Carlos Astrada - Nietzsche, Profeta de Una Edad Tragica

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C A R L O S A S T R A D A NIETZSCHE PROFETA DE UNA EDAD TRAGICA EDITORIAL LA UNIVERSIDAD CALLAO Í490 - BUENOS AIRES

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Carlos Astrada - Nietzsche, Profeta de Una Edad Tragica

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C A R L O S A S T R A D A

N I E T Z S C H EPROFETA DE UNA EDAD TRAGICA

EDITORIAL LA UNIVERSIDAD CALLAO Í490 - BUENOS AIRES

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ES PROPIED AD . TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS INCLUSIVE LOS DE TRADUCCION Y ADAPTACION. SE PR O H IB E LA REPRODUCCION TOTAL O PARCIAL T CONDENSACION SIN AUTORIZACION ESCRITA DEL EDITOR. DEPOSITADO EN EL REGISTRO NACIONAL D E L A P R O P I E D A D I N T E L E C T U A L .

corrai0Hr m s — by e d i t o b i a i . l a t t n x v b e s x d a dCallao 1490 - Bnenoa Airea (E. A.)

IM PRESO EN LA ARGENTINA , PR IN TED IN ARGENTINB

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INDICE DE CAPITULOSPág.

I Nietzsche, Filósofo Viviente .................... 9II En el camino de la Vocación ....... 15

III La Musa Trágica .......................................... 39IV La Concepción Dionysiaca ........................... 51V La Personalidad Creadora ........................... 69

VI El Espíritu Libre .......................................... 89VII El Mensaje de Zaratrustra ........................ 103

VIII La Voluntad de Poderío ................ ........... 109IX! El Ethos de la Obra Creadora .................. 121X La Justicia Social .......................................... 133

XI El Nihilismo Europeo .................................. 141XII La Irrupción de loa Rusos .......................... 151

XTTT {La Revolución Social ................................... 159XIV Allende la Zona Clara ..................•........... 167

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I. - NIETZSCHE, FILOSOFO VIVIENTE

Hoy el pensamiento contemporáneo contempla y estudia a Federico Nietzsche como a un filósofo vivien­te, y ello es el signo de ,1a pervivencia y renovación de su influjo en el área de los problemas que atraen el interés del espíritu filosófico, movilizando su ini­ciativa en ,pos de respuestas que, por apremio de la situación histórica, juzga perentorias. No cabe hablar de un retorno de Nietzsche como si su estrella se hu­biera apagado o irradiara mortecina un lejano fulgor y brillase ahora de nuevo, favorecida por otra conste­lación de la cultura, puesto que al día siguiente de eu muerte se tuvo la fundada sospecha de que se es­taba frente a un clásico de la filosofía y como tal la posteridad comenzó a troquelar su. figura, aureolada por la sugestión de una grandeza trágica.

Una cosa es el fenómeno Nietzsche y otra el filó­

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sofo, interpretado y valorado en la integralidad de su mensaje original, en la unidad y fuerza de su estilo filosófico, en la autenticidad de las interrogaciones que fo'rmuló a su época y en la sinceridad y pasión que puso en las fundamentales respuestas que les dió. Después de su catástrofe espiritual, de la casi súbita entrada de su mente en una triste zona de sombra, de la que sólo la muerte vendría a liberarlo, lo que se impuso y difundió ,en los ambientes intelectuales de Europa fué el escritor de fuego y brillo meteórico, el polemista revolucionario, el combatiente espiritual, el crítico del cristianismo, aspectos que, aunque los más externos de ,su personalidad y de su mundo ideo­lógico, subyugaron la atención del público cuitó, que­dando fuera de este enfoque el filósofo y su proble­mática medular. Contribuyó, sin duda, a esta apre­ciación la maestría de Nietzscbe como escritor, la fi­neza y precisión de su estilo, la sugestión lírica de su pensamiento, la fuerza y plasticidad idiomática de su palabra y hasta la destreza aforística de su expresión, que le permitió presentar sus ideas con netos y atra­yentes perfiles.

También, antes que en él filósofo y su ideario esen­cial, se reparó en el sutil psicólogo que había en Nietzsche, en sus hallazgos de explorador de los tras- fondos del alma humana, la que, á la mirada pene­trante y avezada de este insobornable analista de sus

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ocultas motivaciones, se ofrecía casi como térra incóg­nita, rica de humus y de estratos insospechados.

Podemos decir que recién en nuestros días, merced a la-vigencia de un clima espiritual favorable, comien­za a ejercer hondo y dilatado influjo el filósofo, por la gravitación misma de los cruciales problemas que se propuso y por la fuerza germinativa de sus ideas que, actuales y vivas, están incidiendo en la temática especulativa del presente, conjugándose con algunas de sus dimensiones básicas. Nietzsche, pues, está pre­sente y operante, señoreando con su pensamiento tu­telar las nuevas direcciones, en los grandes temas que hoy polarizan el interés filosófico: filosofía de la vida, voluntad de poderío, .en la proyección política y cós­mica de su imagen metafísica del mundo, realismo tem- poralista, filosofía de la existencia, de la cual él, a la par de Kierkegaard y Schelling, <es uno de los gran­des precursores.

Los más destacados intérpretes y continuadores del pensamiento de Nietzsche, en la actualidad, son Ludwig Klages y Alfred Baumler, los que, movidos por auténtica, comprensión de lo esencial del ideario nietz- scheano, han suscitado la revaloración de b u filoso­fía, a la que se tiende a considerar y a ahondar en cus temas fundamentales, aún-más, a abarcarla más allá de sus diversas facetas expresivas, en su unidad temática .radical. En este sentido, ellos han condensa- do la atmósfera para lo que bien podemos llamar re­

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nacimiento de Nietzsche, sobre todo en Alemania, aunque, con ánterioridad, el círculo de Stefan Geor- ge, en consonancia con la propia tarea, abrió camino al influjo de una de sus ideas más incisivas: la imagen anticlasieista del helenismo y la valoración de lo dio- nysiaco. No obstante haber enfocado aquellos intér­pretes aspectos fundamentales del pensamiento nietz- scheano, para desarrollarlos y estructurar sobre esta base su posición filosófica personal, ellos no lo con­templan en su totalidad, sino que, al pretender infun­dadamente que todo lo esencial de este pensamiento radica en uno de esos aspectos con exclusión del otro, lo desintegran en sus direcciones y renuncian a la bús­queda y determinación del núcleo problemático —la postura radical del filósofo, del hombre filosofante, ante el mundo y Ja vida— de que ellas emergen. Así, no es posible, como lo intenta Baumler, reducir, con­centrar todo el pensamiento de Nietzsche en las ideas que encontraron formulación en Der Wille zur Macht, interpretándolas como un sistema filosófico cerrado.

Un filósofo, un pensador como Nietzsche, cuya fi­losofía aspira a dar testimonio de la existencia huma­na, asentando su valor y su destino, no conoce, no puede conocer un sistema lógicamente concluso, abs­tractamente coherente. Es .que, tal cual lo enunciara Kierkegaard, “no puede haber ningún sistema de la existencia”, porque la existencia es lo concreto, lo que, por ser fluencia temporal, vulnera toda secuencia ló­

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gica; es lo contradictorio. A Nietzsche tenemos que con­templarlo en el todo de la problemática que lo absor­bió, en la unidad de su postura concreta, en la radica- lidad de su tarea tan hondamente dramática, anuda­da a las peripecias y al drama de su propia existencia y a las etapas de su producción, de su ímpetu creador, lleno de deslumbramientos, de puras alegrías y de do- lorosas tensiones, con sus candentes antinomias y con­trastes. Tenemos que contemplarlo en el bloque ingen­te de su inquietud, en constante proliferación, en un continuo aprorar el espíritu hacia nuevas rutas, hacia regiones repuestas y hasta ignotas de la realidad y de lo humano; verlo incluso en las proyecciones actuales de su pensamiento, cortando con su filo más de une de los nudos de la crisis contemporánea, de esos que una época en el declive, que una etapa ya caduca df la cultura ha ceñido a las posibilidades humanas, t la vitalidad del alma occidental.

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II.-E N EL CAMINO DE LA VOCACIONFriedrich Wilhelm Nietzsche nació el 15 de Oc­

tubre de 1844, en la aldea prusiana de Róclsen, situa­da en los lindes de Prusia y Sajonia. Fué el hijo pri­mogénito del pastor luterano Karl Ludwig Nietzsche, que descendía de una familia de pastores y teólogos.

La temprana muerte del padre, acaecida cuando Nietzsche sólo contaba cuatro años de edad, y el pri­mer desconcierto de la orfandad, cerniéndose como fatalidad misteriosa, tras las escenas de la tribulación familiar y los ritos fúnebres, dejaron una profunda impresión en el alma pueril, que ya no olvidaría más el doloroso trance y la ausencia paterna. .

Después Nietzsche, obsedido siempre por este re­cuerdo y reflexionando sobre la desgracia que dila­ceró su infancia, llegó a considerar el prematuro falle­cimiento de su padre como un hado que decidió el rumbo de su vida y determinó el climax de su mensa­je y misión espiritual. En Ecce Homo, su extraordina­ria autobiografía, en la que vida y creación intelec­

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tual se enlazan en una síntesis de suprema maes­tría, iniciando su confesión, escribe (“Warum ich so weise bin”, 1 ): “La fortuna de mi existencia, su unicidad quizás reside en ¡su fatalidad: yo estoy, pa­ra expresarlo en forma de enigma, muerto ya como mi padre, como mi madre vivo aún y envejezco. Este doble origen, por así decir .desde el peldaño más alto y del más bajo de la escala de la vida, decadent y a la vez comienzo, esto explica, si alguna cosa puede explicarlo, aquella neutralidad, aquella libertad de opinión en relación al problema total de la vida, que quizás me caracteriza”.

La madre de Nietzsche dejó Rocken y, desde la primavera de 1850, fue a residir en la ciudad cercana de Naumburg an der Saale. La acompañaron en su viudez, yendo a vivir con ella, la madre y la herma­na del esposo. En este ambiente transcurrió la recata­da niñez de Federico Nietzsche, tutelada por el re­cuerdo de su padre, cuyo ejemplo desea seguir y lle­gar ,a ser pastor, para continuar la tradición familiar. Son sus primeros años escolares. Su convivencia, en el hogar, exclusivamente con mujeres, madre, herma­na, abuela y tía, influyó quizás fundamentalmen­te en la plasmación de su carácter, en su tempera­mento inclinado a la ternura, en la delicadeza de sus rasgos psicológicos.

A los nueve años, su horizonte comienza a dila­tarse más allá de la rutinaria vida cotidiana. Se en­

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tusiasma al oir la música coral de Hándel e incitado por ella, que le descubre el-mundo de la armonía, es­tudia el piano; arrebatado por su naciente vocación, se aplica, con audacia improvisadora, a poner músi­ca a pasajes bíblicos, a bacer melodías, suites. A la par de esta inclinación, se anuncia en él temprana­mente la vena poética, por la que después babía de discurrir el rico caudal lírico de su espíritu: hace ver­sos. Además escribe dramas, que lleva a escena en un teatro erigido, en compañía de dos condiscípulos, con el pomposo nombre de Teatro de las Artes.

Hechos sus cursos escolares, Nietzsche ingresa en el colegio de Naumburg, donde por su capacidad y consagración al estudio, se destaca enseguida como alumno excepcionalmente ^ventajado, hasta el pun­to que sus profesores pensaron que, por süs dotes extraordinarias, debía concurrir a un colegio de más rango, en el cual pudiese estudiar disciplinas superio­res, y en este sentido aconsejaron a la madre, quien después de mucho vacilar por el temor de separarse de 6u hijo, y habiendo obtenido éste una beca para costear sus estudios, 6e resuelve a enviarlo 3 la es­cuela de Pforta, famosa por su severa tradición mo­nástica, por el rigor de su organización interna y por el espíritu jerárquico que imperaba en ella. En sus claustros, donde maestros y discípulos hacían una vida de comunidad, se impartía una intensiva ense­ñanza de la religión, del griego, el latín y el hebreo.

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En la sapiencia humanista, impregnada del rigorismo de la moral protestante con cierto acento pietista, característica del acervo y métodos educativos de Plorta, ilustre pendant de Port Royal, se forjaron per­sonalidades germanas tan eminentes como Novalis, Fichte, el filósofo educador por excelencia, y los her­manos Schlegel.

Nietzsche no deseaba otra cosa que ir a estudiar a Pforta. Tiene catorce años y va a iniciar, a compás

de una adolescencia inquieta y anhelosa, un nuevo y decisivo período de su vida. Mide en su real importan­cia el cambio que se va a operar en sus hábitos y es­tudios, y recapacita sobre su corto pasado. Para ce­rrar el ciclo de su niñez, como si bajase el telón de su teatro infantil después de haber presentado las incipientes criaturas de su fantasía — muestrario de una auténtica ilusión de arte— , escribe casi de un tirón una historia de ,su infancia.

Ahora, ante otras perspectivas y la seriedad de una nueva obligación, la vida consciente surgiría a sus ojos como una tarea difícil y ,de responsabilidad indeclinable; la propia existencia se le ofrecería co­mo terreno que debía ser roturado por el pensamien­to, fecundado por el esfuerzo. Es quizás también el momento en que en el joven Nietzsche, en su con­ducta y actitudes, comienza a manifestarse, por el estilo severo de vida que adopta, el influjo de la re­

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ligión y de la moral que informaron el carácter del hogar paterno, con su culto luterano del deher.

Desde su ingreso a la escuela de Pforta, la aten­ción requerida por los nuevos estudios y el esfuerzo para adaptarse a la nueva vida toman todo el tiempo de Nietzsche; sus incursiones en el dominio de la poe­sía y la música deben quedar, por el momento, en suspenso, para hacer lugar a los ejercicios escola­res, estrictos y metódicos. Hasta su Diario, a cuyas páginas confiaba con fiel asiduidad el curso de su existencia y, principalmente, su itinerario interior, es dejado de lado. Sólo lo abre para consignar en el cuaderno confidencial reflexiones que tienen un de­jo de melancolía, y así cerrarlo definitivamente. Pero algo importante nos comunica en sus impresiones fi­nales, de última página: el estado de su espíritu es completamente distinto de aquel en que comenzó el tDiario, acusando un cambio fundamental; se siente movido por un enorme deseo de saber, de entrar en contacto con el acervo de la cultura universal; ha leí­do a Humboldt y en él encuentra un fuerte estímulo para acometer semejante empresa. Sin mayores alter­nativas exteriores transcurren los años de Pforta, años de serio trabajo, de intenso esfuerzo, espiritualmente fecundos.

El ardiente deseo de saber que domina a Nietz­sche recibe efectivamente impulso y orientación con la lectura de Humboldt, que le revela el horizonte de

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la cultura humanista y sus grandes luminarias a la par que la importancia de ciencias cuyos temas sus­citaban entonces un interés apasionado. Es así que, lleno de entusiasmo y decisión, se traza un amplio plan de trabajo, programando estudiar algunas dis­ciplinas científicas (astronomía, geología, etc.) al la­do del hebreo y la literatura y estilística latinas.

Ya, a los diecisiete años, ha leído a Schiller, a Holderlin, a Byron. Su predilección por la música lo lleva a familiarizarse con Bach, Beethoven, Schu- mann; pero, sobre todo, es la poesía, la íntima nece­sidad de volcar en el verso sus tumultuosos estados de ánimo lo que absorbe sus momentos libres, las tre­guas que sé impone en su continuada labor: se sien­te poeta. Sin embargo conoce momentos en los que su tensión espiritual se afloja, cede la firmeza de su empeño. y se siente invadido por una profunda la­situd; desea verse libre de la monótona labor reque­rida por los estudios que cursa, y dar rienda suelta a su fantasía. La perspectiva cercana de entrar en la Universidad no lo halaga ya y hasta lo disgusta; piensa que este no es el camino que debe seguir y que su verdadero destino es ser músico. Comunica a los su­yos el cambio operado en lo que respecta a su voca­ción, al nuevo camino que contempla para su futuro, que sólo vendría a encauzar una antigua y vehemente disposición; vienen las objeciones y razones mater­nas para disuadirlo de lo que se estima es tan sólo

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una veleidad juvenil. Tras una lucha interior. Nietz­sche se calma, no sin seguir abrigando sus dudas acer­ca del rumbo a tomar.

Va a cursar su último año en Pforta; ha acallado su descontento y con renovado celo se consagra a sus, labores escolares. Estudia, el volumen de sus lectu­ras aumenta considerablemente y todavía le queda tiempo para satisfacer su imperativa necesidad de crear: escribe, pergeña. ensayos filosóficos, compone trozos de música. Sin embargo, la preocupación so­bre su porvenir lo atenacea, vuelve a cavilar acerca de sus aptitudes vocacionales. En mayo ,de 1863 es­cribe a su madre: “Me preocupa mi porvenir; por muchas razones, tanto de orden íntimo como exterio­res, este se me presenta oscuro e incierto. Creo, cier­tamente, que soy capaz de tener éxito en cualquier profesión que elija; pero carezco de fuerza para apar­tar de mi tantas materias que me interesan. ¿Qué estudiaré? No surge en mí ninguna decisión, y no obstante sólo a mí concierne reflexionar y elegir. Lo único que sé claramente es que, sea lo que fuere lo que estudie, debo realizarlo a fondo. Más esto sólo dificulta mi elección, ya que de lo que se trata es de encontrar el terreno preciso en que poder em­peñarme por entero”.

Llegó, por fin, para Nietzsche, el momento, re­vestido de solemnidad y emoción, de alejarse de Pfor­ta, donde a la par de valiosos conocimientos, adqui-

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rió el hábito de una severa disciplina en el estudio de las lenguas clásicas; también en la convivencia de sus aulas halló verdaderos camaradas, como Paul Deussen y el barón de Gersdorff, que habían de ser amigos de toda su vida.

Ingresa en la Universidad de Bonn, precisamen­te en compañía de Deussen y de un primo de éste, con los que se instala en la famosa ciudad universitaria, llena de atractivos y del prestigio de sus sabios pro­fesores. Ya en esta época, trabajado por hondas ca­vilaciones, bordeando quizás una crisis espiritual, se plantea el acucioso problema de ,su fe religiosa, de la que paulatinamente se venía desligando, no obs­tante sus deseos de no romper con su pasado, re­presentado para él por la tradición familiar, el emo­cionado recuerdo de su padre y la religión que éste sincera y firmemente profesó y sirvió.

,A este respecto, Nietzsche comprende perfecta­mente la magnitud del problema que tironea su es­píritu, y lo declara. Abandonar la seguridad, el res­guardo de la fe en que se ha nacido, sin poder an­clar en otra certidumbre, implica el más peligroso ries­go puesto que las dudas y nuevos problemas asedian y desgarran el alma, ya carente de asidero y librada a sus propias fuerzas. Semejante aventura, piensa, no es obra de unas pocas semanas, sino que requiere el esfuerzo de una vida. No es posible destruir la auto­ridad, el ascendiente religioso y moral de dos mil años

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con el arma sin temple de la reflexión ingenua; pre­tender alejar de uno, con fantasías arrogantes e ideas rudimentarias, todas estas ansias y bendiciones reli­giosas que han venido .modelando las almas e impreg­nando la historia. Es completamente temerario revo­lucionar creencias que, admitidas y sancionadas por la práctica y la devoción de milenios, han logrado, con su influjo bienhechor, elevar a los hombres a la hu­manidad; es absurda osadía decidir acerca de proble­mas filosóficos con los cuales desde hace algunos miles de años viene luchando, sin tregua y sin la esperanza de una victoria cierta, el pensamiento humano. Cons­ciente de la enorme trascedencia de este legado de preocupaciones y angustias humanas, en constante re­novación e incremento, él reconocerá que seguirán siendo eternamente problemas la existencia de Dios, la revelación, la inmortalidad, la autoridad de los textos bíblicos.

En la posición de estos problemas, en el recono­cimiento de su legitimidad y en la respetuosa absten­ción que Nietzsche, después de mirarlos de frente y pensarlos en relación directa y punzante con nuestro destino, adopta ante ellos, podemos atisbar la acti­tud radical con que los enfocará en el futuro, pre­sentir la sinceridad y ,valentía de las hondas respues­tas que había de darles, cuando el pensador, para sa­lir de su encrucijada y desgarrar los velos que la co­bardía y las concesiones humanas habían arrojado so­

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bre ellos, tuvo que afilar su decisión, tirar por la bor­da el peso muerto de las opiniones recibidas y acata­das y dar el salto mortal hacia una verdad que, para él, significaba posibilidad de nueva vida para la agos­tada criatura humana, de rejuvenecimiento y salva­ción para la desecada y rutinaria cultura moderna. Abstenerse ante tales problemas no era, pues, para un espíritu como el de Nietzsche, dar la callada por respuesta, sino, abrazarse a ellos inquisitivamente, tan urgido por la necesidad de responder con una actitud clara y rotunda que su pensamiento alcanzaría des­pués, bajo tal acicate, esa tensión —tensión del arco — de la que sale zumbando la flecha.

Tal estado de ánimo nos explica que el joven Nietzsche — cuenta sólo veinte años— al plantearse el problema de la religión, adopte una actitud de reserva ante las cuestiones suscitadas por la actuali? dad que de nuevo cobra la Vida de Jesús, de Strauss. Su adhesión al cristianismo comienza a debilitarse poco a poco. A algunas consideraciones epistolares de su hermana, en las que. ésta, que era creyente, le dice que supone trabajo creer en los misterios del cristianismo, lo cual es signo de que son verdaderos, Nietzsche, en carta fechada en Bonn el 11 de junio de 1865, le responde, planteando agudamente el pro­blema: “Creo poder admitir en parte tu máxima, de que lo verdadero está siempre del lado de lo más difícil. Sin embargo, es muy difícil .comprender que

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2 x ,2 no sean 4, y no por ser difícil resulta verdade­ro. Además, ¿es en realidad tan difícil aceptar sen­cillamente todo aquello en lo que ha sido uno educado, todo lo que poco a poco ha ido echando profundas raíces en nosotros, aquello que es tenido por verdade­ro en el ambiente familiar y en el de muchas perso­nas excelentes, y que además consuela y eleva real­mente a los hombres? Aceptar todo esto, ¿crees tú que es más difícil que emprender nuevos caminos en lucha contra el hábito, en . medio de la inseguridad de marchar solo presa de frecuentes vacilaciones del espíritu y hasta de la conciencia moral, desconsolado a veces, pero ¡siempre vuelto al eterno fin de lo ver­dadero, lo bello y lo bueno? Lo que se desea ¿es aca­so dar con aquella concepción del mundo, de Dios y de la redención, más cómoda para nosotros? Para el verdadero buscador, ¿no es el resultado de su bús­queda algo del todo indiferente? ¿Buscamos paz, tran­quilidad y dicha? No; buscamos sólo la verdad, aun­que esta fuese repulsiva y horrible. Una última pre­gunta : Si desde la infancia hubiéramos creído que to­da salud espiritual pos venía de otro que no fuera Jesús, de Mahoma, por ejemplo, ¿no es seguro que hubiéramos sido partícipes de las mismas gracias? Sólo la fe salva —no lo objetivo que se oculte tras una creencia... Toda verdadera fe es siempre infalible; da lo que el creyente espera encontrar en ella...— Aquí se separan los caminos de los hombres: ¿quieres

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paz espiritual y felicidad?, cree; quieres ser un após­tol de la verdad, entonces busca” ( 1) .

El ambiente de la 4vida estudiantil de Bonn no agradó a Nietzsche, que, habiendo hecho la experien­cia, no logró adaptarse a las costumbres y orientacio­nes ideológicas de los Vereine, las famosas sociedades estudiantiles, tan expresivas, en ciertos aspectos, de la vida de las ciudades universitarias alemanas. En la creencia de que las mismas un resultado positivo pue­den aportar, mediante hábitos y convivencia, a la for­mación espiritual del estudiante, ingresa a una de ellas, para luego abandonarla, sabiendo ya que no era algo que se aviniese con su temperamento y aspiraciones. No obstante, su juicio acerca de las mismas no es del to­do peyorativo. En carta, fechada en Bonn en mayo de 1865, contestando a una de su amigo el barón de Gersdorff, en la que éste censura el carácter de las So­ciedades estudiantiles, le dice a este respecto: “Si, co­mo dices, compartes ahora la opinión de tu hermano acerca de las Sociedades de Estudiantes, sólo me resta

( i) Todas las citas de los textos de Nietzsche las hacemos, en cuanto provienen de las obras, de acuerdo a la edición en pe­queño octavo, en 16 volúmepies, de Nietzsche’s Werke, de la A- Kroner Verlag, que coincide en la paginación con la edición en gran octavo; en lo que respecta a la correspondencia, de acuerdo a la gran edicción Friedrich Nietzsche-Werke und Briefe; Histo- risch-Kritische Gesamtausgabe. ordenada por el ‘‘Nietzsche-Ar- chiv” y publicada por Wilhelm Hoppe en la C. H. Beck’sche Verlag, Müntíhen, de la que han aparecido, ¡hasta 1940, 8 volú­menes, 4 de la obra y 4 de cartas.

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admirar la fuerza moral con que, para aprender a na­dar en la corriente de la vida, te has arrojado a un agua turbia, casi fangosa, y dentro de este elemento te ejercitas. Perdona la dureza de la imagen, pero se me ocurre que es acertada. -—Hay, sin embargo, en esta cuestión algo de verdadera importancia. Aquel que, siendo estudiante, quiera conocer su época y su pueblo, tiene, necesariamente, que ingresar en un Verein. Estos, y sus diferentes orientaciones, le per­mitirán determinar con la .mayor exactitud posible el tipo de hombre de su generación. . . Ahora bien, al intentar esta experiencia personal, hay que guardarse de ser influido por el ambiente en que se entra. La costumbre es una fuerza monstruosa. Mucho se pier­de al perder la indignación moral sobre algo de lo malo que cotidianamente acontece en torno de noso­tros, por ejemplo, sobre el excesivo beber y la embria­guez, y también respecto al desprecio y la burla de otros hombre y otras opiniones”.

