Cinco lobitos

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En Cinco lobitos se recogen setenta y cinco historias en miniatura. Los relatos se agrupan en cinco secciones -de ahí el título de la obra- dedicadas a cinco asuntos diferentes: el trabajo del microcuentista, el espíritu olímpico, los niños y sus aristas, la monstruosidad clásica y cotidiana y, por último, la recreación de unos sucesos situados en la Francia de la primera mitad del siglo XIX.

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José María González-Serna Sánchez

CINCO LOBITOSMICROFICCIÓN

Publicaciones de El Blog Oculto2012

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José María González-Serna SánchezPublicaciones de El Blog Oculto.Sevilla. 2012.

ÍNDICE

Prólogo..................................................... 7

El microcuentista...................................... 13

Olimpismo................................................ 35

Criaturitas................................................. 47

Monstruos................................................ 93

Memorias de días extraños...................... 133

PROLOGUILLO

"Cinco lobitos tiene la loba,blancos y negros,

detrás de la escoba."

Al lanzar una mirada a los relatos que he ido escribiendo en los último años, me he dado cuenta de que cinco son los asuntos que suelo abordar en ellos; cinco, como los lobitos de la canción; cinco, como los dedos de la mano.También he percibido que si se multiplica cinco -los dedos de una mano- por tres -número ca-balístico donde los haya- y si después se vuel-ve a multiplicar el resultado obtenido por los dedos dedos de la otra mano se alcanza el nú-mero de setenta y cinco, exactamente los rela-tos que se incluyen en este librito. Es complejo, lo sé; pero aunque suene extraño, esas son las razones que me han llevado a presentar los textos que aquí se ofrecen. El juego con los números es una razón tan válida como cualquier otra; a veces, incluso mejor, porque los dígitos están desnudos de valores añadidos y, además, evita que se piense demasiado.El autor de microficción corre el riesgo de per-derse en su propio maremagnum de historias;

tan pronto poniéndose en la piel del protago-nista como de la víctima de éste; a veces ob-servando la trama desde lejos, sin mancharse, y otras ensuciándose hasta los codos. Por eso es una buena receta de supervivencia mirarse un poco, autoclasificarse, empaquetarse y ser-virse acompañado de una buena copa de vino. Es lo que he pretendido hacer con este libro: escoger algunas de mis historias mínimas y clasificarlas en cinco secciones que se ocupan de la propia tarea de escribir microficción, de los niños y sus aristas, de la monstruosidad en sus diferentes formas y de la experiencia olím-pica. También he querido incluir cuatro textos que son fragmentos de una obra mayor, las Memorias de días extraños, que encontré hace ya algún tiempo en una vieja librería parisina.La extensión de cada una de las secciones no es uniforme. Dos de ellas no superan los cinco relatos, mientras que tres se van por encima de los quince. La diferencia podría ser aún mayor, ya que muchos cuentos perfectamente podrían encuadrarse  en otras secciones, incrementan-do así el volumen de la misma. Pero el autor debe tomar sus propias decisiones, es su res-ponsabilidad. Yo las he tomado y el resultado, en apariencia, es el desequilibrio que muestra la estructura global del libro. No me importa, creo; aunque sería atentar contra la verdad el afirmar que no sufro al no haber alcanzado la perfección numérica. El único consuelo que

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encuentro es pensar que en este libro, al igual que sucede con los dedos de la mano, el tama-ño de cada una de las partes no afecta al ren-dimiento de la misma. Todas cumplen su fun-ción: la primera aporta mi perspectiva ante el género diminuto; en la segunda me dejo llevar por un cierto humor ante la explosión olímpica de cada cuatro años; en la tercera paso la voz a los niños, tanto si lo son de edad como si no; tras ella, me ocupo de la monstruosidad, aun-que ya había textos anteriores que se adentra-ban de lleno en ella; y en la última me limito a hacer las veces de editor de una historia am-bientada en un periodo de tiempo y en torno a unos personajes que siempre me han atraído más de lo que debiera confesar.Cinco partes como cinco dedos tiene una ma-no. Diferentes en tamaño, pero unidos para desarrollar una función única. Cinco dedos, cin-co grupos de relatos, cinco lobitos son los que amamanta la loba.

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EL MICROCUENTISTA

El microcuentista es un escritor que juega a serlo. En ocasiones se toma muy en serio lo que hace; pero en otras esconde una sonrisa de burla tras la brevedad de los renglones. Los lectores, cuando los hay, tampoco suelen to-marlo en serio: se ríen con la ironía, piensan un rato en las implicaciones del texto o, simple-mente pasan sus ojos por las palabras sin adentrarse en ellas. Pocos recuerdan al tiempo lo que han leído; a lo más, un eco permanece en la memoria.Pero el microcuentista, como los escritores grandes, los que luchan en la primera división de las novelas, también tiene sus problemas: la ausencia de ideas, las crisis de fe, el futuro de la obra escrita, la contaminación con otros gé-neros, cierto complejo de inferioridad. De estas cuestiones tratan los quince relatos que se in-cluyen en esta sección. Con ellos he pretendido trazar la vida del microcuentista, desde su na-cimiento hasta su muerte.

PRINCIPIOS Y FINALES

Hace unos años lo que me gustaban eran los finales: "dejónos harto consuelo su memoria", por ejemplo, o "a las aladas rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañe-ro", pongamos por caso.Últimamente, en cambio, lo que me apasionan son los principios: "Yo tenía una granja en Áfri-ca" o "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento...", por poner sólo dos ejemplos.No sé si tendrá que ver con el hecho de que uno se hace mayor y empieza a preferir las promesas a las realidades acabadas.

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INOCENCIA

Tenía un blog con más de cien visitas diarias y se consideraba, pues, un autor consagrado. Tomó, en consecuencia, tres determinaciones de capital importancia en su vida: se dejó cre-cer la barba, tocaba su cabeza con un sombre-ro negro y comenzó a fumar en pipa.

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EL APRENDIZ

El microcuentista había aprendido el oficio con-templando las manos del coronel Aureliano Buendía engarzar pececitos de oro. Lo aban-donó tras verse envuelto una y otra vez en un interminable regreso a Ítaca.

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CACERÍA

Pese a que había recorrido varias veces el co-tidiano sendero de la imaginación, el micro-cuentista no encontraba esa tarde una idea adecuada. Cansado de lugares comunes y perspectivas ingenuas, decidió dejarse llevar por las palabras. Las primeras resultaron lumi-nosas y la sonrisa se instaló por un instante en el autor; las siguientes, en cambio, estaban va-cías y olían a fosa séptica. Ante el fracaso de la sesión, cierre de libreta y paseo desnudo, sin estilógrafica ni papel, bajo la lluvia.Al transitar junto a unos escaparates, advirtió en un rincón, confundido entre telas, bibelots y muebles expuestos, una pequeña figura de porcelana inquietantemente parecida a sí mis-mo. Escribía con la mirada enterrada en el pa-pel mientras las ideas pajareaban en derredor, juguetonas y caprichosas. Unas eran blancas de inocencia; otras oscuras y con apariencia de maldad. El microcuentista volvió al hogar y se adentró de nuevo en los túneles del recuerdo,

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aunque sabía que nada encontraría en ellos, tan sólo una leve sombra esquiva, huidiza e inconsistente.

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EXCUSAS

El microcuentista lleva ya un tiempo sin encon-trar historias adecuadas. En vez de perseverar, busca excusas tranquilizadoras: la tensión del trabajo que lo alimenta, las ansias de agradar, la sangre en la orina que descubrió hace algu-nas semanas. Cuando ya no puede soportar más la sensación de fracaso, abandona la es-critura y lee. Vuelven así los argumentos y los personajes que se enroscan en piernas y ma-nos para reclamar el esfuerzo que les permita nacer en una trama. El autor -¡qué frágil!- reto-ma la escritura. Una historia y otra y otra, hasta que la fuente de ideas termina por agotarse de nuevo. Entonces piensa que quizás se deba a la difícil coyuntura que atraviesa la humanidad, a la imposible difusión de su obra, al intenso dolor que siente en el hígado.

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MICROCRÍTICA

A veces, el microcuentista olvidaba mirarse y dirigía sus ojos hacia fuentes librescas. En esos momentos, el alma de crítico literario que dor-mía sepultada en su interior afloraba; aunque solamente en pequeños fogonazos que era in-capaz de desarrollar posteriormente y, mucho menos, justificar. Era la suya una crítica basada en la intuición impresionista, hija de la opinión gratuita y a todas luces parcial más que del cri-terio firmemente asentado en el conocimiento adquirido.En otras ocasiones, el microcuentista jugaba también a fingirse microsemiótico. Pero eso solamente sucedía en las noches de luna llena en que estaba demasiado cansado para salir al bosque a cazar.

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VACACIONES

Como cada primavera, el microcuentista se to-mó unos días de descanso. Guardó la libreta en el fondo del cajón, cerró el libro de microrrelatos que estaba leyendo, desconectó el ordenador y abrió Guerra y paz.

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EL TAMAÑO IMPORTA

El microcuentista prende la estufa con largas novelas. Al principio deslumbran, pero se con-sumen tan pronto que ha de quemarlas por tri-logías.

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ORGANIZACIÓN

Como cabeza de familia me veo obligado a to-mar decisiones que, a veces, resultan molestas; sin embargo, sin ellas esta casa sería un sin-diós ingobernable. Tenemos que ser fuertes y, sobre todo, sensatos y racionales, ya que el espacio es limitado y la amalgama de cuerpos e ideas, aunque enriquecedora en un principio, acaba derivando en confusión que no conduce nada más que a la pérdida del tiempo y la anarquía, enemiga de la creatividad. Por ese motivo me he visto obligado, dado el discurrir de los acontecimientos en las últimas fechas, a establecer unas fronteras férreas e impermea-bles. Así, los personajes del fanfic de mi hija mayor verán reducido su deambular exclusiva-mente al espacio de su habitación, permitién-dose que la inventiva de la muchacha transfor-me el habitáculo en bosque, castillo o páramo según gusto o necesidades del relato. Los pe-luches y muñecas en miniatura solamente po-drán interactuar en el cuarto de la mediana y

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pequeña, quedando terminantemente prohibido el canibalismo y la hibridación, así como la fil-tración a cualquier dimensión desconocida que suponga traspasar el término establecido. En tercer lugar, los entes que pueblan las pesadi-llas de la madre no abandonarán bajo ningún concepto el dormitorio matrimonial y, a ser po-sible, limitarán su horario de aparición en aras de la tranquilidad espiritual de la familia. Final-mente, mi yo multiplicado habitará en las estre-chas lindes del despacho, con el fin de que la angostura del lugar contrarreste la tendencia hacia el infinito preocupantemente manifestada. De esta manera, los moradores reales del ho-gar podremos disfrutar de cierta paz y descan-so en el salón, cocina y baños. No obstante, soy consciente del aislamiento que puede pro-vocar la nueva distribución espacial, por lo que cada viernes, en un horario previamente pacta-do, celebraremos un encuentro entre seres rea-les y ficticios con la intención de vertebrar la familia, conocer qué sendas transitamos, suge-rirnos desenlaces y apropiarnos, llegado el ca-so, de las criaturas o situaciones ideadas durante la semana.

