AVANCE - PALABRA DE CHOCOLATE - M.A. CARMONA

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Capítulos de muestra de Palabra de Chocolate (El Alma Descalza, 2013), del autor Miguel Ángel Carmona.

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MIGUEL ÁNGEL CARMONA (1979) es di-plomado en Biblioteconomía, Licenciado en Humanidades y Experto en Gestión Emprendedora en Lectura y Escritura por la Universidad de Extremadura.

Actualmente trabaja como asesor de emprededores y empresas, y preside en Centro de Estudios Literarios Antonio Román Díez, ubicado en la ciudad de Ba-dajoz, donde además coordina talleres lite-rarios.

Su primera novela, Palabra de Choco-late (AMO Ediciones, 2009), acaba de ser reeditada por la editorial El Alma Des-calza. También publicó Viaje en segunda (AMO Ediciones, 2010) y Escalera de ca-racol (AMO Ediciones, 2011).

Además, ha colaborado con numerosos artistas gráficos y audio-visuales, como Borja González Hoyos o Alex Pachón. Por su última novela, La dignidad dormida (El Alma Descalza, 2013), obtuvo la Beca de Creación Literaria de la Junta de Extremadura en 2011, como también lo hizo por Palabra de Chocolate en 2009, y por la novela inédita Bienvenido abordo, señor Bastante en 2010.

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Miguel Ángel Carmona

A Pablo, Paco, Manolo y Loles,

que camparon por esos lares en esos años

A Alicia,

“Porque la risa de Agnes era como la puerta abierta a una

isla de coral contra la que batiera, furioso y delicado, el oleaje”

La Isla de los Jacintos Cortados. Gonzalo Torrente-Ballester

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CENTRO DE ESTUDIOS LITERARIOS ANTONIO ROMÁN DÍEZ

© Miguel Ángel Carmona del Barco© EL ALMA DESCALZA, 2013.Poema página 23: Heinrich HeinePoema página 24: Miguel Ángel CarmonaPoema página 72: Bartolomé Hidalgo

D.L.: B-4240-07

Impreso y encuadernado en Service Point BarcelonaImpreso en España - Printed in Spain

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Palabra deChocolate

Miguel Ángel Carmona del Barco

El Alma DescalzaNarrativa

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Prólogo

Escribir acerca de hechos, tiempos o personas que nos tocan de cerca o que, más bien, llevamos dentro, es un constante caminar por el filo. A un lado queda la alegría de quienes se ven aludidos, homenajeados y, a otro, la insatisfacción de éstos al no ver reflejado su mundo con la suficiente fidelidad. Ambas emociones son justas y de ambas me alimento, y acaso sirven para intentar superarme y lograr el reconocimiento (que a veces es sólo un abrazo, otras una lágrima apuntada) de estas personas a las que quiero y a las que me debo. Pero también me debo a la creación, al poder infinito de inventar mundos y modificar lo existente a mi antojo, a salvo, en mi cubil, de todo cuanto se impone en la realidad de la que parto.

A ellos les pido pues (y sé que lo harán de la mejor gana) que disfruten de todo cuanto en estas líneas les evoca, porque cada pa-labra es una evidencia del amor que les profeso. Les pido también que gocen de lo que nunca perteneció al mundo en el que se criaron, porque esta historia no es más que una pequeña muestra de los mil mundos –diarios– que nacerán del eterno cruce de nuestro cami-nos.

Pueblacandela no existe, aunque haya tomado lugares, aromas, árboles, refranes y, en definitiva, la esencia prestada de un lugar en el mapa de cuyo nombre siempre querré acordarme.

Pueblacandela existe más allá de nuestros sueños, en un confín muy remoto de nuestro afán por ser felices. Allí descansan nuestros besos y allí, en ese lugar privado y único, espero encontrarles tam-bién a todos ustedes, conozcan o no la Siberia, conozcan o no Ex-tremadura, hayan habitado o no el vasto terreno que se comprende entre mi alma y mi tierra.

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Capítulo primero

Juan “Chocolate” salió al campo aquella mañana siguiendo el tufillo del café que preparaba Ramona en el caserón de al lado. Se echó el zacho al hombro y caminó silbando por la vereda que se abría al pie del muro trasero. Al pasar por la puerta miró de soslayo al interior de la cocina. María estaba colando el café. Agarraba con un trapo la cazuela y volcaba el líquido hirviente en el interior de una cafetera de latón, haciéndolo pasar a través de una manga. Ra-mona, que azuzaba el fogón para comenzar a cocinar el desayuno del señor se volvió y miró a Juan de abajo arriba. En la penumbra del primer amanecer de abril su figura enjuta y su rostro vivo quedaban ensombrecidos, y sus expresivos ojos dorados parecían resistirse al día, adormilados aún bajo la solapa de la gorra. En la boca, el palillo bailaba de un lado a otro, no para aparentar haber desayunado, que bien se sabía en Pueblacandela quién desayunaba y quién no, sino por pura costumbre de vérselo a su padre. María andaba distraída, como siempre, pensando en cualquier cosa menos en aquello que hacía. Al levantar la mirada se asustó y dio un respingo. Un poco de café hirviendo le salpicó en la mano arrancándole un chillido, y su rostro se contrajo, sin dejar de aferrar fuertemente el puchero. Derramarlo era sin duda la peor forma de empezar la mañana y, ade-más, un modo seguro de ganarse unos buenos azotes o una paliza, dependiendo del humor de D. Cosme.

