Cuatro edades del Profesionalismo y del Aprendizaje...

44
Cuatro edades del Profesionalismo y del Aprendizaje Profesional. Seminario internacional sobre Formación Inicial y Perfeccionamiento Docente. 1996 Santiago de Chile. Autor: Andy Hargreaves

Transcript of Cuatro edades del Profesionalismo y del Aprendizaje...

 

 

    Cuatro edades del Profesionalismo y del Aprendizaje Profesional.  

Seminario internacional sobre Formación Inicial y Perfeccionamiento Docente. 1996 ‐ Santiago de Chile. 

Autor: Andy Hargreaves

2

Cuatro edades del profesionalismo y del aprendizaje profesional1 Andy Hargreaves Introducción En numerosas partes del mundo, la docencia se encuentra al centro o a las puertas de una transformación

trascendental. Crece y se intensifica la esperanza de los docentes que sus alumnos alcancen buenos

niveles de rendimiento como forma de garantizar el que sean capaces y puedan aprender. La rapidez de

los cambios y un clima de incertidumbre, están impulsando a los maestros a trabajar colaborativamente

para responder a dichos cambios. Diversas presiones y exigencias en torno a qué se requiere para que

los alumnos aprendan nuevas destrezas como ser capaces de trabajar en equipo, usar formas superiores de

pensar y manejar efectivamente las nuevas tecnologías de la información, plantean la necesidad de

disponer de nuevos estilos de enseñanza que posibiliten el logro de estas capacidades - lo que significa

que crecientemente los maestros se hayan visto en la necesidad de enseñar en formas distintas a las que

ellos conocieron como estudiantes. Las escuelas están teniendo que recurrir cada vez más a los padres y

a la comunidad, hecho que plantea interrogantes acerca de los conocimientos que debe tener el educador

y cómo puede compartirlos con los padres de familia. Todas estas presiones y tendencias están forzando

a los maestros y a aquellas personas que colaboran con ellos, a reevaluar su profesionalismo y a

reconsiderar el tipo de aprendizaje profesional que necesitan para mejorar su trabajo.

Si se preguntara a los maestros qué significa “ser profesional”, por lo general la respuesta apuntaría a dos aspectos (Helsby, 1995). Primero, se referirían a lo que es ser profesional, lo que usualmente se refiere a la calidad del trabajo que realizan, el modo y estilo de conducirse y a los estándares que enmarcan su actividad. En la literatura, este concepto se conoce como profesionalismo (Englund, 1996). Los profesores también podrían referirse a lo que es ser un profesional. En general, este concepto va estrechamente ligado a la forma como el maestro siente que lo perciben otras personas - en términos de status, posición social, respeto y el nivel de reconocimiento profesional que recibe. En la literatura referida al tema, las iniciativas tendientes a mejorar el prestigio y la posición social de la docencia se conocen como profesionalización. Con frecuencia, el profesionalismo (mejoramiento de la calidad y estándares de la práctica) y la profesionalización (mejoramiento del prestigio y la posición social), se presentan como proyectos antagónicos. Por ejemplo, el definir los 1 Traducción del original en inglés de Ernesto Leigh

3

estándares de evaluación profesional según criterios técnicos y científicos expresados en niveles de conocimiento y competencias, puede menoscabar o ignorar el igualmente importante componente afectivo de la labor del maestro, vale decir, la pasión por enseñar y la preocupación por la vida y el aprendizaje del educando (Hargreaves y Goodson, 1996). Si bien se han cuestionado "en esencia" según la jerga de los filósofos, los conceptos de profesionalismo y profesionalización , parte de la razón que existan opiniones divergentes sobre el profesionalismo del docente, se debe a los diversos significados que se le ha atribuido en el pasado (Murray, 1995). En muchas partes del mundo, se han observado distintas etapas en la evolución del concepto de profesionalismo en la docencia, cada una mostrando importantes rastros y vestigios de la precedente. Enseñar no es lo que fue; ni tampoco lo es el aprendizaje que se requiere para convertirse en maestro y mejorar como tal en el curso del tiempo. En las siguientes páginas, se identifican cuatro etapas históricas que describen en forma general la naturaleza cambiante del profesionalismo docente y el aprendizaje profesional:

• la edad pre-profesional • la edad del profesional autónomo • la edad del profesional colegiado • la edad post-profesional

Quiero postular que esta última etapa, la edad post-profesional que actualmente iniciamos, se caracteriza por una lucha entre corrientes y grupos que se empeñan en desprofesionalizar la labor del educador y otras que buscan redefinir el profesionalismo docente y el aprendizaje profesional en formas positiva y post-modernas que son más flexibles, de mayor alcance y naturalidad. La edad pre-profesional La enseñanza ha constituido siempre una labor exigente. Aún remontándonos a los primeros intentos por implementar sistemas de educación masiva, nos encontramos con maestros lidiando solos frente a un curso de alumnos reticentes, esforzándose por "pasar la materia" con pocos textos o recursos a su disposición y con un mínimo de reconocimiento y remuneración. No podía concebirse la enseñanza o el aprendizaje sin referirse a la necesidad de mantener el control sobre la clase, al punto que el éxito y

4

sobrevivencia del maestro dependían en gran parte de su habilidad para equilibrar ambos procesos. Tras estudiar los antecedentes históricos de las iniciativas de reforma educacional implementadas en los Estados Unidos, Tyack y Tobin (1994), destacaron la emergencia de lo que llamaron la “gramática” de la escuela. En la opinión de los autores, al igual que en el lenguaje, la instrucción posee una gramática fundamental. De la misma manera que la gramática estructura la forma como hablamos, la gramática de la escuela estructura la forma como enseñamos. Cada gramática tiene un origen distinto, pero una vez establecida, ésta se vuelve extremadamente estable y resistente al cambio. Dos de estas gramáticas - la escuela de multigrados (caracterizada por procesar grandes cohortes clasificadas por edad y divididas en “cursos”) y los créditos Carnegie asignados a las materias estudiadas (que constituyen los criterios requeridos para egresar de la educación secundaria e ingresar a la universidad) - se institucionalizaron hace décadas y hoy forman parte de la gramática de la escuela contemporánea. Otros cambios educacionales, por el hecho de transgredir la gramática fundamental existente, sólo gozaron de un éxito local o temporal, cual dialectos locales de cambio, destinados a utilizarse por breves períodos o en la periferia del quehacer educacional. En los hechos, la educación pública evolucionó como un sistema de educación masiva inspirado en el concepto de producción industrial (concepto que posteriormente se extendió a las escuelas secundarias que originalmente habían emergido como pequeñas academias para elites especializadas), donde a los estudiantes - segregados en cohortes etáreas - se les procesaba en grandes grupos. Estos grupos recibían enseñanza (instrucción) a través de currículos normados y especializados (cursos ). (Goodson, 1988; Cuban, 1984; Hamilton, 1989; Curtis, 1988). Por lo tanto, lo que para muchos ha llegado a representar la “verdadera escuela”, es decir, la modalidad aparentemente normal, natural e institucionalizada de organizar la enseñanza y el currículo, es una invención social e histórica específica, arraigada en las necesidades e inquietudes de generaciones pasadas (Metz, 1991). La médula de este legado histórico lo constituye un conjunto específico de estrategias de enseñanza que por espacio de décadas definió la esencia misma de la docencia. Los métodos básicos de enseñanza adoptados por la educación pública masiva consistieron primordialmente en la exposición oral del maestro y la toma de apuntes,

