Bajo La Lluvia y otros cuentos

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BAJO LA LLUVIA Y OTROS CUENTOS Cuento ganador y cuentos más votados del Primer concurso de cuento virtual organizado por Ecdótica y Yerba Mala Cartonera

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Título: Bajo La Lluvia y otros cuentos Autor: Varios País: Bolivia Tipo: Narrativa Año: 2009

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BAJO LA LLUVIA Y OTROS

CUENTOS

Cuento ganador y cuentos más votados del Primer concurso de cuento virtual organizado por

Ecdótica y Yerba Mala Cartonera

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© Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2009.

Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

[email protected]

http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú),

Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia

Catadora (Brasil)

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Impreso en: Imprenta ―Río Seco‖, patio 2, mzno. P, No. 214, El Alto.

Derechos exclusivos en Bolivia

Hecho el depósito legal: 3-1-1101-09

Impreso en Bolivia

______________________________________________________

Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado del club de

cuento “Pan de batalla”, la Sra. María Campos y el mArtadero.

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Cuento Ganador

BAJO LA LLUVIA

Mauricio Rodríguez Medrano

…pareció mejor con los primeros soles.

Gabriel García Márquez,

Un señor muy viejo con unas alas enormes

El siete corrió hasta llegar a la escarpada. Intentó devolver

la mirada hacia las rocas de sal. Escuché sus pasos y quise

advertirle que aún faltaba demasiado sendero para alcanzar el

páramo, que todavía estaba cerca la alambrera de púas y que no

se fiara del silencio ni de la noche ni de la niebla; pero de la

boca sólo me salía espuma.

Desde la hondura no pude ver aquellos ojos que buscaban

perderse en el infinito del horizonte, como lo hicieron siempre.

Me pesaba el recuerdo de los días, las horas en que formaba en

el patio; y la lluvia aún crepitaba en los techos de zinc, antes de

que escampara al final de la tarde. Todos los días eran días de

lluvia. El silencio sólo podía ser atenuado por los murmullos

que provenían de las habitaciones del fondo. Y no sé en qué

momento sentí las manos del siete apoyadas en las rocas.

Después cayeron gotas de sudor y chapalearon en la tierra

húmeda o en algún charco que reflejaba la noche.

El siete quiso continuar bajando. Resbaló en las piedras. Al

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subir la cuesta le había recomendado que no se atrasara porque

el sendero podía traicionarnos, pero se retrasó. Tuvo que

sentarse, agachar la cabeza y dar de topes contra el suelo;

primero despacito, después más recio y aquello sonó como un

tambor. Igual que el tambor que se tocaba al final de la tarde,

cada día de los días que formábamos, cuando el sonido de la

sirena, que a muchos acercó a su final, anunciaba la proximidad

de una avioneta de color de añil. Aquel día la sirena no fue

prendida al anochecer. El silencio me acompañó hasta la cima.

Y ya no pude ver el cuerpo del siete tendido a un lado de las

rocas de sal, intentando alcanzarme, confundido al ver tanta

oscuridad y sentir el silencio inacabable que se extendía hasta la

línea invisible del horizonte.

Enterré la cabeza en el lodo y pude escuchar los pasos del

siete que se hundían en cada charco. Quise decirle que esperara

los primeros minutos del amanecer, que la noche, aunque

parecía interminable, se iría disipando, que no intentara correr,

que sólo se cansaría buscando encontrar la salida hacia el

páramo; pero las palabras no podían enfrentarse al silencio.

Sentí hundirme en un pozo y formar parte de la noche, tan

parecida al sinfín de habitaciones que nos resguardaban de la

lluvia, tan diferente a las habitaciones del fondo, con paredes

blancas, con camillas blancas, con olor a hospital, que el siete

conoció; y fue el único que regresó, aunque con un pedacito de

luces de quirófano o de cristales de agua salina atravesado en los

laberintos de su mente. Pero los que vigilaban desde las torres,

aunque lo veían todo, jamás pudieron siquiera descubrir aquel

retorno o intuir que siete noches después cruzaríamos la

alambrera y esperaríamos acurrucados en algún agujero a que

miraran el desierto, en donde las camionetas se perdían dejando

una estela de polvo. Luego empezamos a subir la escarpada y

atravesamos la hilera de mástiles que poseían banderas

flameando por encima de la niebla. La misma niebla envolvía el

cuerpo del siete. Había caído otra vez. Sentí que buscaba a

tientas alguna roca para sujetarse, para decirse a sí mismo que la

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oscuridad no era indefinida. Su respiración se acercó a la mía y

sus latidos se acercaron a los míos. Quise decirle, aún con un

leve hilo de voz alejándose sin remedio, que si esperaba

podríamos llegar al páramo, que la niebla ya empezaría a

perderse; pero en ese instante percibí pasos alcanzando la cima

y el rastreo de perros sujetados con tientos de cuero. Aún así el

silencio parecía ganarle a los ladridos, a las indicaciones de

rastrillar toda el área antes del amanecer.

El siete se levantó otra vez, como lo hizo siempre después

de cada respuesta errónea en la infinidad de interrogatorios que

se repetían cada día. Luego debía llevarlo al catre y hacer

vigilia, cambiarle el emplasto de la frente y, sin querer, escuchar

sus palabras. Una ventana…, una puerta a punto de ser

abierta…, un pasillo sin final… El siete fue asesino y víctima a

la vez durante todas las noches que duró la fiebre, en todo el

tiempo antes del amanecer y la lluvia. En seguida éramos

conducidos al patio para formar y escuchar cuántos días faltaban

antes del abandono de la alambrera. Aquellos días estaban ya

lejos, y el siete continuaba bajando y apresurando el paso a

pesar de las piedras y de la quebrada que fue develada por una

tenue claridad cuando la niebla desapareció. Quise preguntar al

siete por qué se alejó de mí, por qué tuvo que tardar tanto, por

qué me dejó allá arriba a merced de la noche, de los pasos

equívocos y de todo el pasado colmado de recuerdos que pesaba

en todo el cuerpo.

En la penumbra, una y otra vez regresaba a la habitación, a

la orilla de un catre duplicado de otro catre y de todos los del

vasto corredor sin puertas. En aquel lugar escuché la confesión.

