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Círculos concéntricos III Premio Internacional de Novela CIUDAD DUCAL DE LOECHES

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Círculos concéntricos, de Carmen Matutes, es la novela ganadora de la III edicióndel Premio Nacional de Novela Ciudad Ducal de Loeches.

Impactante, sórdida en ocasiones, la historia transcurre durante los ultimos años delfranquismo, en una Barcelona donde conviven la tradición, las creencias arraigadas, lasformas de vida anticuadas, y una nueva generación que quiere romper con los viejosmoldes. Evaristo se debate entre dos mujeres producto de esa sociedad, una noviatimorata y conservadora, y su rival, una intelectual progresista, que intenta liberar altrágico héroe de la espiral en la que cae, sin que nada lo hiciera prever, y que lo sitúa enlos márgenes de la sociedad. Atrapado entre las convenciones y la modernidad, ajeno alos cambios de las postrimerías del franquismo, el joven se precipita hacia unaencrucijada que nunca pudo sospechar. La Barcelona que vivió entre el período deesplendor de la izquierda divina y los primeros balbuceos de la democracia, también tuvosus historias que esconder.

Carmen Matutes (Ibiza), es doctora en economía por la Universidad de Berkeley.Profesora universitaria en Francia y en el Reino Unido, e investigadora del ConsejoSuperior de Investigaciones Científicas. Fue coordinadora de la Agencia Nacional deEvaluación y Prospectiva y miembro electo del Consejo de la European EconomicAssociation. Ha publicado las novelas Andrea(s) y De Cháchara, y su obra figura en laAntología de la nueva literatura española, 13 para el 21. Sus relatos se publican en elperiódico literario Irreverentes.

EdicionesIrreverentes

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Colección IncontinentesMiguel Mihura El chalet de Madame RenardRamón de España Europa mon amourAlfred de Musset Gamiani, dos noches de pasiónJosé L. Alonso de Santos Dígaselo con ValiumÁlvaro Díaz Escobedo Esencia de mujerPedro Antonio Curto Los viajes de ErosAntonio López del Moral Cuando fuimos aguaAlberto Castellón Victoria y el fumadorRafael Dominguez La firma cristiana como marcaManuel Villa-Mabela Un degustador de fútbol

de los de antes Colección Rara AvisFrancisco Umbral La República Bananera USAJoaquina Gª de Fagoaga Putas de EspañaKonrad Lorenz El anillo del rey SalomónManuel Hidalgo El cutis de las monjasLuis Alberto de Cuenca De Gilgamés a Francisco NievaJavier Memba Mi adorada NicoleDaniel Padró Cartas a un aprendiz de brujo

Colección AqueronteAntonio López Alonso Carlos II, El HechizadoFernán Caballero La mitología contada a los niñosPedro A. de Alarcón Diario de un testigo de

la guerra de ÁfricaAntonio López Alonso Enanos en El Quijote y en el arteAntonio López Alonso A Miguel Hernández

lo mataron lentamenteStendhal Vida de MozartAlcalá Galiano Literatura española del siglo XIXAurelia María Romero Goya, el ocaso de los sueños

Novísima BibliotecaCarmen Matutes Andrea(s)Gustavo Vega Diccionario AnalfabéticoCarmen Matutes De chácharaJosé Antonio Rey Un instituto con vistasSantiago García Tirado Un preso que hablaba

de StanislavskyGuillermo Sastre La Xpina Eva Mª Cabellos Perdidas en la selva José Manuel Fernández Argüelles Entre animalesAdelia Navarro Proceso LigspeaManuel Cortés Blanco Cartas para un país sin magiaJuan A. Piñera El escotillón de ÁguedaAntonio García Montes Los nuevos proscriosEnrique Galindo Pelirrojas españolasCésar Romero Todo suenaJon Obeso Ruiz de Gordoa Las edades del aguaJosé Miguel Molero Poemario, abril y espartoAntología de nuevos escritores 13 para 21Miguel León Intriga en La HabanaElena Yáguez Desde que llegó MauleenMaroussia Alexandrova Atanasova Cartas para un incréduloJosé María Morales El hombre de humoTomás Pérez Sánchez La oleada de la desesperaciónJosé Luís García Rodríguez La pirámide de las floresSasi Alami Manos de visón

Colección de teatroFrancisco Nieva Catalina del demonioLourdes Ortiz La GuaridaJuan Patricio Lombera Una noche con la muerteRaúl Hernández Garrido Los sueños de la ciudad

