Caciquismo Will Pansters

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“Pues mire nomás: calladitos, calladitos, los

huecos de poder en todo el país se han ido

llenando con los caciques locales, que

estaban allí nomás como tigres al acecho”.

Carlos Fuentes, La silla del Águila.

E l caciquismo ha inspirado una continua aten-ción académica en su definición y análisis. Desde que académicos como Eric Wolf y Paul

Friedrich propusieron definiciones de caciquismo algu-nas décadas atrás, los sistemas económicos y políticos han cambiado profundamente. Por ello las preguntas acerca de la validez y delimitación del concepto pare-cen justificadas, además de que los desarrollos teóricos actuales lanzan una nueva luz sobre este fenómeno y sugieren nuevas formas de conceptualizarlo.

Debido a lo anterior, plantearé algunas reflexiones so-bre caciquismo y las asociaré a debates más generales sobre el poder, la política y el Estado. Trataré la demarcación conceptual de caciquismo, ya que una variedad de desa-rrollos sociales y teóricos ha impulsado a diferentes aca-démicos a re-examinar sus características clave. Atenderé especialmente los nexos entre caciquismo, intermediación, discurso y territorio. De ahí me concentraré en los com-plejos problemas que rodean la relación entre caciquismo y

EL

Estado. Evaluaré la interpretación común de esta relación como un juego de “suma cero” y remarcaré los diversos modos de articulación entre el Estado y el cambiante fe-nómeno del caciquismo. Finalmente, me enfocaré en la transformación histórica y en los cambios de las formas de caciquismo. En ese punto cuestionaré las observaciones comunes sobre las dinámicas del caciquismo en el siglo XX y propondré una interpretación alternativa.

CACIQUISMO E INTERMEDIACIÓN

El concepto de caciquismo ocupa el centro del campo semántico que incorpora otras nociones como el patro-nazgo, intermediación, jerarquía, informalidad, violen-cia, territorio y autoritarismo; pero también liderazgo, consenso, paternalismo y corrupción. Entre los princi-pales estudiosos del fenómeno entre los años cincuenta y setenta del siglo pasado debemos mencionar a Eric Wolf, Paul Friedrich y Luisa Paré. De las principales contribuciones de estos autores al estudio del caciquis-mo podemos destacar dos aspectos: primero, el énfasis en los determinantes estructurales y en las funciones del sistema de caudillismo en términos político-económi-cos y de organización social (hacienda, parentesco) que fue retomada por los estudiosos del caciquismo (estruc-tura social, economía política). La primera generación de estudios sobre caciquismo combinaba el análisis es-tructural con la atención a la gestión, las prácticas y la psicología. Segundo, los años setenta atestiguaron un

Traducción del inglés de Miguel Escalona. Catedrático de Estudios de América Latina (en especial México),

Facultad de Letras, Universidad de Groningen, y profesor del De-partamento de Antropología Cultural, Facultad de Ciencias Socia-les-Universidad de Utrecht/Países Bajos.

Will G. Pansters**

ALGUNAS PROPUESTAS CONCEPTUALES*

caciquismo EN MÉXICO.

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cambio gradual hacia aproximaciones sobre los aspectos estructurales y las funciones del caciquismo y lo anali-zaban en un contexto social más amplio. El concepto más importante con relación a ello es el de la interme-diación. De cualquier forma, quedará claro que en el caciquismo hay mucho más que su función estructural de intermediación.

Rogelio Hernández Rodriguez (2005) ha advertido que el valor del concepto de caciquismo radica en el papel sistémico de la intermediación, por lo que explica que el caciquismo se refiere al dominio político de un individuo o de una camarilla pequeña sobre una comu-nidad y al control de recursos (económicos y políticos) a los cuales esa comunidad no tiene libre acceso. Este control representa la base de la capacidad de los caci-ques para imponer su voluntad y poder. En condicio-nes sociales cambiantes, tales como el surgimiento de mercados más abiertos, la necesidad de la intermedia-ción, y por ello la reproducción del caciquismo, puede en principio desvanecerse. Por su parte, Nuijten (2003, p. 194) ha criticado el centralismo y la efectividad de la intermediación de caciques locales. Su análisis sugiere que “las relaciones de ejidatarios con el Estado no pue-den ser reducidas a un modelo general de intermedia-ción vertical con el cacique ocupando un punto nodal dentro del sistema”.