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LIRISMO CULPABLE

En un ataque de debilidad impropia de él, el microcuentista se puso lírico. Con una pirueta, un haiku nació en la palma de su mano:

Para abrazarteno he bajado al infierno,

sino a la tarde. Al instante, truenos y centellas estallaron en el cielo para enmarcar el advenimiento de Panta-gruel, sicario vengador a sueldo de los demo-nios narrativos. El gigante afeó la conducta del cuentista traidor y lo devoró. Justo en el mo-mento en que era deglutido, otro poema aflora-ba en la comisura de sus labios:

Olor a espliego;entre abrazos partidos...

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EMPIRISMO

"Sereno y tranquilo voy a llamar a la puerta de bronce del sepulcro."

J. W. Goethe,Las desventuras del joven Werther.

El microcuentista disfruta con su arte porque puede manejar el tiempo a su antojo. Hoy mis-mo ha comprobado cómo el intervalo que dista entre un disparo en la sien y la muerte efectiva del personaje es muy superior al real. En ese estrecho lapso caben, al menos, dos reflexio-nes, un haz de luz que inunda la escena, el re-tumbar del disparo rebotando entre las paredes y la sensación de lenta lasitud que embarga el cuerpo herido y embriaga al lector. En cambio, en una situación real nada de eso es posible. La muerte es rotunda y prácticamente instantá-nea, incuestionable, antiliteraria. Hoy lo ha comprobado sin que quede la más mínima sombra de duda; acaso un leve olor a pólvora.

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CIENCIAS EXACTAS

Algunos pensamientos despeñan al microcuen-tista por una espiral vertiginosa. Precisamente, esa sensación le llevó a abandonar los estudios científicos en favor de los humanísticos y a sus-tituir el análisis por la creación. Conceptos co-mo la nada, la infinitud de los números, el caos antecesor del orden, la energía que ni se crea ni se destruye, tan sólo se transforma, marean a un hombre que ya no quiere ni puede com-prenderlos. En los límites exactos de la hoja de papel, en cambio, se siente feliz y pleno, libre en su constreñimiento, dueño de un mundo fini-to de palabras y tramas, donde cada elemento tiene un origen preciso y un destino exacto. Es bueno ser dios, se dice casi siempre que da fin a una historia. Y descansa.

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¿FINAL?

El microcuentista es frágil y asustadizo. Cuando termina un relato piensa que será el último. Los años le han enseñado que siempre queda otro; al menos una historia más, aunque sea la de un microcuentista al que se le han acabado las historias y, con mucho esfuerzo, es capaz de reunir palabras que se refieren a un microcuen-tista sin tramas ni personajes que decide finali-zar con un relato sobre un microcuentista sin relatos potenciales, tan sólo el de la despedida. El microcuentista sufre mucho con estos pen-samientos en bucle y huye de ellos sumergién-dose en la realidad. Pero la realidad es tan po-co interesante a veces, que, después de un tiempo de observación minuciosa y obsesiva, decide mejorarla, con una pincelada aquí y una anécdota de allá. Entonces, el microcuentista regresa desde el Hades, como si de un nuevo Orfeo se tratase. Y es que no estaba muerto, no, no; que estaba tomando cañas.

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CONSTANCIA

El Microcuentista sabía con certeza que su ho-ra llegaría pronto. Por eso se sirvió otra copa y escribió:

“He bebido del cáliz. Muero. Seré eterno.”Fue su último trabajo.La viuda, tras el dolor punzante por la pérdida inesperada, empaquetó sus ropas, regaló la mayoría de los objetos personales, publicó una nota en su blog avisando de la muerte del autor y, al cabo, se dispuso a rehacer su vida. No obstante, tres años después el blog del Micro-cuentista seguía arrojando textos al ritmo de tres por semana. Nadie podía explicarlo.Pocos días antes de que el sistema de publica-ción entrara en bancarrota y decidiese el cierre a causa del descenso de ingresos publicitarios, pudo leerse en la bitácora del escritor el si-guiente texto:

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“El Microcuentista muda su alojamiento a una nueva dirección:

http://microcuentista.enelaverno.org.”La viuda ya no sabe cómo librarse del pasado y, desesperada, busca en el bosque de relatos del difunto la copa de la que había bebido.

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CAUSA PROBABLE DE MUERTE

El microcuentista estaba convencido de que cada autor disponía de un conjunto finito de argumentos. Por miedo al agotamiento de su mar de historias y las consecuencias indesea-bles que pudieran derivarse de ello, dejó de escribir. Así fue feliz durante el resto de su larga vida, pues tenía la certeza de que en cualquier momento sería capaz de retomar la actividad creadora y abordar esas tramas nuevas y cauti-vadoras que había dejado pendientes. Las extrañas circunstancias que rodearon su muerte justificaron la autopsia a la que su cuer-po fue sometido. Quienes la practicaron termi-naron la jornada renegando de cómo se les había puesto la sala, toda perdida de persona-jes y ambientaciones desconocidas que brota-ban como fuentes de cada víscera, de cada músculo.

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OLIMPISMO

Cada cuatro años, las naciones envían sus huestes a combatir en el campo de batalla. Allí compite lo mejor que puedan aportar durante quince días repletos de banderas, emblemas, himnos y cantos patrióticos. El orgullo se dispa-ra y los que no estamos ya para muchos trotes nos situamos ante el televisor para compartir la gloria y el fracaso.

CRÓNICA DE LA TERCERA JORNADA

En la competición individual de tiro con arco, la jornada matinal ha estado muy reñida. El tetra-campeón sajón, Robin Hood, ha sido derrotado por el helvético Tell, capaz de aislarse de la presión recibida desde su entorno para enlazar una serie de nueve disparos certeros. El éxito del suizo es más estimable si se tiene en cuen-ta la rapidez de su adaptación a un arma que no le es habitual, pues suele decantarse por el uso de la ballesta germana. En tercera posición ha quedado un casi desconocido arquero asirio -Assah Gilgamesh III, natural de Nínive- que ha demostrado con su concurso que el mundo del arco no debe circunscribirse a Occidente, pese a la gloria secular alcanzada por algunos indivi-duos.Por equipos, en otro ciclo más, los hunos de-mostraron estar varios escalones por encima de los demás participantes, aunque la irrupción en la competición de este año del potente equipo parto ha abierto un resquicio de duda con vistas

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a próximas ediciones. La tercera plaza ha sido ocupada por una selección británica que, como suele ser habitual, ha presentado un grupo de vociferantes veteranos de Agincourt.Como sucede en cada edición, la jornada no estuvo exenta de polémica. A los ya tradiciona-les cruces de improperios y amenazas entre los competidores hay que sumar en esta ocasión el recurso entablado por la delegación francesa contra el sistema de competición. Aducen los galos -no sin razón- la desigualdad manifiesta derivada de permitir que entes de ficción y rea-les compitan en la misma categoría. “La carga sobre la conciencia de quienes hemos optado por participar con seres humanos es muy supe-rior, ya que nuestras víctimas sangran, gimen y se retuercen con extrema naturalidad. Esa cir-cunstancia influye de manera determinante en los resultados individuales, ya que la distribu-ción de la culpa entre los componentes de los equipos hace más liviana la carga sobre la con-ciencia”, ha manifestado el presidente del Co-mité francés.

Fuente: Agencia Hermes.

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DOMA CLÁSICA

"Cuando abrió el segundo sello, oí al se-gundo ser viviente que decía: "Ven". Enton-

ces salió otro caballo, rojo."Apocalipsis 6, 3-4

“Sabíamos de lo arriesgado de nuestra decisión y no debemos mostrar  ahora arrepentimiento o sorpresa”, defiende con seguridad la voz más autorizada del grupo. Simultáneamente, en el exterior del edificio, una nube de odio invade el campo de pruebas. Emergiendo de entre las tinieblas un descomunal caballo de color rojo muestra sus belfos a la concurrencia en lo que parece ser una sonrisa burlona. Sobre su lomo, el jinete desenvaina una espada de doble filo. Los representantes de ambas Coreas se retan con la mirada. Un andaluz repeinado que espe-ra su turno de participación repite como un mantra “Gibraltar español” mientras aferra con rabia la fusta. El japonés ciñe su frente con un retazo del mantel sobre el que descansaba el

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tentempié de los competidores. La amazona turca rasga su camisa para mostrar a la concu-rrencia la mastectomía a la que fue sometida no hace demasiado tiempo. Para no verse obli-gado a tomar partido, el caballero suizo -hom-bre precavido- concentra su atención en el reloj de cuco que siempre lleva consigo. “¿Queríais espectáculo? Pues ahí está”, presume, risueño, el presidente del comité organizador.

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HALTEROFILIA

En la prisión estatal de Folsom, California, hace ya años que se celebran competiciones entre los reclusos coincidiendo con los Juegos Olím-picos. Dice el alcaide que de esta manera los convictos refuerzan esos lazos invisibles con el exterior tan necesarios para facilitar en un futu-ro la reinserción social. Hasta el año 2000 las pruebas eran exclusivamente atléticas; pero el nuevo responsable de la institución, un mormón rubicundo de Salt Lake City, ha promovido la inclusión de algunos eventos de orden moral. Sin ir más lejos, esta tarde se celebrará la prueba individual de carga de conciencia, en la que parte como favorito el tricampéon Louis Laffitte, un herrero de Des Moines, Iowa, con-denado por el asesinato de las gemelas Gran-ger. Pese al imponente tamaño del recluso, el peso de la culpa le tiene hundido casi por com-pleto, aunque no vencido: apenas sale de la celda lo necesario, no suele cruzar palabra al-guna con otros convictos y en las obligadas estancias en el patio se limita a contemplar el cielo mientras murmura una salmodia incom-

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prensible. En Folsom son muchos los que car-gan brutales asesinatos; pero el juez del torneo, el pastor Peebles, nunca ha albergado dudas sobre el ganador de la prueba, pues valora en Laffitte la dignidad con que sobrelleva la memo-ria de sus actos.En la edición de este año, sin embargo, existe una buena dosis de incertidumbre. En enero pasado ingresó un hombrecillo procedente de Detroit y responsable de la quiebra de uno de los más importantes bancos de Illinois. Muchos ahorradores particulares perdieron dinero con sus manejos y se le ha considerado también responsable directo del cierre de gran número de empresas subsidiarias del sector automovi-lístico. El desastre económico que supuso el hundimiento del banco provocó una espiral de tensión laboral, violencia callejera, suicidios, miseria y despoblación de la que la orgullosa capital del motor norteamericano tardará déca-das en salir, si es que lo consigue. A pesar del volumen de su responsabilidad, el economista se muestra ajeno a todo, bromea con unos y con otros, juega al ajedrez y solicita constante-mente libros en la biblioteca de la institución. A día de hoy, el pastor Peebles cree que ningún otro interno de Folsom carga con la culpa de una manera más elegante.