Colección CercaníasHoracio Vázquez Rial, Fernando Savater y otros Cuatro negrasMiguel Angel de Rus 237 razones para el sexo,

45 para leerRafael Domínguez Molinos Las aventuras de Dios

Colección de Narrativa

Miguel Angel de Rus Europa se hunde

Ana María Matute En el tren

Francisco Umbral Diccionario para pobres

Augusto Monterroso Amores que matan

Miguel Angel de Rus Malditos

Fernando Savater Episodios Pasionales

Mario Benedetti Del amor y del exilio

Fernando Savater El dialecto de la vida

Juan Patricio Lombera La rebelión de los inexistentes

Francisco Nieva Manuscrito encontrado en Zaragoza

Ramón de España La vida mata

Ramón J.Sender Donde crece la marihuana

José Luis Alonso de Santos El Romano

Francisco Umbral Carta abierta a una chica progre

Miguel Ángel de Rus Evas

Pío Baroja Susana

José Enrique Canabal El vidente

Juan Patricio Lombera Bestiario chicano

Marcel Proust La raza de los malditos

Mendicutti, de Rus y Gómez Rufo Pasiones fugaces

Francisco Nieva La mutación del primo mentiroso

Henryk Sienkiewicz Liliana

Miguel Ángel de Rus Bäsle, mi sangre, mi alma

Fernando Savater Último desembarco

Pedro Antonio de Alarcón El amigo de la muerte

José Enrique Canabal Marea baja

Horacio Vázquez Rial La isla inútil

Antonio Gómez Rufo El señor de Cheshire

Antonio López Alonso Ecos de un dios lejano

Juan Antonio Bueno Álvarez La noche marcada

Varios autores Antología del relato español

Miguel Ángel de Rus Donde no llegan los sueños

Antonio López Alonso Soledad de otoño, infancia de silencio

Herminio Martínez Tan oscura noche de tormenta

Miguel Gómez Yebra La clepsidra de Neptuno

Miguel Arnas Buscar o no Buscar

Antonio López del Moral El Espejo

Aurelia Mª Romero Velázquez; la magia del espejo

Carmen Matutes Círculos concéntricos

Carmen MatutesCírculos

concéntricos

III Premio Internacional de NovelaCIUDAD DUCAL DE LOECHES

EdicionesIrreverentes

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Carmen Matutes

CÍRCULOS CONCÉNTRICOS

Colección de NarrativaEdiciones Irreverentes

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© Carmen MatutesDe la edición: © Ediciones Irreverentes Ediciones Irreverentes [email protected]://www.edicionesirreverentes.comAbril, 2008ISBN: 978-84-96959-09-5Depósito legal: Diseño de la colección: Dos Dimensiones S.L.Maquetación: Absurda FábulaImprime Publidisa Impreso en España.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial deesta obra por cualquier procedimiento y el almacenamiento o transmisiónde la totalidad o parte de su contenido por cualquier método, salvo permi-so expreso del editor.

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En memoria deCarmen Juan Hernándezy de Antonio Matutes Noguera

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PRIMERA PARTE: LA DECISIÓN

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CAPÍTULO PRIMEROLAS CIRCUNSTANCIAS DE EVARISTO

Chispa solía dormitar en el taller. A menudo abría un ojo ysaludaba con la cola, sin mucho ánimo, si su mirada se cruzabacon la de los carpinteros. El pobre perro era bastante viejo, aunqueresultaba imposible saber su edad con exactitud. Los Losada seencariñaron con él cuando se aficionó a visitar la carpintería dedon Manuel, de eso haría ya unos doce años. Evaristo era todavíaun niño la tarde lluviosa en que el animal mostró su intención dequedarse a la hora de cerrar; de ahí, pasó a ser un miembro más deuna familia en la que el muchacho irradiaba luz.

Evaristo Losada era bastante corpulento, más que su padreincluso, y, como él, cejijunto y de mentón prominente. Y le sobra-ba inteligencia. Además, tenía una gran capacidad para concen-trarse; mientras trabajaba en la carpintería ni advertía que el solle acariciaba los brazos o iluminaba el serrín que don Manuelesparcía con el cepillo. Sin embargo, las voces de padre e hijoocasionalmente cuarteaban la del locutor de Radio Nacional deEspaña, cuyo discurso, como la radio, formaba parte de los ense-res del lugar.

