AVANCE - LA DIGNIDAD DORMIDA - M.A. CARMONA

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Muestra de los primeros capítulos de La dignidad dormida (El Alma Descalza, 2013), novela del autor Miguel Ángel Carmona.

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MIGUEL ÁNGEL CARMONA (1979) es di-plomado en Biblioteconomía, Licenciado en Humanidades y Experto en Gestión Emprendedora en Lectura y Escritura por la Universidad de Extremadura.

Actualmente trabaja como asesor de emprededores y empresas, y preside en Centro de Estudios Literarios Antonio Román Díez, ubicado en la ciudad de Ba-dajoz, donde además coordina talleres lite-rarios.

Su primera novela, Palabra de Choco-late (AMO Ediciones, 2009), acaba de ser reeditada por la editorial El Alma Des-calza. También publicó Viaje en segunda (AMO Ediciones, 2010) y Escalera de ca-racol (AMO Ediciones, 2011).

Además, ha colaborado con numerosos artistas gráficos y audio-visuales, como Borja González Hoyos o Alex Pachón. Por su última novela, La dignidad dormida (El Alma Descalza, 2013), obtuvo la Beca de Creación Literaria de la Junta de Extremadura en 2011, como también lo hizo por Palabra de Chocolate en 2009, y por la novela inédita Bienvenido abordo, señor Bastante en 2010.

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Miguel Ángel Carmona

Para Pablo, por bello, amable y puro.

“Se murieron de pena tus penas y no fuiste a llorar”

Miguel Campello

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CENTRO DE ESTUDIOS LITERARIOS ANTONIO ROMÁN DÍEZ

© Miguel Ángel Carmona del Barco© EL ALMA DESCALZA, 2013.Fotografía de cubierta: Miguel Ángel ÁlvarezPoemas: Antonio Román Díez García

D.L.: BA-151-11

Impreso y encuadernado en Service Point BarcelonaImpreso en España - Printed in Spain

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La dignidaddormida

Miguel Ángel Carmona del Barco

El Alma DescalzaNarrativa

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Capítulo primero

Marta subió al tren y dejó en el andén una maleta llena de miedo. A su lado, Marcos y Jara, la miraban sin saber si reír o llorar. En pan-talones cortos y camiseta, cada uno llevaba a la espalda una mochila con sus cosas; cosas de niños. La habían preparado ellos mismos du-rante la noche, mientras Marta hacía su último turno como celadora en el centro de salud del pueblo. Callados y pensativos, mostrando una madurez inusual para sus edades, dejaron transcurrir las horas mecidos por el vaivén del tren hasta quedarse dormidos.

Se bajaron en la estación de Mérida y tomaron un autobús para Pueblacandela, el núcleo de población más cercano a Fuentespejo. Acomodados de nuevo, Marta se armó de valor; sacó el móvil de su bolso y lo encendió. Cincuenta y cuatro llamadas perdidas, todas de él. Aquello la hacía sentirse enferma. Al borde de una crisis quiso romper el teléfono con sus manos como si se tratara de una galleta, pero no lo hizo por varias razones. La primera y más importante era que no debía huir; no sabía. Toda su vida había sido una lucha por avanzar, aun paralizada por el terror. Emprender la huida la llevaría inevitablemente a cometer un error. La segunda, que necesitaba el móvil y no tenía, como tantas veces le había dicho Manolo “donde caerse muerta”. Anoche le había contestado por primera vez en su vida: “Siempre tendré el suelo de la cocina”. Le hubiese gustado decirle tantas cosas... La última razón y más importante, que aunque Marcos se hacía el dormido ella sabía que la estaba mirando. Debía ser para ellos el referente de calma y sosiego que los guiara en esta nueva etapa de futuro incierto.

El móvil empezó a vibrar y apareció el nombre de su marido en la pantalla. Con el alma en vilo lo devolvió al bolso y sacó la carta que había recibido hacía una semana exacta. La releyó esperando

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encontrar en ella el bálsamo que calmara su angustia, el llanto con-tenido de su impotencia. La caligrafía, bella aunque no exenta de precipitaciones, la relajó, pues parecía obra sin duda de un alma distinta. Su mensaje era tan surrealista que de no ser por su estilo solemne y carismático habría pasado necesariamente por la broma de un ocioso o el desvarío de un loco. Y era ambas cosas, estaba claro, pero había algo más detrás, como un océano de esperanza sin dueño presto a ser bebido a sorbos por el que estuviera dispuesto a hacerlo. Le entraba sed sólo de pensarlo.

El viaje por aquellas carreteras serpenteantes le hizo revivir sus recuerdos más profundos: los paisajes de su niñez, tardes de juego en el campo, las cabañas en la alameda, y un intenso olor a tierra que sólo pueden percibir los niños por estar su nariz tan cerca de ella. Marcos y Jara observaban aquel páramo, seco y agostado, cubierto de matojos y hendido por gigantescas planchas de pizarra, como cualquiera miraría Marte.

Cuando el autobús los dejó en la parada de Pueblacandela los tres se agruparon bajo la marquesina que parecía a punto de derre-tirse. Marta tenía pensado iniciar el camino hasta Fuentespejo a pie siguiendo el mapa que, trazado con pulso tembloroso, había sido incorporado a la carta. La impelía una acuciante necesidad de cobi-jo. Sin embargo, el rostro de sus hijos, empapado en sudor, la obligó a desistir y a buscar un lugar donde pasar las horas más calurosas tomando un refresco. El único bar que recordaba en Pueblacandela era El Refugio y su emplazamiento original estaba al final de esa misma calle. No obstante, a medio camino se toparon con un local de nueva planta, con los veladores recogidos bajo un toldo de lona verde. En el dintel de la entrada rezaba un rótulo: El Nuevo Re-fugio. Abrieron la puerta y atravesaron una cortina de cuentas de madera para sumergirse en la oscuridad y el frescor que albergaban los gruesos muros. El camarero, un chaval canijo y con cara de ha-

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ber dormido poco, los miró sin interés alguno. Tres parroquianos acodados en la barra hicieron lo propio y, en una mesa al fondo del local, dos pequeñas cabecitas se giraron por un instante. Sus cabe-llos eran tan rubios que en la penumbra del bar parecían dos focos halógenos. Junto a ellos, una mujer esbelta, rubia también, fumaba mecánicamente y jugaba distraída con el azucarillo del café que se enfriaba aburrido frente a ella.

—Buenas tardes –saludó Marta.—Buenas tardes –contestaron al unísono los parroquianos, no

sin antes quitarse el palillo de la boca en un gesto que imitaba el descubrirse la cabeza de otros tiempos.

El camarero se plantó frente a ella y movió la cabeza en varias direcciones, sin quedarle a Marta bien claro si se debía a un tic o a un lenguaje complejo y medido mediante el cual la estuviera salu-dando y preguntándole qué quería.

—Compartiréis un refresco –le dijo a los niños con una mezcla mágica de ternura y autoridad.

—¡Un zumo de piña! –dijo Marcos.—¡No, de melocotón! –protestó Jara.—¡El melocotón me da alergia, mamá!—Tu hermano tiene razón, Jara. Tomaréis uno de piña.Jara se enfurruñó y cruzó sus brazos menudos sin dejar de soste-

ner a Pincha, su muñeca favorita.—Póngame una cerveza a mí, y un zumo de piña para los niños…

con dos pajitas por favor, y dos vasos si es tan amable.El chaval miró a Marta con fastidio y le sirvió las bebidas sin

dejar de escribir un mensaje en el móvil.—Le importaría que nos comiéramos estos bocadillos aquí sen-

tados. Es por los niños. Fuera hace un calor insoportable –concluyó Marta con una humildad rayana en la sumisión.

—Siéntese usted donde quiera, señora –habló uno de los parro-

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quianos con amabilidad–. Está en su casa. Izan, ponle también a esta niña tan guapa un zumo de melocotón a cuenta de la casa, ¡y deja el puñetero teléfono mientras estás atendiendo!

—Vale, abuelo –contestó, entre cerril y bobo Izan, que solo tenía el mal de la adolescencia.

—Muchas gracias, señor, pero no es necesario –salió al paso Marta.

—Ale, ale, no se hable más –concluyó el hombre mientras apu-raba su chato de vino y desaparecía por una pequeña puerta que parecía dar a la cocina.

Los tres se sentaron en la mesa contigua a la familia de pelo ru-bio. Los niños enseguida establecieron contacto visual. Jara, que adoraba al jamón casi tanto como a su madre, no le quitaba los ojos de encima a los bocadillos.

La niña de pelo albo miró a Jara con suficiencia y le dijo a su ma-dre: “Ya no quiero más pan. ¿Me puedo comer sólo el jamón?”, pero la mujer no contestó, absorta como estaba en sus cábalas.

—Mamá, Ineva se tiene que comer el pan como yo –protestó el otro.

—Wenceslao, deja a tu hermana en paz –fue todo lo que salió de aquella boca, arrastrando las palabras como si se hubiera hecho el firme propósito de no hablar y se estuviera viendo obligada a rom-per su promesa.

Marta se giró sin reparos y miró fijamente a su homóloga en la mesa contigua.

—¿Ylena?La mujer se sacudió en un espasmo, como quien despierta de

un sueño recurrente en el que se cae, unas veces por un precipicio, otras a una zanja, siempre a un nuevo vacío, y miró a Marta con los ojos vidriosos y enrojecidos, sin duda fruto de un llanto prolonga-do.

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—No me lo puedo creer. ¿Tú también? –preguntó Marta mien-tras mostraba un pico de la carta sacándola del bolso.

Ylena abrió de par en par sus preciosos ojos turquesa por pri-mera vez en mucho tiempo y palpó el bolsillo de su pantalón para cerciorarse de la suya seguía ahí.

—¿Marta?Ambas mujeres se levantaron a la vez y se fundieron en un abrazo

brutal, uno de esos con intereses de demora que se prolongan hasta más allá del tiempo, y que no se deshacen hasta que sus actores olvi-dan dónde están y a quién están abrazando. Se miraron de cerca, las dos con lágrimas en los ojos pero también con una inédita sonrisa en la cara, sin palabras que dedicarse. Cada una miró a los hijos de la otra y dejaron que las lágrimas, ahora de alegría, corrieran pómulos abajo recordándose a sí mismas inseparables con esa edad.

—Jara, Marcos, mirad. Ésta es vuestra tía Ylena.—¿Nuestra tía, mamá? –preguntó extrañada Jara.—Sí, cariño. Corred a darle un beso.Los niños se levantaron renqueantes y le plantaron un tímido

beso en la mejilla a la estupefacta Ylena que, en cuanto pudo reac-cionar, llamó a sus hijos y les presentó a su recién descubierta fami-lia. Wenceslao e Ineva recibieron recelosos la noticia, pero Marcos y Jara parecían entusiasmados con la idea de tener nuevos primos con los que compartir esta aventura. Las dos mujeres se sentaron en torno a una mesa y colocaron a los niños en otra para que se fueran conociendo.

—¿Cómo está mamá, Ylena? –preguntó Marta cuando todo hubo vuelto a la calma.

—Muy bien, gracias a Dios. Estaba empeñada en venir, pero no se lo he permitido. No me extrañaría que se presentara de un mo-mento a otro. Ya sabes cómo se las gasta. ¿Tu padre…?

—Murió el año pasado. Un cáncer.

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—Te acompaño en el sentimento.—Intenté contactar con mamá, pero me fue imposible.—Ya. Mira, Marta, aunque te enfades voy a serte completamente

sincera. Yo ya sabía lo de tu padre. Y me encargué de que no le lle-gara a mamá ninguno de tus mensajes. Le costó mucho superarlo. Nunca entendió por qué nos abandonó así, sin más. Juraría que aún sigue enamorada de él.

