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1 BORRADOR – POR FAVOR NO CITAR Discriminación en el acceso al empleo privado: Cuando la arbitrariedad no es el (único) problema Lucas S. Grosman y María Florencia Saulino 1 I. Introducción Desde los años '60, los tribunales argentinos han reconocido que "[n]ada hay, ni en la letra ni en el espı ́ ritu de la Constitucio ́ n, que permita afirmar que la proteccio ́ n de los llamados "derechos humanos" . . . este ́ circunscripta a los ataques que provengan so ́ lo de la autoridad." 2 Posteriormente, la Constitución Nacional otorgó protección expresa a todos los habitantes de la Nación frente a las acciones u omisiones de las autoridades públicas y de los particulares que lesionen, restrinjan, alteren o amenacen derechos amparados por la Constitución, los tratados o las leyes. 3 Es posible afirmar, entonces, que los empleadores privados (al igual que el Estado) tienen la obligación de respetar el derecho a la igualdad y no discriminación cuando adoptan decisiones en el mercado de trabajo. Sin embargo, la jurisprudencia argentina ha tratado a los casos de discriminación entre privados con un estándar más laxo del que aplica a las decisiones discriminatorias del propio Estado. 4 En efecto, en los casos en que las leyes distinguen a las personas en razón 1 Rector y Directora del Departamento de Derecho de la Universidad de San Andrés. Agradecemos especialmente a Juan Ignacio Amado Aranda y Abril Clot por su valiosa colaboración como asistentes de investigación. 2 "Kot", Fallos: 241:291. 3 Art. 43 CN. 4 Como dice R. Saba, esto puede deberse a que "la diferencia fundamental entre los casos de igualdad que involucran al Estado y aquellos que se refiere a relaciones entre particulares radica en que mientras el primero no contrata ni se asocia en virtud del ejercicio de un derecho, pues el Estado no es un sujeto con derechos, los particulares sí lo hacen sobre la base de que gozan de los derechos a contratar o a asociarse libremente. Por este motivo, resulta relativamente sencillo justificar la imposición de límites a las facultades del Estado con miras a proteger el derecho a ser tratado igual, a partir, por ejemplo, de sus obligaciones negativas . . . mientras que se agrega un factor de mayor complejidad cuando la tensión no se da entre esas facultades y el derecho a la igualdad de trato, sino entre otros derechos, como el de contratar o el de

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BORRADOR – POR FAVOR NO CITAR

Discriminación en el acceso al empleo privado:

Cuando la arbitrariedad no es el (único) problema

Lucas S. Grosman y María Florencia Saulino1

I. Introducción

Desde los años '60, los tribunales argentinos han reconocido que "[n]ada hay, ni en la

letra ni en el espıritu de la Constitucion, que permita afirmar que la proteccion de los

llamados "derechos humanos" . . . este circunscripta a los ataques que provengan solo de

la autoridad."2 Posteriormente, la Constitución Nacional otorgó protección expresa a

todos los habitantes de la Nación frente a las acciones u omisiones de las autoridades

públicas y de los particulares que lesionen, restrinjan, alteren o amenacen derechos

amparados por la Constitución, los tratados o las leyes.3 Es posible afirmar, entonces, que

los empleadores privados (al igual que el Estado) tienen la obligación de respetar el

derecho a la igualdad y no discriminación cuando adoptan decisiones en el mercado de

trabajo.

Sin embargo, la jurisprudencia argentina ha tratado a los casos de discriminación entre

privados con un estándar más laxo del que aplica a las decisiones discriminatorias del

propio Estado.4 En efecto, en los casos en que las leyes distinguen a las personas en razón

1 Rector y Directora del Departamento de Derecho de la Universidad de San Andrés. Agradecemos especialmente a Juan Ignacio Amado Aranda y Abril Clot por su valiosa colaboración como asistentes de investigación. 2 "Kot", Fallos: 241:291. 3 Art. 43 CN. 4 Como dice R. Saba, esto puede deberse a que "la diferencia fundamental entre los casos de igualdad que involucran al Estado y aquellos que se refiere a relaciones entre particulares radica en que mientras el primero no contrata ni se asocia en virtud del ejercicio de un derecho, pues el Estado no es un sujeto con derechos, los particulares sí lo hacen sobre la base de que gozan de los derechos a contratar o a asociarse libremente. Por este motivo, resulta relativamente sencillo justificar la imposición de límites a las facultades del Estado con miras a proteger el derecho a ser tratado igual, a partir, por ejemplo, de sus obligaciones negativas . . . mientras que se agrega un factor de mayor complejidad cuando la tensión no se da entre esas facultades y el derecho a la igualdad de trato, sino entre otros derechos, como el de contratar o el de

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de alguna de las categorías prohibidas por los tratados internacionales,5 la Corte requiere

que el Estado pruebe que la ley en cuestión persigue un interés estatal "sustancial" o

"insoslayable" y que la decisión adoptada es el medio menos restrictivo para cumplir

dicho fin. Sin embargo, la Corte no aplica este estándar a las relaciones laborales de los

particulares.

En efecto, en "Sisneros"6 la Corte Suprema argentina tuvo oportunidad de analizar la

negativa a contratar mujeres por parte de las empresas privadas que proveen el servicio

de transporte público de colectivos en la ciudad de Salta. Pese a que el Procurador propuso

exigir que las empresas prueben que la diferencia de trato se encontraba justificada por

ser el medio menos restrictivo para cumplir un fin legıtimo,7 el tribunal consideró que el

estándar probatorio a aplicar debía ser diferente: la actora debía probar los hechos que,

prima facie, resultaban idóneos para inducir la existencia de una conducta discriminatoria,

en cuyo caso, para eximirse de responsabilidad, las empresas demandadas, debían probar

que su decisión de contratación "tuvo como causa un motivo objetivo y razonable ajeno

a toda discriminación". Es decir que, en lugar de pasar un test de escrutinio estricto, a los

particulares les alcanza con probar la "razonabilidad" de su decisión.

En un caso reciente, el amparo 92, la Corte Suprema mexicana también se pronunció al

respecto. En este caso se ventilaba la constitucionalidad de la política de contratación de

la empresa CMR, que solo contrataba mujeres de 18 a 25 años para ciertos puestos de

atención al público. La Corte concluyó que la distinción por edad era inconstitucional,

pues no constituía “un requisito profesional esencial y determinante para el puesto de

trabajo.” A juicio de la Corte, una persona más vieja podía hacer ese trabajo

perfectamente.8

En ambos casos, entonces, a la hora de evaluar la discriminación entre privados, las

decisiones se basaron en consideraciones de razonabilidad, entendida en términos de

"idoneidad" para el puesto o "no arbitrariedad" de la decisión. Sin embargo, estos

asociarse, y el derecho a la igualdad de trato." Roberto P. Saba, "Igualdad de trato entre particulares", en: Lecciones y Ensayos, Nro. 89 (2011). 5 La Convención Americana incluye "raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición social" (Art. 1.1.). 6 CSJN, "S., M.G. y O c. Tadelva SRL y otros s/ amparo", sentencia del 20 de mayo de 2014. 7 CSJN, "S., M.G. y O c. Tadelva SRL y otros s/ amparo", sentencia del 20 de mayo de 2014. 8 Para un análisis profundo del caso, véase F. Pou Giménez, “Estereotipos, daño dignitario y patrones sistémicos: la discriminación por género y edad en el mercado laboral.”