En enero de 1973 don Manuel se sentía optimista:–El otro día se lo decía a tu madre, cuando termines todos

los encargos que llevas entre manos, no empiezas ningún otro.Igual me desbastas alguna tabla, me echas una mano aquí o alláy sanseacabó: Tú a lo tuyo, que son las leyes.

–Sí, padre.

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–Pásame la garlopa, hijo, anda, pásamela –instó el carpinte-ro–. Esto ya está bien cepillado –apostilló y asiendo el utensilioque Evaristo le alcanzaba prosiguió entre toses–. Cada día faltamenos para olvidarte del cepillo, de la garlopa y del garlopín.

–Sí, padre.–¡Los abogados ni saben lo que son! Ni la uña ni la cuña.

¡Qué va!–No, padre.–Fíjate bien, hijo, el entrepañado ha de ir ajustado a flor. Si

no entra es porque no está bien despatillado –el hombre carraspeó.–Sí, padre. Hoy he de plegar temprano porque esta noche

tenemos sesión de estudio.–Bien, hijo, bien. Mejor será que vayas a asearte y ya con-

tinuarás mañana –concedió con autoridad.Evaristo guardó en el cajón los guantes y abandonó el taller

quedamente, con un «Hasta mañana» que la música del noticia-rio casi silenció. Una hora y media más tarde, se acomodó alvolante de su Seiscientos de segunda mano; enseguida notó eltufo del ambientador y abrió la ventanilla.

De su chaleco de lana color granate asomaba una camisablanca y la corbata a rayas. También vestía el traje azul de tergalque doña Rafaela le había comprado en Sepu casi cuatro añosatrás, meses antes de los exámenes de junio. El muchacho segu-ramente se lo puso esa tarde por complacerla; debió de recordarque su madre a menudo le aconsejaba reservarse la ropa nuevapara el trabajo de la notaría. A fin de cuentas, razonaba la mujer,a los del grupo de estudio les dará igual cómo se te acople el traje.

Doña Rafaela no iba desencaminada, bien lo sabíaEvaristo. En realidad, sólo a él incomodaba vestir una ropa que

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le daba un aire de pardillo. Aunque no le afectara en absoluto laopinión de la gente desconocida, la posibilidad de cruzarse conTeresa vestido con aspecto de paleto, le aterraba. Palidecía consólo imaginar la expresión de su novia al descubrirlo y las pier-nas le flaqueaban si fantaseaba sobre las consecuencias. Sinembargo, cuando sabía a ciencia cierta que no se cruzaría conTere o que, caso de cruzarse, el atuendo sería lo de menos, porqué no satisfacer a doña Rafaela.

No hay duda, Evaristo tenía debilidad por su madre, unamujer maternal, afable y de un talante contemporizador que sufísico ya anunciaba –aunque también sabía refunfuñar–.

Doña Rafaela nunca había sido escuálida, pero, desde quenació Evaristo, sus formas se acentuaron y, ahora, cuando ya lerondaban los cincuenta, una humanidad desbordante contrastabacon su pequeña estatura. En su rostro casi esférico destacaba unapronta sonrisa que a menudo concluía en risa franca y casi ocul-taba unos ojillos vivaces.

Y la misma maña que se daba para reír se la daba parallorar; sobre todo tratándose de su hijo, se mostraba incapaz decontener la emoción y a menudo había de secarse los ojos con unpañuelo, muy pulcro, que sacaba de la manga. Si la escena ocu-rría en presencia de Evaristo, el chico la abrazaba cariñosamentemientras ella bromeaba:

–Ya sé qué dice tu padre, ya, ¡plañidera deberías habersido!

Entonces, inevitablemente negaba con la cabeza y recupe-raba una sonrisa llorosa.

Aquella tarde, doña Rafaela se salió con la suya y no sólopor el traje; también consiguió que, antes de marcharse, su hijo

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se comiera casi media barra de pan con tomate y una tortilla dedos huevos con jamón.

–Gracias, madre. No me esperes, hasta mañana.Y, antes que partiera, doña Rafaela, casi de puntillas, tiró de

la cabeza del chico y le plantó un estruendoso beso en cada mejilla:–Mucho corres tú últimamente, demasiado.Poco después, el joven conducía el Seiscientos por la

Avenida de la Meridiana hacia la parte alta de la ciudad. Cogió laAvenida del Generalísimo, la que todo el mundo conocía porDiagonal, y torció a la derecha en la Vía Augusta. Le costó unpoco conseguir un hueco para estacionar el utilitario, pero, final-mente, aparcó cerca de la plaza de Molina y bajó a pie porBalmes, encorsetado en el traje que podía reventar en cualquiermomento.