Las palabras cobraban vida, también muerte. Sentí las gotas de

sangre que caían al piso de madera y recorrían todo el largo del

pasillo, en seguida el aliento aún tibio salía del cuerpo rendido

en el suelo, atravesaba unos labios que fueron marchitándose,

perdiendo todo su color; después el arma cayó sin hacer el

menor ruido. Afuera habían tomado la ciudad. Empezó a llover

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y una camioneta recorrió el desierto. Esa noche había quedado

atrás, y el silencio fue desapareciendo. A instantes la tierra era

alumbrada por las linternas que provenían de la cima; y la sirena

fue encendida a deshora, en otro tiempo. Sentí el sonido del

motor de la avioneta. Las linternas fueron apagadas y los pasos

se detuvieron. Sólo el siete continuaba bajando, hundiendo los

pies en la tierra, lacerando los pies en las piedras. Resbaló dos,

tres veces. Nadie le limpió el rostro. Fue entonces que pude ver

el cielo azulino, azulenco, azulillo, azulado, y la sombra de la

avioneta perdiéndose tras la cadena de montañas que no tenía ni

principio ni final. La sirena fue apagada y las linternas fueron

prendidas otra vez. Los perros ladraban dejando caer

espumarajos en la tierra. Los tientos fueron soltados, y sentí la

llovizna en el rostro.

Faltaba tan poco para el amanecer, para que el siete por fin

saliera al páramo, para que todo recuerdo fuera borrado de la faz

de la tierra; y los días de la alambrera terminaran, también los

recuerdos que me habían acompañado hasta la cima y en la

caída definitiva; después en cada intento de pedirle al siete que

regresara los pasos, que inclinara el cuerpo para ver hacia la

hondura, que si hubiese decidido levantar mi cuerpo y continuar

el sendero, sin soltar la carga de sus hombros, tal vez

hubiésemos podido cruzar la línea del horizonte, juntos los dos.

Pero sólo pude verlo tras la lluvia, quizá tras alguna lágrima. Y

sentí el trote marcial de aquéllos que bajaban, desperdigando las

piedras y dejando en su lugar una polvareda triste, la misma

polvareda del desierto.

Los pasos se detuvieron en la quebrada que el siete había

abandonado minutos atrás. Y desde la hondura pude ver el

páramo que se alargaba hasta el horizonte. Pude ver las piedras

que aún caían a través del sendero, a los perros persiguiendo el

rastro. Pude ver la lluvia humedeciendo la tierra; y parecía que

todo recuerdo despareció. Dejé de sentir el cuerpo. Sonreí. No lo

había hecho en varios años. Llovía delante de mis ojos, detrás

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de mis ojos. Y no sé en qué instante el cielo volvió a cubrirse de

nubes que bajarían en forma de niebla al anochecer, porque la

llovizna bajó de un cielo azul, libre. Quise advertir al siete que

desde la quebrada lo observaban, que los perros ya lo

alcanzarían, que ya nadie podría guarecerlo como intenté

hacerlo todos los días, como no lo pude hacer cuando lo dejé

tendido en la tierra. Ya no existía el mínimo impulso de

pretender salir de la hondura, ya no existía suficiente aire para

seguir respirando, para levantar el brazo izquierdo y llamar la

atención de aquéllos que apuntaban con fusiles desde la

quebrada hacia la planicie de tierras ajenas. Y sólo pude ver al

siete y sentir su felicidad. Pude ver al siete corriendo a través del

páramo a pesar de las balas que lo alcanzaron, de los perros que

desgarraron su cuerpo, pero ya nada importaba porque pude ver

al siete, hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver,

perdiéndose como un puntito imaginario en la línea del

horizonte.

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QUIZÁS

Janet Ariadna Orellana

Con la tristeza en los ojos de un amor que no será, miraba

pasar a través de la pequeña ventana de su cuarto, lo poco que

quedó del cuerpo de Prudencio Díaz, envuelto en viejas sábanas

de tela lo llevaba a la puerta del cementerio, su madre, la única

mujer en su vida, arrastrándolo por las calles polvorientas del

pueblo, golpeando su lastimado cuerpo con las piedras regadas

en el suelo y asurcando la tierra con la pala que llevaba amarada

a su cintura. La luz afanosa de medio día acrecentaba el

pestilente olor que emanaba de aquel montón de carne inerte

que alguna vez fue un hombre.

Había pasado una semana antes de que su cuerpo fuese

encontrado tendido boca arriba sobre su cama, mientras las

moscas atraídas por la roja sangre que brotaba de la fisura de su

cuello, bailaban a su alrededor tocando una canción fúnebre con

el zumbido de sus alas. Su madre había viajado a un pueblo

vecino a ver a un pariente suyo, sin esperar encontrar a su

regreso al único hijo que Dios le dio empapado con la

podredumbre de su sangre y las miserias de una noche oscura de

alcohol, la mitad de su cuerpo había sido devorado por la

traición del instinto animal de su perro. El cuerpo mutilado de

Prudencio lo hacía verse aún más indefenso de lo que se lo vio

en toda su vida, el brillo en su mirar se difumino con el dolor de

un corazón lleno de amor imposible, tan intenso que acabó

quemándolo por dentro.

Su madre, después de atravesar las áridas arterias del

pueblo, exhalando a su paso el hedor del vilipendio de la

muchedumbre que la veía pasar con pasos quebrantados por el

cansancio de llevar el peso del desdén de una vida, se dispuso a

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terminar con el ritual ceremonioso de devolverle a la madre

tierra a uno de sus hijos, tomando la pala comenzó a cavar un

hoyo afuera del cementerio, la suavidad de la tierra le permitió

terminar pronto con la amarga agonía de separarse de su hijo,

depositando lentamente el cuerpo de Prudencio en el hoyo de su

reposo, echó sobre él montones de tierra hasta cubrirlo por

completo. Llorando en silencio por la rabia contenida de no

poder darle una cristiana sepultura, se retiró, pensando en las

insensateces de aquel pueblo que un día le negó la entrada al

cementerio a su hijo, y ahora se mostraba insensible a su dolor.

Prudencio Díaz llegó a la soledad por su condición de alma

perdida en medio de aquellos corazones estériles que no

conocen la magnificencia del amor en todas sus formas,

viviendo en el desconsuelo de saberse despreciado por su forma

singular de amar, pasó sus últimos días sumergido en la culpa de

un amor prohibido.

Buscando ahogar sus angustias en el alcohol bebió toda la

noche triste de aquel marzo, teniendo como única compañera a

su sombra. Cada gota de aquel elixir rasgaba su delicada

garganta mitigando de alguna manera el dolor de su gastado

corazón, perdido en el mundo de ilusiones falsas que le

mostraba la bebida, se dirigió a la cocina e indagó en el cajón de

los cuchillos hallando el perfecto utensilio liberador de sus

penas, sus excelentes formas curvilíneas junto al bondadoso

brillo del metal, le mostraron el trágico declive de su existencia,

mientras se observaba triste y demacrado como nunca antes en

toda su vida.