—Éramos pobres, Ylena. Papá, que así era como lo llamabas en-tonces, tenía que trabajar. Le ofrecieron ese empleo en Asturias... ¿Qué íbamos a hacer? ¿Irnos todos a casa de la tía Rogelia: mamá, su nuevo marido, sus hijas de distintos padres? ¿En aquellos tiempos? No habríamos pasado del umbral.

—Al menos hubiéramos seguido juntos.—¿Por cuánto tiempo? La situación era insostenible. Ya sabes

el dicho: cuando el hambre entra por la puerta el amor salta por la ventana.

—Una frase preciosa, como la mayoría de las mentiras.—Yo sólo sé que a papá le hubiera encantado despedirse. Y creo

que a mamá también.—Bueno, dejemos el pasado a un lado –zanjó la conversación

Ylena intentando sonreír y encendiendo otro cigarro–. Lo hecho, hecho está. ¿Cómo te decidiste a venir?

Marta bajó la vista y se hundió en una coraza invisible. Ylena lo percibió.

—Eso no importa. Lo único que importa es que estamos aquí. ¿Y sabes qué? Por absurdo que parezca estoy deseando llegar.

Con el rabillo del ojo, Marta observó cómo Ineva le tendía el jamón a Jara y ésta lo recibía con una enorme sonrisa.

—Míralos –dijo–. Mira a esas dos.—Sí. La vida da tantas vueltas…—¿Y el abuelo?

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—Él nunca abandonó Fuentespejo –contestó Ylena.—¿Cómo?—Cuando a tu padre lo llamaron para aquel trabajo aún queda-

ban dos semanas para el desalojo. Mamá se hundió, creíamos que se moría, y el abuelo no se separó de ella hasta que la Guardia Civil apareció por el camino. Entonces desapareció. Dicen que estuvie-ron buscándole durante dos semanas hasta darle por muerto. Yo creo que se echó al monte y que vio inundarse estos campos desde el punto más alto de la comarca. Desde luego, no se cayó a ningún pozo como dijeron los guardias. Antes me creo que subiera al cielo en cuerpo y alma.

—Quizás fue lo mejor que pudo hacer. La ciudad hubiera podido con él. ¿Acaso no lo hizo con nosotras?

—En cierto modo sí.Ylena empalmó los cigarros hasta vaciar el paquete. En el bar se

habían quedado sin tabaco, pero le indicaron una casa cruzando la calle donde le venderían si llamaba a la puerta. Afuera, el calor pa-recía surgir de la misma tierra. La única muestra de vida era una ca-mioneta con el motor en marcha, justo en la puerta del bar. Cuando Ylena regresaba con un cartón de tabaco en la mano, el conductor, un muchacho con los veinte recién cumplidos, la llamó. Al bajar la ventanilla, una ráfaga de aire gélido acarició su rostro.

—Disculpe, señora.—¿Sí?—¿Tengo entendido que van a Fuentespejo?—¿Ah, sí? –contestó Ylena sin saber muy bien qué decir.—Bueno, este es un pueblo muy pequeño y enseguida se corren

los rumores…—Ya veo, sólo llevo en él unas horas.El muchacho sonrió. No sabía mentir. Todo el mundo se lo de-

cía.

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—No se preocupe por nada. En realidad nadie más en el pueblo lo sabe y estoy aquí para que eso no cambie. No sé si me explico.

—En absoluto.—Salga con su amiga y los niños y yo los llevaré a Fuentespejo.

Si fueran solas, todavía. Pero los niños puede que no soporten este calor. Sobre todo los suyos, tan rubios.

—¿Te envía el padre Antonio?—Sí, pero por favor, sea discreta –añadió bajando la voz a pesar

de que no había nadie en la calle–. Señora, créame, es muy impor-tante que no despertemos sospechas en el pueblo.

Ylena dudó.—¿Cómo sé que puedo confiar en ti?—No sé qué pruebas darle. Míreme a los ojos.Podían llevarse dos o tres años, pero había una diferencia abis-

mal entre el muchacho de la camioneta y el de la barra. Ylena en-tró a prisa en el bar, pagó la cuenta y movilizó a la tropa. En pocos minutos los niños se habían instalado en el asiento de atrás con Marta, e Ylena ocupaba el del copiloto. La camioneta hacía crujir la tierra seca a su paso, levantando una nube de fino polvo rojo que flotaba en el ambiente durante horas, inmóvil a causa de la ausencia de viento. La primera mitad del trayecto transcurrió en el más abso-luto silencio. Cuando llegaron a la linde del pantano y la depresión de la extinta comarca Tierra de Piedras se abrió frente a sus ojos, Ylena y Marta contuvieron la respiración. Los cerros Canela, del Viento y Paloma cruzaban de lado a lado aquel gigantesco cuenco marrón y dorado, y entre estos dos últimos discurría, como en una postal antiquísima, el río Espejo serpenteante. La perspectiva les impedía ver el pueblo, puesto que el cerro del Viento lo ocultaba.

—Dios mío, no puedo creerlo –dijo Ylena finalmente–. Jamás pensé que volvería a ver esta imagen.

—Sí, debe de ser impresionante para ustedes –contestó el mu-

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chacho–. Para mí no es más que un pantano seco.—¿Seguro que no pueden abrir las compuertas de la presa e

inundarlo? –preguntó Marta.—¿Las compuertas de qué, señora? Esto es el embalse. Tardará

años en llenarse, aunque pueden estar seguras de que lo primero que se inundará será Fuentespejo. Es el punto de mayor profundi-dad.

—¿Ha llegado ya alguien? –terminó por ceder Ylena. Se había estado resistiendo a concederle autoridad a aquel muchacho, a con-fiar en él como alguien que sabía más de aquel misterioso proyecto que ella misma, pero la curiosidad le pudo.

—No, ustedes son las primeras.—Fantástico… –contestó desilusionada.—No se apuren. Llegará más gente, ya lo verán.—Nos bajaremos aquí mismo –dijo Marta.—Como quieran.—Muchas gracias por todo, conductor anónio –dijo Ylena.Estaban a menos de un kilómetro del pueblo. Sólo tenían que

descender por un caminito que recorría parte de la ladera del cerro del Viento.

Marta se quedó atrás revisando el asiento por si se olvidaban algo, y cuando estuvo a solas con el muchacho le dijo mientras le guiñaba el ojo:

—Muchas gracias, y dale las gracias a tu padre también. Sois como dos gotas de agua.

El muchacho no supo que decir, y después esbozó una tímida sonrisa para acompañar el gesto de complicidad de Marta.

—¿Cuál es tu nombre?—Antonio, pero todo el mundo me llama Toño –contestó.—¿Puedo pedirte un favor, Toño?—Claro que sí.

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Marta sacó de su monedero una foto de carnet y se la entregó.—Si ves a este hombre ven corriendo a avisarme y, sobre todo,

no lo traigas aquí.—Descuide, señora. Estaré atento.

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Capítulo segundo

Jesús recibió la carta uno de los peores días de su vida. Su hija Flor había sufrido un ataque de pánico en plena calle después de que una moto estuviera a punto de atropellarla en un paso de peato-nes. Tratando de calmarla, Jesús se había llevado un golpe en la na-riz. Al ver la sangre correr Flor sufrió un shock y resultó imposible moverla del sitio durante dos horas. Se sentó en medio de la calzada y fue necesario cortar el tráfico hasta que los servicios sociales y el SAMUR se hicieron cargo de la situación. Jesús, impotente, vio cómo se llevaban a su hija en ambulancia después de sedarla en medio de una gran expectación. Sus propios vecinos le dirigieron miradas reprobatorias, como si él tuviera la culpa de la situación en que se encontraba la joven. Había dedicado su vida a ella, por completo, pero parecía no ser suficiente.

Aquella misma mañana le habían despedido de la imprenta. Tra-bajaba catorce horas al día alzando calendarios de propaganda, em-buchando folletos publicitarios. Tenía las manos encallecidas por los cortes del papel, la vista arruinada por la penumbra del taller, pero una sola mañana de ausencia en el trabajo le había valido a su jefe para echarlo a la calle. Nunca llegaron darle de alta en la Segu-ridad Social, lo había descubierto esa mañana. El contrato y las nó-minas que firmó y de las que nunca había recibido copia no habían trascendido jamás del archivo privado de la empresa. No tenía paro después de doce años de esclavitud y con la pensión por minusvalía de Flor no le llegaba ni para el alquiler de su piso en Carabanchel. Cuando la ambulancia se perdió en el horizonte y el sonido de la sirena se extinguió en el aire contaminado, Jesús caminó hasta su portal y se derrumbó en los escalones del vestíbulo. Quiso llorar pero no fue capaz. Pensó en quitarse la vida y no pudo contener las

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náuseas, así que vomitó sobre las baldosas desgastadas. Apoyándo-se en los buzones para no perder el conocimiento trató de controlar sus nervios. Levantó la vista, ahora emborronada por las lágrimas del esfuerzo, y vio el extremo de un sobre asomando por la rendija de su buzón. Lo cogió esperando ver el remite de alguna empresa de recobros dispuesta a embargarle lo que ni siquiera tenía, quizás una citación judicial, pero la dirección manuscrita y el matasellos de la oficina de Pueblacandela le hicieron creer que había perdido el juicio. Camelia, la vecina de enfrente, salió de su casa y al ver la escena se abalanzó sobre Jesús, que en ese momento dejaba escapar las últimas fuerzas para mantenerse en pie.

Se despertó en el sofá del salón de Camelia, una inmigrante me-jicana que había trabajado durante quince años limpiando escaleras para traer a sus hijos a Madrid, y que había visto cómo su marido le robaba hasta el último céntimo y la abandonaba por una muchacha veinte años menor que él, dejando también a los niños a su suerte. Camelia y Jesús habían forjado una amistad íntegra pero pruden-te, y no supieron que habían nacido el mismo día hasta que no se confesaron mutuamente, al día siguiente de su cumpleaños, que lo habían pasado en la más absoluta soledad. Con cincuenta y nue-ve años cada uno vivían su vida como el tren que aguarda en una vía muerta a ser desguazado por los chatarreros o arruinado por los vándalos.

—Tómese este caldito, don Jesús.A pesar de ser ambos la persona más cercana del otro, mante-

nían el trato de usted en un intento de guardar las distancias. —Yo… he vomitado…—Ya lo limpié, no se preocupe. Flor está bien. Llamaron del

hospital para decirlo. Sonaba tan insistentemente el teléfono que utilicé la copia de la llave de su casa que usted me dio. Disculpe si me entrometí.

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—No, por Dios, se lo agradezco de todo corazón.—Creo que esta carta es suya. Se le cayó al desmayarse. Es de su

tierra. A lo mejor es algún familiar.Jesús la tomó entre sus manos y la miró como si fuera el más

extraño insecto de la selva amazónica.—¿Algún familiar? Sabe usted que yo no gasto de eso.—Anda, ábrala, que me tiene en ascuas.—Sí. ¿Tiene abrecartas?—Traiga acá –dijo la mujer mientras le arrebataba la carta de las

manos y rompía el sobre sin miramientos–. ¿Para qué voy a tener yo un abrecartas? En veinte años jamás me han contestado a ninguna, y he escrito miles. Tome, léala.

Jesús intentó leerla, pero la vista se le nubló y volvió a marearse. Camelia se sentó a su lado y le tomó la carta de entre las manos.