Decepcionado, con un sentimiento de insatisfac­ción interior, abandona Bonn, sin sentir, según lo con­fiesa, la más leve pena al alejarse de un lugar tan be­llo, tan sugestivo por su florido contorno, y la alegría juvenil que lo exaltaba, tornándolo acogedor. Nietz­sche había hecho su primer año de estudios, y no vol­vería más a esta ciudad universitaria, pues había re­suelto terminarlos en Leipzig, adonde se traslada el año siguiente, inscribiéndose de inmediato en su Uni­

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versidad. Aquí se le abren nuevos horizontes no sólo en lo atinente a las materias de la especialidad que cursaba, sino también a problemas hacia los cuales habían comenzado a gravitar fuertemente sus otras inquietudes, de orden espiritual y cultural. Sobre to­do, un encuentro inesperado, verdadero acontecimien­to, punto de partida de un giro decisivo en su desa­rrollo intelectual, en la formación de su concepción del mundo y de la vida, abre cauce y orienta su in­quietud: un azar, ese azar que está en el camino del curioso de los libros, del que los hojea con la secreta esperanza de que le ^revelen algo ya entrevisto, que no pudo ser fijado y asido por la idea, de sorprender en ellos un pensamiento capaz de imantar su pasión, de ponerlo sobre la ruta de lo que busca. Es así que Nietzsche da con un libro, titulado Die Welt ais Wille und Vorstellung, cuyo autor le era hasta entonces desconocido. De este modo, por un azar venturoso, descubrió a Schopenhauer. Su lectura lo embarga y lo deslumbra; ahora se encuentra con el guía que ne­cesitaba para emprender la ¡marcha anhelada, para buscarse a sí mismo y, en esta tarea, imprimir una di­rección firme a su vida espiritual y satisfacer sus exi­gencias formativas.

Desde que se adentra en la lectura de Schopen­hauer, comienza Nietzsche a respirar en una asmós- fera entre cósmica y humana, escenario de la epifa­nía de la voluntad; toma nota quizás de que el mun­

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do, además de ser “mi representación”, lo cual no es una verdad nueva, es esencialmente “mi voluntad”, voluntad que, más allá de la humana autoconciencia, alienta potente y misteriosa en la oscura profundidad del ser y, como principio cósmico supremo, se objeti­va en las múltiples formas de la naturaleza, aunque ella tienda en el hombre a .su propia negación y ani­quilamiento, para ofrecerle, con paradójica genero­sidad, la única escapatoria al dolor en que se cifra su vida anhelante y efímera.

El joven estudiante de filología se enciende en fervorosa devoción por el pensador y la obra; en adelante el influjo de las ideas de Schopenhauer estará bien manifiesto en el pensamiento de Nietz­sche y en sus expresiones más íntimas y personales Así, en carta a su amigo el barón de Gersdorff, fechada en Naumburg el 7 de abril de 1866, le infor­ma que durante las vacaciones que está pasando es­tudia mucho y que el trabajo sobre “Theognis”, que prepara, ha adelantado considerablemente, y agre­ga: “Tres cosas me distraen y me proporcionan des­canso en mi tarea, aunque ellas constituyan extrañas distracciones: Mi Schopenhauer, música de Schumann y solitarios paseos. Ayer anunciaba el cielo una es­pléndida tormenta; subí a una vecina colina llamada “Leusch” (quizás tú puedas aclararme esta denomi­nación) y encontré arriba un hombre que, con su hi­jo, se aprestaba a degollar dos corderos. La tempestad

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descargó con tremenda fuerza y lluvia y granizo, pro­duciendo en mí una incomparable exaltación y ha­ciéndome conocer que sólo llegamos a comprender jus­tamente la Naturaleza cuando’en su seno nos refugia­mos huyendo de nuestros cuidados y aflicciones, ¡ Qué significaba para mí en aquel momento el hombre y su voluntad inquieta! ¡Qué el eterno Tú debes o Tú no debes! ¡Cuán distintos son el rayo, la tormenta, el granizo, fuerzas libres sin ética alguna! ¡Cuán felices y poderosos; son voluntad pura, no enturbiada por la inteligencia!”

¿Qué encontró Nietzsche en Schopenhauer, en el altivo y agrio eremita de la filosofía, que había de suscitar en él una admiración tan férvida por el pensador y sus ideas, por el escritor, por su estilo hu­mano? 0 dicho con más exactitud, ¿qué buscaba Nietz­sche ansiosamente, con íntima desazón, movido por una apetencia de todo su ser, que sólo iba a encon­trarlo en el filósofo de El Mundo como Voluntad y Representación, haciendo de él el mistagogo de un cul­to apasionado, casi esotérico, “inactual”, ante el cual se inclinaría emocionado y reverente para tributarle fidelidad y amor?

La respuesta nos la daría, lúcida y penetrante, en la tercera de sus magistrales Unzeitgemasse Betrach- tungen, sugestivamente titulada (título que ya es un homenaje) Schopenhauer ais Erzieher (1874). Aquí

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nos dirá, anticipándonos el motivo fundamental de su búsquedaf; “Tenemos que responsabilizarnos de nues­tra existencia ante nosotros mismos; por consiguien­te queremos nosotros también presentarnos como los verdaderos pilotos de esta existencia y no permitir que ésta se asemeje a un azar irreflexivo, sin ideas”. Es el problema que se le plantea.a todo hombre joven que ha de emprender la tarea de su formación espiritual. Cuando un alma joven, echando una mirada retros­pectiva a su vida, inquiere por aquello que ha ama­do y se ha sentido atraída, debe estar en condiciones de hacer desfilar ante sus ojos los objetos a los que ha tributado veneración, únicos capaces de revelarle la ley esencial de su verdadero ser. Nietzsche, al descri­bir el acontecimiento de su primer vistazo a la obra de Schopenhauer y el consiguiente asombro ante la mag­nitud del hallazgo, se remonta a la idea que imperio­samente había dominado su espíritu juvenil: “Cuan­do en otro tiempo, con corazón alegre desbordaba en deseos, pensaba para mi coleto, que el destino podría eximirme del terrible esfuerzo y deber de educarme si encontrase a tiempo un filósofo para educador, un verdadero filósofo, a quien, sin más hesitación, pu­diera obedecer porque confiaría mas en él que en mí mismo”. El alma a educar está constituida por un cú­mulo de fuerzas que deben ser llevadas a una ponde­rada unidad mediante su armónico equilibrio. Se tra­ta, como subraya Nietzsche, nada menos que de medir

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la dificultad en que consiste la tarea de educar a un hombre para que se haga hombre.

Trabajado por estas ideas y aspiraciones, Nietzsche conoció la obra de Sehopenhauer. Este, por la auste­ridad de su pensamiento, por su insobornable vera­cidad, surgió ante sus ojos como el educador apetecido, como el auténtico modelo que buscaba, que tanto tiem­po había echado de menos. Su atención se concentró en él porque satisfacía plenamente lo que su espíritu reclamaba, o sea, que un filósofo, para atraer su preo­cupación y merecer su preferencia, fuese capaz de darle un ejemplo. Sentía que hasta entonces no había encontrado al filósofo capaz de orientarlo en los gran­des problemas de la vida, de enseñarle, con su ejem- plaridad, a buscar su propio camino, a desarrollar su ser interior. “Tus verdaderos educadores y formadores te delatan lo que es el verdadero sentido primario y la verdadera sustancia fundamental de tu ser, algo que de por sí no es educable ni formable y que en todo ca­so es de . difícil acceso, algo constreñido y paraliza­do. Tus educadores no podrían, para tí, ser otra co­sa que tus liberadores”. La verdadera cultura ha de entenderse como una liberación. El mejor medio pa­ra encontrarse a sí mismo y vivir de acuerdo a la ley esencial de nuestro ser es dar a tiempo con un ver­dadero educador. Sólo éste puede liberarnos, asimis­mo, de las insuficiencias y limitaciones de la propia época, enseñándonos a ser veraces y auténticos tan­

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to en nuestro pensamiento como en nuestra vida y nuestra conducta. Esto significa, según Nietzsche, que él ha de enseñarnos a ser “inactuales”, en el sentido profundo de que no hemos de ser desleales con nues­tro pensamiento para satisfacer exigencias del am­biente y los modos corrientes de pensar. Es lo que le enseñó a él Schopenhauer, es decir, a ser decidida­mente inactual.

“Yo pertenezco a aquellos lectores de Schopen­hauer que después de haber leído la primera página, saben con seguridad que leerán toda la obra y escu­charán cada palabra dicha por él. . . Le comprendí como si él hubiera escrito para mí, para expresarme de una manera inteligible, aunque simple y sin mo­destia . . . Su lenguaje es una expresión leal, ruda y cordial, ante un oyente que escucha con amor. Care­cemos de escritores así. El poderoso sentimiento de bienestar de quien nos habla se apodera de nosotros con las primeras inflexiones de su voz; nos acontece como cuando penetramos en un bosque de altos y vi­gorosos árboles, de pronto respiramos profundamen­te y nos sentimos de nuevo revivir”. Sólo existe un escritor con quien, en este respecto, puede comparar­lo, y es Montaigne, encomiando la probidad de ambos y, sobre todo, esa serenidad que los caracteriza y que, en pensadores de su linaje, es el resultado de una vic­toria, vale decir de una lucha contra esas inclinaciones

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y pasiones que enturbian el juicio y no inclinan el es­píritu a la ecuanimidad y la ponderación.

En cuanto al mensaje mismo de Schopenhauer, a su concepción del mundo y de la vida, le otorgaba Nietzsche una significación especial. Después de Kant, de su criticismo de raíz y proyección iluministas, de su frío enfoque gnoseológico de la única realidad ac­cesible a nuestro intelecto, el autor de El Mundo co­mo Voluntad y Representación se le aparecía como el guerrero que desde las profundidades de la renun­ciación escéptica nos conduce a la cima de la contem­plación trágica, dándonos una imagen de conjunto de la vida. En esto precisamente él se nos muestra grande, en que es fiel a esta imagen y la sigue. Toda gran filosofía nos da siempre una imagen de la vida total, en la cual podemos ver reflejado el sentido de nuestra propia vida, pudiendo, inversamente, noso­tros volver las páginas de ésta para sorprender en ellas algunas de las enigmáticas cifras de la vida cós­mica. Es andando este camino que el individuo retor­na a sí mismo, para darse cuenta de sú propia limita­ción, de sus necesidades y miserias, y conocer, así. el único consuelo y antídoto, que no pueden consistir en otra cosa que en el sacrificio del propio yo, en la sumisión a las más puras intenciones y, sobre todo, a la piedad, flor suprema que sólo nos es dable coger cuando, trás largo y sincero esfuerzo de superación, hemos alcanzado la otra orilla de la corriente tur­

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bulenta del deseo, llegando hasta la reconcilación del Ser y del Conocer. Esta aspiración vehemente y sos­tenida puso a prueba la naturaleza de Sehopenhauer; la fuerza de tal deseo no pudo destruirla ni siguiera endurecerla. El temple de su espíritu era tal que com­prendió y aceptó el vivir como una manera de estar en constante peligro.

Nietzsche destaca que, en Sehopenhauer, el deseo que ló llevaba a afirmar la necesidad de una natura­leza fuerte, de una humanidad sencilla y de impulsos sanos no era más que el deseo de hallarse a sí mismo; y que en cuanto logró vencer en sí mismo el espíritu de la época, descubrió el genio que habitaba en su alma. Así le fué revelado el secreto de la naturaleza y cayó el velo con que las ideas dominantes y con­venciones de esta época pretendían ocultarle este ge­nio. Desde ahora, cuando su mirada se detenía sobre la inquietante interrogación acerca del valor de la vida, no necesitaba ya pronunciar su anatema sobre un tiempo débil y lleno de confusiones, sobre una existen­cia turbia, indecisa y saturada de gazmoñería. Estaba perfectamente seguro que sobre esta tierra cabe en­contrar y alcanzar algo mucho más puro y elevado que una existencia tan actual, tan nivelada por el hoy y sus epidérmicas tendencias y reacciones. Por consi­guiente sería cometer una injusticia con la vida si só­lo se la juzgase y valorase por este feo y superficial aspecto suyo, enteramente condicionado por el carácter

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de la época. Lejos de caer en esta ilusión negativa, el filósofo educador invoca el genio, ese genio que lo ha­bita y que en lucha con su tiempo le fuera revelado, para saber con certeza si puede justificar el supremo frutó de la vida y, en última instancia, la vida misma.

El autor de esta Consideración inactual no se limi­ta a mostrarnos el hombre ideal que actúa en Schopen­hauer y en torno de él, sino que, tomando como pun­to de partida este ideal, nos muestra también cómo es posible entrar en comunicación cordial e intelectual­mente con un fin trascendente mediante una actividad regular, es decir, pone de manifiesto que este ideal tiene la virtud de ser un ideal educador, residiendo en esto su valor formativo. Por una actividad personal y regular se puede entrar en comunicación con este ideal, el cual propone nuevos deberes. Estos no son los deberes de un solitario, cuyo cumplimiento quede re­cluido, sin trascender, en el ámbito de la vida indivi­dual, sino que, por, el contrario, con su aceptación y la voluntad de cumplirlos se entra a formar parte de una comunidad perfectamente caracterizada, podero­sa, cuya vida y cohesión no es mantenida por formas y leyes externas, sino por una idea fundamental, en la que todos sus miembros coinciden. Esta 110 es otra que la idea fundamental de la cultura, en cuanto ella nos coloca a cada uno de nosotros ante una tarea úni­ca: “acelerar en nosotros y fuera de nosotros el ad­venimiento del filósofo, del artista y del santo, y de es­

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te modo trabajar en la plena realización de la natura­leza”. La naturaleza necesita, con un fin metafísico, que no es otro que la propia explicación de sí misma, la conciencia de sí misma, tanto del filósofo como del artista; y también tiene necesidad del santo, que es en quien se opera aquella última y suprema humanización hacia la cual toda la naturaleza impulsa y lleva para su salvación, para su liberación de sí misma. Sehopen- liauer debió enseñar de nuevo el pesimismo a una épo­ca decadente para estimular y promover una futura comunidad de filósofos, de artistas y de santos. La cul­tura exige, si hemos de atenernos fielmente al princi­pio del ideal superior del hombre sehopenhaueriano, que aceleremos la venida de semejantes hombres, que infatigablemente luchemos contra todo aquello que nos ha impedido alcanzar la más alta plenitud y reali­zación de nuestra existencia, y devenir verdaderas con­creciones del hombre definido y exaltado por Schopen­hauer.

La lucha por la cultura y, correlativamente, la guerra contra las leyes, hábitos e influencias que des­conocen y vulneran su esencia, no tienen otro fin que la producción del genio, que acelerar la formación de los grandes hombres. Pero no se ha de entender por cultura el fomento de la ciencia, pues ésta, en su fri­gidez y sequedad, nada sabe de las aspiraciones supe­riores y del profundo sentimiento de imperfección que aguijonea al espíritu empeñado en la conquista de una

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forma suprema de realización humana; carece de amor y no se percata de la existencia de los grandes hom­bres apasionados y, por lo mismo, únicamente ve en el sufrimiento algo incomprensible e insólito, porque ella no atiende a nada más que a sus problemas, al rendimiento objetivo de sus inducciones, cuantificadas con implacable frialdad.

Nietzsche distingue el sabio, modelado sobre la ta­rea y fines de la ciencia, del filósofo, siendo bastante duro en su juicio acerca del tipo humano en que, en la época moderna, ha encarnado el primero. Un filó­sofo, para él, es, a la vez, un gran pensador y un hom­bre verdadero; de un sabio, en cambio, difícilmente ee ha podido hacer lo último. En elogio de Schopen- hauer, el filósofo educador, afirma que tuvo la ven­taja, además de sus dotes geniales, de no haber sido destinado ni educado para sabio.

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III.-LA MUSA TRAGICAEn las ideas sobre la existencia y la metafísica de

la voluntad de Schopenhauer tiene una de sus más profundas raíces la problemática en que había de cen­trarse el pensamiento de Nietzsche, cuya concepción al alcanzar su pleno despliegue y madurez iba a diver­sificarse de la de su maestro, trastrocándose en ella fundamentalmente el signo antepuesto a la voluntad por el pesimismo schopenhaueriano.

Nietzsche, activo y en excelente estado de ánimo, apasionado por el arte y lleno de entusiasmo y admira­ción por el genio de la antigüedad clásica, que le iban revelando sus lecturas, lleva ya su segundo año en Leipzig. Sus estudios universitarios los realiza bajo el severo magisterio del gran filólogo clásico Federico Ritschl, de quien él dice que es su “conciencia cien­tífica”. En lo que se refiere a sus inquietudes filosó­

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ficas, a las ideas básicas que buscaba para orientar su formación personal, encuentra en Schopenhauer, en el pesimista sin sensiblería, un seguro guía intelectual. Además, su sed de arte, su entusiasmo siempre vivo por la música, halla un nuevo motivo de afán y un poderoso incentivo, promisorios de nuevas y complica­das satisfacciones espirituales, de fecundas inferencias estéticas e ideológicas: descubre el genio musical de Ricardo Wagner. Este atraviesa uno de los momentos más arduos de su carrera artítiea; lucha por imponer sus primeras grandes creaciones al público alemán, reacio y hostil hasta entonces al maestro, ante cuyas obras, llevadas a la escena después de vencer muchas dificultades, reaccionaba no sólo con una crítica mor­daz sino también con la burla. Ese público se resiste a aceptar la genial innovación de Wagner, repre­sentada por el drama musical.

Emoción y también desconcierto producen en Nietzsche las primeras obras de Wagner, lo que le lle­vó a adoptar, al principio, una actitud de reserva que traducía el estado indeciso de su espíritu ante la nueva música. Pero escuchó Los Maestros Cantores, y la per­fección magnífica de esta creación lo emocionó profun­damente, y desde entonces comenzó a rendir el tributo de su admiración al maestro, a la audición de cuyas obraa llevaría, en adelante, otro estado de ánimo, ra- >ano en la devoción. Así amplía su horizonte artístico, circunscrito hasta este momento a la música de Schu-

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mann, e infiere nuevas dimensiones estéticas y hasta la posibilidad de una revitalización de la cultura por el espíritu de una música capaz de infudir en las al­mas, niveladas en esta época por su falta de sentido pa­ra la grandeza, por sus plúmbeos sentimientos filisteos, el soplo vivificante del heroísmo y la tragedia.

Además, un acontecimiento de índole personal vi­no a fortalecer el estado de espíritu y las emociones que primicia artística de tal magnitud había suscitado en él. A principios de noviembre de 1868, en Leipzig, tuvo la oportunidad, satisfaciendo así lo que íntima­mente deseaba, de conocer al maestro, y trabar con él, en un momento ciertamente propicio, una amistad que cobraría tanta trascendencia en su vida, para después quebrarse en forma tan ruidosa y dramática para am­bos. Nietzsche se enciende en un fervor nuevo; pone en el arte innovador de Wagner su entusiasmo y su es­peranza, y piensa que ella es la música del porvenir, la que, regenerándola, elevará hasta la cima de la be­lleza trágica a la desmirriada y empobrecida alma mo­derna, la que inyectará nueva vida a la existencia exangüe dé una civilización que ignora que a la sere­nidad contemplativa, al arder sosegado de la llama del espíritu, sólo se adviene a través y después de las gran­des tempestades que sacuden al ser humano hasta en sus raíces. En la música de Wagner comenzaba a ru­gir el vendaval de la tragedia que traería, para una vi­

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da mezquina y sórdidamente utilitaria, la catársis sal­vadora.

Ahora, en el espíritu apasionado y fervoroso de Nietzsche va a conjugarse la admiración que siente por Sehopenhauer, el educador, el pensador ejemplar, con la que ya lo arrebata por Wagner, el mitólogo que nos presenta resurrecta, en apoteosis sinfónica, a la musa trágica. Desde el momento en que los dos astros se encuentran aproximados en la atmósfera de un amor, de una admiración que los envuelve de modo igualmente fuerte e ineseindible a ambos, ellos cons­tituirían la constelación que iba a presidir por algún tiempo, el del período inicial, la trayectoria vital e in­telectual de Nietzsche. Este le dice a Rohde, al rela­tarle, en carta fechada en Lepzig el 9 de noviembre de 1868, cómo conoció a Wagner y la fuerte impresión que le produjo este primer contacto con el maestro: “Comprenderás qué gran placer fué para mí el oirle hablar con calor indescriptible de nuestro filósofo, de­cir lo mucho que le tenía que agradecer y cómo había sido el primer filósofo que hubo reconocido la esen­cia de la música”. Y en otra carta del mismo mes, tam­bién a Rohde, escribe: “Pensemos en Sehopenhauer y Ricardo Wagner y en la indestructible energía con que mantuvieron erguida su fe en ellos mismos frente al “escándalo” de todo el mundo ilustrado

El ideario de Nietzsche comienza a plasmarse ba­jo el doble influjo de la filosofía de Sehopenhauer y

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la concepción revolucionaria del arte, aportada por Wagner, en un genial esfuerzo integrador de elemen­tos disgregados de una visión única, y ejemplicada de modo grandioso en su música, en el drama musical. Es así que, sobre la base dé una revaloración de los sen­timientos trágicos, de la necesidad de que la vida se sienta de nuevo exaltada por ellos, en suma, de un entusiasmo y ardor estético del sentimiento, él intenta conciliar los postulados de la metafísica de la voluntad de Sehopenhauer con las teorías del arte de Ricardo Wagner, fundadas precisamente en la unión, en la ar­mónica síntesis de esos elementos que el arte del pa­sado, en detrimento de su potente unidad originaria, babía separado, es decir en la íntima conjunción de música y drama, de poesía y música, de canto y plás? tica, y todos ellos enraizando en una vida caldeada por el fuego interior de la música, fuego purificador, atizado por el viento de la tragedia, por el pathos que dió su temple heroico a los personajes de la tragedia griega.

En la cuarta de sus Unzeitgemásse Betrachtungen, Ricardo ¡Wagner en Bayreuth (1875|76), Nietzsche destaca el significado de acontecimiento artístico sin par que reviste la representación de las obras de

. Wagner en el gran escenario de Bayreuth. En un am­biente creado expresamente para ellas, consultando to­dos los detalles requeridos por su grandiosa compleji­dad, en una atmósfera casi religiosa, que envuelve

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tanto a los espectadores como a los artistas que se mue­ven en la escena encarnando a los héroes mitológicos, acontece ahora el misterio sacro del renacimiento de la vida en el majestuoso vuelo de la música sinfóni­ca, del apogeo del hado, del fatum que desemboca en la soberana libertad de la belleza, en un mundo trans­figurado por el hechizo del arte. Nos dice que lo acometido en Bayreuth por Wagner es el primer via­je alrededor del mundo en el dominio del arte, en el cual, como parece ser, no sólo se ha descubierto uji arte nuevo, sino el arte mismo, pareciéndonos des­pués de esto que todas las artes modernas conocidas hasta ahora han llevado una penosa existencia eremi- taria o de artes de lujo, semidesvaloradas; que hasta los mismos recuerdos, incoherentes y mutilados, de un arte grande, verdadero, que la época moderna con­serva de los griegos, pueden esfumarse si no se sabe iluminarlos mediante una nueva interpretación. To­do el ruido y todas las imposturas que la cultura, es­tilada hasta ahora, ha producido acerca del arte deben causarnos el efecto de una vergonzosa impertinencia. El arte de Wagner habla un nuevo lenguaje a los hi­jos de una época miserable, prometiendo conducirles a un mundo también real, pero nuevo, donde impe­ra la verdadera luz. Parece decirles: tenéis necesidad de la iniciación en mis misterios, de sus emociones pu- rificadoras; familiarizaros con ellos para vuestra sal­vación.

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Nietzsche ve en el arte de Wagner el elemento catársico de que con urgencia necesitaba la cultura mo­derna, llena de pasiones subalternas y manchada por una repugnante idolatría. Como antídoto contra el rui­do que impúdicos propagandistas hacían en torno de esta cultura, que en vez de cultura le parecía más bien una feria de productos sin autenticidad con- el marcha­mo puesto en ellos por la disimulada hipocresía del filisteo, reclamaba, como un deber, el silencio, ese silencio de que los pitagóricos, con un sentido de pu­rificación religiosa, hacían voto durante cinco años. Por eso, ante tal espectáculo, para él, pues, sólo una consigna cabía: “¡Callarse y ser puro” !; condición previa y esencial para buscar con sinceridad y pasión los verdaderos caminos. Esta fué la misión de Wag­ner, cuyo arte traducía la aspiración hacia una cul­tura enraizada en la vida, la necesidad de restaurar el espíritu en su libre actividad, en su tarea peculiar, la que sólo cobra significado y adquiere real influjo en las sociedades humanas en la medida en que, aten­ta a las germinaciones del presente y a las posibilida­des del futuro, se nutre de impulsos creadores y re­novadores.

Para estar a la altura de esta misión gigantea y dar­le cima en la creación artística, en el lenguaje poli­fónico de sus obras, Wagner tuvo que asimilarse, sin ahorrar esfuerzo, el más alto grado de cultura, alle­gando en creciente cantidad materiales y elementos

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por todos lados y de la más heterogénea procedencia y coordinarlos y unificarlos, transfomándolos en pro­pia sustancia. Para abarcar en unidad orgánica tal cú­mulo de conocimientos, para vivificar y modelar ar­mónicamente el saber asimilado necesito ser, a un tiempo, el filósofo, el historiador, el esteta, el estilista, el mitólogo y poeta mítico; tuvo que renovar el dra­ma simple, descubrir la correspondiente posición de las artes en la verdadera sociedad humana, interpretar poéticamente las pretéritas concepciones de la vida.

El enorme conjunto de conocimientos que, para serlo todo, necesito reunir Wagner no llegó a paralizar su voluntad de acción, a desperdigarla en tanto deta­lle atrayente. Nietzsche destaca encomiásticamente la admirable maestría con que supo sortear todos estos peligros, preservar la unidad de su potencia creadora en medio de tan dispares elementos, abarcados en un solo contacto genial, y afirmarse en la originalidad de una actitud, cuya medida puede suministrarla compa­rativamente un parangón con aquella que caracterizó a Goethe, el gran antípoda de Wagner. Lo que Wagner encuentra en los estudios históricos y filosóficos no es el reposo del espíritu, los efectos calmantes y contra­rios a la acción que estas disciplinas producen.. Tam­poco él buscaba tales calmantes para la fiebre de ac­ción, de lucha, de trabajo en que ardía, y de los que no lo distrajeron su familiarización con los diversos do­minios de la cultura y el estudio de sus problemas. La

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historia es arcilla para la fuerza creadora que lo posee. La posición que adopta frente a ella no es la usual de los sabios y eruditos, asemejándose más bien a la rela­ción en que estaban los griegos con sus mitos, a los que consideraban como algo que se modela y recrea poéti­camente con amor y una especie de recogimiento te­meroso, pero sin abdicar del derecho soberano del creador. La fuerza poética, modeladora de Wagner se afirma y triunfa porque no imagina ideas abstractas, sino fenómenos visibles y sensibles, es decir, piensa de una manera mítica, como el pueblo ha pensado siem­pre. Es que el mito no se basa en una idea abstracta; él es la idea misma, encierra una representación del mundo, evoca y conjura una serie de hechos vividos, acciones y dolores.

