Atlántico : Revista de Cultura Contemporánea Num 9 1958

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Revista de Cultura Contemporánea

Número

9 Madrid Casa Americana 1958

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AnáxÉco

Nuevas tendencias en el Teatro Norteameri­cano, por Alice Griffin 5

Constitución de una Arquitectura, por John Ely Burcbard 31

De Poe a Hemingway pasando por Baroja, por J. Raimundo Bartrés 63

Átomos para la Paz, por el doctor Arthur Compton 73

El Legado de John Adams (I), por Clinton Rossiter 83

Cuaderno del Director 105

Libros: Earl P. Hanton: Transformación: El moderno Puerto Rico (Ricardo Gullón). James A. Michenen The Bridge at Andau (Andrés Révesz). Luis G. Marqués: Gobierno y Administración local en los Estados Unidos (Donald Mulligan) 107

¿Quiénes son? 119

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NUEVAS TENDENCIAS EN EL TEATRO

NORTEAMERICANO

por Alice Grifñn

F I | N los últimos veinte años, la palabra «teatro» ha adquirido un nuevo significado en casi todas partes de los Estados Unidos. Hubo un tiempo, a principios de siglo, cuan­do se suponía que al hablar de «teatro» se aludía a las compañías ambulantes, que re­presentaban melodramas del Atlántico al Pa­cífico, aun en las ciudades más pequeñas. Pero en los años de 1920 a 1930, el cine mató virtualmente este teatro, extendido por todo el país, apoderándose de sus edificios y de su público; y la palabra teatro vino a significar la actividad escénica en una pequeña zona a lo largo de Broadway, en Nueva York, don­de los costes de producción eran muy eleva­dos y los productores confiaban en fórmulas ya experimentadas para poner en escena las comedias y las comedias musicales que supo­nían que tendrían éxito. Sólo a partir de las dos últimas décadas ha venido el teatro a significar otra vez en millares de localidades

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norteamericanas el drama vivo —Shakespea­re, Sófocles, Moliere, y los modernos drama­turgos— interpretados en nuevos escenarios en producciones interesantes. El teatro regio­nal se está convirtiendo hoy en parte inte­grante de la vida cultural de las ciudades nor­teamericanas, comparable con las bibliotecas públicas y los conciertos gratuitos. No pasará mucho tiempo sin que el buen teatro esté al alcance de todos.

En un país que abarca tres millones de mi­llas cuadradas, se ha exigido siempre del teatro la cantidad tanto como la calidad. Aun cuando los primeros teatros estaban siendo construidos en las colonias del Este a prin­cipios del siglo XVIII, algunos de los actores más osados llevaron el teatro a las ciudades de la frontera de colonización. A fines del siglo siguiente, unas tres mil quinientas ciu­dades norteamericanas poseían teatros en donde actuaban compañías locales y compa­ñías ambulantes. Al igual que en muchos teatros del siglo XIX de otros países del mun­do, su repertorio estaba compuesto casi ex­clusivamente por melodramas, y tal cual que otra obra de Shakespeare, algunas veces en el mismo programa.

Como protesta contra el comercialismo de las compañías teatrales y de Broadway, los «pequeños teatros», o teatros de cámara, que florecieron aproximadamente desde 1 9 1 0 hasta 1925, se inspiraron en los Teatros Li-

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bres de Europa. Aunque fueron los precur­sores de los grupos regionales actuales, los miembros de los pequeños teatros no sentían tanto interés por su público como por ellos mismos y por su propia participación en obras de ensayo. El resultado tenía con fre­cuencia más apariencia de arte que ver­dadero contenido artístico. A fines de la ter­cera década de este siglo, el cine se convirtió en el pasatiempo popular de la nación. Los teatros, con sus dorados cupidos y sus rojas cortinas de felpa, se convirtieron en salas de cine. Durante los años de 1930 a 1939, el Teatro Federal, el único experimento norte­americano en teatros subvencionados por el Gobierno, resucitó brevemente la escena viva regional, pero por poco tiempo, y el cine, que ofrecía escape y aventura, siguió siendo más popular que las obras del Teatro Federal. A partir de esos años, los empresa­rios han enviado algunas veces en jiras artís­ticas una obra de Broadway, pero los eleva­dos costes de producción han limitado estas compañías a unas pocas que pueden perma­necer largas temporadas en las carteleras de las grandes ciudades, en lugar de ofrecer re­presentaciones de una sola noche en muchas ciudades distintas, como hacían las antiguas compañías ambulantes.

A pesar de la escasez de teatro, en las dos últimas agitadas décadas, ha aumentado el público de las obras teatrales serias. Los es-

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pectadores que abandonaron el melodrama del viejo teatro por el melodrama del cine han estado buscando algo que pudiera ofre­cerles representaciones auténticamente tea­trales. Las organizaciones productoras regio­nales emprendieron la tarea de cubrir esta ne­cesidad, aunque hace veinte años eran pocas las que disponían de edificios, servicios o directores adecuados. Con sus propias ma­nos, personas que sentían profundo interés por el teatro convirtieron iglesias, garajes y tiendas en escenarios; planearon su adminis­tración con sentido común, y pusieron en es­cena sus obras teatrales de. manera intere­sante. A partir de entonces, un público cada vez más numeroso ha hecho posible la crea­ción de nuevos edificios, y las escuelas de arte dramático de las universidades han pro­porcionado obras teatrales a las localidades a que pertenecían, así como también actores y directores experimentados a otras ciuda­des. Los grupos regionales han resucitado el teatro en todo el país, y lo han hecho con seriedad de propósito y puntos de vista mo­dernos. Sin duda alguna, desempeñarán un papel importante en la formación del teatro americano del porvenir.

Sería imposible presentar un informe am­plio sobre los teatros regionales de hoy, de los que existen unos tres mil, mas unos ejem­plos típicos servirán para indicar sus activi­dades y los éxitos que han alcanzado. Algu-

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nos de ellos, ahora en sus comienzos, están todavía en una etapa de ensayo; otros han logrado ya representaciones acertadas, pero cuyo valor no ha sido realmente destacado; un tercer grupo realiza un trabajo muy satis­factorio, y un cuarto ofrece producciones no­tables, de alto valor imaginativo en su con­cepción y gran competencia de ejecución. Creemos que las dos primeras categorías re­presentan las fases transitorias del desarro­llo de los teatros regionales, por lo que nos limitaremos a tomar nuestros ejemplos de las dos últimas.

La principal razón de existencia del tea­tro regional hoy día es que hay un público re­gional. Uno de los comentarios más agudos sobre este público fué hecho por el drama­turgo español Federico García Lorca. Alabó al público de los teatros regionales por su ca­pacidad para aceptar la ilusión y gozar de ella, y para reaccionar más con las emocio­nes que con la mente, ante la sustancia de la obra. Esto explica por qué el público de las pequeñas ciudades de América no queda ni confundido por los autores . modernos ni abrumado por los clásicos —reacciones que se producen muy a menudo en Broadway—. El mejor teatro regional no es ni un aconte­cimiento social ni un ejercicio intelectual, sino la experiencia emotiva que Aristóteles dijo que debía ser. De aquí que haya habi­do obras que fueron verdaderos éxitos en

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los teatros regionales después de fracasar en Broadway, donde el público parecía preferir el análisis intelectual a la apreciación emo­tiva.

No fué raro, por ejemplo, encontrar en un pequeño escenario que no reunía muy buenas condiciones, en Silvermine, Connec­ticut, una interpretación infinitamente más comprensiva y conmovedora de la obra de Tennessee Williams, Camino Real, que la costosa producción de Broadway.

Representado para un público constituido casi enteramente por los habitantes de la lo­calidad, Camino Real formaba parte de una serie de obras teatrales patrocinadas por el Silvermine Guild of Artists, que se compone de pintores, escultores y bailarines. Su pro­grama teatral, dirigido por Basil Burwell. que fué quien dirigió Camino Real, está dedica­do a la producción de obras modernas poco corrientes u obras clásicas reinterpretadas en términos modernos, y en él han figurado obras como Sweeney Agonistes, de T. S. Eliot; Ótelo y The Emperor Jones (El Empe­rador Jones), de Eugene O'Neill.

Durante la misma temporada en que Ca­mino Real apareció por poco tiempo en la cartelera de Broadway, The Crucible (El Cri­sol), de Arthur Miller, se anunció bastante fríamente en la prensa. Tratando del porve­nir de esta obra en Broadway, Miller indi­có que quizá The Crucible no fuera, después

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de todo, una obra de gran público. Sin em­bargo, después de la "breve temporada que su obra estuvo en los carteles de Broadway, Mr. Miller ha recuperado su fe en ella, ya que en el pasado año The Crucible ha sido la obra más representada en los teatros regio­nales.

Tanto The Crucible como Camino Real, son obras no solamente de temas serios, sino más libres en estructura y más poéticas en su lenguaje que las bien acabadas obras de hace veinte años, y mientras que el públi­co de Broadway tiende a mirar con recelo cualquier cosa que se aparte de las normas que conoce, el público regional está acostum­brado a muy distintas clases de teatro, desde el de los antiguos clásicos hasta el de los maestros modernos. Por lo que las obras no naturalistas de los a u t o r e s modernos europeos, como Fry, Anouilh y Lorca, han gozado de un triunfo mucho más señalado en el teatro regional que en Broadway.

En Nueva Y o r k pueden verse e s t a s o t r a s off-Broadway, un término que indica las obras representa­das por compañías de

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profesionales y semí-profesionales que no pertenecen a la zona de Broadway. Repre­sentadas en su mayoría en el distrito de Greenwich Village, en salas de teatro que han sido anteriormente almacenes, «caba­rets» o salas de música, obtienen de los po­derosos sindicatos teatrales de Broadway re­ducciones en los costes de producción —la mano de obra, agentes de prensa, etc.—, de modo que sus obras puedan representarse a un coste reducido y el precio de las en­tradas sea suficientemente bajo para atraer a estudiantes residentes del barrio, catedrá­ticos y otras personas que no pueden permi­tirse el lujo de asistir a las representaciones de Broadway con regularidad. Son los tea­tros locales neoyorquinos.

Un solo ejemplo ilustrará el valor de estas producciones para un autor novel: El Thea-ter Guild of Webster Groves (Missouri), crea­do hace veintiocho años, es una compañía lo­cal típica. El edificio estaba medio en rui­nas cuando la compañía, formada por par­ticulares, lo compró, en 1951. Ellos mismos lo renovaron, y el trabajo que no pudieron ha­cer ellos fué efectuado gratuitamente por obreros especializados de la localidad. El edi­ficio terminado se compone de una sala de doscientas butacas, oficinas, una sala de re­uniones y otras dependencias. Los comer­ciantes de la ciudad aportaron los muebles, los cuadros y adornos y las cortinas. Unas

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1.300 personas de la ciudad (cuya población asciende a 28.000 habitantes) son socios del teatro, en el que se representan obras clási­cas y modernas, y se sostiene un teatro in­fantil y un taller experimental.

Para estimular a los nuevos dramaturgos, el Guild patrocina concursos de obras de un acto, y en 1936 presentó una obra escrita por el ganador de un concurso, un joven de una ciudad próxima a San Luis del Missou­ri, ninguna de cuyas obras había sido puesta en escena. La obra era The Magic Tower (La Torre Mágica); su autor era Tom (Tennes­see) Williams.

Í~J ACE cinco años, un grupo de diez poetas y autores formó The Poets' Theater, en Cam­bridge, Massachusetts, para fomentar las obras originales de teatro en verso, creando una oportunidad de que los poetas y acto­res aprendieran la técnica del teatro. Du­rante el primer año se representaron siete de sus obras, y desde entonces se han repre­sentado veintiséis obras más, entre las que figuran Agamenón, de William Alfred; The Gospel Witch (La Bruja del Evangelio), de Lyon Phelps, y Fire Exit (Escape de Incen­dios) y í Too Have Lived in Arcadia (Yo tam­bién vivo en Arcadia), de V. R. Lang. Las obras se representan en un antiguo taller de

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reparaciones de automóviles, que ha s i d o transformado en un teatro en miniatura, con una galería de arte aneja. Para proporcionar la representación necesaria a los actores y au­tores, The Poets' Theater ofrece también obras escritas por dramaturgos consagrados.

En los últimos años, como la ópera y el baile se han convertido cada vez más en la distracción de la mayoría en lugar de culto de la minoría, muchos teatros regionales, es­pecialmente los teatros universitarios, han to­mado sobre sí la responsabilidad que supone la preparación y la producción de estas artes hermanas. El año pasado, se representó por primera vez en América, en Hartford (Con­necticut) La Piedra de Toque, de Rossini, de acuerdo con el manuscrito que se descubrió en Italia hace algunos años. La producción, realizada por la Hartt School of Music, fué patrocinada por el Hartt Opera Guild, una compañía local. Fué una representación mag­nífica, en la que la interpretación, la música, el campo y los decorados estaban unificados por el espíritu que penetra esta obra román­tica y efervescente, bajo la excelente direc­ción musical de Moshe Paranov. Los artistas, bajo la dirección de E. Nagy, actuaron con estilo e ingenio.

El tercer miembro de las artes teatrales —el baile— está menos extendido en el tea­tro regional. No obstante, el baile moderno recibe cada vez más atención en los colegios

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mayores y en las universidades, donde for­ma a menudo parte de los programas de edu­cación física. Algunas escuelas han estable­cido programas de baile en sus cursos de artes del teatro, y los instructores son con fre­cuencia famosos artistas.

La ópera y el baile han tenido un comien­zo afortunado en el teatro regional, ya que la misma naturaleza de estas artes ha exigido que los profesores y los directores sean téc­nicos. El desarrollo de las representaciones de las obras de Shakespeare ha sido histo­ria completamente distinta. Careciendo de un teatro nacional que subvencione repre­sentaciones oficiales de los clásicos, no ha existido una tradición en la representación de Shakespeare por actores profesionales; apenas se han distinguido unos pocos acto­res o directores norteamericanos como téc­nicos capacitados que a su vez pudieran en­señar a otros. Los productores de Broadway se quejan de que Shakespeare no tiene óxi­do de taquilla, pero en sus manos ha sido un dramaturgo al que se ha hecho más daño que el daño que haya podido causar él. Las representaciones de Shakespeare en el teatro comercial durante los quince últimos años han sido tan malas, que ha sido una suerte que hayan sido tan pocas. Todavía peores han sido las ofrendas hechas en el altar del Bardo por artistas cuyo nivel era únicamente el de aficionados o el de clubs sociales. Que

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también se haya realizado una labor digna de elogio se debe por completo a los teatros uni­versitarios y locales, en los que bajo la di­rección de directores competentes, algunas compañías de actores han establecido una tradición de la producción de Shakespeare en la que se combina una interpretación acer­tada e imaginativa con el respeto al espíritu de la obra.

Una fase de experimentación especialmen­te valiosa e interesante del teatro regional es la que se refiere al empleo de una reproduc­ción del escenario de la época isabelina para la representación de las obras de Shakes­peare.

Probablemente la más auténtica, y sin duda alguna una de las más bellas reproduc­ciones de los escenarios de la época de Sha­kespeare en los Estados Unidos, es la de Hofstra College, Hempstead (Long Island).

Cuando el Hofstra estaba realizando las gestiones para construir un escenario isabeli-no basado en las investigaciones realizadas por su presidente, el Dr. John Granford Adams, autor de la obra The Globe Play-house (El Teatro del Globo), los presupues­tos ascendían a unos 30.000 dólares, canti­dad muy superior a los fondos con que po­día contar el College. Sin desanimarse, los estudiantes construyeron el escenario ellos mismos, costando el material 2.000 dólares. El escenario, sólidamente construido, se eri­

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ge anualmente durante un festival que dura una semana.

El mismo escenario impresiona, en primer lugar, por su colorido: los ricos tonos de las cortinas que separan la parte interior (estu­dio) y la superior (cámara) del escenario, el «cielo» azul y oro representando el zodíaco, un techo sobre una parte de la amplia plata­forma del escenario, y los paneles tallados y multicolores de los pilares que sostienen el «cielo». Al avanzar la representación, se da uno cuenta de que mientras que nuestro es­cenario moderno es predominantemente hori­zontal en sus efectos visuales, moviéndose la acción de un lado a otro, el escenario isabeli-no hacía uso constante del plano vertical, con el movimiento de la parte superior a la plataforma de abajo. De este modo, en cua­dros en los que se emplean todas las zonas de acción del plano vertical o muchas de ellas, el efecto es similar al de un tapiz o vi­driera de colores, que eran los medios cono­cidos en la época isabelina para la represen­tación pictórica de los acontecimientos seña­lados.

El empleo de un escenario isabelino hace posible poner en escena las obras de Shakes­peare en la forma de su representación ori­ginal. Las escenas se suceden continuamente una tras otra, y no es necesario cortar la obra para compensar las interrupciones por cambio de decorado. En otras palabras, se

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conservan el ritmo y el valor dramático de los textos completos. En la puesta en esce­na por Hofstra del primer acto de Enri­que IV, por ejemplo, que fué dirigida p o r Bernard Beckerman, las escenas de la bata­lla eran cortas escara­muzas en las distintas zonas de acción, to­mando parte en cada

una de ellas únicamente unos cuantos sol­dados. De esta forma se escribieron las es­cenas, y era un método mucho más efec­tivo y convincente que la actual representa­ción realista en un proscenio, con muchos extras cruzando sus espadas. El método de Hofstra permitió también la inclusión de tres rápidas escenas mudas o pantomimas des­pués de las escenas de la batalla para suge­rir el pillaje y el robo que acompañan a la gloria de la guerra. Las dimensiones de la plataforma del escenario permitieron la pro­cesión de los andrajosos reclutas de Falstaff, y el despliegue de la escena final, que mos­tró muy claramente cómo se lograban los efectos visuales calidoscópicos del fausto y la pompa en el escenario isabelino sin nece­sidad de decorados, sino únicamente median-

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te el movimiento de los actores vestidos con los vistosos ropajes de la época.

