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B É LG I C A

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Primera edición: marzo de 2011

Diseño de la colección: Andrés Trapiello y Alfonso Meléndez

© Chantal Maillard, 2011

© de la presente edición:

PRE-TEXTOS, 2011Luis Santángel, 1046005 Valencia

www-pre-textos.com

IMPRESO EN ESPAÑA/PRINTED IN SPAIN

ISBN: 978-84-15297-11-6 • DEPÓSITO LEGAL: S-421-2011

IMPRENTA KADMOS

Esta obra ha sido publicada con una subvención de la

Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura,

para su préstamo público en Bibliotecas Públicas, de acuerdo con lo previsto

en el artículo 37.2 de la Ley de Propiedad Intelectual

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PRIMER VIAJE

Diciembre 2003

L A H E R E N C I A

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l sol se levanta sobre los prados, al nortede Francia, camino de Bruselas. Durante cua-renta años descansaron en mi interior estos pai-sajes llanos y sus casas con tejado a dos aguasmuy inclinado. El sol se levanta y parece un atar-decer de nubes oblicuas. Se agolpan en la me-moria nombres de lugares hollados en la in-fancia: Boulevard de Dixmude, Chaussée de Gand,Jette, Place de Brouckère, Molenbeek, Ixelles, Rued’Irlande, Blankenberge, Ostende, Coq-sur-Mer…Les acompañan percepciones an- tiguas, nuncaolvidadas, el sabor de los granos del trigo aúnverde, el tacto de la espiga, el sonido del barroendurecido bajo las suelas… Abalorios, las imá-genes, con los que me pongo a jugar para alige-rar el peso de mi historia mientras el tren seacerca a la frontera.

Han transcurrido diez años desde el falleci-miento de mi abuelo, el pintor. No esperabasaber de él ahora. Mi madre lo adoraba; creo quesiempre estuvo enamorada de él. Mi abuela loodiaba. De entre las pocas secuencias de su vida

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que contaba, había una, que situaba al inicio dela guerra. Cuando dieron la voz de alerta en Bru-selas, mucha gente huyó hacia la frontera. Miabuela se puso en camino con mi madre de lamano. En sentido inverso a la cola de refugia-dos, en un vehículo, vio pasar a mi abuelo, sen-tado al lado de una señora bien vestida. Nuncaolvidaría aquella imagen. Ya cerca de la frontera,la misma voz de alerta les hizo retroceder: huíanen dirección al enemigo.

Hubo muchas señoras bien vestidas en la vidade mi abuelo. Cuando él murió, mi abuela teníanoventa y seis años. Le di la noticia con ciertotemor. Estaba sentada al borde de su cama. Tengoque decirte algo, murmuré. Me miraba expec-tante. Contemplé sus pupilas de azul desvaídoveladas por la catarata y aquel ojo siempre hú-medo debido a la obturación del lacrimal. Tumarido… Pocas veces la vi reír así. Era la risaclara, espontánea de nuestros juegos de antaño.Se dejó caer hacia atrás, volvió a encorvarse haciadelante, levantó una mano temblorosa y trazóen el aire el signo de una cruz. Requiescat in pace,dijo, espaciando las sílabas con aire pícaro. Ellano sabía latín. Tampoco sabía de religiones. Enrealidad, sabía muy poco de todo aquello queen nuestra sociedad estimamos necesario saber.Pero sabía las cosas más importantes, cosas queya pocos llegamos a saber. Sabía, por ejemplo,reconocer a la legua la sinceridad, el desinteréso la hipocresía. Ni siquiera sus nietos, por elhecho de serlo, podían salvarse de su rechazocuando detectaba en ellos segundas intencio-

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nes. En cuanto crecieron, tuvieron además encontra suya el ser varones, el pertenecer a esacategoría de seres débiles, despreciables e indig-nos a los que había expulsado de su mundo sinningún miramiento.

