Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 4 1957

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Revista de Cultura Contemporánea

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Unamuno y Oliver Wendell Holmes, por Francisco Yndura'm 5

Institución Mayo, Metodologia Médica, por Alfonso

de la Peña 29

Talismán, poema, por Marianne Moore 52

Artes Visuales, por W. G. Constable 53

Horizontes de Europa, por Roberto Velázquez Riera 65

Marianne Moore, por Norman Smlth 81 Libros: The Spanish Background of American Litera-

ture, Stanley Williams (Carlos Claverlal Mi An­tonia, Wi/la Cafher (Paulino Posadal 93

Cuaderno del Director 115

¿Quiénes son? 119

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UNAMUNO Y

OLIVER WENDELL HOLMES

por Francisco Yndurain

T I i A curiosidad de Unamuno como lector fué,

sin duda, tan vasta como egocéntrica, especial­mente una vez traspuestos los años de formación, cuando alcanza aquella sólida y trabajada ma­durez de pensamiento manifiesta ya en sus pri­meros Ensayos. Desde entonces su obra entera es un machacón insistir en torno a tres cuestiones capitales: Dios, la persona y España, si es que las tres no pueden resumirse en una sola, Miguel de Unamuno y Jugo. Por ello, si siempre es de du­dosa precisión y de no mucho más segura utili­dad el andar a la rebusca de lecturas que hayan podido influir en un escritor, en nuestro caso la tarea ha de hacerse con redoblada cautela y sin perder de vista la deliberada o inconsciente selec­ción que nuestro lector imponía a Sus posibles o presuntos mentores. Buscó y se fijó con particu­lar atención en aquellos pasajes que vinieran a confirmarle en su postura.

En estas páginas trato de mostrar algunas re­ferencias para ilustrar el conocimiento que Una-

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mimo tuvo de libros y autores norteamericanos, con atención especial a Oliver Wendell Holmes. Y, claro es, no aspiran mis notas a más que seña­lar caminos que habrán de ser reconocidos con más pausa y hasta sus últimos confines, aunque, presumo, éstos y cualquier otro sendero a través de la obra unamuniana llevan siempre al mismo término. Ni quisiera incurrir, por otra parte, en la prevención de Unamuno por los eruditos al re­cuento de las cerdas del rabo de la Esfinge y, an­ticipadamente, a la repulsa de sus comentaristas:

Líbreme Dios, cual peste de un Boswell, de un Eckermann que mi monólogo infeste con postillas de su afán.

(Cancionero inédito núm. 1.578.)

El monólogo apasionado que es la obra del Rector salmantino, ahí está viviendo por él entre nosotros. No será impiadoso ni inoportuno aposti­llarlo, volviéndolo a escuchar.

j \ | O son muchos los autores norteamericanos que Unamuno cita en sus escritos. Hacia 1934 hablá­bamos en su austero estudio de la traducción que Ortega y Gàsset había encargado a José M.a Qui­roga Pla, yerno de don Miguel, de la obra de Her­mán Melville, Moby Dick, y con tal motivo dis­cutimos algunos puntos sobre el ejemplar de esta

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obra que Unamuno tenía prolijamente anotado. No deja de ser extraño que no se hallen más re­cuerdos de su lectura, y salvo los que indican dos composiciones del Cancionero, las señaladas con los números 787 y 1.121, ambas de 1929. Por una y otra se advierte cómo el poeta ha captado el trasfondo religioso trágico que hay en lo que es, además, hermosísimo relato de aventuras de mar. La crítica más reciente que conozco sobre la no­vela apunta justamente a este respecto, fundamen­tal en la obra. Así Lawrente Thompson en Melvi­lle s Quarrel With God \ Véase el segundo de los poemas citados, que toma por motivo el capítulo XCII de la obra de Melville (no el XC1II, como se lee en la edición del Cancionero), The Casta-way, como muestra de que Unamuno ha percibi­do aquel trasfondo religioso.

(Digamos de paso que hoy existen dos traduc­ciones españolas de Moby Dick, y en hispanoamé-rica se ha vertido también alguna de sus obras de tema marinero, Typee y Omoo, que yo sepa. Y es lástima que no se conozcan las restantes obras de este singular escritor, especialmente sus cuentos.)

Tan episódico, y menos hondo, es su recuerdo de Whitman, citado en el prólogo de la segunda edición de Paz en la guerra (1923): «Permitidme, españoles, que así como Walt Whitman dijo de una colección de sus poemas, 'Esto no es un libro; es un hombre', diga yo de este libro que os en-

Prinoeton, 1352.

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trego otra vez: 'Esto no es una novela; es un pueblo.» Y la misma frase, poco después, toma nueva modulación en el Cancionero;

Walt Whitman, tú que dijiste esto no es un libro; es un hombre; esto no es hombre, es el mundo de Dios a que pongo nombre.

(Núm. 682, 6-II-29.)

J^L carácter de dietario poético que tiene el Cau­cionen se advierte en ésta y en las composiciones antes t itadas, las cuales son a manera de apuntes de ocasión, resumidos en el verso. Ni es más ex­presivo el poema número 1.347, sobre un fugaz recuerdo de Cari Sandburg «el poeta de Chica­go», de quien estaba leyendo Hace el día en que bautizaron a su primer nieto, Miguel Quiroga.

Más asiduo trato revelan las menciones que de William James hay en la obra de Unamuno. En los Ensayos se le aduce como «el más sutil psicó­logo contemporáneo acaso», «el gran pensador norteamericano», que va «a la cabeza de los prag­matistas modernos». «Guillermo» James lo nom­bra hispanizándolo y como incorporándoselo, en otra ocasión. Parece aceptable, sin más insistencia ahora sobre el extremo, que Unamuno «se mueve aproximadamente en el ámbito de ideas de la filosofía de principios de siglo, en que James y Bergson se enfrentan con la idea tradicional de

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racionalidad», según ha escrito Julián Marías. En todo caso, Unamuno frecuentó The Will to Belie-ve, The Pragmatism y The Varieties of Religions Experience y con repetido asenso.

Menos habitual aparece la lectura de William Ellery Channing \ «el nobilísimo unitario que di­jo en uno de sus sermones y refiriéndose al hecho tan cierto de que en Francia y en España, si se sale del catolicismo es para dar en el ateísmo, que: «nadie está tan propenso a creer demasiado poco, como aquéllos que empezaron creyendo de­masiado mucho». (Ensayos, ed. Aguilar, II, pági­na 438.) El ensayo Cientificismo, data de 1907. Pues bien: dos días antes de morir Unamuno, en la última visita que en su casa le hice, me mostra­ba el libro de Channing que antaño utilizara, y en éste, anotado cuidadosamente, un pasaje en que encontraba apoyo una idea que por esos días venía rumiando don Miguel: «el resentimiento trágico de los que han perdido la fe». Este resen­timiento, que, en su opinión explicaba el furor antireligioso desatado en la zona roja con la se­cuela de profanaciones, incendios y destrucción de objetos y edificios sagrados. El resentido des­truye aquello en que él antes y los demás ahora también, encuentran consuelo. Algo parecido de­claró en una entrevista a los hermanos Tharaud, y apareció en Candide (10-XII-36), donde habla del «desesperado que mata a los que tienen fe, celo­so del tesoro que poseen».

1 The Complete Works of W. E. Channing.—London, 1884,

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Como era de esperar el interés de Unamuno por lo norteamericano, se ceñía al sentimiento re­ligioso; tal cuando alaba «el elevado cristianismo de los cuáqueros de Pennsylvania» (España y los españoles, pág. 65) y cuando evoca a «aquellos pioneers, linaje de los padres peregrinos del May-flower, que en sus luchas políticas en Norte Amé­rica mejían esquirlas de la Biblia con briznas de la selva virgen», a propósito de los «hombres in­teriores y cósmicos (Visiones y comentarios, «El hombre interior»). El primer artículo es de 1898; de hacia 1932, el segundo.

OLIVER WENDELL HOLMES.—ES muy pro­bable que este nombre diga muy poco al lector es­pañol y no mucho al de lengua inglesa o america­

na. No hace cinco años que se ha publicado una extensa Bibliografía de Holmes y, al reseñar el libro una revista inglesa, se subraya este olvido, pues olvido es el que pa­dece la memoria de este escritor, cuyas obras eran leídas y gustadas hasta veinte años atrás. Oliver Wendell Holmes g o z ó en su vida (1809-1894) una no corriente celebri-

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dad. Nuestro autor nació y vivió en el centro cultu­ral de Nueva Inglaterra, Cambridge, Boston y la Universidad de Harvard, donde fué alumno y pro­fesor de Anatomía. Con ello está dicho que perte­nece al cogollo más selecto intelectualmente de los Estados Unidos, pues efectivamente floreció allí un grupo eminente de humanistas, poetas, ensayistas, moralistas, filósofos y escritores de va­rio talento, que formaron un grupo de selección, con cierta nota tradicional y hasta cierto punto europeizante, de fondo puritano y más bien al margen del vigoroso impulso hacia el oeste en que se iba acabando el fraguar, con la áspera vida de frontera, la entonces joven nacionalidad. Si muchos de estos escritores miraban a Europa y aquí se acabaron de formar, no está en contradic­ción con un naciente sentimiento de autarquía espiritual. Al fin y al cabo las raíces culturales americanas en Europa han nacido. Pero cuando Emerson redacta la proclama American Scholar (1837), en que dice: We have listened too long to the courtly muses of Europe, Holmes la sus­cribe y califica como Declaración de la Indepen­dencia Intelectual de América. En ese ambiente, pues, vivió O. W. Holmes, estrechamente ligado con las grandes figuras coetáneas, colaborando en empresa tan significativa como la revista Atlantic Monthly, cuya aparición data de 1857. Sobre esta época de la región norteamericana hay un magis­tral estudio del gran crítico Van Wyck Brooks, The Flourishing of New England, libro admirable de reconstrucción histórica y de apreciación crítica.

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HoLMES representa una manera de ser que no dudo en calificar de «-aristocrática». «Estamqs formando una aristocracia —escribe en The Au-tocrat of the Breakfast Table— en este país, aris­tocracia no Gratia Dei, no jure divino, sino una capa superior de jacto, que flota sobre las turbias aguas de la vida vulgar, como la película irides­cente que puede verse extendida sobre el agua junto a los muelles : espléndida, aunque en su ori­gen pueda haber sido sebo, alquitrán o aceite de ballena o cualquier otro producto graso... Por su­puesto, el dinero es su piedra angular. Pero ahora, notad esto. El dinero en manos de dos o tres ge­neraciones transforma una raza. Y no sólo en ma­neras de cultura hereditaria, sino en carne y hue­so.» Esta chrysoaristocracia se opone al tipo del self-made-man y Holmes está decididamente por la primera. «Recabo —dice más adelante en la misma obra— mi democrática libertad de elec­ción y me pronuncio por el hombre con una ga­lería de retratos de familia, contra el del dague-rreotipo de a veinticinco centavos, a menos que éste sea el mejor de los dos.» Cree en la tradición de solera alto-burguesa de quienes han heredado «tradiciones de familia y las humanidades acumu­ladas en cuatro o cinco generaciones por lo me­nos. Sobre todo, es menester que, de niño, se haya andado en una biblioteca. Los libros intimidan a todo el que los ha manejado desde su infancia».

El fué quien distinguió con el dictado de Brah-min a los que integraban la casta de nacidos en cuna privilegiada, educados en Harvard y con re-

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finados gustos. Su obra está pensada desde ese ambiente y al mismo se dirige, aunque alcanza­ra mucha mayor repercusión, gracias a la amable humanidad que la penetra. Ni dejó de ser incluso popular, particularmente con sus poesías, de tono patriótico y tradicional, unas, otras de circunstan­cias, como las dedicadas a celebraciones universi­tarias o de la sociedad Phi Beta Kappa, otras, por fin, de delicado sentimentalismo. Si decimos que Pope era su ideal, se comprenderá mejor el carác­ter de una poesía, urbana, ingeniosa, tierna y dis­cretamente levantada al mismo tiempo. Pero no es como poeta como más nos puede interesar hoy. Ni como novelista, género en que dejó tres obras : Elsie Venner, The Guardian Ángel, Mortal Anti-pathy, redescubiertas ahora por su valor docu­mental psiquiátrico. Lo que más atrae y lleva tra­zas de permanecer más fresco es su obra de ensa­yista en tres libros: The Autocrat of the Break­fast Table, The Professor at the Breakfast Table y The Poet at the Breakfast Table, publicados en­tre 1858 y 1890, en que aparece un último, Over the Teacups. De los cuatro, es el primero el más sostenido y original. De él me ocuparé especial­mente por ser también el que mejor conoció Una-muno. El Autócrata de la mesa redolida —citaré en adelante Autócrata—, con el que inicia la se­rie, es un libro misceláneo, compuesto dentro de un minio de ficción ambiental, la de la mesa re­donda de una pensión en que coinciden varios personajes, el estudiante de Teología, el Poeta, la maestra, el Profesor, el adolescente, la patrona.

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Cada uno de éstos sirve como de entrenador al Autócrata —portavoz del autor—, que va desarro­llando ante los comensales «us esoeculaciones so­bre las más diversas materias y de ellos toma mo­tivo para réplicas y contrarréplicas en un diser­to juego mayéutico. Holmes fué un gran conver­sador, de palabra fácil y fino sentido del humor.

JtjN estas obras, el tono coloquial, discretamen­te zumbón a ratos para no caer en pedantería, brillante y moderadamente dosificado de erudi­ción, hace de las páginas éstas un todo ameno, instructivo y sabroso. Parece muy acertada la opi­nión de J. V. Chadwick al decir de Holmes que hizo más que nadie por suavizar el temple puri­tano de Nueva Inglaterra, por volverlo menos es­tirado y dar flexibilidad al ambiente social. Hol­mes amaba la vida tal cual es o como él creía que era, y tenía fe en la dignidad y excelencia del mundo, pues escribe: «Si Dios nos ha hecho, sin duda nos quiere como somos.»

Satisfecho de su pasar, sin grandes ambiciones ni afán de lucro, sabe gustar de los refinamientos a su alcance, con medida, no desemejante del ideal horaciano.

I only ask that Fortune sena a little more than I shall spend

leemos (y la grafía de little es suya) en una de las

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muchas composiciones poéticas que intercala en Autócrata, Y, en efecto, Holmes tuvo esa holgura en que la riqueza es un arte al servicio de un vivir inteligente y fino. Sus aficiones literarias y filosó­ficas le llevan a una zona templada y de selecto gusto, como puede verse en sus preferencias por Erasmo, las Tusculanas de Cicerón, Virgilio, Tá­cito, Shakespeare, Byron, Keats, Swift, el Gil Blas, Tom Jones, Don Quijote, que cita con gracia opor­tuna, sin abrumarnos y hasta con cierto descuido afectado, como cuando alude equivocadamente a la muerte de Dido y la intervención de Proserpi-na, que luego rectificará atribuyendo a Iris el pa­pel que tiene en el libro IV de la Eneida, Su po­sición filosófica es de un racionalismo templado por una crítica vigilante, tal vez teñida de prag­matismo y escepticismo. Conoce las ciencias na­turales y habla con seguro saber de botánica, zoología, como también de psicología, fisiología o de humanidades. Ni le son extraños los deportes y sabe cómo pueden ser también un estimulante de la mente.

J \ HORA bien: con esta somera noticia acerca de Holmes, bien puede suponer el lector cuan distante está dé nuestro Unamuno, tanto por tem­peramento como por inclinaciones. Y, sin embar­go, el Rector de Salamanca leyó con fruición al bostoniano, y halló en él no pocos puntos de coin­cidencia, aunque en último extremo hallemos

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siempre una notoria dis­crepancia en la aplica­ción y consecuencias de los contactos, como era de esperar.

Unamuno poseyó en su biblioteca particular —hoy en la Universidad de Salamanca— los tres libros de O. W. Holmes encabezados con el nom­bre de Autócrata. Son de la colección Every-man's Library, de Lon­

dres, 1908, y todos ellos están llenos de subraya­dos y con una copiosa referencia a página, de mano de Unamuno, al final, como índice privado de pasajes interesantes. Algo semejante se obser­va en sus restantes libros, y con ello ha dejado nuestro autor una buena pista para seguirle en sus lecturas. No puedo decir cómo Unamuno descu­brió a Holmes: sabido era su gusto por autores menos conocidos y no por singularizarse —o no sólo por esto—, pues más de una vez le oí, y se­guramente lo habrá escrito, que prefería los auto­res de segunda y tercera fila a los grandes clásicos porque en aquéllos era más fácil descubrir al hom­bre auténtico y la expresión de lo más genuino de su país. Baroja se ha burlado, con escasa justicia de los genios que Unamuno descubría entre es­critores portugueses e hispanoamericanos. En todo caso, pongamos en la lista de desconocidos revé-

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lados por Unamuno un Senancour o un Isaac Wal-ton, con su delicioso libro The Complete Angler. No sé, digo, por dónde llegó Unamuno a Holmes. En la colección de La España Moderna, en que había colaborado, se publicó una traducción de la Historia de la Literatura de los Estados Unidos, de Fred Lewis Pattee y, probablemente, allí se en­cuentra la primera mención en España del autor americano. Pero esta presunción no tiene base fir­me. Lo cierto es que ya en 1912 Unamuno cita a Holmes, en Del Sentimiento Trágico y en la Con­clusión. Don Quijote en la tragicomedia europea. (Aguilar, Ensayos, II, p. 939).

En esta primera cita se nos dice; «La represen­tación es, pues, como la razón misma —que no es sino el lenguaje interior—, un producto social y racial, y la raza, la sangre del espíritu, es la len­gua, como ya dejó dicho, y yo muy repetido, Oli­ver Wendell Holmes, el yanqui.»

JNJ UEVA cita, ahora más detenida, en el Prólo­go a Tres novelas ejemplares y un prólogo (1916). Discurriendo sobre lo más real del hombre, Una­muno escribe: «Aquí tengo que referirme, una vez más, a aquella ingeniosísima teoría de Oliver Wendell Holmes —en su Autocrat of the Break-fast Table, III— sobre los tres Juanes y los tres Tomases. Y es que nos dice que cuando conver­san dos, Juan y Tomás, hay seis en conversación, que son¡

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1. El Juan real; conocido sólo para su Hacedor.

Tres Juanes 2. El Juan ideal de Juan; nun­ca el real, y a menudo muy desemejante de él.