Algunos de los mejores públicos del teatro de Shakespeare se encuentran en las ciuda­des y pueblos del Sur, donde durante diez años la compañía del Barter Theater (literal­mente, el Teatro de Cambio) de Virginia ha realizado jiras artísticas representando obras de Shakespeare y de otros clásicos. El teatro debe su nombre a la creencia de su fundador, un enérgico virginiano llamado Robert Por-terfield, de que durante los años difíciles de la crisis económica un actor podía seguir su profesión y ganarse la vida si el público es­taba dispuesto a «cambiar» productos de sus granjas por unas horas de solaz. El proyecto tuvo éxito, y durante aquellos años el tea­tro pagó sus derechos de autor en jamones de Virginia, a lo que únicamente hubo un dra­maturgo que objetara: el convencido vege­tariano George Bernard Shaw.

Hacia el año 1946 esta compañía profesio­nal había adquirido tal importancia, que el Estado de Virginia le concedió una subven­ción anual, siendo de este modo el primer estado que sostuvo un teatro. En 1949, cuan­do los Estados Unidos fueron invitados a re­presentar Hamlet en el Castillo de Kronborg, en Elsinore (Dinamarca), se envió la compa­ñía del Barter Theater, asignándose a uno de sus actores más destacados, Robert Breen (actualmente coproductor y director de Por-

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gy and Bess), el papel de Príncipe de Dina­marca.

Hay que añadir también que al mismo tiempo que ofrecen al público lo mejor del teatro europeo, clásico y moderno, los tea­tros regionales conservan las tradiciones del teatro norteamericano. Han representado, por ejemplo, las obras de Eugene O'Neill, tanto las más famosas como las menos cono­cidas. La conocida compañía del Hedgerow Theater, en Moylan (Pennsylvania), mantie­ne una larga tradición de representaciones de O'Neill. La compañía, que cuenta treinta y dos años, está dirigida por Jasper Deeter, amigo de O'Neill y asociado del dramaturgo en los años de sus comienzos en Province-town. Poco después de escribirse, la mayoría de las obras de O'Neill se representaron en Hedgerow, donde a partir de entonces se han vuelto a representar periódicamente.

Rara vez se representan otra vez en Broad-way obras famosas que ya se han estrenado, de dramaturgos modernos, pero se represen­tan continuamente en los teatros regionales, donde pueden verse, además de obras de O'Neill, Williams y Miller, las obras de au­tores como Maxwell Anderson, Thornton Wilder y William Saroyan. Con «realismo mágico» en su estilo y compasión en su es­píritu, Helio Out There (¡Hola!), The Beau-tiful People (Gente Bella) y My Heart's in the Highlands (Mi Corazón está en la Mon-

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taña), de Saroyan, son obras especialmente preferidas. El verano antepasado, se repre­sentaron estas obras en el Festival de Saro­yan, en Dallas (Texas), presentadas por el Roundup Theater, compañía de autores ne­gros, compuesta en su mayor parte por pro­fesores y estudiantes de escuelas de dicha ciudad; entre el público que asistió a estas representaciones figuraban indistintamente blancos y negros. Cuando el director, Mau-rice Alevy escribió a Saroyan sobre los pla­nes del festival, el famoso dramaturgo, que es uno de los pocos que no consideran Broad-way como el único fin al que hay que tender, envió una obra nueva para que se represen­tara en el festival si los actores así lo desea­ban. La obra, A Lost Child's Fireflies (Lu­ciérnagas de un Niño Perdido), ha sido des­crita por el autor como «obra en tono menor que sigue, al parecer, las líneas (en textura, tono, disposición de ánimo) de Chekhov, pero que probablemente no sigue demasiado las líneas del gran hombre». Las luciérnagas del título son simbólicas, y representan los sue­ños que persisten pasada la infancia. La obra alude también a las diferencias sociales.

Recibidas de un modo estusiasta, las obras del Festival de Saroyan fueron llevadas a escena en forma impresionista que reflejaba en estilo simbólico el espíritu de las obras, empleándose bastidores intercambiables en los decorados para representar los diferentes

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lugares. Como la mayoría de los actores de teatros locales, los miembros de la compañía trabajaban durante el día en diferentes em­pleos y ensayaban por la tarde, cuatro o cin­co días a la semana desde las siete hasta las diez y media, aumentando el tiempo durante las semanas que precedían a la representa­ción de las obras. Uno de los actores prin­cipales trabajaba en una compañía de pro­ductos químicos, y una de las actrices más inteligentes era ama de casa.

The Roundup Theater es una de varias compañías locales que proyectan actualmen­te nuevos edificios de teatros, porque la cons­trucción se ha mantenido al ritmo de la pro­ducción en el teatro regional, que es donde se encuentran las tendencias más modernas de la arquitectura y del attrezo de escena­rios. Algunas compañías, como las de las universidades de Yale, Wisconsin e Indiana, han construido edificios de un millón de dó­lares; otras han transformado en teatros lo­cales que habían sido cualquier otra cosa en un principio, desde oratorios hasta almace­nes del ejército. La Universidad de Wash­ington fué la primera que resucitó el anfi­teatro, con el público alrededor de la zona de representación. Otro tipo popular de esce­nario, empleado en el Antioch College de Ohio, es la plataforma rodeada por el público por tres lados, reservándose el restante para las decoraciones.

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Un motivo importante de que el buen tea­tro se esté extendiendo hoy día por todo el país, es que existen directores, dibujantes de vestuario y técnicos preparados en los depar­tamentos de arte dramático universitarios para satisfacer la demanda de artistas pro­fesionales. En 1914, el Instituto de Tecnolo­gía Carnegie, de Pittsburgh (Pennsylvania), estableció por vez primera en una institución docente norteamericana de estudios superio­res un plan de estudios de cuatro años de artes teatrales, al final del cual se podía ob­tener un título académico. Desde entonces son ya más de doscientas las universidades en las que pueden seguirse cursos que per­miten graduarse en arte dramático, y hay además 1.600 colegios mayores que patroci­nan la representación de obras de teatro, la mayoría de ellos bajo la dirección de instruc­tores capacitados.

El programa de estudios de un teatro uni­versitario puede ilustrarse tomando como ejemplo el de la Universidad Católica de América, en Washington, cuya escuela de ar­tes dramáticas se fundó en 1937. El programa está dividido en tres partes: el estudio de la filosofía del teatro, orientado hacia una comprensión intelectual de la naturaleza del arte dramático; el estudio de las grandes obras de teatro del pasado y del presente en las cuales puede discernirse su naturaleza y examinarse su estructura, y la preparación en

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la técnica del teatro. El teatro universitario puede florecer solamente si la calidad de la instrucción en sus escuelas dramáticas es práctica —en términos escénicos— y al mis­mo tiempo profunda —en términos de la li­teratura dramática—. Sería ciertamente difí­cil sobreestimar el papel desempeñado en el renacimiento del teatro regional por el gru­po relativamente reducido de hombres que dirigen las escuelas dramáticas. No solamente han proporcionado buen teatro a los lugares en donde residen, ya que sus alumnos traba­jan en los teatros regionales de todo el país. Estos hombres son desconocidos en Broad­way y en Hollywood, pero no obstante, a la larga, su influencia en el desarrollo del tea­tro en los Estados Unidos excederá sin duda alguna a la de la potente industria del espec­táculo.

Una de estas personas es el Padre Gilbert V. Hartke, O. P., que ha dirigido la sección de teatro de la Universidad Católica desde su fundación. En su teatro, que fué anterior­mente un almacén del Ejército, el Padre Hartke pone en escena producciones imagi­nativas que alcanzan gran éxito de taquilla, y desde su tranquila oficina guía un progra­ma que la mayoría de los productores de Broadway hubiera rechazado por demasiado audaz. Se trata de la actuación de dos tea­tros profesionales, cuyo cuadro de actores está compuesto por sus graduados, en Olney

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(Maryland) y Winoo-ski (Vermont). Duran­te el invierno, estos ac­tores, cuya edad me­dia es de veintiséis años, suben a una ca­mioneta o un tren y emprenden una jira artística representan­do obras de Moliere y de Shakespeare en sa­lones de actos, teatros escolares y academias del Atlántico al Pa­cífico.

Otro ejemplo lo constituye Frank Whiting, director del Teatro de la Universidad de Min­nesota. Observarlo mientras trabaja con sus alumnos es darse cuenta de las condiciones especiales que debe reunir un profesor de arte dramático. Con voz suave, pero pene­trante, el Profesor Whiting instruye pacien­temente a sus alumnos en los múltiples aspec­tos de la producción teatral, estimulando a la gente joven con su propio entusiasmo por el teatro como arte además de como profesión. El Profesor Whiting muestra especialmente la flexibilidad mental del director regional, que ofrece fuerte contraste con la especiali-zación de Broadway. Inmediatamente des­pués de poner en escena una obra infantil en la que se combinaban emociones sencillas

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con efectos visuales «mágicos», Whiting co­menzó los preparativos para la más difícil y atractiva de las grandes tragedias, Edipo Rey, producción poco corriente en su apli­cación especial de la música y la danza a las secuencias corales, Dirige todos los años la formación de dos grupos de estudiantes que efectúan jiras artísticas, uno de ellos para re­presentar obras en la parte norte del centro de la nación y Canadá, y el otro en los cole­gios superiores de las localidades próximas.

Otro defensor del útil aprendizaje que pro­porciona una jira artística es C. Robert Kase, jefe de la sección de arte dramático de la Universidad de Delaware. Sus alumnos ac­túan como directores y como intérpretes en el teatro infantil ambulante, que representa sus obras en las escuelas y salas de concier­tos locales en todo Delaware y en los esta­dos próximos. El doctor Kase se ha preocu­pado especialmente de estimular la asistencia de los jóvenes al teatro profesional, y ha idea­do un método para proporcionar a los estu­diantes, a precio muy reducido, las localida­des sobrantes en taquilla. Su método ha sido adoptado en Wilmington (Delaware), así co­mo en otras ciudades. La Delaware Drama-tic Association, organizada por él, es una compañía de teatro cooperativa que no per­tenece a una sola localidad, sino a todo el estado, y que ha sido imitada en otros mu­chos estados.

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Actualmente, los teatros locales, que fue­ron anteriormente teatros de aficionados, em­plean cada día mayor número de artistas pro­fesionales procedentes de las universidades, señal de que el teatro regional está alcanzan­do su mayoría de edad. La historia de la compañía y de la labor del Sacramento (Ca­lifornia) Ciyic Repertory Theater es en mu­chos aspectos la historia del teatro local en Norteamérica. La ciudad fué sede del pri­mer teatro que se edificó en California, el Eagle, erigido durante la fiebre del oro del año 1849. Sacramento siguió siendo una bue­na «ciudad con teatro» durante los setenta años siguientes, hasta que, como ocurrió en todo el país, su último teatro profesional se cerró en 1923, ocupando el cine su lugar. En 1942 un grupo de particulares, conven­cidos de que Sacramento podía mantener un teatro, crearon el Civic Repertory Theater. Contrariamente a los «pequeños» teatros de las pasadas décadas, se trataba de un negocio al mismo tiempo que de una aventura; en su consejo de administración figuraban banque­ros, abogados y hombres de negocios jun­tamente con aquellas personas capacitadas para fijar las normas artísticas, Cuando hay que tomar una decisión comercial los prime­ros tienen la última palabra; cuando se tra­ta de una decisión artística, es la opinión de los últimos la que prevalece, y los hombres de negocios dan su asentimiento.

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En 1949, exactamente cien años después de que el Eagle levantara el telón por vez primera, la compañía inauguró el teatro Ea-glet, con quinientas butacas, y cuya primera sección está planeada como centró teatral. En el año 1950 se añadieron una escuela' y un escenario para los ensayos, y más tarde, una taquilla moderna y un local destinado a la administración. Una sala de 1.800 butacas completará el centro. Durante sus trece años de existencia el teatro ha mantenido como norma o lema «lo mejor en comedia, farsa, poesía y tragedia de cualesquiera países y épocas». Entre las obras representadas en las dos últimas temporadas figuran: La Cui-sine des Anges, de Albert Husson; Antígona, de Sófocles; Twelfth Night, de Shakespeare; The Lady's Not for Burning (La Señora no se quema), de Fry, y la obra clásica india Shakuntala.

Un grupo de empleados y más de ocho­cientos voluntarios de la localidad trabajan en la organización, cuyas actividades inclu­yen, además de la serie de seis obras anuales, una escuela, un teatro infantil y el atender a una taquilla del Teatro Cívico, que se encar­ga de llevar al amplio auditorio municipal de la ciudad compañías ambulantes profesiona­les para que den allí funciones de teatro, ballet y ópera. Durante el verano el teatro de Sacramento erige un teatro al aire libre de 1.400 butacas y patrocina una temporada

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de teatro profesional de diez comedias musi­cales y operetas. Un sentido cívico y de ser­vicio a la comunidad guía todas sus activi­dades. Cuando una sinagoga local, el Templo B'Nai Israel, celebró su centenario, sus miem­bros pidieron al Teatro Cívico de Sacramen­to que pusiera en escena una obra dramática para conmemorar este acontecimiento, y la compañía teatral llevó a escena la obra The Dyhbuk. Para el Camellia Festival de 1955, celebrado en Sacramento, la compañía pre­sentó, muy apropiadamente, La Dame aux camelias.

Los teatros regionales se extienden del Atlántico al Pacífico. La Universidad de Washington, en Seattle, cuenta con tres tea­tros y una compañía ambulante. El Teatro '55 de Dallas (Texas) tiene un anfiteatro fun­dado hace ocho años por Margo Jones v de­dicado a la representación de obras nuevas escritas por autores que prometen —entre ellos Tennessee Williams y William Inge—. La Cleveland Playhouse de Ohio, fundada hace cuarenta años, cuenta con tres teatros bien equipados, en los que están empleadas sesenta personas, y que dan de quince a veinte representaciones por año. Existe tam­bién el Erie Playhouse de Pennsylvania, don­de 18.000 personas, casi, el 15 por 100 de la población total de la ciudad, se abonan anualmente para asistir a todas las obras de la temporada antes de, ver una sola repre-

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sentación, Hay también teatros al aire libre, en barracas, en locales de un millón de dó­lares, en capillas y graneros reformados, en sótanos, en desvanes y en patios.

Entre los restaurantes baratos y las tiendas poco tentadoras de la parte baja de la Se­gunda Avenida de Manhattan, lejos del bu­llicio de Broadway, hay un teatro de amplias dimensiones. Ya fué teatro en otro tiempo, antes de que el distrito del teatro, al igual que los comercios famosos, se trasladara de allí. Este teatro se convirtió entonces en una sala de cine, cerrándose después durante al­gún tiempo. Hace dos años se abrió de nuevo al público, representándose en él obras de Shaw, Ibsen, Chekhov, Shakespeare y Sidney Howard. Sus empresarios le pusieron por nombre el Fénix, y este nombre podría ser­vir para designar a todos los teatros que han surgido a través de la nación. En sentido muy real, el símbolo es adecuado, ya que es­tos teatros han resurgido de las cenizas de los palacios de rojas cortinas de felpa y ador­nos dorados que acogieron a los actores am­bulantes de otra época. La chispa del teatro vivo, que casi se había extinguido, ha sobre­vivido a pesar de todo, y vive hoy en los co­razones de la gente de todas partes.

Extractado de Perspectives No. 14.)

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coNsr/ruc/ON DE UNA ARQUITECTURA

¿Q por John Eiy Burchard

UÉ es arquitectura? No incluye el concepto, evidentemente, todo cuanto el hombre ha edificado. Para que un edificio merezca ser juzgado obra de arquitectura tendrá que ajustarse más o menos ceñida­mente a los tres famosos y venerables cánones de Vitrubio. Por lo menos deberá haber teni­do en cuenta la firmeza, la comodidad y el encanto del resultado. Si falla en su propósi­to, acaso pueda ser clasificada como obra de arquitectura mediocre. Mas el edificio que hace caso omiso de estos tres cánones y los desprecia de antemano queda automática­mente ellende las fronteras de la arquitectura y cae fuera de la crítica arquitectónica.

Podemos reconstruir imaginaria o realmen­te los chamizos alzados con rudos tablones en la frontera americana y al hacerlo dotarlos de características amables que jamás tuvie­ron, mas no debemos mezclar el romanticis­mo y la nostalgia de tiempos idos con la ar-

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quitectura. Una cosa es jugar a insuflar vida en el pasado muerto, y soñado como nunca fué, el cruzar las calles en silencio de ciuda­des reconstruidas de antaño y verlas bellas y deseables olvidando su inmundicia de enton­ces, y otra encararse con la realidad histórica. Si examinamos los edificios de muchas de es­tas ciudades fantasmales es probable que ha­llemos en ellas poca arquitectura.

El encanto de un edificio tiene indiscutible importancia para que pueda ser clasificado como obra arquitectónica, mas al interpretar el significado de la palabra «encanto» no de­bemos permitir que su significación verda­dera quede suplantada por conceptos extra­ños. No debemos, por ejemplo, prestar de­masiada atención al concepto ideológico ya pasado de moda, que tan categóricamente ex­presó en 1938 Bruno Taut al decir que todo lo que funciona bien es bello, ni siquiera aun­que añadamos al punto, como él hizo, que lo que funciona bien no puede ser feo.

Si ahora pasamos a definir qué es arqui­tectura americana, nuestras dificultades su­ben de grado.

Podemos comenzar por decir que no aludi­mos a las construcciones anteriores a Cristó­bal Colón ni a la arquitectura canadiense o mejicana.

Aunque la teoría provocará encendidas protestas, diremos que las diferentes direc­ciones en que la arquitectura americana se

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ha desarrollado tienen por arranque la arqui­tectura de los colonizadores ingleses. Los franceses dejaron una cierta cantidad de ves­tigios duraderos, pero ni se origina en ellos una tradición ni constituyen fuente de inspi­ración a la que acudan posteriores construc­tores. Algo más hicieron los españoles en el Suroeste y, sobre todo, en California, pero tampoco lo suficiente.