–¿Qué haces ahí como un pasmarote, Juanito? –le recriminó Ra-mona–. Si esta tonta llega a tirar el puchero cobráis los dos.

Niño Chocolate tiró rápido monte arriba, pues conocía el genio de la Ramona que tenía tanta fama o más que su café y mantuvo du-rante unos segundos en su mente el rostro de María. Las cejas po-bladas y negras brillaban sobre sus ojos de carbón vivo, y el moño,

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de seda y luto, se escapaba bajo el pañuelo, deseoso de deshacerse y desatar su embrujo. Justo antes de quemarse había sonreído fu-gazmente, lo suficiente como para mostrarle sus hoyitos a Juan y alegrarle la jornada.

En cinco o seis semanas terminarían las heladas de primavera así que esta mañana tendría que plantar las cebollas en el huerto pequeño. Lo prefería a faenar en campo abierto, en los liños de D. Pelayo donde trabajaba su padre de sol a sol. Esas tierras habían sido de su familia años atrás y odiaba tener que trabajar en ellas como peón, obligado, para más inri, a sentirse afortunado por tener algo que llevarse a la boca. Al demonio D. Pelayo y sus encinas y sus alcornocales. Podría alimentarse sólo con el recuerdo de la ca-rita de María.

Desde el huerto pequeño, el que conservaba la familia para cul-tivar bien apretaditos los tomates y las lechugas, podía verse el ten-dedero del caserón de D. Cosme. Si había suerte y la Ramona tenía que atender otros menesteres, podía ver a María tender la colada de sábanas y ropas tan blancas que parecían estrellas de día, y vestidos y faldas más negras que la muerte a la que ofrecían su luto. Todo un espectáculo de blanco y negro a la luz radiante del Sol, contrastados con un dorado y un azul puros, dignos de un paisaje de Extremadu-ra.

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Capítulo segundo

La Ramona caminaba por la calle como si fuera descalza. Nadie sentía sus pasos, decían algunos que porque llevaba el alma en vilo, siempre tan en Babia, que hasta el ruido de sus zapatos se escapaba a su mundo de ensueño. Lo cierto es que de pequeña había apren-dido a ser increíblemente sigilosa. Su padre había sufrido durante toda su vida terribles jaquecas de las que ningún doctor llegó a dar fe, y no soportaba el más mínimo alboroto en casa. Con el tiempo, el carácter se le había ido agriando de tal modo que no soportaba siquiera escuchar la voz de sus hijas. Terminó prohibiendo que an-duvieran por el pasillo y en todo el piso superior llevando los pies calzados, incluso en invierno. Exigía además que se pusiera especial cuidado en no pisar los tablones más desvencijados ni aquellos que crujían un poco más de la cuenta, que eran casi todos. La vida en casa se había convertido en algo impracticable, pero su madre con-tinuaba cumpliendo todas aquellas exigencias, por absurdas que re-sultasen, y obligando a sus seis hijas a observarlas de igual manera mientras estuvieran bajo su techo.

Ciertamente, a ojos de sus vecinos parecía un don divino lo que no era más que una habilidad adquirida. A menudo cogía por sor-presa a aquellos a los que se dirigía en la calle, y éstos reaccionaban como si se hubiera aparecido un espíritu. También podía seguir-los de cerca sin ser descubierta. Pero en realidad, Ramona sabía (o creía saber) que su habilidad no era una virtud, y que tampoco era fruto de su pericia ni de su práctica, sino una consecuencia inevita-ble de su falta de presencia. Ramona tenía un concepto muy pobre de sí misma y, aunque se quería, no se respetaba. Se consideraba la única responsable de su desgracia. Pasó la adolescencia perdida-mente enamorada del hijo mayor de los Lunares. El chaval le co-

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rrespondía, pues Ramona tuvo en sus años mozos un cuerpo macizo y una sonrisa fácil, todo aquello que le arrebató el tiempo. Esperó y esperó a que se cumplieran las promesas de aquel moreno canijo y vivaracho hasta que llegó el día en que se hartó, se plantó frente a él y le dio un ultimátum: si no le pedía matrimonio antes de que llegara el invierno se olvidaría de él para siempre.