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estándares no parecen capturar todos los valores que se encuentran en juego cuando los

empleadores toman determinadas decisiones de contratación. Según argumentaremos, a

la hora de analizar las decisiones de contratación de los empleadores no basta con tener

en cuenta si estas decisiones están fundadas en un "motivo objetivo y razonable", sino

que también es necesario analizar cuál es el impacto de dichas decisiones en términos de

igualdad social. El cruce entre "razonabilidad" e "igualdad social" nos permitirá distinguir

las obligaciones del Estado a la hora de cumplir con su obligación constitucional de

asegurar la igualdad real de oportunidades.

II. En busca de la idoneidad

Como vimos, a la hora de determinar si una decisión laboral (sea de contratación, de

promoción o de despido) es discriminatoria, los tribunales ponen el foco en la

arbitrariedad. Más allá de dónde se ponga la carga de la prueba, en esencia se mira si,

como sostiene la Corte argentina, la razón para no contratar a una persona es “objetiva y

razonable”, por oposición a arbitraria o discriminatoria. Dentro de este esquema, en

general se considera que la decisión es “objetiva y razonable” si se debe a que la persona

en cuestión no resulta idónea para el puesto que se quiere cubrir. A continuación,

analizaremos con mayor detenimiento qué quiere decir que una persona es idónea para

un puesto.

Una primera forma de entender “idoneidad” sería que la persona en cuestión cuente con

las condiciones físicas, la capacidad o la formación necesarias para cumplir la tarea

laboral que el puesto involucra. Así, podríamos decir que una persona con una

discapacidad física severa no es idónea para cargar bolsas en el puerto o que otra con un

retraso cognitivo no lo será para desempeñarse como analista programador. Sin embargo,

esta definición de idoneidad es demasiado amplia. En primer lugar, parece evidente que

el análisis de idoneidad debe incluir una dimensión relativa, pues de lo que se trata en

general es de elegir entre candidatos que compiten por un puesto, y de allí que el

empleador podrá excluir a un candidato porque no es el mejor para el puesto, aunque

potencialmente esté en condiciones de cumplir el rol en cuestión. En tal sentido, si el

empleador elige a Ana sobre Bernardo porque ella es mejor candidata, diremos que esa

decisión se basa en la idoneidad, y por ende no es arbitraria, aunque Bernardo también

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estuviese en condiciones de cumplir la tarea requerida. Idoneidad, entonces, es un

concepto relativo, que no puede definirse en abstracto, sino que debe tener en cuenta una

comparación entre candidatos sobre la base de factores que sean objetivamente relevantes

para el desempeño de una tarea.

En segundo lugar, el análisis de la idoneidad debe ser sensible a los costos que el

candidato trae consigo. El caso más claro, en este sentido, es el salario que el candidato

aspira a ganar: si Ana y Bernardo están igualmente capacitados para el puesto, pero Ana

está dispuesta a realizar el trabajo por una suma menor, no podríamos decir que la

elección de Ana es arbitraria si se basa en tal consideración. Esto no obsta a que podamos

considerar que el Estado debe enmarcar y limitar esta competencia por salarios para que

el empleador no abuse de su posición de poder o, lo que es lo mismo, de la situación de

necesidad en la que un empleado pueda encontrarse. Las leyes que imponen salarios

mínimos y ciertas condiciones laborales irrenunciables apuntan precisamente a dar cuenta

de esta preocupación; pero ello no niega el punto básico: si un empleador, actuando dentro

de tales límites, elige al empleado más barato, no podríamos tachar la decisión de

arbitraria. La idoneidad, en este sentido, se determina en función de la capacidad para

realizar una tarea y del costo demandado para ello.

Pero la cuestión de los costos no se limita a consideraciones salariales. Un empleado

puede implicar mayores costos para su empleador por muchas otras razones. Tomemos,

por ejemplo, el caso de Carina, que padece una discapacidad física que obligaría a su

empleador, si la contratara, a realizar reformas edilicias. Si Ana y Carina están igualmente

capacitadas para realizar el trabajo, pero Carina es más cara por la razón antedicha, no

podríamos decir que la decisión de no contratarla es arbitraria. Esto no quiere decir que

debamos permitir tal decisión: esa cuestión es independiente, y la analizaremos más

adelante; el punto es que la decisión no es arbitraria, pues Carina resulta ser más cara que

Ana, aunque, ciertamente, nadie podría culparla por ello.

Nótese que la misma consideración resulta aplicable al caso de otra candidata, Dalilah,

que es judía ortodoxa y no trabaja los sábados pues observa el Sabbat. Si el trabajo en

cuestión abarca los sábados, el empleador deberá contratar un reemplazante, y ello

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implicará mayores costos.9 Nuevamente, Dalilah resulta más cara, ceteris paribus, que

otros candidatos que no tienen reparos en trabajar los sábados. No contratarla por esa

razón no sería arbitrario, pues otros candidatos son más idóneos por ser menos costosos.

Avanzando un paso más por este camino, cabe advertir que no es distinto el caso de quien

estadísticamente faltará más a su trabajo por razones de salud; si el empleador puede

prever que Enrique, por determinada condición médica, probablemente faltará mucho

más que Ana, esa razón lo llevará a concluir que el primero implicará mayores costos que

la segunda, y esa podrá ser una razón –no arbitraria– para preferirla. Debemos decirlo una

vez más, para evitar ser malinterpretados: no pretendemos sostener que el Estado debería

tolerar que no se contrate a una persona por su predisposición para contraer enfermedades,

o por cualquiera de las otras razones que los anteriores ejemplos ilustran; pero creemos

que si tuviéramos la intención de prohibir esas distinciones, o algunas de ellas,

necesitaríamos recurrir a un concepto diferente del de arbitrariedad.