Sin embargo, las prácticas de intermediación perso-nalizada son de hecho reconocidas como características clave del caciquismo. El contexto y tipo de recursos va-ría enormemente, pero la función genérica es amplia-mente subrayada. El cacicazgo de Barrios en la Sierra Norte de Puebla en los años veinte, por ejemplo, fue intermediario en un sentido verdadero: tanto la Sierra como el Estado federal buscaban soluciones a sus pro-blemas (control militar, acceso a recursos) a través de lo que ellos veían como el canal más efectivo, el cacique Barrios (Brewster, 2005, pp. 113-128).

MÁS ALLÁ DEL CACIQUISMO

TRADICIONAL Y MODERNO

El asunto de la intermediación caciquil me lleva a la discusión de una tipología influyente de regímenes ca-ciquiles: la del denominado caciquismo “tradicional” y “moderno”. La historiografía regional de la Revolución mexicana ha hecho más claro que el período que siguió a la fase armada de la revolución atestiguó una profun-

da transformación en la naturaleza tanto del caudillis-mo como del caciquismo. Dicha historiografía logró avances importantes al distinguir los diferentes tipos de caciquismo y al tratar de entender la lógica subyacen-te. El período de lucha armada y la virtual ausencia de un gobierno central efectivo dio lugar al resurgimiento del caudillismo clásico de la mitad del siglo XIX, al que Ankerson describe como caudillismo tradicional (1980, pp. 140-141). Esta variante era personalista, de origen rural, local, informal (redes de parentesco) y fuertemen-te dependiente de la fuerza militar. Los años veinte y treinta vieron la reconstrucción e institucionalización política y económica del país, y de ese modo se crea-ron las condiciones para el surgimiento de caciques modernos o revolucionarios, quienes operaban den-tro de las nuevas instituciones políticas y burocráticas, y consiguieron la construcción de una base de poder más impersonal, integrada más cercanamente al Estado (Fowler Salamini, 1980, pp. 169-192).

Estas distinciones analíticas, además de ser de gran utilidad, también son responsables de llevarnos a un modo de pensar dicotómico. Una vertiente reciente de los estudios ha partido de este punto y desarrollado un acercamiento más sofisticado. A partir del análisis de la historia de un cacicazgo que emergió durante la guerra cristera en la zona oeste de Michoacán, Butler mues-tra su naturaleza ambigua: caciques cristeros con visio-nes conservadoras y una ideología anti-agrarista bien pueden ser clasificados como “tradicionales”. Pero algu-nos de los caciques sobrevivieron a la rebelión cristera, y su poderío militar fue reconocido por el régimen en el interés de reestablecer el orden público: los caciques comenzaron a trabajar con y a través de las institucio-nes controladas por el Estado. Butler (2005, pp. 94-112)sugiere que lo que se desarrolló debe verse como un “ca-ciquismo híbrido en constante evolución que contiene una mezcla de elementos tradicionales y modernos”. Pero esta ambigüedad es considerada como el resultado de intervenciones y negociaciones estratégicas. El carác-ter híbrido del cacicazgo de Gabriel Barrios se susten-ta en el hecho de que él se mostraba como un patriarca tradicional y carismático en las pequeñas comunidades indígenas, pero al mismo tiempo como un intermedia-dor burocrático ligado a instituciones gubernamentales (Brewster, 2005). Por ello, recientes trabajos históricos abogan por una aproximación que deja atrás la dicoto-mía de tradicional/moderno y toman en cuenta las for-mas complejas, contingentes e híbridas de caciquismo.

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ENTRE COERCIÓN Y LEGITIMIDAD

Se puede observar a los caciques sobre todo como Realpolitiker, quienes no están limitados por ningún compromiso ideológico. Los caciques siempre se han nutrido de discursos o sistemas particulares de signifi-cado que enmarcan sus estrategias políticas y sociales y las dotan de un sentido de orientación y legitimidad. El trabajo académico reciente ha avanzado considerable-mente en la elaboración de la dimensión discursiva del caciquismo, que va más allá de darse cuenta de la “hábil manipulación del ritual y del símbolo por parte del ca-cique con el propósito de legitimar su poder político” (Joseph, 1980, p. 200). Los caciques fueron indispensa-bles en la constitución de un nuevo lenguaje de acción política colectiva e identidad de los pueblos y fueron capaces de apropiarse del discurso de la lucha campesi-na para poder dar significado a los liderazgos altamen-te autocráticos de sus comunidades (Boyer, 2005, pp. 71-93). La lista de discursos —siempre reforzados por las prácticas e instituciones— movilizados por líderes y caciques es larga; incluyendo discursos de autonomía local y regional, ley y orden y seguridad, etnicidad y solidaridad comunitaria, derechos laborales y sindica-lismo, masculinidad y feminidad, reforma neoliberal y transparencia, e incluso democracia. La mutua relación constitutiva entre caciquismo y discurso es más siste-máticamente elaborada por estudios que reconocen que la ubicuidad y la persistencia del caciquismo sólo puede ser apreciada completamente al moverse más allá de sus di-mensiones estratégicas y estructurales, concentrándose en sus aspectos performativos, discursivos e imaginativos.