California también era americana y su his­toria más importante es americana. Incluso suponiendo que la influencia española hubie­ra durado más en California, el efecto hubie­se sido de naturaleza puramente local. Amé­rica avanzaba hacia el Pacífico desde el este y traía en pos la cultura y la arquitectura del este. Y la cultura y la arquitectura de Ca­lifornia, como las de otras regiones del leja­no oeste, deben más a las corrientes que lle­garon hasta allí venidas luego de haber sal­vado las Montañas' Rocosas o de haber do­blado el cabo de Hornos en naves salidas de los puertos de Nueva Inglaterra.

Cada región americana modificó y alteró los recuerdos que llegaban hasta ellas al avanzar los Estados Unidos hacia el Pacífico. Por ello, cualesquiera variaciones, por efíme­ras que fueran, resultan interesantes. Pero si deseamos trazar una ruta breve, razonable y clara a través de la historia, hemos de seguir el curso principal de la corriente sin dete­nernos en remansos y meandros, por deleito-

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sos que sean. Si permitimos que nos oscurez­can la vista los esfuerzos para crear o conser­var determinados regionalismos, no llegare­mos a percibir las características fundamen­tales del desarrollo de la arquitectura en Norteamérica. Estos esfuerzos han sido a las veces encantadores, y nada malo tiene el sen­tirse discretamente nostálgico o sentimental con tal que comprendamos que tales regio­nalismos son adventicios y únicamente pue­den resistir a la marcha de lo «americano» usando procedimientos artificiales. Es indu­dable que para el visitante de discernimien­to Nueva York es más interesante que Bos­ton y Los Angeles que San Francisco, en tan­to que Chicago, naturalmente, es más digno de atención que esas cuatro deliciosas ciu­dades puestas juntas.

CALVADO el obstáculo de un regionalis­mo que tiende a desaparecer, todavía hemos de decidir qué llamaremos «americano)). No comentaremos la inepcia de exigir que el ar­quitecto sea nacido en América. Mas, ¿será necesario para juzgar como americana deter­minada arquitectura que presente determi­nadas características indígenas? ¿Hemos, por ejemplo, de concentrar nuestra atención so­bre edificios que se nos antojan representa­tivos de lo americano porque las finalidades

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que sirven han recibido más atención en América que en otros países, tales como es­cuelas, audiencias provinciales y rascacielos? ¿Hemos de insistir en que la arquitectura sea de invención americana o haber alcanza­do aquí especial desarrollo, como en el caso del rascacielos? Todas estas restricciones parece que nos llevarían a formar una idea incompleta. Para que un edificio sea ameri­cano únicamente cabe exigirle una condi­ción : que haya sido alzado en América.

En este sentido, el estilo jorgiano de Amé­rica de mediados del siglo XVIII, aunque al­go menos refinado que el correspondiente inglés, es tan completamente americano co­mo las mansiones de estilo griego, que aquí alcanzaron m á s des­arrollo que en Euro­pa. Y tanto el uno co­mo el otro estilo son tan americanos como el de las casas de cam­po de Frank Lloyd Wright o como el es­tilo llamado de Chica­go, que puede haber s i d o originario d e Chicago y puede no haberlo sido. En cuan­to a l o s arquitectos que aquí han trabaja­do, podremos distin-

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guir en ellos características más indígenas en unos, como Sullivan y Wright, que en otros, como Latrobe o Harrison, pero todos serán americanos si aquí han realizado su obra.

Este punto de vista será rechazado por muchos. Ya viene de antiguo la idea de que América iba a ser «distinta». Y la idea, que es no poco complicada, aún subsiste. Obser­vamos en ella algo que nos recuerda el pun­to de vista de los primeros puritanos, expre­sado por uno de ellos en Nueva Inglaterra cien años después de desembarcar los Pere­grinos emigrantes en las costas americanas: «Pues es más noble el emplearse en servir al prójimo y en abastecerlo de lo necesario que en simplemente complacer los gustos de cua­lesquiera. El que asido a la mancera cultiva los trigales es de mayor utilidad a la huma­nidad que el pintor que dibuja sin más pro­pósito que el de halagar la vista. El carpin­tero que construye una casa buena para pro­tegernos del viento y la inclemencia es más útil que el curioso tallador que usa de su arte para deleitar.» (*).

Las voces del nacionalismo se tornaron más estridentes después de la separación de Inglaterra. Se oyeron gritos de que debíamos crear una novela nacional y poesía nacional, bailes nacionales, música nacional, pintura nacional y arquitectura nacional. Estas ex-

(*) De un folleto anónimo, citado por O. Larkin en "Life and Artin America", Rinehart, 1929.

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hortaciones encerraban algo más que patrio-terismo. Eran consecuencia de la idea de que esta tierra de oportunidades constantes en donde lo por venir siempre era mejor que lo pasado, de vastedad impresionante y bellezas naturales y climas violentos y majestuosos, venía obligada, si es que era posible encon­trar medios para expresar todo esto, a des­arrollar artes que fueran tan distintas de las europeas como distintas de las del viejo mundo parecían ser nuestras economía, so­ciología y técnica, y que esto únicamente po­dría lograrse si los americanos dejábamos de contemplar la escena europea para concen­trarnos en nosotros mismos. Por mucho que los hechos pudieran contradecir el aserto, la idea de que los americanos superábamos en inventiva a los europeos estaba viva y aún palpita. Y aunque hayamos recibido nuestras ideas relativas a la arquitectura de lugares muy distintos, persiste el criterio de que de­biéramos crear nuestra propia arquitectura. Era éste uno de los principios propugnados por los «trascendentalistas», desde Emerson a Thoreau, a Whitman, a Sullivan, a Wright. Se oponían a él quienes sentían mayor respe­to por la tradición, por el señorío, quienes ar­gumentaban por su parte que la frontera no podía continuar eternamente siendo frontera, y que, al menos para comenzar, América al­canzaría más rápidamente la civilización es­tudiando lo que Europa tenía que ofrecer y

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considerando lo que de todo ello era posible trasladar a nuestras costas con la menor can­tidad posible de modificaciones. Los arqui­tectos partidarios de la tradición podían ser hombres tan diferentes como McKím, Hunt y Richardson y estar inspirados en principios estéticos, morales y filosóficos tan distintos como los de Stanford White y Ralph Adams Cram. Todos ellos, de acuerdo con nuestra definición, creaban arquitectura americana y, sin embargo, unos se nos antojan más ameri­canos que otros. Algún motivo nos lleva a clasificar a Richardson como más americano que Hunt, McKim o Cram. Y a Wright como más que Poe. ¿Por qué?

No porque su genio fuera mayor o porque sus concepciones fueran menos imitadas ex­plícitamente en Europa. Si pudiéramos con­testar a este porqué, quizá lográramos un atisbo de lo que es la arquitectura america­na. Pero no podemos desear que la respues­ta nos obligara a excluir como no americanos a hombres como Cram, Hunt, Walter, Up­john, Costigan, Shryock, Thornton o La-trobe.

No solemos hablar de «arquitectura fran­cesa». Existe, indudablemente, un espíritu francés de la arquitectura. Podemos hablar, sin miedo a confusiones, del gótico francés, del renacimiento francés, del barroco fran­cés. Quiere esto decir que este espíritu gáli­co encarnó en cada una de las formas y en

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cada uno de los tipos de construir que adqui­rieron importancia en Europa y luego cons­truyó en Francia edificios en armonía con principios generalmente aceptados, p e r o dándoles un cierto sabor nacional francés. Algunas veces, modos y formas aparecieron en Francia antes que en otro lugar, mas otras llegaron a ella al cabo de largo tiempo. Al­gunas veces fueron ideas francesas, como el románico normando o el borgoñón; otras na­cieron en tierras lejanas, como el Renacimien­to. Algunas encajaban mejor que otras en el carácter francés y con el gusto de Francia. A veces el estilo fué perfeccionado hasta al­canzar un portentoso apogeo, como ocurre con las grandes catedrales del siglo XII en la Isla de Francia; otras, aunque no frecuen­tes, la versión francesa resultó ser la menos feliz de todas. Mas ningún francés será tan necio que sostenga que únicamente deben ser consideradas como productos de la ar­quitectura francesa la catedral de Chartres y sus contemporáneas. En el panteón de la arquitectura francesa hallaremos muchas dei­dades. Hay abundancia de ellas, aunque no tantas, en el panteón de la arquitectura ame­ricana.

La arquitectura americana tuvo que co­menzar creando su versión de un estilo resi­dual, aunque bello, el estilo del tiempo de los Jorges ingleses, el jorgiano, y hubo de ajustarse, en una atmósfera fronteriza, a las

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ideas, de gran agude­za intelectual pero es­téticamente romas, de la Ilustración; y expe­rimentar también con interpretaciones de te-m a s originados e n Egipto, en Grecia, en Roma, en la Isla de Francia, en las univer­sidades inglesas y en 1 o s ensayos victoria-nos. Hasta poco antes de 1890 no pudo la ar­quitectura americana comenzar a conside­

rar nuevos instrumentos de la técnica que podían acaso ofrecer nuevas oportunidades, y problemas nuevos, a la arquitectura, y que si eran manejados con la necesaria audacia quizá llevaran a la creación de un nuevo es­tilo, el primer estilo nuevo de verdadera im­portancia desde el siglo XVI. Era una opor­tunidad que se le presentaba a América, o por mejor decir al mundo de Occidente, de crear un nuevo modo de construir que acaso pudiera figurar en los textos del porvenir jun­to al griego y al gótico.

Mas esta oportunidad no se dibujaría con claridad hasta comenzado el siglo XX. Su es­tudio es el estudio de un estilo que balbu­cea, tratando de interpretar un tema contem-

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poráneo. Para sumar a esto más complicacio­nes, el resto del mundo Occidental también desarrolló su industria y contaba con nuevos métodos técnicos, aunque quizá enfocara el problema desde un ángulo diferente, pues ni todas las invenciones estaban concentra­das en América ni resultaba probable que al­gún día llegaran a estarlo. Por tanto, aunque era posible que América representara en la arquitectura del porvenir un papel más im­portante que el que tuvo en la arquitectura del pasado, sería engañarse el pensar que esta arquitectura sería exclusivamente ame­ricana. Y sería necio suponer que todas las mejores obras de la nueva arquitectura esta­rían en América y peor que necio protestar contra un «estilo internacional». Lo único que podía esperarse era que la versión ame­ricana de estos nuevos métodos fuera exce­lente.

Algunas veces la versión americana sería mejor que la de otros países, y algunas ve­ces sería peor. Algunas veces debería mucho de su filosofía básica a la inventiva ameri­cana. Una versión de esta índole tendría un marcado sabor americano, pero el fenómeno era preciso que ocurriera de manera natu­ral y no mediante esfuerzos conscientes en esa dirección.

Muchas eran las fuerzas que trabajaban conjuntamente para subvenir a las necesida­des de construcción del siglo XX y en el di-

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seño y desarrollo de las herramientas para la obra precisas. Algunas de ellas eran inter­nacionales, y era de esperar que tuviesen in­fluencia visible sobre la construcción en to­das partes, aunque su perfeccionamiento fue­ra perseguido con mayor vigor en algunos lugares que en otros. Otras eran nacionales, y por ello sus efectos serían probablemente más locales. La técnica sería probablemente internacional. Algunos de sus procedimien­tos tuvieron resultados evidentes —el solda­do Bessemer, el ascensor, el motor de com­bustión interna, la autopista—. Otros tuvie­ron un efecto menos perceptible —la lámpa­ra incandescente, el teléfono, la máquina de escribir, el altavoz, la válvula de televisión—. Los factores políticos también ejercieron in­fluencia en algunas partes, como las revolu­ciones de 1848, pero estos efectos serían pro­bablemente de carácter localizado. Otros no resultaba fácil ligarlos a resultados palpables. Por ejemplo, si las relaciones entre Estados Unidos y el Japón se estrechaban, y un nú­mero suficiente de arquitectos jóvenes visi­taban el Japón, este estrechamiento de re­laciones pronto se manifestaría en la estruc­tura de los nuevos edificios. Pero, ¿dónde buscar una arquitectura populista, o una ar­quitectura radical, como podíamos buscar y hallar una novela radical, que en su radica­lismo no buscaba cambiar la forma de la no­vela, sino la estructura de la sociedad?

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Pasó América rápidamente de ser una co­lonia en la costa del Atlántico a estado con­tinental. Duró el proceso principal de la transformación apenas setenta y cinco años. Como colonia coincidió con la arquitectura de Peter Harrison. El suave estilo jorgiano evolucionó, casi imperceptiblemente, hacia los clasicismos de Latrobe, de Strickland y de Shryock. Estos edificios civilizados logra­ron salvar de alguna manera el obstáculo de las montañas Alleghenies, y siguiendo el cur­so de los ríos hacia el oeste se manifestaron en comarcas lejanas. Y resulta admirable el observar cuántos y cuántos ejemplos de este arte, elegante y reposado, en el que desper­tó de nuevo el arte griego, se encuentran, por ejemplo, en Ohio y en Kentucky.

Más al oeste, allende las lindes de la Fe-serva Occidental, escasean estos ejemplares arquitectónicos. El impulso hacia el Pacífico obedecía a otra fuerza diferente; pocos eran los que se detenían en el camino según el te­rreno se hacía menos invitador para estable­cer en él residencia permanente. Incluso lu­gares de la importancia de St. Joseph, último poblado importante antes de dar el salto al Oeste, conservó su carácter de ciudad fronte­riza, primitiva, y no buscó adquirir estabili­dad arquitectónica h a s t a mucho después, hasta que quizá fué harto tarde. Y colonias residenciales como Salt Lake City se mostra­ban demasiado ocupadas en extenderse fe-

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brilmente para pensar en semejante consoli­dación. Allí, en donde existieron oportunida­des para cultivar la arquitectura, el tempera­mento de los mormones pareció preferir las colmenas al arte del «curioso tallador». Cuando estalló la Guerra Civil, casi todo lo que pudiera merecer el nombre de arquitec­tura americana se encontraba al este del Mis-sissippi, y casi todo al este de las Appala-chians.

]_A enorme aceleración de los adelantos técnicos, coincidentes con la Guerra Civil e indudablemente por ella estimulados, nos tra­jo nuevos materiales de construcción, par­ticularmente el acero, los cuales pedían, y recibieron, nuevos métodos de construcción. Los vastos sistemas de comunicaciones que comenzaban a extenderse por el país empe­zaron a hacer posible que el arquitecto no tuviera que depender exclusivamente de los materiales que cada lugar pudiera suminis­trar, aunque la dependencia de los materia­les locales persistió, en cierto modo, hasta más tarde, al llegar la electricidad, que hizo posible el construir sin prestar atención al clima.

El desarrollo de la nueva nación hizo nacer enormes fortunas, y las gentes adineradas buscaron demostrar su importancia edifican-

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Sección Gráfica

ARQUITECTURA AMERICANA

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Rockefeller Center, Nueva York.

Torre del Chicago Tribune, Chicago.

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Rockefeller Center, Nueva York. I

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Rascacielos, Chicago.

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El Merchandise Mart (izq.), Chicago.

El Manufacturers Trust C o m p a n y , Nueva York.

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Times Square y Broadway, Nueva York.

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l· la derecha, T o r r e del Tribune, Chicago.

Rockefeller Center, Nueva York.

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L o n d o n Guarantee and Accident Building (izq.) y Wriglev Building

(der.), Chicago.

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do. Si el fabricante de jabón de 1957 vivía en una casa difícil de identificar y ensalzaba sus jabones y cantaba sus glorias con el esplen­dor de las oficinas en que trabajaba, el mag­nate ferroviario de 1880 prefería anunciar su grandeza con la opulencia de su casa par­ticular. Estos palacios, y los arquitectos que los construían, acabarían, inevitablemente, por topar con Chicago, con sus edificios co­merciales y con los arquitectos que los alza­ban. La historia de este conflicto ha sido na­rrada muchas veces.