De hecho, el uso de estadísticas y otros predictores de idoneidad está muy extendido en

las búsquedas laborales. En la mayoría de los casos, esto no nos conmueve demasiado. Si

una facultad de derecho decide contratar a un candidato en base a que obtuvo un título en

una institución muy prestigiosa, como la Universidad de Harvard, probablemente esté

presuponiendo que haber obtenido ese título es un buen predictor del desempeño de esa

persona en el rol de profesor o académico.10 Lo mismo cabe decir respecto de ciertas

publicaciones, recomendaciones, etc. En definitiva, los empleadores, en sus búsquedas,

constantemente recurren a indicadores que les permitan predecir a un costo razonable la

idoneidad del candidato. Es posible que un egresado de una universidad mediocre resulte

ser mejor académico que otro que pasó por la mejor universidad del mundo, pero la

existencia de esa posibilidad no basta para tachar de arbitraria la decisión de emplear al

segundo y no al primero, incluso si ello significa no darle a éste siquiera la oportunidad

de probar su valía. No hace falta que una decisión sea justa o acertada para decir que no

es arbitraria. En cualquier caso, si estamos dispuestos a aceptar “universidad en la que

9 Véase "Transword Airlines v. Hardison", 97 S.Ct. 2264, (1977). 10 Probablemente también lo contrate porque tener profesores egresados de Harvard sume en términos de prestigio con independencia del ulterior rendimiento de este profesor, pero es innegable que alguna predicción sobre esto último tiende a jugar un papel importante en la decisión.

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estudió” como predictor de desempeño, pero no “estado de salud”, “predisposición

genética para contraer enfermedades” o “edad”, necesitamos un argumento adicional.

El punto es aún más claro cuando se analiza en qué medida, o en qué supuestos, un

empleador puede tener en cuenta las preferencias de los consumidores. En muchos casos,

estas preferencias determinarán las políticas de contratación de los empleadores, y podrán

implicar que el empleador solo contrate empleados de un determinado sexo, rango etáreo,

condición social, raza o aspecto físico; o que adopte una política que, en la práctica,

implique excluir del acceso al empleo a los miembros de ciertos grupos religiosos o

étnicos.

Así, por ejemplo, un restaurante familiar puede pedir a sus empleados que concurran a

trabajar afeitados y con el pelo corto, como forma de reforzar su imagen de prolijidad y

limpieza frente a sus consumidores. Del mismo modo, podría exigir que no tengan

piercings o tatuajes visibles, como forma de satisfacer las preferencias de los clientes de

este tipo de restaurantes por un ambiente "familiar". En los Estados Unidos, la

jurisprudencia ha sido tolerante con este requisito. Así, en “EEOC V. Sambo’s of

Georgia”, un tribunal de ese país analizó la decisión de una cadena de restaurantes

familiares de no contratar a un Sikh por no cumplir con la política de la empresa que

requería mantener el pelo corto y la barba afeitada.11 El actor alegó que el pelo y la barba

larga eran mandatos de su religión y que esta fue la única razón por la que no fue

contratado por el empleador. El tribunal rechazó la demanda por entender que estas

políticas eran comunes en los restaurantes y que realizar excepciones afectaría

negativamente a la empresa, ya que segmentos significativos de sus consumidores

prefieren empleados afeitados. Según la corte, “adverse customer reaction in this market

to beards arises from a simple aversion to, or discomfort in dealing with, bearded people;

from a concern that beards are unsanitary or conducive to unsanitary conditions; or . . .

from a concern that a restaurant operated by a bearded manager might be lax in

maintaining its standards as to cleanliness and hygiene in other regards . . . the

requirement of clean-shavenness . . . is essential to attracting and holding customers in

that market.”

11 Dawinder S. Sidhu, "Out Of Sight, Out of Legal Recourse: Interpreting and Revising Title VII to Prohibit Workplace Segregation Based on Religion", en: New York University Review of Law and Social Change (2012).

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Sin embargo, de acuerdo con la jurisprudencia estadounidense, la política de contratar (o

no) a miembros de determinados grupos puede ser considerada discriminatoria cuando

está basada (a) en estereotipos o (b) en preferencias del consumidor que no son centrales

para el negocio del empleador. Un ejemplo del primer caso es la decisión de Abercrombie

& Fitch de contratar solo “americanos clásicos” o “blancos” para los puestos de atención

al público, excluyendo de ese modo a latinos, asiáticos y afro-americanos de esta

posiciones.12

En cuanto al segundo supuesto, la jurisprudencia trató varios casos de aerolíneas que solo

contrataban azafatas mujeres de ciertas características físicas. En uno de ellos, la empresa

Pan Am alegaba que su decisión se basaba en que las azafatas “better provide the non-

mechanical aspects of the job”;13 la Cámara de Apelaciones rechazó la justificación de la

empresa y consideró su política discriminatoria por entender que estas preferencias eran

tangenciales al negocio de Pan Am, y que en este contexto las preferencias de los

consumidores no podían justificar una política discriminatoria.14

Posteriormente, un tribunal de primera instancia examinó la decisión de Southwest de

contratar solo azafatas argumentando que las alusiones al amor y al sexo eran aspectos

centrales de su política de marketing: las azafatas servían platos con nombres sexys, los

comerciales prometían amor en vuelo, y el sistema de check-in era llamado “quickie

machine” y proveía “instant gratification”.15 Al igual que en caso de Pan Am, el tribunal

sostuvo que la principal función de Southwest era transportar a sus pasajeros de forma

segura y que el sexo (si bien podía servir para atraer clientes) no era una función esencial

de su negocio.16 El tribunal remarcó que Southwest no logró probar que la preferencia

por azafatas era tan fuerte que la aerolínea perdería a sus consumidores si no contratara

solo mujeres.17

12 Ibid. 13 "Diaz v. Pan Am. World Airways, Inc.", 442 F.2d 385, 389 (5th Cir. 1971). 14 "Since these aspects are tangential to the business, the fact the customers prefer them cannot justify sex discrimination. The judgment is reversed and the case is remanded for proceedings not inconsistent with this opinion." "Diaz v. Pan Am. World Airways, Inc.", supra. 15 Rachel L. Cantor, "Consumer Preferences for Sex and Title VII: Employing Market Definition Analysis For Evaluating BFOQ Defenses", en: University of Chicago Legal Forum (1999). 16 Rachel L. Cantor, supra. 17 Ibid.

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Finalmente, la política de Continental Airlines que requería que las mujeres que

trabajaban como personal de cabina no excedieran determinado peso fue considerada

discriminatoria, por implicar “the view that, to be attractive, a female may not exceed a

fixed weight. [However] Continental has never argued that all people, regardless of

gender, are unattractive if they exceed fixed weight criteria. Nor has it suggested that the

same competitive image would have been served by hiring thin males as well as

females.”18

Sin embargo, en otros casos se consideró que el producto o servicio ofrecido podría

justificar que el empleador realizara ciertas distinciones que en otros contextos estarían

prohibidas. Así, por ejemplo, un restaurante chino podría contratar solo empleados de esa

nacionalidad como forma de crear cierta “atmósfera” o reforzar su autenticidad.19

Nótese que en todos estos casos, en la base de las decisiones se hallan consideraciones de

idoneidad o no arbitrariedad. Cabe preguntarse, sin embargo, hasta qué punto este

concepto basta para capturar los valores en juego. Como anticipamos, creemos que,

nuevamente, hace falta un valor adicional para excluir la posibilidad de que ciertas

preferencias sean tenidas en cuenta. De hecho, en las decisiones jurisprudenciales en la

materia hay mucho de “second-guessing”: los jueces parecen partir de la base de que ellos

saben mejor que los empresarios qué es bueno, importante o central para su negocio. Este

camino presenta previsibles limitaciones. Si una aerolínea logra demostrar que la

satisfacción de sus clientes o, en definitiva, su demanda aumenta si las azafatas son

mujeres jóvenes y atractivas, parece innegable que tales candidatas serán superiores en

una dimensión relevante para el empleador, y mal podríamos llamar arbitraria a la

decisión empresaria que tiene en cuenta esas preferencias.