3. El Juan ideal de Tomás; nunca el Juan real ni el Juan de Juan, sino a menu­do muy desemejante de ambos.

1. El Tomás real. Tres Tomases ... 2. El Tomás ideal de Tomás.

3. El Tomás ideal de Juan.

Es decir, el que uno es, el que se cree ser y el que le cree el otro. Y Oliver Wendell Holmes pasa a disertar sobre el valor de cada uno de ellos. Pero yo tengo que tomarlo por otro camino que el intelectualista yanqui Wendell Holmes». Y, en efecto, Unamuno añade un cuarto interlocutor por su cuenta, el que Juan y Tomás «quisiera ser». El cual es «el creador, y es el real de verdad. Y por el que hayamos querido ser, no por el que hava-mos sido, nos salvaremos o perderemos. Dios le premiará o castigará a uno a que sea toda la eter­nidad lo que quiso ser». No entraré más en la aplicación que Unamuno hace de la ingeniosa teoría de Holmes, llevando las aguas, como suele, a su caz y a su molino. Notaré sí que en este Pró­logo se ve al novelista en un momento crítico de la formación de su concepto de la novela, al me-

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nos en lo que atañe a la determinación de la per­sonalidad. Hace algunos años Marías analizó este punto en su excelente libro Miguel de Unamuno (1943).

Veamos el giro que Holmes da a su plantea­miento, no tan intelectualista como Unamuno afirma: «Sólo uno de los Juanes —traduzco— puede ser pesado en báscula; pero los otros dos son tan importantes en la conversación. Suponga­mos que el Juan Real sea viejo, necio y feo. Pero como el Sumo Poder no ha dado a los hombres el don de poderse ver a una luz verdadera, Juan, muy posiblemente, se concibe joven, ingenioso y fascinador, y habla desde el punto de vista de su ideal. Tomás, a su vez, lo cree un astuto pillo, por ejemplo; por tanto, aquél es, en cuanto a la pos­tura de Tomás en el coloquio respecta, un astuto pillo, aun cuando en realidad sea ingenuo y tonto.

«Apliqúense las mismas condiciones a los tres Tomases. De donde se deduce que, hasta que pueda darse con un hombre que se conozca tal y como su Hacedor lo conoce, ha de haber no me­nos de seis personas implicadas en todo diálogo. De éstas, la menos importante, filosóficamente ha­blando, es aquella que hemos llamado persona real. No es extraño que dos interlocutores se en­faden, .cuando son seis los que hablan y escuchan al mismo tiempo.»

De este humorístico apunte de psicología so­cial e individual, Holmes, que rarísimas veces se pone grave, deriva con gracia a la salida chistosa: uno de los oyentes de la mesa redonda, que res-

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ponde al nombre de Juan, vecino del Autócrata, se coge los tres melocotones que quedaban en el cestillo del postre, remarking that there was just one apiece for him (haciendo la observación de que para él sólo había uno para cada uno). «Yo sigue el autor, le demostré que su inferencia prác­tica era apresurada e ilógica, pero mientras tanto se había comido los melocotones.»

He aquí un buen ejemplo de una coincidencia superficial, que se desvanece en cuanto cada uno, Holmes y Unamuno, se dejan llevar de sus pecu­liares tendencias. Todavía recordará Unamuno el pasaje que nos ha ocupado en un artículo Autenti­cidad (1931, incluido en Visiones y comentarios, ed. Austral, pág. 27) y se remite al Prólogo antes citado, para ahondar en lo mismo con nueva apli­cación al escritor o al orador y su público, otros dialogantes. Ahora se queda con el Juan real, el conocido sólo por su Hacedor.

1 ODA VIA vuelve Unamuno al Autócrata en un artículo, «Somnia Dei per Hispanos», que figu­ra ya en el libro, gracias a la cuidadosa diligencia del Profesor D. Manuel García Blanco. En el úl­timo libro que se ha publicado con artículos una-munianos, España y los españoles, podemos leer este pasaje: «En aquel tan sugestivo libro (El Au­tócrata de la mesa redonda) — ¡ y qué extraño que no se haya traducido ya!—, le hacía decir su au-

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tor, O. W. H. al monopolizador conversaciónista: «No supondrá usted que las observaciones que hago en esta mesa son como otros tantos sellos de correos, cada uno de los cuales se usa una vez. Y si supone así, se equivoca. Tiene que ser un pobre hombre el que no se repite a sí mismo a menu­do... Porque las verdades que un hombre lleva consigo son sus herramientas... Jamás repetiré una conversación; pero una idea, a menudo .. Un pensamiento es muchas veces original, aunque lo haya uno expresado cien veces. Se le ha ocurrido por nuevo camino, por un nuevo y expreso curso de asociaciones.» Y Unamuno contesta a uno de esos mozos que pedían la revolución «a paso de carga». —No, «sino a paso de trilla». Nuestro ago­nista ha encontrado un buen apoyo para su reite­rativa machaconería de predicador. Y, de nuevo, el americano sale con una anécdota de discreta co­micidad y ligera ironía. La del conferenciante que en su segunda visita a la misma casa de una dama letrada y a la misma pregunta al cabo de algunos años, responde con la misma respuesta exactamen­te. Después de todo, comenta el Autócrata, «de­bería sentirse orgulloso de la regularidad con que funcionaba su mecanismo asociativo», pues res­pondía invariablemente a los mismos estímulos.

Entre los pasajes que Unamuno ha dejado anotados en los ejemplares de su uso, vale la pena espigar aquellos que muestran más afinidad con sus preocupaciones personales. Si tenemos en cuenta el relativo desdén de Unamuno por la cien-cía y el cientifismo y la energía con que siempre

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rechazó el calificativo de «sabio», no sorprenderá que se haya fijado en es­te lugar: «Me gustan los libros —he nacido y me he criado entre ellos—. Pero no puedo menos de recordar q u e los más grandes hombres en el mundo no han sido ordi­nariamente grandes sa­bios, grandes hombres». Y, contra la t a c h a de «intelectualista», que an­

tes hemos rechazado, Holmes dirá que «nos incli­namos a pensar como si lo que llamamos un inte­lectual estuviese constituido de nueve décimas partes de saber libresco aproximadamente, y de una décima de sí mismo», pero aspira a un saber obtenido en la vida social, con su divertida com­paración de que la sociedad es un gran disolvente de libros de los que extrae la virtud, como el agua caliente extrae la fuerza de las hojas de té.

HOLMES amaba la naturaleza y si contempla los árboles no se espere de él que los va a descri­bir científicamente, pues «¿Qué pensaríais de un enamorado que describiese al ídolo de su corazón en el lenguaje de la ciencia, así: Clase, Mamífe­ro; Orden, Primate; Genus, Homo; Especie, Eu-

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ropeus; Variedad, Moreno; Individuo, Ann Eliza; Fórmula dental:

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y así el resto? No, amigos míos, hablaré de los árboles como los vemos, los amamos, los adora­mos en los campos, donde están vivos, hablándo-nos con sus cien mil susurrantes lenguas, mirán­donos desde lo alto con esa dulce benevolencia propia de los organismos grandes, pero limita­dos... ¿Quién se preocupa de cuántos estambres o pistilos puede tener esa flor, para clasificarla por ellos? Lo que queremos es su sentido, su carácter, la expresión de un árbol como género y como in­dividuo. «

¿No hay aquí alguna semejanza con el Una-muno de Amor y pedagogía, escrita, por otra par­te, antes de conocer al americano? Como nos sor­prende en ambos la misma mención, aunque con intenciones diferentes del melolonta vulgaris, el cachorro que tanto dio que recordar y escribir a Unamuno. Uno y otro sienten el mismo gusto por las evocaciones infantiles, aunque esto sea rasgo tan común.

Holmes pone sus reparos al cultivo de lo cómi­co por el escritor y aconseja a un posible consul­tante, joven de talento, que se guarde en reserva su ingenio hasta que se haya ganado una repu­tación con cualidades más sólidas. Sin embargo, tiene un vivo sentido del humor y acepta lo cómi­co que «no es invención humana, sino una de las

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ideas Divinas, manifiestas en los jugueteos de gatitos y monos, mucho antes de Aristófanes y Shakespeare)). Unamuno no hizo concesión, sino excepcionalmente, al humor y careció de ese inge­nuo aprecio de lo cómico, bien como de los que Holmes dice: «Hay no pocos que, aun en esta vida, parecen prepararse para esa eternidad sin sonrisas que anhelan, ahuyentando toda alegría de sus corazones y toda jovialidad de su conti­nente.»

í ERO después de esta discrepancia tempera­mental, habría que apuntar a una identidad de estimativa en el valor de la lógica y de los lógicos: «¿Que si una mente lógica ha descubierto algo con ella? —Yo diría que su obra más frecuente és lanzar un pons asinorum sobre la quiebra que las personas agudas se saltan sin ese artificio. La lógi­ca puede alquilarse en forma de abogado para probar lo que uno necesita probar... Yo valoro un hombre ante todo por sus relaciones primarias con la verdad —tal como yo la entiendo— no por cual­quier artilugio secundario para manipular sus ideas. Algunos de los más ágiles ergotistas son no­tablemente inseguros en su juicio. No confiaría más en el consejo de un hábil argumentador que en el de un buen ajedrecista.» •

Ambqs hacen la misma apasionada defensa de la verdad y, por lo mismo, rechazan enérgicamen­te la mentira, aunque el americano no tiene las

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aristas vivas del español. Les une el gusto por la lengua hablada, viva, por el juego de palabras, por la ingeniosidad paradójica. Los dos satirizan a los tontos, bien que Holmes sea menos duro. Y en uno y otro vemos proceder en el desarrollo de su pensamiento pasando de un hecho, de una si­tuación concreta y particular a una aplicación de­ducida a la manera de moraleja. Convertir la anéc­dota en idea, he ahí un rasgo típico del discurso mental en nuestros dos escritores. En ocasiones, con singular fortuna, como cuando, y creo que in­dependientemente, Unatíiuno habla de autores ví-paros y ovíparos, y Holmes compara la obra de ciertos hombres con los huevos de tortuga y él mismo propone a la regocijada mesa redonda el ejemplo del Profesor, quien has been full of eggs lately. Unamuno ha subrayado la comparación que hacs Holmes entre ios poetas y las rubias o aquella peregrina de la «paradoja hidrostática de la controversia», según la cual en las discusiones, como en los vasos comunicantes, las ideas, y el agua, se nivelan por lo más bajo, «y los tontos lo saben», concluye el bostoniano.

IDÉNTICA es su preferencia por las ciudades pe­queñas y tranquilas. Holmes hecha a la cuenta de su amigo el Poeta esta opinión, pues, dice, en aquéllas es más fácil el desarrollo de las faculta­des imaginativas y reflexivas. Unamuno había ci­tado el dicho de Meredith en The Egoist cuando

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se refiere a las ciudades babilónicas como The burial place for the individual man. Pero no nos engañemos: las semejanzas y los puntos de vista comunes son mucho menos que las divergencias, según ya se indicó al principio.

Una última coincidencia, acaso un tanto traída por los cabellos se me antoja la que encuentro en­tre un pasaje de Holmes y una nota inédita de Unamuno. En el Autócrata se habla, no sin zum­ba, de los «siete sabios de Boston», a los que se atribuyen algunas frases de chistosa sabiduría. Es en el cap. VI del Autócri<¿a y la verdad es que no aparecen, al fin, las siete sentencias, sino tres a todo tirar: «El que os ha hecho un favor estará más dispuesto a repetirlo que aquel a quien ten­gáis obligado». «Danos el lujo y nos pasaremos sin lo necesario)). Y «Los americanos buenos, cuando mueren, van a París», El tema queda in­concluso, como ocurre con otros en el flujo de las conversaciones a cargo del Autócrata. Claro es que no debe suponerse que Unamuno haya teni­do la idea de recoger una lista de frases por el estímulo de Holmes, aunque me parece muy ten­tadora la hipótesis. El caso es que en una octavi­lla que había entre los papeles que dejó don Mi­guel en su casa, una de aquellas octavillas en que solía apuntar sus ideas y eran como borradores y apuntamientos que después convertía en artícu­los, había una con el encabezamiento: «Los siete sabios de España». Debajo, sólo tres frases, a fal­ta de las otras cuatro de los restantes «sabios», Las frases que Unamuno había recogido tienen el

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fondo de sabiduría entre cazurra y de real gana que para bien y para mal destila el perezoso pen­sar del pueblo. Una era la atribuida a Puche ta en una célebre contestación a Isabel II —Baroja la ha recogido también en Siluetas románticas—, cuando la reina reprochaba al ex-torero y enton­ces jefe de policía algunos excesos en su función de tal; a lo que el castizo contestó archicastiza-mente con un «Señora, todo eso es leche». Otra de las frases, que encontramos también y con más detallada información en San Manuel Bueno, már­tir y en el prólogo, escriïa en 1933, es la atribuida a un señor de Granada —el dicharacho fué difun­dido por Eusebio Blasco—,- al que la dueña de una casa le preguntó: «Dígame... Pero, antes, ¿se llama usted Sainz Pardo, o Sanz Pardo, o Sáez de Pardo? A lo que el aludido respondió: «Es igual, señora; la cuestión es pasar el rato». -A lo que Unamuno añadió esta otra sentencia «... sin ad­quirir compromisos». «La cuestión es pasar el ra­to», era la segunda de las frases anotadas en la octavilla. Y la verdad es que Unamuno la había meditado largamente: en la novelita de la misma época, Un pobre hombre rico vuelve a aparecer, y antes en Niebla (pág. 163, ed. Austral): «Pue­des esto, charlar, sutilizar, jugar con las palabras y los vocablos..., ¡pasar el rato!»

La tercera frase era la atribuida al Guerra, to­rero de inagotable anecdotario, cuando presenta­do a un sabio, especialista en algo de que jamás había oído hablar el diestro, comentó: «La ver­dad es que hay gente pa too.»

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Es lástima que Unamuno no hubiese comple­tado la lista y más de lamentar que no hubiese hecho la exegesis de esa sabiduría popular desen­gañada, de vuelta de espantos, estoica y nihilista. Si lo hizo, confieso que lo ignoro. Pero su preocu­pación por el tema se confirma en una de las com­posiciones del Cancionero:

Muletillas y estribillos en Grecia los siete sabios Les pusieron en los labios a los sujetos sencillos. Dejaron sendos' refranes con que abrigarse del viento; andrajos de pensamiento para embozo de haraganes.

(Núm. 1.555, 2-X-30.)

Al menos aquí está, lapidario, el juicio de Una­muno sobre esos andrajos de pensamiento que, con otra conexión, nos lleva de nuevo a Holmes cuando satiriza los dichos repetidos mecánica­mente, «expresiones que son como símbolos alge-oráicos de cabezas demasiado vacías o indolentes para discriminar».

No quisiera haber llevado demasiado lejos este análisis de un paralelo que sólo se propone como enumeración de sugestiones. Todavía no está tra­ducido al español el escritor norteamericano. Si òon estas líneas he despertado una curiosidad ha­cia autor tan agradable e incitador como Holmes, puedo darme por satisfecho y sus posibles lecto­res no se verán defraudados.

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INSTITUCIÓN MAYO,

METODOLOGIA MEDICA

por Alftnso de la Peña

F I jN el corazón del Oeste Medio, no lejos del

Lago Michigan y a unas dieciocho horas de tren de Nueva York, existe un pueblecito de no más de 30.000 habitantes, en el cual se ha dado un fenó­meno que supondrá una época en el desarrollo de la medicina contemporánea.

El volumen y entusiasmo de la llamada vocacio­nal de dos hombres, ha quedado cristalizado en una Institución cuya trascendencia y alcance pre­tendo someramente enjuiciar en estas líneas.

Me refiero a la Clínica Mayo, cuyo solo nombre evoca para mí los períodos más felices de mi for­mación profesional y la idea más exacta de lo que la ciencia moderna puede lograr en beneficio del dolor humano cuando es puesta al servicio incon­dicional de la medicina.

Mi primer contacto con Rochester y la Clínica Mayo fué casi inconsciente, apenas entrevisto en las brumas de la infancia; sin embargo, aquellos nombres se grabaron en mi mente infantil, ator­mentada por una situación en que debatía la exis-

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tencia de un ser querido. Es indudable que el des­tino de los hombres está influido muchas veces por fuerzas imponderables, por asombrosas coin­cidencias y extraños presentimientos que nos lle­van insensiblemente al terreno de la especulación metafísica.

V_, ORRIA el año 1931 cuando mi madre fué víc­tima de una seria enfermedad; la situación era tan grave que el ilustre maestro de la gastropatología española, doctor González Campo, aconsejó a nuestro padre trasladar la enferma a un pueblecito de los Estados Unidos si quería verla intervenida con el máximo resultado y eficacia, pues allí, en Rochester, había dos hermanos, los Mayo, que por la meticulosidad de sus exploraciones, la pre­cisión de su técnica y los medios a su alcance po­drían garantizar un resultado óptimo de la cirugía.

Aquellos nombres, que mi angustia hiciera má­gicos, habían de influir decisivamente en el futu­ro de mi vida profesional. No podía prever enton­ces que, pasados catorce años, habría de pertene­cer yo a esa Clínica como médico joven o fellow.

Hablar hoy de la Clínica Mayo equivale, sal­vando las naturales diferencias de tiempo y con­cepto, a hablar de las famosas clínicas de Halle, Charité; de los Institutos Pasteur y Pawlow; de las Escuelas de Salermo y Córdoba, y de nues­tra insigne Universidad salmantina, que llenaron una misión de acuerdo con su época. Tal es la

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enorme trascendencia e influencia mundial de la Institución norteamericana que va a ocuparnos.

En el centro del Estado de Minnesota, tan ais­lado como lo pueda estar cualquiera de nuestros pueblecitos españoles, se halla Rochester. Sin em­bargo, este nombre, conocido en los lugares más remotos del mundo, es evocado con emoción por lo que revela el altruismo y entusiasmo en aliviar el sufrimiento de la humanidad doliente. Es allí, en este pueblecito, donde unos maravillosos hos­pitales, concertados con magníficos métodos de enseñanza, han logrado alcanzar el más alto ex­ponente de perfeccionamiento posible en medi­cina, gracias al esfuerzo denodado de tres hombres que sólo hablaron el lenguaje universal de la bon­dad, el sacrificio y el desinterés. De sus centros experimentales y clínicos han salido descubrimien­tos y aplicaciones clínicas de indiscutible valor, Dos de sus grandes autoridades médicas, Heuch y Kendall, hace tres años recibieron el codiciado premio Nobel por sus investigaciones y síntesis de la cortisona,

Desde el siglo XVII, en Inglaterra, los Mayo forman una familia en la que los varones se dedi­can principalmente a la medicina,

j^A verdadera historia de la Clínica de Rochester empieza con William Mayo, que, siendo un jo­ven químico en Manchester y alumno de John Dalton, emigra de su ciudad natal y marcha a los

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Estados Unidos en 1845. Permanece unos años de profesor de química en la Universidad y Hospital Belleveu, de Nueva York, y después de haber ob-tendo el título de Doctor en Medicina de la Uni­versidad de Laporte (Indiana), trasladándose pos­teriormente a Le Cuer (Minnesota) para ejercer su profesión en un centro aislado del mundo, aun­que pródigo en oportunidades para un joven mé­dico. Allí pasó toda la guerra civil norteamerica­na, siendo trasladado como cirujano a Rochester (Minnesota) con su mujer y su primer hijo, Wil-liam James Mayo, nacido el 29 de junio de 1865.