MIENTRAS tanto, la población venía au­mentando muy prodi­giosamente, haciéndo­se más homogénea, y su centro de gravedad se desplazaba paulati­namente desde Balti­more hacia el oeste, al Illinois central. La es­tructura económica i b a cambiando tam­bién al ir desapare­ciendo poco a poco las diferencias de riqueza, o apuntando esta des­aparición que era indi­cio d e l camino em-

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prendido por Norteamérica para llegar a ser una nación sin otra clase social que la clase media. Mas, antes de que estos fenómenos hubieran dejado sentir toda su influencia, una clase distinta de estímulos técnicos hizo su aparición, estímulos más sutiles, de mayor alcance y menos fáciles de dominar y gober­nar. El motor de combustión interna, el au­tomóvil de gasolina, la. carretera macadami-zada, hicieron más fácil el escapar de la ciu­dad, lo que, durante algún tiempo, hizo creer que la ordenación urbana había perdido im­portancia. Otra consecuencia fué el poner al alcance de cualquier viajero la totalidad de América, como jamás había logrado hacerlo el ferrocarril, y esto significó otro fuerte gol­pe para el regionalismo. Las exorbitantes ar­terias urbanas que constituyen la versión nor­teamericana de la Vía Apia no son más que una de las más desagradables consecuencias de estas innovaciones, que en principio no parecían demasiado nocivas. El automóvil hizo viejas a las ciudades en forma que ni el tranvía ni el ferrocarril subterráneo pudie­ran haberlo hecho. Mientras estos últimos métodos de transporte urbano permaneciesen ligados ineluctablemente a sus túneles, y ca­bles y rieles elevados por encima del nivel de las calles, los núcleos urbanos que se api­ñaban alrededor de ellos, residenciales o co­merciales, podían alimentar esperanzas de perdurar. Mas el autobús y el automóvil par-

'¡G

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ticular podían abrir en cualquier momento nuevas rutas, y cada nueva arteria que se/

abría no solamente significaba que la ante­rior se tornaba anticuada, sino que provoca­ba la aparición de nuevas calles muertas y estimulaba el trazado de nuevas vías, que, a su vez, decaían y se tornaban en torpes re­mansos de vida ciudadana estancada, Las ciudades nuevas que no contaban con la fuer­za estabilizadora de un sistema de transpor­te público bien desarrollado se encontraron completamente desapercibidas, y, como Los Angeles, resultaron atomizadas. Por muy en­cantadoras y estimulantes que pudieran re­sultar para el turista, como confirmación de su concepto previo sobre lo que es América, el americano las hallaba bastante menos con­vincentes. E incluso las ciudades de más año­sa tradición sufrieron en su periferia los efec­tos de la erosión originada en el aluvión de automóviles que la desgastaban, en tanto que sus núcleos iban siendo estrangulados por el anárquico estacionamiento de los vehículos, y la economía del transporte público se res­quebrajaba. Se abrieron entonces grandes ar­terias, que cortaban a través de la ciudad, para que si las gentes no podían moverse con libertad en la ciudad al menos pudieran ha­cerlo a través de ella, La arquitectura ciuda­dana, creada pensando en su apreciación por el viandante espacioso, no podía juzgarse idó­nea cuando llegó lá vesania motorizada ni

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apreciable por ojos que pasaban a 70 o 90 kilómetros por hora, y mucho menos por quienes dejaban caer la mirada sobre las ca­lles desde la carlinga de un aeroplano. Al llegar el año 1957 no se había, encontrado so­lución satisfactoria, ni circulatoria ni estética, aunque a veces se lograra accidentalmente dotar a algunas ciudades americanas de gran belleza, apreciable cuando llegamos a ellas volando, sobre todo si es de noche. Lo que un arquitecto zahori debió haber compren­dido, al mismo tiempo que su cliente, es que el edificio aislado carecía de significado en la ciudad de mañana, y que la competencia entre edificios aislados únicamente podía re­sultar en su mutua aniquilación estética y en caos. Incluso hoy día existen pocos ejemplos en América de grupos de edificios que cons­tituyan un conjunto feliz y logrado. La ribe­ra de Detroit, el Golden Triangle (o Trián­gulo Dorado), de Pittsburgh, el ensanche re­sidencial del sur de Chicago, todos desper­diciaron por uno u otro motivo la oportuni­dad de lograr una obra de belleza arquitec­tónica, y los agrupamientos de edificios de la índole del Centro Rockef eller en Nueva York escasean notoriamente. Proyectos tales como los de los Boston y Albany Yards, en Boston, o las obras del Near North Side, en Chicago, parecen haber perdido buena parte del pro­fundo interés que suscitaron los planes pri­mitivos al ser interpretados sobré los table-

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ros de dibujo de arquitectos que, por lo ge­neral, no han sido los mismos que iniciaron los proyectos. Si ha de alcanzarse el éxito al tratar de producir deleite con la contem­plación de las bellezas urbanas, este éxito pertenece al mañana, y si este día se aleja de­masiado puede ocurrir que la ciudad ameri­cana no tenga un «mañana».

i ARA que el rascacielos fuera posible, era menester la coincidencia de los ascensores, del acero, del automóvil, de la electricidad. Mas estos elementos no lo hacían ni inevi­table ni deseable. Un elemento más era pre­ciso: la ambición humana, el impulso de la competencia. Mas hablemos aquí de una in­fluencia técnica más sutil, que encontrare­mos implícita en la invención de la lámpara incandescente. La bombilla eléctrica t u v o como efecto alargar la jornada de la ciudad hasta las 24 horas. Alteró el sentido ameri­cano del tiempo y rompió las fronteras de oscuridad, que se alzaban al caer la noche y no se abrían hasta la salida del sol. Cierto es que también destruyó algunas de las com­pensaciones de la vida más breve. Cambió el sentido del tiempo en América, y también el sentido del espacio y el sentido del color. Acreció el miedo a la oscuridad. Uno de los métodos de contrarrestar este temor era dar

'Í:

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muerte a la noche, y cuando así se hizo la ciudad se trocó visualmente en dos ciudades, la ciudad de día y la nocturna, Evidente­mente, los problemas de cada una de ellas desde el punto de vista arquitectónico eran distintos, pero este hecho fué reconocido po­cas veces, Lo más frecuente fué procurar re­medar con la iluminación la luz del sol, ol­vidando las sombras huidizas que resultan del movimiento del astro a través del firma­mento, y esto nos trajo el inundar los edifi­cios de luz indirectamente, con lo que se con­siguieron efectos que recuerdan más la pas­telería que la arquitectura, En contraste con esta iluminación externa, existía la interior, la cual, si se le permitía manifestarse en la calle oscurecida, convertía la solidez de los edificios en oquedad y viceversa. Podía ocu­rrir que el hueco de una escalera, no percep­tible de día, se convirtiese en la parte más señalada de un edificio al llegar la noche; que los colores interiores de una casa dieran un carácter definitivo a la misma, aunque de día no pudieran advertirse; o que una escul­tura del interior adquiriese preponderancia, No obstante, parecía que casi todos estos efectos fueran accidentales, Venían luego los anuncios luminosos, los que prestan encen­dida rutilancia a la pedestre belleza de Broadway y de la calle 45 en Nueva York, y los que accidentalmente nos ofrecen el sere­no reposo de una zona iluminada con parsi-

liO

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monia, como el Charles River, en Boston. Pero las posibilidades de toda esta luz, de

toda esta penumbra y todos estos colores, y también las de la luz y del color en movi­miento, no han sido aprovechadas de ma­nera consciente, y los efectos accidentales que se han logrado no suelen descollar por su felicidad. No es posible en 1957 decir de mu­chos edificios de Nueva York, como pudiera decirse del edificio del Manufacturers' Trust, en esa ciudad, que se hayan percatado ver­daderamente de la existencia de la bom­billa eléctrica, y mu­cho menos aún de la del tubo de «neón».

Al m i s m o tiempo que se dejaban sentir estas fuerzas, nacidas de determinados avan­ces técnicos, acaeció el movimiento que bus-c a b a arrinconar 1 a idea del aislamiento americano nacido de la comprensión de que América, para mal o para bien, tenía que representar su papel en escenario más vas­to. No progresó este movimiento de mane-

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ra firme y segura, pero la tendencia que ex­presaba resulta claramente evidente. Este suceso fué, indiscutiblemente, uno de los más significativos en la historia de la arqui­tectura norteamericana. América se convir­tió en exportadora de arquitectura en lugar de ser importadora de ese artículo. Venían ahora los estudiantes franceses a América, en lugar de ocurrir todo lo contrario, como fué la costumbre durante mucho tiempo.

Y ha de advertirse aún otra tendencia, aun­que muchos rechazarán su existencia. Amé­rica se iba haciendo más y más colectiva No se trataba de un colectivismo puramente so­cialista relativo a la distribución de la rique­za, el cual no merecía la aprobación en pú­blico de buena cantidad de gente. Significa­ba más bien la mayor frecuencia con que era necesario el esfuerzo colectivo, o la decisión de grupo, para alcanzar un fin perseguido. Todo parece indicar hace veinticinco a ñ o s que la importancia del esfuerzo colectivo au­menta sin cesar en América. Esto nos puede parecer admirable y nos puede parecer dig­no de deplorar, pero lo que no puede hacerse es negar la existencia del hecho. Y ocurrió durante esos años que aunque era muy posi­ble hablar en contra de esta tendencia, y con­ducir campañas en contra de ella y resultar elegido para tal o cual puesto como adver­sario de ella, la tendencia progresó indiscu­tiblemente como si todas esas campañas no

«s

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fueran con ella. De hecho, el presidente de los Estados Unidos resultó ser el presidente de un comité, y otro tanto ocurrió con los presidentes, o directores generales, de las grandes empresas.

Según los proyectos arquitectónicos se hi­cieron más vastos y más complicados, exigie­ron más y más clases de conocimientos y ha­bilidades, hasta que llegó el momento en que ningún hombre resultó capaz de saber todo lo que era menester saber ni de hacer todo lo que había que hacer. Y se suscitó la cuestión de si también el arquitecto tendría que mu­darse en presidente de una comisión. La ma­yor parte de los arquitectos y de los críticos opinaron que esto sería la muerte de la ar­quitectura. Y no resultaba menos amenaza­da por el hecho de que también cada cliente se había convertido en un comité, en un grupo.

Se alzaron ante esta amenaza los más arro­jados defensores del individualismo, los pin­tores, los escultores y los poetas. Y cuanto más individualistas se mostraban, menos en­tendía la sociedad lo que estaban tratando de decir. Tanto es así, que a veces parecía como si estos adalides estuvieran exacerban­do su individualismo hasta el punto de sen­tirse más seguros al no ser entendidos y que únicamente al ser incomprendidos p o d í a n salvar su sacrosanta individualidad del ape­tito voraz de la sociedad colectivizante. La

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sociedad no los arrojaba de su seno, sino que eran ellos los que más bien se apartaban de ella. Y también esto suscitó problemas para la arquitectura, que no podía operar en un plano personal de semejante aislamiento, ni podía frecuentemente despreciar la posibili­dad de que quizá también quien fuera a uti­lizar el edificio tenía algunos derechos.

América no había conocido nunca una épo­ca en la cual la escultura y la pintura estu­vieran plenamente integradas en la arqui­tectura, como fué el caso en Grecia, Egipto, Pèrsia, India y la Europa románica y gótica. Hubo críticos, como Herbert Read, que sos­tenían que los métodos de construcción del siglo XX, y lo que de los edificios se exigía en él, prohibían tan estrecha colaboración, que él calificó de «operativa». Pensaban otros que las otras artes habían huido de la arqui­tectura, porque los edificios carecían de ideas que expresar simbólicamente, las cuales pu­dieran haber sido manifestadas por las artes afines. Aún otros decían que los artistas ca­recían de oportunidad de expresarse debido a la arrogancia de los arquitectos, quienes interpretaban escultóricamente su obra ar­quitectónica. Es posiblemente exacto que como consecuencia de esta separación, la pin­tura y la escultura se habían convertido en artes independientes. Si esto fué cosa buena o cosa mala, aún quedaba por verse. Mas también existían opiniones que sospechaban

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que todo esto carecía de sentido, y que la arquitectura ag regia exigía la combinación por a l g ú n procedi­miento de todas las ar­tes visuales, quizá in­cluyendo las artes vi­suales m ó v i l e s , las cuales todavía no ha­bían merecido ser te­nidas en consideración en relación con la ar­quitectura. Empero, el camino para llegar a esta colaboración pa­recía presentarse más difícil en 1957 que cuando Latrobe empleó hojas de tabaco, en lugar de las de acanto, en los capiteles de las columnas de la Sala de Representantes en el Capitolio de los Estados Unidos, o cuando encargó las pinturas murales de la Biblioteca de Boston a Sargent, Abbey y Puvis de Cha-vannes, o cuando Magonigle y Goodhue tra­bajaron tan esforzadamente en su colabora­ción con Lee Lawrie para lograr una escultu­ra arquitectónica, de la cual es ejemplo el Capitolio Nacional de Nebraska en Lincoln, Pues al tiempo que escultor y pintor habían progresado hasta alcanzar la idiosincrasia personal, o se habían retraído a ella, el ar­quitecto había progresado, o retrocedido,

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hasta convertirse en un ser social y coopera­dor. Quién de ellos se sentía más feliz con todo esto, queda por dilucidar. Pero no cabía dudar de lo que quería decir para el porvenir de la arquitectura americana. No era difícil advertir los arrecifes al otear el horizonte.

No es imposible que el elemento más im­portante que nació en Chicago desde el pun­to de vista de la arquitectura no fuera el Transportation Building, o los Almacenes Meyer-Schlesenger, sino el principio de coor­dinación que comenzó a ser comprendido por Burnham entonces y que comprendió más plenamente cuando se convirtió en pla­neador de grandes ciudades, principio que fué adaptado intuitivamente por hombres como Adler cuando concibieron el Auditorio de Chicago. Fueron éstos los hombres que anunciaban el porvenir, Burnham y Adler, no Sullivan y Root, aunque los primeros no fue­ron tampoco hombres completos y sus ideas dejaron de ser bellas cuando se separaron los autores de ellas.

También pecaron estos creadores de gusto por una especie de indiferencia hacia asun­tos económicos, e incluso utilitarios. Era co­rriente oír a los bibliotecarios que el arqui­tecto era su enemigo, al decir lo cual atacan­do a McKim olvidaban que se ha dicho de los bibliotecarios que son los enemigos del lector. Una vez más fueron hombres como Adler los que reconocieron y aceptaron la

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responsabilidad que un arquitecto tenía en relación con quienes fueran a utilizar el edi­ficio construido, y tras Adler vinieron otros hombres, grandes coordinadores, general­mente nacidos en América o a ella venidos a edad temprana, hombres que estudiaron en América, hombres que no se sentían ofendi­dos por la América industrial, pero que tam­poco se inclinaban a interpretarla romántica­mente, como les ocurría a algunos europeos del siglo XX en países poco industriales, hom­bres de la clase de Richard Shreve, Albert Kahn, Louis Skidmore.

El edificio aislado, el solar aislado, la la­bor constructora que podía ser concebida en­teramente por un solo hombre, fueron per­diendo terreno, no sin dolor, y nunca hasta el punto de desaparecer. Mas la marcha im­petuosa de la nación exigiría inevitablemente proyectos en mayor número y de mayor en­vergadura, sin otras alternativas que colabo­raciones difusas y débiles entre artistas ar­quitectos dominados por clientes de buena intención, pero no siempre comprensivos; o, como segunda alternativa, el reunir más y más personas competentes y ligarlas median­te algún método de colaboración eficaz, qui­zá en una inmensa empresa constructora que pudiera tener carácter temporal o duradero. La elección no era fácil, pues no se descono­cía en América que las grandes empresas rara vez han producido obras arquitectónicas de

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valía. Las fábricas de Kahn, que él no esti­maba como obras de arquitectura, tenían ele­gancia; sus bibliotecas, que sí tenía por pro­ductos de la arquitectura, eran mediocres, o peor que mediocres. Burnham, desde que murió John Root, produjo proyectos dignos de alabanza, pero edificó pocas cosas de mé­rito. El Empire State Building, de Shreve, fué fenómeno ejemplar de la rapidez y de la seguridad con que era posible hacer fluir materiales desde todos los puntos del globo a la cima del edificio más alto del mundo, pero aunque el edificio fuera el más alto di­fícilmente pudiera ser incluido entre los me­jores. En este revuelto mundo de grandes proyectos de la década 1930 a 1940, descue­lla la figura fantasmal de Raymond Hood, en quien apreciamos un progreso positivo de sentido artístico. Comienza en la Torre del Chicago Tribune, construida mirando ha­cia atrás, hacia el gótico, se advierte en las líneas más sencillas y más vigorosas de los edificios de McGraw-Hill y del Daily Neios y triunfa en el Rockefeller Center. Cruza­dos en el camino de la evolución de la arqui­tectura, podían descubrirse avisos que nos decían que se estaban realizando experimen­tos más imaginativos, más variados y más be­llos en otros senderos menos importantes que esta carretera real, que quizá fueran más gratos también, y que no debían amurallarse para separarlos de esta gran vía los caminos

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secundarios en que trabajaban un Wright. un Mies o un Saarinen. En tanto, se cimentaba la leyenda de que una gran empresa cons­tructora y coordinadora nunca podría crear «gran» arquitectura. Mas al mismo tiempo sonaban voces que advertían al arquitecto particular que corría el peligro de querer abarcar demasiado, que si pretendía abarcar la Costa de Oro, Hong-Kong, Fargo, Dako­ta del Norte y su ciudad de residencia —San Francisco, Boston, Chicago— las ventajas iniciales que pudiera haber tenido sobre la empresa constructora quedarían disipadas en tan grande extensión.

Pocos, acaso ningu­no, de los arquitectos que operaban en pe­queñas oficinas se en­contraban dispuestos en 1957 a aceptar en­cargos de poca monta, y muchos de los que poseían talento se vie­ron obligados a con­vertirse en coordina­dores ellos mismos. Al alistarse en estas em­presas se encontraron con frecuencia que es­taban perdiendo la ba­talla no en beneficio de las empresas coor-

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amadoras que tan acerbamente habían atacado, sino de otras empresas comerciales que no estaban dota­das de grandes senti­mientos artísticos y no abundaban en con­ciencia, los mercachi­fles de la arquitectu­ra. En tanto, algunas de las grandes organi­zaciones, tales como la de Skidmore, andaban haciendo toda clase de experimentos para en­contrar la manera de dividir el trabajo de modo que pudiera un

hombre hacerlo, de permitir a los hombres de talento que en su organización hubie­ra proyectar edificios que tuvieran la perso­nalidad de su autor y no únicamente un re­medo de los estilos de Skidmode, de Owings, de Merrill, fueran los que fueran los orígenes de tal estilo. Si iban alcanzando él éxito que se figuraban es cosa para decidir sobre la cual faltaban elementos de juicio el año 1957. Era necesario esperar a que estuvieran alzados más edificios. En 1957 no se podía predecir si el arquitecto en pequeño perduraría ocu­pado en construcciones 4e gran envergadura,

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ni si las grandes empresas lograrían encon­trar la manera de estimular el talento y las innovaciones dentro de su organización, o si ambos resultarían derrotados por las fuer­zas de la propaganda con todo lo que esto significaría. Era la segunda mitad del si­glo XX la que tendría mucho que decir acer­ca de la arquitectura americana y su porvenir.