¿Agrega algo, en ese marco, decir que la preferencia del consumidor es irracional, sexista

o estúpida? Si ciertos pasajeros optan por bajarse de un avión (antes de que despegue, por

cierto) cuando se enteran de que será piloteado por una mujer,20 o si ciertos pacientes

prefieren ser operados por cirujanos hombres basados en el prejuicio de que los hombres

18 "Gerdom v. Cont'l Airlines, Inc.", 692 F.2d 602, 609 (9th Cir. 1982). 19 "Utility Workers v. Southern California Edison", 320 F.Supp. 1262, 1265 (C.D.Cal.1970). 20 Esto realmente ocurrió en un vuelo Buenos Aires – Miami en 2016. Véase https://laopinion.com/2016/07/14/pasajeros-se-bajan-del-avion-al-enterarse-de-que-las-pilotos-eran-mujeres/

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son mejores médicos, sin dudas tendremos mucho para decir al respecto; pero

nuevamente, para que nuestras objeciones tengan sentido desde el punto de vista legal,

deberemos recurrir a un marco más amplio que el de la arbitrariedad.

En tal sentido, la indagación judicial sobre la real esencia del producto parece frágil y ad

hoc.21 Muchas veces, el producto se presenta asociado a una clara connotación sexual.

Así, por ejemplo, la cadena de restaurantes Hooters solo contrata empleadas de ciertas

características físicas, y requiere que éstas usen uniformes “sexies”. Si entendemos a

Hooters como un restaurante, estas decisiones serían claramente discriminatorias, al igual

que lo son las decisiones de PanAm o Southwest de contratar solo azafatas mujeres: está

claro que no se requiere ser “mujer” ni mucho menos “mujer sexy” para servir

hamburguesas. ¿Pero es esa la manera de encarar un caso así? Supongamos que Hooters

puede probar que lo que vende no es comida rápida, sino una experiencia sexualmente

excitante; es decir, que el componente sexual no es un aditamento a su negocio de venta

de comida, ni parte de su imagen corporativa (como podía serlo en el caso de Southwest),

sino que es “el producto” en sí mismo. En ese caso, las distinciones realizadas resultarían

esenciales para poder llevar adelante el negocio de Hooters y, sin ellas, no podría

proporcionar el servicio que legalmente está autorizada a proveer.22 En definitiva, como

dijimos, este camino no parece muy prometedor.

La creciente cantidad de información a disposición de los empleadores, de la mano de

una capacidad inédita para procesarla, determinará que en el futuro será cada vez más

fácil para los empleadores predecir el desempeño de sus potenciales empleados o las

preferencias de los consumidores por tal o cual perfil de empleado. Para esto contarán

con una diversidad cada vez mayor de indicadores que las personas dejan sembrados en

su vida virtual y a través de sus decisiones de consumo. Si ello es así, esas decisiones

serán, en un sentido relevante, cada vez más frecuentes, más precisas y más redituables;

serán, entonces, cada vez menos arbitrarias.

21 En este sentido, Saba señala que " esta solución al problema del trato igual entre privados da lugar a algunas situaciones problemáticas. En primer lugar, le reconoce al Estado y a los jueces una potestad demasiado amplia para determinar la razonabilidad de los requisitos impuestos a la contratación en función de lo que se defina como el fin de la actividad que realiza la empresa, la “esencia” del negocio," Es cierto que el juez puede descartar ese objeto por no considerarlo legítimo, pero esta definición implica que los jueces deberían evaluar en cada caso en particular cuál es el fin de la actividad que desarrolla la empresa, algo que no siempre es fácil de establecer." p. 258 22 Katharine T. Bartlett, "Only Girls Wear Barrettes: Dress and Appearance Standards, Community Norms, and Workplace Equality", Michigan Law Review (1994), p. 2578.

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El concepto de arbitrariedad también juega un rol central en el análisis de las

discriminaciones efectuadas por el Estado, pero en esos casos se exige, además, que el

fin estatal perseguido a través de la distinción cuestionada satisfaga ciertas exigencias: en

los casos de escrutinio estricto, es decir aquellos que involucran la utilización de una

categoría sospechosa o la afectación de un derecho fundamental, el fin debe ser

insoslayable (‘compelling’); en los casos de escrutinio ordinario, el fin estatal debe ser al

menos legítimo.

Ese análisis que recae sobre el fin buscado no está presente en los casos de discriminación

privada. La experiencia argentina es en este punto ilustrativa. Como dijimos en la

Introducción, en este país, la Corte ha adoptado el escrutinio estricto para juzgar las

distinciones que utilizan alguna de las categorías que, de acuerdo con los pactos

internacionales de derechos humanos, constituyen instancias prohibidas de

discriminación. Esta lista, cabe aclarar, es mucho más larga que la de las categorías

sospechosas del derecho estadounidense. En cambio, en el contexto de las

discriminaciones privadas, la Corte argentina utiliza un estándar de análisis menos

demandante: como vimos, se exige que la distinción obedezca a causas ‘objetivas y

razonables’. De este modo, el foco se pone en el aspecto instrumental —la adecuación de

los medios para alcanzar los fines planteados— y no en el aspecto sustantivo, es decir, la

legitimidad o importancia insoslayable o sustancial de esos fines. En el campo de la

discriminación laboral, el fin perseguido por el empleador está implícito: se entiende que

tal fin es el éxito económico de la empresa involucrada. La arbitrariedad, entonces,

consiste en elegir medios que no son adecuados (o necesarios) para alcanzar ese fin.

Es verdad que el cuestionamiento de los fines, que juega un rol importante en la

discriminación estatal, no es fácil de trasladar al ámbito privado, y de allí que la decisión

de aplicar un estándar distinto, centrado en los medios, resulte entendible. Sin embargo,

y como resultado de esto, nos encontramos con que los tribunales no cuentan con

herramientas idóneas para encarar los problemas señalados arriba. Por ejemplo, una

distinción realizada por el Estado con el objetivo de satisfacer las preferencias

discriminatorias de algún sector de la población, por más grande que éste sea, es

fácilmente atacable sobre la base de que el fin en cuestión no resulta insoslayable, ni

siquiera legítimo. El estándar aplicable a la discriminación privada, en cambio, no nos

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deja tal opción, y nos obliga por ende a hacer malabares para atacar la racionalidad de la

decisión y alegar que ésta es arbitraria. Desde la lógica del negocio, sin embargo, no es

nada obvio que seguir las preferencias del consumidor sea irracional. El problema es de

otra índole.

