Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 2 1956

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Atlántico Walt Whitman y Unomuno, por Manuel García Blanco • • S

El Huracán, poema por Hart Crane 48

Emerson y Whitman, por José A. Balseiro . . . 49

Selección de Riversto the Sea, poema por Sara Teasdale. 72

Whitman en Castellano, por John E. Englekirk 73

El Sueño, poema por loutse Bogan 88

Pintura y Escultura Americana del Siglo XX, por George

H. Hamilton 89

Río en las praderas, poema por Leonie Adams 98

Albert Einstein; evaluación de un intelecto, por George R. Harrison 99

Revelación crepuscular, poema por leonie Adams 114

Libros.- Antología de grandes cuentistas nortecmericanos, de Washington Irving a Wil l iam Faulkner, Selección de A. Grove Day y William F. Bauer (José Luis Canol. Los Estados Unidos en'ran en la Historia, Fernando Vela (Bernardo Vülarrazo)- Highway of the Sun, Wefor W. von Hagen (R. 0 . B.). The Celestina, a Novel ¡n Dialogue, Lesley Byrd Simpson (John E.Kej-lerl. Amenca's Music, Gilbert Chase. Capitalismo Norteamericano, John G. Galbraith. Informe sobre el átomo, Gordon Dean. ¿Conspiración española?, J. Navarro Latorre y F. Solano Costa (J. T. R.). Lo reconstrucción de la Filosofía, John Dewey 115

¿Quiénes »on? 135

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VtALT WHITMAN

Y UNAMUNO.

por Manuel García Blanco

Q H^/E cumplieron en 1955 el primer centena­rio de la publicación de Leaves of Grass, el ex­traordinario libro de poemas Walt Whitman, que en ediciones posteriores fué sucesivamente am­pliado por su autor. Como un pórtico de dicha celebración, dos excelentes libros, uno en in­glés, y en español el segundo, han visto la luz recientemente. Uno de ellos, el que más puede y debe afectarnos, es el de Fernando Alegría, ti­tulado Walt Whitman en Hispanoamérica'; y Walt Whitman Ahroad se llama el segundo, del que es autor Gay Wilson Alien \ que en una serie de ensayos analiza la difusión lograda por la obra del poeta en Europa y América, en el Oriente pró­ximo y en el más remoto. Una parte de él, como es lógico, también nos afecta. La dedicada a ras­trear aquella en España y en los países america­nos de lengua española, en la que proclama su dependencia del libro de Alegría, más vasto en el desarrollo del tema y anterior en fecha al del pro­fesor norteamericano.*

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Ambos autores coinciden en señalar, mucho más pormenorizadamente Alegría que Alien, las etapas de esa difusión de la poesía de Walt Whit-man en los medios hispánicos. La primera de ellas está a cargo del poeta cubano José Martí que ya en 1887, y con ocasión de haber oído el anual dis­curso de Whitman a la memoria del Presidente Lincoln, reveló a sus lectores la gran impresión que el hombre y su obra le causaron. De ellos tuvo ocasión de hablar a Rubén Darío que en la segun­da edición de su libro Azul le dedicó un soneto. Aquel largo escrito de Martí fué como la carta de presentación de Whitman a los lectores españo­les. Y en cuanto a España, aparte de la traduc­ción de Leaves of Grass al catalán, empresa que lleva a cabo Cebrià Montoliu en 1909, a la que siguió un libro suyo dedicado al poeta', se ha aducido el nombre del periodista que firmaba «Ángel Guerra», quien por aquellos años dedicó dos estudios a la obra de Whitman \ Tales escri­tos han sido calificados como los de la iniciación de un culto al poeta norteamericano en los me­dios españoles.

Y en las rutas de esta difusión, peninsular y americana, hoy puntualmente reconstruidas por Fernando Alegría, nos encontramos con el nombre de Miguel de Unamuno, cuyo relato «El canto adámico», incluido en su libro El espejo de la muerte, pasa por ser una feliz interpretación de los más abultados rasgos de la persona y la obra de Walt Whitman. Según esto, el interés de Una­muno por el poeta norteamericano habría que si-

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tuarlo en 1913, fecha de aparición de la citada colección de relatos breves; pero como esa pri­mera edición está agotadísima, y ha circulado más la que la Compañía Ibero Americana de Pu­blicaciones hizo, con escaso primor tipográfico, en 1930, no es infrecuente ver señalada esta se­gunda fecha en una ordenación cronológica de los ecos hispánicos suscitados por la obra poética de Whitman.

A puntualizar ese acercamiento unamuniano a aquél, y a restablecer ciertos extremos del mismo, olvidados o desconocidos, aspiran las páginas que siguen. Y no nos mueve a ello un simple rigor bibliográfico, sino la circunstancia de que alguna de las frases más caracterizadas del propio Una-muno, ya convertida en tópica por él mismo, y no digamos por sus coetáneos, es de cuño whitma-niano. Hasta tal punto impresionaron al Rector salmantino los versos del poeta norteamericano.

C, N el otoño de 1905 llegó a Salamanca un profe­sor norteamericano que entonces enseñaba en la Universidad de Corneli, en Ithaca, Mr. Everett Ward Olmsted, que, acompañado de su familia, trabó gran amistad con Unamuno y con la suya. Su nombre iba a quedar ligado a la poesía una-muniana, y sus lectores lo encontrarán en la dedi­catoria que encabeza los «Salmos», de su primer libro poético, el titulado Poeáas, aparecido en 1907. A los detalles conocidos de esa amistad y a

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su reflejo en la obra de Unamuno me he referido en otra ocasión \

I A de regreso en su casa de Ithaca, el profesor Olmsted escribe a su huésped salmantino en estos términos:

Will you, please, teli me in your answer to this letter whether you have the poems of Stephen Phillips or of Walt Whuman. I have forgotten. And if you do not have them, please do not get them, as I wish to sena them to you. (Carta de 13-V-1906.)

Poco tiempo después cumplió su promesa Mr. Olmsted, según nos aclara esta carta suya:

Some time ago I sent you the poems of Walt Whitman and marked a feto that I particu-larly liked. Tell me what you think of him as a poet. I also endose a little booklet hy Minot Savage, the Unitarian clergyman, who has examined somewhat into the phe-nomena of Spiritualism. (Carta de 2-VI-1906.)

La edición de Leaves of Grass que Olmsted envió a su amigo Unamuno, se conserva hoy en la biblioteca de éste, y su título exacto es el si­guiente: Leaves of Grass, hy Walt Whitman. Including a Facsímile autohiography, variorum readings of the poems and a department of Ga-thered Leaves. PhÜadelphia, David McKay, Washington Square, 1900. Al frente de ella figu-

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ra la siguiente dedicatoria autógrafa de Olmsted: To his esteemed friend, Miguel de Unamuno, with cordial greeting from Everett W. Olmsted-Ithaca N.Y. April, 30, 1906. Y como el donante advirtió ev una de sus cartas, algunos de estos poemas llevan indicaciones suyas. La más carac­terística la del titulado Song of the open road (páginas 169-179), junto a cuyo título se lee esto: This must be understood to have a spiritual mean-ing. Al margen del primer verso, esto: The way of Ufe that is free and unfeltered by convention-ality, a propósito de la expresión open road. Y al pie de la misma página en que el poema se inicia, esta otra advertencia: Walt Whitmans «Z» must everywhere be understood to mean the universal «ego», de absolute man, tomada de Corson, de quien procede también esta otra, frente a la es­trofa séptima del poema: This is spiritual res-ponsiveness.

1N O sabemos si atraído por tales anotaciones fué este el primer poema de Whitman que Unamuno leyó, ni el detalle ofrece gran interés. Lo que sí sabemos es que la lectura del libro debió ser rápi­da e intensa, aunque sobre él volviese en otras muchas ocasiones. Nos lo acredita una carta del propio Olmsted a Unamuno, en la que se refiere a otra de éste en la que le enviaba su juicio sobre el poeta norteamericano.

Your appreciation of Walt Whitman —le

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escribe aquel— toas also very interesting to me, and partictdarly y our comparison. «El primer canto fué el de Adán dando nombre a cada bestia del campo y ave de los cielos que Dios le trajo.» Bravo! T hat whole page of your let-ter has a fine literary fla-vor. {Carta de 13-VII-1906.)

No he podido dar con el paradero de la carta de Unamuno a la que su amigo se refiere, ponderándola, aunque he logra­do copia de otras suyas al mismo destinatario', pero basándonos en algunas frases de ésta, las que del propio Unamuno se reproducen, nos en­contramos, creo, en el camino que iba a llevar la pluma de aquél hacia la consideración de Whit-man.

L,L canto adámico» va a ser un breve relato en prosa así titulado, cuyo germen está ya en la frase que reproduce Olmsted en su carta cita­da. Y aunque incorporado por Unamuno a su libro E} espejo de la muerte, aparecido en 1913, es anterior a él en varios años y muy próximo, a la vez, a esta primera lectura de Whitman. Tan­to, que vio la luz en el diario madrileño Los Lu-

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que devuelve al Rector de Salamanca la prima­cía entre los escritores que se ocuparon de Walt Whitman en España.

IMAGINA en este relato el autor algo que posi­blemente fué real. Cómo en una tarde a la que califica de bíblica, teniendo por fondo el perfil de las torres de Salamanca —«que reposaban so­bre el cielo como doradas espigas gigantescas, surgiendo de la verdura que viste y borda al río»—, tradujo algunas de las poesías de Leaves of Grass a un amigo suyo, con el que luego de­parte acerca del gran poeta. Asombrado o al me­nos sorprendido éste por las enumeraciones, a veces caóticas, de que Whitman hace gala en nu­merosos poemas suyos, le pregunta a don Miguel si eso es realmente poesía. A lo que éste le re­plica :

—Cuando la lírica se sublima y espiritua­liza acaba en meras enumeraciones, suspi­rar nombres queridos. (Pág. 210 de la pri­mera edición.)

Y departiendo Unamuno con su amigo, real o imaginario, acerca de los orígenes de la poesía lí­rica, le cita dos pasajes, también bíblicos, uno del Génesis y otro del Salmo VIII, entre los que intercala la versión española en prosa de unos versos de Whitman. Ambos pasajes figuran es­critos en lápiz, de puño y letra de Unamuno, en

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las guardas de la edición de Whitman que le re­galó Olmsted. Y como ofrecen leves diferencias con lo que luego trascribió en El canto adámico, voy a reproducirlos en su anotación primera:

Formó, pues, Dios de la tierra toda bestia del campo, y toda ave de los cielos, y tru­jólas a Adán para que viese cómo las había de llamar; y todo lo que Adán llamó a los animales vivientes, ése es su nombre. Y puso Adán nombre a toda bestia y ave de los cielos, y a todo animal del campo, mas para Adán no halló ayuda que estuvie­se delante de él. [Luego —añade— crea­ción de la mujer que no intervino.] (Géne­sis, II, 19 y 20.)

Y el segundo es como sigue: En dándoles nombre se enseñoreó de ellas. 'Hicístete enseñorear de las obras de tus manos y todo lo pusiste debajo de sus pies. Oveja y bueyes y todo ello, así como las bestias del campo, las aves de los cielos y los peces de la mar, todo cuanto pasa por los senderos de la mar. ¡Oh, Jahvé, Señor Nuestro, cuan grande es tu nombre en toda la tierra! (Salmo VIII.)

Incluso la misma cita que hace al principio de este relato, tomada de Robert Louis Stevenson, cuando juzga a Whitman, se halla anotado en la misma hoja de la guarda del libro. Es ésta:

Like a shaggy dog, just u/nchained, scoy.ring the beaches of the world and baying at the moon, que Unamuno traduce.

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El canto adámico tiene como punto de partida el libro de Whitman tal como aparece en estos párrafos:

Fué esto en una tarde bíblica, ante la glo­ria de las torres de la ciudad, que reposa­ban sobre el cielo como doradas espigas gi­gantescas, surgiendo de la verdura que vis­te y borda al río. Tomé las Hojas de yerba —Leaves of Grass—, de Walt Whitman, es­te hombre americano, enorme embrión de un poeta secular, de quien Roberto Luis Steuenson dice que, como un perro lanudo recién desencadenado, recorría las playas del mundo ladrando a la luna; tomé esas hojas y traduje algunas a mi amigo, ante el esplendor silencioso de la ciudad dorada,

Y mi amigo me dijo: —¿Qué efecto tan extraño causan esas enumeraciones de hom­bres y de tierras, de naciones, de cosas, de plantas...? ¿Es eso poesía?

Y yo le dije: —Cuando la lírica se subli­ma y espiritualiza acaba en meras enume­raciones, en suspirar nombres queridos.

Y luego da paso en el relato a los pasajes del Génesis antes anotados, para destacar cómo el primer canto humano fué el de Adán al poner nombre a las cosas.

¡Poner nombre! Poner nombre a una cosa es, en cierto modo, adueñarse de ella. Este mismo Walt Whitman, cuyas Hojas de yer­ba aquí tenemos, al decir en su Canto a la puesta del sol, estas palabras: «Respirar el

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aire, ¡qué deliciosol ¡Hablar! ¡Pasear! ¡Coger algo con la manol», pudo añadir: Dar nombre a las cosas, ¡ qué milagro por­tentoso !

Que son los versos 25-26 del poema titulado Song at sunset. Tras esta cita vuelve el relato al tema de Adán e intercala un diálogo en que el autor vuelve a la defensa de las enumeraciones del poeLa norteamericano. Y el texto unamuniano acaba así:

Y recogiendo fos Hojas de yerba, de Walt Whitman, dejamos el esplendor de la ciu­dad cuando se derretía en el atardecer.

L ' O N Miguel de Unamuno, que, como él mis­mo dijo muchas veces, no leía para escribir, sino que escribía después de haber leído, pone en práctica su aforismo y es natural que sus escri­tos de esta época nos revelen la huella que le causó la lectura del poeta americano. Pero hay uno que, por su fecha, no sé si deriva de la lec­tura del libro que el profesor Olmsted le regaló. Se encuentra en un artículo titulado «Programa», que apareció también en Los Lunes de El Impar­cial. La alusión es breve, pero se ciñe asimismo a unos versos de Whitman:

He aquí —escribe— por qué afirmo y no doy pruebas. La prueba íntima, senti­mental, de una afirmación está en el calor

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cordial de la afirmación misma. Digamos con Walt Whitman: no pienso convencer ñor argumentos, símiles, rimas; nosotros convencemos por nuestra presencia'.

En septiembre de 1906 está firmado uno de los escritos que luego pasaron a la edición de los En­sayos que publicó la Residencia de Estudiantes, de Madrid. Lleva por título «Sobre la consecuen­cia, la sinceridad» y en él trata su autor de sa­lir al paso de quienes no tienen capacidad para la contradicción. Nada mejor que apostillar su propio sentimiento con estos versos de Whitman:

Do I contradict myselj? Very well, then, I contradict myself. (I am lar ge. I contain multitudes.)

(Walt Whitman, v. 1.321-1.323.) Vaamos cómo lo incorpora a su pensamiento:

Walt Whitman, el poeta yanqui cuyo desdén a la consecuencia es conocido, de­cía: «¿Que me contradigo? Pues bien: ¡me contradigo! Soy amplio, contengo muche­dumbres.» Y no cabe duda: Las almas de los que no se contradicen deben de andar muy cerca de ser simples con la simplici­dad de los elementos químicos, o, a lo su­mo, no más complejas que un compuesto orgánico. Cuanto más simple un cuerpo, más inalterable es. (Ensayos, VII, pág. 83.)

O primer libro de versos que publicó Unamuno,

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el que tituló Poesías, aparece en 1907. Carece de prólogo, pero su autor proyectó dotarle de uno. Y para él señaló unos cuantos versos del poema de Whitman titulado To a certain civilian. Son éstos:

Did yon ask dulcet rhymes from me? Did you seek the civilian's peaceful anà

[languishing rhymes? Did you find what I sang erewhile so hará

[to follow? Why I was not singing erewhile for yon to

[follow, to understand —ñor am I now; —What to such as you, anyhow, such a

[poet as I? —therefore leave my works, And go lull yourself with what you can un-

[derstand - and with piano-tunes; For I lull nohody - and you will never un-

[derstand me. (Leaves of Grass, pág. 365.)

Si leemos la poesía de Unamuno a la que dio por título Credo poético, que es una de las pri­meras del libro Poesías, nos parece descubrir al­guna resonancia de lo que Whitman entiende por poesía. Don Miguel rehuyó el halago musical del verso y pregonó la dificultad que brindaba a sus lectores, porque él no cantaba como aquél para que le siguiesen, ni buscaba la comprensión aje­na. Lo cual no quita un ápice de autenticidad a su mensaje poético.

Años más adelante proyectó Unamuno otro vo­lumen de sus versos, limitado a reunir las que más tarde llamó sus visiones rítmicas, con las que aca-

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ha su libro Andanzas y visiones españolas. Cuatro de ellas las presenta bajo la forma tipográfica de prosa, entre cuyas líneas iguales palpita el ritmo del verso, lo que se creyó obligado, no sólo a jus­tificar, sino a defender. Pero aquel libro aparece en 1922, y unos siete u ocho años antes, hacia 1914 o 1915, para presentarlas, redactó un prólo­go, inacabado e inédito, en el que reaparece la concepción de Whitman sobre la forma poética. En estos términos:

Y Robert Louis Stevenson (Familiar stu-dies of men and books) en un estudio sobre Walt Whitman, este «peñazo hirsuto, re­cién desencadenado, que recorre las playas del mundo ladrando a la luna», habla de cómo escogió un verso rudo, no rimado, lírico, y dice: «/ believe myself that it was selected principally becau.se it was easy to

write.» según el mismo Whitman era romper las barreras entre la prosa y la poesía. (Más bien vol­ver a la unidad de que se diferenciaron.) No que­ría tomarse la molestia de escribir prosa; son co­mo notas, como cosas di­chas a sí mismo, sin aca­bar, son soliloquios. De aquí su fuerza; y su fla­queza.

Sin embargo, y ya lo

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veremos en el lugar oportuno, ese gusto de Whit-man por el verso libre, como el del poeta cuba­no Martí, fueron decisivos en la elección de for­ma para el gran poema unamuniano El Cristo de Velázquez, como en otro lugar he señalado.

I OR todo ello, creo de interés indicar un par de notas que tomó Unamuno en las guardas del ejemplar de Hojas de yerba, en que leyó a su au­tor, y que se refieren a la poesía de éste. Son dos y van precedidas de esta mención escueta: Su poesía. La primera corresponde a la página 263, se refiere al verso 10 de la titulada Give me the splendid silent Sun, y dice así:

Give me to warble spontaneous songs, re-[liev'd, recluse hy myself, for my otvn [ears only;

La otra anotación se encuentra en la página 13 de la misma edición, pero lo señalado en ella no es un verso determinado, sino los títulos de dos poemas, los titulados To foreign lands y To a historian.

L, N julio de 1908 firma don Miguel en Sala­manca un largo escrito suyo sobre el poeta co­lombiano José Asunción Silva. Lo incluyó en su libro Contra esto y aquello, y es diferente del prólogo que hizo para la edición que se impri-

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mió en Barcelona de las poesías de aquél. Y ya al final hace esta afirmación:

Es muy fácÜ que de Browning o de Walt Whitman, pongo por caso, no conociera ni el nombre —no andaban, ni anda aún más que en parte uno de ellos, traducido al francés— y de Carducci acaso poco más que el nombre".

Lo que no deja de sorprendernos si recordamos que el descubrimiento del poeta norteamericano que Martí hace público en 1887, es casi nueve años anterior a la muerte de Silva.

También en 1908 aparece en París el libro de León Bazalgette Walt Whitman. L.'Homme et son oeuvre, y Unamuno debió leerlo, aunque hoy no figure entre los de su biblioteca, aunque sí está la traducción francesa de Feuilles d'herbe, publicada en 1919. Su mención de aquella obra es coetánea casi de su aparición, y la emplea en uno de sus escritos dedicado al maestro de grie­go de Ganivet en Granada —González Garbín— y al suyo en Madrid —Lázaro Bardón—, que también lo fué del filipino Rizal. Dice así:

Leyendo hace poco el excelente libro que sobre Walt Whitman ha publicado León Bazalgette, me detenta a reflexionar sobre lo que nos dicen acerca del efecto de pre­sencia que el noble maestro de Camden producía sobre todos los que se le acerca­ban, de aquella especie de magnética in­fluencia que irradiaba su persona. He co­nocido hombres así, aunque tal vez no he

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tenido la dicha de conocerlos en el grado de Walt Whitman, y uno de esos hombres era Bardan. Creo saber el secreto de aque­lla su autoridad, y es el secreto mismo de la autoridad íntima de Walt Whitman. Es­triba en que estos hombres, aunque no fal­tos de un cierto dulce y humano humoris­mo, son serios, fundamentalmente serios, profundamente serios. Lo toman todo en serio, hasta la broma misma, y si saben ju­gar es seriamente. Son todo lo contrario de los necios señoritos, más o menos estetas, enamorados de superficialidades y aficio­nados al titeo '.