Si bien es verdad que la actual Mmjo Clínic debe poco a William Worrel Mayo, sus fundado­res heredaron de este hombre bueno su espíritu desinteresado y humano, del cual es la Fundación el más alto exponente.

1_,A Clínica y sus hospitales están situados en un pueblecito, cuya estación se halla en la línea de ferrocarril que une Chicago a Minneapolis, línea famosa en el mundo por su rápido tren, que hace este recorrido de 800 y pico de kilómetros en sie­te horas. Rochester, en mi época, contaba con unos 26.000 habitantes, de los cuales cuatro a seis mil eran población flotante o enfermos. En mi última estancia, contaba con más de treinta mil ciudada­nos, de los cuales, unos ocho mil o más son pa­cientes de ese Lourdes^ científico que constituye la Clínica,

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Siendo William Morrel Mayo el médico más dis­tinguido entre los cuatro o seis que ejercían rural-mente en dicho pueblo y su comunidad, se produ­jo en 1883 uno de los famosos vientos malos, ciclón típico en aquellos lugares,

Veintidós muertos y un considerable número de heridos fué el balance trágico de aquel ciclón; para la atención de estos últimos, falto Rochester de un hospital, por pequeño eme fuese, las Her­manas de San Francisco, que allí poseían un con­vento católico, instalaron precipitadamente un hospital de urgencia. Estas desgraciadas circuns­tancias pusieron de manifiesto1 jas reales necesi­dades de la comunidad, y condujeron a la cons­trucción de un hospital, que funcionaría bajo la dirección de los hermanos Mayo, los cuales, jun­to con su padre, habían tenido la suerte de devol­ver la salud a la mayor parte de los heridos del ciclón en 1883.

En 1889 el padre de los Mayo compraba un so­lar en las afueras del pueblo, y el primero de octu­bre del mismo año se inauguraba el Hospital de Santa María, en el mismo lugar que hoy se emplaza el maravilloso centro médico - quirúrgi­co del mismo nombre.

En dicho hospital, el primero e n adoptar la técnica de Lister y Pas-teur, se hicieron con éxi-

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to las primeras laparatomías por tumores de ovario, enucleaciones de ojos, extirpaciones de maxilar superior por cáncer, etc., con resultados y cura­ciones magníficos, que, unidos a los casos del fa­moso ciclón, cimentaron la bien consolidada fama de William Mayo y sus hijos. Debido a su origen, los primeros años de actividad profesional en Ro-chester estuvieron eminentemente dedicados a la cirugía.

J^N 1905, y ante el trabajo abrumador que pesa­ba sobre ellos, otro operador, Edward Starr Judd, vino a compartir las tareas de los ya eminentes ci­rujanos.

Hasta el año 1892 los Mayo trataban todos los casos, tanto médicos como quirúrgicos; pero com­prendieron las limitaciones personales en el dila­tado campo de la medicina moderna y adoptando la máxima de que nuestra época es de especia-lización, un internista, Doctor Graham, unióse a ellos como consultante de medicina interna. Des­pués, especialistas de las más variadas ramas fue­ron complementando y desarrollando el cuadro de la que hoy día es la clínica más destacada del mundo.

Si bien los hermanos Mayo, con su equipo ya completo venían trabajando desde hacía años en diversos lugares, fué en 1914 cuando, bajo la di­rección y planos del doctor Plummer, se inauguró un edificio de ladrillo rojo que ocupa el ala iz-

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quierda de la manzana central del Rochester ac­tual, donde también está enclavada la moderna clínica, maravillosa y sencilla construcción de moderno estilo románico, inaugurada en 1928. Esta magnífica pieza arquitectónica consta de 16 pisos y una preciosa torre, que aloja el grandioso carrillón que los hermanos Mayo regalaron y tra­jeron de Inglaterra. Realmente, aún hoy, el nuevo edificio es insuficiente para el volumen de enfer­mos que allí acude. Exceptuando los últimos pisos, destinados a salones de conferencias, laboratorios del doctor Rosenow, ediciones y espléndida bi­blioteca, los otros están dedicados a consultas y exámenes médicos. Los bajos comunican con la antigua clínica de 1914, donde están instalados los departamentos de radiodiagnóstico, archivos, análisis de jugos, etc., perfectamente sistematiza­dos para hacer más simple y económica la labor,

L ÍNIDO el nuevo edificio, mediante pasillos subterráneos, al de 1914, existen en ellos librerías, peluquería, guardarropa, etc.; estos pasadizos po­nen en comunicación la gran clínica o alma mater con el Hospital Colonial, con el Kahler y su hotel, Hotel Damon, Cafetería y Zumbro, nom­bre éste que toma del río, a cuya orilla se alza Ro­chester; esta curiosa conexión de edificios permi­te una cómoda circulación en esta verdadera ciu­dad de la medicina, y pone al abrigo del riguro­so clima invernal del país.

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V ISTA de lejos la ciudad de Rocliester, destaca sobre los demás el grandioso edificio nuevo que, como las iglesias de los pueblos españoles, parece proteger el panorama urbano que se apiña a su alrededor. Por cualquier laclo se adivina la mano del doctor Plummer, nombre que planeó y llevó a cabo las grandes reformas de la Institución. Los modernos y rápidos ascensores, los mármoles de importación extranjera, los magníficos archivos in­combustibles, la espléndida biblioteca con más de 30.000 volúmenes y 400 revistas de todo el mundo, el servicio de bibliografía mediante índices cruza­dos, los equipos de traductores, etc., todo ello hace de la Institución el lugar de trabajo ideal, que per­mite una fácil e intensa, unida y uniforme labor, nunca igualada por otro centro similar.

r lASTA 1914 los médicos habían tenido sus con­sultat, u oficinas de trabajo independientes y des­perdigadas por la ciudad, y todo el trabajo qui­rúrgico se hacía en el Saint Mary's Hospital. Des­de aquel año todos ios médicos trabajaban en un mismo edificio, en el que estaban situados todos los laboratorios, centralizando y haciendo así más fácil, rápido y económico el estudio del enfermo, Clon ello se simplificó la armonización del siste­ma unidad equipo médico-quirúrgico, y la fama de Rocbester fué en aumento progresivamente.

Por ello, y al pasar unos años, el Saint Mary's se hizo insuficiente, y el director de mro de los

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hoteles de la localidad, Mr. Kahler, sugirió la idea de construir otros hospitales, con lo cual se ha lle­gado a crear tres más: el Colonial (cirugía gene­ral y urología), el Worrel (otorrino, oncología, es­tomatología) y el Kahler, que, siendo hotel de via­jeros y enfermos, alberga en el piso segundo la sección de urología diagnóstica, en la que trabajé hace años y últimamente, en 1944-45, y en sus úl­timos pisos un hospital de cirugía con sus labora­torios de anatomopatología, análisis, etc.

Así, púas, la clínica, con su edificio antiguo, constituye lo que pudiéramos llamar el centro de recepción y estudio de los casos que luego son en­viados, si han de ser tratados quirúrgicamente, a los diversos hospitales correspondientes.

En el decurso de los años la clínica perdió su exclusivo carácter quirúrgico desde el punto de vista del tratamiento, para ser el centro médico más completo y armónico, fin enfermo que llega allí si acepta el sistema corriente de examen y no requiere especial estudio ni va dirigido a un mé­dico determinado, al registrarse en la oficina de recepción recibe un número y se le asigna un in­ternista, que ha de ser el que dirija todo el pro­ceso de estudio y diagnóstico hasta hacer la sín­tesis final, requiriendo cuantas consultas de espe­cialistas considere necesarias para una conclusión precisa. Al hacer la síntesis diagnóstica, asume, asimismo, la responsabilidad de aconsejar por qué afección ha de empezarse el tratamiento, ya que, debido a las excepcionales características de los casos que recurren a Roches ter, no es infrecuente

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que un enfermo sea víctima de más de un proceso o de uno sólo de tipo poco corriente, muchas ve­ces de difícil duración.

El sistema administrativo, y el de recogida de historias son asimismo altamente interesantes. Con respecto a éstas, en el archivo de la clínica hay cerca de un millón y medio de historias de -enfer­mos, Ello constituye, a nuestro juicio, el mejor mo­numento histórico de la evolución de la medicina desde fines del pasado siglo hasta nuestros días.

]_,OS hermanos Mayo iniciaron en 1913 una se­rie de gestiones a fin de que el enorme material que pasaba por la clínica no se perdiese para la enseñanza, y haciendo que la universidad más próxima, la de Minnesota, localizada en Minneá-polis, a 90 millas de Rochester, pudiera disponer de la clínica y sus hospitales, beneficiándose de aquel enorme arsenal para la investigación médi­ca. Así cristalizó en 1914 la Fundación Mayo, do­tada por ellos con millón y medio de dólares, pro­cedentes de los beneficios obtenidos en el ejerci­cio profesional. Comenzó el funcionamiento de la nueva entidad para un período experimental de seis años, y tanto colmó el objetivo de sus funda­dores el desarrollo creciente de la misma, que, sa­tisfechos por ello los Mayo, aumentaron hasta dos millones el fondo de manutención.

La misión de la Fundación Mayo consiste en seleccionar unos 300 jóvenes médicos de las me-

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jores instituciones d e 1 mundo, principalmente de los Estados Unidos, de entre 800 que lo soli­citan al año. Después de un período probatorio de seis meses, son examina­dos repetidamente y, si son aceptados, entran en calidad de fello-w, que

han de ayudar a los colegas del cuerpo médico de la clínica, que lleva el trabajo o responsabili­dad de aquélla. El encantador sistema de colabo­ración , el ambiente de compañerismo y las rígi­das reglas que han de regir al joven fellow, ha­rán al que haya tenido la fortuna de disfrutar de dicho privilegio, inolvidable su vida en Roches-ter. No como jefe, sino el de un compañero mayor es el comportamiento del maestro hacia el alumno.

¿¡ STE suele ser un médico que ha pasado ya su período de internado, incluso de ejercicio profe­sional, acercándose a su treintena, y desea espe­cializarse en técnicas poco comunes. Para poder exigir empiezan por facilitar una ayuda financiera que permite una vida simple,' pero suficiente, con­siderando, además, que Rochester, con sus dos ci­nes en mi primera época y cuatro hoy día, no per­mite mucha distracción y sí espléndidas facilida­des para el estudio.

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La prodigalidad en las instalaciones, en apara­tos eléctricos--y de toda índole, la abundancia de personal experto, el afrontar sin preocupaciones económicas .los enormes gastos que la investiga­ción requiere, el perfecto funcionamiento de una burocracia bien edificada, todo ello contribuye a un rendimiento máximo que no tiene parangón en centros similares.

En el aspecto quirúrgico, por ejemplo, el siste­ma de equipo permite a un solo cirujano practi­car hasta quince intervenciones en una sesión de tres a cuatro horas; salta a simple vista el interés que esto tiene para el médico que allí acude con el solo fin de profundizar en los rasgos fundamen­tales de la alta cirugía, desechando los detalles de sutura, cierre, etc. (a no ser que le interesara una técnica especial), que incumbe a equipos sólo des­tinados a estas manipulaciones secundarias.

1 ODAS estas facilidades, unidas a las de comu­nicación directa entre los distintos servicios, qui­rófanos, laboratorios, biblioteca, etc., permiten desarrollar una labor condensada y fértil, que ja­más hemos lagrado en los p^randes hospitales de Nueva York, Los Ángeles y Chicago, n ien las clí­nicas europeas de París, Londres, Berlín y,Buda­pest. Otro aspecto muy interesante es &\ de infor­mación, el cual, mediante unas hojas impresas y facilitadas la noche anterior, da a conocer el nú­mero y tipo de intervenciones del día siguiente,

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el lugar, hora y cirujano actuante; ello permite seleccionar de antemano las operaciones que nos interesan, decidir nuestro programa <y plantear cuidadosamente la jornada científica. Esta selec­ción simplifica notablemente el trabajo de los que acuden a Rochester con el único objeto de reno­varse, logrando en poco tiempo ver una cantidad de cirugía superior incluso a la del Servicio de Sauerbruch, en la Chanté de Berlín.

El joven médico sigue un plan preestablecido, y una vez considerado jellow después de los exá­menes pertinentes, ha de pasar por una serie de disciplinas que han de constituir su especializa-ción, concretándole una determinada para espe­cializarse como major, o principal objetivo y va­rias para hacerlo como minor, pero que se consi­deran como básicas en la enseñanza médica.

Resultado de semejante sistema es. y ha sido el fruto tan excelentemente logrado en la enseñanza de cerca de 2.000 médicos, que ocupan importan­tes puestos por todas las partes del mundo, tenien­do la satisfacción de que, gracias a nuestro mo­desto esfuerzo, dos universidades españolas fi­guren en el cuadro de las extranjeras que tienen representación en tan importante lugar.

J \ la muerte de William James Mayo, c o m o muestra de acendrado cariño hacia la Fundación que por él personalmente contribuyó a formar y dirigió muchos años, cedió su maravillosa residen-

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eia de Rochester para que tuvieran lugar las re­uniones de los fellows. Difícil sería describir el encanto de esta casa, que, conservando los mis­mos muebles, los mismos cuadros y todo el espí­ritu de sus antiguos moradores, posee actualmen­te la misma alegre familiaridad que cuando hace años nos reuníamos bajo la presidencia del maes­tro y comentábamos las mil incidencias de la jor­nada.

También el doctor Wilson, otro benefactor ya fallecido de la Fundación, quiso demostrar su ca­riño a la juventud, cediendo su casa para Club de los fellows, en donde los actuales residentes y los antiguos que estamos de paso bailamos por mó­dico precio una excelente comida. Una institución tan compleja y perfecta se plantea automática­mente una serie de problemas que son extraños en o t r a s organizaciones menos suficientes. Tal ocurre con los estudios de experimentación animal que son indispensables en el progreso de las cien­cias médicas.

Norteamérica, con su fina sensibilidad, tiene planteada una cuestión difícil de resolver por cau­sa de los que se oponen a la vivisección animal. Así, pues, para obviar este inconveniente y poder seguir una labor que tan valioso fruto produce en el campo de la investigación, la Fundación ha es­tablecido una granja experimental a ocho kiló­metros de la ciudad, donde, sin herir aquella sen­sibilidad, puede desarrollar unas tareas fundamen­tales ; allí trabajan F. G. Mann, Higgins, Bollman, Schotthauer y otros investigadores del cuadro per-

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manente; allí también Alvarez, Helmolz y otros clínicos de Rochester intentan resolver los mil pro­blemas diarios que la Clínica plantea a la experi­mentación. En realidad, se trata de un verdadero hospital de animales, con sus salas de operaciones, sus anestesias, sus veterinarios, sus galerías y sis­tema de cuidados especiales. Causa verdadera im­presión comprobar los m e d i o s existentes para abordar cualquier cuestión científico-experimen­tal, medios que, tan completos, no se hallan en ningún otro país del mundo .

El alojamiento de la granja también ha preocu­pado a los directores y han procurado dotar aquel lugar de Jas condiciones mínimas para que el tra­bajo y la permanencia allí no impliquen inútiles pérdidas de tiempo ni resulten desagradables. A tal fin hay instalado servicio de cafetería o restau­rante económico, y de esta manera los médicos y ayudantes que llegan en autobuses especiales por la mañana no necesitan perder tiempo regresando a comer a Rochester, sino que lo hacen allí mismo en muy buenas condiciones.

iJ) I la Clínica Mayo supone un acierto completo, a nuestro juicio, en el enfoque del problema mé­dico en sus múltiples aspectos, que son la eficacia de los tratamientos y progreso de la enseñanza e investigación, es porque las líneas directrices de sus fundadores fueron trazadas sin el menos atis­bo de egoísmo, llegando en los últimos años de

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sus vidas a concentrar sus esfuerzos en desperso­nalizar la Clínica de su nombre, pretendiendo así que su obra real perdurase con hechos incontras­tables y no con nombres que los hombres a veces olvidan con demasiada facilidad.

He aquí una muestra del templo moral de es­tos hombres extraordinarios: Ningún hombre es suficientemente grande para considerarse egoís-tamente capaz de prescindir de la colectividad y de aceptar la parte que le corresponde en la res­ponsabilidad colectiva. El deber y mérito de los superdotados está en la comprensión y tolerancia que han de tener con los menos afortunados. Ahí está lo que .pudiéramos llamar el resumen del pen­samiento de estos hombres y el dogma de su vida; él, por sí, explica suficientemente la consecuencia de sus obras y toda una trayectoria para tantos, desgraciadamente extraña.

VAHARLES Horace Mayo murió en abril de 1939 en un hospital de Chicago; en un hospital extra­ño, él que había creado los mejores del mundo. Sólo su cuerpo pudo hacer el viaje de retorno para ser inhumado en el panteón familiar del puebleci-to que tanto amara. Sorprendióle la enfermedad en un viaje por Chicago y allí tuvo que ser hos­pitalizado. Su hermano William James fallecía dos meses más tarde, después de soportar con entere­za una operación quirúrgica en el Centro que tan­to había contribuido a forjar. No queda, pues, de

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esta familia más que el eminente cirujano Charles W. Mayo, condiscípulo nuestro de los años de Rochester y cuya labor en pro de la paz mundial es manifiestamente conocida. A él se unen en la labor directiva de la Clínica, los miembros del Consejo de Dirección, entre los cuales se encuen­tra Walter Balfourd, hijo político del fundador de la famosa Institución.