Porque la historia es, para Wagner, tan cambian­te como un sueño, puede dar concreción poética, en un hecho, en un acontecimiento particular, al carác­ter peculiar de una época entera y lograr, en la expo­sición y en la representación simbólica, un grado de verdad, que jamás puede ser alcanzado por el his­toriador. En los estudios históricos y filosóficos no só­lo encontró armas para su empresa, sino que en ellos supo recoger el soplo de inspiración que se eleva de la tumba de los grandes luchadores, de los grandes pensadores y de todos los grandes angustiados que apu­raron el dolor y la tribulación. Para Nietzsche, toda esta lucha, que es la lucha del individuo contra lo que,

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bajo la forma de una necesidad ineluctable, se opone a sus designios creadores, está patente en la imagen que nos ofrece la obra de Wagner, obra trágica, que cobra su pleno y profundo sentido para los que afron­tan el combate y saben encontrar en ella un bálsamo para sus heridas. El arte, nos dice, no es un remedio ni un estupefaciente mediante el cual pudiéramos li­berarnos de todas las circunstancias miserables de la existencia. La mirada llena de misterio con que la tra­gedia nos contempla no es un hechizo que nos ador- , mezca y paralice. Mientras ella nos mira, pide de nos­otros calma, pues el arte no está hecha para la lucha misma, como un estimulante, propio para enardecer al combatiente, sino para los momentos de calma antes o en medio del combate, para aquellos minutos en que por la evocación o el presentimiento comprendemos lo simbólico y, con el sentimiento de una suave fatiga, nos invade un ensueño restaurador. Es que el arte no puede servirnos de educador ni orientarnos en la ac­ción inmediata; el artista no es nunca un mentor ni un consejero. Lo que hallamos deseable y encomiable en el héroe a que da vida la obra de arte, mientras ésta ejerce su hechizo sobre nosotros, no posee, en la vida real, el mismo valor y rara vez se nos ofrece como dig­no del esfuerzo y del sacrificio. Precisamente, por esta distancia e incompatibilidad entre los héroes que re­presenta la tragedia y la vida real, “el arte es la acti­vidad del hombre que reposa”.

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Por encima de los múltiples seres que, según Nietzsche, animados por una pasión poderosamente in­dividualizada, hacen oir su voz en la música de Wag­ner, por encima del soplo huracanado de las contradic­ciones, impera una gran inteligencia sinfónica que, to­cada de un designio superior, inspirada por una razón suprema, hace nacer la concordia y la paz del seno mismo de la guerra, del encuentro tempestuoso de las pasiones y contradicciones. Para él, la música de Wag­ner en su conjunto es cahal imagen del mundo tal co­mo éste fué concebido por el gran filósofo de Efeso, o sea como armonía engendrada por la lucha, como uni­dad de justicia y enemistad. En síntesis, para Nietzs­che, Wagner, el músico, en la convicción de que no de­be existir cosa alguna necesariamente muda, ha dado voz y prestado acento a todo lo que hasta el presente no podía o no quería expresarse en la naturaleza. Cuando el filósofo, es decir Schopenhauer, que, para esta etapa del pensamiento nietzscheano, es el filósofo por antonomasia, dice que existe una Voluntad que, tanto en la naturaleza animada como en la inanimada, tiene sed de existencia, el músico, es decir Wagner, añade que esta Voluntad quiere, en todos sus estadios, una existencia en el mundo de los sonidos, busca expre­sar sus potentes impulsos, revelar en la música sus ocultos y trascendentes designios. El soplo de la tra­gedia, subraya él, ha pasado por la existencia de Wag­ner y por todo aquello a que su arte ha dado vida e

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infundido superadora inquietud. Las almas que pue­den adivinar algo de todo esto, aquellas para las cua­les no son ideas y sentimientos extraños la ilusión trá­gica acerca del fin de la vida y el renunciamiento y la purificación por medio del amor, tienen que recordar, en lo que Wagner nos muestra en la obra de arte, el aletazo fugaz del ensueño de una propia existencia heroica, en la que alentaba el grande hombre.

En esta valoración ditirámbica que nos da Nietz­sche del arte de Wagner están ya en pleno desarrollo sus ideas sobre la tragedia y su íntima relación con la música y aquellas acerca del significado del arte para la vida; se encuentra también pre-bosquejada, sobre la ba­se de una concepción dionysiaca del mundo y de la vida, su ulterior filosofía. Etapas de aquel desarrollo habían sido Die Geburt der Tragódie, las tres anteriores Un- zeitgemásse Betrachtungen, además una serie de ensa­yos, fundamentales algunos, en que se expresan ideas y motivos estéticos y filosóficos afines con los que constituyen el tema básico de aquellas obras. Pero pa­ra comprender el significado y alcance de esta temáti­ca, para valorar sus impulsos centrales, en una palabra, para asistir al despliegue y elucidar la motivación fun­damental de aquellas ideas de Nietzsche, tenemos que retomar la vida de éste donde la hemos dejado, en Leipzig.

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IV. - LA CONCEPCION DIONYSIACANietzsche cursa su último año de estudios en Leip­

zig y, pensando que muy pronto estarían ya termina­dos, se forja un sinnúmero de ilusiones acerca del tiem­po de plena libertad de que, antes de afrontar las pro­saicas obligaciones de la vida, quería disfrutar, para dedicarlo a tranquilas lecturas sobre las cuestiones que más lo inquietaban, a viajes, que había proyectado y hasta imaginativamente pregustado, en fin, al ocio im­productivo pero espiritualmente fecundo del ensue­ño, del libre divagar, que ansian y necesitan, como in­centivo para la labor intelectual, las naturalezas super­abundantes y creadoras. Pero todas estas perspectivas halagüeñas se truecan súbitamente para él por el ros­tro severo de una nueva e inmediata responsabilidad, cuya existencia ni remotamente había podido sospe­char. La Universidad de Basilea quería nombrarlo profesor de filología clásica, habiéndolo consultado respecto a esta posibilidad a su maestro Ritschl, quien, autorizado para formular la propuesta al candidato, au

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discípulo, causó en éste profunda sorpresa con seme­jante noticia. Nietzsche, que a la sazón tenía veinti­cuatro años y que no había obtenido aún su título uni­versitario, comprendió la importancia de la seductora oportunidad que se le brindaba y el bonor que con ella se le discernía, pero, no obstante, tironeado por su ansia de libertad interior, por ensueños amorosamente acariciados, todavía duda sobre si debe aceptar un ofrecimiento tan tentador, que venía a imprimir a su vida un rumbo inesperado y fuera de las previsiones trazadas con respecto a su futuro inmediato. Sin em­bargo, el influjo y los casi paternales consejos de Rits- cbl lo persuaden, y él acepta; su destino profesional estaba decidido: sería profesor en la Universidad de Basilea. Sin el requisito último de la tesis doctoral, y teniendo sólo en cuenta sus optimos trabajos anterio­res y sus excepcionales aptitudes, la Universidad de Leipzig le otorga diploma. Federico Nietzsche era ya profesor al lado de sus profesores.

Antes de trasladarse a Basilea, va a pasar unas se­manas con su familia, en Naumburg; es su despedida. La víspera de la partida, en carta al barón de Gers- dorff, fechada el 13 de abril de 1869, da expresión a los sentimientos e inquietudes que lo embargan, al melancólico y desazonado estado de alma que experi­menta ante la nueva y difícil labor en que va a em­peñar su esfuerzo y a probar su capacidad. Le dice a su amigo: “El último plazo ha expirado. Ha llegado

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la última noche que paso en mi patria; mañana tem­prano partiré hacia el vasto mundo para dedicarme a una nueva y no acostumbrada actividad, en una pesa­da atmósfera de deberes y trabajo. De nuevo hay que decir adiós; ha pasado sin remisión la dorada época de libre actividad ilimitada, del presente soberano, del gozar del mundo y del arte como espectador desin­teresado o, por lo menos, apenas interesado. Ahora reina la severa Diosa de la obligación cotidiana... No encuentro en mí todavía, ni por asomo, esa propen­sión a la gibosidad, característica del profesor ¡Zeus y todas las musas me preserven de ser filisteo, hombre abandonado por las musas, hombre gregario! Además no sé cómo me tendría que arreglar para llegar a ser­lo, ya que actualmente no lo soy. Cierto que estoy ex­puesto ahora a una clase de filisteísmo, la del hombre especializado, pues es muy natural que el peso cotidia­no y la continua concentración del pensamiento so­bre determinadas cuestiones y sectores de la ciencia emboten la libre sensibilidad, y ataquen, en sus raíces, al sentido filosófico. Pero me imagino que podré li­brarme de este peligro con más calma y seguridad que la mayor parte de los filólogos. La severidad filosó­fica ha enraizado muy profundamente en mí, y el gran mistagogo Schopenhauer me ha mostrado con de­masiada claridad los verdaderos y esenciales proble­mas de la vida y el pensamiento para que tema nunca llegar a una vergonzosa apostasía de la “Idea”... Si he-

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mos de llevar al exterior el aporte de nuestra vida, in­tentemos, al menos, emplearla de manera que, cuan­do la felicidad nos redima del esfuerzo que le hemos exigido, los demás la estimen y bendigan como va­liosa”.

Con el establecimiento de Nietzsche en Basilea y la iniciación de sus tareas docentes comienza, puede decirse, una nueva vida, para él. Es una etapa de su pensamiento, caracterizada por el entusiasmo y el fer­vor que pone en la búsqueda de una verdad en que poder asentar su propia concepción del mundo y de la vida, ya en germinación, de un ideal de la cultura que se avenga con las más altas exigencias de la vida, que se inspire, haciéndole justicia, en la vocación creadora del espíritu, siempre urgido hacia nuevas metas y conquistas, siempre necesitado de brillar y afirmarse en sus obras y, más allá de estas, en su lumi­nosa plenitud de potencia rectora de los afanes hu­manos. Para el desarrollo y armónica estructuración de estas ideas, para avanzar por este camino, en cuyo rumbo, atisbaba quizás muchas cosas originales y fe­cundas, tenía un punto de partida y un norte en la fi­losofía de Sehopenhauer, y un poderoso incentivo en el ideal estético de Ricardo Wagner, su futuro ami­go, a quien acompañaría y secundaría espiritualmen­te en la lucha por este ideal.

Al instalarse en Basilea, Nietzsche se encontraba lleno de temores respecto al género de vida que esta­

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ría obligado a llevar, en un ambiente social que le era desconocido y del todo nuevo en lo universitario e in­telectual. Temía, alejado del círculo de sus amigos y de sus afectos familiares, sentirse demasiado solo, pri­vado de toda convivencia intelectual amistosa, sin el “pensamiento que consuene y rimé” con el suyo; la sola idea de esta soledad lo inquietaba y entristecía. Pero sus temores eran, felizmente, infundados, pues la vida y la actividad a que ingresaba le tenían reserva­das más de una sorpresa agradable y confortadora. En la Universidad encuentra excelentes colegas, que lo acogen cordialmente; hace amistad con Jacobo Burck- hardt, que adquiriría merecida fama como esteta e his­toriador del arte, y con el economista Schonberg, com­placiéndose en el trato personal de ambos. Pero lo que había de colmarlo de satisfacción, alejando su te- jnor a la soledad, fué una circunstancia inespera,- da, algo que él estaba lejos de sospechar: Ricar­do Wagner se había instalado en Tribschen, cer­ca de Lucerna, en una villa a orillas del lago. Nietz­sche se dirige al retiro del maestro y, desde la prime­ra entrevista, el fugaz encuentro de Leipzig se con­vierte en amistad. Desde entonces, Tribschen es, para Nietzsche, meta y solaz de los días libres, lugar de la más alta y fecunda convivencia espiritual. En carta a Ja madre, fechada en Basilea en junio 1869, le dice a este respecto: ”De la mayor importancia para mí es el tener, en Lucerna, no tan cerca como lo deseara,

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pero tampoco tan lejos que no puedan aprovecharse los días libres para reunimos, al amigo y Vecino más deseado: Ricardo Wagner, que, como hombre, és en­teramente de igual grandeza y singularidad que co­mo artista.. . La villa de Wagner, maravillosamente instalada, se levanta a la orilla del lago, al pie del Pi- latus, en una encantadora soledad de lago y monta­ña. Vivimos allí en la más animada conversación, den­tro del más amable círculo familiar y completamente apartados de la trivialidad vulgar de las reuniones sociales. Esto significa para mí un gran hallazgo”.

En lo que se refiere a su actividad docente, las pri­meras experiencias son distintas de las que, con un poco de pesimismo, se había imaginado; sus aprensio­nes ante la labor de la cátedra, su temor a caer en el filisteísmo de la espeeialización también le resulta­ron infundados. Sobre este aspecto de la tarea docen­te, que tanto le diera que cavilar, escribe a su maes­tro Ritsehl, en carta fechada en Klimsenhorn, el 2 de agosto de 1869, lo siguiente: “Mis años de estudian­te no han sido nada más que un voluptuoso holgaza­near por los campos de la filología y del arte, de mo­do que, con íntimo agradecimiento hacia usted, que ha sido el “destino” de la vida que he llevado hasta ahora, reconozco lo necesario y oportuno del nom­bramiento que me convirtió de “estrella errante” en “fija”, y me dejó saborear de nuevo el placer del tra­bajo áspero, pero ordenado, y del fin seguro e indes-

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plazable. ¡De cuán distinto modo crea el hombre cuan­do tras de sí está la santa fatalidad de la profesión!; ¡qué tranquilo duerme, y qué seguramente sabe al despertar lo que de él demanda la jornada! Esto no es de ningún modo filisteísmo”.

Durante estos primeros años de Basilea, tan impor­tantes en el desarrollo intelectual de Nietzsche, el pen­samiento de éste, apremiado por grandes y vitales in­terrogaciones, cobra intenso ritmo; su espíritu cono­ce el entusiasmo ante las certidumbres recién conquis­tadas, ante las verdades apasionadamente buscadas y ya entrevistas. Es el momento en que se está gestan­do su concepción dionysiaca del mundo y de la vida, en que se plantea “el grandioso problema griego”. El entusiasta admirador del helenismo, vinculando aquel problema a las necesidades espirituales de su tiem­po, emprende la lucha por una cultura alemana ori­ginal y vigorosa. Sus reflexiones y penetrantes pun­tos de vista son, por la seguridad y maestría con que enfoca tan ardua cuestión, los de un verdadero cono­cedor y crítico de la cultura. De este complejo de in­quietudes y problemas surge Die Geburt der Tragodie, su primer libro orgánico, su obra de juventud. Nietz­sche buscaba aquí el grado más alto de exaltación de la vida, y cree encontrarlo en la unión de música y tragedia. Esta culminación está representada por el artista trágico, el que, al sentirse consustanciado con la voluntad cósmica, se sumerge en la embriaguez

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dionysiaca y se expresa en su lenguaje natural, que es el de la música. Así, mediante superación del dolor universal por la contemplación de la belleza, libera­do ya del pesimismo que infunde todo sufrimiento, afirma y exalta la vida, conquistando el sentido trágico. Según Nietzsche, las tragedias griegas fueron origi­nariamente tragedias musicales, cuya música se per­dió para la posteridad; él ha visto con acierto genial cuál fué la verdadera función del coro en la tragedia griega. El héroe, el actor real es el coro, como acon­tece con el coro de las Danaides, en Las Suplicantes, de Esquilo.

En El Origen de la Tragedia, Nietzsche parte del principio de que, para aquella identificación de la sustancia trágica de la existencia con la voluntad cós­mica, es el arte, y no la moral, la peculiar actividad metafísica del hombre; que la existencia del mundo sólo puede justificarse como fenómeno estético. Tra­ta de alcanzar y valorar, por vía intuitiva, la certeza inmediata de que el ulterior desarrollo del arte está esencialmente atado a la duplicidad de lo apolíneo y de lo dionysiaco, así como la generación depende de la dualidad de los sexos, que viven en continua lucha con sólo reconciliaciones periódicas. Aquellas dos de­nominaciones proceden del mundo de los dioses grie­gos, de las dos divinidades del arte, Apolo y Dionysos, que expresan la radical oposición entre el arte escul­tórico, o apolíneo, y el arte musical, que tiene por Dios

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a Dionysos. Son dos impulsos distintos que discurren uno al lado del otro, pero en abierta escisión recípro­ca para perpetuar aquella oposición, superada sólo aparentemente por la expresión común “arte”, apli­cada a ambos impulsos. Del apareamiento de estos, mediante un acto metafísico milagroso de la “volun­tad” helena, nace, como obra de arte dionysiaca y apo­línea, a la vez, la tragedia ática. Así surgen, en el ám­bito griego, los dos mundos separados, pero no distan­tes, del ensueño y de la embriaguez. Bajo el sortilegio de lo dionysiaco se estrecha de nuevo la alianza en­tre hombre y hombre, e inclusive la naturaleza, su enemiga o sojuzgada, que se había tornado extraña a él, celebra otra vez la reconciliación con su hijo perdido, el hombre.

Nietzsche considera lo apolíneo y su contrarió, lo dionysiaco, como potencias artísticas que, sin la me­diación del artista humano, irrumpen de la naturale­za misma, y en las cuales por vía directa se satisfacen los instintos artísticos de ambas tendencias. Frente a estos inmediatos estados artísticos de la naturaleza, to­do artista es sólo un “imitador” ; es decir, o es un ar­tista apolíneo del ensueño o un artista dionysiaco de la embriaguez, o, finalmente, como acontece de modo ejemplar en la tragedia griega, es, a un tiempo, artis­ta ebrio y artista ensoñador. La tradición griega nos dice con plena certeza que la tragedia ha surgido del coro trágico y que, en su origen, ha sido coro y nada

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más que coro, y no drama. Con la misma seguridad, según Nietzsche, puede afirmarse que, hasta Eurípi­des, Dionysos jamás ha cesado de ser héroe trágico, sino que las más famosas figuras de la escena griega, como Prometeo, Edipo, etc. son solamente máscaras de Dionysos, en tanto éste es el héroe originario. Pre­cisamente, la razón fundamental de que se contemple con asombro la idealidad típica de estas figuras famo­sas consiste en que detrás de aquellas máscaras se ocul­ta una Divinidad, la que no es otra que Dionysos.

Sentadas estas premisas, Nietzsche nos va a decir que si la más antigua tragedia griega sucumbió, con Eurípides — cuya tendencia anti-dionysiaca, al pre­tender fundar el drama sólo sobre lo apolíneo, se ex­travió en una dirección naturalista y anti-artística— el agente homicida fué el socratismo estético, cuya ley suprema reza que “todo tiene que ser comprensible, para ser bello”. Debemos ver en Sócrates, el héroe dialéctico en el drama platónico, al adversario de Dio­nysos. El representa típicamente al hombre teoréti­co, al optimista del conocimiento, que, en la investi­gación de la naturaleza de las cosas, otorga la prima- cia al saber y atribuye al conocimiento la fuerza de una medicina universal, viendo en el error el mal en sí. Es así que surge y se define el secular antagonismo entre la concepción trágica del mundo y la esencial­mente optimista de la ciencia, con Sócrates, su pre­cursor ilustre, a la cabeza. Porque la tragedia antigua

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fue interceptada en su camino por él impulso dialéc­tico hacia el saber y el optimismo de la ciencia, se desemboca, como consecuencia de tal encuentro, en una eterna lucha entre la concepción teorética del mundo y la trágica. Pero la posibilidad de un rena­cimiento de la tragedia está dada por el ineluctable proceso a que, conforme a su esencia misma, es im­pulsada la ciencia. En cuanto el espíritu de ésta es llevado hasta sus límites, y, por la comprobación de la existencia de estos, es aniquilada su pretensión de validez universal respecto a sus principios y a la con- pideración teorética del mundo fundada en los mismos, nos es dable esperar un renacimiento de la tragedia.

Nietzsche encara radicalmente el fenómeno del pensamiento griego y de sus proyecciones teóricas, y, como él mismo lo confiesa en el “Ensayo de una Au­tocrítica” antepuesto a la obra quince años después, lo que, en realidad, también logró ver, en El Origen de la Tragedia, fué un problema nuevo e incisivo, cierta­mente peligroso, el problema de la ciencia misma, que le resultó, como gráficamente lo dice, “un problema con cuernos”, aunque “no precisamente un toro”, puesto que pudo asirlo bien y darle una respuesta fundamental y revolucionaria. Al preguntarse por la relación en que está la ciencia con la vida y con el arte, considera a la ciencia, a esta precipua actividad que con tanto orgullo y criterio absolutista ha venido desarrollando el hombre occidental, como algo proble­

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mático y hasta precario, y afirma que el problema de la ciencia no sé puede discernir sobre el terreno de la ciencia misma. En consecuencia, proclama, con osadía genial, la necesidad de “ver la ciencia bajo el ocular del artista, pero al arte bajo la óptica de la vida’4.

En Sócrates, como representante de la ciencia y de la dialéctica, y en Platón, su discípulo, ve Nietz­sche los síntomas de la decadencia del helenismo y los instrumentos de la disolución del auténtico espíritu griego, de su ímpetu vital primigenio. Su apasionada polémica contra la dialéctica socrática y la hegemo­nía absoluta de la racionalidad sobre los instintos pri­marios, instaurada por la concepción agonal que aflo- ra y se define en el diálogo platónico, la retoma y pro­sigue desde nuevos enfoques y con argumentos más in­cisivos, en El Crepúsculo de los Idolos, bajo el título “El Problema de Sócrates”. Aquí nos dirá abiertamen­te, sin eufemismos, que con Sócrates el gusto griego, un gusto distinguido, se echa a perder por obra de la dialéctica, que señala el ascenso de la plebe y el triun- Jo de lo plebeyo. “Las cosas honestas, como los hom­bres honestos, no llevan sus razones en la mano. Es indecente mostrar los cinco dedos. Aquello que nece­sita previamente ser demostrado, es de poco valor. En todas partes, donde todavía la autoridad pertenece a las buenas costumbres, donde no se aducen razones sino que se manda, el dialéctico es una especie de Po­lichinela: es objeto.de risa y no se lo toma en serio.

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Sócrates era el Polichinela que se hacía tomar en serio”.

Todavía él se replantea el “problema de Sócrates”, en La Voluntad de Poderío (427-477), con mucha más amplitud, centrando en el mismo un penetrante in­tento de “Crítica de la Filosofía Griega”, lleno de acier­tos y hallazgos de primera magnitud. En éstas re­flexiones, los dos términos antagónicos, que definen una oposición fundamental, el sentimiento trágico y el sentimiento socrático, son medidos y valorados de acuerdo a/la ley de la vida. “La aparición de los filó­sofos griegos desde Sócrates es un síntoma de la de­cadencia; los instintos anti-helénicos suben a la su­perficie . . . ”

Considera que enteramente helénico todavía, pero como forma de transición, es el “sofista”, inclusive filósofos del tipo representado por Anaxágoras, De- mócrito y los grandes pensadores jónicos. “La cultura griega de los sofistas había surgido de todos los instin­tos griegos; ella pertenece a la cultura del tiempo de Pericles tan necesariamente como Platón no pertene­ce a ella: tiene sus predecesores en Heráclito, en De- mócrito, en los tipos científicos representantivos de la vieja filosofía, y alcanza su expresión en la alta cultu­ra de Tucídides”. La reacción de Sócrates, que preco­niza la dialéctica como camino hacia la virtud, signi­fica exactamente la disolución de los instintos griegos, cuando se antepone la demostrabilidad como supues­

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to de la aptitud personal en la virtud. Todos los gran­des virtuosos y verbalistas son tipos del periodo de di­solución. Los juicios morales, arrancados del fondo griego que los condiciona y desde el cual ellos han surgido, son, bajo una apariencia de sublimación, des­naturalizados. “Los grandes conceptos “bueno”, “jus­to”, desprendidos de los supuestos a que pertenecen, y como “Ideas” devenidas libres, llegan a ser objetos de la dialéctica. Se busca detrás de ellos una verdad, se los toma como entidades o como signos de entida­des: se inventa un mundo, donde ellos están como en su hogar, y del cual proceden.. . ” Ya con Platón tal subversión está en su apogeo. “Ahora se necesitaba ade­más inventar también al hombre abstractamente per­fecto: bueno, justo, sabio, dialéctico, en síntesis, el espantajo del filósofo antiguo; una planta separada de todo suelo; una humanidad sin ninguno de los intin- tos seguros y reguladores; una virtud, que se “demues­tra” con razones. ¡El perfectamente absurdo “indivi­duo” en sí!, la monstruosidad de más alta jerarquía. . . ” La decadencia se denuncia en la preocupación por la felicidad, es decir, por la “salvación del alma”, porque el estado de ésta se lo siente como un peligro. “La al­ternativa ante la cual todos estaban colocados era ser racional o sucumbir. El moralismo de los filósofos griegos muestra que ellos se sentían en peligro. . . ”

Según Nietzsche, los filósofos griegos propiamente dichos son los anteriores a Sócrates. Por eso su espí­

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ritu se vuelve nostálgico a esa época ciertamente trá­gica en que los griegos, filosofando, dejando en liber­tad su ímpetu volitivo y resueltos a aprender y a vi­vir, al mismo tiempo, lo que aprendían, crearon la filosofía, trazaron el horizonte tempestuoso de la lu­cha titánica del pensamiento con los grandes enigmas, de ese pensamiento que vivía en el trance heroico de conquistar las primeras verdades. Acerca de este carácter vital y creador de la filosofía entre los pen­sadores pre-socráticos, muchas cosas fundamentales y profundas nos dice en su magistral ensayo, titulado La Filosofía en la Epoca Trágica de los Griegos, frag­mento de una obra más extensa, planeada en sus par­tes principales, pero que quedó sin escribir.

Los griegos, que supieron plantar el comienzo de la trayectoria de su pensamiento en la madurez de su magnífica virilidad, justifican, como hombres ver­daderamente sanos, la ¡filosofía misma por tendencia expansiva dp su propio ser. La justican por el hecho simple y decisivo de que ellos filosofaron con la misma naturalidad con que los manantiales fluyen, buscan­do la luz del sol para sus aguas. Sólo una cultura co­mo la griega puede justificar a la filosofía porque Unicamente ella puede saber por qué y cómo el filó­sofo no es una aparición casual y arbitraria. Una ne­cesidad acerada lo encadena a una verdadera cultura. Cuando ésta no existe, entonces el filósofo es un co­meta cuya presencia en su ámbito no puede ser cal­

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culada ni prevista. “Los griegos justifican al filósofo porque éste sólo entre ellos no es un cometa”. Los pen­sadores griegos osaron cumplir en sí mismos la ley de la filosofía, ajustando a ella, a sus exigencias, el paso de su vida. La filosofía en la trágica época de los griegos encarnó y vibró, como un desafió al des­tino, en figuras como la de Anaximandro de Miléto, el gran modelo de Empédocles. De él, en su elogio, nos dice Nietzsche que “vivió como escribió; habla­ba tan solemnemente como vestía; levantó la mano y asentó el pie como si esta existencia fuese una tra­gedia en la que él, como héroe, tuviese que represen­tar un papel para el cual hubiera nacido”.