El cielo se desgarró el mismo instante en que Prudencio

Díaz cortó su melancólica existencia degollándose con la

precisión de los seres agobiados, la abrupta caída de su cuerpo

sobre su cama, significó también la caída del muro de tormentos

que enclaustraban su alma, desde aquel septiembre de primavera

funesta que decidió mostrar al pueblo entero su preferencia para

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amar. Llevando un vestido negro, caminó al centro de la plaza

principal con la delicadeza de una gacela, a pesar de los

delgados tacones de sus zapatos plateados, su rostro se hallaba

cubierto por una máscara de maquillaje que escondían aquellas

facciones masculinas que tanto odiaba. El desprecio en las

miradas acusadoras de la gente no se hizo esperar, todos

aquellos que una vez lo llamaron ―Amigo‖ se burlaban con

bromas dolorosas capaces de rasgar el alma más insensible de la

tierra. Desde entonces el curso de su vida se vio alterado.

Tres días después de aquel suceso, el congreso de ancianos

con el desesperado fin de reprender su actitud sediciosa,

dictaminó:

“El comportamiento del señor Prudencio Díaz es

deshonroso para nuestra comunidad por lo que desde este

momento pierde el derecho de asistir a cualquier acto público, y

se le niega como miembro de la misma, por lo que sus restos al

momento de su muerte no podrán descansar en el cementerio

de este honroso pueblo”.

Al día siguiente del mal llamado entierro de Prudencio

Díaz, en la soledad de su cuarto los fantasmas del

remordimiento atormentaban sin descanso a Laureano Camacho,

sentado en una vieja silla de madera pensaba sobre su actitud

cobarde, inhalando fuertemente introducía aire húmedo a sus

pulmones buscando llenar el vacío en su interior, sosteniendo su

cabeza con ambas manos reclinó su cuerpo en el espaldar de la

silla y cerrando sus ojos por largo rato se sumergió en sus ideas.

De pronto abrió los ojos, se levantó de la silla y caminó hacia la

ventana, viendo a las personas que pasaban en eso momento por

la calle. Frotó sus manos. Y por un instante miró al cielo.

-¡Malditos!- dijo para sí, con la voz llena de rabia- las

personas como Prudencio Díaz son de las pocas que tienen el

valor audaz de romper el espejo de una moralidad absurda, en

cuyo reflejo solo son dignos aquellos que siguen las tontas

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reglas de un mundo intolerante, que señala, juzga y aleja a todo

aquel que tenga la osadía de negarse a seguir con el

sometimiento de su espíritu. Pero esto debe de terminar, ¡basta

ya! – repitió con gran determinación.

Poniéndose el saco gris de lana que estaba colgado en el

perchero comenzó a buscar en el desorden de su cuarto una vieja

maleta de cuero, encontrándola bajo su cama la tomó y salió con

ella a la calle rumbo al cementerio. Ante la sorpresa de algunos

y la indignación de otros caminó con paso firme sin mirar a

nadie.

Parándose frente a la tumba de Prudencio, comenzó a cavar

sin detenerse con la determinación que nunca tuvo. Al terminar

exhaló satisfecho sintiendo llegar a él una liberación

confortante, limpiándose con el brazo las gotas de sudor en su

frente, se dispuso a tomar con sus dos manos la ensangrentada

sábana en la que se hallaba envuelto el cadáver de Prudencio,

comenzó a tirar de ella para sacarlo del hoyo con la fuerza de

saberse en lo correcto. Luego, abriendo su vieja maleta metió en

ella el cuerpo de Prudencio Díaz, se detuvo por un momento

antes de cerrarla.

Prudencio, perdón por mi silencio- dijo con la voz

entrecortada, mientras de sus ojos caían lágrimas de

arrepentimiento.

Laureano Camacho había callado por más de dos años su

relación amorosa con Prudencio Díaz. El secreto amor entre

ambos nació como el caliente fuego de la pasión de la

naturaleza, incontrolable e intenso, huracán de pasiones cabrías

que envolvía sus corazones con el manto de la locura del amor.

El cobarde silencio de su amor llevó a Prudencio Díaz a la

muerte en un giro desesperado de liberación. Pues la idea de

saberse atado al sigilo de Laureano fue superior a sus fuerzas,

sintiéndose la vergüenza en la vida del hombre que amaba

prefirió dejar que existir.

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Cerrando bien la maleta, comenzó a caminar con ella

dejando atrás el pueblo de su desdicha, en busca de un lugar en

el que quizás la tolerancia y el respeto no sean solo una simple

ilusión.

Quizás existe ese lugar, quizás no esté lejos, quizás algún

día el mundo entienda, quizás solo queda esperar, quizás,

quizás, quizás………..

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LAS VOCES

Yamil Escaffi

«Sarina se fue». Ella escuchaba tras la puerta sujetando su

falda para que el ruido de la enagua frotándose con la seda no

rompiera el silencio de la habitación. Había pensado minutos

antes: «Yo jamás me iría». Él estuvo revisando sus libros

viejos, descubriendo que sus favoritos estaban ya muy

destrozados, con el cuero roto, las esquinas dobladas o las

páginas manchadas de tinta y tiempo. «Ya no importan, sin

Sarina ya no hay quien que los lea».

Dio vueltas por la habitación, no como león enjaulado, más

sino como un gato reconociendo su entorno, viendo donde más

podía encontrar su ausencia. Miró el cajón casi cerrado del

costurero. «No.- pensó.- demasiado pronto, recién acaba de

irse». Pero le ahogaban las ganas de abrir completamente el

cajón, tirarlo de un solo golpe hasta la pared de enfrente y

después ponerse a recoger uno a uno los hilos de Sarina, una a

una sus agujas y alfileres que del golpe se habrían desprendido

del alfiletero en forma de melocotón.

Ella lo seguía viendo, aun empuñando el pedazo de la seda

en su vestido. Lo veía recordarla mientras diseccionaba la

habitación. Gritó de repente: « ¡Yo jamás me iría! ». Él no se

inmutó, ni se movió, seguía viendo el costurero y el cajón

entreabierto deseando abrirlo más.

« ¡Yo jamás me iría! ». Volvió a gritar Sarina sin recibir

respuesta.