La desaparición de los dos hermanos no permi­tió que la obra se malograse; su vida fué lo sufi­ciente larga para llegar a consolidar sus conceptos fundamentales en la mente de los entusiastas se­guidores. Hay una serie de ideas básicas que son el alma de la Fundación, ideas claras y rotundas, empapadas de un profundo humanismo. En ellas estriban las directrices de la Institución y son raíz y médula de sus fines: Dar al enfermo, inde­pendientemente de su capacidad económica, todo cuanto sea posible en relación con las exigencias de su enfermedad. Despersonalizar el trabajo, no creando falsos valores humanos; que los maestros vean en los jóvenes médicos un compañero al que respetar, encauzar y guiar, sin ejercer influencia que desvíe o altere la trayectoria de su personali­dad. Pagar al que trabaja, para poder exigir en todos sentidos una línea de conducta, clara, hones­ta, leal, de respeto y entusiasmo, tanto por la cien­cia como por el enfermo que sufre. Adaptarse con gusto a un salario que, permitiendo una vida fá­cil y cómoda, no contribuya por ser excesivo a la desgana y falta de interés que el exceso de dinero puede crear. Estas sencillas frases, de metodología

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social y profe­sional, burila­das en las men­tes de todos los que aquí han trabajado, con­densan el alma de la Institu­ción y revelan el secreto de su éxito.

Consecuen­tes con ello, el cuerpo médico que trabaja en Rochester tie­

ne sueldos francamente amplios, si bien nunca serán mayores que los que en cualquier otra parte obtendrían.

La Clínica, que en sus comienzos estuvo bajo la personal dirección de Mayo y sus bijos, se rige actualmente por un sistema de gobernadores o Board of Governors constituido por varios miem­bros de la Clínica, entre los que se encuentran, como bemos dicbo antes, algunos relacionados con la familia Mayo por lazos familiares. Esta junta superior decide e interviene todos los acuerdos y reformas.

El complicado sistema administrativo constitu­ye uno de los mayores orgullos de la Clínica, ha­biendo logrado mediante él la perfecta separación de las cuestiones científicas, clínicas y económicas,

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evitando así la desagradable imbricación de estos problemas, cuyas intromisiones son un serio incon­veniente en otras instituciones similares.

Considerando este aspecto en conjunto es po­sible que no sea una política, pero sí la consecuen­cia de un clima político. El desinterés, el altruis­mo, la lealtad para con la ciencia, enfermos y co­laboradores son un trasunto más del gran país norteamericano, una verdadera doctrina democrá­tica en lo científico, social y económico. La funda­mental impersonalidad de la labor impide la for­mación de camarillas interesadas que siempre res­paldan escisiones lamentables. La eficacia de la institución es la consecuencia del automatismo que le infundieron sus fundadores y seguirá subsistien­do por la inercia de sus justos principios. La Mayo Properties Association (Asociación de Propiedades de la Clínica Mayo) es la garantía de que esto se­guirá así ocurriendo; esta economía, edificada con los beneficios que los enfermos han ido dejando, es la propiedad indiscutible de la gran masa do­liente, sin distingos de razas, países ni creencias,

MERECEN, en especial, citarse algunos de los investigadores que pertenecen a la Clínica, o bien que por ella pasaron en distinta épocas; Mann, Helmolz, Willius, Osterberg, Broders, Giffin, Bal-four y Braasch, Otros muchos podrían también ser citados: hombres éstos que no sólo son famosos por su intensa labor clínica, sino por sus valiosas

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adquisiciones sobre fisiopatología del hígado y ti­roides, Cirugía neurològica y prostática, del bocio exoftálmico, calcificación y biología de los tumo­res, etc., etc., Pvowntree, Hunt, Ramnkin (uno de los mejores cirujanos del mundo), Szent-Georgy (descubridor de la vitamina C) son nombres de to­dos conocidos y en la Mayo forjaron una parte de su gloriosa historia médica. Heusch y Kendall, ya citados, ostentan, como dijimos, el Premio Nobel.

t^N la actualidad la Clínica, con cerca del millar de médicos entre jellotos y stajf permanente, cons­tituye un Centro de armoniosa actividad, donde el temperamento más flemático se contagia del es­píritu dinámico que todo lo invade. Difícil es en esta hermosa comunidad médica sustraerse al sentimiento de emulación o quedarse como un pá­jaro flotando en un torrente, La fuerza creadora de los Estados Unidos tiene en esta ciudad uno de sus mejores y bien conocidos exponentes. Para mu­chos la noción de Norteamérica se condensa en la idea de Nueva York, con su vida de vértigo, con su vorágine que absorbe vidas y fortunas; pero esto como concepto general de Estados Unidos es tan falso como las ideas peregrinas que muchos se forman de nuestro país.

América no es eso, como tampoco es España como algunos la imaginan. Tienen los Estados Unidos muchos pueblecitos y ciudades con inme-

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jorables impulsos como los que dieron fama a Ro-chester.

^) I Rochester moldeó la primitiva Clínica, hoy día la ingente Institución condiciona la vida del amable pueblo. Naturalmente, todo gira alrededor de su más significativa manifestación, tanto en lo urbano como en lo social. Viene a mi memoria el Rochester de hace quince años; con su minúsculo parque y su pequeño auditorium, trocados hoy en parques múltiples y espléndido teatro, donde se dan interesantes conciertos que hacen la ciudad más distraída dentro de su aislamiento relativo. No puedo olvidar mi gratitud a la Clínica Mayo y a todos aquellos hombres cuya bondad me per­mitió ser su alumno, tales como Braasch, Bumpus, Crenshaw, mis maestros de hace años, Emmet, Cook, Pool y Greene, mis compañeros de hace poco, que tanto han contribuido a que guarde un recuerdo imborrable de aquellas deliciosas épo­cas, y cuya conducta me ha permitido una favora­ble revisión de la solidaridad humana. Esta invo­cación me impone la de otros compatriotas de aná­loga condición espiritual, y no puedo menos de recordar los hombres de don Sebastián Recasens, don Ramón Jiménez, don Florestán Aguilar y del Río-Hortega, a cuya orientación y apoyo tanto de­ben las actuales generaciones médicas españolas.

Por haber vivido varios años en Rochester, por haber aprendido a amar su Clínica y moradores,

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esa veneración que yo tengo por la madre; por el alma mater de mi orientación social y profesional, tiene aún una mejor y más romántica acepción. Considero que el privilegio por ello recibido está por encima de lo corriente. La vida me ha conce­dido algo más de lo que suele proporcionar aun a aquellos con verdaderos méritos, perd ello no mer­ma el sentimiento de orgullo que los títulos de re­sidente y exresidente de la Clínica me producen, y es motivo de colmada satisfacción el que esta Universidad de Madrid, y por ello nuestra patria figuren en el libro de médicos que han perteneci­do a tan renombrada Institución.

j vj O quiero terminar sin expresar de nuevo mi gratitud a aquellos cuya bondad y atención me ha permitido rendir un modesto tributo a la Clíni­ca Mayo y a Estados Unidos en el ambiente más adecuado.

Hace más de 25 años llegaba a Rocbester por primera vez con esa sensación incrédula y admira­da que produce la consecución de un ideal perse­guido desde la infancia y cuya realización nos pa­rece un sueño inadmisible. Allí pasaron los mejo­res y quizás más duros años de mi' juventud; que, si fueron importantes parala formación profesio­nal, más lo fueron para demostrarme què él frutó más preciado en el jardín de la medicina se reco-1

ge después de una vida como la de los hermanos Mayo, dedicada, en aras de bondad y altruismo,

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a remediar el sufrimiento humano. Su muerte es todavía reciente, pero su obra es perdurable aun a través de la veleidad de las cosas terrenas. Es muy posible que lo material desaparezca entre la indiferencia de una humanidad que puede em­peorar de condición, o por la acción inexorable del tiempo, menos cruel, por natural, que los hom­bres. Pero lo que no puede aniquilarse es la esen­cia misma de su romántico empeño, que sólo pere­cerá con la Humanidad misma. Todos debemos esperar de ella el verdadero homenaje a su memo­ria, que no consiste precisamente en hueras pala­bras ni en monumentos de gusto más o menos dis­cutible; el justo homenaje a los hermanos Mayo y a su obra es la prolongación y difusión de la misma, y, sobre todo, infundir a los hombres el espíritu que la animó.

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Talismán

En un mástil quebrado, por el mar arrojado

junto a la nave rota, un pastor tropezó y en la arena encontró

una gaviota de lapizlázuli, fino amuleto marino,

con alones abiertos, crispadas garras de coral y pico en alto para saludar

a los marinos muertos.

A Talismán

Under a splintered mast, torn from the ship and cast

near her nuil, a stumbling shepherd found, embedded in the ground,

a sea-gull of lapis lazvM, a scarab oj the sea,

with wings spread— curling its coral jeet, parting its beak greet

men long dead. Marianne Moore

Ver artículo en la página 83.

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ARTES VISUALES

por W. G. Constable

r ÑAUANDO se habla de artes visuales—aque­

llas que nuestros ojos captan por medio del color y la forma—hay mucha gente que piensa única­mente en las llamadas bellas artes; arquitectura, pintura y escultura. Sin embargo, me propongo in­cluir en el término toda una amplia categoría de Cosas hechas por el hombre, desde los grandes edi­ficios y las obras de ingeniería hasta cada uno de los objetos que usamos en la vida diaria, Muchos de estos objetos están muy lejos de ser verdaderas obras de arte, pero todos son, en potencia, campos para la actividad del artista y una gran parte de ellos son, realmente, obras de arte de primer or­den. Trataré de explicar por qué.

A todos nos es familiar la siguiente aprecia­ción ; Yo no entiendo nada de arte, pero sé lo que me gusta. Los que así opinan admiten más de lo que ellos creen, desde el momento en que con­fiesan que frente a determinadas obras de arte ex­perimentan placer, Qué clase de placer es éste y qué lo produce, es otra cuestión, La mayoría de

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la gente está poco acostumbrada a autoanalizarse o teme hacerlo. Por esta razón, y cuando se trata de un cuadro o una escultura, el hombre medio tiende a refugiarse en observaciones de este tipo: que le gusta el asunto de la obra de arte, que re­presenta algo que le recuerda un pasado agrada­ble o que imita maravillosamente a la naturaleza.

y \ H O R A bien, todas estas fuentes de placer son legítimas, pero cuentan poco al discriminar si un objeto es obra de arte o no. Si queremos obtener un indicador del carácter básico de la obra de arte debemos ir un poco más lejos y colocar a nues­tro hipotético espectador (que no entiende nada de arte, pero que sabe lo que le gusta) frente a un edificio, por ejemplo, o frente a una alfombra, un mueble o una pieza de cerámica, objetos a todas luces desprovistos de contenido literario, de aso­ciaciones y de interés imitativo. Si entonces lo­gramos calar a suficiente profundidad, nos encon­traremos probablemente con que cualquier expre­sión de agrado por parte del sujeto tiene relación con la forma, las proporciones y el color del ob­jeto. Aquí la señal que buscábamos y que nos in­dica que los sentimientos despertados por la con­templación de una obra de arte brotan, al menos en parte, del hecho de ser una disposición unifi­cada, ordenada, armónica, de color y forma. Es fundamental destacar que esta afirmación es. vá­lida para cualquier tipo de objeto, cualquiera que

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sea el material de que esté hecho y la finalidad a que va a servir. Es el único, signo universal y dis­tintivo de la obra de arte cuando se la compara con cualquier otro objeto hecho por el hombre.

Este concepto básico de obra necesita un mayor desarrollo y elaboración. Puede parecer que el ar­tista, al buscar la unidad y armonía de proporcio­nes que desea imprimir a sus materiales, emplea eficazmente alguna fórmula matemática o sigue algún patrón establecido. No obstante, hacer esto significaría la pérdida de otra característica esen­cial a la obra de arte: vitalidad y estructura orgá­nica. El hecho de que las relaciones de forma y color, sustantivas a la obra de arte, tengan su ori­gen en la sensibilidad y emotividad del artista, en lo qiie podemos llamar su imaginación, nos brinda la explicación de este fenómeno. El artista siente, no mide ni calcula la exactitud e inevitabilidad de su' obra.

Así; pues, cada obra de arte es una cosa nueva, única en el sentido genuino de tan desvirtuado término. Una cosa que nace de la imaginación de una persona y toma forma visible en las manos de' esa persona. Algo sumamente personal que nunca puede repetirse exactamente, toda vez que su propio creador está siempre cambiando. Pero la imaginación es en gran medida obra de la par-té inconsciente de la mente, de modo que las con­cepciones que en ella se originan pueden tras­cender las ideas e ideales del artista y cobrar lo qiie sé ha llamado, muy acertadamente, calidad suprapersonal.

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No vayamos a pensar, sin embargo, que el ar­tista inventa de modo puramente arbitrario y fan­tástico su ordenado sistema de forma y colores. La primera concepción imaginativa, la primera visión del artista ha de realizarse en términos del mate­rial elegido y el producto tiene que servir a un propósito definido. En el caso de un puente, una casa o un mueble, esto es obvio; pero resulta igual­mente cierto para un cuadro o una escultura, en particular cuando se han sugerido el tema, los de­talles del tratamiento y la posición que la obra va a ocupar.

V EMOS, pues, eme la primera concepción o vi­sión de la obra tiene que ser revisada, modificada y adaptada, y para realizar esta tarea entran en juego el pensamiento consciente y el esfuerzo in­telectual. De esta suerte la obra de arte que pri­mero fué concebida en términos de emoción se completa por el trabajo unido de emoción e in­telecto.

Pasemos ahora a sugerir el origen de las dife­rencias de calidad entre las obras de arte. El acer­vó de emociones que he llamado imaginación es hijo en gran parte de las experiencias del artista. Por tantò, ! su campo de expresión está limitado desde el principio. Cuanto más ricas, más varia­das,-más intensas y profundas sean esas experien­cias l¿~y el! Contaeto con las ideas se cuenta entre ellas— más rica, más variada, más* aguda e im-

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presionante será su concepción en términos de forma y color, y al mismo tiempo cuanto mayor sea la capacidad intelectual del artista y mayor su habilidad para trabajar los materiales más au­ténticamente expresará su concepción. A pesar de ello sería equivocado pensar que la riqueza y pro­fundidad de la experiencia dependen de circuns­tancias tales como viajes, lecturas amplias y re­laciones sociales extensas. Todas estas cosas pue­den ser útiles, pero la historia muestra cómo los contornos familiares y el trabajo habitual propor­cionan al artista todas las experiencias que puede necesitar; Fra Angélico y William Blake son vivos ejemplos de ello.

£¡ N el proceso de creación de la obra de arte aparece, como es natural, la, cuestión de las rela­ciones entre la obra de arte y la naturaleza. Evi­dentemente, el arte no es, ni ha sido nunca, una simple imitación de la naturaleza, un espejo enar-bolado frente al mundo visible. Hemos de tener presente que una reproducción nunca puede po­seer la vitalidad, la cohesión orgánica ni la calidad única características de la obra de arte. Pero esto no quiere decir que el artista no pueda valerse de la imitación de formas naturales cuando así lo re­quiere su propósito. En pintura y escultura sobre todo, esto se ha hecho siempre, aunque en último extremo hallaremos que la selección, la simplifi­cación, las variaciones en la proporción y otras

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actuaciones, son las que habilitan al artista para convertir la aparente imitación en una cosa nueva, con vida interior propia.

Partiendo de este esquema forzosamente bre­ve de la obra de arte, volvamos ahora a su influen­cia potencial sobre el espectador. Esta influencia se ejerce principalmente a través de la llamada empatia; por la entrada del espectador en la obra de arte para experimentar, con el artista, los pro­cesos emocionales, intelectuales y manuales que han intervenido en su creación.

Puesto que la concepción de la obra fué origi­nal y predominantemente emocional, se deduce fácilmente que el espectador debe responder en primer lugar emocionalmente si quiere abstraer de la obra de arte lo más importante que ésta

puede d a r l e . . Natural­mente, la calidad y la in­tensidad de la respuesta emocional d e l especta­dor variarán ampliamen­te de acuerdo con el ca­rácter de la obra de arte. Algunas veces se reduci­rá a un simple placer causado por la contem­plación de unas formas y colores armónicamente compuestos para produ­cir un todo alegre y bri­llante. Pero cuando la obra de arte es el resul-

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tado de una intensa actividad imaginativa, este simple placer, aunque esté presente, se sumergirá casi totalmente en otras emociones, entre ellas un sentimiento de elevación de las facultades físicas y mentales, de alegría y de paz, de excitación, dis­gusto y hasta horror, de éxtasis, de exaltación y de temor. En efecto, la obra de arte puede abarcar toda la ancha zona de las emociones humanas y en palabras de Goethe puede revelar los más pro­fundos secretos de la creación. Vemos entonces que así como la obra de arte debe ser supraperso-nal, así el espectador puede ser trasladado fuera de los límites del intelecto y la experiencia diaria, hasta el reino de la intuición, del conocimiento imaginativo directo y profundo, un reino compar­tido por el artista con el matemático y el místico religioso.

V ,̂ OMO puede suceder así es un misterio, pero que realmente sucede es un hecho ampliamente registrado. A este respecto se me permitirá hacer referencia a una experiencia propia, Cuando esta­ba a punto de visitar por primera vez la gran igle­sia de Santa Sofía, en Constantinopla, me sentía absolutamente consciente de todos los entusias­mos y elogios que sobre ella se habían derrochado y mi disposición era absolutamente escèptica y crítica. En el mismo momento en que entré en la iglesia todo aquello se derrumbó, Por unos instan­tes desapareció toda sensación de limitación físi-

m

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ca; la mente y el espíritu fluyeron liberados, atra­vesaron el espacio en una serie organizada de su­tiles armonías, se estrecharon después en una po­derosa unidad. Me vi transportado a una región de perfección rítmica que me produjo un senti­miento de inspiración y plenitud.

M UCHOS negarán que son capaces de ser arrastrados a alturas como las que he descrito, pero no estoy seguro de que estén en lo cierto. Efectivamente, la mayoría de la gente tiene más sensibilidad de la que cree para las obras de arte. El arte no es algo esotérico, al alcance sólo de unos pocos iniciados. La respuesta emocional al arte tampoco es cuestión de posición social o de edu­cación formal ni depende del nivel de civilización de una comunidad. Las pinturas del pigmeo afri­cano y la escultura del negro africano indican el alto nivel que puede alcanzar la sensibilidad ar­tística en las comunidades primitivas.

El espectador, sin embargo, necesita algo más que sensibilidad para experimentar la obra de arte. De igual modo que el artista ha hecho uso del in­telecto, también el espectador tiene que realizar un esfuerzo intelectual. Mientras más rica y pro­funda sea una obra, mayor cantidad de talento habrá entrado en su creación y el espectador ten­drá que esforzarse más para comprenderla intelec-tualmente.

