Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 26 1964

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Hemos recibido centenares de cartas en las que se nos testimoniaba el pesar y la condolencia por la trágica muerte del presidente Kennedy. Desde estas páginas queremos agradecer públicamente, de todo corazón, tales conmovedores mensajes.

SU FILOSOFIA LES VALE A ustedes dentro de sus fronte­ras porque desde el principio ¡hace poco más de un siglo! tuvieron una "profunda fe en la educación, traducida en una considerable inversión en ella y en la investigación". Crea­ron una nación joven, dinámi­ca, libre de prejuicios en mu­chos aspectos, en fin, la de­mocracia... Pero, a los viejos países con muchos siglos de historia ¡la pesada carga de la historia! no les entra su nueva filosofía. ¿Por qué se dice siempre, ah si los Estados Unidos tuvieran el peso diplo­mático de Inglaterra o Francia! Por esto, a ustedes les es vi­tal Europa.

Miguel Alemany Otero Vigo

Aunque sea discutible que los Estados Unidos tengan me­nos peso diplomático que In­glaterra o Francia, no ponemos en tela de juicio la importan­cia vital de Europa en el cam­po diplomático, militar, eco­nómico y político.

Al reconocimiento de este hecho responden nuestros es­fuerzos cuyos ejemplos más no­tables son el Plan Marshall y la OTAN sin los cuales la ci­vilización occidental bien pu­diera haberse perdido. Igual­mente estamos completamente convencidos, como lo están la mayoría de los europeos, de

que los Estados Unidos tienen hoy importancia vital para Eu­ropa. Por esta razón se han se­guido políticas de interdepen­dencia en las relaciones entre los Estados Unidos y Europa. Cualquier otra solución que implique la división entre Eu­ropa y los Estados Unidos sólo podría resultar costosa, al ele­var las barreras comerciales y duplicar el esfuerzo nuclear y, finalmente, al debilitar la Alianza Atlántica frente a po­derosos y ambiciosos adver­sarios.

A MI NO ME SON USTEDES nada simpáticos porque su de­mocracia y sus ideales están siempre supeditados a las co­modidades que les ofrecen los distintos dictadores con los cuales se entienden.

Antonio Marcial Tarragona

No sabemos a qué dictado­res se refiere nuestro comuni­cante. Si bien es cierto que los Estados Unidos, como otros países, tienen relaciones diplo­máticas con países cuyas ideo­logías rechazan, ello no signi­fica, en forma alguna, aproba­ción ni, mucho menos, apoyo.

Se da el caso de que los Estados Unidos tienen relacio­nes diplomáticas con la Unión Soviética; la razón de ello es la creencia en que se pueden lo­grar así acuerdos capaces de

reducir la tensión en el mundo y salvarlo de holocausto nu­clear. Por idénticas razones, por contradictorio que pueda pa­recer a primera vista, los Esta­dos Unidos se oponen al reco­nocimiento de China comunista y de Cuba, y a amplios vínculos económicos con el las , mientras que tales países fomenten ac­tivamente peligrosas guerras subversivas en el Sudeste de Asia e Iberoamérica, ya que opinan que, en estos casos , el único efecto del reconocimien­to sería darles más vuelos.

Aunque no creemos que la Unión Soviética haya desistido de su fin último de dominio mun­dial, parece evidente que su punto de vista sobre la guerra nuclear es más realista que el de sus dos aliados. Por ello, se esté o no de acuerdo con la política norteamericana, nos parece que merece algo más que una categórica condena.

HE RECIBIDO EL NUMERO 22 de "Atlántico" y el 23 de la misma publicación con el nuevo formato; creo muy acer­tada la prometida sección de "Cartas al Director". Puede afirmarse que la revista ha ganado en brillantez y dina­mismo tipográfico a la par que conserva una gran eru­dición y claridad expositiva.

Felipe Saiz Salvat Castellón de la Plana

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DESDE EL

NUEVO AÑO

D ESDE LA atalaya del nuevo año, la mirada hacia atrás resulta obli­gada. Pese a la falta de perspec­

tiva, el año 1963 se nos muestra pleno en logros y acontecimientos memorables.

El 22 de noviembre de 1963 es la fecha más destacada de los últimos tiempos. Los Estados Unidos se sumen en luto por la muerte de su Presidente, John F. Kennedy, y de casi todo el mundo llegan a Washing­ton testimonios de condolencia que mani­fiestan que el dolor de tal pérdida se siente como propio más allá de las fronteras nor­teamericanas. El nuevo Presidente, Lyndon B. Johnson, reafirma la continuidad de la política norteamericana.

A la muerte de Kennedy está pendiente, en el Congreso, el examen de su propuesta de ley sobre derechos cívicos. El año 1963 ha sido, en cualquier caso, el año de la revolución en el campo de los derechos cívicos. En el mes de agosto, 200.000 nor­teamericanos de todas las razas y proce­dencia se manifiestan en Washington en pro de tales derechos. Como en todo movimien­to social, también en éste, el año ha sido testigo de intentos de retroceso, de actos de violencia de algunos extremistas. Pero los avances han sido notables. Entre otras cosas han aumentado las oportunidades de empleo para los ciudadanos negros, y por vez primera en la historia de la Nación, en sus 50 Estados, negros y blancos han asis­tido ¡untos a clases de nivel universitario. El nuevo Presidente manifiesta:"Ya hemos hablado bastante en este país sobre la igualdad de derechos". "Es tiempo ya de escribir el próximo capítulo".

El panorama económico es alentador a pesar de la persistencia del desempleo. Antes de finalizar el año, el presidente Johnson anuncia que el Producto Nacional Bruto está a punto de alcanzar la cifra de

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Revista mensual publicada por la

CASA AMERICANA

Embajada de los Estados Unidos

MADRID: Paseo de la Castellana, 48

BARCELONA, Vía Layetana, 33

SEVILLA: Laraíia, 4

DESDE EL NUEVO AÑO 3

CUATRO AÑOS DE HISTORIA

por Jean Guenolé 5

LA SOCIEDAD ABIERTA

... Y LA SOCIEDAD CERRADA

por Arthur Schlesinger, Jr. 17

. . .EL DESARROLLO ECONÓMICO

por Edward S. Masón 27

...PROGRESO Y TÉCNICA 31

. . .LA POLARIZACIÓN por Enrique Couceiro y José Pernau 33

TEATRO NORTEAMERICANO DE

HOY por Alan S. Downer 39

EL LIBRO AMERICANO EN ESPAÑA50

FOTO DE CUBIERTA: Una discusión en Pershing Square, Los Angeles. CON­TRACUBIERTA: Watts Towers, Los Angeles. Raro ejemplo de arte popular.

Redacción y distribución ••

Castellana 48, MADRID-1

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los 600.000 millones de dólares. Ello supo­ne un aumento de 100.000 millones en tres años, de casi un 20 por ciento en tres años y, además, el ritmo medio de crecimiento es de más del 5 por ciento anual. Bien puede decirse que el Presidente Kennedy ha hecho honor a su promesa de "volver a poner el país en marcha". Pendiente tam­bién de la consideración del Congreso está una propuesta de ley de la Administración sobre reducción de impuestos destinada a aumentar el ahorro y dar nuevo vigor a la economía.

¿Cuál es el panorama de las relaciones Este-Oeste, de lo que se ha dado en llamar la "guerra fría"? No entraremos aquí en su historia (véase el artículo siguiente) sino en sus acontecimientos más recientes. Estos no justifican ni un gratuito optimis­mo ni un inmoderado pesimismo: hay hechos que se pueden poner en ambos platillos de la balanza. La firma del tratado de Moscú soore prohibición de pruebas nucleares fue, en palabras de Kennedy, "un paso hacia la paz, un paso hacia la razón, un paso en dirección contraria a la guerra". En la mis­ma línea cabe situar el acuerdo sobre el establecimiento de un teletipo directo en­tre Washington y Moscú. Los incidentes provocados en los accesos a Berlín, caen en el otro platillo. Un profesor norteameri­cano es detenido en Moscú, si bien luego es puesto en libertad. El panorama de los primeros días de noviembre, aunque dejaba ver rayos de esperanza, no había visto la desaparición de los nubarrones. Los Esta­dos Unidos demostraban, por esos días, su preparación para cualquier contingencia en la "Operación Gran Salto", mientras prose­guía su búsqueda de zonas de posible acuerdo. Las Naciones Unidas se declara­ban en contra de la puesta en órbita de ar­mas de destrucción.

El año, tras la muerte de John p. Ken­nedy, se cierra bajo el signo de las pala­bras del nuevo Presidente: "Los que pon­gan a prueba nuestro valor comprobarán su fortaleza y los que busquen nuestra amis­tad comprobarán que es honorable .

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)or Jean Guenolé

H ACE UN POCO más de cuatro años que Nikita Kruschev, sonriente, partía de los Estados Unidos des­

pués de haberlos recorrido de punta a cabo, y de haber conferenciado allí largamente, en la intimidad, con el presidente Eisenho-wer, en Camp David. Inmediatamente fue a Pekín a predicar la coexistencia pacífica: "No ha llegado el momento, -decía a un Mao Tse-tung claramente gruñón- de em­plear la fuerza para comprobar la solidez del sistema capitalista". Se había concer­tado una reunión "en la cumbre" de los Cuatro Grandes. El mundo, que se había visto sumergido en la angustia por el ul­timátum soviético de noviembre de 1958 acerca de Berlín, recobraba la esperanza.

El clima del otoño último recordaba bas­tante al de septiembre de 1959. Tanto en Moscú como en Washington no se hablaba más que de negociaciones. Los dos K. dia­logaban desde meses antes por medio de terceros o de cartas personales. Una línea de teletipo directo se tiende entre ellos. Se firma un tratado que pone fin a las prue­bas nucleares en la atmósfera, en tierra y en el mar. Se ha olvidado casi que hace poco más de un año una grave crisis estuvo a punto de llenar el planeta de sangre y fuego. De la disminución de la tirantez a la disminución de la tirantez, de la espe­ranza a la esperanza, el círculo se cierra. Sin embargo, ¡cuántos acontecimientos en el intermedio, que hacen que, pese a todas las aparentes analogías, la situación sea en realidad muy diferente de lo que era en­tonces! Los supuestos fundamentales de

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las relaciones Este-Oeste han cambiado realmente.

Tres palabras resumen esta transforma­ción: China, proyectiles, Berlín. En 1959, a fin de equilibrar el peligro que los pro­yectiles intercontinentales suponían para las bases de partida de su sistema de re­presalias, los Estados Unidos debían man­tener constantemente en el aire una parte de los bombarderos del Mando Aéreo Es­tratégico e instalar a toda prisa en Europa rampas de lanzamiento de ingenios de al­cance intermedio. El gobierno soviético se creía en situación de intimidar suficiente­mente al Occidente para hacerle abandonar Berlín, una posición avanzada insoportable para su orgullo, un obstáculo para el pro­greso de ese "sentido de la historia" que

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los comunistas creen haber captado con certeza.

Hoy, la disputa Moscú-Pekín ha llegado a la fase de los incidentes fronterizos; los Estados Unidos producen proyectiles in­tercontinentales al ritmo de uno diario; es preciso leer con lupa los discursos de los dirigentes del Este para encontrar en ellos un recordatorio, singularmente discreto, de su situación en Berlín. En 1959, el Kremlin tenía la impresión de que los occidentales se preparaban para ceder; en 1963, los oc­cidentales tenían la impresión de que el Kremlin había reconocido, por el momento, la imposibilidad en que se encuentra de hacerles ceder, pese a sus recientes ensa­yos en los accesos a Berlín. Lo que real­mente muestra la historia de estos cuatro años, es que lo ha intentado, de diversas maneras y en diversas ocasiones, sin con­seguirlo.

En noviembre de 1958, Kruschev, al dar seis meses a los aliados para renunciar a sus derechos sobre Berlín occidental, con­siguió asustar. Es cierto que sus exigen­cias habían sido rechazadas de antemano. Como contrapartida del abandono de tal plazo, se había admitido la celebración de una reunión de Ministros de Asuntos Exte­riores. Esta pudo parecer inútil a los ojos del gran público. No es menos cierto que en Washington, como en Londres e incluso en París, se dudaba ante las consecuencias de una posible ruptura. También se vio a Herter, Selwyn Lloyd y Couve de Murville retroceder paso a paso. Como sus conce­siones no bastaban al voraz apetito de Gro-myko, el presidente Eisenhower no vio, fi­nalmente, otra solución para salir del punto muerto, o al menos para ganar tiempo, que recurrir a un método experimentado, aunque con frecuencia desilusionante: el de los encuentros "en la cumbre".

Para Kruschev, un viaje a los Estados Unidos bien valía un poco de paciencia. ¿Podía ver en este gesto otra cosa que la expresión de una voluntad de conciliación, de apaciguamiento? Cuando el presidente Eisenhower, después de las reuniones de Camp David, reconoció publicamente el ca-

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rácter "anormal" de la situación en Berlín ¿no quería decir que estaba dispuesto a hacer algo para "normalizar" esta situa­ción como, precisamente, reclamaba Moscú?