CACIQUISMO Y TERRITORIALIDAD

El caciquismo, desde hace mucho tiempo, ha sido re-lacionado con determinados territorios, especialmente dominios locales o regionales. Una definición de cacique era la de un líder que “tiene control político, económico y social absoluto o casi absoluto de un área geográfica” (Ugalde, 1973, p. 124). Ya que muchos estudiosos tra-bajaban sobre las políticas pueblerinas y en el liderazgo agrario, la referencia territorial era tradicionalmente identificada con áreas rurales; sin embargo, la primera generación de académicos del caciquismo urbano si-guió esta línea (Cornelius, 1973, p. 138). La cuestión es si el elemento definitorio de control territorial puede

ser mantenido en un contexto de grandes aglomeracio-nes urbano-industriales, donde los cacicazgos parecen surgir en dominios sectoriales particulares tales como el comercio informal. En vistas de una creciente mo-vilidad de gente, bienes e ideas y en la densidad de las redes de comunicación en el México actual, puede dis-cutirse si la dimensión territorial del caciquismo debe ser abandonada como una característica definitoria. Tal acercamiento podría desatender la íntima conexión del caciquismo con el asunto crucial de la intermediación. La posibilidad de dominar los puntos de mediación e intercambio entre diferentes dominios geográficos ha dependido del hecho de que los caciques eran ca-paces de controlar espacios. El control territorial, la intermediación y el caciquismo están íntimamente rela-cionados, y se expresa en la clásica máxima del cacique: “aquí no hay más ley que yo”.

Pero ¿qué es lo que “aquí” significa cuando estamos tratando con un cacicazgo sindical o universitario? Tres asuntos apuntan hacia una conclusión ambigua. El primero toma como punto de partida la idea de que la elevada complejidad de los sistemas económicos y estructuras de gobierno, la diferenciación y movilidad social, así como la densidad institucional en las socie-dades altamente urbanizadas hacen poco probable para los cacicazgos construir un monopolio de poder sobre territorios completos. Estas dinámicas multifacéticas continuamente engendran nuevos actores, demandas, conflictos, instituciones y reglas, y formas de media-ción. La base social de los cacicazgos urbano-sindicales y organizacionales es mucho mas fluida que la de su contraparte rural de los años treinta. En lugar de un control (casi) total de una llamada área geográfica, esta situación puede dar paso a caciques que tienen un con-trol compartimentado sobre ciertos recursos o domi-nios institucionales. Como consecuencia, la dimensión territorial de dichos cacicazgos tendrá que ser reformu-lada en términos no-geográficos de espacios institucio-nales o sectoriales.

El segundo punto parte de la existencia de cacicaz-gos compartimentados, pero encuentra proyección y expansión de un cacicazgo compartimentado hacia un territorio en específico. Los caciques sindicales extien-den sus “compartimentos” hacia el dominio político-administrativo y a otros dominios de la reproducción de las clases trabajadoras urbano-industriales. La organiza-ción del barrio proletario patrocinada por un sindicato laboral, la distribución de vivienda basada en membre-

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sía sindical, acceso a servicios públicos y la protección de fuentes de empleo levantan el espectro de activida-des por las cuales un cacique sindical convierte espacios urbanos en su fuente de poder. A partir de ahí es sólo un pequeño paso hacia la conquista de poder político, administrativo y burocrático (Maldonado Aranda, 2005, pp. 227-248). La incursión en estructuras gubernamen-tales municipales o regionales por parte de estos nuevos caciques tiene una profunda influencia en la organi-zación de estructuras de poder locales y regionales, y apuntala el proceso de territorialización.

Una dimensión final de territorialidad se refiere al notable deseo de los caciques urbanos o instituciona-les de hoy en día por construir (simbólicamente) centros de sus dominios de poder. Estos centros simbólicos de autoridad regularmente toman la forma de un rancho localizado en las afueras de los principales centros ur-bano-industriales, provisto de caballos pura sangre y la parafernalia de la charrería.