Poco a poco fue rompiendo la cuerda que ataba su mirada al

costurero y fue dándose la vuelta para observar a aquella

presencia. « ¿Por qué, Sarina?- dijo con una voz temblorosa

mirando hacia la nada - ¿Por qué? ». Ninguna respuesta.

Bajó la vista, miró su sombra; se acercó a los libros que

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minutos antes estaba revisando para acomodar uno que no

estaba en su lugar y luego fue a apoyarse tras la puerta donde

ella lo espiaba. «Aquí detenías tu falda con tu mano». Dijo con

un volumen apenas audible incluso para él mismo.

Comenzó a olvidar. « ¿Y esto es la soledad?- ». Preguntó a

Sarina y ella parecía resoplar su presencia. Ahora hablaba a

través de una espesa nada. «Yo sigo aquí, yo sigo aquí, yo sigo

aquí». Empezó a repetir sin parar tratando de que él comprenda.

«Cállate, es tu culpa». Y Sarina calló mientras él apoyaba su

espalda en la madera de la puerta y se dejaba caer hasta quedar

sentado en el suelo.

«Es parte de la soledad». Dijo ella desafiando el silencio

impuesto; tenía una voz hueca y húmeda, casi maternal o como

un suspiro. «Eres parte de mi soledad». Él ya no miraba de

donde venia la voz, apenas y podía seguir hablando con ella.

«Lo sé.- dijo Sarina sintiendo compasión por esa imagen de

dolor.- cada soledad tiene un alguien que la dejó sola».

«Vuelve, Sarina, vuelve». Habló minutos después dejando

escapar toda su penuria. «Yo jamás me iría». Decía ella, sin

embargo, mientras lo decía, retrocedía algunos centímetros pero

como flotando. « ¿Y donde estas? ». Ella detuvo su huida,

todavía lograba permanecer en la habitación. «Abre tus ojos.»

Le dijo acercándose a él. «Los tengo abiertos». «Abre tus ojos». Volvió a insistir.

En un impulso cómo una estampida, abrió sus ojos abiertos

y vio a Sarina delante de él, parada hermosa, empuñando la

misma seda de su falda y con la otra mano intentando acercarse

al rostro del hombre que antes no la veía. Él creía estar loco.

«Sarina, estoy solo». Y no pudo sino sostener la mano de esa

mujer que amaba antes de que se fuera y que ahora tenía que

olvidar. «No, cállate, tápiate la boca de plumas». Estaba

dolorosa, mirándolo. El adoraba mirar sus ojos negros, su

cintura fina. De a poco, apoyando la espalda contra la puerta,

fue subiendo hasta quedar parado y ser más alto que ella; le

sostuvo ambas manos. «Mi boca esta cosida desde hace siglos».

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Tenía un resplandor doliente en los ojos, con su mirada

inclinada parecía reconocerla como a una desconocida.

«Descósete la memoria, tu boca no está cosida». Su cuerpo se

partió en dos, ¿Qué sabia ella de la memoria? Allí, en ese

segundo, ese mismo instante. ¿Quién sabía más de la memoria

que él? «Memoria, Sarina, memoria- recitaba mientras le soltaba

las manos- no hables de cosas tan tristes». Y se sintió tan

destruido, como si tan solo una delgada ligadura interna le

sostuviera los pedazos rotos de su cuerpo. La dejó parada frente

a la puerta y caminó hasta el fondo de la habitación.

«Mi dolor me precede, está en mi cuerpo, en lo que digo». Se oyó casi como un reclamo, una invitación a detenerse; sin

embargo, él siguió: «No hables de ti sin mi». Seguía caminando

en círculos, ahora sin poder domesticar al león enjaulado de su

corazón « ¿Y que sabes tú de mi? ». Ella lloraba dejándose ver

llorar, era la respuesta lo único que importaba. «Solía saber que

no te irías, Sarina, de ti ya no sé nada». Se detuvo de repente.

«Yo jamás me iría, no podrías con mi partida». Dijo ella

después de un largo silencio. Él la rondaba, daba vueltas

alrededor de ella, viéndole el rostro inundado de lágrimas, las

manos temblando, la espalda devorable, casi desnuda. «Huye,

Sarina, puedo con tu ausencia, pero no te diré adiós». La

ventana se abrió de repente, un viento glacial entró en la

habitación destrozando la cadencia de los lenguajes y Sarina se

volvió invisible. «Yo no sé huir». Se oyó antes de que se esfume

por completo. Él se apresuró a cerrar la ventana, el frío aire

tardo en disiparse por completo pero una vez que hubo

desaparecido siguió hablando con ella. «Sí sabes, ya huiste

antes, por eso no huyes más». Apoyó una mano sobre el

costurero mal cerrado y sujetó con la otra su corazón, le vino

una punzada en el pecho; ahora hablaba con la poca voz que le

quedaba. «Ya sabes cuánto duele».

Ella reapareció como en un espejo cuando él se acerco a la

puerta. «Entonces no me invites a huir». Dijo mientras acababa

de retornar. El estaba temblando «Quédate, Sarina, no huyas ».

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Ya no podía hablar más, las últimas palabras le habían salido

como un suspiro. «Jamás en tus brazos» y, mientras escuchaba

sus palabras, la miraba como si recién la reconociera.

«Monstruo horrendo» añadió ella. « ¡Aléjate de mí!». Siguió

gritando.

Entonces él supo que no podía retenerla más, la miraba

como suplicando, como pidiendo un tiempo que sabía no le

seria concedido. « ¡Olvídame!». Gritó ella y de repente se

volvió a azotar la ventana de la habitación rompiendo dos de sus

cristales que cayeron cerca de él. « ¡Olvídame!». Volvió a gritar

mientras empezaba de nuevo a llorar y a sostenerse con una

mano la otra. Él se agachó, recogió el más grande de los

cristales rotos y jugueteó unos segundos mientras perdía su

mirada en ella. «Sarina, ¡Vete!». Quedó pasmada. «No, cállate».

Decía entre sus sollozos. «Adiós, Sarina». Bajó la mirada. Dejó

de juguetear con el cristal, se lo pasó a la otra mano y cortó de

un tajo la muñeca de su brazo izquierdo. «Adiós, Sarina». Y

Sarina se fue desvaneciendo junto con los libros destrozados y

el costurero mal cerrado dejando en la habitación un cuerpo

agonizante goteando sangre. «Nunca más». Dijo suavemente

antes de desaparecer por completo mientras él miraba por

primera vez la habitación vacía y antes de morir se despedía de

las voces en su memoria.

