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Leer para lograr en grande

colección lectores niños y jóvenes

L i t e r a t u r a j u v e n i l

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Ilustraciones: Irma Bastida Herrera

Miguel Ángel contreras nieto

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Eruviel Ávila Villegas Gobernador Constitucional

Ana Lilia Herrera Anzaldo Secretaria de Educación

Consejo Editorial: José Sergio Manzur Quiroga, Ana Lilia Herrera Anzaldo, Joaquín Castillo Torres, Eduardo Gasca Pliego, Luis Alejandro Echegaray Suárez

Comité Técnico: Alfonso Sánchez Arteche, Félix Suárez, Marco Aurelio Chávez Maya

Secretario Técnico: Ismael Ordóñez Mancilla

La casona. Cuentos © Primera edición: Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México, 2016

DR © Gobierno del Estado de México Palacio del Poder Ejecutivo Lerdo poniente núm. 300, colonia Centro, C.P. 50000, Toluca de Lerdo, Estado de México.

© Miguel Ángel Contreras Nieto, por texto © Irma Bastida Herrera, por ilustraciones

ISBN: 978-607-495-480-7

Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal. www.edomex.gob.mx/consejoeditorial Número de autorización del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal CE: 205/01/12/16

Impreso en México

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa del Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal.

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Para Miguel Ángel Contreras Sánchez Chagollan,

porque la lectura es una experiencia que define al ser humano

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LIZBETH Y EL UNICORNIO

Al entrar los profesores Russell a

la cabaña, vieron a su pequeña hija Lizbeth

amordazada y sujetada a una silla de madera. Quisieron

correr junto a ella, pero sus captores les apuntaron con pistolas:

—¡Quietos!, que para todo hay tiempo —gritó un sujeto

gordo con mirada de serpiente.

Unos segundos después volvió a hablar el mismo individuo,

asumiendo el papel de jefe de la gavilla. Lo hizo con voz tersa,

pero matizada de impaciencia:

—Para que nos entendamos, quiero que escuchen bien, sin

interrupciones: hace unos días fue visto un unicornio en estos

bosques, es una bestia magnífica y voy a cazarla. Pero necesito

la ayuda de Liz…

—¡No! —gritó la madre— ¡Es muy peligroso!

—¡Retírenla de aquí! —ordenó el jefe, y dos maleantes

arrastraron a la señora fuera de la choza, ante la mirada

impotente de su esposo, que seguía amagado con el arma de un

secuestrador. El cabecilla continuó:

—Detesto la violencia. Soy un coleccionista, un artista

del coleccionismo. Pero, si no me dejan otra opción —dijo,

clavando sus ojos de ofidio en el profesor—, puedo ser muy

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violento… Decía que necesito la colaboración de Liz, su pureza,

para atraer al unicornio. Lo siento, pero deben colaborar… a

menos que la quieran ver muerta.

—¡No! —gritó el profesor, con los ojos desmesurados.

—Pues ustedes tienen la palabra —respondió el jefe, con la

misma parsimonia—, sería una lástima…, es tan bonita.

El profesor miró a su hija y al jefe. Volteó la cara hacia

todos lados. Miró a los secuaces armados. Al final, bajó la

cabeza y con la visión cegada por la rabia, dijo lentamente:

—Está bien. Apoyaremos. ¡Pero le exijo que Liz no resulte

dañada!

—Eso depende de ella…, además, usted no está en

condiciones de exigir nada —concluyó el coleccionista, con una

sonrisa torcida que mostró su diente de platino.

Lizbeth era una niña rubia que vivía en los bosques de Toronto.

A sus diez años era una amazona experta. El día anterior,

con jeans y suéter amarillo de punto, caminaba de regreso de

la escuela cuando fue sorprendida por dos hombres que la

acechaban detrás de unos arbustos.

Trató de defenderse pero la subieron a una camioneta

negra de doble cabina y la trasladaron a la cabaña ubicada en la

parte más profunda del bosque.

Sus padres recibieron llamadas telefónicas. Los amenazaron

con matar a la niña si acudían a la policía y los citaron, solos, al

día siguiente, en el cruce de la autopista federal y la carretera

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que lleva al Monte Mackey. De ahí los llevaron a la choza donde

vieron a Lizbeth cautiva, en tal estado que el profesor Russell

tuvo que someterse.

Una vez que fueron aceptadas sus condiciones, el jefe ordenó

que la pequeña saliera a caminar por las inmediaciones

de la casa, sola, en búsqueda del unicornio. Los profesores

balbucearon una protesta y los esbirros, a una seña del

coleccionista, los amenazaron con sus armas.

La niña salió de la cabaña haciendo pucheros y caminó

hasta internarse en el bosque. Sus tenis Nike hacían crepitar

a cada paso la alfombra dorada y marrón de las hojas caídas.

Avanzaba despacio entre enormes arces amarillos de troncos

esbeltos, por los que subían correteándose algunas ardillas

parduzcas. Con la mirada muy atenta buscaba entre los árboles.

De pronto Lizbeth vio al unicornio. Sintió una opresión

suave en el pecho y la emoción la hizo llorar. A través de sus

lágrimas lo apreció en toda su hermosura: era de un blanco tan

puro como la nieve invernal; caminaba ligero, moviendo con tal

suavidad la cola que parecía flotar sobre la hojarasca. Su cuerno

en la frente le daba cierto aire mitológico. Sólo pudo verlo un

instante, antes de que se perdiera entre la arboleda, pero a la

niña le pareció que la espera de horas bien había valido la pena.

Su angustia y cansancio se esfumaron, además, tuvo la

certeza de que el unicornio había hecho contacto visual con

ella. Así fue. Unos minutos después, el animal apareció por un

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costado y fue avanzando despacio, sin detenerse, hasta llegar

al alcance de su mano. Lizbeth no pudo resistir la tentación

de tocar su frente. Tenía la suavidad del tafetán y la frescura

del mármol.

El unicornio, mirando a la chica con sus enormes ojos

azabaches, brillantes y acuosos, dijo:

—Te conozco, niña hermosa. He visto cuando caminas por

la orilla del bosque, cargando tus libros.

Ella abrió la boca al escuchar la voz sedosa. Sonrió y sus

pecas se acentuaron.

—¡Qué bonito eres! Parece que estás hecho de terciopelo.

¿Cómo te llamas?

—Me llamo Crisol. Quiero ser tu amigo.

Lizbeth miraba fascinada su cuerno, cónico y espiral, que

lanzaba destellos cristalinos; era blanco, casi transparente en

la base, nacarado en el medio y veteado en la punta.

En un momento, Crisol se echó junto a ella y se puso a

mordisquear los renuevos de hierba. Lizbeth sintió que el tiempo

se detenía. Luego de recostarse en su costillar se quedó dormida.

Cuando despertó, el unicornio había partido. Sólo estaba

sentado junto a ella el coleccionista y hablaba, meloso, con una

sonrisa que hacía centellear el diente de platino. Le dijo que

lo había hecho muy bien, que al día siguiente, con seguridad,

él podría atrapar al unicornio y ella, junto con sus padres,

quedaría en libertad. La niña rompió a llorar, ocultando el

rostro entre sus manos.

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Atardecía cuando regresaron a pie. Los últimos rayos del

sol se veían de frente, haciendo efectos resplandecientes entre

las ramas de los arces.

Lizbeth pudo hablar con sus padres sólo unas cuantas

palabras, siempre bajo la vigilancia de los secuestradores.

Con medias frases, exultante, le comunicó al profesor su

encuentro con el unicornio; le comentó que el animal se

había dejado tocar, que había platicado con él. Hizo una

pausa y dos lágrimas pesadas escurrieron por sus mejillas.

La niña se frotaba las manos sin cesar. El profesor le dijo

que no debía preocuparse, que hiciera lo que su conciencia

le dictara.

A la mañana siguiente, se sentía la frescura típica del

otoño. Lizbeth percibía un aroma a tomillo silvestre mientras

aguardaba a Crisol. Éste llegó, aún más confiado que el día

anterior. A unos cincuenta metros de la niña se encontraban,

escondidos tras los árboles, el coleccionista y sus secuaces,

armados con rifles de francotirador.

El unicornio se acercó despacio, moviendo la cola, que

parecía una cascada láctea. Lizbeth lo recibió con los ojos

enrojecidos y las mandíbulas rígidas. Le acarició los carrillos y

le dijo, en voz baja:

—Amigo, unos hombres muy malos quieren atraparte. No

debes tener miedo, yo te voy a ayudar. ¡Confía en mí!

El animal resopló suavemente y, mirándola con dulzura, le

respondió:

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—Lo sé, niña

hermosa. Juntos podemos

evitarlo. Voy a echarme para que subas en

mi lomo y corramos a pedir auxilio.

Así lo hizo, y ella montó de un salto. Se abrazó a su cuello,

gritando:

—¡Vamos, Crisol! ¡Deprisa, bonito!

El unicornio se incorporó con agilidad y a galope se

alejó, entre los zumbidos de las balas disparadas por los

malhechores. El coleccionista se desgañitaba diciendo a

Lizbeth que si no regresaba se iba a arrepentir.

La chica iba aferrada al cuello nervudo del unicornio.

Con los ojos bien abiertos, miraba la ruta que seguía el equino.

Éste avanzaba resuelto, esquivando los árboles. Al galopar

levantaba las cuatro patas, como Pegaso. A toda velocidad

recorrió el bosque hasta detenerse cerca del destacamento

de la policía montada.

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La niña le dio una palmada ligera en

el pescuezo y bajó de un salto, después corrió

hacia las instalaciones de la policía, mientras el animal

reculaba a la zona frondosa.

Al oficial de guardia se le cayó la quijada cuando escuchó

a la pequeña, pero enseguida se dispuso a brindarle ayuda.

Junto con seis policías de casacas azules salieron a caballo,

siguiendo la misma ruta por la que ella había llegado.

Lizbeth iba montada en ancas, abrazada al oficial,

gritando para indicarle el camino que debían seguir. Al doblar

una arboleda, el corazón le dio un vuelco, cuando advirtió a

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unos cuantos metros, entre la fronda, la figura de Crisol. Éste,

al verlos, dio la vuelta y arrancó a galope.

Ella le dijo al oficial que lo siguieran. Así lo hicieron.

El animal tomó una ruta distinta para llegar más rápido.

Atravesaron riachuelos y áreas tupidas, pasaron cerca de un

pantano, donde los caballos pisaban nerviosos, hasta llegar a

unos pasos de la choza, donde el unicornio, de nueva cuenta, se

internó en la espesura.

Los oficiales desmontaron con sincronía profesional y,

luego de resguardar a la niña, avanzaron cautelosos hacia la

casa. Ni un solo pájaro cantaba. Los policías tenían el rostro

crispado. Lizbeth sentía que las manos le sudaban.

Nadie contestó cuando los policías exigieron que se

abriera la puerta. Temiendo lo peor, la derribaron después de

proyectarse un par de ellos en su contra. Dentro, encontraron

a los padres de la pequeña, amordazados y atados a sus

respectivas sillas, tirados en el piso de madera, pero indemnes.

Los desataron y protegieron, junto con su hija, en la

cabaña. Después, se ocultaron fuera, entre los árboles, para

esperar a los delincuentes. Éstos llegaron. Derrapando las

llantas de la camioneta, frenaron y descendieron en medio de

una nube de polvo. Los policías salieron de su escondite y, sin

hacer ningún disparo, los sometieron.

Antes de retirarse del lugar, la niña pidió permiso a sus

padres para despedirse del mágico animal. Los profesores

lo dudaron un poco, pero el oficial les hizo una seña de

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asentimiento con la cabeza y les dijo que ellos podían cuidarla

desde lejos.

Lizbeth caminó unos metros dentro del bosque. La

hojarasca crujía suavemente a cada paso. Sus padres, que

la seguían a distancia, detuvieron su marcha y, abrazados,

pudieron ver cómo el unicornio acudía despacio al encuentro

con su hija.

