Cabra, Pier Giordano - La Vida Religiosa en Mision

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Pier Giordano Cabra La vida religiosa en misión

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Pier Giordano Cabra

La vida religiosa en misión

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Colección Servidores y Testigos 48

Pier Giordano Cabra

La vida religiosa en misión

Editorial SAL TERRAE Santander

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Título del original italiano: Vita religiosa in missione ©1989 by Editrice Queriniana

Brescia (Italia)

Traducción: Rufino Godoy López ©1991 by Editorial Sal Terrae

Guevara, 20 39001 Santander

Con las debidas licencias Impreso en España. Printed in Spain ISBN: 84-293-0892-X Dep. Legal: BI 211-91

Fotocomposición: Didot, S.A. Bilbao

Impresión y encuademación; Grafo, S.A. Bilbao

índice

Págs.

Presentación 9

1. EN LA SOCIEDAD 11

1. La situación 12 2. Las vías de la evangelización 14 3. Evangelizadores 16 4. Nuestro papel de evangelizadores 18

A. Cristo, verdad del hombre 18 B. Cristo, fermento de unidad y fraternidad 23

Conclusiones 26

2. ENTRE EUROPA Y EL TERCER MUNDO 29

1. La situación 29 A. También la vida religiosa se dispone

a dejar de ser eurocéntrica 30 B. De una vida religiosa eurocéntrica

a una vida religiosa mundial 31 2. Algunas tareas 33

A. La vida religiosa, lugar de convivencia de diversas culturas 33

B. La vida religiosa apostólica entre el viejo y el nuevo mundo 35

C. Relaciones con las iglesias locales 40 D. La tarea de la comunión 44

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3. EN LA IGLESIA LOCAL 47

1. El discípulo amado y Pedro 49 2. Algunos datos de la tradición 52 3. Para una lectura en nuestro contexto 53

A. Los dos apóstoles corren juntos 54 B. Juntos, pero con distintas funciones 55 C. Llegar primero 58 D. Correr hacia el Señor 60

Conclusión 61

4. CON LOS MOVIMIENTOS LAICALES 63

1. Un período de malestar 64 A. El momento 65 B. La relación Iglesia-mundo 66 C. Las obras 67 D. La transición cultural 68 E. La afectividad 69 F. La experiencia religiosa 70 G. El sentido de Iglesia 71 H. El problema 72 I. Algunas reflexiones 74 J. La situación hoy 76

2. Indicaciones para la vida religiosa 77 A. La vida religiosa es, ante todo,

un «movimiento espiritual» 77 B. La vida religiosa es una «familia» 78 C. La vida religiosa tiene una

identidad carismática propia 79 D. La vida religiosa es una

«formación permanente en la santidad» 80 E. Los religiosos presentes en los movimientos . < c , l

Conclusiones 82

5. CON LOS LAICOS 85

1. Las modalidades tradicionales 87 2. Nuevas modalidades 87 3. Nuevas formas de afiliación 88 4. La formación de los laicos 88 5. La formación de los religiosos 91 6. Las iniciativas ajenas 92

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6. EN LA PARROQUIA 95

1. Algunas exigencias jurídico-administrativas 95 2. Algunas convicciones que hay que potenciar 96

A. La vida religiosa ayuda a la pastoral parroquial 97

B. La presencia comunitaria de la vida religiosa 98 C. La presencia carismática del instituto 100 D. La posición del superior religioso 102 E. Una nota dominante: «expertos en comunión» 104

7. EL RETO DE LA FELICIDAD 109

1. La situación 110 A. El mundo 111 B. Los institutos 112 C. El religioso y la religiosa en particular 113 D. Los jóvenes 114

2. El «camino» de la vida religiosa 115 3. Algunos apoyos 121 Conclusiones 125

8. ¿QUÉ RELIGIOSO Y PARA QUÉ MISIÓN? 127

1. Hombre de Dios 128 A. Creer en la vida religiosa 128 B. Testigo gratuito 130 C. Místico contemplativo 134 D. La vida eterna 136

2. Profeta 139 A. Profecía en la vida apostólica activa 139 B. En misión 141 C. Partícipe en la lucha de Cristo 143 D. La incertidumbre 146

3. Hombre de comunión 148 A. Con los hombres de buena voluntad

de nuestro tiempo 149 B. Con los hermanos «cotidianos» 152 C. Con el carisma del instituto 153 D. Con otros religiosos y religiosas 154 E. Con la iglesia local 156 F. Con el Tercer Mundo 157 G. Con los grupos eclesiales 158 H. Con los últimos 159 I. Con el Dios del futuro 161

Conclusión 163

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9. UNA COMUNIDAD DE HERMANOS 165

1. «In illo tempore» 165 2. «Memoria communionis» 167

A. Entre renovación y tradición 171 B. Entre anarquía y autoritarismo 172 C. Comunidad y autor realización 172 D. Ser y actuar 174

3. «Diakonia benignitatis» 175 4. «Sacramentan futuri» 181 5. «Veni, Sánete Spiritus» 185

Presentación

La vida religiosa en estos últimos años ha tenido que afrontar los mismos gigantescos desafíos que la Iglesia. Al igual que ésta, la vida religiosa ha debido hacer frente a nuevas situaciones, ha visto cómo se abrían nuevas pers­pectivas y se ha visto solicitada a prestar nuevos servicios, a intentar nuevos tipos de presencia en la iglesia local y a entablar nuevas relaciones con los laicos.

Ha asistido a la aparición de movimientos laicales, a veces muy activos; ha tenido que enfrentarse a una socie­dad sumamente hedonista y permisiva; ha debido revisar ciertas orientaciones de los primeros tiempos del post­concilio; ha visto abrirse ante sí nuevos campos de apos­tolado en el Tercer Mundo... Todo lo cual ha constituido una serie de pruebas no siempre fáciles de superar y cuyo desenlace no siempre ha sido obvio.

De ahí la búsqueda tanto de una más exacta com­prensión de las nuevas situaciones como de unas más ade­cuadas respuestas evangélicas. Estas páginas son un tes­timonio de dicha búsqueda y contienen algunas ponencias presentadas por el autor en diversos encuentros con reli­giosos y religiosas en Italia, Europa y América Latina.

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Algunos temas por los que el autor siente una especial predilección aparecen más de una vez a lo largo del libro, como para indicar su urgencia e importancia en el mo­mento presente.

El hecho de presentar aquí algunas de sus interven­ciones sobre problemas más «nuevos» podrá servir de ayu­da a quienes sienten como algo muy importante para la Iglesia y la sociedad la vitalidad de la vida religiosa.

EL EDITOR

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1 En la sociedad

Entre los problemas más urgentes de la Iglesia actual, destaca el problema de la evangelización de nuestra so­ciedad secularizada. Es un problema que asalta y provoca a la vida religiosa, que la obliga a tener en cuenta la nueva situación, a crear actitudes que puedan quebrar la dura costra de nuestro mundo, tan inasible y ajeno a nuestro modo habitual de pensar.

Para comprender la situación, nos pueden ayudar el diagnóstico y las orientaciones del Sínodo de los obispos europeos de 1985, dedicado precisamente al tema Secu­larización y evangelización hoy en Europa. El análisis realizado en aquel importante encuentro es un buen punto de partida para la reflexión sobre la tarea de los religiosos frente a la enorme tarea de la evangelización.

La perspectiva europea dada al tema nos ayuda a encuadrar en las grandes tendencias que se dan en nuestro continente la presencia y las tareas de la vida religiosa.

Expondremos aquí brevemente los temas relativos a la situación (1), las vías de la evangelización (2), los evan-gelizadores (3), y nos detendremos un poco más amplia­mente en nuestro modo de evangelizar hoy (4).

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1. La situación

1. Los obispos se preguntaron si es correcto hablar de sociedad secularizada. Hubo dudas sobre el uso del término, y más aún sobre el uso del concepto seculari­zación, que debería emplearse con cautela, porque podría decir demasiadas cosas, sin expresar, por otra parte, ade­cuadamente los complejos fenómenos de transformación que se están produciendo, con el riesgo de interpretaciones apresuradas y superficiales.

Quizá es mejor hablar de sociedad sometida al do­minio de la razón instrumental, que tiene como objetivo inmediato la multiplicación de los bienes. Es el dominio del homofaber, del aumento a toda costa de la producción, del «hacer» para transformar el mundo, del eclipse de la «contemplación». Hoy, la razón no sirve principalmente para buscar la verdad, sino para «transformar el mundo».

Todo esto ha producido grandes cambios en las re­laciones sociales, en la estructura familiar, en la práctica religiosa, en las actitudes para con la Iglesia. De ahí, también, el rostro ambiguo de la nueva sociedad: por una parte, enormes realizaciones materiales y sociales (nunca Europa ha tenido tanto bienestar extendido a tantos ciu­dadanos) y, por otra, el derrumbamiento de no pocos va­lores morales y religiosos fundamentales. Juan Pablo II esbozó así, en su discurso, la situación religiosa del eu­ropeo: Un hombre comprometido de tal manera en las tareas de edificación de la ciudad terrena, que ha perdido de vista (o ha excluido voluntariamente) la ciudad de Dios.

2. Al concluir el simposio, el cuadro fue presentado con estos rasgos, siguiendo recientes investigaciones fia­bles:

a) El hombre europeo sigue considerándose «reli­gioso». En el Este, la Iglesia experimenta incluso un cre­cimiento de adhesión por parte de los jóvenes, hecho que no puede dejar de sorprender a los responsables de la educación atea de las nuevas generaciones. En esta misma línea puede situarse la notable adhesión de los jóvenes italianos a la enseñanza religiosa en la escuela secundaria.

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b) La religión se convierte en un hecho privado, e incluso marginal.

El hombre de nuestra sociedad lleva la marca del narcisismo, señala el card. Daneels. Y el narcisista está vuelto hacia sí mismo, hacia su persona, su ambiente, lo visible; tiene como ley la satisfacción de sus necesidades. Rehusa, por tanto, todo lo que puede disminuir su per­sonalidad, rechaza las instituciones (comenzando por la familia), culpa a la sociedad de todos los errores, cultiva la nostalgia de una sociedad hedonista y permisiva, sin padres ni modelos ni tradiciones. Esto puede explicar los resultados de los referendums sobre el divorcio y el aborto en Italia.

Está claro que, en este sentido, la Iglesia es cada vez menos funcional para el sistema. La Iglesia, en efecto, habla de cosas muy distintas. Habla de servicio, de aper­tura al otro (sobre todo al Otro), habla de victoria sobre el propio egoísmo, de conversión del hombre incurvado sobre sí mismo, para que levante la mirada hacia su Crea­dor.

c) De todo esto se deriva una pertenencia parcial a la Iglesia y una selección personal de sus normas éticas. Se escucha gustosamente a la Iglesia cuando habla, por ejemplo, de paz, de desarme, de justicia social; pero se desatienden sus llamadas cuando habla de moral familiar o sexual, cuando invita a la solidaridad concreta, etc.

La norma ética no encuentra su fundamento en la autoridad que la propone (la Iglesia), sino en el criterio o en la conciencia o en el sentimiento del individuo.

d) Pero este europeo es también un hombre extra­viado: el declive de las ideologías, la pérdida del halo místico de la ciencia, el debilitamiento de los humanismos ateos, han quitado muchos puntos de apoyo, y por eso este hombre ya no está tan seguro de sí.

Tiene ante sí la perspectiva de un declive: en primer lugar, declive biológico (Juan Pablo II empleó cifras y palabras muy adecuadas y terribles acerca de ello). En

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pocos años, Europa pasará, debido al descenso de la na­talidad, del 25 % de la población mundial al 5 %, con todos los graves problemas ligados a ello (¿podrá, por ejemplo, mantener a sus viejos dentro de algunas décadas? Se perfila el avance del Islam en nuestro mundo, una invasión silenciosa de «tercermundistas», etc.). Declive de las razones para vivir: «et propter vitam, vivendi per­deré causas», decía Juvenal. El amor desmedido a esta vida hacer perder la razón de vivir. ¿Para qué vivir? Aquí encallan todos los ateísmos y los humanismos demasiado humanos. Aquí surge la pregunta acerca del sentido y, por tanto, se abren senderos para el anuncio del evangelio.

La situación actual presenta resistencias al evangelio y nuevas posibilidades de anuncio, sombras y luces, obs­táculos firmes y promesas incipientes.

Semejante Europa tiene, por tanto, necesidad de una segunda evangelización, hecha sobre bases antiguas y nue­vas.

2. Las vías de la evangelización

Continúan siendo fundamentalmente válidas las dos vías clásicas: la de Pablo en el Areópago y la de Pedro en Jerusalén.

a) Pablo en Atenas: «Lo que vosotros adoráis sin conocerlo, yo os lo anuncio». Es el método de la «corre­lación», del subrayar la continuidad entre la experiencia religiosa natural y la cristiana. Se trata de hacer que emer­jan los vestigio Dei, de descubrir los semina Verbi, de leer los «signos de una acción del Espíritu».

Es una vía que parte de lo vivido, que hace emerger lo explícito de lo implícito, que ofrece una plenitud a las aspiraciones del hombre, que da un nombre al «Dios des­conocido».

Hay en el corazón del hombre un «deseo de Dios» que se da a conocer al hombre y que está orientado hacia el Dios vivo y verdadero, el Dios de Jesucristo. Esta es

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la «vía larga» de las mediaciones culturales, del diálogo, del no «apagar la mecha humeante», de la gradualidad, etc. Es la vía del encuentro de Loreto. Partiendo de la experiencia del hombre de hoy, se puede mostrar a este hombre su dimensión de transcendencia, su apertura al misterio de Dios.

b) Pedro en Jerusalén: «Arrepentios, y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para la remisión de los pecados». Esta es la vía del kerigma directo, del anuncio de Cristo muerto y resucitado, Señor de todos los hombres. Es ir directamente al centro del hecho cristiano como novedad absoluta. Esto implica nor­malmente un juicio negativo sobre la sociedad (como hizo también Pablo en los dos primeros capítulos de la Carta a los Romanos).

Es el método de la discontinuidad, de la «ruptura» entre experiencia religiosa humana y propuesta cristiana.

Es la vía preferida hoy por algunos grupos o movi­mientos, especialmente dinámicos y agresivos respecto a la situación presente.

Es la vía seguida ampliamente por los misioneros en su gloriosa historia de evangelización de pueblos y naciones.

c) Las dos vías son complementarias y deben poder convivir, hoy como ayer, dentro de la Iglesia, para afron­tar, con diversas estrategias y carismas y dones, el gran problema del anuncio del evangelio a un pueblo distraído y desconfiado. Lo importante es llevar la Buena Noticia. Las discusiones sobre el «cómo» no deben paralizar el cuerpo eclesial, como alguna vez sucede.

d) Desde esta perspectiva, los religiosos, con sus obras (hospitales, escuelas, etc.), participan en la primera vía, en la evangelización de la caridad, que parte de las necesidades de la gente, de sus preguntas, de sus demandas.

Pero con su vida participan en la segunda vía. Toda la vida del religioso es, de hecho, una provocación, una

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silenciosa pero elocuente proclamación de que Cristo es el Señor y el sentido y la realización de una existencia.

A esto añaden la parresía en el anuncio de Cristo Señor, consecuencia de la pregunta suscitada por su vida cada vez más «extraña» y «extraordinaria». El religioso debe estar siempre dispuesto a «dar razón de la esperanza» que lo mueve y lo sostiene. Damos aquí por supuesta toda la obra de evangelización directa, de catequesis, de for­mación de conciencias, de predicación, de enseñanza, que los religiosos desempeñan también hoy, como en el pa­sado.

Esto es sólo una alusión a un problema que se podría afrontar mucho más ampliamente.

3. Evangelizadores

a) El simposio subrayó que todo el pueblo de Dios debe evangelizar; algunos acentuaron con preferencia la aportación de los laicos, estén agrupados o no en alguno de los numerosos movimientos existentes.

Hoy se habla mucho de los laicos. También el Sínodo sobre los laicos puso en el candelera este tema importante.

Nadie pretende poner en cuestión la oportunidad (e incluso la urgencia) de movilizar las enormes energías del laicado para una sociedad más cristiana. Pero todo ello crea a veces cierto malestar entre los religiosos, que se preguntan si su tiempo ha pasado, si el mañana no per­tenece más a los laicos que a ellos, si su función en la Iglesia no es cada vez menos reconocida y apreciada.

b) El Santo Padre volvió a establecer el equilibrio, recordando el papel primordial de los presbíteros, religio­sos y religiosas. Estas fueron sus palabras: «¡Nosotros (obispos) no estamos solos en la obra de evangelización: tenemos colaboradores. Quisiera subrayar ante todo la mi­sión de los presbíteros, de los religiosos y de las religiosas. Su obra evangelizadora es esencial y primaria [...]. En esta perspectiva, se debe reafirmar con lucidez y coraje

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evangélicos que la virginidad y el celibato consagrado por el Reino de los cielos liberan una fuerza especialmente eficaz para el anuncio del evangelio y el ejercicio de las obras de caridad».

La consagración religiosa es un elemento de suma importancia en la evangelización, porque indica al cris­tiano la meta a la que tiende toda vocación cristiana: dar la vida por el Señor, «no preferir nada al amor de Cristo».

Una evangelización que carezca de esta dimensión está disminuida, porque el cristiano está llamado a ser como Cristo, que «da su vida» por sus amigos. La vo­cación religiosa es memoria viviente de este aspecto cen­tral del anuncio del evangelio.

Y, además, ¿quién formará a los laicos?

Sin guías espirituales, ¿quién hará crecer en la vida teologal a los bautizados?

c) Hay que señalar aquí que Juan Pablo II no quiere privilegiar una visión «clerical» de la evangelización, entre otras cosas, porque inmediatamente después habla de los laicos y del Sínodo dedicado a ellos en el 87. Está claro, en cambio, que el papa quiere subrayar el papel insusti­tuible que tiene el testimonio de la persona consagrada totalmente al Reino para el anuncio del Reino mismo. La evangelización no es sólo transmisión oral, sino contagio vital. Por otra parte, fueron los religiosos quienes evan­gelizaron Europa. ¿Estaremos todavía en condiciones de dar una contribución decisiva a su segunda evangeliza­ción?

Si queremos resumir la situación, cabe decir que no se puede ni se debe hablar ya de monopolio práctico de los religiosos en la evangelización, sino de su papel in­sustituible en la inversión de nuevas energías para la evan­gelización.

Esto significa asumir con mayor conciencia al carác­ter específico de su papel propio en la misión de la Iglesia.

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4. Nuestro papel de evangelizadores

Ha llegado el momento de fijarnos en nosotros y en nuestra gente, sobre todo en nuestros jóvenes, con los que estamos cotidianamente en contacto. Lo hacemos muy esquemáticamente, indicando sólo algunos puntos que hoy se consideran prioritarios: nuestra profesión nos permite (y nos exige) hacer presente a Cristo, que es la verdad del hombre y el fermento de fraternidad entre los hombres.

A. CRISTO, VERDAD DEL HOMBRE

Este es el anuncio kerigmático (que también es pre­ciso hacer hoy) de cada instituto religioso según su caris-ma, que determina sus modalidades de presencia. El ke-rigma, que no puede faltar, es el centro y el objetivo de toda presencia apostólica y tiene tres elementos básicos: el anuncio de la creación, el de Cristo muerto y resucitado y el de la plenitud en Dios de todas las cosas.

a) Anuncio de la creación. Es el anuncio de la acción del Padre, creador y comienzo de todas las cosas: Mira-biliter condidisti. Todo fue maravillosamente creado por Dios, todo es obra de Dios. La vida tiene un sentido, porque viene de las manos de Dios; tiene una dignidad «divina». De ahí la admiración por la creación, y también por las maravillosas realizaciones del hombre, colaborador de Dios y corresponsable del destino de la creación.

A este respecto, el P. Congar ha hecho recientemente algunas observaciones importantes. Según él, una de las tareas principales de la teología es detenerse en el primer artículo del Credo, «Dios-Creador», porque es posible creer realmente en la segunda creación si se cree ya en una primera creación, que es más bien una especie de esbozo marcado por la precariedad y en espera de algo más.

Y añade otra observación importante: a partir de la visión de la realidad como «creación», como obra de un Creador, como obra de un creador bueno y amoroso, se

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pueden poner las bases de la ética; se puede hacer que el hombre no se arrogue el derecho a ser «autocreador» de normas para sí mismo, con las que se convertiría en su propio guía. Pero también a partir de esta visión de la realidad como «buena y hermosa», la vida adquiere un sentido y merece ser vivida.

Uno de los peligros más insidiosos de nuestra juven­tud es el cansancio de vivir, el poco gusto por la vida, el desinterés por el propio futuro. De ahí que algunos de ellos se deslicen a la droga, al suicidio, síntomas mani­fiestos de un «mal oscuro», de la enfermedad oculta de la falta de amor a la existencia.

Si se tiene el sentido del mundo como «creación» y «don», es mucho más fácil que se sienta la vida como digna de ser vivida.

Hoy es necesario anunciar esto a nuestros jóvenes para darles inyecciones de optimismo, que es salud, que es camino de salvación, que es asunción de responsabi­lidad.

Y hay que hacerlo contra una difusa actitud distor­sionada hacia la creación: el abuso de la creación, el uso desmesurado de los bienes, lleva a su desprecio; del «atra­cón» se pasa fácilmente a la depresión y al nihilismo; de la abundancia se pasa fácilmente a la incapacidad de gozar de las cosas en su sencillez.

Nuestro tipo de vida, de por sí, proclama que es en el buen uso de la creación donde puede verse su belleza. El distanciamiento de los religiosos de algunas realidades les autoriza (les da autoridad, porque son testigos directos) a anunciar la bondad y el sentido de la creación. No es cierto que todo carezca de sentido: hay que «sentir» el mundo como obra de Dios, y al hombre como su estupendo colaborador, para luego animar a los jóvenes a ser res­ponsables de su futuro individual (¡y colectivo!).

En este punto tienen gran actualidad algunos de nues­tros santos, como San Francisco, que antes de morir entonó la alabanza de la creación. Y pudo hacerlo porque se había

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distanciado de sí mismo y de las cosas y era capaz de ver con los ojos de Dios y, por tanto, estaba en condiciones de cantar su encanto como en el primer día de la creación, cuando todo lo creado recibió el sello divino de la ad­miración que le producía a su propio Autor.

Quien tiene la mirada de Dios se distancia de la crea­ción, no para huir de ella, sino para verla con los ojos divinos. Contra el pesimismo difuso, hay que afirmar la belleza y la bondad del mundo, porque es obra de Dios.

No hay que ser «llorones», enemigos de la vida y de las cosas bellas de la existencia. Al contrario, hay que ser cantores de las cosas bellas y buenas, para poner de relieve la grandeza del Creador, que las hizo para nosotros. Hay que ser promotores de la vida, de la alegría, del optimismo, de la esperanza.

b) Anuncio de Cristo muerto y resucitado - Mira-bilius reformasti. Dios no sólo lo creó, sino que lo re­construyó, reformó y restauró.

1. En este mundo existe el mal, el dolor, la muerte, el miedo y todas las otras realidades negativas. El mundo está íntimamente corroído por la carcoma del tiempo, por un mal oscuro e inexorable, por el pecado del hombre, por fuerzas destructoras poderosas e inasibles, por la obra del Adversario, el Príncipe de este mundo. Hay una mis­teriosa «entropía», una carrera hacia un voraz «agujero negro». El hombre está interiormente lacerado, curvado sobre sí mismo: he ahí la fatigosa y potente obra de res­tauración de Cristo. He ahí el don de Cristo: todo es re­novado y vuelve a ser hermoso si se vive en Cristo, que es el «sí» al mundo de Dios y el «no» de Dios al mundo del pecado. Cristo, que vive este mundo con espíritu filial, se convierte en la verdad del mundo, porque muestra al mundo la vía de la reconstrucción, del reencuentro de su esplendor. Cristo es el camino verdadero que conduce a la vida, el camino hacia la reconstrucción de todo.

2. Mi vida de religioso es testimonio de que Cristo es mi verdad, mi realización según el proyecto de Dios. Yo soy un kerigma viviente. El camino cristiano que lleva

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a la felicidad existe. Y yo soy una prueba de ello. Yo manifiesto que sé «gozar plenamente en el Señor». Por haber puesto en él toda mi confianza, por haber seguido su camino, recibo de él el ciento por uno, una vida «se­rena», aun en medio de las tribulaciones. «Sobreabundo de gozo en mis tribulaciones». Yo soy la historia de la salvación en acto.

Yo experimento que Cristo me reconstruye, me re­hace cada día, me vuelve a dar coraje y confianza, aunque yo no sea gran cosa, aunque no sea más que un pobre hombre. Y todo ello lo recibo en la Iglesia, mi madre, que me engendró a la vida divina, en la que Cristo me regenera y de la que recibo fraternidad y ejemplos de santidad. El amor a la Iglesia, la pertenencia gozosa y cordial a la Iglesia concreta tal como es, a la Iglesia de hoy, el reconocer las maravillas que el Señor realiza en ella y a través de ella, la visión del gran misterio de muerte y resurrección de Cristo: ésta es la condición para el ca­mino de reconstrucción del mundo y del hombre. No se puede pertenecer a la Iglesia «parcialmente», sino total y gozosamente, porque lo que recibimos de ella es infini­tamente más grande que lo que podamos criticar de ella.

3. Nuestro seguimiento dice que Cristo es capaz de dar un sentido a un mundo hecho inhabitable por el mal; que, a pesar de las dificultades, vale la pena vivir la vida, porque en Cristo lo hemos encontrado todo, desde el per­dón a la alegría.

De aquí se deriva la tarea prioritaria hoy: el testimonio de la alegría. Alegría de ser salvados por Cristo y de pertenecer a él.

Es necesario aparecer, no como hombres y mujeres que han muerto antes de tiempo, sino más bien como gente que ha resucitado a una vida nueva, que anticipa el es­plendor de la resurrección final y que en las muertes co­tidianas encuentra el don de la resurrección. Sobre este valor se juega hoy gran parte de nuestra credibilidad. No­sotros somos testigos de la capacidad de Cristo para crear un «hombre nuevo».

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Este es el kerigma quizá más incisivo y poderoso: no estamos muertos, sino resucitados. Parecemos destinados a una vida que anticipa la muerte, pero en realidad libe­ramos la vitalidad de Cristo resucitado.

Quien pertenece a Cristo no se ve pillado en la trampa de una vida sin significado, sino que supera las pequeñas muertes cotidianas gracias a una fuerza escondida, a una energía divina que actúa en él, para expresar una «calidad de vida» que es incomprensible para quien quiere expli­carlo todo en términos solamente humanos.

c) Anuncio de que todo está hecho para Dios. Este es el aspecto escatológico, y consiste en ver la acción del Espíritu, que quiere llevar todas las cosas a su término para que Dios esté «todo en todos». «Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios». Dios es, en efecto, la perfección única del hombre y del cosmos: todos caminamos hacia la inimaginable plenitud de vida. Tam­bién el universo está destinado a ser transformado en Cristo.

1. Hay que tener un profundo sentido contemplativo para sentir todo esto como la realidad más real que toda realidad visible y contingente, para romper el narcisismo del hombre contemporáneo, para vencer el repliegue del hombre sobre sí mismo y sobre el exceso de sus cosas. Este exceso oscurece el «más allá» de las cosas, el «mu­cho», el «más» invisible que sostiene todas las cosas.

2. La mirada contemplativa permite captar la glo-balidad del universo: la tierra, aun siendo maravillosa, es vista como pequeño punto del cosmos, como un punto de la franja del manto de Dios... Se trata de ver el «mucho más» que hay más allá de la tierra, del universo, de los espacios infinitos, de nosotros...

Hay que mantener vivo en nosotros y en nuestros jóvenes el sentido del misterio; misterio del Dios inmenso que nos transciende y nos espera; misterio de lo invisible, poblado por la inmensidad realísima de Dios.

3. Nuestra tarea de religiosos es buscar el todo in­visible y no detenernos en lo poco visible. Cuando dejamos

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aparte lo poco visible, es porque buscamos el Todo; y en este Todo encontramos el sentido y la belleza de todo.

Y advertimos que sólo este Todo que espera a todos es el único motivo de ser de todo cuanto existe.

¿Qué sentido tiene la vida? ¡El de ser una aventura de un grano de polvo hacia el todo de Dios!

De la contemplación de esta realidad puede brotar un anuncio convencido y convincente.

Así contribuimos a anunciar a Cristo-verdad del hombre.

B. CRISTO, FERMENTO DE UNIDAD Y FRATERNIDAD

Si miramos de cerca el mundo de los jóvenes, no podemos eludir esta pregunta: ¿qué espera mañana a nues­tros jóvenes?

La respuesta aparece más bien inquietante: les espera una situación que sólo puede ser resuelta con una men­talidad solidaria.

No será la técnica, sino la solidaridad (fruto eminente de la fraternidad), la que salve el mañana. La vida religiosa puede dar una contribución bastante considerable y posi­tiva, porque puede manifestar la fuerza unificadora que procede del vivir juntos como hermanos en nombre de Cristo. Los religiosos son llamados expertos en comunión. ¿No podremos poner a disposición de las jóvenes gene­raciones nuestro patrimonio de experiencia de «vida en común»?

Resumiendo, se puede decir que son tres los retos principales que esperan a los jóvenes:

a) Desocupación creciente. Estamos entrando en la era de la tercera revolución, determinada por la infor­mática, por la robótica... Ahora bien, tales innovaciones no parecen crear puestos de trabajo (al menos por ahora). Para que aumente el empleo, la economía debería crecer

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a un ritmo que no es deseable, por la dilapidación de la naturaleza y la contaminación del ambiente. Sólo es po­sible evitar las dramáticas consecuencias de estas pers­pectivas mediante una «cultura de la solidaridad».

No es la economía sola la que debe dictar las leyes del desarrollo y las grandes opciones; no los más fuertes, los más afortunados, los mejor organizados, sino una preo­cupación real por el «bien común»; una visión, una men­talidad y una praxis solidarias.

La complejidad del problema es evidente; pero está claro que, sin solidaridad, nuestros jóvenes no tendrán mucho trabajo ni mucho futuro.

La pobreza religiosa debería hacernos sensibles a to­dos (y competentes a algunos) a estos problemas, para actuar con nueva sensibilidad y ser instrumentos adecua­dos en un sector que afecta a la juventud y a su mañana.

La pobreza es también solidaridad con los más des­favorecidos y con aquellos que son excluidos del gran circuito de la producción y la distribución de las riquezas.

b) Tragedia del Tercer Mundo. Dentro de pocos años, el Tercer Mundo pasará del 64 % de la población mundial al 85 %, con centenares de millones de personas que vivirán en absoluta pobreza.

También en esto la solución ha de venir de una men­talidad solidaria. Los mecanismos sociales, económicos, políticos no están en condiciones de resolver por sí solos este conjunto de problemas enormes. Es necesaria una mentalidad fraterna, y nosotros deberíamos estar entre sus propugnadores más activos y creíbles en Europa. Quizá manteniendo esta actitud en nuestro viejo continente, po­dremos ayudar mejor a la solución de este problema.

Y lo podemos hacer porque nos ayuda la dimensión internacional de nuestros Institutos, que nos permite tener noticias, conocer problemas y sensibilizar también a nues­tros ambientes con una mentalidad nueva, alejada tanto de la actitud asistencial como de análisis estériles. Se trata también de mostrar nuestra corresponsabilidad de consu-

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midores desenfrenados de bienes, a veces en perjuicio de nuestros hermanos del'Tercer Mundo.

Apenas hay que señalar que tampoco aquí basta con la buena voluntad. Para una acción eficaz, es necesario un amplio conocimiento de los problemas; lo cual requiere estudio y seriedad que respeten al mismo tiempo la com­plejidad y el gran ideal evangélico de la solidaridad.

c) Amenaza del futuro. Se trata del problema de la vida y la supervivencia de la humanidad. Existe el peligro de la catástrofe nuclear, existe el problema ecológico...

También en este campo, sólo una cultura de la so­lidaridad puede hacer menos terrible el futuro. Solidaridad que requiere nuevas actitudes hacia el otro, nuevas formas de comportamiento, nuevas instituciones, nuevas moti­vaciones de la convivencia humana.

Para los religiosos, se trata de la tarea de ser autén­ticos promotores de la solidaridad a través del entrena­miento cotidiano en la fraternidad concreta en nuestras comunidades, no sólo con el espíritu de siempre, sino también con la mirada puesta en este nuevo contexto.

Hemos de estar en condiciones de ayudar a los jó­venes a mirar de frente al mundo que les espera y a hacerles conscientes de que, o hay fraternidad, o llega el fin. Es­tamos «condenados a la fraternidad». O ser hermanos, o perecer.

De ahí la necesidad de nuestra educación en la be­nevolencia, en desterrar las actitudes agresivas. De ahí el ampliar continuamente nuestros horizontes, con tal de que la responsabilidad para estos grandes problemas nos lleve a ser constructores más convencidos de fraternidad, en el nombre y en la fuerza de Cristo Señor, que nos quiere a todos hermanos.

Y hay que decir claramente que Cristo es el funda­mento de toda fraternidad, porque nos anuncia al Padre de todos, que quiere la salvación de todos sus hijos y nos libera de nuestro egoísmo incurable.

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Seguir a Cristo es contribuir a salvar también la po­sibilidad misma de la vida en la tierra. También en este sentido Cristo es vida: vida en todas sus dimensiones.

Conclusiones

A partir de las reflexiones surgidas del simposio de los obispos europeos, hemos delineado algunos campos y modalidades de la evangelización para nuestra sociedad, que se va unificando cada vez más a nivel europeo. Como conclusión, podemos añadir dos cosas:

a) El secularismo, con todas sus consecuencias, no es una realidad que deba aceptarse de modo fatalista. Las tendencias narcisistas, el uso dominante de la razón ins­trumental, etc. se pueden corregir. Es posible crear islas de «hombres salvados de esta generación perversa» o, al menos, demasiado distraída. Cuando se está evangelizado, es posible reemprender una nueva evangelización. El evangelio tiene energías renovadoras ocultas, más fuertes que toda fuerza humana. El futuro no está fatalísticamente guiado por las fuerzas hegemónicas actuales. Depende también de nosotros imprimirle una dirección distinta.

b) Nuestro papel, en medio de nuestros contempo­ráneos, consiste, sobre todo, en presentar el choque de una vida empeñada por el evangelio, que hace surgir la pregunta: «¿Quién es éste?»

Desde ahí es desde donde se pueden abrir senderos para la evangelización, para anunciar a Cristo como verdad del hombre y a Cristo como vida-solidaridad del hombre.

El evangelio de Marcos va desvelando lentamente el «secreto mesiánico», pero va haciendo que surja con fre­cuencia esta pregunta: «¿Quién es éste?» De esta forma va sembrando preguntas e inquietudes saludables.

Estas son algunas pistas de siembra en algunos de los terrenos que esperan ser sembrados.

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Pero, sobre todo, nuestro testimonio ha de ser tal que, al vernos, digan: «¿Quién es éste?»

De ahí surge la posibilidad de siembra para el evan­gelio del Reino, por el cual estamos invirtiendo nuestra existencia, nuestra inteligencia, nuestro trabajo, nuestra competencia, nuestra pasión de hombres y mujeres entre­gados al evangelio del Señor Jesús.

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2 Entre Europa

y el Tercer Mundo

Entre todas las orientaciones que determinan hoy la vida religiosa, es obvio, aun para una mirada superficial, que una de las más importantes es el desplazamiento geo-gráfico-cultural desde Europa al Tercer Mundo.

Este es, probablemente, el tema predominante del cambio del milenio.

1. La situación

Podemos aceptar como hipótesis de trabajo la división de la historia de la Iglesia hecha por Karl Rahner. Esta división en tres períodos, aunque es discutible como toda tentativa de este género, puede ser útil para los objetivos de nuestra reflexión.

Primer período: judeo-cristiano. Dura relativamente poco y llega oficialmente hasta el «concilio» de Jerusalén. El cristianismo se inserta en el tronco judaico y, en con­secuencia, refleja su cultura. Su prototipo es la Iglesia de Jerusalén.

Segundo período: helenístico-europeo. El cristianis­mo se difunde entre los paganos y asimila y purifica la

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cultura griega y todas las otras culturas sucesivas. Es una síntesis grandiosa del «genio» de Jerusalén, Atenas y Roma y de las otras aportaciones que construyen el cris­tianismo de tipo europeo.

Tercer período: cristianismo mundial. A partir del concilio Vaticano II, el cristianismo está preparado para entrar más profundamente en sintonía con las culturas es­parcidas en los diversos continentes. Las nuevas Iglesias que nacen tienen conciencia de su originalidad, dentro del ámbito de la única Iglesia.

«La Iglesia católica no 'tiene' ya simplemente una Iglesia en el Tercer Mundo, sino que ahora es una Iglesia del Tercer Mundo, con una historia inicial radicada en el Occidente europeo» (Metz).

Esta es una tendencia que se muestra irreversible: ya no hay un mundo densamente cristiano y un mundo den­samente pagano, sino un mundo en que el cristiano y la Iglesia están presentes para elaborar nuevas síntesis.

A. TAMBIÉN LA VIDA RELIGIOSA SE DISPONE A DEJAR DE SER EUROCENTRICA

Está en proceso un descentramiento en la vida reli­giosa.