^)I los americanos serían capaces de olvi­darse de sus ambiciones de crear una arqui­tectura nacional para alcanzar el éxito de su creación dedicándose a edificar edificios be­llos; si lograrían hacer sus ciudades consis­tentes con el automóvil y el aeroplano; si aprenderían a utilizar las posibilidades es­téticas de la luz eléctrica; si conseguirían crear una arquitectura «operativa» que lo­grara aprovechar orgánicamente el talento in­dividual de arquitecto, pintor, escultor e in­cluso otras clases de artistas, cuyas activida­des son menos tradicionales; si podrían re­solver los problemas del colectivismo con re­ferencia a la organización y al ejercicio de la arquitectura; todas éstas eran preguntas que bien pudieron los arquitectos considerar al dirigirse a la inauguración de los festivales que marcarían el centesimo aniversario de la fundación de su facultad profesional, Si con­seguían resolverlas satisfactoriamente, aún

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podría nacer una arquitectura americana, o una versión americana de la arquitectura uni­versal, que pudiera ocupar un lugar destaca­do en las salas de honor de la arquitectura, a la par que las arquitecturas de Atenas y de Bizancio y del corazón de Europa. Si no lo­graban alcanzar su solución, el galardón que evidentemente le estaba reservado a la ar­quitectura en esta época de automation iría a parar a otras manos. Y un americano que contemplara la escena contemporánea, acaso encontrara motivos para profetizar sin pecar de insensato: «Sí, América creará su arqui­tectura. »

(Extractado de Architectural Record; Copyright 1957. por F. W. Dodge Corporation.)

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DE POE A HEMINGWAY PASANDO POR BAROJA

por J. Raimundo Bartrés

Sólo algunos hombres dotados de una peculiar energía consiguen vislumbrar en ciertos instantes las actitudes de eso que Bergson llamaría el yo profundo. De cuando en cuando llega a la superfi­cie de la conciencia su voz recóndita. Pues bien: Baroja es el caso extrañísi­mo, en la esfera de mi experiencia único, de un hombre constituido exclusivamen­te por ese fondo insobornable y exento por completo del yo convencional que suele envolverlo, JOSÉ ORTEGA Y GAS-SET: El Espectador.

P, IO Baroja, en su prólogo la La dama errante —prólogo escrito, no para la prime­ra edición, aparecida en 1908, sino para la de la Biblioteca Nelson, publicada unos diez años después—, nos dijo:

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«Mis admiraciones en literatura no las he ocultado nunca. Han sido y son: Dickens, Balzac, Poe, Dostoyewski y, ahora, Sten-, dhal. D

En efecto, la admiración de Baroja por Edgar Poe ya era antigua en aquella época. Al escribir sus primeros cuentos don Pío, cuentos que luego agrupó en Vidas som­brías —su primer volumen, aparecido en 1900—, ya conocía a fondo al inmortal autor de El Escarabajo de oro, tanto, que no es difícil hallar en aquellos bellísimos cuentos ciertas sutiles influencias del gran norteame­ricano.

Esa admiración tan profunda, en un hom­bre de la talla de don Pío, significa mucho, y tal admiración sin límites no decreció con el tiempo: se mantuvo firme dentro del exigen­te espíritu fiscal de Baroja, como se mantu­vieron sin altibajos sus otras admiraciones —Dostoyewski, Dickens, Balzac, etc., en li­teratura, o por Beethoven y Mozart, en mú­sica—.

En su libro autobiográfico Juventud, ego­latría, Baroja nos ofrece una magnífica de­finición sintetizada del insuperado escritor que ahora nos ocupa:

«Poe: La esfinge misteriosa que hace tem­blar con sus ojos de lince; el orfebre de ma­ravillas mágicas.»

En Europa y en América han surgido, na­turalmente, infinidad de imitadores de Ed-

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gar Poe, pero no lian conseguido ni acercár­sele. En la faceta de lo fantástico, su obra se ha enfrentado con pri-merísimas figuras, pe­ro siempre ha salido victorioso; en la face­ta de lo analítico, su avasalladora superiori­dad es tal, que no vale la pena ni el menor comentario.

Don Pío considera­ba a El Cuervo el me­jor poema de Poe, y El Escarabajo de oro el mejor cuento.

Sobre esas auténticas obras maestras ha razonado varias veces nuestro vasco, siempre encomiásticamente.

Del mentado libro Juventud, egolatría, me permito copiar los tres siguientes pá­rrafos :

«Edgar Poe ha escrito varias historias, El Escarabajo de oro, por ejemplo, presentando primero el enigma impenetrable, resuelto como por un talismán, y dando después una lección de criptografía, en que desaparece el talismán y le sustituyen las facultades conje­turales de un espíritu de un razonamiento fuerte.

Algo parecido ha hecho en el poema El

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Cuervo, obra literaria de la que sigue un aná­lisis de su gestación, titulado La génesis de un poema. ¿Qué sería más maravilloso, es­cribir El Cuervo por inspiración, o escribirlo por técnica? ¿Encontrar el tesoro con el ta­lismán de El Escarabajo de oro, o con las facultades analíticas del protagonista del cuento de Poe?

Pensando bien, llegaríamos a la conclusión de que una cosa y otra son igualmente mara­villosas. »

^ ) I el lector conoce la obra de Baroja, ha­brá observado que, al referirse a Poe, lo hace siempre sobre su genial obra, y no sobre su persona, por la cual ninguna devoción sen­tía, y sí mucha lástima.

Como digo, la obra, sí, pues la había leído y releído íntegra; en este punto, posiblemen­te que sólo Baudelaire, y quizá Verlaine, le han aventajado.

De Poe aprendió Baroja: su espíritu de­ductivo, tan necesario a todo novelista, debe no poco al atormentado Edgar. En su libro postumo La decadencia de la cortesía, es fácil hallar reconocibles huellas de lo que aquí se asevera.

Curioso contraste: Ernest Hemingway —que nació precisamente en 1898, es decir, cuando el famosísimo año de la famosísima

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generación de la que Baroja es, sin duda alguna, su máximo exponente— debe mu­cho a Baroja.

Don Pío sentía una gran admiración por el hombre Hemingway. Muy poca por el es­critor; consideraba, y opino que con razón, que la demasiado famosa novela Por quién doblan las campanas no vale gran cosa. En cambio, como digo, al hombre le consideraba un ejemplar humano magnífico, casi le envi­diaba —y que no se interprete aquí este ver­bo en su primera acepción—, con una envidia sana, regocijante, como algo digno de ser imi­tado, algo que él, Baroja, hubiera querido ser, pero que unas circunstancias adversas, y qui­zá también algún defecto congénito, ahoga­ron en flor, dejando el amargo poso de un re­sentimiento perenne y unas siluetas literarias de falsos héroes que nada poseen de heroico.

Porque no debemos de olvidar que, a lo largo de sus cien y pico de libros, Baroja no nos ha trazado la silueta de un auténtico Hé­roe —así, con mayúscula—. Todas sus cria­turas predilectas, incluso las que empiezan con un buen acopio de energías, van perdien­do gas, hasta quedar flaccidas, abúlicas, o acaban repentinamente de forma trágica: Quintín, César Moneada, Zalacaín y Andrés Hurtado —por sólo citar cuatro célebres per­sonajes barojianos—, dan fe a mi asevera­ción: ni una sola criatura barojiana escala ningún Everest.

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A Baroja le habría gustado, de joven, ha­cer de Robinsón, ir a Australia, por ejemplo, coger para sí un pedazo de mundo virgen y transformarlo a su gusto, y ello salpimenta­do de inefables peligros, Con vivir de tal for­ma dos o tres años, intensamente, y luego re­cordarlos, se habría conformado. La reali­dad se presentó más modesta, y en España escribió, a los treinta y cuatro años, lo que se le había ocurrido en un viaje a Tánger: el formidable libro anticolonista Paradox, Rey, pieza satírica de primer orden.

No debe de extrañarnos, p u e s , que las aventuras del hombre Hemingway fueran para el novelista Baroja un magnífico tema novelable,

Z OR su parte, Hemingway, que desde ha­ce a ñ o s conoce parcialmente a España, y bastante la extensa obra de Baroja, con admi­rable y conmovedora nobleza manifestó pú­blica y reiteradamente su barójismo durante el último mes de vida del inmortal escritor vasco.

El 9 de octubre, Hemingway se presentó en el domicilio de Baroja. Por desgracia, el cerebro del gran vasco ya llevaba unos meses ausente, y, en realidad, no hubo diálogo en este primer —y último— encuentro entre los dos colosos.

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El gesto de Heming-way fué simpático, cor­dial, y con miras a que los sesudos del Insti­tuto Nobel se fijaran justicieramente en el autor de El árbol de la ciencia.

Yo no presencié la histórica escena, me encontraba en Barco-lona; pero Julio Caro Baroja, el sobrino di­lecto, y Vicente Silió,

el fiel amigo, mudos espectadores de la misma, me la contaron con detalles. Además, había presentes otro amigo y un fotógrafo del diario Arriba,

El autor de El viejo y el mar obsequió al de Las inquietudes de Shanti Andía con una botella de whisky, unos calcetines y un jer­sey, ambos de lana de Cachemira, y un ejem­plar de su Adiós a las armas, en el cual allí mismo estampó una cordial dedicatoria:

«A don Pío Baroja, como homenaje de un discípulo. Ernesto Hemingway.»

Con movimientos escuetamente mecánicos, el enfermo se hizo cargo de los objetos. Y a continuación, el norteamericano se arrodilló junto a don Pío, para que le oyera mejor, y, religiosamente, susurró:

—Permítame que le rinda este sencillo ho-

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menaje a usted, que tanto nos enseñó a los que, siendo jóvenes, queríamos ser escritores. Yo lamento que no le hayan dado el Premio Nobel, cuando se lo han dado a tanta gente que lo merece menos, como yo, que no soy más que un aventurero...

La escena fué de gran emoción. Todos los allí presentes hicieron esfuerzos para evitar sus lágrimas, incluido el propio Heming-way..., excepto, claro, el pobre Baroja, en realidad, ausente.

VEINTIDÓS días después, a las nueve y media de la mañana, me encontraba yo ante el cadáver del Maestro, amortajado en una sábana: había fallecido apenas hacía die­ciocho horas, y el entierro había de verificar­se dentro de unos minutos, a las diez del 31 de octubre de 1956...

No obstante esa precipitación en darle se­pultura, en la recoleta calle de Alarcón se ha­bían congregado cientos de personas, por la escalera del 12 era difícil abrirse paso, y en el tercer piso, el modesto y espacioso piso del ilustre hombre, ya la densidad se hacía acon­gojante, tanto más cuando un silencio sepul­cral flotaba en el ambiente.

Unos veinte minutos antes del entierro se presentó Hemingway, que, enfermo y sudo­roso, abandonó su lecho del Hotel Felipe II,

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de El Escorial, para asistir al triste entierro. Su inconfundible humanidad creo que fué

reconocida por casi todos los asistentes. Hemingway se situó a mi vera, junto al

cuerpo yacente del amado Maestro, cuyo ma­cilento rostro denotaba una grave serenidad.

Reconcentrado, Hemingway no apartaba su penetrante mirada del cuerpo ya sin vida de Baroja. Yo observaba a ambos...

De esta beatitud nos sacó un nuevo perso­naje, que entró en la cámara mortuoria, un elevado personaje de la política española —Don José Félix de Lequerica—, que, hu­mildemente, rezó ante los restos de don Pío.

Poco después, se presentó el teniente ge­neral Martínez Campos, Duque de la Torre, preceptor del Príncipe Juan Carlos.

Llegó el emocionante momento de cerrar el ataúd, y luego bajarlo. Ello no fué confia­do a hombros mercenarios, claro. Cuatro ami­gos cuidaron de ese postumo y honroso co­metido. A Hemingway le fué ofrecido, pero declinó:

—Demasiado honor para mí —dijo. A cien metros escasos del 12 de la calle de

Alarcón, con cierto desorden y precipitación, se despidió la primera tanda de los asistentes. Y desde allí, directamente, unos trescientos continuaron hasta el recinto civil del Cemen­terio de la Almudena, entre ellos el autor de Tener y no tener, enfebrecido y lloroso.

Una temperatura agradable y un sol otoñal

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entonaron y presidieron respetuosamente la histórica escena.

Ni la más mínima pompa, todo se desarro­lló bajo el signo de la más estricta sencillez; proceder de otra forma habría sido una trai­ción al que, en 1917, escribió Juventud, ego­latría.

Y cuando las primeras paletadas de tierra —mezcladas con un puñado de vasca, traída de Vera, su Vera de Bidasoa, exactamente de su Itzea: simbólico tributo a la memoria de aquel inolvidable Juan de Álzate—, y cuando las primeras paletadas de tierra —repito— cayeron sobre el modesto ataúd, produciendo un ruido terrorífico, de escalofriante hueco, se me vino a la memoria el más famoso poe­ma de Poe, y aquel taladrante y repetido es­tribillo : |Nunca más, nunca más\...

... nunca más me sería dado estrechar la gloriosa mano de don Pío, nunca más escu­char su armoniosa voz, nunca más deleitar­l e con aquella su inolvidable sonrisa de co­nejo, de hombre superior que todo lo adivina y todo lo intuye...

... pero, afortunadamente, los hombres su­periores nunca mueren del todo: queda su obra, la obra inmortal que resiste a todos los embates más violentos y fugaces.

... y Baroja, el espíritu de Baroja, tampoco ha muerto, como no ha muerto el de Poe, el de Dostoyeski, el de Beethoven, el de Cervantes o el de Shakespeare.

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ÁTOMOS PARA

LA PAZ

pur el Dr. Arthur H. Compton

LJ X 1 E sido invitado a hablar sobre lo que, desde un punto de vista más amplio, puede suponer para la humanidad la energía del núcleo atómico.

Será mi primordial preocupación la urgen­cia de la cooperación mundial en beneficio de la humanidad, que es resultado de la po­sibilidad de utilizar la energía atómica. Es hacia esa cooperación hacia donde hoy he­mos de mirar para el ulterior desarrollo hu­mano.

En el programa «Átomos para la Paz» se ha hecho hincapié en la utilidad de la ener­gía nuclear. Así debe ser. Estamos empleando esta energía en su aspecto de irradiación para diagnosticar y sanar enfermedades. Estamos empleando los isótopos como instrumento* científicos e industriales. Con los importan­tes pasos ya dados podemos prever energía eléctrica, producida térmicamente con com­bustible nuclear, suficiente para hacer frente

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a una gran necesidad humana durante mucho tiempo.

Consideremos como ejemplo el uso de las irradiaciones nucleares en el arte terapéutico. Este empleo se inició con el descubrimiento de los rayos X y del radio, aproximadamente a comienzos de siglo. Se han hecho cálculos acerca de la eficacia de estos rayos para diag­nosticar y curar. Tales cálculos arrojan re­sultados que, por fuerza, han de ser sola­mente aproximados, pero indican que gra­cias al empleo de esos rayos se han salvado en el mundo varias decenas de millones de vidas. Esta cifra es aproximadamente igual al número de vidas cercenadas en todas las guerras habidas desde los descubrimientos citados. Aunque considerásemos el asunto únicamente desde este punto de vista, nues­tras actividades relativas al átomo han he­cho posibles a una gran multitud de hombres y mujeres vida y salud más completas. Si esto es importante, no constituye el punto principal de nuestro pensamiento al conside­rar la energía nuclear y el desarrollo humano. El punto primordial es éste: la ciencia y la tecnología nos han facilitado fuerzas nue­vas y sin precedentes. Nos damos perfecta cuenta de que estas fuerzas pueden acarrear­nos mayores posibilidades que nunca, y tam­bién la destrucción y la muerte. La energía nuclear no es sino un ejemplo impresionante de las nuevas facilidades que nos ofrece la

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ciencia, posibilidades de hacer el bien y po­sibilidades de hacer el mal en proporciones verdaderamente tremendas. Y la velocidad con que la ciencia viene poniendo a disposi­ción del hombre estas fuerzas sin preceden­tes va aumentando de manera fenomenal. Además, cada uno de estos adelantos técni­cos multiplica la eficacia de los que le prece­dieron. Tal situación se asemeja a la que la ciencia conoce por el nombre de inestabili­dad dinámica, y debido a ella es de esperar que el centro de gravedad del poderío del mundo se desplace continuamente, a tenor de los nuevos progresos técnicos que sobre­vengan en partes diferentes del globo y lo­gren hacer más eficaz el empleo de las fuer­zas de que ya dispone el hombre. Lo que nos jugamos es la estabilidad de la misma civilización.

Embebecidos por la tarea inaplazable de salvaguardar la libertad, no debemos echar en olvido el oteo del futuro. Durante un pe­ríodo de limitada duración podemos confiar en impedir la guerra manteniendo medios de defensa potentes y seguros, y nunca ha sido tan necesario como hoy el permanecer alerta y dispuestos a la defensa. Mas para conse­guir la estabilidad internacional entre países soberanos únicamente existe un camino : esos países han de unirse en el empeño de alcan­zar una meta humana digna de su poderío. No existe otra esperanza de paz duradera.

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Si la humanidad lia.- de prosperar, e incluso si la civilización ha de salvarse, es necesario que se den pasos que garanticen que las nue­vas fuerzas de que disponemos no sean utili­zadas para destruir, sino que sean dedicadas a hacer posible el adelantamiento de hom­bres y mujeres. Este es el momento en que precisamos la seguridad de que la fuerza técnica va a ser empleada humanamente. Cada día que nos retrasemos disminuirá de manera importante las posibilidades que la humanidad tiene de sobrevivir.

No exagero. La gravedad de los peligros y la grandeza de las posibilidades que a ellos corresponden resultan palmarias para cuan­tos han estudiado la situación cambiante en que la humanidad se encuentra.

¿Qué puede hacerse para que este nuevo poder descubierto por el hombre sea emplea­do para mejora y no para destruir nuestra civilización?

Séame permitido la reiteración: si al an­tagonismo de las naciones ha de suceder la colaboración entre ellas, esto únicamente se alcanzará si convienen en establecer una me­ta común capaz de suscitar el apoyo fervoro­so de sus gentes. Semejante meta no puede ser una que anteponga los intereses de una nación a los de otra. Para que sea proclama­da por todas las naciones ha de referirse a las necesidades del conjunto entero del gé­nero humano.