En síntesis, para Nietzsche, la filosofía de esta épo­ca del espíritu griego sería, en última instancia, una faceta de la sabiduría dionysiaca, sabiduría que me­diante procedimientos apolíneos alcanza plasmación estética en el mito trágico. Lo dionysiaco, medido por lo apolíneo, manifiéstase “como la eterna *y originaria potencia artística que, en general, trae a la existencia al mundo total de los fenómenos, en cuyo seno es ne­cesaria una nueva apariencia de transfiguración pa­ra mantener en la vida al mundo animado de la in-

. dividuación”.Acerca de esta audaz y profunda interpretación de

la cultura griega, y de la concepción dionysiaca de la vida que nuestro pensador funda en aquélla, es decir, en las fuerzas primarias que se conjugan artísticamen­

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te en el mito trágico, debemos anotar, desde un punto de vista crítico, lo siguiente: Nietzsche ve la culmina­ción del desarrollo de la cultura y del espíritu griegos en Homero o en el apogeo de la tragedia, valorando así con criterio absoluto y pathos romántico los tiempos primitivos. Sin duda, el alma griega alcanzó la plenitud de su triunfo y expansión a costa del doloroso sacri­ficio de su juventud, de sus potentes impulsos prima­rios, de su primitividad turbulenta y creadora, que, por superabundancia, engendraba dioses, héroes y monstruos en el seno tempestuoso de sus sueños; pero, en virtud del proceso ineluctable e irreversible que condiciona históricamente toda cultura y toda civili­zación, el ave simbólica de Minerva, como nos dice Hegel, sólo inicia su vuelo en el crepúsculo, vale decir en la hora en que, sobre un fondo de penumbra y por contraste con la sombra que se aproxima, es más clara y sosegada la luz del espíritu, y las formas, ya distantes del caldeado mediodía, se dibujan más netas y recor­tadas en el claroscuro.

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V .-L A PERSONALIDAD CREADORAEn este período de su desenvolvimiento intelectual

y laborioso aporte de elementos para su Weltan- schauung, a que nos venimos refiriendo, Nietzsche trata de formular y cimentar un ideal de la cultura en fun­ción del' fomento y desarrollo de la personalidad crea­dora, de las grandes individualidades. Su exaltación del artista trágico, para el que reclama condiciones estimulantes y un clima espiritual y estético propicio, así como su búsqueda y apasionada petición de mode­los humanos educadores, en lo artístico y en lo intelec­tual, tienden deliberadamente a aquel fin, es decir, a revitalizar la cultura alemana de esta época, a infun­dirle nueva savia, a centrarla en las exigencias del pre­sente y a la vez dotarla de sentido prospectivo. Para alcanzar este propósito era necesario superar serios obstáculos; había que luchar contra el tipo del filisteo, del supuesto representante de la verdadera cultura, al que Nietzsche lo veía encarnado en David Strauss, y sobre todo combatir la hipertrofia de la cultura histó­

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rica, cuya preponderancia tiene un efecto depaupe­rante sobre la vida, paralizando la iniciativa espiritual del hombre; consecuencias bien graves que resultan de la manera, .entonces en boga, de considerar las disci­plinas históricas, y cultivarlas. A este problema, a este verdadero escollo que impedía el desarrollo, la progre­sión viviente y fecunda de la cultura, frenando toda apetencia hacia lo nuevo y original, consagra Nietzsche la segunda de sus ZJnzeitgemasse Bcirachtungen, titu­lada : De la Utilidad y del Daño de los Estudios Histó­ricos, para la Vida.

Dilucida con extraordinaria penetración el carácter y las consecuencias inmediatas y visibles, como tam­bién las remotas y ocultas, del fenómeno apuntado. A diferencia del animal, cuya vida discurre, conforme a un estático y reducido ritmo temporal, de una mane­ra no-histórica, el hombre, celoso de aquél, que al punto olvida y ve morir y extinguirse para siempre en sombra y niebla cada uno de sus instantes, está conde­nado a recordar y a doblegarse bajo el peso, cada vez mayor, del pasado, como si lo agobiase un fardo oscuro e invisible, que lo inclina hacia un lado y retarda su paso. De esta experiencia ineludible saca él la convic­ción de que la existencia es un pasado ininterrumpido, una cosa que vive de negarse y contradecirse a sí mis­ma, de su propia destrucción. El hombre niega, en apariencia, esta fatalidad, pero, por inercia, suele resig­narse a ella. Ahora bien, un hombre que quisiera sen­

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tir sólo de una manera puramente histórica se aseme­jaría a alguien a quien se privase completamente del sueño. Es posible vivir casi sin recuerdos y hasta vivir, así, feliz, pero es absolutamente imposible vivir sin ol­vidar; toda acción exige el olvido. El exceso de insom­nio, de sentido histórico perjudica al ser viviente, ya sea éste un hombre, un pueblo o una cultura. Para que éstos no se conviertan en los sepultureros del pre­sente, es necesario determinar el grado de sentido his­tórico tolerable y, conforme a él, los límites en que el pasado tiene que ser olvidado, a fin de permitir a la fuerza plástica de que dispone un hombre, un pueblo, una cultura, desarrollarse y crecer más allá de sí mis­ma, de una manera peculiar, transformando e incor­porando lo extraño y lo que le llega del pasado. De acuerdo a ésto, la aptitud de poder sentir, en un cierto grado, de una manera a-histórica tendría que ser consi­derada como la aptitud más importante y primaria, por cuanto en ella yace el fundamento sobre el cual únicamente puede surgir algo grande y sano, algo ver­daderamente humano. Sólo mediante la capacidad de utilizar el pasado para la vida, y de transformar de nuevo lo acontecido en historia, el hombre llega a ser hombre. Pero entregado a un exceso de estudios his­tóricos y abrumado por el recuerdo de lo pasado, el hombre cesa nuevamente de ser y jamás podría reto­marse y recomenzar si no pudiese refugiarse en aque­lla atmósfra de lo no-histórico. Si él antes no hubiera

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estado envuelto en la nebulosa de lo no-histórico, no se habría atrevido a llevar a cabo acto alguno de signi­ficación, de esos que delatan su potencia y su espíritu de iniciativa, al servicio de la vida.

Hay que saber olvidar en el momento oportuno, y también, en el momento oportuno, recordar; saber discernir con instinto vigoroso cuándo es necesario sentir de manera histórica, y cuándo de manera no-his­tórica. De aquí deriva, según Nietzsche, el siguiente principio: “Lo no-histórico y lo histórico son en la misma medida necesarios para la salud de un indivi­duo, de un pueblo y de una cultura”. La historia, pen­sada como ciencia pura, devenida soberana, se nos im­pondría como una especie de acabamiento de la vida y balance de todos los hechos y acontecimientos huma­dos. Contrariamente, la cultura histórica sólo es salu­dable y promisoria para el porvenir cuando sigue y se pliega a una nueva y poderosa corriente de vida, al proceso vivo de una cultura en devenir; es decir, únicamente cuando ella está dominada por una fuerza superior y no es ella la que domina y dirige. ”La his­toria, en cuanto está al servicio de la vida, se encuentra al servicio de una potencia no-histórica, y, por esta razón, acatando tal subordinación, no podrá ni deberá nunca ser una ciencia pura, como lo es aproximativa­mente la matemática”. La historia pertenece, princi­palmente, al tipo de hombre activo y poderoso, al que

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ha empeñado sus fuerzas en una gran lucha, y también al que, necesitando de maestros, de modelos, de con­fortadores, no puede encontrarlos entre sus compañe­ros ni entre los hombres del presente.

Pero no sólo en este aspecto, el más seductor quizá, pertenece la historia al hombre, sino que éste, en razón de su esencia misma, instaura con aquélla otras rela­ciones, que son aspectos de dicha pertenencia, y todas ellas delatan el complejo y delicado problema de la relación fundamental de la historia con la vida en general, con sus grandes intereses y supremas preocu­paciones. Es un hecho incuestionable que hasta la his­toria misma decae y su cultivo se vuelve tedioso y ruti­nario cuando ella, en vez de mantener un saludable equilibrio con los intereses vitales, predomina en demasía sobre la vida, y ésta degenera y se disgrega bajo el peso inerte del pasado. Si la historia debe estar al servicio de la vida, ésta, a su vez, necesita de los servicios de la historia. Esta pertenece al hombre, en tanto ser viviente y temporal, bajo tres aspectos: la historia le pertenece como a ser activo y que aspira, también porque conserva y venera y, por último, por­que sufre y está necesitado de liberación. “A esta tri­nidad de relaciones corresponde una trinidad de es­pecies de historia: si es lícito distinguir así en los estu­dios históricos, una historia monumental, una anticua- ria y una historia crítica” .

El hombre activo, obligado a convivir cjon los dé­

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biles y ociosos desesperados, se vuelve a la historia monumental, tiene necesidad de mirar detrás de sí para no asfixiarse y asquearse. Su precepto reza: lo que sea capaz de dilatar más el concepto del “hombre” y realizarlo con más belleza, tendría que existir eter­namente, para eternamente poder realizar esta tarea. No otra es la idea fundamental que late en la fe en la humanidad, idea que se expresa en la exigencia de una historia monumental; pero justamente esta exigencia, de que, lo grande debe ser eterno, engendra una de las más terribles luchas porque todo lo demás, todo lo que vive, responde con un rotundo no, proclamando, como solución opuesta, que lo monumental no debe surgir. En el camino que debe recorrer lo sublime, toda gran­deza, para alcanzar la inmortalidad, todo lo que es pequeño y bajo, que llena los rincones del mundo, tien­de sus ardides y obstáculos, para envolver y ahogar en 6U plúmbea atmósfera a lo que es grande y noble. Pero la historia monumental, superando estos obstáculos, es una carrera de antorchas, a través de la cual única­mente la grandeza triunfa y sobrevive. En este senti­do, la gloria es la fe en la homogeneidad y en la conti­nuidad de lo grande de todas las épocas, es la protesta contra la transitoriedad de las estirpes y la caducidad.

La consideración monumental del pasado, la ocu­pación con lo clásico y raro de épocas anteriores puede ser útil al hombre del presente, porque este piensa que la grandeza que ya existió fué ciertamente

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posible en otra época y que por consiguiente será po­sible otra vez. Pero también el cultivo de la historia monumental no sólo puede acarrear perjuicios y males entre los hombres activos, con espíritu de iniciativa y poderosos, sino que, sobre todo, sus efectos son más nocivos para la vida del presente, cuando se apoderan de ella los inactivos e impotentes, y, podríamos agre­gar, los eruditos sin alma, sin intuición del futuro, que, por delatora afinidad, se adocenan en las llamadas “Academias de Estudios Históricos”.

Hasta el mismo pasado sufre una deformación cuan­do la consideración monumental del pasado prima sobre las otras maneras de considerarlo, es decir sobre la anticuaría y la crítica. Además la historia monumen­tal induce a engaño por las analogías, y por semejan­zas seductoras excita al hombre valeroso a la audacia, y al entusiasta al fanatismo. Asimismo sus efectos pue­den ser perniciosos y negativos en el dominio del arte, en lo que respecta a la comprensión y estímulo que re­quiere toda nueva y auténtica creación artística, desde que las naturalezas artísticamente débiles o simple­mente antiartísticas, escudadas en la historia monu­mental del arte, suelen dirigir sus armas contra sus enemigos hereditarios, los espíritus vigorosamente ar­tísticos, los únicos aptos para extraer de aquella historia algo para la vida y de transformar lo aprendido en una elevada práctica. A estos espíritus creadores, tempera­mentos artísticamente dotados, es a los que se les cierra

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él camino cuando se ensalza, sin comprensión, como único arte verdadero, un monumento de cualquier gran época pasada. Los que tal hacen poseen, en apa­riencia, el privilegio del “buen gusto”, aparecen como conocedores del arte, pero en realidad, porque desea­rían suprimir el arte, han aprendido que se puede “matar el arte mediante el arte”. Como no quieren que, en arte, se cree nada grande, proclaman enfáticamente que lo que es grande ya existe aunque esta grandeza les importe tan poco como la que está en trance de surgir. De este modo, la historia monumental es el disfraz bajo el que se oculta su odio contra los grandes y poderoso de su época y que, para despistar, se pre­senta como profunda admiración por los grandes y poderosos de épocas pasadas. Merced a esta máscara, “ellos truecan el sentido peculiar de. esta manera de considerar la historia en sU opuesto, como si, lo sepan o no, su divisa fuese: Dejad a los muertos enterrar a los vivos”.

La historia pertenece también al hombre que con­serva y venera, al que es fiel a su pasado y con amor vuelve su mirada hacia el lugar de donde es oriundo, experimentando un piadoso reconocimiento por haber advenido en él a la existencia. Esta disposición carac­teriza a la historia anticuaría. El espíritu de conserva­ción y veneración del hombre anticuario sirve a la vida cultivando devotamente lo que existe desde antiguo, porque así él logra conservar para sus sucesores las

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condiciones bajo las cuales ha nacido. Reviste de dig­nidad y torna intangible lo pequeño, lo limitado, lo vetusto con su pátina, haciendo de ello su hogar, trans­formándose en nostálgico inquilino del pasado. La his­toria de su ciudad nativa llega a ser su propia historia. El hombre con alma anticuaría es el tipo opuesto del que se deja seducir por el espíritu de aventura, por el prurito migratorio, actitud proclive que, cuando es un pueblo el que la adopta, puede llevarlo a ser infiel a su pasado, a una incesante búsqueda de lo nuevo con sello cosmopolita, a complacerse en lo exótico. Este es, por otra parte, el peligro a que están expuestos los pueblos jóvenes, de corta tradición, sin instituciones totalmente cimentadas en su idiosincrasia, es decir pueblos que todavía no han llegado a la plenitud de sentido históri­co y que, por lo mismo, no pueden pregustar “el bien­estar que siente el árbol en sus raíces”.

Por su carácter mismo, el sentido anticuario, ya lo posea un hombre, una comuna o todo un pueblo, tiene siempre una perspectiva muy limitada, quedando ce­rrada para él la visión de lo universal, y lo poco que abarca en su horizonte lo ve en una excesiva proximi­dad, aislado y fragmentado. De aquí que, impotente para medir y diferenciar, asigne a todo lo que discierne en su ámbito la misma importancia, desde que no po­dría evaluar con justicia las cosas del pasado en su relación recíproca porque carece de criterio valorativo y de proporción. Debido a este estrechamiento de su

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horizonte y a las anejas deficiencias o limitaciones, ya apuntadas, a la consideración anticuaría de la historia la amenaza un peligro serio e inmediato, el de consi­derar, en última instancia, todo lo antiguo y pretérito y que está dentro del campo visual, como digno de la misma veneración y, por el contrario, rechazar y com­batir todo lo nuevo y que acusa la progresión de un desarrollo. Es así como el sentido anticuario, por servir exclusivamente y someterse a la vida pasada, llega al extremo de minar la vida presente y viviente y, sobre todo, sus posibilidades de superación. La historia anti­cuaría misma degenera cuando la atmósfera fresca y vivificante del presente no la anima ya, vale decir cuando el sentido histórico, paralizado y minimalizado por una morosa delectación ante lo antiguo y vetusto, no conserva e incrementa la vida, sino que la disgrega y momifica. Así el árbol muere lentamente, y de una muerte no natural, desde su ramaje, hasta que se seca la raíz al declinar y anularse su función de impulsar la savia hacia el follaje. Entonces asistimos “al espec­táculo repugnante de un furor ciego de colección, de una sórdida acumulación de todos los vestigios de tiem­pos pretéritos”. El hombre, merced a esta proclividad, “se envuelve en una atmósfera mohosa, llegando a reba­jar nobles necesidades y disposiciones por la manía an­ticuaría, por un insaciable apetito de todas las anti­guallas”.

Esta manía tiene todavía una forma degenerativa,

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la del coleccionismo que se ceba con toda clase de co­sas vetustas, así sean abolorios u objetos de similor, ese coleccionismo que también suele especializarse en con­teras de bastón, sables, llaves, mangos de paraguas, me­dallas conmemorativas, etc.; toda esa chatarra “his-

'tórica” que “atesoran” los “museos privados”, en todas las latitudes donde el hombre anticuario cree familia­rizarse con la vida de épocas pretéritas, y rendirle efi­ciente culto, aferrándose a esos vestigios y detritus que ha depositado a su paso la corriente vital, ni más ni menos como si alguien pretendiese saber de la magni­tud e ímpetu del mar por los caracoles y escamas de peces que él en su reflujo deja sobre la playa.

Aunque la historia anticuaría no perdiese el suelo en que puede enraizar para beneficio de la vida, siem­pre existiría el peligro, cuando ella llega a ser dema­siado absorbente y exclusivista, de que ahogue las otras maneras de considerar el pasado. Por cuanto ella, conforme a su índole, únicamente atiende a con­servar la vida y no a engendrar nueva vida, subestima siempre lo que está en devenir y desarrollo; carece de ese instinto adivinatorio del que, por ejemplo, no se encuentra privada la historia monumental. Por fal­tarle, precisamente, este instinto y comprensión para lo que surge y está en estado de formación, la historia anticuaría anula toda firme decisión en pro de lo nue­vo, traba y paraliza al hombre de acción, que, por serlo, tiene siempre que desoir y vulnerar toda clase de pie­

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dad por lo caduco, por las formas de vida ya perimidas, por lo vetusto, por la ‘venerable’ antigualla. Ahora, si se piensa cuánta piedad y veneración han sido nece­sarias por parte del individuo y las sucesivas genera­ciones para que algo susceptible de ello adquiera ca­rácter de antigüedad, aparecerá como una osadía y una perversidad sustituir una tal antigüedad, recono­cida y venerada durante el lapso de una vida humana y más allá de él, por una novedad, por un producto recién surgido del movimiento de la vida; parecerá enteramente temerario y absurdo oponer al cúmulo de actos, piadosos y de veneración, que han hecho in­tangible e inmortalizado lo antiguo y sancionado por la costumbre, las formas flamantes del devenir, de lo actual, de lo naciente e inédito.

Si el hombre ha de evitar aquellos errores necesita muy a menudo al lado de la manera monumental y de la anticuaría de considerar el pasado, una tercera, la manera crítica, la que también debe estar al servicio de la vida. Para poder vivir, para obedecer a las pe­rentorias exigencias del presente, tiene que tener la fuerza de romper un pasado y anularle. Logra este pro­pósito indagando severamente este pasado, juzgándolo y finalmente pronunciando condena contra él. Pero la instancia que aquí juzga no es la justicia, en la que suelen ampararse las valoraciones históricas y lá pre­sunta objetividad del juicio histórico; mucho menos es la gracia, dispuesta a tender un piadoso velo sobre

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los errores y desafueros del paBado, la que dicta el fallo, sino que la que juzga es únicamente la vida, aquella potencia oscura, toda ímpetu y que insacia­blemente se apetece sólo a sí misma. De aquí que sus sentencias, por no emanar de una fuente pura del co­nocimiento, sean siempre inmiserieordes e injustas, y aunque, en la mayoría de los casos, fuese la justicia misma la que se pronunciara, aquéllas no serían otras. “Tanto son una sola y misma cosa vivir y ser injusto que se precisa mucha fuerza para saber vivir y olvi­dar”. Pero la vida, que necesita de olvido, reclama mo­mentáneamente la anulación de este olvido, y someter a las cosas y valores perviventes del pasado a un seve­ro examen para enjuiciarlos con ánimo implacable, porque estima que deben desaparecer. Entonces se los considera históricamente desde un punto de vista crítico y, con resolución enérgica, haciendo tabla rasa de todos los actos piadosos que han contribuido a erigir y consolidar esas cosas y valores, se destruyen sus raí­ces. Esta tarea es, sin duda, arriesgada y peligrosa para la vida, para esa vida cuyo servicio aquélla invoca para justificarse. Cuando hombres o épocas sirven a la vida de este modo, es decir enjuiciando despiada­damente el pasado y atacando en su raíz a las cosas, instituciones y privilegios a que aquél dió vigencia, ellos son peligrosos y exponen a graves peligros a la humanidad y a las épocas.

En este sentido, Nietzsche vería a nuestra época

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y a la humanidad actual como anómalamente peligro­sas, y expuestas ellas mismas a los mayores peligros, por cuanto lo que sus comandos pretenden destruir no es el pasado, sino un presente en germinación, desde que es este mismo pasado, en sus aspectos y estructu­ras más caducas, en la forma de civilización decadente que él encarna, el que así pugna por sobrevivirse. Pa­ra lograrlo tiende a presentarse bajo el disfraz de un presente promisorio merced al albur histórico de su frágil y circunstancial maridaje con lo que es su an­títesis, con lo que representa una forma opuesta de civilización en cierne, la cual, habiendo terminado su gestación subterránea, avanza hoy a la luz del día con incontenible pujanza. Semejante paradoja histórica, ilusión creada por obra de los lemas y consignas acu­ñados por el capitalismo occidental, sólo ha podido prender y prosperar en los países colonizados y colo­niales, en sus clases, más bien que dirigentes, dirigidas, mas ella es inoperante en los pueblos protagonistas de la historia, los que fueron a la guerra ya animados por un espíritu revolucionario, que en Europa era al­go más que un estado latente, y ahora van a la “paz” dispuestos a precipitarse en la revolución, a vivir las dramáticas peripecias del despuntar de una nueva época.

En la negación del pasado, a la que es muy difícil fijarle un límite, se trata en el fondo de algo que no es el mero prurito de negar y de destruir, sino que

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en aquella negación irreverente de lo tradicional mani­fiéstase la lucha por conquistar una dimensión fun­damental para el logro de lo peculiar del hombre, de su vida individual: la afirmación de la personalidad. Para conseguirlo, el hombre ha de rebelarse y luchar contra lo que le ha sido trasmitido por la herencia, contra lo innato y lo adquirido por la educación, hasta crear en él un nuevo hábito, un instinto nuevo, una segunda naturaleza, de modo que la primera, que es resultado del acervo hereditario y viene configurada por costumbres y hábitos inveterados, es desplazada y suplantada por aquélla.

Cada una de las tres maneras posibles y justifica­das de considerar la historia únicamente está en su derecho y tiene sentido para la vida en un solo terreno y bajo un solo clima, adecuados a una determinada finalidad del hombre; en cualesquiera otras condicio­nes ella está fuera de su órbita y se desarrolla como cizaña desvastadora. “Cuando el hombre quiere crear algo grande, en general necesita del pasado y se apode­ra de éste mediante la historia monumental; quien, por el contrario, quiere perseverar en lo usual, en viejas verenaciones, ese se ocupa del pasado como histo­riador anticuario; y únicamente aquel a quien angus­tia una urgencia del presente y quiere a toda costa desembarazarse de este peso, sólo ese tiene necesidad de la historia crítica, es decir de la que juzga y con­dena”. Del irreflexivo trastrueque de estas tareas, del

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transporte de la planta a un suelo que no es el suyo, pueden nacer muchos males. Así “el crítico sin an­gustia, el anticuario sin piedad, el que conoce lo gran­de y no puede realizarlo, son plantas que se transfor­man rápidamente en malas hierbas, extrañas a su suelo nativo natural y que a causa de ello han degenerado”.

El desmesurado lugar que en la vida moderna ocu­pan los estudios históricos, su hipertrofia, ha tenido y tiene graves consecuencias para la cultura y sobre todo para el nexo que ésta debe mantener con la vida. El saber desmedido, adquirido aún contra la necesidad, el hartazgo de conocimientos históricos, que no reme­dia el hambre, no obran ya como transformador e incitador, impulsándonos al exterior, predisponiéndo­nos a la actividad, sino que esa informe copia queda oculta en una especie de mundo interior caótico. Una cultura que se nutre de tal saber no es algo viviente, siendo éste el caso de nues­tra cultura moderna que precisamente por ello no es una verdadera cultura, sino una especie de saber acerca de la cultura, que se reduce a una idea de la cultura, a un sentimiento de la cultura, pero que no llega a ser una decisión y una vocación para la cultura, una reacción espiritual condicionada por ésta, vale decir por un saber perfectamente asimilado y trans­formado en propia sustancia. Lo que en esta supuesta cultura aparece como motivo real, lo que visiblemente se manifiesta al exterior como acción no es nada más

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que actitud convencional indiferente, una imitación lamentable cuando no un gesto grotesco. La identifica­ción de “cultura” con “cultura histórica”, realizada por el hombre moderno, llenaría de asombro a un griego, para quien una persona puede ser muy culta y sin embargo carecer en absoluto de cultura histórica; el griego, afincado en un sentimiento no-histórico, con todos sus impulsoso creadores, no atinaría a reconocer en la cultura moderna, atiborrada de historia, una forma de cultura. En cambio, si un hombre moderno pudiese, por arte mágica, incursionar en el mundo de los griegos, es más que probable que a éstos los encon­trase “muy incultos'”, entregando, con esta impresión, a la burla pública el secreto, tan cuidadosamente guar­dado, de la cultura moderna.

El espíritu moderno ha solido infructuosamente acudir a la historia como remedio contra-las tendencias innovadoras, contra el impulso subversivo de lo nuevo, dispuesto a abrirse camino. Quizá para esto hubiese servido la historia, es decir como narcótico contra el disconformismo y las tendencias revolucionarias, si ella — subraya Nietzsche— no fuera siempre una teo­dicea cristiana disfrazada, si fuese escrita con más jus­ticia y fervor de simpatía. Pero los historiadores, para quienes la historia es esta fable convenue, no se han propuesto la más orgullosa de las tareas, no quedar al margen y rezagados con relación a todo avance viril, sino que sólo han tratado de asegurarse, lejos de toda

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inquietud, en una peculiar especie de felicidad apa­cible. De aquí que ellos, delatando iin estado de debi­lidad, una inclinación hacia lo anoerónico, sean los sistemáticos opositores de todos los movimientos revo­lucionarios y reformadores. Cuando un pueblo, en su lucha espiritual, busca exclusivamente su mira en el pasado, ello es un síntoma de relajamiento, de regre­sión y de caducidad. ,

El exceso de los estudios históricos lleva aparejado serios peligros. Debilita la personalidad e impide al individuo, así como a la comunidad, encaminarse a la madurez, alcanzar la plenitud vital; difunde la creen­cia negativa de que todos somos seres tardíos, llegados a la vida con retardo, y, por lo mismo, condenados a eer epígonos de ejemplares anteriores, de una gran­deza que sólo ha conocido el pasado. De este modo la época se torna escéptica y egoísta, estado de espíritu que termina por paralizar y hasta destruir la fuerza vital, consecuencia tanto más grave para el hombre moderno, que ya padece de un debilitamiento de la personalidad. Todo esto nos dice que la historia, con su pesadumbre y peligros intrínsecos sólo puede ser soportada por las grandes personalidades, por aquellas que se sienten fuertemente imantadas por el futuro y movilizadas por una tarea original; en cambio, a las personalidades débiles termina por esfumarlas, por convertirlas en eco amortecido del pasado, de ejem- plaridades pretéritas, bajo cuyo peso quedan anona­

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dadas. Unicamente los intérpretes del presente y auda­ces constructores del porvenir poseen la aptitud y la necesaria acuidad de visión prospectiva para entender el mensaje de la historia, la palabra del pasado, que “es siempre palabra de oráculo”.