Además del impacto directo sobre la sensibili-

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dad y la mente, la obra de arte puede encerrar otras posibilidades de edificación y gozo. Entre ellas está el placer ya mencionado de la asocia­ción, la evocación de algún recuerdo o incidente agradable del pasado. Un paisaje puede recordar a un hombre de ciudad los días pasados en el campo; una talla puede recordarle algún animal amigo, etc. Pero este placer es puramente adjetivo y tiene poca relación con la obra de arte como tal desde el momento que objetos despojados de todo valor artístico pueden despertar asociaciones simi­lares. Una valla de madera rota, por ejemplo, o un solar traen a la memoria del hombre ciudadano el recuerdo de la granja en que nació.

Existe, por otra parte, el placer que se produce al contemplar la perfección técnica, el trabajo bien hecho. A veces la admiración surge ante una imi­tación hábil de la naturaleza externa, en cuyo ca­so poco importa que un objeto sea obra de arte o no. Otras veces la habilidad técnica se revela en la economía y precisión con que el artista ha usado sus materiales para expresar su concepción imagi­nativa. Cuando el espectador comprende esto ex­perimenta más directamente la obra de arte.

Un problema más difícil es el del asunto de la pintura o la escultura y su relación con el especta­dor. Desde tiempos prehistóricos se ha usado este asunto como entretenimiento, instrucción, propa­ganda social y política y con propósitos mágicos y religiosos. En las comunidades incultas, espe­cialmente, la pintura y la escultura se contaban entre los principales medios de comunicación. Por

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otra parte, todo a lo largo de la historia del arte occidental ha existido siempre una fuerte corrien­te de opinión según la cual la grandeza y noble­za de la obra de arte dependen de la grandeza y nobleza de su asunto. En.oposición a este punto de vista triunfó en el siglo XIX la teoría de que el asunto importaba poco o nada y que la concep­ción imaginativa del artista lo importaba todo.

L¡ STOS dos puntos de vista no son completamen­te irreconciliables. Cuando un cuadro o una es­cultura tratan un asunto de forma meramente des­criptiva puede en justicia entretener, instruir, edi­ficar o aterrar al espectador, pero lo hace al modo de una obra literaria y no como lo haría una obra de arte visual. Actúa por asociación y analogía, no directamente. Por lo demás, algunas veces, co­mo ya he indicado antes, el artista puede servirse de la representación y la descripción como un me­dio más de expresión de su concepto imaginativo y así entretejerlos en la urdimbre de la obra de arte. Los maduros retratos de Rembrandt son un buen ejemplo. Son vividas representaciones de in­dividuos, pero son más que esto. Se han convertido en representativos del tipo de humanidad a que el modelo pertenece, no sólo en el aspecto físico, si­no también en los aspectos mental y espiritual, Lo particular trasciende a lo universal por obra de la imaginación visual del pintor y el espectador se ve trasladado más allá de los límites de la expe-

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riencia diaria, a una región de percepciones más amplias y más vividas.

Abandonando el problema de la esencia de la obra de arte y lo que ésta puede hacer por el bien­estar mental y espiritual de la humanidad, volva­mos por un momento a un aspecto del problema práctico que se refiere al aumento de la influencia de las artes en la vida de hoy.

Es ésta una edad sin paralelo en el desarrollo del conocimiento científico y la explotación de los recursos naturales. La producción en el mundo ha alcanzado escalas nunca conocidas, pero se ha concedido poca importancia a la posibilidad de que este contingente de mercancías sirva para algo más que las necesidades físicas. A pesar de esto, como ha dicho recientemente un gran hombre de estado la civilización no se salvará por las cosas materiales, sino por las cosas del espíritu.

El artista provee al es­píritu. Hay, pues, una ur­gente necesidad de in­culcar la influencia del artista en las cosas que producimos. E s t a in­fluencia es imprescindi­ble no sólo al realizar co­sas especiales para oca­siones especiales, sino en todas las cosas que nos rodean en la vida diaria, desde la planificación de nuestras ciudades y de

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los edificios en que vivimos y trabajamos hasta los mil y un objetos que usamos constantemente. Aparte de la conveniencia y la satisfacción de po­seer cosas de apariencia bella lograremos así crear un medio ambiente que estimule la sensibilidad del hombre y refuerce su capacidad para abstraer lo que las obras de arte pueden darle. En resu­men, tenemos necesidad de reintegrar el arte y la vida siguiendo el ejemplo de las grandes épocas de la historia del hombre.

J \ veces tal reintegración se ha calificado de im­posible tachándola de demasiado costosa e incom­patible con los métodos modernos de producción. Ciertamente, no podemos hacer retroceder el re­loj y sustituir la máquina y la producción en serie por el trabajo manual. Pero permanecen aún una gran cantidad de cosas que sólo pueden producir el artista y el artesano.

Queda mucho por hacer y hay una enorme des­orientación que vencer. Sentarse tranquilamente y pensar que todo está bien equivale a despreciar y arrojar a un lado todo lo que la imaginación del artista puede hacer para deleite, inspiración y des­arrollo espiritual del hombre. Pero si nos ejercita­mos con empeño y volvemos a las artes buscando lo que pueden darnos a todos y cada uno de nos­otros, entonces, en las palabras de un famoso pre­dicador, las artes se convertirán para nosotros en medios de gracia y esperanza de gloria.

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Sección Gráfica

LA ESTÉTICA DE LAS COSAS ÚTILES

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HORIZONTES DE EUROPA

por Roberto Velázquez Piera

V_^^ UIZA Crane Brinton no se propuso hala­gar el orgullo continental en su amable libro Fré­sente y futuro de Europa. La intención de estas páginas es más noble y de más alto empeño histó­rico, aunque, a veces, suenen a galante madrigal. Dos grandes guerras han transformado profunda­mente a Europa, es cierto, pero no extinguido el vigoroso latido de su energía. Todavía tiene pul­so, y no deja de ser alentador que un hombre del otro hemisferio, preocupado por los fenómenos sociológicos, haya alcanzado una perspectiva más optimista —sin duda, más certera— que la de nuestros detractores. ¿Quién ha dicho que los norteamericanos no pueden comprender a Euro­pa? En el fondo, Norteamérica es europea y nadie puede olvidar el heroico sedimento continental de su alma, ni los lazos subterráneos que unen su personalidad a la nuestra. Las diferencias son ac­cidentales y se explican por las peculiaridades de ambiente y de condiciones de vida. Pero el norte­americano, como heredero de un viejo cúmulo de

fin

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tradiciones, de principios, de normas y de ideales del mundo antiguo, puede ver a Europa con la mirada tan clara como un mediterráneo. Los Es­tados Unidos son, en rigor, una síntesis espiritual —y biológica— de las mejores cualidades eu­ropeas.

DRINTON es, al menos, la confirmación de esta realidad. Sobre Europa se han vertido muclios conceptos negativos, nacidos de la mentalidad des­ilusionada de los pesimistas. El autor de este gen­til volumen los llama «profetas agoreros». Sin em­bargo, hasta el presente no se han cumplido los sombríos vaticinios de cuantos vieron en la evo­lución general de Europa una marcha hacia la fatalidad de la analogía, de la decadencia o de la desintegración. Al contrario: los síntomas anun­cian más bien el nacimiento de un ideal de inte­gración, la inquietud creadora de una unidad su­perior, armoniosa y equilibrada. ¿Cuándo podrá realizarse, por encima de las pugnas actuales, la síntesis continental? Este es el magno enigma de Europa, pero también su esperanza, la meta de su fulgurante y dramática carrera histórica. A des­pecho de las teorías de Danilewsky y de Sorokin, de Spengler y de Toynbee, la verdad es eme, co­mo señala Brinton, Europa es ahora más rica, más próspera y está más poblada que en ninguna épo­ca de su existencia anterior. Su fuerza ha sido bastante grande para sobreponerse de un modo

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triunfal a las tremendas convulsiones de la guerra. Nadie sabe cuándo se extinguirán las «tradicio­

nales enemistades» europeas, parafraseando la respuesta de Lloyd George al viejo Clemenceau. A lo largo de la historia, el Continente se ha des­garrado en interminables disputas familiares, en rencillas alimentadas por repertorios de mutuas reivindicaciones. Todavía no ha podido superar sus problemas dentro de una atmósfera de con­cordia capaz de hacer innecesaria la política de las alianzas. Sin embargo, las exigencias de nues­tro tiempo dictan condiciones de vida tan distin­tas, que Europa se verá obligada a renunciar a muchos antiguos fetiches, residuos de tendencias, ambiciones y doctrinas enterradas por el progreso. Ninguna mentalidad cultivada puede admitir aho­ra la ortodoxia de los impulsos de hegemonía. Es ya un concepto arcaico, un puro recuerdo histó­rico. Hasta el colonialismo agoniza, cercado por los anhelos de independencia de los pueblos, y no es necesario aducir ejemplos. El tiempo no ha transcurrido en vano, ni siquiera para las tradi­ciones políticas de nacionalismos e imperialismos. Y, en la actualidad, Europa presiente que tendrá que renunciar a destruirse periódicamente a sí misma y buscar el camino de la comprensión y de la unidad; enterrar las armas para siempre y evi­tar que las estrellas vuelvan a iluminar los paisa­jes torturados de los campos de batalla.

Es muy posible que esta actitud ya esté albo­reando, que haya empezado a iluminar la con­ciencia continental. Pero no sólo la de los hom-

(¡7

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bres de estado, sino la del hombre anónimo de la calle, que se estremece de horror ante las pers­pectivas de un conflicto atómico. El mundo tiene que renunciar a la guerra, o perecer. En rigor, jamás las guerras han servido para restablecer el equilibrio de manera permanente. Han creado, eso sí, ansias de desquite y motivos de reivindica­ción. Sin embargo, acaso el Occidente de Europa haya aprendido las enseñanzas de la última lec­ción. Existe ahora una nueva visión de las difi­cultades, y sólo Rusia es un obstáculo para el pla­neamiento de un futuro promisorio. La conse­cuencia es que, en cuanto a la solución de sus di­ficultades internas, Europa parece haber inicia­do su madurez.

1 ERO su fuerza, y esto es lo que ahora nos im­porta, no ha resultado destruida en la última con­flagración. Europa vive y progresa. No con la misma tumultuosa intensidad de los Estados Uni­dos, pero sí con un ritmo de indudable firmeza, como señala Brinton. No es posible prescindir de Europa si el mundo desea continuar siendo algo. Tal vez la dirección política y económica se haya desplazado al otro lado del Atlántico, Pero el vi­gor de nuestro viejo Continente, tan repleto de espíritu, de poesía y de historia, sigue intacto. Crane Brinton observa que la guerra ha venido a ser auxiliar del progreso. Gran cantidad de obras de arte se ha salvado de la destrucción, incluso

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en la órbita, más sometida a riesgos, de las joyas arquitectónicas. La economía se ha transformado. Son más altos que nunca los índices fundamen­tales de producción, de natalidad, de consumo in-vidual de calorías y de las rentas nacionales per capità. Una de las grandes consecuencias de la guerra fué la renovación de las industrias, las nue­vas instalaciones de las fábricas, la adopción de técnicas y máquinas que el hombre de empresa europeo, más conservador que el norteamerica­no, hubiese tardado en introducir a no ser por las destrucciones causadas por los bombardeos. El caso es que la energía moral de Europa se ha puesto de relieve con su brillante renacimiento. Sobre sus propias ruinas la estamos viendo flore­cer con tal esplendor, que las sombrías lamenta­ciones de los p r o f e t a s agoreros só­lo parecen tener el va­lor de efu­siones retó­ricas. M á s que al pesi-m i s m o , el r e s u r g í -miento eu­ropeo incita al optimis­mo sensato, y valeroso

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de Briton. Después de angustia, de incertidum-bre y de esfuerzo, Europa realiza el mito de Fausto. Un bello mito de retorno a la resplan­deciente poesía de la juventud, con todas sus promesas y sus esperanzas. Característica de la juventud es ser rica en horizontes. Pues bien: Europa tiene horizontes con luz de auroras jo­viales. La paz precaria de una postguerra erizada de inquietudes y de amenazas ha demostrado la fabulosa capacidad de recuperación del Conti­nente. Quedan, sin duda, huellas de la catástrofe, y probablemente son más importantes en lo mo­ral que en lo físico. Más que la tierra, las guerras sacuden el alma del hombre, la conmueven y la agobian. Con todo, el esfuerzo de reconstrucción ha restaurado las ciudades, cerrado las heridas, suprimido los muñones de bárbaras mutilaciones hasta transformar a Europa. Ni siquiera los más fanático*s pesimistas podrían negar, sin dejar de ser razonables, el progreso espectacular de los últimos años.

i^E ha podido hablar del milagro alemán. Una de las realidades más sorprendentes de esta post­guerra es, y continuará siendo, la mágica recu­peración de Alemania. Han bastado unos años para la metamorfosis, Quizá Alemania disfrute de un misterioso poder taumatúrgico, de la varita de virtudes de los cuentos de hadas, A voces, uno se inclina a creer, más bien que en la fecundidad

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del trabajo o en el poder del genio técnico, en un acto de prestidigitación. Alemania recuerda al prestímano que, desde la plataforma de un es­cenario, saca conejos de una chistera de siete re­flejos. Pero también cuentan Francia, Inglaterra, Italia... La Italia genial y luminosa que, como observa Brinton, ha llegado a crear, incluso, un arte cinematográfico capaz de inquietar a Holly­wood. A pesar de su aparente carácter maravillo­so, todo esto no ha sido, claro es, magia. Ha sido trabajo, esfuerzo, tenacidad, fe... El símbolo de una poderosa vitalidad que exige confianza en la Europa, cuya, tremenda energía le ha permitido volver a ponerse en pie.

J~jA sido el espíritu la venerable distinción de Europa. La civilización lleva el signo occidental, porque nació, en su profunda calidad, en el vie­jo solar continental. Sería posible desconfiar del presente y del futuro de los grandes pueblos rec­tores si esas cualidades hubiesen desaparecido. Pero el alma europea no se ha apagado y es algo más vivo y ardiente que el rescoldo del fuego. La llama sigue dando luz y calor al hogar tradicional. La característica más noble de Europa es su fa­cultad creadora de cultura. El pensamiento es la divina esencia de Europa, eterna cazadora de ideas, juglar de doctrinas, trovadora que cantó al arte, al amor, a Dios. Podemos preguntarnos qué sería la ciencia sin Europa; ¿dónde estaría el

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mundo sin la espiritualidad europea, si hiciése­mos tabula rasa de las trascendentales aportacio­nes de su genio? Continúan llevando el marcha­mo europeo las innovaciones intelectuales, las in­quietudes artísticas, las revoluciones. La vida in­terior es aquí bastante rica y variada para hacer­nos pensar en que están lejos de hallarse agota­das las posibilidades del alma continental. Hoy, como ayer, ciencia, arte, cultura, reconocen a Eu­ropa como su patria, sin descontar, por supuesto, las aportaciones valiosas de las antiguas civiliza­ciones orientales.

El genio no ha perdido su fecundidad. Brinton cita el radar y la navegación aérea a reacción co­mo contribuciones europeas a la última guerra. Hay más, naturalmente, pues la energía nuclear, con sus enormes promesas y sus ilimitadas espe­ranzas, transporta una caudalosa corriente espi­ritual europea. Quizá el genio técnico norteame­ricano sea, en la actualidad, el primero del mun­do, del mismo modo que lo es su fabulosa capa­cidad de organización y de trabajo. Nadie ignora la audacia emprendedora de los Estados Unidos, que gozan al presente de las exaltaciones de la primera juventud. Pero esto no es un argumento, contra la movilidad del espíritu europeo. Y la ver­dad es que, cuando se habla de cultura, de espí­ritu occidental, se sobreentiende cultura y espíri­tu europeos, que proporcionaron su contenido de principios y de métodos. Y, en cuanto al idealis­mo, tampoco Europa está exhausta. El mundo está perpetuamente pendiente de ella. Los últimos

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acontecimientos, sobre todo la gloriosa lucha de Hungría, revelan el prestigio de la libertad, la su­pervivencia de la fe y del orgullo del hombre. Las internas turbulencias de Europa significan algo mucho más alentador que síntomas de decaden­cia o de muerte: es la agitación que indica vida, vida apasionada, plena y superior. Puede tratarse de un fecundo instante de transición dramática; en modo alguno de los estertores de la agonía.

f UE Europa quien dio a la historia las diversas formas de organización política, desde la demo­cracia hasta los distintos matices oligárquicos. La tecnocracia norteamericana de Alien Raymond apenas mereció el honor de prosperar como base dialéctica de discusión doctrinal. La creación de sistemas políticos continuó siendo europea, incluí-dos fascismo y marxismo. Es esto indicio de la originalidad de un espíritu cuya característica se­cular ha sido la fecunda variedad. Europa fué campo de lucha y experimentación de ideologías, y todavía ahora riñen, a lo ancho de su geografía, doctrinas opuestas indudablemente irreconcilia­bles. En su raíz se trata de una disputa sobre la esancia y el destino del hombre, y comporta con­ceptos antagónicos relativos a la vida y a la orga­nización de la sociedad. Queda fuera de discu­sión que el gran problema de Europa es el comu­nismo, contradictorio, antijurídico y deshumani­zante. Sin embargo, resulta curiosa su tendencia

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mesiánica, tan certeramente destacada por Ber-diaef. Pero, a estas alturas del dilatado drama eu­ropeo, se ha descubierto el lamentable fracaso del comunismo, y no ya como ensayo de organización política, sino —y esto es definitivo— como siste­ma de valores, como respuesta a las esperanzas humanas y como solución económica. El comu­nismo es esencialmente negativo y no ha podido elevarse a una estructuración de la vida, precisa­mente por una razón de naturaleza trágica: por­que se declaró enemigo del alma y, al hacerlo, aniquiló al hombre. El destino del comunismo se­ría dar origen a un mundo de autómatas, de ex­traños y uniformes robots desprovistos de perso­nalidad, de anhelos y de ilusiones. Su gran para­doja es que sólo puede parecer promisorio en la clandestinidad, en el período enigmático —teóri­co y no empírico— de la fase revolucionaria. Mue­re al realizarse, se autodestruye como ejecución política. Europa aprendió esto, lo mismo que Ru­sia, cuando la cortina de hierro cedió ligeramente en su rigidez. Hombre, espíritu, historia están contra él. No sabemos cuándo, pero está conde­nado a morir asfixiado en su propia atmósfera me­fítica. Es el último gran problema de Europa y, al otro lado, espera la claridad.