El asunto del U-2, al producirse en este clima, pareció a los soviéticos una magní­fica oportunidad que explotar. El confu­so comportamiento de los responsables norteamericanos, les hizo creer que podrían lograr, mediante una jugada de poker, un éxito decisivo. Kruschev, que había ido a París para la reunión "en la cumbre" de los cuatro, exigió pues excusas de los di­rigentes norteamericanos, lo cual los hu­biese humillado profundamente, arruinando así su prestigio en el mundo. Contaba con la buena voluntad del presidente Eisenhower y las presiones de sus aliados. Pero no obtuvo nada, y su rabia, que expresó en la forma más ruda en las Naciones Unidas al día siguiente de la ruptura, estuvo a la al­tura de su fiasco.

Pero se puede ser al mismo tiempo iras­cible y prudente. En vez de desencadenar al instante la prueba de fuerza, firmando con la Alemania'Oriental el tratado de paz por separado con el cual había amenazado cien veces a los occidentales, el jefe del gobierno soviético, teniendo en cuenta la proximidad de la elección presidencial nor­teamericana, prefirió esperar a la toma de posesión del sucesor de Ike. Rompiendo con una tradición, según la cual la U.R.S.S. entre los partidos "burgueses", ha mos­trado siempre su preferencia por los de la derecha, Kruschev no dejó que se ignorase que deseaba vivamente la elección de Mr. Kennedy.

La administración demócrata, animada por elementos más jóvenes y que, en su

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mayoría, no habían estado personalmente implicados, durante años, en la guerra fría, tenía grandes deseos de buscar con el Este un campo de acuerdo, así como de dismi­nuir los riesgos de una guerra por acciden­te y de aliviar la carga de los armamentos. Indudablemente sentía la necesidad de no discutir más que desde una posición de fuerza, y ello fue la razón de que una de las primeras decisiones del presidente Ken­nedy fuese aumentar las asignaciones para la construcción de proyectiles balísticos. Pero al mismo tiempo, no queriendo des­cartar a priori la sinceridad de ciertas in­quietudes soviéticas, no estimo' que fuese inútil mostrar su buena voluntad.

Examinando metódicamente todas las posibilidades de acercamiento, Kennedy decidió someter a una doble prueba las dis­posiciones del Kremlin a propósito de Laos y del cese de las pruebas nucleares. Si no

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era posible entenderse acerca de estos dos puntos, en los cuales parecía que el acuer­do estaba al alcance de la mano, sería inú­til abordar los grandes asuntos. Por el con­trario, la solución de una y otra cuestión permitiría, por ejemplo, volver a iniciar las discusiones sobre el problema alemán.

En Laos se sucedían los golpes de Es­tado y las incursiones militares; los diri­gentes rivales esperaban que todo el país pasase ya al campo occidental ya al campo comunista. Una de las primeras decisiones del gobierno demócrata fue dar su asenti­miento a la idea de la neutralización del país, que defendían París y Londres y so­bre la cual los soviéticos, por su parte, parecían estar bien dispuestos. Cuando Kruschev y Kennedy se encontraron en Viena, en junio de 1961, comprobaron la identidad de sus puntos de vista a este respecto. Sin embargo, se necesitó todavía

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más de un aíío para llegar a la conclusión de un tratado que garantizase la neutrali­dad de un Laos reunificado. Mientras tanto, la tensión internacional había alcanzado un grado tal que reducía en gran medida el alcance exterior del arreglo logrado, bien lejos hoy, en resumen, de haberse traducido auténticamente en los hechos.

Sobre el cese de las pruebas nucleares, se había iniciado en Ginebra, en octubre de 1958, una negociación entre la U.R.S.S., Estados Unidos y Gran Bretaña, y se había instituido una moratoria en espera de la conclusión de un tratado. La mayoría de los artículos estaban ya redactados a prin­cipios de 1961; el único problema impor­tante se refería al control del cese de las pruebas subterráneas, puesto que las otras podían ser fácilmente detectadas sin ins­pección sobre el terreno. El nuevo gobierno norteamericano manifestó su deseo de lle­gar a una conclusión, suavizando su pos­tura. Pero lejos de provocar idént icas con­cesiones de los soviét icos, sus buenas disposiciones se estrellaron al poco tiempo con nuevas exigencias.

Moscú pretendía someter al derecho del veto el funcionamiento del organismo de control, lo cual, evidentemente, le privaba de toda eficacia. En septiembre, el gobier­no soviético, sin informar previamente a su propio pueblo, decidió unilateralmente realizar nuevas pruebas. Muchos occiden­tales pensaron entonces, y piensan toda­vía, que la U.R.S.S. había aprovechado la moratoria para salir de su retraso en cier­tos campos y que, teniendo nuevas bombas que ensayar, no tenía ya razón alguna para continuar una negociación que celebraba sin deseo alguno de llegar a una conclu­sión. Así, la conversación de los dos K. en Viena sobre es te punto, había sido to­talmente inútil.

Kennedy tuvo pronto pruebas de que Berlín seguía siendo el principal tema del interés de su interlocutor. El jefe del go­bierno soviético, tras haber observado du­rante algunos meses el comportamiento del nuevo Presidente norteamericano, pensó

indudablemente, cuando el fracaso de la expedición de los emigrados cubanos en la Bahía de los Cochinos, que acabaría por ceder ante la intimidación; en Viena le anunció que tenía la intención de l ibrarse antes de finales del año, con o sin el con­sentimiento de los occidentales, de lo que comparó a una "esp ina en su garganta".

El Presidente sabía muy bien a lo que hubiese conducido la aceptación de la in­timidación por la guerra: a mostrar a los aliados de Norteamérica que los compro­misos contraídos hacia ellos no tenían en realidad valor alguno, puesto que el gobier­no norteamericano cedía en cuanto se ejer­cía sobre él una presión un poco fuerte. Kennedy dijo muy claramente a su interlo­cutor que no había ni que hablar del asunto y lo repitió públicamente después , con toda la firmeza posible. La llamada de los re­servistas y el envío de refuerzos a Europa siguieron a sus palabras para atestiguar lo serio de su resolución.

Sin embargo, no parece que en aquel momento Kruschev se s int iese impresionado por la actitud de J. F . Kennedy. Aplicando la famosa " tác t ica del sa lch ichón" y de­seoso, antes que nada, de detener el con­tinuo éxodo hacia la Alemania Occidental de los subditos de Ulbricht, comenzó a hacer construir a través de Berlín el muro que tan trágicamente simboliza la división del mundo moderno. La reacción de los occidentales fue violenta, pero puramente verbal. Esta no impidió que Rusk iniciase, en octubre, conversaciones con Gromyko. Xruschev,opinando sin duda que Washington, a fin de cuentas , se orientaba hacia una fórmula de compromiso, podía renunciar, una vez más, a un plazo apremiador en ex­ceso . Al mismo tiempo, la manera muy ca­tegórica en que los Aliados habían des­cartado su pretensión de prohibir a los ale­manes del Oeste la utilización de los avio­nes comerciales occidentales, que unían Berlín con la República Federal , quizá le

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había incitado a la prudencia. En la primavera ya se había constatado

que no había que esperar nada de las con­versaciones ruso-norteamericanas. Los Es­tados Unidos estaban ciertamente dispues­tos a dar diversas garantías sobre la uti­lización del Berlín Occidental, sobre la institución de un control internacional de sus accesos, en el cual participaría la Alemania Oriental, o a discutir nuevos acuerdos de seguridad en Europa. Pero pensaban seguir fieles a la palabra dada a los berlineses de no abandonarles, lo que suponía el mantenimiento de tropas aliadas en los sectores occidentales, y su mantenimiento sin que se sumasen a ellas contingentes soviéticos; al menos, bien entendido, que los rusos aceptasen el res­tablecimiento del sistema cuatripartito en la totalidad de la ciudad, como un paso

hacia la reunificación de Alemania a par­tir de elecciones libres.

Pero, lo que los soviéticos buscaban era, fundamentalmente, la desaparición del carácter occidental del Berlín Oeste. Pre­tendían hacer un Estado neutro, sin que se cambiase nada en la pertenencia del Berlín Este a esa República democrática alemana, cuyo reconocimiento pretendían obtener. Nada justificaba tal pretensión, ni en los acuerdos sobre Alemania, ni en el equili­brio de fuerzas entonces restablecido. Rusk se lo comunicó claramente a su colega so­viético.

En la primavera de 1962 - o sea, tres años y medio después del ultimátum del 27 de noviembre de 1958- los rusos seguían sin haber obtenido nada. ¿Iban a resignarse en Berlín a atrincherarse tras su sinies­tra muralla? Repetían que su paciencia no era ilimitada y que uno u otro día, con o sin el consentimiento de los occidentales, acabarían con el estatuto de ocupación de

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Berlín. De vez en cuando, los aviones mi­litares eran importunados en los pasillos aéreos y se producían incidentes entre los soldados aliados y los soviéticos en los lugares de acceso.

Pero cabía preguntarse si no se trataba, sobre todo, de que el Kremlin trataba de defenderse de las acusaciones de derrotis­mo lanzadas contra él por los chinos. El empeoramiento délas relaciones entre Pekín y Moscú contribuía a acreditar la idea de que el jefe del gobierno soviético era un partidario sincero de la coexistencia pací­fica, que esperaba la victoria final de la ideología comunista, no por la fuerza, sino por la demostración de su superioridad en la competición económica mundial.

La inquietud renació durante el verano, pese a la conclusión del acuerdo sobre Laos. Mientras se sucedían pruebas atómi­cas cada vez más potentes, los soviéticos hicieron saber que esperaban solucionar el

asunto de Berlín inmediatamente después de las elecciones legislativas norteameri­canas de noviembre. Y Kruschev, que ha­blaba de ir en tal momento a los Estados Unidos, confiaba a todos sus visitantes el poco caso que hacía de la resolución ex­presada por Kennedy y sus ministros en sus discursos. Al poco tiempo parecía que la gran prueba de fuerza, sin cesar apla­zada, no tardaría en producirse.

Generalmente se la esperaba en el pro­pio Berlín. Para determinar en sus menores detalles la respuesta a formular en todas las hipótesis concebibles, los gobiernos aliados formaron grupos de trabajo que creían haber encontrado respuesta a todo. Pero fue en otro lugar donde finalmente se produjo el trueno que estuvo a punto de precipitar al mundo en la guerra nuclear y que, quizá, iba a permitirle salir de la gue­rra fría.

Para colocarse en la mejor posición po-

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sible en el momento de desencadenar su operación de intimidación sobre Berlín, Kruschev imaginó utilizar la plataforma inesperada que le proporcionaba Cuba. El régimen fidelista, cada vez más dependien­te de su protección, aceptó la instalación en su suelo de proyectiles con cabeza nu­clear capaces de amenazar el territorio nor­teamericano. Todo da motivos para pensar que el jefe del gobierno soviético, una vez que hubiesen estado instalados los inge­nios, hubiese ido a plantear a Kennedy un "lo toma o lo deja", señalándole el pe­ligro que tales armas hacían recaer sobre un dispositivo de represalias al que nada protegía por el Sur. Lo que ocurrió está todavía en el recuerdo de todos: las foto­grafías aportadas por los aviones norteame­ricanos, la cuarentena impuesta al tráfico de armas con destino a Cuba, la retirada, tras una semana de angustia, de los proyectiles soviéticos. Los rusos descubrían que se habían equivocado sobre la decisión norte­americana y sacaban las consecuencias de ello.

Por su parte, el Presidente de los Esta­dos Unidos, consciente de la fuerza de un adversario que podía retroceder, pero no capitular sin combate, proporcionó la res­puesta al desafío. No se produjo desembar-

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co en Cuba, donde el gobierno de Castro sigue todavía. En cuanto se obtuvo la de­cisión del Kremlin de detener sus propósi­tos, Kennedy alabó la prudencia de Krus-chev y expresó la esperanza de entenderse con él acerca de otros problemas. Consi­deró, con sus asesores, que tras haber fa­llado su golpe en el Caribe, la U.R.S.S., con o sin Kruschev, podría muy bien inten­tar restablecer a cualquier precio su supe­rioridad estratégica con vistas a un poste­rior desquite, o sacar partido de la imposi­bilidad en que se encontraba de imponer su voluntad a Occidente y emprender, por este hecho, el camino de la negociación. Por lo tanto se preparó para las dos posi­

bilidades, desarrollando un sistema de di­suasión cuya segunda oledada está ade­más, gracias a los Minuteman y a los Pola-ris, a salvo de un ataque por sorpresa, y prestándose a una reanudación de las ne­gociaciones sobre las pruebas nucleares y a "contactos" acerca de Berlín.

Hoy cada vez más parece probable que los dirigentes soviéticos hayan escogido el segundo partido; el de la disminución duradera de la tensión. Se han visto escar­mentados y no quieren arriesgar la paz del mundo a una jugada de dados. En la medida en que esperasen que una victoria poco costosa sobre el Occidente restableciese su autoridad sobre los chinos, han debido

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comprobar su fracaso, flan debido compro­bar también que la carrera de armamentos era una empresa muy costosa para que, en las condiciones de su economía, tuviesen una oportunidad de ganarla. En cualquier caso, desde los comienzos del ano 1963, las relaciones de la Unión Soviética con China no han dejado de empeorar y de me­jorar con Occidente. No es un azar que la firma del tratado sobre prohibición parcial de pruebas nucleares haya coincidido con la publicación, tanto en la prensa china como en la prensa soviética, de acusacio­nes mutuas que conducen directamente a la ruptura entre las dos Mecas del "campo soc ia l i s t a " ,

¿Hubiesen debido los Estados Unidos ha-:er caso omiso del nuevo tono de los so­viéticos, hacerles pagar caro sus deseos , negarse a efectuar el menor distingo entre los " d u r o s " ae Pekín y los " r e v i s i o n i s t a s " del Kremlin, a riesgo de facilitar, de esa manera, el éxito de los primeros? Kennedy decidió aceptar, con precaución, la mano tendida, explorando pacientemente los po­s ib les terrenos de disminución de la ten­sión. Esto no significa que bajase su guar­d i a - s e lo ha visto bien en Vietnam donde la "coexis tencia pací f ica" tiene un sentido particular- o que, sensible a la política de la sonrisa, se d ispusiese a ceder progresi­vamente, en detalle, lo que había recha­zado, en el acto y globalmente, cuando el adversario era amenazador.