Nunca le perdonó al pintor su altivez ni suabandono. El arte no da de comer, decía. Y supede aquellas latas de sardinas que le llevaba cuan-do estudiaba en la Escuela de Bellas Artes, y quecompartían en el descanso, y de cómo, más tarde,se dormía oyendo a los cuatro hermanos artis-tas discutir hasta altas horas de la noche en elsalón del que ella pagaba los muebles estilo im-perio que él había comprado en los anticuarios.Supe de la razón de aquellas manos hinchadasa las que las hormigas, decía, recorrían por den-tro paralizándole los dedos en el invierno y ha-ciéndole perder puntada e hincársele la agujaen la carne. Tenía el pelo blanco, una hermosablancura ondulada. Nunca supe exactamentecuál de entre todos los desastres sufridos fue elque determinó, ya en su juventud, aquella blan-cura, si las guerras o la dureza del trabajo en losinviernos. Tal vez compartiese demasiado in-tensamente el dolor de la hermana pequeña quemurió, la matriz horadada por una aguja dehacer punto, después de que la hubiese perse-guido un hombre por los callejones. Según miabuela, no sólo los varones tenían la culpa delas desgracias; también ellas, las mujeres, ato-londradas que se dejaban aturdir por estúpidassensaciones. O puede que se apiadara de aque-lla otra hermana que murió de tuberculosis, ¿o

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fue de difteria? Entre la gente pobre nunca fal-taban motivos para morir. Mi abuela llevaba, enla base del cuello, la marca del “grifo” que le ha-bían instalado, decía, en el hospital, para que pu-diese respirar. No le pusieron “grifo”, en cambio,a la hija de los vecinos del piso de abajo, no hubotiempo. –Yo ponía mis dedos en aquel hueco pe-queño, amaba los surcos leves de esa piel tansuave y frágil–. Luego estaba el hermano, aquelal que crió porque nació muy tarde (el padre vol-vía borracho). No había alimento, el parto fuedifícil. La madre enloqueció: allí donde las mon-jas, se quitaba y ponía, sin tregua, la camisa.

Si puede que mi abuela le perdonase a su ma-rido alguna vez el abandono, nunca pudo per-donarle, en cambio, estar con ella en el lechode muerte de su madre e impedirle, con su pre-sencia, despedirla con un beso. Las muestras desentimiento eran debilidades que él no toleraba.Fue suya, la culpa, no tuya, tuve que decirlecuando, en sus últimos años, me confesó no ha-berse perdonado nunca la falta de autonomía,la ingenua delegación que hiciera de su volun-tad. Me miró agradecida. La vi cerrar los ojos,respirar y asentir despacio mientras reclinabala cabeza en la almohada. Fue uno de sus mo-mentos más dulces.

Cuando recibió la noticia de la muerte delpintor, algo, en el interior de mi abuela, se sintióliberado. Ella había vencido. Yo pensé que leshabía ganado a todos la partida, incluida a su hija,que, a diferencia de ella, quiso a los hombres. Ellasobrevivía. Era una superviviente. La cruz que

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había trazado en el aire consagraba su victoria.Y yo la quise entonces más que nunca.

A la muerte de mi abuelo, las más de mil dos-cientas obras que seguían en su posesión pasa-ron, según su voluntad, a ser propiedad de lapersona que, habiéndole amado a pesar de susidas y venidas, le cuidó en sus últimos años. Enningún momento se habló de que hubiese te-nido esposa y una hija. Una vez fallecida la mujer,sus herederos, avisados por la indiscreción deun amigo de la difunta, se enteraron de mi exis-tencia y, con la honestidad que caracteriza, engeneral, a los belgas y que es uno de los aspec-tos positivos de su aprecio por la exactitud, con-vencidos de que se me había despojado de underecho, emprendieron la búsqueda. A mí, lasimple palabra “herencia” me produce escalo-fríos, así que les costó convencerme de que acep-tase la parte que me correspondía. Venga a ver-los, insistían, están a su disposición. Su cortesíay su persistencia terminaron por conquistarme,así que decidí aprovechar un viaje a París paraagradecerles el respeto que demostraban tenera mi abuelo.