Queremos aludir aquí a algunos fenómenos, percep­tibles desde fuera, que no agotan ni la fuerza propulsora del Espíritu, ni el ansia apostólica de los religiosos y de los institutos, ni el impulso evangelizador típico de la vida religiosa.

Es sólo una mirada a lo que está sucediendo, para reflexionar sobre los hechos a la vista de actitudes evan­gélicas que es preciso asumir. El actual proceso de des­centramiento puede verse como marcado por dos preo­cupaciones «institucionales»: la búsqueda de nuevas sa­lidas apostólicas y la búsqueda de nuevas salidas vocacionales.

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a) Nuevas salidas apostólicas

En una sociedad que combate cada vez más cons­cientemente la pobreza, a menudo con modalidades es-tatistas que, de hecho, dejan poco espacio a la presencia de los religiosos, nuestros institutos se encuentran en si­tuaciones incómodas. Nacidos para lo pobres, con fre­cuencia resulta que deben servir a los ricos. Hay que se­ñalar que la búsqueda de «nuevas formas de presencia» divide en muchos casos a los institutos en Europa.

Por otra parte, la extensión de la pobreza en el Tercer Mundo es tan macroscópica que adquiere el tono de lla­mada urgente que se repite con insistencia. Parece que nuestros mismos fundadores nos llaman allí donde las con­diciones de vida y las necesidades son idénticas a las que ellos encontraron en sus comienzos.

b) Nuevas salidas vocacionales

La situación vocacional en Europa es actualmente delicada. Después de la terrible crisis de los años pasados, se advierten síntomas de recuperación, más consistentes en la rama masculina. Pero, según todos los indicios, no se puede pensar que vuelvan a alcanzarse los niveles del período anterior al Concilio.

Por el contrario, se da un sorprendente florecimiento vocacional en buena parte de los países del Tercer Mundo, con la consiguiente esperanza de ver continuado y reno­vado, geográfica y temporalmente, el carisma del funda­dor, y con la apertura de nuevas fronteras para el instituto.

B. DE UNA VIDA RELIGIOSA EUROCENTRICA A UNA VIDA RELIGIOSA MUNDIAL

No parece previsible que en los próximos años se produzca una inversión en la tendencia señalada de «fuga de Europa»; parece incluso que dicha tendencia se refor-

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zara, hasta el punto de dar un nuevo rostro a la misma vida religiosa.

Basta reflexionar sobre algunos hechos:

a) Europa está envejeciendo biológicamente. La vie­ja Europa se hace cada vez más vieja. El descenso de­mográfico, que en algunos países es un verdadero desastre; la prolongación de la vida; el temor a la vida, que procede, entre otras cosas, del terror atómico posible; la cultura individualista...: todo ello está debilitando a Europa, en­vejeciéndola espiritualmente.

Viene a la memoria la constatación que hacía Tito Livio sobre la sociedad de su tiempo: «En nuestros días, tanto la corrupción como sus remedios nos resultan igual­mente intolerables».

En este panorama de deterioro biológico-espiritual, las luces de esperanza, representadas por las fuerzas más vivas del cristianismo y de la Iglesia, entran necesaria­mente en colisión con la tendencia general y se convierten en su «conciencia crítica», desde posiciones de minoría activa y profética.

Todo ello induce a revisar profundamente la presencia y el futuro de la vida religiosa.

b) Por otra parte, los países del Tercer Mundo son países jóvenes, abiertos a lo nuevo, proyectados hacia el futuro, normalmente sin prevenciones respecto a la evan-gelización, en crecimiento numérico, sensibles a las pro­puestas generosas del evangelio y de una vida dedicada por completo a Dios y a los hermanos.

En este contexto no es difícil imaginar un futuro pró­ximo en el que el equilibrio numérico entre los religiosos en Europa y los religiosos en el Tercer Mundo pase de­cididamente a favor de los países del Tercer Mundo.

A la disminución del número de los religiosos en Europa se contrapone el aumento de los religiosos en otras partes del mundo. A la disminución de la consistencia de las «provincias» de los países de origen corresponden el

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número y peso crecientes de las «provincias» en otras partes del mundo.

Esto no es sólo un fenómeno numérico, sino también cultural. Son nuevas sensibilizaciones que avanzan, nue­vas modalidades de afrontar los problemas, nuevas visio­nes de la realidad, las que crecen dentro de los institutos.

Las diversas «provincias» esparcidas por el mundo, que hasta hace poco eran «apéndices» de Europa, tienden a redescubrir y expresar una experiencia original propia de la vida religiosa.

c) Todo ello es una riqueza para la Iglesia y para la vida religiosa, pero también plantea problemas.

Vivimos en un delicado período de transición, en el que se pasa, del descentramiento querido y guiado por el centro, a una situación que algunos llaman de «policen-trismo», donde las otras culturas, las otras Iglesias locales, las otras «provincias» del instituto crecen y se elevan a la misma dignidad.

De ahí un doble peligro para la unidad del instituto: o el de un exceso de velocidad de fuga, con la consiguiente atomización del instituto, o el de un exceso contrapuesto de freno por parte del centro, con la consiguiente dismi­nución de vitalidad del corpus del mismo instituto.

2. Algunas tareas

En esta situación aparece como inmediatamente prio­ritaria la tarea de la comunión; comunión que se expresa en diversas modalidades y se realiza en muy distintos ámbitos.

A. LA VIDA RELIGIOSA, LUGAR DE

CONVIVENCIA DE DIVERSAS CULTURAS

La vida religiosa debe ser el lugar donde los diversos pueblos y las diversas mentalidades aprendan a convivir y a enriquecerse recíprocamente. Esta es la primera forma

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de comunión que ha de realizarse dentro de las comuni­dades religiosas y dentro del intituto. La vida religiosa debe ser, como en sus mejores tiempos, la fragua, el la­boratorio donde se elaboren nuevos estilos de convivencia entre las diversas culturas.

La vida religiosa tiene hoy la tarea de crear, aun en el encuentro de diversas sensibilidades, verdaderos «ex­pertos en comunión», es decir, personas que sepan hallar puntos de encuentro, conciliaciones personales, adapta­ciones de mentalidad, que permitan superar las diferencias y los choques que pueden surgir de la nueva situación.

Esta tarea es importante para la misma continuidad y unidad de los institutos religiosos. Baste pensar sólo en algunas recientes divisiones en provincias que se han he­cho de forma apresurada, insuficientemente madura, y determinada solamente por dificultades de convivencia.

En una «cultura de comunión», esto podría haberse hecho con más calma y ponderación y con mayor beneficio para todo el instituto.

Además, hay que tener en cuenta los costes de la comunión.

A una voluntad de querer imponer inconscientemente algunas formas europeas, puede corresponder hoy la vo­luntad de imponer formas locales también a los europeos.

A un período en que el religioso europeo, trasplantado al Tercer Mundo, ha causado involuntariamente sufri­mientos a sus hermanos religiosos locales, puede corres­ponder un período en que el religioso local cause invo­luntariamente sufrimientos al hermano religioso europeo, una vez que el gobierno haya pasado a sus manos.

A una frecuente «conciencia inconsciente» por parte de los «misioneros» de ser los depositarios de la única forma posible de realizar el carisma del fundador, aun en países diversos, puede suceder, como contrapeso, un de­seo de «probar a mandar» de distinta manera.

El equilibrio de la comunión es bastante difícil y, con frecuencia, doloroso. Pero hay que preguntarse si hasta ahora lo hemos considerado como una tarea prioritaria.

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Veamos sólo un ejemplo: nuestra atención a las obras, típica de la mentalidad eficacista europea, ¿no ha descui­dado un tanto la atención a la persona de los jóvenes religiosos locales? Hay que señalar que esta atención es doblemente necesaria, tanto porque es algo propio de la cultura local, como porque siempre es más difícil com­prender a quien no pertenece a nuestro mundo.

A menudo sin quererlo, el compromiso en la reali­zación de obras, con frecuencia grandiosas, nos ha hecho menos atentos a los problemas personales de los hermanos religiosos indígenas, que son, en definitiva, los que de­berán llevar adelante esas mismas obras.

¿No habrá que preguntarse —precisamente para ase­gurar un futuro a la misión— si no vale la pena entregarse un poco menos al trabajo externo, aunque sea urgente y apasionante, pata atender un poco más al trabajo interno de construcción de comunidades que vivan en comunión fraterna y en un esfuerzo creciente de comprensión? Esto requiere, por parte del religioso europeo, mucha paciencia ante las impaciencias e intemperancias juveniles de al­gunos hermanos religiosos locales; requiere también que sepa esperar, aunque no esté seguro de la fiabilidad de sus hermanos, de su capacidad de perseverancia, y a pesar de sus manifestaciones de inmadurez.

Se trata de hacer de puente entre una cultura refinada, pero vieja, y una cultura todavía no bien delineada, pero viva.

El futuro está en esa capacidad de mediación, en esa voluntad de comunión, en esa atención a las premisas humanas de un desarrollo lo menos conflictivo posible. Esta tensión hacia la comunión es una de las modalidades en las que se expresa hoy la profecía de la vida religiosa dentro de la Iglesia.

B . LA VIDA RELIGIOSA APOSTÓLICA,

ENTRE EL VIEJO Y EL NUEVO MUNDO

a) Mientras que en Europa la vida religiosa parece ser menos apreciada que en otros tiempos, bien porque otros ejercen sus servicios con medios muy distintos (baste

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pensar en la actividad del Estado en el campo escolar, sanitario, asistencial, etc.), o bien por la vivacidad de algunos movimientos laicales de espiritualidad, que os­curecen su fuerza de atracción, en los países del Tercer Mundo es solicitada con insistencia para resolver proble­mas que las jóvenes naciones no pueden resolver todavía por sí solas.

La vida religiosa apostólica está presente en estos países nuevos en su doble función: la de responder a ne­cesidades difusas y la de ser ejemplo cristiano o de ser­vicio.

Lo mismo sucedía en el pasado en Europa: algunos servicios estuvieron reservados durante mucho tiempo a la vida religiosa.

Baste pensar en la densa red de hospitales gestionados o dirigidos por religiosos. Al mismo tiempo que se res­pondía a esta necesidad, la vida religiosa hacía presente una intensa modalidad evangélica de servicio.

El primer aspecto está desapareciendo en Europa, mientras que sigue siendo actual y solicitado en el Tercer Mundo.

Uno de los servicios que la vida religiosa europea puede ejercer a favor de la vida religiosa presente en otros países es crear formas de presencia significativa desde el punto de vista evangélico.

Al no deber ni poder ya responder a necesidades difusas, su tarea consiste en cuidar la «concentración evan­gélica» del servicio. La vida religiosa estará presente en menor número de lugares, pero con una capacidad de irradiación más elevada.

Lo que está sucediendo ahora en Europa sucederá quizá también, con mayor o menor retraso, en otros países.

El mayor acento en la «concentración evangélica» será ejemplar no sólo para los cristianos del viejo mundo, sino también para las nuevas situaciones que la vida re­ligiosa tendrá que vivir en otros lugares.

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b) Una de las tareas de la vida religiosa activa es mantener vivo en la Iglesia el carácter unitario del man­damiento del amor a Dios y al prójimo.

Es típico del carisma de la vida religiosa activa el unir las dos vertientes del único amor: el amor al prójimo como consecuencia del amor a Dios, y el amor a Dios como fundamento, alimento y razón última del amor al prójimo. El religioso de vida activa se inclina sobre sus hermanos por amor a Dios, y en su entrega proclama el amor que lo mueve y lo sostiene.

Ahora bien, la unidad del mandamiento del amor está marcada por la cruz de Cristo. La fidelidad simultánea a Dios y al hombre lleva a la cruz. Y ello por diversos motivos, según las situaciones:

— La fidelidad a Dios, allí donde la cultura acepta espontáneamente al hombre, puede llevar a la cruz. ¿No es esto lo que sucede en Europa, donde se es estimado cuando se sirve bien al hombre, mientras se silencia de buen grado nuestro deseo de testimoniar el amor a Dios?

— La fidelidad al hombre, allí donde la gente tiene una visión religiosa de la vida, puede ser a veces lacerante. Esto se puede ver en aquellas sociedades en las que el compromiso por el hombre por parte de los religiosos se ve como un peligro.

La fidelidad explícita a Dios y al prójimo, al mundo de Dios y al mundo del hombre, a la pasión por Dios y a la pasión por el hombre, es vivida según modalidades diversas en Europa y en otros ambientes, pero ha de tenerse constantemente presente para manifestar el carácter uni­tario del plan salvífico, que no disocia jamás a Dios y al hombre.

Se trata de una ardua tarea, hecha para personas hu­mana y espiritualmente maduras, unificadas. Es una tarea de presencia crítica y profética para los cristianos de todas las latitudes, constantemente tentados de disociar las dos referencias, es decir, de propugnar, o bien un espiritua-lismo sin compromiso por la suerte del hermano, o bien

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un «evangelio social» sin nervio religioso auténtico, sin una vivencia de Dios como Dios, que reduce el compro­miso cristiano al puro servicio al hombre.

No en vano, la Congregación para los religiosos ha publicado simultáneamente dos documentos: sobre la «di­mensión contemplativa» y sobre la «promoción humana» de la vida religiosa.

c) Existen algunos problemas que la vida religiosa en Europa debe afrontar y resolver, no sólo para sí misma, sino también para no encomendar su solución a los países del Tercer Mundo.

Algunos observadores piensan que la vida religiosa en Europa no ha encontrado todavía su forma adecuada de vida en un contexto de secularización. Según ellos, la vida religiosa no ha sabido evitar aún estos dos escollos: instalarse en la sociedad contemporánea, o ser extraña a ella.

Esto significaría que, o somos seducidos por ella, o dejamos der ser signo perceptible; o hemos abrazado la mentalidad consumista, o hemos perdido la capacidad de provocar. Habría, pues, necesidad de una profecía para nuestro tiempo y para nuestra sociedad.

El problema no es sólo de Europa. En efecto, cuando el secularismo llegue también al Tercer Mundo, ¿qué tipo de vida religiosa podremos ofrecer como modelo?; ¿qué anticuerpos habremos introducido en el organismo de la vida religiosa para que pueda sobrevivir y contraatacar?

La cultura europea, de derivación iluminista-eman-cipadora, acompaña más de lo que parece al desarrollo de la tecnología en cualquier lugar del mundo; la cultura secularizada se está difundiendo más sutilmente de lo que puede parecer.

La vida religiosa europea debe afrontar ahora estos problemas, bien con la reflexión, bien existencialmente, bien comunitariamente, es decir, a nivel cultural, de estilo de vida, de nuevas formas institucionales. Y ello porque, entre otras cosas, hoy existen todavía energías que pueden

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dedicarse a estos temas tan esenciales, tanto para Europa como para el Tercer Mundo.

Y esto debe hacerse, sobre todo, para que estos pro­blemas no caigan de improviso sobre los nuevos pueblos como un alud devastador, sin que tengan las defensas necesarias.

d) La tarea de «hacer de puente» no significa perder las características propias. Entrar en la mentalidad de un pueblo no significa «confundirse» con ese pueblo.

Un europeo en el Tercer Mundo no puede ni debe hacerse uno del Tercer Mundo, hasta el punto de perder su identidad.

Debe ser más bien un europeo que vive en medio del nuevo ambiente, «dándose todo a todos», tratando de en­tender, asumiendo sus expresiones, haciéndose «romano con los romanos» y «griego con los griegos».

Pero, así como Pablo no perdió su identidad de após­tol de los gentiles, procedentes de una rica cultura, en­sanchada y puesta a disposición del único evangelio, así el misionero no puede perder su riqueza de origen.

Aceptará ser europeo, aunque no deberá considerarlo como un título de superioridad. Una cosa es la identidad, y otra la conciencia de una superioridad cultural. De lo contrario, no podrá hacer de puente. Para hacer de puente son necesarias dos orillas, dos riberas que se han de unir. Hay que evitar pretender que los otros lleguen a nuestras posiciones mentales (ésta es quizá la perspectiva del pa­sado, por lo que evangelizar significa, en la mayoría de los casos, llevar también la civilización europea).

Pero hay que evitar también olvidar totalmente los propios orígenes para asumir por completo la cultura local, porque los europeos somos portadores de una «tradición», de una conexión especial con las raíces históricas del cris­tianismo; somos como una memoria viviente de las di­versas «incultüraciones» del cristianismo.

Y sólo cuando las nuevas incultüraciones estén en comunión con las del pasado (con la Tradición) podrán florecer, como un árbol de sólidas raíces.

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C. RELACIONES CON LAS IGLESIAS LOCALES

Entre las realidades más positivas de estos últimos años, a consecuencia del Concilio y del Mutuae relationes, hay que señalar una inserción más decidida de la vida religiosa en la Iglesia local y un aprecio más exacto del carisma de la vida religiosa por parte de dicha Iglesia.

Esto ha beneficiado tanto a la vida religiosa como a la Iglesia local.

Aunque el camino, que es eminentemente camino de comunión, es todavía largo, se ha podido entrever su di­rección exacta. Pero este camino hacia una comunión más estrecha puede estar atravesado por algunos obstáculos.

a) Un obstáculo puede ser la permanencia de la ló­gica mundana del más fuerte.

A veces se dan actitudes de este género: donde las diócesis tienen clero abundante y son fuertes y autosufi-cientes, ha existido la tentación de mirar con suficiencia a los religiosos; por el contrario, donde hay escasez de clero y las estructuras son frágiles, los religiosos tienen la tentación de mirar con suficiencia a la diócesis. La primera es (¡o era!) la situación predominante en Europa. La segunda es la que prevalece en el Tercer Mundo.

Esa es la lógica del mundo: el más fuerte fija las reglas del juego, y el más débil tiene que someterse. Pero esto no es cristiano. Las relaciones Iglesia local-religiosos son cuestión de comunión. Y avanzar en la comunión significa «llevar el peso los unos de los otros». No es el más fuerte quien impone sus condiciones, sino que las debe imponer el bien de la Iglesia, la construcción del cuerpo de Cristo.

b) Comunión en la Iglesia local

En este período de transición, la vida religiosa, sobre todo en el Tercer Mundo, se ve en ocasiones trastornada por una serie de directrices a veces divergentes e incluso contrarias y, en todo caso, no fácilmente conciliables.

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Puede ocurrir que se encuentren no pocas dificultades en armonizar indicaciones procedentes de la dirección cen­tral del instituto, de las conferencias episcopales, del obis­po local, de las diversas orientaciones teológicas, etc.

En esta situación, es absolutamente necesario, aunque pueda ser complejo y hasta doloroso, ser hombres y mu­jeres de comunión. Ante todo, hay que buscar siempre lo que une, más que lo que divide. Y, mirando bien las cosas, lo que une es muy superior a lo que divide. Esta preo­cupación nos hace estar más atentos a las convergencias que a los contrastes.

Además, se deben distinguir bien los diversos niveles:

— Para el carisma propio, es el instituto quien da las directrices;

— para la acción pastoral, la indicada es la Iglesia local, bien a través de la conferencia de los obispos, bien a través de las concreciones del obispo respectivo;

— por encima de todo, se ha de escuchar al Santo Padre, que es el primer responsable y el moderador su­premo, también de la vida religiosa. Sus intervenciones suelen dirimir cuestiones controvertidas, y no son casua­les.

— In ómnibus caritas; en todas las cosas, la regla suprema es la caridad. No hay compromiso pastoral o misionero que pueda justificar la ruptura de la caridad fraterna. Ciertas disputas intensas y que satanizan al ad­versario descalifican como cristianas aun las causas más nobles e importantes.

La vida religiosa, que a veces se encuentra en medio de estas situaciones agitadas, debe hacer de puente, ha de ser un elemento de cohesión entre las diversas energías espirituales, aun dentro de ía Iglesia local.

c) Pero también la relación entre las diversas Igle­sias locales afecta a la vida religiosa. Se trata de relaciones que entran en el marco más amplio de las relaciones Norte-Sur, de países ricos y países pobres, países avanzados y

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países en vías de desarrollo, países que se enriquecen y países que se empobrecen. Países que, o en nombre de la libertad o en nombre de la igualdad, imponen una depen­dencia a los otros pueblos.

La vida religiosa, por su dimensión internacional, por su experiencia mundial, vive muchas veces la tensión de la doble pertenencia: a una Iglesia de ricos (la de origen) y a una iglesia de pobres (la de destino), es decir, a un centro rico en bienes, pero en vía de empobrecimiento espiritual, y a una «periferia pobre que quiere desarrollarse humanamente.

Su tarea es contribuir a acortar las distancias, des­pertando la conciencia cristiana europea, con frecuencia adormecida por el exceso de cosas; poniendo de relieve cómo ciertos comportamientos y ciertas exigencias con­sumistas repercuten negativamente en el Tercer Mundo; evidenciando la resonancia «mundial» de nuestro egoísmo.

Y ello no con una argumentación simplemente diri­gida a conmover (que era el estilo predominante en el pasado), o simplemente atenta a la problemática socio­lógica o a una visión «economicista» (que puede ser la tendencia que prevalece hoy), sino en nombre de la fra­ternidad, que no tolera que, en una misma mesa, unos pasen hambre y otros se atiborren, porque quien rompe de este modo la fraternidad «come y bebe su propia con­denación» (cf. 1 Cor 11,17-34).

La visión fundamental de la «fraternidad» puede fun­damentar después tanto la «moción de los afectos» como la «denuncia», con tal de que una y otra aparezcan como expresión de la realidad de la fraternidad que mueve fun­damentalmente al cristiano a la acción.

Pero hay más. En esta línea, la vida religiosa que vive en el Tercer Mundo puede contribuir a hacer com­prender a Europa y a los cristianos europeos que uno de los motivos de su «poca fe es el encerrarse en sus pro­blemas y el no pensar en los gravísimos poblemas del mundo; por ejemplo, en el problema aterrador del hambre.

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«La fe sin las obras» está muerta. En Europa, muchos jóvenes ven morir su fe, porque no tienen delante las grandes pespectivas que les hagan salir del pequeño círculo de sus problemas personales, con frecuencia desorbitados. El programa «contra el hambre, cambia de vida» entra en estas perspectivas.

Corresponde sobre todo a quien vive de cerca la tra­gedia del hambre hacer comprender a los demás que in­teresarse concretamente por esta problemática, bien en el campo de la asistencia, bien en el de la promoción humana, bien en el del cambio social, es un medio para mantener viva la fe, para salvar la propia humanidad.

Este es uno de los frutos de la comunión: mirando a la humanidad herida de los otros, se curan las propias heridas.

Interesándose por la humanidad pisoteada de los otros, se recupera la propia dignidad. Dando motivos de esperanza a otros, uno mismo vuelve a sentir el gusto de vivir.

d) Quiero hacer sólo una alusión a una perspectiva quizá un poco olvidada: se sirve también a la comunión dando a conocer a Europa las riquezas humanas y espi­rituales del Tercer Mundo.

No ha de darse a conocer el Tercer Mundo sólo por su pobreza, sino también por las considerables riquezas que se cultivan en esta pobreza.

Riquezas que son una lección de vida y, sobre todo, una indicación para buscar caminos perdidos de equilibrio humano y espiritual. La confianza en la bondad del Señor en medio de las pruebas más difíciles, la serenidad en los momentos más dramáticos, la paciencia con que se afron­tan las desgracias, el abandono en Dios, la capacidad de ayuda y de solidaridad entre los pobres: todo ello es un patrimonio humano y cristiano de no pocos pueblos del Tercer Mundo; patrimonio que critica a un pueblo como el europeo, que concibe la felicidad casi sólo en términos de abundancia de bienes, de servicios, de realidades te-

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rrenas, y no logra encontrar el camino de la serenidad y de la paz.

No se trata de hacer sospechosos elogios «de la ri­queza de la pobreza», cuanto de hacer una crítica a la ilusión de la felicidad perseguida por una civilización ma­terialista, y de hacerlo a partir de los valores indiscutible­mente presentes en el pueblo pobre; en otras palabras, se trata de mostrar «la pobreza e incluso la miseria de nuestra riqueza», el empobrecimiento humano y espiritual al que nos condena una sociedad preocupada por el crecimiento, medido sólo en términos de bienestar económico.

D . LA TAREA DE LA COMUNIÓN

Todo esto no es más que el comienzo de una serie de líneas que convergen para subrayar que la tarea de la comunión es una de las prioridades de este fin del segundo milenio.

La vida religiosa, esparcida por el mundo, debe vivir con especial intensidad las tensiones que proceden del desplazamiento geográfico-cultural del presente. La es­pecial intensidad deriva del hecho de que un instituto re­ligioso tiene dimensiones internacionales y, por tanto, debe acrisolarse en la delicada y doble tarea de la incul-turación y de la unidad.

Deriva del hecho de que algunas «provincias» asisten al relevo en la dirección. Deriva del hecho de que en la misma comunidad conviven hermanos y hermanas de ori­gen europeo y de origen local. Deriva del hecho de que en la pastoral se deben conciliar indicaciones diversas y a veces divergentes. Deriva de la necesidad de encarnar el mismo carisma en condiciones diversas.

Todo ello hace sentir la dificultad, pero también la urgencia, del problema de la comunión.

La comunión no es fruto de equiparación de niveles, sino convergencia de las diversas individualidades que aceptan confluir in unum, es decir, no vivir aisladamente

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o en contraposición a las otras. La comunión no puede ser impuesta, sino que surge de una profunda convicción de que la evangelización es obra de toda la Iglesia, en cuya misión se participa.

La comunión es fruto de la conciencia de un cristiano maduro que considera la unión como la misión primordial, como el primer signo, como la primera «realización» que ha de llevarse a cabo.

La comunión está en el origen de la misión, porque quien envía es el Dios-comunión, la Trinidad santa y san­tificante.

La comunión está al término de la misión, porque el objetivo de toda misión es llevar a los hombres a vivir en comunión con Dios y entre sí. La comunión está en el corazón de la misión, porque una Iglesia dividida, una comunidad dividida, un instituto religioso dividido, son cuerpos heridos que sangran, que se desangran en luchas estériles y suicidas, que no pueden ofrecer el signo de la venida del Reino, es decir, de que el hombre ha sido, al fin, liberado del cerco diabólico del egoísmo.

Por ello la vida religiosa debe buscar como un valor absoluto el objetivo de la comunión. Ella, que siente quizá más que cualquier otro componente eclesial las dificul­tades cotidianas de la comunión, no puede desistir de ten­der, como tarea prioritaria, a la comunión a todos los niveles: a nivel de comunidad local, a niyel de Iglesia local, a nivel de compartir problemas, a nivel de todo el instituto, a nivel de unidad de objetivos, asumiendo las preocupaciones y las indicaciones de la Iglesia universal.

Pueden ayudar eficazmente a este fin aquellos or­ganismos de comunión que, de diversas maneras, tienen como finalidad superar el aislamiento e introducir en el círculo más amplio de toda la vida religiosa y de la Iglesia.

La conferencia de los superiores mayores {Cism-Usmi, por ejemplo), los organismos de conexión eclesial entre Europa y el Tercer Mundo (Ceial-Ceias, etc.), los organismos continentales, tanto episcopales como religio-

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sos, constituyen toda una serie de ayudas para que este período de transición, realmente importante, no se con­vierta en un período de división, sino de enriquecimiento; no se convierta en un período en el que las tensiones exploten de forma lacerante, sino que se integren en una síntesis más rica.

El futuro de la vida religiosa dependerá en buena parte de cómo consideremos este aspecto fundamental de la realidad cristiana. Pero también dependerá de su inciden­cia misionera, de su fuerza de testimonio, de su capacidad de suscitar nuevas energías para vivir el evangelio.

Para toda esta grandiosa tarea de comunión es ne­cesario, de manera muy especial, el don del discerni­miento.

Esta es una época de grandes desplazamientos, una época de tensiones, una época de comunión, una época de discernimiento, una época en la que se contribuye al crecimiento eclesial en la complementariedad y en la ten­sión hacia la comunión.

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3 En la iglesia local

La pregunta «¿qué piden los religiosos a la iglesia local?» está legitimada si se afronta también la pregunta correspondiente: «¿qué pide la iglesia local a los religio­sos?»

Es fácil imaginar que preguntas de este tipo se prestan a un discurso de tipo sindical. Pero queremos despejar el campo: no aludiremos a reivindicaciones de este tipo y, por otra parte, quisiéramos evitar también soluciones par­ciales y apresuradas.

Como primera etapa, daremos una respuesta a la pri­mera pregunta: «¿qué piden los religiosos a la iglesia lo­cal?»

Si tuviéramos que preguntar a quemarropa a algún religioso nuestro: «¿qué pedirías a la iglesia local?», al­guno podría responder: «¡Que nos deje trabajar en paz!»

Por otra parte, si tuviéramos que preguntar a algún sacerdote de una iglesia vigorosa y rica, como la italiana, algo acerca de la vida religiosa, veríamos que alguno ten­dría dificultad para entender su importancia, dado que muchas diócesis lo tienen todo, incluidos los servicios tradicionales que en otros tiempos eran típicos de los re­ligiosos. Afortunadamente, estas diócesis tienen sus es­cuelas, sus casas de espiritualidad, sus misiones, y por

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rilo limen la tentación de decir: «¿para qué sirve la vida religiosa?»

Alguno podría incluso susurrar: «Bueno, los religio­sos son, en parte, una reliquia del pasado». Habría algún otro que trataría de interpretar la historia de la Iglesia demostrando que existió un período en que dominaban los religiosos, y que le siguió otro en el que los religiosos habrían terminado su función histórica.

Pero, saliendo de nuestro ambiente desgraciadamente restringido, aunque vigoroso, veremos que las situaciones son un poco distintas.

Pensad, por ejemplo, en algunas diócesis italianas en las que se busca con más urgencia a los religiosos. La falta de clero hace poner en duda su autonomía o autarquía, y demanda urgentemente la intervención de los religiosos.

Si vamos al Tercer Mundo, vemos que los obispos piden con insistencia religiosos para sus diócesis.

En otras palabras, si afrontamos el problema simple­mente en términos de cantidad de clero o de cantidad de religiosos, está mal planteado, porque se ve en forma de contraposición o en términos mundanos, según los cuales el que más cuenta es el más fuerte. En definitiva, los religiosos serían apreciados allí donde hay poco clero, y serían menos apreciados allí donde hay mucho clero.

Esta es la experiencia que tienen algunos, incluso en nuestros días.

¿Hay algo que va más allá de esta visión basada en la relación de fuerza?

Quisiera tratar este asunto a modo de meditación, a partir de la Escritura. Quisiera afrontar el problema exa­minando dos figuras típicas del evangelio de Juan, que se encuentran especialmente en los capítulos 20 y 21. En ellos aparecen dos figuras históricas, a la vez que fuer­temente simbólicas: Pedro y Juan. Juan es el «discípulo al que Jesús amaba», o bien «el otro discípulo»; y quisiera verlos precisamente como Juan los interpreta, como los

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ha interpretado la tradición y como se pueden entender hoy para ilustrar mejor nuestro tema.

Para la documentación bíblica y patrística, remito a los estudios de Hans Urs von Balthasar en Paséale Mys-terium.

Es obvio que primero haremos de «abogados» de una parte. Escucharemos después la proposición de la otra parte, siempre con simpatía y con deseo de complemen-tación.

1. El discípulo amado y Pedro

Veamos, ante todo, al «discípulo al que Jesús ama­ba». Recuerdo algunos datos que todos ya conocemos.

El evangelista da dos indicaciones: alguna vez lo lla­ma «el otro discípulo», y alguna otra «el discípulo al que Jesús amaba». El autor nos lo presenta no en el «libro de los signos», sino a partir del cap. 13, y lo presenta en la última cena, junto a Jesús, como al que ha reclinado la cabeza sobre su pecho para hacerle una pregunta; en la Pasión, vemos que sigue a Jesús y que tiene altas «amis­tades», porque es admitido al palacio del sumo sacerdote; lo vemos en el Calvario junto a la madre; lo vemos después de la resurrección, cuando María de Magdala corre a ver a Simón Pedro y a «aquel otro discípulo»; los vemos correr a ambos hacia el sepulcro; vemos que el primero en llegar es «el discípulo»; luego volvemos a verlo en la pesca milagrosa, cuando reconoce antes que los demás a Jesús y dice: «¡Es el Señor!»; y después del encargo, después que Jesús ha dicho a Pedro: «Apacienta mis ovejas», y Pedro le pregunta: «Señor, y de éste, ¿qué?», el Señor responde: «Y si yo quiero que se quede aquí hasta que yo vuelva, ¿a ti qué te importa? Tú sigúeme».

Estos son los datos del evangelio.

Sabemos que el capítulo 21 es un capítulo de fuerte tinte eclesial, quizá de la comunidad cristiana primitiva; un apéndice marcado por algunos problemas, pero que es,

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ni ilinlii. ilc la CNCUCIII de Juan. Ahora bien, en el marco NIIIIIMÍIU'D ilc Juun, el discípulo representa la clarividencia ilfl iiinot, ild amor que reconoce los signos de la presencia tic-I Señor; que llega primero al sepulcro, que llega primero también a la le y que está destinado a mantener vivas las realidades futuras «hasta que yo vuelva».

¿Por qué «el discípulo» tiene este encargo? Funda­mentalmente, por dos motivos que con frecuencia hemos oído interpretar muy bien: porque ha reclinado su cabeza sobre el pecho del Señor, es decir, goza de su intimidad. Es una imagen concreta para decir que era amado por el Señor. Y, además, porque ha sido fiel en la prueba. Es el discípulo que persevera junto a la cruz; es la primicia del nuevo Israel, la primera comunidad reunida junto a María.

Teniendo estas características, es él quien luego va a recibir el don. ¿Qué don?

El don de un «más». Un más de agilidad para correr, para llegar antes. Con esto subraya Juan la importancia de la profecía, es decir, la capacidad de reconocer la pre­sencia del Resucitado, de indicar dónde se encuentra, de encontrarlo en los signos. Es la clarividencia, es decir, la intuición típica de quien tiene la capacidad de entender las cosas del Señor.

La primera indicación es ésta: para ser fuerza juvenil, impulsiva e innovadora en la Iglesia, es necesario ser ama­dos y estar personalmente ligados al Señor y reconocerlo con fidelidad en la prueba.

Esto nos lo dice claramente el evangelista, y nos presenta una espiritualidad pascual en la que sugiere que el don de la profecía viene de la fidelidad, como dirá después Agustín: «Puede conocer perfectamente sólo el que ama perfectamente»; o como comentará Evagrio: «El pensamiento reside en el cerebro, pero la inteligencia re­side en el corazón». Así pues, es profeta el que siente que es amado, el que ama, el que corresponde con fidelidad al amor recibido.

Además del «discípulo», está también Pedro.

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Por una serie de indicios, se puede pensar que el evangelista presenta a Pedro como símbolo del ministerio en la Iglesia, y al «discípulo», como símbolo de la caridad.

Pedro es la institución, el «discípulo» es la profecía; y vemos que la caridad se anticipa, llega antes; la insti­tución llega después, teniendo que sopesarlo todo.

Corren juntos. La caridad llega primero, pero cede el paso a la institución, ante la cual se inclina; acepta lo que dice la institución. Lo mismo ocurre también en el milagro de la pesca: es la caridad la que llega antes, es decir, es el discípulo el que reconoce antes al Señor, pero se remite de inmediato a la institución, que sabe lo que hay que hacer.

Cuando hay decisiones que afectan a todos, es la institución la que interviene. Y el discípulo lo sabe y no pone obstáculos.

Pero está claro que el evangelista quiere hacer en­tender dos cosas:

1. Que la institución no absorbe del todo al amor. Pedro ve al discípulo y pregunta: «Señor, ¿qué va a ser de él?»; y la respuesta del Señor es que la caridad debe permanecer.

2. Que las demarcaciones entre institución y caridad existen, pero son inciertas y misteriosas.

Pedro debe amar y, por tanto, también él forma parte de la «Iglesia de la caridad»; y, sin embargo, la «Iglesia de la caridad» debe permanecer, aunque pueda crear algún problema.

Veamos ya algunos aspectos del misterio de la Iglesia.

Pedro debe «amar más» y, por tanto, no puede ser excluido de la «Iglesia de la caridad». Pero la «Iglesia de la caridad» tiene una dimensión más amplia y debe sos­tener a Pedro en la difícil tarea de amar.

Veamos enseguida, para dar una aplicación correcta a lo que diremos después, que no existe sólo la Iglesia de

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la caridad, es decir, que no es suficiente decir: «Basta con amar», sino que es necesario Pedro como fundamento de la fe y del amor recto. Pero tampoco basta con decir que la institución es suficiente, porque la institución no ga­rantiza el amor vivo. Establece algunas premisas nece­sarias, pero no crea el amor vivo.

Es necesario un amor que corra, que llegue antes, que sacuda, que inquiete; pero ha de ser un amor que esté junto a la institución y, llegado el momento, le ceda el paso. Podríamos hablar de tensión armoniosa, fecunda y misteriosa, pero necesaria y complementaria.

2. Algunos datos de la tradición

Sobre estos textos, la tradición ha elucubrado mucho. Y es interesante destacar que siempre ha mantenido viva la pareja de los dos apóstoles, Pedro y Juan, precisamente porque ellos tenían mucho que ver con este tipo de pro­blemas.