—Yo se la leeré si no tiene inconveniente.—Si no es molestia…—Qué molestia va a ser. No le digo que me muero de intriga…Tres veces tuvo Camelia que leer la carta para que Jesús la en-

tendiera. De hecho, no se conformó hasta que la mujer, hastiada de repetir fatigosamente las mismas líneas, pues no era una gran lectora, tradujo con sus propias palabras el mensaje de una forma directa y sin ambages.

—Se le invita a volver a su pueblo.—Pero, ¿qué pueblo? Fuentespejo ya no existe.—Eso no es lo que dice aquí.—Tiene que ser una broma.—No pinta a broma, don Jesús. Además parece que la firma un

sacerdote –añadió afectando devoción.—Sí, el padre Antonio. Pero, no puede ser…Jesús había sido víctima de una degradación paulatina, fruto de la

precariedad. La ausencia de recursos para mantener a Flor, la carísi-

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ma medicación que ésta tenía que tomar, la manera en que le habían explotado y su nula disposición para los negocios habían ido convir-tiendo su situación económica en una catástrofe que a estas alturas tenía poca o ninguna solución. No obstante, Jesús era un hombre culto. Había sido el maestro de Fuentespejo hasta el momento del desalojo, poeta influido por el veintisiete, amante de la poesía de Lorca, diletante natural y filósofo callado y preclaro. Su mujer, que había heredado lo peor de la tradición, fue incapaz de amar a su única hija, Flor, que nació con Síndrome de Down en una época en la que aún se confundía discapacidad con posesión demoníaca. Los abandonó a ambos, dándoles, por otra parte, una oportunidad de ser felices, puesto que su sola presencia era una tortura.

Jesús llegó a Madrid ya separado y firmó los papeles del divorcio que un día le llevó un procurador sin ni siquiera leerlos. Al principio se conformó con dar clases particulares, puesto que Flor necesitaba toda su atención. Después cambió éstas por algunas traducciones del francés que podía hacer sin salir de casa. Sin darse cuenta fue metiéndose en un pozo más y más profundo, entrampándose hasta quedarse sin crédito, perdiendo los pocos amigos que conservaba a causa de esto y aislándose irremediablemente en su balsa, que se mantenía a flote únicamente en virtud del amor incansable que le profesaba a su hija.

Camelia fue una bendición. Entre trabajo y trabajo cuidaba de Flor, e incluso llegó a llevársela a los portales para enseñarle los rudimentos de la limpieza comunitaria. Jesús encontró trabajo en la imprenta y al menos conseguía cubrir gastos. Durante los últimos años puede decirse que gozaron de una vida, si no feliz, al menos sí placentera. Pero después Flor empezó a perder el pelo, y su tiroides a comportarse de una manera extraña, amenazando su vida y, con ella, la delicadísima estabilidad emocional de su padre. A los pocos meses el estado de Flor se agravó tanto que los médicos hablaron

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de un final inminente. Ese único día fue el que Jesús faltó al trabajo. Su jefe no le despidió inmediatamente. Lo hizo trabajar como un esclavo hasta terminar el encargo que realizaba para la Comunidad de Madrid; por una ironía del destino se trataba de un folleto expli-cativo de las medidas de apoyo a las familias necesitadas. Después lo echó a la calle sin más, dejándole a deber el salario del último mes hasta que, según dijo, le pagaran aquel encargo. Otros hubie-ran montado en cólera y conseguido, aun por la fuerza, recibir el dinero adeudado, pero Jesús era incapaz a estas alturas de escapar a su papel de presa; de dejar de ver a su jefe como el depredador, y hundido en el sillón de su despacho se dejó devorar convencido de que aquellas eran las reglas del hábitat social en el que vivía; él, que había transgredido todas y cada una de las normas preestablecidas, había abandonado la lucha.

Volvió a casa. Cogió a Flor, milagrosamente recuperada después de tres semanas en el hospital, y se la llevó a dar un paseo por el Re-tiro. Le echaron de comer a los patos y a las palomas. Incluso gastó los últimos euros que tenía en el bolsillo para comprarle un helado de chocolate y verla disfrutar con los rayos de sol dorándole su pre-cioso rostro de niña pequeña; sus ojos achinados, negros como el futuro que se cernía sobre ellos, y su sonrisa, escudo y espada de su padre, un auténtico caballero andante de Carabanchel.

Pero al regresar del paseo y sufrir el incidente de la moto, las miradas de sus vecinos y, por último, la imagen de la ambulancia llevándose a Flor desmadejada por el calmante, se había quebrado su núcleo de resistencia. Era un hombre hendido al fin.

¿Regresar a Fuentespejo? ¿Qué locura era aquella? ¿Era eso po-sible?

—Camelia, rebusque en mi cartera a ver si juntando los céntimos nos da para comprar un periódico. Vaya al locutorio del Cano, que tiene el Extremadura. Si tenemos suerte podremos salir de dudas.

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Y así fue. Empeñando la máquina de escribir, una Hermes del cuarenta y dos, y malvendiendo una colección de sellos de la Se-gunda República sin matasellar, compró tres billetes a Badajoz en el ruta de la noche.

—Pero yo no soy fuentespejana –protestó Camelia, nerviosa por-que en su vida estaba ocurriendo algo y hacía tiempo que se había resignado a morir mañana–. No estoy invitada y no pienso viajar.

—Señora Camelia, es usted tan fuentespejana como yo. Fuentes-pejo es la patria de todos los ninguneados, de todos los errantes, de todos los ahogados por las aguas del progreso.

—Debería usted guardar el dinero de ese tercer billete para cu-brir el trayecto hasta el pueblo.

—Mi señora, sabe que no soy católico pero utilizaré esta frase para que usted me entienda: Dios proveerá. Además, no pienso de-jarla sola.

Hubiera sido el momento de abrazarse, pero no lo hicieron. No estaban preparados para el cariño. Era ése un lujo tan fuera de su alcance como el teléfono o la ternera.

Emprendieron el viaje aprovechando la calma que la medicación había dejado en Flor. Al día siguiente vagabundearon por los alre-dedores de la estación de autobuses de Badajoz hasta que se hizo de noche. Cuando faltaban treinta minutos para que saliera el último autobús hacia Pueblacandela, una mujer se acercó a aquella dispa-ratada trinidad y les preguntó qué necesitaban. Balbuceando, Jesús logró contestar por encima del rugido de sus tripas y la mujer sacó de su cartera un flamante billete de cien euros.

—Venga conmigo. Compraremos los billetes y unos bocadillos.Y cuando hubo pagado todo miró a Jesús, que estaba a punto

de llorar de alegría lo que no había llegado a llorar de pena, y le preguntó:

—¿Fuma usted?

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—Solía hacerlo.Sin que hiciera falta decir más, fue con él hasta el estanco y le

compró dos paquetes de cigarrillos, un mechero y unos de chicles, y le dio el resto. Con los puños apretados, aferrándose a los chicles y las monedas como si fueran diamantes en bruto, rompió a llorar entre la concurrencia del estanco. Sólo conseguía decir, entre las lágrimas y la moquera, gracias, una y otra vez, hasta que la mujer le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Mire lo que un trozo de papel pintado puede hacerle a un hom-bre.

Y así lo dejó la mujer, con el llanto cortado y el corazón en la garganta. Jesús sintió que había recuperado, repentinamente, su dignidad. Llegó hasta donde estaban las mujeres y les mostró los pasajes y los bocadillos, y dijo con inusitada jovialidad a pesar de la rojez de sus ojos:

—Camelia, ¿me acompaña usted fumando uno de estos cigarri-llos?

Habiendo visto ya desde qué andén partía el autobús que habría de llevarlos a Pueblacandela, salieron a la puerta de la estación y fumaron despreocupadamente.

Aquel cigarro le supo a uno a victoria sobre el destino, a otra a provisión de Dios.

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Capítulo tercero

Para sorpresa de Pablo, la puerta se abrió sin rechinar. Veinte años cerrada a cal y canto y sin embargo los goznes giraron en silen-cio y obedientemente, al menos hasta que la hoja de madera se topó con la pila de correspondencia acumulada. Empujó con fuerza y en-tró en su casa. En un arrebato de optimismo accionó el interruptor de la luz pero no obtuvo respuesta. ¿Quién iba a haber pagado los recibos? Encendió el mechero, saltó la montaña de cartas y llegó hasta el salón. Una vez allí subió la persiana con delicadeza temien-do quedarse con la correa en la mano, pero tampoco fue así. La luz reconoció la estancia y después se acomodó en las superficies, inva-dió los recodos y distribuyó las sombras con imparcialidad. La sos-pecha de Pablo se convirtió en certeza: alguien había estado mante-niendo la casa. Estaba limpia; ni una mota de polvo, ni una telaraña, ni manchas de humedad con conatos vegetativos. No obstante, el ambiente era tan frío como correspondía a una casa deshabitada desde hace décadas. La única evidencia del paso del tiempo era una montaña de cartas y folletos publicitarios de todas las épocas que le llegaba a Pablo a la altura de las rodillas, y cuyo diámetro en la base la hacía apoyarse en ambas paredes del recibidor.

Veinte años había pasado Pablo preso por homicidio. Dos déca-das de aislamiento absoluto del mundo, primero en la Modelo, des-pués en Carabanchel y por último en Cuatro Caminos. Ni una sola visita, ni una llamada telefónica. A veces bromeaba con sus compa-ñeros (muy pocas) diciendo que si hubiera muerto seguro que al-guien habría intentado comunicarse con él, “que los vivos son más jodidos entre ellos que con los difuntos”. A su padre, contaba, todo el mundo lo odiaba en vida y, sin embargo, a su muerte parecía que hubiese sido el hombre más querido del pueblo. “Ojalá lo hubiera

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matado yo de verdad” –decía en más de una ocasión–. “Así llevaría mejor la cárcel”.

Con cuarenta y nueve años, Pablo no tenía intención de empezar de nuevo. Tampoco tenía un plan, ni siquiera una vaga idea de en qué emplearía lo que le restara de vida. Por lo pronto el hecho de encontrar su casa limpia y ordenada le había privado de la tarea más inmediata, la de rehacer su hogar aunque sólo fuera para pasar las primeras horas de libertad.

Era la hora de comer; no la de la gente libre, sino la de los cau-tivos, así que bajó al bar a procurarse alimento. Manolo, el hombre que lo regentaba en los años previos a su encarcelamiento debía de estar muerto o jubilado, y aun así le chocó no verlo detrás de la barra. En su lugar encontró una familia de chinos al completo, sonrientes los adultos, apesadumbrados los jóvenes. Pronto com-prendió que la sonrisa era la única manera de comunicación que dominaban los primeros, que necesariamente se valían de los se-gundos para traducir órdenes simples, saludos y despedidas. Aun-que el bar no había cambiado en nada, no reconoció a ni uno solo de los clientes que dejaban pasar, acodados y distraídos, los minu-tos sin rumbo de la gente en libertad. Pidió un menú del día y un vino con casera, y estuvo tentado de echar mano al periódico que se hallaba, abandonado y garabateado con caracteres chinos, al final del mostrador. En ese momento trajeron la bebida y dio hondos tragos al vino antes de rebajarlo con la gaseosa. En la tele habla-ban sobre la ola de calor y la sequía que estaba azotando la mitad sur de la península, y que amenazaba también con acabar con las reservas de agua de Cataluña y Aragón. Las imágenes de la tierra cuarteada, de los cultivos abrasados y de los incendios asolando los bosques de Gerona y del Este de Portugal le hicieron recordar los primeros veranos en Madrid, asfixiado por un calor que en nada se parecía al de su Extremadura natal, siempre presta a dejar correr

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la brisa al caer la noche. En la capital, el aire parecía de cristal, de vidrio recién soplado más bien, y quemaba al contacto con la piel si se movía perezosamente, como huyendo de su propia abrasión. Cuando le trajeron el gazpacho y lo hubo colmado con la guarnición de pimientos, pepino y picatostes, vio en la pantalla la imagen más increíble jamás imaginada. Tanto fue así que arrojó la cuchara con violencia sobre el cuenco derramando el gazpacho sobre el mantel de papel y llamando la atención de toda la familia mandarina. La iglesia de Fuentespejo se erguía, orgullosa e impertérrita, sobre las casas con las techumbres arrancadas entre una explanada de tierra seca y agrietada. Enormes cantos rodados y raquíticos matorrales poblaban las calles del pueblo de su infancia que hacía una semana, según consiguió entender de la boca del reportero, había emergi-do del fondo del Pantano de Piedras, cuya provisión de agua había descendido al cinco por ciento de su capacidad. Se volvió, fuera de sí, y trató de comunicarle con palabras y gestos al muchacho que acudía a limpiar el gazpacho, perfectamente bilingüe, que subiera el volumen a la tele. Después se quedó boquiabierto durante unos minutos. Frente a su vista pasaban ahora imágenes de los retenes acorralados por las llamas y de los aviones descargando bolsas de agua sobre las ascuas latentes en la sierra de Granada. Comió abs-traído y por primera vez en veinte años dejó de pensar en la hora que era, en el día en el que vivía y en su condición de preso.