Ahora, saliendo de la Iglesia de camino al caserón de D. Cosme, se sorprendía de su osadía y se preguntaba qué habría sido de su vida si el Miguelete no hubiera ido esa misma tarde a pedir su mano a casa de su padre.

La escena fue un espectáculo. El Miguelete, que de por sí habla-ba bajito cuando estaba nervioso, intentaba bajar aún más la voz, advertido por la Ramona de que lo peor que podía hacer para en-fadar a su futuro suegro era hablarle demasiado alto. Al final fue la madre la que tuvo que trasladar la petición a su marido entre las carcajadas de las seis hermanas, entre las que existía un vínculo de cariño extremo. Pero la risa apenas les duraría unas horas. Al día si-guiente, cuando la noticia reposaba plácidamente en los poyetes de las ventanas y bailaba libre en las bocas de los interesados, se pre-sentó Dolores, la mejor amiga de la Ramona, en casa de los Lunares con la cara roja de tanto llorar y los ojos hinchados y cerrados. Con ella venía su padre con pinta de no estar para bromas. El padre del Miguelete le hizo pasar al corralón y hablaron durante más de una hora. Cuando ambos salieron del corral el padre de Dolores tenía mejor cara, e incluso le pasó la mano por la cabeza al Miguelete. El muchacho miró aterrado a su padre, que se encogió de hombros. Solo cuando se hubieron ido padre e hija, le habló.

–Tú sabrás lo que has hecho. A mí no me mires.–¿Qué le ha dicho?–Pues que la niña está embarazada, y de ti.–¡Eso es mentira! Le juro, padre, que yo no le he tocado ni un

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pelo.Al Miguelete las lágrimas se le caían a chorros.–Lo siento, hijo, pero te tendrás que casar con ella.Aquella tarde el Miguelete corrió como alma que lleva el diablo

durante horas. Paraba a coger aliento y, aterrorizado, echaba a co-rrer otra vez, gritando “no”, como si con ello pudiera escapar de su futuro irrevocable. Solo él sabía que aquella historia era verdad; él y la Dolores, que no se atrevió a mirarle a la cara por miedo a encon-trar una mueca de odio o desprecio.

Ramona no culpó a su amiga, que suficiente tragedia tenía en casa. Su padre le pegó tantas palizas que a punto estuvo de perder el niño. Solo se culpó a ella por reprimir su deseo y su instinto durante tanto tiempo, sencillamente porque creía que debían estar casados. Si no hubiera hecho esperar tanto al Miguelete aquello nunca ha-bría ocurrido. Todos tenían su parte de culpa. El Miguelete por no saber aguantarse y Dolores por no pensar en el daño que provocaría sólo por satisfacer su deseo. Pero cómo culpar a los demás cuando todo podría haberse evitado siguiendo el dictado de su corazón. Su cuerpo se lo pedía, su corazón se lo pedía. Solo esperó por observar convenciones absurdas, ajenas a las necesidades de su espíritu, y el tiempo de espera la había dejado sin nada.

El Miguelete y Dolores se casaron un mes después y Ramona tuvo la entereza suficiente como para ser la dama de honor, al lado de su amiga. Dolores la miraba y se le quebraba el alma, y se sentía tan pequeña y tan miserable que quería que se la tragara la tierra. El Miguelete lloraba por dentro, pero lloraba con vergüenza, sin poder mirar a los ojos a su Ramona.

Ahora, los recuerdos fluían libremente, como de costumbre al caminar entre las blancas y desiguales calles de Pueblacandela. Al dejar la plaza se sintió un poco sofocada. Últimamente le sobreve-nían mareos sin ton ni son. La semana anterior había tenido que

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dejar las tareas y sentarse durante media hora. La cabeza le daba vueltas y tuvo la impresión de que el corazón se le iba a salir por la boca. Martirio, la esposa del boticario, pasó por su lado y la saludó.

–Con Dios.Fue lo único que logró articular.–¿Le pasa algo, Ramona?La mujer se había colocado a su lado y la asía simbólicamente

por los hombros.–Necesito sentarme: ahí mismo, en el Tropezón.Martirio la miró con recelo. No estaba bien que una mujer sola,

sin un hombre, entrara en un bar o se sentara en una terraza.–Martirio, por Dios. Que sólo quiero un vaso de agua.La mujer la acompañó hasta el velador y llamó al mozo para que