En definitiva, el concepto de arbitrariedad, centrado en la racionalidad de los medios, no

alcanza para explicar por qué deberíamos rechazar el uso de determinados predictores de

rendimiento o ciertas preferencias de los consumidores. En la medida en que aspiremos a

encontrar un lugar para tales consideraciones, deberemos echar mano de otro concepto.

Como desarrollaremos a continuación, creemos que ese concepto no es otro que la

igualdad; más precisamente, la igualdad social.

III. Las dos dimensiones de la igualdad23

La idea de que un análisis centrado en la arbitrariedad es deficitario en términos de

igualdad no es novedosa: hace alrededor de 40 años, Owen Fiss planteó una pregunta que,

aunque se centraba en el ámbito público, tiene obvias resonancias en el problema que

analizamos: ¿Cómo es posible que ciertas acciones estatales que tienen por objeto y efecto

la búsqueda de la igualdad, como las acciones afirmativas, sean consideradas prima facie

contrarias a la Cláusula de Igual Protección? En efecto, según la concepción dominante

de la igualdad, que Fiss denominó principio antidiscriminación, una acción estatal que

utiliza la raza como criterio de distinción para decidir el acceso a alguna posición

codiciada es altamente sospechosa y debe ser sometida al más severo de los escrutinios,

a pesar de que esa acción está destinada, precisamente, a fomentar la igualdad.

Esta paradoja se debe a que la igualdad es un concepto que adolece de una particular

ambigüedad. Muchas veces, cuando invocamos la igualdad, nos preocupa el modo en

que estamos siendo tratados; así, decimos que no estamos siendo tratados de manera

igualitaria si, por ejemplo, la distribución de un premio o un castigo se basa en un criterio

irrelevante. Por eso, quienes sostienen que las acciones afirmativas son contrarias a la

igualdad, se basan en que ellas implican que una persona sea elegida (o no) para un puesto

23 El análisis contenido en esta sección encuentra mayor desarrollo en L. Grosman, Escasez e igualdad. Los derechos sociales en la Constitución (2008).

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en virtud de una característica que es irrelevante como predictor de su performance, como

la raza. En este sentido, la Corte de Estados Unidos sostuvo en el caso Bakke: “the Equal

Protection Clause cannot mean one thing when applied to one individual and something

else when applied to a person of another color. If both are not accorded the same

protection it is not equal.”24 Antonin Scalia, abanderado de esta posición, se aferró a esta

idea de neutralidad racial en el caso Schuette para sostener que obviamente resulta

constitucional que la Constitución de un Estado prohíba que se tenga en cuenta la raza en

el ingreso a universidades estatales.25

En otros casos, en cambio, invocamos la igualdad como un ideal social que es

relativamente independiente del trato, justo o injusto, que reciben las personas en

particular. Es común afirmar, en este sentido, que una sociedad es igualitaria si no hay

una gran brecha de ingreso entre ricos y pobres, o si sus miembros pueden alcanzar

puestos de poder, éxito económico o prestigio social más allá de su sexo, su raza, o la

clase social de sus padres. La igualdad, en estos casos, se vincula con los grandes

números, las estadísticas, las dinámicas sociales a largo plazo. Cuando nos referimos a la

igualdad de esta manera, la estamos concibiendo como un ideal social.

Si sostenemos que las acciones afirmativas son una institución en favor de la

igualdad, lo hacemos porque estamos pensando en la igualdad como un ideal social, no

como una forma de tratar a los individuos. Al fin y al cabo, si a un individuo se lo favorece

con una acción afirmativa para ingresar en una facultad (por ejemplo, por ser negro o

hispano, como ocurre en Estados Unidos) no es porque esta persona lo merezca más que

otras ni porque ella en particular esté siendo resarcida por injusticias pasadas, sino porque

la presencia de minorías desaventajadas en ciertas instituciones contribuye a mejorar el

estatus social de estos grupos.26 Lo mismo se aplica a la aspiración de que organismos

como la Corte Suprema, o colectivos como el SELA, estén formados por cantidades

similares de hombres y mujeres. Si creemos que en estos casos la igualdad está

involucrada, no es porque pensemos que las personas particulares que resulten elegidas

con esa consideración en mente necesariamente merezcan haber sido elegidas para esos

puestos más que cualquier otro candidato varón. No diríamos, por ejemplo, que la Dra.

24 438 U.S. 265 (1978). 25 572 U.S. ___ (2014). 26 Owen Fiss, “Affirmative Action as a Strategy of Justice”, 17 Philosophy and Public Policy 37 (1997).

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Elena Highton, jueza de la Corte Suprema argentina, merecía ser designada más que un

hombre de antecedentes comparables para la función. En términos de merecimiento, uno

y otro candidato estaban en iguales condiciones y, en consecuencia, la Dra. Highton no

habría sido tratada en forma desigual o injusta si un varón hubiese sido designado en su

lugar. Si en este tipo de supuesto invocamos la igualdad, lo hacemos porque estamos

pensando en la igualdad como un ideal social, no como un derecho individual a ser tratado

de determinada manera.

Este ideal social, en alguna de sus variantes, en ocasiones se convierte en un ideal

constitucional. En Argentina, por ejemplo, la Constitución consagra el ideal de la

igualdad real de oportunidades. Uno de nosotros, en otro lado, lo definió en términos de

igualdad estructural de oportunidades, para enfatizar el foco que este ideal pone en el

impacto de la estructura social sobre nuestras oportunidades.27 Si uno sigue a Fiss, podría

entenderse que también la Constitución de Estados Unidos consagra un ideal de igualdad:

la igualdad como antisubordinación.

En lo sucesivo, llamaremos “igualdad social” a la igualdad entendida como ideal

constitucional. Aunque por momentos esto pueda parecer impreciso, pretendemos

englobar en este concepto a la igualdad real de oportunidades de la Constitución

argentina, el principio antisubordinación de la Constitución estadounidense y otras

formas de igualdad estructural. Cuando haga falta, haremos las aclaraciones del caso.