Durante los días siguientes se limitó a salir de casa para ir al bar a alimentarse. Lo hacía siempre solo en el amplio comedor que se abría al fondo de la barra. Su horario, el horario de la cárcel, no co-incidía con el del resto de la clientela. Al terminar se quedaba allí, bebiendo brandy 103, o DYC con agua, y fumando Ducados en cor-tas caladas.

Ya llevaba una semana en el piso. Aquel día la sobremesa se ha-bía alargado y él se sentía ebrio por primera vez en mucho tiempo.

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La llave se negaba a entrar en la cerradura. Llevaba apenas un minu-to intentándolo cuando la puerta se abrió desde dentro. La sorpresa de Pablo fue tal que reculó un par de pasos esperando encontrarse con el más horrible monstruo de sus pesadillas. Pero en lugar de eso, halló a su esposa.

—¿Qué… qué… qué coño haces tú aquí?El rostro de ella expresaba también perplejidad. Hacía mucho

tiempo que no veía a su marido. Pablo no había sido nunca espe-cialmente guapo, pero ahora las ojeras, las marcas en la frente y una espantosa cicatriz que le asomaba bajo el cuello de la camisa y le lle-gaba hasta la oreja izquierda, le conferían el aspecto de un hombre vapuleado, un anciano de cuarenta y nueve años.

—Pablo…Él se abalanzó hacia ella y la hizo retroceder. Entró en el piso y

cerró la puerta tras de sí.—Pablo… escucha.En la penumbra del anochecer Pablo intentó esquivar la monta-

ña de cartas como había aprendido a hacer días atrás, pero ésta ha-bía desaparecido. Cuando llegaron al salón, una de espaldas, el otro amenazante, pudo ver todas las cartas ordenadas por montoncitos en el suelo. Ella derrumbó dos tratando de poner más distancia, aterrada por la expresión de Pablo. A pesar del tiempo que habían pasado sin verse lo conocía a la perfección y sabía que estaba a pun-to de estallar. Aún así no vio la mano de Pablo acercársele a una velocidad de vértigo hasta que la tuvo sobre su rostro. Un impacto brutal la arrojó al piso en décimas de segundo.

—¡Pedazo de puta! ¿Cómo tienes la cara de entrar en mi casa después de dejar que me pudriera durante veinte años en la cárcel? ¿Quién coño eres tú para entrar aquí? ¡Fuera!

Ella aprovechó su posición para arrastrarse fuera del alcance de Pablo en dirección al pasillo. Sintió un gran alivio y a la vez una

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enorme decepción cuando comprobó que éste no le seguía. Se le-vantó como pudo y corrió hasta la puerta dejando a Pablo solo en la oscuridad cerniente de la sala. Él sentía el corazón palpitar en su mano y un gran vacío en el pecho. Estuvo así largo rato. Después se fue a la cama a tientas y pasó la noche en vela como cada una de las últimas siete.

Se despertó a las once con un oprimente dolor en el pecho y una angustia que le impedía respirar. Caminó hasta el baño y abrió el grifo del lavabo sin recordar que no tenía agua. Echó mano de un cartón de leche que había comprado en el bar hacía un par de días y se lo bebió de un trago tratando de aplacar su sed. Ya en el salón, se derrumbó sobre el sofá y comenzó su ritual de quietud y silencio que duraría hasta el mediodía. A las once y media el cartero llamó a todos los telefonillos, incluido el suyo. Repartió las cartas en los buzones de todos los pisos excepto los bajos y pasó las cartas por la abertura de la puerta de estos últimos. Un sobre aterrizó sobre el pasillo, justo en el epicentro de la gigantesca montaña que ahora se hallaba esparcida en pequeñas pilas derrumbadas sobre las baldo-sas del salón.

Se acercó curioso. Tenía la sensación de haber visto nacer una nueva montaña, todo un hecho fascinante que sólo ocurre una vez cada veinte años. La tomó entre sus manos y leyó el remite. Incapaz de imaginar una razón para recibir una carta de Pueblacandela re-gresó a su cubil sabiendo que le quedaban aún unos minutos para la hora del almuerzo y la abrió.

Su lectura no consiguió sacarlo de ese estado catatónico en el que estaba sumergiéndose ya casi irreversiblemente, mas despertó en él un interés extraño, más bien una especie de facultad latente para el cambio o para la toma de decisiones. El reloj de pared, al que había dado cuerda el día de su llegada, marcó las doce en punto y sin dejar de sostener la carta se levantó mecánicamente y salió por

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la puerta.En el bar lo recibieron las mismas sonrisas y los mismos rostros

apesadumbrados. Él saludó al entrar, lo que extrañó al cabeza de familia, hombre concienzudo al que su incapacidad comunicativa no impedía psicoanalizar con gran acierto a sus clientes. Ocupó una mesa al azar en el comedor desierto y releyó la carta hasta tener el gazpacho delante. Resulta difícil averiguar qué pasaba por la mente de Pablo en esos instantes. Sus cábalas eran para él una amalgama de emociones confusas y tibias, o más bien castradas. Parecía tener que palparlas a través de un grueso telón de fieltro. Vivía como su-mergido en un líquido denso y viscoso. De la superficie llegaban débiles destellos que le invitaban a emerger, pero la cautividad ha-bía estado muy cerca de aniquilar su capacidad de elección. Comió pausadamente la merluza en salsa verde y apuró con deleite la tarri-na de helado de fresa y nata. Se limpió en el mantel de papel y pidió un café solo y una copa de 103. Pagó en la mesa, como de costum-bre, después de fumarse un paquete de Ducados entero regado con más brandy, y al pasar por la barra se detuvo a la altura del dueño. Mirándole a los ojos le tendió la mano. Éste se la estrechó con una sencilla sonrisa en los labios. Después Pablo le dio la mano a todos los miembros de la familia y, sin decir ni una sola palabra, salió del bar camino de la estación de Atocha.

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Capítulo cuarto

María, en cambio, no recibió ninguna carta. Se había casado con Pablo tres años después de que éste llegara a Madrid. Compartieron aula en la Escuela de Farmacéuticos, y ella, que había tenido tantos pretendientes como pares de medias en la cómoda, se encaprichó del pueblerino desgarbado con aires de víctima. Lo hizo suyo. Él jamás había estado con una mujer y sin embargo, o quizás a causa de eso, no se planteó el desequilibrio patente que había entre los dos. María era preciosa, decididamente urbana, inteligente y despierta, alegre, madura en cuestiones de sexo y provenía de una familia aco-modada. Él era hosco, callado, con el rostro marcado por el sufri-miento y el exceso de complejos; era incapaz de desenvolverse en la ciudad y parecía haber llegado a Madrid en una nave espacial, sin vínculos familiares ni raigambre. La pareja era tan pintoresca que pronto se hicieron populares en la Facultad. Ambos fueron vertien-do en el otro el excedente de su propia personalidad, y aquellos va-sos comunicantes comenzaron a equilibrar su contenido de manera lenta y casi imperceptible.

Al segundo año de carrera todo cambió. Pablo le pidió la mano y María, que para aquel entonces estaba absolutamente enamorada de su mutismo, del desgarro de sus frases inconexas y arrojadas al vacío del silencio; entregada al cuidado de un alma enferma que, de algún modo, la conectaba al mundo real en el que había pasado poco tiempo durante su juventud más tierna, aceptó, dando lugar a un cisma irreversible en el seno de su familia. No fue por eso sólo. La decisión de María fue el catalizador de una crisis en la relación de sus padres que terminó por arrastrar también a sus hermanos. Se quedaron solas, su madre y ella, y entonces Pablo empezó a expe-rimentar cómo su corazón se hermanaba con el de María: también

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él había sufrido el desmembramiento de su unidad familiar. De re-pente, las antípodas se convirtieron en ubicuas, y donde no había encontrado nada en lo que creer empezó a cimentar por primera vez una personalidad propia. Pensaba en María a todas horas, su mutismo se trocó en medida elocuencia, su desgarro en un romanti-cismo herido y su alma empezó a sanar mientras la de su prometida enfermaba por la misma razón.

Aún así la boda se consumó cuando terminaban su tercer año de carrera, aunque los últimos meses habían sido tan asfixiantes con la preparación del evento, con la búsqueda de piso y los exámenes que los dos tuvieron que resignarse a estudiar durante un año más para obtener el título. Encontraron un bajo en el barrio de La Lati-na, cerca de donde la madre de María había restaurado una antigua propiedad de la familia para convertirla en una pensión de la que ahora vivían las dos. Fueron meses duros pero cargados de futuro, un concepto nuevo para ambos que a pesar de todo no lograron desarrollar como proyecto común. Intentaron salvar ese abismo in-franqueable que les separaba a pesar de su amor, hasta que un buen día una llamada de la policía truncó las pocas esperanzas que les quedaban. El teléfono fijo estaba recién estrenado. Según el agen-te, Pablo acababa de confesar ser el autor del asesinato de su padre, sucedido unos años antes del desalojo de Fuentespejo.

El juicio fue tajante y esclarecedor. Pablo conocía cada uno de los detalles del crimen y fundamentó de tal modo su decisión y su acción que el juez ni siquiera se planteó la posibilidad de atenuar la condena en base a un posible desequilibrio mental. María se hundió en la más absoluta desesperación y rehusó verle los primeros me-ses. No había duda, por más que le costara creerlo, de que su marido era un parricida confeso; que las mismas manos que la habían acari-ciado y soportado, también habían segado la vida de quien se la dio. Finalmente, cuando los indicios de que María estaba pensando en

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suicidarse fueron evidentes, su madre malvendió el negocio que es-taba todavía en sus albores y huyeron de Madrid hacia la Valencia de sus abuelos.

María no era, en realidad, fuentespejana, aunque a raíz de aquel hecho leyera todo lo que en sus manos cayó acerca del pueblo. Fuentespejo había sido anegado por el Pantano de Piedras, que fue terminado de construir en el año 1984. Cuatro años antes su comu-nidad se había visto conmocionada por el asesinato del personaje más influyente y poderoso. Eulogio Donoso, del clan de los Cami-los, padre de Pablo y de otros dos hijos, había recibido un tiro a bo-cajarro durante una cacería. Todo el pueblo había culpado a su hijo menor, pero éste había desaparecido sin que se le pudiera juzgar por ello. El caso había sido archivado hasta la confesión de Pablo.