La casa de La Hulpe es vieja y húmeda. Comotodas las casas belgas, la planta baja se componede un solo rectángulo dividido en tres estancias,

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la primera de las cuales, que da al ventanal de lafachada principal, suele utilizarse como sala deestar. En este caso, ha sido convertida en dor-mitorio. Aquí murió su abuelo, dicen, señalán-dome la cama ancha cubierta con una colchaajada y carmesí. En la habitación central, la pe-numbra del salón me deja entrever, en las pare-des, algunos dibujos con su firma. Desvío lamirada de la cocina que se abre al otro extremode la casa. Demasiado presentes están los muer-tos, en las cocinas. Una escalera estrecha, que daa la entrada, lleva a las habitaciones superiores.Ahí, contra las paredes, cientos de lienzos api-lados. La humedad me cala los huesos. Separoalgunos, los vuelvo a colocar. Me asfixio. Nuncasoporté el olor a moho de los objetos viejos.

Antes de salir, ante la cama, me hacen entrega,con un no fingido respeto y como si de un le-gado precioso se tratara, de la máscara mortuo-ria de mi bisabuela. Se parece a usted, dice al-guien. También me obsequian con un dibujo acarboncillo de mi tatarabuelo y algunos obje-tos personales.

En el mes de diciembre, el día declina prontoen estas latitudes. Apenas se inicia la tarde, queya nos envuelve la oscuridad. Pronuncio algu-nos nombres que me vienen a la mente. Digo“Boulevard de Dixmude”. Digo “Molenbeek” y“Chaussée de Gand”. Lo digo como quien pro-nuncia las palabras secretas de un conjuro. Y sí,

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esos lugares existen y ellos se ofrecen, amables, arecorrerlos conmigo. Pasamos por la Chausséede Gand, de la que no reconozco nada o apenasuna curva y, luego, nos detenemos en el canal.

La noche cae húmeda y el frío penetra a pesardel abrigo. Me fotografían en el mismo lugardonde, cincuenta años atrás, me habían foto-grafiado al lado de mi perro guardián. En estanueva foto, no aparece el perro y la barandilladel canal ha sido reemplazada por otra. No con-servo la foto nueva.

De vuelta en París, repaso en mi memoria losrecuerdos del día en que conocí a mi abuelo. Yono había cumplido los quince años. Me envia-ron de vuelta, inesperadamente, a Bruselas parareponerme de una hepatitis. Un mes de liber-tad junto a mi abuela, yo, a punto de ser una pe-queña mujer con los ojos, la mente y el corazónabiertos. Mi madre, que le tenía a su padre unaestima y una admiración sin límites, le había in-formado de mi afición literaria. Él se interesó, einiciamos un intercambio epistolar. Él recibíamis cuentos y los capítulos de mi novela, y yolos corregía según sus indicaciones. Así que eraéste un momento ideal para conocer al pintor.Me citó en la Gare Centrale de Bruselas. Paraque le reconociera, en el andén, me hizo saberque llevaría una flor en la mano. Yo no podíahaber soñado una cita más romántica. Según lasfoto- grafías que había visto de él, era un hom-

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bre atrayente y altivo; la altivez, a mis ojos en-trenados, entonces, en la ética de las novelas deDumas, re-sultaba ser una virtud. Me puse mimejor vestido y le saqué brillo a mi espíritu.

No recuerdo que al vernos pronunciásemospalabra alguna. Sabía que lo de “abuelo” no debíapronunciarse; era, según recordaba mi madre,una muestra de familiaridad que no convenía aun artista, así que me guardé la palabra “abuelo”en el bolsillo, decidida a sacarla tan sólo si se pre-sentaba una ocasión especial, un momento dedebilidad del maestro, quién sabe, al término delencuentro.