Los empleadores realizan distinciones que pueden ser buenas, malas o neutras en términos

de igualdad social. En tal sentido, un particular, y no solo el Estado, puede tomar

decisiones en materia de empleo que constituyan acciones afirmativas. Del mismo modo

que las universidades privadas implementan este tipo de iniciativas --muchas veces de

manera mucho más activa que las públicas--, éstas y otras organizaciones privadas en

ocasiones buscan mejorar las oportunidades educativas o laborales de determinados

grupos y, al hacerlo, impactan positivamente sobre la igualdad social. Claro está, este

efecto puede ser buscado o no por el empleador, pero, en cualquier caso, creemos que

esta dimensión no puede resultar irrelevante. Sin embargo, si solo tomamos en cuenta la

27 Grosman, ob. cit.

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variable "idoneidad", estas decisiones serían, sin lugar a dudas, arbitrarias y, por tanto,

"discriminatorias".

A continuación, entonces, analizaremos el cruce entre los dos factores que describimos:

la arbitrariedad de la decisión y su impacto en términos de igualdad social.28

IV. Decisiones no arbitrarias

Como dijimos arriba, entendemos que la idoneidad debe ser definida de un modo que sea

sensible a la dimensión relativa de la elección y al costo involucrado en cada caso. Esta

definición de la idoneidad implica que no serán arbitrarias las decisiones que se basen en

predictores efectivos. Más aún, la demostración de que en un caso concreto la decisión

ha sido incorrecta, ya sea por tratarse de un falso positivo o de un falso negativo, no será

suficiente para tachar la decisión de arbitraria: José, egresado de una universidad barrial,

podría resultar un mejor académico que Martha, egresada de Harvard, pero esa no es la

pregunta relevante para analizar si la elección de Martha fue arbitraria: si ser egresado de

Harvard es estadísticamente un buen predictor, entonces no cabe predicar arbitrariedad,

mal que le pese a José. Tampoco serían arbitrarias, como vimos, las decisiones que se

basen en preferencias comprobables de los consumidores, aunque a los jueces les parezca

tentador polemizar con la empresa acerca de cuál es su verdadero producto o cuán central

o efectivo es determinado aspecto de su campaña de marketing.

Si la decisión no es arbitraria, el Estado no tiene, en principio, la potestad de revertirla ni

de hacer de modo alguno responsable al empleador. Sin embargo, la actitud del Estado

debería variar en dos dimensiones distintas dependiendo de si la decisión tiene un impacto

positivo, negativo o neutro sobre la igualdad social. La primera de estas dimensiones es

el celo con el que el Estado debe analizar los tests y predictores de los que se vale el

empleador para medir idoneidad. La segunda dimensión se refiere al tipo de acciones que

el Estado debe tomar para minimizar el impacto negativo en términos de igualdad social.

Finalmente, señalaremos que, como excepción al principio general, si la decisión se basa

28 Ciertamente no somos los primeros en advertir la necesidad de incluir consideraciones de igualdad estructural en el análisis de la igualdad privada. Véase, sobre este punto, Pou Giménez, ob. cit., y Saba, ob. cit.

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en preferencias discriminatorias u odiosas de los consumidores, la igualdad social exige

dejarla sin efecto aun cuando no sea arbitraria en sentido estricto.

Escrutinio estricto de tests y predictores

Como criterio general, cuanto más grave sea el impacto de la decisión en términos de

igualdad social, más estricto debe ser el análisis de los tests y predictores utilizados por

el empleador. Para empezar, la efectividad del test merecerá una demostración acabada.

Mientras que en el caso de decisiones sin impacto sobre la igualdad social, las malas

decisiones –los falsos negativos o falsos positivos– solo afectan a los candidatos

rechazados, en los casos en los que la igualdad social está involucrada, el impacto es más

amplio: afecta dinámicas estructurales que determinan las chances de progreso social de

grupos desaventajados. En estos casos, las externalidades negativas son especialmente

altas, y por ende se justifica que el Estado ponga particular celo en evitar los errores. En

este sentido, el empleador debería tener la carga de la prueba respecto de la efectividad

de los tests o predictores en estos supuestos.

Los tribunales parecen dispuestos a realizar un escrutinio estricto en estos casos, pero el

disparador de tal escrutinio es el uso de determinadas categorías sospechosas. En este

punto, el foco parece errado. El problema no es usar determinada categoría como criterio

de distinción, sino los efectos que una distinción produce en términos de igualdad social.

Si un restaurante chino utiliza “origen nacional”, “etnia” o “raza” como criterio para

contratar mozos, no habría razón para pensar que tal decisión merece ser sometida a un

escrutinio estricto: la distinción es, en el peor de los casos, neutra en términos de igualdad

social, y por ende sería vano gastar recursos en indagar en la definición de idoneidad y

los medios para identificarla que el empleador utiliza en un caso así. Esto es aún más

claro si la distinción se basa en un criterio “sospechoso”, cómo género, pero lo hace para

promover la contratación de mujeres en ámbitos de prestigio social (e.g. una universidad)

en los que están sub-representadas. El argumento de Fiss relativo a las acciones

afirmativas en entidades públicas ciertamente resulta aplicable a estos casos privados,

mutatis mutandi. Mientras que el criterio predominante mira con sospecha estos casos y,

en principio, lo somete a un escrutinio estricto, tal reacción carece de asidero desde la

óptica que estamos defendiendo.

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Poner el foco en las categorías utilizadas (raza, género, origen nacional, etc.) resulta

deficitario también en otro sentido. Muchas veces el problema en términos de igualdad

social es independiente de que tales categorías sean efectivamente utilizadas como

criterios o predictores. Por ejemplo, un empleador puede utilizar un predictor que no entre

en la lista de categorías sospechosas, como por ejemplo haber asistido a determinadas

universidades, pero que puede estar altamente correlacionado con la clase social del

candidato. En nuestro enfoque, esto no es en sí mismo ilegal: en la medida en que

efectivamente se demuestre que haber asistido a alguna de esas universidades es un buen

predictor de desempeño, la decisión no será arbitraria; pero, justamente, de lo que se trata

es de exigir que la eficacia del predictor sea comprobada. Lo que gatilla tal escrutinio no

es la categoría utilizada, sino el efecto de la distinción sobre la igualdad social.

Por otra parte, cuando la igualdad social se vea afectada, el escrutinio estricto debe

alcanzar también a las preferencias de los consumidores que informan la decisión del

empleador. Según argumentaremos más adelante, si de ese escrutinio resulta que tales

preferencias son odiosas o discriminatorias, los tribunales no deberán permitir que el

empleador las convalide.

Obligaciones activas del Estado

Si la decisión no es arbitraria, no cabe imponer al empleador que revierta su decisión ni

sancionarlo por ella. Pero esto no significa que, si la igualdad social se ve afectada, el

Estado deba quedarse cruzado de brazos. En aquellos países en los que la búsqueda de la

igualdad social es un mandato constitucional, el Estado tiene el deber de adoptar medidas

que eviten que ciertas carencias sociales terminen siendo predictores del rendimiento

laboral de las personas. Para seguir con el último ejemplo, supongamos que en

determinado país haber estudiado en una universidad a la que solo las clases altas o

medias altas acceden es un predictor muy efectivo del rendimiento profesional; en tal

caso, no podría reprocharse a los empleadores que prefieran candidatos egresados de

dicha Universidad, pero sí se le debería reprochar al Estado que no haga nada para que

los sectores menos favorecidos puedan obtener una educación comparable, ya sea

potenciando la educación pública o subsidiando el acceso a la educación privada de mayor

calidad. Una cosa no quita la otra.