Al estar cerca, el animal agachó la cabeza y ella lo abrazó

por el cuello, mientras le decía con los ojos llenos de lágrimas:

—¡Crisol, gracias por salvar a mis papás! ¡Nunca te voy a

olvidar!

El equino dio un par de golpes suaves al pasto con sus

pezuñas y le contestó:

—¡Gracias a ti, niña querida! Siempre te cuidaré, aunque

tú no me veas.

Lizbeth se separó de él, le acarició el copete y regresó con

sus padres.

El unicornio se irguió sobre sus cuartos traseros y

relinchó, manoteando. El cuerno devolvía los rayos del sol.

Luego, se alejó a trote. El movimiento le mecía la cola y hacía

flotar las crines.

A partir de ese día, los vecinos de la comarca aseguran

que, de cuando en cuando, al caer la tarde, puede verse

fugazmente al unicornio, como una sombra iluminada en

la espesura del bosque y que su avistamiento siempre es un

presagio de buena fortuna para todas las niñas.

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LOBO

Santiago vivía en una cabaña de madera con techo de

palma a la entrada del bosque. Sus padres trabajaban como

arqueólogos, cerca de casa, en la zona de Chichén Itzá.

Una tarde salió a jugar con Lobo, su gran pastor alemán

blanco. El perro movía la cola esponjada y brincaba alrededor

de Santiago, quien lanzaba una pelota amarilla de tenis, la

misma que Lobo corría a buscar entre los matorrales, tomaba

con el hocico y llevaba de regreso al niño.

Sin darse cuenta, se fueron internando en el bosque hasta

que llegaron a un manantial de agua transparente. El chico

tenía sed, por lo que se acercó con Lobo a la fuente, se puso

de rodillas e, inclinados sobre el agua, uno al lado del otro,

comenzaron a beber.

Al retirar la cara del espejo de agua, Santiago vio reflejada

en la superficie la figura de alguien parado detrás de él. Giró

la cabeza y vio al alux. Era un hombrecillo de unos cuarenta

centímetros, con el cuerpo regordete cubierto de pelo amarillo,

usaba falda verde, chaqueta roja de algodón y sandalias de

cuero. Llevaba colgada al cinto una pequeña espada de bronce.

El alux miró al niño con sus ojillos anaranjados, arrugó

la nariz y trató de atraparlo con las manitas terminadas

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en garras, sin lograrlo, porque Lobo gruñó, mostrando sus

colmillos afilados, y se lanzó en su contra. El duende maya dejó

escapar un grito agudo y corrió hacia un macizo de árboles,

con el perro ladrando detrás de él. Santiago quedó tembloroso.

Pasado un momento regresó Lobo. Venía jadeante, con

algunas cortaduras leves en el hocico y el pecho. Santiago

lo abrazó y el pastor alemán lamió sus manos. Enseguida, ya

calmados los dos, retornaron por el camino del bosque hasta su

cabaña. Entraron a la casa cuando comenzaba a caer la neblina

sobre las copas de los árboles.

Santiago lavó las heridas del perro y les aplicó un poco

de alcohol, que encontró en el botiquín familiar. Al regresar

sus padres, les contó lo ocurrido. Su mamá revisó al niño y al

perro, sin encontrar más que algunos rasguños en este último.

Su padre lo interrogó con seriedad no exenta de cariño:

—¿En dónde está ese manantial, Santi?

—Después de la parte más tupida del bosque, pa’ —contestó

el niño, al tiempo que jalaba un hilo de la manga de su suéter café.

—¿Y cómo era el monstruo que atacó a Lobo?

—Primero me quería llevar a mí, pero Lobo lo correteó.

—¿Pero tú viste al monstruo, hijo?

—Sí, pa’, lo vi. ¡Me quería agarrar! —exclamó Santiago,

con el rostro moreno y delgado encendido.

—¿Cómo era?

—Parecía un viejito, como un enano malo y lleno de pelos

amarillos. Tenía su espada y con ella lastimó a Lobo.

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El doctor Cervantes miró con simpatía a su hijo, después

le agitó suavemente los cabellos castaños y se sentó a cenar.

Su madre lo abrazó, le dio un beso en la mejilla y le sirvió

pollo asado. Una vez tomados los alimentos, se dispusieron los

tres a dormir.

Santiago pidió permiso para que Lobo pudiera dormir

con él:

—Tengo miedo de que venga el viejito malo y me lleve

—dijo, compungido. El papá sonrió y contestó que no había

problema, la mamá frunció el ceño.

Ya acostados, la señora inquirió a su marido:

—¿Aseguraste bien la puerta principal y la del patio?

—Sí —respondió el doctor, al tiempo que leía unos

papeles.

—¿Y la puerta de Santi?

El arqueólogo dejó a un lado los documentos, miró a su

esposa un momento y le dijo:

—¿No vas a creer la historia que nos contó Santi, verdad?

¡Es un niño de siete años!

—No sé —contestó pensativa la señora—, en estas tierras

existen muchas leyendas y… la descripción que nos dio Santi es

la de un alux.

El doctor se quitó sus anteojos de lentes redondos y los

colocó sobre el buró, antes de decir:

—Sí, hay muchas leyendas, pero son eso: leyendas,

producto de la imaginación popular. Y, si a la fantasía de la

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gente le sumas la de Santi, pues ya tienes el resultado. Pero no

te preocupes, que todo está bien cerrado, así que duérmete y

mañana volvemos a platicar con él.

La doctora se levantó y fue hasta el cuarto del niño. Se

tranquilizó un poco al ver que, en cuanto abrió la puerta, Lobo

se puso en alerta. Cerró con sigilo, regresó a su habitación y se

acostó de nuevo. Después de un momento, el matrimonio

concilió el sueño.

A las cuatro de la madrugada, con la casa en silencio, la

puerta del cuarto de Santiago se abrió muy despacio. El alux

entró caminando de puntitas, casi flotaba, sus alpargatas no

producían ruido en la alfombra.

En la cama, Santiago se movió inquieto y siguió

durmiendo. El alux llegó cauteloso hasta donde se encontraba

echado Lobo, se aproximó a sus fauces y comenzó a lanzarle

con su mano izquierda un polvo liviano y obscuro que sacaba

de un morral de tela que traía colgado bajo el brazo derecho. El

perro se estremeció un poco, pero no despertó. Un rato largo

siguió el duende lanzándole polvo. El pastor se veía laso y al

final quedó tendido sobre su costado.

El alux sonrió, mostrando sus dientes amarillos y

puntiagudos. Enseguida, trepó con cuidado a la cama de

Santiago y realizó las mismas maniobras que había hecho con

Lobo. El niño fue acompasando su respiración a la del duende,

hasta que llegó a ser una sola. Cada vez estaba más relajado el

rostro de Santiago. Por último, el alux emitió un gruñido leve

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y el niño abrió los ojos, como un sonámbulo, sin señales de

miedo en el rostro.

El alux soltó otros gruñidos, aún más apagados que los

anteriores, y bajó de la cama. Santiago hizo lo mismo. El

duende abrió despacio la ventana de madera y saltó hacia el

exterior, siempre con Santiago detrás de él, dócil. Caminando,

se alejaron de la cabaña y se perdieron en la espesura del

bosque.

Unos minutos más tarde, Lobo se incorporó tambaleante.

Estuvo un instante aturullado. De súbito pareció tomar

contacto con la realidad, husmeó la cama y en medio de

ladridos saltó por la ventana y salió disparado hacia el bosque.

Justo en ese momento, los arqueólogos abrieron la puerta

del cuarto y se precipitaron al interior. Tosieron por el picor

que había en el ambiente.

Al no ver a su hijo en la cama y la ventana abierta, la

doctora lanzó un grito, su esposo la tomó de la mano. A toda

prisa salieron de la cabaña y corrieron hacia la arboleda, en

medio de la niebla, guiados por los ladridos de Lobo.

El perro alcanzó al niño, que empezó a reaccionar al

oír los ladridos. Entonces, el alux sacó su espada y corrió a

esconderse detrás de un árbol de caoba. Hasta allá se acercó

el valiente Lobo, con el lomo erizado y las orejas erguidas,

pero el duende malvado lo sorprendió, asestándole una

cuchillada en el pecho. Lobo empezó a sangrar en abundancia.

Gruñendo se revolvió y de una tarascada atrapó al alux por

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una pierna. El duende bufaba. Como respuesta le metió tres

cuchilladas más al perro, que le perforaron los pulmones.

Con las últimas fuerzas que le quedaban, Lobo mordió

varias veces al duende en cara, cuello y pecho. Aun después de

que el duende ya no se movía, el perro lo siguió mordiendo,

hasta antes de derrumbarse él mismo sin vida.

Cuando los padres llegaron, no se escuchaba ningún ruido.

Localizaron a Santiago acurrucado contra un anacahuite, se

abrazaron con él y, al verlo indemne, el doctor Cervantes

lo cargó y deprisa emprendieron el regreso a casa. El niño

preguntaba por su Lobo, y ellos, corriendo, le aseguraban con

voz agitada que el perro se encontraba bien y que más tarde

estaría de regreso.

El día amaneció gélido. Santiago insistió en que

fueran a buscar al perro. Los padres encontraron apoyo

con algunos vecinos y como a las ocho de la mañana

partieron seis hombres en búsqueda del animal.

Guiados por el antropólogo llegaron al

lugar. Sólo encontraron a Lobo muerto,

convertido en una masa de pelos sin forma.

Junto al cadáver había jirones de tela roja,

así como una espada metálica pequeña,

manchada de sangre reseca.

Los lugareños comenzaron a moverse

inquietos. Uno de ellos, moreno y de nariz

aguileña, explicó:

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—Fue un alux malvado, los demás aluxes rescataron su

cuerpo, así lo acostumbran. De seguro quería robarse a Santi

y el perro lo evitó; pero, además —dijo luego de una pausa y

centrando la vista en la pareja de arqueólogos—, los otros

aluxes no descansarán hasta llevarse a su niño.

Entre todos recogieron el cuerpo del animal heroico y lo

enterraron frente a la cabaña. Las lágrimas brotaban por igual

de niños y adultos; en especial de Santiago, quien permaneció

tendido sobre el montículo de tierra helada, hasta que sus

padres lo retiraron, casi por la fuerza.

La familia estuvo todo el día en su casa. Los

padres no se despegaron ni un segundo de su

hijo. Apenas probaron una sopa de lima a la

hora de la comida. Al atardecer, el doctor

Cervantes aseguró las puertas

con trancas adicionales.

El niño durmió, inquieto,

en el cuarto de sus padres, que

pasaron la noche despiertos. Los

sobresaltaba a cada momento el rumor

del aire entre los árboles del bosque y el

crujir de la madera en la cabaña.

Al día siguiente, los arqueólogos

renunciaron a su trabajo y se fueron a vivir

a Mérida, junto con el pequeño Santiago,

quien jamás olvidó a su Lobo querido.

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¿DÓNDE ESTÁS, DIOS MÍO?

Una tarde soleada, Elia viaja en un autobús

de las líneas del norte, cuando, al pasar por la

autopista de México a Querétaro, a la altura de San

Juan del Río, el chofer pierde el control, el camión

derrapa, se vuelca y da volteretas. De milagro, la

única muerta es Elia y, a pesar de ser una médium,

no siente el paso entre la vida y la muerte.

Los rescatistas sacan heridos de entre las

láminas dobladas. Aún se perciben los vapores

de líquidos derramados sobre el asfalto durante la

volcadura, cuando Elia empieza a tomar conciencia de

su nueva situación.

Mira su cuerpo y suspira: no tiene ninguna lesión

aparente. Al mover las piernas siente una ligereza

desconocida, una suerte de ingravidez fantástica: “¿Qué

sucede?”, se cuestiona. “¿En dónde están los demás

pasajeros? ¿Qué me está pasando?”.