Sin preámbulos, pues, subimos al tren en di-rección a Amberes. Una vez allí, me llevó direc-tamente a la casa de Rubens. Me enseñó el mo-vimiento de las líneas, la manera de dar volu-men e imprimir el tono sonrosado a las carnesopulentas, la belleza que habita la piel fláccida,ajada del anciano y los pliegues de su cuerpo, ycómo el oficio del pintor consistía en saber con-densar en el lienzo la inteligencia de una miradao su estupidez. Después, nos dirigimos al MuseoMarítimo, donde me enseñó la maqueta delbarco en el que Napoleón había arribado a Am-beres. Yo sabía, por ciertos objetos que conser-vaba mi madre, del fervor que le tenía a aquelpersonaje en quien admiraba, además de al es-tratega, al hombre que con tesón e inteligenciahabía logrado encumbrarse desde un origen hu-milde. Su interés, no obstante, al llevarme allíera el de comentarme que una de las razones porla que el emperador corso venía a esta ciudad

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era la de visitar a una de sus amantes, una damallamada Jeanne Skaelens, con la que habría te-nido una hija. Me contó, como se cuenta un se-creto a quien se cree que puede guardarlo, yentendiendo que yo escucharía sus palabras ylas consideraría con más justicia que el resto desu familia, que de aquella hija éramos descen-dientes por vía bastarda.

Aunque furiosamente ateo, siempre le habíanatraído las iglesias y los béguinages. Quizás fuerapara tantear mi posición al respecto por lo que,en la catedral de Amberes, me señaló con gestodespectivo los fastos de la Iglesia mientras arre-metía contra el clero. Yo, que era leída y un tantopresuntuosa, esperé a que saliéramos del tem-plo y, en el umbral, le lancé con desparpajo:Como dice Mauriac, no hay que juzgar al árbolpor la fruta podrida. Sabía que conocía al escri-tor, y que lo había retratado. Mientras entornabala puerta, sentí en mi espalda su mirada sor-prendida y me estremecí de orgullo al consta-tar que había dado en el blanco.

De vuelta en Bruselas, aquella tarde, ya ano-checida, entramos en una librería de segundamano. Amontonó libros en una maleta viejahasta que estuvo llena y me la dio. Aquí tienes,dijo, todo lo que has de saber para empezar. Erauna muy completa selección de clásicos france-ses. Villon, Baudelaire, Apollinaire y Breton, Vol-taire, Corneille, Hugo, Chateaubriand y muchosotros hicieron de aquella maleta el arca del te-soro en la que, más tarde, en Málaga, me su-mergiría con delicia.

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Luego, volvimos a la estación, en cuyo restau-rante, ante un helado de enormes dimensionesque me devolvía con cierto desagrado la con-ciencia del lado más frágil de mi inquieta adoles-cencia, contemplé cómo dibujaba para mí, en losposavasos de cartón, el rostro de los comensales.Lo que importa es captar el espíritu, decía; de ungolpe. Y aparecía, en efecto, con un solo trazo,no el retrato de una figura, sino el gesto que hacíaque esa persona fuese todo aquello que era. Re-cordé la admiración que le profesaba mi madrey, en aquel momento, la compartí. Me guardé elposavasos en el bolsillo y lamenté no ser másmayor de lo que era para que él no se fijase enaquella mujer del turbante azul que le esperaba,sentada en otra mesa, a la que hizo un gesto im-perceptible y que sonreía, condescendiente, mien-tras me miraba y él me despedía.

Nunca volví a ver a mi abuelo.

Acude el día, hermoso y claro, a los tejados deParís. Hago las maletas. Dejo en la mesa, bajo elespejo, el monedero y la condecoración de la Re-pública francesa. En la cajita que la contiene, hayuna inscripción: Rue de la Montagne. Près de larue des Bouchers. Recuerdo haberle oído a miabuela pronunciar el nombre de esa calle. En cetemps-là, nous vivions rue de la Montagne, dice lavoz, en mi interior. Por respeto, fotografío los ob-jetos antes de abandonar la habitación. El gesto

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me recuerda a Sophie Calle. Me llevo las pala-bras, no los objetos. Las palabras bastan.

En el avión, de regreso a España, me tientala idea de dejar volando eternamente, junto conmi pasado, la máscara de escayola de la bisabuelay el retrato del tatarabuelo, pero considero loque haría con ello el personal de la limpieza, ydesisto.

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