Reducimos las interpretaciones de la tradición a dos corrientes:

— la primera es la de los eminentes Agustín y Gre­gorio Magno. '

Agustín da una interpretación que es típica de su visión (ya cuando hablaba de Marta y María seguía una línea parecida). Aquí se pregunta: ¿Quién es Pedro? Pedro es la vida presente. ¿Quién es Juan? Juan es la vida futura, la vida eterna.

Agustín, en efecto, a diferencia de la interpretación común, alguna vez interpreta a Marta como la vida pre­sente, y a María como la vida futura.

Ahora bien, Pedro representa la fatiga y, al mismo tiempo, la concreción de la vida presente; Juan representa la vida futura, es decir, la vida eterna ya presente, pero que espera su plena realización; la caridad que corre con el ardiente deseo de alcanzar la meta.

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¿Quién es Pedro? Es la institución, es decir, lo pro­visional, aunque necesario. Es el andamiaje que permite el crecimiento de la caridad.

Así pues, tanto en Gregorio como en Agustín, con facetas y acentuaciones diversas, vemos que hay una clara preferencia por Juan; Juan es la caridad; la caridad tiene la primacía sobre todo el resto; la institución es necesaria en el tiempo presente, pero es provisional, porque está al servicio del crecimiento de la caridad.

— La segunda corriente: cuando este binomio entra en el monaquismo, los confines se desplazan: Pedro es la institución, mientras que Juan, en cambio, pasa a ser la vida monástica.

Lo que es una dimensión de toda la Iglesia, el mo­naquismo lo reduce a una dimensión suya propia.

¿Quién es, por tanto, Juan? Juan es la vida monástica y, diríamos hoy, la vida religiosa.

3. Para una lectura en nuestro contexto

Viniendo a los problemas de hoy, ¿qué podemos decir nosotros? Podríamos decir esto: Pedro es el ministerio (papa, obispos, sacerdotes); Juan es toda la Iglesia de la caridad, de la profecía, del amor, que encuentra en la vida religiosa no su representación única —como en un clima de gran influencia monástica se podía pensar en la Edad Media—, sino una expresión cualificada.

Considerando las relaciones entre Pedro y Juan, hoy, podemos detenernos en cuatro aspectos:

a) los dos apóstoles corren juntos;

b) juntos, pero con distinción de funciones;

c) llegar Primero;

d) correr hacia el Señor.

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A . LOS DOS APOSTÓLES CORREN JUNTOS

Este hecho simboliza la unidad de la Iglesia. El mis­terio de la Iglesia se compone tanto de Pedro como del «discípulo»: juntos por el Reino. No debe haber nunca contraposición, desunión. Lo que les une es inmensamente más grande que lo que les separa, porque ambos trabajan por el Reino.

Aquí viene a la mente la gran tradición patrística, en especial Ireneo, cuando dice que «el Padre construye el Reino con dos manos: el Verbo y el Espíritu Santo». Po­demos ver que Pedro está en la línea cristológica, y el discípulo en la línea carismática, expresión del Espíritu.

Verbo-Pedro: el cuerpo que es necesario construir; y el discípulo-el Espíritu, el alma que se ha de infundir a ese cuerpo, la caridad. De una parte, la institución; de otra, los carismas; de una parte, los sacramentos; de otra, las obras de caridad.

Está claro que, en rigor, no debe haber contraposi­ciones —estas distinciones son didácticas, pues en la rea­lidad las cosas no son simplemente así—, porque el Es­píritu es Espíritu de Cristo resucitado, y Cristo está pe­netrado por el Espíritu.

Otro dato: juntos, pero en la complementar iedad. El Documento Mutuae relationes afirma en el n.° 9b: «Nin-, gún miembro del pueblo de Dios reúne en sí la totalidad de dones, oficios y tareas, sino que debe entrar en co­munión con los otros». Hay que señalar que esta reco­mendación se hace, sobre todo, a los obispos.

Por lo demás, el «juntos» de Pedro y Juan se ordena a la animación del pueblo de Dios, es decir, a la animación preferente de los laicos. Corren juntos —Pedro y Juan—, y su carrera tiene una función misionera, en el sentido de que debe ser tan intensa que sacuda a quienes con fre­cuencia tienen otros caminos y van en otras direcciones.

Todo va bien, por tanto, cuando no hay ninguna pre­varicación ni por una parte ni por otra. Pero las cosas no

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funcionan donde la iglesia local es fuerte y trata de imponer unilateralmente sus planes pastorales a los otros; como tampoco funcionan donde los religiosos son fuertes —en muchos países del Tercer Mundo— y pueden impedir el crecimiento de las Iglesias locales con iniciativas inde­pendientes o paralelas.

B. JUNTOS, PERO CON DISTINTAS FUNCIONES

Podemos hacer algunas especificaciones.

— La Iglesia es tanto más Iglesia cuanto más Pedro es Pedro y cuanto más Juan es Juan. El «discípulo» debe ser el discípulo, debe poder crecer como discípulo. La hipertrofia del uno y el debilitamiento del otro debilitan a la Iglesia. Corresponde a la institución reconocer la acción libre del Espíritu, autentificarla, regularla; pero el cuerpo no está vivo si no está el alma, si no está la caridad. Por tanto, Juan es necesario para la Iglesia, porque expresa y recuerda la primacía del amor; porque subraya esa di­mensión escatológica: «El permanecerá hasta que yo vuel­va»; porque mantiene viva la contemplación, es decir, el misterio del Señor. Pensemos sobre todo en la vida reli­giosa femenina, en las claustrales.

Juan expresa la necesidad de que, como dice el Mu­tuae relationes, n.° 11, «se respete la índole propia de los institutos». Si Juan debe continuar siendo Juan, también la índole propia de los institutos debe ser respetada, sal­vada, reconocida y potenciada. Se trata de lo específico, y a esto corresponde la exención. El ministerio, una vez que ha autentificado el carisma religioso es un conjunto de energías tanto más útiles y eficaces cuanto más se utilizan según su índole propia.

— Juan debe ser dado a conocer, debe ser prdmovido precisamente por la naturaleza de la misma Iglesia, por­que, si falta el contrapeso de Juan, la Iglesia queda limitada a una jerarcología, es decir, la visión de la Iglesia se reduce a un tratado sobre la jerarquía. La Iglesia es también eso, pero no sólo eso.

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El Código de derecho canónigo, en el canon 574, dice que «el estado religioso debe ser sostenido y pro­movido por todos»; y el Mutuae relationes, en los nn. 28-29-30, tiene afirmaciones de este tipo: lo obispos han de ser defensores convencidos de la vida consagrada; deben promoverse cursos especiales para presbíteros sobre la vida religiosa; los obispos deben escribir documentos so­bre este tema y deben procurar que el clero diocesano comprenda íntimamente los problemas actuales relativos a la vida religiosa.

— Juan debe poder crecer en la Iglesia incluso nu­méricamente, puesto que la vida religiosa forma parte de la Iglesia y tiene una función en ella. Se debe dar, por tanto, espacio a las vocaciones religiosas, como afirma el documento de la CEI de 1985, Vocaciones en la Iglesia italiana, en el n.° 30, «la pastoral vocacional presupone un conocimiento adecuado de las diversas vocaciones e implica la propuesta explícita de las diversas vocaciones».

El tema es delicado; y podemos decir estas dos cosas: que las vocaciones religiosas deben tener espacio real de crecimiento y que toda forma de restricción no es eclesial.

El card. Ballestrero dice: «Todos los sacerdotes están llamados a comprometerse en la pastoral vocacional para la vida religiosa, superando las tentaciones de delegar sólo en los religiosos la tarea de buscar sus vocaciones».

En Lombardía, la comisión permanente de la CEI para la vida consagrada envió el 6 de marzo al card. Cario María Martini y a los obispos de la región eclesiástica lombarda una carta que contiene dos puntos cuyo conte­nido resumo aquí:

1. La comisión pide el apoyo de todos los obispos para hacer realidad lo que dice el documento sobre las vocaciones en el n.° 51: «Los centros diocesanos voca-cionales deben ser unitarios y favorecer la propuesta clara y eficaz y abierta a todas las vocaciones de consagración especial, evitando:

a) reducir la pastoral unitaria a que sea única, es decir, a que sólo proponga la vocación sacerdotal;

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b) no sólo que la propuesta sea única, sino también que sea genérica, proponiendo solamente la vocación bau­tismal». Algunos han dicho, en efecto, que, dado que la vocación a la santidad es para todos, debemos limitarnos a exponer la vocación bautismal.

2. La segunda instancia se refiere a la necesidad de un conocimiento adecuado de la vida consagrada por parte del clero diocesano, entre otra cosas, porque sabemos muy bien que hubo un tiempo en que los sacerdotes diocesanos frecuentaban una literatura inspirada fundamentalmente por autores religiosos, como en los casos de San Alfonso, San Francisco de Sales, etc.

Lo que decimos aquí vale también para la situación contraria, por ejemplo, para el Tercer Mundo, donde las vocaciones religiosas pueden cultivarse de forma unila­teral.

Hay que evitar los dos extremos.

— Juan, o «el discípulo», debe encontrar recono­cimiento en la pastoral concreta. La pastoral, en efecto, no es sólo parroquial o diocesana; no debe ser considerado «pastoral» solamente lo que es parroquial o lo que es diocesano.

También es pastoral la escuela católica, la educación, la ayuda al clero, el servicio a los pobres, a los enfermos, la actividad editorial, el ministerio de la predicación y de las confesiones, etc.

Las obras educativas u hospitalarias de los religiosos no pueden ser consideradas ajenas a la iglesia local, puesto que son una expresión de la misión educativa y caritativa de esa misma Iglesia.

Por tanto, en una perspectiva más amplia, han de ser elevadas a la dignidad de expresión de la iglesia local.

— Los religiosos en parroquias. El card. Ballestrero, cuando era presidente de la CEI, decía que «un consagrado que accede al presbiterado recibe el orden enfundan y al servicio del carisma de la propia familia religiosa. El re-

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ligioso-sacerdote lleva en cualquier actividad pastoral el sello de su peculiar consagración». Lo cual significa que nosotros somos religiosos sacerdotes, más que sacerdotes religiosos. No sólo esto, sino que la vida religiosa debe poder difundir el carisma propio a través de asociaciones, iniciativas, teniendo cooperadores, porque el carisma es un don para toda la Iglesia.

— Los religiosos deben poder explicar su dimensión universal, porque, como decía el papa hace diez años, «dondequiera que os encontréis en el mundo, existís, con vuestra vocación, para la Iglesia universal».

Nos encontramos en una Iglesia particular, pero —dada nuestra experiencia y nuestras dimensiones nor­malmente internacionales— deberíamos poner la parti­cularidad en conexión con la universalidad; nuestra tarea es, por tanto, de animación a la universalidad y ad gentes, lo que requiere poder implicar a los laicos y poner en práctica iniciativas propias y apropiadas.

C. LLEGAR PRIMERO

El «discípulo» llega antes y es el primero que reco­noce al Señor. La Evangelii nuntiandi, en el n.° 69, re­conoce a los religiosos el espíritu de iniciativa, de ingenio, de inventiva: ¡llegan antes!

El Mutuae relationes, algunos años después, habla en el n.° 19 de la «capacidad de la vida religiosa de idear nuevas y audaces experiencias eclesiales bajo el impulso del Espíritu».

Por tanto, los documentos señalan ya una cierta vi­vacidad de relaciones y una posible incomprensión.

Donde hay vivacidad y espíritu emprendedor, existe siempre la dificultad de armonizar a quien corre un poco más y a quien corre un poco menos; ¡es la cruz de los superiores que tienen la fortuna de tener gente que corre!

Esta capacidad de reconocer al Señor, de leer los signos de los tiempos, de responder con una carrera más

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veloz, ha sido siempre una característica de la vida reli­giosa. Pensemos en nuestros fundadores. ¿Por qué?

Porque también hoy el Señor se presenta bajo nuevas formas. Está presente en la noche de nuestro tiempo en la fatiga eclesial, en la aparente esterilidad del momento presente. A nosotros nos toca correr, y es necesario dejar espacio a esta carrera; es una carrera que se debe mirar con simpatía. Porque hay muchos mundos que explorar, hay nuevas cosas que hacer, nuevas soluciones que dar, nuevas propuestas apostólicas que presentar; se debe mirar con benevolencia la creatividad, aun cuando luego se re­quiere prudencia en el discernimiento. Y el discernimiento último corresponde a Pedro. Es Pedro quien debe decir si nuestra carrera se dirige hacia el sepulcro o hacia otro sitio, porque es él quien debe verificarlo.

Quien corre más llega antes más fácilmente. Tenemos necesidad de quien ve al Señor actuando, porque esto da esperanza, sostiene a toda la Iglesia, y permite lanzarse hacia el Señor.

Hay una afirmación de la tradición, según la cual es necesario que el ministerio deje el puesto a la clarividencia del amor y de la profecía, precisamente para no reducir la Iglesia a simple institución.

Sin esta clarividencia del amor, sin las respuestas que el amor sabe dar y que el amor produce, la iglesia local se empobrece. Porque puede ser perfecta en todas sus estructuras, tener todos los oficios funcionales, poseer to­dos los medios e instrumentos para estar presente en la sociedad, pero todo ello no garantiza que sea necesaria­mente acogedora, que sea un hogar, un lugar en el que pueda expresarse el misterio de la ecclesia mater.

El misterio de la Iglesia es grande, porque en ella está el Padre: he ahí la institución que representa el rostro paterno de la Iglesia. Pero también es madre; su mater­nidad está representada precisamente por la caridad, que hace de la Iglesia no simplemente una estación de servicio, sino un hogar en el que uno puede refugiarse en momentos de penuria y de frío.

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Juan, el discípulo, y todos aquellos que se asemejan a esta figura tienen una función esencial, porque mantienen vivo el rostro materno de la Iglesia, que no es solamente una Iglesia paterna, sino también una Iglesia materna, ecclesia mater.

Por tanto, caridad operante, con inventiva en los lu­gares nuevos y, especialmente hoy, en el lugar de la cultura y de las culturas, donde no hay sólo ausencia del Señor (lo cual se solucionaría simplemente con hacerle presente), sino donde también está el Señor presente en formas nue­vas; un Señor escondido que es preciso hacer que emerja y que nazca en el corazón de los hombres.

El que ama encuentra más fácilmente al Señor, in­cluso en el corazón de los hombres que parecen lejanos.

Naturalmente, todo esto significa que la vida religiosa sea de verdad expresión de la perfecta caridad y esté ani­mada por un amor apasionado al Señor y devorada por el celo en favor de la vida de los hermanos.

D. CORRER HACIA EL SEÑOR

Pedro y Juan corren hacia el Señor, lo buscan, porque el objetivo de la Iglesia y, en consecuencia, tanto de Pedro como de Juan, es encontrar al Señor.

El sentido de la misión, si lo tenemos vivo, impide transformar estas ideas en una estéril contraposición o en una reivindicación de espacios, y hace que todas las ener­gías estén dirigidas hacia el Señor. Y lo estarán en el momento en que sean respetadas, reconocidas, potencia­das y orientadas.

Los dones de Pedro y los de Juan han de utilizarse al máximo para poder, entre otras cosas, implicar a los laicos y a los otros componentes que no se encuentran de manera precisa en estas figuras, necesariamente incom­pletas, y a los que se ha de interesar y sensibilizar para la misión.

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Cuando vean que hay comunión entre nosotors; cuan­do se dé la comunión entre Pedro y Juan; cuando los otros vean que la Iglesia es una casa amplia y acogedora en la que todos dan lo mejor de sí y obtienen lo mejor de sí, porque cada uno lo da según los dones propios, entonces daremos la imagen de una familia en la que merece la pena entrar y en la que es hermoso permanecer.

Esto ya es apostolado, es misión, es invitación a entrar en la Iglesia.

En un mundo en contraposición, marcado por con­trastes y por individualismos, el poder presentar una ima­gen de Iglesia tan familiar es ya un gran testimonio que hace más fácil la implicación de otros hermanos.

Sería hermoso que nosotros pudiéramos hacer excla­mar: «¡Cómo se quieren!» ¡Esa es la señal que nos dejó el Señor!

Conclusión

¿Qué pedimos a la iglesia local?

Le pedimos: poder ser el «discípulo amado»; que nos ayude a crecer como el «discípulo amado»; a crecer, sobre todo, cualitativamente, pero también numéricamente para que no llegue a faltar esta dimensión de la Iglesia; a poder servir a la misión de la Iglesia con nuestro carisma; a poder estar junto a Pedro y sostener su cansancio con nuestra caridad y nuestra clarividencia, si somos fieles a nuestra vocación y misión y en la medida en que lo seamos; a poder contribuir a la construcción de toda la Iglesia con nuestros dones; y, sobre todo, a ser perdonados por nuestra excesiva charlatanería, porque muchas veces tenemos un elevado concepto de nosotros mismos y muy poco fuelle para correr. A veces pensamos que somos Juan y, sin embargo, nuestro corazón no está total y exclusivamente tendido hacia el Señor.

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4 Con los movimientos laicales

El tema de los movimientos laicales goza de actua­lidad, suscita interés y genera discusión. Pero difícilmente se afronta con plena «neutralidad», porque es un tema que apasiona y divide.

Quisiera examinar aquí únicamente la relación entre vida religiosa y movimientos laicales. Es decir, no me propongo tratar de los movimientos en sí, de su «valor» o de sus relaciones con la iglesia local; sobre este tema, la bibliografía es abundante y los términos del problema son conocidos; el reciente Sínodo de los obispos sobre los laicos ha sido un reflejo de la complejidad de este pro­blema.

Los movimientos aparecieron, en efecto, como una importante y positiva novedad eclesial, signo del paso del Espíritu, de gran valor apostólico, con dificultades más o menos manifiestas de relación con las iglesias locales.

Aquí pretendo tratar sólo de las relaciones de los movimientos con la vida religiosa. Y no de todos los movimientos laicales.

Hay, en efecto, movimientos a los que el religioso es «enviado». Y estos movimientos no suelen crear pro­blemas.

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El religioso es en ellos un animador, un guía espi­ritual. Y no sólo esto, sino que con frecuencia se ve en­riquecido por la peculiaridad espiritual y apostólica del grupo y descubre nuevas perspectivas que le resultan útiles incluso para otros sectores de su acción pastoral.

Pero también hay movimientos a los que el religioso va espontáneamente, con frecuencia forzando la mano de los superiores, como en busca de una satisfacción de sus necesidades personales. Y estos casos sí crean problemas.

También aquí es necesario hacer una precisión ulte­rior. Hay movimientos en los que prevalece la animación espiritual, y movimientos que tienen una dimensión pas­toral concreta, ya sea sólo intraeclesial, ya sea con pro­yecciones en lo social.

Es obvio que, cuanto más caracterizados estén pas-toralmente, tantos más problemas ocasionarán a la vida religiosa. En resumen, en las líneas que siguen quiero referirme a aquellos movimientos que «atraen» a religio­sos, sobre todo a los caracterizados por planes pastorales bien definidos, que pueden entrar en conflicto con el ca-risma y la misión de la vida religiosa y de los institutos concretos.

Es importante tener en cuenta esta precisión para no caer en generalizaciones confusas.

1. Un período de malestar

La irrupción de los movimientos sorprendió a la vida religiosa no preparada para ciertos cambios inéditos. Cuando los movimientos aparecen en la escena eclesial, la vida religiosa se muestra sorprendida e incierta frente a lo que está ocurriendo.

Si antes eran los laicos quienes buscaban a los reli­giosos como guías espirituales, ahora son los religiosos quienes parecen ir a los laicos para recuperar vigor espi­ritual. Si antes eran los religiosos quienes gestionaban la gran espiritualidad, con sus clásicas y bien acreditadas

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escuelas de espiritualidad, ahora son los laicos quienes presentan motivos y proyectos espirituales capaces de atraer la atención incluso de los religiosos.

Si antes las mejores energías que querían servir al Evangelio se orientaban, de ordinario, hacia la vida reli­giosa o hacia el presbiterado diocesano, ahora los jóvenes se sienten más atraídos por los movimientos, con la con­siguiente reducción del número de novicios y seminaristas.

De aquí nace, primero, una sorpresa, y después un malestar. Malestar que casi siempre ha desembocado, bien en una conflictividad, bien en una huida hacia los movi­mientos, o bien en caminos paralelos de incomunicabilidad mutua.

Tras años de malestar, nos preguntamos si hay cabida para una comprensión más serena, salvaguardando la pro­pia identidad; si hay cabida para una posición más madura respecto a la típica de los primeros años de contraposición y de práctica competidvidad.

Para poder responder a estas preguntas, es necesario preguntarse también cómo se ha llegado a esta situación.

Es oportuno recordar algunos rasgos de las vicisitudes de la vida religiosa de los últimos años para poder afrontar con más elementos este complejo problema. Una presen­tación descriptiva de lo sucedido puede ser más esclare-cedora que un tratado construido sobre principios teóricos.

A. EL MOMENTO

El momento de la explosión de los movimientos en la escena eclesial está a caballo entre los años sesenta y los setenta. Algunos de ellos actuaban ya antes. Pero la «epifanía» se remonta a la mitad de los años sesenta.

Es el momento en que la vida religiosa está ocupada en asumir el Concilio en sus Constituciones. Hay que decir enseguida que la vida religiosa tomó en serio la invitación lanzada por el Concilio a la renovación. Fue incluso uno

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de los primeros componentes eclesiales que se pusieron a trabajar para aplicarla, introduciendo cambios importantes en sus ordenamientos, cambios que siempre fueron do­lorosos.

Con dos «agravantes». El primero: el período de los Capítulos generales se caracterizó, en el campo social, por la contestación, el asamblearismo, el optimismo refor­mista, la aceleración de la secularización en la sociedad. El segundo: para la vida religiosa, los cambios no se re­ferían sólo a «fórmulas», o a líneas doctrinales, o a sec­tores colaterales, sino que incidían profundamente en la vida cotidiana. La vida religiosa es, sobre todo, «vida». De ahí el estupor de algunos, que veían derrumbarse nobles tradiciones sobre las que habían modelado sus compor­tamientos. De ahí el sentido de liberación de otros, que veían en los modelos habituales no el fruto de la tradición, sino el resultado de recientes y discutibles tradiciones.

De ahí la incertidumbre sobre «nuevos equilibrios» entre lo «nuevo» y lo «viejo». En una etapa de renovación, es fácil que los nuevos principios se lleven adelante casi como alternativa a los anteriores. Así sucedió con el prin­cipio comunitario, presentado a veces como alternativa al principio de la obediencia. Y también con el principio del respeto a la persona, defendido por algunos como alter­nativa al principio de la eficacia.

Fue un período de profundo y doloroso esfuerzo, en el que las condiciones de la sociedad empujaban a acentuar el alcance de lo «nuevo» como alternativa, más que como complemento del dato de la tradición.

En esta situación aparecen los movimientos, seguros de sí, con objetivos muy claros, con el entusiasmo de los orígenes, sin el peso de laboriosas mediaciones relacio­nadas con el propio pasado, frecuentemente plurisecular, y mucho más frecuentemente necesitado de renovación.

B. L A RELACIÓN IGLESIA-MUNDO

Mientras en la vida religiosa, a raíz del desplaza­miento del énfasis realizado por el Concilio, tenía lugar una nueva toma de conciencia acerca del mundo (a veces

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considerado unilateralmente sólo como «bueno», coni" «lugar de la acción del Espíritu», como «creación que- «••• preciso continuar», y ello tras muchos siglos de pesimismo respecto al mundo), con la incertidumbre consiguiente para afinar el tiro y proponer iniciativas apostólicas, los movimientos presentaban un esquema bien definido de interpretación del mundo y de la historia. Esta seguridad liberaba del esfuerzo y de la incertidumbre del discerni­miento e impulsaba a pasar directamente a la acción.

Frente a una difuminación del juicio acerca del «mun­do» en la vida religiosa, situación a la que correspondía una búsqueda ardua y dolorosa de las nuevas y más ade­cuadas formas de apostolado, se alza la visión clara, y con frecuencia pesimista, del mundo, elaborada por al­gunos movimientos que no se detienen en la búsqueda de los «signos de los tiempos», sino que se lanzan hacia la recristianización.

Mientras que la reflexión sobre un nuevo tipo de relaciones Iglesia-mundo (como está delineada por la Gau-dium et Spes) parecía bloquear apostólicamente a los re­ligiosos, surge, en cambio, la iniciativa sin vacilaciones de los movimientos que no se «perdían en análisis», sino que proponían de nuevo el evangelio con la fuerza de quien cree en él como única salvación del mundo y de la socie­dad.

El tiempo dirá si la «crisis» de la vida religiosa ha sido un momento de pausa para una aclimatación a las nuevas condiciones de la ciudad secular, o si el avance de los movimientos está destinado a poner sordina a todo interrogante y a toda búsqueda ulterior sobre la compleja relación «Iglesia-mundo».

C. LAS OBRAS

Una de las disputas más intensas de este período se refiere a las obras tradicionales. Obras que tenían difi­cultad para renovarse y que parecían hacer más duro el camino hacia opciones apostólicas más audaces. Las obras

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aparecerían a los ojos de algunos como signo de lo «viejo», que impedía avanzar a lo nuevo; como aquello a lo que se aferraban los tradicionalistas para impedir la renovación conciliar.

Para algunos religiosos, los movimientos se convier­ten en lo «nuevo», en un modo más libre, más dúctil, más elástico, de afrontar la realidad sin los condicionamientos del pasado, sin las gloriosas y pesadas herencias que es preciso defender a toda costa.

De ahí la tonalidad casi mesiánica que los nuevos movimientos adquieren para algunos religiosos que tienen dificultades con sus obras y que se preguntan sobre su utilidad y eficacia apostólicas. Por una parte, la duda, el esfuerzo, la competencia y la dedicación cotidiana reque­rida por la actividad del pasado; por otra, los brillantes éxitos de movimientos marcados por adhesiones rápidas, espontáneas, entusiastas. ¿No se interpreta fácilmente el éxito, incluso el apostólico, como un «signo de los tiem­pos»?

D. LA TRANSICIÓN CULTURAL

En aquellos años, muchos hablaban de cambio «his­tórico», de nuevas perspectivas culturales, de irrupción del futuro. El bagaje conceptual tradicional parecía haber quedado en desuso de un día para otro o, al menos, ser inadecuado para comprender los nuevos tiempos. Así al menos lo consideraban algunos, impresionados por la di­fusión de un lenguaje nuevo, impregnado de referencias a las ciencias humanas. Por otra parte, la renovación lenta y paciente dentro de la vida religiosa se proponía de forma demasiado compleja, o aparecía como algo demasiado confuso, aun en el campo doctrinal.

A ello contribuía la creciente mentalidad problema-tizadora, para la cual todo parecía necesitado de «refun­dación».

¿Qué pensar? ¿Cómo decir las cosas? ¿Qué se debía predicar? ¿Cómo «actualizarse» sin abandonar las convic-

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ciones profundas que habían sostenido las grandes opcio­nes de la vida? Los movimientos tenían una respuesta, porque ofrecían una interpretación global y coherente de la realidad, además de una instrumentación conceptual bien definida. Para algunos religiosos, los movimientos eran, pues, también una ayuda «cultural», casi la nueva adquisición de una visión de las cosas convincente y fá­cilmente divulgable, con un lenguaje incisivo.

Surgen así nuevos lenguajes, nuevas «jergas» teo­lógicas y catequéticas, que caracterizan, distinguen y va­loran a quienes se adhieren a un movimiento.

Para otros, los movimientos se convierten también en un apoyo seguro al que aferrarse para no naufragar y no apartarse de la ortodoxia en un momento de revisiones demasiado complejas y a veces demasiado temerarias.

E. LA AFECTIVIDAD

Uno de los aspectos de aquellos años, quizá no ana­lizado suficientemente todavía, fue la explosión de la bús­queda de nuevas vías para satisfacer y expresar las propias necesidades afectivas. Es la época en que se propone la «tercera vía», en la que se hacen nuevas propuestas y en la que caen modelos tradicionales marcados por la pru­dencia y la reserva.

Conocemos los resultados, ciertamente no felices, de tales búsquedas. Una de las formas de búsqueda más afor­tunadas fue la participación en estos grupos y movimien­tos, que ofrecían una comunidad amplia, un lugar de en­cuentro con diversas personas, un conjunto de relaciones informales y normalmente serenas.

Para algunos religiosos, este aspecto no fue secun­dario. Algunos encontraron en él un equilibrio sano y correcto para su afectividad, y otros llegaron a una opción diversa. Para la mayoría de ellos, el contacto frecuente con estas nuevas realidades fue una ocasión de encuentros y de amistades, de los que sentían necesidad desde hacía

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mucho tiempo, tras años de «clausuras» percibidas como sofocantes. En conjunto, dado el clima más bien exaspe­rado del momento (clima que favoreció no pocos abando­nos), el encuentro con estos grupos parece haber tenido una función al menos clarificadora en el plano afectivo.

F. LA EXPERIENCIA RELIGIOSA

Sin embargo, el motivo que más atrajo a los religiosos fue la fuerte experiencia religiosa de los movimientos. El desplazamiento de énfasis que se estaba produciendo den­tro de la vida religiosa, y que recaía sobre la historia, sobre la dimensión política de los problemas, sobre la atención a los grandes retos que la sociedad planteaba a la Iglesia a nivel planetario, sobre las nuevas formas de pobreza, había hecho disminuir inevitablemente la aten­ción respecto a los problemas «personales», que habían sido más típica y tradicionalmente objeto de la ascética y de la mística y a los que la vida religiosa había dedicado especial atención.

No es extraño, pues, que los nuevos horizontes tu­vieran también influjo en la vida espiritual de los religio­sos. Frente a las nuevas perspectivas, a las que eran lla­mados a prestar atención, algunos religiosos se sintieron a disgusto en la espiritualidad tradicional, que les parecía marcada por el anacronismo y por perspectivas reductoras.

Frente a la invitación a mirar al «mundo», no todos se pararon a mirarlo desde el punto de vista de las tareas apostólicas, sin que más bien se dejaron atraer por el «mundo mundano». En el primer caso se infligió un duro golpe a la auténtica interioridad. En el segundo se lesionó la estima de la vigilancia evangélica. En ambos casos se empobreció sensiblemente el vigor espiritual de la vida religiosa, al quedar demasiado abierta a los vientos insi­diosos de los problemas y, a veces, de la mentalidad de la ciudad terrena.

Añádase a ello la reacción de una parte de los reli­giosos que respondía volviendo a proponer, de forma rí-

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gida y simplemente repetitiva, los usos tradicionales, con una fidelidad literal que implicaba el rechazo en bloque de la renovación promovida por el Concilio. La mayoría de los religiosos se encontraba en la encrucijada (¿o en la cruz?) de dos tendencias opuestas que amenazaban desem­bocar en el horizontalismo de los unos o en el verticalismo de los otros.

En esta situación llegan los movimientos, de gran dinamismo espiritual, innovadores en algunas propuestas, pero fieles a la tradición espiritual de la Iglesia, centrados en algunos valores evangélicos esenciales, en torno a los que construyen su proyecto de renacimiento cristiano y de misión. Es evidente que cierto número de religiosos, con deseos de autenticidad, encontraban en los movimientos lo que no lograban encontrar en sus comunidades.

Frente al esfuerzo de la vida religiosa, con sus in­tentos de encontrar a Dios en el hombre y en la historia y realizar nuevas formas de «encarnación», y, por otra parte, frente a algunas capitulaciones llamativas, la fuerte experiencia religiosa de estos grupos, caracterizada por su entusiasmo y su coherencia, resultaba convincente, esen­cial, resolutiva. Ya no se daba la conflictividad de las comunidades religiosas, sino el entusiasmo de encontrarse unidos en torno al evangelio, la manifestación del gozo de pertenecer a Cristo, el impulso evangelizador de otros tiempos.

Sin duda, fue la intensa experiencia religiosa el mo­tivo principal de la atracción que ejercieron los movi­mientos sobre muchos religiosos que querían mantenerse firmes en la fe.

G. EL SENTIDO DE IGLESIA

El redescubrimiento de la Iglesia en su dimensión de misterio, de don de Dios a la humanidad, fue otro de los elementos de fascinación.

Nos debatíamos todavía o comenzábamos a salir de un período de contestación de las «estructuras», de las

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«instituciones» del «poder», todo ello extendido inexo­rablemente a todo, incluida la Iglesia. Los movimientos ofrecían una imagen muy distinta de la Iglesia. Ofrecían la experiencia del «acontecimiento-Iglesia», un aconteci­miento salvífico, un acontecimiento que podía experi­mentarse en comunidades vivas en las que resonaba la Palabra, en las que se experimentaba la calidad fraterna, en las que se celebraba jubilosamente el misterio de la salvación y de la reconciliación.

También bajo este punto de vista, para algunos re­ligiosos los movimientos fueron un ancla de salvación, el medio providencial para redescubrir el significado pro­fundo de la Iglesia. La tarea de la «reforma de la Iglesia» daba paso aquí a la aceptación agradecida del «don» de la Iglesia como sacramento universal de salvación, ex­perimentado concretamente en las nuevas comunidades.

H. EL PROBLEMA

Toda esta transmigración de religiosos en busca de fuentes más puras en los diversos movimientos tenía que originar problemas, que se pueden resumir en una palabra: fractura. Fue un período de «fracturas», de divisiones, tanto en los religiosos «emigrantes» como en las comu­nidades religiosas.

a) Los religiosos iban buscando una experiencia re­ligiosa más auténtica y valores evangélicos más directa­mente visibles y expresables. De hecho, se encontraban con frecuencia en un sistema bien definido, construido en torno a esos valores y a esas experiencias.

En las cosas humanas, los valores no existen en estado puro. Tampoco la vida religiosa existe en estado puro. Existe en cuanto que es realizada en diversas concreciones, en los diversos institutos.

De aquí vino el encuentro de dos «sistemas» que introducían en el religioso una fractura real, no siempre advertida, al menos al principio. Manifestación de ella son fenómenos bien conocidos, como:

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— la doble pertenencia: con el cuerpo se está en el instituto, pero con el corazón se está en el movimiento;

— la doble inspiración: el instituto es el lugar del «trabajo», pero el movimiento es el lugar de la motivación profunda;

— la doble jerarquía: el superior religioso es con­siderado competente en la asignación de tareas, pero el leader del movimiento (o la comunidad) piensa en lo que se debe pensar y en cómo realizarlo;

— la doble espiritualidad: el instituto es el lugar de la «observancia», de los comportamientos externos, pero el movimiento es el lugar de la experiencia vital y esti­mulante;

— la doble misión: rara vez se llega a este punto. Cuando chocan las «dos» misiones, la del instituto y la del movimiento, la fractura es profunda y el religioso se encuentra en un verdadero drama. ¿A quién hay que obe­decer: al instituto al que prometí obediencia en mi juven­tud, o al movimiento que me ha hecho comprender final­mente mi vocación y me ha regenerado a la vida cristiana?

b) Las comunidades religiosas. También ellas se vie­ron afectadas inicialmente por una fractura cuando debían «hospedar» a un hermano «emigrante». Y ello por diversos motivos:

— el entusiasmo del neófito llevaba a devaluar la experiencia común y tradicional en nombre de la novedad total de la nueva experiencia, que le había permitido un salto cualitativo en su vida de fe y, a veces, incluso en su vida religiosa. Es natural la desconfianza de buena parte de las comunidades frente a proclamaciones tan entusiastas e incómodas;

— la personalidad de quien participa en el movi­miento es considerada por algunos hermanos, más o menos objetivamente, como la de quien tiene demasiada nece­sidad de un grupo para «sostenerse» o la de quien busca «novedades» para afrontar sus frecuentes crisis personales. De ahí la consideración de los movimientos como conjunto

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de «comunidades terapéuticas», útiles y quizá necesarias, como puede serlo un «servicio urgente» en un momento de emergencia, o un hospital de campaña durante una batalla;

— el reproche frecuente de buscar «fuera» lo que se podía encontrar «dentro» de la vida religiosa con un poco de paciencia y con la participación en el esfuerzo común de búsqueda y reconstrucción de la vida espiritual y de la vida en común. Para muchos, «los emigrantes» eran como desertores, precisamente porque se sustraían a la recons­trucción de la propia casa.

Todo ello dividió a las comunidades según las di­versas valoraciones y según la diversa intensidad del fe­nómeno. El problema se vivió, o bien polémicamente, o bien dolorosamente, y sólo desde hace poco se está ca­minando hacia un clima más sereno. Al menos así parece.

I. ALGUNAS REFLEXIONES

A la luz de esta breve reconstrucción, podemos hacer algunas reflexiones que pueden iluminar también el pre­sente.

Primera: una de las realidades paradójicas que los movimientos pusieron de manifiesto es que no necesaria­mente quien es religioso es también, automáticamente, un «cristiano». Por más extraña que pueda sonar esta afir­mación, se hizo evidente en aquellos años que se pudo y se puede, de hecho, dar por descontado el verdadero pro­blema, que es el de ser y hacerse cristiano.

Puede ocurrir que en un proceso de formación reli­giosa se hayan puesto entre paréntesis algunas realidades fundamentales del «hacerse» cristiano. Y así, se podía pertenecer a un instituto sin haber descubierto realmente las profundas exigencias del bautismo.