Antes de descender los escalones del entresuelo, echó unvistazo a su alrededor como si quisiera comprobar que no hubie-se testigos. En el local lo esperaban tres jugadores sentados alre-dedor de la mesa. Uno con aspecto resabiado, el de más edad yque respondía al nombre de Paco, barajaba las cartas y el chicocon un semblante casi infantil bebió la copa de coñac de un sorbocuando Evaristo entró en la habitación. Otro joven fumaba uncigarrillo negro y, a juzgar por las nubes de humo, no era el pri-mero ni el segundo. No obstante, más que a tabaco reciente, lahabitación hedía a humo viejo.

Una bombilla colgaba del techo a unos dos palmos de lamesa; su luz amarillenta proveía de un aire espectral a los rostros,especialmente al de Paco, el cuarentón resabiado, que preguntócon sarcasmo:

–Y, bien, Evaristo, ¿qué puedes apostar?

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–Veinte mil, poco más de la mitad de lo que gané anteayer.¿Aún no ha llegado Juan?

–Aquí estoy –Juan justo cruzaba el umbral de la puerta.Llegó mascando chicle, con su media sonrisa, sus patillas

negras y el pelo, peinado hacia atrás, bien aplastado sobre lacabeza.

Juan, que no descollaba por su estatura ni por su corpulen-cia, se divertía con las noches de juego, justo al contrario deEvaristo. Si para el uno la pasión por el juego y la posibilidad deperder los billetes representaban un aliciente, casi tanto comoganarlos, para el otro, el juego suponía un ejercicio de concentra-ción, un examen que superar con una finalidad económica.

Probablemente de ahí que Juan aceptara con naturalidad lascopas que ofrecía Paco, mojemos la partida, solía decir, mientrasque, aunque nunca faltara vodka ni ginebra ni güisqui y Pacofuese generoso, Evaristo sólo bebía agua del grifo; ni siquiera sefumaba un cigarrillo durante las partidas.

–El alcohol y las drogas son malos consejeros –explicaba aJuan–, yo no estoy dispuesto a perder más de lo que llevo en elbolsillo.

Sin embargo, a ambos se les daba bien el juego. Cuandoparecía que las cosas venían mal dadas para uno, al final le acudíael naipe y las pérdidas se moderaban. Pocas noches de juegotranscurrían sin que uno u otro diese un capote. Aquella en parti-cular, aunque poco abultadas, ambos obtuvieron ganancias. Noobstante, Evaristo se negó a celebrarlo:

–Es tarde, dejemos las copas para mañana viernes –propu-so–. Yo he quedado con Teresa a las siete y media en La Lechuza.¿Por qué no te vienes con Vivian?

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–¡Hay que ver cómo la pájara te tiene sorbido el seso!Al día siguiente, Evaristo fue el último en llegar a la cita. A

pesar de las ojeras, no parecía el mismo de la noche anterior.Llegó sonriente, casi relajado, con un traje de lana fría, de sutalla, que poco antes había comprado en la boutique de El CorteInglés; además, entre las solapas despuntaba un jersey beige decuello alto en vez de una corbata.

–¿Por qué has de ser siempre el último en llegar? –loregañó Tere.

–Mujer, llego unos minutos tarde y vivo en la otra punta–Evaristo se defendió mientras se inclinaba sobre la chica paradarle un beso–. ¡Qué guapa estás! –la piropeó.

A Tere debió de complacerla el requiebro porque, aunquelo acusó de adulador, sustituyó el entrecejo fruncido por unamueca coqueta. A la joven le gustaba acicalarse y también quese apreciara su empeño en lucir, aunque cualquier ropa le senta-ba bien. Además, tenía un rostro dulce, ninguna facción destaca-ba sobre las demás y el conjunto resultaba armónico. Quizá poreso, Juan a menudo le cogía la barbilla pretendiendo ser Evaristoy, fingiendo una pasión irrefrenable, bromeaba:

–¡Ay mi Tesa, tienes un no sé qué, que es un qué sé yo!Tere se inclinaba por la tradición en la forma de arreglarse,

más conservadora que clásica, e incluso en la de comportarse.Nunca habría usado los anchos jerséis que empezaban a estar demoda en vez de ropa entallada, o botas camperas en lugar dezapatos de tacón; y jamás se le habría ocurrido dejarse el pelonaturalmente rizado, aunque en aquellos tiempos se aceptara unabanico de posibilidades además de la consabida cabellera lacia.Por lo que respecta al patrón de comportamiento, ante todo, la

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joven asignaba a cada cual un papel en función de su sexo; laconsumición, por ejemplo, siempre debía ir a cargo del novio.