ABE dudar de la violenta reacción ideoló­gica europea? Los bruscos retrocesos de Francia y de Italia, por ejemplo, demuestran que Rusia

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h a empeza­do a perder la pa r t i da . Su juego ya no tiene car­tas ventajo-s a s en los países satéli­tes. H a s t a 1 o s Gobier-n o s títeres se rebelarán, y el comu­n i s m o s e quedará va­cilante y so­litario. El hombre europeo —representante de la mentalidad más amplia y liberal de la historia— regresa de las tinieblas para reafirmarse a sí mis­mo, para salvar su humanidad del naufagio. Ya ha empezado a expresar su resistencia a la estatola-tría, su repugnancia al desmesuramiento del Esta­do. Se niega a ser un cero, a no contar, a la nega­ción de su personalidad, a sentirse acechado y aco­sado como un lobo en el bosque. El gran error del comunismo consiste en haber perseguido al indivi­duo hasta hacerle sentirse humillado, ofendido y cobarde. No es el miedo una sensación cómoda. El comunismo arrastra a los pueblos a la amarga emoción de advertirse como francotiradores de su propia libertad interna. No es posible una vida perpetuamente sumergida en la angustia, y eso es

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lo que el comunismo ha ofrecido a Europa como realidad cotidiana. Hizo saltar los resortes de la seguridad, abriendo un abismo de incertidumbre a los pies del hombre. Y cuando e] individuo se da cuenta de que le son necesarios para vivir cier­tos principios —fe, moral, derecho, libertad, fair play— todo su instinto, todos sus impulsos, se dis­paran hacia la huida. Todo su anhelo es la fuga, en este caso la vuelta a la tradición, aunque se admitan alteraciones. El porvenir asistirá, acaso pronto, al emocionante episodio de Europa esca­pándose del comunismo.

TAL vez se estime que somos demasiado opti­mistas y que hemos desbordado al mismo Grane Brinton. Sin embargo, a despecho de las actuales convulsiones, algo nos advierte que la presente crisis europea —innegable, por otra parte— pue­de ser trascendental. Europa está esforzándose, acaso sin clara conciencia de su impulso, en vol­ver al viejo camino del respeto institucional, a la tabla de sus antiguos valores. Hasta el papel de la economía deberá ser revisado para no exagerar su influencia en la vida. Entre los atractivos de la vida elemental y la nobleza de la vida superior tendremos que votar por la última, pues a ella de­be el mundo su dignidad y la mágica floración del progreso. Nadie quiere verse reducido a ser tan sólo una unidad innominada en un vasto y atareado hormiguero sin alma, sin poesía, sin idea-

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lidad. El individuo se reivindica a sí mismo fren­te a la feroz colectivización del comunismo y sus exigencias son claras, tanto como irrenunciables: el derecho a la libertad y a la imaginación; el derecho a la eternidad, a Dios... Europa está sa­liendo de su desorientación y su retorno a la luz tiene la jocunda apariencia de unas nupcias triun­fales. En su camino de vuelta reencuentra a la democracia y festeja los principios que han hecho del hombre esa entrañable y conmovedora reali­dad que continúa siendo, como afirmó el Presi­dente Eisenhower, lo más importante que existe sobre la tierra.

,J) I, no será posible continuar especulando con la vida humana, tomarla como soporte para susten­tar arquitecturas dialécticas. Las doctrinas son para el hombre y no el hombre para las doctrinas. La conciencia europea se rebela contra la mons­truosidad de que el individuo sea devorado por las teorías que, en última instancia, dejan intactas, imperantes y tiránicas a exiguas minorías entroni­zadas en sus aberraciones. Está próxima la hora de la rebelión contra los fantasmas que asustan a Europa. En la actualidad es de nuevo el viejo Con­tinente el que se va internando en la lucha con­tra el gran enemigo. Europa vuelve a ser la ade­lantada en la defensa de la humanidad, porque todo hace suponer que ha repudiado al comunis­mo. El más apasionado y heroico argumento de

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la última hora tiene un nombre, y se llama Hun­gría.

t ¡ N consecuencia, las perspectivas de Europa son claras. Después de la noche del despotismo, es­pera el amanecer de la libertad. Hace casi dos si­glos un filósofo soñó en Koenisberg la paz perpe­tua que, algún día, hará posible la unificación eu­ropea. No importa, en último extremo, la fórmula, sino el resultado. Llámese Estados Unidos, Fede­ración, Confederación, Asociación, etc., lo esencial es que los pueblos europeos se sientan como uni­dades que, conservando su variedad y sus peculia­ridades, integran una síntesis superior. Ya existen anticipos en las distintas organizaciones agrupa-doras de pueblos. El porvenir estructurará a Euro­pa de un modo que tal vez ahora no somos capa­ces de adivinar. Desde luego, el futuro pertenece a la técnica, y también la economía y la sociedad revelarán su influencia. El mundo será distinto en la era atómica. Y todo el progreso sería vano y la ciencia inútil si no se lograse la síntesis armoniosa de individuo y sociedad, de hombre y Estado. La misión de Europa es volver a restablecer el equi­librio entre autoridad y libertad, entre disciplina y originalidad. Lo que urge salvar y garantizar es el sagrado derecho del hombre a conservar su per­sonalidad.

Europa no está acabada y es prematuro, por muy pesimista que se sea, organizar sus exequias.

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Siempre ha sabido surgir, renovada, de sus con­vulsiones, y así ocurrirá en este siglo. Será preciso, sin embargo, fomentar el desarrollo de la espiri­tualidad. Recuerdo que hace un par de meses, en casa de don Ignacio Herrero, Marqués de Aledo, Académico de la Real de la Historia, precisamen­te en Oviedo, tuve el honor de conversar con el Excmo. Sr. Embajador de los Estados Unidos, John Davis Lodge. Representante de la profunda espiritualidad de su gran país —tan erróneamente acusado de «materialismo»— el señor Lodge afir­mó sonriendo:

—El mundo sería feliz con un poco más de co­razón.

V^IERTO. Algo más de justicia, de bondad, de comprensión. Más nobleza y más lealtad. El Em­bajador hablaba como el Pastor de Cándida, de Bernard Shaw. Un personaje que recordó cómo el mundo podía ser un paraíso y cómo el hombre hacía de ese paraíso un infierno. Y acaso sea así porque, en el fondo, tenemos mucho de ángeles caídos.

Por eso hay que volver al espíritu, a la fe, a la poesía. Abrazarse con alegría a la esperanza. Por­que Europa es nuestra y tenemos que hacerla me­jor nosotros, los hombres forjados en los princi­pios —y en las leyendas— de una civilización mi­lenaria. Ver, como Brinton, el cántico emotivo de las trompetas de Honegger como un himno que

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anunciase vida, la gloria luminosa y exultante de la aurora. Como una alborada, pautada de trinos, en el alma inmortal de Europa.

(El autor del libro que fué el punto de partida de este ensayo, Crane Brinton, es catedrático de Historia de la Universidad de Harvard y se ha dis­tinguido por su amplio interés y sus publicaciones en el campo de la historia de la civilización oc­cidental.)

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MARIANNE MOORE

por Norman Smith

V V OLTAIRE escribió que la originalidad, no

es sino la imitación juiciosa. Ahora, un libro recien­te nos da otra definición más actual, pero menos cínica: la originalidad es, en cualquier caso, un derivado de la sinceridad.

Este último aforismo refleja el sentir general y el optimismo literario de Marianne Moore, pri­mera poetisa de Estados Unidos y quizá también del mundo. En Predilections, un grupo de ensayos apreciativos más que críticos, la señorita Moore escribe con el mismo vigor y facilidad que hace treinta años.

Los poetas, cuyo trabajo estudia la señorita Moore, son casi todos de lengua inglesa, aunque a veces presenta un estudio en general admirativo del francés Jean Cocteau, Habla de los america­nos William Carlos Williams, Ezra Pound y Wal-lace Stevens y de escritores británicos como los Sitwells, (¿Cómo clasificamos a dos de los autores que estudia, W. H. Auden y T. S. Eliot, son ame­ricanos o ingleses, o ambas cosas a la vez?)

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En general, la señorita Moore da la impresión de que merecen la fama que gozan, dedicando cá­lidos y veraces elogios a la habilidad literaria de cada uno de ellos. Su crítica adversa es siempre implícita, ya porque omita la mención de aquello que crea está mal o porque lo haga en forma tan gentil y poética, que incluso aquéllos directamen­te afectados quedan convencidos de la exactitud de sus observaciones.

AUNQUE técnicamente el contenido de Predi-lections es prosa, gran parte del mismo es, en rea­lidad, poesía. De los poemas de Wallace Stevens dice, por ejemplo, que encarnan esperanza que al frustrarse se convierte en fortaleza.

Para Marianne Moore sería casi imposible es­cribir una receta de cocina sin que sonara a poe­sía. Eliot ha dicho de ella que ha realizado una contribución permanente a la poesía de habla in­glesa; una lisonja de alcance extraordinario si se tiene en cuenta que procede de un contemporáneo y de un contemporáneo de la categoría de Eliot.

Marianne Moore, una célibe de setenta y ocho años, ha estado escribiendo poesía constan­temente desde aquellos días de 1920 en que traba­jaba en una sucursal de la Biblioteca Pública de Nueva York. Por entonces ya había pasado cuatro años dedicada a la enseñanza en la Escuela India de Carlisle, Pennsylvania, donde sus alumnos, in­cluido el que luego habría de ser famoso atleta

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internacional Jim Thorpe, aprendieron a respetar y admirar a su atractiva, inteligente y joven pro­fesora.

Sus primeras composiciones, escritas cuando trabajaba en la Biblioteca, llamaron pronto la atención del mundo literario americano, y en 1928 ganó el premio de poesía de la revista DIAL, pu­blicación recordada hoy día con añoranza como una de las mejores revistas literarias jamás publi­cadas. En DIAL conocieron los americanos por primera vez The Waste Land (La Tierra de Nadie) y Muerte en Venècia, de Eliot y Thomas Mann, respectivamente.

\_J ESPUES se incorporó a la redacción de DIAL, donde rápidamente pasó a ser director suplente. Mientras trabajó en ella, la revista no publicó nun­ca poesías suyas, hecho que la señorita Moore ex­plica diciendo que ocurrió porque no escribí nada amante alquel tiempo.

Las poesías de miss Moore han sido descritas como artículos de enciclopedia con música. Ella es la primera que observa su propia regla de que los poetas deben ser tan claros como permita la natural reticencia. A miss Moore no le gustan los poetas o pintores que dicen de sus obras si usted no lo puede comprender yo no se lo lo puedo ex­plicar. Pero antes de continuar este artículo^ va­mos a ver algunos ejemplos de la obra de Marian-ne Moore, con su traducción en castellano:

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The monkeys

Winked too much and were afraid of snakes. The [zebras

supreme in their abnormality; the elephants with their fog-

[coloured skin and strictly practical appendages were there, the small cots; and the parrakeet-trivial and humdrum on examination, destro-

[ying bark and portions of the food it could not eat.

I recali their magnificence, now not more magni-[ficent

than it is dim. It is difficult to recali the ornament, speech, and precise manner of what one

[might call the minor acquaintances twenty years back; but I shall not forget him-that

[Gilgamesh among the hairy carnivora-that cot with the

wedge-shaped, slate-grey marks on its forelegs and [the

resolute tail, astringentiy remarking, They have imposed on us

[with their pale half-fledged protestations, trerabling about in inarticulate frenzy, saying it is not for us to understand art; finding it

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Los monos

Parpadeaban demasiado y les tenían miedo a las [cidebras.

Las cebras, supremas en su anormalidad; los elefantes de piel color de

[niebla y estrictamente prácticos colguijos allí se hallaban, los pequeños felinos; y el pa-

[pagayo trivial y necio, al ser examinado, destrozando corteza y porciones de la comida que no se

[podía comer. Recuerdo su magnificencia, ahora no más magní­

fica que borrosa. Es difícil recordar el ornamento,

lenguaje y precisa manera de ser de las que [pueden

llamarse amistades menores de veinte años atrás; pero no lo olvidaré a él —aquel

[Guiljamés entre los carnívoros peludos—, aquel felino

[con las cuneiformes, gris pizarrosas pintas en sus patas de­

lanteras y la intrépida cola; astringentemente dicieiïdo: "se nos han impuesto

[con sus pálidas, medio lanzadas protestas, temblando en torno

[nuestro con inarticulada furia, asegurando que no es

[para nosotros el comprender el arte, [encontrándolo

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all so difficult, examining the thing as if it were inconceivably arcanic as symmet-rically frigid as if it had been carved out of

chrysoprase or marble-strict with tensión, ma-[lignant

in its power over us and deeper than the sea when it proffers flattery in ex-

[change for hernp, rye, flax, horses, platinum, timber, and fur.

Poetry

I, too, dislike it: there are things that are impor-[tant beyond

all this fiddle. Reading it, however, with a perfect contempt for

[it, one discovers in

it after all, a place for the genuine. Rands that can grasp, eyes that can dilate, hair that can rise if it must, these things are important not because a high-sounding interpretation can be put upon

[them but be­cause they are

useful. When they become so derivative as to be-[come

unintelligible, the same thing may be said for all of us, that we do not admire what

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todo tan difícil, examinando la cosa como si fuera inconcebiblemente arcana, tan simé­tricamente frígida como si hubiera sido labrada en

[crisoprasa o mármol tirante de tensión, maligna en su poder sobre nosotros y más hondo que el mar cuando profiere adulaciones a

[cambio de cáñamo, centeno, cebada, caballos,platino, madera y pieles.

La poesía

A mí también me disgusta; hay cosas que son im­portantes,

más que todo este violineo. Leyéndola, no obstante, con perfecto desprecio

[por ella, se descubre que hay en

ella, después de todo, lugar para lo genuino. Manos que pueden agarrar, ojos que pueden dilatarse, pelo que puede erizarse, si debe; estas cosas son importantes, no porque una

altisonante interpretación pueda encajarse sobre [ellas, sino

porque son útiles; cuando se vuelven tan derivativas hasta

[volverse ininteligibles,

la misma cosa puede decirse de todos nosotros que [nosotros

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we cannot understand: the bat holding on upside dwon or in quest of some-

[thing to eat, elephants pushing, a wild horse taking a roll,

[a tireless wolf under

a tree, the immovable critic ttoitching his skin like [a horse

that feels a flea, the base­ball fan, the statistician-nor is it vàlid to discrimínate aginst 'business documents and school-books'; all these phenomena are important.

[One must make a distinction

however: when dragged into prominence by half [poeta,

the result is not poetry, nor Ull the poets among us can be 'literalists oj the irnagination—above insolence and triviality and can present for inspection, 'imaginary gardens toith real toads

[in them, shall we have

it, In the meantime, íf you demand on the one [hand,

the raw material of poetry in all Us rawness and ihat which is on the other hand genuine, you are interested in poetry,

as

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no admiramos lo que no podemos entender; el vampiro, colgado cabeza abajo o en busca de algo que comer; los elefantes, empujando; un caballo sal­

vaje, revolcándose; un incansable lobo bajo un árbol;. el inconmovible crítico que sacude su piel como caballo al sentir una pulga; el baseball-

lían, el estadístico; ni es válido

hacer una discriminación contra "documentos comerciales y textos escolares"; todos estos fenó-

[menos son importantes. Debe hacer una distinción;

sin embargo, cuando son arrastrados a prominen-[cia por semi-

poetas, el resultado no es poesía, ni hasta que los poetas de entre nosotros pue­

dan ser "literalistas de la imaginación", por encima de insolencia y trivialidad, y puedan presentar

a inspección imaginarios jardines con verdaderos [sapos en

ellos, no tendrémos-la. Entretanto, si pedís, por una parte, la materia prima de la poesía en

toda su crudeza y la que es, por otra parte, genuina, entonces estáis interesados en la poe-

[sía.

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Dada su actitud, no es de extrañar que escriba poesías sobre los peces, los monos y objetos tan poco poéticos como una apisonadora de grava. Pero no es difícil traducir en términos humanos sus ideas sobre estas cosas, ya que muestran cla­ramente sus sentimientos sobre virtudes tales como el valor y la humildad.

La poesía de miss Moore, que es muy indivi­dualista, no muestra influencia de ningún poeta o estilo más allá de lo que ella misma ha buscado, excepto quizá en que representa el método in­trospectivo del siglo XX en la poesía americana, en contraste con Whitman, cuyo estilo es extre­madamente extrovertido. La señorita Moore escri­

be lo mismo para la vista que para el oído, ya que la forma en que coloca las palabras en sus com­posiciones poéticas, for­ma una graciosa combi­nación q u e contribuye mucho a su significado e impresión.

Esta venerable poetisa ha conseguido tanto éxi­to en su elegante selec­ción de las palabras, que ha obtenido t o d o s los premios de-poesía norte­americanos.

Uno de los últimos fué el Premio Bollingen en

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1951. Este mismo año recibió el Premio Nacional del Libro por su Collected Poems.

£}N 1952 consiguió el Premio Pulitzer de Poesía y al año siguiente obtuvo la Medalla de Oro del Instituto Nacional de Artes y Letras. Frecuente­mente recibió becas, que le ayudaron a completar trabajos inacabados o en preparación.

De esta forma tradujo Las Fábulas de La Fon-taine, que se publicaron el pasado año. Esta obra le acarreó muchos elogios por la facilidad y gracia de su traducción, así como por la forma cautiva­dora en que presentó en inglés los pensamientos rimados del gran fabulista francés.

Esta traducción fué una de las más difíciles em­presas que Marianne Moore realizó en su vida, y que consiguió gracias al hábito adquirido, duran­te muchos años, de organizar racionalmente sus horas de trabajo diario. Tardó ocho años en acabar el volumen, compuesto de 241 poemas distintos, y revisó el trabajo cuatro veces, después de hacer muchas versiones diferentes. Recientemente, la se­ñorita Moore dijo: Sólo al año de comenzar mi tarea empecé a sentir satisfacción por ella; des­pués, la ansiedad decreció paidatinamente.

Sus horas favoritas de trabajo son las matinales, aunque también se dedica al mismo por la tarde y al anochecer. Raramente utiliza una mesa o es­critorio, escribe sobre un cuaderno o una carpeta. Marianne Moore se ve a sí misma como una ob­

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servadora más que como una autora. No es nues­tra intención discutir de poesía con Marianne Moore, pero sí Collected Poems, The Fables, Pre-dilections y otra docena de volúmenes más son el trabajo de una observadora, entonces nos agra­daría ver muchos más.