Aquellas notas y subrayados que Unamuno ha­bía hecho en su ejemplar de Leaves of Grass, pa­san a sus escritos públicos. Ahora se trata de su libro Del sentimiento trágico de la vida, apareci­do en 1912. En el capítulo VI, al que titula En el fondo del abismo, se puede leer esto:

Lo que va a seguir no me ha salido de la razón, sino de la vida, aunque para trans­mitíroslo tengo en cierto modo que racioci­narlo. Lo más de ello no puede reducirse a teoría o sistema lógico; pero como Walt Whitman, el enorme poeta yanqui, os en­cargo que no se funde escuela o teoría sin mí,

I charge that there be no theory or school founded out of me; («Myself and Mine».]

Ni son las fantasías que han de seguir mías, ¡no!".

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L,STE poema desperto un vivo interés en su lec­tor español, que subrayó en su ejemplar, no sólo el verso que nos transcribe, sino estos otros, que son otros tantos aspectos, o si queremos, gritos de un alma poética de la que se siente afin:

Not for an embroiderer; (There will always be plenty of embroide-

[rers - I welcome them also;) But for the fibre of things, and for inherent

[men and women. (Versos 5-7.)

Leí me liave my own way; Let others promulge the laws - I will make

[no acconnt of the laws; Let others praise eminent men and hold

[up peace - l hold up agitation and con-[flict;

I praise no eminent man - I rebuke to his [face the one that ivas thought most [worthy.

(Versos 10-13.)

Verdad que el primero de estos versos recuerda el deja decir y sigue tu camino del Unamuno de principios de siglo?

Y finalmente éstos: Let other finish specimens - l never finish

[specimens; I shower them by exhaustless laws, as Na-

[ture does, fresh and modern continually. (Versos 18-19.),

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que también nos evoca aquella afirmación de Unamuno en una carta de por entonces a su ami­go Bernardo G. Candamo: Para mí la poesía es una traducción de la naturaleza en espíritu... Acaso consista en que a mí la Naturaleza me pa­rece cristiana y no pagana.

Todavía en 1913, muy a sus comienzos, refi­riéndose al escritor español Pérez de Ayala —que por lo que de él toma Unamuno habrá que in­cluir entre los entusiastas del poeta norteameri­cano— nos brinda una nueva mención de éste.

Y Ramón Pérez de Ayafo, en su última y dolorosísima novela, de que algún día he de hablaros: Troteras y danzaderas, des­pués de citar aquellos versos de Walt Whit-man que empiezan: I am an acmé of things acomplished, etc. [verso 1.145, del poema titulado «Walt Whitman»], «soy la cima de todas las cosas realizadas y el compen­dio de cuantas se han de realizar... a cada paso que doy piso haces de siglos, y entre paso y paso, más nutridos haces... [verso 1.147] allá a lo lejos, en lo pasado, entre la enorme primera Nada, ya estaba yo allí... [verso 1.156], inmensas han sido las pre­paraciones para mí... [verso 1.154] centu­rias y centurias condujeron mi cuna a tra­vés del tiempo, remando y remando como alegres boteros... [verso 1.156] todas L·s fuerzas han sido empleadas abundosamen­te para completarme y placerme; y heme aquí en el centro del mundo con mi alma

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robusta [verso 1.165-66]; después de citar estas sentencias apocalípticas de Walt Whitman, el vate de la democracia, agregó Pérez de Ayala, por boca de uno de los per­sonajes de su última y dolorosísima novela, estas palabras: «Estos versos debieran titu­larse: «Nací en la Mancha» ".

El primero de dichos versos / am an acmé of things accomplish'd, and

[1 am encloser of things to be... lo ha subrayado también Unamuno en su ejem­plar de Whitman, pero no los restantes que cita Pérez de Ayala en su novela.

(Sin tiempo para insistir en la filiación whit-maniana de éste, me limitaré a señalar en su poe­sía dos casos que me parecen evidentes. Ambos se dan en su obra El sendero innumerable, fecha­da como es sabido en 1915, aunque publicada después. El primero es una enumeración que pue­de parangonarse con las que Whitman gustaba hacer, si bien la del español sometida a un rigor métrico que no hay en aquél. Se lee en el poema titulado El pensieroso, donde se nos habla de una especie de canto adámico, el del estupefacto ada­nida, como le llama el poeta. El segundo caso es indiscutible y pertenece al poema La última no­via, que lleva por lema los tres primeros versos del poema Walt Whitman, que también le gusta­ban a Unamuno. La nota que el autor puso a es­ta composición nos detalla su intención y su lo­gro : Contiene —escribe— varias frases literal­mente traducidas de Walt Whitman, y otras de

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este mitmo autor, transformadas en el sentido de la idea central de la composición, cuya paternidad me pertenece propiamente. Sígase esta pista. Por ahora suficiente.)

L,N un libro mío me he referido a la entusiasta defensa que hace Unamuno, cuando está dedica­do a componer su gran poema El Cristo de Ve-lázquez, del verso libre de José Martí y del no ri­mado y lírico de Whitman 2. Recuérdese que aquél está en endecasílabos libres. Ahora he de limitarme a destacar la presencia de la técnica del poeta yanqui, porque es ahora cuando ven la luz pública aquellas apreciaciones que, inicialmente, dedicaba don Miguel a un prólogo para un libro de poesías propias. Y llegada esta coyuntura altera la primitiva redacción que antes anticipamos.

Efectivamente, en un escrito suyo que lleva por título Los versos libres de Martí, que publicó en el Heraldo de Cuba en 1914, dice lo siguiente:

En el ensayo que en sus Familiar Studies of Men and Books dedicó Roberto Luis Ste-venson a Walt Whitman, nos dice hablando del estilo de este formidable profeta de la democracia norteamericana: «Ha escogido un verso rudo, no rimado, lírico; a las ve­ces tocado de un bello movimiento proce­sional; a menudo tan abrupto y descuidado, que sólo puede describirse diciendo que no

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se ha tomado la molestia de escribir prosa.» Y este último concepto fué para mí una re­velación.

En efecto, si es como algunos enseñan que ni lo orgánico brotó de lo inorgánico ni esto es una reducción de aquéllo, sino ambos diferenciaciones de un estado primi­tivo de la materia, estado inestable y caóti­co, es muy fácil que ni el verso sea una sis­tematización de cierta prosa ritmoide, ni la prosa una reducción del verso —pues hay quienes sostienen que el verso fué anterior a la prosa, porque, a falta de escritura, se confiaban mejor a la memoria con el ritmo las fábulas, consejas y leyendas—, sino que prosa y verso sean diferenciaciones sistema­tizadas de una forma primitiva de expre­sión protoplasmática, por decirlo así. Es la forma que representan los salmos hebraicos, la de Walt Whitman, y también la de los versos libres de Martí. No hay en ellos más freno que el ritmo del endecasílabo, el más suelto, el más libre, el más variado y protei­co que hay en nuestra lengua. Y más que un freno, es una espuela ese ritmo; una es­puela para un pensamiento ya de suyo des­bocado.

Prescindo de subrayar lo esencial de este pasaje para una recta comprensión del credo poético de Unamuno, basado en la libre expresión de un pen­samiento libre, que, en la forma elegida para dar­le cauce encontró el más adecuado complemento

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expresivo. Como me parece muy aguda la compa­ración de ciertas formas de la poesía de Whitman con la de los salmos hebraicos. Y no sólo por ella, sino por el aire inconfundible de treno que en ella palpita. Y no deja de ser curioso cómo en el quehacer de don Miguel se funden y relacionan los nombres y las técnicas de dos poetas un día también relacionados en vida, descubierto el de lengua inglesa por el cubano a sus coetanos de América y de España.

i I E aquí uno de los aspectos más vivos de esta relación entre dos poetas que estamos reconstru­yendo. Todos sabemos que don Miguel fué un hombre de frases rotundas que, al reiterarlas él o

repetirlas sus lectores, se convirtieron, no pocas veces, en paradojas. Y empleo el término en su recto sentido, ya que no es el momento de repro­ducir algo de lo mucho que él escribió contra los que sólo vieron en él un hombre de paradojas. Hombre de contradic­ción sí lo fué, y lo tuvo a gala, pero no es ese el plano por el que va-

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mos a deslizamos, teniendo bien presente su odio a los lugares comunes que tanto le irritaban. Que este que ahora nos detiene haya llegado a serlo no es culpa suya. Aunque gustase, y ya veremos cómo, insistir en lo que estimaba feliz y certero.

Es el caso de su preferencia por los libros que hablan como hombres y su desdén por lo contra­rio, que es lo común: los hombres que hablan co­mo libros. En un escrito suyo, en un diario cata­lán El Día Gráfico, a fines de 1915, se lee:

Muchas veces he dicho que en vez de que alguna vez se diga de mí «habla como un libro», prefiero que de alguno de mis libros, y a poder ser de todos, se diga: «habla como un hombre». Y comprendo aquella arro­gancia de Walt Whitman cuando, al publi­car uno de sus libros, decía: «el que toca esto, no toca un libro: toca un hombre». Pe­ro aún más, quisiera que al leer algo mío se dijere: ¡se le siente pensar! "

La frase de Whitman que Unamuno toma como punto de partida pertenece al poema «So long!», que en su primera versión de 1860 dice así:

This is no book; Who touches this, touches a man.

(Versos 55-56.) y la corrección que propone —que se le sienta pensar— estaba ya en uno de sus poemas del li­bro Poesías, el titulado, precisamente, Credo poé­tico, cuyo verso inicial es este:

Piensa el sentimiento, siente el pensamiento. Si don Miguel nos asegura haber empleado mu-

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chas veces la frase whitmaniana con anterioridad a este escrito suyo de 1915, no es necesario que apuremos la fecha en que la incorporó a su expre­sión, dándole la vigencia que hoy conserva y que él le aseguró '4. Pero sí puede tener interés que nos detengamos en señalar algunas ocasiones en que le gustó acudir a ella.

Por ejemplo, cuando en 1921, en un escrito oca­sional titulado «Sintaxis mecánica», reproduce con bastante aproximación la cita anterior:

«Esto que tocas no es un libro, es un hom­bre », dijo, en estas o parecidas palabras, una vez, Walt Whitman. Dice y no escribe. Y otras veces, al tocar a un hombre, y aun al oírle, nos hemos dicho: «Esto no es un hombre; es un libro.» O no más que la pági­na de un libro ".

1 en términos muy semejantes, fiel siempre a su preferencia por lo humano sobre lo libresco, que otras veces apoyó en textos paulinos como el de la letra mata y el espíritu vivifica, que en su pluma fué también tópico, dirá de nuevo en 1922:

En alguna parte dice Walt Whitman: «No tocas aquí un libro, tocas un hombre/'». Y quien deja un libro deja un hombre; se de­ja a sí mismo ".

Varios años más tarde, estando desterrado en Hendaya, verterá la misma frase en un cauce poé­tico:

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Walt Whitman, tú que dijiste: esto no es libro, es un hombre; esto no es hombre, es el mundo de Dios a que pongo nombre.

(Cancionero, núm. 682.) Pero creo que de todos los textos que junto a

los ya aducidos pudieran espigarse en la obra una-muniana, el más patético, el que mejor pregona la perfecta asimilación del sentir de Whitman, nos lo ofrece otra poesía unamuniana, de los días, tam­bién, de su destierro. Es un a modo de testamento, escrito pocos días después que la canción ante­rior, y que ha gozado de una amplia difusión an­tes de la publicación de su Cancionero.

Me destierro a la memoria voy a vivir del recuerdo. Buscadme, si me os pierdo, en el yermo de la historia, que es enfermedad la vida y muero viviendo enfermo. Me voy, pues, me voy al yermo donde la muerte me olvida. Y os llevo conmigo, hermanos, para poblar mi destierro. Cuando me creáis más muerto retemblaré en vuestras manos. Aquí os dejo mi alma —libro, hombre—, mundo verdadero. Cuando vibres todo entero soy yo, lector, que en tí vibro.

(Cancionero, núm. 817)

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Donde libro, hombre— son la síntesis defini­tiva de los versos de Whitman aplicados a su pro­pia circunstancia.

C L gran poema autobiográfico al que el poeta norteamericano dió por título su propio nombre y apellido, fué uno de los preferidos de Unamuno. Varias veces utilizó sus versos, pero en una oca­sión meditó en voz alta, y por escrito, sobre el sentido que en él creía encontrar. El título de es­ta página es muy revelador. El contra-mismo, aun­que debe advertirse que no cobija tan sólo a nues­tro poeta, sino que ampara otros muchos nombres como los del irlandés W. B. Yeats o el de Renán. Lo referente a Whitman dice así:

El lírico más cínicamente lírico, de menos pudoroso o más impudente lirismo —tal v. gr. , Walt Whitman, el bardo con el alma en cueros—, no se canta al que es, sino al que quiere ser. Y el que uno quiera ser no es el que es, como no se trate de un mentecato o de un loco. Y el poeta jamás es loco. Más aún: el poeta es el anti-loco, el cuerdo por excelencia.

Así, cuando Walt Whitman, en el poema que lleva su propio nombre, empieza dicien­do que se celebra a sí mismo y que lo que él asume debemos de asumir todos, pero que cada átomo que le pertenece nos perte­nece tanto a nosotros.

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I celébrate myself; and tvhat I assume you shall assume; for every atom belonging, to me, as good belongs to you,

y luego nos convida con su alma, es claro que no cantaba al Walt Whitman (fue, a su pesar, era, sino al que quería ser, al modelo que en sí mismo se forjaba, a su yo ideal. Y de hecho nadie, poeta o no, se salvará por el que es, sino por el que quiera ser. La maldición o la bendición de cada uno es el que quiere ser. Y acaso la más pura justicia divina consistiría en hacerla a cada uno que sea por toda la eternidad, después de su muerte, aquél que quiso ser, aquéllo a que aspiró como a suprema meta. ¡Cuántos condenados entonces! ¡Y qué infierno la eternidad! Confiemos, sin embargo, en la misericordia de Dios.

La consecuencia que Unamuno saca del ejem­plo de Whitman la resume más adelante en estas líneas:

Decimos, pues, que la más ruda pelea de un hombre es consigo mismo y luego con la profesión que le ha sido impuesta. Porque todas las profesiones nos han sido impuestas, aun aquéllas que creemos haber más libre­mente abrazado y ejercido más libremente. Toda profesión es una esclavitud. Y el que no busque al hombre bajo el profesional y lo rescate de éste, se encuentra perdido ". «Abraham Lincoln y Walt Whitman» titu-

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Ió Unamuno un escrito suyo de 1918, el más extenso que dedicó al poeta norteamericano, y q u e prácticamente ha permanecido i n é d i t o h a s t a hace poco. La asociación de a m b o s nombres está ya en la propia obra de Wihtman, que fué un sincero admi­rador del Presidente de

los Estados Unidos. Y también los dos estuvieron juntos en la noche del 18 de abril de 1887, cuan-Martí escuchó en Nueva York al poeta el discur­so conmemorativo que tanto le impresionó. Mu­chos años después reaparecen en las lecturas que Unamuno hizo en Salamanca del libro de Whit-man.

El primer poema de éste, que analizamos, es el titulado Walt Whilman.

En estos términos: En aquella tan pintoresca y viva enume­

ración poética, homérica, que, como acos­tumbraba, nos da de un montón de sucesos el enorme poeta —y profeta— yanqui Walt Whitman», después de presentarnos otros muchos, dice entre ellos: «el comedor de opio se reclina con la cabeza rígida y los la­bios entreabiertos; la prostituta arrastra su chai, su gorra se bambolea sobre su nuca borracha y abuhonada; la turba se ríe de sus

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soeces juramentos; los hombres se burlan y se hacen guiños unos a otros —¡misera­bles!—; yo no me río de vuestros juramen­tos, ni vosotros tampoco—; el presidente, celebrando Consejo del Gabinete está ro­deado por los ministros; en la plaza se pa­sean tres matronas solemnes y amistosamen­te del bracete; la tripulación del balandro pesquero estiba repetidas capas de halibut (un gran pescado plano de los mares del Norte) en la cala... [versos 297-303]. Y así sigue.

¿No es así, lector, como mejor se com­prende, pues que se la comprende poética­mente, la celebración de un Consejo de mi­nistros, o grandes secretarios —great secre­taries—, que es como les llama Walt Whit-man?. Si, así, entre una ramera borracha que arrastra su chai y bambolea su cofia, y tres jamonas que se pasean por la plaza —¿la de Oriente?— de bracete, así es co­mo mejor se comprende una sesión de Con­sejo de ministros.

Walt Whitman, el que vio así un Consejo de ministros, entre un carpintero que cepi­lla una tabla; un diácono que se ordena con las manos cruzadas ante el altar; un maqui­nista que se remanga la camisa; una herma­na que tiene la madeja mientras la mayor hace el ovillo y se detiene a ratos por los nudos; una esposa reponiéndose y feliz a la semana de haber parido su primer hijo;

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etcétera, etc. [versos 256, 261, 271, 284, 285]; Walt Whitman, que vio así un Conse­jo de ministros, no fué un político en el sen­tido específico de la palabra —ni menos un politicían—, pero contribuyó a formar el al­ma civil de la gran Democracia norteame­ricana más, mucho más que la inmensa ma­yoría de los políticos norteamericanos con­temporáneos de él.

La segunda poesía de Whitman, una de las más patéticas, es la titulada «O Captain, My Cap-tain!», que forma parte del que llamó '(President Lincolns Burial Hymn», y Unamuno sigue así:

A Lincoln dedicó Walt Whitman uno de sus más sentidos cantos —y de los más re­gulares—, el titulado «O Captain!, My Cap­tain!», «O capitán, mi capitán!». O mejor, caudillo. Aquel hombre —todo un hom­bre—, que era todo él un poeta —todo un poeta—; aquel hombre que se cantó a á mismo —'do que hay de más común, de más barato, de más cercano, de más fácil, es t/o»—,- aquel hombre, que al darse a todos se reservó más que nadie el prototipo del indisciplinado, llamó a Lincoln su caudillo: my Captain.

Y a continuación nos brinda la ver­sión en prosa de los veinticuatro versos que componen esta poesía:

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¡Oh, capitán!, ¡mi capitán!, se ha acabado nuestro terrible viaje; el barco tiene estro­peada cada cuaderna; se ha ganado el pre­cio que buscábamos; el puerto está cerca, oigo las campanas, el pueblo todo gritando, mientras sigue con sus ojos a la firme quilla, al barco severo y osado; pero, ¡oh corazón, corazón, corazón!, ¡oh, sangrientas gotas de rojo!, allá en la cubierta yace mi capitán, caído, frío y muerto.

¡Oh, capitán!, ¡mi capitán!, levántate y oye las campanadas; levántate —para ti fla­mea la bandera, para ti resuenan los clari­nes, para ti ramilletes y guirnaldas—,• para ti se llenan de gente las playas; a ti te llama, la agitada masa, volviendo sus caras áridas; aquí, capitán, ¡querido padre!, este brazo bajo tu cabeza; es un sueño el que hayas caído sobre cubierta frío y muerto.

Mi capitán no responde, sus labios páli­dos y quietos; mi padre no siente mi brazo, no tiene pulso ni voluntad; el barco está an­clado, seguro y sano, su viaje terminado y hecho; de la terrible excursión vencedora la nave entra con su objeto ganado; regocijaos, costas, y resonad, campanas; pero yo, con paso triste, paseo la cubierta en que mi ca­pitán yace, caído, frío y muerto.

L tercer poema whitmaníano que forma parte

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también de su gran elegía a Lincoln y que Una-muno utiliza en este escrito es el titulado When lilaos last in the door-yard blootríd, por su primer versos, cuya primera estrofa traduce :

Al presidente Lincoln dedicó, además, Walt Whitman aquel largo himno de en­tierro —b u r i a 1 hymn—, que comienza: «Cuando últimamente florecieron las lilas en mi jardín y el lucero se hundió temprano en el cielo poniente en la noche, yo me dolí y he de dolerme con cada primavera que vuelva. ¡Oh, primavera, que siempre vuel­ves!, me traes de seguro una trinidad: las lilas floreciendo perennes, la estrella hun­diéndose en el poniente y el pensamiento de aquel a quien más quiero.»

Y estos cuatro versos, aún los que componen el final de la elegía, cuyo título, también por el pri­mero de aquéllos es This dust was once then a man.

Y además de esos dos poemas, estas lí­neas: «Este polvo fué un tiempo el Hombre, dulce, sencillo, justo y resuelto, bajo cuya cautelosa mano, contra el más torpe crimen conocido en la Historia en tierra y edad algunas, se salvó la Unión de estos Esta­dos. »

El objetivo de esta evocación conjunta de un gran político hecha por un gran poeta se perfila al final del escrito unamuniano, redactado en tiempos que ya se anunciaban de inquietud polí­tica en España.

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Walt Whitman dio al mundo sus poemas para definir a América, su atlètica Demo­cracia —nos lo dice él mismo—; nos dejó un libro que es un hombre, un espejo de la más desbordante vida colectiva —este espe­jo es su alma, es su libro y es él mismo—, y al morir, mano en el timón durante L· tor­menta, el capitán, el presidente que cele­braba Consejos con sus grandes secretarios mientras la ramera borracha arrastraba su chai y las dos hermanas devanaban su ma­deja, descubrió al hombre. Pero es que aquellos Consejos que presidia Lincoln, y en que se decidía continuar la lucha contra el esclavismo y la secesión, eran muy otra cosa que esos Consejos que se creen de pru­dencia, y en que los consejeros, avestruces de páramo que no vuelan ni a un jeme del suelo pedregoso y yermo, agachan las cabe­zas bajo las alas'".

u NO de tantos versos subrayados por Unamu-no en su ejemplar de Leaves of Grass es el 74 del poema Walt Whitman, tan presente siempre en su recuerdo, con el que se inicia la estrofa quinta de aquél: «Y believe in you, my Soul - the other I am must not abase itself to you. Y en 1918, en un nuevo escrito suyo se acordará de él. Lleva por título Fecundidad del aislamiento y después de recordar al poeta italiano Pascoli se detiene

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precisamente en este verso de Whitman. Aunque todo el artículo está presidido por un lema que es otro verso de éste.