CACIQUISMO Y ESTADO: ELIMINACIÓN,

FACILITACIÓN Y PRODUCCIÓN

Desde hace tiempo, el Estado mexicano ha sido visto como un colosal gigante que proyecta una gran som-bra sobre sus ciudadanos, economía y cultura. En años recientes, la visión del Estado mexicano como el úni-co actor “independiente” de la modernidad posrevo-lucionaria, que mantiene relaciones con otros actores “subsidiarios” y grupos sociales, ha sido seriamente reconsiderada. La imagen anterior del Estado ha sido derribada por las nociones gramscianas y foucaultianas del poder, de la política y del Estado.

A la luz de esas cambiantes visiones, observemos las relaciones complejas entre el caciquismo y el Estado. La consideración estándar dice que el régimen caciquil florecerá particularmente en el contexto de un Estado débil. El fortalecimiento del Estado mexicano posre-volucionario, particularmente desde los años treinta, como dice el argumento, socavó los espacios políticos y económicos en los cuales el caciquismo podía repro-ducirse. Esto ha generado un razonamiento teleológico, donde la centralización del poder político y la expan-sión territorial y funcional de las instituciones del Esta-do corresponden positivamente al ocaso del caciquismo (Martínez Assad, 1979, p. 728). La relación entre el caci-quismo y la formación del Estado era vista básicamente

como “adaptarse o perecer”.1 Me gustaría llamar a esta interpretación el argumento de eliminación. Recientes trabajos académicos han levantado dudas acerca de esta afirmación general. La cuestión no es si el múscu-lo institucional y económico del Estado creció después de 1930, sino qué efectos tuvo a través del tiempo en dominios o localidades particulares, y en las interaccio-nes entre actores estatales y no estatales. Mi intención no es la de desaprobar la tesis anterior, sino cuestionar la generalización del argumento de eliminación y no su particular validez histórica.

Muchos de los estudios recientes han demostrado que mientras que en los años veinte los caciques loca-les resintieron la intervención del Estado, en los años cincuenta esa intervención fue buscada arduamente para mantener su poder (Calderón, 2005, pp. 131-150; Butler, 2005). El gobierno federal llegó a reconocer la fuerza de estos caciques y por ello templó sus reclamos por controlar sus dominios locales. Estos hallazgos sos-tienen el argumento de que el caciquismo puede faci-litar o crear las condiciones para que el Estado penetre en los dominios locales y regionales (Gledhill, 2001, pp. 48-49). Me gustaría llamar a esto el argumento de faci-litación. Los cacicazgos entonces aparecen como lo que Butler llama “una barrera mediadora” o un “muro semi-poroso”, capaz de permitir el paso de algunas de las ini-ciativas del Estado mientras bloquea otras. Lo que se vuelve aparente en las relaciones de este tipo de cacicaz-gos con el Estado es su naturaleza variable y cambiante. Este argumento se conecta bien al debate más general sobre la “negociación de la gobernabilidad (rule)” en el México moderno, en el que Estado y sociedad no son vistas ya como dos esferas separadas, una coloni-zada por la otra, ya que esto “representa pobremente la interpenetración del Estado y la sociedad” (Schmidt, 2001, p. 37).

En la variante más “productiva” de esta relación, al-gunos cacicazgos fueron directamente generados por la penetración del Estado y sus intervenciones políticas. Intervenciones institucionales, nuevos recursos o la in-troducción de nuevas organizaciones políticas y sociales pueden funcionar como plataformas o fuentes de poder para los que aspiran a convertirse en caciques. Es por ello que hablaré del argumento de producción. Un gran ejemplo del llamado argumento de “producción” puede

1 Ver el ejemplo de los caciques Figueroa en Guerrero durante los años de 1920 (Jacobs, 1982, p. 135).

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ser encontrado en la obra de Rus (1994, pp. 265-300), quien ha mostrado cómo durante los años cardenistas el gobierno y el partido nacional, operando a través de Erasto Urbina en los Altos de Chiapas, fueron capaces de reformar drásticamente las relaciones políticas dentro de las comunidades indígenas y entre estas comunidades, las élites ladinas y el Estado. Hicieron esto imponiendo una nueva generación de escribanos-principales bilingües para representar a la comunidad ante el Estado, quienes gradualmente convirtieron sus posiciones de influencia recientemente adquiridas en poderosos cacicazgos. En otro contexto, el surgimiento del Estado desarrollista generó un amplio abanico de posibilidades. Construir un cacicazgo en el México poscardenista necesaria-mente involucraba tratos con las crecientes burocracias complejas del país, compañías paraestatales, sectores partidistas, sindicatos y organizaciones campesinas.