El encuentro con un grupo que vive intensamente las realidades fundamentales del ser cristiano puede tener la función de un «schock» beneficioso y esclarecedor. En

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realidad, se descubre lo que debía constituir la base de todo «el edificio». Con la necesidad de fundamentarlo todo de nuevo. Esto puede ayudar a buscar el remedio a muchas dificultades de la vida religiosa de hoy en la dirección correcta, es decir, en la que lleva a «hacerse cristianos».

Aunque hoy el problema se presenta de distinto modo, porque los jóvenes que piden ser religiosos plantean abiertamente este problema, conviene no dar por supuesta la conversión y la pertenencia a Cristo.

Probablemente, aquellos fenómenos eran la herencia de una cultura impregnada de religiosidad. Pero los mo­vimientos los pusieron de manifiesto, y no es seguro que no puedan repetirse.

Segunda: el encuentro-choque de la vida religiosa con los movimientos se produjo en un momento caracterizado por dos etapas diversas para la vida religiosa y para los movimientos. Estos, jóvenes y entusiastas; aquélla, en un momento delicado de adaptación e incluso de reestructu­ración de obras y de descenso numérico. A los primeros parecía sonreirles el futuro, mientras que a la vida religiosa parecía pertenecerle un pasado con frecuencia glorioso, pero sin perspectivas sustanciales.

No ha faltado quien señale que sería necesaria cierta cautela en este tipo de valoración, y ello por dos motivos al menos: en primer lugar, porque los «fundadores» de los movimientos aún siguen vivos, lo cual garantiza el impulso y la cohesión de la primera generación. En se­gundo lugar, porque este fenómeno es contemporáneo del florecimiento de sectas religiosas de todo tipo. ¿Es pura coincidencia? ¿Se trata de respuestas a necesidades reli­giosas del mismo tipo? ¿Se trata de nuevas respuestas a nuevas y auténticas demandas religiosas?

Tercera: esta confrontación ha producido en la con­ciencia de no pocos religiosos un importante cambio, al comprender que los laicos no son únicamente objeto de pastoral, sino que se han convertido en sujeto de misión, y de una misión nueva, creativa e incisiva. Los laicos no sólo se ven implicados en los proyectos de los religiosos,

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sino que también implican a éstos en sus iniciativas. Es verdaderamente un cambio que indica a la vida religiosa la evidencia de un nuevo tipo de mutuae relationes: no sólo con los obispos y con el clero, como en el pasado, sino también y sobre todo con los laicos, nuevos inter­locutores en la misión común de la Iglesia.

Aun cuando los movimientos no representan todo el vasto y complejo mundo del laicado, sí han ayudado a ver que existe un nuevo y dinámico partner en la misión.

Cuarta: la situación descrita se refiere a la fase aguda, que llega hasta la mitad de los años 80. Hay todavía re­ligiosos que «frecuentan» los movimientos, pero la ma­yoría considera este hecho como herencia del pasado de­cenio, de sus problemas, de sus tensiones no resueltas, de sus impulsos generosos, de sus incumplimientos. Hoy los movimientos han perdido buena parte de su fuerza de atracción sobre los religiosos, debido al nuevo marco so­cial y eclesial y a una comprensión más clara del carisma de cada uno de los institutos.

El problema se ha desplazado, en cambio, a las vo­caciones que proceden de los movimientos, marcadas por una fisonomía espiritual característica y no siempre fácil­mente adaptable al carisma y, por tanto, a la fisonomía del instituto. A veces resulta difícil cortar el «cordón um­bilical» con los movimientos y con sus leaders. Se pre­sentan de nuevo los mismos problemas señalados antes de la doble pertenencia, etc., pero no debido a la «emigra­ción», sino a la «inmigración». Algunos institutos se en­cuentran ante el dilema de permanecer con los noviciados semidesiertos o inspirarse en los movimientos, con el pe­ligro de ver aguada la fisonomía del instituto.

J. LA SITUACIÓN HOY

Pasado el momento del encuentro-choque entre vida religiosa y movimientos, ha llegado el momento de ver las cosas con una mirada eclesialmente más madura. En una eclesiología de comunión debe haber sitio para los

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diversos carismas, que deben enriquecerse mutuamente en el respeto y en el crecimiento de la propia identidad. Todo carisma (el de la vida religiosa y el de los movimientos) tiene no sólo una tarea concreta en la construcción del cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino también algo que decir a los otros carismas.

En este contexto se pueden plantear dos preguntas complementarias: ¿qué pueden decir los movimientos a la vida religiosa?; ¿qué se espera de los religiosos presentes en los movimientos?

2. Indicaciones para la vida religiosa

Ante todo, ¿qué indicaciones pueden hacer los mo­vimientos a la vida religiosa?

Es necesario ir más allá de las discusiones, a veces un tanto «movidas», sobre los movimientos; ir más allá de las disputas de un pasado todavía reciente entre vida religiosa y movimientos, superar las opciones personales y tratar de discernir con humildad y serenidad, para dejarse «provocar» beneficiosamente o, al menos, interpelar por cuanto de positivo representan los movimientos en la Iglesia.

Se pueden concretar algunos ámbitos en los que la presencia de los movimientos sigue interpelando e invi­tando a la reflexión a la vida religiosa. Los movimientos recuerdan a los religiosos que:

A. LA VIDA RELIGIOSA ES, ANTE TODO, UN «MOVIMIENTO ESPIRITUAL»

La vida religiosa nació como «experiencia del Es­píritu», como iniciativa del Espíritu, como movimiento producido por el Espíritu, en la Iglesia, para el mundo.

Se trata de recuperar esta dimensión, que no es sólo de los orígenes y del fundador, sino que es un componente

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esencial de todo momento de la vida religiosa, de todo religioso, de toda iniciativa apostólica.

El trabajo intenso, las obras que es preciso llevar adelante, las casas que es necesario mantener, sobre todo en este período de disminución del personal, pueden a veces obnubilar la conciencia de que el religioso es, ante todo, un «hombre espiritual» que vive junto a otras «per­sonas espirituales». Y ello no para eludir la misión, sino para afrontarla en la dimensión correcta, como prolon­gación y no como sucedáneo de una intensa «vida en el Espíritu».

Esto es tanto más urgente en una época como la nuestra, marcada por el «reajuste», es decir, por dolorosas renuncias que exigen gran libertad interior. Sólo una vida intensamente espiritual podrá responder tanto a la demanda de interioridad de muchos religiosos como a las exigencias apostólicas en este momento de opciones valerosas. Los movimientos evocan la vivacidad espiritual de nuestros orígenes y nos recuerdan que es necesario y posible ser, ante todo, «hombres espirituales», también (y de un modo especial) en nuestro tiempo. Sobre todo hoy, es incon­cebible un religioso que no tenga una intensa y gozosa vida espiritual.

B. LA VIDA RELIGIOSA ES UNA «FAMILIA»

La vida religiosa tiene como característica la vida común. Pero no una vida común anónima y orientada exclusivamente a la producción de actividad, sino más bien una vida que sea expresión de la fraternidad cristiana y en la que se tenga en cuenta la dimensión personal y afectiva. Y ello no para perpetuar el narcisismo, sino para madurar pacientemente hacia proyectos apostólicos en los que cada religioso se sienta implicado personalmente para emplear de la mejor manera posible sus propios dones.

Es la situación típica de una familia en la que cada cual es acogido, amado y sostenido en la asunción de sus obligaciones en la vida.

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Si en estos años ha habido una oscilaión entre el predominio de la comunidad operativa y/o de la comunidad afectiva, entre una comunidad-empresa y una comunidad-hogar, el equilibrio deseado debería hacerse en torno a la comunidad-familia, donde los miembros se acepten como hermanos, conscientes de la mutua dignidad de hijos de Dios y comprometidos en el grandioso proyecto de hacer presente y eficaz la misión misma de Cristo en el mundo.

Una familia en la que se tienda continuamente a la síntesis entre comunión y autoridad, entre fraternidad y guía fraterna-materna, entre fiesta y trabajo, entre plegaria y acción.

Los movimientos nos han recordado que, en un mun­do hostil al evangelio y casi impermeable a los valores del Espíritu, es en comunidades vivas donde se pueden producir nuevos apóstoles y elaborar proyectos de rena­cimiento cristiano. A pesar de todas las dificultades su­plementarias típicas de nuestras comunidades, que no se reúnen sólo para momentos de oración y de acción, sino que son existencias compartidas, es necesario reanudar pacientemente el camino de comunidades-familia, como insustituibles para los religiosos y para su testimonio go­zoso.

C. LA VIDA RELIGIOSA TIENE UNA IDENTIDAD CARISMÁTICA PROPIA

Todo instituto tiene su propia identidad carismática en la Iglesia y para la Iglesia. Su presencia es tanto más útil apostólicamente cuando más fiel es a su carisma y a su misión. La profundización en el carisma propio de un instituto es necesaria no sólo para reforzar la propia iden­tidad, sino también para actuar con eficacia apostólica. El modo propio (y mejor) de servir a la Iglesia consiste en ser fieles al propio carisma y a la propia misión.

Los movimientos han impulsado indirectamente a al­gunos institutos a profundizar este aspecto. Con frecuencia ha sido la falta de una fisonomía carismática bien definida

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(o no bien asimilada) lo que ha hecho tan atrayente a los movimientos y ha obligado a interesarse de nuevo por los fundadores y por los orígenes. Interés que necesariamente ha de suponer una contribución sustancial a la toma de conciencia de la propia identidad carismática y, por tanto, de la misión específica a desempeñar en la Iglesia.

D. LA VIDA RELIGIOSA ES UNA «FORMACIÓN PERMANENTE EN LA SANTIDAD»

La conciencia de la necesidad de crecer continua­mente en la vida teologal y en la entrega apostólica, es decir, de tender a la «perfecta caridad», ha acompañado siempre a la vida religiosa. Sus mejores momentos están ligados a la intensidad de esta conciencia y de esta tensión.

Si en estos años se ha sentido la urgencia de elaborar una teología de la vida religiosa capaz de mostrar toda la riqueza teologal y eclesial de este gran don hecho por el Señor a la Iglesia, parece que se ha percibido con menos fuerza la necesidad de elaborar una pedagogía espiritual» para apuntalar los pasos hacia la santidad.

La vida religiosa es un camino eminente de santidad y, tradicionalmente, ha elaborado itinerarios formativos válidos y precisos para la «construcción de los santos».

Hoy se siente la necesidad de itinerarios formativos que reactiven la sabiduría tradicional y la hagan signifi­cativa y capaz de sostener la marcha del religioso de nues­tro tiempo hacia la santidad. Los movimientos han cuidado normalmente este aspecto pedagógico, prestando atención a los problemas del crecimiento, a través de claros pro­cesos de iniciación y de formación. La vida religiosa, nacida como «escuela del servicio al Señor», ha de tomar de nuevo en seria consideración todo cuanto permita acom­pañar al religioso desde su primera conversión hasta la santidad, y ello dentro del carisma y la misión del instituto.

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E . LOS RELIGIOSOS PRESENTES EN LOS MOVIMIENTOS

Y ahora la otra pregunta: ¿qué se espera de los re­ligiosos presentes en los movimientos? La respuesta se puede concentrar en una sola frase: que sean «expertos en comunión», es decir, que actúen dentro de los movimien­tos para acrecentar la comunión.

— Con la iglesia local, para corregir eventuales ten­dencias aislacionistas o autárquicas, típicas de los grupos jóvenes y seguros del propio carisma; para ayudarles a aceptar el precio de la comunión eclesial, que está hecho de humildad y de capacidad de sufrir por la unidad.

— Con los otros movimientos, mirando con ojos agradecidos las maravillas realizadas por el Espíritu tam­bién en otras partes, mostrando el peligro inherente a la actitud de considerarse depositarios de toda la verdad y apreciando la multiplicidad de caminos para llegar al Señor y para anunciar su amor a los hombres.

— Con todos los hombres de buena voluntad que se entregan por el bien de sus hermanos, con los que es necesario colaborar por la paz, la justicia y la solidaridad. El mundo no es sólo tinieblas y caos, sino que está regado por los semina Verbi, que es necesario discernir, hacer crecer y madurar.

— Con el conjunto de las personas confiadas a la propia «cura pastoral», para no excluir a nadie, para hacer que nadie se sienta excluido, para no hacer de la perte­nencia al movimiento un elemento discriminador.

— Con la vida religiosa, no sólo aportando al ins­tituto lo mejor del movimiento, sino también llevando a éste el testimonio más excelso de la vida religiosa, a saber, que no existe amor más grande que el de dar la propia vida. Y la vida religiosa es «vida dada» al Señor y a los hermanos días tras día, hasta el final. Este es el gran signo de la vida religiosa, como una meta ideal para todo cris­tiano: servir siempre al Señor, en toda circunstancia, hasta el final. A pesar de sus defectos, éste es el gran «signo» que la vida religiosa ofrece, por el hecho mismo de «estar ahí», a la Iglesia y al mundo.

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Conclusiones

La lectura que hasta aquí hemos hecho de las rela­ciones entre vida religiosa y movimientos puede ser dis­cutida y debe ser integrada. Con ella hemos querido com­prender el tipo especial de relación, no sólo a la luz de la naturaleza de la vida religiosa y de los movimientos, sino también del especial momento histórico en que tuvo lugar el primer encuentro.

Ahora la situación se está serenando lentamente y puede mejorar todavía si reflexionamos sobre el papel de los carismas en una eclesiología de comunión (no sólo verbal). La comunión eclesial pone en contacto y en «pe-rijóresis» las riquezas recíprocas, los dones, los talentos, las competencias, todo ello fruto del Espíritu no sólo para la edificación de la Iglesia, sino también para la «mutua edificación». Es preciso señalar que la comunión es tanto más fecunda cuanto más fiel es cada uno a sí mismo. La comunión no aplasta, sino que refuerza e impulsa a la emulación, especialmente hacia el carisma mejor, que es la caridad.

Por otra parte, la historia de la vida religiosa de­muestra que no pocos institutos se han ido enriqueciendo con los fermentos espirituales más vivos en los diversos períodos históricos. Todo ello forma parte de la «fidelidad dinámica» al carisma inicial, en cuya cepa se han inser­tado, de hecho, aspectos más o menos vivificantes de las diversas épocas.

Si esto es así, se puede concluir con tres simples afirmaciones. Frente al fenómeno de los movimientos, la vida religiosa debería favorecer las siguientes actitudes:

a) agradecer a los movimientos el impulso evangé­lico y el bien que han hecho a no pocos religiosos;

b) aceptar la provocación evangélica que han su­puesto y siguen suponiendo para que las comunidades vivan con radicalidad, alegría e inventiva apostólica el seguimiento de Cristo;

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c) recordar que el carisma de la vida religiosa y del instituto tiene su propia peculiaridad, exige un recorrido espiritual propio, requiere ser profundizado y vivido e impulsa a una misión específica en la Iglesia.

Cuanto más fiel a sí mismo sea el religioso, tanto mejores frutos podrá dar en la Iglesia, pro mundi vita, el encuentro con los movimientos. La experiencia de estos años y un discernimiento lúcido pueden ayudarnos a ca­minar hacia esta meta eclesial.

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5 Con los laicos

Se impone una primera constatación: mientras que, en estos tres últimos años, se han multiplicado extraor­dinariamente los estudios sobre el laicado, tocando los más variados aspectos (del apostolado a la espiritualidad, de la teología al carácter laical en el campo social y po­lítico), la bibliografía sobre las relaciones religiosos-laicos parece estar sólo en los comienzos. Y ello tanto en el campo laico como en el campo religioso. Tanto los laicos como los religiosos han estudiado, sobre todo, los pro­blemas respectivos en relación con el clero y con los obis­pos (laicos-clero, religiosos-obispos), pero rara vez han afrontado las relaciones religiosos-laicos.

A diez años del Mutuae relationes entre obispos y superiores religiosos, se siente la necesidad de estudiar :on mayor atención los problemas de las mutuae relationes religiosos-laicos.

Sería oportuno que los teólogos, sobre todo religio­sos, analizaran este tema, tanto por su relevancia teológica como por su alcance pastoral, de importancia creciente en los próximos años.

Hay más de un motivo para ello:

a) La misión pertenece a toda la Iglesia. Si los re­ligiosos continúan siendo el eje básico de la misión ad

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gentes, en torno y paralelamente a ellos surgen numerosas y afortunadas iniciativas y metodologías que comprometen a los laicos en los campos más diversos. La misión ve cómo se amplían sus horizontes, abarcando, junto al anun­cio directo del evangelio y el testimonio, la promoción humana, las obras de caridad y de justicia, la catequesis, la liturgia, etcétera.

b) Está apareciendo un nuevo rostro de Iglesia en el que la tarea de testimoniar y realizar la fraternidd cristiana es compartida por todos los componentes eclesiales. La comunidad cristiana aparece cada vez menos clerical y más articulada y plural: junto a sacerdotes y religiosos, aparecen laicos, casados o no, que anuncian y muestran al mundo la llegada del Reino de Dios. Una Iglesia abierta a todos, una Iglesia que solicita la aportación de todos, una Iglesia que vive el evangelio de la fraternidad como condición previa al anuncio de la buena noticia.

c) También la vida religiosa requiere cada vez más la colaboración de los laicos para llevar adelante su misión. No sólo la disminución de sus fuerzas en el mundo oc­cidental, sino también una nueva conciencia eclesial im­pulsan a la vida religiosa por el camino de la colaboración con los laicos.

Hay que señalar que no pocas actividades de los re­ligiosos tienen fuerte impronta laical, por lo que una co­laboración más coordinada con los laicos puede hacer me­jorar cualitativamente esas mismas actividades.

Una vinculación más decidida de los laicos permitirá mirar al futuro con más serenidad, garantizar el carácter cristiano de muchas obras todavía florecientes y extender a un número creciente de personas el influjo benéfico del espíritu y las iniciativas de la vida religiosa. Por otra parte, la promoción desinteresada de un laicado formado y res­ponsable repercute favorablemente en la misma vida re­ligiosa.

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1. Las modalidades tradicionales

Tras la crisis de los primeros años del posconcilio, aun las formas más tradicionales de asociaciones laicales vinculadas a la vida religiosa y promovidas por ella mues­tran hoy signos claros de renacimiento y de renovación.

A través de los oblatos, las terceras órdenes y los diversos cooperadores, los religiosos han realizado una obra fecunda de formación cristiana, de difusión de la propia espiritualidad, de acumulación de energías en torno a las obras apostólicas del instituto.

El examen de las iniciativas tomadas en estos años para renovar las formas tradicionales de colaboración de los laicos ha mostrado el gran potencial apostólico que crece en torno a la vida religiosa. Se trata de una tarea paciente y silenciosa de animación y de colaboración que muchos no perciben, pero que incide sensiblemente y de manera global en la vida cristiana cotidiana y en el tejido eclesial. Estas formas de presencia, lejos de estar supe­radas, extienden de hecho el carisma de un instituto mucho más allá de sus confines y llegan al cristiano en sus mo­mentos de sufrimiento, de trabajo, de compromiso familiar y profesional, en ambientes con frecuencia refractarios a movilizaciones «militantes».

La búsqueda de interioridad y de espiritualidad, cada vez más perceptible en el desierto de la ciudad secular, debe encontrar a la vida religiosa disponible y preparada para dar respuestas que provengan del rico y fecundo ve­nero de su tradición espiritual.

2. Nuevas modalidades

A las formas acreditadas de nuestra tradición se están añadiendo nuevas formas de colaboración.

El voluntariado es una de las realidades más llama­tivas de estos años. Tanto en Italia como, sobre todo, en el Tercer Mundo, está creciendo el fenómeno de laicos

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que quieren entregar algunos años de su vida, especial­mente en el campo de la promoción humana, con fre­cuencia apoyándose en los institutos religiosos. Además de la labor benéfica de atención activa a los pobres y marginados, el voluntariado puede transformarse, como ya lo es de hecho en algunos casos, en un campo de formación humana, social, cristiana e incluso vocacional.

3. Nuevas formas de afiliación

Las experiencias de afiliación de laicos a las comu­nidades religiosas van en aumento. Desde formas explí­citas de afiliación al instituto hasta grupos de amigos y de bienhechores, está creciendo el deseo de un gran número de personas que sienten la fascinación de comunidades espiritual y apostólicamente vivas y que quieren participar en la espiritualidad y en la misión del instituto. Las formas son muy distintas, pero el fenómeno es estimulante, por­que índica la gran fuerza de atracción que ejerce un carisma vivido con intensidad y con amor.

El seguimiento de Cristo, vivido con la alegría que procede del descubrimiento del tesoro adquirido con la venta de todos los demás bienes, continúa siendo una fuente esplendorosa de irradiación y de apoyo en el camino cotidiano de muchos hermanos.

4. La formación de los laicos

La implicación cada vez más amplia en nuestras obras, en nuestra actividad, en nuestra espiritualidad, en nuestra vida, requiere un gran trabajo preliminar de for­mación: formación de los laicos y formación de los reli­giosos.

Los laicos, tal como los deseamos, difícilmente exis­ten ya hechos. El laico dispuesto a entregarse por el bien no es un producto natural, sino el fruto de la gracia y de mucho trabajo formativo. En el futuro seremos, proba-

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blemente, cada vez menos gestores y cada vez más ani-madores-formadores. La necesidad de la formación fue reconocida sin reservas en el Sínodo sobre los laicos. Más aún, apareció como el problema de fondo.

Juan Pablo II afirmó en su discurso conclusivo (30 de octubre de 1987): «El laico, en su protagonismo cris­tiano en el mundo, está asociado y sostenido por los pas­tores y por los religiosos y religiosas que ejercen tareas diferentes en la unidad de la misión». El Sínodo parece privilegiar el papel de los religiosos como «formadores espirituales», como promotores de una espiritualidad cris­tiana y laical, de una espiritualidad típica del propio ins­tituto. Y ello, en primer lugar, con el testimonio de la «radicalidad del amor a través de la práctica de los consejos evangélicos» (Mensaje final).

Esta es una llamada a una mayor estima de la fuerza que dimana de nuestro género de vida, seria y serenamente testimoniado, con anterioridad a cualquier palabra y a cual­quier acción. Se trata del famoso «signo» de la vida re­ligiosa, signo que actúa muchas veces de manera oculta, pero con profundidad y con la eficacia única de las rea­lidades espirituales.

Todo programa de formación debería incluir diversos niveles según la tarea y el tipo de implicación que se espera de los laicos. Debe presuponer siempre la formación en la vida cristiana y en el propio carisma. Los otros aspectos (culturales, teológicos, profesionales, etc.) varían según las tareas que se han de desarrollar.

Sería deseable que los institutos religiosos que ya han eleborado programas formativos los pusieran a disposición de los otros institutos.

La vida religiosa podrá tener laicos que compartan su carisma y su misión si sabe motivar profundamente. No se trata tanto de presentar algo que hacer cuanto los motivos por los que vivir y comprometerse. Aquí co­mienza la misión. Aun cuando los grados de implicación puedan ser distintos (porque no todas las actividades re­quieren la misma motivación, ni todos los laicos son igual-

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mente motivables, ni todos los religiosos tienen la misma capacidad motivadora), la introducción en el propio es­píritu, en el propio carisma y en la propia misión es la clave de la solidez de nuestra acción conjunta de religiosos y laicos asociados para el evangelio. No es difícil prever un futuro para quien sepa animar y convencer.

Las actividades e iniciativas pueden proseguir mien­tras el espíritu del fundador siga vivo. Vivo en el corazón de los religiosos y en el corazón de los laicos asociados y hechos partícipes de las propias responsabilidades. La necesidad de «presentar» y actualizar el carisma original puede ayudar a los religiosos a volver a las fuentes y a la inspiración profunda del fundador, para poder y saber ser, a su vez, fuentes inspiradoras de una diversa encarnación de la institución que brotó de aquel carisma y que ha llegado hasta nosotros.

Pero en esta tarea no se puede prescindir del realismo que obliga a estar alerta sobre los posibles (y no sólo hipotéticos) peligros y desviaciones que un contacto más estrecho con los laicos puede introducir en la vida reli­giosa.

La desconfianza tradicional de los maestros espiri­tuales hacia los laicos se debía a que eran conscientes de la posibilidad, en modo alguno abstracta ni indiferente, de ser contaminados por el espíritu «secular», de resultar dañados por la excesiva desenvoltura con personas de otro sexo, de verse contaminados por criterios de eficacia aje­nos al evangelio, de quedar marcados por el influjo de modelos burgueses, etc. De hecho, sólo puede vincular apostólicamente quien está interior y firmemente vincu­lado al Señor y a la tradición de su instituto.

Y ello por no hablar del delicado sector económico, en el que la confianza va estrechamente unida a la vigi­lancia, ni de las ocasiones de «fugas» que el nuevo acer­camiento al mundo de los laicos puede ofrecer a religiosos inquietos e insatisfechos. Pero este necesario realismo, tan presente en la ascética tradicional y tan útil incluso hoy, no debe bloquear la nueva aproximación al problema, sino

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confirmar la necesidad de una formación igualmente ade­cuada de nuestros religiosos, que no pueden olvidar la consigna evangélica de ser «sencillos como palomas y prudentes como serpientes».

Pero también es realismo mirar positivamente los mu­chos valores de que son portadores los laicos, sobre todo los cristianamente comprometidos. El contacto con ellos no puede menos de ser enriquecedor y abrir nuevas pers­pectivas espirituales, eclesiales y misioneras.

La presencia y el contacto con estos laicos formados nos hace tomar conciencia de la Iglesia como pueblo de Dios, dotado de diversos carismas y ministerios, y nos ayuda a librarnos de una visión, más o menos conscientes, de una vida religiosa autárquica y encerrada en sus propios problemas.

5. La formación de los religiosos

Además de la seriedad de su vida personal, los re­ligiosos han de dar diversos pasos para poder asociar a los laicos a su espíritu y a su misión.

El religioso capaz de entrar en esta nueva perspectiva es aquel que sabe colaborar en proyectos comunes, que sabe aceptar a los demás y que, en el diálogo, es capaz de modificar su propio punto de vista. Es aquel que tiene un fuerte sentido de la identidad del instituto, pero que también sabe abrirse a las aportaciones y competencias de los demás; que tiene la paciencia necesaria para un trabajo en común y coordinado; que está convencido de no poseer todas las competencias; que acepta de buen grado el pa­recer de los expertos, etc.

Es necesario llevar a cabo un amplio programa de formación: humana y religiosa, psicológica y espiritual, cultural y teológica, inicial y permanente. Lo que se pro­pugna es una nueva «ascesis» de la colaboración y de la solidaridad, para que no se derrumben proyectos de enor­me validez y maravillosas intuiciones.

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El «nuevo curso» de los acontecimientos requiere «nuevos religiosos», capaces no sólo de trabajar mucho, sino también de trabajar juntos; no sólo de ser santos, sino también de santificarse en la confrontación operativa con los demás; no sólo de ser protagonistas apostólicos, sino también de compartir la planificación y la ejecución con otros. Se requieren no sólo predicadores de fraternidad, sino también hermanos de sus propios hermanos; no sólo portadores de un carisma, sino también defensores y co­partícipes del propio carisma; no sólo poseedores de una clara identidad, sino también de una identidad abierta a las aportaciones y estímulos de los demás; no sólo arrai­gados en sus propias tradiciones, sino también abiertos a los injertos que puedan revitalizar el tronco secular; no sólo capaces de enseñar, sino también de aprender; no sólo portadores de una verdad, sino también co-peregrinos en la búsqueda de las muchas verdades parciales de las que se nutre una acción encarnada.

6. Las iniciativas ajenas

En la Iglesia de hoy abundan las iniciativas y pro­puestas. El Espíritu Santo no ha perdido la inventiva. Incluso da la impresión de que estamos asistiendo a una fase de actividad carismática extraordinariamente intensa.

En todo proyecto e iniciativa hay lugar para el reli­gioso, maestro de interioridad y animador en sectores es­pecializados, especialmente si está en conexión con el espíritu del propio carisma.

En cualquier situación, el religioso debe ser capaz de dar y de recibir, de apreciar los dones ajenos, de valorar­los, de entrar en una fecunda interacción. Conviene adqui­rir la actitud de dejarse provocar por los laicos, por sus experiencias, por sus demandas, por sus intuiciones es­pirituales, por sus dones y carismas. De hecho, el en­cuentro con los laicos comprometidos puede ampliar los horizontes, puede abrir los ojos a nuevos campos de apos­tolado, puede hacer surgir proyectos de gran alcance, ca-

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paces de implicar a otras personas y otras competencias en la misión.

Pero la vida religiosa puede empobrecerse cuando en este contacto diluye su identidad y prescinde de su carisma específico. La vida religiosa no se reaviva, de hecho, tomando prestada una espiritualidad o una misión distinta o ajena a su origen. La vida religiosa puede entrar en cualquier ambiente cuando se mantiene firme en su se­guimiento radical de Cristo, vivido en la perspectiva in­dicada por el fundador y aprobada por la Iglesia. Sólo con una fuerte identidad, la vida religiosa puede abrirse a la comunión con otros componentes eclesiales, con otras ini­ciativas, con todas las posibilidades apostólicas, y encon­trar en ellas estímulo a su creatividad y a sus respuestas.

Las dificultades actuales no deben, pues, empujar a la vida religiosa a desnaturalizarse, imitando formas, mo­dalidades y espiritualidades que hoy gozan de un éxito más amplio. Las dificultades deben más bien impulsarla hacia una identidad bien definida y, al mismo tiempo, capaz de asociar nuevas energías laicales que, bajo formas renovadas o completamente diversas, pueden reavivar el carisma inicial. Esta es una modalidad concreta de ser «expertos en comunión».

Los hombres que viven en el opulento y frivolo mun­do de hoy tienen necesidad de ser sostenidos y ayudados por la fuerza del testimonio de hombres convencidos y convincentes. Convincentes por su entrega al Señor y por una precisa posición en la Iglesia. Convincentes por su gozosa perseverancia y por su competente servicio a los hermanos.

La colaboración más estrecha entre religiosos y laicos puede ser el kairós de los próximos años, una ocasión ofrecida por el Espíritu Santo para una misión más par­ticipada y comunitaria. A nosotros nos corresponde el necesario espíritu de comunión y el recto discernimiento. Esta es una de las tareas más delicadas y decisivas que aguardan a los responsables de la vida religiosa: hacer nuestra misión más amplia, más completa, más eclesial.

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6 En la parroquia

Es éste un tiempo de «acuerdos» entre obispos y superiores religiosos acerca de las parroquias. Pero es tiempo también de interrogantes sobre el trabajo de los religiosos en las mismas, sobre las nuevas modalidades de presencia de los religiosos en las parroquias tras el nuevo Código, los nuevos acuerdos y las nuevas exigen­cias jurídico-administrativas.

Hay un clima de incertidumbre y de interrogantes sobre este problema, que ha dado lugar a asambleas na­cionales de superiores mayores en toda Europa y que suele reflejarse en encuentros de religiosos entre sí y de éstos con los obispos.

La nueva situación permite recoger algunas reflexio­nes que pueden interesar a los religiosos que tienen pa­rroquias a su cargo. En realidad, no se trata de nada nuevo, sino de una simple invitación a reanudar serenamente la reflexión sobre un tema que afecta a cerca de una quinta parte de los religiosos que trabajan en Italia.

1. Algunas exigencias jurídico-administrativas

Ante todo, hay una serie de exigencias que cumplir. Una normativa que implica un nuevo modo de situarse ante las realidades externas a la comunidad religiosa y

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que, de hecho, puede verse como una serie de compli­caciones inútiles, fruto de una mentalidad decididamente superada. Pero también puede verse como un nuevo modo de afrontar la realidad parroquial; nuevo modo que invita a poner a la comunidad religiosa en estrecha relación de colaboración con los demás componentes de la iglesia local.

Brevemente, las principales exigencias son: 1. Constitución del consejo parroquial para los

asuntos económicos. Es obligatorio (Can. 537). La Conferencia episcopal confía también a este con­

sejo la tarea de «verificar, en lo relativo a los aspectos económicos, la aplicación de los acuerdos previstos por el canon 520,2 para las parroquias confiadas a los reli­giosos».

2. Establecer una distinción neta entre administra­ción parroquial y administración de la comunidad reli­giosa.

También esto es obligatorio, como aparece en el n.° 9 del acuerdo obispos-religiosos. Se requieren, pues, dos administraciones, con dos cajas y dos registros.

3. Es necesario definir claramente lo que pertenece a la parroquia y a la casa religiosa, respectivamente, así como lo que corre a cargo de la parroquia y lo que corre a cargo de la comunidad religiosa.

El n.° 10 del acuerdo ofrece una buena base de par­tida, que puede especificarse en acuerdos más pormeno­rizados y «contextualizados».

4. Abrir una cuenta corriente bancaria, a nombre del párroco, con firma separada del superior, para las cuestiones relativas al sustento del clero, al menos hasta que haya indicaciones distintas y más satisfactorias para algunos institutos religiosos.

2. Algunas convicciones que hay que potenciar

Tras la breve indicación sobre las principales exi­gencias jurídico-administrativas (la lista completa sería mucho más larga: baste pensar en los inventarios previstos

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en el n.° 8 del acuerdo), nos detendremos un poco en algunas convicciones que se deberían favorecer para entrar en el clima de una correcta gestión de las parroquias por parte de los religiosos, tal como se manifiesta en la refle­xión y en las decisiones adoptadas en estos años de apli­cación del Concilio.

A. LA VIDA RELIGIOSA AYUDA A LA PASTORAL PARROQUIAL

A pesar de las dificultades que pueden surgir cuando se trata de armonizar las dos realidades, y aunque la vida parroquial se vea muchas veces, y con razón, como di­fícilmente armonizable con la vida religiosa, es evidente para todos que la vida religiosa es un gran apoyo para la pastoral parroquial.

«Una comunidad religiosa, comprometida al servicio de una parroquia, en cuanto que expresa un testimonio de vida más vinculado a las exigencias evangélicas, encuentra en sí misma elementos válidos para anunciar el evangelio y llevar a la comunidad a la madurez de la vida cristiana» (cf. cánones 673 y 675). Así se afirma en la introducción al acuerdo obispos-religiosos (E).

Poco antes (A), el mismo acuerdo cita también la Lumen Gentium 44, donde se expone la estrecha relación entre consejos evangélicos y misión de la Iglesia.

La vida religiosa, en efecto, es una llamada perma­nente a vivir el radicalismo evangélico. «Es —como diría Metz— una terapia del Espíritu para la comunidad».

Por su «ser» y por su «estar», la vida religiosa es ya pastoral, es ya profética, es ya estímulo a «mirar arriba». Hay que recobrar la confianza en esta realidad en la que estamos inmersos. La vida religiosa, por el hecho de estar presente en un lugar, suscita interrogantes, modifica la mentalidad, es una forma de presencia que ayuda a ver las cosas de distinta manera. Es una fuerza que arrastra hacia lo alto, en cuanto reacción a la tendencia materialista

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de acomodarse a lo inmediato. Es un correctivo evangé­lico.

Debido a ello, y en proporción a su vivacidad, la vida religiosa en la parroquia se convierte en una memoria silenciosa, aunque viva y permanente, de la llamada uni­versal a la santidad, que se materializa para la gente sobre todo en momentos fundamentales de su vida, como el nacimiento y la muerte, la enfermedad y la soledad. Y no sólo esto, sino que, además, permite a los fieles de la comunidad parroquial experimentar como posible este ca­mino de santidad, en el seguimiento serio y exigente de Cristo Señor y Salvador.

Hay otra dimensión esencial de la vida cristiana que la vida religiosa pone de manifiesto: el desapego respecto de las cosas, que se manifiesta en la disponibilidad a los cambios. El párroco religioso no está «protegido» ni si­quiera por la «garantía» de los 9 años. Aun cuando, por razones de oportunidad pastoral, es deseable su estabili­dad, él es peregrino, está dispuesto a cambiar, plenamente disponible al servicio de la Iglesia. Y para los fieles, cada vez más atados a las cosas visibles, la lección viva de un desapego tan radical es más útil y necesaria que nunca, además de ser elocuente. Se trata de que nosotros mismos redescubramos estas riquezas espirituales que nuestra for­ma de vida ofrece al pueblo cristiano.

B. LA PRESENCIA COMUNITARIA DE LA VIDA RELIGIOSA

Aun cuando el Código desea que «el párroco no sea una persona jurídica», la parroquia es siempre confiada al instituto (cf. canon 520, 1). El párroco es un solo sacer­dote, pero está presente en nombre del instituto, que lo envía a regir la parroquia inserto en una comunidad.

Nuestra presencia en la parroquia se desarrolla nor­malmente de forma comunitaria. Uno de los aspectos de nuestro testimonio, estrechamente unido al de la consa­gración, es la vida en común.

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El servicio parroquial de los religiosos será tanto más eficaz cuanto más aparezca como expresión de una co­munidad y no como el trabajo de una o de unas pocas personas aisladas. Hay que señalar que la actividad pa­rroquial puede favorecer el individualismo, porque da oca­sión a que surjan «clientelas», «secuaces», «simpatizantes, etc. Es preciso vigilar todo ello atentamente para que no contamine o comprometa la acción común.