5

sesiones de preguntas y respuestas y trabajo del alumno en su banco (Cuban, 1984). Estos modelos tradicionales de enseñanza, hicieron factible que el profesor que trabajaba con grandes grupos de alumnos , poco motivados y con escasos recursos, pudiera cumplir con los cuatro requisitos indispensables de la sala de clase: mantener la atención del alumno, asegurar la cobertura del contenido, inspirar algún grado de motivación y lograr cierto grado de dominio de la materia (Abrahamson, 1974; Westbury, 1973; Hoetker y Ahlbrand, 1969). Con el andar del tiempo, los investigadores han demostrado que canalizar la conversación de la sala de clase a través del maestro, reduce efectivamente el “parloteo” caótico al patrón cuidadosamente estructurado de preguntas y respuestas propio de una conversación de dos, donde los alumnos seleccionados actúan como representantes de todo el curso, donde el maestro inicia las líneas de indagación y los estudiantes meramente responden, y donde el maestro evalúa la precisión, calidad y la conveniencia de la contribución del alumno, pero no a la inversa (Sinclair y Coulthard, 1974). La modalidad de participación consistente en “levantar las manos”, es cuidadosamente orquestada por el maestro - se incentiva la competitividad, se mantiene la atención, se asegura un clima de pseudo-participación - durante el proceso de comunicar el punto pre-programado (Hammersley, 1974; 1976). Esta estrategia evita el aburrimiento e inatención extremos, que podría acompañar las prolongadas sesiones de exposición ininterrumpida - particularmente cuando al comienzo de la clase se emiten señales falsas demorando la “respuesta” o el “sentido” de la clase con el fin de que el alumno se vea obligado a trabajar intensamente para descubrirlo (Hammersley, 1977). En este tipo de lecciones estructuradas, los profesores no se guían tanto por las necesidades individuales de los estudiantes sino que tienden a tratar al conjunto de la clase como a una especie de estudiante colectivo (Bromme, 1987). Este tipo de maestro transmisor, controla muy de cerca el progreso exhibido por el grupo de alumnos ubicados en la parte alta (aunque no en la más alta) de la escala de rendimiento de la clase y lo utiliza como guía para “orientar” el manejo y desarrollo de la lección que impartirá a la clase en conjunto (Dahloff y Lundgren, 1970). La experiencia individual de aprendizaje del alumno no constituye la principal preocupación del maestro, sino el "flujo" instruccional de la clase -es decir, la forma como la clase progresa hacia la conclusión que se espera , procurando al mismo tiempo mantener un clima de orden (Clark y Peterson, 1980).

6

Por consiguiente, los problemas fundamentales de orden y control ocupan una posición medular en los modelos tradicionales de enseñanza. En un estudio de cuatro escuelas secundarias de primer ciclo, Metz (1978, p.67) observó que “los profesores de las escuelas se preocupan por el orden porque éste está siendo constantemente amenazado”. Willard Waller en su clásica Sociología de la Enseñanza describió la escuela en forma memorable como “despotismo en estado de peligroso equilibrio ... susceptible de ser derrocado en cualquier instante” (Waller, 1932, p.10). Bajo estas circunstancias, agrega el autor, el maestro exitoso es “el que sabe subirse y bajarse del caballo rápidamente” (p.385). Es comprensible que durante las primeras seis décadas de este siglo, los modelos tradicionales de enseñanza representaran estrategias calculadas para la sobrevivencia de los maestros dados los objetivos que debían cumplir y las restricciones y requerimientos que se le imponían (Hargreaves, 1977; 1978; 1979; Pollard, 1982; Scarth, 1987; Woods, 1977).

Por aproximadamente un siglo, la enseñanza de transmisión o repetición constituyó la norma casi no

cuestionada respecto a lo que es enseñar. Según esta visión pre-profesional, enseñar es algo

relativamente simple: una vez alcanzado el nivel de dominio, cualquier ayuda adicional es innecesaria.

Rosenholtz (1989), describe a las escuelas donde los maestros continúan creyendo que enseñar es

básicamente sencillo y donde la perspectiva pre-profesional aún persiste, como escuelas de “aprendizaje

empobrecido”. Logran resultados más bajos en lo que a destrezas básicas se refiere, que las escuelas que

siguen una orientación más profesional.

Dentro de este contexto de certeza pedagógica, el aprendizaje profesional para el nuevo maestro se concebía principalmente como colocarse - en calidad de aprendiz - bajo la tutela de una persona con más habilidades y destrezas. De hecho, mucho de este aprendizaje ya se habría alcanzado a través de las miles de horas invertidas en observar a sus propio profesores en las escuelas donde habían sido alumnos (Lortie, 1975). A esta experiencia se agregaba un período de práctica cumplida junto a un profesor cooperador (como llegaron a llamarse posteriormente), siendo parte de un programa más amplio de capacitación docente (D. Hargreaves, 1995). Dichos programas de capacitación docente tuvieron orígenes algo humildes dada la visión restringida de la docencia que se ofrecía a los que iniciaban su formación profesional; esto a pesar de que los formadores de profesores durante años habían luchado incansablemente por mejorar el prestigio de los cursos y programas. David Labaree (1992, pp. 136-137) ofrece una clara descripción de la trayectoria histórica de estas iniciativas en los Estados Unidos.

7

Las primeras instituciones abocadas específicamente a la formación de docentes en Estados Unidos fueron las escuelas estatales normales que empezaron en Massachusetts en la década del 1830 bajo el impulso de Horace Mann, para luego extenderse al resto del país. Originalmente concebidas como escuelas secundarias para capacitar maestros de primaria, ni su prestigio ni su función permanecieron inalteradas por mucho tiempo. Impulsadas por una combinación de ambición individual y profesional, pronto comenzaron a ascender por los escalones de la movilidad institucional. Para muchos de los consumidores de productos educacionales, estas escuelas normales ofrecían la oportunidad para adquirir una educación secundaria y obtener un empleo, aunque no necesariamente asociado con la docencia. La explosiva proliferación de escuelas secundarias a finales del siglo XIX, si bien representó una amenaza competitiva para las escuelas normales, también les otorgó la oportunidad de subir sus requisitos de admisión y perseguir el status de instituciones de educación superior. Hacia comienzos de 1920, parte de las escuelas normales se transformaron en institutos de formación de docentes lo que a su vez, convirtió a su personal en profesores universitarios. Una vez más, los estudiantes tendieron a utilizar estas instituciones no sólo como instituciones para obtener un título de profesor sino como mecanismos para obtener las credenciales que necesitaban para surgir socialmente. Después de la Segunda Guerra Mundial, los institutos estatales de formación docente continuaron respondiendo a esta demanda y a las aspiraciones profesionales de sus profesores, convirtiéndose rápidamente en instituciones de educación superior propiamente tales.

En la medida que los programas y las instituciones educacionales adquirían mayor prestigio y aceptación, se ofreció una base más filosófica y teórica en la formación de los nuevos docentes. Sin embargo, tal era el peso de la forma tradicional de enseñar dentro de la gramática de la escuela, que incluso los maestros que parecían haber adoptado las nuevas filosofías de enseñanza y aprendizaje durante su formación, apenas empleados revertían rápidamente a los modelos de enseñanza transmisiva. Y cuando evaluaban retrospectivamente la experiencia vivida durante su formación inicial, lo único que veían de valor era la práctica docente (Lacey, 1977; Hanson y Herrington, 1976; Sugrue, 1996; Hargreaves y Jacka, 1995). La práctica hecha práctica (Britzman, 1991) La no cuestionada gramática de instrucción fue pasando desde los profesores con experiencia a los novatos. Y al cabo de su breve aprendizaje, los profesores novatos ya no eran observados por los de experiencia, ya no se les proporcionaba retroalimentación