Sacude la cabeza varias veces, su cabellera se vuelve

una ola morena. Con una ráfaga de pensamientos repasa el

día: la visita a la Universidad del Valle de México para recoger

su título de antropóloga; de ahí, a la estación de autobuses

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Taxqueña, donde ve a Diego, le entrega el documento y él la

despide con un beso entrañable para su salida a Querétaro

rumbo a un congreso internacional de ocultismo; el exceso

de velocidad del conductor, los gritos de los pasajeros, las

volteretas, y nada más. “Y, nada más”, dice para sí.

Mira su entorno: personas y más personas caminando.

Delante de ella, detrás, al lado. Hombres, mujeres, niños,

ancianos. Conoce a unos pocos, más bien, le parece reconocer a

algunos parientes lejanos, fallecidos hace mucho tiempo. Una luz

se le enciende en el hipotálamo: “¡Estoy muerta! ¡No puede ser!”.

Recorre con la vista la fila interminable de viajantes de

la que forma parte. Algunos le parecen conocidos, desde luego

no todos. “¿Quién puede conocer a todos los caminantes? ¿Qué

importa eso?”, se sorprende preguntándose. Avanza con ellos,

despacio, son peregrinos de una caravana inmensa.

No hay guías ni vigilantes. No hay siquiera quien oriente

su éxodo. Se mueven cual aves migratorias; parece que por un

designio misterioso saben no sólo el trayecto, sino también el

punto final de la marcha. Elia siente que el aire tiene un calor

placentero, como el de Acapulco.

A su lado, una treintañera atractiva sujeta por la muñeca

a su pequeño hijo pelirrojo:

—Ya casi llegamos, mi amor, ten paciencia.

Como entre sueños los mira. La señora le devuelve la

mirada:

—¿Verdad que estamos a punto de llegar?

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Elia no contesta. Ambas saben que no es necesaria

la respuesta. En realidad, ni el niño ni nadie muestran

impaciencia verdadera.

Están, simplemente están. Incluso, a Elia le parece

que conforme avanzan se va desarrollando una especie

de hermandad colectiva. Al mirar al grupo interminable

de viajantes, una sonrisa triste estira sus labios mientras

reflexiona: “La vida es una paradoja, un chiste. Las personas

queremos ser únicas; nos empeñamos en hacer nimiedades

que nos hagan especiales, sin pensar que, al final, la muerte

nos iguala para siempre”. Caminan en un cierto ejercicio de

sonambulismo y resignación. Siguen avanzado.

El niño de al lado exclama:

—¡Mamá, ya tenemos horas caminando!

Nadie contesta. Nadie quiere expresar que eso carece de

importancia.

Elia sólo ve gente. Va en medio de un camino que ella

no distingue. Delante, una pareja de recién casados se toma

suavemente de la mano, le parece que van desnudos.

Piensa que olvidó poner a secar la ropa que metió a la

lavadora, antes de salir de casa: “Cuando Diego llegue, de seguro

no se va a dar cuenta de que es necesario activar el programa de

secado. ¡Está negado para algunas cosas el pobre!”.

Ella no sabe si el camino es espacioso, pero todos van muy

juntos, en silencio, cada vez más en silencio. Entonces, grita

con voz destemplada:

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—¡Es estúpido pensar que yo esté muerta! No puede ser

posible, ¡tengo sólo veintitrés años!

Algunos de los viajantes voltean a mirarla con una media

sonrisa de empleado funerario. La inmensa mayoría sigue

imperturbable su camino.

Elia mira con los ojos muy abiertos sus manos. Le parecen

desconocidas, tienen una radiación de luz que nunca había

observado en ellas. Es la misma brillantez que despiden los

cuerpos, caras, piernas y espaldas de los demás viajantes.

De pronto, recuerda que es médium. “¡Ni siquiera pude

despedirme de mi Diego!”, piensa.

Sin dejar de caminar, concentra toda su energía en

contactar mentalmente a Diego: “Soy yo, amor. Soy Elia. No

estoy muerta. No sé lo que pasa. Voy en un camino, junto a

muchas personas”. Hace esfuerzos muy grandes por obtener

alguna comunicación con su esposo. Es inútil: “Si estuviera

muerta, podría comunicarme con los vivos, igual que lo hacía

con los muertos”, se dice, intentando convencerse.

La columna avanza. Ella sigue en marcha. Le sorprende que

el esfuerzo de comunicación no la haya dejado exhausta como

cuando vivía. Reflexiona que nadie se pregunta hacia dónde

van. “¿Tendría sentido?”, piensa. “Vamos donde vamos. Eso es

todo”. No hay llanto ni alegría. No hay cansancio ni tristeza. El

aire es cálido y lleva el aroma de las orquídeas de vainilla.

Después de un tiempo, observa algunos movimientos que

denotan cierta inquietud en la gente que se encuentra muchas

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filas delante de ella. No sabe de qué se trata. La columna

compacta sigue su camino. Luego, fascinada, contempla que

el frente se va esfumando en un punto dorado del horizonte.

Sonríe con amargura y dice:

—Estoy muerta. Todos estamos muertos. No hay nada

que hacer.

Trata de refrenar su paso, voltea hacia atrás. Le sigue

una llanura de rostros arrobados, refulgentes. Un magnetismo

extraño les hace levitar. Elia avanza casi por inercia.

Recuerda que terminó su carrera hace apenas un año

y de inmediato se casó con su compañero Diego. Siente un

estremecimiento en el vientre. “¿Qué va a ser de ti, amor?

¿Quién mirará la esperanza en tus ojos cansados? ¿Quién te

dará un beso al despertar?”. Elia derrama unas lágrimas que

huelen a alcanfor y que se disipan antes de llegar a la mitad

de sus mejillas. Avanza en la columna dando pasos forzados,

incómodos.

Por su mente pasa su primera comunión: las campanas

llamando a misa, su vestido blanquísimo, el libro, la vela

adornada, el Cristo crucificado. Cierra los ojos y siente la piel

erizada al mirarse comulgando. Vuelve a vivir esa sensación de

plenitud existencial, esa certeza infantil de ser buena y digna

de Dios que nunca más volvió a tener: “¿Dónde se quedó mi fe

de entonces? ¿Dónde estás, Dios mío?”.

Visualiza una tarde en el Sanborns de Reforma: sus padres

sonrientes, con el orgullo brillando en las pupilas porque ella

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se había titulado; se ve a sí

misma diciéndoles con voz

quebrada: “¡Gracias, papás!

Soy su hija y siempre, siempre

contarán conmigo”. Sabe que esa

promesa ya no la podrá cumplir.

Siente una opresión profunda en el

pecho y ganas de llorar, pero ya no hay

más lágrimas en sus ojos. Se abraza a sí

misma.

Levanta la mirada y sus cejas se arquean

de asombro al advertir que la columna se

dirige al sol: “No es posible. ¿Por qué no nos

incendiamos?”, piensa al mirarse, al ver a

sus acompañantes, todos ya lumínicos,

con forma apenas humana. Se siente

reconfortada y más liviana que el aire

cálido de las bahías: “¡Somos polvo de

estrellas! ¡Tenemos esencia cósmica,

por eso no nos quemamos con el sol!”.

Sin saber por qué, sonríe gozosa.

Se deja llevar. Cada vez se acercan más.

Escucha infinitud de voces:

—¡Por fin vamos llegando!

—¡Alabado sea Dios!

—¡Es increíblemente hermoso!

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Su mente discurre veloz, en

medio del éxtasis: “Entonces, ¡los

egipcios antiguos tenían razón! La

forma divina del creador es el sol. Ra es

el espíritu universal que anima todas las

cosas que existen. Tenían razón los nipones

del sol naciente, los mexicas de los sacrificios

a Tonatiuh y los incas, hijos de Inti. ¡Sólo

existe un Dios supremo y adopta la forma

del sol!”.

En el trance de la revelación, se

observa a sí misma y al grupo. Sólo

luminosidad que no la deslumbra, sino que

la integra. Avanza flotando en un nirvana

de paz espiritual. Se mira en los demás con

emoción mística, los abraza, los toma de

las manos, los besa. Se siente parte de ellos.

Continúa avanzando, hasta que estalla un

leve estruendo que invade todos los átomos

de su ser.

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LA CASONA

Los cuatro hermanos vivíamos, desde algunos meses antes, en

un caserón como para veinte personas; yo era el tercero de ellos,

tenía dieciséis años. Incluso contando a mis padres, la casa era

demasiado grande para nosotros. No teníamos luz eléctrica.

Tenía paredes gruesas y altas, corredores, tejados

sostenidos de milagro por vigas apolilladas, baldosas, patios,

galerías de cinco o seis metros de altura, que en su momento

fueron graneros, y hasta un pozo junto a la cocina; los muros

conservaban vestigios de que alguna vez estuvieron pintados

de blanco, con guardapolvos color ladrillo.

Mucho tiempo atrás había sido una hacienda, pero

nosotros le decíamos la casona. Era tenebrosa, tanto, que el

periódico de Toluca publicó un reportaje sobre ella, en el que la

denominaron “la casa de los espantos”. Las entrevistas para ese

artículo se hicieron en la sala. Aún veo a mi padre sentado en

un sillón, proyectando su sombra agigantada contra la pared, a

la luz titubeante de los quinqués de petróleo, mientras atendía

a los reporteros.

Era habitual que durante el desayuno Roberto comentara

haber visto unas sombras fugaces en los cobertizos, o que Paco

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dijera que había escuchado en la madrugada ruidos de una

procesión que rezaba en el patio central de cemento, del que

surgían las dos alas de la casa. Por un lado, se encontraban las

habitaciones con un desván alto sobre ellas, oscuro y siempre

cerrado, casi vacío, a excepción de algunos muebles repletos de

telarañas y, enfrente de las habitaciones, alineadas: la alacena,

la cocina y la sala enorme, que rara vez se utilizaba.

Mi padre había instalado una planta de luz pequeña y

estruendosa en la última de las galerías, ubicada después de

tres patios empedrados. De cualquier forma, la máquina sólo

tenía capacidad para dar una miserable luz amarillenta a las

habitaciones y la cocina, así como para un par de horas de

la televisión en blanco y negro del cuarto de mis padres. Lo

demás era zona de penumbra.

Encendíamos la planta a las seis o siete de la tarde. A

mí me tocaba cada tercer día. Pero lo difícil no era eso, sino

apagarla, al filo de la media noche, cuando ya todos, o casi

todos, estaban dormidos. Recorría el trayecto de las recámaras

a la planta, cantando bajo para ahuyentar el miedo. Cruzaba los

patios, poblados de sombras y ruidos imprecisos.

A través de una puerta de madera desvencijada, entraba

a la galería final y tenía que avanzar con los brazos estirados

hacia el frente, entre la oscuridad total. En ese momento, era

imposible no pensar en que mis padres habían comentado

alguna vez que en esa galería murió infartado el dueño

anterior de la casona. Al caminar con los brazos extendidos

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en esa negrura, creí siempre que me toparía con el difunto. Me

escarapelaba la piel ese trayecto.

Eran reconfortantes el ruido de la máquina y el olor a

gasolina, los sentía de este mundo. Una vez junto a la planta,

respiraba hondo, cerraba la llave y corría hasta mi cama. Me

sumergía bajo las cobijas, con el corazón a todo tambor.

Desde el lecho adyacente escuchaba, en la oscuridad, la

voz infantil de Luis, alegre y solidaria:

—¡Si quieres, pasado mañana te acompaño!

Aunque el espacio sobraba, todos los hermanos

compartíamos el mismo dormitorio, donde habíamos colocado

en fila, como en un internado, las cuatro camas.

