, muerte, muerte, muerte, muerte, muerte.»

El mar va hacia él como imagen líquida y como sím­bolo; con movilidad imaginante de primarias vivencias; con el flujo universal que lo «baña» todo, suavemente, en un «deslizar» que llega a los oídos y «cruje» a los pies del poeta, para insinuarle la palabra muerte —sím­bolo otra vez—/, que es amor a falta de la bivalente pa­labra andrógina.

Y lo hace «silbando melodiosamente», no ya como el pájaro, ni como mi despertado corazón de niño», dice; pero lo que no dice es que su corazón, el despertado

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corazón de niño de Walt Whitman, continúa silbando melodiosamente, continuará silbando aún en tiempos ve­nideros y sus poemas conservarán la frescura de la niñez y la madurez del fruto sazonado, de la misma forma que él estará siempre en sus poemas: «I am Walt Whitman». Razón tuvo el barbudo autor de «Hojas de hierba», al decir:

«Debajo queda lo andado, y sigo ascendiendo, ascen-[diendo...r>

Francisco DAFAUCE

Young, Van O'Connor, Thompson: Tres escritores nor­teamericanos (Ernest Hemingway, William Faulkner, Robert Frost). Editorial Gredos. Madrid, 1961.

La Editorial Gredos ha reunido en este tomo los tres primeros cuadernos sobre escritores norteamericanos que la Universidad de Minnesota, a través de un comité de dirección en el que actúan algunos de ios principales crí­ticos literarios de los Estados Unidos, ha comenzado a publicar. Son cuadernos de unas 50 páginas cada uno y que se encargan a especialistas en el tema propues­to (1), a fin de ofrecer al público estudios sobre la lite­ratura norteamericana que a la concisión añadan la ga­rantía de un conocimiento completo. (Y, debemos agre-

(1) En este caso, Philip Young, autor de una obra sobre Hemingway (New York: Rinehart, 1952); William Van O'Connor (The Tangled Fire of William Faulkner. Minnea-polis: University of Minnesota Press, 1954); Lawrance Thompson (Fire and Ice: The Art and Thought of Robert Frost. New York: Henry Holt, 1942).

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gar, la facilidad de un precio bajo, que en el caso de la traducción de Gredos es bajísimo.) La colección de estos cuadernos, empresa que se propone seguir la editorial ma­drileña publicando próximamente los dedicados a Henry James, Mark Twain y Thomas Woífe, constituirá una ex­celente biblioteca básica sobre la literatura de los Esta­dos Unidos, de fácil alcance y hecha de acuerdo con las investigaciones más modernas.

Las características generales de estos tres que se agru­pan ahora son la agilidad y seguridad con que están escritos, que se han logrado suprimiendo el andamiaje de citas, al que suple una completísima bibliografía final de ediciones, traducciones y estudios —indicaciones pre­ciosas para incitar al lector a un conocimiento más pro­fundo—•• Las obras de estos tres autores se van anali­zando una a una, sin olvidar las relaciones de conjunto y el análisis de los temas esenciales. Son calas personales, propias de la buena crítica literaria —no sólo didácticas—, en las que constantemente se hace referencia a las opi­niones de los demás críticos, en sus aciertos y yerros, cuan­do son necesarias. Se precisan los comentarios ya sabidos y se les amplía certeramente en el caso de ser incomple­tos, revelándonos aquellos aspectos importantes que han sido ignorados hasta hoy y que son imprescindibles para una. justa valoración de estos autores.

Rasgo necesario en una colección como ésta, y que se cumple fielmente, es la apreciación concisa de cada libro, situando su importancia en la obra general del escritor y también en la perspectiva más amplía de la literatura americana o mundial. Así el lector tiene la clave para elegir su entrada al mundo de Hemingway o de Faulkner, a la poesía de Frost y, además, el centro de relaciones en que está inscrito. Una jugosa biografía se engarza y enlaza al análisis mismo de la obra, donde la investiga­ción acerca del estilo ocupa un papel preponderante.

No está de más agregar que los estudios han sido es-

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Gritos con sencillez e interés, lo cual queda bien demos­trado en la acertada traducción de Angela Figuera.

Si bien en su original los cuadernos han sido conce­bidos como publicaciones separadas, es una casualidad feliz ésta que nos agrupa a Hemingway, Faulkner y Frost. Novelistas los dos primeros y nacidos en fechas cercanas (1899 y 1897), poeta el último y de una pro­moción anterior (Frost nació en 1874), son interesantes las relaciones que pueden existir entre ellos y que al lector de la edición de Gredos le es posible deducir.

Todos ellos están incorporados fuertemente a la tradi­ción vernácula americana y, aunque reciben gran influen­cia europea, su estilo se apoya en el lenguaje coloquial, de donde obtienen poderosas formas. La gran perfección técnica de Hemingway se une al asombroso virtuosismo de Faulkner y al enriquecimiento de las formas tradicio­nales de Frost. Su obra y su personalidad son originales; son seres pintorescos y típicamente americanos. Del valor de su literatura ha nacido una influencia que se ex­tiende a toda la literatura universal y que les ha valido a dos de ellos el Premio Nobel y a Frost cuatro premios Pulitzer, un homenaje único del Senado y el hecho de que se le llamara a leer un poema suyo en la toma de posesión de la presidencia por Kennedy. Sin embargó, cabría pre­guntarse por qué la fama de Frost ha permanecido esen­cialmente americana (no hay traducción alguna de sus poe­mas a nuestra lengua, por ejemplo). La posible respuesta es que se desconoce el humor contradictorio de su obra, su entroncamiento a la poesía latina de Horacio o Juve-nal, viéndose en él —equivocadamente— un poeta sólo nacional y oficial. Lo que no es cierto (conviene aclarar que a diferencia de otros países, poeta oficial en los Es­tados Unidos sólo puede serlo aquél entrañadamente po­pular) y ojalá se remediara.