Es difícil establecer si en gran parte como consecuencia detodo lo anterior, o a pesar de ello, Evaristo veneraba a Tere. Lajuzgaba la más atractiva, natural y femenina de las mujeres.

–¡Algún defecto tendrá! –se mofaba Juan– ¿Un poquitomarimandona, tal vez? ¿Un pelín gruñona o quisquillosa, quizá?

–¡Las mujeres son así! –Evaristo respondía con el conven-cimiento de quien explica que una mesa es el producto de unatabla y unas patas para sostenerla.

A lo más, el chico aceptaba que el reciente empeño deTere en llamarse Tesa era una excentricidad. Si toda la vida lahan llamado Teresa o Tere, ¿a cuenta de qué cambiarse elnombre pasados los veinte? Sin embargo, se diría él, una extra-vagancia puede perdonarse a cualquiera si el resto de su com-portamiento fluye como un río con un curso predecible: connaturalidad.

En cambio, Vivian, la novia de Juan, actuaba con ciertaafectación, fingía incluso la voz. Curiosamente, la había modifi-cado durante tanto tiempo que por entonces, aun sin proponérse-lo ella, ya sonaba cascada como la de un viejo fumador apegadoa la cazalla.

–Con sólo escucharla necesito aclararme la garganta–aducía Tere cuando habían salido con la otra pareja–, me pre-gunto qué habrá descubierto Juan en esa pánfila.

Vivian tampoco se había ganado a Evaristo, pero a la noviade su amigo no le hacía falta defensa alguna, excepto continuarsiendo la novia de su amigo, no en balde el joven carpintero valo-raba la lealtad por encima de las restantes cualidades.

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Evaristo podía dedicar poco tiempo a averiguar qué seducíaa Juan de aquella jovencita artificiosa, bastante trajinaba durantela jornada como para preocuparse por los demás. No obstante, eltema de las novias había salido a relucir en alguna ocasión yEvaristo había escudriñado qué cautivaba a Juan de la chica.

–No está mal para pasar el rato –se había limitado a repli-car el otro muchacho.

O, sencillamente, se había encogido de hombros. Este tipode respuesta desconcertaba a Evaristo, o quizá a lo que todavíaquedaba del adolescente estudioso, trabajador y serio de antes deaficionarse al juego, cuando deseaba aprovechar cada minuto desu existencia y mantenía la vista fija en el futuro.

Desde entonces, la dinámica de un día corriente había cam-biado de forma notable para él. Aprovechar el tiempo no sólo sehabía transformado en secundario, sino en irrelevante; se conten-taba con matar el rato, con ir al cine aunque supiera con antela-ción que la película no sería de su agrado, sólo para dormitarjunto a Tere o para mantenerla abrazada.

Precisamente en el cine terminaron aquella tarde y, a pesarde que exhibían Dos Hombres y un Destino –Teresa desfallecíapor Robert Redford–, Evaristo cabeceó durante buena parte de laproyección. Al fin y al cabo, a un joven sano no se le puedenrobar horas de sueño y a las nueve de la mañana ya estaba reco-rriendo el centro de la ciudad, distribuyendo los sobres de la nota-ría; igual daba si la partida de la víspera había terminadoavanzada la noche. Cierto es que, contrariamente al juego, el tra-bajo de recadero apenas consumía neuronas.

Tampoco las veladas con la novia reclamaban una granatención de su intelecto:

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–He leído en el Diez Minutos que Liz Taylor se va a casarpor cuarta vez con Richard Burton –podía soltar Tesa sin queviniera a cuento–. ¡No me digáis que no es romántico!

Por otra parte, la joven raramente se empecinaba en unasunto. Tal vez experimentara una cierta frustración cuando lasavenidas que abrían sus comentarios no cuajaban y, ciertamente,le agradaba constituirse en el centro del grupo. Sin embargo, envez de dominar el curso de la conversación, solía ejercer su con-trol interrumpiéndolo con cualquier pretexto, ya fuese preguntan-do si se le había corrido el rimel o si el viento la habíadespeinado, ya fuese limpiando una mancha de carmín del rostrode Evaristo:

–A ver, deja que te vea bien –y le giraba la cabeza almuchacho. Entonces sacaba un pañuelo de su bolso de asa cortay lo restregaba por la mejilla de su novio hasta hacerla enrojecerde tanto frotar.