Estas traducciones de las poesías de Marianne Moore, y la de la página 52, han sido hechas por José Coronel Ortecho para Panorama y antología de la poesía norteamericana.

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LIBROS

Stanley Williams. The Spanish Background of American Literature. New Haven, Yale Universi-ty, 1955. 2 tomos. .

Que España, sus letras, su historia, su cultura hayan estado tan presentes en el fondo de la vida intelectual y literaria norteamericana no es cosa tan sabida como para que se deje pasar sin el co­mentario que se merece la publicación de un gran libro no ha mucho aparecido: The Spanish Back­ground of American Literature, del Profesor de li­teratura americana de la Universidad de Yale, Stanley T. Williams. En dos gruesos volúmenes ha resumido Stanley Williams rebuscas y lecturas de muchos años para trazar este panorama muy com­pleto y, en algunos aspectos, definitivo, de cómo hechos y obras de nuestra historia y de nuestra literatura han quedado profundamente- integrados en la tradición cultural de aquel país, para consti­tuir uno de los elementos más característicos y significativos de su joven historia literaria.

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El Profesor Stanley Williams, que publicó en 1935 una biografía de Washington Irving, de quien arranca mucho de la hispanofilia y del his­panismo norteamericano, era quien podía, mejor que nadie, abordar la ingente tarea de descubrir, sistematizar y fundamentar todo reflejo de la cul­tura hispánica en el ámbito de lo que hoy son los Estados Unidos de América, tomando como punto de partida fechas de la época colonial y haciendo infinitas calas en campos muy diversos. El libro de Williams tiene el ambicioso propósito de no ol­vidar nada, de registrar y considerar valioso desde lo más anecdótico y general hasta lo que es más profundo en la experiencia de un escritor famoso. De ahí que la estructuración de su obra haya ofre­cido dificultades que Stanley Williams ha tratado de resolver con método y habilidad para que todo se organice y ordene, para que no haya resquicio y para que un fenómeno aislado pueda ser consi­derado desde diversos puntos de vista, para que actividades diversas de un autor puedan ser te­nidas en cuenta en capítulos de conjunto. Empe­zando con una visión cronológica del paulatino desarrollo de la difusión de la cultura hispánica y del interés creciente por ella, y teniendo en cuen­ta la tradición hispánica de muchos territorios que se fueron inscribiendo en el área de los actuales Estados Unidos, Stanley Williams divide su obra en tres partes (las dos primeras constituyen el pri­mer volumen): La primera, en que se reconstruye lo que fué la presencia de la cultura española en la América de habla inglesa desde principios del

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XVII, y cómo los escritores y el público culto del XVIII fueron adquiriendo la conciencia de la significación e importancia de una vieja cultura europea, que, además, en América limitaba geo­gráficamente con la suya. Una segunda parte es­tudia exhaustivamente, por capítulos, el eco, du­rante los siglos XIX y XX, de lo hispánico en la literatura de viajes, en las revistas periódicas, en los historiadores, eruditos, críticos, profesores, no­velistas, poetas y autores dramáticos, e incluso en­tre cultivadores de artes plásticas y músicos. La tercera parte, que comprende todo el segundo vo­lumen, es un estudio individual de ocho grandes intérpretes literarios norteamericanos de la cultu­ra española de la península y de ultramar, de ocho escritores para los que España, su proyección his­tórica, sus obras maestras y su cultura han sido, en general, preocupación y ocupación apasionadas o tema literario profundo, última consecuencia de entrega y entusiasmo, del descubrimiento, por par­te de los ingenios y del público de Norteamérica de las letras y las artes, de la realidad física y de la realidad histórica de España y de los países que fueron parte de su imperio político y espiritual. Porque si este libro puede considerarse un estudio de influencias, es indudable que tanto España co­mo Méjico, como las comarcas de habla y tradi­ción española del Sudoeste de los Estados Unidos, han contribuido a esa hispanización del mundo americano de habla inglesa. El libro de Stanley Williams contribuye —y ese es su principal pro­pósito— a reescribir la historia de la literatura

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norteamericana o, por lo menos, de algunos de sus más prominentes representantes, a la luz del es­pañolismo de muchas de sus obras, desde el punto de vista de unos influjos que, si no pueden com­pararse a los ejercidos por otras literaturas eu­ropeas escritas en las lenguas de naciones que pro­porcionaron grandes contingentes de emigrantes a los Estados Unidos, han dado sí un acento pecu­liar a ciertas zonas de su literatura, han dejado una huella perenne en el gusto y en el estilo de varias de sus obras. Los estudios de Williams cambiarán, o rectificarán, en ese sentido, varios aspectos de la historia literaria norteamericana, situarán, o harán comprender, mejor dentro de ella, a algunos de sus autores y dejarán definitivamente estable­cida lo que es —según sus palabras— el golden Spanish thread in our prose and poetry, la veta española de la literatura norteamericana.

Resultan notables la industria y el tesón que se ha puesto en reconstruir lo que hubo de español en las colonias inglesas de América, lo que sus gentes pensaron de España y su política y cómo veían la vecindad de las posesiones españolas de América. ¡Qué emoción descubrir autores clási­cos, viejas ediciones españolas, en aquellas biblio­tecas del Seiscientos, en New England o en las plantaciones y los colegios del Oíd South! ¡Qué sorpresa saber a Cervantes presente allí y leído cuando no se han encontrado ni ejemplares ni menciones de las obras de Shakespeare! El cono­cimiento de la literatura española en Inglaterra pudo contribuir a que llegara su eco al otro lado

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del Atlántico, aunque estos primeros colonos se desentendieran de muchos de los problemas esté­ticos que privaban en los países europeos. Pero lo que sí sintieron fué la proximidad de una cultu­ra que imperaba en América en territorios que no eran suyos, y su reacción —inspirada por política e ideología de signo contrario— no fué siempre favorable a los españoles y a su labor coloniza­dora. Es natural que la leyenda negra echara aquí raíces, sirviera de argumento y dominara, hasta nuestros días, en ciertas actitudes de los Estados Unidos ante España, pese a que recientes estudios de sabios historiadores norteamericanos sobre la conquista y colonización de la América española hayan contribuido decididamente a deshacerla. En la pugna de ideas y de esferas de intereses en la América del Norte del XVII surge el primer li­bro en español que se escribe e imprime en aque­llas tierras: el del puritano Cotton Mather, La Fe del Christiano, aparecido en Boston en 1699 como parte de una campaña destinada a protestantizar las posesiones españolas de América y conseguir así una unidad religiosa del hemisferio.

Pero es de 1700 á 1800 cuando el vago temor y las confusas ideas de los colonos respecto al po­de río de España se convirtió en urgente problema político, por los avances de los españoles por el Mississippi y el Ohio y su presencia, con sus misio­nes, sus pueblos y sus presidios, en tierras que aho­ra son los estados de Texas, New Méjico y Arizo­na y California, plantean de manera aguda la rea­lidad española en aquel continente que ellos con-

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sideran como propio. Pero de ahí, con4a concien­cia de la vecindad y del conflicto, surge un interés por la lengua y la cultura de esos vecinos peligro­sos, y en el siglo XVIII se inicia la enseñanza del español (tan pujante en nuestros días) en los Es­tados Unidos, se importan libros de la península y de Nueva España, se estudia el pasado his­tórico de los países hispánicos e incluso se escri­be de él, si bien no siempre con simpatía. Nom­bres ilustres de la independencia americana, co­mo Benjamín Franklin, John Adams y Thomas Jef-ferson, aparecen aquí unidos en esa conciencia de España del Enciclopedismo norteamericano. No todo es, sin embargo, realismo político y cultu­ral, porque también lo romántico de España y de la aventurosa conquista de su Imperio se refleja en libros y publicaciones periódicas. La figura de Colón, por ejemplo, es cantada en The Vision of Columbas por Barlow y en otro poema por Phi­lip Freneau, y también las quijoterías en la litera­tura anglosajona de la costa atlántica del siglo XVIII atestiguan la comprensión y el entusiasmo por la obra de Cervantes, rivalizando con el que por esa época se sentía en Inglaterra.

Es, sobre todo, en el siglo pasado, y también en menor escala en la vida cultural del nuestro don­de encuentra Stanley Williams los materiales más ricos para el Spanish Background de la literatura americana. El capítulo sobre los libros de viajes, que inicia la segunda parte de su obra, es magnífi­ca introducción al conocimiento directo de la pen­ínsula y de unos países de la América española por

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algunos escritores norteamericanos y a la difusión callada y honda de una visión libresca, pero autén­tica, de España, de su presente y de los restos de su pasado histórico, ante un amplio público. La curiosidad del siglo por lo lejano, desconocido y exótico, la curiosidad de aquellos americanos por una España intacta, poco deambulada y llena de encantos y de poesía, han producido destacadas narraciones en la copiosa literatura internacional de viajes por la península: Aparte de libros se­ñeros por su calidad y originalidad y por la per­sonalidad procer de sus autores, tales como The Alhambra, de Washington Irving, y Outre-Mer, de Longfellow, hay obras notables poco conocidas, ahora convenientemente valorizadas: Reminis-cences of Spain, de los esposos Cushing, digno de competir en erudición y poesía con Irving, y los libros de Mackenzie, con visión directa de la agi­tada España de hacia 1830, que gozaron de gran boga durante veintitantos años, y algo más tarde, Castilian Days (1871), de John Hay; Impressions of Spain, de Lowell, etc. Algunos de estos libros excedían los límites de la simple narración descrip­tiva para profundizar en las esencias y carácter del país y del pueblo. Vemos que esta particular orien­tación ha perdurado en la literatura del siglo XX, pues en la memoria de todos están obras como la de Waldo Frank, Virgin Spain, tan penetrante y sugestiva.

El Profesor Williams ha investigado revistas y periódicos para puntualizar lo que de las cosas de España se fué publicando en ellos, y extraña en-

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contrar tanto, lo mismo en publicaciones de corta vida y menor renombre que en las de larga tradi­ción y prestigio, concontribuciones de innomina­dos colaboradores y de famosos hispanófilos, con traducciones de poemas, críticas de libros, cróni­cas políticas, ensayos sobre la psicología de lo español, etc. Hay que agradecer, por ejemplo, al li­bro de Williams el haber desenterrado del Atlan­tic Monthly un inesperado y poco conocido ensa­yo de Irving Babbitt, aquel gran profesor de Har­vard, considerado hoy como patriarca de una nue­va escuela de sensibilidad y de crítica literaria norteamericana, titulado Lights and Shades of Spanich Character, que habrá que tener en cuen­ta en la rica bibliografía sobre la caracterología nacional. El siglo XX ofrece en las revistas norte­americanas un panorama más riguroso, aunque menos abigarrado. El hispanismo tiene ya ahora fundamento científico y universitario y los ensa­yistas, críticos y viajeros, querrán dar objetividad o documentación a sus juicios y crónicas. Y ahora, más que nunca en el pasado, los prejuicios y el partidismo político se reflejarán también en el en­juiciamiento de muchas cosas de España.

Es difícil resumir el contenido de los extensos capítulos en que Williams presta especial atención a historiadores, profesores y eruditos del hispa­nismo. Si los nombres de Irving y de Prescott son los más ilustres en esos apartados, no es únicamen­te la fama de The Conquest of Granada, o el Co­lumbas, o la History of Ferdinand and Isahella, The Conquest of Perú, o The Reign of Philip, the

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Second, la que pesa en la historiografía hispánica de los Estados Unidos. Basta recordar la obra de Henry Charles Lea, el patricio filadelfiano, histo­riador de la Inquisición, de enorme sabiduría y ex­traordinaria probidad científica. Los estudiosos de nuestra historia literaria en el mundo recuerdan los nombres de Ticknor y de Longfellow, asocián­dolos a la enseñanza del español en la Universi­dad de Harvard, a la Historia de la Literatura del primero, a las versiones en verso inglés de ilustres ejemplos de la vieja poesía española. Pero nadie como Williams ha contado hasta ahora la signifi­cación del episodio de la donación de 20.000 dó­lares, en 1816, de un oscuro comerciante, Abiel Smith, para la cátedra de Harvard, que lleva aún su nombre, de la que fueron titulares los grandes hispanistas americanos del siglo XIX, y que hasta hace muy poco desempeñaron J. D. M. Ford y el llorado Amado Alonso. Los estudios de Williams vienen a dar ahora también especial relieve, al lado de nombres ilustres, a humildes personajes que asentaron, a principios del siglo XIX, firme­mente la enseñanza de la lengua y literatura es­pañola en las universidades estadounidenses. Por ejemplo, Francis Sales, catalán del Rosellón, que fué quien echó los cimientos en la Universidad de Harvard de un aprendizaje práctico eficaz del es­pañol y publicó una gramática, y en Boston, en 1825, una antología, Colmena española y una se­lección de Obras dramáticas de los dramaturgos del Siglo de Oro, en 1828; muchas promociones de graduados guardaron feliz memoria del Oíd

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Francis, que les puso primeramente en contacto en las autas con la lengua literaria de España. De aquí, de los primeros maestros de español en Vir­ginia, en Bowdoin College, en Yale, en la Univer­sidad de Pennsylvania, arrancó el espléndido flo­recimiento actual de la enseñanza de nuestro idio­ma en los Estados Unidos y el hispanismo investi­gador y científico de nuestros días, con revistas y publicaciones dedicadas especialmente a nues­tra lengua y literatura.

Williams, que ha reservado para el segundo to­mo de su obra la profunda y compleja penetra­ción del fenómeno cultural o literario español en la personalidad y la obra de unos cuantos escri­tores norteamericanos, pasa rápida revista a otros muchos que, sin merecer los honores de una Spa-nish hiography, escribieron bajo el influjo de obras literarias españolas o vivieron intensamente la ex­periencia de España. Aquí encontrará el lector una infinidad de noticias y de temas sobre pro­sistas y poetas, que, objeto de investigaciones an­teriores, Williams resume, o que se ofrecen como sugerencia para ulterior rebusca y desarrollo: Lo español en los primeros novelistas norteamerica­nos, su resonancia en la obra de Poe, la influencia del Quijote en Hermán Melville, y de Cervantes y de la novela picaresca española en Mark Twain, el eco de lecturas españolas en Hawthorne, la in­tensa manera de vivir España y de reelaborar li­terariamente sus experiencias de John Dos Pas­sos y de Hemingway, el conocimiento de Lope de Vega y la huella de la poesía española en Ezra

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Pound, etc., además de minuciosas noticias sobre fenómenos menores de influencias. Hasta los me­jores conocedores de los recovecos de la literatura norteamericana, o los españoles más preocupados por la recepción y fortuna de la literatura espa­ñola en el extranjero, encontrarán aquí novedades y datos de interés, retazos insospechados de la his­toria de esa veta española de la literatura de los Estados Unidos. ¿Quién recuerda la traducción de las muestras de poesía religiosa española que Longfellow incluyó en sus ensayos de la North American Review, o su ensayo sobre la lengua es­pañola? ¿Quién, entre los conocedores de la co­media española, tiene en cuenta la traducción de Fanny Kemble Butler de La estrella de Sevilla? ¿Quién tiene presente la vivencia de España, el conocimiento de la península, su amistad decisiva con Picasso, de Gertrude Stein? Mucho hay que aprender en estas páginas de Williams. Pero el profesor de Yale no se detiene aquí: acumula no­ticias sobre pintores, escultores, músicos y arqui­tectos que han vivido intensamente, en España y en Hispanoamérica, o a través del arte hispánico, formas plásticas o motivos musicales. Todo ello está en íntima relación con la actitud de los artis­tas norteamericanos ante el arte de la vieja Euro­pa y el entusiasmo con que los Estados Unidos han incorporado a sus museos y colecciones obras maestras de este otro lado del Atlántico, con la valoración de la música hispanoamericana o del folklore vivo de las regiones de tradición y habla española dentro del territorio de la Unión. No

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hay que olvidar lo que de pintura española hay en todo el país y en la Hispànic Society de Nueva York. Pero aparte de lo que la pintura española pudo influir, por ejemplo, sobre un Chase, un Ea-kins, un Sargent, y de lo que la escultura policro­mada española deba, su moderna revalorización, a ciertas estimaciones norteamericanas, es un he­cho que la proximidad de geniales pintores me­jicanos y la presencia, dentro de las actuales fron­teras de los Estados Unidos, de las antiguas mi­siones españolas y de alguna que otra muestra de arquitectura civil, han orientado, en ciertos momentos, la pintura y la construcción arquitec­tónica en los Estados Unidos. En Texas, en Arizo­na, en New México, en Luisiana, en la Florida y, sobre todo, en California, el estilo hispánico de las viejas iglesias y misiones franciscanas han po­dido españolizar el estilo de casas y ciudades de la costa del Pacífico y del Southwest del país.

El segundo volumen de la obra de Stanley, Williams esta dedicado a the major interpreters in american literature of Spanish and Spanish-American culture. Destacan en ese grupo las figu­ras señeras de Irving y Prescott y de los dos pri­meros grandes titulares de la cátedra de Harvard, fundada por Abiel Smith, George Ticknor, el his­toriador de la literatura y Henry W. Longfellow, el poeta.

La Spanish Biography, de Irving, tiene un ro­mántico encanto y la solidez del especialismo de su biógrafo. Es más conocido el ensueño del pri­mer viaje a España, de la estancia de Irving en

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Andalucía, en Granada, de donde sale toda la poesía, todo el eco de aquella vida feliz en con­tacto con la leyenda y con la frescura del folklore andaluz, que se encuentra en su famoso libro de la Alhambra y que, con su obra histórica sobre la conquista de Granada, convierte de nuevo a la ciu­dad mora, a su pueblo y a su pasado, en tema li­terario universal, y crea en la literatura norteame­ricana de su tiempo un tema y un estilo. Williams estudia también la obra histórica de Irving sobre Colón y pone de relieve su amistad con Fernán­dez de Navarrete, en cuyas investigaciones encon­tró el escritor americano guía segura. No sólo se nos aparece, íntima y cercana, la vida de Washing­ton Irving en esos momentos españoles, sino cuan­do, años más tarde, vuelve de representante di­plomático de los Estados Unidos y vive intensa­mente la vida de la Corte y realiza en The Sketch Book una versión de los cuadros de costumbres españoles, que ha de tener también eco y fortuna en la literatura de su país.