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PROFESIONALIDAD ANTE TODO

No está capacitado cualquiera para ser juez de meta, no señor. Es necesario, por ejemplo, dis-poner de la templanza necesaria para saber en qué momento soltar la cinta de llegada, sobre todo en situaciones apuradas. Si, por un ca-sual, se suelta antes de tiempo, puede darse el caso de que no quede claro quién es el vence-dor. Por eso he alcanzado prestigio entre los de mi profesión. Yo agarro la cuerda hasta el últi-mo instante, firmemente, sin amilanarme; pero también soy un ser humano y, a veces, llevado de la profesionalidad, me obceco. Además no pueden hacerme responsable de que la estatu-ra del atleta dejase su cuello justo al nivel de la cuerda, señor juez, con el debido respeto.

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CONSTANCIA Y SUPERACIÓN

Desde pequeño he oído a mis entrenadores repetir que el secreto de la gloria olímpica resi-de en la constancia y la superación. También en la disciplina. Por eso persevero en los entre-namientos y recuerdo en cada zancada sus lecciones, conteniéndome en lo que puedo para no alcanzar demasiado pronto el límite físico y así conseguir, carrera tras carrera, la mejora. Me sorprende que los rivales partan como al-mas llevadas por el Diablo al escuchar el pisto-letazo de salida, desoyendo -no me cabe la menor duda- las recomendaciones de sus en-trenadores; pero es que hay mucho hijo de pa-pá que juega a ser atleta sin asumir disciplina-damente los principios fundamentales de nues-tro deporte. Al no compartir la escala de valores dominante, he asumido ya que difícilmente al-canzaré victoria alguna; aunque tengo la casi absoluta certeza de que también en la próxima ocasión superaré mi marca personal, pese a que el público silbe y sea la rechifla de la pista.

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CRIATURITAS

Las historias de niños que aparecen a conti-nuación son muy diferentes entre sí. En las primeras aparece el autor retratado en fotogra-fías de color sepia. Después, un buen grupo de relatos se ocupan de criaturitas normales, aun-que las circunstancias que se les presentan no lo sean tanto. También podrá encontrar el lector algunos niños que, siendo ya grandes, no han dejado de serlo, por el bien de todos. En último lugar aparecerán los niños-monstruos, traviesos o simplemente malvados, según la perspectiva de quien valore sus actos.

EL BOSQUE

La casa que buscaban se encontraba al final del camino en el que les sorprendió la noche. De repente, se hizo el oscuro. Aquello fue como si alguien hubiera pulsado un interruptor y se apagase el cielo: azul eléctrico, primero; azul muy oscuro, después; negro, al final. Recuer-dan quienes lo vieron que el niño se puso a temblar de frío, de miedo tal vez, al tiempo que la mujer creemos que lo tomó de la mano mien-tras seguían los pasos de un hombre que, a corta distancia, parecía ser el guía de tan triste expedición.En tan sólo unos segundos, las manos de la mujer y el niño se separaron, que poco dura la protección cuando la noche llega decidida. Sin estridencias, la mujer fue rezagándose, aleján-dose del muchacho que la miraba con unos ojos incapaces de verter lágrimas por una pér-dida que se le antojaba inexorable. El hombre, por su parte, seguía marchando, y también el niño que, pese al llanto contenido, no se atrevía

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a apartarse de las huellas que marcaban la ruta hacia la casa del final del camino. La mujer quedó atrás, engullida por una noche dispuesta a celebrar la nueva pieza cobrada con una al-garabía de aullidos, rumor de maleza y baile de ramas. Cuando al fin desapareció, la casa aún no asomaba ante los ojos de los caminantes.Hombre y muchacho quedaron solos en el ca-mino que atravesaba el bosque, devorados por la oscuridad y asaeteados por ruidos descono-cidos que se clavaban en sus cuerpos como flechas disparadas por el más diestro y villano de los enemigos. Con los ruidos, con la noche y su soledad, se presentó también el miedo en forma de sombra que recorría los pasillos for-mados por las hileras de árboles. El niño co-menzó a temblar, pero el hombre no se detuvo.- ¡Papá! No puedo andar más, no voy a llegar a

la casa.Seguía caminando, aunque con pasos cada vez más breves. El padre miró a su hijo, vio su dolor y se dirigió hacia él. No le dijo nada por-que no solía hablar mucho, le faltaban palabras y probablemente situaciones en que emplear-las. Solamente tomó su mano y condujo al mu-chacho hacia un ensanchamiento del camino al borde del cual crecía un árbol junto a una gran roca manchada de musgo verdinegro. Allí para-ron, porque el lugar parecía ofrecer una mínima

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protección frente a las voces del bosque y sus sombras.Se sentaron, y el padre apoyó su espalda con-tra la roca, acarició la cabeza del muchacho y éste también se recostó sobre el brazo derecho del hombre. No tenían mucho de qué hablar y en ese momento no parecían tener el valor ne-cesario para nombrar lo que verdaderamente les preocupaba. Es seguro que ambos recor-daban a la mujer, la madre, recientemente per-dida en el camino. Ella había sido siempre el nexo de unión, faro y punto de referencia de la familia. Sin embargo, ya no estaba.El chico seguía temblando de frío y de miedo. Se abrazaba a la cintura del padre con una fuerza inusitada que reclamaba una protección que el hombre, pese a su deseo, no estaba en condiciones de proporcionar. Silencio y ruido. Frío y oscuridad. Miedo y necesidad de protec-ción. Impotencia. El bosque en todo su esplen-dor.Las sombras que antes se veían a lo lejos cada vez estaban más cerca del reducto improvisado en el que hombre y muchacho habían decidido aguantar sus miedos hasta el amanecer. La primera que llegó se estrelló contra la piedra protectora y ese accidente enseñó a las otras cuál era el camino a seguir. Poco a poco, el viento negro móvil del bosque fue tomando po-siciones en los árboles cercanos, en el borde

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del camino y en las inmediaciones de la gran roca. El niño no hacía más que temblar mien-tras el padre lo miraba sin encontrar la manera de evitar el peligro indudable que sobre ellos se cernía. La muerte era en aquella noche mucho más que una posibilidad; era una figura con cara de sombra y cuerpo de sombra que se abalanzaba sobre el padre y el hijo con deter-minación clara y contundente. Por mucho que el hombre cobijase al niño en su seno no podría –lo sabía- evitar la victoria final de tan poderoso enemigo. Sus cuerpos crujían de dolor y miedo mientras la noche, el bosque, la lejanía de la casa al final del camino y los recuerdos gana-ban terreno en la batalla.Cuando todo estaba ya irremisiblemente perdi-do, el padre comenzó a entonar una salmodia al principio inaudible que fue ganando cuerpo a medida que crecía en entidad. Érase una vez, comenzaba, y tras esas palabras brotaron de sus labios como a chorro las palabras que componían una historia; y con cada frase pare-ce que se levantara una columna; y de cada columna se diría que brotaban vigas que termi-naban por sustentar un techo protector. A medi-da que la historia avanzaba, las palabras, las ideas, los personajes poblaban la ínfima cons-trucción hasta completar un hogar improvisado para padre e hijo. Solamente con la mentira final se cerró la puerta del refugio de palabras. En el engaño del fueron felices pudieron cobi-

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jarse hombre y muchacho hasta que la luz del alba volvió a mostrarles el camino largo, pero libre, que conducía a la casa. De las fieras sombras que tan cerca estuvieron de conseguir su objetivo sólo supieron que les seguían a un tiro de piedra, esperando, probablemente, una nueva ocasión en la que lograr su objetivo. 

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CADA TARDE ES UNA AVENTURA

Cada tarde una aventura. Había que atravesar el parque para llegar hasta la seguridad del comedor. Árboles y palomas, enormes edificios, un laberinto. Mi hermana, mi guía, siempre te-nía prisa y las piernas más largas. Por cada paso suyo, dos de los míos. Y la maleta de cuadernos y la cartilla Palau que pesaba mucho más al atardecer que de mañana. Y la angustia porque siempre me quedaba atrás. Y las ganas de llegar por una vez antes que ella.Una carrera y una risa; otra más, otra. Al final, lo inevitable: el laberinto que me devora, el llan-to entre los setos. Oigo que gritan mi nombre, pero soy incapaz de establecer la procedencia de la voz. ¿Dónde está que no me ve? ¿Dónde estoy que sólo veo verde y piedra y cielo a mi alrededor? ¿Cómo he podido perder el rumbo en una ruta cotidiana?El miedo me paraliza y me salva la vida. Al po-co tiempo -una eternidad-, el encuentro. Des-

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cubro, asombrado, que el pavor no se ha ins-talado solamente en mí. Su rostro desencajado; las manos que tiemblan, heladas; rota la voz; el paso alterado.Qué raras son estas aventuras de cada tarde, viajes cotidianos que siempre -gracias a Dios- terminan en Ítaca, ante un tazón de cacao.

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SAN PEDRO

En mi habitación vivía también San Pedro. Con sus barbas blancas que llegaban hasta la mitad del pecho y la enorme llave aferrada con celo por su mano derecha. Siempre estaba en el mismo lugar y con el mismo gesto. Únicamente variaba la mirada, oscurecida de pena cuando yo había torturado una lagartija o resplande-ciente si había sido capaz de terminarme el plato de espinacas. Me parecía San Pedro un termómetro del comportamiento que solamente yo podía comprender. Paradójicamente, en vez de intimidarme su imponente presencia, las casi imperceptibles recriminaciones o la moderada aprobación de su gesto me consolaban.Muchos años después, al calor de la chimenea y del aguardiente que inhibe las vergüenzas, fui capaz de preguntar a una de mis hermanas cómo era posible que asumieran la presencia del santo con tanta normalidad.

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- ¿Qué San Pedro? -me preguntó con extrañe-za-. ¡Ah! El santo que dejaron en la casa mientras se terminaba la obra de la iglesia.

En ese instante me sentí ridículo por recordar que en las noches de verano, cuando el calor impedía coger el tren del primer sueño, el santo murmuraba por lo bajo y lloraba al verse aban-donado en una casa tan grande y tan vacía. Tan sólo era un niño, pero en el rumor que bro-taba del pecho de San Pedro aprendí lo difícil que es alcanzar la felicidad, incluso para los santos enormes que deciden la entrada en el Paraíso, incluso para las imágenes de madera olvidadas.- Sí, sí, la imagen estaba comidita de ratones.

Por la noche formaban un escándalo tremen-do que no dejaba dormir a nadie.

Y como si no tuviera mayor importancia, mi hermana se sirvió otra copa de anís, se aco-modó el chal de lana que cubría sus hombros y cambió el rumbo de la conversación.

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GUSANOS

En torno a las cuatro de la tarde el sol comien-za a azotar con fuerza inmisericorde la ventana de la cocina e inflama toda la habitación en una fiesta salvaje de luz, calor y pereza. Los gusa-nos, que viven en el estrecho mundo de su ca-ja, se remueven asfixiados por la repentina su-bida de temperatura y buscan en los ángulos sombreados el frescor que el centro les niega. No es momento para alimentarse con las hojas de morera jugosas que forman un pequeño montículo de sabrosos placeres. Se hace nece-sario huir del alimento, interrumpir el crecimien-to y ponerse a refugio de un astro capaz de disolver los cuerpos en jugos amarillentos y pestilentes. Hay que aguantar el tipo un par de horas hasta que el rumbo solar vuelva a dejar en sombra el limitado universo y la alimentación desenfrenada que conduce a la metamorfosis y la muerte se convierta de nuevo en actividad frenética.