O, por ejemplo, aquella misma noche antes de ir al cine,cuando Juan y Evaristo se enzarzaron en una discusión sobrefútbol –Juan era periquito y Evaristo culé–, ella saltó con:

–Precisamente justo al lado del estadio de Sarriá, en lasviejas cocheras, me han dicho que Huarte ha construido unospisos monísimos.

En esta ocasión, a Teresa le debió de doler la obstinación delos muchachos en asuntos deportivos porque, cuando por lanoche fueron a tomar unas copas a la coctelería que había enTravesera de Gracia, cerca de Santaló, retomó el tema:

–En realidad, la solución al problema de la vivienda enBarcelona no viene de Huarte, viene de Núñez y Navarro –ase-guró con convencimiento.

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–¡No me digas! –Juan siseó cínicamente, pero ella o bien nolo advirtió o bien, por una vez, se propuso dirigir la conversación:

–La hermana de mi madre vive en Vic, pero está pensandoen comprarse un piso en Barcelona, porque, claro, ahora hay unasoportunidades excelentes. En cualquier barrio –señaló con con-vicción–, ya sea Gracia, Pedralbes o el Ensanche, te encuentrascon pisos nuevos, francamente bonitos, prácticamente todos deNúñez y Navarro. Y, por cierto, dan bastantes facilidades de pago.

Es curioso que Evaristo, tan atento a los deseos de Tere, aveces pecara de insensible; esa noche, por ejemplo, no reparó en elinterés de su novia por el tema de la vivienda y alzó el brazo paraatraer la atención del camarero, que se acercó solícito a la mesa:

–¿Desean?Tesa se reclinó sobre el respaldo frunciendo los labios en

un mohín de disgusto, pero es probable que nadie lo advirtiera.Juan pidió otro cubalibre mientras que Evaristo se negó a repetirconsumición de alcohol y se conformó con un agua mineral.

–¡Hay que ver! ¡Qué moderación! Evaristo, no te pasas niun pelo –apuntó Vivian con su voz ronca.

–Para conservar los vicios hay que practicarlos con mesura–objetó él–, como yo; la moderación es la principal virtud. Pontepor caso un partido de fútbol –Tere revolvió los ojos al escucharla fatídica palabra de labios de Evaristo–, si uno se mata a correrel primer cuarto de hora, después ya no da más de sí. Y, dichoesto, anda, dame un cigarrillo –concluyó dirigiéndose a Juan queasintió con sorna:

–Eres comedido incluso en la práctica de la moderación.Las últimas horas de la velada, como tantas otras veces, ter-

minaron con dos parejas, una femenina y otra masculina, y

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sendas conversaciones, quizá porque, aunque no puede afirmarseque Tere apreciara a Vivian, al menos, ambas compartían elmismo sentimiento de tedio por el fútbol.

Cuando cansada de que Juan acaparara la atención deEvaristo, Teresa propuso acercarse al Sussies’s a bailar, Evaristoprotestó:

–Es muy tarde. Dejémoslo para mañana.La muchacha optó por no discutir, se levantó de un salto y,

tras ponerse el abrigo, se colgó el bolso del brazo:–Vamos pues –desafió en un tono cortante.Al despedirse de la otra pareja Evaristo rodeó los hombros

de Tere. Ella cruzó los brazos sobre el pecho, encogiendo loshombros como si tuviera frío. El chico alzó la vista al cielo yconstató la ausencia de barreras que detuvieran la fuga del caloracumulado durante la jornada. Por el contrario, Teresa mantuvola mirada pegada al suelo; se la veía tensa, quizá un poco enoja-da porque Evaristo no le había prestado suficiente atención oporque había rechazado su propuesta.

El coche estaba en el estacionamiento de Tusset, un lugar-particularmente enrevesado para una persona con facilidad paradesorientarse como le sucedía a Tere, sobre todo en edificios sinventanas.

–A la derecha, a la derecha –Evaristo tiró con cariño de sunovia que giraba hacia la izquierda.– ¡Hay que ver el poco senti-do espacial que tenéis las mujeres!