saliera. Desde luego no iba a entrar ella sola a pedir. La tomarían por una cualquiera. Cuando Ramona hubo bebido y se encontró un poco mejor le agradeció a la mujer su ayuda y la despidió sin mu-cho boato. Permaneció unos minutos así, en silencio, y de repente, como si las palabras vinieran a horcajadas sobre el viento, escuchó la voz de Dolores acercándose por su espalda. A los pocos segundos pasó por su lado del brazo del Miguelete. No se dieron cuenta y ella se alegró. No porque se guardaran rencor, sino porque no tenía ganas de que la vieran en ese estado. Empezarían a preocuparse por ella y a incordiarla y le ocurriría lo mismo que a su padre, aunque él se lo hubiera buscado: que no le dejaron morir en paz. Si Dolores había sido antes de casarse su mejor amiga, mucho mejor lo había sido a partir de entonces. Con él la relación era diferente. A pesar de que se trataban con cariño, era obvio que los hombres como el Miguelete son capaces de olvidar con más facilidad, tanto un amor como una deuda, aunque esa deuda sea moral o, sobre todo, si lo es. El matrimonio se sentó en la mesa contigua, de espaldas a la Ramo-na. Parecían enfrascados en una discusión que no pasaba a mayores

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por guardar las formas y no por falta de enjundia. Ramona se encon-traba mejor y sintió el impulso de levantarse e irse por donde había venido. No quería inmiscuirse en asuntos ajenos, pero la primera frase la ató a la silla.

–¿Cómo puedes pretender hacerle eso a tu hija?–Pero Lola, Facundo es un buen partido, y María está ya crecida.

Como no la emparejemos ahora se irá con el primer mequetrefe que le haga la corte.

–No te consiento que hables así de María. Es muy niña. ¡Acaba de cumplir dieciséis!

–Joder, Lola. Yo no quiero que se case ya. Solo quiero que se prometa, para que no me venga después con torceduras. Que sepa quién va a ser su hombre y no ande por ahí golfeando.

Dolores lo miró, resentida y con la ira apostada en las comisuras de sus finos labios. Quiso hablar y decir lo que pensaba, pero tam-bién ella saldría mal parada y la vergüenza la hizo callar. Ramona calló porque no podía hablar. Simplemente, no tenía derecho. Pero la sangre le hervía por dentro. María, su María.

“Para María, la niña de mis ojos, el mundo entero, y no empezan-do precisamente por ese pasmarote de Juanito. A pesar de que el muchacho tiene buena madera, qué hacer con la madera buena en un tiempo y un país con tantas hogueras encendidas. La haría des-graciada, aunque sin duda de la forma más feliz de ser desgraciada. Y, qué demonios, quién no lo es si lo único que le espera a una es trabajar hasta morir. Ningún hombre la sacará de pobre a mi niña. Si con alguno tiene que dar, que al menos la quiera con locura. Y quererla está claro que la quiere. No hay más que verlo embobado, espiando por el ventanuco de la cocina u oteando el horizonte, bus-cando su silueta tendiendo las sábanas.”

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Que la hija de Dolores y Miguel hubiera entrado a trabajar con ella en casa de D. Cosme había sido una bendición. Amaba a esa niña como si fuera su propia hija. Era dulce, era lista, era bonita. Lo tenía todo para hacer feliz a alguien y, por lo tanto, lo tenía todo para ser feliz. Haría feliz a alguien y sólo entonces ella lo sería. Esa era la fórmula. Lo único indispensable era que conociera el amor y lo abrazara, y se aferrara a él y lo conservara. ¡Qué disparate! Casar a esa niña con un mozo que ni la conoce; que no la respeta ni la ha descubierto como el centro de su vida. Ramona sonrió sin muchas ganas. Su romanticismo le pareció extraordinario teniendo en cuen-ta su situación y el camino de su vida. Sonrió de nuevo, esta vez sin ninguna gana. Teniendo en cuenta su vida su romanticismo no era tan extraño. Sigilosa, una vez más, agarró su bolso y salió de escena sin ser vista, caminando por donde había venido.

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Capítulo tercero

–¡María, deja eso que ya lo haré yo y ve a tender la ropa antes de que se pase la calorina!

–A mandar –acató la muchacha soltando el saco de rafia repleto de patatas sobre la encimera–. Ramona...

–¿Qué quieres ahora, criatura?–Nada, da igual...–No, no da igual. ¡Cómo te gusta sacarme de quicio! Primero pre-

guntas, preguntas a todas horas. Que si Ramona por aquí, Ramona para allá. Y cuando te hago caso, ¡zas!... No, es lo mismo... no, no era nada. ¡Pareces tonta, niña! Si vas a decir algo, dilo, y si no cállate y a trabajar, que queda mucha faena.