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EL CARNOTAURO

Eduardo Lázaro

No había pasado mucho tiempo desde que el lagarto

antediluviano había devorado dos de las cinco crías de su vecino

cuando un ataque repentino de un dinosaurio un poco mayor de

tamaño le sorprendió con una feroz dentellada en su cuerpo y un

agudo quejido de dolor emergió desde lo más profundo de sus

vísceras hasta la garganta y un sanguinolento pequeño despojo

de nervios y materia salió de sus enormes fauces. Se sintió

herido en la más profunda intimidad de sus entrañas, entonces

su reacción fue la de escapar y huir, salvar su enorme cuerpo de

los terribles mordiscos de un depredador de un tamaño aún

mayor que el mismo.

La intuición y la experiencia le habían enseñado que no

debía responder a un ataque estando ya herido. Corrió lo más

que pudo con sus robustas patas traseras, puesto que de nada le

servían las delanteras que eran como pequeños muñones,

pequeños y ridículos comparados con sus piernas robustas y

bien conformadas para soportar su enorme cuerpo conformado

de una gran cabeza sostenido por un cuello corto con una cola

erguida y pesada y unas enormes fauces de dientes aserrados.

Corriendo y escapando también optó por saltar puesto que las

patas traseras podían impulsarlo como una catapulta, y con la

carrera y los saltos prosiguió por un buen trecho entre el follaje

compuesto de enormes helechos y enormes árboles combados

llenos de hojas que devoraban plácidamente algunos dinosaurios

herbívoros de cuello largo. Estos no se inmutaron ante el paso

veloz del dinosaurio perseguido por el otro más grande que daba

también grandes zancadas para alcanzar a su ocasional presa,

hasta que en un lugar lleno de restos de algún animal muerto, el

perseguidor se detuvo, puesto que su olfato le indicó que entre

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estos despojos podría aprovechar de comer….

Nuestro dinosaurio perseguido y acosado perdió de vista a

su perseguidor y no lo volvió a ver más, pero aquella dentellada

artera que le había cercenado parte del abdomen había dejado

una cicatriz visible y dolorosa. Un malestar extraño invadió su

cuerpo, y decidió descansar entre la vegetación puesto que salir

a los claros y lugares despejados lo exponía a otros agresores y

como estaba malherido sería presa fácil hasta de animales

menores.

Entre el cansancio y el dolor su cuerpo reposó entre algunos

enormes arbustos y poco a poco su enorme cuerpo descansó

dolorido pero oculto entre las hojas y ramas del follaje verde y

marrón; estuvo detenido por un buen rato entrecerrando sus

elásticos párpados, pero no podía dormir puesto que el enorme

dolor se lo impedía y también la genética de su especie le había

enseñado a estar siempre despierto, siempre atento.

Desde su refugio pudo contemplar el veloz paso de una

manada de velociraptores y de un spinosaurio que tenía en su

lomo una enorme aleta en forma de vela y un anquilosaurio que

avanzaba penosamente buscando alimentos entre la espesura de

aquella selva de plantas enormes y dispersas.

Las acechanzas de aquel despiadado mundo del jurásico

eran permanentes: ―Lagarto que se dormía amanecía como un

resto de huesos bien mondados‖. Esta era una máxima de un

axioma mayor, la lucha por la sobrevivencia. No importaba a

quien se comía, si no se podía conseguir alimento afuera lo más

cómodo era alimentarse en el propio domicilio de los huevos de

sus mismas crías, sino de las propias crías y si ya no existían

éstas, de la pareja. La mayor enseñanza era la caza y la mayor

ciencia la ciencia de la sobrevivencia.

La noche había inundado de oscuridad a la selva y nuestro

dinosaurio ya no podía más que esperar a que el día siguiente se

estrenara con la luz de aquel disco amarillo que se perfilaba

periódicamente en la existencia de los seres vivos de aquel

extraño y salvaje mundo. Sin embargo el cielo nocturno y

diurno se inundaba frecuentemente de luces repentinas y veloces

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que iluminaban esporádicamente como mensajes de un ataque

estelar de meteoritos que a veces caían directamente sobre la

vegetación o a un ser vivo como él y como resultado se producía

un pequeño incendio cuando eran plantas o árboles, y un

automático asado de carne chamuscada de lo que fue un

irreconocible lagarto cuando era una especie animal.

Para nuestro dinosaurio la noche era eterna, tal como lo era

el día lleno de avatares, búsqueda de alimento y a veces

desesperadas huidas de animales más fuertes y agresivos.

Noches de eterna espera y días de eterna desesperación. Esta era

el juego de su existencia, uno de esos días de enorme agitación

tal como le había sucedido a él en aquella jornada anterior,

desgraciadamente con una dentellada que le había arrancado una

pequeña parte de su cuerpo, pero también afortunadamente

después de haber devorado dos deliciosas crías de un dinosaurio

y fue aquella comida la que alimentó y devolvió fuerzas para su

cuerpo herido y desfalleciente. Esa era otra máxima de aquel

mundo salvaje: ―¡El que come antes sobrevive después!‖

Nuestro dinosaurio intentó enderezarse y estiró poco a poco

su cuerpo adormecido, sintió que el dolor estaba disminuyendo

aunque la herida aún no había cerrado o cicatrizado, la piel

escamosa y dura de su género de lagartos a la que él pertenecía

era apropiada para protegerlo de desgarros mayores.

La luz del disco brillante empezó a emerger del oculto

horizonte, parcialmente cubierto por la enorme vegetación en la

que nuestro dinosaurio se hallaba descansando, y comenzó un

nuevo día en que la fuerza y la astucia proseguirían

desarrollando las especies y la batalla por la sobrevivencia.

Page 22: Bajo La Lluvia y  otros cuentos

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SÓLO CONOCE LA LIBERTAD

M. Lesly Cáceres

Viernes 3 de Julio del 2009

Sólo conoce la libertad aquél que entra al baño después de 3

días

Así es mi querido amigo. Quisiera volver a imaginarme

sentada en esa deliciosa banqueta vestida con uniforme de

hospital psiquiátrico. Hoy no veo más que un cuarto oscuro,

aunque un cuarto ya sería algo, pero ni siquiera eso veo. Me he

mentido mucho. A veces quisiera acordarme como sigue la

canción que pusiste en tu anterior post, en el fondo se que

guarda un gran mensaje, algo fatídico, pero cantado para mí ¿No

son bonitas las canciones que se escriben sólo para nosotros?

Casi como si fueran exclusivas.