La relación entre el caciquismo y el Estado produce una imagen diferenciada y ambigua. Formas del poder caciquil han sucumbido al fortalecimiento del Estado central, pero el caciquismo también ha facilitado y con-dicionado la intervención del Estado. El caciquismo in-cluso puede ser un producto directo de la expansión y penetración del Estado en dominios sectoriales o regio-nales particulares. Las relaciones de eliminación, facili-tación y producción no necesariamente corresponden a períodos históricos particulares.

ESTADO, CULTURA Y CACIQUISMO

El debate acerca del caciquismo y el Estado ha cambia-do con el surgimiento de una teoría más sofisticada del Estado, la que lo concibe no como un actor coherente y articulado, sino más bien como un fragmentado en-samble de instituciones, procedimientos, reglas y técnicas de gobierno, así como de las dimensiones simbólicas de autoridad. Esa teoría también incluye diversas locaciones de significado y prácticas, donde el poder es promulgado y resistido (Rubin, 2002, p. 110). Esas orientaciones han permitido avances en el estudio del Estado mexicano, el poder y la política. Al revisar la literatura del tema y su propio estudio sobre Oaxaca, Rubin (1997, p. 261), concluye que fenómenos culturales (religión, género, afi-nidad, etnia, violencia, etcétera) “son tanto los moldea-dores del poder en México como el Estado central”.

Un acercamiento político-cultural es de importan-cia para identificar los lenguajes simbólicos de autori-

dad que ayudan a imaginar al Estado como el centro de la sociedad por excelencia. Desde esta perspectiva, el Estado comprende no sólo intereses e instituciones ad-ministrativas y geopolíticas, sino también dimensiones mitológicas que producen autoridad. Dicha perspectiva puede ser encontrada en el análisis de la cultura del Es-tado mexicano de Nuijten. Su escrutinio del simbolis-mo y el imaginario de las interacciones cotidianas entre ejidatarios y burocracias estatales muestran que la cul-tura del Estado mexicano se caracteriza por una “atmós-fera de opacidad, desconfianza, y conspiración”, lo cual se relaciona con la idea del Estado como un efectivo centro de control y poder (Nuijten, 2003, p. 17). Esto abre un área de investigación que ve hacia los “estilos” de caciquismo y al papel de los caciques en la imagina-ción y simbolización del poder del Estado en México.

Un acercamiento performativo hacia el cacique re-vela cómo está implicado en la imaginación y reproduc-ción de un particular régimen de poder. La extensión de nuestra comprensión del Estado y la política, liga al caciquismo con un amplio rango de asuntos como género, religión, identidad y moralidad. Si la política caciquil forma parte de las concepciones locales del mundo y juega un papel clave en la reproducción de la vida comunitaria y sus identidades, su significado ocul-to llega más allá del intermediarismo político y de la dominación económica.

LA DINÁMICA HISTÓRICA DE LOS CACICAZGOS

Para poder ver en mayor medida las dinámicas del caci-quismo, sugiero una distinción inicial y analítica entre caciquismo y cacicazgos. Ambas dinámicas frecuente-mente se entrelazan, de ahí que la distinción no debe ser reificada. El enfoque sobre el cacicazgo llama la atención primariamente hacia las dinámicas internas de sistemas específicos de poder caciquil. Quiero proponer un des-glose de las dinámicas de los cacicazgos en tres fases de tipo ideal.

La construcción del liderazgo y a la transformación del liderazgo en un cacicazgo. Este proceso requiere ob-tener control decisivo político, económico y social de una determinada área geográfica o comunidad, la ca-pacidad para usar o amenazar con violencia, y el reco-nocimiento y la legitimación del cacique como el único líder en su reino, por líderes políticos externos en esca-lones superiores.

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La estabilización, reproducción y profundización del cacicazgo (“centralización”, en los términos de Frie-drich).

La desintegración: el surgimiento de fuerzas contra-rias, la intensificación de disputas e inestabilidad entre facciones y eventualmente la caída del cacicazgo.