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Existe una meta de esa índole, la cual ha alumbrado la esperanza en el corazón de to­dos los hombres del mundo durante los últi­mos años. En los Estados Unidos nos ha sido conocida esta esperanza desde antes de ser fundada nuestra nación. La conocemos por el nombre de «el sueño americano». Soñamos con un lugar en donde todos los seres huma­nos puedan desarrollar plenamente sus posi­bilidades ingénitas y ser premiados por lo que hagan para facilitar a otros hombres y otras mujeres la oportunidad de compartir esa posibilidad.

Veamos la contestación que este soñado ideal ofrece a la cuestión principal que nos ocupa. Expresado específicamente, lo que proponemos es lo siguiente: que cada nación declare que la base de su política es hacer cuanto le sea posible para abrir a todos sus ciudadanos el camino que conduzca a su ple­no desarrollo y colaborar con las naciones que se sumen a ese propósito en el sentido de brindarse ayuda mutua para ofrecer esa opor­tunidad a sus ciudadanos.

De acuerdo con ese principio, cada país se comprometería a gobernar sus actos de ma­nera que no entorpecieran los que las demás naciones pusieran en práctica al esforzarse en beneficio de sus gentes. Cada país consul­taría anticipadamente a los demás antes de dar un paso que pudiera afectar los planes de otra nación colaboradora.

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La intención de esta propuesta es encauzar los recursos mundiales hacia la capacitación de hombres y mujeres para ser ciudadanos responsables en sus países respectivos. Cada una de las naciones asociadas para el logro de este fin conservaría su poder soberano para elegir los métodos de facilitar a sus gen­tes oportunidades incrementadas. Y cada una contaría con la ayuda de las otras para el es­tablecimiento y la defensa de esas oportuni­dades.

¿Puede un gobierno, cuya obligación pri­mordial es procurar la seguridad y el bienes­tar de sus ciudadanos, aceptar normas que encierran tan manifiesto contenido altruista?

Decimos como respuesta que es notorio que todas las naciones necesitan para disfru­tar de seguridad y bienestar que los demás países le aseguren su colaboración. No hay meta de importancia inferior a la de abrir el camino de todos los hombres hacia la pleni­tud vital que encierre suficiente fuerza para lograr que la nación que la proclame pueda conseguir la cooperación de otros países li­bres. Al aceptar este objetivo como alternati­va del que busca el engrandecimiento nacio­nal, la seguridad y el bienestar de todos los ciudadanos de una nación quedarían tan fir­memente garantizados como es posible en las actuales condiciones del mundo.

Se puede contar con que tal política ten­dría apoyos poderosos. Y, así, los dirigentes

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de cada nación deben reconocer que tínica­mente en la medida en que sus conciudada­nos mejoren de salud y entendimiento y presten su apoyo cordial a los objetivos nacio­nales puede una nación desarrollar plena­mente su fuerza. Mas tal desarrollo, en el me­jor de los casos, únicamente puede conseguir­se mediante la cooperación internacional, además de nacional.

Todas las organizaciones en las que el hom­bre busca inspiración tienen como mira que todos los hombres tengan posibilidad de lle­var una vida que signifique algo. Si nuestra devoción cimera se eleva hasta el Eterno, o si procura el trato equitativo de nuestro pró­jimo, o si se concentra sobre un sistema polí­tico dado, en todos los casos la más alta ex­presión de nuestra lealtad será el fomentar la salud y el desarrollo del género humano. El comprometerse al logro de meta humana tan egregia es precisamente lo que se nece­sita para ofrecer incentivo a los esfuerzos de un ser humano que busca perfeccionarse y dar finalidad a su existencia.

En grado cada día mayor, la sociedad ga­lardona a los que ofrecen nuevas oportunida­des de las que todos puedan disfrutar. El pre­mio de «Átomos para la Paz» es ejemplo de esta tendencia de ofrecer públicas recompen­sas. La presión económica y la opinión públi­ca animan los esfuerzos que se hacen para ofrecer a los hombres y mujeres mayores

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oportunidades de alcanzar plenitud humana. Durante el otoño de 1945, Niels Bohr, ga­

nador del primer premio de «Átomos para la Paz», aprovechó la ocasión de un viaje que hicimos juntos a Washington para' hablar conmigo. Antes, en Los Alamos, habíamos pasado varias horas hablando de cómo el uso de la bomba atómica, recientemente perfec­cionada, pero aún no probada, podría enca­minarse hacia el logro de una paz armónica y duradera. Tras estas conversaciones quedó en' su mente una idea que me formuló duran­te el viaje con una pregunta. Me dijo si no le sería posible a los Estados Unidos llevar a cabo un gesto de profundo significado mo­ral que ofreciera esperanzas al mundo. Des­cribí algo semejante a lo que fué el Plan Marshall. Bohr me respondió que esa idea estaba bien, pero que no era lo que se nece­sitaba. Durante aquella conversación no lo­gramos definir qué gran acción moral lleva­da a cabo por nuestro país pudiera lograr lo que Bohr tenía en la cabeza. Quizá no había llegado la hora. La experiencia de la última década nos ha abierto los ojos. El sueño americano se ha convertido en el sueño del mundo. Este sueño ha de convertirse ahora en la meta inspiradora de un mundo unido.

Comenzó la era de fuerza atómica hace quince años como resultado de una coopera­ción internacional sin precedentes. Aquellos cuyos esfuerzos hicieron posible el alborear

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de la nueva era, y particularmente los hom­bres de ciencia, se sentían inspirados por la esperanza de que esta nueva fuerza descu­bierta pudiera lograr mayor plenitud de vida para toda la humanidad. El premio «Átomos para la Paz» es símbolo de que nuestra na­ción comparte esa esperanza y la alimenta. Niels Bohr se ha dirigido a Norteamérica para pedirle que se ponga a la cabeza de otro gran experimento de colaboración. Ese ex­perimento es el de dedicar los esfuerzos au­nados de las naciones al logro del desarrollo humano del hombre. Si nos declaramos sin­ceramente dispuestos a encauzar los mayores esfuerzos de los Estados Unidos hacia ese fin, si conseguimos que el mundo emplee to­das las fuerzas y recursos de la ciencia y de la tecnología en ello, las brillantes esperanzas inspiradas en la energía nuclear darán pleni­tud de fruto.

Proclamemos claramente que los Estados Unidos de América creen que lo que durante tanto tiempo ha sido en el fondo de nuestros corazones un sueño bienamado será desde ahora la piedra clave de nuestra política na­cional. Apelemos a todas las naciones para que colaboren en esta política junto a nos­otros, para que el mundo pueda trabajar uni­do para ofrecer a todos los hombres oportu­nidad de alcanzar plena estatura humana. Y pongamos en práctica esta política aseguran­do a cuantas naciones deseen compartir con

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nosotros esta decisión que las consultaremos acerca de nuestros planes de interés interna­cional y que cooperaremos con ellas para fa­cilitar a sus gentes y a las nuestras los me­dios de desarrollarse saludablemente.

Alzando tal bandera en el angustiado mun­do presente podemos estar seguros de lograr amigos en abundancia. Y podemos alimentar la esperanza de que este primer paso llevará a colaboraciones más amplias y confiar razo­nablemente en que los antagonismos vayan siendo reemplazados por confianza mutua y que de ello nazca una paz basada en la ar­monía.

No disminuirán ni la competencia ni las sanas rivalidades, pero las animará otro es­píritu nuevo. Según el sueño del mundo vaya transformándose en un propósito a u n a d o , hombres y naciones buscarán vencer a los demás en lograr más plenamente el acrecen­tamiento de la dignidad humana. Y al adqui­rir la vida un nuevo significado, nuestra ci­vilización resultará vitalizada por una fuerza nueva.

Poseedores de fuerzas como la energía ató­mica, la necesidad de proclamar esta unidad de propósitos es de toda urgencia; es vital para la humanidad. Si los Estados Unidos no aceptan el dar el primer paso, ¿a quién podremos volver los ojos?

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EL LEGADO DE JOHN ADAMS

por Clinton Rossiter

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F I [T, indicio más elocuente del actual esta­

do de ánimo de los americanos es nuestra costumbre de apelar a la tradición. A pesar de nuestra juventud como nación, o más pro­bablemente a causa de ella, siempre hemos sido aficionados al ritual y a los lemas que nos ligan a los muertos legendarios. Hoy, en una época de vacilaciones angustiosas, pro­clamamos a voces nuestra devoción a la tra­dición americana en todos los rincones, en todos los tribunales y en todas las aulas del país. Nunca hemos rebuscado con mayor determinación en el pasado hechos que nos inspiren y palabras que nos consuelen; nun­ca hemos evocado con tanta diligencia lo pre­térito para iluminar la actualidad.

Si hemos hallado inspiración y consuelo en nuestra devoción por los grandes hombres que forjaron nuestras tradiciones, menester es decir que hemos logrado de ellos poca luz. Para muchos americanos el citar a Jeffer-

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son y Lincoln ha venido a convertirse en un sucedáneo de la reflexión; para muchos otros en un refugio contra la realidad, y para to­dos nosotros resulta ser un arma fácil de blandir y difícil de contrarrestar, y por ello arma que empleamos arriesgadamente.

Sin embargo, este apelar al pasado puede acarrear beneficios inmensos si lo templamos con precaución y sentido común. Si miramos a nuestros grandes hombres con amor inqui­sitivo, si juzgamos de su valía con honradez y no solamente con idolatría, si reconocemos sus errores a la par que nos deleitamos en sus triunfos, descubriremos que tienen que ofrecernos mucho más de lo que habíamos imaginado. Tanto es así que me atrevo a decir que no hemos hecho más que comen­zar a darnos cuenta del valor de los hechos y las palabras que nos han sido legados para que de ellos gocemos con recta administra­ción, y que cuando los tasemos con buena fe, como honrados administradores, nos ha­llaremos mejor apercibidos que nunca para enfrentarnos con nuestros problemas confia­dos en el espíritu de la libertad.

Quisiera hacer e s t a valuación de John Adams, cuyo legado a la América moderna ha permanecido ya demasiado tiempo ence­rrado en cofres sellados por la indiferencia y la hostilidad. Rara vez se le permite a Adams unirse al círculo egregio de Washington, Jef-ferson, Franklin, Hamilton, Marshall, Lin-

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coln y L e e , excepto c o m o quien remedia un olvido comprensi­ble, y si hasta él llega es para dejarle luego solo, aislado, acongo­jado y tímido, c o m o ser difícil de compren­der. Al tratar a Adams con esta indiferencia cometemos un gravísi­mo error, pues tiene tanto que enseñarnos c o m o cualquier otro americano que h a y a vivido.

El mismo Adams, en carta típicamente ma­soquista a Benjamín Rush, escrita en 1809, predice que su nombre y sus obras no mere­cerán gran atención y acaso caigan en el ol­vido: «Nunca se me erigirán mausoleos, es­tatuas o monumentos... No se escribirán ro­mances panegíricos ni se pronunciarán dis­cursos elogiosos que me hagan vivir en lo por venir con colores brillantes.»

Durante los primeros años de su retiro tu­vo motivos para apiadarse de sí mismo, pues nadie había trabajado con mayor devoción que él por la causa de la libertad desde 1765 a 1801 y nadie había merecido menos aplau­sos. Como vicepresidente y presidente de los Estados Unidos, Adams dio más a la nueva

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república que ningún otro hombre, excepto Washington. Si la Marina no hubiera sido su preocupación constante, si no hubiera ejerci­do el arte diplomático en Holanda con tan singular éxito en 1782, si él no hubiese nom­brado Justicia Mayor a John Marshall en 1801, la historia de Norteamérica hubiese fluido menos suavemente hacia la grandeza. Si hubiese sucedido en la Presidencia a cual­quier hombre excepto Washington, si hubie­se sospechado algo antes la perfidia de sus más íntimos colaboradores en la Presidencia, y, sobre todo, si hubiese asistido a la Conven­ción de 1787, la vida del propio Adams le hubiese llevado más directamente a la fama.

Parece particularmente adecuado tener en cuenta dos hechos de la vida de Adams al tratar de apreciar justamente el valor de su legado: su defensa en 1770 del capitán Tilo­mas Preston y de los ocho soldados del 29 Re­gimiento, que pasaron a la historia porque el pánico les llevó a perpetrar la Matanza de Boston, y sus actividades para lograr en 1799 la paz con Francia desafiando los sueños im­periales de Alexander Hamilton. Se necesitó una insólita independencia de criterio en un dirigente de la causa patriótica para buscar que Preston lograra tratamiento justo; y se precisó acerado valor en un presidente fede­ralista para resumir las negociaciones con el Directorio francés. Mas Adams poseía sobra­damente independencia de criterio y valor,

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y en esas dos coyunturas, tan ampliamente separadas, desempeñó con gusto y éxito su papel preferido: el de hombre no. popular. De todos sus hechos y servicios, me siento seguro que él hubiese calificado estos dos de «los diamantes de mayor esplendor» de su legado a nuestra América. Le muestran en sus mejores momentos y le aproximan nota­blemente a una generación que se ve con­frontada por peligros y problemas muy se­mejantes.

Es cierto que en otras ocasiones erró preci­samente como consecuencia de estas cuali­dades. El error peor de su carrera fué un acto de omisión: el fallo, quizá inevitable en aquellas circunstancias, que le llevó a no nombrar a sus propios colaboradores cuando fué elevado a la Presidencia en 1797. Al aceptar por completo el Gabinete elegido por Washington, que en su mayoría era fiel a Hamilton, condenó su mandato presidencial al desorden y a disgustos que no se hicieron esperar.

Al final, sus muchos triunfos y sus pocos fracasos quedaron empequeñecidos por el hecho de importancia preponderante de la verdadera competencia con que desempeñó su misión conservadora. Todos nuestros his­toriadores han escrito acerca de las alzas y bajas de la política en América, del modo providencial en que a épocas de conservadu­rismo han seguido las progresistas a lo largo

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de nuestra historia. Pero pocos han compren­dido verdaderamente, y por ello pocos han reconocido su justicia, la necesidad de un conservadurismo cíclico. Y, en consecuencia, la mayor parte de ellos no han sabido apre­ciar los inmensos servicios que a la causa de la libertad y del progreso han prestado los conservadores ponderados. Puede defender­se la teoría de que el imperio del conserva­durismo debe ser breve y poco frecuente; y que los conservadores deben estar siempre en minoría. Pero no cabe negar que hombres como Adams tienen una misión que cumplir, que sin su freno es muy posible que la Repú­blica h u b i e r a embarrancado hace mucho tiempo en los bajíos de las innovaciones.

No es cosa fácil, ni siquiera para un Adams, ser conservador sin vacilaciones. Pues ello pi­de al hombre razonable que desconfíe de la razón; al hombre bondadoso que aconseje paciencia ante el sufrimiento; al hombre sus­ceptible que se exponga a los dardos de los jacobinos y a las flechas de los «tories». Y hay que recordar que Adams era razonable, bue­no y susceptible. No obstante, se dedicó a su labor conservadora con entusiasmo conside­rable, y pudo juzgar de su éxito por las cica­trices de su recio espíritu. Como consecuen­cia de su oposición a todos los innovadores, de su desprecio por las opiniones utópicas de Hamilton acerca de Detroit, de sus dudas re­lativas a los sueños arcádicos de Jefferson,

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vino a ser el blanco preferido de los extremis­tas, tanto de la derecha como de la izquierda. Los conservadores de nuestros tiempos, cogi­dos entre dos fuegos hostiles, pueden hallar consuelo en el recio ejemplo de Adams.

Era Adams, como una vez dijo Lord Howe en su presencia, «un personaje decidido», un excepcional amasijo dé fuerza y debilidad, hasta el punto de que tan admirable es su re­ciedumbre y tan deplorable su debilidad, que se siente uno tentado a pensar en él como si de dos personas se tratase. Era, según testi­monio general, hombre de acendradísima vir­tud, y por ello especialmente digno de ser considerado por quienes olvidan que el go­bierno libre es, más que nada, un ejercicio práctico de ética. Ya me he referido a dos de sus excelencias más señaladas, su indepen­dencia y su valentía, y sería redundante in­sistir largamente en que nunca se unió al vulgo y que jamás se mostró cobarde.

Sus otras cualidades las encontramos des­critas en las páginas de la historia: poseía una integridad anticuada, anticuada incluso para sus tiempos, pues nunca quiso saber na­da de la moda que permitió las especulacio­nes en tierras y en títulos; era de sencillez no menos anticuada que le hacía añorar cuando le rodeaba el esplendor «unos calzones y una zamarra, un cardillo y una pala»; y poseía la laboriosidad y la frugalidad que consti­tuían la fórmula norteña para alcanzar la li­

sa

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bertad, y que practicó con una perseverancia que hubiese asustado a Franklin; añádase a esto su caridad cristia­na, que endulzaba la aspereza de una ma­nera de ser con fre­cuencia i n t o 1 erante con la bondad de un corazón siempre com­prensivo. Y acaso su cualidad más relevan­t e fuera su empeño de

inquirir sin cansancio en la conducta y en los motivos de John Adams.

Hombre mesurado en la mayor parte de las cosas, mostraba a menudo intemperancia al analizarse a sí mismo. Tenía harto aguza­da la percepción de ser perseguido y exce­sivamente desarrollado el deseo perverso de no ser comprendido, así como capacidad des­mesurada para rebajar su propio mérito. Y esta capacidad para juzgarse con severidad injusta perjudicó indudablemente su capaci­dad para hacer el bien como servidor de la comunidad. Hasta el punto de que este as­pecto de su carácter hace difícil sentir amor 3or John Adams. No se abraza uno con de-eite a quien ceñía el más áspero cilicio sobre as carnes más sensibles de toda la historia

de América, Y por su parte, Adams hubiese

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sospechado de nuestras intenciones al abra­zarle. Si era duro con los demás, era aún más duro consigo mismo. Si otros hombres le hallaban vano, carente de tacto, prosopopé-yico y estrecho de conciencia, él se juzgaba mucho menos abordable todavía. Cuando Franklin escribió desde Francia que Adams era «siempre honrado, a menudo sabio y pru­dente, pero que a veces parecía perder la cabeza en algunas cosas», no hacía sino ex­presar algo que Adams hacía años que sabía.