No me hagas preguntas. Este es mi post y mi espacio…

¿Sabes? Recuerdo que cuándo me preguntaban si estaba segura

de algo yo les respondía siempre que no. A veces cuando la

persona era muy cercana, de mente amplia, sonrisa fácil y

complicidad instantánea agregaba: la verdad es que todo es

relativo, subjetivo y circunstancial lo que provocaba espasmos

de risa y sexo.

Espero sepas perdonar estos desvaríos, aunque si te pido

disculpas es por pura fórmula ya que no me siento culpable ni

nada por el estilo, sino más bien me gusta este lado enfermo

mío, le digo enfermo pero en realidad es el lado ebrio y ni

siquiera es un aspecto o una faceta como se dice, sino una

estación. Le digo estación porque a diferencia de Herman Hesse

creo que no nos habitan muchas personas en el sentido de que

ocupen un espacio en nuestra psique, sino que ellas ocupan un

lapso de tiempo –largo o corto- en nuestra vida. Con frecuencia

me refiero a mis estaciones. Mentira, es la segunda vez y la

Page 23: Bajo La Lluvia y  otros cuentos

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primera que la explico con más o menos detalle.

¿Puedes notar esa bella alternancia entre mis estaciones?

Una dice una cosa y la otra inmediatamente desmiente. Siempre

me pasa, por eso lo que escribo lo escribo rápido porque sino

diría totalmente lo contrario. Así nunca escribiré una novela y si

la escribo no tendrá ningún sentido, la mayor parte de cada

capítulo estará destinada a burlarme de mi misma.

Recién es las 21:30 y me estoy desemborrachando… voy

por un traguito (ahora asistes a una composición realista en

vivo. Nota de otra estación).

Ummm bueno, no sé qué decir… podría contarte alguna

anécdota. A menudo me pasa que no sé qué decir. Si ahora me

pedirías que me fugue contigo seguro que aceptaría.

Estoy buscando el tema de Pastoral pa’ ponerme a cantar

¿no? Necesito algo verdaderamente lacrimógeno.

No… no hay.

Bueno pues aquí está el principio, el nudo y el desenlace:

Érase una vez una tipa (como me gusta llamarme tipa, es como

si no me diera importancia, lo que es totalmente falso) que

andaba infeliz y perdida por el mundo como otros tantos (ni que

mi amargura fuera así como original, para qué sino están

enlistados todos los trastornos del DSM-IV) pero vivía de todos

modos. La tipa seguía el guión de la vida sin mucha convicción

y sin mucha convicción se resistía (para ser anarquista –

comunista – dadaísta sólo hay que juntarse con tipos que dicen

ser anarquistas – comunistas – dadaístas y hablar de temas

ídem). Cuando esta clase de personas llevan su vida con

dignidad se les llama escépticos o libre pensantes pero no, no

era el caso.

La cosa es que la mina esta, cada cierto tiempo entraba en

crisis. La crisis se desencadenaba por cualquier huevada como

perder el trabajo o andar embarazada (si no acabo este texto esta

noche, no lo acabo nunca). Cuando entraba en crisis se dizque

deprimía (añado el dizque para reforzar la idea de que me

dedico un desprecio sin lágrimas) y cuando se deprimía todo el

Page 24: Bajo La Lluvia y  otros cuentos

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mundo debía pasarlo mal. Entonces para abandonar la ―depre‖

se emborrachaba con vino hasta perder todas las inhibiciones

conocidas, que eran muchas, por ser criada en una familia

partida, medio católica y llena de neuróticos. Lloraba hasta

conseguir la atención de alguien que la consuele o al menos la

auxilie en medio de todo el vómito, las lágrimas, el moco y –

algunas veces- la sangre (así como para añadirle dramatismo a

la cosa).

Toda esta escena siempre termina bien cuando en pocas

horas se hace otro día, uno da explicaciones, se disculpa,

promete nunca más volver a caer en la tentación y enfrenta la

vida con una sonrisa estúpida que dura entre tres y seis meses

cuando el ciclo vuelve a retomar su maravilloso curso.

Podría añadirle miles de detalles, cientos de variantes

predecibles (como el día que te llamé y tu celu estaba apagado

¿Qué musiquita tocaba de fondo?). Mis conocidos podrán

atestiguar a mi favor o en mi contra. Lloraba como nena; no, lo

niños provocan una lástima superficial porque su llanto es

pasajero, lloraba como una vieja arrepentida a punto de morirse.

Ojalá me muriera a veces; necesito tanto a mi abuela, creo que

me perdí cuando ella se fue, no estoy segura, todo es tan

subjetivo, relativo y circunstancial… quisiera volver a la época

en que tenía el valor suficiente para volcar mi taza de leche en la

cabeza de las visitas, la época en que mi abuela tenía la vitalidad

para reñirme y golpearme y a mí ni me importaba, no me

importaba que me hiciera comer mi propio vómito porque no

me daba cuenta, no daba cuenta de nada, las cosas se sucedían

con fluidez, una tras otra, no debía detenerme cada tres meses a

recordar nada porque no me daba cuenta que había dolores que

no podían esfumarse con la amenaza de la aguja. Todo era

simple porque no me daba cuenta. Ojalá no hubiera elegido la

pastilla roja, ojalá no hubiera sabido nada.

Era mi inocencia carajo.

Publicado por Martha U.S. en 02:30

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SANGRE

Harol Villegas

Cuando llegábamos a casa de Natalia, ella se emocionó al

ver que su padre llegaba también. Corrió a su encuentro y

ambos se abrazaron tiernamente.

— ¡Papá! ¿Cuándo llegaste?

—Esta mañana, Natalia, a los pocos minutos en que te

fuiste a la universidad ¿cómo te fue en el examen?

—Bien, papá, todo bien, ¿supiste lo de la tía Frida?

—Sí, es una pena, me lo contó tu mamá, justo cuando yo

tomaba el desayuno; siempre es tan inoportuna. La pobre Frida

se fue a las pocas semanas de que murió el esposo. Se amaban

demasiado, no cabe duda.

El padre de Natalia era muy celoso y en cuanto me vio se

dio la vuelta con rostro fiero y mirada aviesa. Le saludé y

cortésmente le estreché la mano. Le sonreí y me incliné, quizá

con demasiada actitud y es que el señor tenía fama de intratable.

Al verme con su hija me miró con desconfianza, pero logré

desviar su atención preguntándole por su viaje. Luego de cruzar

algunas palabras se despidió de nosotros y Natalia lo acompañó.

Después regresó contenta.

—Adivina, mis padres saldrán a cenar esta noche, que te

parece si vienes a acompañarme.