Hay que señalar también que, muchas veces de ma­nera inconsciente, nuestro modo de llevar las parroquias puede ser el de los buenos párrocos diocesanos. Si ello significa imitación de su celo y de su sabiduría pastoral, es loable y más que legítimo. Pero la inspiración no debe llevarse demasiado lejos en otros aspectos. Nuestra acción externa debe ser expresión de nuestra realidad interna, que está hecha de comunión, de fraternidad, de participación y de corresponsabilidad.

Una de las carencias más llamativas de nuestros fieles es la incapacidad de vivir juntos como hermanos. La vida contemporánea tiende a aislar a las personas: el coche, la televisión, el bienestar... no favorecen la fraternidad cris­tiana y el compartir. Hay que ayudar a vivir como her­manos, y ello no con las invitaciones habituales o las exhortaciones piadosas, sino con la presencia, en el co­razón de la parroquia, de una comunidad que, aun co­nociendo las dificultades de convivencia y de colaboración que a todos afectan, ponga como primum, como objetivo principal, el tender a una sola meta: la aceptación benévola y constructiva de las diversidades, la utilización de los dones de cada uno.

Y éstas son cosas que se ven y que construyen la comunión también entre los fieles. Tan devastadora es una comunidad religiosa conflictiva como constructiva es una comunidad religiosa que tiende a la armonía. Si los ritmos de una comunidad religiosa son necesariamente distintos de los de la parroquia, el respeto y la armonización de unos y otros redundarán plenamente en beneficio del tes­timonio ante los fieles.

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La misión de la vida religiosa, aun en parroquia, comprende y parte del testimonio de fraternidad, como elemento fundante del «vivir juntos» de los cristianos.

C. LA PRESENCIA CARISMATICA DEL INSTITUTO

El acuerdo-tipo obispos-religiosos da, en varios pun­tos, interesantes y útiles indicaciones sobre esto.

— En la introducción (E) afirma: «Los carismas de los diversos institutos religiosos, con la multiplicidad de sus dones, enriquecen la diócesis, así como la parroquia, con modalidades diversas, para la realización y el testi­monio del Reino de Dios».

En el n.° 5 se afirma que «los religiosos destinados a la actividad pastoral ejercen el ministerio [...] en el espíritu y con el estilo propio de su instituto religioso».

En el n.° 6 se acuerdan incluso las modalidades pro­pias de la expresión del propio carisma, porque «la pre­sencia del instituto religioso en la diócesis constituye para ésta un enriquecimiento».

El acuerdo reconoce la importancia del carisma del instituto para la iglesia local y la necesidad de su presencia viva y vivificante en la parroquia. También el Mutuae relationes invitaba a evitar una presencia «vaga y ambi­gua», estimulando a una presencia fuertemente caracte­rizada por lo específico de cada instituto.

La Iglesia, en suma, al pedirnos asumir una parro­quia, no nos pide que perdamos nuestra identidad, sino que nos insertemos con nuestra fisonomía perfectamente definida y perceptible.

De aquí se deducen algunas consecuencias:

a) No hay mejor modo de contribuir a la pastoral de la iglesia local que vivir en plenitud la espiritualidad del propio instituto.

La fidelidad al propio carisma es la aportación más útil a la iglesia local. En el caso de un franciscano, por

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ejemplo, cuanto más franciscano sea, mejor servirá a la Iglesia.

Las pastoral diocesana no significa «nivelación», sino inversión de todas las riquezas y dones con el Espíritu «adorna a su Iglesia para hacerla capaz de construir el cuerpo de Cristo».

b) El carisma del instituto (atención privilegiada a los jóvenes, a las familias, a la escuela, al mundo del trabajo, etc.) puede influir beneficiosamente no sólo en la parroquia, sino también en la zona pastoral.

Una comunidad bien caracterizada o especializada en un sector puede ser punto de referencia o de irradiación para toda la zona pastoral. Conviene tener en cuentra esta posibilidad de influjo en las parroquias más cercanas y en la zona pastoral en que se está inserto, porque puede am­pliar considerablemente la influencia del carisma del ins­tituto.

c) Hay que evitar a toda costa la tendencia a la «dio-cesanización» y a la «parroquialización». Si los planes pastorales requieren cierta unidad, no pueden requerir la uniformidad. Si la actividad pastoral tiende a hacernos «iguales a los otros sacerdotes», la atención al propio carisma nos hace responsables de la fidelidad a nuestra «especialización».

El proceso de «diocesanización», es decir, de reduc­ción de nuestros intereses a los de la diócesis, no es de­seable ni siquiera por parte de la diócesis, la cual necesita la riqueza de los diversos carismas. No se hace un buen servicio ni a la diócesis ni a la propia identidad cuando uno se interesa únicamente por los problemas de la pastoral diocesana. Pero también es cierto lo contrario: nuestro carisma no puede mantenerse aislado ni tratar de imponerle al margen o en contra de las directrices de la pastoral de la iglesia local, sino que ha de insertarse en el conjunto de las iniciativas y ponerse en relación con las necesidades reales. De hecho, siempre hay lugar para un carisma au­téntico en una pastoral auténtica.

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d) El carisma del instituto está destinado a toda la Iglesia. Esto debe hacernos estar atentos al horizonte ca­tólico, universal, que debe asumir toda presencia pastoral del religioso. Esta es la tarea que recientemente nos re­cordaba también el cardenal Ballestrero: ser «misioneros de misionariedad» dentro de la iglesia local.

Y ello precisamente por el aliento universal de nues­tros institutos, por la ordenación del carisma a todas las iglesias, por la tendencia que puede tener una iglesia local a encerrarse en sí misma, dados los graves problemas que con frecuencia la preocupan. Pero los problemas de la iglesia local, por muy graves que sean, no agotan los problemas de la Iglesia universal.

e) De aquí se deduce una aplicación muy concreta: el derecho-deber, reconocido por el acuerdo (n.° 10), de «arbitrar cuantos medios sean necesarios para responder a las exigencias propias (del instituto), como seminarios, obras misioneras, asistenciales...» Habrá que establecer con el obispo las modalidades de actuación (como reservar el tiempo que haga falta para el trabajo en las obras ins­titucionales, o bien fijar un reparto de los fondos que se adquieran).

También es preciso reafirmar el derecho a una pas­toral vocacional propia en el ámbito de la diócesis en que se trabaja, como por otra parte, ha sido reafirmado por el plan pastoral para las vocaciones. Un carisma debe ali­mentarse con el flujo de nuevas vocaciones, y todo dis­curso abstracto que desconozca el derecho-deber de cuanto sea concretamente necesario para la continuidad y el de­sarrollo de la misión corre el peligro de ser idealista y evasivo. Como igualmente peligroso es el celo indiscreto y anárquico de aquellos religiosos que, en este campo, actúan en contra de toda legítima indicación por parte de la iglesia local.

D. LA POSICIÓN DEL SUPERIOR RELIGIOSO

La posición del superior religioso de una comunidad dedicada a la actividad parroquial es especialmente deli­cada. Si el párroco es también superior religioso, existe

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el peligro de que toda la comunidad religiosa gravite en torno a la parroquia, y que la vida religiosa se convierta casi en un apéndice de la parroquia.

Si el párroco es distinto del superior, se puede correr el peligro de privilegiar a la comunidad religiosa, con la consecuencia de no tener presentes todas las exigencias de la acción pastoral.

Ambas soluciones presentan ventajas e inconvenien­tes, que pueden ser acrecentados u obviados por las per­sonas implicadas. Aquí, más que nunca, es «cuestión de personas».

En todo caso, es oportuno hacer algunas observa­ciones:

a) Hay que distinguir bien (no separar) comunidad religiosa y parroquia. Incluso cuando el párroco es superior religioso, la comunidad religiosa, aun estando al servicio de la parroquia, no puede confundirse con ella, porque cada una de las dos comunidades (religiosa y parroquial) tiene sus ritmos, sus exigencias y sus necesidades.

b) Cuando el superior religioso es distinto del párro­co, tiene un cierto derecho-deber de vigilancia sobre éste. En efecto, el párroco, en cuanto religioso, debe atenerse a la vida común y desarrollar su actividad pastoral con­forme al carisma del instituto.

Sobre estos aspectos ascético-disciplinares y sobre la realización del carisma ejerce su vigilancia el superior (can. 678). Pero debe vigilar también la actividad eco­nómica del párroco, y ello al menos por dos motivos:

Primero, para que no se produzcan «distracciones» económicas a favor de la caja parroquial; segundo, porque, para aquellos actos que exceden la administración ordi­naria, el párroco debe obtener el permiso de la autoridad interna del instituto.

c) Para el párroco-religioso existe, por tanto, una doble dependencia: del obispo y del superior. Está sujeto al obispo en lo que respecta a «la cura de almas, al ejercicio

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público del culto divino y a las otras obras de apostolado» (can. 678,1). Y está sujeto al superior religioso «en el ejercicio del apostolado externo» y en lo tocante a «la disciplina interna del instituto» (can. 678,2).

Como se ve, el ejercicio del apostolado externo es un asunto mixto y se puede prestar a diversas interpreta­ciones. Pero las tradiciones del instituto y el sentido común pueden facilitar muchas cosas.

E. UNA NOTA DOMINANTE: EXPERTOS EN COMUNIÓN

Si hubiera que responder a la pregunta: ¿cuál es hoy la tarea más importante para una comunidad religiosa que rige una parroquia?, la respuesta surge inmediata y clara: ser expertos en comunión.

Si el reciente «Sínodo extraordinario de los obispos» (1985) ha reafirmado insistentemente que «la eclesiología de comunión es la idea central y fundamental en los do­cumentos del Concilio», y si corresponde a los religiosos ser «expertos en comunión», entonces se percibe que es­tamos en el centro de una tarea importante en la Iglesia: mantener viva y contribuir a realizar la comunión, «idea central» del Concilio y realidad fundamental del cristia­nismo.

Incluso en la parroquia, nuestra misión se caracteri­zará por esta nota dominante: crear comunión, sembrar fraternidad y solidaridad en todas nuestras acciones y ac­titudes.

He aquí algunos ejemplos:

a) Capacidad de colaborar y de suscitar colaboración

Y ello a partir de una constatación concreta: la dis­minución de las vocaciones nos invita a implicar en nuestra misión también a los laicos. Nuestra «pobreza» nos abre

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los ojos a las riquezas que el Espíritu distribuye en la Iglesia.

La necesidad concreta nos hace descubrir «los dones y los carismas» que pueden participar en la construcción del Reino. Esto conduce al abandono de toda autosufi­ciencia para implicar a los laicos, para colaborar con ellos, para transmitirles no sólo nuestra tensión apostólica, sino también nuestra capacidad de construir juntos el Reino de Dios. Lo cual exige paciencia y humildad para saber es­perar los frutos de largo plazo y asumir la oscura, tenaz y paciente obra de animación y coordinación. No es fácil pasar, de una gestión «monárquica» u «oligárquica», a una gestión de «comunión y de participación». Hay que señalar que hoy los laicos parecen más deseosos que antes, no sólo de colaborar, sino también de ser iniciados en nuestro carisma.

b) Con la iglesia local

Se ha dicho que, si la vida religiosa ha sido a veces un movimiento de fuga mundi, no ha sido nunca un mo­vimiento de fuga ecclesiae. Los fundadores se han preo­cupado siempre de que la vida religiosa fuese «levadura» en el corazón de la Iglesia.

En las parroquias es más frecuente la oportunidad y se percibe más la necesidad de sentiré cum ecclesia, por cuanto se está en contacto permanente con las exigencias pastorales apremiantes y con las correspondientes opciones de la iglesia local.

Desde esta preocupación común se entra más fácil­mente en contacto con los otros dones y carismas con que el Espíritu enriquece a su Iglesia. En este intercambio fecundo, si la comunidad religiosa mantiene viva en la Iglesia la exigencia de la especificidad y la dimensión universal de los diversos carismas, la parroquia mantiene viva en la comunidad religiosa y, por tanto, en el instituto la exigencia de una comunión concreta, hecha de atención, de escucha y de colaboración con la iglesia local.

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De ahí la colaboración leal con los planes pastorales y con las indicaciones del obispo. De ahí la participación en los consejos y demás organismos de comunión con que se ha enriquecido (y a veces lastrado) la iglesia local. De ahí la cordial colaboración con el clero local, la ayuda mutua, la atención a sus necesidades, especialmente a su soledad.

¿Por qué no ofrecer generosa hospitalidad y acogida a cualquier hermano con problemas de salud, de edad o de lo que sea?

c) Con los movimientos

Los movimientos y los grupos son una de las reali­dades más vivas en la Iglesia de hoy. La dificultad que suele encontrarse consiste en hacerlos converger en el plan pastoral común respetando su identidad, es decir, evitando tanto la idolatrización absolutista de un movimiento como su rechazo apriorístico.

Ser hombres de comunión, en este caso, significa capacidad de acogida de todos los dones que el Señor da, sin exclusiones ni exclusivismos. La exclusión y el ex­clusivismo son dos actitudes «extremas» que no corres­ponden al espíritu de comunión; más aún, que lo hieren y que, en todo caso, empobrecen a la Iglesia.

El ideal es hacer de la parroquia una «comunión de comunidades» de diverso tipo, con diferentes finalidades, para que no se privilegie un solo tipo de pastoral o una sola categoría de personas.

La comunidad religiosa que rige la parroquia en torno al párroco debe olvidar sus preferencias personales, para dar cabida al mayor número posible de iniciativas que tiendan a cubrir el mayor número posible de necesidades pastorales y llegar a los diversos tipos de fieles.

De hecho, es imposible que un movimiento solo (de ordinario fuertemente caracterizado por algunos rasgos

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muy acentuados) llegue a todas las necesidades pastorales y pueda cubrirlas.

Superando preferencias y visiones personales, se pon­drá en práctica una pastoral que favorezca la aparición del mayor número posible de iniciativas pastorales. El mo­nocultivo es siempre peligroso. Se trata de dejar campo libre al Espíritu («no extinguir el Espíritu») y no de hacer opciones unilaterales que, en la práctica, excluyen a los otros movimientos o a la masa del pueblo fiel. Para lo cual es preciso que la iglesia local acepte los movimientos como algo positivo y útil.

d) Con los hombres de buena voluntad

Hoy se da en la sociedad una fuerte tensión de servicio a los últimos. La parroquia no siempre puede llegar a todo ni tiene siempre la posibilidad de llevar adelante iniciativas autónomas y autosuficientes. El saber colaborar con todas las energías positivas, sobre todo con las que no instru-mentalizan la aportación de los demás, es un signo de la voluntad de ser fermento de unidad para construir un mun­do más humano.

Tampoco en esto las cosas son siempre fáciles. Pero ¿acaso el Señor nos pide sólo las cosas fáciles? Será ne­cesario un discernimiento cuidadoso, pero nuestra dimen­sión de «expertos en comunión» se realiza también en el corazón de los problemas de solidaridad, que exigen la convergencia de muchas energías.

* * *

Hemos tocado algunos problemas relativos al com­promiso de los religiosos que asumen parroquias, en es­pecial después de los últimos acontecimientos, sobre todo del «Acuerdo-tipo para el encargo de las parroquias a los religiosos».

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El tema merece consideraciones más profundas, que podrán hacerse a partir de dos publicaciones. La primera es la conocida obra italiana Vita religiosa e parrochia (Rogate), que recoge las actas de la Asamblea de Colle-valenza de 1984. La segunda, Vida religiosa y parrochia, que recoge las actas de unas jornadas que tuvieron lugar en 1986, en Madrid, sobre el mismo tema (Confer).

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7 El reto de la felicidad

Es difícil afrontar este tema sin un cierto malestar. Se trata, en efecto, de un tema que tiene algo de inasible (¿qué es la felicidad?). Un tema que puede dar fácilmente la impresión de quedarse en la periferia del mismo cristiano y de la misión de la Iglesia; de ceder al narcisismo que caracteriza a nuestro tiempo; de querer eludir los serios problemas que afectan a la fe y a la vida religiosa. Y, sin embargo, este tema, tan claramente condicionado por las exigencias de nuestro tiempo, toca un aspecto fundamental de la presencia cristiana en el mundo de hoy.

Frente a la avalancha de bienes, de propuestas y de proyectos humanos intramundanos por parte de nuestra sociedad, surge en no pocos cristianos una pregunta no siempre tranquila: ¿está todavía el cristianismo en con­diciones de conducir al hombre a su realización? Más aún: la vida religiosa, que es un concentrado de los valores evangélicos más altos, ¿es todavía capaz de ser signo de la eficacia del camino cristiano hacia la felicidad?

La pregunta no afecta sólo a la vida religiosa en su interior, sino a la fuerza misma de su testimonio y de su misión. Afecta incluso a la eficacia de la misión de la Iglesia en nuestra sociedad. ¿Cómo puede el evangelio ser «buena noticia» si se pone en duda su capacidad de crear

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personas realizadas y capaces de ayudar a los demás a realizarse?

¿Y cómo puede la vida religiosa ponerse como signo de vanguardia de la fuerza humanizadora del evangelio, si no ofrece personas que sepan «gozar plenamente en el Señor», personas que vivan «dichosas» de poseer los bie­nes del «Reino» y que sean realizadoras de paz, cons­tructoras de una sociedad más humana?

A un mundo que desconfía cada vez más de las pa­labras no basta con presentarle nuestros programas alti­sonantes o nuestros proyectos de vida, sino que es nece­sario presentarle la demostración elocuente de que quien sigue al Señor «más de cerca» (pressius) puede y sabe exultar en Dios su Salvador y puede y sabe comprender y ayudar a los hermanos.

1. La situación

A la pregunta de si la vida religiosa es hoy capaz de testimoniar la fuerza humanizadora del evangelio se puede responder en dos momentos. En primer lugar, la vida religiosa continúa siendo un camino que puede conducir al gozo y a la realización humana, y ello tanto teórica como prácticamente.

Teóricamente, porque la vida religiosa acerca más al Creador, el único que puede realizar plenamente a su cria­tura. Además, se concentra en los bienes del Reino, que son la dicha por excelencia.

Prácticamente, porque, hoy como ayer, no faltan re­ligiosas y religiosos serenos y dadores de serenidad, ple­namente logrados. Por otra parte, se percibe que cierto número de religiosos y religiosas tienen dificultades para encontrar el sendero de la alegría y, en consecuencia, no consiguen testimoniar adecuadamente, con la elocuencia de la vida, el camino cristiano hacia la plenitud humana.

¿Por qué? Además de las causas de siempre (es decir, la debilidad humana, la dificultad del empeño, el egoísmo,

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etcétera), quisiera indicar aquí brevemente algunas situa­ciones que proceden de la sociedad contemporánea. Esta se ha ido haciendo cada vez más compleja, y la realización personal en una sociedad compleja resulta difícil (malum ex quocumque defectu). La complejidad ha alcanzado tam­bién a los ambientes de la vida religiosa, especialmente la apostólica-activa, creando no pocos problemas de re­lación con el mundo, problemas dentro de los institutos y problemas que afectan a la persona misma del religioso y de la religiosa.

A. EL MUNDO

La vida religiosa apostólica-activa está fuertemente ligada a la sociedad en que vive, puesto que su misión debe encarnarse en las situaciones concretas. Ahora bien, en los últimos decenios, las situaciones del mundo han cambiado considerablemente. Esto ha producido algunos contragolpes dentro de la vida religiosa: hay un malestar cultural que procede de la dificultad de comprender a fondo lo que está sucediendo hoy y, por tanto, de poder dar claramente respuestas adecuadas.

El hecho de no sentirse siempre en condiciones de dar respuestas a las preguntas de hoy favorece una crisis de identidad. Podemos llegar a sentirnos inútiles, anti­cuados, como restos arqueológicos. Al haber sido pre­parados para una situación cultural diversa y no habernos renovado, puede resentirse la propia realización profesio­nal. O, de manera más sutil, en algunos ambientes no se está siempre y por completo convencido de que las apli­caciones del mensaje cristiano para nuestro tiempo sean las más adecuadas. Esto lleva a eludir confrontaciones difíciles, no por temor o por respeto humano, sino por la inseguridad personal acerca de algunas aplicaciones con­cretas.

Se trata de un malestar típico de todo período de transición cultural que no parece que vaya a ser superado demasiado pronto, dada la extrema movilidad cultural y

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la renuencia de una generación de religiosos a afrontar los problemas contemporáneos más comprometidos.

Hay un malestar apostólico, derivado del hecho de que algunas (o muchas) obras apostólicas en las que se ha trabajado ya no son tan florecientes como en otros tiempos. De ahí la dificultad de trabajar en obras o apostolados en los que nuestro ideal no es reconocido como tal. De ahí que algunos tengan una sensación de inutilidad y de so­ledad que puede llevarlos a la crisis de identidad. El de­clive de algunas actividades con las que uno se identificaba puede llevar a un clima de resignación y de aplanamiento que afecta a las raíces mismas de la alegría.

Se da el malestar de la incredulidad, que surge a veces como un muro impenetrable que hace irrelevante el mismo lenguaje religioso y que produce la sensación de ser impotentes y de estar inermes. De ahí un sentimiento, no infrecuente, de frustración y decepción, que lleva a replegarse en apostolados más tranquilos o induce a en­cerrarse en la tibieza comunitaria, apagando el ímpetu misionero y, por tanto, reduciendo la dimensión de la propia vida y de la comunidad.

B. LOS INSTITUTOS

También la vida interna de los institutos está atra­vesando una fase inédita, debido al cambio social, al en­vejecimiento del personal, a los cambios conciliares, a las nuevas relaciones interpersonales en las comunidades: todo ello influye en el equilibrio personal de los religiosos y de las religiosas.

Está la dificultad de la reestructuración (debida, con frecuencia, no a opciones apostólicas, sino a falta de vo­caciones), que puede ser lenta y tendente a mantener los compromisos y las obras precedentes, pero con un personal reducido, con la consecuencia de sobrecargar de trabajo a los religiosos y a las religiosas. Pero la sobre valoración del trabajo no siempre puede influir de forma positiva en su equilibrio y en su serenidad.

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Está la devaluación de algunos institutos, que, de forma lenta y casi imperceptible, llevan camino de con­vertirse en «subproductos diocesanos». La pérdida de una fisonomía carismática precisa produce escisiones internas y comunitarias, suscita problemas, no mantiene un camino espiritual y apostólico específico, unitario y unificador.

Está la dificultad de la formación recibida en el pa­sado, que resulta inadecuada para afrontar nuestro tiempo, en el que se requieren espíritu de iniciativa, creatividad y espontaneidad, cualidades por las que una persona hu­manamente realizada aparece como garantía de la eficacia de la buena noticia. Al decir esto no se pretende censurar una formación que ha producido religiosas y religiosos santos, sino poner de manifiesto sus límites para nuestra época. Una formación demasiado negativa y «poco hu­mana» no puede crear religiosos y religiosas capaces de acompañar fraternal y críticamente a nuestro tiempo.

Existe la dificultad de las comunidades, que no están en la misma medida implicadas en la renovación conciliar y que se convierten, o bien en «nido» o bien en «empresas» en las que rige la tendencia a privilegiar el «propio trabajo» frente al comunitario, y donde cada vez es más difícil una gestión comunitaria del proyecto de vida y de obras apos­tólicas. La dificultad de realizar una verdadera y moderna «comunidad apostólica» está en la base del malestar de buen número de jóvenes religiosos que habían elegido la vida religiosa impulsados por una intensa exigencia co­munitaria.

C. EL RELIGIOSO Y LA RELIGIOSA EN PARTICULAR

Se da una insuficiente madurez humana, que quizá origina hoy más problemas que antes, cuando las insti­tuciones suplían esa falta de madurez. El ambiente que hoy nos rodea no sólo nos encubre las carencias humanas, sino que las pone de manifiesto. La imagen que dan hoy algunos religiosos y religiosas no es siempre competitiva frente a otros componentes eclesiales y frente a los propios

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miembros de los movimientos eclesiales. Además, parece que una intensa necesidad de gratificación personal se vive en muchos casos con una inquietud que manifiesta inse­guridad y un equilibrio sentimental aún más problemático.

A ello puede haber contribuido, entre otras cosas, una exagerada acentuación antropológica de la visión cris­tiana y religiosa, que ha puesto en primer plano el pro­blema de la realización personal en una perspectiva no siempre evangélica.

Se da una insuficiente maduración en la fe, conta­minada del materialismo práctico dominante, que se in­filtra a través de los mass-media de nuestros ambientes de manera sutil, omnipresente y corrosiva. Esto hace que disminuya la fuerza impetuosa de las realidades de la fe, con el consiguiente decaimiento de la vida espiritual, de la pasión por la Iglesia, por la vida de oración, por las realidades más profundas de nuestra misión. Hace que disminuya también la capacidad de recuperar en el Señor lo cotidiano. Y origina una sensación de inseguridad, de ansiedad, de temor a entregarse confiadamente al Señor, al que se siente menos cerca y menos real.

Se da un debilitamiento del vigor ascético, que im­pide optar de forma realista por el radicalismo evangélico; que hace una valoración excesivamente optimista del hom­bre; que obstaculiza el camino de la purificación del co­razón, es decir, el camino del «ver a Dios»; y que lleva más bien a la ilusión de que la autorrealización es posible sin la continua y dolorosa confrontación con la voluntad del Señor sobre nosotros. Vigor ascético que ha de inser­tarse en una visión dinámica de un modo de actuar pe­netrado del sentido de la bondad y la misericordia de un Padre que no se extraña de la lentitud de nuestros pasos.

D. Los JÓVENES

Todos estos elementos de malestar pueden explicar la escasa atracción vocacional que en este momento ejerce la vida religiosa. Los jóvenes parecen temer algunos as-

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pectos de la vida religiosa actual, como su excesiva de­pendencia, su escasa significatividad en la nueva sociedad, el anacronismo de ciertas estructuras que parecen cortar las alas y que sofocan inútilmente energías generosas... En cambio, permanece intacto el hechizo del evangelio vivido, de una vida gozosamente entregada, de no pocas comunidades fraternas y serenas.

* *

Con esta presentación del malestar que se vive hoy no hemos querido ofrecer un cuadro globalmente pesimista de la vida religiosa contemporánea, sino sólo detener la mirada en lo que hoy obstaculiza la «plenitud de la ale­gría». Por lo demás, para todos son patentes los muchos elementos positivos qué equilibran la situación: la mayor cordialidad y sencillez en las relaciones entre religiosas y religiosos en las comunidades y dentro de los institutos, expresión de una fraternidad más real y más vivida; la caída de viejos formalismos, en los que a veces se hacía consistir la vida religiosa y que podían ser fuente de fa­riseísmo; la preocupación por una cercanía concreta a los marginados y abandonados, cercanía que produce la sen­sación de vivir de forma más inmediata el evangelio; la gran confianza y la serena esperanza con que se viven las notables dificultades actuales. Tales actitudes manifiestan una vida religiosa fuertemente anclada en el Señor, en cuyas manos el religioso confía filialmente su futuro. To­dos estos son elementos de vida evangélica que llevan serenidad al interior de nuestras comunidades y entran en el corazón con la fuerza renovadora de la «buena noticia».

Hay que señalar, por otra parte, que los elementos de malestar afectan hoy a toda la Iglesia, aunque de manera distinta, en sus diversos componentes.

2. El «camino» de la vida religiosa

El camino de la vida religiosa es, en esencia, el mis­mo de siempre, es decir, una realización de algunos ele­mentos fundamentales del camino cristiano. Pero con al-

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gunos rasgos específicos, que parecer ser necesarios para su misión en nuestra sociedad. Indicamos aquí cuatro as­pectos esenciales: buscar, servir, esperar, resplandecer.

A. Buscar: «quaerere Deum» ha sido el proyecto clásico de la vida religiosa. El problema de la felicidad se plantea fundamentalmente en estos términos: la felici­dad ¿viene de mí o de Dios? ¿Puede el hombre construirse su felicidad, o ésta es obra de Dios?

La vida religiosa no ha dudado jamás de la respuesta. Ha confesado siempre, con sus opciones y su testimonio, que lo que cuenta es buscar al Señor; el resto viene de él como don. En la base de todo está la seguridad plena en el amor y en la fidelidad de Dios. En la vida religiosa no hay que buscar la realización propia. Quien se busca a sí mismo busca la nada. Es preciso buscar a Dios como único destino del hombre.

La vida religiosa debe poder decir también hoy a la Iglesia y a la sociedad que la vida cristiana consiste en creer en Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que resucitó a su Hijo de las angustias de la muerte. La vida religiosa testimonia que confiar en la felicidad que viene de Dios es mejor que confiar en la felicidad que el hombre logra por sí mismo.

La realización del cristiano es pascual, está jalonada de pruebas y obstáculos.

Al discípulo se le pide confiar en el Señor, dejarse conducir por él, hacer lo que debe «sin congoja», «per­severar en la prueba»: al Señor corresponde dar la paz, la serenidad, la abundancia de gozo en la tribulación, los frutos de las fatigas. Al religioso se le pide testimoniar que el camino hacia Dios es un camino de amor que, a pesar de los sufrimientos, alcanza su objetivo.

Esto lo redescubren hoy especialmente jóvenes que han tenido experiencias de sufrimiento, y de búsqueda e incluso experiencias negativas: el descubrimiento del Se­ñor es el descubrimiento de una felicidad inimaginable, ilimitada, que es preciso conquistar y bendecir cada día.

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El futuro de la vida religiosa no está en perseguir los proyectos humanos de felicidad, sino en «arrojarse en Dios», en buscarlo a él y su Reino, en esperar de él «lo demás» y en referir a él la satisfacción de todo deseo e impulso.

Esta es la profecía más urgente que hoy necesita el mundo. Ello implica una recuperación enérgica de la con­templación, que hace que sean verdaderas y operantes determinadas realidades que para la masa continúan siendo con frecuencia palabras vacías. Pero ello significa también aprender de nuevo y de manera realista cómo contemplar; significa conocer los medios y el precio de una vida de oración que conduce a vivir confiadamente en Dios la desgastadora existencia cotidiana.

B. Servir: el servicio es otra riqueza de nuestra tra­dición. Nuestros santos se realizaron, se hicieron grandes, en el servicio. «Porque, si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierda su vida por mí, la con­servará» (Mt 16,25); se realiza quien no busca realizarse. Se encuentra a sí mismo quien busca el bien de sus her­manos. Es feliz quien busca la felicidad de los demás. Son los grandes ideales de entrega los que orientan hacia proyectos constructivos las mejores energías del hombre y hacen de su vida algo grande, útil, «realizado».

Si, en estos años, los «ajustes» de las obras han tenido alguna vez como efecto, en Europa, el oscurecimiento del sentido misionero y de la conciencia de estar inmersos en importantes empresas evangélicas, ello no significa que la vida religiosa pueda vivir sin grandes propuestas de ge­nerosa entrega, sin estar en primera línea, en los lugares donde hay que gastarse a fondo. El vivir por debajo de las propias posibilidades de donación no es gratificante ni puede dejar satisfecho.

La delicada coyuntura del redimensionamiento no debe producir disminución ni del sentido del servicio ni de la búsqueda de nuevos espacios de misión que respon­dan a las necesidades de nuestro tiempo.

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Una vida tan ardua como la vida religiosa se encuentra más a gusto y se realiza mejor en servicios exigentes, en grandes ideales, en misiones nuevas y audaces.

Por otra parte, si el servicio deben ejercerlo personas serenas, también es cierto que el tipo de servicio puede influir en la serenidad de las personas. Por eso es por lo que hoy se cuestiona tan fuertemente el carácter agobiante de las obras, con la consiguiente sobrevaloración del tra­bajo. Tales actitudes, fruto en gran parte de situaciones sociales diversas, ya no están hoy en condiciones ni de ser significativas, ni de atraer a los jóvenes, ni de repre­sentar un ideal tranquilizador para muchos religiosos.

C. Esperar. La vida religiosa, por su naturaleza, tie­ne también hoy la tarea de mantener viva la dimensión escatológica de la existencia cristiana. La felicidad cris­tiana es inconcebible sin este sólido arraigo en el futuro preparado por el Señor. Nuestra felicidad es la del pere­grino, que sabe que la meta está cercana; la del que sabe que lo mejor no ha llegado todavía; la del que conoce la extraordinaria grandeza de lo que ha de venir.

Pero también la del que sabe y ve las primicias de la salvación. Es la felicidad de quien conoce la distancia entre tiempo y eternidad; entre la «brevedad» de las tribulacio­nes y la «duración» sin límite» de los bienes esperados; entre la provisionalidad de toda realidad humana y la so­lidez inquebrantable de las promesas del Señor. El mundo-mundano vive en la prisión del presente, como si el futuro prometido por Dios fuera del todo irrelevante.

Pero, para la vida religiosa, el futuro está en primer plano; el religioso mira continuamente a él, lo aguarda, lo espera; el futuro deviene el punto de referencia y de sostén del presente. Y, de este modo, la vida religiosa, día tras día, noche tras noche, bajo el sol del consuelo o en las tinieblas de la prueba, vive en la espera del día del Señor. Y así manifiesta a nuestro mundo que la vida que no pasa rescata a la que pasa; que la patria sostiene el exilio; que el Reino de Dios permite no dejarse seducir por el «príncipe de este mundo».

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Si falta esta tensión escatológica, si esta espera se debilita, entonces las pruebas aterrorizan, las dificultades producen amargura, la alegría queda sepultada y nuestra marcha se convierte en un caminar solitario y sin espe­ranza.

A la vida religiosa, en cambio, le toca testimoniar que el cristiano que sabe esperar puede saborear antici­padamente fragmentos de cielo. Su goce anticipado genera en el alma una alegría, una exaltación, una especie de ebriedad, pero ebriedad en la fe, que la tradición ha lla­mado sobria ebrietas.

Una mirada lúcida al mundo, un intenso deseo de Dios, una espera ardiente de la patria alimentan esta «so­bria ebriedad», cuya existencia es provocación y misión incluso en nuestra sociedad, que parece ya perseguir casi únicamente las fútiles y decepcionantes ebriedades de las cosas que se consumen.

La espera cristiana está sostenida, sobre todo, por la liturgia, por celebraciones vivas y vitales. Es necesario jalonar nuestro camino de momentos «bellos», de una belleza que sea reflejo de la belleza del Señor y una anti­cipación del esplendor que nos aguarda. El momento ce-lebrativo ha de cuidarse con amor, porque es un fragmento del mundo futuro, porque sostiene el camino hacia las realidades definitivas. Devolver esplendor a las celebra­ciones, redescubrir la fiesta, es educar a mirar adelante, a la patria donde se alabará perennemente al Señor. En la alegría de alabar al Señor, la vida religiosa encuentra la fuerza del camino y el gozo de su santo servicio.

D. Resplandecer. En los primeros siglos del cristia­nismo, especialmente difíciles, el camino hacia el marti­rio, primero, y hacia el ideal ascético, después, se veía como un camino hacia la belleza. En el rostro de Esteban resplandece la belleza de un ángel (Hch 6,15). Antonio, después de años de desierto, aparece transfigurado. La atención a Dios y la entrega a él llenan de una belleza que con frecuencia invade toda la persona, como si se tratara de una manifestación de la gloria inminente.

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Lo que antes se expresaba con este lenguaje puede proclamarlo hoy la conciencia que tiene la vida religiosa de fundarse en la objetividad de la «verdad» por el hecho de estar anclada en Cristo Señor, camino verdadero que conduce a la vida. La vida religiosa, además de ser un correctivo a un mundo prisionero del subjetivismo y, por tanto, de la fragmentación, es fundamentalmente un ca­mino que da seguridad interior, vigor, fuerza, coraje, por­que no está sujeto al arbitrio y a la diversidad de los gustos personales y de las modas.

El seguimiento de Cristo, como camino de verdad, es un camino de serenidad y de paz, porque el punto de referencia es la «roca segura», inquebrantable, firme. La convicción de que nuestra existencia está vinculada a la verdad irrefutable del amor del Señor sostiene durante el camino e impide caídas desastrosas en la duda y el vacío.

Esa convicción puede dar también el sentido de la belleza de nuestra vida, del esplendor escondido que debe manifestarse, de la fortuna de un proyecto «cualitativa­mente válido» en un mundo dominado por la cantidad, colonizado por la racionalidad técnica, ocupado por una serie de proyectos contradictorios y fragmentarios. Lejos de ser un proyecto superado, la vida religiosa, en su núcleo central, es lo más elevado que puede ofrecerse al hombre. Es el camino mismo de Dios cuando se hizo hombre.

Es necesario volver a tener confianza firme en este proyecto, que trata de reproducir la suprema belleza de Cristo y que es para el hombre garantía de excelencia, de plenitud de vida, de camino divino-humano. De esta cer­teza interior y experimentada recibe la vida religiosa nuevo esplendor y nueva belleza, que las mil imágenes del mundo pueden oscurecer, pero no borrar.

De este esplendor tienen necesidad nuestros hermanos en la fe, que esperan puntos de referencia claros, caminos verificados, certezas experimentadas.

En este sentido se puede decir que la alegría de mu­chos hermanos depende de nuestra alegría. Y nuestra ale­gría depende de la certeza inquebrantable de seguir la

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«verdad» misma, que es el amor que se nos manifiesta en Cristo Señor.