Las dos se quedaron en silencio mirándose: lucían uniformes andrajosos, grises y descosidos. Las medias negras hacían que las esbeltas piernas de María se parecieran a las rechonchas y torcidas piernas de la Ramona. El uniforme les daba a las dos el aspecto de ser hija y madre, ambas feas y estropeadas. Pero algo las diferencia-ba de manera inequívoca: la sonrisa. María era capaz de convertir su horroroso atuendo en un vestido de noche con tan sólo sonreír y bajar tímidamente la barbilla. Entonces el rostro se le iluminaba y lucía como una fulgente turmalina verdiazul, o como un ópalo de fuego, excitante y delicado. Ramona suspiró, entornó los párpados y, resignada, volvió sobre sus pasos. Al doblar el recodo del pasillo se la escuchó hablar de nuevo.

–¡Espabila! La ropa tiene que estar seca para mañana y el día se está poniendo nublado.

María era consciente de la suerte que tenía con un ama como la Ramona. Su fama era mala y ello se lo debía a su pronto, pero tratándola con paciencia y demostrándole cariño le era imposible

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comportarse según aparentaba. María pensaba que, como la mayor parte de las personas que se muestran ariscas y de mal humor, Ra-mona tenía una necesidad imperiosa de ser querida, de ser admira-da por la buena condición que, en verdad, en contra de su propia estética ya arraigada casi tanto como su carácter, la consumía por dentro de buenos deseos para aquellos que la rodeaban. Sobre todo, de buenos deseos para María.

Niño Chocolate casi había terminado de plantar las cebollas. Es-taba sentado en un tajo de leña tan mellado y astillado que ya no se diferenciaban los aros del tronco. Podía decirse, al igual que de algunos ancianos, que era tan viejo que ya ni siquiera se leía en él su edad. María apareció a lo lejos portando el cesto de la colada. Ins-tintivamente, miró en dirección al huerto y pudo ver a Juan incor-porándose de un salto como un liliputiense festivo. Sonrió, y Juan percibió su sonrisa del mismo modo en que intuía la tormenta veni-dera o la presencia de los lobos en la inquietud de los animales. La mañana transcurrió para ambos en un santiamén. Sus quehaceres se quedaron cortos para el tiempo que les hubiera gustado disfrutar de su lejana presencia. Para ellos era como estar cara a cara, o mu-cho mejor. Solo así, en la distancia, podían gozar de una intimidad plena y mirarse fijamente sin miedo a alimentar la maledicencia. Para Juan, bastaba con alzar una mano al viento y acariciarlo para acariciar la mejilla de María. Su aroma estaba en el campo, pues ella olía a jara, a bellota verde y a tierra húmeda. Amarla así era la mejor forma de amarla.

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Capítulo cuarto

Por fin llegó el día que toda Pueblacandela estaba esperando. Durante la última semana las lluvias habían arreciado las comar-cas de La Serena y Siberia y, en definitiva, toda la zona sureste de Extremadura. El verano había transcurrido de una forma lenta y aplastante y la actividad se había reducido hasta parecer que el pue-blo entero hibernaba, como un ser colectivo, minimizando gastos, trabajos, movimientos e incluso el habla. En verano, ni las cotorras chismorreaban tanto, ni el cura daba tantas misas, ni siquiera los caciques oprimían con toda su fuerza. Pero al comenzar septiembre, con los primeros aguaceros, con las primeras aceitunas despidiendo a la flor del acebuche, el trajín iba poco a poco incrementándose y las zagalas y los zagales, recatados ante los mayores, se iban prepa-rando, por dentro y por fuera, para la Romería de la Candela. Nues-tra Señora de la Candela era la patrona del término, y en su honor se celebraba una romería en un vergel a unos diez kilómetros del pueblo. Las encinas y los alcornoques centenarios, mezclados con gruesos y altísimos eucaliptos, prestaban su sombra milagrosa a los parroquianos, en medio del desierto estepario que hace tan serena a La Serena. En las inmediaciones se encontraba el santuario levan-tado a la Virgen, un singular edificio curvo, más bien sinuoso en su trazado, de aspecto caprichoso y descontextualizado. De planta hexagonal, unos pequeños ábsides laterales semejaban torres de pa-lacio coronadas con toscas almenas semiderruidas, y una de ellas rematada con una bóveda cónica, al estilo de los castillos caucásicos o las iglesias de Gante. Toda la construcción parecía escapada de un cuento o de un cuadro expresionista, y a la vista, desde lejos, daba la impresión de no guardar la verticalidad de sus inicios, o acaso de no haberla guardado nunca. En la estampa, ni siquiera faltaba el ca-

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mino serpenteante que salvaba la leve inclinación de la loma donde estaba erigido, sorprendentemente, desde el siglo XV.