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Tomemos otro ejemplo. Según argumentamos más arriba, el concepto de idoneidad

engloba la consideración de los costos que cada potencial empleado involucra. Dentro de

esta lógica, como vimos, no sería arbitraria la decisión de preferir a Ana sobre Carina

porque ésta padece una discapacidad física que obligaría al empleador a incurrir en costos

adicionales. Esto no quita que el deber del Estado de minimizar el impacto de las

decisiones de empleo sobre la igualdad social pueda implicar que el Estado sancione leyes

tales que Ana y Carina, de hecho, involucren costos equivalentes. Así, por ejemplo, si los

hipotéticos costos adicionales involucrados en la contratación de Carina se debían a que

ésta usa silla de ruedas, la existencia de normas generales que obliguen a los empleadores

(al menos de determinado tamaño) a contar con rampas minimizaría la diferencia de

costos entre uno y otro candidato. En estos casos, la norma general que impone rampas

obliga a todos los empleadores a internalizar el costo de emplear a personas como Carina.

En otros casos, la mejor receta puede ser que el Estado subsidie de manera individual o

genere beneficios impositivos a los empleadores que incurran en gastos extras para incluir

a las personas con discapacidad. Todos estos esquemas, entre muchos otros que la

experiencia internacional contempla, son compatibles con el deber del Estado de

minimizar el impacto de determinadas diferencias.

Como esta discusión sugiere, el hecho de que una categoría determinada de personas sea

potencialmente más costosa o no depende del trasfondo regulatorio impuesto por el

Estado. En tal sentido, en qué medida emplear mujeres en edad reproductiva será más

costoso que emplear varones en dicha edad dependerá de las normas de seguridad social

vigentes: si la licencia por maternidad es pagada por el Estado, ese costo ciertamente será

menor que si lo debe pagar el empleador; si, además las normas en la materia prevén que

los varones que sean padres se deberán tomar licencias por paternidad de la misma

duración que sus cónyuges mujeres, las diferencias entre unos y otros se reducirán aún

más.

El esquema que estamos planteando es compatible con que en algunos casos el costo de

limar diferencias sea internalizado de manera general por los empleadores –rampas para

discapacitados– y en otros sea asumido por el Estado o por una categoría más grande que

un empleador en particular, como por ejemplo un sistema de seguro privado o sindical de

salud. Aunque no es posible generalizar al respecto, cabe señalar que en principio habría

dos buenas razones para que sea el Estado y no el empleador quien asuma ese costo. La

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primera es que si el costo recae sobre el empleador, éste tendrá incentivos para hacer

trampa, alegando que la razón por la que no contrata a Carina es que no habla francés, y

no que si lo contratara debería proveerle un sillón mucho más costoso; o que la razón para

no contratar a Esther es que ella no es suficientemente fuerte como para cargar tachos de

helado, y no que si ella se toma licencia por maternidad, una parte de los costos los deberá

pagar su empleador. El hecho de que, según dijimos, el Estado deba realizar un escrutinio

estricto no quita que sea preferible que el empleador tenga incentivos para llamar a las

cosas como son, y no para burlar la regulación; de ese modo, el Estado podrá actuar en

consecuencia y encarar los remedios estructurales que permitan lidiar con la situación, en

vez de gastar energía en discutir si el francés es o no un requisito relevante, o si los tachos

de helado son o no tan pesados como dice el empleador...

La segunda razón para abogar por que estos costos sean absorbidos por el Estado se

vincula con el tipo de análisis que Guido Calabresi célebremente desarrolló en el contexto

del derecho de daños: el Estado es un mejor “dispersor” de costos. Aunque el costo de

encarar reformas edilicias, financiar licencias de maternidad/paternidad, etc., sea

nominalmente el mismo más allá de quién lo encare, en general el Estado estará en mejor

posición para dispersar este costo entre más gente y para hacerlo de tal forma que sea

sensible a consideraciones de justicia distributiva del tipo que informan los sistemas

tributarios. En términos calabresianos, de esta manera disminuyen los costos secundarios.

Más aún, dados los incentivos a hacer trampa que, como vimos, el sistema alternativo

involucra, es razonable pensar que también los costos terciarios, esto es, los gastos

administrativos, disminuyen cuando es el Estado quien asume el peso económico de

minimizar el impacto de ciertas diferencias.29

En definitiva, el Estado puede, y debe, operar sobre el trasfondo regulatorio para

minimizar el impacto que determinadas diferencias tendrán en el costo que el empleador

deberá asumir. Ese trasfondo regulatorio funciona de manera general; no es algo que en

principio un juez, en un caso concreto, podría imponer a un empleador en particular. Más

allá de esto, existen límites constitucionales al tipo y la magnitud de los costos que el

Estado puede exigir a los particulares que absorban como parte de ese trasfondo

regulatorio. Pasado cierto límite, la exigencia de absorber ciertos costos podría resultar

29 Véase Guido Calabresi, The Cost of Accidents (1970).

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expropiatoria; y ciertas regulaciones, potencialmente, podrían dar derecho a los

particulares a reclamar una indemnización. Ambas cuestiones merecen un análisis

detallado que excede el marco de este trabajo.

Preferencias odiosas o discriminatorias

Como vimos, un esquema focalizado en la arbitrariedad no cuenta con herramientas

robustas para descartar las preferencias odiosas o discriminatorias de los consumidores.

Entendemos que agregar la igualdad social como consideración nos provee de tales

herramientas. En tal sentido, el Estado no puede permitir que el empleador convalide, y

de ese modo refuerce y reproduzca, las preferencias odiosas de los consumidores que

afecten la igualdad social.

Sin embargo, dado que es innegable que la decisión del empleador es en un sentido

relevante racional, pues su negocio depende de ser sensible a las preferencias del

consumidor, en estos casos el Estado tiene la carga de minimizar el impacto competitivo

de su decisión procurando que la carga sea general, es decir, pareja para todas las

empresas del sector.

Por otra parte, no se justificaría prohibir al empleador que tenga en cuenta las preferencias

discriminatorias sin impacto en términos de igualdad. Si un empleador responde a las

preferencias discriminatorias de determinado grupo que, por ser aisladas y no referirse a

un sector que tradicionalmente es objeto de prejuicio, no tienen mayor impacto, no habría

razones de peso para intervenir. Nuevamente, no es la categoría utilizada, sino el impacto

sobre la igualdad social, lo que justifica interferir con la autonomía.