María llegó a Valencia huyendo de sí misma en el noventa y dos. Los diez años siguientes habían sido un continuo entrar y salir de las instituciones mentales de la zona. La amenaza de autolesión y su creciente conflictividad hicieron de ella una paciente non grata en muchas de ellas, en las que era tratada como una desahuciada. Finalmente su madre se vio obligada a recurrir a su exmarido, que además de humillarla cuanto estuvo a su alcance, le consiguió un trabajo como limpiadora en una moderna clínica para a cambio de un mísero sueldo y una plaza de interna para María.

Su estado era tan crítico que al ingresar le dijeron a su madre que no pasaría del año nuevo. Ésta alquiló un cuartucho a dos calles de la residencia donde pasaba las horas en las que no le permitían estar junto a su hija. Se volcó con ella tanto como el personal médico y enseguida se ganó el respeto y reconocimiento de éstos. Trataron de promocionarla y darle atribuciones de celadora, pero la misma influencia que la había colocado allí vetó desde el inicio cualquier posibilidad de mejorar las condiciones laborales de su exmujer. Aún así, por primera vez logró un ambiente favorable para ella y

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para su hija, que poco a poco fue saliendo de su estado vegetativo y dando muestras de una recuperación que sólo podía ser fruto de un tesón heredado de su madre. Corría el año dos mil ocho cuando María decidió voluntariamente abandonar la clínica. Había pasado dieciséis años de su vida internada. Lo hizo para asistir al funeral de su madre, cuyo estado de salud había ido empeorando a medida que mejoraba el de su hija. A pesar de que no había vuelto a hablar de Pablo ni había hecho por saber de él, cuando se hubo ido el últi-mo de los asistentes al entierro tuvo muy claro cuál era su próximo paso. Tomó un tren hasta Madrid y se instaló en su antiguo barrio, muy cerca del piso que estuvo a punto de albergar la vida con la que siempre soñó. No se atrevió a ir a verlo a la cárcel. ¿Cómo presentar-se allí después de tantos años de abandono? ¿Qué decir? Se limitó a mantener la casa común, cuya hipoteca había sido liquidada por la madre de Pablo; a prepararla como si él fuera a llegar en cualquier momento, y esperó hasta que su día a día sólo tuvo un sentido y una meta: compartir en libertad los años de vida que le quedaran a ambos.

Por eso no desistió tras el reencuentro fallido. Había sufrido tan-to en su vida que aquel bofetón se le antojó una caricia. De hecho, puede que fuera la primera vez que alguien la tocaba desde que salió de la clínica. Por eso volvió al día siguiente, dispuesta a intentar borrar con sus tímidas palabras y su gesto dócil aunque inquebran-table veinte años de incomunicación, soledad y desamparo.

Pero sólo encontró una casa vacía, una familia venida del otro confín del mundo que nada sabía decirle acerca de dónde había ido su marido, y una carta manuscrita y manchada de café bajo la peana de cristal de una copa con restos de brandy barato.

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Capítulo quinto

El jefe de Asier le esperaba en el despacho. Nada bueno augu-raba la llamada que había recibido en su extensión a las nueve en punto de la mañana, hora en la que el señor Grimau llegaba a su despacho. Parecía alegre, incluso jubiloso, lo que sólo podía signifi-car que algún torero o un actorcillo incauto se había dejado ver en una playa en los brazos de su querida, o algo peor, algo más sórdido y morboso que Asier no deseaba imaginar, ni mucho menos cubrir como noticia.

—¿Me había llamado, señor Grimau?—Pasa, pasa, Gorbea.El señor Grimau tenía entre las manos las fotos que Asier había

tomado de la hija pequeña de Alejandro Tabares, un famoso bailaor flamenco, y hacía cálculos mentalmente mientras las repasaba una y otra vez con los ojos brillantes por la emoción.

Cuando Asier vio qué fotos tenía en poder su jefe se puso en pie como un resorte y mudó su expresión, de común amigable.

—Tranquilo, tranquilo, Gorbea. Siéntese, por favor.—¿Qué hace usted con esas fotos? Es material privado.—¿Material privado? ¿Y puede decirme en qué parte de su con-

trato dice que puede emplear los recursos de la revista para su dis-frute personal?

—Sabe perfectamente que yo trabajo con mi cámara.—Sí, pero emplea el ordenador de la redacción para almacenar

sus fotos y tiempo remunerado por esta empresa para retocarlas, eso sin mencionar las impresiones no autorizadas por su superior, como ésta, por ejemplo.

—Yo no encargué esa impresión.—Claro que sí.

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—Le digo que no lo hice.—Es su palabra contra la mía.Asier apretó los puños por debajo del enorme escritorio de caoba

que le separaba de Albert Grimau, lanzó una mirada a la cristalera de su espalda y se lo imaginó atravesando el ventanal como en las películas de Hollywood.

—Bueno, basta ya de discusión estéril. Usted sabe muy bien que estas fotos me pertenecen según su contrato. Si no le parece justo busque apoyo espiritual en su parroquia. Lo que yo le estoy plan-teando es que ambos nos beneficiemos de esto.

—No sé a dónde quiere ir a parar. Esas fotos no tienen interés para la opinión pública. Ni siquiera para la que lee su revista.

—¿Mi revista? Algo tendrá de suya después de doce años, ¿no cree?

—Yo sólo trabajo aquí. La revista sigue siendo igual de suya.—En cualquier caso, ¿no le parece de interés para la opinión pú-

blica que la única hija del famoso bailaor Tabares juegue con una montaña de cocaína?

—¡Está usted loco! Sabe tan bien como yo que eso es harina. ¡Es-taba ayudando a su padre a hacer pan!

Albert Grimau se levantó de su asiento y caminó por el amplio despacho que se abría a la Diagonal, a pocos metros del cruce con Numancia. Observó el tráfico, especialmente lento a esa hora de la mañana, y se volvió a su empleado aún con las fotos en la mano.

—¿Sabe, Gorbea? Creo que tiene razón.Asier aguardó sin la menor esperanza.—Está claro que es harina, pero, ¿no cree que la mayoría de la

gente quiere pensar otra cosa? Es bien conocida la adicción de Ta-bares a la coca.

—No tiene ni puta idea de lo que está hablando.—Cuidado, Gorbea. Sé que Tabares es un buen amigo tuyo, pero

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te recuerdo que soy yo quien paga tu casa.—Tabares no es sólo un buen amigo; esa niña es mi ahijada. Y

no, usted tampoco paga mi casa. La pago yo con el sudor de mi fren-te –y a costa de mi dignidad, calló para sí.

—Pero Gorbea –respondió Grimau en un tono entre condescen-diente y cínico–, qué apasionante es verle enervarse de esa manera. Es un gran augurio para este negocio. Estas fotos no dejarán a nadie indiferente.

En ese momento los plomos de Asier se fundieron. Su capacidad para discernir lo correcto de lo incorrecto quedó anulada por una oleada de ira y asco. Odiaba a aquel ser, miserable y cruel. Era el prototipo de débil en el que el mal había encarnado, el clásico niño humillado y ninguneado durante su infancia y adolescencia que ha-bía buscado poder a toda costa para resarcirse de unas heridas que jamás cicatrizarían. Tenía delante a un subproducto de la degenera-ción social, un auténtico hijo del odio en el que el odio se perpetua-ba. De repente, todos los problemas, todas las frustraciones, todos los reproches que ahogaban el corazón de Asier convergieron en Albert Grimau, que leyendo en los ojos de su empleado lo que ya había visto en otros, se abalanzó hacia su escritorio. Allí estaba el botón de alarma que ya le había salvado de más de una agresión a manos de las víctimas de sus reportajes, pero Asier se interpuso en su camino. De un manotazo le arrebató las fotos y, sin pensarlo, le propinó un cabezazo en la nariz. El crujido fue espeluznante. El cuerpo de su jefe cayó como un saco de paja. Sin darle opción a gri-tar, le tapó la boca con la mano y apoyó la rodilla derecha con fuerza sobre ésta. Los ojos de Albert Grimau se salían de sus órbitas. Asier le presionó el ojo izquierdo con el pulgar que le quedaba libre y Gri-mau lanzó un gemido ahogado.

—Te voy a sacar un ojo, y después el otro.Grimau intentó sacudirse y patalear, pero Asier aumentó la pre-

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sión. El ojo estaba a punto de saltar de su cuenca.—Si no te estás quieto te lo saco.Asier notó que el cuerpo del magnate se relajaba momentánea-

mente y sintió un olor nauseabundo proveniente de sus pantalo-nes.

—Grimau, como publiques estas fotos te hundo. Lo sé todo so-bre ti. Eres un pervertido, un degenerado. Tengo pruebas de todo. Llevo siguiéndote desde que me di cuenta de que eras un hijo de puta. Tengo fotos de cuando abusaste de aquella niña rumana que tu mujer quería adoptar, de tus incursiones al Club Black Fist, de tus reuniones con la secretaria general del ministerio: todo. Voy a acabar contigo, Grimau. Te juro que haré todo por ella.

Poco a poco fue relajando la presión sobre el rostro de Grimau. Éste se revolvió y se arrastró hacia el escritorio.

—¡Estás muerto, Gorbea! ¡Muerto! –gritó entre sollozos mientras se tapaba el ojo con ambas manos. Un hilillo de sangre comenzaba a brotar de la cuenca–. ¡Me has dejado ciego!

Asier se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y le tiró una foto al rostro.

—Ésta es de ayer. También es propiedad de la revista, así que puedes publicarla si quieres. Espero que la próxima vez tengas más cuidado al atarte los cordones de los zapatos. Te has roto la nariz contra el borde de la mesa.

Grimau, a punto de desmayarse por el dolor, incapaz de ver níti-damente a través del torrente de lágrimas que le provocaba la frac-tura y de la sangre que le manaba del lagrimal, pudo distinguir el rostro curvilíneo de Melinda, la prostituta con la que había pasado ayer toda la tarde, envuelta en el abrigo de visón que él mismo le había regalado, a horcajadas sobre él en la cama del hotel. La foto parecía haber sido tomada desde algún piso cercano.

—Hijo de perra –dijo entre dientes–, este teleobjetivo es de la

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revista. Asier Gorbea salió del despacho y caminó decidido hacia su

puesto informático. En la sala de redacción los rostros eran de per-plejidad y preocupación. Algunos le miraban absortos, otros man-tenían la vista baja, haciendo como que no habían escuchado los gritos. Al detenerse junto a su mesa, unas gotas de sangre cayeron sobre los papeles esparcidos. Se enjugó la brecha de su frente con la manga de la camisa y pulsó el botón de extracción del disco duro. A los distintos accesos fueron llegando guardias de seguridad que hablaban nerviosos por el intercomunicador, probablemente espe-rando órdenes de Grimau. Asier abrió el cajón de un archivador, hizo saltar sus topes y lo extrajo. Después volcó su contenido en el suelo y lo colocó sobre el escritorio para usarlo de recipiente. Puso dentro de él el disco duro, llenó el cajón con otros enseres persona-les y algunas carpetas y puso rumbo firme a la salida más lejana para tener tiempo de pensar. El guardia de seguridad se cuadró frente a él, aún a unos diez metros. De pronto Asier se detuvo. Dejó el cajón sobre la mesa de un becario que le miraba sin entender absoluta-mente nada y le habló.