Pero entonces hay que volver a tomar seriamente en consideración la necesidad de una teología espiritual que sostenga en este camino. Una teología espiritual de amplio alcance, que una la riqueza de la tradición con las apor­taciones del Vaticano II, con la contribución de las ciencias humanas y con las expectativas más auténticas de nuestro tiempo. También hay que abrir grandes espacios en la vida religiosa para que en ella pueda surgir y desarrollarse la creatividad. La religiosa y el religioso, respetando el pro­yecto comunitario, deberían tener más posibilidades de expresar personalmente su propia pertenencia a Cristo.

Conviene no olvidar que las instituciones son para el hombre (y «no el hombre para el sábado») y que existe una libertad evangélica también para la religiosa y el re­ligioso, libertad que está en la base de muchas encarna­ciones originales del mensaje evangélico.

3. Algunos apoyos

Hemos presentado ciertas dimensiones que deberían privilegiarse hoy para favorecer la maduración de una vida religiosa más alegre y, por tanto, más eficaz en la pre­sentación de la «alegre noticia».

El objetivo es amplio, porque afecta no sólo a los religiosos y religiosas individuales, sino también a las diversas comunidades, a las provincias, a los institutos, a las Conferencias nacionales...

Aunque no existen fórmulas mágicas, es preciso que las Conferencias de religiosas y de religiosos se pregunten cómo favorecer el nacimiento y la consolidación de las actitudes que puedan mejorar la calidad de la vida reli­giosa, y cómo suprimir los obstáculos que dificultan hoy la posibilidad de avanzar sin sobresaltos.

Muchos institutos están ya preocupados y conven­cidos de la urgencia de estos problemas y han puesto en

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marcha las oportunas iniciativas. Las Conferencias nacio­nales, por su parte, pueden ofrecer apoyos válidos al con­junto de los institutos, sobre todo en este sector. Indicamos algunas acciones posibles.

1. Inculturación. En este momento de delicada tran­sición cultural, hay que sostener la adaptación o «incul-turación» de la vida religiosa en la sociedad, de modo que se lleve a cabo, por una parte, sin rebajar el ideal y, por otra, sin perder significatividad.

Uno de los problemas que más se perciben hoy en este campo es cómo mantener la eíevadísima meta de nuestros fundadores y, al mismo tiempo, tener religiosos y religiosas capaces de llevarlas adelante. Y ello sin que el ideal resulte una utopía de otros tiempos y sin dema­siados traumas internos. No todo lo que antes era obvio se puede proponer hoy fácilmente. El tipo humano que se asoma a la vida religiosa es un poco distinto del de hace veinte años.

Aquí es necesaria una espiritualidad fuerte y reno­vada, además de un trabajo de apoyo por parte de las Conferencias, trabajo que puede tener mucho futuro y en el que es preciso profundizar atentamente, incluso me­diante el intercambio de experiencias de las diversas na­ciones. Otro problema bastante concreto es el de las obras de la vida religiosa en una sociedad secularizada, problema que afecta con frecuencia a la identidad de la religiosa y del religioso. ¿Dónde puede desarrollarse hoy la misión, cuando los espacios tradicionales se restringen o resultan poco accesibles? ¿Con qué instrumentos se ha de ejercer? ¿Con qué religiosos y religiosas? ¿Y cómo preparar a éstos?

Se trata de una amplia tarea de discernimiento que afecta a toda la vida religiosa de una nación y de un continente. Discernimiento al que puede ayudar una lec­tura más atenta y más amplia de los signos de los tiempos, favorecida también por los organismos de los religiosos.

2. Formación. Hoy es convicción común que la for­mación permanente es un instrumento útilísimo. Pero sub-

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sisten algunos problemas que se refieren más de cerca a esta cuestión.

Uno de ellos es éste: en la tarea de formación se hace cada vez más urgente llegar a los «pobres» de nuestras comunidades, a los que están insatisfechos, inseguros y desalentados, a los que se sienten inadaptados, a los que desdeñan toda ayuda, a los que no están en condiciones de entrar en las perspectivas de renovación, a los que han elegido un camino personal y no quieren que se les mo­leste, etc. Se trata de una pobreza humana y religiosa que languidece en nuestras instituciones y que, por razones muy diversas, parece impermeable a todo esfuerzo de re-vitalización de la vida religiosa y puede ser un obstáculo aun para quienes desean mejorar la calidad de su existencia personal y comunitaria.

Es una pobreza a la que debe prestarse atención, con abundantes dosis de humanidad y comprensión de las di­versas historias personales. Se necesitan superiores solí­citos, se necesita la ayuda de expertos en ciencias hu­manas, se necesitan maestros espirituales que tomen se­riamente en consideración este empobrecimiento humano y religioso y ofrezcan medios personales para ayudar a «reencontrar» el sentido de la vida religiosa y de la misión.

Los organismos nacionales pueden contribuir a sen­sibilizar respecto a este problema con la formación de agentes en este sector, con la promoción de estudios e intercambios de experiencias. El aumento de la media de edad agudiza a veces el problema: algunos superiores pue­den tener la impresión de sentirse llamados en estos mo­mentos a ser más «terapeutas» de los propios religiosos que guías espirituales y promotores de obras apostólicas. Pero también ésta es una misión, quizá insólita por la amplitud de sus dimensiones, que ha de ser sostenida y ayudada por las Conferencias, para que la renovación pue­da «partir de los últimos», para que el aumento de gozo pueda empezar por los más pobres de los nuestros, al sentirse más comprendidos, más queridos, mejor ayuda­dos . Un plan de formación permanente que excluya a «los

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últimos» tiene pocas posibilidades de incidir en la «cali­dad» de vida de nuestras comunidades.

3. Y también otras tareas, como, por ejemplo:

— Ayudar a la difícil y necesaria contribución sis­temática de las ciencias humanas. En algunos casos se trata de repensar, incluso a la luz de la «sabiduría hu­mana», algunas de nuestras fórmulas tradicionales, que han de ser ponderadas y profundizadas. Hay que sostener y promover todo cuanto pueda ayudar al desarrollo hu­mano y al equilibrio personal. En una situación compleja son también complejos los remedios, que han de ser aco­gidos, valorados y propuestos con prudencia.

— Promover la estima de la contemplación, la lectio divina, la interioridad, la sabiduría del corazón. Sostener las escuelas de oración y de meditación, teniendo cuidado de que ello no signifique desinterés por el mundo y sus necesidades. Serán religiosos capaces de orar también en nuestro tiempo los que se conviertan en guías espirituales para los hombres de nuestro tiempo.

— Sostener la renovación comunitaria en esta época de cansancio de las temáticas comunitarias. El lugar más adecuado para el desarrollo de personalidades serenas y apostólicamente creativas es el de las comunidades-fa­milias.

— Apoyar Información de losformadores. Ellos son los más expuestos a las dificultades de la transición cul­tural. Pero ellos son también los que más pueden contribuir a una vida religiosa conocedora de las fuentes y el secreto de la alegría.

— Favorecer el conocimiento y la creación de ini­ciativas nuevas, la creatividad.

Estos y otros factores pueden hacer que los organis­mos de los religiosos se comprometan en una útil y ansiada tarea de apoyo de los esfuerzos por mejorar la calidad de la vida en nuestras comunidades.

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Conclusiones

En estos años hemos visto la rápida afirmación de corrientes culturales y de ideologías que han logrado lla­mar con fuerza la atención sobre un aspecto descuidado de la realidad social y humana. Por otra parte, su no menos rápido ocaso ha evidenciado también sus unilateralidades e insuficiencias.

La presente coyuntura cultural nos lleva a prestar atención al aspecto humanizador del cristianismo y a la calidad humana y cristiana de los caminos de la vida re­ligiosa, a sus incrustaciones históricas, a las dificultades presentes, que pueden impedir la plena apertura del hom­bre nuevo y de su relevancia misionera en nuestra socie­dad.

La vida religiosa se deja interpelar por esta época y trata por todos los medios de hacer más legible su signo de testigo privilegiado de la «alegre noticia». Pero al mis­mo tiempo sabe que debe tener la mirada fija en su Señor, del que viene todo don, toda realización, toda felicidad.

No hay que descuidar nada inexplorado, nada hu­manamente válido, para hacer más transparente la realidad humanizadora de la vida cristiana. Pero, en mayor medida aún, nada deberá anteponerse al amor de Aquel a Quien la vida religiosa mira con amor inalterable y con gozosa adhesión. De El viene el consuelo para muchas vidas in­ciertas e inquietas. A El se dirige la alabanza de tantas vidas realizadas gracias a la acogida plena y transforma­dora del don de su Espíritu. A El, mediante las manos de María, confiamos la vida religiosa para que sea un signo cada vez más luminoso de su divina humanidad.

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8 ¿Qué religioso

y para qué misión?

PREMISA

Un tema como el nuestro requiere mucho realismo.

La «realidad efectiva» de estos años, con frecuencia muy áspera, no permite detenerse demasiado en diagnós­ticos, previsiones y principios, que son de dominio común para los interesados.

Preferimos insistir en algunas actitudes de fondo, vá­lidas para la vida religiosa apostólica o, mejor, para un religioso de vida apostólica activa. En otras palabras: ¿qué religioso podrá ser útil a la misión de la Iglesia en el mundo que se va construyendo ante nuestros ojos?

La figura del religioso de vida apostólica está con­figurada por el seguimiento de Cristo en el mundo de hoy, en su doble referencia esencial al Padre y a los hombres, en su doble realidad de consagración y de misión, y en su ser al mismo tiempo hombre de Dios y hombre para los hombres.

Naturalmente, todo ello no es más que una premisa, una indicación de un denominador común que ha de ser especificado por el carisma del propio instituto.

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A la pregunta «¿qué religioso y para qué misión?» responderemos indicando tres dimensiones: hombre de Dios, profeta, hombre de comunión.

1. Hombre de Dios

1. Sobre este tema, bastante amplio, hacemos aquí unas breves indicaciones, a partir de algunos puntos con­vergentes:

A. CREER EN LA VIDA RELIGIOSA

Este es el primer punto de referencia para un religio­so, que ha de ser suficientemente fuerte para afrontar las muchas dificultades que le aguardan.

Se trata de creer en la vida religiosa como en un modo privilegiado de darse a Dios, de hacerlo presente, de «tratar de agradarle a El», de «buscar las cosas del Señor». Se trata de creer en ella como en un seguimiento peculiar, visible y significativo, de Cristo; como mani­festación del poder del Espíritu a través de unas criaturas pobres y perecederas. Si es cierto que no hay amor más grande que el dé dar la vida por un amigo, la vida religiosa es ese amor «más grande», porque da la propia vida por el Señor, únicamente por El, considerado como el amigo. Creer en la vida religiosa significa creer que entregar la propia vida en el amor de Dios es la cima de la actividad del hombre, el punto más elevado de su ser, de su existir y de su obrar.

La buena salud de la vida religiosa es síntoma de la buena salud de la Iglesia. La seriedad del compromiso de la vida religiosa es un apoyo a la seriedad del compromiso de los otros componentes de la Iglesia. En efecto, no hay una vida evangélicamente más válida y contagiosa que aquella en que las instancias más radicales del evangelio son tomadas como norma e incluso institucionalizadas. La vida religiosa estará superada cuando surja un modo de

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vivir más elevado que el entregarse por entero. Cuando alguien invente algo más grande que dar la propia vida, entonces la vida religiosa podrá pasar a segundo plano.

El problema —hemos de repetirlo— es si, hoy, la vida religiosa es fiel a ese «darse por completo y siempre a Cristo». Si lo es, si tiende a serlo, no hay nada más grande ni más actual en la Iglesia, mientras el evangelio (todo el evangelio, incluida la cruz de Cristo) continúe siendo la norma plena y última de todo juicio de valor.

Y ello hay que decirlo aun contra los fatalismos que se insinúan en la cultura del «ahora ya»: ahora ya ingresan pocos, ahora ya se ha terminado nuestro tiempo, ahora ya hay otros movimientos que atraen a los jóvenes...

El relanzamiento de la vida religiosa no pueden cier­tamente llevarlo, a cabo religiosos desconfiados y cansa­dos. Sólo los enamorados de su propia vida, porque están enamoradísimos del Señor Jesús, pueden pensar en un mañana y ser incluso sus protagonistas.

A pesar de todas sus considerables dificultades y de­bilidades en el momento presente, la vida religiosa sigue siendo una de las llamadas más misteriosamente grandes, significativas y capaces de representar los valores evan­gélicos en el mundo de nuestro tiempo, sobrecargado de cosas. La ceguera del momento actual no impide que la vida religiosa siga siendo fuente de esplendorosas reali­dades evangélicas.

La mirada oscurecida de nuestros contemporáneos no impide que la luz del evangelio provenga, ante todo, de personas que han invertido toda su existencia en el evan­gelio y para el evangelio.

2. A este respecto, se imponen dos observaciones:

— «Redimensionamiento» no significa «fin». Sig­nifica reducción cuantitativa, reducción de imagen, de prestigio, que puede ser también ocasión de grandes des­cubrimientos evangélicos, como una más cotidiana con­fianza en Dios, una mayor atención a nuestro carácter específico de consagrados, una más consciente pobreza

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del instituto, un nuevo modo de llevar las obras, una aten­ción a los «nuevos pobres», etc.

— Los santos no fueron nunca fatalistas o resignados, ni pertenecieron a la cultura del «ahora ya». Más aún, con su fe «vencieron al mundo» y dieron un vuelco a las situaciones. No hay situación en la que el santo no pueda surgir y madurar para influir después evangélicamente. Y ellos fueron santos, precisamente porque miraron más a Dios que a los hombres, más a la fuerza de Dios que a los condicionamientos humanos, más a las convicciones de fe que a las de la mentalidad ambiente.

Este marcado teocentrismo no los alejó de su tiempo, sino que les dio incluso una nueva capacidad de interpre­tarlo y de intervenir en él. Baste pensar en nuestros fun­dadores.

La vida religiosa vuelve a florecer cualitativamente cuando recobra la pasión por las cosas de Dios, cuando se preocupa del mundo con los ojos y con el corazón de Dios (y no a la inversa), cuando participa de la «pasión de Dios por el mundo».

¡Así es posible ser, incluso en nuestro tiempo, «hom­bres de Dios»!

B. TESTIGO GRATUITO

3. Puede que parezca ésta una de esas expresiones demasiado manidas y que, consiguientemente, esté un tan­to «desgastada». Y, sin embargo, es una expresión que adquiere hoy una connotación bastante peculiar y que la hace sumamente actual.

Testigos gratuitos, es decir, que no esperan resul­tados apostólicos inmediatos y, al parecer, no logran una productividad apostólica «inmediata». Esto no significa que la vida religiosa activa no deba buscar la incidencia apostólica, sino que, si ésta no se encuentra de inmediato, la vida religiosa no debe por ello desistir de buscarla,

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arriesgándose incluso al martirio de la indiferencia durante el tiempo que sea.

En el cambio cultural de nuestra época, es normal que no se comprenda fácilmente el valor de un testimonio como el nuestro, tan distinto de los ideales de la nueva sociedad. La vida religiosa aparece demasiado alejada de los modelos imperantes.

Puede parecer que, en este momento, su testimonio cae en el vacío: las dudas extendidas sobre el «camino cristiano hacia la felicidad», sobre la misma «verdad del cristianismo», hacen que mucha gente siga con más fa­cilidad «fábulas doctas», se vea atraída por otras sirenas y se sienta casi totalmente ajena a los modelos encarnados y propuestos por los religiosos.

Precisamente en esta situación es necesario adiestrar a los jóvenes en la grandeza del testimonio por el testi­monio. Lo cual puede abocar al martirio de la indiferencia y de la inutilidad.

Pero toda la indiferencia del mundo no puede poner mínimamente en duda la bondad y la solidez del segui­miento de Cristo y del propio carisma. Las instancias de Jesucristo valen más que todas las instancias de la socie­dad. El es la piedra de toque que, rechazada o no, será siempre la piedra angular sobre la que es preciso construir todo edificio que pretenda ser sólido.

Hay que insistir en esta constatación: la acción apos­tólica es creíble y sólida cuando va precedida y seguida del silencio interior, de la libertad de espíritu, de no querer dejar a toda costa la propia huella en una situación...

Es entonces cuando la acción apostólica pertenece más a Dios que a la manifestación de la propia persona­lidad.

En este punto, el religioso está llamado a vivir uno de los aspectos del misterio de la Iglesia, tal como está delineado en la Lumen Gentium; una Iglesia que «no está constituida para buscar la gloria terrena, sino para difun­dir, incluso con su ejemplo, la humildad y la abnegación»

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(n.° 8), precisamente porque está más preocupada por con­formarse a Cristo que a los hombres.

Para una mentalidad basada en los cánones de la relevancia sociológica, una vida orientada, como la de Nazaret, por el principio de la «humildad y de la abne­gación» puede parecer incluso inútil o, al menos, «poco interesante», como lo sería en su tiempo la familia de Nazaret. Pero, para quien juzga según los cánones evan­gélicos, no puede sino aparecer muy semejante a la forma de vida elegida por el Hijo de Dios cuando apareció entre nosotros (cf. Lumen Gentium, 43).

4. Hay que señalar, además, que la astucia del mun­do de hoy consiste no sólo en sustraerse al juicio del evangelio, sino también en considerar históricamente su­perado el proyecto evangélico.

Es preciso reaccionar a esta «inversión» de valores que constituye una decadencia, porque es un alejamiento de la verdad del evangelio. Y nosotros no podemos aceptar que la decadencia sea presentada como progreso y que la inversión de la verdad se introduzca incluso en la vida religiosa.

Una vez más, para hacer esto, para realizar esta con­tracultura evangélica, es necesario adiestrarse en una ma­yor confrontación con el evangelio de Dios y con su Pa­labra, mas que con los hombres, con su mentalidad y con su cultura.

O, mejor, dar absoluta prioridad a nuestra confron­tación con Dios y el evangelio, y luego, y subordinada­mente, confrontados con los hombres y con sus culturas.

Es una tarea ardua, pero decididamente prioritaria. El religioso, antes que estar con los hombres y para los hombres, está con Dios ante los hombres, con los ojos y las preocupaciones de Dios.

Esto viene exigido también por el secularismo cre­ciente: los hábitos cristianos se debilitan; las razones mis­mas del vivir cristiano pierden solidez; el compromiso absoluto y definitivo se pierde, porque falta la referencia

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al valor absoluto que fundamenta todo compromiso in­condicional.

El testimonio de la vida religiosa consiste en poner de manifiesto que la conexión con el amor absoluto, ade­más de ser conexión con la realidad más sólida, es también fuente de compromiso incondicional, de estabilidad, de continuidad, de serenidad, de paz.

La fidelidad del religioso, en el frecuente desierto actual de la irrelevancia, es también testimonio de la fuerza y de la paz que proceden de la conexión prioritaria con el amor absoluto.

Es necesario proponer de nuevo, como en los mo­mentos más felices de la vida religiosa, la orientación teocéntrica: Dios experimentado como causa subsistendi et ratio intelligendi et ordo vivendi (S. Agustín).

En la situación actual de deslizamiento hacia el ni­hilismo (la falta de valores por los que vivir), si la tarea urgente del teólogo es la de hablar de Dios como del fundamento y fin de toda realidad, y ello precisamente para salvar al hombre (Walter Kasper), la tarea de la vida religiosa consiste en testimoniar a Dios como fundamento supremo del hombre, y ello para salvarlo, y no para re­ducirlo a un mero complejo de necesidades biológicas y de relaciones sociales.

Es necesario tomar la palabra «Dios» —sobre todo nosotros, que hemos dedicado la vida a este nombre—, la más «grande de todas las palabras humanas», aunque sometida al uso y abuso de los hombres, y, «mancillada y desgarrada como está, recogerla del suelo y elevarla por encima de esta hora de enorme inquietud» (Martin Buber).

¿Cómo hacerlo? Sirviendo a Dios desinteresadamen­te, considerándolo por completo como la única realidad que merece dedicación absoluta, como el único nombre que ha de ser incondicionalmente alabado, adorado, ama­do y servido. Se trata de desenterrar de entre las cenizas, en nosotros y en los demás, la nostalgia de Dios, cons­cientes de que «el problema de Dios nació con el hombre mismo».

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El plantear y replantear la problemática de Dios como problema básico, porque «es la divinidad de Dios la que salva a la humanidad del hombre», ¿no es un objetivo sumamente concreto, humanístico y teologal a la vez?

¿Y no induce esto a pensar de nuevo en la dimensión «sacral» de la vida religiosa, es decir, en algo reservado para Dios, puesto al servicio de Dios y que se presenta al mundo como signo de pertenencia a Dios, por el hecho mismo de que Dios es Dios? ¿No induce a pensar en la vida religiosa como reafirmación de la pertenencia del hombre al Dios soberano y único Señor?

¿No es la vida religiosa, ante todo, dedicación a Dios como respuesta a su llamada? ¿No es tomar a Dios como realidad que engloba toda otra realidad?

En otras palabras, ¿no es Dios la primera preocu­pación del religioso, tanto en el plano de las relaciones personales como en el de su presencia cotidiana entre los hombres? ¿No se puede reconstruir sobre estas bases el edificio sólido de una vida religiosa renovada y capaz de desafiar incluso las intemperies del momento presente?

C. MÍSTICO CONTEMPLATIVO

De ello sé sigue que el religioso, hoy, o es un con­templativo o no tiene sentido. Y no sólo esto, sino que no puede perseverar. Si un religioso no «ve» a Dios, no lucha con El como Jacob y no dice: «no te soltaré mientras no me bendigas» (Gn 32,27), será arrastrado por las in­numerables sugestiones, por las omnipresentes y obsesivas consideraciones puramente mundanas.

Nuestro género de vida no puede subsistir sin un contacto permanente con la Palabra de Dios, sin un acer­camiento místico a la realidad divina, es decir, sin una fuerte exigencia de encontrar al Señor y su voluntad, fruto de un amor celoso, vibrante, sostenido, prioritario, porque así es como se introducen en el organismo psíquico y espiritual los anticuerpos que permiten la maduración de nuestro género de vida.

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La vida religiosa de mañana habrá de ser místico-contemplativa, o no será en absoluto.

Mística, es decir, capaz de percibir que Dios es más real que el mundo; que Dios es más atrayente («erótico», dirían los padres orientales) que el sexo (piénsese también en la delectatio victrix de Agustín), más fascinante que los esplendores de este mundo, es más poderoso que los dominadores de los mass-media, de la cultura, del mundo económico y político, del mundo del espectáculo...

El místico-contemplativo «siente» todo esto por ex­periencia profunda, y «siente» también lo que es preciso y oportuno poner aparte para no perder esta única realidad.

Más aún, la mística es necesaria también por la dureza del testimonio, por la prepotencia de un mundo rico y seguro de sí, por su conciencia de haber superado el «es­tadio religioso».

La mística-contemplación es necesaria, además, para el equilibrio psíquico-espiritual del consagrado.

La contraevangelización del mundo-mundano es tan insistente y omnipresente que, sin una profunda apropia­ción personal de la visión evangélica, fruto del contacto prolongado con la Palabra y de la amorosa contemplación del misterio de Dios, subsiste el peligro de una disociación interior, casi de una esquizofrenia. Sobre todo para un consagrado, son las realidades divinas la que deben tomar la altísima dirección (Gaudium et Spes, 43) de las reali­dades creadas.

El reequilibrio constante se consigue reconduciendo interiormente todas las realidades creadas a la «altísima dirección» de la sabiduría del evangelio.

Además, sólo el místico-contemplativo comprende que la vida divina que bulle en el corazón del hombre y sostiene la realidad de la Iglesia, es decir, el carácter «teándrico» de la existencia cristiana, no es superestruc­tura, no es ideología eclesiástica, sino el único modo con­creto de vida para el hombre, porque, de hecho, el hombre tal como es, el hombre concreto, el hombre de esta misma

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generación, ese hombre a la vez consciente y atolondrado, ha sido amado locamente por Dios hasta la muerte, para que creyese y aceptase acceder al nivel superior de la vida divina.

De ahí la admirada exclamación de Agustín:

«¡Oh Dios, alejarse de ti es caer, convertirse a ti es resucitar, permanecer en ti es tener consistencia!» (Solilo­quios I).

D. LA VIDA ETERNA

5. El religioso es aquel que redime el tiempo presente con la vida eterna. El religioso ha de ser un hombre ple­namente contemporáneo de su tiempo, pero para llevar a la vida que pasa la medicina de la vida que no pasa, para corregir la sabiduría de este mundo con la sabiduría del evangelio, para recordar al hombre perecedero el hombre eterno, al hombre que sueña con reinos humanos el único reino que permanece.

Si el monje debe recordar que quod aeternum non est, nihil est, el religioso de vida activa debe decir: quod aeternum non fit, nihil fit. Lo que no se hace eterno se queda en nada; lo que está destinado a permanecer es lo que se hace eterno. Y lo que no se queda en nada es la colaboración con el Señor para la «creación nueva», eter­na, indestructible, que puede brotar de la santa fatiga del hombre en la obediencia al Padre y en actitud de bondad, de amor, de entrega, de fidelidad, de paciencia, de diálogo con el Señor, de fraternidad, de alabanza... Aquello que no construye la Jerusalén celeste, la ciudad de Dios, nihil est! Hacer presente y «atrayente» la vida eterna (¡la vida feliz!) es la tarea absolutamente necesaria de la vida re­ligiosa. No somos religiosos sólo para instruir, educar, humanizar, sino primariamente para hacer brillar ante los ojos, los corazones y las mentes el hechizo de la vida eterna.

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Y para ello es necesario ser también poetas de la vida eterna y del mundo de la resurrección. Y para ser poetas hay que estar «enamorados de la belleza espiritual» (San Agustín, Regla, n.° 48).

En el mundo opaco, sobrecargado de cosas, el reli­gioso de hoy tiene la tarea de ser el poeta de la belleza de Dios. Debe descubrir no sólo el lado ético, el deber ser, la transformación del mundo, sino también el lado estético, la grandeza del Dios al que cantan los cielos y las galaxias, el esplendor inalcanzable del mundo divino, que no cesa de brillar aun en medio de las tinieblas de este mundo. Como hicieron algunos Padres, hay que cul­tivar el sentido de la belleza de Dios, de su mundo, de nuestro destino con él, de nuestro estar perennemente en él.

Hay que gustar a Dios, sus cosas y su Reino con la dulzura que viene del Espíritu, invocado y esperado en humilde, insistente y vigilante oración.

La materialidad y la unidimensionalidad de la exis­tencia presente se ven afectadas y sacudidas por los can­tores de la belleza de Dios, por quienes hablan de Dios como si lo vieran, por quienes hablan de El como los enamorados (¿y de quién podemos enamorarnos perdi­damente, sino de El?) y lo tienen presente como la única realidad. De ahí también el coraje para una cierta «de­valuación» de las cosas de este mundo, para un «redi-mensionamiento» de su hechizo en nombre de otro hechizo que viene de más lejos y lleva más lejos, para un cierto «desprecio» en nombre de una mirada desde alturas que permiten valoraciones más realistas.

Ese quid de distancia-separación de las cosas del mundo, que se percibe en todos los santos, se debía al convencimiento de que Dios es tan hermoso, amable y grande que todo cuanto impide el acceso a El ha de ponerse decididamente en segundo plano y ha de ser relativizado.

El que ha experimentado el hechizo de Dios puede cuestionar todo cuanto impide el acceso a Dios, bien único e inquebrantable.

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6. Dos observaciones:

— Primera: está claro que, si bien este testimonio de la vida eterna es el principal servicio que debe prestar la vida religiosa activa, no es el único. Tal testimonio ha de insertarse en el contexto del servicio específico del instituto, el cual, a su vez, se sitúa en el contexto del servicio en pro de un mundo más justo y más verdadero. Pero el mundo no será más verdadero ni más justo si pierde la referencia a su destino eterno.

Si los fundadores fueron factor de «humanización», es porque creían profundisímamente en la vida eterna, porque tendían a ella y todo lo veían desde la perspectiva de la vida eterna y del valor eterno que todo hombre posee.

Entre otras cosas, crearon una forma de vida, como la religiosa, en que la existencia está organizada en torno a la realidad futura.

Con modalidades diversas, la vida religiosa hace pre­sentes, sobre todo, algunas de las realidades que «per­manecen para siempre»: la caridad y el hacer la voluntad del Señor.

Por su vitalidad, la vida religiosa no puede dejar de sentir con fuerza este enganche vital con la vida que no pasa.

— Segunda: esta referencia a la vida eterna contri­buye a mantener igualmente viva la conciencia apocalíp­tica.

Todo es provisional, todo puede terminar de un mo­mento a otro. Esto se afirma, no para aumentar el ya bastante extendido terror nuclear, ni con el fin de acentuar el sentido de angustia por un próximo fin trágico, que no es pura fantasía, sino para hacer ver al hombre que lo que cuenta es «pertenecer al Señor». «Ya vivamos, ya mu­ramos, somos del Señor».

Es típico de la conciencia apocalíptica el percibir que el juicio de Dios es inminente: pasan los imperios y de­saparecen las ciudades; la aventura humana está hecha no

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sólo de desarrollo, sino también de bruscas interrupciones que los profetas llaman «juicio de Dios».

Juicio de salvación y de esperanza para quien vive con el Señor; juicio de terror y de muerte para quien vive únicamente en la dimensión de lo provisional.

La vida religiosa, a la vez que comparte con el hom­bre de hoy el agudo sentido de la provisionalidad de todo, es, no obstante, palabra de confianza y de esperanza. Quien vive «profesionalmente» para el Señor puede y debe subrayar y proclamar que lo importante es «estar con el Señor» y que «estar con el Señor» es fuente de ilimitada esperanza.

Esto no dispensa, obviamente, del empeño en con­jurar las terroríficas catástrofes que planean amenazadoras sobre la humanidad.

Pero también en este empeño la realidad más «eter­na», la palabra de salvación que el religioso debe pro­nunciar ante todo es: quien salva es el Señor. Es preciso «estar con el Señor». Es preciso volver a El. Es preciso convertirse a lo único que permanece y que da paz al hombre y a la humanidad. Esta es la buena noticia que llevamos, la esperanza que tenemos y de la que vivimos: nuestro Dios es el Dios de la salvación. El se convirtió a nosotros; convirtámonos nosotros a El y seremos salvados. Este es el evangelio de esperanza que sostiene nuestro caminar en el difícil momento presente.

2. Profeta

7. También esta diffieásión queremos presentarla es­quemáticamente desde diversos puntos de vista.

A. PROFECÍA DE LA VIDA APOSTÓLICA ACTIVA

No hay que malinterpretar cuanto acabo de decir: no se pretende transformar la vida activa en vida contempla­tiva, ni tampoco aceptar acríticamente las previsiones de

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muy ilustres estudiosos de vida espiritual, según las cuales las dos tendencias existentes destinadas a desarrollarse en el futuro serían: o bien una acentuación de la vida con­templativa, o bien una difusión del laicado comprometido.

Frente al esquema habitual de transcendencia (pri­mera tendencia), o encarnación (segunda tendencia), hay y habrá siempre lugar para la «tercera vía» de la vida religiosa activa, que trata modestamente de reproducir la misma «mediación» de Cristo entre transcendencia y en­carnación mediante una presencia de Dios en el mundo y del mundo en Dios, presencia que busca la profecía con su tendencia a realizar la unidad del doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo.

8. La profecía de la vida religiosa activa consiste hoy en aceptar incluso el reto de su diversa ubicación en la sociedad, ubicación caracterizada por una mayor concen­tración evangélica.

La vida religiosa activa ha tenido siempre la doble característica de contribuir a resolver problemas humanos y de hacerlo en nombre del evangelio. Una doble tarea, por tanto, de «eficacia» y de «motivación evangélica», de «servicio» y de «signo».

Ahora que la sociedad desarrolla y, con frecuencia, absorbe el primer aspecto (porque ella misma tiene sus hospitales, sus escuelas, etc.), la vida religiosa ha de re­cogerse para cultivar con más atención el carácter evan­gélico del servicio. Y ello para decir al mundo, a veces demasiado seguro de sí mismo, que el evangelio es alma, apoyo y secreto para un servicio a la vez humanizador y eficaz, aunque el servicio se haya reducido cuantitativa­mente. En otras palabras, la calidad evangélica debe suplir la disminución cuantitativa.

K. Rahner, en su última entrevista sobre la vida re­ligiosa, habló también sobre esto: habría que preocuparse de establecer «oasis florecientes» —dijo—, aun a costa de dejar espacios de desierto entre unos y otros.

«No hay que entender mal esta imagen. Pero es más razonable derramar una cantidad de agua, inevitablemente

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limitada, para regar determinado lugar, un oasis, que de­rramar esa poca agua en todo el territorio». Esto, natu­ralmente, a condición de que haya oasis que florezcan. Y entonces tales oasis serán lugar de refugio en el desierto del mundo.

B. EN MISIÓN

9. Hoy más que nunca, el religioso está en misión.

Y el sentido de la misión brota cuando se está pro­fundamente convencido de que el mayor servicio que se puede hacer al hombre es ponerlo en contacto con Cristo Salvador.

Una cierta laxitud del espíritu apostólico en estos años puede deberse no sólo a la dificultad de encontrar nuevas vías para acceder al corazón del hombre, con el consi­guiente sentimiento de impotencia, sino también a ciertas posturas excesivamente optimistas con respecto a nuestra sociedad: si todos se salvan, ¿qué sentido tiene desasosegar a la gente o perder nosotros mismos el sosiego?

Si el mundo contemporáneo tiene sus propios «co­rrectivos» para remediar sus males, ¿para qué incomodarlo con nuestras «complicaciones»?

La insidia de tales posiciones está en el hecho de que contienen un aspecto de verdad: tras siglos de actitud pe­simista respecto al mundo, un poco de optimismo no está de sobra. Ni hay que recuperar en bloque el juicio negativo sobre aquella porción del mundo de hoy que busca fatigosa y honestamente nuevas formas de convivencia.

Pero hay que preguntarse si, con una visión unilateral optimista, los apóstoles habrían salido a la conquista del mundo, y si Pablo habría escrito las inspiradas páginas del capítulo primero de la carta a los Romanos, páginas que ciertamente no han perdido su desconcertante actua­lidad para muchos aspectos de la sociedad contemporánea.

La misión es un imperativo absoluto para el apóstol: «¡Ay de mí si no evangelizare!» Un religioso indiferente

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al hecho de que el Señor sea poco conocido y poco tomado en serio, que no se preocupe an absoluto de que la gente ame tan poco al Señor, de que «el amor no sea corres­pondido», y que juzgue la marcha de las cosas sobre todo (y siguiendo el proceder de los mass-media) en función de la balanza comercial, del producto nacional bruto, de la inflación, de los resultados deportivos, etc., resulta inú­til para el mundo y para la Iglesia. Se trata de recuperar la pasión apostólica en todo su frescor; de lo contrario, el religioso, además de hacerse sordo al mandato del Señor, se mundaniza y se humaniza demasiado, se apaga, se ve reducido a una inútil reliquia del pasado.

O tienes el sentido de la conquista del mundo, o el mundo te conquista a ti. O te mueve el deseo de «recon­quistar» el mundo para Cristo, o el mundo te reconquista para sí inexorablemente.

10. La misión, el animus misionero, la mens misio­nera, es necesaria también para una perseverancia con­vencida y firme. Todas las mediaciones necesarias, aun las más remotas, las requeridas por todo tipo de misión y de «oficio», han de ser sostenidas por esta vis (fuerza).

También en este punto conviene volver a los fun­dadores; ¿qué fue lo que les hizo tan valerosos, intrépidos, imaginativos y eficaces, sino su inextinguible pasión mi­sionera?

Para recuperar su identidad en nuestra sociedad, el religioso no tiene más que recorrer de nuevo el itinerario espiritual del fundador.

La solución dada por la vida religiosa a los problemas es una solución que «objetivamente» puede ser laica (es­cuela, hospital, etc.), pero en la motivación, en la ani­mación, en el destino, en la intención, es marcadamente «religiosa»: las obras son siempre expresión de la misión. Obras que, si bien han de ser repensadas continuamente en cuanto a su modo de realización, más continuamente aún han de «inspirarse» en la misión y orientarse hacia ella.

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C. PARTICIPE EN LA LUCHA DE CRISTO

11. Hay varias causas que pueden haber atenuado en estos años el sentido del «combate espiritual».

Limitándonos a las nuevas generaciones, podemos señalar al menos dos tendencias.

Primera: los jóvenes que llegan a nuestras casas de formación suelen estar poco habituados a luchar por la vida. Hoy todo les ayuda (por suerte o por desgracia) a quitar los obstáculos y a hacer más fácil su inserción en el mundo, que, sin embargo, no deja de ser conflictiva. La consecuencia es una mayor fragilidad psicológica y una consecuencia es una mayor fragilidad psicológica y una menor percepción de la vida cristiana como lucha.

Segunda: los jóvenes parecen guiarse hoy, en buena parte, por el culto a lo inmediato. Consiguientemente, que perciben poco dramáticamente la clara diferencia que exis­te ente el bien y el mal; a sus ojos, todo está envuelto en un cierto e indistinto color gris.

Pero incluso en los menos jóvenes de los religiosos parece haberse oscurecido el sentido dramático de la exis­tencia cristiana: los enemigos tradicionales (el hombre vie­jo, la carne, el príncipe de este mundo) parecen haberse disuelto, al haber quedado envueltos en un silencio que, de hecho, los arroja al limbo de las cosas en desuso.