Hace ya tiempo que se ha aprendido en Washington que hay que desconfiar de los troyanos y de sus regalos. Pero ¿qué hom­bre de Estado se atrevería a echar sobre sus hombros la responsabilidad de decir que no cuando al fin se presenta una espe­ranza de salir de la guerra fría, cuando al otro lado del telón de acero se comienza a oir por fin, en detrimento de los chinos, el lenguaje de la conciliación y de la paz? La gran mayoría de las gentes, ciertamen­te, no lo hubiese comprendido.

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"...La irresistible marea que comenzó 500 años antes del nacimiento de Cristo, en la antigua Grecia, es en favor de la libertad, y en contra de la tiranía. Esta es la ola del futuro, y la mano de hierro del totalitarismo no podrá últimamente ni apresarla ni hacerla volver atrás. En palabras de Hacaulay: "Una ola puede retroceder, pero la marea está as­cendiendo". John F. Kennedy

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Arthur Schlesinger, Jr. Historiador. Asesor del Presidente Johnson

ORÍGENES DE ESTE CONFLICTO

L A PUGNA política y social básica de este, siglo puede resumirse di­ciendo que es el conflicto entre la

sociedad abierta y la sociedad cerrada. Desde fines de la primera guerra mundial, en efecto, nuestro planeta se ha visto agi­tado por un conflicto incesante, a veces callado y sombrío y a veces con explosio­nes de violencia, entre la sociedad abier­ta y la sociedad cerrada, entre quienes ven el destino del hombre como algo in­determinado e inconcluso y quienes lo ven como algo irrevocablemente decidido por las leyes inexorables de la historia.

Trataré aquí de examinar algunos de los orígenes de este conflicto, de escu­driñar sus manifestaciones en nuestros días y de aventurar algunas hipótesis acer­ca de su resultado final.

La idea de la sociedad abierta, en su forma moderna, nació en el siglo XVIII. Un grupo de hombres de la Gran Bretaña, de Francia y de las colonias norteameri­canas, influido por las ideas clásicas acer­ca de la dignidad de la personalidad hu­mana y por las ideas cristianas relativas a la integridad del alma humana, y esti­mulado por la liberación de energías que originó el derrumbamiento del feudalismo, comenzó a formular nuevos conceptos po­líticos.

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Nadie captó el nuevo espíritu mejor que Thomas Jefferson cuando, en la Declara­ción de Independencia norteamericana, pro­clamó los derechos inal ienables del hom­bre a " l a vida, la libertad y la búsqueda de la fel icidad". La frase de Jefferson implicaba una sociedad fundada en la dig­nidad y la integridad del individuo y con­sagrada a garantizar a todos una razona­ble oportunidad de vivir satisfactoriamen­te.

Las consecuencias que implicaba e s t e concepto eran revolucionarias y todavía no han sido plenamente rea l izadas , ni s i ­quiera en el propio país de Jefferson. Pero expresaban con elocuente brevedad los ge­nerosos ideales de lo que ha llegado a de­nominarse la sociedad abierta.

Jefferson escribió la Declaración de Independencia hace menos de dos s ig los . En años posteriores, la sociedad abierta, en una u otra forma, comenzó a arraigar en la Europa Occidental, en Norteamérica y, después , en formas aún más limitadas, en Europa Central y Oriental y en Centro y Sudamérica.

Sin embargo, después de un siglo, po­co más o menos, de experimentación con diversas formas de la sociedad abierta, se inició en e l mundo moderno una reac­ción contra el la, una contrarrevolución, un nuevo impulso social que rechazaba la libertad individual y la elección individual y que ofrecía a cambio una visión fija y rígida del porvenir.

Es t a contrarrevolución era algo nuevo en la experiencia humana. El gobierno arbitrario, la dictadura, la tiranía, todo esto era, naturalmente, tan viejo como la historia misma. Pero la sociedad cerrada de los tiempos modernos tenía caracter ís ­t icas singulares, carac ter ís t icas expresa­das por la palabra que define más clara­mente su esencia , la palabra " to ta l i ta r i s ­mo".

Las formas c lás icas de dictadura y t i­ranía podían tratar de suprimir toda for­ma activa y franca de duda y disensión; pero carecían de los medios técnicos , s i no del deseo y de la voluntad, para ani­

quilar la estructura social existente y pa­ra violar la vida íntima de sus miembros. La ciencia y las comunicaciones moder nas dieron al totalitarismo los medios para lograr un gobierno total; una ideología uni­versal is ta le dio el deseo; un fanatismo social le dio la voluntad.

Como resultado, el totalitarismo mo­derno fundió la sociedad con e l Estado, no permitió organizaciones fuera del Es­tado, opiniones más allá del Estado, ideas contra el Estado. Por lo menos, és ta era, y e s , la teoría totalitaria. Y fue e s t e e s ­píritu el que inspiró al totalitarismo mo­derno en su ataque contra la sociedad abierta.

Nos conviene comprender por qué, si la sociedad abierta había logrado es table­cerse en tan gran parte del mundo occi­dental, el totalitarismo pudo alzarse en rebelión contra ella, por qué las doctri­nas esencia les del totalitarismo surgie­ron en el seno de sociedades abier tas , y por qué es tas doctrinas pudieron conse­guir el apoyo de los miembros de socie­dades abiertas. Para comprender e s to hay que examinar problemas tanto de organi­zación social como de psicología indivi­dual.

Por lo que a la organización soc ia l s e refiere, la sociedad abierta reemplazó lo que los historiadores han denominado una sociedad de estamentos por una sociedad de contrato. En una sociedad de estamen­tos , las personas, para bien o para mal, sabían el lugar que les correspondía. Fue­ra alto o bajo, es te lugar exis t ía . Los sier­vos tenían obligaciones para con los seño­res y los señores para con los s iervos. Cada persona tenía su hueco. Semejante sociedad proporcionaba una cierta segu­ridad mínima, un cierto consuelo primiti­vo.

Es verdad que después de algún tiem­po se hicieron intolerables las restr iccio­nes de la sociedad de estamentos; y, ba­jo la presión de las transformaciones cien­tíficas y tecnológicas, el hombre desechó el viejo s is tema y buscó libertad para sus propias ideas y para sus propias empre-

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sas. De todos modos, hubo de pagar un precio por la nueva libertad.

La nueva sociedad, la sociedad de con­trato, era excelente para el fuerte, para el que tenía confianza en sí mismo, es­píritu aventurero, ingenio. Tales hombres se sentían en su elemento en las brillan­tes perspectivas de oportunidad que se les ofrecían. Pero para el débil y para el in­defenso era un orden desconcertante e in­humano, en el que nadie tenía lugar asig­nado o posición segura.

La nueva filosofía económica del lais-sez-faire parecía significar que cada uno se las arreglara como pudiera y que el más incapaz tuviera que perder. En tiempos de expansión económica, la vida podía ser todavía tolerable para la mayor parte de la gente. Pero en tiempos de retracción económica, cuando las personas, sin cul­pa suya, no podían encontrar trabajo o dar

de comer a sus hijos o pagar una vivienda, la sociedad abierta, en la era del laissez-faire, llegó a resultar intolerable.

Esas personas fueron engañadas por las seducciones del totalitarismo, pues éste no sólo les prometía trabajo y segu­ridad económica. Les prometía camarade­ría en un ejército de masas consagrado a una causa; les prometía una alianza con las inevitabilidades de la historia; les pro­metía llenar de significado sus vidas va­cías y darles una fe por la que vivir y por la que morir. Frente a esta brillante es­peranza, la sociedad abierta, gobernada como lo estaba aún en gran parte por las normas impasibles del laissez-faire, pa­recía fría y cruel.

El fracaso de la organización social aumentó una debilidad más profunda de la voluntad humana misma. La libertad im­plica responsabilidad de elección; el te-

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ner que elegir produce ansiedad, y ésta puede llevar a huir de la libertad.

Nadie ha analizado el innato temor hu­mano a la libertad más profundamente que Dostoyevski en su fábula del Gran Inqui­sidor. El proceso que el psiquiatra Erích Fromm ha denominado la "huida de la li­bertad" hacía a las personas más sensibles

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a los atractivos del totalitarismo. La teo­ría democrática ame­nazada, como señaló Reinhold Niebuhr, no tuvo en cuenta las ve­tas más sombrías de la naturaleza humana; y cuando la historia refutó e} optimismo demográfico, hubp al­gunos que supusifir.pn que había refutado la democracia misma.

Hasta ahora he uti­lizado la palabra "to­talitarismo" çqmo tér­mino genérico, Natu­ralmente, en nuestro siglo ha habido dos oleadas del ataque to­talitario contra la so­ciedad abierta; la olea* da comunista y Ja oleada fascista. El comunismo y el fas­cismo tienen muchas y significativas dife­rencias. Tienen tam­bién algunas semejan­zas significativas. En particular tienen de común la concepción de la sociedad como basada en una sola verdad absoluta e in­falible.

Los comunistas te­nían una versión de de esta sola verdad, los fascistas otra, pe­ro ambos grupos da-

ban por supuesto que la verdad única exis­tía, que había sido revelada auno o más pro­fetas elegidos, que había sido codificada en una ideología dogmática, que estaba ©x» presa en el movimiento de la historia, y que su ejecución estaba confiada a un solo partido político infalible presidido por un solo dirigente infalible. Con este espíritu

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de absolutismo ideológico, cada fe tota­litaria llevó a cabo su propia campaña con­tra la sociedad abierta.

Al hacerlo, combatieron a la sociedad abierta en el punto esencial de diferen­cia, pues la sociedad abierta, por defini­ción, no tenía verdad única, dogma abso­luto ni ideología que todo lo incluyera; sólo tenía su fe en la dignidad e integri­dad del individuo y su convicción de que la prueba de la verdad está en el choque de la_g ideas, Frente al totalitarismo, la sociedad abierta ofrecía el pluralismo; frente a la doctrina, el experimento; fren­te al decreto, el debate; frente al dogma­tismo, el pragmatismo.

William James, al establecer su famosa distinción entre el racionalista y el em­pírico, formuló una diferencia destacada entre el mundo cerrado y el abierto. El ra­cionalista ve el mundo como unidad; el empírico, como múltiple; el primero cree que la realidad ha de deducirse de prin­cipios generales; el segundo, que ha de elaborarse a partir de los hechos y de la experiencia.

Aunque los Estados totalitarios no tu­vieran otros motivos para la agresión, no podrían haber soportado un mundo consa­grado en alguna parte al pragmatismo o al pluralismo.

La fe totalitaria es universalista; la teoría totalitaria de la historia requiere que todas las sociedades vayan por ca­minos predestinados pasando por etapas predestinadas para llegar a la única con­clusión predestinada. Cualquier excepción se convierte en amenaza mortal para el sistema. Como ha dicho Peter Wiles:

"Es sumamente engañoso el proverbio de que si uno no quiere, dos no se pelean. Si una de las partes está suficientemen­te cegada por la ideología, basta la mera existencia de la otra."

Y así fue emprendido inevitablemen­te el ataque, primero por la revolución bol­chevique en 1917, luego por la ascensión de Mussolini y Hitler y su guerra contra la sociedad abierta en 1939, y finalmen­te por la guerra fría comunista contra la

sociedad abierta, en curso más o menos desde 1945

EL RESULTADO FINAL DE ESTE CON­FLICTO

E N SU FORMA más extrema, la pug­na entre la sociedad abierta y la sociedad cerrada ha consistido en

agresión militar franca. La dinámica in­terna del fascismo hacía que fuera en rea­lidad prácticamente inevitable la agresión militar. Hitler, como se decía en los años treinta, era como un hombre montado en una bicicleta: no podía detenerse sin caer.

La dinámica interna del comunismo pa­rece capaz de sostener una estrategia más sutil y a largo plazo. Si el comunismo ca­rece, como así es, de potencia militar pa­ra atacar y lograr la victoria en la guerra, su teoría de la historia asegura a sus par­tidarios que la victoria es en todo caso cierta, que la sociedad abierta perecerá infaliblemente por sus propias contradic­ciones internas, que los capitalistas ca­varán su propia fosa y, si no son enterra­dos por otros, se enterrarán ellos mismos.

Esta confianza comunista en el triun­fo inevitable de la sociedad cerrada so­bre la sociedad abierta está basada fun­damentalmente en la convicción de que la sociedad abierta no puede resolver los di­fíciles problemas de la vida moderna.

Al argumentar que la sociedad abier­ta contenía las semillas de su propia des­trucción, Marx señaló dos tendencias in­ternas que, a su entender, acarrearían in­faliblemente su derrumbamiento.

Una de estas tendencias inexorables sería el creciente abismo entre ricos y pobres. La otra sería la creciente frecuen­cia y gravedad de las crisis económicas. Juntas, estas tendencias llevarían a la sociedad al punto de "madurez" revolu­cionaria, cuando el proletariado se alza­ría encolerizado, desposeería a sus amos y establecería una sociedad sin clases.