Luis tenía nueve años y sus ojos grandes proyectaban

empatía. Todos los días jugábamos futbol al regresar de

la escuela y los domingos íbamos al parque cercano, a las

retadoras que se organizaban. Era muy hábil y corría como

pocos durante los partidos, sin duda habría llegado a un equipo

profesional. Al final, se sentaba en el suelo, recargado contra

la portería, exhausto y feliz, con su cabello rubio pegado en la

frente, escurrido de sudor. Era inteligente, aunque un poco

miedoso, como yo. Tal vez como todos mis hermanos.

Yo, al menos, al ir a apagar el generador de luz,

recordaba con frecuencia una madrugada, tiempo atrás,

en otra casa, cuando tenía cuatro años, en la que me había

levantado para ir al baño: avanzaba a tientas hacia el servicio;

Roberto y Paco dormían, o eso creía yo, por el silencio de la

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habitación; de repente, comencé a escuchar unos sollozos,

después unos quejidos y, al final, unas risotadas que me

paralizaron. Lancé un grito de terror y me desplomé en medio

de la habitación. Cuando recobré el sentido, mi madre daba a

mis hermanos una buena reprimenda.

—Mamá, sólo fue una broma —decía Roberto, hipócrita y

con cara de circunstancias—, David ya había visto que éramos

nosotros.

—¡Qué broma ni que ocho cuartos! A ver, ¿qué les parecería

a ustedes si los espantaran de esa manera? —concluyó mi madre,

abrazándome y mirándolos con rigor.

Esa noche, y muchas más, dormí en la recámara de mis

padres, hasta que me recuperé lo suficiente para regresar al

cuarto con Roberto y Paco.

A los dieciséis años iba a la preparatoria, vivía adaptado a esa

casona y racionalizaba mis temores. “Los techos de madera crujen

con el cambio de temperatura, el fierro se dilata y se contrae en

esas mismas circunstancias”, le decía a Luis para tranquilizarlo

cuando, algunas noches, se revolvía inquieto en su cama.

Lo que no pude explicarle fue el origen de los pasos que

comenzaron a oírse en el techo del dormitorio, provenientes

del desván. Al filo de las tres de la mañana se escuchaba que

recorrían toda la extensión del cuarto, desde la orilla del

baño hasta la puerta que comunicaba con la habitación de mis

padres, y que de allí regresaban. Primero era la sensación de

un sonido lento, después, se oían con toda claridad. Era un

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caminar firme y pesado que hacía crujir el techo de bóveda

catalana.

Luis se cubría la cabeza con las colchas y se acurrucaba

hasta quedarse dormido. Yo, a decir verdad, en ocasiones hacía

lo mismo. Al paso de los días, los dos nos veíamos ojerosos y

pálidos.

Mi madre advirtió esos cambios de apariencia.

—¡Deben comer todo lo que se les sirve! —dijo una

tarde, durante la comida—, están creciendo y necesitan

alimentarse bien.

Luis y yo intercambiamos miradas.

—No es eso —dije después de una pausa breve en la que

sólo se escuchó el tintinear de los cubiertos—. Lo que sucede es

que no podemos dormir porque todas las noches se oyen pasos

en el desván.

Paco y Roberto soltaron unas risitas burlonas. Mi padre

nos miró fijamente durante unos segundos, como lo hacía

cuando daba a entender que el asunto era de importancia. La

luz del atardecer le ensombrecía la tez morena y remarcaba

los párpados caídos hasta la línea de las pestañas. Con voz

reposada nos dijo que en una casa tan vieja era normal oír

ruidos diversos: “Es la energía que se queda atrapada entre

los paredones y en algún momento se libera”. De paso, nos

prohibió ver La dimensión desconocida, uno de nuestros

programas favoritos, ya que, a su parecer, nos estaba

sugestionando.

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Asentí con la cabeza y de nuevo intercambié miradas

con Luis.

Todo indicaba que éramos los únicos que escuchábamos

esas pisadas, porque mis hermanos nunca comentaron nada al

respecto. Eso me hizo desconfiar y, una noche, al oír los pasos,

de puntitas me acerqué a sus camas en medio de la obscuridad,

sólo para ver que estaban durmiendo como troncos. Regresé a

mi lecho con los pelos erizados.

Después de dos semanas, la tensión era insoportable.

A veces, Luis me pedía que lo acompañara al sanitario. Lo

esperaba en la puerta, mientras las pisadas se manifestaban

descaradas. Otras ocasiones, aunque yo tuviera apremio de ir

al servicio, prefería envolverme en las cobijas y esperar a que

amaneciera.

Al límite de la desesperación, coloqué un cancel de triplay

en un extremo de la sala, al otro lado del patio, para habilitar

un cuarto pequeño. Luego, pedí permiso a mi padre para

mudarme.

—¿Por qué quieres hacer tu cuarto en la sala? —preguntó

mi padre, indulgente.

—¡Ya no puedo dormir por los pasos que se oyen toda la

noche en el desván! —dije ansioso.

Mi padre sonrió y me autorizó.

Entusiasmado, concluí la adecuación de la recámara.

Luis me ayudó a mudar mi cama y buró, un quinqué con la

pantalla ahumada y el librero. Instalamos un tubo para colgar

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la ropa. Yo sentía el ánimo liberado, pero, al ver de reojo a Luis,

advertía un aire de tristeza en su mirada. Al final me pidió,

acongojado, que no lo dejara en el dormitorio común, dijo

que él se quería ir conmigo al cuarto nuevo. Sin pensarlo, le

contesté: “¡Sale!”, y retornó su sonrisa de sol. Más tarde avisé a

mi padre de nuestra decisión y él estuvo de acuerdo.

La primera noche dormimos de un tirón. Nos levantamos

felices. En el desayuno, mientras preparaba unos olorosos

huevos con chorizo, mi madre nos preguntó cómo nos había

ido y, ante nuestras respuestas, respiró tranquila. Mi padre nos

dirigió una mirada aprobatoria. Guiñé un ojo a Luis y él sonrió,

mostrando los hoyuelos de sus mejillas chapeadas.

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La segunda noche, cuando Roberto desconectó la planta

de electricidad, ya estábamos Luis y yo en el cuarto. Prendimos

el quinqué y estuvimos platicando un poco, hasta que

decidimos apagarlo y dormir.

Soñé que iba caminando despacio por una senda muy

estrecha y oscura, en la orilla de una montaña. De un

lado estaba el talud y, del otro, un desfiladero abismal.

Escuchaba cómo caían rebotando los guijarros que desprendía a

cada paso. Tenía la camisa pegada a la espalda por el aire helado

detrás de mí, pero también porque estaba sudando a chorros.

Distinguía a lo lejos una voz angustiada: “¡David, David!”. Seguí

avanzando, tembloroso y con la camisa empapada, hasta que

unos jalones violentos en el antebrazo me despertaron.

—¡Hay alguien en la sala! —dijo Luis, bajo la colcha y con

voz apenas audible.

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Me moví aturdido. El reloj fosforescente marcaba las tres

de la mañana. Con trabajos encendí el quinqué y su luz iluminó

parcialmente la estancia. Al destaparle la cara a Luis me

espantó el terror reflejado en sus ojos. No dejaba de temblar,

sólo repetía: “¡Los muertos están en la sala! ¡Nos van a llevar!”.

Le dije que se tranquilizara, que no existían tales muertos.

Pero, en ese momento empecé a percibir, cada vez con mayor

claridad, una serie de murmullos detrás del cancel. Eran una

especie de letanías.

Tambaleante me dirigí a comprobar que la aldaba de la

puerta estuviera colocada, el mosaico se sentía helado bajo

mis pies. Me volví a meter a la cama y, cubriéndome la cabeza,

abracé a Luis. Semiparalizados de pánico, comenzamos a

orar con voz apagada, cada uno por su cuenta. Me oprimía el

pecho la preocupación de haberme llevado a Luis: “¿Y si algo

le pasara?”, reflexioné. Hasta ese momento se me reveló la

responsabilidad de tenerlo conmigo. Las letanías y susurros

siguieron escuchándose en la sala, se ubicaban en el otro

extremo de donde estaba el cuarto, cerca de la puerta de la

cocina. No sé a qué hora nos venció el sueño.

Por la mañana, el rostro de Luis estaba demudado y sus

ojeras eran color ciruela. Sin embargo, teníamos la seguridad

de que la familia no iba a darle importancia a lo ocurrido

o, lo que nos parecía peor, mi padre nos ordenaría regresar

al dormitorio común. Era insufrible imaginar la sorna de

Paco: “¡Qué espíritus tan malvados: espantaron a los niños!”.

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Decidimos no comentar a nadie los sucesos de esa noche

terrible.

A media tarde pegamos en una de las paredes la imagen

de san Judas Tadeo que Luis guardaba en su libro de primera

comunión. Nos sentimos protegidos.

Luis me acompañó a desconectar la planta de luz. Al

regresar, le pasé la mano derecha sobre el hombro y caminamos

con relativa seguridad, aunque los ruidos y sombras de los

patios que atravesamos nos inquietaban, como siempre.

No prendimos el quinqué. Aseguré la aldaba, nos

acostamos y, después de platicar unos minutos, nos dormimos.

Luis había recobrado el ánimo, me volvió a hablar de su sueño

de ser futbolista profesional, dijo que le iba a pedir a mi padre

que lo inscribiera en las fuerzas básicas del Toluca. Su voz

resonaba entusiasta en el silencio nocturno.

Algunas horas después, desperté sobresaltado al escuchar

una especie de toquidos en la puerta. Un poco aturdido, apoyé

los codos sobre el colchón y me incliné hacia adelante para oír

mejor, despacio, tratando de no despertar a Luis que dormía

junto a mí.

La oscuridad era casi total en el cuarto. Estaba lloviendo.

Era una de esas lloviznas monótonas de agosto en las que el

ruido del agua al caer, mezclado con el de la ventisca, producía

en los huecos de las tejas un rumor como de lamentos.

Un sudor frío comenzó a correr por mi espalda cuando

distinguí de nueva cuenta las letanías de la noche anterior.

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Volteé hacia Luis. Él también había despertado. Estaba

encogido y tembloroso, como un chihuahua cuando escucha

truenos. Me invadió un sentimiento de rencor al verlo tan

indefenso. Encendí el quinqué y le dije quedo:

—Voy a salir a la sala a ver quiénes son o qué quieren.

—¡No vayas! —respondió, con el cuerpo agitado por los

sollozos—, ¡son los muertos, nos quieren llevar!

Abrazándolo, lloré con él. Las letanías ya no eran murmullos,

sino oraciones clamorosas. Me extrañó que no las escucharan

mis padres o mis hermanos y fueran a investigar qué ocurría.

Por mi mente pasaba la idea de que quienes rezaban

entrarían en cualquier momento hasta donde estábamos.

Temblaba ante esa posibilidad. Pero también tenía la vaga

esperanza de que se tratara de una reedición de la broma que

años atrás me habían hecho Paco y Roberto.

Con la cabeza confusa, pero resuelto a proteger a Luis, me

levanté, tomé la lámpara y le dije que iba a salir. Ya no lloraba,

incluso en sus ojos advertí un destello de admiración que me

hizo estremecer.

—Voy contigo —dijo, en voz baja, mientras se incorporaba.

—¡No! No sabemos de qué se trata.

—¡No me dejes aquí solo! —dijo, con las lágrimas

asomando de nuevo. Pensé que, en realidad, no lo podía dejar

en el cuarto.

—Está bien —le contesté, finalmente, con un hilo de voz—.

Vamos.

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Abrí la puerta y salimos. Yo llevaba el quinqué y a Luis de

la mano. Avanzamos temblorosos un par de metros dentro

de la sala. Las letanías se escuchaban con toda claridad. En un

rincón, cercano a la puerta de la cocina, alcancé a percibir la

sombra de seis personas, de hinojos, en círculo, alrededor de

una más que oraba en voz alta, y los otros contestaban.

Luis y yo quedamos petrificados, sentía su mano mojada

de transpiración.

Todos portaban cirios que descubrían entre sombras sus

figuras. Los cuerpos voltearon hacia nosotros. Eran monjes.