Esta perspectiva centra su atención en la cuestión de la construcción de los cacicazgos. Durante la primera y parte de la segunda fase la mayoría de los nuevos caci-ques disfrutan de una forma de apoyo popular. ¿Por qué es así? La mayoría de los cacicazgos se desarrollan a partir de serias crisis o situaciones que son caracterizadas por transformación de un orden político, socioeconómico y cultural existente. En una cultura política personalis-ta, estas coyunturas críticas proveen un ambiente fértil para líderes ambiciosos. Sus aspiraciones frecuentemen-te coinciden con los llamados que les hacen diferentes actores sociales y grupos de interés para reestablecer un punto de articulación en un panorama cambiante y en desintegración que crea inseguridades políticas, sociales y económicas.2 No puede dejarse de lado que los líderes potenciales deliberadamente promueven esas inseguri-dades, gozan de apoyo por acabar con ellas y construir un nuevo orden político y social. De esta corriente de apoyo (desde abajo y desde arriba), algunos líderes cons-truyen las piezas de un nuevo cacicazgo. En un princi-pio, los aspirantes a caciques operaban generalmente desde un dominio social particular, sea en la adminis-tración pública (presidente municipal, diputado local o federal, comisariado ejidal, rector, maestro), en el ám-bito empresarial (ganadero, comerciante, minero), en grupos de interés (trabajadores, agraristas, estudiantes, pepenadores) o en las fuerzas armadas (jefe de defensas sociales, general del ejército, jefe de policía).

Mi argumento es que la transformación de un li-derazgo en un cacicazgo depende de las oportunidades y capacidades del aspirante para extender su esfera de control original hacia otras. Esto se expresa en una expansión y entremezcla de intereses, relaciones y re-des (en la administración, la política, los negocios y en lo judicial), todas centradas en el cacique. La arti-culación de diferentes identidades y dominios consti-

tuye la piedra angular del cacicazgo, en parte porque aumenta su capacidad de intermediación. La dinámica de los cacicazgos está formada por las disputas políticas y los cambios económicos locales, así como por proce-sos más amplios de cambio social.

LA REPRODUCCIÓN DEL CACIQUISMO:

UN ENFOQUE GENÉRICO

Esto me lleva a la transformación del caciquismo como un fenómeno genérico y sus dinámicas externas. Una perspectiva estructural sobre el caciquismo genera cues-tionamientos acerca de sus funciones y acerca de los prospectos para su reproducción en el contexto de cam-bios en la economía, el Estado, la política y la comuni-cación. En su muy aclamado estudio sobre conflictos étnicos y de clase en la Huasteca de Hidalgo, Schryer (1990) analizó el paradigmático caso del cacicazgo ran-chero de Juvencio Nochebuena desde los años treinta hasta finales de los años cincuenta. Con las reformas cardenistas, Nochebuena se estableció como el princi-pal intermediario entre las élites rancheras locales, cam-pesinos y el Estado federal; también aprendió a operar en el recién surgido orden burocrático del Estado pos-revolucionario. Antes de 1940, la importancia estraté-gica de este tipo de caciques yacía especialmente en su habilidad para movilizar y controlar a sus adherentes armados; pero la centralización y consolidación del po-der del Estado federal significó que su posición llegaba a depender más del conocimiento y las conexiones con las instituciones del nuevo Estado y con sus agentes lo-cales. Schryer (1990, p. 150) concluye que la eventual caída de Nochebuena fue el resultado de una profunda transformación del sistema económico y político, dados sus esfuerzos por integrar la región al sistema econó-mico nacional. Con la rápida expansión del capitalismo moderno, “el Estado mexicano ya no necesitaba fiarse en los caciques regionales para su supervivencia…”.

La teoría del agotamiento de la función intermedia-ria en vistas de un Estado fortalecido y de una economía en modernización, ha llevado frecuentemente a sugerir que el caciquismo eventualmente desaparecerá del pa-norama político mexicano. Si bien es una teoría válida para un número de casos históricos, también es cierto que el caciquismo ha perdurado. Se ha desarrollado en el seno del capitalismo urbano-industrial y en universi-dades, no tanto en oposición a un Estado relativamente

2 Un claro ejemplo de esos llamados es el caso de Maximino Ávila Camacho, a quien se le solicitó tomar el gobierno de Puebla en 1931 (Blumenkron, 1943, p. 5). Un ejemplo reciente es la manera como Roberto Madrazo era visto como el hombre fuerte que reconstruiría al PRI después de la derrota en 2000.

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fuerte, sino más bien en yuxtaposición a éste. La cau-salidad implícita en la hipótesis de la modernización y centralización es entonces defectuosa. En lugar de ligar la reproducción del caciquismo a un Estado relativa-mente débil o fuerte per se, al desarrollo capitalista o a la densidad institucional de la sociedad civil, sostengo que las dinámicas del caciquismo son mejor explicadas por particulares coyunturas en la política, economía y sociedad.