/ and this mystery, Itere tve stand. («Walt Whitman», v. 43).

«¿Y cuál es la más íntima y fecunda verdad que un solitario puede descubrir? —nos dice—. La más íntima y fecunda verdad que puede descubrir un solitario es su pro­pia alma. ¡Creo en ti, mi (Urna! —/ believe in you, my Soul —exclama Walt Wihtman, el enorme poeta —un profeta— yanqui. Y creyendo en su alma, creía en las de todos los demás; pues sólo quien descubre la pro­pia, descubre y ve en ella reflejadas, como en un espejo, las demás almas. Y con ellas la Historia, que es un cinematógrafo que sólo en la pantalla del alma propia civil se desarrolla. A un médico que me decía no haber encontrado el alma con el escalpelo, le repliqué: «Sólo encuentra el alma, y no en muertos, el que la tiene, es decir, el que la ha encontrado en sí.» Si no nos doliera, no sabríamos que le duele al que se queja de dolor.

Walt Whitman, en su poema «Walt Whit­man», se celebraba a sí mismo asumiendo lo que debemos asumir todos, pues que cada átomo perteneciente a él nos pertene­ce a todos [versos 1-3], y se iba a la ribera, en el bosque, a desenmascararse y desnu­darse, porque enloquecía por estar en con-

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tacto consigo mismo: «/ am mad for it to be in contad with me.»

[Ibid. v. 12]. Se ponía en contacto

consigo mismo, se abra­zaba a sí mismo, y así descubría su alma y, en ella, la de todos los de­más y la Historia, hasta en el ajetreo de las ca­lles —in the rush of the streets—, pero mejor en la material soledad.» En otro escrito unamu-niano de 1919, pocos me­ses posterior a éste, titulado «¡ Hila tu entra­ñas !» establece un parangón entre las interpre­taciones que de un mismo tema llevaron a cabo el danés Kierkegaard —tan favorito suyo— y Walt Whitman: el de la araña que, suspendida sobre el abismo, tantea el vacío de su alrededor, transfiriéndolo a la inquietud humana por lo que ha de venir. Y tras reproducir lo que el primero escribió en 1843, traduce lo que el poeta norte­americano escribió casi treinta años más tarde.

«Decía Walt Whitman en 1870, escribe: ¡(Observé una silenciosa y paciente araña que estaba aislada en un pequeño promon­torio; observé cómo para explorar el vasto vacío ámbito, lanzaba, sacándolo de sí mis­ma, filamento, filamento, devanándolo sin

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cenar, hilándolo con incansable presteza. Y tú, ¡oh, mi Alma!, donde tú estás, rodeada, rodeada en inmensos océanos de espacio, incesantemente meditando, aventurando, lanzando —buscando las esferas para anu­darlas; hasta que se forme el puente que has de necesitar— hasta que prenda la fle­xible ancla; hasta que el hilo que lanzas coja en alguna parte, ¡oh, mi Alma!"

Lo que es una versión del poema titulado «A noiseless patient Spider», a la que sigue esta con­sideración conjunta de lo que ambos autores es­cribieron sobre el tema :

Lo más trágico de la araña de Kierkegaard y de la de Walt Whitman, no era que tu­viesen en torno a sí el vacío, sin un punto en que sentar pie, sino que era que el hilo de que pendían se formaba en sus propias entrañas, y que era parte de estas entrañas y no una soga que hubiese cojido fuera de sí'°.

La gran preocupación de Whitman por su alma, en la que Unamuno coincidía también, y por eso, sin duda, subrayó en su ejemplar de Ho­jas de yerba este verso del poema Assurances —/ am a man ivho is preoccupi'd of his own Soul— puede documentarse hojeando otras anotaciones unamunescas en las que pudo descubrir un eco de su propio sentir. Limitaré mi pesquisa a uno de los. más discutidos poemas de Whitman, el titula­do 1 sing the hody elèctric, en el que el atento lector español señaló este verso, el último de su

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primera estrofa: And if the bodij were not the [Soni, what is the Soni?

ANSIA de inmortalidad. He aquí otro de los angustiosos temas que caracterizan la actitud de Unamuno ante la vida. Definirla me llevaría muy lejos y bien puntualizada está en los mejores espí­ritus que a su obra se han acercado con un puro y recto deseo de comprensión. Lo que pretendo señalar ahora es cómo convergieron en su mente las trayectorias de dos poemas muy diversos, pero en los que él vio una dimensión común: la de ha­ber sido en su patria respectiva decididos campeo­nes de la civilidad. Me refiero a Carducci y a Whitman.

En 1906, al morir aquél vuelve don Miguel a releerlo, pues no en balde fué uno de sus favori­tos, y en ese mismo año se acerca a la obra de Whitman. Del primero gustaba citar aquellos dos versos impresionantes de su Idilio maremmano, en que la consideración del misterio del universo se resuelve en la acción:

Meglio oprando obliar, senza indagarlo questo enorme mister d ell'universo,

y del segundo subraya un largo pasaje del poema Who learns mij lesson complete?, en que el poe­ta va puntualizando lo maravilloso de sentirse inmortal, desde su nacimiento, en su alma, su niñe», en su pensamiento, hasta en el espec­táculo de la luna en torno a la tierra, moviéndose

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ambas, junto al sol y las estrellas en el universo. Los versos que subrayó don Miguel fueron

éstos: Is ít wonderful lliat I should be immortal3

[as every one is immortal; I know it is wonderful, ¡nit my eyesight is equally wonderful, and how I ivas conceiv-ed in my mother's icomh is equally won-

[derful: And pass'd from a habe, in the creeping trance of a couple of summers and winters. to articúlate and walk. All this is equally

[wonderful. ¿\nd that my Soul embraces you this how, and we afject eacli other without ever see-ing each other, and never perhaps to see

[each other, is every bit as wonderful. And that I can think such thoughts as these,

[is just as wonderftd: And that I can rernind you, and you think them, and know them to be true, is just as

[wonderful. And that the moon spins round the earth, and on with the earth, is equally wonder-

[ful, And that they balance themselces with the

[suri and stars, is equally wonderftd. (Versos 19-26).

DlEX notorio es a lo largo de la obra unamunia-

•12

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na su entusiasmo por la palabra. En 1928, estan­do desterrado en Hendaya, compuso este decir para el Cancionero que por entonces, sin cesar, tramaba:

Al principio, la Palabra; antes del principio, el Fin; no acabará la Palabra, y así el Fin no tendrá fin.

(Cancionero, núm. 117). Textos semejantes pueden espigarse en su obra

impresa, y en las frases que improvisó para el dis­co que impresionó para el Archivo de la Palabra, del Centro de Estudios Históricos, en 1931, vuel­ve a referirse a este poder mágico de aquélla, pero creo que el reproducido es bastante para suscitar el recuerdo de una preocupación insistente sobre un tema que llenó su vida. Sus últimos años, y el Cancionero, es buen ejemplo de ello, estuvieron cuajados de un intenso cultivo del jugueteo con las palabras, de una logomaquia a la que iban a desembocar no pocas de sus preocupaciones del momento. Por eso no debe extrañarnos que al leer a Whitman le chocasen aquellos aspectos de su poesía en que un tema para él tan querido aflo­raba seduciéndole.

Y al leer el titulado Carel of words, anotó este verso:

Human bodies are words, myriads of [words.

(Verso 9). Y las once que integran la estrofa undécima del

poema en que el poeta exalta la personalidad

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insustituible y la inmortalidad de la palabra, pues aunque se proyecta hacia el exterior, como todo el obrar humano, la mayor parte vuelve a quien la dijo, como la acción vuelve a su actor:

Each man to himself, and each tvoman to herself, such is the word of the past and

[present, and the word of immortality; No one can acquire for another —noi one! No one can grovo for another —not one! The song is to the singer, and comes hack

[to him; The teaching is to the teacher, and comes

[hack most to him; The murder is to the murderer, and comes

[hack most to him; The theft is to the thief, and comes hack

[most to him; The love is to the lover, and comes hack

[most to him; The gift is to the giver, and comes hack

[most to him —it cannot fail; The oration is to the orator, the acting is to the actor and actress, not to the audience; And no man understands any greatness or goodness but his own, or the indication of

[his otvn. (Versos 81-91.)

Más anotaciones y subrayados hay en el ejem­plar que leyó Unamuno de Leaves of Grass, que en 1906 le regalara el profesor norteamericano Olmsted, pero lo aducido creo que es suficiente a nuestro objeto. Tampoco he creído preciso agotar

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las alusiones que en sus escritos hizo del poeta yanqui, porque esto no es una antología de citas, sino el trazado de una impresión causada a su animó por esta lectura. Y para terminarlo incor­poraré algo que ya he dicho en otro lugar.

L, N ra primavera de este año, a poco de regresar don Miguel à España, y cuando ya tenía yo dis­puesto para su publicación en La Gaceta Litera­ria, de M&drfd, la versión española de un ensayo de mi maestro el profesor Karl Vossler, le pedí que me tradujese la estrofa undécima del poema de Whitman Salut au monde, que en el texto ale­mán se insertaba según la versión del poeta Hans Reisiger. Unamuno accedió a mi ruego, y su tra­ducción apareció en el ensayo citado. Lo que no supe cuándo <5í a cono­cer la noticia i e esta ol­vidada versión unamu-n i a n a de Whitman, y hoy lo he descubierto al manejar su ejemplar de Hojas de ye\ba, es que el largo poema a que me refiero es uno de los po­cos del libro' cfte no ofre­cen anoUciotiès ni sub­rayados. PosMemente lo saltó en su lectura y vol-

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vio a él en jy.'JO, accediendo, amablemente ai re­querimiento que me atreví" a hacerle.

.VOTAS

1 Fernando Alegría, Walt Whitman en Hispanoaméri­ca, México, 1954. Colección Studíum, 5.

"' Guy W'ilson Alien, Walt Whitman Abroad, Syraeuse University Press, 1955.

' Cebrià Montoliu, Walt Whitman, l'home i sa tasca, Barcelona, 1913. Su traducción Walt Whitman. Fulles d'herbc, Barcelona, 190!), Biblioteca de L'Avenç.

1 "Ángel Guerra», La lírica de Walt Whitman, en La Ilustración Española- y Americana, Madrid, 8-IV--1910, pá­ginas 207-210; y La Literatura Contemporánea. Walt Whit­man, en La España Moderna, Madrid, junio 1911, p , 5-27.

' Manuel García Blanco, Don Miguel de Vnamuno y sus poesías, Salamanca, Acta Salmant icense, Universidad, 1954, p . 73-74.

* Ibidem, págs. 73-74. Miguel de [."namuno, «Programa», en Los Lunes de El

Imparcial, Madrid, 28-V-1900. 1 Miguel de Unamuno, "José Asunción Silva», julio

1908, en el libro Contra esto y aquello, Madrid, Renaci­miento, 1912, p . 44.

Miguel de [ 'namuno, Sobre la carta de un maestro, sin fecha, en el mísmit libro, p . 220-227.

'° Del sentimiento trágico..., Madrid, 1912, p . 127. " Miguel de Unamuno, Sobre un libro de Memorias, fe­

chado en Salamanca en febrero de 1913; Jo incluí en mi edición De esto y de aquello, Buenos Aires, Sudamericana, tomo J, p . 275.

, : Cfr. mi libro citado en la nota 55, p.-232^234. En él puede verse también el texto iinamunianu (jue inserto más abajo.

" Miguel de Unamuno, Pensar con lu pluma, El Día

')«

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Gráfico, Barcelona, 2-XI-1915. En mi De esto y de aquello, tomo IV, p. 527.

14 La hasta ahora más antigua mención de esta frase que he encontrado dice as í : «Tengo tanta aversión a los personajes de teatro como a los hombres que hablan como un libro, pues el hombre que habla como un libro es in­capaz de hacer un libro que hable como un hombre», Vida y Arte, Carta a Antonio Machado, Helios, Madrid, agosto, 1003, núm. 5, p . 46-50.

" Miguel de Unamuno, Sintaxis Mecánica, Nuevo Mun­do, Madrid, l-VII-1921. Hoy en De esto..., tomo IV, p. 586.

"' Miguel de Unamuno, El hombre del libro, en ibid, 22-IX-1922, De esto.'.., I I , p . 322.

" Id. El contra-mismo. El Sol, Madrid, 10-111-1918. De. esto..., I I I , p. 469-470.

Id. «Abraham Lincoln, y Walt Whitman», Nuevo Mundo, Madrid, 23-VIII-1918, De esto..., I I I , p. 448-451.

'" Id. Fecundidad del aislamiento, ibid, 4-X-1918, De esto..., I I I , p . 473.

20 Id. ¡Hila tus entrañas'., ibid, ll-IV-1919. De esto..., I I I , p. 477-478.

21 Cfr. el libro citado en la n. 5, p. 312, y el texto ínte­gro de esta versión en la pág. 423.

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El huracán

por Hart Crane

¡Tú cabalgas, Señor! ¡Señor, nada detiene

Tu corazón ligero, nada aguanta, todo cae, hecho añicos!

Se borra la escritura de las piedras. Como la leche blanco, el buril de Tu viento

a los huesos arráncales la carne en trémulos jirones,

barrida paja sibilante. Saltan, Señor, las mismas peñas batidas, más arriba

que guijas, con espuma de relámpagos. Ni el gusano, Señor, puede esconderse

a Tu tambor que pasa, ni huir de su embestida. Señor, mientras las cimas, derrumbándose, azotan

a las algas marinas sobre el rubio hervor del cielo y, alto, el cielo estalla,

¡Tú cabalgas, Señor, hasta la puerta! ¡No te paran, Señor, ni suelo ni muralla!

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EMERSON Y WHITMAN

por José A. Ba'seiro

T i | A lectura de Emerson tiene dos dimensiones

de fina resonancia. Una, ética; otra, intelectual. Fué la suya vida consagrada a las incursiones

proceres por el mundo del idealismo que en él es reflexión optimista, prédica sincera y autono­mía individual.

Ese optimismo, tanto como expresión particu­lar de su propia naturaleza, diríase reflejo de su pueblo y de la época cuando vivió. Porque Emer­son eleva a un plano de noble belleza espiritual la raíz genuina de la Nueva Inglaterra. Y enton­ces aquella parte de Estados Unidos predomina­ba allí culturalmente.

Nacido en Boston el 25 de mayo de 1803; gra­duado de su Escuela Latina y del Colegio de Har­vard, siguió la tradición de sus mayores. «No hacerse ministro religioso en la familia Emerson», escribe un autor de nuestro tiempo, «era casi tan incongruente como carecer de aspiraciones políticas naciendo en la familia Roosevelt.»

Antes de unirse a la iglesia de su dirección fué

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maestro de escuela. Y si no se sintió cautivado por la pedagogía, abandonando el aula, no ha­bría de renunciar a comunicarse directamente, para enseñarlo, con su pueblo.

Hechos ya sus estudios de teología, compartió en la ciudad de su nacimiento el ministerio de una iglesia unitaria ortodoxa. Hasta que un día sintió invencibles escrúpulos dogmáticos. Se ale­jó del templo. Y, ansioso de aliviar fatigas menta­les y angustias psicológicas, partió hacia Euro­pa: Italia, Suiza, Francia, Inglaterra.

Su ausencia del culto es uno de los episodios más reveladores, no ya sólo de la biografía de Emerson, sino de la historia de su país.

Buzo diligente y valeroso de la verdad, su bien provisto cerebro padecía la agonía de escudriñar la conciencia en perenne tensión inquisitiva. Y sus investigaciones planteáronle el conflicto entre su profesión de fe tradicional —que era la de sus feligreses— y el drama de dudas de su razón in­terrogante. Sonó en su agitado reino interior una hora trascendente. Y Emerson la oyó abrasado en austera serenidad.

Z5 UBIO al pulpito. Y de sus labios brotaron pa­labras de ejemplo: «En mis funciones de minis­tro cristiano, es mi deseo no hacer nada que no pueda hacer de todo corazón. Con deciros esto os lo he dicho todo.» Y descendió del pulpito, más elevado que antes.

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El vulgo —eme lo es en cualquier época y en cualquier latitud— pretendió escarnecerlo. Por­que el vulgo —que carece de equipo mental y de riqueza sensible— sufre la estrechez de un punto de miras limitado y parcial. Y lo acepta como fór­mula. Y como no tiene positiva curiosidad para provocar otros ni capacidad para encontrarlos, cree, o se obstina en hacer creer, que el suyo es el único. Lo proclama con terquedad cerrada —negación de inteligencia. Y lo defiende ciega­mente —confirmación de anquilosamiento.

JUL vulgo de Boston no pudo comprenderlo. No lo perdonó. Le fué hostil. El caso no era insó­lito. En la Inglaterra del mismo período el ilus­tre desertor de la iglesia anglicana, John Hen-ry Newman —quien después honró el capelo cardenalicio de la Católica—, conoció también los colmillos de los lobeznos. Y Emerson pudo afirmar que «ser grande es ser incomprendi-do», Porque no era de los que se empeque­ñecen cuando la jauría ataca. Era demasiado hombre. Tenía auténtica pureza de sentimientos. Su estatura intelectual no necesitaba, como los enanillos, subirse sobre los demás para que se le viera. La amenaza de sus detractores rearmábale espiritualmente. Aquella crisis, que hubiera inti­midado y paralizado a la mayoría de sus enemi­gos, se le representaba a Emerson como graciosa y bien amada novia: gracejul and beloved as a

si

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bride. Y la arrostró solo. Por eso pudo escribir José Martí, a propósito de Emerson:

Jamás se vio hombre alguno más libre de la presión de los hombres y de la de su épo­ca. Ni el porvenir le hizo temblar, ni le ce­gó al pasarlo. La luz que trajo en sí le sacó en salvo de este viaje por las ruinas, que es la vida. El no conoció límites ni trabas... Fué tierno para los hombres y fiel a sí pro­pio... Se sumergió en la Naturaleza y sur­gió de ella radiante... Dijo lo que vio; y donde no pudo ver, no dijo... Miró con ojos propios en el Universo, y habló un len­guaje propio... Conoció la dulzura inefa­ble del éxtasis. Ni alquiló su mente, ni su lengua, ni su conciencia. De él, como de un astro, surgía luz. En él fué enteramente digno el ser humano.

I OS síndicos del templo abandonado por Emer­son no eran vulgo. Y fué otra su reacción. Ni se creyeron ofendidos, ni ofendieron a quien se les alejaba. Lo respetaron. Porque él empezó por respetarles la conciencia al oír —y al decir— la voz imperativa de la propia. Como que creía que toda verdad proviene directamente de Dios y que su inspiración prosigue creciendo mientras el amor y la fe prevalezcan sobre la tierra.

Sin integridad hubiera podido engañarles re­pitiéndoles cuanto ellos preferían escuchar. Y les

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desnudó sólo su verdad. Aceptáronle la dimisión. Pero sin retirarle sus emolumentos.

EMERSON falleció en 1882. En 1903 un minis­tro de aquella denominación unitaria ortodoxa, el doctor Van Ness, recordaba la rectitud de Emer­son para rendirle homenaje. Subrayaba el gesto candido y arrojado a la vez: gesto modelo de limpieza moral: de intrepidez cívica.

Los síndicos, primero; y no menos, después, el ministro de la misma iglesia de la Calle Hanover, fueron, en el mundo de la inteligencia ética, tan grandes como el digno ensayista. Quien entienda esa lección de ecuanimidad hace buena la espe­ranza cultural de un pueblo. Los hombres que así procedan serán siempre hombres libres.

Eso significa que en Emerson luce la letra, ar­moniosa y tersa; pero supera el espíritu, animado por 3a heroicidad vital. «Lo que verdaderamen­te vale en el mundo es el alma activa», nos dice en su ensayo «The Ameri­can Scholar». Y allí mis­mo le concede la supre­macía al carácter sobre la inteligencia.

No podía comprender cómo ningún hombre, en beneficio de sus nervios

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y de su siesta, negábase a participar en una ac­ción meritoria, por el hecho de ser contraria a la opinión popular. Orientador de la conciencia ciu­dadana, mantenía y repetía la imprescindibilidad de sostenerse libre y con el coraje de sus propias convicciones. Jamás descendió, en aterrizaje adu­lador, lisonjero de las muchedumbres esforzadas en presionarlo. Y, más de una vez, éstas lo distin­guieron con sus ataques. Así, por ejemplo, por el movimiento abolicionista defendido por Emer­son. Pero en él la firmeza era hermana de la dig­nidad personal. Y la independencia de juicio, ge­mela de su tacto y su buen gusto. Por eso le acom­pañó el respeto de sus opositores; como le hon­ró la admiración de lectores tan devotos como Thomas Carlyle, en Inglaterra, y Hermann Grimm, en Alemania.