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VI - EL ESPIRITU UBREDespués de estos años de intensa labor, de entu­

siasmo productivo, de rotundas afirmaciones vitales, de fe en una restauración de la cultura sobre la base de una revitalizaeión de las fuerzas creadoras del es­píritu, de lucha por una concepción de la vida fundada en la exaltación de los valores artísticos y del senti­miento trágico, años en que Nietzsche, saturado de pathos romántico, incursiona en el mundo griego y se enciende de apasionada admiración por el espectáculo auroral de las potencias primarias que plasman y ani­man su cultura; tras este período, de animosa frecuen­tación de la tertulia de Tribschen, de amistad espiritual y solidaridad artística con Wagner, de fervor por lo dionysiaco, preconizados como antídoto para el le­targo en que yacía la cultura moderna, de esperanzas en que una nueva situación, un nuevo clima espiritual favorezca el advenimiento del artista trágico, del ge­nio, de grandes personalidades orientadoras, sobreviene una etapa crítica en la vida y en el pensamiento de

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Nietzsche, coincidente con un principio de quebran­tamiento de su salud física, de suyo un tanto precaria ya. Es un'período en que hacen crisis ciertas tendencias básicas de su ideario, hasta el punto de producirse un vuelco en las mismas, un cambio de signo. También su amistad con Wagner, trabajada por tensiones que pau­latinamente iban ahondando un íntimo desacuerdo con el maestro, con la orientación que estaba tomando su arte, se aproxima a su punto neurálgico, de crisis.

Durante este lapso (1876-1882), cuyos hitos inte­lectuales son Humano, Demasiado Humano, E l Viajero y su Sombra, Aurora y L a Gaya Ciencia, Nietzsche está de vuelta del mundo alucinante de la fantasía, ha reaccionado violentamente contra el pathos romántico, que interpuso un velo ilusivo entre su visión de pen­sador y la realidad, la que, desplazada de su enfoque, se le ofreció sólo refractada en una artificiosa perspec­tiva; en una palabra, ha puesto vallas críticas al des­borde de su entusiasmo por lo dionysiaco y a sus espe­ranzas en un renacimiento del arte trágico, cifrado en la música de Wagner. Si antes había exaltado la vida, y hasta las ilusiones que tienden a afirmarla, aún a costa de la verdad, ahora, dirigiendo una mirada des- prejuiciada a la realidad misma, sin concesión alguna a sugestiones románticas, someterá a implacable crí­tica los errores en que ha incurrido o que deliberada­mente ha pasado por alto, antepondrá los derechos de la verdad y del severo examen objetivo de la realidad a

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los de la vida, a los engañosos rodeos de la ilusión, de que ella se sirve para deslumbramos y cerrarnos el acceso a las verdades modestas, pero firmes y claras y, en última instancia, liberadoras. Para afirmar la vida y servirla en sus exigencias y contenidos auténti­cos no es necesario sumirse en la niebla de un entu­siasmo fácil y cegatón, en la embriaguez de lo fantás­tico, y dar la espalda a la vida real, en sus aspectos cotidianos, sino que es imperativo afrontarla con obs­tinada lucidez, sin cerrar los ojos a sus fealdades y dolores y dispuestos, a pesar de sus sombras, de su prosaica aridez, a responder rotundamente con un sí a su llamado, a la tarea que, condicionada por un co­nocimiento insobornable, nos impone. Sólo así podre­mos orientarnos libremente, sin prejuicios, con intelec­ción clara, en la trama turbia y polifacética de su rea­lidad.

Esta tarea se compendia, para Nietzsche, en el ideal del “espíritu libre”, al que lo verá encarnado, no en el artista, incapaz de madurez espiritual, y que, por lo mismo, no está vaciado, como él lo creyó antes, en el molde de la gran personalidad, sino en el cognos- cente, en el pensador de visión perspicua, que es quien verdaderamente tipifica a aquella. Sólo el pensador, el “espíritu libre”, emancipado de ideas tradicionales, le­yes, hábitos e inveteradas valoraciones del mundo y de lo humano, puede planear por encima de la co­rriente del acontecer y elevarse a diáfana y gélida alti­

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tud para contemplar, sin velos, el total panorama de la vida. Esta gran posibilidad está reservada a muy po­cos, y en los más no puede ser despertada por obra de la educación ni por aleccionamiento magistral alguno.

En la concepción de su ideal del espíritu libre, Nietzsche festeja, con un fugaz estremecimiento de di­cha, su propia liberación espiritual, al tiempo que veía los amplios lincamientos estructurales de un mundo nuevo de ideas, al que se encaminaba. Trata de abar­carlo y expresarlo en su compleja unidad, apelando a la concisión aforística, en las precitadas obras. Inicia en éstas la crítica de la religión y de la moral cristia­nas, atacando el carácter heterónomo de la última; asimismo combate, con sarcástica agudeza, el eudemo­nismo superficial y a ultranza, preconizado por la mo­ral del filisteo. En Menschliches Allzumenschliches, poseído por el pathos de la verdad, peticiona, como elevada meta del cognoscente, una cultura cimentada en los postulados del espíritu libre y orientada ha­cia la plena vigencia de éste. Nos dice, aquí, que toda creencia en el valor y dignidad de lá vida radica en un pensadimpuro. Aún los pocos hombres bien dotados, que pueden ir más allá de sí mismos con el pensamien­to, no logran contemplar esta vida universal, sino sólo limitados aspectos parciales de la misma. Para la mayo­ría de los hombres, todo lo extra-personal no es otra co­sa, a lo más, que una débil sombra. De donde, el valor de la vida sólo consiste, para el hombre vulgar, eo-

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tidiano, en que él se considera a sí mismo más impor­tante que el mundo. Caracteriza a una cultura más alta y desarrollada el saber apreciar en más las verda­des pequeñas e insignificantes, descubiertas con mé­todo estricto, que los errores deslumbrantes y bienhe­chores, que proceden d« épocas y de hombres dotados metafísica y artísticamente. Antiguamente, se recurría al espíritu no mediante el pensar estricto, sino que su tarea más seria consistía en acabar de tejer, sobre un fondo de ilusión, la tranin de símbolos y formas; pero esto ha cambiado, y aquella seriedad de lo simbólico ha llegado a ser la característica de las culturas más ba­jas. Las formas de nuestra vida devienen cada vez más espirituales, aunque, para el ojo de épocas anteriores, quizá más feas, pero sólo porque él no puede ver có­mo el reino de la belleza espiritual interior continua­mente se ahonda y diluía.

Si antes, para Niei/Hche, el impulso hacia el co­nocimiento era antípoda del que nos lleva hacia la vi­da y a su incondicionada afirmación, y por consiguien­te nocivo; si llegó a pensar, como lo expresa en una sus cartas (la que dirige, desde Basilea, el 13 de di­ciembre de 1875, al barón de Gersdorff), que “el querer conocer es la últ ima región del querer vivir, al­go así como un reino intermedio entre el querer y el no querer ya, un trozo de purgatorio, por cuanto se mira hacia atrás, hacia la vida, con desprecio y des­contento”, ahora, en esi<* período de crisis y transición,

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proclama la primacía del conocer y de la verdad sobre la vida, y concibe a ésta como un camino hacia la verdad, como un medio para el conocimiento.

Esta postura nueva no supone, en Nietzsche, una decepción de la vida ni un aflojamiento en el esfuer­zo hacia una valoración positiva de sus contenidos, ni mucho menos. Con ella, simplemente, inicia lo que él, con expresión significativa, llamaría, después, una transmutación de los valores, o sea, una valoración de la vida desde otra perspectiva. En Die fróhliche JVis- senschaft, el libro que, a aquellos que antes han sabi­do de guerra y victoria, enseña a vivir y a reír alegre­mente, escribe: “¡No! La vida no me ha decepciona­do! De año en año la encuentro, por el contrario, más ri­ca, más deseable y más misteriosa, desde el día en' que el gran liberador vino hacia mí, es decir aquella idea de que la vida puede ser un experimento del cognoseente, y no un deber, no una fatalidad, no un fraude. Y hasta él conocimiento mismo, para otros puede ser algo dis­tinto, por ejemplo, una silla poltrona o el camino hacia la holgazanería, o un entretenimiento, o un ocio; en cambio, para mí él es un mundo de peligros y victorias, en el que también los sentimientos heroicos tienen sus palestras y salas de baile”.

En esta etapa del desarrollo de su pensamiento, él se ha empeñado en el combaté contra los grandes y di­fundidos errores tras los que se han extraviado los hombres, atraídos por, el señuelo , de la ilusión. Con

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su Humano, Demasiado Humano, obra de la cual dirá, después, que es “el monumento de una crisis”, encien­de una antorcha, que no da humo sino pura claridad, para iluminar el mundo subterráneo del Ideal y descu­brir en cada uno de sus encondrijos, donde el Ideal está en su casa, un error tras otro, manifestaciones di­versas de una misma “cosa en sí”, y mediante despia­dado análisis llevarlos a una mortal temperatura de congelación. Así, envueltos en el sutil sudario de su crítica, nos exhibe, yertos, al “genio”, al “santo”, a la sedicente “convicción”, a la “compasión”.

Entre la aparición dé Humano, Demasiado Huma­no (1878) y la de Aurora (1881) la dolencia que pa­decía Nietzsché se agrava, poniendo en peligro su vi­da, a lo que se agrega la crisis espiritual, por que atra­vesaba, doblada de un desgarramiento en su intimidad, conflicto ya existente que, por haber alcanzado su punto álgido, llega a un deáenlace inevitable, todo lo cual somete a dura prueba la admirable entereza de su carácter y la fidelidad a su concepto de la vida y de las circunstancias, conquista, esta última, más difícil y valiosa. Así, con su caso personal, sobreponiéndose al dolor, él supo dar testimonio dé su posición y sus ideas. Ya al comienzo del año de 1878, antes de la pu­blicación de Humano, Demasiado Humano, su aleja­miento de Wagner, que se había acentuado en los úl-. timos tiempos, llega a la ruptura definitiva, tácitamen- . mente en lo que respecta a la publicidad, ya que ella

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no deja de trasuntarse en expresiones privadas de carácter epistolar. El motivo, la gota que hace desbor­dar el vaso fué el Parsifal, obra en la que el arte de Wagner, que ya preludiaba su vuelco hacia el cristia­nismo, se convierte resueltamente a éste, dando la es­palda al culto del héroe trágico y a la visión griega y germana de la vida, en cuyo soplo vivificante se me­cieron los primeros acordes de su música y renació, para acompañarla en su vuelo, la poesía dramática, conjugada con el canto.

En carta al barón de Seydlitz, desde Basilea, de fecha 4 de enero de 1878, Nietzsche le dice lo siguien­te: ‘‘Ayer recibí el Parsifal, que me fué enviado por Wagner. A la primera lectura, mis impresiones son éstas: Toda la obra está llena del espíritu de la contra Reforma, y hay en ella mucho más de Liszt que de Wagner. Además, acostumbrado yo a lo griego y a lo humano en general,1 encuentro la producción wagne- riana excesivamente limitada dentro del cristianismo y del tiempo. Sobre todo esto, hay en Parsifal una abso­luta falta de carne y, en cambio, demasiada sangre (en la Cena' ya es una verdadera plétora de ella). Le diré, por último, que no me agradan las mujeres his­téricas... El lenguaje suena como una traducción de un idioma extranjero. En cambio, las situaciones y su desenvolvimiento son de la más elevada poesía y lo más alto que se puede alcanzar en música”. En otra carta, al mismo destinatario, fechada en Basilea el 18

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ele noviembre del mismo año, escribe: “Mis sentimien­tos sobre Wagner son ya libres por completo. Todo es­to tenía que'pasar tal cual ha pasado. Ello me ha he­cho bien y ahora contemplo mi emancipación de Wag- Ker como un progreso espiritual”. El vínculo amisto so, tan fuerte y fecundo otrora, quedaba para siem­pre roto, y Niezsche, mientras Wagner triunfaba y el éxito le sonreía, erguido ante su doloroso y grande des­tino, consignado, sin desviaciones ni interferencias, a su órbita de aBtro solitario. Moral pura y diamantina de estrella que vive de su propia luz, parecía ser su consigna en este trance, como, con alusión simbólica quizá, cantó en el “Prólogo en rimas alemanas” a La Gaya Ciencia:

Vorausbestimmt zur SternenbahnWas geht dich, Stern, das Dunfcel an?Der fernsten Welt gehort dein Schein...

( “Predestinada a tu órbita, ¿qué te importa, es­trella, de la'oscuridad...? Al mundo más remoto per­tenece tu fulgor...”).

El estado de salud de Nietzsche empeora hasta el punto de que ni él confía ya en que sus agotadas fuer­zas físicas puedan resistir al mal que lo aqueja, y se siente a un paso de la muerte. Previendo su fin, que cree sobrevendrá en forma repentina, en un espasmo, como expresión de última voluntad pide a su herma­

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na le prometa, con lo que testimonia, una vez más, su firmeza interior y soberana libertad de espíritu, que só­lo sus amigos, y no los indiferentes, acompañaran sus restos: “Como yo no podré defenderme ya, hazlo tú; que ningún sacerdote, que nadie pronuncie sobre mi ataúd palabras sin sinceridad. Dispon todo de modo que me entierren sin farsa, como a un buen pagano”. No obstante sus fundados temores, la enfermedad no logra quebrar su frágil naturaleza y la crisis pasa, dejándolo sumamente debilitado y basta avejentado. En esta situación, Nietzsche se desliga por completo de sus deberes profesionales, renunciando a su cáte­dra de Filología clásica en la Universidad de Basilea, la que recompensará anualmente sus servicios, en for­ma modesta, pero suficiente, para que su ex-profesor pueda subvenir, también con modestia, a sus necesi­dades. Ya libre de su oficio y las solicitaciones del ambiente habitual, se dirige, acompañado por su her­mana, a la alta Engadina, buscando aire puro, de altura, para reponer sus escasas fuerzas y tonificar sus pobres nervios, cuerdas tensas y finísimas que mi­lagrosamente resisten la vibración demasiado fuerte que les comunica un pensamiento que no conoce pau­sa. En su viaje, se detiene tres semanas en Wiesen, lu­gar de altura media, instalándose después en el alto va­lle, rodeado de apacible soledad y próximo a los ven­tisqueros. Se aomete a una absoluta privación de todo, y, como él nos lo hace saber, su alojamiento, toda su

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comodidad, sólo consiste en “una celda con una cama por único mueblaje, y una comida ascética”. ¡Digna morada, allá en la altura, solo, sin amigos, sin trato de ningún género, la de este verdadero y grande asce­ta del pensamiento!

Durante los tres meses que permanece en la En- gadina, la idea de un fin próximo y súbito no lo aban­dona, mira a la muerte de frente todos los días, co­mo un guerrero, pero trabaja y da cima a los aforis­mos de la segunda parte de Humano, Demasiado Hu­mano y a El Viajero y su Sombra. Al remitirle el ma­nuscrito a su amigo Peter Gast, le dice, en carta, des­de Saint Moritz, del 11 de septiembre de 1879: “Me hallo al final de mis treinta y cinco años, o como se dijo unos siglos antes de nuestra época: “enmedio del camino de la vida”... En esta mitad de la vida estoy tan “cercado por la muerte” que ella me puede sor­prender á cada instante... Sé que he dado ya mi gota de buen aceite y que ello hará que no se me olvide. He hecho la prueba de mi concepción del universo; otros la probarán en el porvenir... Al leer este mi últi­mo manuscrito vea usted, mi querido amigo, si pue­de encontrar en él huellas de sufrimiento y depresión. Creo que no ha de hallarlas y ya esta creencia es un signo de que en mis doctrinas se ocultan fuerzas y no defallecimientos y lasitud, que es lo que en ellas bus­carán mis adversarios”.

Alguna mejoría ha experimentado, aunque transi­

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toria, quedando siempre bajo la amenaza de una nue­va crisis de una salud, tan en extremo precaria y vaci­lante que debe defenderla día por día. En estas con­diciones resuelve ir a pasar el invierno a Naumbúrg, con su familia porque “hay estados en los que lo me­jor que puede hacer uno es refugiarse en su patria junto a una madre, y rodeado de los recuerdos de la infancia”. Aquí su mal se reagrava; los efectos del invierno, muy frío, y la nieve dañan su sistema ner­vioso, débil y excesivamente excitable a causa de la en­fermedad. Otra vez se siente rondado por la muerte y hasta desea que ésta llegue pronto a liberarlo de sus terribles sufrimientos. En carta, desde Naumburg, di­rigida a Malwida von Meysenbug el 14 de enero de 1880, le dice: “El horrible y casi continuo martirio de mi vida me hace anhelar su fin, y, según muchos signos, está muy cercano el ataque cerebral que ha de confirmar mi esperanza. Mi vida de estos últimos años puede compararse, en lo que se refiere a torturas y privaciones, con la de cualquier asceta de cualquier época. A pesar de todo esto, he logrado en este tiempo suavizar y purificar mi alma de tal modo que ya no ne­cesito para conseguirlo ni de la Religión ni del Arte... Ningún dolor ha podido conseguir ni conseguirá ja­más que yo dé un falso testimonio de la vida, o con­trario a como ésta se ofrece ante mis ojos”.

Con el declinar de los últimos fríos invernales, Nietzsche siente un alivio en su estado físico y mo­

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ral, y buscando clima más propicio y distracción se dirige a Venecia, donde le hará compañía su amigo Peter Gast; son “agradables días de mimo y abando­no” para el enfermo y su ánimo fatigado pero siem­pre valeroso. En septiembre está de regreso en Naum- burg, mostrándose a los suyos de buen humor y comu­nicativo; por su expresión diríase que disfruta de una tranquila dicha, iluminada por nuevos pensamientos. Al cabo de un mes, para sustraerse a las nieblas del otoño, que tanto mal hacían a sus nervios, emprende de nuevo viaje hacia Italia, aposentándose en Geno­va por una temporada, que obró en él como un sedan­te, pues encontró calma y pudo hacer vida apacible en el ambiente alegre y hospitalario de la vieja ciudad marina. Es éste un período, en la vida de Nietzsche, que podemos llamar de convalecencia y recobro de energías, en el cual logra concentrar de nuevo su pen­samiento y retomar ideas, que había dejado como esla­bones sueltos, para acabar de pensarlas. Da fin a la redacción de los aforismos de Morgenrothe, libro, en cierto sentido, afirmativo, restaurador de rutas deli­beradamente borradas, en el que inicia una campaña indirecta contra la moral y sus valores consagrados y prosigue su labor, comenzada con Humano, Demasiado Humano, de desenmascarar al “Ideal” en otros de sus avatares. En el frontispicio se lee, alusivamente a la tarea y finalidad perseguida, la sentencia india: “¡Hay tantas auroras que no han alumbrado todavía” !

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Auroraos, pues, una obra de convalecencia, en la cual, con el renacimiento a la vida y el prurito de re­descubrimiento que lo acompaña, cosas y problemas son vistos bajo una luz nueva, en una perspectiva en la que lo tradicionalmente preterido y habitual se ofrece al autor con un-sabor de novedad, de primi­cia. La consigna de Nietzsche, en esta etapa de su desenvolvimiento intelectual, podemos sintetizarla en estas palabras: Nada de refugiarse en el habitáculo inerte de una religión,, de una metafísica, de una mo­ral, sino entregarse con sacrificio, con pasión, a la actividad reclamada por una cultura que, en trance de alumbramiento, necesita instaurar nuevos valores, in­ferir posibilidades nuevas y, finalmente, contemplar y afirmar al hombre, de cuerpo entero, bajo una cla­ridad ortal. Con esta consigna queda también bosque­jada, con un sentido de transición, la próxima y fruc­tuosa etapa del pensamiento nietzscheano.

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V il - EL MENSAJE DE ZARATHUSTRADespués de Aurora y La Gaya Ciencia, se abre pa­

ra Nietzsche, siempre impelido por la poderosa pasión de la búsqueda, ávido de un continente ignoto más allá de los mares explorados por el pensamiento, el parén­tesis lírico y profético de Also sprach Zarathustra. Su espíritu avizor ha escalado una cima para desde ella tender hacia el futuro el arco de una esperanza visio­naria. La ascensión fué uii delirio lleno de lucidez, y la silenciosa llegada de Zarathustra a la tienda del so­litario una sorpresa sin más testigos que la montaña., el cielo y el lago, ese lago en cuyo espejo vió recor­tarse la silueta del huésped que hacia él venía para hacerlo depositario de su mensaje. Entonces la soledad de Nietzsche se pobló de un canto, de esos que antes no brotaron del estro de los poetas, pues el peregrino Je traía el zumo de un lirismo nuevo, decantado en ritmos má6 rotundos y alados que los que ya fluyeran de su vena poética. ¿Cómo y en qué circunstancias nació Zarathustra?; ¿qué contempló desde la cima,

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que echó a caminar en dirección a los hombres, para hacerles partícipes de su visión y empujarlos con su palabra, con sus armoniosos “sermones morales”, ha­cia una meta lejana, hacia una necesaria y difícil su­peración?

Nietzsche pone fin a su estada en Genova y se di­rige a un pueblito del Véneto, en los Alpes italianos, donde queda unos días en la grata compañía de Pe- ter Gast, trasladándose luego a Sils María, en la En- gadina, cuyo clima de altura y la rústica tranquilidad de estos valles alpinos influyeran favorablemente en su delicado estado de salud dos años antes. Durante una caminata, de las que diariamente hacía por esta bella región boscosa y lacustre de la alta Engadina, un día de agosto de 1881, en que se dirigía a través de los bosques hacia las orillas del lago de Silvaplana, hizo un alto ante una enorme roca piramidal, cerca de Surlei. Aquí, su espíritu se sintió traspasado por un pensamiento nuevo y deslumbrante, que ya se le había quizá insinuado, pero sin la fuerza de evidencia y arrastre que posee ahora, a punto de encarnarse y vestirse con el ropaje de la poesía en el personaje sim­bólico. Tuvo, pues, el solitario, para confirmación del rumbo que llevaba, también su camino de Damasco, pero en su marcha ininterrumpida hacia la Hélade. Aquella idea, de no corta prosapia y con la que él “tro­pezó en pensadores anteriores”, leit-motiv del poema, fué la del “retorno eterno”, concepción fundamental

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que aspira a ser una suprema fórmula de afirmación. Todas las cosas, en un devenir sin pausa e insaciable, la vida misma, con el ascenso y descenso de sus fuer­zas, están consignadas a un eterno recomenzar, a un movimiento circular sin fin, pero acaso con la direc­ción ascendente de la espiral que- paradójicamente vuelve a su punto de arranque para, en contra de una concepción mecanieista que vería en este regreso un estado final, reiniciar su recorrido, en el que se da una repetición absolutamente idéntica de todo, de cada proceso, de cada serie de acontecimientos, y combina­ciones de series.

Entre cantos y lágrimas, “no lágrimas sentimenta­les, sino de júbilo”, crea Nietzsche a Zarathustra, el profeta encargado de anunciar y predicar con su ejem­plo una radical “transvaluación de los valores”, para lo cual, apuntando al super-hombre, avizorado en la re­mota lontananza de los tiempos, proclama, contra los valores tradicionales, signos de decadencia y aminora- miento de la vida, una nueva tabla de valores, medida y jerarquizada por el impulso hacia una vida ascen­dente, afanosa de plenitud y expansión. Es necesario deslindar entre valores auténticos y falsos, entre vida afirmativa y decadente. Zarathustra llega para decir­nos, con tono premioso, con el acento sugestivo de la parábola: “Es ya la época de que el hombre se pro­ponga su finalidad, es ya la época de que el hombre plante la simiente de su más alta esperanza”. Clama

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contra la imagen vigente del hombre, resultado de una sistemática falsificación operada en nombre de los in­tereses de ciertas épocas, religiones, sectas y de las normas sociales por ellas establecidas. Lucha por in­fundir de nuevo en el hombre “el sentido de la tierra’'’ y devolverlo al oscuro seno del instinto, donde ger­mina todo aquello que asciende hasta la luz, así como, , tal cual lo dice Das Nachtlied, “en la noche se eleva más sonora la voz de todos los surtidores...” en pos de lo luminoso, de las “ubres lumínicas” de los astros (“Nachtist es: nun reden lauter alie springender Brunnen...”). Al “hombre moderno”, abúlico y desvi­talizado por la moral opone Zarathustra el modelo del super-hombre, modelo lejano, pero, no obstante, “nuestro más próximo estadio”. ¿Cómo debemos con­cebir al super-hombre nietzscheano? Nietzsche mis­mo, tras ?us primeras e infundadas ilusiones a este respecto, nos da la pauta para ello. La “gran indivi­dualidad” buscada, coronación de lo humano, ya no es, para él, como lo creyó antes el gran artista ni el gran cognoscente, que carecen de potencia y no tipi­fican al hombre cabal, sino el super-hombre, no co­mo una nueva especie biológica (supuesto infunda­do desde el punto de vista biológico y morfológico), si­no en el sentido de un hombre posible y superior, en poderío intrínseco, al hombre común. Así pensada, en su verdadero alcance, la idea del super-hombre posee, más que el sentido de un ideal, un carácter simbóli­

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co y un valor polémico. Ella se erige como contrafi­gura del hombre despotencializado y exangüe, forja­do por la sublimación ascética y racionalista de una cultura decadente.