Y, sin embargo, la vida religiosa y sus líderes, sus santos, tuvieron un fuerte y agudo sentido de la lucha contra el mal, y ello como participación en el combate de Cristo contra el príncipe de este mundo, además de tener un agudísimo sentido de la distancia irreductible entre el bien y el mal, entre el pecado y la gracia, entre el espíritu del mundo y el Espíritu Santo, entre el hombre carnal y el hombre espiritual.

La vida religiosa ha recordado siempre esta distinción a las diversas culturas con las que ha entrado en contacto, y lo ha hecho, no por insensibilidad cultural ni por des­precio de sus valores (aunque a veces no ha respetado

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suficientemente auténticos valores humanos), sino por la sabiduría superior del evangelio, que ha sido después la sal de la tierra y la salvación de esas mismas culturas.

12. Al profeta compete también la denuncia profé-tica, con el fin de servir lealmente a este mundo según su propia misión. Frente a ciertas situaciones, viene a veces a la memoria, por analogía, el lamento del profeta sobre la ruina de Jerusalén: «¿Quién podrá curarte? Tus profetas te ofrecían visiones falsas y engañosas; y no te denuncia­ban tus culpas (...), sino que anunciaban visiones falsas y seductoras» (Lam 2,14).

La tarea de un profeta no consiste en deshacerse en halagos, en decir que todo va bien, que todo encaja, que todo funciona; no consiste en bendecir siempre y como sea la situación existente, sino en «desvelar las iniquidades del pueblo para cambiar su suerte».

Ahora bien, la suerte del pueblo depende de su adhesión a la voluntad del Señor, a su ley. Pero ¿quién tiene todavía el coraje de decir esto?

¡El destino de los hombres y de los pueblos se juega ante el Señor!

Pero, si el pueblo no tiene profetas que le recuerden su bien y su mal, el pueblo se pierde y «su desgracia es inmensa como el mar».

Si faltan los profetas que mantengan vivo el horror instintivo hacia el mal, ¿cómo puede el pueblo de Dios ser «sal de la tierra»?

¿Será la vida religiosa corresponsable de semejante ruina?

A esta «lucha» corresponde otra tarea importante de la vida religiosa: resistir al materialismo práctico que ero­siona no sólo las costumbres cristianas, sino la misma fe. La cuestión ética de nuestro tiempo se hace cada vez más relevante. La sociedad se disgrega, porque se pierden al­gunas «evidencias éticas» fundamentales.

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Se trata básicamente de presentar modelos alternati­vos cada vez más serios y más diferenciados de las cos­tumbres imperantes.

Ahora bien, una vida religiosa coherente es el modelo alternativo más radical a la sociedad occidental de con­sumo, que está gastando rápidamente su patrimonio se­cular de fe y de sabiduría cristianas.

El religioso debe estar hoy profundamente conven­cido de que la primera evangelización es un estilo de vida sobrio, sencillo, sereno, libre de las exigencias desorbi­tadas de cosas materiales y cuya falta produce neurosis y frustraciones en muchos contemporáneos. La vida religio­sa, aun la más inmersa en el mundo, ha de presentar modelos éticos claros y perceptiblemente evangélicos. Un estilo de vida donde haya espacio para el silencio, la ora­ción, la serena vida en común, en torno a cosas sencillas, en una relación fraterna, apartada de las cosas inútiles. Un estilo de vida donde los religiosos se reconozcan hu­mildemente pecadores y se acepte el perdón como don de paz y de reconciliación.

Sólo un religioso y una comunidad así pueden ser un apoyo para los cristianos en su ardua tarea de estar en el mundo sin ser del mundo y, sin embargo, ser puntos de referencia para la reconstrucción de la sociedad, que está deseosa de reconciliación, pero que no conoce ya ni el camino ni el precio de la misma.

Todo ello no se logra sin más ni más, sino que exige una visión «agónica» de la vida cristiana, del hombre de Dios situado en este mundo, de la vida religiosa. Los Salmos mantienen esta perspectiva: están rebosantes de «adversarios», de «enemigos», de «insidias», de luchas victoriosas... Y el adversario más omnipresente hoy es el desconocimiento práctico de Dios, de su señorío dentro y fuera de nosotros, en una vida de seductora autosuficien­cia, en la que las criaturas ocultan al Creador, y los dones al Dador; en la que las salvaciones humanas ocultan la salvación que viene del único Salvador.

Y, sin embargo, cuanto más se deja sofocar la so­ciedad por las preocupaciones y el brillo de este mundo,

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con tanta más fuerza surge en muchos contemporáneos la búsqueda de lo sagrado. Esta búsqueda se hará dentro o fuera de la Iglesia, según la autenticidad de la experiencia de Dios que la Iglesia ofrezca.

¿Acaso hay una tarea más importante hoy para la vida religiosa?

¿No es, fundamentalmente, la vida religiosa la que debe crear lugares y, sobre todo, hombres capaces de poner a sus hermanos en contacto con Dios? ¿No es la vida religiosa la que debe ser capaz de dialogar con los hombres para encaminarlos hacia la plenitud mediante las diversas posibilidades de búsqueda de Dios, sean orientales u oc­cidentales, que con frecuencia florecen en el desierto de nuestras propuestas?

D. LA INCERTIDUMBRE

13. Al igual que la figura del sacerdote (cf. el análisis de G. Greshake Essere preti. Teología e spiritualitá del ministero sacerdotale, Ed. Queriniana, Brescia), también la del religioso atraviesa hoy un período de redefinición, derivado de los grandes cambios actuales.

De un papel social preciso y reconocido (el religioso, por ejemplo, era el educador por excelencia), se pasa a un papel incierto y menos apreciado (lo que en otro tiempo hacía el religioso lo hacen hoy también otros). Pero hay más: es la incertidumbre de la supervivencia misma de algunas provincias o institutos la que presenta un futuro sin salida para algunos de ellos, que tienen que hacer frente a un redimensionamiento tremendo. Pero tampoco Jesús tenía un «papel social» preciso, reconocido y comprendido por todos; intencionadamente, no se insertó en ninguno de los papeles sociales existentes.

La crisis actual puede ser providencial en la medida en que tomemos conciencia de que ser religiosos significa, ante todo, «representar la forma de vida abrazada por el Hijo de Dios» (cf. Lumen Gentium, 44).

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En toda transformación social y en todo cambio cul­tural, una vida religiosa realmente viva tratará de mirar a Jesús para redefinir a partir de él una nueva identidad, una nueva manera de estar presente en la sociedad, un nuevo modo de situarse frente al futuro para responder a sus demandas más urgentes, según el corazón y el estilo del fundador.

La incertidumbre del momento puede ser creadora. Aun cuando el precio de la incertidumbre sea gravoso para la mayoría (piénsese en lo difícil que resulta explicar hoy a los jóvenes y a sus padres, y a la gente en general, lo que significa «ser religioso»), como también es difícil soportar la idea de un mañana en el que sólo haya cierres y cese de actividades, también es cierto que estamos en una fase de producción de modelos nuevos, a los que también los jóvenes están llamados a ofrecer la contri­bución de su espontánea y creativa sensibilidad.

También esto es profecía, porque responde de manera nueva a nuevas situaciones y nuevas exigencias.

14. Este tiempo de incertidumbre no dispensa, en todo caso, de practicar al gran mandamiento del amor al prójimo, inscrito profundamente en la misión misma de nuestros institutos con una firmeza que no podrán vencer ni las antiguas ni las nuevas dificultades.

Esa firmeza, más allá de las apreciaciones inmediatas y de la incertidumbre del futuro, es una semilla arrojada en el corazón del hombre y destinada a dar fruto en su momento.

Si en otros tiempos se oía decir: «Creo (en Dios), pero no en vosotros», hoy se empieza a oir decir: «No creo, pero creo en vosotros». Aun cuando la limitación y la ceguera del hombre querrían separar el amor a Dios y el amor al prójimo, estas dos dimensiones tienden a rein­tegrarse, por una fuerza intrínseca, en el corazón y en la vida del creyente. El testimonio de una vida consagrada, dedicada al prójimo, sin ambiciones de poder, desintere­sada, serena, gozosa y confiada, es lo que mejor puede

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preparar y favorecer la reintegración del doble manda­miento del amor a Dios y del amor al prójimo.

¿No es a esto a lo que tiende básicamente la vida religiosa apostólica? ¿No es de ahí de donde han salido y saldrán todas las grandes empresas de servicio al hombre necesitado y lejano? ¿No vale la pena, por ello, entregar la vida incluso en los delicados momentos que estamos viviendo?

3. Hombre de comunión

15. Hemos de completar los dos primeros apartados con este tercero. En realidad, se trata de unir el sentido de la misión (estar-para-el hombre) con el sentido de la historia (estar-con-el hombre).

La instancia de la misión brota de la conciencia de la propia identidad; la instancia de la historia lleva a prestar atención a los signos de los tiempos y a las concreciones históricas.

Si la primera subraya la alteridad del mundo mun­dano, la segunda arranca del sentimiento del destino co­mún de los hombres, llamados a estrechar lazos de co­munión entre sí.

La vida religiosa, aunque por una parte es para el mundo, para su salvación, para la lucha contra las fuerzas negativas, para ofrecer un proyecto de hombre nuevo, para su divinización, por otra parte está con el mundo, para contribuir a hacerlo más humano, más habitable, más pa­cificado, más reconciliado, más unido en comunión. Por lo demás, para todos es manifiesto que el mundo tiene gran necesidad de comunión. O el mundo encuentra el sentido de la solidaridad, del destino común, de la im­portancia decisiva de la paz, de la preservación del patri­monio de lo creado (ecología), de la necesidad de no secundar a las oscuras fuerzas de la conflictividad y de la disgregación, o existe el peligro de que salte en pedazos el destino de la raza humana.

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También para esto se requiere la presencia de «ex­pertos en comunión» en la ciudad de los hombres. Y ello exige privilegiar al máximo las actitudes de comunión en el religioso, visto como experto y constructor de comu­nión.

La sociedad que nos aguarda necesita hombres que favorezcan la comunión y la promuevan a todos los ni­veles. Sin olvidar que la comunión es el corazón mismo de la misión de la Iglesia, sacramento de comunión de los hombres con Dios y de los hombres entre sí, lugar de encuentro y de reconciliación. Haremos sólo unas breves indicaciones sobre algunas áreas de comunión que el re­ligioso de vida activa debería tener en cuenta hoy para que su presencia en la vida apostólica sea clara y percep­tible; tales áreas de comunión han de tenerse presentes desde los primeros años de la formación.

A. CON LOS HOMBRES DE BUENA VOLUNTAD DE NUESTRO TIEMPO

16. Si hay que dar la medicina del evangelio a los hombres de nuestro tiempo, si hay que anunciarles la sal­vación de Cristo, si hay que denunciar proféticamente las confusiones y las desvisaciones, si no hay que diluir jamás la fuerza de la verdad cristiana, también es cierto que en muchas cosas hay que estar en comunión con los hombres para una búsqueda común en muchos problemas de la convivencia humana. La historia contemporánea no es sólo un conjunto de trágicos errores, sino también una intensa brega para alumbrar un mundo más justo.

El sentido de la verdad absoluta de nuestra fe ha de ir acompañado de humildad, es decir, del sentido de la relatividad de nuestras realizaciones históricas, del carác­ter perfectible de muchas de nuestras propuestas operati­vas, del conocimiento de nuestros errores, de la necesidad de escuchar los muchos interrogantes nuevos que requieren nuevas respuestas, de la necesidad de diversas «incultu-raciones», de la necesidad de la aportación de todos los

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hombres de buena voluntad para un conocimiento más profundo de la realidad. El Reino de Dios se construye en un intercambio continio, como afirma la Gaudium etSpes: «La Iglesia, tanto al ayudar al mundo como al recibir mucho de él, sólo desea que venga el Reino de Dios» (Gaudium etSpes, 40). En suma, hemos de recordar toda la problemática Iglesia-mundo, por lo que a nosotros con­cierne, con una actitud de fidelidad al Concilio y a todo el Concilio.

Como también es necesario tener despierto el sentido de la dignidad de la razón humana y de su uso, de la urgencia de no cancelar la expresión y la lectura de los «signos de los tiempos», de la necesidad de vivir en el hoy, en la historia humana, a la que es preciso dar nuestra contribución específica, según nuestro carisma peculiar.

De aquí brota la estima y la promoción del estudio en quienes deben dialogar cada día con hombres inmersos en problemas cada vez más complejos. La promoción de la reflexión teológica; de ía cultura; del honrado esfuerzo por comprender las posiciones de los demás; de la per­cepción de las dificultades generadas por el clima de in­diferencia y, por tanto, de la amplitud de las etapas del camino hacia la fe.

Uno de los grandes problemas actuales para quien está en misión es el de la pertinencia. Para ser convincentes hay que saber comunicarse con los hombres, escucharlos, estar atentos a sus demandas...

El peligro está en que se digan palabras verdaderas, pero en un lenguaje abstruso; en que se den respuestas intachables, pero a preguntas de ayer; en que no se es­cuchen las preguntas dolorosas y serias que los hombres se hacen, porque no estamos bien sintonizados en su lon­gitud de onda.

La adecuada «dosificación» entre sentido de la misión y «búsqueda en común» con los hombres de nuestro tiempo es una de las más anheladas metas eclesiales que hoy se pueden proponer y alcanzar, fruto, sobre todo, de la caritas discreta, es decir, de la capacidad de discernir críticamente

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las situaciones y los acontecimientos de nuestra época; en definitiva, fruto del don del discernimiento.

Y también fruto de una notable madurez humana y espiritual que no se contente con las simplificaciones de signo opuesto, sean integristas o progresistas, que pueden dar la impresión de mayor claridad y de incisividad en la acción, pero que, de hecho, son acentuaciones unilaterales de la realidad y, debido a ello, resquebrajan casi inevi­tablemente la comunión eclesial, además de la «verdad de las cosas».

Este es uno de los puntos sobre los que más se debate y que más necesidad tienen de la experiencia iluminada de la vida religiosa activa.

17. Conscientes de que el equilibrio completo entre ciertas tendencias e instancias sólo puede alcanzarse en el eschaton, se debe aceptar el momento presente como el tiempo de una difícil, incompleta e inestable comunión, con el fin de contribuir a que haya grados de comunión cada vez más intensos.

En este punto, la vida religiosa puede convertirse hoy en un elemento de recomposición y reconciliación.

En Italia, la vida religiosa no ha estado, en conjunto, directamente implicada en las disputas y en las divisiones de estos tiempos.

Al haber quedado al margen de las controversias, con frecuencia clamorosas y casi siempre estériles, la vida religiosa (bien porque estaba centrada en sus problemas internos o porque ha tenido el olfato de lo esencial) puede ejercer una tarea de pacificación relativizando los desa­cuerdos y apuntando a la única realidad absolutamente prioritaria, que es el seguimiento de Cristo.

Antes de todo proyecto operativo específico, antes de toda presencia y meditación, el seguimiento de Cristo es la realidad que ha de proponerse continuamente como primaria, insustituible y unificadora para todo cristiano y para todo grupo. Es en el seguimiento donde se realiza la comunión esencial del cristiano.

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Y luego es en la comunión, búsqueda paciente y colaboración con los hombres de buena voluntad, donde se hace un servicio humanizador a nuestra sociedad.

B . CON LOS HERMANOS «COTIDIANOS»

18. Del mismo modo que la vida religiosa necesita de la mística, también necesita de la comunidad. Si hace algunos años se descubría y se proponía la comunidad como elemento de una nueva espiritualidad centrada en la vida fraterna y como medio de atenuación del «poder de uno solo», hoy es propugnada también como apoyo para la perseverancia, la serenidad y la capacidad de «aguante» apostólico-misionero de los religiosos.

Los jóvenes sienten con fuerza esta dimensión, y los nostálgicos defensores (cada vez menos silenciosos) de la vuelta al viejo individualismo y autoritarismo deben pensar en esta exigencia. Por otra parte, la comunidad religiosa está puesta como signo y demostración de la solidez de nuestras nobles afirmaciones acerca de la fraternidad cris­tiana.

Conviene recordar que para nosotros, los religiosos, el individualismo apostólico es una carcoma mortal y cier­tamente poco conforme con el espíritu y la praxis de la fraternidad cristiana.

Vale la pena citar la Regla de Agustín, punto de partida de otras numerosísimas reglas en Occidente: «To­dos vuestros trabajos han de tender al bien común y hacerse con mayor empeño y prontitud de lo que uno puede ha­cerlos para sí mismo. La caridad, en efecto, de la que está escrito que 'no busca el propio interés', ha de entenderse en el sentido de que antepone las cosas comunes a las propias y no las propias a las comunes. Por ello habréis de medir vuestro progreso espiritual por el cuidado que pongáis en las cosas comunes, dándoles preferencia sobre las vuestras» (Regla 5,31).

La reaparición de culturas que parecían superadas, con la acentuación de las diferencias, con la exasperación

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de la «meritocracia» y la exaltación del individualismo, no debe seducir a la vida religiosa, que tiene en la com-munio fraterna uno de sus aspectos más cualificados (Ut unánimes vivant in domo).

Se impone además una constatación urgente: la su­pervivencia y la validez de muchas de las obras de nuestros institutos dependen de la capacidad de colaboración de los religiosos, es decir, de saber aglutinar a otras personas (incluidos los laicos) que trabajen con nosotros y a las que podamos transmitir nuestro espíritu y hacerles partícipes de algunas de nuestras responsabilidades.

Pero esta «corresponsabilización» no será posible sin una actitud de corresponsabilidad cotidiana en nuestras comunidades, y ello desde el período de formación.

También para la continuidad y la eficacia de muchos servicios es necesario, pues, un estilo comunitario no sólo de vida, sino también de actividades; una corresponsabi­lización a todos los niveles.

Los religiosos de vida activa necesitan aprender no sólo a vivir juntos, sino también a trabajar juntos, man­teniéndose lejos tanto del autoritarismo como de la eje­cución pasiva de las decisiones de otro.

C. CON EL CARISMA DEL INSTITUTO

19. Tras un período de tendencia a la uniformidad y a la falta de especialización en la vida religiosa, hoy asis­timos, afortunadamente, a la recuperación de la estima y de la pasión por el carisma del fundador y del instituto.

Ello, unido a una exigencia de fidelidad al pasado, ayuda al instituto a recuperar una identidad más sólida, una profundización y actualización más consciente del pro­pio carisma en conformidad con los signos de los tiempos, que son los de tipo de sociedad caracterizada por la pro­digiosa difusión de la informática, que tiene en el orde­nador su protagonista y su símbolo más vistoso.

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Algunos hablan hoy de la tercera ola como carac­terística de la nueva época electrónica. Si la revolución industrial, la segunda ola (la primera fue el asentamiento agrícola), produjo una sociedad masificada, hoy la nueva revolución tecnológica (tercera ola) tendería hacia la «des-masificación», al separar a las masas en grupos cada vez más restringidos y diversificados. «En vez de tender a la uniformidad, nos estamos haciendo cada vez más hete­rogéneos» (Tofler). La difusión de la «computerización» permite realizar servicios cada vez más adecuados a las necesidades de los individuos y de los grupos restringidos. La creciente especialización del mundo de hoy estaría reimpulsando y exigiendo la especialización y la actuali­zación de nuestros carismas específicos.

Si este diagnóstico es acertado, la actualización del carisma del instituto debería estar atenta a esta multipli­cación de grupos, de exigencias, de gustos, de demandas, de necesidades... A demandas diversificadas deberían co­rresponder respuestas igualmente diversificadas y apro­piadas que favorecieran la utilización de las diversas es-pecializaciones, de las misiones y de los carismas indi­viduales.

Si la «segunda ola», la industrial, nos encontró sin la debida preparación, esta nueva «época» debería encon­trarnos mejor dispuestos. Esta es sólo una indicación sobre algunas perspectivas que, si bien son todavía inciertas, no pertenecen del todo al ámbito de la ciencia-ficción. Re­pensar nuestro carisma en este nuevo contexto podría con­tribuir a darle la posibilidad de seguir ejerciendo, aun en los tiempos novísimos que nos aguardan, su función de presencia evangélica en los diversos ámbitos de la acti­vidad y el sufrimiento de los hombres.

D. CON OTROS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS

20. La vida religiosa encuentra hoy, casi en todas partes, los mismos problemas y las mismas dificultades. El momento es delicado y requiere una solidaridad especial entre los diversos institutos.

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La imagen y la idea misma de la vida religiosa se está empañando en el seno de la sociedad e incluso de la misma Iglesia. Aunque es innegable una revalorización de los servicios ofrecidos por la vida religiosa, estamos to­davía muy lejos de percibir la difusión de una idea me­dianamente aproximativa de lo que representa la vida re­ligiosa para la vida y la vitalidad de toda la iglesia.

Precisamente en orden a esta vitalidad, los institutos deben tomar conciencia de pertenecer a la gran familia de la vida religiosa.

Por amor a la Iglesia, y no con mentalidad sindical o corporativa, se debe profundizar en la convicción de una pertenencia común a esta gran familia de personas dedi­cadas exclusivamente a la gran causa de Cristo. Y es fundamentalmente en orden a esta finalidad por lo que la Iglesia ha creado los organismos de comunión de los re­ligiosos.

Si la animación de cada instituto, por lo que concierne al carisma propio, compete sobre todo a los superiores respectivos, y si la inserción en la pastoral es competencia, sobre todo, del obispo, la animación de los carismas de la vida religiosa, qua talis, ha de tener un apoyo válido en organismos de comunión vivos y bien organizados.

Así pues, tanto para el testimonio común como para los grandes problemas prácticos que nos aguardan (baste pensar en los derivados del «redimensionamiento») o para una estrategia común en medio de las incertidumbres ac­tuales, debe crecer la sensibilidad y la participación en los organismos de comunión de los religiosos. Tales organis­mos ofrecerán tanta más ayuda cuanto mayor sea la con­tribución de religiosos y religiosas a la reflexión, la ex­periencia y la participación.

Será el amor que sintamos por nuestro género de vida el que determine nuestro grado de participación en los organismos de la vida religiosa. Y el deseo de ver que son apreciados y seguidos los consejos evangélicos nos im­pulsará a salir de nuestros problemas más inmediatos para servir más unitariamente a la Iglesia.

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E. CON LA IGLESIA LOCAL

21. La figura del religioso «exento», indiferente a los problemas de la iglesia local, se ha vuelto anacrónica. Nuestra acción no está «fuera» ni «contra» ni «en con­currencia» con la iglesia local, sino «en comunión con la iglesia local», es decir, «dentro» de ella.

Hemos de vivir en la iglesia local... con nuestro pro­pio carisma: he aquí otra dimensión del religioso de hoy. En la formación del religioso ha de ser parte integrante el documento Mutuae relationes, su espíritu y sus objetivos.

Aun cuando la iglesia local no puede en modo alguno colmar el interés y la acción de la vida religiosa (porque ésta tiene su dimensión más connatural en la universalidad, es decir, tiende a toda la Iglesia), sin embargo, cuando el religioso trabaja en una determinada iglesia, habrá de mos­trar su lealtad a ella aceptando sus planes y asumiendo sus preocupaciones en la línea propia de su carisma.

Esto redunda también en enriquecimiento para la mis­ma vida religiosa, porque es una colaboración que trae un aire nuevo, haciendo respirar a nuestras comunidades los problemas concretos y urgentes de la comunidad que pe­regrina en un determinado territorio.

La inserción en la pastoral orgánica ayuda también a la vida religiosa a descubrir y apreciar los otros dones y carismas (sin duda numerosos) que el Espíritu otorga a su Iglesia. El contacto sistemático con los otros componentes de la iglesia local ayuda al crecimiento del sentido eclesial de la vida religiosa, es decir, ayuda a crecer en la comunión cada vez más plena y consciente con los diversos miembros del cuerpo de Cristo. De este modo, la comunidad religiosa se abre, se enriquece, respira un clima menos opresivo y, a veces, menos narcisista.

Por otra parte, la exigencia de «esencializar» nuestra presencia en un lugar requiere tener en cuenta las nece­sidades de la iglesia local, la utilidad real de nuestro ser­vicio y la coordinación con los otros componentes de dicha iglesia.

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La coordinación es más necesaria que nunca. Y ello es posible cuando el religioso está atento no sólo al bien del instituto, sino también al crecimiento de la iglesia local, en una actitud de comunión y de colaboración.

F. CON EL TERCER MUNDO

22. También para quienes seguimos en Europa, el Tercer Mundo es una realidad creciente y cada vez más familiar. El crecimiento cuantitativo de la vida religiosa en el Tercer Mundo plantea y seguirá planteando consi­derables problemas de convivencia y de aceptación de un estilo de vida diverso.

Se trata de prepararse a esta nueva situación con una mirada nueva a la realidad del Tercer Mundo. Se trata de reforzar el nosotros, en el que incluimos también, sin restricción de ningún tipo, a nuestros hermanos de ultra­mar; se trata de no seguir considerando a los otros her­manos como un apéndice del instituto, sino como miem­bros de pleno derecho de una única familia. Se trata, además, de aceptar un cierto sufrimiento por nuestra parte a causa de esta convivencia, del mismo modo que noso­tros, hasta no hace mucho, les hemos hecho sufrir a ellos, aunque muchas veces sin quererlo. En épocas pasadas, hemos exportado e implantado inconscientemente en ul­tramar no sólo nuestro carisma, sino también una moda­lidad europea de interpretarlo y de vivirlo. Lo cual ha hecho sufrir a nuestros hermanos indígenas. Pero no habrá de pasar mucho tiempo hasta que tome cuerpo una mo­dalidad no europea de interpretar el mismo carisma y que habrá de imponerse a todo el instituto. Y ello nos hará sufrir.

Sólo un sentido de profunda comunión puede guiar este delicadísimo período de transición. Y es preciso tam­bién el sentido histórico de los grandes «desplazamientos» que tienen lugar en la Iglesia y en la vida religiosa, para afrontar el futuro con mayor confianza.

El aumento numérico del instituto en el Tercer Mundo y el estancamiento o el descenso demográfico y vocacional

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en Europa llevan a reflexionar sobre las perspectivas no remotas de un relevo en el vértice, con el predominio de nuevas sensibilidades y de nuevas culturas en la vida re­ligiosa en general y en cada uno de los institutos.

La nueva perspectiva, previsiblemente dolorosa, re­quiere, pues, un profundo sentido de comunión, abierto a las necesidades del mundo y no encerrado en las propias perspectivas egocéntricas y occidentales.

La mirada al Tercer Mundo hace, además, que se preste atención al drama de la pobreza de pueblos enteros, pobreza de la que nosotros, los pueblos ricos, no estamos totalmente exentos de responsabilidad.

Algunos de nosotros han ido o se preparan a ir a luchar sobre el terreno y directamente contra la miseria. Pero también los que nos quedamos tenemos nuestras ba­tallas que librar por esos hermanos nuestros.

No es tercermundismo ni demagogia fácil el recor­darnos a nosotros mismos y a nuestros contemporáneos el escándalo del hambre y de la miseria.

Es simple convencimiento de que no pueden sentarse a la misma mesa (hoy eucarística y mañana mesiánica) los que pasan hambre y los que están sobrealimentados, los que viven en la miseria y los que nadan en la abun­dancia, porque quien lo hace «no discierne el cuerpo del Señor y come y bebe su propia condenación».

¿No significa esto hacer acceder a los jóvenes a las grandes perspectivas del mundo? ¿No es éste el gran ser­vicio que nos hace el Tercer Mundo, sacudiéndonos de nuestra aburrida saciedad?

G. CON LOS GRUPOS ECLESIALES

23. Hoy surgen constantemente en la Iglesia los más diversos grupos eclesiales, a veces bastante vivos y ani­mados de propósitos verdaderamente evangélicos, que adoptan posturas sumamente diferenciadas con respecto a

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la vida religiosa. La sociedad de hoy, compleja y plura­lista, se caracteriza por la diversidad de enfoques, de pers­pectivas culturales y de puntos de partida para interpretar la realidad.

La pluralidad de formas pastorales, de grupos y mo­vimientos, responde a la complejidad de nuestra sociedad. A diversas sensibilidades corresponden diversos enfoques pastorales. A diveras preguntas, diversas maneras de res­ponder. A diversas instancias, diversas perspectivas de expresión religiosa.

Se trata de saber captar las diversas riquezas espiri­tuales que poseen los diversos grupos, de poner de ma­nifiesto sus aspectos positivos, de ayudarles a superar sus deficiencias y sus unilateralidades mediante un diálogo paciente y fraterno.

Cuando el religioso entra en contacto con los diversos grupos y movimientos, ha de tener una doble preocupa­ción: por una parte, mantener la fisonomía propia del ca-risma de su instituto y, por otra, ayudar a esos mismos grupos, con su testimonio y su palabra, a descubrir los valores de la consagración religiosa, es decir, lo que sig­nifica darse por entero a Dios.

Si es cierto que «darse por entero» al Señor constituye la más alta cima de cualquier itinerario cristiano, porque se asemeja a la autodonación realizada por el Hijo de Dios, entonces una comunidad o un grupo eclesial manifestarán su madurez cristiana en la medida en que estimen y pro­muevan la entrega exclusiva de la vida al Señor.

Así es como la vida religiosa y los grupos eclesiales podrán animarse mutuamente y contribuir al crecimiento del único cuerpo de Cristo.

H. CON LOS ÚLTIMOS

24. El religioso ha de estar en comunión no sólo con los hombres que construyen activamente la ciudad hu­mana; no sólo con los protagonistas, sino también y prin-

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cipalmente con los olvidados, con los últimos de esta so­ciedad.

Los pobres, los marginados, los aislados, los olvi­dados, los alejados...: he aquí toda una serie de «comu­niones» a ofrecer, a proponer concretamente y a recons­truir con ese amor que sabe que «ha venido para esto» y que no puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama al hermano al que ve.

Una comunión que hay que reconstruir conforme al carisma del instituto, que seguramente nació para respon­der al grito de dolor de los últimos, grito que hoy es preciso escuchar con renovada atención.

Si es cierto que la mirada del discípulo del Señor no se dirige, ante todo, a la eficacia histórica, sino a la fi­delidad a su Señor, entonces, a la larga, la fidelidad a los últimos ha de tener también una incidencia social e his­tórica.

No son pocos los «laicos» que hoy se admiran de lo mucho que la Iglesia está haciendo por ayudar a la rein­serción de personas que en un tiempo fueron peligrosas para la sociedad y que desde entonces quedaron abando­nadas a su suerte. El ambiente más propicio para la vida religiosa es el de los últimos: en él se reconstruye la so­ciedad y en él florece la misma vida religiosa.

En este punto se impone una constatación realista: nuestas reducidas fuerzas realmente eficaces están hoy empeñadas en llevar adelante una serie de obras heredadas de un pasado glorioso, con lo cual el instituto no dispone de demasiada libertad de opción, hasta el punto de que los religiosos damos a veces la impresión de estar incluso marginaos de los propios marginados.

Y, sin embargo, hay que mantener vivo el sentido de los últimos, para que al menos una parte de nosotros no abandone a los abandonados, sino que entre en comunión con los últimos. Si hoy no todo el instituto puede estar presente entre los más olvidados, también es cierto que no se nos puede privar del honor y el deber de servir al Señor allí donde su rostro está más desfigurado.

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I. CON EL DIOS DEL FUTURO

25. En el delicado momento actual, en el que a nues­tros grandes deseos y aspiraciones corresponden realiza­ciones cada vez menos grandiosas, se requiere una gran confianza en el Dios del futuro, en el Señor de la historia, en el que está preparando un nuevo futuro y unas nuevas perspectivas también para la vida religiosa.

Hemos de alejar de nosotros tanto la presunción (¡cada día constatamos nuestra pobreza!) como el desa­liento de quien considera que ya no vale la pena compro­meternos con nuestro servicio específico en la misión de la Iglesia.

La comunión con el Dios del futuro alimenta nuestra esperanza.

Todo paso en el «santo servicio» constituye una gran aportación a la salvación del mundo. De esta comunión proviene la certeza de que la vida religiosa, a pesar de sus debilidades y sus miserias, sigue siendo el intento más elevado de imitar a nuestro amabilísimo Señor Jesucristo y, por tanto, de introducir lo eterno en el tiempo y llevar el tiempo a lo eterno.

Un religioso fiel es «un don insigne» que el Señor hace a su Iglesia (cf. Lumen Gentium) para la salvación de los hermanos. De aquí se deduce otra característica del religioso del mañana: un hombre que en todas sus acti­vidades tiene una perspéctica vocacional.

Si es cierto que la vida religiosa es algo grande; si es cierto que la vida «escondida con Cristo en Dios» es una experiencia intensa y sublime, entonces en la oración, en la catequesis, en la acción y en los objetivos oslará presente, de manera espontánea y obvia, la pcspccliva vocacional. Y ello para despertar en el corazón de los jóvenes sus mejores energías, para no dejar dormir lanías posibilidades, para «desenterrar» la voz del Señor, solo cada por los ruidos ensordecedores de las músicas terrenas.

Y todo ello sin proselitismos, con serenidad y cons­tancia, como comunicación de una vida que aspira a en

K.l

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gendrar otra vida, con alegría. Este de la alegría, de la «perfecta alegría» franciscana, es siempre y en todas partes uno de los objetivos más significativos.

26. De ahí la serenidad en todo, la ausencia de afanes (el «no os afanéis» evangélico), la certeza de estar en las manos del Señor, el «sobreabundar de gozo en medio de las tribulaciones», la «perfecta alegría».

Un religioso sereno y dichoso es la prueba palpable de que vale la pena servir al Señor, de que el seguimiento de Cristo constituye una espléndida y provechosa inversión de la propia vida, de que el Espíritu Santo alegra y colma el corazón del hombre.

Este es uno de los rasgos que no pueden faltar en ningún religioso de hoy ni de mañana. Y no hay que olvidar jamás que «el león de la divinidad está adormecido en el corazón de todo hombre». El hombre, por naturaleza, está orientado hacia el Absoluto. Cuando la necesidad de Dios se desarrolla y fructifica en el hombre, es suficien­temente fuerte para ensombrecer y neutralizar todas las demás. De ahí la confianza y la serenidad de fondo que hemos de tener en nuestro trabajo y en nuestro testimonio.

¿No pretende acaso nuestro testimonio mantener viva y alimentar esta necesidad fundamental, por encima de toda esa serie sofocante de necesidades inducidas por ese tan atrayente consumismo actual?

27. Agustín, frente al desconcierto provocado por la caída de Roma, dijo palabras que valen también para no­sotros, tal vez preocupados por la incertidumbre del ma­ñana:

«Vino (Cristo), en efecto, cuando todas las cosas envejecían, y te hizo nuevo. La hechura (de Dios) y las instituciones (del hombre), todo ello perecedero, iban de­clinando hacia el ocaso; por necesidad habían de multi­plicarse los trabajos, y vino él a consolarte de tantos do­lores y a prometerte un eterno reposo. No quieras, pues, uncirte a este viejo mundo; no quieras no querer remozarte en Cristo, que te dice: 'El mundo se muere, el mundo

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envejece, el mundo se acaba; tiene ya un jadeo de senec­tud'. Pero no temas: tu juventud se renovará como la del águila» (Sermón 81).

Adhiriéndote a Cristo, conseguirás renovarte. Y con­tigo se renovará una vez más nuestra vida religiosa para la salvación del mundo.

Conclusión

28. Hemos esbozado una serie de actitudes que sub-yacen hoy a todo tipo de vida religiosa, especialmente la vida religiosa activa.

Son actitudes que, en cualquier caso, han de «incul-turarse» después en las diversas situaciones según los di­versos carismas y en conformidad con las normas de las respectivas Constituciones y las diversas asambleas ca­pitulares.

Pero es precisamente en estas actitudes donde se pien­sa que puede enraizarse el árbol de la vida religiosa para que pueda extender sus ramas, a cuya sombra puedan también hallar alivio, paz y descanso los hombres de hoy y de mañana.

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9 Una comunidad de hermanos

1. «In illo tempore»

1. Hoy no está muy de moda hablar de comunidad. En años pasados (in illo tempore...) se cantaban las ala­banzas de la comunidad en tonos festivos, viendo en la comunidad religiosa un lugar idílico, casi un nuevo paraíso para la solución de todos los problemas.

El tono «ferial», y no precisamente exultante, de la vida cotidiana, la disminución del número de miembros de nuestras comunidades y el envejecimiento general, con los problemas consiguientes, han inducido a los cantores de la comunidad a un prudente silencio.

En estos años se ha comprendido que la comunidad no es fácil de construir. Por eso el tema no entusiasma como en otros tiempos, en los que existía el sabor genuino de un descubrimiento prometedor.

Hay que reconocer que, a pesar de las intemperancias y de las ingenuidades, los años de la renovación comu­nitaria fueron años hermosos, como lo son los años de la juventud y de los proyectos generosos. A pesar de las no pocas decepciones y las numerosas «víctimas», la reno­vación comunitaria llevó a nuestras comunidades un aire más respirable y un nuevo modo de afrontar los problemas.

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Pero aún queda mucho por decir acerca de la co­munidad.

2. Además, hay que retomar el tema porque la vida religiosa se realiza concretamente a través de sus comu­nidades. Los cristianos ven y saben que nuestra forma de vida es la vida en comunidad. Nuestra presencia en el mundo es a través de nuestras comunidades. Si la vida religiosa tiene algo que decir y ofrecer al mundo, lo dice y lo ofrece a través de sus comunidades.