8

sobre su práctica y sólo lograban cambiar y mejorar en el aislamiento de su aula, como resultado de un proceso de ensayo y error. Así este enfoque individual, intuitivo e incremental en esta era pre-profesional, encerró a los docentes en lo que Hoyle (1974) ha llamado el “profesionalismo restringido” - algo que escasamente podría considerarse como “profesionalismo”. Resumen En la edad del pre-profesionalismo, la enseñanza se visualizaba como una actividad demandante en lo que a destrezas de manejo del aula se refiere, pero técnicamente sencilla con principios y parámetros considerados como de sentido común que no se ponían en cuestión: uno aprendía a ser profesor a través del aprendizaje práctico y progresaba en su profesión mediante el método de ensayo y error. El “buen” maestro era el “verdadero maestro” que “se entregaba a su oficio”, demostraba lealtad y recibía una satisfacción personal al servir “sin trepidar en el costo”. En esta edad, los maestros eran prácticamente aficionados: todo lo que se les pedía era que “aplicaran las directrices provenientes de sus superiores con más experiencia“ (Murray, 1992: 495). Estas imágenes pre-profesionales de la enseñanza y del desarrollo docente no son simplemente curiosidades históricas. Ellas persisten en segmentos de la profesión hoy en día, adquiriendo especial notoriedad en la percepción pública que se tiene de la docencia, particularmente entre adultos cuyas propias experiencias de escolarización tuvieron lugar durante la edad de la pre-profesionalización y cuyas ideas acerca de la docencia permanecen enraizadas en esa época (Sugrue, 1996; Weber y Mitchell, 1996). Esta persistente visión de la pre-profesionalización, muestra al docente (en el mejor de los casos) como persona entusiasta que sabe su materia, logra comunicarla y es capaz de conducir la clase en forma ordenada. Dicho maestro, aprende a enseñar mientras observa a otros: primero como alumno y después como estudiante de pedagogía, tras lo cual, sin perjuicio de uno u otro refinamiento aprendido durante el período de ensayo y error, se le considera capaz de enseñar y se le deja librado a sus propios recursos. Bajo una visión simplista del pre-profesionalismo, el maestro no necesita mucha formación ni inicial ni continua; el tiempo dedicado a su preparación es relativamente prescindible (ya que la preparación no impone grandes exigencias) y se considera que las restricciones presupuestarias que reducen el contacto con colegas fuera del aula no afectan la calidad de lo que acontece dentro de ella (puesto que se da por sentado que el maestro controla todo y que su trabajo no trasciende los confines de su propia sala de

9

clase). Si la labor de enseñar se percibe como una tarea relativamente sencilla, ¿por qué invertir en iniciativas de perfeccionamiento, más allá de realizar algunas sesiones en servicio relacionadas con la implementación de políticas gubernamentales recientes? Sin embargo, tanto la enseñanza como desarrollo profesional han evolucionado - ello da origen a implicaciones prácticas y de investigación de muy distinto orden. La edad del profesional autónomo A partir de los años sesenta, el prestigio y posición social del maestro mejoró substancialmente en muchos países, en comparación con la edad del pre-profesionalismo. Por ejemplo, en los setenta, los docentes canadienses obtuvieron fuertes aumentos salariales. En prácticamente todo el mundo, la formación docente estrechó sus vínculos con las universidades y la docencia empezó a acercarse al cumplimiento de su aspiración de ser una profesión enteramente universitaria (Labaree, 1992). En particular, en Inglaterra y Gales, los profesores gozaron de una autonomía sin precedentes en materia de desarrollo curricular y toma de decisiones - especialmente en el trabajo con cursos o grupos etarios exentos de la obligación de rendir exámenes externos (Lawn, 1990; Lawton, 1980). La carrera espacial y el compromiso de invertir en la formación de científicos y técnicos, trajo aparejada una serie de innovaciones en el campo de las matemáticas y las ciencias, así como en otras disciplinas. Muchos gobiernos y fundaciones invirtieron en proyectos y paquetes curriculares creativos y ambiciosos con el fin de estimular el interés en el desarrollo curricular. Esto alentó tanto a escuelas como a maestros individuales en todas partes, a recoger las propuestas de dichos proyectos y poner a prueba los nuevos enfoques de aprendizaje centrado en el alumno. Esta fue la época de la innovación curricular, del diseño de proyectos y del estímulo a la iniciativa individual del maestro como palancas del cambio educacional (Fullan, 1991). Durante este período de post-guerra, las expresiones “profesional” y “autonomía” llegaron a formar parte inseparable de los conceptos manejados por los profesores. Con el paso del tiempo, los maestros se hicieron acreedores a cierto grado de confianza, recompensas materiales, seguridad laboral, dignidad profesional y discreción, a cambio de cumplir en general la misión encomendada a ellos por el Estado (Helsby y McCulloch, próximo a publicarse). Es lo que Hobsbawm (1995) ha llamado la “edad dorada” de la historia del siglo XX (por lo menos en el Norte y Occidente industrializado). El empleo pleno, un futuro cierto para los egresados de la escuela y la

10

convicción de una economía en expansión justificaba el que a la educación se la tratara como una inversión en capital humano. Todo ello contribuyó a liberar a los profesores de presiones externas sobre su libertad pedagógica. En el intertanto, la pedagogía misma perdía su sentido de singularidad. Si bien un gran número de maestros continuó enseñando sin mayores cambios en sus técnicas didácticas, el tema de “cómo” se enseña perdió su calidad de tema incuestionable. A partir de los años sesenta, la pedagogía del aula se convirtió en el campo de batalla ideológico entre la educación centrada en las disciplinas y la educación centrada en el alumno, entre escuela o aula abierta y el aula cerrada, y entre los métodos convencionales de enseñanza y los así llamados métodos progresistas. Vehementes relatos de rotundos éxitos cosechados por la educación abierta en Inglaterra tomaron raíz en los Estados Unidos difundiéndose aceleradamente (Silberman, 1970). Las teorías de la desescolarización y la escolarización libre se convirtieron en materias de lectura amplia y popular (Holt, 1969, 1971; Illich, 1971; Postman y Weingarter, 1969). A nivel de educación primaria y secundaria, surgieron escuelas experimentales y alternativas (Smith y Kleith, 1971). Las teorías centradas en el alumno que se enseñaban en las Facultades de Educación - se extendían hacia el ámbito de la práctica educacional. El conocimiento pedagógico había dejado de ser una tradición transmisible de expertos a novatos. Para un número cada vez mayor de educadores, la pedagogía se convertía en una decisión ideológica; un objeto de cuidadosa evaluación y discernimiento racional. La indisputable rutina y tradición daba paso al conflicto ideológico entre las dos grandes metanarrativas del tradicionalismo y el progresivismo. De hecho, las virtudes de la educación abierta a menudo fueron exageradas. Los avances de la práctica progresiva en el área de la gramática tradicional de enseñanza, en el mejor de los casos, fueron modestos. No había mucha evidencia que realmente ocurriera el aprendizaje por descubrimiento o el trabajo de grupos cooperativos (Galton, y otros, 1980; Simon, 1981); y, por tanto, a las destrezas básicas se les continuó dando un énfasis exagerado (Bassey, 1978). Varias encuestas realizadas en escuelas, revelaron que el problema no era volver a lo básico sino, más bien, que dicha etapa nunca se logró superar (Goodlad, 1984; Tye, 1985). En medio de todo, los preceptos entregados durante la formación inicial del docente correspondían muy poco a las realidades de la práctica en el aula tal como la experimentaban la mayoría de los maestros principiantes. De ahí las dramáticas

11

historias de cómo estos jóvenes realidad del aula con el fin de asegurar su sobrevivencia en ella. Los ecos de estas historias resonaron por muchos años y continúan escuchándose al presente (Hanson y Herrington, 1976; Lacey, 1977; Schempp, Sparkes y Templin, 1993; Hargreaves y Jacka, 1995; Bullough, Knowles y Crow, 1991). El desarrollo e impacto de la formación profesional continua y de la capacitación en servicio, se vieron afectados por problemas similares. Si bien la expansión de la educación en servicio durante este período fue algo digno de mención (Fullan y Connelly, 1990), el rumbo que ésta tomó fue menos destacable. Los cursos y talleres se impartían por expertos fuera de los lugares de trabajo del maestro y los afectaba como a individuos; éstos, a su vez, al volver a sus lugares de trabajo no podían integrar los nuevos conocimientos a su práctica, al faltar allí comprensión y apoyo para sus esfuerzos (Little, 1993). Una de las características principales de la enseñanza en esta época fue su individualismo (D. Hargreaves, 1980). La mayoría de los maestros enseñaba en completo aislamiento, separado de sus colegas. En los años setenta y ochenta el individualismo, el aislamiento y el énfasis en la privacidad, definían la cultura de la enseñanza (Rosenholtz, 1989; Zielinski y Hoy, 1983). El estudio de Johnson (1990) sobre 115 “maestros destacados” (de quienes se podía esperar niveles de colaboración más intensos que lo normal) detectó que una importante minoría de maestros operaba en forma aislada. Entre quienes colaboraban, la mayoría mantenía relaciones estrechas sólo con un reducido número de colegas. El siguiente comentario de unos de los maestros entrevistados es particularmente impactante.