— ¿Esta noche? ¡Pero tus padres no estarán!

— ¡Por eso, tontito! —Me dijo, al tiempo que le brillaban

los ojos.

—No. No podré —le dije, implorando dentro de mí que lo

volviera a pedir.

—Vamos, amor, ven.

Page 26: Bajo La Lluvia y  otros cuentos

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—Depende de qué habrá para cenar.

—Lo que tú quieras —dijo, bajando la mirada hacia su

cuerpo.

—Pues... si es así, traeré vino para acompañar la deliciosa

cena.

—Llámame en la noche antes de venir.

Nos besamos y el calor de su piel estremeció mi cuerpo,

después nos despedimos.

Fui a mi departamento a descansar. Los programas de

televisión estaban aburridos. Me senté en el sillón y fumé un par

de cigarrillos soplando bocanadas de humo que cubrían el reloj

de la pared. Tenía hambre. Pasaron los minutos y empecé a

inquietarme. Vivía solo y compraba la comida cada día, por lo

que el refrigerador casi siempre estaba vacío. Sólo me quedaba

una botella de agua y el paquete de cigarrillos sobre la mesa.

Decidí salir a comprar algo de comer. De todas formas debía

buscar un vino para la noche.

En el supermercado estuve dando vueltas sin decidirme qué

vino llevar. Torpeza la mía no haberle preguntado cuál le

gustaba: ¿Merlot, Cabernet-Sauvignon, Chardonnay? ¿El tinto o

el blanco? Me dijo una vez que le gustaba el vino dulce, pero...

¿vino oporto, encendería la pasión? Ya que no pude decidirme

por uno, escogí dos: uno tinto y uno blanco. Luego busqué algo

de comida por aquí, algún aperitivo por allá y antes de volver a

perderme en el dilema de cambiar el vino blanco por uno

rosado, decidí marcharme.

El sol brillaba intensamente en aquella bonita tarde de

otoño, las hojas descoloridas de los árboles eran arrastradas por

el viento en distintas direcciones posándose azarosamente sobre

las aceras grises y el oscuro pavimento. Busqué un taxi pero no

tuve mucha suerte puesto que la mayoría estaban ocupados. Me

puse impaciente y de mal humor. Esperé en un puesto de

periódicos para leer los titulares y hacer pasar el tiempo.

Page 27: Bajo La Lluvia y  otros cuentos

27

Alguien caminó en mi dirección y lo miré de reojo,

caminaba torpemente y estaba desaliñado, parecía un

vagabundo. Ya estaba acostumbrado a verlos pasar los fines de

semana por los centros comerciales y decidí alejarme del lugar.

Sentí que me seguía. Apareció un taxi y al levantar la mano el

vagabundo me tocó el brazo.

—Sebastián, Sebastián —dijo.

No sé si me asombré o más bien me asusté al oír pronunciar mi

nombre. Me estremecí porque esa voz me era conocida. Lo miré

y reconocí su rostro. Había envejecido mucho. Por un momento

me hice el desentendido ya que además el hombre parecía un

poco ebrio. Le di la espalda, pero él insistió.

—Sebastián ¿no me reconoces?

Me di la vuelta.

— ¡Hola! ¿Cómo has estado? No te reconocí. Han pasado

muchos años.

—Sí, muchos años —me dijo sonriendo.

Tenía el cabello despeinado. Vestía un saco azul, arrugado,

sucio y además corto para su talla. El pantalón café era bastante

ancho para su extrema delgadez conformando pliegues a causa

del cinturón apretado.

—Te noto muy cambiado —le dije.

—El tiempo no pasa en vano.

—Ya lo decía el tango... —le contesté, recordando una canción

que me cantaba cuando me llevaba a la escuela y él sonrió.

Sus ojos vidriosos y cansados delataban pena y amargura.

—Ya pasaron diez años desde la última vez que te vi —le dije.

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— ¿Y tú cómo has estado? Por lo visto la vida te trata bien.

—No me quejo, conseguí un buen empleo, no me pagan muy

bien, pero... En cambio, yo te noto demacrado.

No me respondió, le pregunté si comió algo y levantó los

hombros. Su condición era tan miserable que me puse incómodo

hablando con él.

—Bueno, debo irme. Te deseo suerte —le dije, tratando de

alejarme.

Ese mismo instante apareció un taxi vacío, lo llamé y abrí la

puerta. No sé qué me detuvo. Quizá los buenos recuerdos que

cruzaron por mi mente compensando los años de tristezas. Debo

admitirlo, en el último segundo sentí pena. Me di la vuelta y le

grité que dónde vivía y que si aceptaba podía llevarlo. Me

respondió que a dos cuadras de ahí y que no era necesario que

me moleste. Dejando todavía la puerta abierta del taxi me

acerqué, saqué un billete del bolsillo y se lo alcancé. Miró el

billete y sin aceptarlo me clavó una mirada, aquel tipo de

miradas que duelen más que un montón de palabras, aquel tipo

de miradas que aun en la miseria no pierden la dignidad. Cerré

la puerta del taxi y me disculpé con el taxista. Luego di unos

pasos hacia la acera.

— ¿Tienes hambre? —Le pregunté.

—No te preocupes, no tengo hambre, haz lo que tienes que

hacer —respondió cruzando los brazos.

—No, no tengo nada que hacer hasta la noche ¿Te puedo

acompañar? Me gustaría conocer dónde vives.

—Si quieres —me dijo sonriendo, abriendo los ojos de tal forma

que le cambió el rostro.

A decir verdad, conocer dónde vivía no era lo más importante.

Comprendí que estaba necesitado y mi intención era dejarle la

bolsa del mercado, como si fuera un descuido y así no mellaría

su orgullo.

Page 29: Bajo La Lluvia y  otros cuentos

29

Las dos cuadras se convirtieron en veinte. Caminamos y

caminamos.

— ¿Qué fue de Madeleine? ¿Sigues con ella? —preguntó.

— ¡Eso fue hace diez años! ¿Todavía la recuerdas?

Enamoramos unos meses más, después de la última vez que nos

vimos contigo, aunque todavía seguimos siendo buenos amigos.

—Hacían una linda pareja.

—En ese entonces, ya lo creo. Ahora no lo sé. ¡Los años no

pasan en vano!

—Ya lo decía el tango —me dijo soltando una carcajada

que se convirtió en una tos ronca. Tosió de tal forma que me

asustó.

— ¿Te sientes mal?