A la época en que nace Así Habló Zarathustra, pe­ríodo de audaz afirmación espiritual y de crítica, tam­bién pertenecen, por su orientación y finalidad, dos li­bros claros e incisivos, de prosa límpida y rotunda: Más Allá del Bien y del Mal-Preludio de una Filoso­fía del Porvenir y Para la Genealogía de la Moral. En ellos Nietzsclie hace la crítica de los prejuicios filosó­ficos, morales y religiosos, elucidando certeramente sus últimos planos y disimuladas motivaciones. En el primero, atento a una transvaluación de los valores hasta ahora vigentes, hace una crítica de la modernidad en sus aspectos científico, artístico e incluso político, apuntando a un tipo opuesto al hombre moderno, a un tipo de hombre distinguido, lo menos moderno po­sible, o sea no moralizado y capaz de decir sí a los grandes llamamientos de la realidad y de la vida. Aquí ya aparece la voluntad de poderío en su forma más espiritual, representada por la filosofía, por cuanto toda filosofía tan pronto como comienza a creer en sí misma tiende siempre, en virtud de que ella es un impulso tiránico hacia la causa prima, a crear el mun­do a su imagen. En Genealogía de la Moral aborda con espíritu polémico los prejuicios morales, analizando sutilmente su origen; nos muestra al hombre atenido

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a la tarea que le prescribe su deseo de conocimiento, pero alejado de su propia esencia, extraviado en el laberinto de los prejuicios. En tanto eognoscente él es un desconocido para sí mismo; así permanecemos ne­cesariamente extraños a nosotros mismos hasta el ex­tremo de que “cada uno es para sí mismo el más le­jano”. Mediante un riguroso examen de los valores morales cristianos llega a la conclusión de que el cris­tianismo, cuyas raíces psicológicas pone al descubier­to, ba nacido del espíritu del resentimiento, y no del “espíritu”, tal cual lo delata la forma en que históri­camente se ha realizado; que él es la gran rebelión contra los valores de jerarquía principal; que la con­ciencia moral de que habla no es “la voz de Dios en el hombre”, sino la de un instinto de crueldad que, al no poder descargarse más hacia afuera, se vuelve hacia atrás; en fin, que el ideal ascético, el ideal sacerdotal, no obstante ser un ideal pernicioso, decadente, ex­presión de una voluntad de acabamiento, dispone de una enorme fuerza no porque Dios actúe detrás de los sacerdotes, sino en virtud de que, siendo el único ideal existente hasta ahora, no tenía ningún competidor, faltaba el contra-ideal... hasta la llegada de Zara- thustra, reencarnación de Dionysos, el que retornaba para oponerse al Crucificado.

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VIII.-LA VOLUNTAD DE PODERIOA medida que la vida cerebral de Nietzscbe está

próxima a extinguirse, más lúcida y potente se torna su intelección, más seguras y audaces se vuelven sus ideas. Es el último período de su actividad creadora, en el que llega a rápida madurez su concepción filosó­fica fundamental, la idea revolucionaria de una trans­valuación de los valores, girando en torno del postu­lado axial de la voluntad de poderío. Esta postrera etapa de su producción, en la que la llama del espí­ritu, en su impetuoso arder, proyecta la más intensa claridad, ve nacer al Crepúsculo de los Idolos, El An­ticristo, Ecce homo, La Voluntad de Poderío y esos libelos, de extraordinaria fuerza polémica adunada a un tono irónico, ligero, que se titulan El Caso Wagner y Nietzsche Contra Wagner. Todos estos escritos están en la misma línea de la gran embestida que, a las puertas ya del mutismo definitivo, realiza el pensa­miento apasionado de Federico Nietzsche.

En “El Crepúsculo...”, “Anticristo” y el autobio-

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gráfico “Ecce homo” se abre paso, a través de una crítica implacablemente destructora y del deliberado cinismo en la referencia a su persona, una desespera­da afirmación, nutrida de certezas anticipatorias. Es el delirio de una razón traspasada de evidencias, obsedi­da de claridad, grávida de supremos y luminosos hallaz­gos, que la queman, y necesita comunicarlos, procla­marlos, gritarlos. En Der Wille zur Macht, a pesar del tono acucioso' y apodíctico de este escrito —tan só­lo bosquejo y notas para la gran obra que había pro­gramado y que no tuvo tiempo de concluir— , su pensa­miento, urgido por dar expresión a sus verdades úl­timas, se remansa en tranquila lucidez, se vuelve se­reno, lleno de esa serenidad terriblemente diáfana en que sólo una certidumbre decisiva, crucial, puede culminar.

Durante todo este tiempo, el filósofo ha vivido so­litario y errante, cambiando continuamente de lugar de residencia, impulsado por su inestable y delicado es­tado de salud y también por la inestabilidad mucho mayor que una enorme inquietud, gravitante y angus­tiosa, comunicaba a su vida y a sus hábitos. Así, des­pués de un frustrado viaje a Córcega, donde deseaba pasar una temporada, lo vemos ambular de la Engadi- na a Ruta, cerca de Rapallo, después a Niza, necesita­do de su luz y de su atmósfera; aquí, sus lecturas li­bres, casi ocasionales, lo llevan a conocer la obra de al­gunos escritores franceses contemporáneos: Baudelai-

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re, Maupassant y particularmente Guyau, del cual suscita en él gran interés por la raigal afinidad en el enfoque de los problemas morales, la Esquisse D’Une Morale Satis Obligation Ni Sanction, libro que lee y cubre de notas marginales. Pasa luego a los lagos ita­lianos, cuya belleza lamenta no haber descubierto an­tes. Tras una breve estada en Turin, se dirige de nue­vo a Sils María para retornar, huyendo del aire frío de la montaña, a esta última ciudad en el otoño de 1888, estación final de su peregrinaje. Nietzsche vive su “séptima soledad”, aliviada apenas por una intermi­tente y cada vez más distanciada convivencia epistolar con Peter Gast, su madre y uno que otro de sus anti­guos conocidos. Siente hondamente este aislamiento, y más cuando, después de algunos desacuerdos, se le ale­ja uno de los más íntimos y queridos amigos, Erwin Rohde. Pocos años antes, Nietzsche había visto acer­carse el fin de esta amistad, presintiendo que se iría quedando cada vez más solo, como se lo expresa al mis­mo Rohde en carta, desde Niza, de 22 de febrero de 1885: “No sé explicarte cómo fué, pero al leer tu car­ta... me pareció que estrechabas mi mano mirándome con melancolía y como si quisieras decirme: “ ¡Cómo es posible que tengamos ahora tan pocas cosas comunes y que vivamos como en mundos distintos! Hubo una épocas..,” Esto mismo, amigo mío, me sucede con todas las personas que me son queridas. Todo pasó; se ha­bla aún, se escribe aún, pero tan sólo para no callar.

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La verdad, empero, surge de la mirada y en los ojos de todos leo claramente estas palabras: “Amigo Nietz- eche, ya estás completamente solo”. Hasta esto be lo- logrado llegar. Pero yo sigo mi camino, mejor dicho, mi travesía, y no en vano he vivido largos años en la ciudad de Colón”. Efectivamente, en medio de su soledad, que se adensa, Nietzsche avizora impertérri­ta una térra incógnita y sabe sobrellevar con valor su destino de nauta solitario, que, sólo atento al nisus del pensamiento migratorio que lo trabaja, ha aprorado su nave hacia el continente del futuro.

Aquellas obras,El Crepúsculo de los Idolos y las que están directamente bajo el signo de la transmuta­ción de los valores, como E l Anticristo y L a Voluntad de Poderío, son obras de plenitud intelectual. Se ha querido ver en ellas síntomas e incluso una expresión de la demencia que, en esta época, aquejó a Nietzsche y duró hasta el fin de su vida. Esta es la tésis sostenida por los psiquiatras, siempre tan solícitos y oficiosos para enjuiciar la obra del genio, los que, entontecidos por las conclusiones seudo científicas que apresurada­mente extraen, al pasar de un orden de realidades a otro muy distinto, no se han percatado todavía de que los hombres de extraordinaria potencia de intelec­ción, es decir, los genios no son genios por ser locos o anormales, sino que, a veces, devienen locos por ser genios, perdiendo el equilibrio harto inestable de su sistema nervioso y la salud del cuerpo y del alma, que

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se derrumban bajo el peso de un enorme esfuerzo mental, de una lucidez que los agosta. El espíritu so­pla con tal fuerza, son tan deslumbrantes sus eviden­cias y visiones, que arrastran consigo, desgajándolo, al organismo frágil, sometido ya a las altas tensiones de una vida intelectual que ha alcanzado un grado de intensidad muy raro entre los mortales.

La voluntad de dominio o de poderío es el meollo de la filosofía de Nietzsche, el núcleo de irradiación de su ideario, y con esto está dicho que su pensamien­to, aunque no haya tendido hacia el sistema, en el sen­tido de lo abstractamente concluso y congruente, po­sibilidad excluida por la índole misma de su filoso­far, se inspira en una actitud sistemática frente a la vida y sus grandes problemas. Si Schopenhauer equi­para la voluntad de vida con la voluntad de conocer, porque él entiende por este último no el conocimiento abstracto y discursivo, sino el acto de asentar un mun­do representativo, intuitivo, Nietzsche, en cambio, es­cinde la voluntad de vida en voluntad de dominio y voluntad de conocer, considerando a éstas como aspec­tos de aquella, los que pueden surgir o manifestar­se ya unidos, actualizados en un impulso unitario, o ya alternativamente.

Para Nietzsche, la esencia más íntima del ser es voluntad de poderío. El ser orgánico no es algo impo­tente e insignificante frente a un todo cósmico inmen­so e inanimado, sino que en la vida de aquel, tal cual

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ella acontece como caso especial en el mundo, llega a su más perfecta representación el ser universal de este mismo mundo. La vida, en lo que atañe a su valor, “es un caso particular. Se debe justificar toda existencia, y no únicamente la vida; el principio justicador es un principio mediante el cual se desarrolla la vida, la que no es un medio para alguna cosa, sino la expresión de formas de aumento de poderío”. El comportamiento de los organismos no es un proceso mecánico de selec­ción, como lo sostuvo Darwin, sino una lucha vivien­te por el poder, la que tiende a un activo articularse de los mismos dentro de la estructura del propio mun­do circundante. El organismo no se adapta pasiva­mente a un mundo circundante ya dado, sino que él adapta éste a sus necesidades, sometiéndolo a la ac­ción de su fuerza formadora. en vista a satisfacer el impulso hacia el poderío vital, primum movens de sus reacciones instintivas primarias.

La vida misma, más allá de su caso particular, en cuanto es una tendencia irrefrenable hacia el aumen­to de poderío, se traduce por un proceso, por una ac­ción que desemboca en el ser cósmico y que en el ímpetu de su fluir va alcanzando grados cada vez más elevados en valor y correlativamente contenidos que son concreciones unitarias de fuerza. En este su de­venir ascendente va plasmando seres, organismos múl­tiples sin quedar circunscrita, apresada en las formas espacialmente delimitadas y conclusas de tales orga­

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nismos, puesto que los trasciende como asimismo a todos los centros de fuerza que ella va anudando en la corriente del acontecer, para continuar su movimiento, el cual no es un minúsculo movimiento sobre este pe­queño planeta, sino un soplo metafísico, una embes­tida, un impulso en el sentido de todas las posibilida­des del ser, una de las cuales es el hombre, con la can­tidad máxima de poder que puede asumir.

La voluntad de dominio, en su acepción total y no en la de los actos volitivos individuales, no está diri­gida a ningún fin fuera de sí misma, sino que ella es simplemente voluntad de ser y de crecer e incremen­tarse; ella no es mero instinto de autoeonservación, mera voluntad de vida, o sea únicamente voluntad de ser, como la concibió Schopenhauer, sino también vo­luntad de crecer, voluntad de poderío. Si, en un senti­do fundamental, el querer consciente, dirigido a fines de dominio y de aumento de poder, inmanentes a la voluntad misma, es una exteriorización o mera función del desarrollo biológico de la vida, del despliegue de la potencia vital, en otro sentido, para Nietzsche, aquel querer, enderezado a fines que trascienden la vida in­dividual y que implican para ésta grandes tareas, tien­de también a la más alta forma de la voluntad de do­minio, encarnada en el hombre de voluntad fuerte y dominadora, es decir, en un ejemplar de la moral de los señores.

“Valor — enuncia Nietzsche— es la mayor canti­

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dad de poder que el hombre puede asumir”. Se trata aquí del hombre, como único ser facultado a arrogarse tal poder, y no de la Humanidad. Esta, antes que un fin, es un medio, es el material de ensayo que ha de utilizarse para alcanzar el tipo, ofreciéndose ella, en este sentido, en relación al hombre cuyo formato tra­sunta la voluntad de poderío, como una “enorme su­perabundancia de fracasados: un campo de ruinas”. La Humanidad es, pues, el largo rodeo que da el desti­no, el proceso de la historia para cuajar en los grandes ejemplares o tipos humanos, únicos depositarios del verdadero valor. La vida sólo es valiosa cuando ella está en función del aumento de poder. Por eso el débil, es decir, el que es pobre en vitalidad, emprobre- ce también la vida, en cambio, el que es fuerte, el que es rico en vitalidad, la enriquece. De aquí que Nietzsche, inspirado en estos postulados de una nueva valoración, haya encontrado el camino que conduce a un sí y un no, y nos enseñe a oponer el no a todo lo que nos debilita, nos agota y deprime, y a decir sí “a todo aquello que fortalece, que acumula energías y justifica el sentimiento de poder”. “La vida, como la forma para nosotros más conocida del ser, es, es­pecíficamente, una voluntad de acumular fuerza: todos los procesos de la vida tienen aquí su palanca: Nada quiere conservarse, todo debe ser sumado, y acumulado”. Nuestras tablas de bienes, nuestras va­loraciones (morales, históricas) están en relación di~

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recta a la “vida”, cuya equivalencia, en la acepción nietzsclieana, es “voluntad de poderío”. Esta sería una nueva y más exacta expresión del concepto de “vida”.

El hombre natural, unidad de cuerpo y alma, es el depositario del valor, concebido éste como expre­sión vital de potencia. A este hombre real hay que afirmarlo contra el hombre meramente consciente, fal­sificado por el espíritu y la ratio. Para Nietzsche, “el hombre verdadero representa un valor muy superior al del hombre que podría desear cualquier ideal de los que se han conocido hasta ahora”. El hombre real, total, verdadero, tiene que avanzar hacia el escenario de la vida desgarrando el velo de todas las “ilusiones trascendentales”. A abrirle camino tiende la crítica del cristianismo. El hombre, domesticado y desvitalizado por una moral que niega y rebaja su naturaleza, ha llegado a concebirse como pasivo, no queriendo recono­cerse a sí mismo en sus momentos más fuertes. Todo lo grande y fuerte lo concibe como sobrenatural, como extraño a su ser y le llama Dios. Aquí estaría la raíz de la oposición de “verdadera vida” y “falsa vida”, en­tendida erróneamente como oposición de “vida futu­ra” o celestial y “vida presente” o terrena, es decir, “vida eterna” como “inmortalidad personal” en oposi­ción a vida perecedora. Por consiguiente, la participa­ción en la vida futura es considerada como ingreso en la verdadera vida, después de la muerte, que es así un mero tránsito, un episodio. La filosofía seculariza

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esta antinomia creada por el ideal religioso. Por este camino ,se opera la sobrestimación del espíritu, de la conciencia, la que, en virtud de esta infundada evalua­ción, es erigida en la más elevada especie de ser.

En el concepto de “otro mundo” está la fuente de las ilusiones trascendentales. Tal idea de “otro mun­do”, como opuesto a éste en que vivimos, considerado como mundo aparente, tiene, según Nietzsche, una tri­ple raíz: 1) el filósofo inventa un mundo de la razón, al que concibe como “mundo verdadero”, tal cual hace Platón con el mundo de las “ideas” ; 2) el hombre religioso inventa un mundo divino, que es el origen del mundo desnaturalizado; 3) el hombre moral inventa un mundo del libre arbitrio, del que se origina el “mundo bueno”, “perfecto”. De este modo el mundo en que vivimos se presenta, en relación con el “otro mundo”, como sinónimo de la no vida, del no ser, del “deseo de no vivir”. El cristianismo, al suspender sobre el hombre el memento mori para recordarle que debe encaminarse hacia una vida futura de beatitud, le qui­ta el entusiasmo por esta vida, lo aparta de su destino terreno, tornándole amargos y tristes sus afanes; a toda esperanza, a toda germinación de vida las ha declarado cosas vitandas. El memento viviré, lema de la época moderna, opuesto a aquel tétrico memento mori, suena todavía como algo tímido y pecaminoso. “Una religión que predice un fin a la vida terrena en general y con­dena a todos los vivientes a vivir en el quinto acto de

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la tragedia, tal religión excita ciertamente las fuerzas más nobles y más profundas, pero ella es hostil a todo ensayo de plántaeión nueva, a toda tentativa audaz, a toda libre aspiración; le repugna todo aventurarse en lo desconocido, porque en todo ello nada ama ni espe­ra. A todo lo naciente lo deja prosperar de mala gana, para en el momento oportuno desplazarlo o sacrificar­lo como una incitación a la existencia, como una men­tira sobre su valor”.

Es necesario destacar que el pensador de El Anti­cristo distingue entre el cristianismo que se ha realiza­do históricamente y la actitud espiritual y la doctrina de su fundador. En múltiples pasajes de su obra esta­blece y valora esta distinción, derivando de la misma consecuencias esenciales. Así nos dice: “No se debe con­fundir al cristianismo, como realidad histórica, con aquella raíz que su nombre recuerda: las demás raíces de que ha crecido han sido mucho más poderosas. Es un abuso sin precedentes señalar con aquel santo nom­bre esos productos decadentes y deformaciones que se .llaman “Iglesia cristiana”, fe cristiana” y “vida cris­tiana” ¿Qué es lo que Cristo ha negado?: todo lo que hoy se llama cristiano”... Jesús instituyó una vida real, una vida en la verdad enfrente a la vida ordinaria: nada más lejos de su ánimo que el grosero absurdo de un “Pedro eternizado”, de una existencia personal eterna”... “La iglesia es justamente aquello contra lo cual Jesús predicó y contra lo que enseñó a sus dis­

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cípulos a luchar”... “Después que la Iglesia se desem­barazó de todas las prácticas cristianas y sancionó en­teramente la vida en el Estado, aquella vida que Je­sús había combatido y condenado, tuvo ella que co­locar el sentido del cristianismo no importa donde: en la creencia en cosas increíbles, en el ceremonial de rezos, adoración, fiestas, etc. Los conceptos de peca­do, perdón, castigo, recompensa, todo ésto, comple­tamente baladí y casi excluido por el primer cristia­nismo, pasan ahora al primer plano”.

Por lo demás, es bien sugestivo y elocuente que en el repudio del cristianismo realizado y en los fun­damentos críticos que informan esta actitud coincidan .Nietzsehe, el heterodoxo y destructor, y Soren Kien* kegaard, el místico y cristiano absoluto, quien señala, para llegar hasta Cristo, un sólo camino, el que con­duce a través de la paradoja y la desesperación.

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IX. - EL ETHOS DE LA OBRA CREADALa voluntad no sólo dirige su querer a un fin

inmanente a sí misma, que implica un constante au­mento de poderío, sino incluso a uno que,trascendien­do la mera función del desarrollo biológico, intrín­seco a la vida individual, apunta a una tarea, en la que ella deja su impronta creadora.

Este último fin supone, por parte del hombre, la realización de una obra, de la cual el hombre es el 1creador, el forjador que, como una finalidad cons­ciente, se- la propuesto. Por esta actividad creadora, el hombre se inserta en la corriente de la vida, en el proceso vital de la naturaleza. Esta también es creadora puesto que trae a la vida formas en las que, como naturaleza que se organiza así misma, impri­me su sello, así como el artista deja el suyo en la obra de arte. En Nietzsche, el modelo del hombre crea­dor, cuyo espíritu se expresa en la obra, se opone al del mero trabajador, y el valor de la obra al del me­ro trabajo. Este, para no devenir trabajo mecaniza­

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do, sin alma, ha de exhibir el troquel espiritual del hombre productivo, o sea, debe traducir una activi­dad con cuyo resultado el trabajador, en tanto es un hombre animado de sentido creador y vocación de obra, establece una íntima relación vital y exis- tencial.

Así, en la concepción nietzscheana, surge el ethos de la obra creada y el de su creador, el hombre pro­ductivo, como aristada contrafigura del trabajo me­canizado y del ente exangüe encadenado al mismo. Este contra ethos es consecuencia negativa y necesa­ria del maqumismo industrial y de la producción ca­pitalista que caracterizan a una época a la que Nietzs­che le hizo el certero diagnóstico de su decadencia, época responsable de la civilización mercantilista y filistea, a cuyo colapso agónico hoy asistimos. “Si se quiere, pues, determinar el valor del trabajo, cuánto tiempo, dedicación, buena o mala voluntad, coerción, inventiva o haraganería, honradez o apariencia se em­plea en él, entonces jamás se puede juzgar su valor, porque toda la persona tendría que ser puesta en el platillo de la balanza. Esto significa: ¡no juzgues! Pe­ro el grito por justicia es el que ahora nosotros escu­chamos de aquellos que están descontentos con lá eva­luación del trabajo. Si se piensa más, se encuentra a toda personalidad irresponsable de su producto, el tra­bajo: jamás se puede, por consiguiente, derivar de él un beneficio; todo trabajo es tan bueno o malo como

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él tiene que ser en la necesaria constelación de fuer­zas y debilidades, conocimientos y deseos. No está en el arbitrio del trabajador, si trabaja; tampoco cómo él trabaja. Sólo los puntos de vista de la utilidad, los más estrechos y los más amplios, han creado la va­loración del trabajo”.

Nuestro tipo de civilización científico-técnica, con su progresiva tendencia a la tecnificación integral y a la evaluación del trabajo por su utilidad, con el em­pobrecimiento vital que ello implica, no puede invo­car para subsistir, en la forma que ella ha asumido hasta ahora, principios fundamentales ni ampararse en la tabla vigente de los presuntos valores eternos. Ella no es- eterna y está minada por antinomias destructi­vas y catastróficas. Su consigna es la de la máquina que debe marchar, es decir acelerar el proceso de des­personalización del trabajo. Pero “la máquina es im­personal, ella sustrae a la porción de trabajo su orgu­llo, su bien individual y su defecto, lo que se adhiere a todo trabajo no maquinal, por Consiguiente le quita su poco de humanidad. Antes, toda adquisición hecha a los artesanos era una distinción de personas, con cuyos distintivos uno se rodeaba: el utensilio y el vestido lle­garon a ser símbolo de recíproca valoración y conexión personal, mientras nosotros ahora, parecemos vivir sólo en medio de una esclavitud anónima e imperso­nal. El alivio del trabajo no se debe pagar tan caro”.

El rasgo saliente de lo que — de acuerdo a la ha­

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bitual división de la Historia— se llama edad contem­poránea, es la realidad del progreso material, el incre­mento adquirido por las formas externas de la civili­zación: técnica, maqumismo, industria, y su común denominador, la forma capitalista de producción.

Este proceso arranca desde el Renacimiento, en cuyo magnífico orto también emerge, en el decir de Jacobo Burckbardt, el mundo imponderable de la personalidad humana. Esta, apenas producido su pro­misorio realumbramiento, es olvidada y preterida por el absorbente impulso de la ciencia moderna hacia el dominio de la naturaleza exterior. La ciencia deviene un instrumento para la ambición utilitaria del hom­bre europeo. Este, trás afanosas etapas, subrayadas -por los grandes inventos, por el vuelo prodigioso de la mecánica, comprueba que el instrumento posee una enorme eficacia, siendo aún susceptible de mayar precisión y poder, y que su sueño se está realizando, aunque dominios inexplorados y enigmas todavía re­beldes se levanten en la ruta de la experiencia, para acicatear aun más sus ansias de conquistas, su afán por encadenar a sus designios, con vistas al rendimiento útil, los fenómenos de la naturaleza.

Es la edad científica por antonomasia. El apogeo de la ciencia, con su corolario el perfeccionamiento de la técnica y el progreso de la industria, ha engen­drado el vértigo de las conquistas materiales, la sed insaciable de riquezas. Es un paso decisivo hacia la

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inediatización y despersonalización del hombre. Se acusa un descenso en la vida del espíritu, un empo­brecimiento de todos sus contenidos vitales; el hom­bre occidental comienza a eclipsarse como hombre, como finalidad inmanente de sí mismo, a transformar­se en un tornillo de la gran máquina de la producción capitalista, en un autómata de la especialización cien­tífica. Por este camino se acentúa cada vez más la pri­macía de las cosas y del factor mecánico, devenido omnipotente, relegándose a un último plano el mundo de lo humano, de los intrínsecos impulsos vitales, que alumbró la aurora del Renacimiento.

Así, el hombre, reducido a un mero engranaje de la vida industrial, mutilado en las tendencias expan­sivas de su personalidad, de su ser total, sólo ha apren­dido a tener fe en las cosas, resignándose al proceso fatal en que ellas lo envuelven, pero carece en abso­luto de fe en sí mismo. Al aprender de la técnica el empleo de la fuerza mecánica, pierde la fe en el ejer­cicio de las propias energías, las que definen su esencia íntimamente creadora.

El mundo moderno ha visto prosperar la idea de progreso, que se ha extendido a los distintos dominios de la actividad humana. Se habla de “progreso cien­tífico”, de “progreso material” e incluso de “progre­so moral”, etc. Esta idea, cara al espíritu occidental, se robustece y cobra vigencia hasta el punto que lle­ga a ser dogma indiscutido. El progreso material, en

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sus diferentes aspectos, es, desde luego, el hecho más evidente, la realidad que traduce, casi integralmente, el carácter de esta época. Es cierto que el hombre oc­cidental pondera, como algo efectivo, el progreso mo­ral y se enorgullece hasta el éxtasis del progreso cien­tífico. En lo que hace a este último, bien examinadas las cosas, se comprueba que sus resultados, en su ma­yor parte, se circunscriben a las ciencias aplicadas y que son escasos, aunque de mucha monta, en la esfera de la ciencia pura, sobre todo en la física. En tal sen­tido, el interés puramente especulativo de la ciencia no es muy grande, siendo sus objetivos preferente­mente prácticos. Por eso, más que de progreso cien­tífico, en sentido estricto, cabe hablar propiamente de progreso técnico e industrial.

El decantado progreso de la ciencia, lejos de con­tribuir al enriquecimiento vital y a la elevación es­piritual del hombrease resuelve en mecanización, en avasallante progreso material. La labor especializada de la ciencia, sin duda, beneficia materialmente a la civilización, pero al precio de la mutilación espiritual de los que hacen profesión de ella. La especialización científica, la llamada división del trabajo — especie de fiat utilitario de la civilización moderna— practi­cados a ultranza y sin contralor, han terminado por hacer del hombre un autómata, transformando su in­teligencia en un mecanismo inánime, en una máqui­na de inducciones cuantitativas. La investigación cien­

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tífica, en estas condiciones, carece de un princi­pio unificador, de una visión integral, y tiende fatal­mente a mecanizar al hombre; agosta su emotividad, mata su alma.

Los cultores de la ciencia, confinados en los com­partimientos estancos de sus especialidades, son impo­tentes para elevarse a una visión que abarque en su conjunto el panorama de la múltiple y variada activi­dad humana; no han podido lograr, en su tarea al servicio de la comunidad, una síntesis ideal que unifi­que, otorgándoles finalidad ética, los resultados par­ciales y siempre fragmentarios de su pesquisición uni­lateral. La actividad del profesional de la especiali- zación científica es una actividad que, por su propia naturaleza, propende a despersonalizarse cada vez más, porque a medida que se intensifica y acota rí­gidamente su dominio, más se sustrae al ritmo creador del espíritu, perdiendo todo contacto con la fuente de la espontaneidad vital.