–Oye Evaristo –interrumpió ella sin darse por aludida–hum... –vaciló durante unos segundos, quizá preguntándose siresultaría oportuno abordar un tema que la preocupaba, aunque,aparentemente, rechazó la idea de sacarlo a relucir.

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Él quiso besarle la nuca antes de abrir la portezuela delcoche, pero ella se escabulló:

–¡Ay! ¡Déjame!–Y ahora, ¿qué te pasa?–Como pasar, pasar, no pasa nada. Si nunca pasa nada.

¿Qué va a pasar? –los ademanes de Teresa y su forma de gesticu-lar denotaban tanta crispación como el tono de su voz.

Evaristo aceptaba, incluso gustoso, la actitud de niña con-sentida que Tesa solía desplegar cuando el agua no discurría porla zanja trazada, o, hablando en propiedad, la zanja trazada por sunovio para ella, intuyendo los caprichos de la joven. Ante todo,aunque ocasionalmente careciese de sensibilidad para captar losdeseos de Tere, Evaristo tenía asumido que, a fin de cuentas, unareina debe comportarse como una reina –por aquel entonces nohabía reparado aún en que la distancia entre una reina y unaesclava puede ser despreciable–.

Sin embargo, esa noche lo dejó totalmente perplejo:–Pero, ¿qué mosca te ha picado? Al pobre chico no se le ocurría motivo alguno que justifi-

cara una rabieta. La película la ha elegido ella, se decía, hemoscenado en La Mamma y hemos ido a tomar combinados, todo asu gusto. ¿Qué más quiere? Es absurdo que a la una de la madru-gada tenga tantas ganas de bailar como para enfadarse; será elcansancio, dedujo. La velada ha sido agradable y no puedehaber mucha mar de fondo, lo mejor, no hay duda, es terminar-la en cuanto antes, despejar a corner, bromeó para sí arqueandolas cejas.

Por suerte, no había apenas tráfico; en un santiamén elSeiscientos se plantó en la Avenida del General Mitre y desde allí

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a la zona de Vallcarca no se tardaba más de unos minutos. Fueronunos momentos silenciosos, pero no particularmente tirantes; entodo caso, no lo fueron para Evaristo que persistía en atribuir elmalhumor de su novia al simple cansancio, quizás porque élmismo estaba bastante fatigado.

Cuando estacionó el coche sobre la acera de la Avenida dela Virgen de Montserrat, pretendió acariciar el rostro de la chicay besarla, pero ella se apartó, abrió la portezuela y, ya en pie,antes de cerrarla se agachó para aclarar:

–No me va bien que nos veamos mañana –había una con-tundencia desagradable en el tono de voz de Tere y su mirada bri-llaba de una forma inusual, dura–. Si te parece me llamas ysalimos juntos el domingo –y seguidamente cerró la portezuelacon brusquedad.

Evaristo quedó anonadado. Cuando logró reaccionar, saliódel vehículo con rapidez, pero, al alcanzar el portal, sólo viodesaparecer el ascensor. Mejor así, se confortó, mejor así; mañanaserá otro día y a la luz, las cosas se ven más claras, o el domingo,da igual.

No obstante, Evaristo presintió la gravedad del problema.Algo en la expresión de la chica le hizo sospechar que no se tra-taba de la simple pataleta de una niña consentida, de un enfadoinsignificante resoluble con unas carantoñas, algún detalle o unaspromesas de buen comportamiento. No; por alguna razón difícilde precisar –escenas de índole parecida habían ocurrido anterior-mente–, no bastarían las promesas de puntualidad o las garantíasde que el tráfico no lo excusaría en el futuro. Los juramentos decomplacerla paseando por el rompeolas, las Ramblas o la Ramblasegún su agrado, tampoco tenían visos de apaciguar un temporal

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que, según barruntaba el muchacho, no procedía de condicionesclimatológicas adversas.

Evaristo escuchó ensimismado los maullidos de un gatonegro que cruzaba la calle a todo correr. Por suerte, por aquí nohay escaleras, se dijo, y repitió las palabras de la joven: «No meva bien que nos veamos mañana».

Teresa no había llegado nunca hasta el extremo de rechazarsalir una tarde de sábado. El joven puso el coche en marcha yarrugó el ceño, ¿había desatendido tal vez un problema de calado?

Mientras atravesaba la ciudad camino de San Andrés, sintióla humedad en la palma de la mano y notó el batir algo acelera-do de su corazón. Conducía con prudencia, incluso muy despa-cio. Quizá a causa de la fatiga, no se sentía capaz de razonarmetódicamente, con la frialdad a la que acostumbraba.