De otro modo: Emerson se negaba a ser espe­jo donde todos los demás vieran reflejada su pro­pia imagen. Porque era faro que iluminaba el sen­dero para quienes buscaran la luz.

i N O extraña, en consecuencia, que se le acusa­ra de preferir su soledad al contacto de las masas. Pero no las menospreciaba. Porque sabía que mientras más benévolo es el ser humano, más vida contiene, ya que todo emana del mismo es­píritu, aunque con diferente nombre —amor, jus­ticia, ecuanimidad— en sus diversas aplicacio­nes : como el océano es bautizado con diferente

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nombre en las diversas costas que sus aguas bañan.

Además, Emerson confesaba verazmente que no era instrucción, sino provocación, lo que po­día recibir de otra alma. Sabía que, en último ex­tremo, nada es más sagrado que la lealtad debida a nuestra propia conciencia. Y se negaba a dar explicaciones por sus ideas incomprendidas y por sus actos saturados de esencia vital. Así impidió que se le convirtiera en espectáculo público. Por­que era un hombre público; pero no —como tan­tos— un espectáculo. Sosteníale la virtud: sus­tancia de su independencia. Y esto ya desde que, tocado por la tuberculosis, su cuerpo no era fuer­te. Y cuando a consecuencia de la crisis ideológi­ca que le movió a abandonar su iglesia, hecho precedido por la muerte de su esposa, supo de la tristeza.

1 ERO junto a aquella naturaleza melancólica que, según Aristóteles, subsiste en los grandes hombres, el encanto de su sano humor fué la son­risa de su personalidad. Pensaba que el corazón del abatido se entrega apenas se inicia la jornada, mientras que el corazón regocijado se anda el ca­mino completo.

Leer a Emerson es plasmar, imaginariamente, sobre cada página, el arte de una figura procer por su brío interior; seductora por sus excelen­cias humanas. Comprender a Emerson es llegar,

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inteligentemente, sobre cada dificultad supera­da, a la conquista de todo un carácter: íntegro por su sinceridad, aristócrata por su verbo, ejem­plar por su rectitud.

Como en Don Quijote, el énfasis está aquí pues­to sobre las valoraciones espirituales. Y en su ideología, atenta siempre a guiar el avance cul­tural de su pueblo, hay alas que vuelan con uni-vsrsales ritmos. Porque Emerson desdeña el pro­vincialismo. Sabe que el chauvinismo, como toda escasez, siempre es costoso. Y puede expresarse así porque se ha medido, en tierras extrañas a la suya, con forasteros de valía imperecedera.

Emerson es un poeta de la filosofía. Su prosa tiene más encanto lírico que sus versos. Oficia en el altar de la naturaleza. Ama la belleza. Y se acerca a ésta y a la otra con un decoro y con una finura de perfecto equilibrio mental.

JUS un lugar común, entre no pocos de sus co­mentaristas, aludir a la «frigidez» de Ralph Wal-do Emerson. Estamos, a mi juicio, ante un error psicológico. Tal parece que esos críticos no han podido, bajo el aparente clasicismo de la armo­niosa exposición, sentir esa profunda pero conte­nida voz de una naturaleza apasionada.

Emerson es, en muchas de sus páginas, enamo­rado contemplativo del Amor. Esta le parece la más augusta de las palabras: porque es sinóni­mo de Dios. Y una de sus poesías lleva muy sig-

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nificatívo título: Give All to Love («Dadlo todo al amor»).

¡Z N 1855 Emerson tenía cincuenta y dos años. Ya se le aceptaba y admiraba como a la primera fi­gura intelectual de Norteamérica. Y, aún más, quien había dicho que los «hombres de carácter son la conciencia de la sociedad a la que pertene­cen», era allí umversalmente reconocido como mo­delo de vir bonus. Y este hombre bueno recibe en­tonces un librito titulado Leaves of Grass. A las dos semanas y media de su publicación, Emerson escribe una carta, firmada en Concord, Massa­chusetts, el día 21 de julio. Se ha dicho de ella que es la carta más importante de la literatura de las Estados Unidos. Va dirigida a Whitman, en gratitud por el «maravilloso regalo» de Hojas de Hierba. Para Emerson trátase de «la más extraor­dinaria pieza de ingenio y de sabiduría que Amé­rica ha creado hasta el momento». Piensa que hay en ella «cosas incomparables dichas incompara­blemente bien, como deben decirse». Se expresa jubiloso ante el libre y bravo pensamiento del poeta. Y lo saluda al comienzo de una gran ca­rrera : I greet yon at the beginning of a great ca-reer, tohich yet must have liad a long foreground, for such a" start.

Las mentes estrechas contagiáronse de espan­to. Hubo aspavientos y hubo protestas. Todo po­dría reducirse a una interrogación ; ¿Cómo Emer-

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son, la flor del Puritanismo, condonaba un libro que a los pacatos parecíales inmoral y a los críti­cos sin vista —no sólo en Estados Unidos, sino también en Inglaterra— parecíales de pésimo gusto? °

Ante este planteamiento cabría preguntar si los protestantes habían leído bien, y de verdad, a Emerson. Porque, catorce años atrás, en su ensayo Heroism, de 1841, Emerson escribió que cuando alguien se resuelve a ser grande, ha de atenerse a sí mismo: sin tratar, por débil, de reconciliarse con el mundo. Sustentaba la idea de que el ser hu­mano debe honrar sus propias acciones, y felici­tarse si ha hecho algo extraño y extravagante que rompa la monotonía de una edad decorosa.

/ v H I hallaríamos, acaso, la clave de su conduc­ta porvenir a propósito del libro de Whitman. Pero puede irse más lejos; y por otra dirección. Emer­son pensaba que inicialmente se tiene el instinto, después de la opinión y, por último, el conoci­miento : como la planta tiene raíz, yema y fruto. Todavía antes, en 1837, aseguraba que la prime­ra en tiempo y la primera en importancia de las influencias sobre la mente humana es la de la Na­turaleza.

* Entre los comentarios afirmativos de autores ingle­ses, regocija anotar el que, en 1887, hizo Robert Louis Stevenson : A book o/ singular servicc... fíut it is only o book for those who have the gift o/ reading".

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En el invierno de 1838-39 Emerson pronunció una serie de conferencias en Boston. Su tema ge­neral era la Vida humana (Human Life). La cuarta de aquellas disertaciones titulábase Amor (Love). Y pasó en forma y contenido casi idénticos —a su colección de ensayos. ¿Qué edad contaba Whit-man entonces? Nacido el 31 de mayo de 1819, andaba por los veinte años. Y su Hojas de hierba no aparecían hasta sus treinta y seis. Whitman tie­ne allí un poema llamado la Canción de mí mis­mo (Song of Myself), en que afirma:

Yo he dicho que el alma no es más que el cuerpo Y he dicho que el cuerpo no es más que el alma.

(I have said that the soul is not more than the [body

And I have said that the body is not more than the [soul.)

Compárese la expresión con la del Emerson su­geridor de que el término de toda enseñanza li­beral debe ser el amor a la belleza y que recono­ce el armónico e inseparable consorcio entre el cuerpo y el alma, cuando escribe: The soul is wholly embodied, and the body is wholly ensou-led. Y se hallará en el de la Nueva Inglaterra al precursor de un concepto vital aclamado por el poeta del Estado de Nueva York. No olvidemos que, como señala Henry Seidel Canby, el indivi­dualismo religioso y moral de Emerson fué una de las influencias rectoras en el pensamiento dé Whitman. Y recuérdese que Whitman mismo re-

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conoció temprano: Yo me caldeaba, me caldea­ba, Emerson me hizo hervir. (I simmered, sim-mered, Emerson brought me to a boíl.)

Ahora, miremos el hecho desde otro ángulo. El 14 de julio de 1838 Emerson leyó una conferen­cia sobre Etica literaria (Literary Ethics) en Dart-mouth College. Quejábase, én aquella ocasión, de que el rasgo típico en la pintura, en la escultura, en la poesía, en la novela, en la elocuencia de Es­tados Unidos, parecía ser cierta gracia sin grande­za, y que, en sí mismo, no era nuevo, sino deri­vado.

Quien así pensaba, ¿cómo no habría de regoci­jarse magníficamente al impacto de una obra tan originalmente americana como la de Whitman: nueva en su esencia vital, nueva en su libertad, nueva en su emoción, nueva en el panorama que abarcaba; pero, al mismo tiempo, con el ancho aliento y con la sincera intensidad de los textos bíblicos tan familiares al ex-ministro religioso co­mo poeta que profetizaba el porvenir de la na­ción?

¡Z S reparador, y en contraste con los juicios ad­versos, lo que una mujer de Estados Unidos, Fan-ny Fern —coincidiendo con Emerson— escribía el 10 de mayo de 1856, en The New York Ledger, acerca del libro de Whitman, a quien saluda como a hombre que se atrevió a cantar la verdad, con ideas viriles y honradas, para echársela al

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rostro a los pusilánimes. Y conociendo el pasado de Emerson, oportuno sería preguntar ahora si esas mismas palabras de exaltación individualista no serían aplicables igualmente a él.

í ESE a tales afinidades, ¡ qué hondas diferen­cias pueden señalarse entre uno y otro!

Emerson nace en una gran ciudad. Y ama el re­tiro. Whitman ve la luz en el campo. Y se intoxica con la vida abundante, repleta y varia de las ca­lles de Manhattan: de sus teatros, de sus canti­nas, de sus hoteles. Pero sin renunciar a la prístina salud de la naturaleza. El culto a la forma clásica —de frase equilibrada, contenida y armónica es evidente en Emerson. Percíbese en él la preocupa­ción artística. Whitman es el torrente poderoso donde no cuenta el lugar de cada gota de agua, sino el ímpetu de su energía creadora. Emerson ama toda causa noble favorable a la libertad, al reconocimiento de los principios éticos y al me­joramiento intelectual de su pueblo. Pero es un aristócrata en el sentido expresado en su propio diario {Journal) en agosto de 1855: La distinción del pensamiento es distinción aristocrática. Whit­man, sin ser menos personal, siente a la humani­dad en masa; y representa, enteramente, la encar­nación democrática: One's-self I sing, a single sepárate person, Yet utter the word Democràtic, the word En-

[Masse.

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Emerson hace dos viajes a Europa. Whitman no sale de Estados Unidos. Sin embargo, tal como ex­plica el primero, en su libro sobre las característi­cas inglesas (English Traits) no era buen viajero: / am not a good traveler. Pensaba que, bajo las más propicias condiciones, viajar es de las prue­bas más severas a que puede someterse el hom­bre: But, under the best conditions, a voyage is one of the severest tests to try a man. Whitman, en cambio, nació con la alegría del camino. Hom­bre que no siempre tuvo un oficio profesional re­gular —maestro de escuela, impresor, periodista, empleado del gobierno, enfermero, poeta— cono­ció temprano el gozo del alma errante en contacto con la grandeza y la simplicidad de la Naturaleza y con la intensa complejidad de las ciudades, des­de Brooklyn a Nueva Orleáns. Temperamental-mente, su sentido vagabundo diríase hermano del de Johannes Brahms.

MIENTRAS mejor se conoce a Estados Uni­dos, más hondo se cala en su poeta. Ante la gran­deza de aquel pueblo —francas todas sus pistas a la facilidad de cruzarlas— se siente la invitación

a la marcha larga : al mo­vimiento progresivo, le­vadura de la musa de Walt Whitman que se de­cretaba a sí mismo la su­peración de límites geo-

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gráficos. Porque, sabiendo que su paso podía ser de gigante —sobre la tierra y bajo el firmamen­to de plurales Estados hermanados por un solo pabellón—, Whitman señoreaba en sus cuatro puntos cardinales. Y sentía a su América en su canto. Porque el este y el poniente eran suyos; porque eran suyos el norte y el sur: The east and the west are mine, and the north and the south are mine. Y quería conocer al universo mismo como si fue­ra un camino, como si fuera muchos caminos, como caminos para las almas viajeras.

J—,A sugestión del vagar de un lado a otro de esta atl'tica Democracia es imponente en los poemas de Whitman. Llama para compañero de su ruta a quien le oiga. Porque vagando a su lado se en­cuentra lo que jamás fatiga: nuons whoever yon are come travel with me. Travelling with me you find what never tires. Y aunque sabía que para quien inicia la jornada la tierra ha de ser dura, hermética e incompren­sible, como la Naturaleza misma, animaba a no decaer; incitaba a mantener el ritmo renovador: hasta que se revelara la hermosura de las divinas cosas por descubrir. Porque sabía de la existencia de aquellas divinas cosas más bellas de lo que las palabras pudieran decir.

I A simpatía espiritual de Whitman era vigorosa, elástica y magnánima como su verso. Cantaba a

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la nación. Y era como si la nación misma se diera al mundo con nuevo repertorio de ideas, de sen­saciones, de palabras nunca oídas. El poeta vi­vía consciente de que su pueblo es hijo de mu­chos pueblos; de que está constituido por muchos pueblos. Y se entendía, pronto y bien, con extra­ños y extranjeros: WJiat is ¡t l interchange so suddenly with stran-ger.sP

Z) U lengua no fué nunca momificada y estrecha. Tenía la flexibilidad de los ríos espléndidos y la amplitud de las praderas casi infinitas de sus Es­tados. Que cuando el panorama se ensancha y cre­ce con sana alegría, la voz no puede menos que animarse y ser intrépida. Y Whitman nutría la su­ya de palabras españolas, italianas, francesas: co­mo se nutrió su pueblo de la sangre de esas tie­

rras. Y así lo hallamos es­cribiendo «americanos», «camaradas», «libertad», «d o 1 c e», ai fectuoso», «bravura»; «al lons», «amours», «melange».

Sus alas eran demasia­do pujantes, demasiado audaz su vuelo para re­cogerse en el ensayo de horizontes mínimos. Su fuerza provenía de la vi-

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sión universal no restringida: de la energia origi­nal de todo su pueblo. Y sabía que su lengua y que cada gola de su sangre estaban formadas de la tierra y del aire de todos y cada uno de los Es­tados incluidos en su amor fundamental por ellos. Su poema Slarting from Paumanok es apasiona­do espejo donde ss reflejan, vibrantes, todas las zonas de aqiuJ trozo palpitante del Nuevo Mun­do. Y con la visión del futuro —sin miedo nunca a romper moldes tradicionales— Whitman no sólo amaba como a vecino a cada hombre y a cada mujer de la Nueva Inglaterra, del Mediano Oeste, del sur y del norte territorial y eonstitucionalmen-te unidos. Quería salir en busca de playas y paí­ses remotos, para anexarlos simbólica y fraternal­mente a las orillas primeras de la nación. Porque pensaba —y esto no se ha observado frecuente ni significativamente— que la tierra entera y que todas las estrellas celestes existen para el amor religioso. E insistía en que la real y permanente grandeza de los Estados Unidos habría de ser la religiosa:

/ say the whole earth and all the stars in the sky are jar religions sake.

I say that the real and permanent grandeur of these States must he their religión.

De otra manera no concebía esa grandeza. Porque ni el carácter ni la vida valen la pena sin la reli­gión, ni la tierra, ni la mujer, ni el hombre: Otherwise there is no real and permanent gran-

[deur:

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(Ñor character ñor lije worthy the ñame without [religión.

Ñor land ñor man or woman without religión).

HITMAN intuyó que el destino superior de su pueblo habría de ser unir, como no se unieron nunca antes, a seres de cultura y de origen diver­sos : salvándoles el recuerdo de dónde venían, y avivándoles la esperanza de juntarse como uno solo para la obra por venir.

Quien creía que todas las hazañas heroicas ha­bían sido concebidas al aire libre; quien veía la tierra expandiéndose a uno y otro extremo de sus abiertos brazos, nació, esencialmente, para ser el poeta de Estados Unidos. Porque aquella nación hace nómadas. Y los nómadas han ido haciendo a la nación: fortaleciéndola, prolongándola, ensan­chándola. Dándole —con osadía y ambición y ensueño— nuevo aliento y horizontes nuevos, has­ta hacer de su brío juvenil el apoyo de los demás hombres: For we cannot tarry here, We must march, my darlings, we must bear the Brunt of áanger, We the youthful sinewy races, all the rest on us

[depend, Pioneers O Pioneers!

Era la llamada de Whitman, verbo de fe res­plandeciente, henchido de acción. Para ir más allá: siempre más lejos. Y —otra vez la actitud

w

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nueva— quería que el hombre y la mujer com­partieran vigilia y conquista: lanzados, de la ma­no, al azar de la épica mudanza.

Este poeta —que hablaba del sexo en sus poe­mas con desnuda franqueza e inocente promiscui­dad— sabía que nada es tan grande como la ma­dre de los hombres. Y pensaba en la mujer con primitivo candor; con naturalidad de alma virgen.

r ORQUE sabía que todas las grandes naturale­zas aman la estabilidad, Emerson no temía a la muerte. Pensaba que la evidencia arrolladora de la inmortalidad es la insatisfacción humana con toda otra solución. Hombre de tierras frías y de inviernos largos, comparaba el temor de la muer­te con el de un corto estío. Pero —aclaraba en su Diario (Journal, julio 1855)— que cuando ya he­mos gozado del asueto, y nos hemos colmado de frutas y calentado uno y otro día al sol, ansiamos descansar el pensamiento y el deseo. Whitman, igualmente, porque era como un soplo imperece­dero, no parece nunca temeroso de la muerte. Al contrario. Deja que se le acerque, deslizándose con dulce, materna y esperanzadora familiaridad : Dark mother, altvays gliding near with soft feet, Have none chanted for thee a chant of fullest

[welcome? Como si la sabiduría de su propio espíritu le ade­lantara el secreto del sueño de paz. Y promete que nada puede ocurrimos tan bello como el mo-

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rir. Y pregunta qué es, finalmente, hermoso sino el amor y la muerte. Y cuando evoca la vejez, la ve fluir sin trabas hacia la deliciosa cercanía libera­dora: Oíd age, flowing jree ivith the delicious nearby freedom oj death.

/"Vi II vemos, otra vez, la compenetración del ensayista y del poeta con su pueblo que, ante la resta inevitable de la muerte, en vez de extraver-tirse en desgarrado lamento —como el antiguo de Israel que, probablemente, lo comunicó a tantos más— se recoge en la resignación austera del due­lo sin voces y del sentimiento que se hace evoca­ción, pero no protesta.

Cuando se cruza, y se vuelve a pasar por el Mississippi y el valle de Ohio; cuando, al bajar desde Idaho, le sale al paso viajero la maravilla del Bear Lake; al contemplar esas rocas majestuo­sas como catedrales ultratcrrenas bajo el cielo de Utah; cuando Kansas entrega su corazón calien­te de feraces llanos y California imanta con sus desiertos, sus cordilleras y sus playas; cuando las cuevas de Arkansas revelan refugios de aventure­ros; cuando Nueva York y Brooklyn se enlazan con manos de acero; cuando la tierra plana de la Luisiana conduce hacia la ciudad francoespañola adonde fué el poeta en una de sus andanzas infa­tigables, se siente —y se reconoce— que ninguno comprendió a su pueblo como Whitman. Y por

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eso le cantó como ninguno. Y por eso le amó como el corazón del padre donde caben, juntos y uná­nimes, sus hijos.

Al estallar allí la guerra entre los Estados, que impulsó al hermano contra el hermano, aquel hombre señero y visionario que supo exaltar a Lincoln no tuvo fuerza en el pecho para el odio; ni poder en la mano para el arma. Y sirvió volun­tariamente, durante tres años, como enfermero. De 1862 a 1865 tal vez vio a más de cincuenta mil hombres. Púsoles vendas de amor sobre las heridas. Y palabras de caridad junto a las penas. Como antes tuvo acentos de concordia para su América en masa.

IMAGINARLO así, trae a la memoria aquellas justas y finas palabras que un filósofo nacido en España, George Santayana, escribió en su Charac-ter and Opinión in the United States: «Si se me diera a mirar en el fondo del corazón de un hom­bre y no hallara en él buena voluntad, diría sin titubeo: Este no es americano.»

Lincoln, obligado por las circunstancias, decla­ró aquella que el pensador puertorriqueño Euge­nio María de Hostos calificó de «una de las pocas guerras perdonables que se han hecho en la Histo­ria de los hombres»; porque había «salvado a la fuerza dos principios: el de la igualdad social y el de la unión federal». Y Lincoln vio un día desde la Casa Blanca a Whitman que pasaba. El Presi-

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dente pronunció cuatro palabras, determinantes de la calidad humana del poeta: He is a man (Ese es un hombre). De una mirada sagaz midió al genio, que sentía como propia la degradación su­frida por cualquier otro ser: Whoever degrades another degrades me.

JV partir de su experiencia en el hospital de Washington —tal como dijo Havelock Ellis en el estudio que le dedicó en The New Spirit— Whit-man sentía profunda ternura, compasión divina por todo lo humano. Y fué así cómo la conmisera­ción por el dolor ajeno predominó en él sobre la egolatría de antaño.

Al fallecer Lincoln, sólo quien hubiera vivido a Estados Unidos en su totalidad expresiva podía contarle con la pasión filial que entonces experi­mentó Whitman. Y vio en el jefe inmolado no úni­camente al Capitán de su patria, sino al padre de su propio espíritu democrático: llere Captain dear father!

This arm beneath your headl It is some dream that on the deck,

You've fallen cold and dead. El poeta había abarcado en su canto la ejem­

plar unidad de su pueblo. El presidente-mártir, la preservó para siempre.