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Esas horas eran las preferidas por ella para observar las pequeñas criaturas. Le gustaba mirarlas en su quietud, inmóviles en las pocas zonas en sombra mientras fumaba un cigarrillo tras otro. “Me relaja”, decía, “ver los gusanos, intentar sorprenderlos en su crecimiento. Es como contemplar el fluir del tiempo y el adve-nimiento de lo inevitable”.Hacíamos bromas sobre su pequeña manía, le preguntábamos cada vez que nuestra actividad nos llevaba a la cocina: “¿Ya han mudado la piel? ¿Se mueven? ¿Han formado la crisáli-da?”. Ella siempre contestaba sin acritud, sin dar importancia a la ironía malintencionada de quienes no comprendíamos y despreciábamos las horas de observación paciente. Hoy se me hace evidente que no le importaban lo más mí-nimo nuestras opiniones, ya que ella se orien-taba hacia horizontes que nos eran incompren-sibles. Me arrepiento de no haber sido un ob-servador paciente de quien escrutaba la vida de los gusanos. Quizás, si lo hubiese sido, habría entrevisto los signos del cambio que se opera-ban en su fisonomía y que no eran más que síntomas de una transformación espiritual más profunda inapreciable a simple vista. Solamente cuando dejó de hablar nos dimos cuenta de que algo había sucedido y que la razón de ser de dicho cambio estaba relacionada de una u otra manera con los gusanos de la caja de la cocina.

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Pero entonces ya era demasiado tarde. Los acontecimientos se precipitaron y en pocas ho-ras del silencio pasó a una inquietante inmovili-dad. Anduvo un tiempo olisqueando rincones hasta que encontró el que, al parecer, cubría sus expectativas. Desde luego, yo no hubiera escogido el mismo, pero supongo que la cues-tión de los rincones es tan personal como cualquier otra, y la luz que unos gusta a otros molesta.Como decía, acabó recostándose en un rincón de la casa, el más umbrío y apartado, abrazán-dose las rodillas como quien se aferra al leño salvador del naufragio. La cabeza, sin embar-go, no la hundió entre sus brazos, como cabría imaginar, sino que la mantuvo levantada, con los ojos bien abiertos en dirección a un invisible punto en la pared. Y allí quedó silenciosa e in-móvil.

Acepto que la historia resulta conocida. La simi-litud con el drama de Gregorio Samsa es evi-dente, pero ¿qué puedo hacer? ¿no contarla? ¿llevar en secreto nuestra pequeña tragedia? Durante algún tiempo tomé esa determinación; no obstante, el silencio y la ocultación eran co-mo un bocado en el alma. Además, se me plan-teaba un problema de no fácil resolución: ¿có-mo justificaría su ausencia?

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Por ese motivo me he decidido a luchar contra mis vergüenzas literarias y me he sumergido en una inconexa y deficiente narración de los su-cesos, arriesgándome a la burla del lector y exponiéndome al desprecio que todo plagiador merece. Sin embargo, pienso que no deben llevarse a engaño, pues este texto no es una vulgar copia de Kafka. ¡Ojalá fuese capaz de acercarme al menos a su capacidad para retra-tar ambientes opresivos! No, no soy capaz, re-conozco mis deficiencias. Este relato no es un plagio, sino rigurosa verdad, acta de unos días extraños que cambiaron nuestras vidas su-miéndolas en la incertidumbre.

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EL REGALO

Desde pequeña había tenido complejo de feílla. Su abuela, cuando presumía de nietas, siempre decía que era muy graciosa, mientras que de la prima Rosa alababa sus mejillas de porcelana, mirar negro como la noche y dedos de pianista. Además, tenía poco pecho, muy poco. La lisa, la llamaban en el colegio; pobrecita, se lamen-taba la madre, qué trabajito va a costar encon-trarle novio.Esta Nochebuena la familia se ha juramentado. Hay que hacer algo por esta chica, así que en-tre todos -madre, padre, abuela, la tía Paqui y la prima Rosa, incluso- han decidido poner fin al sufrimiento callado y le van a regalar unos pechos turgentes y voluminosos. Saben que es lo que más ilusión le hace, mucho más, dónde va a parar, que un aparatito de música nuevo o un collar de cuentas brillantes. Unos pechos para enamorar y salir, al fin, de casa.

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Tras la cena, el reparto de regalos: un jersey nuevo para papá; bibelots, bagatelas y chuche-rías para las mujeres. Un libro también, que mientras yo viva tiene que venir un libro a esta casa por Navidad, sentencia el padre, antiguo sindicalista, ya jubilado y creyente fiel en las bondades de la letra escrita por su misma esencia y no tanto por la lectura. Colgando de la mismísima estrella del árbol hay un sobre pequeño, de papel verjurado, muy elegante. “Para María”, puede leerse en una bonita letra inglesa. La chica lo abre con ilusión y lee: “Vale por un implante en los pechos”. Una sonrisa entre el rubor y el agradecimiento. Cogida con un clip lleva una tarjeta de visita: “Raúl Huertas. Taxidermista”.La abuela aporrea la botella de anís Arenas y entona "Fun, Fun, Fun". El salón familiar res-plandece con la iluminación navideña y la mesa repleta de sucedáneos de caviar, marisco y champán. Sobre el televisor descansan las fac-turas de la luz y del agua. Hay también un aviso de desahucio.

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LA PUERTA DE TANNHÄUSER

"He visto rayos C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tannhäuser."

Roy Batty, en Blade Runner.

Era minucioso como pocos. Ocupaba casi todo su tiempo en dibujar naves espaciales repletas de detalles que después terminaba convirtiendo en preciosas maquetas: cruceros imperiales que perseguían al Halcón Milenario, réplicas del Enterprise o vipers coloniales que protegían la estrella de combate Galáctica. Tal era su en-simismamiento y dedicación que rara vez se hacía eco de las burlas soterradas de los com-pañeros de clase ni de la ironía que con él se gastaba el profesor de dibujo al insistir sobre los talentos malgastados. Yo, mientras tanto, rondaba a su alrededor, cegado por el desplie-gue de fantasía, aunque incapaz de formar par-te plena y comprometida de algo que me sub-yugaba y aterraba a la vez. Recuerdo que veía en nuestro caótico universo de ficción un riesgo

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gratuito que mi mente racional no estaba dis-puesto a correr, por mucho que una amistad creada con trazos de tinta y sueños pudiese sufrir con una actitud tan tibia. Al final, acabó imponiéndose el miedo al qué dirán y el deseo de una culpable normalidad. Nos distanciamos y terminamos por seguir caminos muy diferen-tes.Años después volví a encontrarlo paseando a pie de playa. Había cambiado muy poco, ape-nas unas cuantas canas coronaban su cabeza de coronel de la Flota de la Federación. Char-lamos un buen rato, que si el tiempo y los re-cuerdos compartidos, el presente, las familias, los conocidos. Medio en broma, medio en serio, me informó de cómo había comandado un ba-tallón de Nexus 6 y combatido al frente de ellos en la mismísima Puerta de Tannhäuser. En ese momento, la mujer que lo acompañaba -rubia cegadora, piel arrasada por el sol, extrema del-gadez- se apretó contra su brazo mientras me dirigía una sonrisa que subrayaba un guiño de complicidad. Cambió de rumbo la conversación.No hace mucho he vuelto a encontrarme con la mujer. Al reconocernos nos hemos saludado y cruzado unas palabras. Le he preguntado por mi amigo y con aparente naturalidad me ha di-cho que una mañana despertó con el vacío de su cuerpo junto a ella. Mi compañero de la ju-ventud le había dejado una flor sobre la cómo-

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da. En el armario sólo faltaba el uniforme de las Tropas de Asalto Estelar. Desde entonces no puedo quitarme de la cabeza la sensación de que he desperdiciado mi vida.

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FILTRACIONES

Alguien les informó de las secretas intenciones de Herodes. Envolvieron al hijo en una manta y lo llevaron a Belén. Por poco llegan tarde.

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PROMESAS

El niño que recoge conchitas en la orilla ha vis-to una botella flotando sobre las olas. Mientras la recupera, se imagina a bordo de un velero, surcando los siete mares en busca del náufra-go. Ya se ve desembarcando en la isla desierta y casi podría decirse que siente el abrazo pega-joso de un hombre a quien la soledad de tantos años ha privado de la capacidad del habla. Con trabajo arduo, las ilusas manos del niño consi-guen extraer un diminuto papel con unas bre-ves frases: "Estoy bien. No se preocupen. No me busquen".

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ESCENA DOMÉSTICA

Al hermanito le ponen el termómetro y se cura. Por eso quiero que mamá lo lleve en la axila. Papá sigue dando voces y rompiendo cosas.

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LAS BUENAS INTENCIONES

Son tan hermosas las bolitas de mercurio que no puedo resisitirme a compartirlas con el her-manito. Hoy se las he puesto en el bibi.

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PECADO ORIGINAL

Nos queremos tanto que lo de uno es también del otro. Ayer, por ejemplo, mamá olvidó po-nerme el bocadillo en la mochila y mis tripas rugían desquiciadas a la hora del recreo. Mi amigo del alma me dio parte de su desayuno. Otro día juntamos nuestros lápices de colores porque no completábamos la gama por separa-do; y en otra ocasión el mismo paraguas nos cobijó, porque diluviaba y mamá no quiere que vuelva a casa mojado.Hoy estábamos tan contentos por nuestra amis-tad eterna que en medio del patio nos hemos abrazado para celebrar que había marcado gol. Era tanta nuestra alegría que quisimos multipli-carla con un beso -beso por uno, beso; beso por dos, más beso-. En el justo centro de la cancha, a la vista de todos, estampamos nues-tros labios. Su boca sabía rara, creo que por culpa del batido o del sandwich frío que había comido un rato antes. Después hemos ido de la mano hasta las escaleras que bajan desde el

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porche del colegio y hemos compartido una manzana.

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MENTIRAS PIADOSAS

Le gustaba mentir. Pensaba que así hacía un poco más feliz a su madre, que lo veía salir de la casa armado con su balón, sus botas de fút-bol y la mirada de depredador del área hereda-da del padre. Cosas de la genética. En cuanto doblaba la esquina, sin embargo, dejaba de fingir determinación futbolística y aceleraba el caminar hasta el viejo túnel del ferrocarril. Allí se sentía seguro y libre; podía ser un salteador de caminos o el comandante de una nave es-pacial; podía surcar mares desconocidos o su-frir la angustia de quien se ve transformado en un ser despreciable. No había marcajes al hombre en las vías abandonadas, tan sólo lí-neas de texto que cada tarde conducían a un destino desconocido.