Más bien, eran hábitos vacíos que se sostenían en el aire.

¡Carecían de rostro!

Mi respiración era cada vez más agitada y el corazón me

retumbaba en las sienes, Luis tiritaba. El ambiente se sentía

gélido, como si la temperatura hubiera bajado de súbito diez

grados.

Del monje principal salió una voz cavernosa, con acentos

de rabia contenida:

—¿Qué hacéis aquí, insensatos? ¿Por qué osáis profanar

este sitio sagrado?

Ni pude ni supe qué contestar. Sentía la garganta reseca

y no tuve aliento para articular palabra alguna. El principal

continuó, con voz aún más terrible:

—Escuchad con detenimiento: si al mediar una luna de

gracia no os habéis marchado todos de este templo, tendréis

que pagar tributo al Supremo.

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Las siete figuras se incorporaron, con un rumor de

telas al frotarse entre sí. Las velas reflejaban sus sombras

distorsionadas en las paredes y la estancia olía a camposanto.

Entonando sus letanías, fueron despacio hacia nosotros.

Sin pensar más, arrastré a Luis hacia la puerta lateral.

Volando cruzamos el patio central, iluminado apenas por la

luna. Sentía que en cualquier momento nos agarrarían por

detrás los monjes.

Como una exhalación entramos al dormitorio común

y, luego de atrancar la puerta, nos metimos en la cama de

Luis y nos cubrimos la cabeza con la colcha. A pesar de todo

el ruido, ni mis hermanos ni mis padres dieron señas de

habernos escuchado llegar. Luis no dejaba de tiritar, sus dientes

castañeaban. Lo abracé con fuerza, estaba helado. Yo también

temblaba de manera incontrolada. Tenía la seguridad de que

los monjes atravesarían la puerta de madera para llegar hasta

nosotros y descubrirnos la cara. En voz baja rezamos hasta el

amanecer. Yo repetía: “Padre nuestro que estás en los cielos…”,

sin poder pasar de esa frase.

Luis amaneció con la mirada perdida, pálido y afiebrado.

Sólo me contestaba con monosílabos.

Alarmado, comenté lo sucedido a mis hermanos y a mis

padres. Recalqué la advertencia de los monjes.

Mis hermanos sonrieron con incredulidad soez.

—Ha de estar empachado Luisito por tanta porquería que

come —dijo Paco.

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Mi madre no prestó mucha atención a ese comentario,

frunció el entrecejo y presurosa llevó a Luis al Hospital para el

Niño. Mi padre me miró con fijeza y de manera suave dijo:

—Saca tus cosas de ese cuarto y se regresan de inmediato

al dormitorio.

Después acompañó a mi madre al hospital. Yo no fui con

ellos. Debía cumplir la instrucción de mi padre, pero no me

atreví a entrar a la sala, aunque fuera de día. Más aún, nunca

volví a entrar a ella y menos al cuarto. Ni siquiera cuando,

transcurrido medio año, nos mudamos de la casona.

Luis estuvo internado tres días. Le diagnosticaron algún

tipo de diabetes infantil. Regresó en los huesos, taciturno y

demacrado.

Mi padre reubicó mi cama a un lado de la de Luis, para que

pudiera dormir solo otra vez.

No le faltaron atenciones médicas. Lo llevábamos a

consulta y mi padre contrató a una enfermera para que le

aplicara insulina y estuviera al pendiente de sus pastillas. Pero,

a ojos vistos, se iba consumiendo. Pasaba los días acostado y de

noche se revolvía en su cama o despertaba sudoroso y jadeante,

gritando que los muertos lo visitaban y querían llevárselo.

Perdió su apetito característico y al final era un triunfo lograr

que comiera.

Los pasos en el desván continuaban oyéndose cada noche,

incluso con más intensidad que antes, pero únicamente Luis

y yo los percibíamos. Paco seguía escuchando las procesiones

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en el patio y, como Roberto veía sombras negras de frailes

encapuchados en los paredones de las galerías, decidimos

acompañarnos a encender y apagar la planta de luz.

Casi no me despegué de la cama de Luis. Al principio,

cuando todavía platicábamos un poco, él me lo pidió así.

Luego, la angustia no me dejaba apartarme. Le comentaba

los resultados de la selección nacional o que el Toluca había

ganado su partido semanal, y él sólo contestaba, con voz

plana: “Qué bien”. Aunque hablara conmigo, miraba a la

lejanía.

Por último, cuatro semanas después de la advertencia del

monje, un domingo lluvioso por la mañana, cerró sus ojos para

siempre.

En su carita había un gesto de resignación y en la mía

quedó marcado un rictus perenne de amargura.

¿Estaría aún con nosotros si no me lo hubiera llevado al

cuarto de la sala o si no lo hubiera sacado conmigo esa noche

maldita?

No lo supe entonces, ni lo sabré jamás.

Tampoco entenderé nunca por qué después de su muerte

cesaron los ruidos, pasos y sombras en aquella maligna casona.

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EL ÁNGEL ANUNCIADOR

En el imperio de Carlomagno existió un marquesado que

abarcaba una región extensa de tierras lombardas. Su patrono,

Iacovo de Fuentes Reales, era un hombre poderoso y cruel que

en unos cuantos años había acrecentado la riqueza enorme

heredada de sus antepasados.

Una tarde de verano, después de haber dormido la siesta,

al salir de sus aposentos encontró en el vestidor áureo, sentado

en su sillón favorito, a un ángel anunciador, decrépito y de

apariencia vivaz.

Con el ceño fruncido, el marqués se dirigió al intruso y lo

amenazó con decapitarlo si no respondía pronto

quién era y qué hacía en ese lugar vedado. Sin

levantarse, el ángel contestó, imperturbable:

—Soy enviado por Aquel que puede más que el

que más puede y vengo a despertarte del sueño de

la vida.

El marqués intentó gritar a sus guardias

de cámara para pedir auxilio, sin que ningún

sonido saliera de su garganta; quiso moverse

y abandonar el recinto, pero parecía estar

clavado al piso de haya rojiza.

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Tras varios intentos se convenció de que eran inútiles sus

propósitos. Con la frente sudada, se dirigió al llegado:

—No sé si eres un taumaturgo oriental o de qué artes te

vales para hacer estos encantamientos, pero te aseguro que te

pesará. Al amanecer serás colgado frente a la cruz mayor.

El ángel lo miraba desde el sillón de terciopelo verde;

sus ojos eran más negros que el carbón de la montaña; su

barba, terminada en punta, le daba cierto aire siniestro, pero

su mirada era un océano de compasión. Después de unos

instantes, volvió a hablar Iacovo, titubeante:

—Puesto que me conoces, sabes que soy inmensamente

rico. Mi palabra es ley. Si me ayudas, respetaré tu vida y

libertad —dijo, un tanto sofocado—. Te daré un arcón lleno

de esmeraldas, rubíes y diamantes. Sólo déjame salir de este

encantamiento.

El visitante contestó, sosegado:

—Son vanos tus afanes. Tu tiempo ha terminado y nadie

más que yo puede escucharte. Ninguna riqueza de este mundo

tiene valor para mí porque he podido contemplar la luz del

Todopoderoso.

Iacovo entornó los ojos y miró con detenimiento al ángel.

De golpe se convenció de que su certeza inicial, su impresión

primera, había sido la correcta y musitó con una hebra de voz

salida apenas de sus labios resecos:

—¡Eres un ángel anunciador!

—Soy —respondió sin inmutarse el anciano.

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—¡Entonces, ayúdame! ¡Por compasión! —gritó

desesperado el marqués— No puedo acudir ahora ante la

presencia del Ser Supremo. Estoy lleno de pecado y mi destino

sería el sufrimiento eterno. Concédeme, al menos, un poco de

tiempo para remediar el mal que he hecho, para ponerme en

paz con Dios.

—Sólo puedo otorgarte dos días de tiempo terrenal,

aprovéchalos en la salvación de tu alma, ya que no tendrás

otra oportunidad —expresó con voz profunda el ángel antes

de volverse humo y desaparecer ante los ojos atónitos del

marqués De Fuentes Reales.

Iacovo sacudió repetidamente la cabeza. Regresó al

aposento y se dejó caer sobre el lecho de edredones recamados

en hilos de oro y plata. Mil pensamientos se concentraban en

su mente.

En sus años tiernos aprendió, con la Regla de San Benito,

el valor de la obediencia, el silencio y la humildad: supo que los

niños, incapaces de comprender la gravedad de la excomunión,

siempre que cometían una falta, debían ser sancionados con

ayunos rigurosos o corregidos con ásperos azotes para que

sanaran; conoció el temor del infierno y aspiró a la gloria de

la vida eterna. Nunca tuvo dudas acerca de la existencia del

Todopoderoso y de sus ángeles anunciadores que se presentan

a los hombres para revelarles la inminencia de la muerte.

Al heredar el marquesado, cuando tenía diecisiete

años y la barba comenzaba a asomarle en vellos rubios que

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ensombrecían su cara angulosa, el abad

le reveló, con una mirada llameante

enmarcada en su rostro lívido:

—Tendrás un reinado próspero y

extenso, antes de que se presente ante ti el

ángel anunciador.

El impacto que le causó la profecía

fue tal que le hizo perder el sueño. Tuvo

noches de insomnio durante mucho

tiempo. Cuando al fin lograba dormir,

despertaba agitado y sudoroso.

Entonces visitaba al abad cada

día, antes de que el sol empezara a

subir en el horizonte. Al principio,

le hacía mil preguntas acerca del

ángel anunciador, de su apariencia:

—Nadie lo sabe. Quienes lo han

visto no pueden contarlo

—contestaba el abad con una

mirada aún más intensa, y el

marqués sentía que la inquietud le

removía las entrañas.

Después, el peso de las

responsabilidades del marquesado y

sus constantes guerras desplazaron

ese tópico. Cuando murió el abad,

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diez años más tarde, el tema se tocaba

esporádicamente.

A medida que sus dominios se fueron

expandiendo, su forma de pensar fue

cambiando: “Nada hay en este mundo

que demuestre la existencia de un más

allá”, reflexionaba. “Lo que hay es. Y

el marqués soy yo”. Finalmente, a

sus treinta y cinco años, amo de

un territorio vastísimo, estaba

convencido de que el único

todopoderoso era él.

Pero ahora, al ver lo que

había visto y al oír lo que había

escuchado, regresaba de golpe

su antigua certeza de que el Ser

Supremo es y existe. Su cuerpo se

estremeció al pensar en las llamas

interminables que le aguardaban.

Luego de varias horas,

se levantó resuelto. Con mano

temblorosa, redactó media docena

de misivas para los condes vecinos.

Todos ellos eran súbditos suyos,

pues había desatado en su contra, a

lo largo de los años, guerras salvajes

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para someterlos y quedarse con sus valles fértiles, sus bosques

repletos de maderas finas, sus montañas que encerraban vetas

de oro y minas de esmeraldas prodigiosas e, incluso, con sus

mujeres más bellas, con las que formó un harén fastuoso a la

manera de los príncipes otomanos.

A todos los condes los convocó en el condado del Ticino,

el más próximo a su castillo, girándoles órdenes para que se

reunieran en privado con él. Despachó con prontitud las cartas

y se acostó. Pasó una noche de insomnio terrible.

Al día siguiente, muy de mañana, comenzó a vestirse

sin el auxilio de sus ayudas de cámara y ante la extrañeza de

éstos. Salió de su castillo montando un lustroso caballo retinto,

acompañado únicamente de sus diez guardias personales. Un

sol anaranjado comenzaba a asomarse tras las montañas.

El conde del Ticino había recibido la misiva, en la que

el marqués le pedía un recibimiento sobrio, sin ceremonias

de ninguna especie, pero, conociendo su carácter voluble, le

organizó una recepción opulenta para halagar su vanidad. Al

verlo llegar con esa comitiva escasa, levantó la ceja derecha,

sorprendido; más se sorprendió cuando Iacovo le rogó que

suspendiera la ceremonia y lo recibiera a solas.