Gran acierto de síntesis ideológica, en conse­cuencia, fué el del compositor suizo Ernest Bloch cuando, al frente de su rapsodia épica titulada

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América, redactó las palabras siguientes: Esta Sinfonía ha sido escrita con amor por este pue­blo [Estados Unidos]. En reverencia a su Pasado con fe en su Porvenir. Y se dedica a la memoria de Abraham Lincoln y de Walt Whitman, cuya visión sustenta su inspiración. Palabras del año 1927 que prueban cómo la obra de aquéllos, en su esencia y trascendencia, se prolongó hacia el futu­ro para mantenerse viva.

Emerson, maduro fruto de la cultura del si­glo XIX en Norteamérica, fué el profeta de Whit­man ; y éste fué la levadura simbólica de un Ma­ñana, que es Presente, de la nación. Bien lo vati­cinó Rubén Darío en aquel soneto suyo de 1889 tres años antes de la muerte de Whitman—:

En su país de hierro vive el gran viejo, bello como un patriarca, sereno y santo. Tiene en la arruga olímpica de su entrecejo algo que impera y vence con noble encanto.

Su alma del infinito parece espejo; son sus cansados hombros dignos del manto; y con arpa labrada de un roble añejo, como un profeta nuevo canta su canto.

Sacerdote que alienta soplo divino, anuncia en el futuro tiempo mejor. Dice al águila: ¡«Vuela»! ¡«Bogan! al marino, y ¡«Trabaja»! al robusto trabajador. ¡ Así va ese poeta por su camino con su soberbio rostro de emperador!

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Selección de

Rivers \o the Sea

por Sara Teasdole

Cuando esté muerta y sobre mí el claro abril agite su cabellera humedecida,

aunque te inclines sobre mi tumba apenado, no me importará.

Tendré la paz de que gozan los árboles frondosos cuando la lluvia dobla la rama,

y estaré más silenciosa y más fría que ahora tú.

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WHITMAN EN CASTELLANO

por John E. Englekírk

LJ JL J. ACE justamente un siglo que salió de una pequeña imprenta norteamericana —en la que el mismo autor había compuesto la obra— un pe­queño volumen de doce versos con los cuales el poeta-profeta esperaba que la literatura del Nue­vo Mundo llegara a ser nuestra... viva, robusta y fuerte, que se pusiera de manifiesto de cuerpo en­tero, macho y hembra, que diera los modernos significados de las cosas, que se desarrollara be­lla, duradera, en proporción con América... '. Y conforme el mito que con los años creciera en torno al bardo y a lo que iba a ser designado como la Biblia de la humanidad del Nuevo Mundo, hay quien ha creído que Hojas de hierba se pusiera en venta el mismo día 4 de julio, día de la inde­pendencia americana, efemérides simbólica para el hombre... de una fe perfecta que ofreciera sus afirmaciones y seguridades en nombre de todos los jóvenes como una señal sincera e irrefutable de que The United States themselves are essen-tially the greatest poem (Los Estados Unidos, son esencialmente el poem* más grande).

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Pero pese al largo prefacio que Whitman lan­zó como manifiesto y como desafío a su época, el librito pasó casi inadvertido. Sólo una voz de aquel entonces pudo comprender el alto significa­do de aquellos versos que otros rechazaban por bárbaros e inmorales. Para Emerson el maravillo­so regalo de Leaves of Grass vino como respuesta, largamente esperada, a su sensacional conferen­cia, El estudiante americano, pronunciada en la Universidad de Harvard el 31 de agosto de 1837, conferencia aclamada como nuestra declaración de independencia intelectual. Whitman había es­cuchado bien el informe de su querido amigo y maestro, y no pudo pasar por alto unas palabras proféticas escritas por Emerson en 1842:

"En América no hemos tenido todavía un genio de mirada titánica que conozca el va­lor de nuestros materiales incomparables y que haya visto en la barbarie y el materia­lismo de la época otro carnaval de los mis­mos dioses cuya descripción tanto admira en Homero... América es un poema que se ex­tiende ante nuestra vida; su amplia geogra­fía deslumhra a la imaginación y no tardará mucho tiempo en ser puesta en verso" \

Considerando el libro de Whitman la obra de ingenio y de sabiduría más extraordinaria que ha producido hasta ahora América, y encontrando en los versos y en el prefacio afirmaciones que casi parafraseaban las suyas, Emerson no pudo menos de felicitar a Walt al comienzo de una gran ca­rrera '. Alentado por estas palabras generosas de

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Emerson, Walt se empeñó en seguir la ruta ya marcada, y desde aquel año de 1855 hasta su mu arte en 1892, se dedicó a elaborar y a completar como si estuviera construyendo una gran catedral —lo que iba a ser su carta al mundo. Ya antes de bajar a la tumba el buen poeta gris sabía que el barbarie yawp, el graznido bárbaro, de sus Hojas de hierba— aunque todavía mal entendidas y aun acrimoniosamente discutidas —habían logrado inquietar al fin hasta la conciencia estética más serena de los de la vieja guardia.

A Walt siempre le cupo la suerte de atraer a los jóvenes, a los que se atreven a aventurarse por senderos nuevos, a los que aspiran a forjar una técnica más en armonía con el ritmo de su tiem­po, a los que anhelan captar el verdadero signifi­cado de su época y de su pueblo \ Cinco años después de recibida la carta alentadora de Emer­son «—años que no auguraban ningún futuro fá­cil ni risueño para su libro, Walt fué galvanizado por una carta de la nueva imprenta de Thayer y Eldridge, de Boston, en la que pedían los dere­chos de ser los editores de Leaves of Grass, ofre­ciendo como motivo, entre otros más retóricos, el ser ellos jóvenes a quienes Walt les pudiera hacer mucho bien: You can do us good. Poco a poco la voz profètica y liberadora de Whitman se hizo eco en la poesía de generaciones posteriores de j ó v e n e s compatriotas ^-Vachel Lindsay, Cari Sandlïurg, Archibald-MacLeish— hasta llegar a ser, desde la crisis mundial de los '40, de una con­temporaneidad efectiva.

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Igual ha sido el destino de Hojas de hierba en el extranjero donde, en efecto, primero se dieron cuenta del sentido transcendental de una obra que ha sido como la cantera de donde otros poe­tas —tanto fuera como dentro de América— ex­traerían su material y su pensamiento. Tanto fué así, que en Inglaterra la poesía visionaria del An­teo americano conmovió a los prerrafaelitas, en Francia a los versolibristas, en Alemania a todas las generaciones de postguerra, y en Hispano­américa a la juventud de los '40 fuertemente esti­mulada por el mensaje de confraternidad huma­na del poeta de la democracia. Martí fué el pri­mero de lengua española en revelar un hondo aprecio del amplio espíritu americanista de Whit-man. Chocano proclamó con orgullo de conquis­tador: Whitman tiene el norte; yo tengo el sur. En sus andanzas por el mundo hispánico como portavoz de la nueva poesía modernista, Darío llevó siempre en el baúl un ejemplar de la Biblia y otro de Hojas de hierba. Y Unamuno, Neruda, León-Felipe y tantos otros le han manifestado una sincera admiración mediante penetrantes en­sayos críticos, traducciones bien logradas, y cap­taciones acertadas de su espíritu y de su men­saje.

Mucho se ha hablado de 'Vhitman en el mun­do hispánico y no poca ha sido la influencia por él ejercida, en línea ascendente, sobre la poesía hispánica desde principios de siglo s. Por contras­te, empero, y teniendo en cuenta las muchas tra­ducciones existentes ya en otros idiomas, intere-

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sa hacer observar que hasta poco más o menos quince años la poesía de Walt quedaba relativa­mente inaccesible y desconocida en español. Pero de pronto hubo un aumento fenomenal en el nú­mero de traducciones al castellano y hoy los del mundo hispánico que se sienten defraudados al intentar comprender el inglés del hijo de Manhat­tan pueden leerle en las versiones de León-Feli­pe, Rodolfo Usigli, Fernando Alegría, Concha Zardoya, Agustí Bartra, por citar sólo a algunos de sus mejores intérpretes hispánicos de los últi­mos años.

OR qué se demoró tanto en traducir a Whit-man al español? Sin duda alguna, se debe en par­te, por lo menos, al hecho de que la lengua rica y libre de Walt resulta casi «indomable e intradu­cibie » para los de otro idioma *. Porque, a decir verdad, para entender bien el sentido de Leaves of Grass —el mismo título es intraducibie—, hay que leerlo en el original, como hizo notar uno de sus primeros críticos franceses, Leo Quesnel, quien afirmó que un Whitman traducido ya no es Whitman.

Hay, claro está, mucha verdad en tal afirma­ción, pero es una verdad que también tiene vali­dez para la obra de todo gran artista sometido a la dura prueba de ser interpretado y traducido para los que hablan otro idioma y tienen otros conceptos culturales. A primera vista puede pa-

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recer más fácil traducir a Whitman que a Poe. El mayor obstáculo en el caso de Poe es la estructu­ra poética convencional que resulta a veces pura melodía lírica lograda a base de explotar todas las posibilidades de la prosodia clásica y moderna como pocos lo habrán hecho.antes o después. Dp más de cuarenta distintas traducciones hispánicas del Cuervo que he recogido hasta hoy, escasamen­te dos o tres hacen honor al original inglés. Aho­ra bien, Whitman abandonó, o mejor, rechazó los

versos azucarados, como él los llamaba. P o c a s , pues, son las poesías que escribió en versos con­vencionales. Las más co­nocidas son la muy po­pular ¡O Capitán, mi Ca­pitán! y La Etiopía salu­dando a la bandera.

Al hombre medio de sus cantos le ha de parecer que Walt des­preciaba totalmente e 1 ritmo y la rima. No vie­ne al caso analizar aquí una técnica que tanta discusión ha despertado y cuya teoría ni el mismo autor acertó a explicar o definir de manera satis­factoria. Obvio es, sin embargo, que el poeta no

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rechazaba el ritmo y la rima como tales; lo único que hizo fué romper los límites convencionales de la métrica tradicional, para crear, como bien lo expresa Zardoya, un arte sin afectación que nace orgánicamente, consustancial al espíritu del poema, a las necesidades rítmicas y exigencias de la imagen'.

Esta unidad orgánica de fondo y de forma de­pende de ritmos conceptuales y fonéticos —cuyo modelo está en la Biblia— formados según una vieja técnica de repeticiones, aliteraciones, para­lelismos.

L ERO si los traductores de Whitman no han te­nido que enfrentarse —salvo en contados casos— con el problema de ajustar el español, lengua re­tórica y latina, al monosilábico y nórdico inglés —tan rebelde a ser trasladado al castellano en molde prosódico igual, ha tropezado en cam­bio con otros obstáculos no menos difíciles de vencer. Walt daba una importancia primordial a la palabra. Dijo una vez: Creo a veces que Ho­jas de Hierba no es sino un experimento lingüís­tico \ Según él, cada palabra tiene su propio sen­tido, su vida propia, y como no hay en el mundo dos personas idénticas, tampoco hay dos palabras idénticas. Además, una palabra, bien usada, es una cosa: por eso, para cantar a América, hay que crear una lengua nueva —e inclusiva. Cada palabra, pues, debe ser completa en sí, no le ha

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de hacer falta ninguna decoración retórica— en eso precisamente estriba el estilo divino.

A base de tal credo —al que Walt nunca logró dar una forma acabada— se entiende mejor la ri­queza de un léxico, el cual consta de 13.477 pala­bras, de las cuales usaba 6.978 sólo una vez. Vale recordar que el mismo Shakespeare usaba 7.538 palabras una vez, tan sólo. También se entienden mejor —aunque no siempre puede perdonársele— los célebres y a veces interminables catálogos en que quería verter toda la gama de la vida ameri­cana de su tiempo. En suma, todo —especialmen­te en el caso de los catálogos— depende de la pa­labra como concepto-y como grupo fónico. ¿Qué imagen, qué emoción, puede despertar —pronun­ciada en otra forma— una voz tan melódica como «Monongahela», nombre de un río que corre por el oeste, que en las palabras de Walt, rolls with venison richness upon the palate (fluye con la ri­queza de la carne de venado sobre el paladar). No extraña, pues, que muchos traductores his­pánicos se hayan desesperado al trasladar al espa­ñol miles de voces, de las cuales muchas son in­inteligibles, o de poco sentido, hasta para los nor­teamericanos de hoy.

Y, finalmente, la poesía de Whitman abunda en metáforas atrevidas y muchas veces intraducibies, toda sugerencias, como él tanto insistía:

The words of rny book nothing, the drift of [it everything.

(Sus palabras no son nada, mas su objeto lo [es todo)'.

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Por eso, en Poetas por venir, advirtió: / myself but write one or two indicative

[words for tlie futnre. (Yo mismo no hago más que escribir una o dos palabras indicativas para el futuro.

[Usigti, p. 184.) dejándoles a los poetas venideros la tarea magna de traducirlas, y explicarlas, cada uno para su época.

En otra ocasión ("Walt Whitman: indomable e intraducibie») he señalado algunos resultados de diversos intentos de traducir al español, aquellos poemas en que abundan, en especial, los catálo­gos, los idiotismos, y las voces idiosincráticas. Quien quiere caminar con Walt, interpretando para otros de su lengua las maravillas de aquel viaje perpetuo —afoot with mtj visión (de pie con mi visión)— habrá de recordar su adver­tencia :

Not I, not any one else can travel that road [for you.

Yon must travel it for yourself. (Ni yo, ni nadie puede seguir aquel camino

[por ti Tienes que caminarlo por ti solo.)

Porque en el camino ha de tropezar con mil obstáculos: una palabra dialectal o regional o técnica, el nombre de una planta o de un animal poco comunes, una imagen o concepto de tuerte sabor popular, un modismo cuyo sentido se le es­capa. Tan rico y tan variado es el vocabulario de Walt y tan repleto de palabras raras y no repeti-

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das, que quien se atreve a trasladarlas todas a otro idioma tiene que ser de una resistencia he­roica. Téngase tan sólo en cuenta palabras y fra­ses como sweet-flag, timothy, totes, tin-roofing, the jib to protect the thumb, the mould of the moulder, the working-knife of the buteher, cling-ing to topples of brittle and blue, y otras muchas por el estilo que evocan las mil y una facetas y detalles de la vida múltiple y dinámica del ame­ricano de aquel entonces a los que Walt catalogó —la mayor parte de las veces en enumeraciones caóticas— en poemas como Canto a mí mismo, Canto a las ocupaciones y Canto del hacha. Mu­chas de esas voces, aun en el caso del más con­cienzudo traductor, han sido suprimidas en las versiones hispánicas '".

.EN general, las traducciones hispánicas de los últimos años pasados superan a las demás en fi­delidad al original. Más bien que recalcar aquí errores y deslices que fácilmente se encuentran en casi todas, me permito citar la primera y la única traducción hecha de Out of the Cradle Endlessly Rocking (De la cuna que está incesan­temente meciéndose) vertida al español en 1949 por el nicaragüense José Coronel Urtecho ". Co­múnmente apreciada como su mejor pieza lírica, el poema representa, en la opinión de los más au­torizados críticos, el punto culminante de la téc­nica whitmaniana. Por eso, tanto más loable re-

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sultà el esfuerzo de Ur-techo, quien, tanto en la letra como en el espíritu, reproduce el original con una fidelidad extraordi­naria, sin violar ni la ex­tensión de la estrofa o de verso y conservando la palabra inicial de mu­chos de ellos. Hay ver­siones más que felices, como, por ejemplo, la del verso:

Down from the showerd halo bajo la luz llovida del halo de la luna.

Y, sin embargo, en últimos términos hay mu­cho del poema que no puede simplemente some­terse a ningún otro idioma. Léase únicamente aquella magnífica estrofa primera, con el verso ti­tular —que le costó a Walt once años para llegar a darle forma definitiva— y con el estupendo arre­glo de preposiciones con que inicia los primeros quince versos para sugerir el vuelo excitado de los pájaros y de los recuerdos, confrontándola lue­go con la versión de Urtecho, para comprender que hay cosas que se dicen sólo de una vez para siempre:

Out of the eradle endlessly rocking, Out of the mocking-bird's throat, the mu-

[sical shuttle, Out of the Ninth-month midnight, Over the sterile sands and the fields be-

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[yond, where the child leaving his bed [wander'd alone, bareheaded, barefoot,

Down from the shower'd halo, Up from the mystic play of shadows ttvi-

[ning . and twisting as if they were [alive, .

Out from the patches of briers and black-[berries,

From the memòries of the bird that chant-[ed to me,

From your memòries sad brother, from the [fitful risings and fallings I heard,

From under the yellow half-moon late-ris-[en and swoïlen as if with tears,

From those beginning notes of yearning [and love there in the mist,

From the thousand responses of my heart [never to cease,

From the myriad thence-arous'd words, From the word stronger and more delicious

[than any, From such as noto they start the scene re-

[visiting, As a flock, twittering, rising, or overhead

[passing, Borne hither, ere all eludes me, hurriedly, A man, yet by these tears a little boy again, Throwing myself on the sand, confronting

[the waves, I, chanter of pains and joys, uniter of here • [and hereafter, Taking all hints to use them, but swiftly

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[leaping beyond them, A reminiscence sing. (ed. Holloway, p. 210).

De la cuna que está incesantemente me-[ciéndose,

de la garganta del zenzontle, musical lan­zadera,

de la media noche del noveno mes sobre las estériles arenas y los campos con-

[tiguos, donde el muchacho dejando su [cama, vagaba solo, sin sombrero, des-[calzo,

bajo la luz llovida del halo de la luna, del misterioso juego de sombras enlazan-

[dose y retorciéndose como si fueran [vivas,

de los matorrales de zarzas y zarzamoras, del recuerdo del pájaro que cantaba para

[mí, de tus recuerdos, triste hermano, de los ca­

prichosos altibajos que oía, de bajo la amarilla media luna, tarde salida

[y abotagada como llorando, de aquellas primeras notas de deseo y

[amor, ahí en la sombra, de las miles respuestas de mi corazón que

[nunca cesarían, de las miríadas de palabras entonces des-

[pertadas, de las que como ahora surgen reviviendo

[la escena, como una bandada chirriando, alzando el

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[vuelo, o pasando por encima, traídas aquí, antes que se me escapen,

[aprisa, un hombre y, sin embargo, por estas lágri-

[mas, niño de nuevo, echándome en la arena, frente a las olas, yo, cantor de penas y alegrías, unificador

[del aquí y del más allá, cogiendo al vuelo toda sugerencia, pero sal-

atando ágilmente sobre ellas, una reminiscencia canto.

Si por obra clásica se entiende, entre otras co­sas, una obra que, como El Quijote, se presenta para ser interpretada de nuevo por cada indivi­duo, por cada generación, por cada pueblo, se­gún los ideales y los anhelos de la época, enton­ces no cabe duda de que el libro de Whitman me­rece tal clasificación. Al alcanzar este primer cen­tenario de vida, Hojas de hierba ha dado amplia prueba de su valor duradero y universal. Y a las generaciones venideras también les estará espe­rando Walt, animándoles a buscarle:

Si al principio no me encontráis, no os des-[alentéis.

Si no me halláis en un lugar, buscadme en [otro.

En algún sitio os aguardo. (Bartra.)

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NOTAS

Apéndice, Leaves of grans, 2 ed., 1856. Citado por Morton Dauwen Zabel, Historia de la literatura norteame­ricana (Buenos Aires, 1950), p . 226. Trad. de Luis Echá-varri.

2 Del ensayo El trascendentalista (1842), citado por Zabel, pp. 228-224.

' Carta de Emerson a Whitman, fechada en Concord el 21 de julio de 1855.

' Véase, per ejemplo, mi estudio Whitman y el anti­modernismo, Revista iberoamericana, X I I I (octubre, 1947), pp. 39-52.

Véase Fernando Alegría, Walt Whitman en Hispano­américa (México, 1954).

* Véase mi estudio Walt Whitman: indomable e intra­ducibie. Sexto Congreso del Instituto Internacional de li­teratura Iberoamericana (México, 1954), pp. 165-179.

7 Obras escogidas (Madrid, 1946), p . 161. " An American Primer (Boston, 1904), p . VIH. 9 No me cerréis las puertas. Traducción de Rodolfo Usi-

ífli, en Babette Deutsch, Walt Whitman. Constructor para América (México, 1942), p . 180. Se observará, por ejemplo, que el verso nos ofrece el caso de la palabra drift, realmen­te intraducibie en todo su valor metafórico.

10 Para identificar las voces citadas, consulte a Edwin TIarold Eby, A concordance of Walt Whitman's Leaves of (Irass and Selected Prose Writings (Seattle, 1949).

" Panorama y antologia de la poesía norteamericana (Madrid, 1949).

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El sueño por Louise Bogan

Oh Dios, en el sueño el terrible caballo comenzó A piafar en el aire, tratando de alcanzarme con sus

[golpes. Por sus crines se derramaba el miedo guardado

[durante treinta y cinco años, Y un desquite igualmente antiguo, o casi,

resoplaba por su nariz.

Completamente cobarde, yacía y lloraba en el [suelo

Cuando una fuerte criatura apareció y saltó hacia [las riendas.

Otra mujer, mientras yo yacía desmayada, Saltó en el aire y trató de asir el cuero y la cadena.

Dale, me dijo, algo tuyo como talismán. Arrójale, me dijo, alguna pobre cosa que sólo tú

[poseas. No, no, grité, me odia; está ansioso por herir, Y que yo me rinda o no, es lo mismo.