Debían de ser casi las dos cuando entró en casa y sintió lacaricia del familiar olor a limpio. Procuró en balde no hacerningún ruido: Doña Rafaela salió a su encuentro de puntillas,enfundándose en la bata guateada.

–Anda, Evaristo, hijo, tómate un vaso de leche antes deacostarte, eso te hará bien. ¿Te la caliento?

–No, gracias, madre –Evaristo cerró los ojos para controlarla repugnancia que le producía a esa hora el sabor de la leche, aunla no bebida.

–Anda, si no me cuesta nada, es sólo un momentín –susu-rró la mujer esperanzada.

–De verdad, déjalo, no vayamos a despertar a padre. Hastamañana, que duermas bien.

Tras estas palabras, la besó en la frente y desapareció en laoscuridad del corredor, dejando a doña Rafaela, más resignada

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que aliviada, como una estatua de hielo junto a la CatalíticaSuper Ser.

A las cuatro de la madrugada Evaristo no había conciliadoaún el sueño.

Cuando empezó a jugar padeció insomnio durante untiempo, pero de eso hacía ya más de dos años. No era la preocu-pación de deslizarse por una pendiente que remontaría sólo condificultad lo que por aquel entonces le había mantenido en vela,más bien la novedad de cometer un acto prohibido. Nunca de chi-quillo había sentido esa satisfacción que algunos consiguen, porejemplo, fumándose un cigarrillo a escondidas, o enrolándose enuna guerra de tirachinas en lugar de acudir diligentemente alcolegio.

Evaristo siempre había sido un ángel, como bien explicabasu madre con orgullo, no sólo listo y guapote, además, un ángel.Y, aunque no hacía falta, doña Rafaela lo vigilaba con un celodesmedido; disfrutaría con ello y, como era una mujer de valía,aprovechaba las horas de colegio para terminar las tareas, domés-ticas o de cualquier otra índole. De esta forma, podía acudir arecoger al niño a la salida, puntualmente. Nunca hubo otra madreo abuela que se le adelantase. Tampoco hubo ninguna que man-tuviera la costumbre durante tanto tiempo.

Al final, don Manuel tuvo que plantarse: –Rafaela, es un muchacho, no una nenita, déjalo, mujer, ya

va siendo hora de que suelte las amarras. A doña Rafaela le costó bastante acatar la orden de su

marido, pero, poco a poco, se sometió. ¡Qué remedio! De cualquier forma, Evaristo siempre había sido bastante

introvertido, disfrutaba estudiando y leyendo en el pequeño

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comedor de su casa más que correteando con los otros chavales.En consecuencia, incluso sin empeñarse ni desafiar a su marido,doña Rafaela no lo perdía de vista.

Fue durante el tercer curso de bachillerato cuando Evaristose aficionó al fútbol y a partir de entonces, no sólo don Manuelconsentía que su esposa disfrutara viéndolo jugar, además, laacompañaba cada domingo que había partido, casi todos, aunqueno siempre se mostraba comprensivo cuando ella sacaba elpañuelo de la manga:

–Que tu hijo marque un gol no es una desdicha, Rafaela,¡deja ya de lloriquear! ¡Rediós! ¡Plañidera deberías haber sido!

¿Cómo es posible que un joven como Evaristo acabasevisitando asiduamente el tugurio de Balmes? Ése es el interro-gante que mantuvo al chico despierto durante noches enterascuando se envició con las cartas. El muchacho sabía que jugarpodía salir caro a cualquiera, pero confiaba en su propia discipli-na, concentración y presupuesto de juego limitado con anteriori-dad. Cometer una travesura a hurtadillas le robaba el sueño; él,buen ejemplo en el colegio, becario desde su más tierna infancia,premio especial en el bachillerato... ¿Qué estaba ocurriendo?

Un buen psiquiatra podría invertir largas horas averiguan-do estas cuestiones y aún fracasar en el intento. A la postre, la res-puesta más simple, a menudo, es la más acertada. Quizá, comoEvaristo concluyó después de darle muchas vueltas, cuánto mástarda uno en desviarse del camino, mayor es la caída; a los diezaños uno puede caer en las garras de un cabecilla travieso, no enlas de Paco: Exactamente como cuando uno tropieza, ya se sabe,los de mayor estatura caen de más alto. Y se precisa mucha suertepara no darse nunca de bruces.

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