Mi tesis es que la reproducción del caciquismo se relaciona fuertemente con acontecimientos de diferen-tes formas y coyunturas de desorden e inseguridad. Su-giero que alguna combinación de desorden, conflicto político y socioeconómico es relevante en este contex-to, pero una crisis de referentes culturales y morales o una confusión sobre valores culturales y orientaciones es de igual importancia, la que a menudo vendrá junto con lo anterior. Dichas situaciones proveen la materia prima con la cual pueden formarse cacicazgos futuros. Si los actores particulares son capaces de aprovecharla, la materia prima puede ser transformada en cacicazgo. Amplias coyunturas de desorden, inestabilidad, insegu-ridad y conflicto proveen las condiciones estructurales para la reproducción del caciquismo, lo que pone en marcha las dinámicas específicas internas de los caci-cazgos analizadas anteriormente (articulación, estabili-zación y desintegración). De esa forma, las dinámicas generales del caciquismo (externas) se unen a las diná-micas particulares de los cacicazgos (internas).

En el curso de estos procesos, los aspirantes a caci-ques actúan sobre referentes culturales, prácticas, estilos, memorias e historias particulares, los cuales proveen a sus acciones de una cierta dosis de legitimidad. Cuanto más luchan los ambiciosos líderes para aprovechar los espacios políticos que se abren en coyunturas críticas de desorden e inestabilidad, será más probable que su ambiente social y político apoye sus esfuerzos, especial-mente si ofrecen una “solución” a las causas del desor-den e inestabilidad. Los cacicazgos emergen entonces frecuentemente de condiciones de desorden e insegu-ridad, ya que éstas crean la “necesidad” de coordinar y rearticular los espacios políticos y sociales. Esto a me-nudo toma la forma de realineamientos detrás de un hombre fuerte. El establecimiento de un nuevo “centro de gravedad” es funcional para la gobernabilidad y para las dimensiones simbólicas de autoridad. El restableci-miento del centro simbólico de autoridad alrededor de un hombre fuerte emergente, que es capaz de volver

a imaginar el Estado como una fuente de poder y de recursos confiable y esencial, es quizá un prerrequisito para la construcción de un centro de gravedad insti-tucional, político y económico. La asociación aquí pro-puesta entre desorden/inseguridad y caciquismo no debe ser leída en términos estructurales: el caciquismo no está constantemente relacionado con el desorden y la insegu-ridad. El surgimiento del cacicazgo a menudo resulta en la creación de un nuevo orden y una nueva estabilidad, al menos durante las primeras fases de un cacicazgo.

Si agruparse detrás de líderes fuertes a menudo ha colocado los cimientos para cacicazgos, surge entonces la cuestión acerca de las fuerzas detrás de dichas coyun-turas. Unas pocas fuentes generales de desorden e inse-guridad pueden ser identificadas. La primera es la del desorden e inestabilidad posrevolucionarias. Brewster (2005) anota que los serranos se agruparon tras Barrios porque él podía restaurar la estabilidad, la ley y el orden subvertidos por bandidos y rebeldes.

Una segunda fuente está asociada con el dramático proceso de urbanización e industrialización que vivió el México rural entre 1940 y 1980. Su intensidad y su velo-cidad originaron la fragmentación de previas estructuras de poder, y generaron nuevas inseguridades y conflictos, especialmente entre la población urbana pobre. Este con-texto proveyó suficiente espacio para que emprendedores políticos rearticularan un terreno cambiante e inestable como base de nuevos poderes caciquiles.

Una tercera y más reciente fuente de desorden se re-laciona con el conjunto de las reformas neoliberales en la economía, el Estado y las relaciones Estado-sociedad. Por un lado está la extrema polarización social de Méxi-co que ha sido el resultado de las políticas económicas y crisis durante los últimos veinte años. La creciente pobreza, informalidad y polarización constituye un caldo de cultivo para determinados líderes que buscan construir “cacicazgos” a partir de las inseguridades dia-rias de los pobres. En estos contextos los gobiernos se ven obligados a negociar el orden social y la paz pública con caciques locales.3 Por otro lado, la reestructuración neoliberal del Estado ha generado grandes tensiones en torno a acuerdos administrativos e institucionales exis-tentes. Un caso de este tipo es el de la educación supe-

3 Véase Zárate (2005). En su estudio de vendedores ambulantes en la ciudad de México, Cross (1998) es más reacio a emplear el concepto de caciquismo, aunque habla de la naturaleza autoritaria de las or-ganizaciones de vendedores ambulantes.