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BRUJERÍA

Ayer estuvimos en el campo haciendo rutas de orientación por un camino que la seño conocía muy bien. Nos había contado que al final del sendero había una casita toda toda de chocola-te y nos reímos mucho, porque conocemos el cuento de la bruja que se quiere comer a los dos niños y no estábamos dispuestos a creerla. Pero mientras nos hacía la broma me fijé en sus ojos brillantes y sentí un repeluz en la es-palda al oir su voz sonando de color negro. Pe-se a todo, reí como los demás y estuve cantan-do canciones que asustan al mismo miedo, despiertan a los ángeles de la guarda y les avi-san de que a lo mejor necesitamos su ayuda.Después de mucho caminar, por fin llegamos a una casa que no era de chocolate, sino de ma-dera oscura. Allí estuvimos jugando hasta que anocheció y fue hora de volver al autobús. Lo pasé muy bien trepando a los árboles mientras mi amigo y yo gritábamos consignas secretas. Ha sido un día tan perfecto que hasta la seño

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parecía contenta, aunque vistiese de negro y llevase el pelo rizado y sucio. De vuelta a casa, Pablo y yo juramos enfrentarnos a los niños mayores cuando hablen mal de la maestra y digan cosas feas, como que se ha convertido en bruja porque el marido la ha abandonado o porque se le ha muerto un hijo.Como somos inseparables, esta mañana he esperado a Pablo para ir juntos al colegio; pero no ha llegado. Después, ya en el aula, la seño nos ha ido nombrando y preguntando qué nos gustó más de la excursión. Me ha parecido raro que saltase a Pablo, que es el tercero, porque se llama Álvarez de apellido, y también que nadie se lo recordase: siempre que alguien falta se levantan un montón de voces diciendo que no está, que por qué no está, que si sabe al-guien dónde está el que falta. También ha sido muy extraña la manera en que me han mirado los otros niños al contar lo bien que lo pasamos Pablo y yo cuando subimos a un árbol para ver un nido de pájaros. Algunos, incluso, se han reído mientras se llevaban el dedo índice a la sien.Pero lo verdaderamente terrorífico es lo que me ha pasado después. La seño me ha llamado a su mesa y con mucho misterio ha sacado una foto en la que mi amigo y yo estamos persi-guiéndonos. Mientras me la enseñaba me ha dicho que nadie se acuerda ya de Pablo, pero

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que ella sabe que mi amigo del alma regresó por la noche a la casita del bosque y que si sigo hablando de él a lo mejor yo también acabo allí. He aguantado una lágrima y me he vuelto al pupitre. La seño me mira todo el rato y yo me callo y trabajo, porque no quiero pasar toda mi vida en esa casita de madera oscura que hay al final del camino.

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ABRAZOS

Papa siempre está abrazando a mamá. Incluso cuando llega tarde del trabajo y trae agarrado en el pelo ese olor rancio, como de cerveza o pis de gato, lo primero que hace es buscarla y darle un enorme abrazo de oso. Mi amigo Fran se ríe mucho y me dice que sus padres no lo hacen. Cuando el suyo llega de madrugada prefiere acariciar a la madre en la mejilla y cuenta Fran que a ella debe darle mucha ver-güenza, porque el colorado no se le quita en varios días; pero que también le gusta, porque de vez en cuando se toca la cara con la mano y pone ojos de recuerdo. Mis papás sólo se abra-zan y no hay colores rojos en sus cuerpos ni caras de hacer memoria. Por eso me pongo un poco triste cuando los veo por la noche, rode-ándose con los brazos y diciéndose muy bajito en el oído que se quieren, sin caricias en las mejillas, como los padres de Fran.

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PARAÍSO PERDIDO

Ya no hay niños con cara tiznada como en las novelas de Dickens, sino diablos relucientes, malos como la hiel, limpios, retadores.

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CARBÓN

No creyó que se atrevieran; pero, vista la situa-ción, hizo lo más esperable. La madre murió resignada; con el padre tuvo que bregar algo más.

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EL REGRESO

Los niños-diablos siguen aquí, coloradotes, con los rabillos juguetones entrelazados y esos cu-chicheos con que traman maldades apenas imaginadas. Por la ventana del aula penetra la mañana que, poco a poco, se va adueñando de los rincones en sombra para mostrar el vario-pinto pelaje de quienes se mantienen a duras penas en sus posiciones. Necesito algo de ro-daje para que las palabras capaces de aman-sar a las fieras viajen fluidamente entre estas cuatro paredes. Busco aire en una imagen del exterior, algo amable que me nutra, y encuentro la silueta del viejo castaño de indias. Él siempre está allí, pase lo que pase, como un seguro al que abrazarse cuando el entorno parece anun-ciar solamente naufragio o abatimiento o has-tío.Con la espalda reposando sobre el tronco leño-so, la joven profesora que desde hace unos meses ha alegrado las aulas con su voz canta-rina y la dulzura de sus miradas parece repo-

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sar. Las ratas han mordisqueado su cuerpo hermoso y el color verde ceniciento se ha adueñado ya de lo que queda de sus mejillas. Alrededor del castaño y de su inquilina se reú-ne el aquelarre de las góticas, tan negras y tan iguales. Una de ellas, la que lleva la voz can-tante, blande una daga con la que practica una incisión en el pecho macilento de la mujer. Al parecer habían olvidado comer su corazón an-tes de las vacaciones. Por las prisas, ya se sa-be.Vuelvo la vista a mis alumnos y comienzo la lección mientras pienso que hay lugares en el mundo donde ahora es verano.

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CRECER

Hoy hemos salido al patio con los bolsillos bien cargados de kriptonita para que Superman se vuelva débil y no tenga fuerzas para castigar nuestras fechorías. Estas piedras que hemos conseguido casi por casualidad nos convierten en inmunes, así que todos los niños nos miran con respeto y cara de miedo. Ya no jugamos con nadie, sólo paseamos de aquí para allá, con caras muy serias, mirando con ferocidad a quienes se nos cruzan. A veces damos una co-lleja; otras robamos bocadillos, como hemos hecho esta mañana.

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DE LA CONDENA

"Con fatiga sacarás de él tu alimento todos los días de tu vida. Él te producirá cardos y

espinas y comerás la hierba del campo. Ganarás el pan con el sudor de tu frente,

hasta que vuelvas a la tierra, de donde fuis-te sacado."

Génesis.

El niño es de la piel del mismísimo diablo. Sal-ta, arroja juguetes por los aires, grita, pone los nervios de punta, en pocas palabras. Cuando ya no puedo soportarlo más, reúno determina-ción y lo hago desaparecer. Los pacientes que aguardan en la sala de espera inician tímidas protestas, más por sorpresa ante mi acción eje-cutiva que por verdadera indignación.Por la tarde me toca rendir cuentas al jefe de los negocios cerrados durante la jornada. Mien-tras espero que llegue mi turno, oigo golpes y jaleo dentro del despacho. "El jefe se ha traído

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hoy al niño", me informa el compañero que acaba de salir con gesto de resignación. Desde luego las condiciones de trabajo en este infier-no han empeorado dramáticamente en los últi-mos tiempos.

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RAMÓN

De tantas veces como habíamos jugado con Ramón a las escondidillas, teníamos ya una rutina muy bien desarrollada. En cada ocasión, alguien tenía que sacrificarse, ir a su casa y convencerlo de que viniese con nosotros. Era muy importante que su madre abriera la puerta, porque así la pobre le insistiría en salir a la ca-lle, que tomar algo de aire y de sol le venía muy bien. Con ese procedimiento casi siempre con-seguíamos que el niño abandonase su cueva y en el primer rellano de la escalera se dejase cubrir la cabeza con un saco. Sabía que si se negaba tendría que volver a casa y enfrentarse con la mirada de tristeza de su madre. Una vez tapada la cara, se le conducía hasta el des-campado de detrás de la iglesia, bien agarrado por el brazo para que no tropezase, porque en alguna ocasión le sucedió eso y el saco se le salió y nos arruinó el juego. Al llegar allí, lo sen-tábamos en una piedra grande que parecía un trono, lo rodeábamos dando gritos de emoción,

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temblando por anticipado con el susto que a buen seguro íbamos a recibir. Cuando conse-guíamos calmarnos, contábamos hasta tres y chillábamos al unísono las sílabas mágicas: '¡Cu-cú! ¡Cu-cú!'. En ese instante, Ramón grita-ba '¡Tas!', al tiempo que, con movimiento brus-co, descubría su rostro y nos miraba con ojos encendidos de ira. Aunque parezca imposible después de tantas veces repetido el juego, na-die podía evitar el grito, algunos a causa del terror imaginado que proyectaba su mirada, otros de puro asco al contemplar cómo se ha-bía corrompido la carne de sus mejillas o cómo había desaparecido parte de la nariz desde la última vez. Ramón era único jugando a las es-condidillas. Lamentablemente, murió muy jo-ven.

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CUMPLEAÑOS

Habitualmente comemos sano: ensalada de zanahorias, tomate y remolacha, por ejemplo; legumbres o pasta; pescados y carnes que aporten las proteínas necesarias, aunque en dosis moderadas; mucha fruta fresca y lácteos. La dieta que seguimos resulta a veces dema-siado rígida, pero solemos interrumpirla cuando es el cumpleaños de alguno de nosotros, por-que en esas ocasiones el homenajeado elige el menú del almuerzo. Hoy me toca escoger y les he sorprendido a todos al pedir setas gratina-das, de primer plato, un buen entrecot de terne-ra con guarnición de patatas y verduritas, de segundo, y, para terminar, tarta de manzana con mermelada. Aunque sé que se habrán sen-tido defraudados, este año he decidido demos-trar mi astucia: de madrugada, cuando la casa duerma, me acercaré sigiloso a la nevera para comer el bebé que trajo ayer mamá pensando en mi fiesta. No por ser el más pequeño van a aprovecharse siempre de mí.

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TAXONOMÍAS

Tiene ya doce años y todavía le gusta jugar con sus muñecos, manosearlos, formar alianzas entre ellos e inventarles historias. A veces son aventuras increíbles que erizan el vello de los brazos; en otras ocasiones, simples, aunque intensas, historias de amor. Pero en todos sus relatos figurados hay culpables y víctimas, ofendidos y malvados que no comprenden qué son ni por qué lo son. Sin duda, el momento más difícil del juego llega con la recogida. En un baulito que le regalaron por su último cum-pleaños guarda los muñecos con tara, aquellos que perdieron un ojo por mirar a quien no de-bían o los que añoran el brazo perdido en la agresión a la imponente rubia del Ferrari de color rosa. La envidia es mala consejera y los pobladores del baulito de la vergüenza han su-frido en sus carnes de plástico las consecuen-cias de dejarse llevar por ella. En medio de la cruel tarea taxonómica que obliga a la niña a revisar con detalle sus posesiones, una voz que asciende por la escaleras, poderosa y dulce a la vez, rompe el silencio del anochecer:

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- ¡Pandora! ¡Pandorita, niña, baja ya, que tienes la cena preparada!