Pero, como el león de la leyenda, cuando arrojé el [guante

Arrancado de mi sudorosa, fría mano derecha, La terrible bestia, que nadie puede entender, Se acercó a mí y bajó ardorosamente su cabeza.

(Versión de Alberto Girri y William Shand)

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Sección Gráfica

PINTURA AMERICANA MODERNA

(Véase la página 89)

Andrew Wyeth (1917- ). «El mundo de Cristina". Los obstruccionistas le admiran por el formalismo de su com­posición, y L·s surrealistas por su misterioso acento de fantasía. En verdad, es un realista mágico, cuya obra está caracterizada por una claridad de detalle y pulido. Mu­

chos de sus cuadros han sido pintados en tempera.

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Robert Henri (1845-1929). «Autorretrato». Como jefe de la escuela «ash-can», Henri, inspiró a todo un grupo de pintores a ver ío escena americana con un realismo re­volucionario. La pobreza y la fealdad de la vida diaria no eran temas vedados para ellos. Sin embargo, Henri, por lo menos mostró en su concepto pictórico un suave romanticismo y sentimiento, que saltan a la vista en su

autorretrato.

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Edward Hopper (1882- ). «La colina del faro». Con las ventajas de una técnica modernista, Hopper está den­tro de la tradición muy americana del realismo poetizado.

Su estilo es exacto y desnudo.

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Gladys Rockmore Davis —contemporánea—. «Torre en Cuenca». Como es evidente, esta talentuda pintora norte­americana está enamorada de España. Representa un punto medio entre h «avant-garde» y las tendencias

conservadoras.

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Grant Wood (1892-1942). «Gótica Americana». Como Cu-rry, Wood representaba el Oeste Central en su tema y su espíritu. Absorbiendo algo del primitivismo alemán en su técnica, pudo pintar con una extraña mezcla de sátira y cariño y una interpretación realista a su región. Los mo­delos de este cuadro fueron su hermana y un amigo

querido

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John Marín (1890-1953). Uno de los pintores americanos más conocidos de este siglo, Marín combina las técnicas cubistas y expresionistas con gran sabiduría. Por prefe­

rencia fué acuarelista.

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Reginald Marsh (1898-1954). «Dama Negra». Aunque muchos le consideran caricaturista más que pintor, Marsh era un genio que sabía cristalizar lo más humano y lo

más colorido de la colmena de Nueva York.

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Oronsio Maldarelli —contemporáneo—. *El espíritu de L· Juventud». Aunque tiene nombre italiano es norteame­ricano cien por cien. Esta obra fué un encargo para L· ciudad de Nueva York, y se encuentra en un campo de

recreo de esa ciudad.

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PINTURA Y ESCULTURA

AMERICANAS DEL SIGLO XX

por George H. Hamilton

F « ,1 • crítico de pintura americana, si es america­no, tropieza con una dificultad que no encuen­tran sus colegas, críticos europeos de pintura eu­ropea. Para ellos, el área de sus observaciones exis­te ya como una tradición de arte nacional acerca de la cual los críticos y el público están de acuer­do, por mucho que puedan discrepar en cuestio­nes concretas de calidad y ejecución. Aunque ya no es necesario que el crítico americano pregun­te, como .lo hacía una generación, si tenernos o no un arte americano en el sentido de un arte in­mediatamente identificable corno una expresión nacional (¡tenemos tanto arte que, sin duda algu­na, una parte tiene que ser americana!) debe, sin embargo, asegurarse de que él y su público entienden los términos en los que van a descri­bir tanto el carácter como la calidad del arte que va a definirse como americano. Pero esto no es tan fácil como parece, porque debemos primero establecer lo que la palabra «americano» signifi­ca en este contexto.

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En primer lugar, no puede significar únicamen­te una producción geográfica o racial. Gran par­te de las obras de arte creadas dentro de los lími­tes territoriales de los Estados Unidos, especial­mente en los primeros tiempos, no han sido típi­camente americanas en otro sentido que en el de los asuntos tratados. Pero, por otra parte, una obra de arte no necesita haber sido creada dentro de estos límites para ser americana. Hemos teni­do pintores y escritores, Whistler y Henry James, por ejemplo, cuyos largos períodos de residen­cia en Europa no incapacitaron su arte como ex­presión de una experiencia americana, en su caso, desde luego, la experiencia de un americano en el extranjero. Debemos recordar también que los americanos tienen un origen muy mezclado, y lo han tenido siempre. El carácter de nuestra vida nacional puede entenderse solamente en términos de gente que han venido de otras partes para constituir juntos en un lugar o en los muchos lu­gares que América comprende, la clase de vida que conocemos como americana. Pero para co­nocer esta vida hay que tener algo más que un pasaporte. Debe sentirse, experimentarse, vivir­se, no por la mera aceptación de ciertos princi­pios políticos o filosóficos para la organización del estado y el mantenimiento de las instituciones sociales, sino en el sentido más profundo de ser una parte de esa organización, de haber ayudado a la creación de esas instituciones. Para el artista moderno americano, esto significa, desde luego, una parte en nuestras más fuertes y profundas

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experiencias creadoras durante la primera mitad del siglo XX.

Leed los nombres que figuran en cualquier ex­posición, de los artistas y de los lugares donde na­cieron, y veréis cuan verdad es que los americanos son muchos pueblos. Casi la mitad de estos pin­tores y escultores nacieron fuera de nuestro país, y aún entre los nombres de aquéllos que nacie­ron en él, los orígenes nacionales de sus antepa­sados son muy diferentes. Pero, para llevar esta observación estadística aún más adelante, obser­vad la edad que tenían cuando vinieron a Amé­rica. El promedio de la edad de todos ellos era quince años: el promedio de la edad de aquéllos que llegaron sin haber cumplido dieciocho años (y solamente siete pasaban de esta edad) era siete años. Estas cifras demuestran dos cosas:

INDEPENDIENTEMENTE de su nacimiento, estos hombres y mujeres llegaron a América sien­do niños o jóvenes, lo suficientemente pronto para participar en la experiencia americana, lo suficientemente jóvenes para convertirse en una parte de ella y ayudar a modelarla de acuerdo con sus deseos. Pero al mismo tiempo se da el caso que no llegaron, generalmente, cuando eran niños muy pequeños, sino siendo muchachos pa­ra quienes el mundo de su infancia en otros paí­ses había siempre de permanecer como un vivido recuerdo que coloreara su arte con sueños y aña-

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diera otro elemento a la poderosa mezcla de la vida americana.

N UEST RO arte, por lo tanto, no puede consi­derarse nunca meramente como la descripción de un lugar habitado por un pueblo determinado. Nuestro arte es tan polifacético en sus orígenes como en sus formas de expresión. Está ligado a Europa, a Asia y a África, y así será siempre mien­tras aceptemos los talentos que se nos ofrecen. Pero es también nuestro propio arte, en el sentido especial de que todos los talentos que lo compo­nen deben haber sabido lo que ha sido formar parte de la América moderna.

Si aceptamos la definición del arte americano como la expresión de la experiencia de ser ame­ricano, podemos ahorrarnos fatigosas controver­sias sobre la prioridad o preeminencia de escuelas, maestros y técnicas. Hasta hace muy poco tiem­po, no habíamos inventado ningún procedimien­to técnico, probablemente porque no lo necesi­tábamos. Si podemos participar de un mismo idio­ma con otras naciones, también podemos partici­par de los métodos prácticos con otras muchas. Lo mismo que nuestros inventos, y los de Euro­pa también, las distintas técnicas llegaron a ser, en su día, la herencia común de las experiencias artísticas occidentales. Nunca olvidaremos que el Impresionismo se inventó en Francia, pero pode­mos admirar la delicada visión de una América

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de fin de siècle que edificó Maurice Prendergast sobre las lecciones que había aprendido de sus grandes antecesores franceses. Especialmente, en las obras de los maestros más viejos que figuran en esta exposición son fáciles de encontrar las re­miniscencias de la pintura europea. Pero antes de rechazarlas como derivadas, examinémoslas cuida­dosamente para ver si hay en ellas algún cambio sutil que dé a la derivación una diferencia. Para nosotros los primeros estudiantes del Cubismo y del Impresionismo, tales como Weber, MacDo-nald Wright, Morgan Russell, Hartley y Feinin-ger han sido verdaderamente nuestros profesores y bgisladores. Sin sus conocimientos no hubiéra­mos encontrado tan pronto los instrumentos con los que construir nuestra explícita experiencia.

Esta experiencia, sin embargo, debe todavía ex­plicarse, o, si esto es imposible, algunas sugeren­cias, por lo menos, podrán ser útiles. Ahora tam­bién debemos evitar la fácil suposición de que lo que es más familiar y claramente americano es, en realidad, lo más genuino. Un artista es por de­finición profeta y sabio. Ve más claramente que el resto de nosotros las cosas que van a venir, por que ve más claramente lo que son ahora. Y es sabio porque puede recordar cómo han sido las cosas, aquí en este lugar y allí de donde vino. Ahora, en lo que se refiere al curso principal de la historia, nuestro país es relativamente nuevo, y hay muchos lugares, entre ellos los más bellos, que no tienen más que un exiguo pasado. Hasta nuestras ciudades son nuevas; algunos de nos-

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otros podemos recordar el tiempo en que algunas de ellas ni siquiera existían. Y se hace cada vez más difícil descubrir los fragmentos de nuestro pasado a medida que nuestra vida práctica va apartando continuamente lo viejo para dejar sitio a lo nuevo.

L,N semejante país y en ciudades como las nues­tras, ¿para qué vale un sabio si no es para crear­nos nuestros recuerdos? ¿Y de qué nos serviría un profeta si no pudiera decirnos de dónde venimos y qué salvaguardia espiritual necesitamos para el camino? En términos de memoria y de profecía vemos nuestro arte americano como un serio y de­licado registro de nuestras experiencias. A través de su breve historia ha estado continuamente mar­cada, en sus mejores momentos, por una cualidad mejor expresada en su idioma que en el nuestro, una cualidad que puede describirse como La tris-tesse atnericaine.

Esta actitud elegiaca no es nueva en modo al­guno. Si quisiéramos, podríamos descubrir huellas de ella en el sombrío mundo de Ryder, en los soli­tarios paisajes de Homer, y, lo más curioso, en los retratos realistas de Eakins, retratos de hombres y mujeres de la última parte del siglo diecinueve, habitantes del mundo de Henry Adams, cuya «educación» interrogaba cuáles eran los funda­mentos del progreso moderno, tanto espiritual co­mo material. Esta actitud se renueva en nuestros

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maestros modernos de realismo. Podemos verla en la soledad de gente y edificios, y de gente en edi­ficios, retratados por Burchfield y Hopper, en el aislamiento de las clases industriales expuesto por Shahn y Blirme, en la nerviosa individualidad de Demuth y Graves y Tobey, que casi nos prohiben penetrar en el mundo solitario de sus meditacio­nes. Quizá nos persuadiremos de que el estúpido optimismo de los medios públicos más amplios, el familiar «feliz final» de Hollywood es una in­terpretación falsa de nuestras experiencias más profundas o, en el mejor de los casos, una defen­sa contra una vida que ha resultado más seria de lo que pensábamos cuando la distracción era nues­tro objetivo inmediato.

Este sentimiento de que el artista contemplati­vo permanece ligeramente aparte del ruido y la agitación de la vida americana ha hecho posible la obra de Maclver y Pickens, de Motherwell y Baziotes. Sus pinturas no son alegres en ningún sentido fácil. Ante ellas experimentamos un senti­do inexplicable de lo trágico, ya tome la forma de la mágica claridad de Wyeth, del color misterioso de Bloom o de los agudos y abstractos trazos de color y de línea de Gorky.

AS recientemente el tono se ha hecho más insistente, Ja ejecución más elaborada, y esto es evidente en el arte abstracto y casi abstracto. En el intrincamiento del color lineal de Pollock, en

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las abruptas y asombrosas pinceladas de Kooking, en las magníficamente ásperas superficies y vio­lentos contrastes de color y de valor de Still, en la escultura y en las formas de Lipton y de Haré, en los espacios silenciosos de Lassaw y Ferber, en las coléricas formas de Roszak, el sentimiento que fácilmente podía haberse dado por supuesto se hace agresivo y abarca una mayor intensidad de emoción de la que el arte abstracto había revelado hasta ahora.

JUN términos de esta actitud, que no domina en todas partes y que está ciertamente animada por el ingenio de Calder y de Man Ray, o por el sar­dónico humor de Stuart Davis, podemos trazar un firme movimiento que nos aleja de la simple descripción de hechos y nos lleva al paisaje del sentimiento interior, a la representación de los procesos del pensamiento y de la emoción. Por nuestra parte, también ha tenido repercusión en el tiempo. Desde la primera revelación del cubis­mo en los años de 1910 a 1920, pasando por el interés en cuestiones sociales durante la gran de­presión (un período que nos ha dejado tanta pin­tura excitante como propaganda, pero mucha me­nos de lo que puede servir como registro de sensi­bilidad al color y a la forma), hasta el momento presente, cuando las muchas variedades de abs­tracción expresiva ocupan a nuestros mejores pin­tores y escultores, nuestra historia ha sido una par-

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te de la historia general del arte occidental. Apar­te del uso que hacemos de él, quizá se vea que nuestro arte ha añadido algo a ese caudal más amplio. Como ha hecho que nuestras experiencias nos resulten más comprensibles, podemos esperar que también ha ayudado a explicárselas a otros, en términos de un objeto visto de pronto en nues­tra brillante luz americana, de una superficie vi­gorosamente pulida, de sensaciones de espacio creadas en nuevos materiales metálicos, de formas puestas en movimiento para probar que las inten­ciones del arte pueden controlar todas las inter­venciones de la suerte. Por lo menos, creed que el arte que están ustedes viendo es nuestra me­moria del presente y la promesa de lo que pode­mos llegar a ser.

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Río en las praderas

por Leonie Adams

Parte el cristal las praderas, un bote como un cisne lo remonta, tranquilo, bello, el lento cisne aléjase, y su brillante pecho el agua afronta.

Aguas en plenitud, fluyente plata, que con la treboleda su nivel ahora auna, y manchada será al hundir una estrella, y se desbordará cuando lleve la luna.

Corriendo entre rociados terrenos recortados, baja el ganado hasta su oiilla, y cada una garganta morena beberá agitando al compás su campanilla.

Vi un bote que bogaba por un río con extasiado porte; parecía soltado de su amarra por un extraño hechizo, o algo que un timonero soñaría.

Dicen que no llevara pasajero; pero que se hundiría la nave, si un pecho fuera de piedra, si el corazón que lleva tuviera el ala grave.

Trad. de Amparo Rodríguez Vidal.

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ALBERT EINSTEIN

Evaluación de un intelecto

por George R. Harrison

F _L-fL año pasado el mundo perdió a un hombre tímido y bondadoso, afable e intensamente hu­mano, y durante largo tiempo estará haciendo in­ventario de lo que resultó de sus tres cuartos de siglo de vida. La mayor parte de lo que él hizo, entretejido en las mallas de toda la civilización futura, procede de las inacabables meditaciones de un joven de veintiséis años. Como Newton, Einstein terminó su obra más grande antes de la edad de treinta años.

Se dice que tales inteligencias sólo aparecen en la escena humana una vez en cien años, pero esta afirmación peca por defecto. Desde que aquel otro joven anterior inventó el cálculo y des­cubrió la ley de la gravitación universal, hace casi trescientos años, nadie se ha acercado siquiera a una cima tan alta de realización intelectual. Es inútil discutir si la mente de Einstein era el Eve­rest y la de Newton otro Himalaya más bajo, o viceversa; en mi opinión, de la que algunos disen­tirán, habría que ir más allá de Galileo e incluso

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de Arquímedes para encontrar una figura pareja a la de Einstein, habría que volver a los días en que el mundo de la especulación era verdadera­mente muy joven. Las cimas que se elevaban so­bre la llanura del pensamiento cuando la aventu­ra intelectual era nueva son difíciles de medir y quizá era más fácil dar una nueva orientación a las ideas de los hombres cuando había menos hombres o menos ideas. La violencia que Einstein hizo al curso ordinario del pensamiento no ha sido igualada por otros. Erigió sus estructuras sobre un macizo alzado por muchas mentes, pero su in­fluencia sobre el razonamiento y las acciones de la humanidad es probable que al fin haga a los hombres pensar sólo en unos pocos como sus pares.

i UE algo más que la juventud lo que dio al jo­ven Einstein tal decisión para zambullirse en nue­vas direcciones a fin de explicar fenómenos que habían resistido a la explicación en los términos de antes, pero la juventud desempeñó un papel importante. El de 1905 fué su año más fecundo. Max Planck había llegado en 1901 a la conclu­sión de que era imposible explicar la emisión de ondas luminosas por los átomos o moléculas en términos de ninguna adaptación imaginable de las teorías clásicas de la física. Tanto de luz roja, tanto de luz verde, tal intensidad de azul en la mezcla —se sabía que las proporciones dependían

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principalmente de lo caliente que estaba el objeto luminoso que las emitía, tanto si era el sol como si era un arco voltaico. Planck había señalado que sólo admitiendo la existencia de paquetes discre­tos de energía, los quanta o fotones de luz que to­dos aceptamos ahora como reales, podía explicar-S3 la distribución observada de la energía desde un objeto incandescente. Pocos estaban prepara­dos para creer un concepto tan radical, hasta que Einstein se adelantó con una nueva teoría del efecto fotoeléctrico, en la que los quanta volvían a aparecer como esenciales para una comprensión de la energía. Hoy, el efecto fotoeléctrico, por el que las fondas f luminosas incidentes hacen salir electrones de planchas metálicas, es fundamental en muchos de nuestros instrumentos más corrien­tes: fotómetros, tubos de vacío para abrir puer­tas a los viajeros cargados de equipajes, tubos de pickup para las cámaras de televisión. Einstein demostró que para explicar el fenómeno básico era necesario también en este caso admitir que la luz viene en diminutos paquetes. Así puso en buen camino desde el principio la teoría del quantum de Planck.

Pronto volvió a violentar las ideas preconcebi­das. Comenzó a pensar en ciertas contradicciones en la explicación de los calores específicos. Cuan­do un átomo o una molécula vibran, cualquier per­sona de sentido común supondría que lo hacen en una cuantía que depende de la energía que les es comunicada, lo mismo que un árbol vibra en el viento o una campana oscila cuando se toca. Esta

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idea es correcta cuando se refiere a objetos de ta­maño corriente, pero Einstein demostró que los objetos ultramicroscópicos vibran sólo con ciertas cantidades de energía, rehusando aceptar un cam­bio a menos que se les comunique un determina­do incremento de energía, de tal modo que cam­bian su energía vibrante por saltos definidos. ¡Qué emoción de descubrimiento tuvo que sentir cuan­do encontró que utilizando la idea del quantum volvía a poner en claro las discrepancias!

RECIENTEMENTE ha señalado Schròdinger que el hecho de que la acción básica de la energía sea cuantificada explica probablemente el que los genes hereditarios puedan permanecer idénticos a través de los siglos y ser, sin embargo, suscepti­

bles de mutación cuando son alcanzados por un rayo cósmico o cualquier otra concentración insó­lita de excesiva energía. Para explicar el panora­ma de la evolución orgá­nica hay que contar con genes muy estables, ca­paces, sin embargo, de cambiar rápidamente en ocasiones. El cangrejo Litnulus polyphemus, por ejemplo, se ha man-

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tenido esencialmente idéntico desde hace unos ciento sesenta millones de años, tiempo durante el cual sus moléculas genéticas se han reproducido millones de veces. ¿Cómo puede el gen, una mo­lécula compuesta de millares de átomos, someti­da al choque incesante de los átomos que la ro­dean, mantenerse lo bastante estable para organi­zar materia inerte en los cuerpos de cangrejos idénticos a sus antecesores de épocas pasadas? Fá­cilmente, dice Schròdinger, si se sigue a Einstein y a los experimentadores que han demostrado que sus ideas eran acertadas. Pues a las temperaturas a que están sometidos los seres vivos, las vibracio­nes que proceden de otros átomos sólo rara vez alteran eficazmente las moléculas genéticas, por­que su aceptación de energía está cuantificada. Pero si son sometidas a temperaturas elevadas, o al gas mostaza, o a los rayos cósmicos, es fácil­mente desplazado un átomo, de modo que se pro­voca un cambio en el gen que tiene por conse­cuencia la producción de un ser de característi­cas ligeramente diferentes. Así puede originarse una mutación, dando a la naturaleza una nueva oportunidad ocasional para mejorar por selección, con el consiguiente gran impulso de evolución or­gánica.

Estas grandes contribuciones a la teoría cuán­tica de la luz fueron sólo dos de los primeros tra­bajos de Einstein; el tercero, su más grande irrup­ción a través de las fronteras del conocimiento, fué su trabajo de 1905 sobre la relatividad espe­cial. Sólo unos pocos hombres de ciencia le pres-

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taron mucha atención durante doce años, y por algún tiempo menos de una docena eran capaces de comprender las matemáticas de este trabajo. En 1917 se había ampliado, confirmado y acep­tado, y con la teoría del quantum constituye ahora uno de los grandes bastiones de la física moder­na y, en realidad, de toda la ciencia.