Finalmente, merecen un análisis independiente los casos en los cuales se pone en juego

el derecho a la privacidad del consumidor. Una política de contratación que excluya a los

hombres o mujeres del acceso a determinados puestos de trabajo podría estar justificada

en función de la protección de la privacidad o el resguardo del pudor de los consumidores.

Supongamos que los pacientes consistentemente prefieren a un médico o enfermero de su

mismo sexo en aquellos casos en los cuales la relación médico-paciente lo expone a

situaciones que afectan su pudor o su intimidad. En este contexto, resultaría justificado

que el empleador tenga en cuenta estas preferencias a la hora de contratar al personal, aun

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cuando ello implique una definición laxa de la idoneidad de los postulantes. Algo similar

ocurre con los terapeutas, los guardias de cárceles, o los vendedores de ropa interior. En

todos estos casos, la discriminación, parecería estar justificada en un interés legítimo de

otra persona que el empleador puede tomar en cuenta a la hora de adoptar una decisión

de contratación. Esa decisión no sería entonces arbitraria. Sin embargo, habrá casos

limítrofes, pues en ocasiones puede no ser obvio si la preferencia del consumidor obedece

a un resguardo de su intimidad o a consideraciones odiosas o discriminatorias. Creemos

que, dentro del ámbito auténticamente íntimo, incluso tales preferencias deben ser

respetadas y, por ende, no se justifica indagar en la decisión del empleador que atiende a

ellas.

V. Decisiones arbitrarias

En muchos casos es posible que el empleador, por una multiplicidad de razones, adopte

decisiones que no pasarían el test de "no arbitrariedad" que en general usan los tribunales,

como la Corte argentina. Estas decisiones pueden resultar positivas, neutras o negativas

para el logro del ideal de igualdad social. Sin embargo, el test de "no arbitrariedad" no

permite distinguir entre estas tres circunstancias.

En primer lugar, supongamos que el dueño de una cadena de restaurantes decide contratar

solamente a personas con discapacidad. En este caso, Carina sería preferida frente a Ana,

aun cuando los costos de contratarla sean mayores, e incluso en aquellos casos en los que

Ana logre demostrar que está más calificada para ocupar el puesto y que la única razón

por la que no fue contratada es por su "no discapacidad". Si la única variable que

consideramos es la arbitrariedad, la justicia debería intervenir para obligar al empleador

a que base sus decisiones solamente en la idoneidad de los candidatos. Sin embargo, desde

el punto de vista de la igualdad social, es claro que la decisión del dueño de la cadena de

restaurantes tiene un impacto positivo, ya que fomenta el acceso al empleo de personas

con discapacidad y de ese modo contribuye a construir una sociedad más igualitaria.

Desde este punto de vista, la decisión no debería ser revertida sino celebrada o incluso

incentivada por el Estado. Por tanto, no deberíamos considerar discriminatoria una

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distinción que mejora la igualdad social, más allá de que esa distinción sea fiel, o no, a

consideraciones de idoneidad.

Con esto en mente, cabe preguntarse si la decisión de la Corte mexicana antes referida no

encuadraría, en realidad, en este supuesto. En efecto, la Corte se muestra especialmente

agraviada por la distinción etárea, que perjudica a las personas de edad más avanzada,

pero en realidad son justamente los más jóvenes quienes, en la sociedad mexicana,

encuentran mayores dificultades para conseguir empleo.30 Aunque ciertamente ese no sea

el fin buscado por CMR, no puede descartarse que, de hecho, la distinción esté

aumentando las oportunidades laborales de un grupo que, en esa dimensión, no lleva la

mejor parte. Es verdad que el cruce entre edad y género lleva a reforzar un estereotipo

que impacta negativamente sobre la igualdad social, pero la Corte, si bien da cuenta de

tal cruce, parece entender que la mera distinción por edad es en sí misma problemática.

Si nuestro análisis es correcto, ese punto no sería nada obvio.

Ahora supongamos que el dueño de un centro de copiado decide contratar solamente a

descendientes de italianos, motivado por un deseo de favorecer a sus connacionales. Esta

decisión llevaría, por ejemplo, a que Giannfranco, un joven sin ninguna experiencia

previa en el rubro, sea contratado como supervisor; mientras que Juan, con 5 años de

experiencia en el principal centro de copiado del país, no sea siquiera entrevistado.

Claramente estamos frente a una decisión arbitraria que, para peor, se vale de una

categoría sospechosa; por lo tanto, cabría pensar que esa decisión no pasaría el test

planteado por la Corte argentina. Sin embargo, más allá de ser una mala decisión de

negocios, la contratación de Giannfranco parecería tener un impacto neutro en términos

de igualdad social: los italianos no son una minoría desaventajada, pero tampoco

especialmente aventajada, dentro de la sociedad argentina; y la empresa no tiene un

tamaño suficiente como para que esta decisión genere distorsiones en el mercado.

¿Realmente estaría justificada la intervención del Estado? En estos casos, la decisión de

intervenir parecería pasar por alto la autonomía de la voluntad del empleador y su libertad

de contratar (que incluye el derecho a elegir la persona que se contrata31 y a celebrar

30 Véase http://www.elfinanciero.com.mx/economia/jovenes-de-20-a-29-anos-con-mas-desempleo-en-11-anos.html. 31 CSJN, "Agnese, Miguel Angel c/ The First National Bank of Boston (Banco de Boston) s/ ac. de reinc. ley 23.523".

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"malos contratos"), sin un objetivo social que respalde dicha intervención: más allá del

agravio que puede sentir Juan al no ser contratado para un empleo para el que está

claramente calificado, la decisión del empleador no tiene un impacto en la igualdad u otro

objetivo social importante que justifique restringir la libertad de contratar del empleador.

Finalmente, nos quedan los casos en los cuales la decisión no solo es arbitraria, sino que

también tiene impacto negativo en términos de igualdad social. Este sería el caso, por

ejemplo, de Abbercombie, que durante muchos años no contrató hispanos, asiáticos o

afroamericanos para trabajar como vendedores en sus locales, pese a ser igualmente

idóneos o estar incluso más calificados para ocupar las vacantes que se producían.

Sisneros ilustra el mismo supuesto: no se logró demostrar que la mujer no era idónea para

el puesto de colectivera, y el perjuicio en términos de igualdad social causado por la

decisión parece claro, en tanto reproduce una asignación de roles subordinados (cuidar a

la familia y cocinar, según declaró un empresario del sector). En estos casos, es decir

cuando la decisión es arbitraria y tiene impacto negativo en términos de igualdad social,

el Estado debe intervenir para obligar al empleador a modificar su política de contratación

de forma de que ésta se base solamente en la idoneidad; o incluso emprenda acciones

afirmativas para revertir el impacto de su decisión anterior. Sin embargo, lo que dispara

la intervención del Estado en estos casos no es la "arbitrariedad", sino el impacto de la

decisión arbitraria en un objetivo social especialmente valioso.