Los maestros son personas solitarias. Ni siquiera saben lo que hacen sus colegas. Si algo les da resultado, continúan utilizándolo año tras año. No hay tiempo para dedicarse a intercambiar ideas con personas de otras áreas. Incluso en esta pequeña escuela, no conozco a todos los que aquí trabajan (Johnson,1990, p. 151).

En las ocasiones en que sí interactuaban, el diálogo se limitaba a temas relativos a materiales, actividades y problemas de alumnos específicos, en lugar de abarcar áreas de más trascendencia como los objetivos curriculares o el comportamiento que debe caracterizar a la docencia (Little, 1990; Lortie, 1975).

12

Las consecuencias derivadas del marcado individualismo del maestro del aula, junto con la forma individualista de su formación en servicio, realizada fuera de su contexto local y lejos de sus colegas inmediatos, han sido variadas y preocupantes. Entre ellas podemos mencionar:

• la falta de confianza y certeza acerca de su propia efectividad debido a lo limitado de la retroalimentación que recibía el maestro (Rosenholtz, 1989);

• el modesto progreso como maestro, dada la falta de oportunidad de aprender de sus colegas (Woods, 1990);

• el disminuido sentido de eficacia y auto-confianza en su poder para cambiar la vida y el futuro de sus alumnos, debido a la falta de apoyo y de retroalimentación (Ashton y Webb, 1985);

• la tendencia a concentrarse en mejoras de corto plazo que producen una diferencia inmediata en los alumnos de su propia sala de clase, en lugar de enfatizar reformas de largo plazo y de amplio alcance en el marco de la escuela (Lortie, 1975);

• la propensión a alentar sentimientos negativos de culpabilidad y frustración, particularmente entre aquellos maestros excepcionalmente dedicados (Hargreaves, 1994; Johnson, 1990);

• la falta de consistencia y coherencia entre maestros respecto de las expectativas y los programas creados para los alumnos (Campbell, 1985);

• la falta de un diálogo profesional que pudiera motivar la auto-reflexión y la reformulación de prácticas docentes de manera de servir mejor a los estudiantes (Little, 1980);

• la ironía de constatar que el aislamiento no crea un caleidoscopio de individualidad y excentricidad iconoclasta en el aula, sino que favorece un clima desmotivador de rutina y homogeneidad (Goodlad, 1984);

• una atmósfera tipificada por falta de preocupación y apatía con respecto a las necesidades del estudiante, puesto que los maestros no tienen alumnos en común, especialmente en escuelas secundarias (Hargreaves, Earl y Ryan, 1996).

Las causas del individualismo del maestro eran también diversas, incluyendo:

13

• la estructura física, altamente compartamentalizada de la escuela que separa a maestros los unos de los otros y que obstaculiza las iniciativas de colaboración horizontal (Lortie, 1975);

• el hábito y rutina fuertemente arraigados en maestros que han trabajado de la misma forma por décadas; la imposibilidad que siquiera consideren estrategias alternativas (Hargreaves, 1994);

• la economía de esfuerzo frente a las innovaciones múltiples y rápidas reformas educacionales indeseadas por ellos (Flinders, 1988; Dow, 1996; McTaggart, 1989);

• el nerviosismo y la duda sobre la propia competencia ante iniciativas de observación e inspección que podrían exponer falencias - un punto que ha sido planteado reiteradamente aunque nunca ha sido comprobado empíricamente (Joyce y Showers, 1988; D. Hargreaves, 1980; Rosenholtz, 1989)

• los fuertes vínculos afectivos con alumnos que proporcionan a sus maestros valiosas “recompensas psíquicas” y que ellos se resisten a debilitar compartiendo a dichos estudiantes con otros colegas - (más relevante a nivel primario que secundario) (Hargreaves, próximo a publicarse; Lortie, 1975).

Resumen Por consiguiente, la edad de la autonomía profesional fue marcada por el desafío formulado a la singularidad de la docencia y a las indisputables tradiciones en que se inspiraba. Si bien es cierto que, con frecuencia, el desafío era simplemente retórico, justificaba el principio que el maestro tiene el derecho a escoger los métodos que considera más idóneos para sus alumnos. Tan pronto como aparecieron los primeros indicios de opciones en la actividad docente, la autonomía y la protección contra la interferencia necesitaron ser salvaguardados más que nunca antes. La propagación de la formación inicial para docentes en las universidades y el crecimiento de la educación en servicio suministrada por expertos, contribuyeron a fortalecer las reclamaciones de competencia sobre las cuales se sustenta el derecho a la autonomía. Sin embargo, la autonomía profesional lejos de estimular la innovación pareció inhibirla. Fueron muy pocas las iniciativas de innovación que alcanzaron la etapa de implementación y menos aún las que lograron institucionalizarse en todo el sistema. Los beneficios de la capacitación en servicio impartida a educadores en forma

14

individual, rara vez llegó a implementarse como práctica del aula, toda vez que el solitario beneficiario regresaba a su escuela para encontrarse con colegas pocos entusiastas y más bien escépticos que no habían compartido esta experiencia de aprendizaje. Y la pedagogía languidecía ante la incapacidad - o renuencia - de los maestros a romper esquemas, contentándose con realizar cambios mínimos a título personal. La edad de la autonomía profesional no preparó adecuadamente a los maestros para enfrentar los dramáticos cambios que se avecinaban y en contra de los cuales las frágiles puertas de sus salas de clase no ofrecían protección. La edad del profesional colegiado En la segunda mitad de la década de los ochenta, la autonomía individual del maestro como estrategia para responder a las progresivas complejidades de la educación escolar se estaba haciendo insostenible. El mundo en el cual los maestros trabajaban cambiaba, como también cambiaba su propio quehacer profesional. Crecientemente, los docentes enfrentaban la necesidad de enseñar en maneras en que ellos mismos nunca fueron instruidos (McLaughlin, próximo a publicarse). Sin embargo, la persistente corriente individualista de la enseñanza significaba que, las respuestas a los desafíos enfrentados por los docentes tuvieran un carácter primordialmente ad hoc, no se coordinaran con los esfuerzos de otros colegas y estuvieran basadas en ritmos de desarrollo de sus conocimientos y competencias que simplemente no correspondían a las constantes demandas a las que tenían que responder (Fullan y Hargreaves, 1996). En una época de creciente incertidumbre, proliferan métodos de enseñanza que van más mucho más allá de la simple diferencia entre los métodos tradicionales y aquellos centrados en el niño. Se imponen órdenes administrativas sobre cómo se debe enseñar y que son dejadas de lado con igual rapidez. A medida que se erosiona el peso valorativo del conocimiento científico externo y se cuestiona el desarrollo profesional conducido por expertos fuera del ámbito escolar, los profesores comienzan a considerar a sus colegas como fuentes de aprendizaje profesional, de orientación y apoyo mutuo. El rol del maestro se ha expandido para incluir asesorías, planificación colaborativa y otros tipos de trabajo realizado en conjunto con colegas. En un mundo de aceleradas reformas educacionales, este tipo de trabajo cooperativo ayuda a los profesores a aunar esfuerzos, a descifrar en conjunto el sentido de las intensas y, en ocasiones, caprichosas demandas impuestas sobre su práctica y a elaborar respuestas colectivas a ellas. Empero, ello también requiere nuevas destrezas, disposiciones y compromisos por