Ese 27 de septiembre, no sólo Pueblacandela sino toda la Sibe-ria e incluso algunos vecinos de la provincia de Córdoba, se habían vestido de gala para festejar a su patrona como mandaban los cá-nones. Las carretas engalanadas con guirnaldas, florones, cintas y telas de colores atestaban el camino y formaban, en el interior de la nube de polvo levantada por las monturas, una suerte de caravana de colores, cantante y musiqueante, festejante de vino y risas. Los mozos se apresuraban a mojar el camino para mitigar la polvareda y la gente les pasaba la bota de vino para mitigar su calor y su sed. Solo en aquellas fechas se embalsamaban las heridas sangrantes de la Guerra Civil cuyo hedor iba corrompiendo hasta los más básicos pilares de la sociedad. Aquellas heridas se enjugaban con el líqui-do que segregan las almas cuando necesitan paz: paz de espíritu a cualquier precio, aunque para ello fuera necesario prescindir de los conceptos vencedor y vencido. A pesar de todos los esfuerzos el resentimiento no abandonaba completamente el corazón de los hombres, y la muerte era una invitada más a las fiestas.

Los Chocolate tenían su encina en la Romería de la Candela. La habían tenido desde que Eduardo Valle, el tatarabuelo de Juan llegara al pueblo, y era lo único, junto con el huerto pequeño, que no habían perdido con la guerra. A Juan le encantaba su encina, gigan-tesca, achaparrada hacia levante, pero este año la hubiese talado sin miramientos. El alcornoque que cobijaba a la familia de los Lunares estaba en el extremo opuesto del vergel. No veía el momento en el que pudiera escaparse y, con la excusa de ir a la ermita a rezarle a la Virgen, tratar de encontrar a María y llevarla a algún sitio alejado y solitario, íntimo y que le permitiera rozarla sin que el viento tuviera que hacer de emisario de sus caricias. Durante todo el año estos encuentros estaban vetados por la moral y la decencia católica y, en

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su representación, por la moral colectiva, pero en la Romería de la Candela la moral colectiva se enguachinaba en vino y aguardientes, y cualquier muchacho podía encontrar un hueco en la red urdida por los prejuicios e imposiciones y colarse por él con una moza cogi-da de la mano. Sin llegar la mayor parte de las veces a palabras ma-yores, los cuerpos se frotaban y las ansias de carne se despertaban, aunque después hubiera que dormirlas con más brebaje de la bota y con baños de agua fría. Los jóvenes tenían sus primeros contactos con el sexo opuesto, y echaban muy en falta algunas palabras de preparación, una orientación para no verse desnudos y sin saber por dónde empezar, con una necesidad irrefrenable de satisfacer un deseo que se decía pecado, pero del que también se decía, era el disfrute más gozoso de todos cuantos había puesto Dios al alcance del hombre.

Todos comieron hasta hartarse excepto Juan que, nervioso como un niño en la noche de reyes, apenas había probado bocado.

–¿Qué tendrá éste para no llenarse el buche, con lo que le pirran las migas?

–Nada, madre. Es que me duele la barriga. ¿Puedo ir ya a rezarle a la Virgen?

–¿A la Virgen? Qué devoto te has vuelto de repente añadió con sorna–. Anda, corre, que la tarde entera es vuestra. ¡Qué trabajo os cuesta pasar un rato con la familia! Cada vez sois más descastaos.

–Deja al niño, mujer –salió al paso Marcelino, el padre , que se pasa todos los días del año viéndonos la cara. No va a tener ganas de perderse en la Candela... Si tuviera yo su edad... –añadió conjurando con su mirada perdida los espíritus de su niñez.

–Pero no la tienes. ¡Ay, golfante! –exclamó Encarna con un ca-riño inusual, y en el rostro se le dibujó también un pasado lleno de alegrías, abandonado por las tristezas–, no me remuevas los recuer-dos que están muy bien donde están.

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–Ven aquí, mi carne magra –y Marcelino alargó el brazo y trajo hasta sí a su mujer, que protestó sin ganas.

–Suelta, modorro. Como nos vea el alguacil nos estropea la ro-mería.

–El alguacil irá ya tan borracho que estará contando las encinas a pares. Además, si no puedo manosear a mi mujer, ¿qué romería de la Candela es ésta?

Juan aprovechó el momento para escabullirse y echar a correr por la alfombra de pasto bajo y hojarasca. María estaba ayudando a su madre a recoger los cacharros y los hombres de la familia toma-ban achicoria por café, bien regada con aguardiente. Juan se recostó a la sombra de un eucalipto, grueso como el broquel de un pozo y, a falta de palillo, se puso una ramita entre los dientes. Clavó sus ojos en la espalda de María y recorrió lentamente su cuerpo, ahora despojado del raído uniforme que el tacaño de D. Cosme le propor-cionaba. Llevaba un vestido blanco con flores violetas, holgado y largo, sobre cuyos hombros se esparcía el cabello negro y ondulado. Un cordel del mismo tejido y color lo ceñía de un modo sutil, abra-zándola delicadamente por la cintura y despertando la envidia y los deseos de Juan.