El mal profundo y general de nuestro tiempo, su acentuado carácter negativo, consiste en la ausencia de una síntesis vital, de un ideal humano orientador. Es que nuestra civilización ha desintegrado al hom­bre, reduciéndolo, para satisfacer sus fines exclusiva­mente utilitarios, a una pieza de su complicado y om­nímodo mecanismo. Todo ésto conduce, en el orden de la utilización de los inventos de la ciencia, es decir de las consecuencias de la ciencia aplicada, a la tec-

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Edificación progresiva, proceso justificado y sancionado por una religión de la técnica y una tecnocracia, pa­ladina confesión de la nueva barbarie que ha hecho presa del hombre, para deshumanizarlo y disponer así de él como de un mero valor instrumental.

Ante esta dolorosa y descarnada realidad debemos poner en duda el ‘progreso moral’ y humano que con tanta ligereza se pregonan. No se acusa un verdadero progreso en la moralidad, ni en el desarrollo general de la vitalidad humana, pese al moralismo y al culto de la vida de que alardea la civilización occidental. Moralismo carente de contenido e industrialismo efec­tivo, con su aneja barbarie politécnica, se correspon­den perfectamente. La moral, la cultura ética que pro­clama y no practica el hombre occidental, no es nada más que una especie de salvoconducto para su acción utilitaria desmedida, en una palabra, la bandera que cubre la mercancía.

Ha sido olvidado el concepto de “técnica”, en' la originaria y noble significación con que lo formulara Sócrates, es decir, la técnica entendida, no sólo como el empleo inteligente de las fuerzas y recursos natu­rales para informar y dominar una materia dada por la naturaleza, sino también el procedimiento que po­ne esencialmente la fuerzas naturales al servicio de fi­nes específicamente humanos. Si prestamos fe a teó­ricos solemnes, que han escrito sesudos y voluminosos tratados sobre el sistema del trabajo técnico y, en ge­

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neral, sobre la técnica y sus presuntas virtudes, ésta tiende a liberar al hombre de parte del pesado, yugo del trabajo material, a mejorarlo humana y espiritual­mente. Según estos especialistas, lo primordial en el trabajo técnico es la actividad espiritual, de la que de­pende, en principio, la “actividad” automática que hay en el mismo. El trabajo técnico, nos dicen, “de­be ser humano, humanamente dirigido”. En este su­puesto, superando lo puramente mecánico, la técnica nos orientaría hacia un ideal en virtud del cual ella sea comprendida y aceptada no como “fin”, sino como “medio”.

La gran ventaja de la técnica, de acuerdo al mis­mo supuesto, es que “tiende a hacer cada día más innecesario el trabajo manual”. Que el progreso de la técnica encamina a este resultado, es un hecho evi­dente; pero debemos reconocer que por ello se engen­dra una grave anomalía, una desventaja en un aspecto fundamental. Porque si es cierto que el hombre se libera del trabajo manual, es al precio de una verda­dera mutilación de su personalidad, desde que pau­latinamente se convierte en una pieza de las máqui­nas, al ser absorbido por una función automática, la que anula en él la posibilidad de perfeccionamiento mental y humano y asimismo constriñe el despliegue de direcciones vitales, esenciales para su desarrollo armónico e integral. Una cosa es lo que debe ser, se­gún los principios ideales que la técnica presupone, y

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otra muy distinta lo que en realidad sucede: los desastrosos efectos del trabajo técnico, la acción deshumanizadora del maqumismo. La máquina per­fecta, cuyo funcionamiento haga innecesaria la coo­peración mecanizada del factor humano, es y será una quimera.

Los teorizadores de la técnica, reconociendo los males ocasionados por ésta, apuntan la necesidad de imprimirle un carácter cultural y humano. ¿Es posi­ble esta humanización de la técnica? Abrir semejan­te interrogación es abocarnos al difícil problema que plantea el marcado desacuerdo existente entre el pro­greso técnico y el llamado progreso moral, el grado efectivo de perfeccionamiento espiritual y humano. Este desacuerdo, que denuncia el interno desequili­brio de la civilización occidental, proviene de que el progreso técnico y, en general, el progreso material, se han realizado a expensas del desarrollo espiritual, a cambio de un retardo, de una detención en el pro­ceso vital. Tan patente es la desproporción entre am­bos, que el incremento adquirido por el primero nos parece, con razón, monstruoso, y, ante su realidad, nos punza el ánimo un angustioso sentimiento de inadap­tación. Es que el hombre occidental, al sacrificar su desarrollo espiritual y la progresión de su vitalidad al progreso técnico, ha acabado por depender de los instrumentos que ha forjado. Ha quedado reducido él mismo a un instrumento secundario. En medio del

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complicado andamiaje de la civilización moderna, lo vemos accionar cual fantasma, en el que un estricto automatismo ha suplantado la iniciativa de la vida es­pontánea. La máquina, de cuyo funcionamiento él llego a ser pieza accesoria, ha despotencializado su vitalidad, mecanizado sus impulsos, disgregado su al­ma, reduciéndola a la peor servidumbre, la que, por ausencia de toda inquietud de humano perfecciona­miento, amenaza cristalizar en un estado de resigna­da abdicación de la libertad interior.

La civilización capitalista, carente de un ideal esencial, de principios fundamentales y permanentes, sin raigambre en el estrato primigenio de los instin­tos básicos del hombre, es por dentro distorsión y do­lor, y sólo externamente esplendorosa y brillante. Por esta ruta, hoy llena de ruinas, ¿hacia dónde va esta civilización? A través de su ilusivo brillo externo, de su férrea armazón, de su ruidoso y sórdido industria­lismo, de su deshumanizadora tarea utilitaria ¿cómo reencontrar al hombre en la pureza de su humana dig­nidad, en sus espontáneos y saludables impulsos?. ¿Có­mo individualizarlo por estas manifestaciones pri­marias de una fuerza expansiva que, si no es repri­mida, lleva a la vida plena, exaltada en la voluntad de poderío, cifra del destino telúrico del hombre? ¿Llegará, acaso, a ser realidad la profecía de Samuel Butler, que ve en el hombre un parásito exangüe de la maquinaria, un simple auxiliar del vasto en­

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grana jé de la industria? En la marchu voraginosa de la civilización a que pertenece ¿podrfi este hombre re­signarse a no ser nada más que unu nombra que sólo vive del recuerdo de un pasado glorioso? ¿Podrá él aceptar el papel de triste y dcHinirriado epígono de la grandeza de ejemplares humanos que en épocas pretréritas constelara la voluntad du poderío en tra­yectoria victoriosa?

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X. - LA JUSTICIA SOCIALTodos los interrogantes, que acababamos de

formular, sé apretaron trágicamente en el nudo gordiano que la crisis bélica, que acaba de tener su desenlace en el terreno militar, mas no en el social, no ha desatado y sí parcialmente cor­tado con la espada, con una espada de áurea empuña­dura, bien forjada por la técnica y de doble filo políti­co. Los hilos sueltos se reanudan en el mismo drama secular, sólo que en un acto más avanzado y con otra dimensión, en el drama del hombre de hoy, agobiado por la enorme interrogación de su destino futuro. Tantos interrogantes juntos requieren una respuesta integral y ésta parece venir envuelta — pliegues en que se oculta la musa trágica conjurada por Nietzsche— en la tormenta que ya ruge en el horizonte social de Europa y del mundo.

La humanidad occidental, después de haberse pre­cipitado impetuosamente en la primera guerra mun­dial y en la revolución subsecuente, acusó un notable

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descenso en sus pulsaciones vitales. Pensó que había corrido en vano tras utópicas aventuras, y se sintió postrada por el cansancio y la decepción. Pero este estado tan sólo era la pausa en que se relajaba una acometida frustrada de la voluntad de poderío. Esta humanidad, por haber apurado quiméricos afanes, fué presa, momentámente, de honda desilusión. Pero, obli­gada a afrontar la realidad insobornable, buscó en ésta nuevos motivos para ilusionarse, para tender hacia el futuro el arco de una renaciente esperanza utopista. Vino la labor reconstructiva; la vida recobró su ritmo, y el alma de los hombres se encaminó de nuevo hacia su anhelada plenitud. Contra lo decretado por los ideólogos de la decadencia de Occidente, estaba, sin duda, reservada una primavera más para la planta humana. Se anunció una nueva floración de los ideales.

Es que el alma occidental no había agotado todas sus posibilidades. Un presente grávido de formas iné- ritas, de nuevas estructuras sociales, iba descubrien­do a nuestra curiosidad y afán creador, en un ámbito humano cada vez mejor explorado, nuevos motivos de esperar, de vivir, de perfeccionarnos. El hombre, dila­tando su propio paisaje, se planteaba, con más intensi­dad que nunca, los grandes problemas del mundo y de la vida, y todos aquellos que atañen directamente a su naturaleza moral y a su trayectoria terrena. Preocu­paciones más hondas, encaminadas a la vigencia de un

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ideal de justicia social y dignidad humana, se insinua­ron a su sensibilidad aguzada, enriquecida y alerta. Hoy, a este alma, tan persistente en sus ensueños, tan propensa a dejarse electrizar por grandes y súbitas ilusiones, la hemos visto vivir y lacerarse en una peri­pecia bélica mucho más terrible que la anterior, y, sin embargo, pugna y reverdece en ella la esperanza en un futuro mejor; sueña con una proficua era de paz y dé concordia, de comprensiva convivencia de todos los hombres, bajo el signo de la justicia social. En la hora actual, lo que concentra y moviliza todas sus energías es precisamente la pasión de la justicia social, la cual, por la forma y volumen que ella asume en es­ta etapa de radical transformación, delata la presen­cia de la voluntad de poderío, en uno de sus grandes avalares.

Ella aun no ha salido, puede decirse, del horror de la última guerra, que ha destruido los tesoros artísticos y sembrado de ruinas el suelo de una civilización egre­gia, y ya dibuja en lontananza los luminosos perfiles de nuevas utopías. Es que la vorágine bélica misma, especie de fenómeno cósmico destructor, iba impelida por el pathos de un ideal revolucionario de proyeccio­nes planetarias, es decir, utópico. En el hórrido seno de la destrucción y de la muerte se incubaban, para este alma siempre capaz de esperanza, floras de ilu­sión. El rumbo de embestida del huracán, con la tem­pestad que le sigue, apunta a un futuro incierto, pre-

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fiado de sombras y de peligros, pero el alma ilusionada se enciende en la visión radiosa de una tierra prometi­da, que, a la postre, se esfumará como uno de los tantos mirajes que, en el pasado, la hicieron acelerar la mar­cha y quemar etapas. Si ha logrado la paz, si la dulzura del oasis suaviza sus pasiones y aquieta sus ímpetus, se le aparece de nuevo el demonio tentador con el se­ñuelo de una promesa y le infunde, para materiali-

"zarla, el ansia de tentar otra vez el albur bélico. Di­ríase qué vive alucinada por los consejos que, en esta coyuntura, Zarathustra da a los hombres: “Debeis amar la paz como medio para nuevas guerras. Y la tregua corta mejor que la larga”. “Yo no os aconsejo para el trabajo, sino para la lucha. No os aconsejo pa­ra la paz, sino para la victoria. ¡Que vuestro trabajo sea una lucha, que vuestra paz sea una victoria!”. Ahora ella tiene que guerrear por la paz para conquis­tar la victoria de la justicia social, la pasión que hoy informa totalmente su tormentoso querer.

Dispuesta siempre a superar la realidad, a hacer de ésta trampolín para el salto a las regiones idéales, para las aventuradas construcciones utópicas, ella arro­ja el velo de sus ilusiones sobre las más trágicas antino­mias sociales, sobífe las miserias y dolores de una hu­manidad sangrante y desgarrada. Por obra de esta ilu­sión creadora asiste a su propia palingenesia y se tem­pla en el hervor milenario de los grandes mitos que la impulsan hacia metas lejanas. Tras los momentos de

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decepción y desaliento, viene siempre el del entusias­mo, que la galvaniza y le comunica nuevos ímpetus. Corre de nuevo en pos, de las utopías, de los fines que le anticipa su voluntad de poderío, y conoce así la ten­sión de un gran anhelo, que ella identifica con una gran tarea, en el que concentra todas sus potencias. Y así le acontece que después de haber desarrollado un esfuerzo enorme, empleado en su mayor parte en el vacío, torna a experimentar un aflojamiento en sus íntimos resortes. Son alternativas y avatares de un alma que dispone de inagotables reservas de ilusión, las que luego de cada derrota de sus esperanzas, de cada caída en la más profunda desesperación, le permiten rena­cer, optimista, de su propia sustancia.

Pero más acá de este fondo psicológico de ilusión renaciente se yerguen los problemas, las contradiccio­nes y conflictos que dramatizan la cotidiana vida hu­mana, y que nos dicen que lo está en juego es el desti­no mismo del hombre, víctima propiciatoria de las grandes hecatombes, desencadenadas precisamente por esos conflictos y pasiones, que parecen constituir la trama última e insuperable de las sociedades huma­nas. Se trata de la vida del hombre dentro de una civi­lización determinada y condicionada por tales antino­mias y pasiones, que el afán utilitario y los intereses materiales han sabido diabólicamente poner a su ser­vicio. •

En medio de la vida ruidosa y sórdida de nuestra

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civilización, que sacrifica al hombre a sus monstruosos fines impersonales, surge más acucioso el problema del desarrollo pleno y armónico del hombre vivo e inte­gral, de una cultura anímica y espiritual que resguar­de e incremente la espontaneidad vital y todas las posi­bilidades creadoras,, esencialmente humanas. La re­ciente catástrofe bélica, que sacudió en sus cimientos a las sociedades humanas y ha despojado al hombre de muchas de sus saludables ilusiones vitales, ha venido a clarificar el espíritu para enfrentarlo con decisión sa­piente y enérgica a los problemas y a las motivaciones que se ocultan en el último plano de la realidad histó­rica.

Aunque sea doloroso reconocerlo, parece haber si­do necesario el estallido de esta última guerra, conse­cuencia de la inhumana hipertrofia de la tecnificación, para que se imponga con operosa evidencia la tarea ineludible de encaminarnos a una verdadera vida mo­ral y humana, pauta integrada por todas las direcciones e intereses del ser del hombre. En medio de la perni­ciosa vigencia de los seudos valores, se insinúan ya po­sibilidades constructivas y despunta el rumbo del com­bate espiritual. Se trata nada menos que de la funda­mental tarea de revitalizar, salvaguardando sus gérme­nes más valiosos, la actividad anímica, de reconstituir la vida consciente, mediante la iniciativa de la inteli­gencia responsable y libre. No sería, entonces, aventu­rado confiar que nuestro siglo realice todavía una re­

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habilitación del hombre, lo encamine hacia un ámbito soleado, propicio para el despliegue de todas sus fuer­zas vitales. Cabe, quizás, esperar que un soplo prima­veral remoce a la agostada humanidad, que el fuego sa­grado del espíritu se encienda de nuevo en el viejo crisol de las purificaciones, que la mutilada criatura humana se reencuentre en la totalidad de su ser, hoy escindido y ultrajado.

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XI. - EL NIHILISMO EUROPEONietzsche, afincado en el principio de una nueva

valoración de la vida, la que, como ya hemos visto, gira en torno de una transmutación de los valores, di­lucida el fenómeno que él llama “el nihilismo euro­peo”. El nihilismo, en general, es una consecuencia de la fe en la moral, del imperativo de veracidad que ella ha formulado y desarrollado; es, pues, el estado que tiene que resultar necesariamente de la concepción de la vida de la era cristiana. En tanto es derivación y contera de la interpretación del valor de la existencia por el cristianismo, aquel es una expresión de decaden­cia. Para erigir una nueva tabla de valores, medida por una vida, ascendente y afirmativa, Nietzsche llega a un rechazo radical de todos los valores hasta ahora vigen­tes, consistiendo en ésto su nihilismo axiológico. Mien* tras seguimos manteniendo nuestra creencia en la mo­ral, condenarnos la vida. Hay un nihilismo activo, que es signo de un incremento de poder en el espíritu, camino que nos conduce a una nueva valoración, y un

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nihilismo pasivo, que es signo de decadencia e implica un aminoramiento del poder del espíritu. La única escapatoria al nihilismo —nombre doctrinario con el que Jacobi bautizó a la absoluta negación y la tesitura que inclina a ella— es afrontar una radical transvalua­ción de los valores.

En el desarrollo del “nihilismo europeo”, como síntoma y diagnóstico de un proceso de declinación y caducidad, ve Nietzsche una serie de períodos, con sus correlativas proyecciones sociales y políticas, el último de los cuales es “el período de la catástrofe”, que, des­de el abismo de la crisis, debe quizá conducir a la salud y fortalecimiento del hombre europeo, quien se reco* nocerá a sí mismo en una nueva tabla de bienes y valo­res, en la que él, como primer signo rúnico del idioma de la vida, asumirá el grado más alto de la escala, con su voluntad de poderío cristalizando en una moral de señores, de dominadores. Este último período será el del “advenimiento de una doctrina que pasa a los hombres por el tamiz, que lanza a los débiles, y tam­bién a los fuertes, a decisiones”. No cabe detener la caducidad levantando instituciones, como ingenuamen­te lo imagina el socialismo, que propugna un ideal de decadencia. Al bosquejarnos el cuadro de las perspec­tivas que resultarán de este desenlace catastrófico de! nihilismo, la visión de Nietzsche se torna profética. Sus ideas son anticipaciones: la cuestión social misma es el resultado de la decadencia de una forma de vida

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con sus instituciones y valores. “El socialismo, como objetivo de la tiranía de los más insignificantes y los más tontos, es decir, de los superficiales, envidiosos y de los “en sus tres cuartas partes actores”, es de hecho la consecuencia de las “ideas modernas” y de su anar­quismo latente; pero en la atmósfera tibia de un bien­estar democrático dormita la facultad de concluir o bien de llegar a una conclusión. Se sigue, pero no se concluye más. Por esto el socialismo en conjunto es una cosa agria y desesperada... No obstante, como topo inquieto bajo el suelo de una sociedad que rueda hacia la estupidez, el socialismo puede ser útil y salvador; retrasa la “paz sobre la tierra” y la total compensación del rebaño democrático, y obliga a los europeos... a no abjurar del todo de las virtudes viriles y guerreras...”.

A la moderna democracia, con sus artilugios repre­sentativos y parlamentarios, la caracteriza como una forma de disolución y caducidad del Estado. “En todo tiempo el democratismo ha sido una forma de deca­dencia de la fuerza organizatoria”. Con el apogeo de las instituciones en que la democracia se apuntala, la libertad, en cuyo nombre y servicio precisamente tales instituciones fueron creadas, perece. “Las instituciones liberales cesan de ser liberales tan pronto como ellas son alcanzadas; después no hay nada más malo y más profundamente perjudicial para la libertad que las ins­tituciones liberales..., ellas son la nivelación de monta­ña y valle, elevada a moral, 'empequeñecen, hacen co­

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bardes y sensuales; con ellas triunfa siempre el animal de rebaño”. La verdadera libertad, capaz de traer al mundo instituciones indemnes por mucho tiempo al declive, al virus de la decadencia, entraña voluntad para la auto-responsabilidad; libertad significa que los instintos viriles y guerreros tienen el predominio sobre otros instintos que inclinan a la molicie, como el de la felicidad. Con gran sagacidad y amplitud de enfoque histórico, Nietzsche confronta estos principios con la vida y posibilidades de las naciones europeas, con la distribución de poderío entre las potencias mundiales. “Para que haya instituciones —nos dice— tiene que haber una especie de voluntad, de instinto, de impera­tivo antiliberal hasta la maldad: voluntad de tradi­ción, de autoridad, de responsabilidad más allá de las centurias, de solidaridad retrospectiva y prospectiva en el encadenamiento de las estirpes in infinitum. Cuando existe esta voluntad, entonces se funda algo como el imperium Romanum: o como Rusia, la única potencia que hoy tiene fuerza de duración, que puede esperar, que algo aún puede prometer; Rusia, el con­cepto opuesto del deplorable particularismo estatal y nerviosidad europeos, los que con la fundación del R.eich alemán han entrado en un estado crítico...”. Nietzsche escribía esto en 1888! (Gotzen-Dammerung, par. 39). El Occidente, con sus dependencias cultura­les y técnicas, relativamente autónomas (América) , no posee más aquellos instintos de los cuales nacen las

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instituciones, de los cuales nace, estructüralmente con­figurado, el futuro. “Se vive para hoy, se vive muy de prisa, se vive con demasiada irresponsabilidad: justa­mente a esto se le llama “Libertad”. Aquello que de instituciones hace instituciones es despreciado, odiado, rechazado: Cuando a la palabra “Autoridad” se la pro* nuncia en voz alta, uno se cree expuesto a una nueva esclavitud. Tan lejos va la decadencia en el instinto de valoración de nuestros hombres políticos, de nuestros partidos políticos que ellos instintivamente prefieren lo que disuelve, lo que apresura el fin...”. Lo que pre­cede parece escrito hoy en presencia de los aconteci­mientos. Nietzsche percibía, merced a la disposición hipersensible de su espíritu, el rugir de la tormenta le­jana, sentía en sus nervios la carga de electricidad histórica que se estaba acumulando en los senos de la vida europea y vió venir y anunció la época dramática en que había de entrar el mundo occidental como con­secuencia de la grave crisis de valores y pugna de ideas por que estaba internamente trabajado y escindido: “Yo prometo uña edad trágica: el arte supremo de de­cir sí, la tragedia, renacerá cuando la Humanidad ten­ga a sus espaldas, sin sufrir por ello, la conciencia de la guerra más dura, pero necesaria... Habrá guerras como no las ha habido hasta ahora sobre la tierra”.

Agitado por esta terrible certidumbre, arroja una penetrante mirada sobre la posible y probable distri­bución del poder entre las grandes naciones del mun-

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do: “Me parece que el don de inventiva y la acumula­ción de fuerza de voluntad son, merced a un gobierno absoluto, mucho mayores y están más intactas entre los eslavos; y un gobierno germano-eslavo del mun­do no pertenece a las cosas más inverosímiles”. Los ingleses no saben superar las consecuencias de su testaruda auto-soberanía; con el tiempo admiten cada vez más a los homines novi en el timón, y últimamen­te a las mujeres en el parlamento. Pero hacer políti­ca es, en última instancia, capacidad hereditaria: na­die comienza de hombre privado para llegar a ser una personalidad política con inmenso horizonte”. Previo él, con singular acierto, que en el presente siglo el es­tado de Europa, que ya vivía en constante peligro, llevaría de nuevo al cultivo y afirmación de las virtu­des viriles. El problema que se cernía en el horizon­te histórico era, nada menos, que el del dominio del, mundo, el de una lucha por el poder hegemónico y la expansión. Atisbando las futuras constelaciones de los grandes grupos humanos, afirma: “Rusia domina­rá a Europa y Asia; tiene que ser colonizadora y ganar a China y la India. Europa será como la Grecia ba­jo el dominio de Roma...” “El poder ya ha sido una vez dividido entre eslavos y anglosajones. El influjo espiritual podría estar en manos del europeo típico... Pero si Europa cae en manos de la plebe, entonces se acabó la cultura europea. Lucha de los pobres con-

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tra los ricos. Por consiguiente esto sería un último ar­der de la llama”.

Es sintomático, en el sentido del acierto de su prog­nosis, que no compute, para nada, a las naciones lati­nas, ni a España ni tampoco a los pueblos de Hispano­américa. Es que vio perfectamente que, de estas nacio­nes, algunas aceleraban el ritmo de una ; decadencia casi irremediable (Francia, España, Italia) y las otras eran frustrados conatos, lastimosos proyectos de estruc­tura estatal y nacional, sin existencia histórica, cuyos territorios se valoraban únicamente como lugar propi­cio para la incursión utilitaria de las corrientes migra­torias (los países de Hispano-América y más precisa­mente Iberoamérica), Sobre todo España, que desde hace tanto tiempo se debate estérilmente en una fla­grante desproporción entre el querer y el poder, delata la caducidad que la carcome cuando a esta altura de la evolución del mundo histórico, después de haberse desgarrado en una cruenta guerra civil, viene a rema­tar en un valetudinario remedo de Estado teocrático y clerical, con invocación al cristianismo, como si Hegel no hubiera enseñado, con su filosofía del derecho y su filosofía de la historia, a distinguir rigurosamente la esfera del Estado de la religión y no hubiese su­perado para siempre la limitada y exclusiva concepción religioso-eclesiástica de la esencia y tarea del Estado; como si Nietzsche, consignando algo decisivo y funda­mental, no hubiese subrayado esta verdad: “El cristia­

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nismo es posible como la más privada forma de exis­tencia supone una sociedad estrecha, retirada, abso­lutamente apolítica, pertenece al conventículo. Un “Estado cristiano”, una “política cristiana”, por el contrario, es una impudencia, una mentira, así coma un comando cristiano del ejército, que finalmente ter­minase por tratar al “Dios de los ejércitos” como jefe de estado mayor. El papado tampoco ha estado jamás en situación de hacer política cristiana...” ; en fin, co­mo si todas las realizaciones históricas del Estado, des­de el comienzo de la modernidad europea, no alejasen definitivamente de aquel modelo anacrónico, hoy de imposible actualización.

Nietzsche vio, pues, que las naciones latinas, pues­tas en la pendiente de la decadencia, entrarían en el cono de sombra, de la sombra proyectada por aquellos grupos monitores, centrados en un impulso hegemóni- co hacia el gobierno y dominio del mundo. Si contras­tamos los pronósticos nietzscheamos con los resultados, ya a la vista, mas no el fin, de la crisis bélica en que se debatió la civilización occidental, comprobamos (sin abrir juicio alguno n i . valorar orientacio­nes ni idearios políticos), al hilo del acierto de los mismos, lo siguiente: En esta última guerra, sólo los alemanes y los rusos han luchado con pasión política por un ideal político; detrás de sus máquinas bélicas había hombres impelidos por una voluntad de poderío, de troquelar las estructuras 80-

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cíales del futuro y señorearlas. En cambio, detrás de la maquinaria de guerra y la superabundancia de ma­terial y recursos técnicos de los ejércitos anglo-yanquis -asomaba la cabeza el mercader, producto de un orden social y una civilización moribundos. Les hicieron y Ies hacen séquito, como satélites sin voluntad ni sobera­nía, las naciones latinas e Iberoamérica, en la creen­cia de que por tratarse de los señores monopolizado- res del oro serán ellos, mañana, los mismos señores del dominio del mundo; Iberoamericana, el continente, hasta ahora, sin destino, a menos que la Argentina, por propia gravitación histórica de país monitor, per­file uno autético, iniciando la revolución continental para abolir las oligarquías económicas y políticas que han traicionado a Hispanoamérica. Principalmen­te las naciones iberoamericanas —felizmente sólo sus gobiernos con sus claques cosmopolitas— , Hin- terland colonizado y todavía eolonizable, despensa de reserva a disposición de los señores del oro, se han cons­tituido, en una reiterada abdicación de sus posibili­dades autonómicas, en su comparsa (hors de Vliistoi- re) vocinglera, fanfarrona y temerosa. Pero el úl­timo acto del drama mundial, su desenlace revolucio­nario, recién parece estar a punto de comenzar...