15

parte de los maestros; algo que implica dedicar más tiempo y esfuerzo a la reformulación de sus roles e identidades como profesionales que forman parte de un ámbito laboral mas conscientemente colegiado. Naturalmente que no todos los maestros buscan la asociación con colegas. Muchos eligen ignorar la oportunidad de colaborar o permanecen indiferentes ante ella, al paso que otros se aferran tenazmente a su autonomía en el aula cuando terceros intentan imponerles el sentido de colaboración (Hargreaves, 1994; Grimmett y Crehan, 1992). Si bien no se dispone de evidencia fidedigna acerca de cuanto más se ha intensificado el trabajo colaborativo entre docentes, hay muchos estudios de casos y sondeos de opinión basados en entrevistas, que revelan el progresivo compromiso con iniciativas de colaboración y su creciente presencia en el panorama de la docencia. (Por ejemplo, Acker, 1995; Nias y otros, 1989; Nias y otros, 1992; Campbell y Neill, 1992). ¿Qué factores han incidido en la emergencia de culturas colaborativas de docentes? ¿Por qué motivo han adquirido tal preponderancia en el último tiempo? La colaboración no es el resultado de un sólo factor. Son numerosas las influencias que la han forjado. Entre ellas:

• la expansión y el súbito cambio en los contenidos que los docentes deben enseñar. Este dificulta más y más el poder mantenerse al corriente de los progresos alcanzados en su área disciplinaria, al tiempo que transforma el trabajo en equipo y la coordinación del conocimiento en factores de crítica importancia (Hargreaves y otros, 1992; Campbell, 1985).

• la expansión del conocimiento y apreciación respecto a los estilos y métodos

de enseñanza. Cómo enseñan los maestros, ya dejó de representar una conjetura de aficionados (Soder, 1990) o una tradición indisputable. Tampoco se trata de una simple lucha entre posturas ideológicas progresistas y tradicionalistas o entre la izquierda y la derecha. En los últimos quince años, la base factual de las estrategias del conocimiento se ha expandido en forme dramática (Joyce y Weil, 1980). Ningún profesor en forma individual puede ser un músico virtuoso, como tampoco como demostrarse en forma concluyente que algún método sea científicamente superior a otro. Lo que sí importa es como las estrategias se seleccionan y combinan de manera de satisfacer las necesidades particulares e individuales de alumnos en cualquier ámbito. Un grupo de maestros trabajando en conjunto en una

16

escuela o departamento puede dar cumplimiento a esta tarea en forma colaborativa, mucho mejor que en forma individual.

• la adición de una creciente carga de responsabilidades sociales a la labor

del docente. Los maestros declaran que su labor se ve cada día más afectada por responsabilidades de orden social (Hargreaves, 1994). Deben preocuparse y tomar cartas ante la espiral de violencia que amenaza a sus escuelas (Barlow y Robertson, 1994). La cambiante estructura familiar y la pobreza creciente se perciben como una fuente importante de dificultades (Elkind, 1993, próximo a publicarse; Levin, 1995). La orientación o cuidado de los alumnos se considera ahora parte de la responsabilidad de todo maestro y no sólo de unos pocos especialistas (Levi y Ziegler, 1991). Para resolver los problemas de aprendizaje y disciplina que se enfrentan, los profesores necesitan trabajar juntos (Galloway, 1985).

• la integración de estudiantes de educación especial a clases regulares.

Hoy por hoy, el maestro debe enfrentar un espectro de habilidades y comportamientos mucho más amplio que sus colegas de antaño. Esto, requiere instrucción personalizada, planificación adicional y mayor consulta con expertos en educación especial para suplementar los conocimientos que el maestro del aula no siempre tiene (Wilson, 1983).

• la creciente diversidad multicultural. Este fenómeno, le plantea al maestro

el desafío de reconocer la amplia gama de conocimientos previos, maneras de entender las cosas y estilos de aprendizaje presentes en sus alumnos y modificar su práctica de enseñanza de acuerdo a esta diversidad (Ryan, 1995). Los profesores deben aprender a individualizar la enseñanza y a crear oportunidades para que todos sus alumnos tomen parte activa en el diálogo de la clase (Nieto, próximo a publicarse; Hargreaves y Fullan, en prensa). Lo anterior, le impone una intensa demanda a su expertizaje, la que puede mejorar sólo a través de la interacción con colegas (Lieberman, 1996; Newmann, 1994).

• los límites estructurales del mejoramiento de la enseñanza en el aula. Las

actuales estructuras y culturas de educación secundaria no fueron previstas para acomodar nuevas estrategias de enseñanza. En una cultura

17

individualista, cuando los maestros trabajan a contrapelo con estructuras arraigadas de asignaturas, horarios y clases mono-docentes, se ven forzados a ensayar métodos nuevos repetidamente en el día, durante períodos fijos y con diferentes cursos, en lugar de contar con espacios de tiempo más amplios y con la cooperación de maestros de otras áreas disciplinarias para ayudarlos (Hargreaves, Earl y Ryan, 1996). En estas circunstancias, creyéndose solo en la tarea innovadora, se sentirán innecesariamente vulnerables(Kelchtermans, 1996) cuando deban asumir riesgos, o experimentar reveses prematuros. Otros profesores - que bien podrían representar poderosas fuentes de aprendizaje y apoyo moral - también están involucrados en las mismas luchas, en otras salas de clase (y otras disciplinas) de la misma escuela (Hargreaves y otros, 1992).

• la naturaleza excluyente de las estructuras de educación secundaria lleva a

muchos estudiantes que inician su adolescencia a desertar físicamente de la escuela o en una forma menos conspicua - aunque más crítica - a desvincularse psicológicamente de ella. Con frecuencia, la escuela secundaria no logra el objetivo de convertirse en una verdadera comunidad para sus estudiantes (D. Hargreaves, 1982). Los estudiantes secundarios en situación de riesgo suelen pensar que ningún adulto en su escuela los entiende o se preocupa por ellos. Con el fin de paliar los problemas de alienación e impersonalidad en las escuelas secundarias, un buen número de países (pero no aquellos donde hay un currículo nacional con fuerte base en las disciplinas) ha desarrollado iniciativas en torno a lo que se conoce como mini-escuelas, sub-escuelas o escuelas-dentro-de-escuelas; que reúnen a grupos de entre 80 y 100 adolescentes vinculados a un equipo de cuatro o cinco maestros. El objetivo es lograr que los estudiantes y educadores lleguen a conocerse bien y que los primeros desarrollen un sentido de pertenencia con su comunidad. Las escuelas-dentro-de las-escuelas también permiten que los profesores se junten para intercambiar visiones sobre sus alumnos y sobre el modo de trabajar con ellos, y no solo para planificar las materias de estudio que forman el programa (como suele ocurrir dentro de los departamentos en escuelas secundarias) (Sizer,1988; Hargreaves y otros, 1993; Hewitt, 1994).

18

• la evolución de estructuras y procedimientos de gestión y liderazgo escolar. Los cambios en los patrones de gestión, toma de decisiones y liderazgo, motivados en parte por la escasez de recursos fiscales y en parte por la influencia de tendencias de reestructuración organizativa en el sector corporativo, han puesto énfasis en el trabajo de equipo y la toma de decisiones colaborativa entre el personal docente de las escuelas (Dow,1996; Hannay y Ross, 1996).

• existe evidencia creciente sobre el aporte vital ofrecido por una cultura de

colaboración al mejoramiento de la enseñanza y el aprendizaje, y a la exitosa implementación del cambio educacional. A partir de la década de los ochenta, se ha ido acumulado evidencia en el sentido que las culturas de colaboración no son simplemente un lujo para los profesores; sino que se conectan positiva y sistemáticamente con la convicción por parte del docente, de que es capaz de tener un efecto positivo en sus alumnos. Dichas culturas también influyen positivamente sobre la decisión del maestro de asumir riesgos y sobre la probabilidad que él/ella se comprometa a un esfuerzo continuado de superación (Rosenholtz, 1989; McLaughlin, próximo a publicarse); Ross, 1995; Talbert y McLaughlin, 1994; Ashton y Webb, 1986). Cuando esta colaboración se cristaliza en acciones prácticas y trabajo en conjunto, cuando los lazos entre los maestros se perciben fuertes y profesionalmente significativos, los beneficios son marcadamente positivos (Little, 1990). Adicionalmente, se ha demostrado que el sistema de enseñanza de pares entre profesores, incrementa substancialmente la factibilidad de una exitosa implementación de las nuevas estrategias de enseñanza (Joyce y Showers, 1988). Los profesores aprenden mejor en forma colectiva que en forma individual. “Al igual que el estudiante, el maestro aprende haciendo, leyendo y reflexionando, colaborando con otros maestros, observando de cerca a sus alumnos y sus trabajos y compartiendo lo que ve” (McLaughlin, próximo a publicarse).