–Niño Chocolate, ¿qué haces ahí embobado?La Ramona lo había cazado, aunque se alegró de que fuera ella.–Ya estás mirando a la María, ¿no?A Juan le sorprendió lo directo del comentario, soltado sin amba-

ges, pero el leve modo de bambolearse que tenía la mujer le reveló el motivo de tanta sinceridad. Las mejillas se le marcaban coloradas y los ojos brillosos se le entrecerraban con malicia.

–Ay, Niño Chocolate. Agua que no corre no mueve molino. Anda, Juanito, dime una poesía de esas tuyas añadió cambiando el tono, ahora de ruego cómplice.

–Pero Ramona, de qué poesías me habla usted. Yo soy un humil-

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de hombre de campo. Letras no he tenido en mi vida más que las que con sangre me entraron.

–No te hagas el bobo que te conozco. Mira que voy al Miguelete y le digo ahora mismo que rondas a su hija chica.

–Está bien señá Ramona. No se ponga usted así que alguna me viene ahora a la cabeza. A ver ésta –y con una voz inusual, interior, delicada, recitó–:

“Una joven, junto al mar,suspiraba con dolor,pues la conmovía tantocómo se ponía el sol.¡Muchacha, consuélese!Si lo del sol es un cuento,se esconde aquí por delantey por detrás sale luego”

Ramona rió con ganas, pero al terminar parecía insatisfecha. Juan agradeció su interés y vio cómo se emocionaba por momentos. Le pareció que tenía delante a una mujer de buen corazón, vulnerable y que rezumaba soledad, y, en cierto modo, se sintió en deuda con ella.

–Quizás esa le haya parecido un poco sonca.Pensó unos instantes y finalmente se decidió,–Esta otra la escribió mi abuelo:Y, poniéndose en pie, se sacudió el pantalón y se quitó la ramita

de la boca. Después, con aire de caballero, inclinó su cabeza simu-lando rendir pleitesía, como si aquellos versos estuvieran escritos para el ama.

“El perfume que quedó en la rocaimpregnó el viento que viajó

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lentamente a través del tiempoy que fue a morir a tu boca.

La roca es mi alma.El tiempo: la carencia y el silencio.Tu perfume: la mentira.El viento: donde viajan todos ellos.

La muerte está cerca,tan cerca que puedo olersus palabras de consuelo.

La muerte llegaenamorada del tiempo,del viento y de tu boca.Viene a llevarse la roca”

Ahora era la Ramona la que se había quedado embobada. Juan miró hacia abajo, definitivamente incómodo, y le dio un puntapié a una piedra para romper el hechizo.

–Ramona, ¿está usted bien?–Mejor que nunca, Juanito. Hoy estoy mejor que nunca. ¿Y sa-

bes qué voy a hacer para devolverte el favor de tu poesía?–No hace falta, mujer.–Calla, mocoso –le cortó sin miramientos–. Anda corriendo al

olivar del Canelo que está detrás de la ermita, que por mi difunta madre que te mando a la María en un santiamén.

–Pero Ramona, que tu madre está bien viva, y buena se ha pues-to de chacina y queso, que la he visto yo.

–Te digo que te calles. Muerta o viva, mi madre es mía. Anda co-rriendo antes de que me arrepienta. Ahora, una cosa te digo. Como

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la hagas sufrir, con estas mismas manos te mato, Chocolate. Por éstas –añadió llevándose los dedos pulgar e índice en forma de cruz a los labios y besándolos con convicción.

Cuando Juan comprendió que la Ramona hablaba en serio, no se detuvo ni siquiera a darle las gracias. Salió corriendo como espanta-do y tampoco paró a contestarle a su madre, a la que adelantó casi a la altura de la ermita.

–¡Pero Juanito!, que a la Virgen no se la llevan a ningún lado. No, si va a ser verdad que se está volviendo devoto.

Ramona se recompuso, caminando hacia el alcornoque de los Lunares. Ahora tenía que mentir y eso no se le daba bien; pero era por una buena causa. Más que una mentira era una prueba, y a cora-je no le ganaba nadie. A pesar del convencimiento, el vino le hacía perder un poco el equilibrio y se notaba las mejillas calientes como pan recién hecho. Al aproximarse a la familia, la atención se centró en ella.

–¡Hombre, Ramona! ¿Qué haces en la Candela, tan sola y sin mozo? –le preguntó el Miguelete, malicioso pero sonriente, levan-tando una bota de dos kilos con una mano como si fuera un vaso de chato

–Desde luego, Dolores, tu marido está cada día más bobo y más viejo. Mira que te dije que podías sacar mejor partido.