Marx consideraba inevitable este pro­ceso, porque el Estado capitalista, en su opinión, y dentro de la ideología del lais-sez-íaire, no podía ser nunca otra cosa

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que el comité ejecutivo de la c lase capi­ta l is ta .

Este resultó ser su error fatal. La fa­lacia fundamental de Marx cons is t ía en suponer que quienes vivían en la socie­dad abierta estaban tan totalmente fasci­nados por la ideología como quienes creían en la sociedad cerrada. Pero la sociedad abierta tiene horror a la ideología como la naturaleza tiene horror al vacío; y el laissez-faire, lejos de ser una fe fanática aplicable a todo, era simplemente una se ­rie de principios que algunos hombres sos­tuvieron en algunas épocas y en algunos lugares.

En la práctica, la sociedad abierta siem­

pre subordina las doctrinas a la experien­cia. Como consecuencia, el Estado capi­tal is ta , lejos de ser el instrumento ser­vil de la c lase rica, s e convirtió en el me­dio por el cual otros grupos de la socie­dad modificaron el equilibrio de poder social contra aquellos a los que Alexander Hamilton denominó los " r icos y bien na­c i d o s " .

Es te proceso se inició en los Estados Unidos 15 años antes del Manifiesto Co­munista, durante la presidencia de Andrew Jackson. En realidad, el historiador y po­lítico de aquella época George Bancroft expuso la cuestión de manera precisa una docena de años antes de que Marx y Engels

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escribieran en Bruse­las su llamamiento a la revolución mundial.

" L a hostilidad en­tre el capi ta l is ta y el trabajador, entre la casa de la Abundan­c ia y la casa de la Neces idad" , escribía Bancroft, " e s tan an­tigua como la unión social y no puede nun­ca desaparecer del todo; pero quien actúe con moderación, pre­fiera la realidad a la teoría y recuerde que todas las cosas de es te mundo son rela­t ivas y no absolutas, verá que la violencia de la lucha puede ser amortiguada".

La aparición del Estado democrático afirmativo logró espe­cialmente dos cosas . Originó una redistri­bución relativa de la riqueza, con lo que quedó sin valoría pre­dicción de Marx de la creciente miseria de los pobres; y ori­ginó una relativa e s ­tabilización económi­ca que refutó la pre­dicción de Marx de crisis económicas cada vez peores.

Dicho en pocas palabras, lo que las fuerzas democráticas progresivas hicie­ron fue utilizar al Estado para obligar al capitalismo a realizar lo que tanto los ca­pi ta l i s tas c lás icos como los marxistas c lás icos consideraban imposible: regular el c iclo económico y redistribuir la rique­za en favor de los que Jackson denomi­naba los "miembros humildes de la socie­dad" .

El presidente Theodore Roosevelt ex­

presó muy bien la estrategia de la socie­dad abierta al decir: "Cuanto más conde­nemos el socialismo marxista puro, tan­to mayor debe ser nuestra ins is tencia en reformas socia les a fondo".

Esto implicaba una guerra en dos fren­tes . Los campeones del Estado afirmati­vo, en su determinación de evitar la re­volución marxista, tenían que luchar en cada etapa contra el laissez-faire conser­vador. No obstante, perseveraron, y ven­cieron.

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Durante el siglo XX, en Norteamérica y en la Gran Bretaña, se abandonó el lais-sez-íake, se logró dominar el ciclo eco­nómico y quedó anegada la revolución en un torrente de bienes de consumo y en el movimiento constante hacia la "sociedad opulenta".

Los incendios revolucionarios dentro del capitalismo, originados por la explo­tación industrial del siglo XIX, fueron ex­tinguidos en el siglo XX por los triunfos de la industria, y por los dirigentes po­líticos progresivos, por Theodore Roosevelt y Woodrow Wilson y Franklin Roosevelt, por Lloyd George y el joven Churchill y Beveridge y Attlee. Esos hombres hicie­ron caso omiso de los ideólogos, de los apóstoles del blanco o negro, y dieron a la sociedad abierta nuevos instrumentos con los que hacer frente a los problemas de la industrialización y el desarrollo.

Así, la sociedad abierta empezó a co­rregir esos fallos de la compasión y la fraternidad que en años anteriores habían desencadenado el movimiento hacia la so­ciedad cerrada.

Los procesos de competencia econó­mica fueron sometidos a regulación social. Los trabajadores no eran ya carne de ca­ñón industrial. Se fijaron normas para las necesidades de la vida y la subsistencia —salarios, horas, condiciones de trabajo— por debajo de las cuales no se permitía que cayera ningún ciudadano. Se adopta­ron disposiciones relativas al seguro de paro y vejez. El orden industrial se hu­manizó.

Todo esto dio una nueva faz a la li­bertad. En vez de significar insensibili­dad e inhumanidad, comenzó a significar oportunidad y esperanza. La profecía de Marx acerca del derrumbamiento de la so­ciedad abierta se había basado en la hi­pótesis de que el orden del laissez-faire era inalterable. Pero el progreso de la re­forma democrática minó la hipótesis de Marx y refutó su profecía.

Al mismo tiempo, se hizo cada vez más patente que las promesas de la sociedad cerrada eran falsas. Como la sociedad ce-

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rrada prohibe la libertad de movimiento y la libertad de información y discusión, puede suprimir la verdad acerca de sí mis­ma durante largo tiempo. Pero, a la pos­tre, el torrente de propaganda comienza a perder fuerza y la verdad acaba por des­cubrirse inevitablemente.

En vez de seguridad económica, la so­ciedad cerrada produjo escasez y traba­jo forzado y hambre en gran escala.

En vez de fraternidad, produjo un do­minio de clase más duro y autocrático que cualquier otro conocido en la sociedad abierta.

En vez de proporcionar una fe por la que vivir y por la que morir, produjo un sistema férreo de dominio total en bene­ficio de una pequeña minoría.

Sería injusto negar las auténticas rea­lizaciones del sistema totalitario en lo que se refiere a construcción y moderni­zación. Pero el hecho de que recientemen­te la Unión Soviética, después de años de alardear acerca de la producción comu­nista y de las dificultades capitalistas, haya tratado de comprar trigo norteame­ricano ofrece al mismo pueblo ruso una prueba elocuente de la superioridad del sistema abierto.

Hace un cuarto de siglo, los autores que examinaban la confrontación entre la sociedad abierta y la sociedad cerrada po­dían hablar del totalitarismo como "la ola del porvenir". El sistema libre parecía gastado, sin esperanzas ni posibilidades. El sistema cerrado parecía invencible en su poderío y decisión.

Cuando el comunismo sucedió al fas­cismo como amenaza fundamental, el reto totalitario pareció durante algún tiempo aún más despiadado e invencible.

Pero pocas personas creerían hoy en el mito de la inevitabilidad de la victoria comunista, pues la lección de la historia es clara: es la sociedad cerrada, y no la sociedad abierta, la que contiene las se­millas de su propia destrucción.

Es la sociedad cerrada, y no la sociedad abierta, la que es probable que perezca por sus propias contradicciones internas.

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Son los comisarios, más que los ca­p i ta l i s tas , quienes van a ser sus propios enterradores.

La roca que hará zozobrar la nave de la sociedad cerrada será el tenaz e irre­ductible pluralismo del mundo.

La sociedad cerrada se consagró al universalismo y el absolutismo. La socie­dad cerrada apostó en la creencia de que los procesos de desarrollo social y eco­nómico producirían un mundo monolítico, un mundo en el que todos los pueblos y todas las sociedades tendrían el mismo sistema económico, el mismo credo polí­tico, la misma fe filosófica.

Pero el poder de la sociedad abierta se deriva de la convicción de que el mun­do es diverso y amplio, y de que durante un porvenir indefinido habrá espacio para muy variados s is temas económicos, cre­dos políticos y creencias fi losóficas.

Si algo es evidente hoy, es que los de­fensores de la sociedad abierta tienen ra-zón, que el movimiento de la historia va

hacia un mundo pluralista, no hacia un mundo monolítico, que los procesos de de­sarrollo no llevan al planeta hacia Marx, sino que lo alejan de él.

Quizá la sociedad cerrada llegue a pa­recer una aberración histórica, dotada por un momento de excepcional intensidad e impulso, pero incapaz de mantener sumysti-que durante un largo período.

Es la sociedad abierta la que va con la corriente de la historia, y mientras los dirigentes de la sociedad abierta no re­pitan sus errores del pasado, mientras re­cuerden su obligación de garantizar la vida, la libertad y la búsqueda de la fe­licidad a todos los hombres, independien­temente de su raza y color, de sus circuns­tancias económicas o de origen social , mientras trabajen incesantemente por ex­tender la libertad, la oportunidad y la jus ­ticia, hay toda c lase de razones para su­poner que será la sociedad abierta, y no la sociedad cerrada, la que definirá el mun­do del porvenir.

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Edward S. Masón Catedrático de Economía de la Universidad de Harvard

...el desarrollo económico

E N LO QUE a la producción eco­nómica se refiere, la sociedad ce­rrada tiene sobre la sociedad abier­

ta algunas ventajas, y también algunos inconvenientes. Importa mucho saber qué ventajas y desventajas son éstas. Pues podrá verse entonces que afectan el sig­nificado e importancia de las pautas para medir el desarrollo económico y las apa­rentes diferencias en el ritmo de ese me­joramiento.

Una sociedad cerrada, en la que las decisiones económicas principales se to­man en la cumbre y se llevan a la práctica obligatoriamente por el Estado, tiene cier­tas ventajas prácticas, que sería inútil negar.

Esas ventajas son casi exactamente las mismas que las que tienen las orga­nizaciones militares, en las que el mando supremo se canaliza a través de una je­rarquía escalonada y única. Si el objetivo que persigue una organización militar de­terminada está bien definido y todos com­prenden la necesidad de alcanzarlo, -su­pongamos que se trata de aniquilar las fuerzas armadas enemigas- sería un gra­vísimo error encomendar las medidas que deben tomarse a diversos jefes indepen­dientes, que tendrán ideas distintas res­pecto a cómo lograr el fin que se persi­gue. Lo que hace falta en un caso así es movilizar, bajo un mando único, todas las

fuerzas de que se disponga. En aquellas sociedades cuya renta na­

cional es tan baja que sólo pueden ser atendidas las necesidades más urgentes relacionadas con la alimentación, el ves­tido y la vivienda, no será difícil decidir a qué puede y debe destinarse un posi­ble aumento en la renta nacional. Normal­mente, la contestación será: a más ali­mentos, más ropas y más viviendas.

Se determinará qué ha de producirse y cuánto ha de producirse de manera muy semejante a como lo hace una organización militar centralizada. El objetivo es tan claro que la multiplicidad de mandos no haría sino dificultar la movilización ge­neral y hacer un mal uso de los recursos disponibles.

Pero, una vez que se ha puesto en mar­cha el mejoramiento económico y va en au­mento la renta nacional per capità ¿pue­den mantener los sistemas totalitarios el impulso que pusieron en juego en un co­mienzo?

Creo que esta pregunta ha de contes­tarse diciendo que no.

Es necesario recalcar, que conforme au­mentan el nivel de vida y la diversidad y multiplicidad de las necesidades y deseos del pueblo, las desventajas de la autoridad centralizada tienden a crear graves difi­cultades. Los objetivos económicos de la sociedad se hacen menos sencillos, pier-

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den su claro perfil y cada vez son menos susceptibles de alcanzarse mediante deci­siones tomadas al estilo militar. Y, en­tonces, resultan evidentes las ventajas de una variedad de centros capaces de to­mar decisiones, que estando en íntimo con­tacto con el • proceso productivo pueden adaptarse a las circunstancias con objeto de satisfacer las necesidades cambiantes.

Por último, es importante darse cuenta de que las medidas de tipo económico que se toman en una sociedad, abierta o ce­rrada, tienen mucho que ver con la renta nacional y la supuesta proporción del me­joramiento económico.

Cuando el Estado dirige la economía, lo que se produce no está necesariamen­te relacionado con los deseos del pueblo. En tales circunstancias, el ritmo que se observe en el mejoramiento económico pue­de ser la medida en que haya aumentado

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el trabajo, el capital y los recursos natu­rales, sin que exprese gran cosa acerca del ritmo en que aumenta la producción destinada a satisfacer los deseos o nece­sidades humanos.

Esas cifras de mejoramiento económi­co indican un aumento en el nivel de vida sólo en las sociedades abiertas, en las que el pueblo goza de libertad para ele­gir lo que desea.

Como todos sabemos, gran parte de los habitantes del mundo viven en regiones que se están desarrollando ahora. Y, como también sabemos, la mayoría de los paí­ses llamados subdesarrollados han resuel­to elevar el bajo nivel de vida de sus res­pectivos pueblos.

¿En qué medida contribuirán a ese fin las políticas y sistemas propios de la so­ciedad cerrada, y en qué proporción ten­drán que sacrificarse los principios o va-

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lores que la mayoría de los pueblos tanto aprecian?

En el caso de países de renta nacio­nal baja, ser ía craso error menospreciar las ventajas que tiene el s istema de so­ciedad cerrada cuando se trata de fomen­tar el mejoramiento económico. La renta nacional de es tos pa íses e s baja por va­rias razones.