En este sentido, el desarrollo profesional suele ser más efectivo no cuando es impartido por expertos alejados del sitio de trabajo, sino, cuando se encuentra inmerso en la vida y el quehacer de la escuela, cuando cuenta con el incondicional apoyo y participación del director o directora y cuando constituye el foco de acciones y debates colaborativos (Little, 1993). Los maestros aprenden mejor en sus propias comunidades de

19

aprendizaje profesional. Muchas de estas se encuentran en el propio lugar de trabajo del maestro, incorporadas a equipos y relaciones de trabajo intradepartamentales, a equipos transversales interdepartamentales, a proyectos y grupos de trabajo específicos, etc (Grossman, en prensa; Siskin, 1994; Little y McLaughlin, 1994). Una sólida cultura colaborativa (Nias y otros, 1989) o comunidad profesional (Talbert y McLaughlin, 1994), puede inclusive hacer un uso extremadamente efectivo de aportes externos - aún de los muy difamados talleres únicos y los discursos inspiradores de “expertos” - puesto que los maestros pueden procesarlos en conjunto, en maneras que tengan sentido y aporten a la comunidad escolar en que trabajan (Wideen y otros, 1996). Resumen En la edad del profesional colegiado, se evidencian esfuerzos cada vez mayores encaminados a construir sólidas culturas profesionales de colaboración que apunten a un propósito común, faciliten el manejo de la incertidumbre y la complejidad, que respondan en forma efectiva a los rápidos cambios que caracterizan a nuestra era, que ayuden a crear un clima que valorice la superación permanente y el asumir riesgos, que desarrollen un sentido más intenso de la eficacia del maestro; y, que establezcan culturas de aprendizaje profesional permanente que substituyan a los modelos individualistas, episódicos y escasamente vinculados con las prioridades de la escuela. Bajo esta perspectiva, el profesionalismo se visualiza como extendido, no restringido (Hoyle, 1974), “nuevo” en lugar de “antiguo” (D. Hargreaves, 1994), colegiado y colectivo, en lugar de autónomo e individualista (Hargreaves y Goodson, 1996). Sin embargo, si la colegialidad fuese “impuesta”, el maestro la resentiría y, a poco andar, optaría por resistirla (Hargreaves, 1994; Grimmett y Crehan, 1992). Por otra parte, las estructuras de administración planas que en ocasiones se representan como formas de otorgar poder (empowerment), pueden fácilmente transformarse en mecanismos de explotación y avasallamiento (Renihan y Renihan, 1992). Por ejemplo, en Inglaterra si bien el Currículo Nacional parece haber producido mayor nivel de consultas y colaboración entre maestros, el “diluvio de directrices” que éstos han debido soportar ha reducido esta colaboración a tareas técnicas de coordinación, en lugar de estimular el trabajo en torno a producir cambios importantes (Webb y Vulliamy, 1996; también Helsby, 1995). No es de admirarse que, una vez pasada la urgencia de la implementación, este tipo de colaboración sea dejado de lado. Muchos de los profesores cogidos en el cambio y las reformas educacionales, experimentan una

20

expansión y difusión de roles sin tener claro dónde debieran terminar sus responsabilidades y compromisos. El profesionalismo docente y el aprendizaje profesional se encuentran en una encrucijada -haciéndose más extensa y colegiada en algunas formas y en otras, más explotadora y degradante. ¿Qué opciones le están abiertas a los profesores? ¿Qué camino deberían tomar ellos y sus formadores? Quisiera cerrar esta sección ofreciendo una breve reseña de las implicaciones que una visión positiva del aprendizaje profesional colegiado, podría tener en la formación inicial del docente y en el aprendizaje profesional continuo

1. Los maestros deben aprender a enseñar en maneras que desconocen... lo que significa que la formación de docentes debe ser tan constructivista como se pretende que sea la educación que estos profesores imparten a sus alumnos. La formación de docentes debe comenzar por analizar las concepciones previas sobre la enseñanza o las imágenes “pre-profesionales” que el estudiante de pedagogía posee, ayudarlos a reformularlas y avanzar más allá de ellas con el fin de convertirse en el tipo de educador que necesitan ser (Bullough, Knowles y Crow, 1991).

2. Dentro de una ocupación que es creciente e inherentemente difícil, el aprendizaje profesional debe visualizarse como un proceso continuo, no como algo que no se volverá a repetir una vez finalizado el programa de capacitación inicial, o como algo en lo que se involucran en forma episódica a través de cursillos orientados a implementar iniciativas de política (Fullan y Connelly, 1990).

3. El aprendizaje profesional continuo constituye una responsabilidad individual y una obligación institucional. El maestro debe comprometerse en forma individual con un aprendizaje profesional serio, mientras dure su carrera. Lo anterior debe ser considerado, con toda propiedad, como criterio de evaluación profesional y de competencia docente. Al mismo tiempo, el sistema escolar y los Ministerios deben suministrar el tiempo, los recursos y las oportunidades para el desarrollo durante la carrera profesional, para que el aprendizaje profesional no sea considerado como algo extra sino como parte integral del oficio. Una forma de lograrlo es que cada maestro se haga un plan o confeccione un portafolio sobre su aprendizaje profesional (Day, 1977). Esto puede motivarlo a pensar en forma más reflexiva sobre su enseñanza, lo que desea mejorar de ella y cómo desea llevarlo a cabo. El

21

proceso también puede diseñarse de modo que cada maestro tenga derecho a discutir su aprendizaje profesional y sus planes de carrera, con un mentor o un colega en forma periódica - y a recibir retroalimentación, asesoría y apoyo de alta calidad, algo que hoy no está al alcance de muchos maestros. Adicionalmente, la formulación de planes de aprendizaje profesional exige además la provisión de insumos de aprendizaje profesional - no solamente en términos de cursos, sino que también en términos de tiempo y recursos. Son demasiados los profesores que no tienen acceso a un aprendizaje profesional de buena calidad, debido a la falta de compromiso de sus directores o de aquellos responsables por la formulación de políticas para proveerlo. El efecto acumulado de una planificación de iniciativas de aprendizaje profesional presionaría a los responsables de las políticas para que cumplan con sus obligaciones de provisión.

4. El mejor aprendizaje profesional generalmente se encuentra inmerso dentro de las actividades cotidianas de los profesores, en sus propias escuelas y salas de clase. En este sentido, los recursos para la enseñanza profesional en lugar de ser asignados a cursos, talleres y conferencistas alejados del lugar de trabajo de los maestros, serían mejor aprovechados si se tradujeran en tiempo que el maestro utiliza para aprender de sus propios colegas, trabajando con ellos, compartiendo ideas, planificando, enseñando en equipo, conduciendo investigaciones de acción, transformándose en mentor de algún colega, etc. (Little, 1993). El aprendizaje profesional es menos efectivo cuando se reduce la caza de documentos que certifican la aprobación de un curso.

5. Si bien los maestros aprenden más dialogando entre ellos y trabajando en equipo que en manos de expertos externos, el conocimiento aportado por la experticia externa desempeña un papel importante al facilitar la introducción de nuevas ideas, al causar una perturbación creativa del statu quo interno de la escuelas y al proporcionar un oasis lejos de la escuela donde discutir los problemas se enfrentan dentro de ella. . El aprendizaje profesional exitoso no está ligado a tener que optar entre modalidades basadas en la escuela y modalidades realizadas por medio de cursos externos, sino, más bien, en una integración activa y sinérgica de ambas.