No parece que tenga utilidad el tratar de clasificar a un hombre como Adams, y, no obstante, quisiera expresar mi sentir de que no puede entendérsele adecuadamente, ex­cepto como modelo de verdadero conserva­durismo. Respondía a los estímulos conser­vadores y conservadoras eran sus costumbres, le atraían las virtudes conservadoras y su vi­da fué siempre conservadora. Fué hombre reverente si no lo fué pío siempre, y que se disciplinaba con rigor aunque a las veces se saliera de sí. Admiraba profundamente la prudencia, aunque él no la mostrara. Su sen­tido de la historia, maestra sin par, era agu­do; su devoción a la tradición, esencia de la sabiduría, era respetuosa; su confianza en Dios era tributo que pagaba a sus antepasa­dos y resultas de su humanidad. Y, finalmen­te, su preocupación por el bien general, sos­tenida por un patriotismo inmaculado y ex­presada durante muchos años de servicios

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mal pagados, era la marca del verdadero aristócrata, aunque él mismo hubiese creado su aristocracia.

La parte más va­liosa d e l legado de Adams la hallaremos en sus escritos sobre los hombres y la polí­tica. O c u l t o en la

cuantiosa producción de sesenta años de in­cesante especular, hallaremos un auténtico tesoro, toda una teoría política y una de las pocas que en este país se han formulado. Tan rico es este tesoro en visión penetrante, tan impresionante por su alcance, que la mayor parte de los historiadores de la mente ame­ricana están acordes en que nadie aventaja a Adams y que nadie le iguala excepto Cal-houn, Madison y Jefferson entre todos los pensadores políticos de este hemisferio. Se deleitaba en el estudio del gobierno !—para él «ninguna novela es más entretenida»— y sus escritos irradian tal entusiasmo que a la fuerza ha de afectar incluso al lector hostil.

Las fuentes del pensamiento de Adams son de interés especial. Basta con hojear al azar la Defensa de la Constitución y contemplar el largo desfile de filósofos e historiadores que pasa espaciosamente para darse cuenta de que Adams poseía una erudición igualada

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por pocos en su tiempo. Como todos sus co­legas, era esencialmente un pensador inglés; al contrario que la mayoría de ellos, sentía orgullo en reconocerlo. Jamás en sus largas excursiones por la cultura de los siglos se distanció de Locke, Milton, Sidney, Boling-broke y Harrington. Estudió con los escrito­res de la antigüedad, principalmente con Aristóteles, Cicerón y Polibio. Mucho apren­dió de Montesquieu y de Adam Smith, y más aún de Hobbes, Hume y Maquiavelo —aun­que de los tres últimos no aceptó nada que pudiera corromper el enfocado ético de los problemas del poder político—, y permane­ció hasta el final buen conservador, para quien las egregias normas de Cicerón, el constitucionalismo de Locke y el republica­nismo de Harrington eran la suma de la sa­biduría política.

Su propósito también permaneció inmuta­ble desde su Disertación sobre el Derecho Canónico y Feudal hasta su postrera carta a Jefferson, sesenta años más tarde: defender inteligentemente, con erudición y con reve­rencia, un orden político que hallaba el me­jor posible incluso en sus momentos más ima­ginativos. Su tema constante fué la conserva­ción, no el logro o el aumento, de la libertad humana, y la naturaleza de sus pensamientos reflejan este elevado propósito. La mejor ma­nera de describirlo es decir que se trataba de una finalidad muy profunda y amargamente

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opuesta a la ideología. Maestro consumado en el ejercicio de la mofa, Adams reservó sus escarnios más truculentos para aquellos a quienes clasificaba de «ideólogos» y «profe­tas del progreso», como Condorcet y Turgot, que despreciaban la experiencia en honor a la esperanza y adoraban la razón pura como esencia de la sabiduría. La filosofía de tales hombres era para él «la más insensata jamás profesada en este mundo desde la edificación de Babel». La suya era la más sensata, pro­ducto de « h e c h o s , observación y experi­mentos ».

La médula del pensamiento político de Adams era una opinión austera de la natura­leza humana, formada por una mezcla de es­cepticismo, desconfianza, lástima y caridad. Rechazando por igual el dogma de la abso­luta depravación del hombre que le fué en­señada de joven, y la visión de su total ino­cencia con que se le tentó en Francia, Adams hallaba al hombre como mezcla admirable de excelencias ennoblecedoras y de imper­fecciones degradantes. Esta aleación era uni­versal: todos los hombres, incluidos los tres veces bendecidos americanos, eran un atadijo de vicios y virtudes. Y la condición era per­manente, sin que ninguna cantidad de pro­greso social pudiera jamás depurar de mal­dad el corazón del hombre, en el que la ino­cencia llevaba las de perder más que otra cosa, pues las virtudes del hombre eran pocas

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y producto de su nutrición, en tanto que sus vicios eran muchos y en gran medida produc­to natural.

Nada original tenía Adams que decir sobre ' la identidad de estas virtudes y estos vicios. Igual que la mayor parte de sus eruditos co­legas en la fundación de la República, conce­día que el hombre poseía una naturaleza so­cial, una dignidad innata, «benevolencia y afectos de índole general», deseo de libertad y, gracia salvadora del hombre que hace po­sible la civilización, una asombrosa capaci­dad para ser educado. No se mostraba mu­cho más truculento que sus camaradas al co­mentar la irracionalidad, egoísmo, indolencia y avaricia que subyacen eternamente el bar­niz de conducta civilizada. Mas sí se apartó del conocido camino de los primeros pensa­dores americanos —debe n o t a r s e que si­guiendo a Adam Smith— al insistir que la «pasión de distinguirse» y «el amor al po­der» eran los supremos motores del espíritu humano. Este descubrimiento no sorprendió en absoluto a Adams ni provocó en él la más mínima congoja. Evidentemente, estos dos impulsos, íntimamente relacionados entre sí, habían sido la causa de todas las desavenen­cias y calamidades desde el comienzo de la vida humana, mas también habían sido fuen­te de libertad y de progreso. En su opinión, las fuerzas de ias que resultaba el equilibrio en el corazón de cada hombre con relación

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al Bien y al Mal, el deseo de ser estimado y el ansia de dominar, actuaban permanente­mente en ambos sentidos al mismo tiempo. Debidamente gobernadas y dirigidas podrían conducir a la libertad por el camino de la ambición; desgobernadas y mal encamina­das, llevarían fatalmente a la tiranía a través de la corrupción. La finalidad de la ciencia política era hallar métodos para encauzar estos instintos hacia fines buenos y fructí­feros. .

Adams dedicó sus más felices lucubracio­nes al problema de la igualdad, y no es posi­ble errar al apreciar la naturaleza y las im­plicaciones de sus puntos de vista. Para él el hecho concreto de la desigualdad de los hombres era tan evidente, y no menos esen­cial que ellas para «el ordenamiento de la sociedad» y para su beneficio, que las apare­jadas pasiones de destacarse y dominar. Pen­sador adscrito durante toda su vida a la es­cuela de los derechos y la ley naturales, Adams concedía con gratitud el hecho de la igualdad moral. Todos los hombres fueron creados iguales; todos eran iguales a los ojos de Dios; todos tenían derecho a ser tratados como fines y no como instrumentos. Mas, como escribió a Taylor en lo más empeñado de su celebrada controversia.

«Enseñar que todos los hombres nacen con iguales potencias y facultades, con igual influencia social, con iguales bienes y ven-

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t a j a s , es tan burdo fraude, tan evidente engaño, q u e aprove­cha la credulidad hu­mana, como cualquie­ra en que hayan incu­rrido los fanáticos, los druidas, los brahmi-nes, los sacerdotes del Lama inmortal, o aquellos que se concedieron el nombre de fi­lósofos de la Revolución Francesa, Seamos honrados, Mr. Taylor, y por amor de la ver­dad y de la virtud, que los filósofos y los po­líticos americanos desprecien tal mentira.»

Incluso su «más querida amiga», Abigail, hubo de escucharle a Adams homilías sobre éste, su tema favorito:

«Por ley de la naturaleza, todos los hom­bres son hombres y no ángeles, hombres, que no leones; hombres y no ballenas, hombres y no águilas. Es decir, todos pertenecen a la misma especie; y esto es cuanto puede decir­se sobre su igualdad. Mas, naturalmente, di­fiere un hombre de otro casi tanto como se distingue de una bestia. La igualdad de la naturaleza es únicamente moral y política, y significa que todos los hombres son indepen­dientes. Pero la desigualdad física, la des­igualdad intelectual notoria, fueron estable­cidas irremediablemente por el Autor de la naturaleza; y la sociedad tiene derecho a es­tablecer cualesquiera otras desigualdades que crea y estime convenientes a su felicidad.»

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Adams hubiera insistido en que esta última consideración fuera interpretada ceñidamen­te. Lo que estoy seguro de que quiso signifi­car es que diferencias palmarias en «fuerza, estatura, actividad, valor, resistencia, tem­planza, constancia, paciencia, ingenio, indus­tria, fortuna, conocimientos, fama, donosura y sabiduría» surgirán en toda sociedad; que el efecto callado de las reglas convertirán ta­les disparidades en costumbres aceptadas e intereses creados; y que al ir madurando la sociedad, acaso llegue un día en que, por mor de su propia estabilidad, reconozca algu­nas de estas desigualdades aceptando en sus leyes títulos y privilegios. Adams albergaba la esperanza de que le fuera dado a él vivir en una sociedad en la que las desigualdades legales fueran mínimas, pero se mostraba dis­puesto a conceder que la igualdad únicamen­te puede ser lograda en aquel grado que es «compatible con la seguridad del pueblo con­tra la invasión extranjera y la usurpación in­terior». No obstante, incluso en las socieda­des más atacadas, ninguna obligación del go­bierno puede ser juzgada de mayor impor­tancia que la de extender por igual a todos sus gobernados la protección de las leyes. La firme creencia de Adams en la igualdad mo­ral y en el deber del gobierno de proteger, depuraba su sistema de cualquier debilidad que hubiese podido llevarle a aceptar la au­tocracia o la esclavitud.

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Las opiniones de Adams acerca de la raza humana poseen un candor fresco y amable, tanto más cuanto él, a su manera, estaba lle­no de benevolencia y buenos deseos hacia ella. Mas si juzgaba a los hombres merecedo­res de piedad y de amor, sentía que era tam­bién obligatorio el ser con ellos honrado, y nunca se mostró'más adulador en público que en su vida particular. Es verdaderamen­te asombroso que un hombre que hablaba tan abiertamente acerca de la «flaqueza y de­pravación generales en los hombres» pudiera cosechar tantos éxitos en las urnas electorales de un país libre.

{ > O le preocupaba menos a Adams la so­ciedad y su estructura que el hombre y su naturaleza. No quería saber nada de anar­quismo e individualismos, pues reconocía cla­ramente la naturaleza social del hombre. «La naturaleza —escribió— destinó al hombre a la sociedad.»

De acuerdo con sus puntos de vista con­servadores, la buena sociedad está caracte­rizada por la estabilidad, el orden, la paz, la justicia y la equidad. Le sobraba, sin duda, realismo para creer que habían sido muchas las sociedades que en siglos pasados hubieran podido ser juzgadas buenas según este criterio. Las envidias entre los hombres

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y los conflictos entre las clases habían man­tenido a casi todas las sociedades en un esta­do de turbulencia o de agotamiento. Adams no encontraba en toda la historia una socie­dad libre de las desdichas de la lucha de cla­ses. No obstante, en su bien amada Nueva Inglaterra hallaba un modelo vivo de una sociedad en la que las rivalidades podrían ser atemperadas y los privilegios utilizados para beneficiar, el' progreso. Las característi­cas de su orden social ideal eran las siguien­tes:

Estaría compuesta por grupos prescriptos antes que por individuos solitarios, El grupo clave, naturalmente, era la familia, institu­ción ordenada por Dios y por la naturaleza que merecía toda clase de protecciones por parte de la autoridad constituida. Estaría ba­sada en una economía sencilla y agraria. Adams fué toda su vida esencialmente un pensador agrario. Hamilton soñaba con una América repleta de fábricas y ciudades po­pulosas, lo que infundía a Adams tanto terror como a Jefferson.

Los cambios quedarían frenados por la desconfianza popular de las innovaciones y mediante una dispersión de la autoridad pa­ra iniciar reformas. El mismo Adams descon­fiaba de las reformas, por motivos tanto in­telectuales como de temperamento, y le pre­ocupaba primordialmente que las corrientes inexorables que provocan las mudanzas fue-

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ran cautamente dirigidas para alimentar el caudal del progreso verdadero.

Para terminar, la sociedad estaría organi­zada en estructura de clases, Adams nunca se expresó con verdadera claridad, o con au­téntica consistencia acerca de sus teorías de las clases sociales. A las veces, parecía estar pensando en un número infinito de capas, en una gran cadena en la cual cada individuo tenía su lugar y en la que el lugar de cada hombre era diferente. Otras, caía en la fácil dicotomía de los pocos y los muchos, los aris­tócratas y los demócratas, «el señorío y el pueblo». Mas, por lo general, pensaba en la existencia de tres clases principales. Como en su Nueva Inglaterra, la sociedad deseable estaría formada por «los mejores», «los re­gulares» y «los de clase inferior», aunque es­tos últimos serían «inferiores» tan sólo de manera relativa.

Confiaba Adams especialmente en la clase media. La saludaba como «esa grande y ex­celente parte de la sociedad de la que en tan grande medida dependen la libertad y la prosperidad de las naciones». No mostraba muy inferior estima por las clases bajas, en las que le decía la experiencia que se encuen­tran siempre hombres de virtud y de tenaz propósito. Pero su verdadera preocupación se concentraba en los mejores, y es Adams jus­tamente conocido como uno de los más agu­dos pensadores de tendencia aristocrática

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que podemos encontrar en toda la historia del pensamiento político. De la vasta y des­igual masa de sus escritos sobre este tema es posible entresacar lo esencial de su sistema:

No ha habido ninguna sociedad en la cual la aristocracia no haya sido una fuerza. En una nota marginal que Adams puso en la Revolución francesa de Mary Wollstone-craft, el pensador estalla con una vehemen­cia que incluso él, vehemente anotador, rara vez igualó: «Y, ¿supone esta mujer sandia que podrá liberarse de una aristocracia? Dios Todopoderoso decretó al crear la naturaleza humana una eterna aristocracia e n t r e los hombres. El mundo siempre ha sido, y siem­pre será gobernado por ella.»

Surge la aristocracia de la desigualdad na­tural entre los hombres y las cosas de este mundo en que se manifiesta mayor desigual­dad entre ellos, «belleza, posición, cuna, ta­lento y virtud», son sus cinco columnas. Las últimas dos cualidades merecíanle a Adams excelente opinión. Hablaban Hamilton y sus partidarios de «los sabios, los buenos y los acaudalados», mas Adams abreviaba la fór­mula diciendo «los sabios y los buenos». La plutocracia era la única clase de aristocra­cia que rechazaba, y observaba con angustia el paulatino avance de los adinerados hacia las cimas de la vida en América.

La idea de aristocracia ha de ser enten­dida en buena parte como capacidad para

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influir sobre las normas sociales. En un fa­moso párrafo de su diálogo con John Taylor, Adams escribió: «Sin acudir a las autorida­des, Mr. Taylor, le diré en unas pocas pala­bras lo que entiendo por aristócrata, y, por tanto, por aristocracia. Llamo aristócrata a todo hombre que puede recabar dos votos; uno además del suyo.»

Para acabar, la civilización es en gran me­dida la obra de unos cuantos hombres de talento y energía poco corrientes, y, por tan­to, es función obligatoria de la civilización el buscar aristócratas verdaderos. Si no los halla, deberá resignarse a la decadencia y la destrucción.

No obstante, ¿qué acontece cuando este rebuscar tiene éxito, cuando hombres de mé­rito son elevados a puestos de gobierno e in­fluencia? La respuesta que da Adams, que jamás desperdició una ocasión de helar la esperanza con el escepticismo, es que los aristócratas se convierten en una de las más graves preocupaciones de la civilización. En una carta característica que dirigió a Benja­mín Rush, Adams expresó esta opinión de dos valores: «No repetiré con frecuencia bastan­te jamás que esta aristocracia es un mons­truo que ha de ser encadenado; mas enca­denado de tal forma que no sufra daño, pues es bestia útilísima y muy necesaria en sus menesteres. Nada podemos lograr sin ella. Atemos, pues, la aristocracia con doble cor-

>w

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del. Encerrémosla en una jaula de la que po­damos soltarla oportunamente para alcanzar el bien sin que pueda hacer el mal.»

Reconocimiento de su estado, protección de sus bienes, deferencia por sus dictámenes, galardón por sus servicios; todas estas cosas le serían otorgadas por la buena sociedad a la aristocracia, por ley y por uso, lo que la llevaría a sentirse animada hacia el bien y disuadida de perseguir el mal. Lo más im­portante de todo para el bienestar de la aris­tocracia y la paz mental del vulgo, sería po­ner freno duro al poder político de la aristo­cracia. «En mi parecer, —escribió Adams—, todo depende de la forma de gobierno.»

De YALÍ BBVIBW.

El final de este articulo se publicara en el próximo núme­ro <le ATLÁNTICO,

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Cuaderno del Director

El año pasado publicamos (N." 4) una re­seña extensa del importante libro del profe­sor Stanley Williams, The Spanish Back-ground of American Literature. Y ahora nos agrada sobremanera saber que los dos to­mos de la obra han sido traducidos y pues­tos a la disposición del lector español por Editorial Gredos. Pulcra presentación y bue­na traducción.