Cuando los ingresos son ligeramente mayores que los gastos esenc ia les para meramente subsist i r , es difícil ahorrar las cantidades necesar ias para financiar la producción nacional. En las sociedades de tipo agrícola, dominadas por sus tra­diciones, es difícil persuadir a los obre­ros innecesarios en un sit io a que se t ras­laden a otro en que podrían realizar una labor útil . En las sociedades que carecen de experiencia en los negocios y su di­rección, es difícil encontrar fuera de la

organización es ta ta l l o s dirigentes que serían necesarios para estimular la pro­ducción.

En muchas zonas cuya renta es baja existen costumbres y tradiciones que im­ponen un gran freno a cualquier intento encaminado a aumentar la producción. El desarrollo económico implica por fuerza una transformación social , y en las socie­dades que se desenvuelven de acuerdo con viejas tradiciones no suele surgir espon­táneamente el deseo de cambiar.

En e s t a s circunstancias , un gobierno totalitario que no ponga gran atención en el sufrimiento humano a que dan lugar las incautaciones, el desplazamiento de las familias y el quebranto de las costumbres y principios imperantes, quizá pueda e s ­tablecer rápidamente los cimientos del cre­cimiento económico.

Mediante una mayor limitación de los

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niveles ya bajos de consumo, pueden alle­garse los recursos necesarios para cons­tituir capitales e invertirlos. Gracias al servicio laboral obligatorio, puede tras­ladarse a los trabajadores de las zonas poco productivas a las más productivas. Y a los defensores de las costumbres y

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principios imperantes que tiendan a difi­cultar el aumento de la producción, se les puede eliminar o privar de la influencia que ejercían sobre la comunidad.

Se ha visto en la Unión Soviética y se está viendo ahora en la China comunis -ta que un gobierno sin escrúpulos que se valga de la fuerza y el terror, puede po­ner una economía atrasada, al menos en ciertos casos, en condiciones de progre­sar.

Evidentemente, estos ejemplos del éxi­to económico que puede alcanzarse en las sociedades cerradas ha llamado la aten­ción de los dirigentes de varios países de África y del Sur de Asia que están comen­zando a desarrollarse. Pero lo que estos dirigentes tienen que sopesar, entre otras cosas, son las consideraciones siguientes:

El enorme coste, en vidas y sufrimien­to humano, que supone llevar a la prác­tica los sistemas de la sociedad cerra­da.

Si las ventajas que acarrea el mejora­miento económico no pueden alcanzarse, quizá mediante un progreso algo más len­to, sin sacrificar las ventajas de la socie­dad abierta.

Si las instituciones propias de una so­ciedad abierta que se han sacrificado al dar un primer paso hacia el mejoramiento económico, podrán volver a establecerse.

Y, finalmente, si los procedimientos de la sociedad cerrada, que tienen eviden­temente algunas ventajas inmediatas, con­ducirán realmente a un mejoramiento sos­tenido en aquellas economías que han lo­grado elevarse sobre el nivel mínimo, que sólo les permitiría subsistir.

Hay razones para creer que en las re­giones subdesarrolladas de todo el mun­do se están estudiando las consideraciones que acabamos de enumerar. La decisión que se tome sobre ellas, no sólo afectará al bienestar de millones de hombres y mu­jeres que luchan en la actualidad para elevar un nivel de vida que les permite ahora apenas subsistir, sino también a muchos millones de seres que no han na­cido aún.

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L OS AGRICULTORES están atacan­do los problemas de la erosión y del empobrecimiento de las tierras

mediante técnicas que están cambiando ra­dicalmente la faz del campo norteameri­cano. Visto desde el aire, el panorama ru­ral es completamente distinto de lo que era hace 30 años. Grandes campos cuyas ringleras se curvan; hectáreas de franjas multicolores, d ispuestas horizontal o ver-ticalmente; puntos, como soldados en for­mación... De lugar en lugar, el esquema cambia. Su disposición geométrica se debe a modernos métodos agrícolas. Los diver­sos cultivos muestran diferencias de co­lorido, y 1 os campos arados o en barbecho ofrecen dis t intas tonalidades. He aquí, en las i lustraciones, algunos aspectos del campo norteamericano.

Iiá^% E HA CALCULADO recientemente J ^ ^ que nada menos que las dos terce-^ ^ ^ ras partes del mejoramiento econó­

mico que ha tenido lugar en l a s últimas dé­cadas en los Estados Unidos y los países de la Europa occidental se deben al per­feccionamiento de los procedimientos, más bien que al aumento de inversiones en la tierra, el trabajo o el capi tal . La alta pro­porción del mejoramiento económico depen­de pues de las técnicas nuevas o perfec-

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cionadas, más que del aumento de sus re­cursos.

"Cuando hay que concebir estas técni­cas, por no poder hallarlas en el extranjero, se hacen más visibles las ventajas de la sociedad abierta. En ella, los objetivos no

se presentan sencilla y claramente defini­dos como pasa en los países que acaban de iniciar su desarrollo. En los países avanza­dos, lo que se precisa es experimentar y disponer de más centros capaces de tomar decisiones, eq lugar de menos". E.S.Masón

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Enrique Couceiro Núñez Profesor de Sociología de la Universidad de Madrid

José Pernau Llimós Director del Centro de Sociología Aplicada

...la polarización

O fE^TQ, 1^4TAPfSTA djjp, con no pppa dosis de cinismp, que " l a de-mgpra.p|a e s la pertinaz spspecha

de que más ,de la mjtad de la gente t iene razpn más de la. rrji acj de las v e c e s " . Tal planteamiento ppdría llenarnos el espíritu dg aquel tpmpr SH§ señaba, en principio, Tppqupyilie sobre la ppsible "Ufanía de

la my®mu¡ CTfflP. peligro latente §n tpda sociedad dempprátipa. Ahora bien, en toda sociedad "democrát ica" , entendida como tal aquella que se asienta sobre la acep­tación d.e unps valores, (ppmp, por ejem-plq, \gs derephps d e l hpmbre) o conjuntos idp nprmas kgsjpas. pre-RpJíticas, con un gistgma ppjjtipp en e} cual lps tres pode-rgg §pn jndepgndientes y se contrapesan mutuamente) }a dinámica social y política se sustenta; no tanto en la " t i ranía de la tB8y§fía", gugntp pn el frutp cjepantede de las, ppinjpnps cpntrapuestas.

Así pues vemos que precisamente la discusipn np solamente permite \a parti-cinapipn cplectiya pn maypr p menpr gradp, gjnp que aptúa, además, cpmp faPtpr e s ­timulante y, §í fflí§íï?9 ÜeWQ< catalizador de la apqipn.

Sj nps detenemos en la observapión de las fuentes plásjpag yemps epmp, precisa­mente §ñ Ateflas, pq§ife}emente Ja espe-rigngia dempprátjpa qup más se ha acer­cado a lo que pgdríamps; denominar "tjpp purp" en el sentido que da al término Max

Weber, señalará Per ie les epn gran agude­za, en su Oración Fúnebre: "Cuande ima­ginamos algo bueno, tenemos por cierto que consultarlo y razonar sobre ello no impide realizarlo bien, sino que conviene discutir cómp se debe haeer la obra, antes de ponerla en e jecución" .

Vemos, pues, que el peligro de un s i s ­tema democrático no se halla tanto en la posible dosis conflictiva que en él se en­cierre cuanto en que las normas bás ieas spbre las cuales se asienta el sistema sean un puntp de partida de asentimiento ppmún dentre de la seciedad. El desajuste np lo determina la mayer p menor prepende-rancia "pp l í t i ca" , o intento de preponde­rancia, por parte de un grupo, sino el de­sacuerdo, entre dos partes de la sociedad, sobre los valores básicos en que debe sus ­tentarse el sistema. Coser señala: " L o s conflictos internos en que las partes con­tendientes ya no participan de los valo­res básicos en que descansa la legitimi­dad del sistema social , constituyen una amenaza a la integridad de la es t ruc tura" .

En cierta medida el peligro viene de­terminado por la radicalización de postu­ras antagónicas en cuanto a l a s normas bás icas que inferman a la sppiedad. Una falla en diehp asentimientp cpndupe a la sppiedad a una pplarización en las pesi-eipnes extremas, e s decir al eonfliptp des-truptpr del equilibrip.

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Valores de una sociedad abierta: la Carta de Derechos

En principio, queremos puntualizar que la polarización no es un fenómeno exclusi­vo de la democracia sino de cualquier so­ciedad en la que se produzca un desacuer­do fundamental sobre los principios bási­cos. Lo que ocurre es que en la democracia el fenómeno es más visible. Sin embargo en los regímenes autoritarios la polariza­ción no es menos grave, por ser oculta, ya que generalmente no existen tantas vías para eliminarla.

ETAPAS DE LA EVOLUCIÓN DE LA PO­LARIZACIÓN

Lo anteriormente expuesto no significa que el fenómeno de la polarización surja

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de forma inmediata. En todo proceso de

polarización habría que distinguir cuatro eta­pas:

I a ETAPA: LA SOCIE­DAD ESTABLE

Cuando una socie­dad asienta su estruc­tura social en una ga­ma de valores o normas fundamentales pre-po-líticas, que son base de acuerdo en prácti­camente todos sus miembros, las discre­pancias se mueven en el terreno de lo políti­co, accidental, actuan­do como factor estimu­lante del desarrollo social, pero mantenien­do el equilibrio, o ajus­te, de la estructura global.

Así, tenemos un ejemplo claro en como la sociedad occidental se asentó en este equi­librio hasta la guerra del catorce. Ahora bien el desequilibrio poste­rior producido en algu­

nas naciones europeas, encontró a la so­ciedad desarmada de argumentos científi­cos, para hacer frente a estos extremis­mos. La razón de este "desarme" se asentó en la crisis que la Teoría Política había sufrido a principios de siglo. El relativis­mo axiológico, como bien señala Arnold Brecht en su Teoría Política, había des­gajado el campo de la Teoría Política del campo de la moral, de forma tal que esta ciencia se encontró imposibilitada para esgrimir argumentos científicos en contra de las nuevas ideologías. Einstein, fugi­tivo del nazismo y hombre de profundas convicciones morales, escribirá en 1940: "El que se acepte la extirpación del gé-

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nero humano de la Tierra como un fin, no puede ser refutado por motivos raciona­l e s " .

Parece como si es te equilibrio en la sociedad fuera, en lenguaje metafórico, una flor delicada en continuo peligro de marchitarse, bien por ser la tierra que la abona, la sociedad, demasiado fuerte, bien por ser demasiado débil. Dentro del seno de una sociedad democrática pueden desa­rrollarse fuerzas dinámicas, que actuando dentro de las reglas del juego, la lleven, paradójicamente, a su destrucción.

Como ejemplos de lo anteriormente ex­puesto podríamos citar los casos de Napo­león III y Hitler. El primero alcanza el po­der de forma democrática y después se instaura emperador. En el segundo caso, aun cuando es más cuestionable el que su ascensión al poder haya sido " to ta lmen te" democrática, pasa también posteriormente al totalitarismo.

2 a ETAPA: APARICIÓN DE UNA FAC­CIÓN EXTREMISTA

La radicalización de una facción, en la sociedad, generalmente viene determi­nada por la toma de conciencia, por parte de dicha facción, del peligro que corren los privilegios en que se asentó su status social o socio-económico. En la Alemania de Weimar, además de los industriales que veían en peligro sus intereses ante la cri­s i s económica y de los mismos " J u n k e r s " , la baja clase media arruinada y los obre­ros industriales en paro van a ser los gran­des soportes del nacionalsocialismo. En Argelia el soporte de la O.A.S. serán los pieds noirs, que se sienten amenazados, con la independencia, en sus privilegios sobre la población autóctona. Actualmente, en Estados Unidos, la cr is is parece vis­lumbrarse ante el peligro que para ciertos grupos blancos puede suponer la pérdida de sus privilegios de raza, aunque no sea

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es te el único motivo ni, quizás, el prin­cipal.

Vemos pues, que el desequilibrio se produce paradójicamente, por cuanto que, aun existiendo un acuerdo teórico en cuan­to a los principios básicos democráticos, "de hecho" exist ía una desigualdad o si­tuación de privilegio para determinado gru­po o grupos, respecto a otro u otros.

Ahora bien, aun cuando esta situación sea peligrosa, no tiene que conducir nece­sariamente a la polarización. Normalmente, en la medida en que no se produzca una reacción de signo opuesto dentro de la so­ciedad, el equilibrio subsist irá mediante un desplazamiento de los grupos moderados del centro hacia el otro lado. El ejemplo lo tenemos en las sociedades occidenta­les en las que exist iendo un partido co­munista, antidemocrático, el equilibrio se mantiene en la medida en que es siempre una minoría totalmente contrapesada. Igual­mente en Estados Unidos y otros pa íses puede subsist ir perfectamente el sistema democrático a pesar de la existencia de grupos de extrema derecha y de extrema izquierda.

La aparición del nazismo en Alemania fue un hecho anormal, en el cual intervi­nieron variables complejas y externas al fenómeno que venimos analizando.