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XII.-LA IRRUPCION DE LOS RUSOSLa edad trágica que anuncia Nietzsche es la que

debe venir después de la época plúmbea y decadente en que, con todos sus artilugios técnicos, alcanza su apogeo la civilización mercantilista y que necesaria­mente debía desembocar en el “período de la catástro­fe” ; es decir después que la humanidad, nivelada por el afán igualitario de las masas en trance de accesión al destino histórico y al dominio político, allanada por los valores puestos en vigencia por la “moral de los esclavos”, se haya purificado en el crisol de la guerra “más dura y necesaria”, de una guerra que como fuego desvastador ha pasado sobre el suelo milenario de Europa, quemando todas sus malezas, para pre­pararlo para una nueva siembra, para que el espíritu de la tragedia y de una vida renaciente enciendan una primavera más en el viejo tronco de la cultura greco- latino-germana.

Con la llegada, con el ascenso de los rusos al área histórica de Occidente un temblor inédito, pre-anuncio

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de futuras gestaciones recorrerá el cuerpo y el espíritu de Europa, en cuyo predio, testigo de tantas y tan egregias floraciones y humanizado y embellecido por tantos sueños, se sentirán, se sienten ya, un tanto apa­gados por el redoble de los tambores, los pasos danzari­nes de Dionysos redivivo, que al pronto se presenta bajo el disfraz igualitario, pero que, conforme a su verdadera esencia, será prepotente y sensual. Se arro­jará con su exuberancia vital, con sus instintos victo­riosos, sobre su bella presa inerme, cubierta de glorio­sos cicatrices, pero todavía estremecida por esa inquie­tud creadora que le permitió decantar en sus propios vasos las esencias clásicas e imponerles el sello y el esti­lo de una cultura original. El sátiro estepario, que vivió al acecho de su. ardiente mediodía y está sobresaturado de energías cósmicas y telúricas, se arrojará sobre su codiciada presa para fecundarla, para iniciar una nue­va promoción de la vida, del espíritu encarnado, vitali­zado e impelido por la fuerza expansiva del instinto.

Desde el fondo de la estepa, desde el país inmenso y enigmático que “limita con Dios” (Rilke), desde el pueblo de los instintos primarios y bárbaros y de los deslumbramientos místicos llegará una corriente, le­gamosa pero cargada de gérmenes vitales, a galvanizar estirpes en el declive, a inyectar sangre nueva en una cultura sublimada en demasía, a abonar y fertilizar con humus virgen un ámbito superlabrado por la cien­cia, arado por la reja del exámen, de una inteligencia

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fríamente analítica y sólo atenta al rendimiento técni­co e industrial, reja que ha descuajado simientes y bro­tes de la mejor flora espiritual y humana. Bajo el to­rrente de sangre eslava Europa, la Europa estatalmen­te atomizada, muere para renacer a nueva vida y en­tregarse a una embriaguez entre dionysiaca y mística, siguiendo así la vía trágica del dolor y de la supe­ración.

No otro es el sentido de la predicción de Nietzsche. “Comienza una época de barbarie, y las ciencias esta­rán a su servicio”. El ideal, que es la anticipación de las esperanzas de nuestros instintos, requiere, si ha de ser conservado en medio de la barbarie, una prepara­ción ascética. Serán tiempos de ensayos y experimen­tos, en el terreno social y político; el hombre se senti­rá ganado por un sentimiento de irresponsabilidad y hallará un placer en la anarquía. Una especie vulgar de hombres tomará el gobierno: primero, los mercade­res, después los trabajadores. Es un momento en que la masa tendrá el dominio, y el individuo, que habrá sustituido el orgullo por la prudencia, se verá obligado a aparentar acatamiento a la masa, si no quiere sucum­bir y renunciar a su destino, a su ideal, al fin supremo de su propia realización. Es una época de transición, y así la siente el individuo en lo que atañe a su suerte y a sus posibilidades históricas.

Nietzsche previo el rumbo y los grandes aconteci­mientos de la actual centuria por ciertos signos que

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considera inequívocos. “En primer lugar, la entrada de los rusos en la cultura. Una finalidad grandiosa. Pro­ximidad de la barbarie, despertar de las artes, genero­sidad juvenil y delirio de la fantasía y efectiva fuerza de la voluntad. Segundo signo: advenimiento de los socialistas. Parejamente impulsiones y fuerza de volun­tad efectivas. Asociación. Inaudito influjo de los indi­viduos. El ideal del sabio pobre es aquí posible. Ar­dientes conspiradores y visionarios, lo mismo que las grandes almas, encuentran sus iguales. Llega una épo­ca de brutalidad y rejuvenecimiento de fuerzas. En tercer lugar, las' potencias religiosas siempre podrían cobrar bastante fuerza para una religión ateísta a lo Budha, la que supere las diferencias de las confesiones, y la ciencia no tendría nada en contra de un nuevo ideal. Pero universal amor humano no habrá! Un hom­bre nuevo tiene que perfilarse”. Este hombre nuevo no será un hombre gregario y que se conforme con se­guir el ritmo del movimiento de la masa y nivelarse a sus exigencias y reclamos igualitarios, sino que sabrá centrarse en su tarea peculiar e intransferible, tendrá vocación para una soledad digna y productiva, propi­cia al despliegue integral de sus fuerzas, a las audaces empresas del arte y al lujo vital. “Cien profundas so­ledades forman juntas la ciudad de Yenecia; éste es su encanto. Una imagen para los hombres del futuro”.

El hombre anunciado por Nietzsche es el hombre que para ser fiel a sí mismo y a los designios históricos

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de la época en la cual le tocará vivir, debe identificarse con el profundo llamado de sus instintos y de su ser to­tal; apurar la concepción agonal de la vida, sentir su destino como tragedia y abrazarse a la más dura lucha por la propia afirmación. Será libre en la medida en que sepa cumplir con estas exigencias, encaminándose, así, a través de la libertad conquistada, al goce de su poder intrínseco, a una armónica y soberana plenitud vital. El ideal del hombre futuro, aquí bosquejado, es el hombre libre y plenipotente, que no se ha reali­zado de modo exhaustivo en ningún ejemplar históri­co, siendo el tipo del hombre romano y el de algunas in­dividualidades del Renacimiento sólo aproximaciones al mismo. Ser libre, para Nietzsche, es: “Querer ser responsable de sí mismo, conservar firmemente la dis­tancia que nos distingue (de la multitud de seres no libres), permanecer indiferente al sufrimiento, a la dureza, a la vida misma. Estar pronto a sacri­ficar los hombres a su obra, sin exceptuarse a sí mismo. Libertad significa predominio de los instintos viriles, belicosos y victoriosos sobre los otros, por ejemplo sobre el de la felicidad. El hombre liberado, y mucho más el espíritu liberado, huella la despreciable clase de felicidad con que sueñan los mercaderes, los cristianos, las vacas, los ingleses y otros demócratas. El hombre libre es un guerrero” . Nietzs­che adopta el lema de un margrave brandenburgués del tiempo de la Reforma: “Adelante en el duro com­

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bate”, y 'nos dice (en una de sus cartas, la de fecha 28 de abril de 1874, dirigida al doctor Carlos Fuchs) que “el soldado es el único hombre libre. Aquel que quiera ser permanecer, o llegar a ser un hombre libre, no pue­de elegir: ¡Adelante en el duro combate!”.

El tipo de hombre futuro, que Nietzsche contem­pla, está llamack) a predicar con el ejemplo el apasiona­do evangelio de la potencia y del vigor, motivos centra­les del ideario nietzscheano. Para abrir camino a esta posibilidad, a este proceso encaminado hacia su meta, hay qué instaurar sin demora al hombre volitivo e ins­tintivo, y ésto, a su vez, requiere, urge una transvalua­ción de todos los valores puestos en vigencia por la mo­ral de los esclavos, a cuyo triunfo abrió cauce el cris­tianismo al predicar la piedad, el amor, el culto de los débiles y de los miserables, negando todo derecho a los fuertes. Nietzsche afirma al individuo fuerte, despla­zado por el cristianismo, por su moral ascética, que sólo concede a los débiles el derecho a la piedad y al respeto. No es extraño, entonces, que él lógicamente vea en la moral cristiana la raiz originario de la deca­dencia, y que defina al cristianismo como una rebelión de esclavos en la moral. Esta moral proscribe, después de estigmatizarlas, todas las virtudes naturales del hombre que ignora la corrupción y que por la salud y vigor de sus instintos y sentimientos no puede caer en ella; declara vitandas todas aquellas virtudes natura­les y viriles que exhornaron a griegos y romanos de la

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mejor época, la del apogeo y floración de su cultura e ideales políticos y estatales. El hombre que aspira a restaurarse en la integralidad de sus potencias y a exal­tar en su propio ser los valores vitales, las posibilidades de este mundo, tiene, ante todo, que luchar por dar un sentido a la tierra, al mundo y al ser terreno, agostados y desvalorados por el cristianismo y su moral ascética.

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XIII. - LA REVOLUCION SOCIALSu preocupación por el destino del individuo, su

enfoque del hombre futuro no le impiden a Nietzsche apreciar la trascendencia del problema social, ya agu­damente planteado en su época, e interpretar el senti­do y alcance de las trasformaciones futuras, anticipan­do certeramente el carácter revolucionario de las es­tructuras sociales y políticas implicadas en gérmen por el proceso histórico que veía desplegarse ante sus ojos avizores. Reconoce que el estado de la masa está en función del nivel moral del hombre llamado de élite, reflejándose en aquella la conducta de éste. Tal como es el individuo dirigente así es la masa. “Se protesta por el desenfreno de la masa; si ésto estuviese proba­do, recaería del todo el reproche sobre los indivi­duos cultivados, por cuanto la masa es tan bue­na y mala como lo son aquellos. Ella se muestra mala y desenfrenada en la medida en que los hombres cultivados se muestran desenfrenados; se la pre­cede como conductor, se puede vivir como se quiera; se

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la eleva o se la corrompe, según que uno mismo se eleve o se corrompa”.

El drama y el sufrimiento de las masas, que con tintes sombríos nos describe el socialismo, son, en no escasa medida, producto de la ilusión, del error en que cae el espectador respecto a los dolores y privaciones de las capas populares bajas porque involuntariamente aprecia y juzga según el propio sentimiento, colocándo­se en la situación de aquellas. “En realidad, los males y privaciones aumentan con el desarrollo de la cultura del individuo; las capas bajas son las más apáticas; me­jorar su situación significa hacerlas más capaces de pa­decimiento”. Por lo demás es un hecho que los fermen­tos de descontento y rebeldía por el estado en que se ha­llan las clases populares, el pathos de la justicia social y la formulación de los ideales reivindicatoríos de tipo revolucionario han surgido, como un grito de protesta en presencia de una humanidad expoliada y mutila­da, en la conciencia de los mejores, de los más sen­sibles.

Ahora bien, si se contempla no el bienestar del in­dividuo, sino los grandes fines de la humanidad, cabe entonces preguntarse una y otra vez si en aquellas si­tuaciones sociales ordenadas, que exige el socialismo, podrían obtenerse parejamente grandes resultados pa­ra la humanidad, como se lograron en las situaciones socialmente sin ordenación, y hasta rayanas en lo caó­tico. “Verosímilmente el grande hombre y la obra

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grande sólo crecen en la libertad de los países incultos. La humanidad no tiene otros fines que los grandes hombres y las obras grandes”.

Porque en la sociedad, dentro de la organización y orden imperantes, mucho trabajo duro y ordinario tiene que ser hecho, es necesario mantener hombres que se sometan al mismo, mientras las máquinas no puedan ahorrar este trabajo. Cuando en las clases tra­bajadoras penetra la necesidad y el refinamiento de la alta cultura, ellas no pueden hacer más aquel traba­jo sin sufrir en exceso. Así, un trabajador evoluciona­do, con cierto grado de formación, busca el ocio y de­sea no alivio en el trabajo, sino la liberación del mis­mo, es decir quiere que otro cargue con aquel. “De he­cho, en los Estados de Europa, la cultura del trabajador y la del patrón frecuentemente se han aproximado tan­to que la rutinaria exigencia del extenuante trabajo me­cánico engendra el sentimiento de rebelión”.

Desde que los socialistas quieren el completo de­rrocamiento del orden social vigente y la implantación de instituciones que aseguren el mantenimiento de una nueva forma de sociedad, de convivencia económica, ellos tienen que apelar a la fuerza para conseguirlo. Una evolución pacífica en este estado de cosas sólo es posible si, por ser igualmente fuertes las exigencias opuestas, se deriva la lucha a un equilibrio resultante de un compromiso. “Sólo si los representantes del or­den futuro se enfrentan en lucha a los de las viejas or*

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denaciones y ambas potencias se encuentran igual o semejantemente fuertes, entonces son posibles los pac­tos, y sobre la base de éstos surge después una justicia, pero derechos humanos no hay”.

Los socialistas están aliados con todas las fuerzas que destruyen los usos, las costumbres, las restriccio­nes tradicionales, merced a las cuales hubo bienestar en el mundo; pero “nuevas aptitudes constitutivas no han llegado todavía a ser visibles en ellos”. “Lo mejor que el socialismo trae consigo es la excitación que él comunica a los más amplios círculos: entretiene a los hombres e introduce en las clases más bajas una espe­cie de conversación filosófieo-práctica. En este sentido él es una fuente de energía para el espíritu”.

Nietzsche ha reconocido claramente los síntomas premonitorios de una subversión revolucionaria del or­den social instaurado. desde la Revolución francesa; ha visto que todas las antinomias de que está tejida la vida moderna no tienen otro desenlace qué guerras y, como epílogo, la revolución social; pero no ha puesto muchas esperanzas en la magnitud del éxito de ésta. “Las guerras son provisoriamente las más grandes ex­citaciones de la fantasía, después que todos los éxtasis y horrores cristianos han languidecido. La revolución social es quizás algo aún más grande, y por esto ella viene. Pero su éxito será más insignificante que lo que uno se imagina: la humanidad puede mucho menos de lo que ella quiere, como se vió en la Revolución france-

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sa. Cuando el gran efecto y la embriaguez de la tormen­ta ba pasado, resulta que para poder más se tenía que tener más fuerzas y más ejercicio”. Pero, con todo, las revoluciones y las guerras son el antídoto que ne­cesita la vida moderna para neutralizar el exceso de protección que ella infundadamente reclama contra todos los peligros, sin los cuales desaparecerían toda vivacidad, arrogancia e incitación, ingredientes que re­quiere la vida para no amortiguar sus ímpetus y estan­carse en calma sepulcral.

Las grandes esperanzas que Nietzsche pone en el futuro de Europa se nutren de la convicción de que volverán a brillar las virtudes viriles, precisamente porque las naciones europeas viven en constante peli-. gro. Considera que la revolución es inevitable y que la primera consecuencia de ella será la disgregación en la anarquía de la burguesía liberal y capitalista. El vendaval revolucionario acabará de atomizar a Euro­pa, de suvo estatalmente ya atomizada, para llevarla a una grandiosa síntesis, a la unidad cultural y políti­ca e inclusive económica. “Todo tiende hacia una sín­tesis del pasado europeo en los más altos tipos espiri­tuales”. En la síntesis total habrá que contar con una nueva dimensión fundamental, dinámica y plasma­dora: la irrupción de los rusos en la cultura y en la política europeas.

Nietzsche ya vió en la Rusia de su época la marea en formación que incontenible se volcaría sobre Euro-

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pa, la germinación de posibilidades y fuerzas llamadas a interferir, a corto plazo en la perspectiva histórica, en el ulterior desarrollo de la vida europea y en la orientación de su cultura. “Veo más propensión a la grandeza en los sentimientos de los nihilistas rusos que en los de los utilitaristas ingleses”. Dos acontecimientos de incalculable alcance habían de colocar en el primer plano de la más grande y dramática transvaluación de valores sociales y políticos la misión europea de Rusia, la que con aceleración y poderío apenas sospechados marcaría su hora en el cuadrante Tiistórico de Occiden­te: la primera guerra mundial, con su secuela, la revo­lución comunista y el advenimiento del régimen sovié­tico, y la segunda, que acaba de terminar en su aspecto militar y que, en definitiva, ha sido y es — con la re­volución social, que la prolonga y será su epílogo— una guerra por la hegemonía política y la organización económica, cuya secuela será la estabilización y expan­sión del régimen soviético, con su enorme poder ma­terial y su espacio ideológico en aumento, sobre ámbi­tos étnicos, políticos, económicos y culturales mucho más dilatados...

El gigante ruso, tras su sueño milenario en la estepa, durante el cual no ha envejecido y sí acumulado fuerzas y juvenil entusiasmo misionero, ha desperta­do y está presente en todas partes, imantando aspira­ciones y esperanzas con su mensaje entre ideológico y místico, explosivo de más alta potencia que todas las

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bombas atómicas de que pueda disponer la civilización capitalista para preservar su imperio sobre una huma­nidad expoliada. Ya dijo Dostojewski, con el sentido ve­lado de la profecía, presintiendo el influjo ecuménico de su patria: “Nosotros, rusos, somos un pueblo joven, comenzamos recién a vivir, aunque ya tenemos mil años de existencia, pero un gran buque, para hacerse a la mar, necesita también aguas profundas”. Hoy ve­mos al gran bajel ruso, después de haber surcado sigi­losamente el mar profundo de su largo sueño, enfilar su proa hacia otros mares, hacia aquellos en cuyas cos­tas de dulce clima floreció, sobre la penumbra del mito y por obra de estirpes proceres, la vigilia msá bella y diáfana que conocieron los hombres.

Es el comienzo de la época trágica, añorada por Nietzsche, y con ella del despuntar también de grandes luchas, de la programación y acometimiento de gran­des tareas, y, entre éstas, una de dimensión planetaria, la atinente a la dirección política y organización social del mundo. “La tarea del gobierno mundial viene. Y, con ella, el problema de saber de qué modo nosotros queremos el porvenir de la humanidad! Son necesarias nuevas tablas de valores; y la lucha contra los repre­sentantes de los viejos valores “eternos”, como supre­ma oportunidad”... “El refrán de mi filosofía práctica es éste: ¿Quién debe ser el dominador del mundo?”

Dominio del mundo, troquelación y enderezamien­to del acontecer humano para acrecentar la vida sobre

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el planeta y proporcionar, así, al hombre la oportu­nidad de asumir el máximo de poder compatible con su capacidad, tal es la concreción integral de la volun­tad de poderío. El hombre, eje de la nueva valoración, habrá aprendido el supremo arte de decir sí a la vida renaciente, la que, impelida por el soplo de la tragedia, por la necesidad y la fuerza de una decisión agonal, ee le revelará como lo que ella es, como aventura pla­netaria de un destino en pos de su plenitud, como el más audaz impulso metafísico urgiendo el flanco de una posibilidad cósmica. Sólo en esta última y total proyección política de sí misma puede la voluntad for­jar y señorear una imagen del mundo, que será tam­bién la imagen de su propio e intransferible poderío, espejando su ímpetu plasmador y su trayectoria te­lúrica.

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XIV.-ALLENDE LA ZONA CLARA. .Nietzsche vive sus últimos días de Turín, que tam­

bién son los últimos de lucidez de su conciencia. Di­versos signos premonitorios anuncian la catástrofe in­minente. Su salud está al borde del derrumbe.

Se produce el conocido episodio del 3 de enero de 1889: Al salir de la casa donde se alojaba vio, en una parada de coches de alquiler, en la plaza Cario Alber­to, que un viejo y desmirriado jamelgo era brutalmente castigado por un cochero inmisericorde. Ante la tor­tura ingligida al pobre bruto, sobrecogido de compa­sión — ¡él que quería proscribir la compasión por los hombres como una debilidad, como un sentimiento depresivo!—, se arroja sobre el animal y sollozan­do se abraza a su cuello para protegerlo con su cuer­po de la ira del hombre. Fué el rayo que lo abatió,; y con él quizá alumbró subterráneamente, en uno de los pliegues de la sombra que se cernía sobre su espíritu, una verdad vivida, apurada en el cáliz de la vivencia más dolorosa: un capítulo fundamental,

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que no alcanzó a escribir, sobre el sentimiento de compasión hacia los animales, como imperativo pa­ra el hombre. Este es el único ser capaz de explicarse su dolor, de proyectar la luz de la conciencia sobre el sufrimiento que le acarrea el destino o la maldad del prójimo. Esta luz de la autoconciencia es el destello del diamante más duro de la creación, brillando en la criatura más frágil y proyectándose hasta las zo­nas más oscuras de la realidad y de lo humano; ella es la coraza y la fuerza del hombre: le permite, in­quiriendo el porqué de su dolor y del dolor en los demás seres, superarlo en el plano del espíritu e in­corporarlo, como algo fatal y hasta necesario, a su visión del mundo y de la vida. El animal, en cambio, no puede explicarse el sufrimiento físico que le in­flige la maldad del hombre, y, con los ojos muy abier­tos, con esa mirada en la que los poetas han creído sorprender una cifra del misterio de la vida exterior, sucumbiendo a su destino de irracional, soporta la flagelación, y al soportarla nos condena con la impo­tencia de su mutismo, como si la vida misma, en su éxtasis milenario, herida y mutilada se asomase a aquella rfiirada para acusarnos, para reprocháramos nuestra crueldad y nuestra culpa. ¡Todo lo que debió sentir Nietzsche, y cuán profundamente, en aquel minuto en que esta verdad, asida viva y palpitante, sangró, mucho más que las otras que supo conquis­tar, hasta cegar su conciencia con el caudal de su ve­

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na! No en vano nos advirtió: “Yo he escrito siempre todos mis libros con todo mi cuerpo y toda mi vida; no sé lo que son problemas puramente espirituales. Todas las verdades son para mí verdades sangrantes”.

Nietzsche, doblegado por una experiencia supe­rior a sus fuerzas físicas, cayó sin sentido. Por fortu­na, en ese momento, atraído por la conmoción calle­jera provocada por suceso tan insólito, atinó a pannr su huesped, el que, reconociendo a su inquilino en el protagonista del hecho, lo recogió y se lo llevó a bu casa, recostándolo en un sofá, donde Nietzsche largo tiempo quedó inmóvil, mudo, desvanecido. Cuando se recobró, cuando retornó de su ausencia de sí mis­mo, del dominio de una vivencia que yacía más allá de toda comprensión, allende la zona clara de la con­ciencia, sintió que un doble ser divino alentaba en b u espíritu: Dionysos y Jesús, el héroe de la embriaguez trágica y el héroe de la resignación trágica.

Entre el 3 y el 7 de Enero, Nietzsche escribe una serie de cartas, algunas muy bellas y sugestivas, diri­gidas a algunos de sus viejos amigos, como Jacobo Burckhardt, Erwin Rodhe, Peter Gast, Overbeck, y a personalidades con las que hacía poco había traba­do conocimiento epistolar, como Jorge Brandes y Au­gusto Strinberg. De estas cartas, unas están firmadas por “El Crucificado”, y otras por “Dionysos”. Son significativas, en su concisión, las destinadas a Peter

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Gast y a Brandes, y firmadas por “El Crucificado”. Al primero le dice: “A mi maestro Pietro. Cántame una nueva canción: el mundo está transfigurado, ra­biante, y todos los cielos se regocijan” ; la que diri­ge a Brandés reza: “jAl amigo Jorge! Después que tú me has descubierto, no es ningún truco el encontrar­me: lo difícil, ahora, es perderme”. Erwin Rohde, a su vez, recibe un billete de “Dionysos”, en el cual éste lo eleva hasta la altura en que él se encuentra, para que también more “entre los Dioses”.

Nietzsche vivió aproximadamente once años, des­pués del eclipse de su conciencia —melancólica puesta de sol hacia el cielo de la Hélade, sobre la alegría diony- siaca que discurre a la vera de las viñas— ; conservó casi intacta su afectividad, y no perdió el gusto por la música. De vez en cuando se encendían en él so­bre el fondo de sombra, lampos de ideación, como si el intelecto, refugiado en misteriosa cripta, prosiguie­se su labor en torno a viejos problemas y meditacio­nes. Murió en Weimar el 25 de agosto de 1900. In- comprendido y hasta vilipendiado por sus contempo­ráneos, dijo de sí mismo, con referencia a la suerte de 6U obra, que “habia nacido postumo”, y dijo la verdad.

Después de la muerte de Federico Nietzsche, “el último de los grandes pensadores europeos”, según

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certera expresión de Baumler, comenzó a difundirse 'su obra, a cobrar influjo su pensamiento, a suscitar admiración la nobleza moral de su vida, siendo hoy universal su renombre y grande e indiscutida su glo­ria de filósofo y de poeta.

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... De la enorme bibliografía sobre la vida, la obra y la filosofía de Nietzsche, nos limitamos a consignar lo esen­cial entr,e las obras que, sin reservas, podemos llamar buenas, vale decir, además de las muy conocidas e indis­pensables por los datos que aportan, sólo aquellas que, en un ponderado esfuerzo de comprensión, han estrecha­do de más cerca el tema, de acuerdo a los resultados de la más reciente y ahondada investigaciónElisabeth Forster-Nietzsche, Der einsame Nietzsche, 1915.Alois Riehl, Nietzsche, der Künstler und Denker, 1897.Karl Heekel, Nietzsche. Sein Leben und seine Lehre (una de las exposiciones más precisas), 1923.Karl Jaspers, Nietzsche, Einführung indas Verstandnis

seines Philosophierens (la obra que quizá más ahon­da en la porblemática nietzscheana), 1936.Alfred Baeumler, Nietzsche der Philosoph %nd Politiker ■ 1929.Jjudwig Klages, Die psychologischenErrungenschaften

Nietzsches, 1925Gerg Brandés, Friedrich Nietzsche. Eine Abhlandlung

über aristokratischen Radicalismus, 1925.Charles Andler, Nietzsche, sa vie et sa pensée (Examen amplio y minucioso de la vida y el pensamiento 4e Nietzsche, pero que asigna un papel excesivo a las influencias), Í931.Henrí Lichtenberger, La Philosophie de Nietzsche, 1924.