CAHLOS WILLSON MARÍN

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Jacques Barzun: The House of Intellect. New York, Harper and Brothers, 1959.

Jacques Barzun es uno de los principales representan­tes de ese grupo de humanistas norteamericanos que al estudio universitario (la historia en el caso de Barzun) unen el análisis profundo de la sociedad contemporánea. Ya sea desde el ángulo histórico, ya desde el literario (como Lionel Trilling en «La imaginación liberal» o Ed-mund Wilson en «Literatura y sociedad», por ejemplo), intentan un criticismo cultural que diagnostique el pre­sente de los Estados Unidos y muestre los caminos que se deben seguir en el futuro. Dada su situación univer-sitaria; lo normal es que el análisis se centre finalmente en la educación, por ser ésta reflejo fiel de la sociedad en que viven a la vez que el medio más activo para producir cambios en esa sociedad.

Se escribe mucho sobre la educación en los Esta­dos Unidos y las publicaciones de Barzun dan buena prueba de ello. Junto a su labor histórica («Berlioz and the Romàntic Century», 1950; «Darwin, Marx, Wagner», 1941), a que une siempre su preocupación por la mú­sica, desarrolla su obra propiamente de criticismo; «Tea-cher in America», 1945, un clásico ya sobre la educación norteamericana; «God's Country and Mine», 1954; «The Energies of Art», 1956. Pero historia, música —o arte en general—, América y Francia —-país donde nació y cuya cultura tiene siempre presente, aunque se trasladó muy joven a los Estados Unidos—, en último término conflu­yen en el estudio de la sociedad actual y en la expresión de ésta a través de la educación. Ello se ve mejor que en cualquiera otro de sus libros en éste que nos ocupa ahora («The House of Intellect»), tal vez el más intenso de los suyos.

¿Qué entiende por «intelecto» Barzun? No es la mente ni la inteligencia, nos dice, sino la forma capitalizada y

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Comunitaria de vivir la inteligencia; es la inteligencia convertida en hábitos de disciplina, en signos y símbolos de significación, en cadenas de razonamiento, por medio de las cuales pueda la mente percibir conexiones,. reco­nocer habilidades, comunicar lo verdadero. Una vez sen­tado su concepto, entra a investigar en qué grado existe en la cultura actual y en qué grado también se dificulta su existencia y se le perturba o malentiende.

Ningún campo de vida queda sin ser analizado. El arte, la ciencia y la filantropía (sus tres más grandes ene­migos de hoy) son vistos a fondo en su afán por la am­bigüedad y el automatismo, en su vicio por la especiali-zación, en su mayor interés por ayudar o curar que por la enseñanza misma. Pero como nada está aislado en los fenómenos sociales, se entra después a investigar la opi­nión pública y sus proveedores, donde la idea de la fa­cilidad ha suplantado la del esfuerzo mediante falsas clasificaciones y pensamientos estereotipados, el estado ac­tual de las conversaciones y modales; la educación.

Cree Barzun que desde la generación de los fundado­res de la nación norteamericana, la más intelectual que ha existido en América, el intelecto y la preocupación por el intelecto han decaído. Puesto que ellos intentaron ser los artesanos de una nueva concepción de la vida en que hubiese continuidad, precisión articulada, consciència de sí mismo (es decir, las virtudes del intelecto), y ahora la sociedad —*a través de universidades y fundaciones— es sólo la gran amplificadora de los rasgos dominantes y ya existentes de nuestra vida intelectual. Se va aban­donando aquello que es propio de Occidente: lo maduro, lo poderoso, lo que tiene complejidad de pensamiento, por todo aquello que es débil y primitivo.

No busca Barzun convencer, sino mostrar incongruen­cias : si usted quiere esto —nos dice—, usted debe tener o hacer aquello.

El lector podrá estar en desacuerdo con él porque su

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pensamiento es rebelde y claro como el agua, pero no podrá reprocharle ninguna incongruencia a su intelecto. Y si acepta sus afirmaciones, compartirá su esperanza de que la civilización, si pudo surgir de la Edad de Piedra, también podrá volver a surgir de esta Edad del Papel Perdido. En uno u otro caso estará el lector obligado a tomar posición, y, a fin de cuentas, ¿no es éste el mejor elogio a un libro de criticismo cultural?

CARLOS WILLSON MARÍN

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C O L A B O R A D O R E S

Clement Greenberg. —Pintor y crítico él mismo, ha escrito mucho para las revistas The Nation, Partisan Review y Commentary; ha pertenecido a la redacción de estas dos últimas publicaciones. Es consultor de arte contemporáneo de la famosa empresa neoyorquina de arte y antigüedades French and Company.

Harold J. Berman.—Nació en 1918 en Hartford (Con­necticut). Es profesor de Derecho en la Universidad de Harvard. Es autor de varios libros sobre Derecho sovié­tico.

George R. Harrison. —Decano de la Escuela de Cien­cia del Instituto de Tecnología de Massachusetts.

George N. Shuster.—Profesor del Hunter College.

Ramón Zulaica.—Nació en 1929 en San Sebastián. Ha trabajado para el cine y el teatro y ha obtenido va­rios premios literarios. En la actualidad es director del «Círculo Español» de la Biblioteca Nacional de Helsinki (Finlandia). En el concurso de cuentos convocado por la Casa Americana de Madrid con motivo del centenario de la muerte de Washington Irving obtuvo mención honorí­fica el cuento de Zulaica que publicamos en este nú­mero.

M. Echeverría. —Ilustraciones.

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