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I Había corrido la especie de que en el male- cón había aparecido un personaje nuevo: una dama con un perrito. Dmitri Dmítrich Gúrov,que llevaba ya dos semanas en Yalta y había adquirido las costumbres del lugar, también había empezado a interesarse por las caras nuevas. Sentado en la terraza del Vernet,vio pasar por el malecón a una joven dama, rubia y de pequeña talla, tocada con una boina; tras ella correteaba un lulú blan- co de Pomesania. Más tarde se la encontró varias veces en los jardines de la ciudad y en la glorieta. Paseaba sola, siempre con la misma boina y 7

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Había corrido la especie de que en el male-cón había aparecido un personaje nuevo:una dama con un perrito. Dmitri DmítrichGúrov, que llevaba ya dos semanas en Yalta yhabía adquirido las costumbres del lugar,también había empezado a interesarse porlas caras nuevas. Sentado en la terraza delVernet, vio pasar por el malecón a una jovendama, rubia y de pequeña talla, tocada conuna boina; tras ella correteaba un lulú blan-co de Pomesania.

Más tarde se la encontró varias veces enlos jardines de la ciudad y en la glorieta.Paseaba sola, siempre con la misma boina y

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su lulú blanco; nadie sabía quién era y la lla-maban simplemente así: la dama del perrito.

«Si está aquí sin su marido y sin amigos—se decía Gúrov—, no estaría mal trabarconocimiento con ella.»

Aún no había cumplido los cuarenta,pero ya tenía una hija de doce años y doshijos que iban al instituto. Se había casadojoven, siendo estudiante de segundo curso, yahora su esposa parecía mucho mayor queél. Era una mujer alta, con las cejas oscuras,envarada, grave, con aire de importancia y,como ella misma decía, intelectual. Leíamucho, utilizaba la nueva ortografía en sucorrespondencia, llamaba a su maridoDimitri, en lugar de Dmitri; en su fuerointerno él la consideraba limitada, mezqui-na y vulgar; le tenía miedo y no le gustabaestar en casa. La engañaba desde hacíatiempo y con harta frecuencia; probable-mente por eso casi siempre hablaba mal delas mujeres y, cuando en su presencia se

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hacia algún comentario sobre ellas, excla-maba:

—¡Esa raza inferior! Consideraba que su amarga experiencia

le había instruido lo bastante para llamarlaslo que se le antojara; sin embargo, no habríapodido vivir dos días sin esa «raza inferior».En compañía de los hombres se aburría, seencontraba a disgusto, se mostraba taciturnoy frío; pero entre mujeres se sentía libre,sabía de qué hablar con ellas y cómo com-portarse; en su compañía le resultaba gratohasta guardar silencio. En su aspecto, en sucarácter, en toda su persona había algoseductor e inefable que predisponía a lasmujeres en su favor y las atraía; él lo sabía ya su vez se sentía arrastrado hacia ellas poruna fuerza desconocida.

Su experiencia, copiosa y en verdadamarga, le había enseñado desde hacía tiempoque, si en un principio toda relación aportaa la vida una agradable variedad y se presen-

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ta como una aventura maravillosa y sincomplicaciones, en el caso de un hombrerespetable, sobre todo si se trata de un mos-covita vacilante e indeciso, termina convir-tiéndose siempre en un auténtico problema,sumamente complejo, que acaba desembo-cando en una situación desagradable. Perocada vez que conocía a una mujer atractiva,esa experiencia parecía borrarse de sumemoria y, arrebatado por un ansia de vivir,todo se le antojaba sencillo y divertido.

Es el caso que un día estaba almorzandoen el jardín a la caída de la tarde, cuando ladama de la boina se acercó con pasos lentos ala mesa contigua. Su expresión, sus andares, suvestido y su peinado le decían que pertenecíaa la buena sociedad,que estaba casada, que erala primera vez que iba a Yalta, que estaba solay que se aburría... En los rumores que corrensobre las licenciosas costumbres de Yalta haymuy poco de cierto; él los despreciaba, puessabía que en su mayor parte eran difundidos

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por personas que habrían pecado de buenagana si hubieran podido; pero, cuando ladama se sentó a la mesa contigua, a tres pasosde él, le vinieron a la memoria todos esosrelatos de conquistas fáciles y excursiones a lasmontañas, y el pensamiento tentador de unarelación breve y pasajera, de un romance conuna mujer desconocida, de la que no se sabeni el nombre ni el apellido, se apoderó depronto de él.

Llamó al lulú con zalamerías y, cuandose le acercó, le amenazó con el dedo. Elperro gruñó y Gúrov volvió a amenazarle.

La dama le miró y al punto bajó losojos.

—No muerde —dijo, ruborizándose.—¿Le puedo dar un hueso? —y cuan-

do ella asintió con la cabeza, le preguntó conafabilidad—: ¿Lleva mucho tiempo en Yalta?

—Unos cinco días.—Yo llegué hace dos semanas.Durante un rato guardaron silencio.

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—El tiempo pasa deprisa y, sin embar-go, ¡hay que ver cómo se aburre una aquí!—dijo ella, sin mirarlo.

—La gente se ha acostumbrado a decirque se aburre aquí. Un habitante de Beliovo Zhizhdra no se aburre en su casa, peroviene aquí y dice: «¡Ah, qué aburrimiento!¡Ah, qué polvo!». Ni que viniera deGranada.

Ella se echó a reír. Luego los dossiguieron comiendo en silencio, como des-conocidos; pero después del almuerzo semarcharon juntos e iniciaron una conversa-ción chispeante y ligera, típica de personaslibres y satisfechas, a las que poco importaadónde van y de qué hablan. Pasearon ycomentaron la extraña luminosidad del mar;el agua tenía una tonalidad lila, delicada ycálida, y la luna dibujaba sobre ella una bandadorada. Hablaban de lo sofocante delambiente después de una jornada tórrida.Gúrov contó que era moscovita, había segui-

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do estudios de filología y trabajaba en unbanco; en el pasado había tenido intenciónde convertirse en cantante de ópera de unacompañía privada, pero había renunciado aese propósito; tenía dos casas en Moscú... Porsu parte se enteró de que ella se había criadoen San Petersburgo, pero se había casado enS., donde llevaba viviendo dos años; quepasaría en Yalta un mes más y que su maridoquizá se reuniría con ella, pues también esta-ba necesitado de descanso. No fue capaz deexplicarle dónde trabajaba su marido, si en laadministración provincial o en el consejolocal del zemstvo, y ella misma lo encontrómuy divertido.También averiguó Gúrov quese llamaba Anna Serguéievna.

De vuelta en su habitación, pensó enella, en que al día siguiente probablementevolverían a encontrarse. No podía ser de otramanera. Al acostarse, estuvo sopesando laidea de que hasta hacía poco esa mujer estu-diaba en el instituto, igual que ahora su pro-

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