—Levántate. ¡Levántate, joder!El muchacho se incorporó asustado y se alejó. El puesto estaba

junto a la pared, justo bajo una cámara de seguridad. Asier se subió a la mesa, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta otra fotografía y la mostró a la cámara. A continuación escribió en el reverso de la foto: “Soy intocable”, y colocó el mensaje frente al objetivo. Aun-que cabía la posibilidad de que Grimau se hubiera desmayado y no hubiese leído el mensaje, cargó de nuevo su cajón y se encaminó de-cidido a la salida. El guardia pidió instrucciones por su intercomu-nicador. Se revolvía nervioso en su posición. Asier se plantó frente a él y le habló intentando que la voz no le temblara demasiado.

—Quítate.

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—Señor Gorbea, debe usted dejar aquí su disco duro. Después podrá irse.

—Escucha, Mario, ¿Mario te llamabas, verdad?El vigilante asintió intentando conservar la calma.—Voy a pasar por tu lado, y si me tocas serás el responsable de

tu ruina y de la suya. La tuya podrías soportarla, pero no te aconsejo que cargues con la culpa de la de Grimau.

El guarda se quedó estupefacto. Desde el intercomunicador le llegaban órdenes confusas o sencillamente no lograba descifrar las palabras. Asier pasó rozando su gigantesco hombro y él no se in-mutó.

Hasta que no hubo abandonado el aparcamiento del edificio no fue consciente de la angustia que le atenazaba. Le temblaban las piernas, le dolía la cabeza, pero condujo sin detenerse hasta la re-sidencia para enfermos de Alzheimer en la que vivía su padre. No intentó despistar al Ford que se saltó varios semáforos en rojo para no perderle de vista. Grimau no era sólo el director de Cazados. Era, además, un peso pesado con amigos en las esferas más influyentes de Madrid. La ciudad sería a partir de ahora un territorio hostil para él. Debía abandonar la ciudad cuanto antes, aunque ni siquiera así conseguiría escapar de Grimau. Sacaría a su padre de la residencia y se iría fuera del país. Encontraría refugio en Londres, en casa de su hermana. Allí tendría tiempo para pensar. Le preocupaba el viaje en avión. Aunque su padre tenía momentos de total lucidez, en oca-siones ni siquiera sabía dónde estaba. Temía que no le permitieran volar.

Cuando entró en la residencia miró hacia la calle a través de los cristales. El Ford estaba aparcado enfrente. En su interior, dos tipos vestidos de calle le vigilaban sin disimulo.

En recepción dio su nombre y pidió permiso para visitar a su padre a pesar de estar fuera del horario. El recepcionista lo miró

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incómodo, descolgó el teléfono y masculló algunas palabras de las que sólo descifró Gorbea. Sin embargo, Asier atribuyó esa reacción a su propio aspecto. Tenía manchas de sangre en la camisa y una postilla reseca en la frente.

—Espere un minuto, señor Gorbea, por favor. Puede sentarse ahí si lo desea.

—Oiga, no tengo tiempo para esperar. Ábrame la puerta. Se trata de una emergencia.

—Lo siento, señor Gorbea. La directora de la residencia está de camino. Serán sólo unos instantes.

A Asier no le dio tiempo a protestar de nuevo. La puerta de la residencia se abrió y la directora le sonrió sin poder esconder su preocupación.

—Por favor, señor Gorbea, venga conmigo.—¿Ocurre algo?—Hablemos en mi despacho.—¿Le ha ocurrido algo a mi padre?—Preferiría que habláramos en mi despacho, si es tan amable.—¡Dígame qué ocurre!—Tranquilícese, señor Gorbea, se lo ruego. Estamos haciendo

todo lo que está en nuestra mano. Su padre se ha escapado de la residencia esta madrugada.

Aunque pareciera imposible, la situación empeoraba por mo-mentos. Ya en el despacho de dirección, Elsa Robles, vieja amiga de la familia, conocida por su afán metódico y estricto en su trabajo, se sinceró sin ambages.

—No sabemos cómo lo ha hecho. Nunca antes había dado mues-tras de querer escaparse. Otros lo intentan continuamente pero no suelen pasar de los jardines. Su padre parecía feliz aquí. ¿Tiene idea de a dónde ha podido ir? ¿Quizás a su casa?

—Mi padre ni siquiera recordaba mi nombre. ¿Cómo va a recor-

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dar mi dirección? Debe de estar perdido por Madrid. ¿Lo están bus-cando?

—Hemos dado parte a la policía.Y después, reparando por primera vez en el lamentable estado

de Asier, le preguntó de pronto:—¿Está usted bien? ¿Qué le ha pasado?—Un choque en cadena. No se preocupe. Estoy perfectamente.—Debería verle el médico de la residencia.—No se moleste. Escuche, Elsa, es de vital importancia que

encontremos a mi padre lo antes posible. No puedo darle detalles pero…

La puerta se abrió con brusquedad. Un auxiliar entró con una carta en la mano y se la tendió a la directora.

—Encontramos esto bajo el colchón del señor Gorbea. Parece que la recibió antes de ayer. El matasellos es de Extremadura. ¿La familia es de allí, no?

—¿Qué familia? –preguntó Asier desconcertado–. Yo soy su úni-ca familia.

—¿No tiene primos, tíos, algún familiar lejano que hubiera podi-do ponerse en contacto con él?

—No, creo que no. Pero, ¿qué dice la carta?—Veamos. Puedes retirarte, Carlos.Elsa Robles abrió el sobre y extrajo la hoja amarillenta. Después

de carraspear parsimoniosamente, la leyó con voz alta y clara. A medida que avanzaba, la sorpresa y la incredulidad se adueñaba de Asier, hasta que por fin parecieron perfilarse los motivos de la hui-da.

—¿Asier, tiene esto algún sentido para ti?Asier se levantó con la mirada perdida. Repasaba en su mente las

imágenes que habían llegado a la redacción hacía un par de sema-nas acerca del caso de Fuentespejo, el pueblo que había emergido

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casi intacto de debajo de las aguas. Le había llamado la atención, pero no tanto como para leer el comunicado de la agencia. Tendió la mano a la directora para que ésta le diera la carta.

—Aquí dice que había un plano junto a la carta. ¿Queda algo den-tro del sobre?

—Está vacío –contestó entre escéptica y molesta por lo rocam-bolesco de la situación–. Asier, ¿crees de verdad que tu padre ha podido ir a Fuentespejo? ¿No será esto una broma pesada?

—Puede, Elsa. Pero si es así, mi padre ha debido tomarlo muy en serio. Se lo ruego, escúcheme bien. ¿Puedo pedirle un favor apelan-do a nuestra amistad?

—Dígame.—Deme cuarenta y ocho horas.—No entiendo.—Llame a la policía y dígales que les he enviado una nota dicien-

do que he encontrado a mi padre. Así no la comprometeré. Deme papel y boli. No, espere, mejor se la escribiré en uno de los cuader-nos de la revista.

Asier sacó de un bolsillo lateral de sus pantalones desmontables un block de notas con el logotipo de Cazados y escribió tan apri-sa como le permitió su muñeca. Tuvo que levantar la vista y ver la expresión estupefacta de la directora para caer en la cuenta de que pensaba ya como un fugitivo. Empezaba a dudar de que el ver-dadero motivo de su estallido fueran las fotos de su ahijada. Una minúscula grieta en la presa de su aguante se había convertido en una fractura definitiva. Sus emociones escapaban a través de ella en una extraña mezcla entre adrenalina y prisa, prisa por romper con todo. Incapaz de expresar con palabras lo que le estaba ocurriendo, le tendió la nota a la directora.

—Por una razón que no puedo explicarle, no nos conviene que la policía busque a mi padre.

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Elsa se acercó a Asier y le miró directamente a los ojos.—¿Eso no se lo ha hecho en un accidente, verdad?—Se lo suplico, Elsa, no me haga preguntas. Confíe en mí. Si

dentro de cuarenta y ocho horas no he solucionado esto, llame a la policía y deláteme. Dígales si quiere que la amenacé.

—Asier…—No se preocupe por mí. La mantendré informada pero, por

favor, Elsa, cúbrame estas cuarenta y ocho horas. Hágalo por el re-cuerdo de mi madre.

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Capítulo sexto

Ignacio despertó en un banco de forja. Le dolía hasta el último hueso de su cuerpo pero se incorporó sin emitir un solo quejido y miró alrededor, intentando sin éxito averiguar dónde estaba. Obser-vó sus manos, extrañas para él; sus zapatos, que jamás había visto antes, y se palpó el rostro tratando de reconocerse. Nada. Ni el más mínimo indicio de un recuerdo. Abrió la mano izquierda, intentan-do luchar contra el entumecimiento y una hoja de papel cayó al sue-lo. Aturdido, la recogió y la desplegó con sumo cuidado. Contenía un plano tan ignoto para él como todo lo demás. Parecía el camino hacia algún lugar llamado Fuentespejo. Por un momento pareció encenderse una luz en su memoria, pero todo quedó en un conato, una chispa fugaz como un fuego fatuo. En el reverso del mapa des-cubrió unas palabras garabateadas. Tengo que llegar a Fuentespejo, leyó sin dificultad a pesar de lo ilegible de la grafía. La chispa saltó otra vez y esta vez destelló, tres, cuatro, cinco veces seguidas, pero volvió a apagarse. Caminó unos pasos sin rumbo, sólo para desen-tumecerse.

Estaba en un jardín repleto de naranjos y galanes de noche. Los gorriones piaban con estruendo, volando de árbol en árbol. Apenas había amanecido y ya debía de hacer casi treinta grados. Ignacio, sin embargo, nunca se quitaba la chaqueta. En realidad nunca tenía frío ni calor; no tenía sueño, ni hambre, ni le dolía tanto algo que tuviera que quejarse. Nacido en el veintiocho, era un auténtico hijo de la guerra y aunque no recordaba dónde estaba, de dónde venía o a dónde iba, sí podía escuchar los gritos desgarrados de las madres y esposas de su infancia, y los llantos quedos de los hombres, allá en Ondiano, y podía ver el rostro de su madre y de sus hermanos, sucios y tristes. Podía evocar el olor de su padre, rememorar el color

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de las berenjenas de su huerto y sentir la correa de cuero de don Marcial lacerar su espalda. Él había sido niño, eso era lo único que recordaba. El nombre de Fuentespejo volvió a avivar la llama de su memoria y una pequeña mecha prendió, titubeante y débil, y alum-bró una iglesia y una plaza, y un reloj de sol que marcaba las horas.

Encontró la salida de aquel pequeño jardín, delimitado por un muro de adobe y pizarra. La verja estaba cerrada con un candado. A través de la cancela pudo ver una calle amplia y limpia. Un perro acostado en el umbral de una casa se levantó y movió el rabo al abrirse la puerta que guardaba. De ella salió un hombre mayor, cur-tido y embutido en un mono verde. Acarició al perro sin mirarlo y después se encaminó hacia el parque. Al ver a Ignacio del otro lado de la cancela aceleró el paso con cara de asombro.

—Pero, por el amor de Dios. ¿Qué hace usted ahí? –le preguntó mientras buscaba la llave del candado en un manojo.

—Yo… vivo aquí –contestó Ignacio sin demasiada afectación.—¿Qué tonterías dice? ¿Es que ha pasado la noche en el par-

que?—Sí.El jardinero dio con la llave finalmente y abrió la verja.—¿Está usted bien?—Maravillosamente, ¿y usted?—Vamos, vamos, no se quede ahí parado. Espere, su cara me es

familiar. ¿No es usted…?—Severino Anselmo, para servirle.—¿Severino? No, no nos conocemos.—Por supuesto que no –contestó mostrándose molesto Ignacio.—Sí, oiga, ¿quiere que llame a alguien, a algún familiar?—¿Algún familiar? No, no tiene por qué hacer eso.—No es molestia ninguna, mi casa está ahí mismo.—Le digo que no tiene por qué hacerlo porque no hay necesidad

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de hacerlo. Si pudiera invitarme a un café con leche sí que se lo agradecería.