3a ETAPA: REACCIÓN DE LA EXTREMA CONTRARIA

Generalmente la radicalización de una determinada facción, trae como consecuen­cia la reacción de otra con sentido opues­to. Esta reacción puede surgir con una ideología propia y contraria a las reivin­dicaciones de la facción primeramente ra­dicalizada, por ejemplo el comunismo fran­cés ante el fenómeno O.A.S.; o bien puede surgir como un " a n t i " , anti-comunista en la medida en que el grupo que primeramen­te se radicalizó sea de extrema izquierda. Pero también puede surgir como antico­munista, no por la exis tencia real de un grupo comunista radicalizado, sino como tapadera de una postura contraria a la pér­dida de unos privilegios por demanda del

grupo marginado, como parece en el caso de la extrema derecha americana. El profe­sor Samuelson señala como en ocasiones el fascismo, al alcanzar el poder, ut i l iza la amenaza del comunismo como excusa para la supresión de todos los métodos de­mocráticos, aun cuando es ta amenaza sea mínima o, prácticamente, no exista.

4a ETAPA: LA POLARIZACIÓN DE LA SOCIEDAD

Una vez clarif icadas las posturas ex­tremistas de las dos facciones, producida en la sociedad la falla y la necesidad de tomar una postura determinada (aun cuando no se encuentre de acuerdo total con nin­guna de e l las) , e s t a s dos posturas extre­mas actuarán como polos de atracción de los grupos del centro, atrayendo cada una de e l las aquellos grupos que le sean más próximos. De es ta forma l a s diferencias son cada vez mayores. De acuerdo con la teoría de los círculos acumulativos inter-dependientes, l as posturas , en la sociedad misma, se van radicalizando más y más, agrandando paulatinamente la d is tancia en­tre los dos grupos. Finalmente surge, o bien el conflicto armado, o bien el golpe de Estado que conduce a una de las fac­ciones a tomar el poder, montando la e s ­tructura de dicho poder en forma totali ta­ria, dictatorial.

CONSIDERACIONES FINALES

Hasta aquí hemos tratado de analizar la dinámica de la "po la r i zac ión" . Ahora bien; ¿qué conclusiones pueden sacarse de es te anál is is? Lo más importante: ¿qué re­medios hay a es te peligro?

Sería muy complejo, y escapa a la ca­pacidad de un simple artículo, el hacer un estudio detenido y exhaustivo del fenóme­no. Pero pueden hacerse , a modo de indi­cación, l as s iguientes consideraciones:

En algunos casos , antes de que se haya producido la falla total en la sociedad y la toma de posiciones ( 4 a e tapa) , puede evitarse el proceso mediante un incremento en la capacidad de maniobra del poder ejecutivo, que, sin llegar a la dictadura,

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pueda frenar la actividad de las dos fac­ciones contrapuestas, consiguiendo el re­ferido apoyo de la mayoría de la sociedad. El ejemplo más inmediato lo tenemos en la V República Francesa, con la actuación de De Gaulle.

Una medicina preventiva mucho más efi­caz, a nuestro entender, sería el analizar sociológicamente la estructura social y so­bre los presupuestos básicos, el sistema de valores y normas, en que se asienta la sociedad democrática, realizar unos pro­gramas adecuados de cambio social plani­ficado, de forma tal que se puedan pre­ver y evitar los peligros latentes. Es de­cir, por medio de una adecuada planifica­ción social orientar el cambio de estructuras de forma tal que las tendencias antidemo-

I

cráticas puedan ser eliminadas, o al me­nos, no tengan bases de apoyo sociales.

Por supuesto que este cambio estruc­tural es, fundamentalmente, la realización de la idea democrática en lo social, eco­nómico, cultural, político, etc. En esta línea hay experiencias recientes de so­ciedades democráticas; tal es, por ejem­plo, el New Deal que permitió a los Esta -dos Unidos solucionar la crisis de los años treinta.

Las modernas ciencias sociales nos permitirán lograr un fructífero análisis que, además, es necesario. No sea que tenga­mos que darle la razón a Hegel, cuando señala que "una clara comprensión de cual­quier sistema social solo surge cuando ese sistema está en vías de extinción".

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Alan S. Downer nos brinda un examen del teatro norteamericano actual en un ensayo del que reproducimos a continuación algunos fragmentos. En él, junto a los aspectos y tendencias generales y la significación de diversos autores, se examina con detalle la obra de Wiltiam Inge, Tennessee Williams y Arthur Miller, así como la importancia de la obra postuma de O'Neill: Long Day ' s Journey into Night. El ensayo de Downer, parte de una serie de destaca­dos estudios sobre literatura norteamericana hechos por la Universidad de Minnesota, ha sido publicado en español por la Editorial Gredos, bajo el título LITERATURA NORTEAMERICANA DE HOY (Poesía-Teatro-Novela). © 1963. Editorial Gredos

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Alan S. Downer

teatro

norteamericano de hoy T ODO AQUEL que pretenda no ya

valorar, sino descr ib i r el arte dra­mático de los Estados Unidos en

los últ imos t iempos, ha de tener presente, que se t rata, en primer lugar, de la parte experimental y de las más amplias cues­t iones de arte en segundo lugar. No enun­ciamos una paradoja sino una caracterís­t ica esencial de la producción dramática, cuando afirmamos que todo drama represen­tado es un proceso continuo de recreación al que contr ibuye sustancialmente el pú­b l i co ; un públ ico que se renueva cada no­che. Por otro lado, en Estados Unidos re­sulta cada vez más d i f í c i l formar parte de ese públ ico. Tanto económica como geográ­f icamente, el teatro se va alejando cada vez más de la mult i tud que busca diver­t i rse . Los factores de permanencia y de éxi to popular no pueden, por consiguiente, dejarse a un lado cuando se t rata de ca l i ­brar los aciertos en el teatro, como pudiera hacerse en el caso de la poesía o de la novela. Si la dramaturgia es el más ex i ­gente de los géneros l i terar ios narrat ivos, el hacer de espectador en un teatro resulta el menos pasivo de los deportes.

Es importante, por lo tanto, que ded i ­quemos especial atención a aquel las obras que, a part ir de la Segunda Guerra Mundia l , han logrado un gran éx i to , si no precisa­mente entre los cr í t icos y rev is teros, con el medio mi l lón de espectadores que las

han mantenido en cartel durante un año. La ci f ra de quinientos mil espectadores no es, desde luego, sino un número redondo y muy bien pudiera darnos idea de una as is­tencia mul t i tud inar ia si no tenemos en cuen­ta las estadíst icas astronómicas de la te­lev is ión , que es hoy el teatro de masas au­ténticamente popular por más fác i l y acce­s ib le , en la te lev i s ión , una representación única puede ser presenciada por cuarenta mil lones de espectadores. El teatro comer­cial norteamericano ya no es espectáculo de masas; pero tampoco const i tuye la d i ­versión o el medio comunicat ivo part icular de una determinada clase o grupo, t s e me­dio mi l lón de personas que hace el esfuer­zo y el sacr i f ic io económico de as is t i r a una representación en 3roadway, se en­cuentra también entre los cuarenta mi l lones que miran la te lev is ión . Aunque el públ ico de teatro es cada vez más reducido, cont i ­núa siendo heterogéneo. Esto const i tuye uno de los mayores problemas para el autor.

El segundo de estos problemas es que, mientras el teatro se ha contraído f ís ica­mente, se va haciendo cada vez más com­plejo en cuanto instrumento expresivo del dramaturgo. En junio de 1920 había queda­do ya atrás el día en que Eugenio O 'Ne i l l estrenó su primera obra en Broadway y es­peraba la representación de su nuevo dra­ma, The Straw. Su hermano le comunicó que el empresario y el director de escena, los

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dos con muchos años de exper iencia profe­s iona l , proyectaban alterar la letra y las s i tuaciones de la obra y rehacer uno de los personajes para adap­tar lo a los par t icu la­res ta lentos de una determinada ac t r iz . O 'Ne i l l mandó al em­

presario una carta, escr i ta en términos co­lér icos, oponiéndose rotundamente a que se cambiara una sola l ínea, defendiendo cada una de las s i tuaciones tal como él las había concebido, y que terminaba de este modo: " N o puedo tomar en considera­c ión . . . en este asunto, a nadie ni a nada como no sea a mí mismo y a mi obra. De acuerdo con mi propia conc ienc ia , no me es pos ib le . . . Yo la escr ib í y pienso luchar por e l l a , línea a l ínea, ta l como fue escr i ta , con quien s e a " . Declaración que contrasta con los múl t ip les casos que, cuarenta años más tarde, nos dan los autores, de t rans i ­gencia, de al teraciones y aún de colabo­ración aceptada entre el creador de la obra y su director o empresario, el escenógrafo, la es t re l la del reparto, o los cuatro a la vez; sin exc lu i r los posibles consejos pro­cedentes de los necios que gobiernan la taqu i l l a , los cr í t icos del ramo o los que ad­ministran el ta lento. Y los que se someten no son tan sólo los noveles, como Wil l iam Gibson, que nos ha dejado test imonio del largo calvar io que t ranscurr ió entre l ac rea -ción y representación de Two for the Seesaw. Tennessee Wi l l iams, con su h is to r ia l de éxi tos anter iores, tuvo que escr ib i r de nue­vo el acto f inal de Cat on a Hot Tin Roof, por exigencia de su di rector . Y Archibald MacLe ish , que obtuvo un premio con J. B., expresó su asombro al ver que se les con­cedían los mismos méritos al director y al empresario, t n tonces aprendió que, en el teatro, el autor es siempre el ú l t imo de quien se habla.

La general ización del profesor MacLeish t iene más de un cincuenta por c iento de verdad. El arte dramático ha sido siempre

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un arte de colaboración que exige el con­curso de var ios talentos creadores para elaborar el producto f i n a l : la obra repre­sentada. Pero en las épocas más glor iosas de su pasado, el dramaturgo podía siempre dominar los instrumentos que estaban a su d ispos ic ión . El artesano experimentado de los pr imi t ivos tiempos escr ibía siempre con referencia a los actores, teniendo en cuen­ta su personal idad y sus pos ib i l idades, su voz y su gesto. Pero la profesión teatral de hoy cuenta con una profusión de herra­mientas que han ido añadiéndose al equipo del artesano; herramientas que sólo pueden ser manejadas con toda su e f icac ia por es­pec ia l is tas del color y del d ibujo y, ú l t i ­mamente, de la e lect ro tecn ia . Un escr i tor nacido para el teatro como O 'Ne i l l l lega a pedir a su empresario "nueva invent iva y colaboración c readora" . Dramaturgos de menos experiencia y solera han de some­terse a lo que les exige un conjunto de fuerzas contra las que no están armados para luchar.

Algunas de estas fuerzas han sido ya mencionadas. Los problemas económicos son tan antiguos como el teatro mismo, pero en Norteamérica se han in tens i f i cado, por la continua contracción de éste, que hoy se ve rest r ing ido, al parecer de modo ine­v i tab le , a unas pocas manzanas próximas a Times Square, en la ciudad de Nueva York. Los t re inta y pico teatros que aún albergan al drama propiamente d icho, su­fren fuertes impuestos como bienes inmue­bles, lo cual no les permite tener como arrendatarios sino a aquellos que ofrezcan el máximo benef ic io. Por lo general, una comedia permanece en cartel mientras cons­t i tuye un claro éxito de taqu i l l a . Si esto f a l l a , es inmediatamente c las i f i cada como fracaso y, por consiguiente, ret i rada, lo que resul ta evidentemente in justo respecto a muchas obras que, en otras c i rcunstan­c ias , hubieran podido suministrar una ex­periencia sat is factor ia o est imulante a un públ ico l imitado y, por otra parte, cont r i ­buye muy poco a contrarrestar los espec­táculos anodinos. También ha d isminuido mucho en cantidad el que pudiéramos l ia -

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mar teatro " d e o f i c i o " , y la precaria eco­nomía de la representación teatral exige cada vez más a los técnicos y a los ar t is ­tas que contr ibuyan al máximo para asegu­rar el éx i to del conjunto. La espada de Da-mócles del éx i to a medias es una de las fuerzas que concurren para aumentar la de­pendencia del autor con respecto a sus colaboradores.

Estos, a su vez, se han hecho más ex i ­gentes y menos sumisos. Si , en t iempos pasados, podía pedirse a un comediógrafo que se doblegara ante las dec is iones de un empresario preocupado por su provecho económico o cediera a los caprichos de un primer actor deseoso de luc i rse ante el pú­b l i co , ahora se ve obl igado a enfrentarse con las exigencias de una gran variedad

de profes ionales, cada uno con su punto de v is ta y un concepto de la práct ica del teatro condicionado a su espec ia l idad. O 'Nei l l inventó la granja s imból ica del Desire under the Elms y cubrió su manus­cr i to de croquis dónde se indicaba cómo había de ser construida y u t i l i zada. Arthur Mi l ler entregó a su director de escena un or ig inal cuya representación requería t re in ­ta y c inco decorados d i s t i n tos , d ic iéndo le : " N o sé cómo podrá resolverse. Es preciso que el decorador de esta obra encuentre una solución muy s e n c i l l a " . El resultado fue el decorado único de Mie lz iner , no sólo económicamente fac t ib le , sino que, para muchos espectadores, const i tuyó el ver­dadero símbolodel tema central de la Death of a Salesman. (Es de notar que cuando, en

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la versión cinematográf ica, se abandonó este recurso escénico, el impacto de la obra resul tó mucho más déb i l ) . Los ejem­plos podrían mul t ip l i carse.