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UNIDAD

Siempre nos ha gustado hacer cosas en fami-lia. Vemos películas mientras nos atiborramos de palomitas, jugamos con las muñecas o pa-samos las tardes de invierno en torno a un ta-blero de parchís. A veces salimos para perde-mos entre los vericuetos de la ciudad. Siempre juntos, mientras el tiempo no se nos ponga de cara y los vientos de la edad no decidan llevar cada barco por una derrota diferente.Sabemos que esta conjunción tiene fecha de caducidad. Sin embargo, no perdemos el tiem-po que nos queda en lamentarnos por algo ine-vitable. Simplemente  vivimos, sin excesos, sin querer apurar cada instante como si fuese el último. De esta manera, las actividades que acometemos no dejan en nuestro interior sen-sación de final. La costumbre nos hace estar seguros de que encontraremos algún otro mo-mento especial; aunque también asumimos que algún día no aparecerá ese instante. Cuando se de esa situación ya tendremos ocasión de

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valorar las alternativas y, llegado el caso, siem-pre podremos apelar al recuerdo.Esta noche nos espera uno de esos momentos especiales que hacen familia. Mi hija mayor ya tienen edad suficiente y lleva algunos meses entusiasmada con el momento de salir a cazar conmigo. Juntos esperaremos hasta que la luna llena reine en la noche y después saldremos a la calle. No iremos muy lejos, porque es su pri-mera vez. Hay una calle poco transitada a la espalda de nuestro bloque de pisos. Esperare-mos pacientemente y atacaremos a algún veci-no nocherniego. El primer aullido es inolvidable.

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MONSTRUOS

Hay dos tipos de monstruos en los relatos que figuran a continuación. Unos son los monstruos clásicos que todos conocemos, esos que han poblado las pesadillas de la humanidad durante siglos y de los que nos hemos vacunado con el paso de los años y el aumento del número de canas, que son -todo el mundo lo sabe- mucho más útiles que las estacas de madera para acabar con los vampiros. Otros, en cambio, son los monstruos del día a día, con los que nos cruzamos al salir al umbral de nuestras casas e intercambiamos frases de cortesía. No hay va-cuna para el horror producido por estos últimos y son los que protagonizarán las pesadillas de nuestra vejez.

UNA BALA

Me queda una bala. Solamente una. He decidi-do reservarla hasta el último momento y utilizar mientras tanto munición convencional, aunque sé que es inútil en estas circunstancias. El im-pacto de la posta de mi escopeta sobre el pe-cho de estas alimañas produce un terrible dolor a juzgar por los alaridos, pero no termina con sus vidas, simplemente retrasa lo que ya es inevitable.La manada me tiene cercado en este claro del bosque bañado por la luz suave y azulada de la luna invernal. Las fieras avanzan lentamente, cerrando el círculo con prevención. Están tan próximas ya que puedo ver los hilos de saliva que penden de sus belfos, las encías encarna-das que brillan con breves destellos y el blanco sucio de sangre antigua en sus colmillos. Dis-paro sobre ellas una y otra vez. Cargo y vuelvo a hacerlo. ¡Qué absurdo baile de cuerpos!

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Me queda una sola bala en el tambor del revól-ver y creo que ya ha llegado su turno en esta trágica farsa. Deposito con movimientos medi-dos la escopeta sobre el suelo. No quiero hacer ningún gesto brusco que lance la violencia final del ataque. Con la misma parsimonia desen-fundo el arma corta, introduzco el cañón en mi boca y acaricio el gatillo. Presiono y me parece sentir cómo la pequeña pieza de plata inicia su tarea destructora. La muerte es instantánea; sin embargo, aún tengo tiempo para arrepentirme de haber retado al líder de la jauría, mi padre.

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CARGA DE TRABAJO

En el hospital de Cluj-Napoca, adscrito a la Fa-cultad de Medicina y Farmacia Iuliu Hatieganu, en Transilvania, las semanas de plenilunio son especialmente agotadoras. Los aquejados de porfiria ven reducido en estas fechas su prota-gonismo nocturno y miran recelosos las muta-ciones de quienes padecen teriomorfismo. El jefe de la guardia médica se prepara para unas intensas noches de aullidos, rechinar de dien-tes, ojos vidriosos en la oscuridad y lamentos de toda índole. Durante el turno matinal, el per-sonal de servicios no da abasto con la limpieza de los sillones de la sala de espera, sucios de babas, semen y pelos de lobo.

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CUARTO CRECIENTE

La esposa del licántropo sonríe en silencio mientras sus amigas de bridge se quejan del desapego de sus maridos. Ella tiene la certeza secreta de disfrutar cada veintiocho días de una noche de sudores, placer y bestialismo. Con el discurrir de las fases lunares ha aprendido a interpretar y comprender el brillo en los ojos de los zoófilos. Eso es tolerancia, se dice al tiempo que siente cómo el tuétano de sus huesos se hace espuma. Gana una baza de corazones, mira a través de la ventana y muerde con sua-vidad su labio inferior al contemplar el cuarto creciente.

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CONFUSIÓN

“Ajo, idiota. Es ajo”, pensaba al apartar con la mano izquierda una rama de laurel que dormía el sueño de los justos sobre la almohada. La sangre de aquel ignorante no desmerecía en cantidad y calidad la del catedrático de Literatu-ra comparada que había degustado la semana anterior, no señor.

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CLÁUSULAS ABUSIVAS

El problema de los pactos con el Diablo reside en la significación profunda de los términos del contrato, que ha de quedar clarísima desde el principio. Por ejemplo, si se entrega el alma a cambio de la juventud, un clásico entre los clá-sicos, el firmante debe asumir que abandonará el mundo sensible mediante muerte violenta, accidente o similar, renunciando de manera tácita a la posibilidad de un deceso plácido y pleno en la vejez. De este modo, quien suscribe el pacto se garantiza en un alto porcentaje el sufrimiento propio, por no hablar del dolor in-consolable que a buen seguro provocará en los deudos. Esta consecuencia, sin duda no de-seada por el peticionario, debe tenerse muy en cuenta, pues una cosa es el legítimo deseo de preservar la apostura juvenil y otra bien distinta joderle la vida a aquellos con quienes se coha-bita y que, incluso, podrían haber llegado a amarle.

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Claro que también es posible que el solicitante se haya visto engañado por la brillantez enga-ñadora de la palabra 'juventud' allí escrita, cuando en realidad su deseo estaba orientado hacia la simple inmortalidad. En esa hipotética situación, el peticionario anda ingenuamente descaminado, porque ya se sabe que nadie da duros a cuatro pesetas y que algo querrá ganar el Maligno con el negocio. Téngase esto último muy en cuenta en el caso de que se opte por un simple pacto de inmortalidad.

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HABITACIÓN SELLADA

Hubo que reventar la puerta con un ariete. Además de la sólida cerradura, el pomo estaba bien trabado con una silla. La habitación a la que daba acceso no tenía ventanas y sus pare-des estaban reforzadas con hormigón. Era un auténtico búnquer, un refugio especialmente diseñado para que el propietario de la mansión pudiera guarecerse en caso de asalto.En el justo centro se encontraba el cuerpo, mal-tratado con saña y con la cabeza limpiamente seccionada. Los ojos bien abiertos.No había nada más en la dependencia, salvo un teléfono que pendía desmayado en la pared. La voz dialogante que surgía del auricular des-colgado no dejaba la menor duda de que el asesino continuaba aún en la sala.

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DEBATE DE IDEAS

“No soy yo, es mi ADN”, susurraba el joven Jack al acariciar su cuello con la hoja de afeitar. “Te escudas en la herencia genética para no afrontar el horror de que tus actos no sean más que el fruto de una decisión libre y personal”, le contestó entre estertores la víctima, lector com-pulsivo de Agustín de Hipona y Tomás de Aqui-no. El eco de la voz rota del viejo pedante y el borbotear de la sangre -su vivo color- hicieron dudar un instante al muchacho mientras ama-necía en Whitechapel.

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ARKHAM

En el asilo de Arkham está recluida toda la lo-cura que amenaza la existencia. Joker y el viejo Jack son las rutilantes estrellas en el firmamen-to de la maldad. Su protagonismo sólo es dis-cutido, en ocasiones, por la frialdad moral de un Raskolnikov que huyó de las ensoñaciones de Dostoievski antes de que el atormentado ruso pudiese enderezarle por el camino de la reden-ción. En ese mismo lugar donde los gritos y el acero de las miradas perversas emponzoñan el ambiente; allí, en una apartada celda, Sansón Carrasco golpea sin cesar su cabeza contra las paredes acolchadas. La culpa lo atormenta, porque no llega a comprender cómo se atrevió a derribar a aquel hombre bueno en las playas de Barcelona.

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DEL LIBRO DE LOS GUSTOS

Le gusta quemar palabras e ideas en la estufa del salón, verlas crepitar. Mejor si vienen acom-pañadas del cerebro que las produce.

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DETALLES

El viejo Jack es un sentimental. Por eso se viste con una flor y una sonrisa cuando pasea en las frías noches de febrero, en Whitechapel.

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CELOS

Su esposa desprendía esa noche un aroma más acre, diferente. La asfixió antes de saber que se había agotado su marca de cigarrillos.

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ASFALTO

Beberte el asfalto no entraba en lo pactado. Te lo dije un día hace ya mucho, mucho tiempo, pero no quisiste escucharme; todo te parecía una bobada, precauciones propias de menteca-tos sin sangre en las venas. No lo habíamos pactado, no habíamos hablado de que acaba-ras vomitando petróleo.Acelero. A tope. Me gusta ver la línea disconti-nua transformarse en una estela blanca y cómo el coche parece engullir el firme a grandes tra-gos. La aguja del velocímetro ya debe estar medio loca: acelero, freno, vuelvo a apretar. Adentro y afuera, como si me la follara, como si me follara esta carretera de mierda que me conduce a la ciudad.Habíamos pensado en otras situaciones: la ve-jez, los hijos que nos abandonan en un asilo -¿ya no te acuerdas?-. Me decías que nos cui-daríamos uno al otro, que éramos inseparables.

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No habíamos pensado en tu cara arrastrada por el pavimento.Tocar la palanca, apretarla como si estuviera exprimiendo un limón, sacarle su jugo una y otra vez. Y el coche que salta, se queja, ronca porque lo llevo al límite, porque lo hago sufrir en este atardecer de medias luces y formas difusas.No nos habíamos dicho nada del estruendo, ni del pecho abierto en canal atravesado por la barrera. De eso no habíamos hablado, no, no lo habíamos hecho.

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CURIOSIDAD

-No es amor, sólo curiosidad -dijo él.Silencio. Después, estrépito de sueños rotos.-Sólo curiosidad.Se cruzaron las miradas y, pese a lo que cabría esperar, sus labios rozaron las mejillas del hombre mientras las manos acariciaban su cue-llo en un gesto de comienzo que era, a la vez, ceremonia de despedida.Ella era una diosa y él un canalla.