—Como tú lo dispongas, excelencia —se apresuró a decir,

sin abandonar su sonrisa cortesana.

Instalados en la soledad del salón de protocolos, el

marqués empezó a hablar pausado y respetuoso. “Parece otra

persona. Es increíble”, pensaba, expectante, el conde.

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Habló acerca de la brevedad de la vida humana y de

la pequeñez de los reinos, comparada con la grandeza del

Todopoderoso.

El conde escuchaba con los ojos muy abiertos, tratando

de encontrar el sentido práctico a las palabras del marqués,

y se quedó de una pieza cuando, después de algunos minutos,

oyó decir a Iacovo que le devolvería los territorios despojados

y las riquezas que le había robado. Todo a cambio de una

sola cosa: su perdón y el de su pueblo. Creyó no haber

comprendido bien.

Al repetirlo el marqués, con una paciencia inusual, el conde

ya no tuvo dudas. De inmediato, con voz trémula, aseguró:

—¡Sí, sí, claro que aceptamos, su majestad! No tenemos

nada de qué perdonarte, pero te perdonamos con el alma.

El marqués fijó en él sus pequeños ojos azules. Pidió papel

y pluma, luego, diligente, escribió de su puño y letra un tratado

para asentar, con toda precisión, aquello que había ofrecido.

Cuando se despidieron, Iacovo marchaba sereno, con

paso ligero. El conde, al lado suyo, con los ojos muy brillantes,

pensaba: “Apenas lo puedo creer, pero habrá que esperar lo

que suceda”.

Iguales ceremonias realizó el marqués con los otros cinco

nobles convocados. En todos los casos, las reacciones de los

condes fueron similares.

Un día después, comenzaba a caer la tarde cuando

Iacovo arribó de regreso a su palacio. Tan luego como entró

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fue hacia su capilla privada.

Se hincó en el reclinatorio de

caoba forrado en terciopelo

verde y apoyó las palmas en el

descansabrazos. Con la frente

recargada sobre el dorso de las manos

permaneció treinta minutos rezando a

san Benito: “Ora et labora”, repetía en voz

baja, después de dos padrenuestros. Luego

remataba: “No anteponer nada al amor de Dios.

No anteponer nada al amor de Dios”. Cuando se

puso de pie, tenía el rostro afilado y la mirada un poco

perdida. El silencio en la capilla era absoluto.

Comió ligeramente y se retiró a sus aposentos. La muerte

lo sorprendió durante el sueño. Falleció con la tranquilidad de

quien sabe que no tiene cuentas pendientes con la vida.

Cuando se presentó ante el Creador, caminó hacia Él sin

poder contener una sonrisa. Dios lo miró con ternura infinita

antes de hablarle. Su voz evocaba el suave rumor de los arroyos:

—En verdad te digo que es mucho el tiempo que deberás

pasar en el Purgatorio para sanar los males de tu alma.

—¿Por qué, Dios mío, si yo he remediado el mal que hice

en la tierra? —preguntó el marqués, desesperado— ¿Por qué, si

he abjurado del pecado y soy un hombre redimido?

—Porque tu arrepentimiento tiene la validez de los actos

fariseos, hijo. Todo lo que hiciste fue sólo por el interés de

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entrar al Reino de los Cielos. El perdón falso que los condes te

dieron tiene, ante mis ojos, un valor similar.

El marqués De Fuentes Reales se mesó los cabellos

hasta casi arrancárselos y deseó, con todo su ser, no haberse

arrepentido nunca.

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LA EXTINCIÓN DE LOS MASTODONTES

Cuando el mastodonte era el rey de la creación, nada se hacía

sin su consentimiento: lo mismo le obedecían los solitarios

osos de las cavernas que las pandillas de los feroces

dientes de sable.

En las llanuras del centro de Europa se

observaban, majestuosos e incontenibles, los

desfiles de mastodontes cruzando por

los paisajes glaciales, con su largo

pelaje amarillo mezclado con

tonos castaños.

Su nivel

de estructura social

les permitía dirimir, en

asambleas públicas llevadas

a cabo bajo las ramas de abetos

milenarios, todos los asuntos concernientes a la vida

del grupo. Sin embargo, las glaciaciones habían disminuido

paulatinamente la especie. Sólo quedaba una comunidad. Era

numerosa, fuerte y bien constituida. Tenía el conocimiento y la

cultura ancestral de su raza. Pero era la última.

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En una de las asambleas, Freya, la hembra disidente,

jefa de una familia antigua, solicitó a Eskol el uso de la

palabra. Cuando le fue concedida, carraspeó para aclarar su

garganta, miró al auditorio con sus pequeños ojos negros y

habló firme:

—Seré muy breve, porque los tiempos así lo exigen: un

peligro mayúsculo amenaza nuestra supremacía y quizá incluso

la misma subsistencia de la raza mastodonte en el planeta…

La oradora no pudo continuar porque algunos barritos

surgidos desde lo más profundo del auditorio apagaron su

disertación. Voces anónimas gritaban: “¡Alarmista!”, “¡Agorera

del mal!”.

A paso lento, Eskol movió sus nueve toneladas de peso

hacia el frente del grupo. Eso fue suficiente para que el rumor

empezara a desvanecerse. Una vez restablecida la concordia,

solicitó a Freya que continuara con su intervención y ésta

lo hizo:

—No me refiero a los efectos devastadores de las glaciaciones,

que todos conocemos, sino a la amenaza concreta de otra

especie. Ustedes podrán pensar que no hay nadie capaz de

oponerse a nuestro dominio y, tal vez hasta yo, en otro tiempo,

les hubiera dado la razón, pero, en este momento, hay un

peligro creciente frente a nuestras trompas y no hemos sido

capaces de verlo: el hombre…

Los mastodontes se balanceaban, impacientes, y

golpeaban el piso helado con sus patas delanteras, algunos

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barritaban. Eskol intervino de nueva cuenta para apaciguar los

ánimos y la oradora prosiguió, después de rascar su coronilla

calva con la punta de la trompa:

—Esa criatura de aspecto insignificante y feo, desprovista

de pelaje y de defensas, es nuestra más grande amenaza. Se

reproduce, multiplica sus colonias y establece sólo algunas en

la planicie. En lugar de acatar las indicaciones de la comunidad,

se refugia en las cavernas de las montañas más escarpadas,

lejos ya de donde podemos subir para disciplinarla. Eso es

grave de por sí, pero, además, tengo noticias de que en algunos

lugares las muchedumbres se reúnen para linchar a nuestros

hermanos más desprotegidos y usan palos afilados que suplen

su carencia de garras y pico. Por eso, ¡exijo a esta asamblea que

se tome el acuerdo de su inmediata aniquilación!

La reunión perdió su compostura. Del grupo surgían risotadas

soeces y exclamaciones a voz de cuello: “¡Lunática!”, “¡Enferma!”,

“¡Genocida!”. Luego de algunos minutos de desorden, el líder

impuso la calma y se abrió un periodo de debate.

Los más viejos recordaron que Dios hizo al mastodonte

a su imagen y semejanza para habitar el mundo y que las

demás criaturas fueron creadas para servirle. Que el destino

mastodonte era el de regir el planeta, pero que ese privilegio

implicaba la obligación de proteger a las especies, sobre todo a

las más débiles, entre ellas el hombre.

Otros, conocidos por su apego al pensamiento reflexivo,

hablaron del derecho natural de todos los animales a existir:

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“El hombre —filosofaban— ataca por instinto, no por

maldad: debe ser protegido, no perseguido”.

Unos cuantos seguidores de Freya la

apoyaron, pero sin argumentos

convincentes.

Al final, la decisión

se tomó por una mayoría

aplastante: “El hombre tiene

derecho a existir y el mastodonte

debe protegerlo”.

—Espero que no nos arrepintamos el día de

mañana —dijo Freya, cabizbaja, al finalizar la sesión.

Los meses pasaron y las manadas de mastodontes

prosiguieron su vida habitual. Mantuvieron sus

recorridos, en familias a cargo de las hembras

dominantes, con sus hijos alrededor.

Buscaban llanos pardos donde el deshielo

permitía el crecimiento de manchones

de pasto y de arbustos. Las madres

enseñaban a sus cachorros: “Debes

rodear la hierba con la trompa, tirar de

ella y luego sacudirla para quitarle

los residuos de tierra: así, mira…”.

Los machos caminaban en grupos

reducidos. Era una comunidad

aparentemente disgregada, pero, a

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través de berridos de distinta intensidad, tenían comunicación

constante: “Acá hay agua, tengan cuidado, es zona pantanosa”.

“¡Encontramos un paraje lleno de árboles que se pueden

ramonear, tienen frutos rojos muy sabrosos!”.

Sin embargo, algunos acontecimientos removían la

inquietud que había quedado como sedimento entre los

integrantes de la comunidad, a partir de aquella asamblea:

cada vez eran más frecuentes los ataques colectivos de

hombres que asesinaban con piedras y palos a mastodontes

que quedaban rezagados.

Era cierto que la cosmogonía mastodonte decretaba que

los viejos y enfermos debían ser abandonados para hallar en

soledad el final de su destino, para buscar el sendero que los

llevara al más allá, al encuentro con el Gran Mastodonte.

También era verdad que, en defensa de sus vidas, los

mastodontes lograban matar a algunos agresores, pero

los ataques casi siempre terminaban en mastodonticidios.

La indignación crecía.

La gota que derramó el vaso fue una emboscada que

doscientos hombres semidesnudos hicieron a tres crías, una de

ellas la de Freya.

“Los pequeños fueron masacrados a traición —dijeron los

testigos a la asamblea—, cuando por su inocencia se acercaron

a una horda de salvajes para jugar con ellos. No conformes con

matarlos, después, en un rito diabólico, los calcinaron y se los

comieron”.

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Esta ocasión el veredicto fue fulminante: acabar con el

hombre, terminar de una vez y para siempre con esa plaga.

Freya sonrió con amargura al escuchar la noticia.

Dos lágrimas brillantes salieron de sus ojos entrecerrados,

resbalaron por debajo del pelaje terso de sus carrillos y se

perdieron en las comisuras de sus labios, dejándole el sabor

del mar. Unos filamentos de escarcha azulina pendían de sus

colmillos.

La caravana para exterminar al hombre se organizó bajo

el mando directo de Eskol. Todos los mastodontes adultos,

incluidas las hembras, se pusieron gustosos a sus órdenes.

El líder diseñó una estrategia para arrasar, primero,

una colonia de esos seres, ubicada en el valle junto al río del

gran caudal.

El plan de ataque era sencillo y, a la vez, contundente:

marchar con treinta cuadrillas, compuestas por treinta

mastodontes cada una, alineados de tres en fila, con los más

fuertes y decididos al frente, dejando entre las cuadrillas sólo

el espacio necesario para que los simios, transmisores de las

órdenes, pudieran moverse con prontitud.

Al día siguiente, cuando el sol apuntaba en el horizonte y

la niebla comenzaba a levantarse en la planicie, Eskol arengó a

su ejército:

—Compañeros: quiero recordarles el compromiso que

nuestra raza tiene, desde siempre, con el desarrollo del mundo:

estamos obligados a garantizar la paz y el orden. Fuimos

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agredidos y es nuestro derecho defendernos. ¡Los humanos

deben pagar con su vida! ¡Al ataque!

El estruendo producido por la marcha lenta de un millar

de mastodontes bramando se escuchaba a muchos kilómetros

a la redonda. El clamor fue advertido también en la aldea

humana. Los hombres tuvieron sólo unos minutos para decidir:

¿defender la aldea o huir?

—¡Defender los hogares! —gritó la mayoría.