Lo de la traducción es una calle de dos vías. En los Estados Unidos el año pasado han aparecido en las librerías dos elegantes traducciones de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Una es de.Eloise Roach, y fué pu­blicada por la University of Texas Press, y la otra de William and Mary Roberts (New York, Philip Duschnes). Las dos tenían dibu­jos de sobria originalidad. En una reseña se

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decía: «Un libro exquisito, rico, resplande­ciente y en verdad incomparable.»

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Me ha asombrado y complacido el trabajo en pro de las relaciones culturales hispano­americanas que lleva a cabo el Instituto de Estudios Norteamericanos de Barcelona. Su nuevo local es sumamente elegante y adecua­do para sus propósitos: conferencias, colo­quios, cine-club, exposiciones, reuniones so­ciales, etc. ¡Enhorabuena! Asimismo, el Centro de Estudios Norteamericanos de Va­lencia, más joven, parece activo y promete­dor. Su nuevo local adquirido y equipado a pesar de las consabidas dificultades, fué inau­gurado este mes por el Embajador John D. Lodge.

La vida artística de España está decidida­mente en auge en Nueva York y otras partes de los Estados Unidos. Recientemente. José Greco, Andrés Segòvia^ Rey de la Torre, han actuado en Nueva York, y la exposición de la arquitectura de Antonio Gaudí en el Museo de Arte Moderno tuvo un rotundo éxito.

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LIBROS Earl Parker Hanson. Transformación: El

moderno Puerto Rico. México. Editorial Intercontinental, 1957.

Para entender y juzgar según sus méritos el libro de Mr. Parker será necesario partir del supuesto de que no se trata de una his­toria, sino de una crónica de ciertos aconte­cimientos, escrita por quien ha tomado al­guna parte en ellos y no podría, si tal fuere su pretensión, contarlos y menos analizarlos con la objetividad del historiador.

Tal puntualización es necesaria, y arran­cando de ella podemos seguir con detalle, en este libro, el proceso de transformación del moderno Puerto Rico, debido en princi­palísima parte a la energía y el talento de un gran político, el gobernador Luis Muñoz Marín, que ha planeado para su pueblo un programa de vida distinto de las fórmulas hasta ahora aceptadas para concluir los re­gímenes coloniales. El programa está actual­mente en vías de ejecución y su éxito de-

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pende de muchos y muy varios factores, pero sobre todo de que perdure la política preco­nizada por Muñoz Marín, hasta ahora acep­tada por la mayoría del pueblo puertorri­queño.

Estudia Mr, Parker un período que va des­de 1898 hasta el presente. Las seis u ocho páginas dedicadas a los cuatro siglos de go­bierno español son insuficientes, en todos los sentidos; pero esa insuficiencia no deberá serle reprochada al autor, pues su propósito no era narrar la historia de Puerto Rico, sino simplemente la de su transformación actual. En cambio, expone con pluma brillante y apasionada «el dolor del colonialismo» en los primeros lustros de ocupación norteame­ricana, con el asentamiento y toma de po­der, en la isla, de las grandes compañías azucareras continentales y otras empresas no menos codiciosas, y, por otra parte, las es­tériles tentativas puestas en práctica para sustituir la enseñanza del español por la del inglés, con los inevitables trastornos deriva­dos de tal pretensión.

La exposición del autor se esfuerza gene­ralmente por ser imparcial, y a menudo lo es; por eso mismo choca la acritud manifies­ta al referirse a los nacionalistas puertorri­queños, pues en este caso no se advierte la voluntad de comprender (de comprenderles partiendo de su pasión) que resplandece en otros capítulos de la obra.

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Sin duda, los más densos y eficaces son los dedicados a explicar el ascenso de Mu­ñoz Marín a la jefatura y el esfuerzo reali­zado por el actual gobernador para mejorar las condiciones de vida en la isla. Como es sabido, la solución que éste preconiza es la ahora vigente, de «Estado libre asociado» con los Estados Unidos. No la independen­cia, pero una flexible fórmula de libertad in­terior dentro de una ciudadanía común. Los puertorriqueños son ciudadanos norteameri­canos, mas su Estado no forma parte de la federación americana en calidad de tal, sino como territorio dependiente (de facto, al me­nos) del Congreso y el Presidente de Esta­dos Unidos.

En sucesivos capítulos estudia Mr. Parker las realizaciones logradas bajo el Gobierno de Muñoz Marín, respecto a las cuales es acertado h a b l a r de transformación, pues ciertamente la isla ha mejorado en muchos aspectos, y especialmente en lo relativo al problema social. La paulatina industrializa­ción del país, con las hábiles medidas adop­tadas para promover la instalación en el de nuevas industrias, ha procurado un bienes­tar al proletariado agrícola y ciudadano que antes sólo disfrutaban las capas de la pobla­ción mejor situadas.

La creación de fuerza motriz abundante; la notable mejora lograda en la sanidad pú­blica; el esfuerzo por atraer el turismo, y los

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adelantos en la educación y cultura del pue­blo son en esta obra bien observados y co­mentados. Son importantes las páginas dedi­cadas a los problemas del crecimiento de la población y de la emigración, tan estrecha­mente vinculados y tan decisivos. Recorde­mos que en 1952 la población de Puerto Rico pasaba de dos millones y cuarto de ha­bitantes, con una densidad de 261 habitan­tes por kilómetro cuadrado. Si el crecimiento continuara al ritmo de la década 1942-1951 la población se duplicaría en unos veinticin­co años.

En el capítulo final el autor se plantea al­gunas cuestiones acerca del futuro de Puerto Rico y de los sentimientos de los puertorri­queños en relación con ese futuro. No pare­cen mal fundadas, pero cuanto se refiere al porvenir debe quedar en la sombra que le es propia, sin aventurarse a especulaciones cu­ya solidez o fragilidad sólo podrá declararla el tiempo.—Ricardo Guillan.

James A. Michener. The Bridge at Andau. New York. Random House, 1957.

La impresionante y conmovedora rebelión húngara me sorprendió en los Estados Uni­dos. Por ausencia obligada del corresponsal de A B C tuve que sustituirle en los días 25 y 26 de octubre del año pasado. Telegrafié a mi diario que el triunfo de los sublevados era

no

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imposible, que Rusia no cedería ni interven­dría el mundo libre, porque Austria era neu­tral y no dejaría pasar sus tropas.

No me atribuyo ningún mérito por haber previsto con dolorosa claridad cuanto iba a ocurrir. Se necesitaba una fuerte dosis de optimismo romántico para esperar lo contra­rio. Yo conocía necesariamente la historia de Hungría, la guerra de independencia contra Austria en 1848-49, en que Hungría, vence­dora, fué finalmente derrotada gracias a la invasión de doscientos mil soldados del zar Nicolás I. Si bien en el primer caso nos en­contramos con un imperio de extrema dere­cha y en el segundo de una república de extrema izquierda, ambas intervenciones eran reaccionarias, pues se dirigían contra el an­helo de libertad, liberalismo y democracia de todo un pueblo.

El autor norteamericano, que es ante todo un excelente y escrupuloso periodista o cro­nista de la historia de nuestros días, rechaza la tesis moscovita de que la rebelión era obra de reaccionarios, antiguos partid a r i o s de Horthy, el alto clero, la aristocracia, etc. No; los sublevados eran todo lo contrario: co­munistas antaño convencidos, estudiantes, obreros de las fábricas metalúrgicas de Cse-pel, orgullo del régimen; en fin, la crema de la sociedad comunista, que se revolvía contra la imposición de los rusos y sus cóm­plices húngaros. «Somos nueve millones de

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reaccionarios, aristócratas, obispos, terrate­nientes —decían sarcásticamente los lucha­dores—, pero, afortunadamente, una docena de ministros han permanecido fieles a Mos­cú.» Los ejemplos que relata Michener indi­can claramente que la revolución tenía raí­ces populares; hubiera surgido de todos mo­dos, aun sin el aliento de Radio Free Europe, porque las crueldades del AVO —la Cheka de Hungría— habían alcanzado un grado inconcebible. Los húngaros se decían que ya nada podían perder, y su odio a los domina­dores rusos llegó a ser superior a cualquier otra consideración, Fueron precisamente los jóvenes, hasta cierto punto mimados por el régimen, los que con mayor resolución se vol­vían contra él. La mayor parte de los dos­cientos mil refugiados eran jóvenes —en tér­mino medio de veintitrés años de edad—, lo que representa una dramática sangría para el país. Los que lo han abandonado eran in­telectuales, ingenieros, trabajadores especia­lizados, elementos que cualquier país nece­sita.

Y llegados aquí surge una pregunta, a la que nadie ha contestado hasta la fecha, ni siquiera el escrupuloso Michener. ¿Por qué toleraban los rusos la huida de tantos hún­garos? Sin la menor duda hubieran podido impedir el fantástico éxodo mediante una vigilancia de las carreteras que conducen a la frontera con Austria, que no es muy ex-

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tensa, Hubieran podido minar la línea fron­teriza, destruir el puente de Andau, que a pesar de su nombre alemán (el de la aldea más cercana, ya en Austria) se halla en te­rritorio húngaro, Nada en tal sentido hicie­ron los rusos ni el Gobierno de Budapest; por el contrario, según relata Michener, la huida fué bastante fácil, ¿Cómo se explica tal anomalía? Acaso por el deseo de verse desembarazados de los elementos anticomu­nistas («bon débarras»); acaso con el deseo de substituir a tantos magiares por rusos; acaso simplemente porque fallaron las pre­cauciones, a consecuencia de los ocultos sentimientos de los propios soldados que fueran húngaros o rusos, muchos de los cua­les habían llegado a simpatizar con los ene­migos de la cruel policía secreta.

A través del libro de Michener se nota que el movimiento era más antirruso que anticomunista, Un comunismo nacional, sin tropas moscovitas, sin el envío a Rusia de las riquezas del país (como el uranio), hubiera satisfecho a millones de húngaros. Habría sido algo entre Gomulka y Tito. Pero, poco después de iniciarse, la rebelión tomó carác­ter anticomunista, aunque no reaccionario. Los principales jefes eran buenos izquierdis­tas, no sólo el desgraciado Imre Nagy, sino también el general Maleter, héroe de la de­fensa de los cuarteles Kilian,

Los rusos no habían contado con una reac-

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ción tan acentuada y resuelta; así se expli­can sus primeros reveses, con tanques débi­les y vulnerables. Ellos mismos habían en­señado al pueblo húngaro cómo podían de­fenderse contra los carros de asalto. Con de­cisión y cálculo fríos retiraron sus tropas de la capital, permitiendo que los húngaros se entregasen a la ilusión de verse triunfantes y libres. La ilusión, compartida con muchos observadores extranjeros, sólo hubo de du­rar cinco días, plazo suficiente para que se desencadenasen las pasiones, durante tantos años reprimidas. En los cinco días fueron co­metidos varios excesos, lamentables, aunque explicables por el indomable odio de la gen­te contra los miembros del AVO (Destaca­mento de Defensa del Estado). El Gabine­te de Imre Nagy fué desbordado y los rusos encontraron un pretexto para presentar el movimiento como nacionalista, reaccionario e incluso fascista. Y también fué suficiente el plazo para que los rusos sustituyesen a sus tropas que simpatizaban con los magiares por mongoles todavía no contaminados.

La única «venganza» de los patriotas ven­cidos consistía en expatriarse, infligiendo un serio quebranto moral, y hasta material, a la Hungría comunista, sometida a la Unión Soviética. Doscientos mil refugiados equiva­len proporcionalmente a cerca de un millón en España, y a cinco millones en los Estados Unidos. Casi todos ellos (muy pocos cruza-

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ron la frontera con Yugoslavia) fueron soco­rridos y alimentados por la pequeña Aus­tria, ante cuya generosidad se inclina Miche-ner, pues se sabe que el país alpino se en­cargó temporalmente de una tarea tan ar­dua, como si Norteamérica hubiese tenido que acoger inesperadamente a cinco millo­nes de huéspedes. Hubo aldeas en Burgen-land que tenían más húngaros que vecinos propios.

Los sacrificios de los patriotas han resul­tado estériles, aunque sólo en el aspecto ex­terior. De todos modos, ha demostrado al mundo entero que la vida bajo la doble do­minación ruso - comunista era insoportable, que los gobernantes del Kremlin no podían tener confianza 311 los intelectuales, ni en los honrados obreros de los países satélites, y que ni siquiera las tropas y la policía regu­lar eran de fiar; finalmente, que los propios soldados rusos, en contacto con la población sometida, acababan con simpatizar con ésta, seducidos por una cultura superior a la suya. Hoy sabemos de un modo palpable —escri­be el autor— que «halagos, amenazas, pur­gas y promesas han resultado igualmente fú­tiles; sólo la fuerza bruta puede retener al satélite».

La obra de Michener es digna de ser leí­da y meditada por todos cuantos se intere­san por la quintaesencia del comunismo. Al mismo tiempo de ser el relato concienzu-

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do (hasta los nombres propios con ortogra­fía exacta) del levantamiento del pueblo ma­giar contra sus opresores, es una exposición inteligente y nada exagerada de los métodos del comunismo, en su categoría de gober­nante y de invasor. La lectura de El puente de Andau haría reflexionar a millones de filosoviéticos en cualquier país del globo. Es obra de útil propaganda, sin proponérselo.— Andrés Révesz.

Luis G., Marqués. Gobierno y administra­ción local en los Estados Unidos. ((Infor­maciones Municipales», Barcelona, 1957.

El autor de este libro, Luis G. Marqués, estuvo durante el curso 1955-56, estudiando con una beca del Gobierno norteamericano en la Universidad de Pennsylvania. Allí ob­tuvo el Master's Degree en Government (es­pecie de licenciatura en ciencias políticas), y también la mayor parte de la información que le era necesaria para su estudio sobre el gobierno y la administración local nor­teamericanos.

Marqués destaca en su introducción que son los Estados Unidos, y no el Gobierno Federal, los que regulan la vida local en los Estados Unidos: «No existe un régimen lo­cal, sino cuarenta y ocho regímenes distintos, en los que, a su vez, se pueden encontrar las variedades locales m,ás insólitas y paradóji­

co

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cas. Se tropieza, por ejemplo, con las dificul­tades dimanantes de la variedad de formas por que se gobiernan los municipios de los Estados Unidos. Y es que en Norteamérica se considera al municipio como una especie de laboratorio político donde realizar expe­rimentos del gobierno representativo, y don­de la opinión pública va moldeando a pre­sión la organización políticoadministrativa del mismo.»

El autor cita cinco, que pudiéramos lla­mar artículos de fe de los americanos en materia de política, de los que debemos par­tir si queremos comprender el carácter del gobierno local americano. Estos artículos de fe, que él llama working polítical ideas, son los siguientes: (1) Fe en la competencia general - Convencimiento de que cada ciu­dadano puede comprender los problemas de la nación, estado o municipio. (2) Descon­fianza hacia el perito - creencia de que el self - made man debe ser preferido para el ejercicio de cargos públicos. (3) Descon­fianza hacia los grupos privilegiados. (4) Ad­ministración por la habilidad técnica. (5) Lo­calismo y seccionalismo - Los autogobiernos locales son uno de los fundamentos de la democracia americana.

Las divisiones del libro tratan ampliamen­te de los siguientes aspectos: entidades ad­ministrativas locales —condados, ciudades, municipios y distritos; áreas metropolitanas;

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supremacía del Estado; códigos municipa­les; formas de gobierno; alcaldes; consejos municipales; poderes municipales; respon­sabilidades municipales; finanzas y rentas públicas; presupuestos; recaudación de im­puestos; contadurías, y procesos legales lo­cales.

Marqués analiza detenidamente cada uno de los temas citando muchos ejemplos de ac­tualidad. Resume los cambios ocurridos en el gobierno local americano, a lo largo de este siglo, como la adquisición de más pode­res por parte de los alcaldes y la presencia de un nuevo elemento en el plan de gobier­no local, el cuy manager, elegido por el con­sejo municipal para que se encargue de la administración del Municipio.

Concluye diciendo Marqués: «Podemos afirmar con completa seguridad que, en tan­to que el pueblo norteamericano siga siendo impulsivo, humorista, impaciente, generoso y juvenil, y continúe creyendo en los prin­cipios básicos de la Declaración de Indepen­dencia, el progreso y la vitalidad del go­bierno local estarán garantizados.))

El libro está enriquecido con una valiosa bibliografía sobre el asunto, recopilada por el autor.—Dohald Mulligan.

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¿Quiénes son? Alice Griffin.-Doctora en filosofía y letras, ha estudiado en las universidades de Colúm­bia, Birmingham y Londres. Esposa de John Griffin, el autor teatral inglés. Codirectora de la revista Theatre Arts Magazine y direc­tora de la sección Notas Teatrales de Actua­lidad en el Shakespeare Quartely.

John Ely Burchard.- Decano de la Facul­tad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Fundación Farwell Bernis, en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, galardona­do con la Medalla Presidencial al Mérito en 1948. Presidente de la Academia Americana de Artes y Ciencias.

J. Raimundo Bartrés.- Discípulo y gran amigo del gran escritor Pío Baroja, a quien ha dedicado innumerables trabajos. Nacido en Barcelona, es asiduo colaborador de im­portantes publicaciones españolas e hispano­americanas.

Arthur Holly Compton.-Premio Nobel de Física en 1927, poseedor de más de 25 títulos universitarios honoríficos. Destacado elemen­to del equipo descubridor de la bomba ato­

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mica, acerca de lo cual ha escrito un libro notable, La Busca Atómica. Es profesor de Filosofía Natural en la Universidad de Wash­ington, St. Louis. El artículo que se publica es el texto de su discurso en el acto de en­trega del primer premio «Átomos para la Paz», concedido en Washington al Dr. Niels Bohr, otro premio Nobel, de nacionalidad danesa.

Clinton Rossiter.- Presidente del Departa­mento de Administración de la Universidad de Corneli. Entre sus libros más conocidos: Sementera Republicana, El Conservaduris­mo en Norteamérica, La Presidencia Ame­ricana.

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