No de menor importancia es el capítulo dedi­cado a William Prescott, sin duda uno de los me­jores del libro, y de los que más han de interesar a los españoles que hayan leído sus obras histó­ricas de tema hispánico y que probablemente poco saben de la personalidad del autor. La semblanza de este gentleman-scholar de la Nueva Inglaterra de hace un siglo fascina: su enfermedad de la vista, que tortura y conforma su vida y vocación literaria, su ética puritana, su empaque de gran señor, su concepción de la historia, su estilo de

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narrador, su afición a los asuntos españoles, a los que acaba por dedicar todo su trabajo y esfuer­zo durante largos años de vida. Noble subjects fueron para Prescott los Reyes Católicos, las ha­zañas de Cortés, la conquista del Perú, Felipe II. Stanley Williams nos hace vivir la biografía, el proceso de creación de estas obras, tan populares en su tiempo, y que cautivaron, a la vez, al gran público y a historiadores y eruditos. Todavía hoy sorprende la sabiduría e intuición de las cosas de España y de su pasado en alguien que nunca vio el mundo español más que en su imaginación. No muchos españoles saben que Prescott consideraba a nuestro país, donde nunca estuvo, su patria de adopción, porque —según decía— he vivido en él más horas, en espíritu, por lo menos, en los úl­timos treinta años, que en mi propio país. Merezca el juicio que merezca hoy su obra desde un pun­to de vista crítico moderno y español, estamos aquí ante un gran escritor que construyó sobre el estudio del pasado y de la grandeza de España una inmarcesible obra de arte y de vida.

También la figura de George Ticknor cuenta con un notable capítulo. Se nos aparece el joven bostoniano, ávido de saber, lector disciplinado, viajero y estudiante en Europa, peregrino visi­tante de las grandes figuras literarias del momen­to, como Goethe y Walter Scott. Su seriedad y su ciencia le logran prestigio y fama prematura, aun antes de hacerse cargo de su cátedra en la Universidad de Harvard en 1819. Y después, en 1835, su voluntaria jubilación para escribir, rodea-

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do de magnífica colección de libros españoles (que legó a la Public Library de Boston, donde se con­serva hoy), escribe su gran obra, la History of Spanish Literature, en tres volúmenes, que publi­có en 1849, en plena madurez intelectual. Hoy es algo más que una pieza vetusta de la historiogra­fía de la literatura española; es un hito en ella. Todavía puede el investigador encontrar en esa obra noticias raras y escondidas, apreciaciones exactas de géneros, autores y libros hasta enton­ces no definidos, y la primera visión científica completa de las letras españolas del pasado en un marco histórico adecuado, en relación siempre inmediata con el ser y carácter del pueblo espa­ñol. Pero Williams no se confina en su biografía a presentar la vida de bibliófilo y de sabio de George Ticknor: su aspecto humano, su amistad con los hombres de letras de la península, espe­cialmente con Gayangos, su simpatía y admiración por su triste suerte en medio de las persecuciones y avatares de la política española, su intuición por la psicología de nuestro pueblo en sus diarios de viaje y cartas, su vida en el círculo de los gran­des hispanistas bostonianos de la época, realzan la personalidad del escritor y hacen de este capí­tulo un cuadro muy completo de estimación crí­tica y de valor humano.

Quedan aún en The Spanish Background of American Literature las semblanzas de otras gran­des figuras. Pero entre ellas destaca la de Longfel-low, el sensitivo poeta, que exploró la literatura de España en busca de grandes personalidades y

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de grandes obras de arte desde su primer viaje a la península, a los veinte años, en 1827. Profe­sor de lenguas modernas en Bowdoin College y sucesor de Ticknor en Harvard, estudió la lengua y literatura de nuestro pueblo, y de sus estudios e investigaciones, de su docencia, de sus repetidas y despaciosas lecturas, salió su gusto y su inspira­ción, la savia de su obra española: sus traduccio­nes, sus Novelas españolas, The Spanish Student, su antología poética. Williams señala que hay de quintaesencia de prosa, teatro o poesía españolas en los poemas de Longfellow. Longfellow se creó una España idealizada y romántica y mostró más simpatía que ningún otro hispanista norteameri­cano de la época por el catolicismo español, como lo muestra su ensayo, con traducciones, sobre Spa­nish Devotional and Moral Poetry. Pero no puede menos de recordar Williams la cima de la obra his­pánica de Longfellow: su traducción de las fa­mosas Coplas de Jorge Manrique, En ella canta de nuevo, como pieza clásica de la poesía en len­gua inglesa, la voz elegiaca del gran poeta cas­tellano del Cuatrocientos:

Oh let the soul her slumbers break, Let thought be quickened, and awake; Awake to see Hoto soon this Ufe is past and gone, And death comes softly stealing on, Hoto silently!

Todavía tenemos los capítulos dedicados a Ja­mes Russell Lowell, a William Cullen Bryant, a Francis Bret Harte y a William Dean Howells,

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Aquí aprende el lector acerca de la personalidad de Lowell, prosista y poeta, que fué el sucesor de Longfellow en Harvard y representante diplomá­tico, luego, de los Estados Unidos en Madrid, en los primeros años de la Restauración borbónica, buen conocedor de Cervantes y Lope y devoto de Calderón, Y también acerca de la interpretación y elaboración del tema hispánico en la obra lite­raria de Bryant y Harte: la difusión y complejidad de lo español en la del primero, la visión del pa­sado español en la lejana California en la nove­lística del segundo. Y, por último, el hispanismo, la simpatía y el conocimiento de España, de su arte y su literatura, de William Dean Howells, en­tusiasta admirador de Cervantes y de la novela realista española del Siglo de Oro y de los gran­des novelistas de fines del XIX y comienzos del XX, contemporáneos suyos, como Pérez Galdós y Palacio Valdés, siendo de este último, correspon­sal y gran amigo.

Nadie podrá dudar, después de la publicación de la obra del profesor de la Universidad de Yale, de la imrjortancia de la presencia de España en la historia de las letras norteamericanas. Lo que forjó la curiosidad de unos norteamericanos eu­ropeizados del siglo XIX ,1a realidad de la cerca­nía del mundo españolea las puertas de sus fron­teras y en el mismo continente, el romanticismo de la visión de España y sus viejas colonias, el interés escolar por el estudio de su historia y su literatura, echó hondas raíces en el campo de la cultura de la Unión y es hoy parte constitutiva de

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su tradición literaria. El sinfín de pequeños datos acumulados y estructurados por Stanley Williams, lo mismo que las biografías españoIas,e?es<fe den­tro, de unos cuantos grandes escritores norteame­ricanos, dejan sentada, de una vez para siempre, la firmeza de The Spanish Background of Ameri­can Literature.—Carlos Clavería.

Willa Cather. Mi Antonia. Barcelona. Luis de Ca-ralt. Traducción de Julio Fernández-Yáñez-Ji-ménez, 1956.

Bajo la forma de memorias íntimas de uno de los personajes, Willa Cather evoca y describe en esta novela, llena de nostalgia, el mundo que fué de los emigrantes centroeuropeos y escandinavos que lucharon por adaptarse a la tierra de Nebras­ka. Poesía y realidad se entremezclan, como en la vida, en este hermoso relato, que en algunos mo­mentos alcanza dimensiones de gesta. Mi Antonia se convierte, bajo la perspectiva lírica del tiempo, en el canto de la hazaña de los colonos pioneros que un día llegaron al Oeste Medio para fecundar con sus arados la pradera de hierba roja.

En estas páginas late una intensa emoción. El espíritu de aquellos días que parecen tan lejanos se despierta al ritmo de una prosa sencilla y en­cantadora, Ante nuestros ojos se despliega el cua­dro de la vida dura de los primeros tiempos de la

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colonización, que fué el fundamento de la presen­te prosperidad de este granero del mundo, que son las llanuras centrales de los Estados Unidos.

Jim Burden, el huérfano americano procedente de Virginia que un día fué a juntarse con sus abue­los paternos en Black Hawk, nos cuenta la historia de su infancia y juventud en aquella comarca, mo­vido por el recuerdo imborrable de Antonia Shi-marde, la muchacha excepcional e hija de emi­grantes checos llegados en el mismo tren que él. Aunque Antonia es el personaje central de la no­vela, cuyo recuerdo puebla casi todas sus páginas, otras figuras de intenso trazo, como la abuela Bur­den, Lena Lingard, Tiny Soderball, la señora Har-ling y otros forman vigiroso contrapunto y desta­can sus vivos caracteres. Willa Cather infunde a sus criaturas un'" |alijento'( de vida que nos las pre­senta reales y tangibles. Así, por ejemplo, Lena Lingard, hija de una familia de colonos noruegos, joven de temperamento inquieto y soñador, que por su conducta alegre y despreocupada suscita habladurías y comentarios, ocupa un lugar promi­nente en el recuerdo de Jim y simboliza a la cam­pesina ambiciosa que se abre paso en la ciudad con su talento y laboriosidad.

La familia Shimarde se establece cerca de la granja de los Burden para emprender su nueva vida, pero se adaptan difícilmente a las condicio­nes del país, bajo el peso de sus añoranzas del pa­sado. El viejo Shimarde, embargado . constante­mente por la nostalgia de la patria lejana, sucum­be a la desesperación y se suicida. Los Burden,

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gente piadosa y de buen corazón, tratan de ayu­darlos generosamente, a pesar del orgullo de la señora Shimarde, que en medio de la adversidad mantiene una altivez irrazonable. Jim aprecia las evidentes buenas cualidades de la pequeña Tony, el mejor carácter de la familia, y llega a sentir ha­cia ella afecto y admiración que durarán toda su vida. Esos sentimientos impregnan el libro y son su inspiración. Jim y Tony recorren juntos los campos y comparten menudas faenas hortícolas. La muerte del padre es un duro golpe para la muchacha, que, obligada a los duros trabajos del terruño, cambia de carácter. Se vuelve dura y hu­raña. Hay un momento en que la testarudez de los Shimarde pone en peligro la continuidad de las relaciones entre ambas familias. Pero la venera­ble figura del abuelo Burden, con su bondad in­finita, salva las dificultades y reanuda los afloja­dos lazos amistosos.

Una parte deliciosa del libro, llena de ambiente y colorido, es la que describe escenas y costum­bres de la vida provincial. Willa Cather logra ha­cernos vivir la vida de la pequeña ciudad de Black Hawk, con sus tipos curiosos de pequeños burgue­ses activos y antiguos campesinos que han aban­donado la existencia monótona del terruño. Aquí vemos a las muchachas escandinavas y danesas que han dejado sus granjas y pugnan por labrar­se una posición independiente. Lena Lingand, an­tigua y rústica pastora, llega a ser una modista notable. Tiny Soderball conquista la fortuna en Alaska y termina estableciéndose en San Francis-

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co. Sólo la bella e inteligente Antonia fracasa en el amor y tiene que regresar a la granja de los Shi-marde, renunciando a sus sueños ciudadanos. Mas su tragedia sentimental se ve dulcificada más tar­de en el matrimonio, con la bendición de diez hijos que la hacen feliz. En cambio, aquellas que logra­ron la fortuna y el éxito en la ciudad no llegan a disfrutar de la maternidad, como si la dicha de este mundo no pudiera ser completa para nadie.

Jimmy Burden, andando el tiempo, se hace abo­gado, pero no olvida nunca los felices años pasa­dos en Black Hawk y su comarca. Atraído por sus inextinguibles memorias vuelve un día. Antonia le recibe cordial y emocionadamente. Juntos evo­can los viejos tiempos, ahora que todo ha cambia­do, los viejos tiempos con sus alegrías y sus penas. Jimmy piensa que, aunque está cambiada, «su as­pecto no era peor porque le faltaran algunos dien­tes. Conocía a muchas mujeres perfectamente con­servadas, pero que .habían perdido lo principal: ese resplandor interno que seguía brillando en Antonia como en los tiempos de su juventud».

A lo largo de la historia, con su fondo campesi­no y provincial, asistimos al desarrollo agrícola de Nebraska, debido al carácter recio y tesonero de los pacientes colonos nórdicos, gentes sencillas y trabajadoras que con su fe hicieron posible la pros­peridad en las praderas centrales de los Estados Unidos. Quien desee recrearse en la evocación de la vida americana ligada al terruño y asistir al na­cimiento de un pueblo nuevo, formado por gentes llegadas de todas partes, debe leer esta magistral

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novela, en la que Willa Cather se acredita como profunda conocedora de los hombres y las tierras del Middle West, que pinta con exactitud, amor y persuasiva belleza.—Paulino Posada.

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Cuaderno del Director

c • | STA nueva sección de Atlántico será un cajón

de sastre en que se mete sin ton ni son informacio­nes que pueden interesar a nuestros lectores. No pretende ser una guía bibliográfica, ni una cró­nica de acontecimientos actuales, aunque presen­te notas de esta índole. Es sencillamente una ma­nera en que el Director puede conversar con los lectores sin ceremonia.

Ante todo, queremos con toda honradez hacer ciertas correcciones y rectificaciones sobre núme­ros anteriores de esta revista:

1) Un discípulo del pintor americano, Robert Henri, Guillermo Bergues, nos manda una aclara­ción importante: en el número segundo de At­lántico viene reproducida una pintura de Henri con el título de Autorretrato. El título exacto en inglés es Himself y, según el señor Bergues, no es retrato del pintor. 2) En el segundo número de la revista publicamos poemas de Hart Crane y Sara Teasdale en su traducción española, dejando de hacer constar, por inadvertencia, que las ex-

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celentes traducciones son de Mariano Manent, cu­ya colección de traducciones de poesía norteame­ricana es realmente una bella obra de arte. 3) En el número 3 de Atlántico apareció un magnífico artículo sobre O. Henry, el cuentista americano. Por un descuido imperdonable el seudónimo apa­reció como O'Henry, como si fuera un nombre irlandés.

Muchos han sido los que nos han escrito feli­citándonos por la publicación de esta modesta re­vista, y por ello nos alegramos sinceramente. Que eminentes catedráticos nos congratulen por la pu­blicación de Atlántico nos regocija especialmente —¿para qué negarlo?—. Pero creemos que vale más aún, por ser más insólito e inusitado, el elo­gio de nuestro querido colega La Codorniz. Dice en su número 78, hablando de que nuestra pu­blicación aparece a intervalos irregulares; «Y eso está mal, porque la aludida revista es una revista estupenda y sus editores deben hacer lo posible por lanzarla con periodicidad, cuanto más fre­cuente mejor. Nuestra enhorabuena por todo.»

Tengo en la mesa un librito de extraordinario interés. Se llama España, nuestra amiga y es una conferencia pronunciada por el reverendísimo Obispo Fulton Sheen, Obispo Auxiliar de Nueva

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York, y publicada en España por la Asociación Es­pañola de Amigos de los Estados Unidos, cuyo Presidente es el Excmo Sr. D. Juan F. de Cár­denas.

Entre otras cosas, dice el Rvdo. Obispo: «Y ¿no es motivo de gran satisfacción que

cuando hablamos de un Descubridor —la Unión Soviética ha descubierto la radio, la televisión, ha inventado todo, ha descubierto todo— que no haya podido aún declararse la Descubridora de América, y que ese mé­rito aún pertenezca a España?»

Si los miles de alumnos norteamericanos que es­tudian la lengua y la cultura del mundo hispánico no salen sabios en la materia, no será por falta de magníficos libros de texto. Últimamente me man­daron un ejemplar de Introducción a la historia de España, publicado en los Estados Unidos por la Oxford University Press. El autor es Juan Ro­dríguez Castellanos, catedrático de Duke Univer­sity. Texto ameno e instructivo, soberbio forma­to, casi 60 grabados de la mejor calidad.

Los siguientes datos bibliográficos serán de in­terés para nuestros lectores: Un estudio de Mar-guerite C. Rand, catedrática de la Universidad de Maryland, titulado Castilla en Azorín, publica-

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do en Madrid por la Revista de Occidente en el año 1955. Noventa y seis páginas densas. Espera­mos una reseña en un próximo número.

Nos agrada saber que el doctor Javier de Sa­las, Director del Instituto de España en Londres, está dando una extensiva serie de conferencias en los Estados Unidos bajo los auspicios del Spa-nish Institute, de Nueva York. Diserta sobre el arte de El Greco, Velázquez, Goya y Picasso.

O O O

El Spanish Institute, dedicado a la divulgación de la cultura del mundo hispánico, es un organis­mo privado, que patrocina conciertos, conferen­cias y exposiciones. Sus promovedores son perso­nas distinguidas de la vida intelectual y artística de Nueva York.

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Los dibujos que aparecen en este número son auténticas reproducciones de temas indios norte­americanos. En su formalismo abstracto se apro­ximan al arte moderno.

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¿Quiénes son? Francisco Yndura¡n.~[JEs vicerector de la Uni­versidad de Zaragoza y catedrático de literatura. Es seguramente uno de los españoles que cono­cen mejor la literatura norteamericana, y sus mu­chos estudios sobre Hemingway, Thomas Wolf y otros autores contemporáneos revelan un sentido crítico fino y agudo. En un viaje reciente a los Estados Unidos, invitado por el Departamento de Estado, llegó a conocer a muchos colegas ame­ricanos y a ampliar su ya vasto conocimiento del mundo intelectual de los Estados Unidos.

Alfonso de la Peña. - Es urólogo de fama reco­nocida y catedrático de la Facultad de Medicina de la Universidad de Madrid. Como se ve en su artículo, conoce a fondo la medicina norteameri­cana por haber sido fellow y resident de la Clí­nica Mayo, además de interno en el Colúmbia Hospital y el hospital de Milwaukee. Es socio dis­tinguido de muchas asociaciones médicas euro­peas y americanas,

William G. Constable.-Inglés de nacimiento, Constable es uno de los conocedores más sensi­bles de la pintura. Actualmente es curador de la pintura en el Museo de Bellas Artes de Boston, Pero como se ve en su estudio sobre las artes vi­

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suales, su curiosidad y su interés por las varias formas de arte son muy vivas. Es autor de un ad­mirable libro sobre la pintura inglesa de los si­glos XVI y XVII.

Roberto Velázquez Riera.-Director de «La Voz de Asturias», de Oviedo. Es conferenciante y charlista de Radio. Ha publicado millares de ar­tículos, cuentos y ensayos. Como autor teatral, estrenó la comedia dramática, en tres actos, «Pa­rador nocturno». En vías de estreno se hallan «El silencio tiene voz» y «Tres destinos», también en tres actos.

Norman S m i t h . - Crítico y periodista norteame­ricano que está íntimamente asociado con el Ser­vicio de Información de los Estados Unidos (USIS).

Antonio Aguirre . - Se habrán fijado ustedes en los graciosos dibujos de línea suave y soñadora que adornaban las páginas del segundo y tercer número de esta revista. Son de este joven inteli­gente que, además de pintor y dibujante, es agu­do crítico de cine.

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