HACIA 1907 estaba terminado el trabajo más importante de Einstein, aunque todavía había de llevar a cabo bastantes cosas de importancia para dar una reputación sobresaliente a cualquier físi­co teórico. Su breve trabajo sobre la relatividad general fué anunciado con grandes titulares en la prensa popular cuando apareció en 1916, es­pecialmente después de confirmarse ésta y su teo­ría anterior por mediciones de cosas tales como su predicción de un encorvamiento de los rayos lu­minosos por el campo gravitatorio del sol y su ex­plicación del avance del perihelio del planeta Mercurio.

A partir de este momento, la obra de Einstein, aunque enviando ocasionalmente un claro rayo de luz para iluminar un punto oscuro en la física, disminuyó de importancia. Su trabajo sobre el mo­vimiento browniano, esos saltos como de pulga que se observan en las pequeñas partículas de mica o de carbón impulsadas por las moléculas de un líquido en el que están en suspensión, publi­cado en 1926, fué tan sólo una excelente investi-

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gación teórica de un físico de alta calidad. Su contribución a las estadísticas de Bose-Einstein fué aún más importante, pero es de la misma ca­tegoría y podría haber sido hecha por cualquiera de una docena de físicos contemporáneos.

En sus últimos años, mientras era profesor en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Einstein se ocupó en la busca de una teoría del campo unificado. De las tres fuerzas básicas del universo, las fuerzas eléctrica, magnética y gra-vitatoria, que explican todos los fenómenos físi­cos, las dos primeras se sabe que están relaciona­das, y muchos físicos consideran probable que se descubra finalmente que todas son expresión de una sola fuerza básica. Los trabajos que Einstein publicó sobre este tema no parecen haber sido directamente fructíferos, aunque sus ideas servi­rán seguramente de fundamento sobre el que otros puedan basarse en el afán de buscar un principio unificador detrás de toda vida. Muchos expertos creen que ni siquiera estaba en el camino acerta­do de este trabajo. Algunos consideran que se fué haciendo cada vez más tradicional al envejecer; otros, que había alcanzado una marca tan alta en su juventud, que era incapaz de superarla, como no fuera intentando casi lo imposible.

y \ S I , pues, la teoría del quantum y la relativi­dad, ambas fundamentales para nuestra moderna comprensión del universo, obtuvieron beneficies

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del pensamiento de Einstein. En lo que se refiere a la primera, éste fué sólo, sin embargo, uno de los muchos que contribuyeron, y hay que unir a su nombre los de Planck, Bohr, Heisenberg, Dirac, de Broglie, Schrodinger, Pauli y otros muchos. Pero la relatividad es de Einstein exclusivamente y quedará como su monumento duradero.

L-,OS argumentos básicos de la relatividad no son difíciles de comprender, aunque la argumenta­ción matemática detallada se hace en un campo tan insólito, que sólo era familiar a unos pocos matemáticos expertos cuando apareció la teoría por primera vez. Einstein tenía un grato y muy desarrollado sentido del humor, que utilizaba para quitarse de encima a los profanos que desea­ban una explicación sencilla de la relatividad, di­ciendo : «Cuando está usted con una chica guapa durante dos horas, cree usted que sólo ha pasado un minuto. Pero cuando está usted sentado sobre una estufa caliente un minuto, cree usted que han sido dos horas. Esto es relatividad.» Esto, natu­ralmente, no tiene nada que ver con su teoría, sino sólo con lo que el mundo sabía muy bien ya antes de que él naciera: que muchas cosas son relati­vas. Más cerca de la verdad está la afirmación aprobada por él: «No hay poste de amarre en el universo, que sepamos.» Su gran hazaña fué aná­loga a la de romper con observaciones tan eviden­tes como la de que las balas disparadas desde un

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arma en movimiento tienen diferente velocidad que las disparadas desde un arma en reposo, pues hay que medir tanto su movimiento relativo al arma como el relativo a un observador. Este senti­do común, aplicado a las ondas luminosas, llevó a resultados contradictorios, y el gran genio de Einstein consistió en la disposición y capacidad para ver lo que había que admitir a fin de que las cosas resultaran tal y como se observan. Sien­do tan aparentemente tonto como para suponer que la luz se mueve con una velocidad constante en relación con todos los observadores, indepen­dientemente del movimiento relativo de éstos en­tre sí, Einstein recuperó el hilo de la verdad y en­caminó en una nueva dirección a todo el acosado campo de los hombres de ciencia.

i_iA muerte de Einstein nos da la oportunidad de detenernos a pensar lo que significa el haber vivi­do mientras estaba realizando su trabajo una de las mentes auténticamente grandes de toda la his­toria. Toda su reputación es merecida, pero sobre una base diferente de la que comúnmente se su pone. El hombre inteligente de la calle es proba­ble que diga que Einstein fué el matemático más grande del mundo. Esto es correcto hasta cierto punto, pero en realidad no es del todo cierto. Era, sin duda, un auténtico enamorado de las matemá­ticas, y aprendió en los libros a una edad tem­prana más matemáticas que cualquier persona,

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con excepción de una en cada millón, aprende en toda su vida. Sin embargo, ha habido y hay mu­chos matemáticos más grandes que él. Era, en cambio, esa rareza inapreciable, un pensador in­tuitivo capaz de reunir y captar grandes generali­dades y elaborarlas para la comprensión del mun­do de los hombres. Sabía lo que quería hacer, y cuando él mismo no tenía los instrumentos mate­máticos, sabía dónde buscarlos. Para la ayuda matemática, recurría a los especialistas. Gran par­te de la relatividad está basada en la obra de Lo-rentz y de Poincaré.

JUL hecho de elaborar una teoría tan difícil de comprender como los principios básicos de la re­latividad no provoca nuestra admiración tanto como la capacidad de un hombre para lanzarse en una dirección tan radical a fin de recoger el hilo perdido de la verdad. La verdad sigue un ca­mino de curvatura variable, y los hombres de ciencia tienden a seguir una línea recta en la di­rección marcada por el hilo cuando estuvo en sus manos por última vez. Entonces necesitan un Einstein, que marcha en direcciones completa­mente ilógicas y vuelve a encontrar el hilo.

Einstein podía estar muy, muy equivocado. En realidad, se vanagloriaba de su disposición a equi­vocarse, como una marca distintiva del verdade­ro hombre de ciencia; pues el buscar la verdad en las tinieblas implica, como él señaló, noventa

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y nueve tentativas infructuosas por una producti­va. Pero él podía estar más equivocado que la mayoría porque su alcance mental era mayor.

Einstein fué siempre un profesor bondadoso y realizó actos humanos por los que se hizo querer de muchos. Guardo como un tesoro la única car­ta que tengo de él, recibida como funcionario anónimo del gobierno en tiempo de guerra en­cargado de un determinado campo científico en el qua él hizo un invento. Mientras realizaba sus más profundas meditaciones, Einstein había tra­bajado en la Oficina de Patentes suiza y durante toda su vida le interesaron las patentes. Una de sus patentes era de una cámara en la que la mag­nitud de la abertura del diafragma era automáti­camente ajustada por la luz procedente de la esce­na que se iba a fotografiar al llegar a una célula fotoeléctrica unida a la cámara. Pero Einstein era fundamentalmente un teórico y tendía a pasar por alto importantes detalles que a menudo hacen impracticables tales inventos. Así sucedió con el que sometió al gobierno durante 1 a guerra, u n instrumento automático para navegación, c o m ­pletamente correcto en teoría, pero sin posible aplicación práctica por la desafortunada existe»». cia de fricción.

En las dos últimas dé­cadas llegó a ser Einstein

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una figura familiar en el recinto universitario de Princeton, con su jersey arrugado, su largo cabe­llo blanco asomando bajo su informe gorro de punto. La aislada comunidad universitaria con su aldea era un lugar ideal para él; sus deberes con­sistían en sentarse y pensar, y ayudar a los jóve­nes investigadores a pensar mientras escuchaban sus discusiones. Era siempre un pensador muy es­timulante, aunque estaba lejos de ser un buen orador.

Es típica de Einstein la anécdota de la confe­rencia popular que finalmente se le convenció para que pronunciara, pues muestra su incapaci­dad para todo comportamiento que no fuera ge­nuino. Se le había pedido muchas veces que ha­blara a determinado auditorio, pero siempre se había excusado alegando que no tenía nada que decir. Finalmente, sin embargo, se le presionó tanto, que se vio obligado a acceder. Llegó la tar­de de la conferencia y, en medio de una salva de aplausos, el Dr. Einstein fué llevado al estrado y se hizo la presentación. Durante unos momentos miró al auditorio en silencio. Finalmente, no pudo resistirlo más y, sonriendo tímidamente, dijo: «Veo que no tengo nada que decir», y volvió a su asiento.

VJRAN parte de su timidez obedecía al hecho de que las cosas que ocupaban su espíritu no hu­bieran interesado a un oyente ocasional. Era un

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hombre sencillo y benévolo, de absoluta modes­tia, verdaderamente sin interés por los honores mundanos y preocupado por la adulación de que era objeto. Su última anotación en el American Men of Science ni siquiera menciona el premio Nobel que ganó en 1921, aunque menciona un premio de menos importancia. Tenía humildad en su forma más sincera, y la mayor dificultad de sus últimos años provenía de su deseo de protección frente a un público curioso e inquisitivo.

RA Einstein ingenuo? Con arreglo a las nor­mas ordinarias, a menudo parecía serlo, pero te­nía la ingenuidad de un Parsifal, la inocencia tan peligrosa para la falsedad, una espada afilada cu­yos tajos arrancan los ropajes de la impostura. Muchos de sus amigos lamentaron su posición al aconsejar a los científicos que se negaran a de­clarar ante los comités del Congreso y su comen­tario, hecho medio en broma y mal interpretado, de que, dada la manera en que son tratados hoy los hombres de ciencia, si él tuviera que volver a empezar, quizá se dedicara a fontanero. No espe­raba que sus palabras fueran tomadas tan en se­rio por tantas personas.

Era un gran amante de la humanidad y un in­ternacionalista. Era intensamente sionista, y aun­que hubiera sido considerado como irreligioso por muchos, era profundamente religioso en el más alto sentido, con una honda convicción de la uni-

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dad de la naturaleza y de la existencia de una fi­nalidad en el universo. Pero no le preocupaba la salvación personal ni los detalles de credos e is-mos. Aunque se prestó, como el investigador que más probabilidades tenía de ser escuchado por un atareado hombre de Estado, a los esfuerzos de otros por llamar la atención del Presidente Roose-velt sobre la posibilidad de la liberación de la energía nuclear, le repugnaban los instrumentos de guerra y era un profundo amante de la paz.

El titular de un periódico que vi el día de su muerte —«Su teoría allanó el camino para la bomba atómica»— le hubiera entristecido. Aun­que esto es cierto literalmente, constituye una dis­torsión de la verdad. Sería igualmente verdad, y casi tan pertinente, decir que el submarino Nau-tilus fué un resultado del descubrimiento hecho por Arquímedes cuando saltó de su baño gritan­do : «¡ Eureka!». La gran ley einsteiniana de la equivalencia de la materia y la energía, deducida de su teoría de la relatividad especial en 1905, es sin duda uno de los descubrimientos más funda­mentales que se han hecho nunca y será recorda­da mucho tiempo después de haber pasado de moda o haber sido puestas fuera de la ley las bombas atómicas. El concepto de que la materia y la energía pueden convertirse una en otra llega directamente a la esencia misma del universo y probablemente sobrepasa en grandeza a cualquier otro en el c.impo de la ciencia física. Einstein ejer­ció la más profunda influencia sobre las medita­ciones futuras de todos los filósofos, y aunque sus

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ideas sobre la causalidad fueron objeto última­mente de controversia entre él y físicos de la talla de Bohr y mal interpretadas por pensadores or­dinarios, dejan sin base los apacibles conceptos del siglo XIX y los sustituyen por una imagen más tenue, pero más realista.

Nadie lamentó más que Einstein la estrecha asociación de su gran teoría con las bombas ató­micas y los instrumentos de guerra, aunque com­prendía que esto era una parte normal de la evo­lución humana y que el hombre tiene que crecer con su universo. Sus nuevas direcciones de pen­samiento estaban preñadas de significado para las razas venideras de la humanidad, y llevarán al hombre a nuevos campos del conocimiento, nue­vas metas que alcanzar y nuevas realizaciones del destino humano.

Una combinación como la suya de capacidades intelectuales no surge más que unas pocas veces en un milenio; hemos tenido el honor de vivir mientras un gigante así andaba sobre la tierra.

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Revelación crepuscular

por Leonie Adams

Esta hora marcó el tiempo, y la gloria desciende hacia nosotros en ondas de aire grave, el cielo, que es su asiento, por sobre nos se tiende, cual cenizas violeta el azul suave; tú allí, cerca de mí, en espacio azul duende, y podríamos tocar a Héspero que se enciende.

Y te percibo ahora envuelto entre luz única por ese azul que hunde planetas en su túnica, colgar como esas altas joyas que dan fulgor, en triste oro, tan alto, que no logra el amor; y tú, pobre, menguante estrella que te hundes, en ese río, medio que te abrillantas y hundes,

Y estas casi palpables horas maravillosas, lucen cual la substancia de alas de mariposas, cuando rompe el confín la azul noche eternal y extrae la esencia de lo temporal. Corazones fundidos puede así separar el espacio, en cielo hondo, que interviene al bajar.

Trad. de Amparo Rodríguez Vidal.

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LIBROS Antología Je grandes cuentistas norteamericanos.

De Washington Irving a William Faulkner.— Selección de A. Grove Day y William F. Bauer. Traducción de Salvador Bordoy Luque. Ma­drid, Aguilar, 1955.

He aquí un volumen que es un completo acier­to y que puede recomendarse vivamente, por más de un motivo. En primer lugar, en sí mismo es una fuente de goce para el lector. Algunos de los cuentos seleccionados podrían figurar, con pleno derecho, en una antología mundial de los mejo­res cuentos de todas las épocas. Quien ame, pues, el cuento, no saldrá, ciertamente, defraudado si emprende la lectura de esta obra, sino amplia­mente recompensado. En más de una pieza, como pocas veces, notamos la garra del genio, que ha sabido acertar plenamente en su arte. Y no se ol­vide que el arte del cuento es acaso de los más difíciles géneros literarios.

Pero además el volumen que comentamos po­see un gran interés desde el punto de vista de la historia de la literatura norteamericana, en la que el cuento ha sido, desde el primer tercio del si­glo XIX, uno de los géneros más brillantes cultiva­dos. Desde los pioneros de la literatura cuentísti-

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ca en los Estados Unidos —Washington Irving (1783-1859), Nathaniel Hawthornc (1804-1864), y el gran Edgar Alian Foe (1809-1849)—, hasta los grandes maestros de hoy. un Faulkner o un Saro-yan, el camino recorrido por los cultivadores del cuento en Norteamérica no ha podido ser más ori­ginal y brillante. El impulso dado al género por Mark Twain, Bret Harte, Ambrose Bierce, Ste-phen Grane y O. Henry, fué decisivo para su des­arrollo y plenitud en nuestro siglo. El naturalismo europeo no dejó de influir en narradores como Grane y el delicioso O. Henry. Luego viene una época de enorme florecimiento del cuento ameri­cano, gracias, en gran parte, a la boga increíble de los magazines, como el Atlantic o el Harper's, cuya demanda de cuentos era insaciable para sa­tisfacer el gusto de millones de lectores.

¿Cabe admitir, dentro de esta riqueza del gé­nero en Norteamérica, una posible clasificación? Al menos los autores de esta interesante Antología se atreven a proponerla en el excelente prólogo que han escrito como pórtico a su selección. Dis­tinguen el cuento satírico —del que es maestro Sinclair Lewis—, el realismo regional —Willa Ca-ther—, el naturalismo psicológico —Sherwood Anderson, Hemingway, Steinbeck, Faulkner—, y el impresionismo —Katherine Anne Porter—, que hereda su fuerza de Chejov, Katherine Mansfield y Henry James. A ellos habría que añadir el cuen­to científico, hoy en boga, y con porvenir despe­jado mientras nos domine el complejo atómico. Los antólogos se preguntan al final de su Intro-

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ducción por el futuro del cuento americano. Pien­san que el cuento naturalista está agotado —con lo cual no estamos del todo de acuerdo—, y que el impresionista puede recorrer aún un largo camino, paralelamente a la firme carrera de la science fic-lion.

Poco añadiremos, a lo dicho ya al comienzo de esta reseña, sobre el contenido de los cuentos an-tologizados en el volumen y que son obra de Washington Irving, Nathaniel Hawthorne, E. A. Poe, Mark Twain, Bret Harte, Joel Chandler Har-ris, Frank R. Stoc'cton, Ambrose Bierce, Stephen Grane, O. Henry, Willa Cathcr, Theodore J)rei-sor, John Russell, Sherwood Anderson, Ring Lard-ner, Stephen Vincent Benet, John Steinbeck, James Thurber y William Faulkner. En la larga lis­ta, quizá el lector eche de menos algún nombre. En toda antología, por muy buena que sea, ocu­rre fatalmente esto. Por mi parte, me hubiera gus­tado ver alguna muestra del arte narrativo de Henry James y Jack London —dos clásicos ya, pero muy distintos—, y de tres maestros de hoy: Erskine Caldwell, Ernest Hemingwav y William Saroyan.

De los autores incluidos, las revelaciones para mí han sido Bret Harte, con Los expulsados de Poker Fiat, con un final patético que lo hace in­mortal, y Ambrose Bierce, con otro cuento in­olvidable, Un suceso en el Puente sobre el río Owl. Pero las piezas seleccionadas de Stephen Grane —La chalupa—, Theodore Dreiser —Phoe-he la Muerta, John Steinbeck —El jefe de la ca­

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ravand—, entre otros que podríamos citar, no son menos valiosos. Recordemos tres cuentos ya clá­sicos en la cuentística norteamericana, los tres consagrados por el cinema: El Demonio y Da­niel Webster, de Stephen Vincent Benet; La vida secreta de Walter Mitty, de James Thurber; y El regalo de los magos, de O. Ilenry, éste último con uno de esos finales-sorpresa que le hicieron fa­moso.

Los antólogos no se han limitado al trabajo de selección y a la interesante Introducción que va al comienzo del volumen, sino que han añadido oportunas notas bio-bibliográficas sobre los auto­res incluidos, y varios Apéndices, que invitan al lector a un mayor conocimiento de los secretos y naturaleza de ese arte difícil —viejo, pero siempre lozano y renovándose— que es el cuento.—José Luis Cano.

Fernando Vela, Los Estados Unidos entran en la historia. Madrid, Ediciones Atlas, 1955,

El impacto que en la política mundial ha su­puesto la existencia de los Estados Unidos como gran potencia es uno de los fenómenos más im­portantes y decisivos de la historia contemporá­nea. La circunstancia histórica ha querido que el destino de la nación norteamericana encarnase una causa universal: La causa de la civilización del Occidente.

Partiendo de este hecho, el libro de Fernando Vela Los Estados Unidos entran en la historia

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aborda un tema cuyo interés no está en el arte na­rrativo, ni en la calidad estética del relato, sino en su misma sustancia ideológica. Desde el nacimien­to de Franklin D. Roosevelt, el 30 de enero de 1882, hasta el término de la segunda contienda mundial, el autor nos ofrece una visión emotiva, documentada y directa del acontecer histórico del pueblo norteamericano.

Escribía Maritain que la historia no es por sí misma una ciencia, ya que versa sobre hechos in­dividuales y contingentes; es una memoria y una experiencia, cuyo uso está reservado a los pruden­tes. Con memoria y experiencia ha escrito Fernan­do Vela su obra, evitando las abstracciones difusas y operando siempre sobre la auténtica realidad. La semblanza biográfica de Roosevelt es un acier­to de exposición, en la que el autor demuestra haber calado entrañablemente la figura humana del personaje. • La crisis de 1929, sus consecuencias económi­

cas, el New Deal y la subsiguiente etapa de pros­peridad, el influjo que en la práctica tuvieron las teorías de Keynes son estudiadas con deteni­miento y exactitud.

El fracaso de la Sociedad de las Naciones, la inestable paz de Munich, los orígenes políticos que motivaron la guerra en septiembre de 1939, son tratados con buen tino y escrupuloso sentido histórico.

En el relato de la segunda guerra mundial el autor se acredita como un concienzudo historia­dor ameno y objetivo. Relata unos hechos que

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hemos vivido, más o menos directamente, y por ello su lectura resulta aleccionadora y apasionan­te. Los dramáticos días de Pearl Harbor, el des­embarco en África, la campaña de Italia, la inva­sión de Normandía, la guerra del Pacífico son pá­ginas de verdadera historia, escritas con cariño y henchidas de honda emoción.

Teniendo como marco la vida de Roosevelt, el autor ha logrado un precioso cuadro, en el que se refleja la historia de los Estados Unidos en estos últimos años, y lo que es más importante: ha sub­rayado la misión universal que el pueblo norte­americano tiene en la hora presente.