El Miguelete torció el gesto pero su mujer se le adelantó.–Qué le voy hacer ya...–A por ti vengo, María.La muchacha se sobresaltó, como siempre que volvía a la reali-

dad desde su mundo interior. –No te me la lleves en la Candela, ¿eh?, que hoy no trabaja más

que el cura, y para el caso...–Tranquila, Dolores. Solo será un momento. Una sobrina de

Don Cosme ha venido de la capital y está más sola que la una. No

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tiene ni una prima de su edad y ha hecho los años de la María. D. Cosme me ha pedido que viniera a buscar a la niña, sólo para que se conozcan y hablen un rato. Se la ve buena zagala.

El Miguelete saboreó el buche que acababa de beber, como si quisiera quitarse el gusto del café, y después lo tragó con fuerza.

–No me jodas, Ramona. Si D. Cosme quiere entretener a su so-brina que la lleve al circo, que para eso tiene perras, el muy hijo...

–¡Miguel! –le reprendió Dolores–. La niña tiene que estar con su familia, que para eso estamos en romería. Y si no, estará con quien quiera, pero no con quien diga Don Cosme. Aunque... qué le vamos a hacer, si es sólo un ratito.

–Que sí, mujer, que yo te la devuelvo en menos que canta un ga-llo. Además, no te lo tomes así. El hombre está cada vez más viejo, y también da que pensar que se haya acordado de la María y no de la hija de otro cacique. Eso es que la aprecia. Anda, moza, vente conmigo.

María arrugó la cara, resignándose, y Ramona pensó que era un cielo; también que el canalla de Juanito la había embaucado con sus poesías y que esperaba no tener que arrepentirse, aunque ya empe-zase a hacerlo.

Las dos caminaron en dirección a la ermita. En las inmediacio-nes estaba el lugar donde la familia de Don Cosme se colocaba cada año. Cuando iban llegando, la Ramona le dio un tirón del vestido a María y le dijo:

–Ni te pares. Vamos palante que te espera el Niño Chocolate en el olivar del Canelo.

A María se le pusieron los ojos como platos, la sangre se le agolpó en las sienes y sintió el cuello palpitar con fuerza.

–¿Qué dices, Ramona? –le preguntó al ama con vocecilla quebra-diza, como de viento racheado.

Ramona la encaró. Tenía la expresión de quien está en contra de

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aquello que va hacer pero lo considera justo y, por lo tanto, necesa-rio; de quien sabe que se está metiendo en problemas, pero a la vez siente un gran alivio al hacerlo.

–Puede que me haya vuelto tarumba, María, no sé. A lo peor es que el vino me ha nublao el juicio. Pero, ¡qué niebla ni qué ocho cuartos! Si acaso me ha devuelto un poco el sentido. Es el mundo el que está loco y, en días como hoy, viéndote a ti, una no puede hacer-se la tonta y mirar pa otro lao. No me da la gana. Escucha, mi niña. Este mundo se ha convertido en un mal sitio pa quererse. Mandan más otras cosas, cosas que no hacen felices a las personas, a los co-razones, ¿entiendes? Hay que plantarle cara al mundo y arrebatarle al tiempo lo que es de una, porque el tiempo pasa, y, ¡ay!, mucho más rápido de lo que te imaginas. Y si en mi mano estaba que hoy disfru-taseis, quién sabe lo que puede pasar mañana, de uno de los mejores días de vuestra vida, aunque me cueste más caro que un viva la Re-pública, cómo cruzarme de brazos, Mariquilla. Anda, corre antes de que tu madre nos vea aquí paradas, que la Dolores huele la chamus-quina como perro de caza. Ah, y la sobrina de Don Cosme se llama Lucía. Lleva el luto porque la madre murió en enero. Aparte de eso, es una siesa y una estirá. Así que no te pierdes ná ¡Corre!

Y María, con lagrimitas asomadas al negro balcón de sus ojos, giró sobre sí y emprendió la carrera hacia el olivar del Canelo. Pero a los pocos metros se detuvo y se volvió.

–Ramona, gracias. Quiero que sepas que para mí eres...–¡Anda, tonta! ¿Te crees que tienes todo el día? En una hora te

quiero donde tu madre. La niña se secó las lágrimas con el vestido y sonrió para quitarle

hierro a sus palabras.–Eres como... mi segunda madre. Y te quiero tanto como a la

primera.Dicho esto corrió a toda prisa perdiéndose tras la ermita, y Ra-

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mona sintió que su vacío, amargo como la hiel, se llenaba en oleadas de la más intensa paz y serenidad. Saboreó sus lágrimas saladas que recorrían sus pómulos ajados y reconoció, en su sabor, la dulzura de su alma y la podredumbre de sus sueños.