También el actor ha dejado de ser, en el v ie jo sentido, un hombre de o f i c io , o un instrumento manejado por el autor. Inf luen­ciado en parte por la teoría de la natura­l idad extremada, promovida por el director de escena ruso Stanis lavsky, y en parte por la d ivu lgación de la ps ico logía f ro id ia-na, se ha ¡do desarrol lando un modo de ac­tuar en el que cada actor se ve impulsado a buscar dentro de sí sus propias mot iva­c iones, a crear su propia biografía y esto, en no pocos casos, con escasa considera­ción hacia lo que, en de f in i t i va , representa

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su papel en el con­junto del plan ideado por el dramaturgo. Un gran número de come­d ias , como A Hatful of Rain (1955), de M¡-chael V. Gazzo, no fueron al pr inc ip io sino " t ea t ro de ensa­y o " , pruebas técnicas en las que el éxi to o el fracaso de los ac­tores, en determina­das escenas o s i tua­c iones, resul tó dec i -s i v o p a r a e l desarrol lo de la obra completa. Maggie " l a g a t a " , heroína de Cat on a Hot Tin Roof, es una campesina, vulgar, am­b ic iosa y sensual ; el

I que Bárbara Bel Ged-] des la representara

como a una joven y relamida ex celadora de un co leg io elegan­te para señori tas or i ­ginó sin duda la re­fundic ión del f inal de la obra. También de esto pudieran c i tarse numerosos ejemplos.

Puesto que los comediógrafos, en cuan­to hombres de letras, no están ya en con­dic iones de enfrentarse por sí solos con las in f in i tas complej idades del teatro mo­derno, para evitar la anarquía completa, el teatro norteamericano ha sust i tu ido en gran parte al c lás ico director de escena por una especie de régisseur evoluc ionado, ver­dadero dictador a r t ís t i co , que conforma, tanto el or ig ina l de la obra, como a todos los talentos personales que en e l la inter­v ienen, según su concepto part icular del teatro representado. Esta costumbre, al p r inc ip io , se l imi tó a las adaptaciones, como aquel famoso Julio César de Orson Welles, ant i - fasc is ta y vest ido a la moder­na; ahora se ha convert ido en cosa corr ien-

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te incluso con las obras nuevas. Es t íp ico el ejemplo de J. B. (1958). La comedia se había ya publ icado como texto de f in i t i vo por MacLeis l i y había sido representada en la Yale School of the Drama y en teatros europeos, cuando se dec id ió ponerla en escena en 3roadway bajo la d i recc ión de c l i a Kazan. A lo largo de muchos meses, por medio de una correspondencia anterior a la representación, y en el curso de los ensayos, E l ia Kazan rehizo la obra, mu­t i lando el texto y exigiendo abundantes re­v is iones, señalando que el tema no era lo que el autor había pensado que fuera y que uno de los personajes pr inc ipa les había sido mal interpretado. La obra represen­tada que sal ió de todo e l lo resul tó impre­sionante, tanto v isual como emotivamente, pero quedaba muy lejos del drama alegó-rico-moral que el autor había concebido. De nuevo podrían mul t ip l i carse los ejem­plos.

As í es como el régisseur se une a los actores y a los diseñadores para formar el conjunto de fuerzas a las que el autor ha de aprender a someterse. Otra fuerza, ex­terna y no profes ional , a la que ya nos he­mos refer ido, es el públ ico que s i , con los años, se ha reducido cada vez más, no por eso se ha hecho más homogéneo. Por otra parte, el públ ico que en Nueva York acude al teatro no está compuesto sino en una mínima parte por ciudadanos de la metró­po l i . La mayoría de los espectadores pro­ceden generalmente del campo y están en Nueva York como tur is tas o han ido a sus negocios, y hasta, en una proporción sor­prendentemente grande, en cal idad de sim­ples af ic ionados. Verdad que es un públ ico típicamente norteamericano, mas, precisa­mente por e l lo , representa esa desconcer­tante variedad de orígenes rac ia les , inte­reses profesionales, conceptos soc ia les y de c lase, f i l i ac iones po l í t i cas y r e l i ­g iosas, ideales materiales y esp i r i tua les que forman el cuerpo de la nación en toda su extensión y en toda su profundidad.

El públ ico norteamericano siempre ha sido heterogéneo, ref le jando el propio ca­rácter de la nación con sus numerosas ten-

siones rac ia les y cu l ­tura les. Pero, en t iem­pos pasados, en el corazón de esa masa heterogénea, ex is t ía una unidad, una fe común a la que el dra­maturgo podía apelar. Esa fe no era nece­sariamente única e inmutable; sus art ícu­los podían ir evolucionando de década en década, pero, manteniéndose en el presen­te , el autor podía mirar hacia atrás o hacia adelante y pensar con c ier ta conf ianza que tendría tiempo para decir lo que había de decir , y ser comprendido. Ahora, ya no es así . En las rápidas t rans ic iones de la vida contemporánea, d i f íc i lmente puede el au­tor esperar que le comprendan si va un po­co más le jos de la verdad de ayer o se ade­lanta un poco a las promesas de mañana. O 'Ne i l l pudo encontrar en la herencia pu­r i tana de Nueva Inglaterra esa seguridad que hace posible dar la nota t rág ica. Si el tema de Mi l ler en The Crucible lo cons t i ­tuyen las culpas de toda una sociedad, puede estar seguro de la impresión que ha de produciren un públ ico contemporáneo, tan sólo por el recurso de combinar dicho tema con el pecado sexual de su héroe. Uno de los grandes mitos norteamericanos, la ar is­tocrát ica utopía delSur anterior a la guerra, queda reducido a un convencional telón de fondo para un episodio de lu jur ia y perver­sión en A Street car Named Des ¡re, de Wi l l iams. La comedia de costumbres, el drama sa t í r i co -soc ia l , dos de las p r inc i ­pales modalidades del teatro moderno, casi han desaparecido del repertor io corr iente. No hay tiempo para poner en la picota a una sociedad que no permanece estable ni en sus mismas locuras; no hay tiempo para estimar unos valores que cambian a cada instante ante nuestros propios o jos .

En general, el comediógrafo norteame­r icano contemporáneo se contenta con ex­plorar en profundidad las re laciones do­mést icas, confiando en los repertor ios de casos más o menos c l ín icos para encontrar

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si tuaciones y en el natural ismo como téc­nica. A su vez, los ar t is tas de la puesta en escena han intentado hacer aparentes el alcance y el s ign i f icado de los argumen­tos extremando el experimental ismo en el d ibu jo , la luminotecnia, así como el em­pleo del sonido y del movimiento. Este conjunto de medios ha conseguido a veces aciertos notables; representaciones que, por espacio de algunos años después de la guerra, lograron que el teatro norteame­ricano fuera el más v i ta l de occidente e inf luyera intensamente en los teatros de Europa. Pero había ocasiones en que el espectador podía sentir, con razón, que no habían hecho sino hechizar le con la enor­me v i ta l idad y br i l lantez del espectáculo, y preguntar just i f icadamente, como en la comedia norteamericana c lás i ca : " ¿ A qué vienen los t i r o s ? "

Caracterizado nuestro s ig lo por el rá­pido avance en las técnicas de la repre­sentación teatral a través de todo el mun­

do, el experimental ismo de la puesta en escena se ha dedicado, en parte, a explo­tar sus posib i l idades espectaculares y, en parte, al uso de éstas como medio de e lu ­cidar el s igni f icado más profundo de la obra, -orno ejemplo de afortunada colabo­ración entre la obra escr i ta y su escen i f i ­cación, recordaremos la ya mencionada Death of a Salesman. c\ decorado, en pr i ­mer lugar, const i tu ía una solución eminen­temente práct ica al problema de una obra cuyos cambios de escena eran numerosí­simos, desarrol lándose la acción en las d is t in tas habitaciones de una reducida v iv ienda, para trasladarse a cadü paso, bien a los alrededores de la propia casa, bien a un pequeño restaurante, a una o f i ­cina o al cuarto de un hote l . El escenario se l imitaba a reproducir el esqueletode la casa, con los imprescindibles deta l les real is tas que permit ieran ident i f icar cada una de las habi tac iones, mientras que el mundo exterior estaba pintado en el te lón

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de fondo, y varias escenas, representadas junto a las cand i le jas , se ambientaban por medio de s i l l as , mesas y otros recursos, según los casos. Pero el esquema del es­cenario representaba al propio tiempo la estructura interna de la obra cuya acción pasaba, sin intervalo alguno, del mundo real que rodeaba al protagonista a su mun­do in ter ior ; y esto sin más que un cambio de luces o un tema melódico y a veces sin nada en absoluto. El mundo real y el so­ñado se fundían y daban al públ ico una impresión mucho más intensa e inmediata que todas las d istors iones y las fantasma­gorías del teatro expresionista con el que la comedia t iene puntos de contacto. £1 drama social quedaba así transmutado en algo muy semejante a una tragedia esp i r i t ua l .

A l extremo opuesto tenemos el caso en que la esceni f icac ión se traga la comedia. MacLe ish , por ejemplo, conc ib ió el mundo de su tét r ico y universal espectáculo, J. B., como un c i rco. Cuando pasó al teatro, el públ ico se vio obsequiado en primer lugar con el mister io gris de un escenario a os­curas, sin telón alguno, abierto en todas d i recc iones. A l empezar la representación, la t ienda del c irco correspondiente al texto se representó por medio de una lona de color br i l lante que se alzaba del suelo del escenario y recibía la luz por su parte tra­sera, demostrando una vez más que los dibujantes contemporáneos recuerdan las lecciones de su primer maestro norteameri­cano, Robert Edmond Jones, cuando af i r­maba que una real idad l lamat iva y ch i l lona puede ser de gran bel leza v i sua l . A lo lar­go de un prólogo mímico, el escenario se fue montando, en ominoso s i lenc io , por un grupo de tramoyistas que más tarde r e ­presentarían pequeños papeles, según lo ex ig iera el tex to : lo cua l , si no se reducía meramente a una medida económica, pedía alguna exp l icac ión de la que e l púb l ico , s in embargo, se vio pr ivado. Las escenas de Job, escr i tas con la sobriedad de la más frugal de las colaciones que pudieran servirse en la v ie ja Nueva Inglaterra, se montaron como una especie de escena de tormento a lo barroco, con los personajes

corcoveando por el suelo y dando banda­zos de acá para a l lá sobre manos y rod i ­l las . La presencia real de la t ienda del c i rco permit ió que el D iab lo , en un momen­to culminante, se mo­viera rugiendo por el escenario, destrozan­do la p is ta , arrojando los fragmentos a los bast idores, y cortando las cuerdas para que el enorme toldo cayera por t ierra. Todo esto, ¡unto con los prólogos en forma de pantomima que se introducían entre escena y escena (el f renesí producido por el armis­t i c i o ; la bul la estrepi tosa de un club noc­turno) y ciertos desconcertantes efectos sonoros (la máscara del Diablo le qui ta de repente las palabras de la boca) man­t ienen al públ ico sojuzgado en una espe­cie de trance h ipnót ico tea t ra l . Pero, a causa de e l lo precisamente, no está ese públ ico en absoluto preparado para el d is ­curso f i l osó f i co que const i tuye el alma de la segunda mitad de la comedia, y tanto Dios como el diablo resultan aquí más ex­traños aún a la f ies ta que en el texto o r i ­g ina l . Después de todo este alboroto, el desenlace, t ranqui lo y nostá lg ico , muy al modo norteamericano, resul ta tan " a n t i ­c l i m a x " como el del propio Libro de Job. Si el único ob je t ivo de la representación consiste en mantener v iva una obra tanto como sea posib le, esta escen i f i cac ión re­buscada se jus t i f i ca a sí misma; quizá fuera el único medio de conseguir que esta obra estrafa lar ia encontrara espectadores en el teatro comerc ia l . Pero, si el autor se había propuesto ensalzar la dignidad del espí r i tu humano, el púb l ico , en rea l i ­dad, presenció algo de un n ivel parecido a las aventuras de Hurricane Hutch o de Pearl White.

E l carácter experimental de la repre­sentación dramática en Norteamérica es cierto que in f luye en la formación y en la deformación de la obra de un autor; pero no se debe deducir de aquí que los mismos

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dramaturgos se hayan l imi tado siempre a la comedia rea l is ta en prosa. J. B. no es s i ­no uno de los nume­rosos intentos que se han hecho con el f in de hallar un medio poético de expresión para el drama moder­no. Éstos intentos

pueden comenzar, como en las obras de Maxwell Anderson o de T. S. E l i o t , imi­tando los más i lustres nodelos del pasado, para aventurarse muy pronto por el camino de un vocabular io, un es t i lo y una técn ica más acordes con el públ ico contemporáneo. El esfuerzo más notable de Anderson a este respecto es su obra YJinterset (1935), que pretende transformar el drama sat í r ico-social en tragedia universal , envolv iendo un melodrama de gangsterismo en el manto aterciopelado de un verso blanco, fác i l a veces, sardónico y retór ico otras. Murder ¡n the Cathedral (1935), de T. S. E l io t , es un monólogo inter ior, estát ico por fuerza, pero concebido como exper iencia v isua l respecto al espectador ayudado por los convencional ismos hábilmente aprovecha­dos, de la catedral y todos los demás es­cenarios medioevales. En The FamÜy Re­unión (1939) vo lv ió E l io t , como tantos de sus colegas, a la tragedia c lás ica conven­c iona l , resucitando el coro y poniendo la máscara a los personajes sobrenaturales. Comprendiendo más tarde, a través de la experiencia teatral que le proporcionaron estas obras, que los convencional ismos moribundos impedían toda compenetración entre el actor y los espectadores, no con­servó de e l los sino las s i tuac iones y el argumento al modo c lás ico , hábilmente d i ­s imulados, como patrones arquetípicos que acrecientan las dimensiones de la acción dramática. E l io t dio en esto un paso más que O ' N e i l l , que trasladó la Orest iada, per­sonaje por personaje y episodio por ep i ­sodio, a su Mourning Becomes Electro (1931), tragedia de Nueva Inglaterra, des­viándose tan sólo lo necesario para dar al

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asunto un alcance ps ico lóg ico más de acuerdo con nuestro t iempo. A l revés de O 'Ne i l l que prefiere la prosa, E l io t ha cu l t ivado una forma de diá logo en verso, muy f lex ib le y de carácter cada vez más co loqu ia l . Esta es su cont r ibuc ión más or ig inal al teatro moderno, pero, contra­riamente a lo ocurrido con sus teorías y sus rea l izac iones poét icas, parece haber in f lu ido muy poco sobre el arte dramático o sobre el públ ico.