En la introducción al ensayo, Los Estados Uni­dos de Norteamérica: Una revolución permanente, escrito por los redactores de la revista Fortune, afirmaba Russell W. Davenport: «Hay épocas en la historia de los pueblos en que la suerte llama a su puerta con una insistencia machacona. En la historia de Norteamérica el destino lia llamado así tres veces: una, cuando nos las tuvimos que ver con lo que parecía indestructible superioridad del poder inglés, para ganar nuestra independencia; otra, en Fort Sumter, cuando nos enfrentamos con la tarea sangrienta de defender nuestra unión, y hoy está llamando una vez más. Es verdad que en otras graves ocasiones los norteamericanos han sabido oír la llamada del destino. La oyeron en 1917, cuando enviaron su primera fuerza expedi­cionaria a Europa; la oyeron aún más claramente en 1941, cuando, despertando de su letargo aisla­cionista, riñeron —de nuevo en desventaja— una

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de las más brillantes e importantes guerras de la historia. Nuestras perspectivas son las mismas que tuvimos en la revolución, y más tarde, de nuevo en la guerra civil: La configuración del futuro depende de nosotros, de nuestra decisión moral, de nuestra prudencia, de nuestra acertada visión y de nuestra voluntad.»

En este sentido, al final de su libro, sintetiza así Fernando Vela: «Lo que son hoy los Estados Unidos lo han conseguido por la sangre, no por el dinero. Tal vez fué el mayor inconveniente para la política de Wilson la brevedad y baratura en vidas del triunfo militar en la primera guerra eu­ropea: Se había derramado poca sangre norte­americana. Hoy empapa los campos donde siem­pre se han sentenciado los destinos del mundo, y ya no puede apartarse de ellos. Casi un millón de bajas en Europa son una firma irrevocable en el contrato con la historia.»

Para terminar, diremos que Fernando Vela ha prestado un notable servicio a los que se intere­san por los problemas políticos del momento ac­tual, con la publicación de este libro. Un libro bien escrito, bien trazado, bien compuesto y exu­berante de esa misma verdad que constituye su significación.—Bernardo Villarrazo.

Víctor W. von Hagen, Highway of the Sun (Ruta del Sol); con cuatro mapas y 32 páginas de fo­tografías. 320 páginas. New York: Duell, Sloan and Pearce. 1955. $ 6.00.

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Von Hagen, que estuvo en España el pasado año y pronuncio conferencias sobre este mismo asunto en Madrid y Salamanca, describe en este libro la expedición que llevó a cabo en 1952 para descubrir y llevar al mapa para la American Geo-graphical Society, el famoso sistema inca de ca­rreteras, que se extiende desde Quito (Ecuador), hasta Talca, al sur de Santiago de Chile. Este li­bro, escrito en un estilo francamente popular, re­lata diversas aventuras que le acometieron a la Inca Highway Expedition desde el momento en que se puso en marcha durante el invierno de 1952, partiendo de las orillas del lago Titicaca, hasta su terminación, dos años más tarde y a 2.000 millas del lugar de partida. Algunos lectores pen­sarán que Von Hagen da excesiva importancia a la parte que él llevó a cabo y que le falta preci­sión en los términos técnicos, etnológicos y ar­queológicos. La mayoría reconocerá, sin embar­go, que posee un profundo sentido de la historia del primitivo Imperio Inca, y sus frecuentes ci­tas de los escritos de los primitivos conquistado­res españoles, cuyas descripciones del terreno si­guió para encontrar la carretera, confirman esta impresión. Todos los lectores adquirirán mayor co­nocimiento del pasado y del presente del Perú, de sus magníficos tesoros arqueológicos, y de sus tierras y climas variados, unido todo por aquella asombrosa obra de ingeniería de los incas, y con­vendrá con Emerson, el ensayista americano, que « aquél que construye una gran carretera conquis­ta un lugar en la historia».—R. D. B.

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Lesley Byrd Simpson, trad. The Celestina, a No­vel in Dialogue. Berkeley: Univ. of California Press, 1955. 162 pp. $ 3.50.

La literatura inglesa conoce La Celestina des­de hace más de 300 años; pero, no obstante, an­tes de que apareciera esta versión, únicamente se había publicado una traducción completa de esta obra maestra española. En 1613, Sir James Mabbe, conocido también por «Don Diego -Puede Ser», hizo su traducción clásica; pero ya en 1537 la obra española circulaba en Inglaterra como una «new comodye in englysh in maner of an enter-lude», titulada The Beauty of Wornen. Esta ver­sión se conocía también por The Celestina. Se­guía únicamente los cuatro primeros actos del ori­ginal español y acababa de muy distinto modo: Melibea se arrepentía, confesaba todo a su padre, y obtenía el perdón. Inglaterra, por lo tanto, co­nocía La Celestina en el siglo XVI, pero fué Mab­be quien, en el siglo XVII realizó la traducción completa.

La mayoría de los hispanistas han leído la tra­ducción de Mabbe, y tal vez la hayan comparado con el original. Quizá un buen sistema de estu­diar la traducción de Simpson sea compararla con la de Mabbe para ver cómo han interpretado el español estos dos traductores.

En su Introducción a la edición de 1894 Fitzge-rald hizo notar que, por alguna razón, Mabbe se abstuvo de traducir referencias a milagros cris­tianos, y hasta prefirió traducir la terminología

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católico-romana en términos equivalentes de la antigüedad clásica. Simpson no incurre en estas sustituciones, y ha presentado, por lo tanto mucho más fielmente la obra original española. Demues­tra que el autor de La Celestina no hizo tantas referencias a la cultura greco-romana como los que habían leído la traducción de Mabbe habían pensado. Ello merece especial atención, ya que se ha escrito mucho acerca de las numerosas refe­rencias a la cultura del mundo antiguo que se en­cuentran en La Celestina. Existen, desde luego, muchas citas de esta clase, pero de ninguna ma­nera tantas como algunos han supuesto. Ninguna edición española de La Celestina cita a Vesta, Bona Dea, Júpiter, Stix, Dis, el Caos, las arpías, las hidras, etc., como podrían parecer por la lec­tura de la traducción de Mabbe. El original espa­ñol contiene únicamente 40 de estas alusiones, y Simpson, traduciendo fielmente el español, nos ha dado una idea mucho más exacta de cómo habla­ban los españoles en aquellos tiempos que la que die^a Mabbe.

Casi todos nosotros recordamos la comparación gráfica que hizo Cervantes de una traducción con un tapiz visto al revés, y podemos darnos cuenta de cuan exacta era su idea. Hoy pensamos que un traductor debe, mediante el estudio y la lectura, proyectarse en la época de la que está traducien­do y hasta en el sistema de conceptos original del autor, Debe, conociendo casi perfectamente los idiomas de los cuales y a los cuales traduce, pre­sentar una versión que diga al lector lo que el

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autor original decía a sus lectores. Esto no es ta­rea fácil, y como la traducción es generalmente un trabajo muy ingrato, el problema planteado por el lenguaje de la España del siglo XV ha sido tal que ha asustado a más de un traductor. Añá­dase a esto el hecho de que el lenguaje en for­ma de diálogo y hablado por el lado peor de la sociedad hace imposible algunas veces el encon­trar las expresiones equivalentes, y se tendrá una idea de la magnitud del problema que supone la traducción de La Celestina. El profesor Simpson ha afrontado noblemente todas estas dificultades y ha producido una obra cuya necesidad se hacía notar desde hace mucho tiempo.

Simpson ha seguido el texto primitivo de 16 actos en lugar de las versiones más largas, y se le criticará sin duda por ello. ¿Por qué no incluir —se dirá— los cinco actos que muchos lectores están acostumbrados a considerar como parte in­tegrante de la obra? Anticipándose a esta obje­ción, Simpson explica en su Introducción que, en interés del buen teatro y por razones de buen gus­to y exquisitez, no ha incluido los cinco actos que alguien insertó en el original a partir del momento en que Calixto halla la muerte al caer del muro. Con la inclusión de estos actos, señala Simpson, Melibea queda esperando al otro lado del muro mientras la acción sigue su curso. En resumen —escribe— todas las interpolaciones y aditamen­tos son inoportunos y están fuera de lugar, por lo que los he omitido, basando mi traducción en el texto primitivo.

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No es fácil hacer la crítica de la obra de un traductor tan bueno como el profesor Simpson. Sólo su audacia en emprender una tarea como la traducción de La Celestina, una obra llena de vulgarismos, expresiones raras y un diálogo con­ciso y poco claro, a un idioma tan distinto del es­pañol como es el inglés, es digna de admiración. Traduce cuidadosamente, dando expresiones lite­rales siempre que es posible, pero evitando la ri­gidez que da siempre una traducción hecha pala­bra por palabra. Tómense, por ejemplo, las líneas en que Calixto contesta a Melibea cuando ella le pregunta en qué ve la bondad de Dios. El texto español dice: En dar poder a natura que de tan perfecta hermosura te dotasse y fazer a mi inmé­rito tanta merced que verte alcançasse, y en tan conueniente lugar, que mi secreto dolor manifes­tarte pudiesse. Simpson traduce: In hic giving nature the power to endow yon with such per-fect beauty and in granting me, unworthy, the hoon of seeing you in this hidden spot where I might declare my secret love. Esto es una traduc­ción muy literal del español y, sin embargo, el in­glés no resulta en modo alguno rígido ni forzado.

Los pasajes más cortos plantean problemas más serios al traductor. Por ejemplo: Que espacio lleua la haruuda! Menos sossiego trayan sus pies a la venida. A dineros pagados, braços quebrados. Ce, señora Celestina, poco has aguijado. Simp­son lo traduce por: How poky the oíd thing is! Her feet were a little livelier on her way here! That's what happens when you pay in advance! Ho,

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there, Celestina! Youre certainly taking your time. Nadie llamaría a esto una traducción literal, y

sin embargo, interpreta fielmente fil pensamiento del original. Sin duda alguna conserva la idea mu­cho mejor que la traducción de Mabbe: Look what leysure the oíd bearded Bawd takes! Hoto softly she goes! How one leg comes drawling af-ter another. Now she has her money, her arms are broken. Well overtaken, Mother, I perceive you will not hurt yourself by too much haste.

En resumen, la traducción de ha Celestina por Lesley Byrd Simpson es una obra meritoria y ex­traordinariamente útil, de un valor incalculable para hispanistas, estudiantes de literatura compa­rada y para todos los que se deleiten en las obras maestras de la literatura. Esperemos que la tra­ducción sea bien acogida por los críticos británi­cos, que tal vez objeten que el español ha sido vertido en un inglés americano. La University of California Press merece la felicitación más since­ra por habernos proporcionado una obra tan va­liosa y por haberlo hecho en un volumen tan atrac­tivo y bien presentado.— John E. Keller.

(De Hispània, septiembre, 1955.)

Gilbert Chase, America's Music. New York, Mc-Craw, Hill, 1955, 733 pp.

Siete largos años de labor quedan condensados en las setecientas cincuenta páginas del libro que, con el título que encabeza estas líneas, ha publi­cado recientemente el doctor Gilbert Chase, ex-

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Agregado Cultural de la Embajada de los Esta­dos Unidos en Argentina. La obra ha sido editada por McGraw-Hill Book Company, de Nueva York, y consta de tres partes: preparación, expansión y culminación. En la introducción del libro apun­ta el autor: En estas páginas he tratado de des­cribir el diversificado mundo de la música norte­americana, rico en valores humanos y universa­les. Al tratar de revelar esta diversidad, por la con­tinuación de una a otra frase de nuestra cultura musical, he intentado también demostrar algunas relaciones básicas que otorgan a nuestra música una gran medida de unidad orgánica. Chase, que ya había publicado en 1941 La Musica de España (traducida al español por Jaime Pahissa, en 1945), comenzó a trabajar en su nueva obra desde el año 1947, cuando dirigía los programas de extensión cultural de la Universidad Interamericana del Ai­re, en N. B. C, en el espacio denominado Música del Nuevo Mundo. Y uno de los principales in­centivos que determinaron su empresa de inves­tigación y divulgación cultural fué el hecho de haber sido por entonces invitado a dictar cursos en la Universidad de Colúmbia (Nueva York), sobre la música de los Estados Unidos y de la América Latina. Los libros que el doctor Chase debía consulta en cada ocasión nunca le parecie­ron completos ni satisfactorios, unos por demasia­do especializados en una rama del arte musical, otros por excesiva generalización. Les faltaba uni­dad y plan global.

Por otra parte, como bien se sabe, esa clase de

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libros no es muy abundante ni muy actual. Son libros que se han publicado en los años 1883, 1904 y 1931, uno por cada generación, según el decir del propio doctor Chase.

Estima el distinguido musicólogo que lo carac­terístico de la música norteamericana actual es su índole eminentemente «folklórica» y popular y que el momento crucial en que nació este nuevo impulso fué marcado por el estreno de la Rapso-die in Blue, de Gershwin, en Nueva York, el 12 de febrero de 1924. Fué la inauguración de una corriente que luego iba a ser seguida por Aaron Copland, Roy Harris, Virgil Thomson y otros.

Las tres corrientes fundamentales de la músi­ca popular norteamericana son, a juicio del doctor Chase, el rag-time, los bines y el jazz. Y agrega que la personalidad más poderosa y original de la música de los Estados Unidos es, sin duda, Char­les Ivés. Expresa también en su libro que fué sólo a fines de la primera Guerra Mundial que su pa­tria se liberó de las influencias musicales alema­nas y aprendió a investigar en su propio tesoro musical, gracias al movimiento que habían enca­bezado Arthur Farwell y Henry F. Gilbert. Al mismo tiempo, Estados Unidos se abrió a todas las otras influencias artísticas mundiales, resultan­do todo esto en un movimiento musical de un vi­gor y pujanza extraordinarios.

El doctor Gilbert Chase es un graduado de las Universidades de Colúmbia y Carolina del Norte. Sus contactos con la División de Música de la Biblioteca del Congreso durante los años de la

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última guerra despertaron en él el deseo de escri­bir este libro, que ha venido a enriquecer la lite­ratura de investigación, de divulgación y de sínte­sis de los Estados Unidos.

John K. Galbraith, Capitalismo norteamericano. Trad. J. Rovira Armengol. Buenos Aires. Ed. Agora, 1955.

Director de la revista Fortune entre los años 1943 y 1949, asiduo colaborador del Harper's, The New York Times Book Review y otras impor­tantes publicaciones, y en la actualidad profesor de economía de la Universidad de Harvard, John Kenneth Galbraith goza en los Estados Unidos de merecido prestigio dentro del campo de su ma­teria, habiendo escrito, además del libro que nos ocupa, Economies and the Art of Controversy, un interesantísimo estudio de algunos aspectos de la economía norteamericana.

Capitalismo Norteamericano no solamente ofre­ce la garantía del conocimiento y la competencia técnica de su autor, sino que es asimismo una obra cuya lectura está al alcance de cualquier persona no especializada en economía. Con gran seguri­dad, con aguda penetración, Galbraith nos condu­ce a un elocuente y completo análisis de la eco­nomía norteamericana; tras una apreciación ecuá­nime de los puntos de vista liberal y conservador en economía, hace hincapié en el hecho de que en la actualidad nos hallamos cautivos de doctri­nas económicas que no tienen aplicación en nues-

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tra vida corriente. En lugar de las ideas y teorías que trataron de llenar el vacío que dejara la des­integración de la economía clásica, el autor de Capitalismo Norteamericano propone y detalla con claridad una nueva concepción basada en el principio del poder compensador (countervailing power), al cual califica de balancín de la moderna economía.

Gordon Dean, Informe sobre el átomo. Trad. Ig­nacio Cañedo. México. Ed. Hermes, 1955.

Valido de su gran conocimiento del tema, y de la profunda experiencia que adquirió desde el car­go de Presidente de la Comisión de Energía Ató­mica de los Estados Unidos, Cordón Dean nos ofrece una autorizada y actualísima exposición del desarrollo del plan de energía atómica de los Es­tados Unidos, tanto para fines militares como pa­ra la paz, desde los tanteos e improvisaciones ini­ciales, hasta las aplicaciones concretas en las pos­trimerías de la segunda guerra mundial, y sus progresos ulteriores. Ninguno de los aspectos de este complejo proceso ha sido omitido por el au­tor, que analiza tanto lo relacionado con las fuen­tes de uranio como la transformación de metal en armas o isótopos. Al margen de ello, proporcio­na una interesante información de lo relacionado con la seguridad del país: espionaje, intentos rea­lizados por otras naciones dentro del mismo cam­po, etc. En suma, como destaca el mismo Gor­don Dean, su libro no es exclusivamente técnico.

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J. Navarro Latorre y F. Solano Costa, ¿Conspira­ción española? Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1949. 361 pp.

Después de haber alcanzado su independencia, los habitantes de los primitivos Estados de la Unión Americana continuaron emigrando a tra­vés de la cordillera de los Apalaches al territorio virgen que se extendía al oeste del Mississippi. Allí perdieron contacto con la costa oriental, des­arrollándose en muchos un sentimiento separatis­ta. Especialmente en lo que ahora es el estado de Kentucky, la vida económica de la frontera se vio entorpecida por el hecho de que España, a tra­vés de su colonia de Louisiana, controlaba la na­vegación del Mississippi.

Como resultado de toda esta serie de circuns­tancias, los norteamericanos hicieron varias tenta­tivas para liberarse de los estados originarios y co­locarse bajo la soberanía de España. Entre estas tentativas tienen especial importancia las nego­ciaciones de James Wilkinson con las autoridades españolas en Nueva Orleáns.

A este episodio se han referido frecuentemente los historiadores americanos como «la conspira­ción española», y lo han interpretado como un in­tento deliberado por parte de España para au­mentar su imperio rompiendo la Unión Ameri­cana.

Esta monografía relata la historia con detalles fascinantes y con cuidada documentación. En sus complicadas ramificaciones tiene el interés que

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podría tener una novela. Los autores insisten que España no dio ni su iniciativa ni su estímulo a las pretensiones de hombres como Wilkinson, y que la buena fe de España para con la nación recién constituida era sincera.

Abundantes notas, apéndices e índices hacen de este estudio una valiosa aportación al estudio de las relaciones hispanoamericanas.—/. T. R.

John Dewey, La reconstrucción de la filosofía. Trad. Amando Lázaro Ros. Buenos Aires. Ed. Aguilar, 1955.

Dentro de la cronología del famoso pensador norteamericano, esta obra está datada en 1920, y su material principal son las conferencias que Dewey dictara entonces en la Universidad de To­kio. El autor hace notar que, pese al tiempo trans­currido, los acontecimientos del mundo hacen que el programa que el título del libro señala sea en la actualidad más necesario aún. Dewey se propo­ne aquí una reconstrucción de la filosofía tras ha­berla desembarazado, dice, de «los prejuicios me-tafísicos y epistemológicos». Para el filósofo, no se trata de dar una nueva solución a ciertos pro­blemas, sino de negar la validez de esos proble­mas, calificándolos de falsos. En efecto, Dewey sostiene que en el estado actual del conocimiento y de las diversas técnicas, y del extraordinario pro­greso de las ciencias de la naturaleza, es absurdo seguir atados todavía a los conceptos metafísicos del pasado, sólo debemos sujetarnos a la experien-

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eia, no a la trascendencia. Esto en cuanto a la metafísica. En lo relativo al conocimiento, la ac­titud de Dewey es asimismo negativa: no existe el problema epistemológico, el conocimiento no es algo simplemente contemplativo, es también activo.

Nota del Editor

Hemos recibido tantas y tan halagadoras car­tas al lanzar el primer número de ATLÁNTICO, que no ha sido posible contestar debidamente a todas, A los lectores que nos han escrito con tanto cariño y con tan buenos consejos les expresamos nuestro cordial agradecimiento. Publicaremos en adelante las cartas de los amigos lectores que incluyen al­gún comentario sustancioso sobre los artículos que se publican en esta revista. Y ahora ¡manos a la obra!—John T. Reid.

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¿Quiénes son?

Manuel García Blanco.-Legítimo conoce­dor de Unamuno, es Catedrático de la Universi­dad de Salamanca y Secretario General de la mis­ma. Ha sido profesor visitante en el Midllebury College.

Harr Crane.-Personificación del poeta bohe­mio, su vida es un himno de desgracias. Nació en Ohio en 1899 y se suicidó en 1932. A pesar de su tempestuosa vida, de él nacieron joyas de la poe­sía moderna.

José Agustín Balseiro.-Puertorriqueño. Es Catedrático de literaturas hispánicas en la Uni­versidad de Miami. Hace poco dio conferencias en varias partes de España bajo los auspicios del Gobierno de los Estados Unidos.

Sara Teasdale.-Nació en St. Louis (Missouri). Esencialmente un ser solitario, representaba en los años veinte el símbolo de lo femenino deses­perado. Murió en 1933.

John Englekirk. -Actualmente es profesor visi­tante en la Facultad de Filosofía y Letras, Uni­versidad de Madrid. Regresará en junio a su cá-

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tedra de literatura de la Universidad de Tulane en Nueva Orleans. Es autor de un estudio docu­mentado sobre Poe y de varios otros sobre litera­tura hispánica.

Louise Bogan.-Poetisa;crítico del New Yorker desde el año 1932, los poemas de Louise Bogan destacan por su finura, su claridad expresiva y una calidad emotiva que va más allá de lo pu­ramente emocional. Nació en Maine en 1897.

George H. Hamilton.-Director del Museo de Arte de la Universidad de Yale. Doctorado en la misma Universidad donde ha estado de Catedrá­tico de Historia del Arte. Crítico fecundo.

George R. Harrison.-Decano de la Facultad de Ciencias del Massachusetts Institute of Tech­nology desde 1942, ha merecido muchos honores por sus investigaciones en la física y por sus ser­vicios al bien público.

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