De inmediato se organizaron. El jefe de la tribu transmitió

las instrucciones. Mujeres y niños fueron llevados a la parte

montañosa. Trabajando como topos, miles de hombres cavaban

trincheras en todo el frente de la aldea; otros iban colocando

en éstas gran cantidad de yesca preparada con hongos secos y

hojarasca, así como ramas crujientes y resina de pino; junto a

cada una hacían un hoyo más pequeño.

Apenas tuvieron tiempo de terminar las trincheras. Los

mastodontes se acercaban haciendo un ruido enloquecedor.

Cuando estaban a cien metros, el jefe dispuso la orden y en

cada agujero se colocó un hombre con piedras de pedernal en

sus manos. Los paquidermos seguían avanzando, imparables.

Los hombres ocultos en los hoyos sentían que la sangre se les

congelaba, unos cuantos abandonaron su sitio.

Faltando cincuenta metros, el jefe dio un grito y cada

hombre frotó los pedruscos. Se escuchó el golpeteo de las

piedras entre sí, las chispas saltaron en todas direcciones,

encendieron la yesca y ramas secas. Después, cada humano,

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resguardado en su agujero, colocó en la boca del mismo un

tronco grueso.

Los mastodontes, sin advertir estas maniobras, siguieron

su camino. De repente, se levantó una cortina de fuego ante los

colmillos de los paquidermos de avanzada. Quisieron frenar,

pero la fuerza de los que venían detrás los arrolló. “¡El trueno!

¡El trueno! ¡Tienen el trueno!”, gritaban con terror antes de ser

aplastados por el peso descomunal de sus congéneres.

Algunos pudieron evitar el fuego al desviarse de la aldea,

pero sólo para ser empujados por las cuadrillas hacia el río y

terminar tragados por la corriente impetuosa. El mismo Eskol,

que venía al lado de un pelotón, fue arrastrado por la masa

hacia el torrente. Freya marchaba resuelta al frente de una

cuadrilla; fue la primera en morir, calcinada y machacada por

cientos de patas de sus semejantes.

Los bramidos eran pavorosos, olía a carne chamuscada y

se veían por doquier ojos exorbitados de terror. La caravana se

convirtió en estampida.

Los mastodontes de la retaguardia, impactados por el

fuego y por la visión de sus hermanos que daban vueltas patas

arriba en la corriente helada del río, tenían en mente

sólo la idea de huir, aunque para hacerlo tuvieran

que pasar sobre los caídos, como lo hicieron.

Los escasos sobrevivientes escaparon

desesperados y sin líderes. Algunos se

hundieron en pantanos, otros se despeñaron

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en desfiladeros, los más caían infartados en plena carrera.

Unos pocos que salvaron la vida se reunieron atemorizados con

los viejos del grupo y con los pequeños, la mayoría huérfanos

por partida doble. Se refugiaron en las zonas más inhóspitas,

lejos de sus fuentes de alimento. La tuberculosis se propagó

entre la comunidad. El grupo fue diezmándose con rapidez y al

poco tiempo se extinguió la magnífica raza mastodonte.

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EL MINOTAURO REY

Una antigua leyenda europea narra la historia de cierto

minotauro que tenía un reino de prosperidad extraordinaria.

Sus súbditos gustaban de obsequiarle cubos de marfil colmados

de betabeles frescos, así como jubones repletos de pedrería

y, para sus aposentos, la más fina seda de los gusanos de sus

moreras convertida en edredones. Los siervos humildes y los

opulentos, por igual, exclamaban en medio de la algarabía,

durante las festividades anuales de su natalicio:

—¡Su majestad, espero que disfrute estas castañas, las

cortó mi esposa al amanecer!

—¡Excelencia, le traigo un bordado de imaginería que le

mandan las mujeres de la montaña!

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—¡Su señoría, la villa de los plateros le obsequia esta

frontalera de oro y zafiros que lucirá magnífica en su testuz

imperial!

A todos contestaba el soberano con una ligera inclinación

de su cornamenta reluciente y, cuando acaso profería algún

bufido sordo, los vasallos se retiraban sonrientes, con el

orgullo delineado en el rostro.

No obstante, la mirada del rey era opaca como el fondo de

una cáscara de nuez. El brillo que tuvo durante sus primeros

años de reinado se había extinguido con el paso del tiempo, al

igual que lo hace una estrella moribunda.

Los cortesanos organizaban, todas las noches,

espectáculos de faquires y veladas con fuegos de artificio que

concluían cuando comenzaban los bostezos reales.

Se enseñaba a los párvulos que el soberano era hijo de

Asterio, el minotauro del laberinto de Creta, y de una doncella

ateniense, hermosa y noble, enviada como tributo. Que fue

concebido por amor, justo antes de que Teseo cometiera el

asesinato de Asterio. Al recobrar su madre la libertad, regresó

a su patria y él había nacido libre.

Luego, su madre se desposó con el príncipe de un reino

lejano, en donde el minotauro recibió la educación del sabio

Lander y desde niño fue preparado para gobernar.

Tuvo maestros griegos en las artes de la retórica, la guerra

y el conocimiento profundo de los arcanos que rigen el destino

del universo y de los hombres.

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Su sensibilidad era innata. Una mañana, a los doce

años, pasaba con su preceptor de norma frente al mercado

de esclavos de la costa cuando sus ojos enrojecieron por la

cólera al ver que un tratante fustigaba con su látigo de siete

puntas a un niño cautivo. Mordiéndose los belfos, arremetió

contra el infame, lo empitonó por el abdomen y lo zarandeó un

momento sobre su cuello poderoso, antes de dejarlo caer.

—Entiendo que la naturaleza ha consagrado la diferencia

entre los hombres y por eso existen esclavos y señores, pero

nada autoriza a flagelar a un siervo —afirmó, reposado,

mientras su paje limpiaba con un paño de lino la sangre de

sus astas y el tratante expiraba con los intestinos derramados

sobre la arena candente.

Cleos de Rodas, su maestro de retórica, con frecuencia

se veía en aprietos para contestar de manera razonada sus

planteamientos acerca de la justicia divina en la repartición

de fortuna a los imperios.

—¿Por qué —preguntaba el futuro rey— nuestro reino no

es el que marca los arbitrios a todos los demás, si es manifiesta

la bendición que nos han dado los dioses? Algún día habré de

colocar a Candiana en el lugar eminente que le corresponde

—concluía, con los ojos iluminados.

Al cumplir dieciocho años, el rey Laurus lo designó en

cuarto lugar de la línea sucesoria al trono; sin embargo, una

serie de circunstancias dieron como resultado que dos años

más tarde el minotauro fuera ascendido al reino.

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A partir de ser entronizado, comenzó la construcción del

palacio más bello y majestuoso de cuantos han existido. Se

levantaba sobre columnas elevadas, tapizadas con láminas de

plata; sus techos eran de pizarra azul turquesa y los pisos de

mármol transparente como el cristal; las puertas refulgían,

cuajadas de piedras preciosas; los jardines se impregnaban

de las emanaciones de lavanda, densas y embriagadoras, que

desprendían los espliegos.

Alivió las cargas tributarias de sus súbditos y dictó reglas

para una administración eficaz: todo el fasto que la corte de

Candiana merecía, pero bajo una revisión estricta de cuentas.

Eso ocasionó el ahorcamiento del tesorero imperial, como

castigo a sus prácticas malversadoras.

A partir de ahí, la gestión pulcra y el progreso

del reino fueron la constante, lo cual

incrementó su poderío. Sin embargo,

su mirada era cada vez más

melancólica.

Una tarde, sentado en la terraza

de malaquita, el monarca, con voz

áspera, preguntó al primer ministro:

—¿En verdad mi reino es el más

poderoso de cuantos hayan existido

sobre la faz de la tierra?

—¡Claro que sí, mi señor!

—contestó pronto el ministro.

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—¿Es cierto que mis dominios son de prosperidad y dicha

para todos mis vasallos?

—¡Basta ver la forma en que te aclama el

pueblo, su majestad!

El rey hizo una

pausa breve y se pasó

la mano por el morro,

antes de continuar:

—Me aclaman, es

cierto, pero creo que mis arcas

imperiales son todavía pequeñas;

quizá más aun que las de nuestros

vecinos del norte —exclamó, y sus ojos

bovinos tuvieron un destello—. Además,

ellos tienen un territorio inmenso,

yacimientos de diamantes y minas de

plata. Quiero esa plata. Necesito

esa plata. Estoy convencido de que allá

está el futuro de mi reino y también

mi gloria eterna…

El ministro aguardó un

momento para que prosiguiera el

soberano, pero como esto no ocurrió

dijo, con la frente arrugada:

—Me temo que no comprendo

bien, su majestad.

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El monarca respiró profundo. Dejó ir la mirada en la

vastedad del horizonte y después de unos segundos le ordenó:

—Convoca al Consejo Real para el día de mañana.

Al día siguiente, el pleno del Consejo estaba reunido en

la sala regia. En su sitial, algunos consejeros tamborileaban

suavemente con los dedos sobre la mesa de ónix, otros seguían

con la vista el pasmoso deslizamiento del agua en la clepsidra.

Cuando entró el rey, ataviado con su túnica de seda negra

y tintineantes joyas de plata, los consejeros se levantaron al

unísono, hicieron una reverencia y de nuevo se sentaron. El

soberano cortó el aire con sus astas al hacer una inclinación,

antes de tomar asiento. Apoyó las manos velludas en el filo de

la mesa y dijo resuelto:

—Señores consejeros, he reflexionado con detenimiento

acerca del lugar que los dioses tienen destinado para nuestro

reino. Es, sin duda, de preeminencia. Pero no hay parto sin

dolor y no hay triunfo sin lucha; por eso, les informo que, para

mayor grandeza de Candiana, he decidido marchar con nuestras

huestes valerosas en una campaña hacia el país vecino donde,

sin duda alguna, podremos hallar la riqueza que los astros tienen

reservada para nuestro solaz —los consejeros se miraban unos a

otros por lo bajo mientras el rey hablaba—. El ministro de guerra

tiene ya instrucciones precisas para diseñar la estrategia de la

victoria. ¡Brindemos por la felicidad eterna de Candiana!

Se levantaron en el centro de la sala doce copas de bronce

y todos exclamaron:

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—¡Por la felicidad de Candiana!

Semanas más tarde, montado en un corcel blanco y

pajarero, el monarca marchaba al frente de las tropas. Su

armadura negra lo hacía parecer enorme. Los rizos de su

testuz se movían a cada paso de la cabalgadura. La gente del

pueblo lo acompañó con una banda musical, hasta la salida de

la ciudad.

En medio de la algarabía, se escuchaban los gritos broncos

de los artesanos, los festivos de los niños, los emocionados de

las mujeres: “¡Viva el rey!”, “¡Viva Candiana!”. Las doncellas

besaban claveles rojos y los arrojaban al paso de los soldados.

Un mes después se difundieron las primicias de la guerra

en la plaza principal:

—Nuestro ejército ha perdido dos batallas y gran parte

de los combatientes perecieron —anunció un heraldo ojeroso,

vestido con almilla roja—. Su majestad se oculta en las montañas

de la frontera, escapó con sus últimos combatientes leales.

La multitud que se había reunido para escuchar las

novedades preguntaba a gritos por la suerte de los soldados, por

la vida de sus hijos y hermanos. La guardia real golpeó a varias

personas para contener la agitación que empezaba a desbordarse.

Al final, todos se retiraron en silencio, como una procesión de

penitentes. No eran pocos los que lloraban y maldecían.

Noticias funestas se difundieron durante las semanas

siguientes. El primer ministro comunicó, con voz quebrada, a

los tres únicos consejeros que acudieron a la sesión: “Hemos

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perdido la guerra. Su excelencia fue apresado y tengo informes

veraces de que las fuerzas enemigas se disponen a invadirnos”.

Las calles de los pueblos y ciudades lucían vacías. En los

salones y convivios familiares se oraba por los combatientes

y, enseguida, con el mismo fervor, se injuriaba al monarca y a

toda la realeza.