Cier tos esfuerzos intermitentes para crear un repertorio dramático a base del material fo l k ló r i co indígena, han dado por resultado otra c lase de ensayo, respecto a la forma y la técn ica , al que su repre­sentante l lamó "drama s i n f ó n i c o " . Com­binando las técnicas de la obra de espec­táculo, las ceremonias r i tua les , la ópera, el drama rea l is ta y el fan tás t i co , Paul Green compuso una serie de obras de t ipo panorámico y espectacular , basadas en la h is tor ia o la leyenda, dest inadas a repre­sentarse en la vecindad de los lugares donde los hechos, imaginarios o reales, habían ocurr ido. L a primera, The Lost Colony (1937), era un recuerdo de los p r i ­meros colonos blancos en el cont inente. Otras, como The Common Glory (1947) y Wilderness Road (1955), exponen en forma dramática los pr inc ip ios básicos de la re­públ ica, en s i tuaciones de ampl io a lcance, reforzadas por el movimiento de masas y ayudadas por efectos sonoros, Pero en estos espectáculos, contrariamente a lo que ocurre en el teatro comerc ia l , todo el a r t i f i c i o de la representación procede del propio escr i tor y la concatenación r i tual del lugar con la obra hace algo más que deslumhrar al públ ico.

Menos espectacular pero no menos drás­t i ca en cuanto a la ruptura con los conven­c ional ismos del real ismo soc ia l , es la que podríamos llamar comedia d ia logu ís t i ca , que nace con la nostá lg ica obra de Thornton Wilder Our Town (1938). Opinaba Thornton que los espectadores deben penetrar en el drama sin el impedimento de una escen i ­f i cac ión i l us ion is ta ; que deben, por el con­t rar io , e jerc i tar su propia "capac idad de

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imaginación . Tan sólo como ayuda, les presenta previamente a su Director de es­cena, que se acerca a las cand i le jas , en­ciende la pipa y discute con e l los el am­biente de la obra y su futuro desarro l lo . Este personaje volverá a aparecer de vez en cuando en el curso de la representación para llenar algún hueco, subrayar un punto determinado, o desempeñar un papel se­cundario. Sea cual fuere el objeto de este recurso escénico, su resultado inmediato fue el de obligar al audi tor io a introducir­se en la acc ión, part ic ipando así intensa­mente en unos acontecimientos tan fami­l iares y de tan escasa importancia que, presentados de modo más convencional , hubieran pasado inadvert idos. El " i n t e r ­l ocu to r " de V/ilder ha hecho frecuentes apariciones en obras poster iores, aunque const i tuyendo en cierto modo una parte de la acción argumental que se suele ofrecer en forma de recuerdos. De estos " i n te r ­l ocu to res " , dos de los más memorables son: Tom VVingfield que recuerda el galan­teo de su hermana en The Glass Menagerie, y A l f i e r i , el vecino abogado de A View from the Bridge. Más tarde volveremos a tratar de estas obras, pero hemos de ob­servar ahora que las dos, para rev i ta l i zar el drama, se volvían una vez más al recurso de dar, como Arthur Mi l ler preconizaba, categoría dramática al hombre de la ca l le .

Una evolución parecida de la técnica teatral tuvo su origen en la representación, como teatro de ensayo, de la obra conocida en un pr inc ip io como el "pr imer cuarteto d ramá t i co " (1951). Se e l ig ieron cuatro ac­tores que encarnaron los cuatro personajes de ese largo y raramente representado ac­to, que no es sino una especie de d iscu­s ión, llamado Man and Superman. Vest idos de et iqueta, sentados frente a unos a t r i l es , en un escenario desnudo, los cuatro ac­tores van recitando las frases de Bernard Shaw. El director, Paul Gregory, asesorado por Charles Laughton, pasó después a mon­tar la lectura esceni f icada de la obra de Benét, John Brown's Body (1953). Esta vez, la mera lectura se completaba con algunos de los recursos del l lamado drama

s in fón ico: voces y movimientos del coro, un asomo de caracter ización y c ier ta ac­ción dramática. Pero, dado que el poema continuó tercamente siendo un poema y no una comedia, el intento debe quedar c l as i ­f icado como un experimento formal análogo a las lecturas esceni f icadas de pasajes entresacados de la autobiografía de Sean O'Casey o los debates de L inco ln -Doug las . Que el procedimiento posee c ier tas posi ­b i l idades en un t ipo de teatro más conven­c iona l , puede quizá deducirse del éxi to obtenido por una farsa t r i v i a l , Marriage • Go-Round(]958), escr i ta por Les l i e Stevens y d i r ig ida por Gregory. En e l l a , dos inter­locutores, pertenecientes al profesorado del " I n s t i t u t o de Conducta Humana" , van dando al ternat ivamente conferencias sobre problemas domésticos en unas c lases for-

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madas por alumnos mascul inos y femeni­nos. Como los profe­sores son marido y mujer y extraen sus enseñanzas de las propias exper iencias matr imoniales que se ponen en escena du­rante los intervalos entre ias conferen­

c ias , el resultado es una comedia hábi l y bien constru ida. De todos modos aún están por explorar las últ imas pos ib i l idades de esta técn ica.

Estas desviaciones ocasionales con lo convencional no sirven sino para poner más de re l ieve hasta qué punto el teatro nor­teamericano, sus autores y su púb l ico , s i ­guen aferrados, tanto en la forma como en los temas, al real ismo soc ia l . Esta par t i ­cu lar idad, que puede ser deplorada por aquellos cr í t i cos que piensan, de acuerdo con Casimir Edsmidt: " E l mundo está ahí; sería una tonter ía rep roduc i r lo " , no deja de tener una larga h is tor ia y cont inúa s ien­do el autént ico ref le jo del públ ico que lo apoya.

Para la mayoría de los cr í t icos e h is­toriadores del arte dramático, el nacimiento de un repertorio que, siendo t íp icamente norteamericano, merece la más al ta con­s iderac ión, tuvo lugar una noche de verano, en 1916, en una casa destartalada batida por la intemperie, situada en el extremo de un muelle de pescadores en Province-town, Massachusetts. A l l í , en un minúscu­lo escenario prov is iona l , un marinero mo­ribundo yacía en su l i tera hablando de la v ida so l i ta r ia del mar mientras su camarada maldecía la conducta desconsiderada del resto de la t r ipu lac ión, apiñada en el re­pleto cas t i l l o de proa. La pleamar bañaba los pi lotes que soportaban el teatro y j i ­rones de niebla se f i l t raban por las gr ietas de las paredes. Se oía a lo lejos el apa­gado tañido de la campana de una boya acúst ica . La obra era Bound East for Car-diff, y cuando cayó el te lón , el públ ico más perspicaz se f e l i c i t ó : Norteamérica

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tenía, al f i n , en Eugenio O ' N e i l l , un dra­maturgo que podía competir con los más ¡ lustres de Europa.

Al p r inc ip io , escr ibía según una i l u ­sión rea l i s ta ; más tarde, se aventuró en el drama s imból ico, algo que se parecía al expresionismo, pero sin escapar nunca del todo a la real idad. Sus úl t imas obras, que abandonan casi por completo los pro­cedimientos del simbolismo teat ra l , de­muestran hasta que' punto ese compromiso era inmutable en su esencia. Lo mismo ocurre con el teatro que se produjo a su alrededor en los años ve inte. El desencan­to de la postguerra puede haber alterado el ángulo de v is ión o la evaluación de lo que se percibía, pero el objeto del escru­t in io seguía siendo todavía el dest ino del hombre vulgar y corr iente.

La década correspondiente a los años t re in ta, que v io desarrol larse una escuela de dramaturgos de tono proletar io en el teatro comercia l , no hizo nada por cambiar el tema. Y Maxwel l Anderson, que pensó

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resucitar el teatro poét ico, no tardó en dar la espalda a los vest íbulos colgados de tapices de los cas t i l l os ingleses renacen­t is tas para volver a los oscuros hierros oxidados y a la piedra gr isácea, t iznada de ho l l ín , de los " s l u m s " de Nueva York. 0 , para confirmar esto por otro lado, con­sideremos la comedia musical norteameri­cana. Durante decenas de años había se­guido un camino que en nada se d is t inguía del recorrido en Europa, cantando y ba i ­lando insubstancia les romanzas graustar-k ianas, aún en escenarios que pretendían representar a Norteamérica. Luego, en los años cuarenta, descubrió los granjeros y los cowboys del ter r i tor io de Oklahoma; el mundo a r t i f i c ia l de los c lubs nocturnos y de los cafés; los marineros y las enfer­meras de la escuadra del Pací f ico y nació un nuevo y obl igado repertorio que iba a prosperar, no sólo en Norteamérica, sino en todos los r incones y huecos del teatro mundial .

Si miramos hacia atrás, hacia las tem­poradas de Broadway desde la terminación de la Segunda Guerra Mundial , no es d i f í ­c i l l legar a la conclusión de que los años malos son más que los buenos; que el ta­lego es demasiado grande para un mendrugo demasiado pequeño. Esta es, sin embargo, una caracter ís t ica del teatro, arte complejo y precario que rara vez real iza todas sus pos ib i l idades. De todo el repertorio del teatro griego, tan sólo sobreviven medio centenar de obras y no todas son obras maestras. De los sesenta años que, apro­ximadamente, se conocen como isabel inos y que const i tuyen la edad de oro del teatro ing lés, tan sólo los veinte centrales pro­dujeron obras cuyo interés no sea mera­mente académico. Resulta un juego in t r i ­gante el de adivinar en qué quedará, cuan­do l legue el gran saldo de cuentas, el tea­tro norteamericano, ya considerado en su to ta l idad, ya en un determinado período; pero tampoco puede decirse que, a pesar de su temática re i tera t iva, y su batal la constante con la economía y con los a l ­qui leres, sea un teatro moribundo. No ex is ­te ni una sola temporada en que no se haya

dado la bienvenida a nuevos autores iné­d i tos. Es de esperar que, tanto e l los como los veteranos, no se vean demasiado ob l i ­gados a someterse a los dictados de los cr í t icos ni a las exigencias de un patrón establec ido. Por otro lado, el teatro nor­teamericano no se l imi ta a la absoluta no­vedad ni busca solamente lo an t i c lás ico ; está, por el contrar io, firmemente adherido a lo que pudiéramos ¡lámar " p r i nc i p i o de pe r t i nenc ia " , a lo oportuno y at inado; a que los actores y el públ ico part ic ipen con­juntamente en una experiencia v iva . Sigue siendo, además, un teatro profes ional , que ins is te en lograr la más estrecha colabo­ración y el más alto nivel de competencia 3n todos aquel los que contr ibuyen a su rea­l ización y está siempre preparado para aceptar el desafío de un nuevo asunto o un nuevo punto de v is ta . Lo que le fa l ta son dramaturgos y productores que busquen el máximo común múl t ip lo , y no el mínimo co­mún d iv isor , de la heterogénea concurren­c ia .

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EL LIBRO

AMERICANO

EN

ESPAÑA

ALGUNAS TRADUCCIONES

CASTELLANAS

La Universidad de Minnesota decidió la publicación de una serie de folletos (The Universi-ty of Minnesota Pamphlets on American Writers) sobre figuras de las letras norteamericanas cuya obra ha alcanzado categoría universal, a fin de poner al al­cance de los estudiosos un mate­rial adecuado para la mejor com­prensión y conocimiento de dicha literatura.

En efecto, a partir de la s e ­gunda guerra mundial, el interés por los escri tores norteamerica­nos se ha convertido en un fenó­meno universal.

He aquí los tí tulos de dicha ser ie , cuya publicación en lengua española ha sido hecha por la Editorial Gredos.

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Ernest Hemingway por Phil ip Young, William Faulkner por William Van O'Connor, Robert Frost por Lawrance Thompson.

Hermán Melville por León Howard, Edith Wharton por Louis Auchincloss, Gertrude Stein por Freder-¡ck J. Hoffman.

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Mark Twain por Lewis Leary, Henry James por León Edel, Thomas Wolfe por C. Hugh Holman.

Nathaniel Hawthorne, por Hyatt H. Waggoner, John Dos Passos por Robert Gorham Davis, F. Scott Fitzgerald por Charles E. Shain.

Walt Whitman por Richard Chase, Wallace Stevens por W¡ I Mam York Tindal l , T. S. El iot por Leonard Unger.

Poesía norteamericana de hoy por Glauco Cambon, Teatro norteamericano de hoy por Alan S. Downer, Novela norteamericana de hoy por Jack Ludwig.

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