—Faltaría más. Venga conmigo. ¿Seguro que no necesita nada?—Un café con leche, se lo acabo de decir.—Claro, claro.La casa del jardinero era estrecha y alargada, y estaba distribuida

en dos plantas. Cuando cerraron la puerta tras de sí volvió a sumirse en la oscuridad. Sólo al fondo entraba luz por un patio.

—Pase, la cocina está al final. Siéntese mientras le sirvo el café. Está recién hecho así que no hará falta calentarlo.

—Fantástico. Es usted realmente amable.Los dos hombres se sentaron en torno a la mesa de la cocina. El

jardinero miraba a Ignacio intentando averiguar por qué sus faccio-nes le resultaban tan conocidas.

—¿Es usted de por aquí?—¿De por aquí? ¿De dónde?—Pues de Pueblacandela.—No.—¿Es extremeño?—Soy un poco de todos los sitios.—Ajá –contestó el jardinero, cada vez más intrigado por el mu-

tismo de Ignacio y más azuzado por el convencimiento de que era alguien conocido–. ¿Cómo me dijo que se llamaba?

—Justino, Justino Rozas.El jardinero se quedó boquiabierto.—¿Así que Justino?—Ése soy yo.—¿Y de dónde me ha dicho que es?—Ya se lo he dicho, soy de Fuentespejo –los ojos del jardinero

se abrieron de par en par–. Por cierto, ¿sabe usted si cae muy lejos de aquí?

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—¿Fuentespejo? ¿Está de broma?—¿Le parece gracioso?—No, es sólo que… Debe de estar usted equivocado.—De ninguna manera, señor. Me dirijo a Fuentespejo a casa de

mi madre. Si fuera tan amable de indicarme el camino no le moles-taría más. Debe usted de tener mucho trabajo.

—No se preocupe por mí. Hoy tengo el día libre, pero dígame, ¿hace mucho que se fue usted de Fuentespejo?

—No, ¿por qué lo pregunta?—Porque si se le ha olvidado el camino desde Pueblacandela a

Fuentespejo imagino que será por el mucho tiempo que ha pasado desde la última vez que estuvo por estos lares.

—No crea, lo que ocurre es que tengo muy mala memoria.—Ya veo.—Sí, mire, por eso tengo este plano.Ignacio sacó la hoja de la chaqueta y la extendió sobre la mesa

ante la expectación del jardinero. Éste hizo ademán de cogerlo pero Ignacio le agarró la mano con una fuerza extraordinaria para su edad. Tanto que el jardinero se amedrentó y la retiró enseguida. La expresión de Ignacio, sin embargo, seguía siendo amistosa, lo que resultaba aún más desconcertante.

—¿Se puede llegar andando?—Hombre, como poderse se puede. Seguro que usted lo hizo

más de una vez siendo un mozo, pero ahora… No se moleste, pero no creo que sea una caminata para un hombre de su edad.

—¿Qué insinúa?—Nada, nada. Si quiere, yo le indico ahora mismo cómo coger la

senda de Fuentespejo. No tiene pérdida.—Es usted muy amable.—Siga esta misma calle hasta el final. Saldrá del pueblo en pocos

minutos. Coja el primer camino a la derecha y después una vereda

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que se abre a la izquierda, justo después del puente que cruza el Bri-llante, que como usted sabrá es afluente del río Espejo.

—Naturalmente –contestó mientras apuntaba todo en el reverso del plano.

—La vereda va paralela al arroyo y le dejará muy cerca de Fuen-tespejo. No tiene pérdida —añadió mientras los ojos se le iban de-trás de las palabras escritas.

—Excelente –dijo Ignacio antes de doblar cuidadosamente el plano y devolverlo al bolsillo de la chaqueta–. En ese caso ya no le molesto más.

—Espere un segundo –repuso el jardinero nervioso–. Si le pare-ce bien voy a llamar a un hijo mío a ver si puede acercarle en coche. Así se ahorrará el paseo.

—De ninguna manera. Prefiero dar el paseo.—No es molestia, de verdad. Son más de diez kilómetros y den-

tro de un par de horas estaremos a más de cuarenta grados.El jardinero caminó presuroso hasta el salón y tomó el teléfono

entre sus manos. Ignacio lo siguió. La estancia estaba repleta de fotografías del jardinero y su mujer.

—Querido amigo, le ruego que reconsidere su postura y cuelgue ese teléfono. No me obligue a hacer algo que no quiero.

El tono de la voz de Ignacio le heló la sangre al jardinero, de espaldas a él como estaba. Se giró despacio esperando encontrar el rostro de un demente, pero halló la expresión sonriente de un anciano que tendía la mano.

—Como quiera, señor –contestó sin saber qué pensar sobre aquel hombre mientras le estrechaba la mano.

—Le agradezco enormemente su hospitalidad. Algún día se lo recompensaré largamente.

—No hay de qué.—Ya lo creo. Ignacio Gorbea jamás olvida a aquellos que le ayu-

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daron.Y dicho esto puso rumbo a la calle, dejando al jardinero rumian-

do en los cuatro estómagos de su memoria aquel último nombre. Celoso de su capacidad, sabía que tarde o temprano su mente le haría vomitar un rostro y un recuerdo ligados a un hombre llamado Ignacio Gorbea.

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Capítulo séptimo

La mesa todavía estaba puesta. El hule de skai, pringoso atrapa-moscas de flores verdes y blancas, reflejaba débilmente el destello de la tele. Antonio veía el telediario con los brazos pegados a él, sudorosos, ignorando las migas adheridas a su piel, ignorando las moscas, ignorando la olla y los platos sucios, ignorando todo a su al-rededor, incluida la tele. Era una de esas tardes de verano en la que los ventiladores parecen hornos de pan a cielo abierto. Las paredes del salón, forradas con un friso que imitaba las vetas de la madera, se derrumbaban en su quietud. Las noticias eran las de siempre, pero nuevas. El runrún de un antiguo frigorífico Kelvinator se ele-vaba por encima de sus pensamientos indecibles. Desnudo de tor-so, jugaba con una servilleta de papel arrugada pero limpia. Poco a poco se fijó en la imagen que aparecía en pantalla. En realidad no la hubiera visto de no ser por pura necesidad de verla. La habría mirado, sí, pero sin verla.

Como si los últimos veinticinco años de su existencia se hubie-ran evaporado, o enrollado como la cinta de un metro dentro de la carcasa, vio Fuentespejo. Vio el pueblo de su vida, de la única que había tenido y que ahora arrastraba como a una rémora. Con gran esfuerzo desencajó los oídos. Una sequía, claro. La misma sequía que le estaba abrasando a él a escasos quince kilómetros de aque-lla imagen, pero, ¿podía ser real? Imposible. Empezó a recapitular: llevaba dos días sin agua. Había escuchado decir a los vecinos que por la noche “la daban”, pero, ¿quién se levanta a las tres de la ma-ñana para llenar un mísero balde si puede comprarla en garrafas? Se estremeció. De golpe comprendió que el agua con la que se había duchado, con la que había cocinado y que había bebido los últimos dos meses venía del Pantano de Piedras. Ya lo sabía, pero ahora lo

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había entendido. Aquella agua había entrado en su iglesia, rozado su altar, escudriñado en las casas y después había ido a parar, dócil y predestinada, a su propio cuerpo. Cierto misticismo al que ya no estaba acostumbrado le recorrió y le erizó el vello. Volvió a mirar la pantalla. En realidad no había dejado de mirarla, pero volvió a verla. Fuentespejo, con su iglesia, sus calles y sus casas se erigía imper-térrito, no eliminando los hechos de los últimos veinticinco años, sino negando el mismo paso del tiempo. La sangre se le agolpó en la cabeza. El corazón se le aceleró. Se levantó a toda prisa y corrió hasta el baño. Abrazado al inodoro vomitó hasta perder el conoci-miento. Lo último que pensó antes de caer en ese pesado sueño fue si aquel cocido mal hecho no iría a parar a su amado pueblo.

Cuando despertó se encontraba bien, mejor incluso que antes de comer. La hora de la siesta, sin embargo, le amotinaba contra sí y le hundía en la peor de las etapas de su día, ya a priori melancólico. Despertó de ella caída la tarde, cuando los fantasmas se replegaban a sus sótanos y le dejaban respirar hondo, y su ánimo se vestía para salir a la calle aunque sólo fuera a tomar el aire un rato. Antonio salió del baño después de darse una ducha profunda, que no larga, pues para su sorpresa tenía agua corriente. Bajo el chorro, sin dema-siada presión, observaba el remolino que, por el denominado efecto Coriolis, formaba el agua en espiral hacia el sumidero en el sentido contrario a las agujas del reloj. Recordó que veinte años atrás, recién llegado a la misión de Cobán, en Guatemala, se había duchado con una presión similar a ésta pero con un agua mucho más fría. Sólo al contemplar cómo el agua desaparecía describiendo una espiral en el sentido contrario al habitual, por estar en el hemisferio sur, se había percatado de que estaba realmente en Sudamérica, a catorce mil kilómetros de su tierra y de un entorno eclesiástico cada vez más hostil para él. Puede que ése y no otro fuese el momento en el que se convenciera de que Fuentespejo estaba bajo el agua, que ya

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nunca más volvería a oficiar una misa en su iglesia ni a acompañar a sus fieles hasta la puerta del templo. Era curioso que ahora, doce años después de aquel momento, el efecto Coriolis le llevara otra vez hasta Fuentespejo, o mejor dicho, el agua se revelara como ele-mento clave en su conexión con el pueblo.

Cuando el chorro empezó a disminuir Antonio salió rápidamen-te de la ducha y aprovechó lo que quedaba de suministro para fre-gar los platos y las ollas acumuladas durante los últimos dos días. Limpiar y ordenar era siempre identificado por Antonio como una muestra de buen humor espontáneo y no inducido por la medica-ción. Arriesgándolo todo, se acercó al equipo de música e hizo sonar al maestro, al gurú de sus emociones, Stéphane Grappelli. Grappelli podía arruinar este puntual repunte de su ánimo o podía prolon-garlo, como hacía con las notas imposibles de su violín. Caravan empezó a sonar, y el saxo de Phil Woods invadió el piso. Antonio esperó su reacción y comprobó que la melodía había ocupado cada uno de los huecos de su espíritu y que ambos se habían engarzado como dos cadenas de genes.