22

6. Si el profesionalismo colegiado significa que el maestro trabaje más con sus colegas y aprenda más de ellos, el o la profesora debe aprender a convertirse tanto en líder de sus colegas como en líder de sus cursos. Las habilidades y destrezas necesarias para trabajar con colegas no son siempre las mismas que se utilizan cuando se trabaja con alumnos. El encanto personal, el tacto, la diplomacia, la confianza combinada con humildad, la habilidad para solicitar ayuda y la sensibilidad para otorgarla, el saber criticar clara y constructivamente y la capacidad de recibir críticas, no son siempre evidentes en el aula y tampoco se desarrollan en forma espontánea. Se deben aprender, y quienes organizan el aprendizaje profesional deben estar conscientes de cómo canalizar ese tipo de conocimiento.

7. Es necesario que los docentes tengan y traten de satisfacer un set exigente de estándares profesionales. Si bien esta idea en general es aceptada, los estándares tienen a visualizarse como algo que terceras personas establecen a nombre de los docentes. Tal es el caso del National Board of Professional Teaching Standards [el Consejo Nacional de Estandáres Profesionales del Profesorado) de los Estados Unidos o el Teacher Training Agency (la Agencia de Formación de Profesores) de Inglaterra. Sin embargo, hay más probabilidad de elevar los estándares de enseñanza si nos convencemos que son los maestros mismos quienes pueden y deben hacerlo. Esto significa que la profesión docente debe ser primordialmente autorregulada. Un organismo autorregulado cuya mayoría esté formada por miembros electos (pero con representación de la comunidad) está mejor habilitado para establecer, mantener y buscar constantemente formas de elevar sus propias normas colectivas de práctica, en lugar de aceptar los estándares que otras personas desean imponer sobre sus miembros. Dicho organismo actuando como grupo independiente podría ejercer presión sobre las autoridades de gobierno para que elaboraran políticas encaminadas a promover los altos estándares de práctica y aprendizaje profesional que los mismos profesores habrían establecido. Esto le brindaría a los docentes el privilegio y la responsabilidad de establecer su propio profesionalismo colectivo, colocándolos a la vanguardia en lugar de víctimas de la reforma educacional.

23

La edad post-profesional: Transformación de las geografías sociales del profesionalismo y del aprendizaje profesional A finales del siglo XX, el mundo en que vivimos está experimentando profundas transformaciones sociales, económicas, políticas y culturales. Ya hemos considerado algunos de los efectos de la transición social en el paso desde formas individuales hacia modalidades colectivas de profesionalismo; y el fortalecimiento de las comunidades profesionales como medio para mejorar el aprendizaje profesional ante la complejidad, incertidumbre y rapidez de los cambios. Sin embargo, la edad post-moderna plantea aún otros desafíos a la cambiante naturaleza de la labor del maestro y a su desarrollo profesional. Estos, guardan relación con su distintiva geografía social (Shields, 1991; Soja, 1989; Zukin, 1991; Hargreaves, 1995). La geografía social del post-modernismo se caracteriza por la disolución de los límites inter-institucionales, menor segregación de roles y bordes crecientemente irrelevantes. Esto tiene inmensas implicancias respecto a la naturaleza confinada que las instituciones, los grupos, las comunidades e identidades solían exhibir. Y, sus efectos ya se perciben en la forma como la escolarización, la enseñanza y el desarrollo profesional están comenzando a reestructurarse. Quisiera destacar dos áreas del profesionalismo y el aprendizaje profesional donde el cambio de dichas geografías sociales se está haciendo notar -

• en los tiempos post-modernos las implicaciones para el aprendizaje profesional de las cambiantes geografías sociales en la relación escuela-comunidad

• las cambiantes geografías en la forma de organizar y entregar aprendizaje profesional

Geografías post-modernas de la relación escuela-comunidad En los tiempos post-modernos, la creciente influencia del consumidor sobre los patrones de relaciones sociales, económicas y gubernamentales (Baumann, 1992), significan que la competitividad del mercado, la opción de elegir de los padres y la autonomía individual, están redefiniendo la relación entre la escuela y su entorno. Las escuelas se están tornando más “comercializadas” (Kenway, 1993); más conscientes del mercado, más competitivas en la captación de clientes, más preocupadas de su imagen y de sus

24

relaciones públicas (Caldwell y Sprinks, 1992). El financiamiento que el Banco Mundial otorga a los países en desarrollo, suele estar predicado en compromisos en torno a la comercialización y privatización de la educación; para bien o para mal (Calvert y Kuehn, 1994). Un efecto de esta comercialización, es que los maestros y directores se han visto en la necesidad de volver su atención hacia un público más amplio, a medida que planifican, preparan y defienden lo que enseñan. Al mismo tiempo, un efecto del multiculturalismo y del impacto que la evolución de la estructura familiar ha tenido en la educación, ha sido que los maestros deban relacionarse en formas nuevas con comunidades que trascienden el perímetro de sus escuelas. Las escuelas no pueden seguir engañándose confiando que sus paredes las mantendrán a salvo del mundo exterior. Cada día, éstas se tornan más porosas y permeables (Elkind, próximo a publicarse). Los maestros han tenido que aprender a trabajar con una diversidad mayor de comunidades, a visualizar a los padres como fuentes de aprendizaje y apoyo y ya no como obstáculos, a comunicarse más activamente con asistentes sociales, maestros de idiomas extranjeros, etc. Estas necesidades son particularmente apremiantes ante lo que muchos califican como una crisis o el inminente colapso de la comunidad en la edad post-moderna (Etzioni, 1993; Sergiovanni, 1994). Esto, ha sido provocado por la modernización y la planificación racional; los efectos del diseño urbano al distanciar los lugares de trabajo de los hogares; y entre las personas acomodadas, el sacrificio de la cercanía con el vecino en aras de vivir en grandes lotes rodeados de suntuoso césped; los efectos individualizantes del automóvil; la seducción privada que otorga el comprar (“el shopping”) y las variadas formas de entretención en el hogar; y en medio de todo esto, la erosión de las relaciones humanas producto del consumo irracional de tiempo y trabajo (Hargreaves, 1994). La escuela, al centro mismo de la crisis, se invoca como el punto focal de donde podrían surgir estrategias para conservar y regenerar los valores comunitarios. Sin embargo, esto plantea interrogantes sobre cómo redefinir el profesionalismo del docente de manera que el profesional, lejos de ubicarse por sobre los padres y la comunidad o aparte de ellos, esté en mejores condiciones de entablar una relación abierta e interactiva con ellos (Hargreaves, 1997). Las nuevas relaciones que el maestro ha tenido que cultivar con los padres, constituye uno de los grandes desafíos a su profesionalismo post-moderno. La comunicación con los padres siempre ha constituido una de las mayores responsabilidades del docente. A

25

menudo, el maestro enfatiza el rol del hogar en el éxito escolar. Tradicionalmente, la participación de los padres en la escuela ha tomado varias formas, incluyendo entrevistas de padres y maestros, reuniones de padres, consultas especiales sobre problemas que afectan a los alumnos, consejos de padres y ayuda voluntaria a la escuela y en el aula (Epstein, 1995). Pero en los últimos años, las relaciones de profesores con padres en las escuelas más permeables se han tornado más extensas y con más filo. Hoy día, resultado de estos cambios sociales, políticos y de orientaciones, al maestro se le pide que desempeñe un nuevo liderazgo en sus escuelas y comunidad. Básicamente, se le encomienda remover las barreras que obstaculizan la participación de los padres. Sin embargo, los profesores no están preparados para asumir estas nuevas funciones. Por lo general, no se sienten cómodos teniendo que extender su campo de acción a padres y a grupos comunitarios. ¿Qué conocimiento profesional, destrezas y habilidades necesita el maestro para responder eficientemente a estas nuevas exigencias profesionales? ¿Qué nuevas presiones afectivas e intelectuales recaerán sobre el docente al extender su trabajo más allá de los confines de la sala de clase? Hay muchas formas de contacto entre padres y maestros - que no son las de los consejos y los comités, o que ocurren cuando los padres tienen que elegir la escuela a la que sus hijos asistirán. Según el trabajo de Vincent (1996), la mayoría de los docentes prefiere que los padres participen en calidad de agentes de apoyo o en cuanto aprendiendo algo, ya que esa participación no menoscaba su autoridad como maestro. Según este tipo de participación, los padres movilizan fondos, organizan almuerzos especiales, preparan material, etc. Incluso, pueden realizar tareas prácticas en el aula como mezclar pinturas o escuchar la lectura de los niños (y al hacerlo, comprobar la complejidad de la labor del maestro). Es posible incluso que se les ayude a entender innovaciones en el curriculo mediante talleres o clases, o que se les solicite su participación como cosignatarios de contratos hogar-escuela relacionados con la enseñanza y el comportamiento de sus niños. Sin embargo, a menudo este “apoyo” se limita a supervisar la observancia de los contratos, asegurando que las obligaciones de los contratos sean específicos en los que se refiere a la familia y muy generales en lo que se refiere a la escuela. Vincent destaca además que es comun que entre los profesionales se produzcan desacuerdos acerca de los métodos de enseñanza que cada cual prefiere; así los maestros tienden a excluir a la familia de temas medulares, que podrían ser los que más les interesara - en un intento por minimizar situaciones potencialmente amenazantes o bochornosas (también Brito y Waller, 1993). En otras palabras, la