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EDUCACIÓN PARENTAL

He decidido que mis hijas, las tres, sean escri-toras, como las Brönte o los Goytisolo. El obje-tivo se antoja difícil, porque las distracciones y falta de constancia son terribles enemigos que pueden dar al traste con el proyecto si no se actúa con firmeza. Por ese motivo, desde muy pequeñas he ido sembrando en ellas la semilla de la creatividad con sentido. A veces ha sido duro para las pequeñas y también para mí, qué duda cabe. En esas ocasiones puntuales tuve que ser drástico y encadenarlas por separado para impedir que perdiesen el tiempo jugando con muñecas. Poco a poco fueron compren-diendo que su mundo debía reducirse al espa-cio de la biblioteca familiar, donde disponían de entera libertad y saltaban en jugueteo caótico e infantil de Goethe a Homero, de Montaigne a Camus.Los primeros pasos por los senderos de la poe-sía, no obstante, fueron especialmente compli-cados. La blandura de mi sistema pedagógico

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posibilitó que llegase a sus inocentes manos algún libro de Gloria Fuertes. Fue un error que subsané con celeridad: estuvieron tres noches seguidas sin dormir mientras sonaba en su ha-bitación un disco compacto en el que había grabado algunos versos de Keats, Álvaro de Campos, Mallarmé y el último Juan Ramón. La situación se recondujo por sí sola.La mayor de las tres está ya entrando en la adolescencia y con su evoución psicológica he debido asumir también un cambio de orienta-ción en el acercamiento literario. Quiero que ahora sea más práctico y que sienta como sin-tieron los más grandes. He detectado que la niña-mujer manifiesta cierta inclinación hacia la lírica, así que vamos a comenzar esta nueva línea de trabajo siguiendo la estela de Bauda-laire. Esta noche se inyectará su primera dosis de heroína. No he podido encontrar absenta. Ya veremos cómo resulta.

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MEMORIA GENÉTICA

El hombre malo que en el parque espanta las palomas y traba los pies de los niños que jue-gan a policías y ladrones murió hará dos no-ches. Su comportamiento sociopático se expli-ca más claramente después de leer el informe del genetista: había sido, por este orden, sátra-pa, burgrave de Nuremberg, inquisidor, oficial de La Bounty, coronel británico de fuerzas ex-pedicionarias y economista.

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PROHIBICIONES O LOS LÍMITES DE LA PACIENCIA

Primero prohibieron fumar en lugares públicos y comprendió la medida, ya que nadie tenía por qué compartir su gusto por las volutas de humo y sus cautivadoras caricias.Se refugió en la casa.Las repetidas campañas institucionales que hablaban de los peligros del sedentarismo hi-cieron, no obstante, que naciera en su interior un lacerente sentimiento de culpabilidad cada vez que el anochecer le sorprendía después de toda una tarde arrojado en el sofá de su casa.Se echó a la calle.Ahora que por fin ha encontrado una actividad que le obliga a moverse y también a olvidarse de la necesidad del pitillo se encuentra con la novedad de que multarán a quienes se atrevan a alimentar animales en la vía pública.“¿Qué será lo próximo?”, se pregunta mientras acaricia la cabeza del niño pobre al que cada

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tarde lleva una palmera de chocolate a la puerta del supermercado.

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PEQUEÑAS TRAICIONES

A todos nos resultó extraña su actitud en aquel día. Era siempre un hombre comedido, de voz tranquila y ademanes matemáticamente calcu-lados, perseguidor de un ideal de vida pacífico y respetuoso. Recuerdo algunas conversacio-nes en las que casi siempre se situaba en la defensa de que vivir ya es bastante complicado como para aliñar la existencia con odios, pala-bras gruesas y polémicas estériles. Si habitá-semos un mundo mejor, sin duda este hombre tranquilo discurriría envuelto en el anonimato por el camino de la santidad.Estos rasgos que adornaban su carácter hacen difícil comprender la explosión de rabia que lo llevó a empuñar la pequeña hoz con que entre-tenía los tiempos de asueto. Su primera víctima fue un chaval, personajillo a todas luces sospe-choso, que entre bromas y picardías había arrancado una breve rama de naranjo cuajadita de azahar. Lo terrible no es que lo degollara, sino que ocultase el cadáver en el pudridero de

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compost del que extraía el material orgánico para abonar las plantas. Al conocer la historia, la verdad, perdimos el gusto por la exquisita mermelada que las monjitas de un beaterio cercano fabricaban con nuestras naranjas. Bien es verdad que después hubo otras víctimas de su cólera desbocada, pero ninguna de ellas alteró tanto nuestras vidas como esa primera. Personalmente, creo que nunca podré perdo-nárselo.

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UNO Y TRINO

Después de perseguir con fiereza, torturar y, al fin, matar en nombre de Dios a quienes renie-gan de su nombre verdadero, he alcanzado la salvación. Al entrar en el Paraíso de la beatitud encuentro que también han llegado hasta allí aquellos a los que he hostigado, martirizado y ajusticiado por herejía declarada, heterodoxia o desviación. Según parece tanto unos como otros compartimos el mismo Dios. Y aún habrá quien me culpe y ensucie mi nombre por no ser capaz de discernir cuál es la senda adecuada en el laberinto de los designios del Creador.

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OJO POR OJO

“En el mundo, cada generación no tiene menos de 36 personas justas sobre las cua-

les la divina Presencia reposa.”Talmud.

Harto de que el resto de la humanidad abuse de su bondad, justicia y paciencia, el trigésimo sexto justo ha dado, de manera consciente y meditada, una mala contestación a la joven ca-jera del supermercado. Inmediatamente, Dios ha apagado el Sol. La vida en la Tierra toca a su fin. El que fue hasta hace un instante un jus-to de Israel sonríe.

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EL JUEGO DE LAS SILLAS

Suena la música y todos en danza, moviéndo-nos sin parar al ritmo de la melodía. Unas ve-ces es lenta y nos bamboleamos suavemente a su compás; otras, en cambio, es feroz y rabio-sa, incisiva como las descargas de la picana. Pero en ningún caso el furor de la armonía de-be hacernos perder la referencia de las sillas. Es determinante. Mientras tanto, los guardias, con el fusil amartillado y ajenos a la diversión del momento, esperan su turno, aquí, en Auschwitz.

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MEDIDAS DESESPERADAS

El tramoyista sentía una debilidad inconfesada: amaba las palabras con pasión desmedida. Gustaba de paladearlas con lentitud casi lasci-va, segmentarlas y tragarlas muy despacito, a pequeños tragos que le sabían a ambrosía. Como el mejor de los amantes, hecho un Píra-mo o un Leandro mismo, sería capaz de aco-meter cualquier acción descabellada por salva-guardar su tan especial relación: atravesar desnudo la Plaza Mayor, escalar descalzo la Peña de Francia, exponerse a la burla pública de los ignorantes o, quizás, cambiar por recios y cortantes aceros toledanos las hojas de las armas falsas que habrían de usarse en el últi-mo acto de Hamlet. No estaba dispuesto a que esa compañía de aficionados prostituyese ni una vez más de lo estrictamente necesario el verbo del divino William.

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VENGANZA

La odiaba desde que el agua de las macetas manchó la ropa blanca. En el bullicio del primer día de rebajas le puso la zancadilla.

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SOLUCIONES SIMPLES

Nunca me he sentido capacitado para gestionar como se debe el funcionamiento y la organiza-ción doméstica. Esa es la razón por la que a lo largo de los años he recurrido a todo tipo de estrategias, subterfugios y demás argucias del intelecto perezoso que, en la mayoría de las ocasiones, no han hecho más que retrasar la inevitabilidad de una sesión sabatina de plan-cha o causar el sufrimiento innecesario de unos intestinos ya de por sí delicados.Mi actitud -y por qué no decirlo, aptitud tam-bién- me determinó hace ya algún tiempo a buscar soluciones drásticas a una situación personal comprometedora. Sumergido como estaba en un mar de papeles, fui a dar con las instrucciones aportadas por Paracelso y creé un ridículo homúnculo de no más de treinta centímetros. El pobre se esforzaba cuanto po-día, pero su escaso tamaño y lo limitado de su pensamiento racional entorpecía la productivi-dad.

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Demostrado el fracaso de este primer intento, me lancé de cabeza a la senda que en su día marcó el rabino Löw. El golem que fabriqué con arcilla me quedó muy bonito y de buen tamaño. Era obediente y capaz, pero aburrido y bastan-te estúpido. No tenía ni una pizca de conversa-ción y entre mis necesidades no solamente se cuenta la fuerza de trabajo, sino también ese plus añadido que da la compañía y el enrique-cimiento mutuo que nace del contacto humano. Lo rompí en mil pedazos un día en que se ne-gó, quizás por desconocimiento de la materia, a continuar las impresiones que le había manifes-tado sobre la derrota napoleónica y su respon-sabilidad en el retraso que la idea de igualdad había sufrido en Europa Central. Con la arcilla de su cuerpo fabriqué ceniceros y algún jarrón con que decorar la sobriedad del salón-come-dor. Aunque no venga al hilo de la historia, quiero dejar constancia de que algo del desdi-chado golem sigue conmigo, pues su cabeza, salvada milagrosamente del ataque de justa ira, forma un hermoso conjunto decorativo sobre la repisa de la chimenea. Con los años he apren-dido a apreciarla en lo que vale, así como a aceptar la capacidad que atesora de atraer la atención de las visitas con ese movimiento tan natural de ojos y párpados que ha conservado.Tras el fallido intento del golem barajé la posibi-lidad de emular al mismo Dios y dotar de vida la carne muerta, aunque deseché pronto la idea

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por no poner perdido el garaje donde entreten-go mis veleidades de bricolagista. También, si he de ser sincero, contribuyó a la desestima-ción de la medida una cuestión de pura pereza. De haberlo creado me hubiese visto enfrascado en un penoso proceso educativo sin garantías de éxito final y los tiempos que corren no están como para dilapidar energías en actuaciones que se saben condenadas al fracaso.No hace mucho he encontrado el camino defini-tivo para la solución de mis problemas domésti-cos. He esclavizado a un inmigrante perfecta-mente ilegal. Hace el trabajo que se le enco-mienda sin queja, conversa, está dotado de un hermoso cuerpo que gusta observar en las frías noches invernales y ante los vecinos queda de lo más chic. Le he llamado Stico, como en la película de Jaime de Armiñán. Tiene, también, un muy relevante don de lenguas y creo que un doctorado.

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DOS HISTORIAS DE RUTINAS

Ciclo

Se rapó al cero, cogió su fusil, sembró de ca-dáveres las trincheras de Verdún, cogió frío ese invierno, volvió a la barbería, se rapó al cero.

Sistemático

Cada mañana tomaba su temperatura basal. La violaba al volver del trabajo. Sin embargo, el hijo del amor no llegaba.

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DOS HISTORIAS DE PELUQUERÍAS

El momento preciso

"Descargado por arriba, cuello recto, patillas finitas y no se te olvide marcar la perilla." Al ins-tante fue degollado. Hay días que no se está para tonterías.

Sospechas fundadas

Tenía la mirada perdida y un extraño brillo entre los dientes. Los labios temblaban de ira. ¿Có-mo será el afeitado?, fue lo último que oyó.

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PULSIÓN

Fruto de una pulsión difícilmente explicable, la lengua del cirujano se desliza por la hoja del bisturí recién empleado.

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SUPERWOMAN

Es una mujer tan ocupada que no puede perder el tiempo con la logística cotidiana. Por eso, al filo del mediodía, se acerca un momento al su-permercado, observa si hay algún carrito aban-donado que contenga lo indispensable y se lo apropia. A diferencia de otros días, hoy se es-tremecen sus entrañas al descubrir uno con productos de limpieza, legumbres, cortes de carne, verdura, fruta y un precioso bebé dormi-do. Agazapada entre los expositores de verdu-ras, espera el instante preciso, se lanza por el carro y pasa por caja. Se le hace tarde: todavía ha de terminar las tareas domésticas y estar de vuelta en la oficina antes de las cinco.