Fregó los cacharros al compás de la música, incluso tarareó, in-cluso flexionó sus rodillas llevando el ritmo. Llevaba seis semanas prácticamente encerrado en casa. Al verse alegre por primera vez en todo ese tiempo le sobrevinieron unas ganas inconmensura-bles de llorar y, a sabiendas de que aquél sería el fin del trayecto y que se hundiría de nuevo en la melancolía, intentó atajar el llanto haciendo volar su mente hacia otra parte, y se encontró, sin darse cuenta, evocando de nuevo la imagen del Fuentespejo emergido. El llanto se le agolpó en los lagrimales y en su espectacular frenada no alcanzó más que a nublarle la vista. Se asustó. Había blandido aquella imagen de Fuentespejo como un arma y había vencido en la batalla por primera vez en mucho tiempo, en la guerra contra la tristeza endémica. Tenía un arma, él, que había perdido un pueblo,

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una vocación, una juventud y hasta un nombre, ahora tenía un arma contra la tristeza. Se sintió tan estúpidamente fuerte como los sol-dados que no saben por qué luchan pero entienden que la lucha es lo único que les queda. Deseó romper los platos. De repente, una ira irrefrenable le subió en oleadas como antes lo habían hecho las náuseas. Mas identificó detrás de aquella ira otra vez el fantasma de la tristeza y quiso probar si su arma también le ayudaría a ganar esa batalla. Volvió a la imagen de Fuentespejo y poco a poco sus músculos se relajaron, su rictus se endulzó y el coágulo de ira se fue diluyendo en suaves batidas hemáticas. Entonces sintió pánico porque, no sabía durante cuánto tiempo, volvía a ser una persona con algo que perder, y su condición, aletargada, se reveló de nuevo y le mandó un mensaje claro: sigues queriendo ser feliz. Y fue en ese momento cuando las manos le dejaron de temblar, cuando el sudor de su frente ganó en tibieza y la enorme presión que sentía sobre sus hombros se desplazó hasta atenazarle el corazón, el otro gran ignorado de los últimos meses.

Cerró los ojos y los puños con fuerza y gritó. Gritó como un ani-mal sin temer al fantasma de la tristeza que acechara tras la ira y el fantasma sintió miedo de aquella bestia y se retiró a planear la próxima batalla, y Antonio, cómodo en su reciente rol de guerrero que quiere vencer, abandonó los platos para armar una estrategia.

Se vistió sin permitir que la imagen de Fuentespejo se le fuera de la cabeza, porque la calle era un terreno hostil que llevaba aterrán-dole mes y medio y no quería pensar en ella. Cuando salió, el sol le cegó y el calor lo aplastó. Por eso se metió en la cafetería de enfren-te en la que, a pesar de estar a pocos metros de su casa, no le conocía nadie y pidió un gin tonic. Sacó su cuaderno y escribió: “Regreso a Fuentespejo”. Antes de seguir, antes de ni siquiera pensar qué ve-nía después de eso, entretuvo al fantasma con su imagen-arma hasta que le llegó el gin tonic y se bebió la mitad a hondos tragos.

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Después, respiró profundamente. En la barra, Izan, el hijo de Da-mián, le ignoraba absorto en el manejo de su teléfono móvil. “¿Qué pretendo conseguir?”, escribió a continuación. Después apuró el gin tonic de otro trago, arrancó la hoja y la arrugó con desdén. A estas alturas Antonio se conformaba con tener la pregunta. La respuesta estaba fuera de su alcance. Caminó hasta el mostrador de granito y cogió el periódico. Hacía meses que no leía la prensa. A pesar de que en la portada se reflejaban artículos pretenciosos destinados a centrar la atención en temas útiles para la causa del partido de turno, el editorial y los artículos de opinión hablaban de un empeo-ramiento global del bienestar social y de una persistencia insultan-te de los agentes causantes de la crisis. Aquel mensaje desolador vapuleó la conciencia de Antonio que, aunque llevaba un tiempo adormecida, había estado siempre inmersa en las más encarnizadas batallas contra la injusticia y la sinrazón de este mundo.

Antonio había sido un revolucionario, pero no uno de postín. En Guatemala, había extraído balas de los cuerpos sangrantes de los guerrilleros y los campesinos, unidos en una lucha común contra el opresor. Había sufrido la tentación de tomar el fusil entre sus manos y teñir de rojo su alzacuellos, pero sentía que su misión en el Reino de Dios no pasaba por disparar un arma, sino por curar las heridas, sin importar en qué cuerpo o alma estuvieran éstas abiertas. Por eso no sintió indignación cuando le comunicaron su expulsión de la orden jesuita y su separación de la Iglesia por per-tenecer a una facción armada, considerada por el gobierno de Esta-dos Unidos y la Unión Europea como una organización terrorista. No, no fue indignación porque ninguno de aquellos sepulcros blan-queados podía robarle su dignidad. Fue tristeza, frustración y sobre todo desengaño, porque desde las más altas esferas de la Iglesia se considerara enemigos de Dios a los más pobres y marginados, y se protegiera, indefectiblemente, a los que día a día mantenían subyu-

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gados a niños, hombres y mujeres que sin lugar a dudas habían sido los preferidos de Jesús, los desposeídos, los enfermos, los nadies hijos de nadie. ¿Qué se supone que debía haber hecho? ¿Denunciar a aquellos pobres hombres, que de la iglesia iban al campo, a seguir trabajando en domingo para poder pagar los impuestos, las deudas con usura, bajo la amenaza de tener que entregar a sus hijas en pago o en prenda? ¿Entregarlos al ejército o la policía corrupta, artífices de tales extorsiones y abusos; delatarlos porque almacenaban en el sótano de un granero quince rifles viejos y oxidados, más peligrosos para el que los dispara que para el blanco, y dos docenas de mache-tes tan mellados como sus dentaduras? Qué fácil resultaba crimina-lizar la postura de los ninguneados desde los tronos enjoyados de las majestuosas diócesis. Cuanto más rememoraba su estancia en el Vaticano más deseaba sumergirse en las pupilas negras y profun-das de los hijos de Cobán, en la negrura iluminada por el auténtico amor de Dios. Ay, aquel amor de Dios que lo había abrasado hasta dejarlo exhausto y consumido por las llamas de la impotencia y la vergüenza.

Regresado de Guatemala en plena época de bonanza económica europea, se había dejado llevar por la imagen de unos barrios mar-ginales espoleados por el empleo en la construcción, en la que la carestía había dado paso a la modestia y la modestia a la opulencia. Aturdido por sus propias contradicciones, no supo ver la mentira y la temeridad de aquel vertiginoso nivel de vida. Sin parroquia ni trabajo, malvivía de escribir algunas columnas para periódicos de distintas provincias, de las traducciones del portugués que hacía para una editorial de libros teologales a través de un amigo y, en definitiva, de cualquier trabajo que fuera cayendo en sus manos.

Desde su castrense habitación en una corrala de Entrevías había visto pasar los años envuelto en un halo de indiferencia social; una desafección tan ficticia como la mejora de las condiciones de vida

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de sus vecinos. En una pequeña tasca del barrio le había escucha-do decir a uno de esos filósofos callejeros “¡Cuánto dinero estarán ganando para que nos llegue hasta a los pobres!”. Poco después se había quebrado la burbuja. En realidad, las fisuras se habían pro-ducido mucho antes pero ésta era de tales dimensiones que a los gritos de “¡Eh, que está entrando agua!”, la gente respondía “Será por tu lado”. Ninguno de los ningunos quería creer que aquello se iba a acabar, exactamente igual que un niño pequeño con un helado de chocolate. Antonio continuaba con sus trabajos esporádicos y su nivel de vida ascético, por lo que la crisis no le afectó y se man-tuvo en su tribuna privilegiada viendo cómo el signo de los acon-tecimientos iba cambiando, primero lentamente, después a pasos agigantados. Sentado en la última fila de la parroquia veía desfilar a familias enteras que se quedaban después de misa para hablar con el párroco y pedir ayuda desesperadamente, gentes, la mayoría, que habían cambiado la iglesia por la Warner o el Xanadú en los meses de prosperidad. Antonio no criticaba aquella actitud: por primera vez habían podido gozar de un domingo con sus hijos sin tener que doblar turnos o aceptar segundos trabajos. Fue el momento de dis-frutar para ellos, aunque no podía olvidar con qué devoción iban sus campesinos a la iglesia los domingos en Cobán, a dar gracias prime-ro por seguir vivos y junto a sus familias, y después a terminar la fae-na, los más afortunados para festejar desde la hora del almuerzo con sus parientes el milagro de la vida y la risa. En el bar, la parroquia de los hombres en España, al principio se notó el desempleo con un aumento exponencial de la clientela. Charlaban ruidosamente intentando mostrarse confiados con su futuro; algunos decían que estaban de descanso entre obras, otros de baja, pero con el tiempo las mentiras se hicieron insostenibles, amén de absurdas, porque pocos fueron los que quedaron con trabajo. No se unieron éstos como hacían sus campesinos. No cogieron las marras y los mangos

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de pico y se dirigieron a los bancos a exigir que les devolvieran sus coches y sus casas, ni a las mansiones de los promotores y cons-tructores para que les pagaran sus últimos salarios. No marcharon al ministerio portando pancartas que rezaran “Los damnificados de Entrevías: ¿dónde está nuestro futuro?”, para encontrarse a las puertas con los del resto del país y reclamar a los cuatro vientos una dosis de esperanza, una prórroga en ese sueño que habían vivido durante apenas tres años en los que no tuvieron que fiar el pan ni el vino, ni pedir perdón ni piedad en la caja de ahorros cada final de mes. Un sueño en el que sus hijos los miraban a los ojos, si no con orgullo, al menos sí sin resentimiento porque podían pagar el autobús hasta el colegio y llevar pantalones a la moda, en lugar de los repartidos por la parroquia. No, no se parecían estos obreros a sus campesinos de Cobán. Por eso a aquellos convenía ponerles la etiqueta de terroristas, de guerrilleros, de revolucionarios, y de estos cabía elogiar su resignación cristiana. A Antonio le hervía la sangre. No había encontrado un solo texto en los Evangelios que hablara de la resignación como valor en Jesús. Jesús jamás se había resignado. Jesús era lucha, era valor, era inconformismo, era revo-lución. Era, por supuesto, también agradecimiento indiscriminado. Una miga de pan era para él un tesoro, pero aún así la realidad del hambre se imponía al gozo del don. No había alimentado a cinco mil hombres con la palabra, como le hubiera gustado a los podero-sos de las altas esferas, no: había usado cinco panes. Puestos a hacer milagros, ¿por qué no había hecho el primero? Saciarlos tan sólo con la fe. Eso hubiera sido perfecto para hacerles sentirse culpables de su hambre, un argumento fantástico para criminalizar al pobre: ¿Tienes hambre, hombre de poca fe? No, Jesús sabía que para co-mer hace falta comida. Por eso hasta mandó recoger las sobras de aquel banquete junto al lago Tiberíades.

No obstante, no los culpaba. El inmovilismo de la clase trabaja-

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dora española le provocaba rabia, pero no contra ellos. Poco a poco fue aterrizando de nuevo en el mundo. Las penurias ajenas le fueron conectando a él. Sacando fuerzas de flaqueza, tratando de construir esa nueva identidad basada en su pasado pero no condicionada por él, fue descubriendo que quizás aún había un papel para él en esta tragicomedia.

Fue una tarde de otoño gris y fría. Después de asistir a sus misas durante más de siete años de manera anónima, había decidido pre-sentarse al sacerdote de la parroquia de Entrevías. No se habían co-nocido personalmente, pero era uno de los hombres a los que más admiraba dentro de la Iglesia. Sabía que lo recibiría con los brazos abiertos y lo necesitaba. Necesitaba el abrazo de un compañero. An-tonio se embutió en su parka militar. Ataviado con sus vaqueros azules ajustados y sus botas Segarra, pasaba por un rockero de la vieja escuela de los que abundan por esos barrios de Madrid. A la altura de la estación de tren, a cuatrocientos metros de la parroquia, sufrió primero un leve mareo. No le había pasado nunca, pero no le dio importancia. Junto al muro de la estación había una plaza extra-ña. Al pisar su suelo rojizo notó que le salía sangre de la nariz. Se llevó la mano al rostro y sintió una punzada insoportable en la ca-beza. Ni siquiera fue consciente de la caída. Se desplomó como un peso muerto. La vida volvía a golpearle duro, esta vez hasta llevarle al K.O.