—No, no es nada —me dijo con voz entrecortada— sólo un

resfrío... el cigarrillo también es culpable…

Siguió tosiendo mientras caminábamos y por un momento

nos detuvimos para que pudiera respirar con calma. Luego de

unos minutos pareció mejorar y seguimos hasta llegar a una casa

grande y hermosa.

—Aquí vivo —dijo, levantando la mano en alto, sin señalar

ningún lugar en especial -el cielo tal vez- y me dejó

sorprendido. Después se dirigió hacia una pequeña puerta al

lado de la hermosa casa, una puerta angosta empotrada en una

precaria pared. Sonrió por mi desconcierto y volvió a toser.

Sacó unas llaves sujetas a una especie de llavero

improvisado hecho con un pedazo de alambre. Seleccionó una

llave y me la entregó. Abrí la puerta e ingresamos a un estrecho

callejón entre dos casas que conducía a otra muy deteriorada y

pequeña. Cuando llegamos bajamos unas gradas y luego se

detuvo en una habitación cerrada con dos candados y me indicó

qué llaves las abrían.

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—Pasa a mi refugio —me pidió, conteniendo la respiración

para detener el hipo que le acababa de aparecer.

La habitación era muy pequeña. Al lado de la puerta había

una ventanita cubierta, a falta de cortinas, con papel periódico.

Apenas había espacio para el camastro que se encontraba detrás

de la puerta. A los pies del camastro una pequeña mesita

sostenía un par de vasos, una taza y una caldera vieja. Al fondo

unas cajas de cartón contenían algo de ropa y, sobre una de

ellas, una bolsa con algunos panes criando moho.

Se acercó a la mesita, sacó una botella y vertió su contenido

en dos vasos. Era un aguardiente. Se sentó en el camastro y me

pidió que yo me sentara en la silla.

— ¡Brindo por mi hijo, para que se mantenga tan bien y

guapo como hasta ahora! —dijo.

— ¿Brindar? Nos dejamos de ver por el escándalo que

hiciste aquella noche, porque estuviste bebiendo sin parar y

ahora nos reencontramos con licor, esto —le dije mostrándole la

bebida— terminará con tu vida.

Me miró, dijo salud y luego comenzó a reír. Quién sabe

porqué se reía, pero se puso contento, que importaban las

razones.

Al voltear la botella para servir otra copa ya no le cayó ni

una gota. Miró mis dos botellas de vino que se dejaban entrever

dentro de la bolsa y pude adivinar sus pensamientos.

—Está bien —le dije—. Sácalas.

Se puso contento. Abrió una y minutos después ya

estábamos bebiendo la otra. Sentía que mi cabeza daba vueltas y

empezó a contarme anécdotas de su vida que nos hicieron reír

sin descanso. La tarde estaba terminando y la habitación

comenzaba a ponerse oscura. Se levantó del camastro para

encender la luz, con tan mala suerte que tropezó en una esquina

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y cayendo sobre la mesita terminó de bruces sobre el piso,

clavándose la punta de un tenedor en la palma de la mano.

—Disculpa, creo que ya estoy borracho. ¡Ay!... mi vida está

llena de desgracias, espero que logres comprenderme… tu

madre nunca lo logró.

—Déjame ayudarte, te lastimaste la mano —le pedí al

tiempo que le sujetaba el brazo y le ayudaba a sentarse.

—Hay alcohol en esa caja —me dijo señalando el lugar

donde, en efecto, había una caja llena de botellas de alcohol.

—Al menos estás muy desinfectado —le dije agachándome

para sacar una botella.

Al acercarme con el alcohol lo encontré recostado, de perfil,

sobre el camastro. Se notaba cansado. Parecía dormir. Busqué

con que limpiar la herida. Al no encontrar algo saqué mi

pañuelo, empapé la punta en el alcohol y limpié la herida; él

abrió levemente sus ojos y miró lo que hacía.

—Gracias, por cuidar a este pobre viejo —dijo y sus

párpados volvieron a cerrarse.

Limpié sus manos envejecidas con el pañuelo humedecido

en el alcohol y envolví su mano para tapar la herida. Me levanté

para levantar lo que había caído y encontré una cajita envuelta

en un terciopelo limpio y reluciente. Me cercioré si él seguía

durmiendo y me senté en la silla, colocando la cajita sobre mis

piernas. Desaté el nudo de la tela que la envolvía y deslicé el

pequeño seguro. Descubrí que adentro guardaba, sobre un lecho

de flores secas, un cuadro con la foto de mi madre cargándome

en sus brazos. Al levantar el retrato, el aroma de las flores secas

se desprendió del interior del cofre. Sobre la foto, envueltos en

un papel de seda, estaban un collar, un anillo y una nota que

decía: "Te devuelvo lo último que conservé de ti hasta hoy y que

me hacía recordarte. Quédate con ellos, así también con mi

olvido". Estaba fechada nueve años atrás. Guardé todo y cerré el

cofre envolviéndolo en la tela.

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El viejo descansaba, le quité los zapatos, acomodé sus

brazos y recogí una colcha para cubrirlo. El pelo cano apenas

cubría su cabeza. Una mancha café bordeaba su frente y sus

labios secos y heridos descansaban entreabiertos.

Se veía demacrado, demasiado envejecido para su edad,

flaco, enfermo y acabado como hombre. El que llegó a casa con

una bicicleta en mi décimo cumpleaños. Que organizó una gran

fiesta derrochando alegría y diversión. Que empujaba el

columpio a mis siete años y de ocultas me regalaba un reloj a

los doce. El que me enseñó los nombres de algunas estrellas,

acostados sobre el pasto del jardín. El que fue echado por mi

madre porque tomaba demasiado y que nunca más regresó por

sentirse incomprendido.

No podía contener la tristeza observando el aposento donde

ahora vivía, comprendiendo la injusticia que habíamos cometido

abandonándolo a su suerte sin preguntarle jamás cuales eran las

penurias que lo deprimían tanto. Me levanté y abrí la puerta para

irme. Entonces, escuché que tosió y se dirigió a mí.

—Sebastián.

Un dolor se contuvo en mi pecho ejerciendo una fuerte

presión, que luego salió de mi boca transformada en una

palabra.

— ¿Papá?... —le dije, sin darme la vuelta.

— ¿Cómo está tu madre?

—Murió hace tres años…

Un largo silencio se apoderó de ambos. Me di la vuelta para

verlo. Tenía los ojos cerrados y unas lágrimas le caían por su

rostro.

A mí también.

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FIN

, Jessica Freudenthal, Mónica Velásquez.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera

Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las

propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la

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