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rior, donde la adopción de reformas neoliberales afectó drásticamente la situación financiera y política de las universidades públicas. Como he mostrado en otro lado, esto ha propiciado la construcción de cacicazgos universitarios durante los años noventa (Pansters, 2005, pp. 296-326).

El desmantelamiento del Estado desarrollista mexi-cano ha creado un vacío en la intermediación políti-ca y económica.4 La desregulación ha dejado vacantes dominios institucionales y por ello ha generado opor-tunidades para ambiciosos líderes políticos y grupos económicos interesados en la reconstrucción de cacicaz-gos. La desregulación se traduce en nuevas formas de inseguridad y desorden mientras grupos rivales intentan dominar el espacio institucional, político y económico que queda abierto al retirarse la agencia federal.5 Estas reformas coinciden con la ascendente inestabilidad po-lítica en México.

La fuente final es quizá la más controvertida y la menos investigada: el nacimiento de una democracia pluripartidista y la alternancia en el gobierno. El proce-so de democratización es a menudo visto como antitéti-co a la reproducción del caciquismo, porque el cacique distorsiona el principio de igualdad política y obstruye procesos de mediación entre el Estado y la sociedad que obedecen a la rendición de cuentas y transparencia legal. Ha sido argumentado que el caciquismo en el México del siglo XX estuvo íntimamente relacionado al poder monopólico ejercido por el PRI en sus setenta largos años de reinado. Tras la derrota del PRI, Lorenzo Meyer escribió que esta “base fundamental de apoyo político” para los caciques se perdió y es por ello que existe una gran oportunidad para la “decadencia definitiva” del fe-

nómeno (Meyer, 2000, p. 40). Pero el caciquismo no puede reducirse a una cuestión estratégica. La fragmen-tación política, la polarización y las confrontaciones que caracterizan al México contemporáneo provocan una gran incertidumbre y por ello incita a la transformación de liderazgos en cacicazgos. La generalización del “plu-ralismo partidista democrático” ha creado un territorio propicio para que cacicazgos locales se acomoden a las nuevas circunstancias (Calderón y Sánchez, 1995, pp. 13-30). La inseguridad acerca de resultados electorales, alianzas partidistas cambiantes y un creciente electorado flotante han alimentado las ansiedades de los empren-dedores políticos y han incrementado los riesgos polí-ticos y económicos de “inversiones políticas”.6 En un nivel más sistémico, se ha argumentado que una impor-tante y reciente fuente de inestabilidad e incertidumbre es el hecho de que los sistemas electorales y partidistas carecen todavía de la fuerza suficiente para reemplazar los mecanismos disfuncionales representativos y media-dores asociados con el corporativismo. Aunque es muy temprano para hacer valoraciones concluyentes de las consecuencias de los procesos actuales de democratiza-ción y alternancia política en México, al menos exis-ten signos de que algunos de ellos pueden ser más bien “perversos”. Los adjetivos que han acompañado las no-ciones de democracia y transición en México han sido tan numerosos, que quizá el anterior debería ser añadi-do.7 Sin embargo, en la mente del futuro Secretario del Interior de La silla del Águila de Carlos Fuentes (2003, p. 43) no existe duda: “…donde hemos dado democra-cia hemos perdido autoridad, hemos creado huecos de anarquía que llenan, propiciados, los eternos caciques y sus ‘fuerzas vivas’…”. ■

4 Zermeño (1990, pp. 160-180) es altamente relevante en este aspec-to, ya que intenta explicar el surgimiento del neocardenismo desde esta perspectiva. En otro estudio ese autor conecta esta interpretaci-ón con el levantamiento de Chiapas (Zermeño, 1997, pp. 183-208).5 El caso de la desregulación del sector cafetero de México y las oportunidades para nuevos cacicazgos es excelentemente analizado por Snyder (2001).

6 Un estudio reciente del PNUD (2004, p. 137) acerca del estado de la democracia en la América Latina de hoy en día parece relevante al respecto: muestra que casi el 55 por ciento de los ciudadanos lati-noamericanos apoyarían un gobierno autoritario si éste resolviera la crisis económica y el desorden. La muestra para el estudio consistió en casi diecinueve mil personas en dieciocho países.7 Para un análisis de la naturaleza y de la calidad de la transición mexicana, véase Pansters (1999, pp. 242-255).

l WILL G. PANSTERS

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SOCIEDAD ABIERTA

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