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CREACIÓN

Hoy la he visto tras la cristalera del café donde pasábamos las tardes de invierno. ¡Estaba tan hermosa! Un punto de palidez resaltaba su hermoso mirar, enmarcado por la cicatriz que desciende sinuosa hasta el mentón. El conjunto resultaba de una belleza terrible, gótica incluso, y yo me he sentido autor al contemplarlo.

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MEMORIAS DE DÍAS EXTRAÑOS

Podrá el lector acercarse en estas páginas a las Memorias de días extraños del gentilhombre francés Jean-Cristophe de la Villebaune a tra-vés de cuatro breves fragmentos. Hemos se-leccionados estos textos porque reflejan el tono general de la obra -inédita por el momento- al situarnos en un marco temporal que se inicia en los tiempos del terror revolucionario francés y nos conduce hasta el Segundo Imperio. Nota característica de los segmentos seleccionados es la presencia de un cierto toque fantástico que el caballero francés se empeña en presen-tar como habitual, sin incidir en exceso en lo sorprendente de los mismos.Desde el punto de vista de la posición ideológi-ca o política del autor, debe indicarse que, aun-que está documentada la afección del gentil-hombre a la explosión revolucionaria de 1789, sus Memorias  parecen indicar una inclinación hacia las posiciones de orden. Este hecho se manifiesta en el recuerdo nostálgico de unas formas de vida perdidas y en el canto a la épica de los tiempos napoleónicos. Quizás su postura moderada se deba a la fecha de composición de la obra, ya en la ancianidad de La Villebau-ne.

Nota del editor.

PARÍS SIEMPRE ES UNA FIESTA

Sus miradas se habían cruzado innumerables veces, aunque siempre con idéntico resultado. En los jardines, en la sala de música, entre las bestias que aguardaban en las caballerizas el tiempo del galope libre, la indiferencia azul de la hermosa mujer hería con crueldad el corazón palpitante del muchacho. Tal sufrimiento silen-cioso encontró su final una nubosa mañana de febrero. Entre el gentío arremolinado en la Pla-za de la Revolución -hoy de la Concordia-, el oído atento podía aislar del bullicio el silbido de la cuchilla que corta el aire y las esperanzas de una clase condenada al olvido. Allí, entre cuer-pos entusiasmados por el delirio sangriento, el mozo de cuadras alcanzó a ver el casi imper-ceptible guiño pícaro que le dirigió su bien amada marquesa antes de que la cabeza ate-rrizase en el cesto. El amor, potencia cósmica que no entiende de clases sociales, había en-contrado una vez más el camino que comunica dos almas condenadas a encontrarse.

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EL SALONCITO AZUL

Tras arrollar con ímpetu indomable al criado de puerta, la salvaje horda fue recibida por la mar-quesa de Lisette en la antesala del palacio. La sola presencia de su distinguido porte fue ca-paz de apagar los gritos reivindicativos y difu-minar la desesperación que causara el asalto. Con el te y las pastas que esperaban en el ga-binete de verano la turbamulta no pudo sino rendirse ante la elegancia en el trato, delicade-za y saber estar de la dueña de la mansión. Todavía hoy se oyen las voces que en amigable conversación intercambian cumplidos, comen-tarios sobre los estrenos teatrales de la tempo-rada y tímidas referencias a esa chusma iletra-da que cree poder acabar con el orden natural de las cosas. La marquesa, su figura siluetea-da, se adivina tras los visillos de la gran crista-lera que da al jardín. Ella, como siempre, sigue reinando en el saloncito azul, rodeada de caba-lleros vestidos de marrón y gris oscuro que por-tan en sus pechos una escarapela tricolor.

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LA GRANDE ARMÉE

Una vecina del faubourg de Saint Antoine en-contró su cadáver a primeras horas de un frío amanecer de marzo. El cuerpo estaba cosido por cicatrices de origen incierto que dibujaban una historia desconocida, sin duda terrible, qui-zás heroica. Nada en él ni en las escasas po-sesiones que lo acompañaban permitía esta-blecer la filiación del difunto, de modo que tras la lógica sorpresa por tan siniestro descubri-miento, la mujer no consideró un acto inmoral apropiarse de la botonadura de plata que al-bergaba uno de los bolsillos del difunto y siguió con la rutina cotidiana tras informar del descu-brimiento a la autoridad competente. El cuerpo fue trasladado al depósito de cadáveres de la beneficiencia en espera del definitivo viaje al cementerio de Pere Lachaise.Alguien muy cercano a los acontecimientos me ha asegurado que al cabo de unos pocos días la mujer recibió la visita del viejo difunto. Al pa-recer, con gran enojo en el semblante exigió a

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la vecina la devolución de la botonadura y abandonó después la casucha maloliente. Cuenta mi confidente que los gritos de horror de la mujer fueron tales que algunos hombres saltaron a la calle armados con maderos y otras armas, que rodearon al viejo, ya con evidentes signos de descomposición, y se arrojaron sobre él. Pero aquel no era ya un cuerpo vivo, sino una imagen desvaída por el tiempo que los ins-trumentos punzantes atravesaban sin dañar. Solamente los dotados de mayor valor y pre-sencia de ánimo fueron capaces de seguir al aparecido en un largo peregrinar que les llevó hasta el Hospital de los Inválidos. Dicen que ante la puerta que da acceso al patio de armas el fantasma abrió el saquito donde llevaba los botones y los esparció sobre la palma abierta de su mano. A la luz de la luna el grupo de ciu-dadanos pudo apreciar con claridad meridiana el fulgor del águila imperial grabada en los mismos y cómo el cuerpo putrefacto traspasaba la recia puerta. Al instante, un grito sobrenatural de júbilo viajó por la noche de París: poco a poco, los compañeros de armas, gentes co-rrientes que protagonizaron el mayor cambio de estado conocido, volvían a encontrarse. Tan sólo faltaban unos meses para que la fragata Belle Poule trajese de regreso el cuerpo del Emperador.

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CRÓNICAS DE SOCIEDAD

Las veladas líricas de la duquesa de Clignante-rre se han convertido en los últimos años en un fenómeno social parisino. A ellas asisten, casi como a una ceremonia secreta, poetas y no-bles, soldados y banqueros. Las convocatorias resultan de lo más misterioso, pues los invita-dos encuentran al despertar un sobre color marfil sobre la almohada y en su interior una nota deliciosamente caligrafiada por la mano de la propia duquesa. El aroma que desprende el papel impregnado en agua de magnolias -el olor que emana de tan singular señora- se afe-rra a los sentidos y permanece latente entre los pliegues corporales hasta el mismo instante en que la velada termina con el recitado de un poema compuesto ex profeso por la anfitriona.Se cuenta que la percepción de la realidad cambia dramáticamente desde que la invitación es recibida hasta el fin del acto cultural. Una tonalidad azulada, fría, quizás, aunque de indu-dable elegancia, domina en objetos, vestidos y

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rostros. “Somos seres transformados por la gracia concedida”, me han susurrado innume-rables veces quienes tuvieron la fortuna de ser invitados a alguna de estas reuniones. “Por el poder de la palabra, las pequeñeces del mundo sensible son dinamitadas -comentó un antiguo oficial de La Grande Armee, veterano de Smo-lensko-. Los primeros lectores, gente descono-cida en el gran mundo parisino, son la van-guardia que abre brecha en las defensas prag-máticas con que todos nos protegemos. Tras ellos llegará el núcleo del ejército lírico para derrotarnos y, al fin, la voz melodiosa de la Clignanterre tomará posesión del campo del honor. ¡Bendita derrota!”. Todos los testimonios coinciden en que las veladas suponen un ver-dadero renacimiento, una suerte de epifanía de la que beber en días subsiguientes: abandonan el palacio transformados y plenos quienes lle-garon envueltos en rutina y alienante laboriosi-dad.De la duquesa se sabe poco. No se prodiga en actos sociales ni pasea a caballo o en carruaje por los nuevos bulevares con que el Emperador ha embellecido la ciudad. Jamás se la ha visto en la ópera y de su aspecto físico solamente se destaca la dominante azulada. Ni siquiera aquellos que han asistido a más de una velada son capaces de describir los rasgos que con-forman el rostro de tan singular señora. Sim-plemente aluden de manera vaga a su altísima

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belleza, a lo incomparable de su mirada y al terciopelo de una voz que rinde a quien la oye. Y al aroma, por supuesto, esa fragancia de pu-rísima magnolia que envuelve la existencia de los pocos afortunados. Resulta tan misteriosa la anfitriona que muchos redactores de gaceta han intentado reconstruir con los retazos de información conocida la biografía de la dama. Sin embargo, por extraño que parezca, les ha sido imposible engarzar más de un dato en un texto coherente. “Llega un momento -me co-mentaba un viejo conocido- en que es imposi-ble enlazar una palabra más. En ese instante, como suele ser habitual, se vuelve a las pági-nas precedentes para releer lo escrito; pero un vacío inesperado invade el corazón y todo pier-de sentido. La única solución es arrojar los pa-peles a la chimenea”. Me consta que las pala-bras de este gran amigo podrían ser corrobora-das por tantos como han intentado similar em-presa, de modo que el resultado de tan sor-prendentes circunstancias es un manto de ano-nimato y vaguedad sobre la personalidad de la anfitriona parisina más admirada del momento.Posiblemente porque el destino de estas Me-morias no sea la publicación, sino, más bien, poner en orden un entorno complejo y a menu-do incomprensible, mi tarea de reconstrucción ha podido llegar algo más lejos. Aun asumiendo que nada concreto puedo aportar sobre el per-sonaje, he conseguido rescatar un dato rele-

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vante que pudiera arrojar algo de luz. En los archivos de la Conciergerie es posible consultar el listado de personas ajusticiadas en los tiem-pos del Terror. Buscaba no hace mucho algo de información para un proyecto que llevo décadas retrasando cuando el puro azar colocó ante mis ojos el nombre de Clignanterre. La duquesa, último miembro de su estirpe, sin descenden-cia, como pude comprobar más tarde, fue con-ducida a la guillotina en la mañana del 24 de enero de 1794. Tenía veintisiete años y, según se afirma en una nota crítica publicada en Le Père Duchesne, “quiso caminar hacia el cadal-so vestida de azul, como si la muerte entendie-se algo de simbologías cromáticas, de azul borbónico o de flores de lis”.Han transcurrido casi setenta y cinco años des-de entonces, y la razón dicta que la Clignante-rre de las famosas veladas de hoy no puede tener relación con aquella que afrontó su hora decisiva envuelta en color azul. No obstante, es absolutamente cierto que la estirpe y el título murieron aquella gélida mañana de invierno y que ninguna referencia posterior a dicho nom-bre puede encontrarse. Se hace evidente, pues, la impostura de quien hoy quiere capita-near la vida social parisina cultivando el miste-rio sobre su persona para ocultar así su menti-ra. Sin embargo, hay en todo cuanto rodea al personaje un halo de misterio que impide con-formarse con una explicación tan simple, racio-

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nal y pragmática. La insistencia de quienes han mantenido algún contacto con la señora en la dominante azul, en el repentino olvido de su rostro o en la fragancia de magnolias no hace sino enviarnos a un pasado ya lejano que no parece haber muerto completamente.

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