Pero hay otra dificultad: hablar de la comunidad re­ligiosa de forma genérica puede inducir a error. Porque existen diversos tipos de comunidad, según las diversas misiones. Una cosa es la comunidad religiosa de un mo­nasterio, y otra la de un instituto misionero, extremada­mente reducida y absorta por completo en los problemas de la evangelización. Este es el riesgo de toda conside­ración sumaria. Baste aquí señalar la dificultad.

3. Ante la diferencia que se da entre lo mucho que se ha hablado, escrito y prometido, y la realidad de cada día, algunos se preguntan si existe todavía la comunidad religiosa.

Nuestra respuesta es la siguiente: «No existe la co­munidad religiosa ideal, la comunidad soñada por las vi­gorosas fantasías del 68, la invocada como remedio de todos los males».

Pero sigue existiendo la comunidad religiosa com­puesta de' religiosas o religiosos normales; la que debe afrontar la cruz de la realidad cotidiana y de los límites de las mujeres u hombres que la componen; la que intenta construirse fatigosa y gozosamente, sin perder la esperanza de dar cada día un pequeño paso hacia la edificación de una fraternidad evangélica. De esta comunidad es de la que vamos a hablar: una comunidad formada no por su­perhombres, sino por religiosas y religiosos comunes, ra­zón por la cual puede aún representar un estímulo (cier­tamente limitado, pero no desdeñable) para la humani­zación de nuestra sociedad.

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Porque la comunidad religiosa es un don del Señor a la Iglesia para que esté siempre viva en ella la memoria de su realidad de comunión y de edificadora de comunión (Memoria comunionis); porque Dios actúa en el mundo con un proyecto de bondad (Diakonia benignitatis); por­que el destino de la humanidad es vivir en presencia de Dios, único constructor de una vida más hermosa para todos sus hijos (Sacramentum futuri).

Las tres expresiones latinas citadas sirven para indicar las tres partes de nuestro tema.

2. «Memoria communionis»

4. El Concilio Vaticano II será probablemente re­cordado en los siglos futuros como el concilio en que se recuperó la conciencia de la Iglesia como comunión. Esta visión renovada de la Iglesia está entrando lentamente en la conciencia de los cristianos y en las estructuras ecle-siales.

A través del don del Espíritu, el Padre sigue «reu­niendo a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Jn 11,32) para que formen el cuerpo visible de su Hijo, sa­cramento de la unión de todos los hombres. La «comunión divina» se hace visible en la Iglesia-comunidad.

Aun en los tiempos en que esta realidad de comunión de la Iglesia no era bien entendida ni expresada por las estructuras vigentes, la vida religiosa mantuvo viva en su conciencia y en su praxis esta profunda realidad de la Iglesia, siendo con ello una memoria comunionis viviente.

La comunidad religiosa ha representado, sobre todo en sus mejores momentos, una radicalización de dicha visibilización. Si es la comunión divina la que forma la comunidad de la Iglesia, tal comunión tiene el poder de unir incluso existencias, manifestando de este modo su fuerza unificadora aun en esta tierra. La comunidad reli­giosa manifiesta el poder unificador de la comunión di­vina, que no sólo unifica ánimos, proyectos o tareas, sino

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que también puede unir existencias, capaces de vivir en común por encima de cualquier vínculo de carne y sangre.

La comunidad religiosa, es decir, el conjunto de per­sonas que en nombre de Dios, de Jesucristo, viven juntas, representa en la Iglesia una memoria continua de su na­turaleza íntima y de la finalidad a la que tiende: la co­munión con Dios y la comunión de todos los hombres.

5. Esta breve referencia a la dimensión teológica de la comunidad religiosa nos lleva al centro de nuestro tema.

La aportación que la vida religiosa, a través de sus comunidades, puede hacer a la humanización de nuestro mundo es su decidida orientación teocéntrica. Para la vida religiosa, Dios es confesado como el centro de todo, como el Dios amado sobre todas las cosas, el Dios profesado explícitamente como felicidad suprema, el Dios buscado con todas las fuerzas, el Dios-comunión y realizador de comunión, el Dios que puede hacer al hombre más hu­mano.

Esta visión no es una huida espiritualista de los com­plejos problemas de hoy. Al contrario: el buscar a un Dios que constituye una crítica de todos los procesos deshu-manizadores, a un Dios enemigo de todos los ídolos que esclavizan al hombre, a un Dios que quiere ser servido en los más débiles de sus hijos, es buscar al Dios que quiere unir toda realidad. Esta visión no pretende menospreciar los diversos humanismos hoy en boga, sino que contribuye a señalar sus límites, porque todo humanismo totalizador, es decir, que pretenda erigirse en interpretación única de la realidad, es un constructor más de la torre de Babel, donde los hombres no se entienden, sino que se dividen, y donde, inexorablemente, el más fuerte somete y escla­viza al más débil.

La vida religiosa puede y debe, por su propia natu­raleza, mantener viva y reconocible la explícita confesión de Dios, a quien el hombre debe amar «con todo el co­razón, con toda el alma y con todas las fuerzas», como camino evangélico para humanizar también a la nueva sociedad.

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Dios no es sólo crítica, sino también proyecto. Un proyecto distinto de todo proyecto histórico, porque in­troduce en el mundo un dinamismo que purifica, trans­ciende, supera y salva los diversos proyectos humanos. Y el proyecto de Dios es la comunión, la fraternidad, que es preciso llevar al centro mismo de todas las situaciones, ambientes y conflictividades. Fraternidad que no ignora la conflictividad de la que está casi inevitablemente im­pregnada una sociedad en tumultuoso crecimiento; frater­nidad que, no obstante, ha de ser incesantemente buscada para humanizar toda realización humana, a fin de que el odio no envenene lo que se está construyendo, sino que sea el sentido del hombre-hermano el que tenga la última palabra.

La comunidad religiosa debe ser una prueba palpable de que puede haber un mundo fraterno aun en medio de esta sociedad anegada en conflictos; pero tal comunidad sólo podrá hablar de manera consciente y creíble de «fra­ternidad» y «comunión» si tiende constantemente a dicho ideal y demuestra conocer el precio, elevadísimo a veces, que es preciso pagar para lograrlo, pudiendo así (con rea­lismo y sin la fácil retórica a la que puede prestarse el tema) indicar los caminos que llevan a él.

De este modo, la primacía de Dios se hace servicio al hombre, como ocurrió con Cristo Señor, que obedeció al Padre realizando «su obra» de revelar su amor y esta­blecer la comunidad de los creyentes. El amor de Dios se hace servicio a los hermanos y edificación de comunión.

Y todo ello con el convencimiento de que es Dios quien salva al hombre de su «deshumanidad». La vida religiosa mantiene viva esta certeza con la palabra, pero sobre todo a través de sus comunidades, constituidas por el amor de Dios y orientadas a realizar el designio divino de la fraternidad. Porque no hay conflicto que no pueda ser humanizado mientras permanezca en el corazón y en los proyectos del hombre el sentido de la fraternidad.

6. De donde se sigue que, aun para la vida religiosa de hoy, una de las tareas fundamentales consiste en tomar

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en serio el mandamiento del amor, en el que se compendia toda la ley y toda posible observancia de la misma. El Padre quiere que sus hijos sean lo que son, es decir, her­manos. El Dios-comunión quiere que sus hijos vivan en comunión.

El primer testimonio, el primer mandamiento e in­cluso la última oración del Señor es que los hombres vivan unidos como hermanos.

Hacer que nuestras comunidades sean fraternidades que se construyan día a día es elprimum, y en ello consiste su gran fuerza humanizadora. Todos los tratados sobre la comunidad pueden quedar reducidos a pura palabrería si los religiosos no se convencen de que su primer apostolado es hacer fraternidad y de que la base de todo apostolado es esta capacidad de hacer fraternidad. Quizá sea necesaria una conversión o un «lavado de cerebro» para algunos hermanos nuestros, enfermos de activismo, para quienes la propia comunidad es algo secundario. Por ello tienen el peligro de «correr en vano»: no difunde fraternidad quien no sabe ser hermano de los hermanos que el Señor le ha puesto a su lado.

No puede manifestar la fuerza humanizadora de Dios quien no la ha experimentado, sufrido y gustado en la propia comunidad. Quizá sea por ello por lo que, en estos últimos años, más de uno ha abandonado los arduos ca­minos de la humanización según el corazón de Dios y ha tomado los senderos humanos de la humanización. Pero el que busca a Dios con todo su corazón confía en su Palabra, que le invita a ser instrumento de su amor, cons­tructor de fraternidad, a partir del prójimo más cercano de la propia comunidad, punto de partida de todo testimonio ulterior.

7. Nuestras comunidades deben afrontar hoy una se­rie de problemas internos en su construcción de la frater­nidad. Indicaré sólo algunos de los que más preocupan.

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A. ENTRE RENOVACIÓN Y TRADICIÓN

En estos años hemos tenido comunidades que, estre­chamente vinculadas a los valores tradicionales, se han hecho tradicionalistas. Y otras que, atraídas por los valores de la renovación, se han hecho progresistas.

Hoy se siente la necesidad de comunidades que naz­can de la adhesión a los grandes valores de la tradición, pero que estén impulsadas por una gran pasión por los retos de nuestro tiempo. Por lo general, nuestros funda­dores se han caracterizado por mirar al futuro y, al mismo tiempo, estar sólidamente arraigados en la gran tradición de la Iglesia y de la vida religiosa.

Si no debemos ser tan ingenuos como para pensar que en estos últimos veinte años la naturaleza del hombre ha cambiado de tal manera que es preciso transformarlo todo radicalmente, también es cierto que los cambios pro­ducidos son tan importantes que no todo puede seguir como antes. Lo nuevo es un desafío, pero no puede destruir nuestra identidad. La tradición nos exige fidelidad, pero no puede impedir nuestra respuesta a las provocadoras preguntas del mundo nuevo que se está construyendo. Baste pensar en el vertiginoso progreso tecnológico, que en pocos decenios está produciendo un cambio en el modo de vida como no se había conocido en muchos siglos.

El hombre está desconcertado y ya no sabe qué pen­sar. Está aturdido y no sabe cómo orientarse. El pasado le dice poco. El presente le fascina, pero le deja insatis­fecho, porque promete más de lo que puede dar.

La comunidad religiosa prestará una aportación evan-gelizadora y humanizadora en la medida en que sepa pre­sentar su «novedad» sin renegar de la tradición, lo cual, eso sí, debe ser repensada, revivida y rejuvenecida.

De este modo, la mística sostendrá la acción apos­tólica más actualizada y audaz; el celibato será fuente de serenidad y de fraternidad; la pobreza se hará evocación de la calidad de los bienes que es preciso buscar; la vida común, signo de la gloriosa cruz de la fraternidad; la

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obediencia, señal de que, por encima de todo, está la búsqueda de la voluntad de Dios; la caridad, fuerte vínculo que puede unir pasado y futuro y hacer aceptables las crisis de transición hacia una comprensión distinta de nuestro servicio a los hermanos.

B. ENTRE ANARQUÍA Y AUTORITARISMO

8. La comunión-fraternidad en la comunidad religio­sa está siempre en un difícil equilibrio dinámico, que nunca se logra del todo y que está siempre en peligro de caer (como si se hallara en el vértice de un monte) en los precipicios de la anarquía o del autoritarismo.

No es raro que, en nombre de la comunión, los su­periores se hagan tolerantes hasta el punto de permitir una libertad ilimitada a los individuos, o que, en nombre de la cohesión, se exija una adhesión que anule la creatividad y la participación, favoreciendo un autoritarismo que crea el vacío en torno a la autoridad.

No pocas de nuestras comunidades oscilan hoy entre un individualismo práctico y el deseo de un retorno a una férrea y clarificadora disciplina. Pero ninguna de estas dos situaciones expresa la tendencia a la comunión-fraterni­dad, porque son soluciones simplistas y fáciles de un pro­blema mucho más complejo.

Por eso la comunidad religiosa que se construye en torno a la comunión es una empresa grandiosa y delica­dísima, fruto de la fe de todos, del sentido de responsa­bilidad de todos, de la esperanza de todos, del deseo de autotranscenderse de todos.

La comunión fraternidad es un camino difícil, pero el único posible para la humanización de nuestras comu­nidades y, en consecuencia, de su testimonio humani-zador.

C. COMUNIDAD Y AUTORREAuzACioN

9. En una época en que los derechos humanos son interpretados muchas veces, en nuestro mundo occidental, como derecho a la libertad absoluta, la comunidad reli-

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giosa puede ser el lugar en que se manifiesta el sentido cristiano de la autorrealización.

Desde una cierta óptica que se va extendiendo con rapidez, la realización de la persona tiene prioridad ab­soluta, cueste lo que cueste a los demás.

En la visión cristiana, especialmente perceptible en la comunidad religiosa, la realización de la persona tiene lugar, sobre todo, cuando ésta se «olvida» de sí para in­teresarse por los problemas de los demás; cuando «se pier­de» por los hermanos; cuando «muere» a sus proyectos, para que otros vivan; cuando acepta morir a sí misma, para que la luz de la resurrección brille sobre la comunidad y sobre el mundo circundante. Y todo ello con el poder y el consuelo del Espíritu, invocado y deseado continua­mente para que la existencia sea plenamente «cristiana».

El derecho de los religiosos es a realizarse según el evangelio y según el carisma del instituto, vivido junto a su comunidad. El religioso sabe que se hace adulto y crece en su humanidad en proporción a su crecimiento según la estatura de Cristo, el hombre para los demás, el hombre que construyó la comunidad con su amor a sus hermanos «hasta el extremo»,

Nuestro mundo se ha polarizado en dos bloques, or­ganizándose en dos sistemas, basados, o bien en la libertad personal llevada hasta el individualismo, donde rige la ley del más fuerte, o bien en la igualdad forzada, donde el ansia de justicia social es administrada por un centro bu­rocrático que impone una triste y violenta «nivelación». La comunidad religiosa puede aparecer como un micro-proyecto histórico en el que se configure, si bien imper­fectamente, el gran proyecto cristiano.

En la comunidad religiosa, en un contexto de igualdad libremente aceptada y no impuesta, está vigente la inter­pretación cristiana de la libertad y de los derechos hu­manos, según la cual el derecho fundamental es el del más débil y el más necesitado, mientras que el fuerte, el rico, se autoexpropia para ayudar al otro, siguiendo el ejemplo del Hijo de Dios, que «no se aferró a su condición divina»

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(Flp 2,6) y, de este modo, «nos enriqueció con su pobreza» (cf. 2 Cor 8,9) libremente asumida.

Este es el camino evangélico a la evangelización que la comunidad religiosa debe seguir para mostrar al mundo la capacidad y la fuerza humanizadora de Cristo y de su Iglesia.

D. SER Y ACTUAR

10. Como una reacción más al activismo precedente, en estos últimos años se ha tendido a subrayar con fuerza las actitudes existenciales que contribuyen al crecimiento de la fraternidad. En consecuencia, se ha valorado mucho la oración, la acogida, el perdón, la fiesta, la comprensión, etcétera.

Lo que se pone en primer plano es el «ser» de la comunidad. Lo cual es francamente oportuno, con tal de que no nos quedemos ahí. La comunidad muestra su ma­durez cuando sabe crear no sólo convivencia fraterna, sino también las condiciones para poder trabajar como her­manos. Los fundadores crearon los institutos de vida apos­tólica para una misión. Y esta misión ha de realizarse, de ordinario, no en forma individual, sino comunitaria.

Nuestras comunidades dan a nuestra sociedad un tes­timonio de fraternidad madura cuando saben hacer pro­yectos apostólicos comunitarios para realizarlos después comunitariamente. El hecho de proyectar y realizar los proyectos en común, con un espíritu comunitario que no menoscabe la eficacia, es una demostración de que la fraternidad no es sólo un sueño romántico dictado por el deseo de resolver necesidades personales, sino también fuente de realizaciones útiles para el hombre.

En una sociedad que, en un clima de democracia, tiende a veces a fragmentarse en mil proyectos individua­listas, la comunidad religiosa ha de mostrar que la gestión comunitaria puede ir unida a la eficacia y, además, puede

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humanizar el trabajo mismo, desde el momento en que favorece la participación y la confluencia de las energías de muchos.

3. «Diakonia benignitatis»

11. Si la comunidad religiosa puede pensar en ofre­cer aún una contribución a la sociedad contemporánea, es porque está plenamente orientada a su Señor y a su amor.

Y si puede mirar a El, es porque es objeto de su benevolencia. La comunidad religiosa no tiene nada pro­pio. Sólo puede manifestar lo que recibe de su gran bien­hechor y «limosnero» (como decía acertadamente S. Fran­cisco).

La comunidad religiosa no tiene un proyecto huma-nizador propio que presentar al mundo. También en esto se manifiesta su pobreza.

Su proyecto es el que le ha indicado su Salvador, de quien ella espera todo bien para sí y para el mundo. Tam­bién en este sentido, ella es virgen y está a la espera de la alegría que procede del único Esposo.

«Su» proyecto brota de la escucha de la voluntad de su Señor, el cual le indica los caminos que ha de recorrer, que son los caminos mismos de Dios, que se hizo hombre, que se «humanizó», para dar una vida más humana a su pueblo, vida que se ha realizado y se sigue realizando a través de la llamada a la divinización.

La «calidad de vida», de la que tanto se habla hoy, es para el cristiano ese «más de vida» que procede de la participación en la vida divina, que cambia cualitativa­mente la existencia del hombre.

Este mirar constantemente a su Señor, a pesar de las múltiples seducciones de nuestro tiempo, constituye su obediencia radical. La comunidad religiosa no busca un ídolo sustitutivo, sino la forma humanitatis de Aquel que aparece en medio de nosotros como la benignitas et hu-manitas Salvatoris nostri.

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El centro, el punto de referencia, no es la comunidad religiosa, sino Cristo, portador de fraternidd a través de su (y nuestra) muerte y resurrección.

El centro de la comunidad religiosa no es el proyecto que trata de llevar a cabo, sino Dios, la comunión divina, el Padre que nos da al Hijo, Informa vitae del Hijo que se entrega por los hermanos, la escucha del Espíritu que impulsa hacia los hermanos de la comunidad, hacia los hermanos de todo el mundo, para que el amor que crea la comunión divina llegue a todos.

12. Muchos hombres de nuestro tiempo miran con desconfianza y miedo a Dios, porque lo ven como un impedimento para la creación de una sociedad más justa y más humana. Algunos filántropos y reformadores, sobre todo en el pasado, vieron frecuentemente en la religión o en algunos hombres de iglesia obstáculos a sus proyectos históricos de reforma de la sociedad.

La comunidad religiosa debe poder decir que el ca­mino hacia Dios es un camino que libera el corazón para servir plenamente al hermano; que el amor de Dios que se nos da es un amor que libera de los miedos, de los condicionamientos, de los obstáculos, para amar y servir a los hermanos en formas siempre nuevas y adecuadas a las nuevas necesidades.

Y ello tanto más cuanto que un mundo sin Padre no hace que los hombres se sientan hermanos y, por tanto, carece de ese vínculo profundo que une en la intimidad a todo hombre y sin el cual todo esfuerzo humano está tarado y herido y lleva en sí los gérmenes de la disolución.

Es ese del mismo corazón libre el que nos impedirá, al mismo tiempo, ser jueces severos de los esfuerzos de nuestros contemporáneos por construir un mundo mejor, sabiendo que todo valor positivo tiene que ver con el «Reino de Dios».

13. El mundo de hoy se enriquece en medios ma­teriales, pero parece empobrecerse en bienes espirituales. Aun cuando hay todavía profundas bolsas de pobreza y

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lu­

de miseria, la verdadera pobreza que se perfila para los próximos años es distinta.

Nuestro mundo crea profundos desequilibrios, pero es razonable suponer que conseguirá atenuarlos poco a poco, porque la mayor sensibilidad hacia ellos dirige la atención hacia los problemas de la pobreza y de las di­ferencias sociales. Pero, mientras este mismo mundo acen­túa su atención a las necesidades del hombre, está per­diendo la sensibilidad para los bienes espirituales, de los que el hombre tiene una necesidad oculta, pero real. La abundancia de bienes y de imágenes sacia al animal que hay en el hombre, lo satisface un poco, pero no puede calmar por mucho tiempo su hambre y sed del Todo.

La vida religiosa no puede dejar de vivir de estos valores, de estos bienes espirituales, cuya demanda no puede ser desoída indefinidamente. Nuestras comunidades deben volver a ser, como en los momentos de espontánea creatividad, lugares donde las realidades eternas creen un estilo de vida distinto del de los grupos y sociedades re­gidas únicamente por la búsqueda de los bienes visibles.

Y ello a través de los medios sencillos, pero exigen­tes, de la oración común regular, de una vida sobria y austera, del uso estrictamente controlado de los bienes, del abandono de los intereses personales que no corres­ponden a nuestro testimonio de creyentes en el Dios que llena el corazón del hombre, que lo renueva con su vida y que lo introduce, ya desde ahora, en el mundo de la resurrección.

El gran servicio que la vida religiosa ha de hacer al mundo es testimoniar que el amor de Dios no cesa de actuar y que es lo único por lo que vale la pena darlo todo, porque ese amor es el Todo, que se inclina con benevo­lencia sobre el polvo de su creación para amarla...

El hombre podrá, con sus fuerzas, derrotar a la po­breza. Pero ¡no sólo de pan vive el hombre! ¿Quién man­tendrá fresco el pan celeste para cuando el hombre, harto del solo pan terreno, quiera algo más? Nuestras comuni­dades deben contribuir a aliviar el dolor del hombre, según

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el propio carisma, pero no pueden permitir verse sorpren­didas por las nuevas necesidades que una sociedad pos­tindustrial plantea inevitablemente.

Es de desear que la vida religiosa posea una vivacidad espiritual tan intensa que no se deje sorprender por lo nuevo que está germinando y sepa mirar en la dirección adecuada.

14. Junto a todo esto, se impone otra constatación: una de las crisis más profundas del momento es la crisis moral. La sociedad vive en un estado de disgregación de viejos valores, mientras que los nuevos tienen dificultad para abrirse paso.

La respuesta de la vida religiosa consiste en cola­borar, con sus aún numerosas posibilidades, en la bús­queda de los nuevos valores emergentes, pero vigilando al mismo tiempo su solidez moral, para que no se confunda el bien con el mal, lo fácil con lo que impone el deber, lo agradable con lo necesario, las palabras que agradan con las palabras que salvan.

Para que el bien y el mal aparezcan como tales, es preciso que la vida religiosa viva con lúcida conciencia crítica la aventura de nuestro tiempo. La comunidad re­ligiosa, tanto a nivel local como a nivel de todo el instituto, ¿no puede llegar a ser, junto con la comunidad eclesial, el lugar del discernimiento, del omnia probate, quod est bonum tenete, para un servicio a este hombre que está en peligro de extraviarse por «senderos sin salida»?

15. Pero esta tarea de la comunidad religiosa no pue­de separarse de otra igualmente importante hoy: ejercer el ministerio de la misericordia.

Frente a las elevadas exigencias éticas que presenta la Iglesia, el hombre contemporáneo parece vacilar. Para la mentalidad contemporánea, son normas demasiado ele­vadas, incluso anacrónicas y casi siempre impracticables. La cuestión ética es una de las causas del silencioso y continuo éxodo de la Iglesia. Si en otro tiempo el hombre se sentía pecador e inclinaba la cabeza frente a las exi-

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gencias del mensaje cristiano, ahora lo deja aparte y se construye su propio modo de vivir y su sistema de valores.

Así pues, la Iglesia ve cómo muchos de sus hijos siguen a otros maestros, otros criterios de vida, otros có­digos de comportamiento. Una de las tareas urgentes de nuestras comunidades religiosas, que a través de sus ser­vicios llegan aún a hermanos difícilmente accesibles por las vías ordinarias de la acción pastoral, es la de mostrar el rostro materno de la Iglesia, su compasión por el hombre extraviado, lejano, cerrado, distraído; una compasión ili­mitada por su error, por su soledad, por sus prejuicios, por sus dificultades para comprender.

La vida religiosa puede y debe asumir buena parte de esta tarea, tendiendo un puente entre la altura de los ideales y la dificultad para comprenderlos y seguirlos. La vida religiosa, al igual que sus santos, que amaban in­mensamente a los pecadores, deberá cultivar de nuevo, en su sentido genuino, esta actitud de misericordia, de aco­gida fraterna, de corazón compasivo para enjugar las lágri­mas de muchos hermanos engañados y ahora con fre­cuencia decepcionados, para romper los prejuicios y mos­trar al mundo el rostro bondadoso del Padre, que tiene paciencia y espera con los brazos abiertos a todos sus hijos.

Una comunidad será capaz de ser misericordiosa si ha experimentado y sigue experimentando a diario la mi­sericordia, primero la de Dios, y después la de los her­manos. La comunidad cristiana es una comunidad de per­sonas que cada día se perdonan mutuamente, porque tienen conciencia de ser débiles. Quien recibe cada día el perdón y la comprensión del hermano, quien restituye compren­sión y perdón, puede presentar a la sociedad a un grupo de personas reconciliadas que saben llevar reconciliación, que saben acoger y comprender los valores parciales, para ser un frente hacia una nueva y plena comunión con Dios y con su Iglesia.

Cultivar la misericordia en nuestras comunidades sig­nifica construir hombres y comunidades que ejerzan el grandioso ministerio de la misericordia por nuestros her-

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manos que han extraviado el camino, del que con fre­cuencia tienen una secreta e inquietante nostalgia. Signi­fica también introducir en el mundo un poco de pietas, un poco de compasión, una luz de esperanza para todo error humano. Significa extender la mano para levantar a quien ha caído. Significa, en suma, no permitir que el hombre sea «cosificado», es decir, que no se convierta en puro objeto inserto en la máquina monstruosa de la pro­ducción y del consumo.

Si es cierto que «un mundo cosificado es» por defi­nición, un mundo deshumanizado» (Berger-Lufkcmann), la piedad y la misericordia ayudarán al hombre y a su mundo a recuperar la confianza y el coraje para lograr una vida más humana.

16. Adonde no llega el ministerio y la acción apos­tólica, siempre puede llegar la mediación de 1? oración, de la aceptación de la propia pobreza y, en mucpos casos, de la propia impotencia para testimoniar.

Este aspecto de mediación oculta ha caído demasiado en desuso en estos últimos años, sobre todo £n las co­munidades de vida activa, que a veces enferman de «ve-rificabilidad», es decir, de hacer lo que se constata y se verifica como útil y productivo.

Pero en la vida religiosa de cada día hay demasiados vacíos, demasiadas pasividades que resultan inexplicables e insoportables aunque sólo sea a la luz de la mefa eficacia apostólica.

Hay que recuperar y reafirmar con energía la idea de que la salvación del mundo depende también ác la inter­cesión, hecha de oración y ofrecimiento de muchas muer­tes cotidianas. La comunidad religiosa «humaniza» tam­bién el mundo cuando ora y sufre en silencio por el mundo, cuando acepta su pobreza e impotencia, cuando asume el hecho de no estar compuesta de héroes, sino de hombres pecadores, a veces no exentos de frustraciones y comple­jos, y tantas otraf;limitaciones que afectan a todo hombre. Y ello en unión,con-los sufrimientos de Cristo por la vida del mundo. í.Be este modo, las mismas limitaciones hu-

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manas de una comunidad pueden llegar a ser, en la fe, fuente de energías humanizadoras para una sociedad que cada vez tolera menos los límites, vengan de donde ven­gan.

17. Si hemos descubierto sombras en nuestra socie­dad, no ha sido para despreciar globalmente los muchos esfuerzos de los nombres de buena voluntad por construir un mundo más habitable. Tal cosa sería un acto imper­donable de presunción por nuestra parte.

La vida religiosa no se contrapone a este mundo que se está construyendo fatigosamente. La historia contem­poránea es también, junto a trágicos errores, una intensa brega para alumbrar un nuevo modo de vivir en situaciones nuevas.

También en este nuevo contexto, la comunidad re­ligiosa ha de ofrecer el servicio de su memoria viviente de fraternidad, pero al mismo tiempo ha de leer en las realizaciones de nuestro tiempo una serie de tentativas para kacca v í r á Va fíY¡t&xtííiíidx. X TÍO *<&¿ÍXÍ> Í>OTI ^R^uesiasiasí-doras. Es cierto que algunas han fracasado, pero no todas son un retroceso. Y con frecuencia enseñan. Aun cuando sean realizaciones «laicas», muchas veces son encarna­ciones imperfectas de valores cristianos. Baste pensar en las realizaciones en el campo de la solidaridad social. La comunidad religiosa manifiesta su benignitas mirando con simpatía todo cuanto de positivo realiza el mundo de hoy. Más aún, vive de este dar y recibir.

Dará su aportación si está arraigada en la experiencia de la fraternidad como valor primario; y al mismo tiempo podrá recibir el cómo, es decir, las maneras en que se intenta concretarla a gran escala y según las exigencias cada vez más complejas de nuestra sociedad.

4. «Sacramentum futuri»

18. El momento actual no pa^^^pr-íjirtjfchlble a la vida religiosa, al menos en Eua

En los momentos en que la/ vida religiosa parece disminuir cuagi.

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la sociedad civil es débil, la vida religiosa parece exte-riormente fuerte (las únicas obras asistenciales son con frecuencia las de los religiosos; la cultura más prestigiosa es la suya; etc.).

Basta ver lo que sucede en algunos países del Tercer Mundo, que aún no están bien organizados. La pobreza atrae la atención de la caridad de los religiosos, que de­rrochan energías y realizan milagros de heroísmo. Todo ello refuerza la imagen de la vida religiosa, que atrae consensos, es apreciada como elemento insustituible para la vida del pueblo y es punto de referencia de muchos espíritus generosos que quieren consagrar su propia vida a una causa noble.

Pero cuando la sociedad civil se organiza y se re­fuerza, es inevitable que se restrinja el espacio de acti­vidades reservado a los religiosos. La vida religiosa va perdiendo su prestigio entre el pueblo. En pocos años puede parecer incluso que pasa a la retaguardia, obligada casi a defender posiciones del pasado. Se difumina su imagen de presencia profética, y los jóvenes ya no se sienten atraídos por ella como antes.

En esta difícil situación, ¿qué pueden hacer nuestras comunidades para ser y aparecer como lugares donde se elaboran nuevos estilos de vida humana para el futuro?

Ante todo, la respuesta de la comunidad religiosa no consiste en competir cuantitativamente con las fuerzas que se imponen en la sociedad. La respuesta verdadera, la suya, es la de una presencia caracterizada por la concen­tración evangélica.

Es la respuesta de una presencia fraterna, sobria, orientada a aquellos a quienes no se orienta la sociedad (a los más pobres), y confiada en el mensaje evangélico de fraternidad; que acepta sin amargura la nueva situación; que sabe que el fermento evangélico ha de esconderse siempre en la masa; que goza con el bien hecho por los demás; que hace del momento presente una ocasión para comprender más profundamente su tarea esencial, en cuan­to que pasa del aprecio de la cantidad al de la calidad del

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trabajo; que concibe su futuro en términos de presencia menos numerosa, pero más significativa evangélicamente; que acepta agradecida las dificultades del momento pre­sente, para dejar espacio al Dios que renueva la faz de la tierra; que no se lamenta por los derechos perdidos, sino por el bien que podría hacerse y no se hace...

También para nuestras comunidades vale la promesa hecha a Abrahán, al que se le invita a salir de las viejas estructuras y de los viejos condicionamientos: «En ti serán benditas todas las generaciones de la tierra».

El que cree en el evangelio, el que acepta su pobreza y su debilidad, se convierte en instrumento de salvación para muchos.

Nuestras comunidades aceptan la pobreza y la incer-tidumbre del momento presente, no para lamentarse, llorar o recriminar, ni por un sentido fatalista de impotencia, sino para seguir mejor al Jesús pobre y hermano de todos los pobres.

Así, con este resto obediente al evangelio, alegre y confiado, Dios comienza todas las cosas de nuevo, como fue capaz de hacerlo mil veces en el pasado y como lo podrá hacer también hoy en vistas a un futuro más humano de nuestra sociedad.

19. La vida religiosa tiene la misma misión de Cristo: hacer que avance el Reino de Dios. Y el Reino avanza allí donde Jesús, crucificado y resucitado, es reconocido como Señor y donde esta confesión de fe es fuente de fraternidad. Ahora bien, reconocer que el Resucitado es el Señor significa entrar en un mundo transformado.

La vida religiosa centra toda su atención en este mun­do transformado que inaugura el Resucitado, siente el encanto de su belleza, vive de sus maravillas, a su es­plendor redime y supera las dificultades cotidianas, capta la poesía de lo divino y afina el sentido de la belleza, porque Dios es bello.

Y por eso es bello entregarse a Dios, es bello ser religiosos, es bello todo lo que se acerca a El, es bella la

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liturgia, es bello el templo, son bellas las celebraciones, es bello el canto, es bello hablar de Dios y es bello servirlo.

Ocurre, por desgracia, que lo bello es hoy requisado por los mass-media, y con demasiada frecuencia queda reducido a lo humano y no pocas veces trivializado. Es bello, por ejemplo, no sólo el amor de la pareja humana, sino que también es bello, inmensamente más bello, el amor de Dios al hombre y el amor del hombre a su Dios.

¿Hay suficiente contemplación en nuestras comuni­dades para sentir la sublime e inalcanzable belleza del amor de Dios? ¿Se cultiva y se mantiene viva la necesidad de transcender continuamente la experiencia sensible, para llegar a quien es el término de todo deseo, de toda espera y de toda ansia? ¿Hay en nuestras comunidades una ex­periencia tan honda del mundo transformado que haga que el hablar de él resulte fácil y natural, como lo es hablar de la persona amada cuando el corazón está poseído por ella?

Dios es bello: esto han de proclamarlo con los ojos, con la palabra, con la acción y con la vida el religioso y todas nuestras comunidades.

Es la belleza de Dios la que, en definitiva, puede rescatar de la barbarie a la pobre humanidad. «La belleza salvará al mundo», decía Dostoyevski; ésta es la belleza buscada por todo hombre, herido secretamente por el amor y por el deseo del Señor.

Porque la fascinación de la belleza es la que saca al hombre de las aguas de lo corruptible para guiarlo por los senderos de la eternidad. ¿Hay espacio en nuestras co­munidades para la poesía divina, para cantar con notas humanas, en la humilde cotidianidad, la misma música eterna que el Hijo del hombre nos cantó en su paso por la tierra?

Una vida religiosa bella, una comunidad religiosa bella, son las que contribuirán a humanizar el mundo. La comunidad religiosa no puede dejar de tender a convertirse en un icono viviente del mundo maravilloso en el que Dios, ya desde ahora, introduce a sus hijos.

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La comunidad religiosa es bella cuando llega a ser el espacio de la manifestación de lo Invisible, de la re­construcción de la verdad del hombre, de su hacerse her­mano.

Tal comunidad desvela la fuerza humanizadora de la presencia de Dios, que une in unum a sus hijos y les da el gozo de ser hijos y hermanos.

Esta es la comunidad que tiene futuro, porque ésta es una comunidad que saborea anticipadamente y señala el futuro: el futuro que el Padre está preparando para sus hijos.

5. «Veni, Sánete Spiritus»

20. Una comunidad de hermanos, caracterizada por la paz y por la unidad, en medio de todos los pluralismos, de todas las diferencias de carácter, de edad, de menta­lidad, además de ser fruto de la buena voluntad, es un don de lo alto.

Es un don hecho a quien cree en estas realidades y las pide humildemente, sabiendo que caminamos en el exilio de la división y de la disgregación.

Ojalá que las religiosas y los religiosos dejen entrar al Espíritu en sus comunidades; que lo invoquen humilde e insistentemente para que les ayude a pagar el precio, a veces altísimo, que ha de pagarse para llegar a ser «un solo cuerpo y un solo espíritu».

Invocamos al Espíritu para que se difunda el con­vencimiento de que este objetivo es la primera contribu­ción a la evangelización y a la humanización. Lo invo­camos para que no nos extrañemos de la pesadez de la cruz que es preciso abrazar para una vida común penetrada de fraternidad y de gozo.

Dostoyevski imaginaba la Iglesia de los últimos tiem­pos libre del mundo y, sin embargo, dirigida al mundo con todas sus fuerzas vivificantes y salvadoras. «A quien

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tiene hambre, ella le ofrecerá sin límites, no las 'piedras teológicas' de los catecismos, sino el pan y el vino de la presencia de Dios y 'el corazón del hermano, ofrecido como alimento puro', según la hermosa expresión de Orí­genes» (citado por Evdokimov).

Ofrecer a quien tiene hambre «el pan y el vino de la presencia de Dios y el corazón del hermano»: ¿no es ésta la finalidad de nuestras comunidades, tal como fueron concebidas por nuestros fundadores?

* *

Veni, Sánete Spiritus, para que nuestras comunidades tengan los oídos dispuestos a escuchar las nuevas deman­das de la sociedad, la mirada penetrante para intuir las nuevas formas de deshumanización, el corazón fraterno y las manos incansables para responder a ellas.

Veni, Sánete Spiritus, «y todo será renovado»: nues­tro corazón, nuestras comunidades y nuestra sociedad.

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