Cuando la tropa de ocupación llegó a la capital, una

multitud indignada la observaba, pero no hubo una sola

persona que hiciera resistencia; entró por la puerta del norte,

una mañana en la que el sol resplandecía. El estruendo de los

pasos marciales rebotaba contra las fachadas de las casas. Los

barones del reino y algunos exconsejeros se acomidieron a

formar un comité de recepción:

—¡Bienvenidos sean los salvadores de la patria! —dijeron

sin ruborizarse.

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Cerrando la columna, seis oficiales apuraban con sus picas

de hierro al minotauro rey que caminaba andrajoso, con las

manos amarradas en la espalda, bañado en sudor. Traía los

pitones gachos y las venas del cuello hinchadas por el esfuerzo.

Detrás de él se veían las coyundas tensadas y, al final de éstas,

el surco que se iba abriendo en el barro de la calle principal.

Los niños que lo seguían a los lados se maravillaban con el

centelleo del enorme arado de plata que jalaba.

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MINERVA LA GENIAL

Hoy por hoy, mi prima Minerva es una de las

personalidades más importantes del mundo científico

nacional. En la plenitud de sus cuarenta y seis, morena

clara, de facciones finas y carácter agudo, tiene una forma

particular de ver la vida y un sentido propio de asumir los

retos personales.

Nació en 1968. Su familia y la mía vivían en la colonia

Roma de la Ciudad de México. Somos de la misma edad.

Desde niña mostró un talento especial para la

ciencia. Coincidimos en la Primaria “Héroes de la Patria” y

recuerdo que las sesiones de biología de la maestra Maty,

donde se hacían disecciones de ranas, eran para ella los

momentos más interesantes de la jornada, al grado tal, que

mi tío Pepe tenía que comprarle no uno, sino dos batracios

que Minerva disecaba con fruición, mientras todos los

compañeros nos retorcíamos de horror y algunos se llevaban

la mano a la boca para contener las náuseas.

Cuando íbamos en tercero, nos encargaron la biografía

de Darwin y ella se leyó completo El origen de las especies.

Sobra decir que desde esa época se ganó la fama de “matada”

que la acompañó hasta la prepa, cuando dejé de verla casi

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a diario. Me inscribí en la Facultad de Administración de

Empresas, pero siempre tuve noticias de ella a través de los

familiares.

A pesar de sus ojos almendrados y su sonrisa encantadora,

no le conocí ni un solo novio en secundaria o en preparatoria.

Mientras la mayoría de sus compañeras se emocionaban hasta

las lágrimas con los jovencitos de Menudo y Timbiriche, ella

encontraba su mayor gusto en sumergir la nariz afilada en

volúmenes de química, bioquímica y genética, cada vez más

gruesos y cada vez más incomprensibles, incluso para sus

catedráticos.

Estudió un doctorado en ingeniería genética animal en

la Universidad Nacional Autónoma de México; al terminarlo,

empezó a cursar el primero de cuatro doctorados y no sé cuántos

posdoctorados que hizo en el extranjero, todos acerca del

genoma animal. Decía que le apasionaba seguir profundizando

en su conocimiento, hasta la última frontera científica

conocida, en temas de altísima especialidad porque, comentaba:

“Un doctor es alguien que sabe casi todo de casi nada”.

Cuando Mine cumplió cuarenta años, mis tíos le hicieron

una comida, acudimos muchos familiares y nos quedamos

boquiabiertos al verla resplandeciente, presentándonos

a Franz, un gringo pecoso y mustio que conoció en la

Universidad de Israel y con el que llevaba algunos meses

viviendo en unión libre. La sorpresa fue que anunció su boda.

En algún momento del convivio, la felicité por su decisión de

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casarse y me dijo: “Primo, creo que es tiempo de dar un golpe

de timón a mi vida. Bajar del topus uranus e interesarme por

las cosas terrenas”. Le dije que la apoyaba, con gusto, en lo que

pudiera. Contestó que ya era tiempo de poner los pies en el

suelo. Por vez primera le escuché decir: “En el mundo de hoy,

necesitamos menos ciencia y más conciencia”.

Semanas después tuvo su boda por lo civil en la casa de

sus padres y por un rito mormón en Estados Unidos; no pude

acudir a ninguna.

Un día mi tío Pepe me dijo, orgulloso, que Mine, a pesar

de su afirmación sobre la ciencia y la conciencia, obtuvo un

financiamiento del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología

para el desarrollo de un proyecto relacionado con la

configuración de los mapas genéticos de algunos animales y se

estaba dedicando al trabajo científico con mayor devoción que

antes. No me sorprendió en absoluto.

Cuando concluyó ese estudio, abandonó el trabajo de

gabinete y se dedicó de lleno a la investigación de campo.

Consagró meses y meses a un proyecto. Se propuso realizar la

cruza de dos especies para aprovechar lo mejor de cada una de

ellas: la gallina ponedora y el avestruz.

Después de experimentos innumerables, Minerva encontró

su piedra filosofal. Se puede afirmar que creó una especie animal

nueva. A pesar de su éxito, en las conferencias magistrales

concluía diciendo, modesta: “Los científicos no tenemos otro

mérito que el de ser los juguetes animados de la ciencia”.

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Bautizó a su criatura como gallitruz. Una revista de

divulgación científica dice que:

es un híbrido que alcanza los treinta kilogramos de peso, un metro

de altura, plumaje rojizo, entreverado de negro y blanco, patas

largas y gruesas con fuertes coyunturas, pescuezo arrogante,

rematado con cabeza diminuta, pico pequeño y curvo, así como

unos ojillos simpáticos dotados con rizadas pestañas.

La misma Minerva dijo alguna vez, con cierto aire poético,

desconocido en ella, que “el híbrido heredó de la gallina su

resignada humildad y del avestruz la elegancia precaria de su

plumaje”.

Los documentales del tipo de National Geographic han

dado una difusión inesperada a los trabajos de mi prima, uno

de ellos dice que:

Si bien el detalle morfológico de esta nueva especie estimula

la imaginación, éste no es el más importante. La gallitruz tiene

ventajas evidentes sobre sus padres. Consume la mitad de alimento

que un avestruz y produce un huevo cada día, con la ventaja

de que su producto es cuatro veces más grande que el que podría

lograr la gallina más estoica. Como si eso fuera poco, después de

veinticinco meses de producción, las gallitruces que han visto

pasar sus mejores épocas como ponedoras, aún rinden un postrer

servicio a la humanidad, ya que su sabor exótico es altamente

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apreciado en las mesas de los más selectos restaurantes del mundo,

particularmente de Japón, Taiwán y Hong Kong.

Una tarde, después de años de no ver a Mine, recibí en

mi celular una llamada suya, me dijo que mi madre le había

dado mi número y que me invitaba a tomar un café en su casa

esa misma tarde. Acudí. Después de saludos y preguntas por la

familia, me dijo que estaba por iniciar la fase de la explotación

de su invento y me invitó a trabajar como administrador, ya

que pensaba construir granjas. Me sorprendí un poco, pero,

viendo que el éxito ha sido su compañero inseparable, acepté.

Le pedí unos días para renunciar a mi empleo anterior y a la

semana ya estaba trabajando con ella.

Si el talento científico de Minerva es asombroso, el que

demostró como empresaria lo es aún más. En sólo tres años,

logró poner en funcionamiento una red de criaderos —Granjas

Milénicas, les llamó— que cubren todo el mercado nacional, el

del centro y sur de América. Las granjas se ubican en haciendas

antiguas, de clima tropical, que han encontrado en este

proyecto la oportunidad de recobrar su esplendor del pasado y

dar a sus espacios abiertos un uso moderno y rentable.

Ésas son las condiciones que requieren las gallitruces,

ya que por sus características genéticas no pueden vivir

enjauladas, como las gallinas. Ellas habitan en corrales

cercados muy amplios, donde pasean la apariencia de carnaval

que les da su plumaje colorido.

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Al principio, cuando aún no se había descubierto

ese aspecto, pude ver que muchas morían enjauladas. En

algún momento de su existencia adquirían la costumbre

de permanecer más y más tiempo cerca de los barrotes. Se

quedaban mirando hacia el horizonte, como lo hacen los

timoneles de los veleros. Parecía como si su cuerpo estuviera

allí y su espíritu se encontrara en los confines de la metafísica.

Luego, poco a poco dejaban de comer, enflacaban hasta

los huesos. Dejaban de poner y, así, pegadas a las mallas,

terminaban por morir de pura tristeza.

En ese tiempo, las asociaciones protectoras de animales

ponían el grito en el cielo y mandaban cadenas interminables

de correos electrónicos a todos los servidores públicos habidos

y por haber: desde el más modesto alcalde hasta el presidente

de la república, todos recibían esas misivas calcadas que

remataban, admonitorias: “¿Cómo es posible que nadie haga

nada al respecto?”. Esas cadenas, como es lógico, no tuvieron

ningún resultado.

Sin embargo, la naturaleza propia de los híbridos tiene

una derivación que es el único problema real que Mine

enfrenta y para el cual no ha podido encontrar solución.

La cuestión radica en que, por razones de su temperamento,

desconocidas hasta ahora, en ocasiones alguna gallitruz

empieza a correr por la granja y contagia su emoción a las

demás, lo que inevitablemente desata una estampida que termina

por destruir todo lo que encuentra a su paso, peor que una

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desbandada de mamuts. No hay fuerza humana capaz de

controlar ese torbellino.

En el evento más reciente, hubo necesidad de sacrificar a

golpe de fusil a dos mil animales… y, confundidos entre ellos,

a cuatro trabajadores que, contagiados por la locura de los

híbridos, se habían sumado a ese ciclón apocalíptico.

Pero, para como está el mundo, ése es un contratiempo

menor en cuya solución ya trabaja mi prima ilustre. Como

ella misma dice: “No todos los problemas se compran con la

solución agregada y con el manual de aplicación adjunto”.

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Lizbeth y el unicornio 9

Lobo 21

¿Dónde estás, Dios mío? 31

La casona 41

El ángel anunciador 61

La extinción de los mastodontes 71

El minotauro rey 81

Minerva la Genial 91

ÍNDICE

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Miguel Ángel Contreras Nieto, originario de San Felipe del Progreso, Estado de México,

es abogado y autor de Violetas para Luisa y otros cuentos (3ª edición, Universidad Autónoma del

Estado de México, 2015).

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Irma Bastida Herrera siempre ha tenido las orejas muy grandes; en ellas, desde pequeña, guarda las historias que sus papás le cuentan; ahí también almacena las letras favoritas de escritores y músicos. Con el tiempo ha desarrollado cierta habilidad que le permite traducir en imágenes las palabras de poetas, narradores y ensayistas que luego acomoda en libros para chicos y grandes. Cuentan por ahí que en 2013 recibió el reconocimiento Golden Apple de la Bienal de Ilustración de Bratislava por el libro La lectura. Elogio del libro y alabanza del placer de leer, de Juan Domingo Argüelles. Parte de su obra se encuentra en http://ibasther.blogspot.com.

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de Miguel Ángel Contreras Nieto, se terminó de imprimir en septiembre

de 2016, en los talleres gráficos de Diseño e Impresión, S.A. de C.V., ubicados en Otumba núms. 501-201, colonia Sor Juana Inés de la Cruz, en Toluca, Estado de México, C.P. 50040. El tiraje consta de 2 mil ejemplares. Para su formación se utilizaron las familias tipográficas Gentium Book Basic, de J. Victor Gaultney, de la fundidora SIL International. Concepto editorial: Félix Suárez, Hugo Ortíz e Irma Bastida Herrera. Formación y portada: Irma Bastida Herrera. Cuidado de la edición: Elisena Ménez Sánchez y el autor. Supervisión en imprenta: Rogelio González Pérez. Editor responsable: Félix Suárez.

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