26

intensidad de la relación entre maestros y padres fuera de la escuela en torno a temas medulares de la enseñanza-aprendizaje, dependerá de lo sólida que sea la comprensión profesional sobre los temas de enseñanza-aprendizaje, dentro de ella. En este sentido, los profesionales post-modernos que interactúan con personas fuera, deben también ser personas que se relacionan colegiadamente dentro de ella.. Tanto los maestros como los padres, suelen abordar los temas asociados con la disciplina en forma particularmente desconfiada. Contrariamente a países como Japón, donde las escuelas y familias colaboran estrechamente en cuestiones de comportamiento y disciplina (Shimara y Sakai, 1995); en muchos países occidentales los docentes enfrentan a padres que juzgan a la escuela según su trayectoria en materia de disciplina, pero al mismo tiempo objetan que el profesor intervenga en sus propias decisiones disciplinarias (Wyness, 1996; Blaise, 1987). La evaluación es otra área en la que los profesores y profesoras se sienten inseguros frente a los padres. Muchos profesores se ven a si mismos como impostores frente a la evaluación; piensan que sus métodos de calificación son simplistas, subjetivos y cuestionables -y, por tanto, se sienten vulnerables frente a los padres y prefieren evitar someterse a su juicio (Hargreaves y otros, próximo a publicarse). La creación de un proceso más abierto y sensitivo diseñado para evaluar al alumno y mantener a los padres informados, reduciría la inseguridad de aquellos maestros interesados en incrementar la comprensión y la confianza de los padres (Earl y LeMahieu, 1997). Otra área problemática de las relaciones padres-maestros, son las conjeturas y expectativas creadas respecto al interés y apoyo que deban prestar los padres y que característicamente son social o etno-culturalmente sesgadas. Estudios realizados a lo largo de muchos años, han destacado los errores que comete el docente en su apreciación de la participación de los padres - por ejemplo, mal interpretando la no asistencia de los padres como falta de apoyo a los hijos o a la escuela (eg. Central Advisory Council for Education, 1967). Los profesionales por lo general tienden a imponer sus propios valores - culturalmente sesgados - en su definición de lo que es un buen padre de familia, o de los grupos sociales distintos a ellos (Burgess y otros, 1991). Dehli y Januario (1994) recomiendan que las escuelas y las salas de clase permitan el acceso regular y fácil de los padres, de manera que las vías de comunicación con éstos adopten una diversidad de modalidades, facilitando la comunicación padres-maestros en distintos idiomas (Henry, 1994).

27

La literatura que aborda la relación entre padres y maestros, sugiere que aún queda mucho por hacer en cuanto a transcender los conceptos que afirman la superioridad profesional del maestro, y avanzar hacia un concepto de genuina asociación (partnership), en que la relación entre maestros y padres pueda ser tanto abierta como autoritativa (Hargreaves y Goodson, 1996). Este breve examen de la cambiante geografía social de la relación escuela-comunidad sugiere implicaciones adicionales en términos del aprendizaje profesional de los maestros en la edad post-moderna.

8. La formación inicial y en servicio del docente debe ampliar y mejorar el aprendizaje profesional sobre la relación padres-maestros, y el manejo efectivo de la misma(Heath y McLaughlin, 1994). Esto significa preparar a los docentes en dinámica interpersonal, manejo de conflictos, resolución de problemas y autoanálisis introspectivo; como también significa aumentar la comprensión de los procesos más sofisticados de comunicación padres-maestros que se dan, por ejemplo, en los informes que se hacen recíprocamente cada cual (Blase, 1987). La envergadura y significancia de este problema no debe subestimarse. En circunstancias en que muchos maestros principiantes aún no logran definir plenamente las propias relaciones con sus padres... ¿cómo puede esperarse que automáticamente desarrollen relaciones estables con los padres de otras personas?

9. La comunicación padres-maestros debe ser tratada como una valiosa modalidad de aprendizaje profesional per se. Los profesores y profesoras deberían procurar aprender de los padres, así como éstos aprenden de los maestros. Hay varias formas de lograrlo, incluyendo los informes mutuos (Earl y LeMathieu, 1997) informes sobre alumnos, entrevistas de alumnos a sus padres en relación a sus trabajos (en lugar que el maestro monopolice todas las comunicaciones), (Hargreaves, 1997), y grupos focales de padres con el propósito de conversar sobre lo que les preocupa y en que el rol del profesor sea simplemente el de escuchar (Beresford, 1996). Sin embargo, más allá de estas técnicas específicas, lo que verdaderamente importa es tratar las relaciones

28

padres-maestros esencialmente como relaciones de aprendizaje recíprocas - más que como relaciones burocráticas o de mercado.

10. En las escuelas y comunidades que tengan acceso a las nuevas tecnologías, los maestros pueden hacer uso efectivo de ellas con el fin de abrir las vías de comunicación con los padres. Cuando las circunstancias lo permitan los maestros pueden informar a los padres sobre el rendimiento académico y la asistencia de sus hijos mediante el correo electrónico.. La Casilla de Voz (Voice Mail) también puede contribuir al clima de apertura. Se tiende a pensar que la Casilla de Voz es una barrera tecnológica, porque no permite hablar directamente con los profesores o con otros funcionarios escolares. Sin embargo, el profesor puede usarla para dejar recados a los padres - como también puede utilizarse para los mensajes del director/a, el menú del almuerzo, tareas para el hogar o eventos a realizarse, etc. (Bauch, 1994).

Las geografías post-modernas del aprendizaje profesional No sólo son los cambios de las geografías sociales de la escuela los que afectan el aprendizaje profesional, sino que, a su vez, las propias geografías sociales del aprendizaje profesional están cambiando. Hasta muy recientemente la geografía social de la formación docente era marginal con respecto a la universidades y a las escuelas. Las instituciones de educación docente se ubican en espacios marginales - en las periferias de los campus universitarios, en instalaciones anexas o en lugares totalmente separados. Al residir en los márgenes del campus, enfrentan una doble segregación geográfica y posicional con respecto de las prioridades centrales de la vida universitaria. Muchos de los profesores de las Facultades de Educación, están geográfica y políticamente marginados -lejos del centro de acción. Las categorías culturales de “alto”, “bajo”, “central” y “periférico”, se aplican apropiadamente a las diferenciaciones geográficas de este tipo (Stallybrass y White, 1986). No es difícil percibir cómo “las relaciones del poder y de la disciplina se inscriben en la espacialidad aparentemente inocente de la vida social” (Soja, 1989:6). Los espacios tienen propiedades tanto físicas como imaginarias (Shields, 1991). Así, frente a los profesores de las escuelas, los docentes de las Facultades de Educación aparecen como repositorios de teorías dogmáticas e intelectualismo irrelevante; en

29

tanto que para los académicos, los profesores de las escuelas representan enclaves donde se combinan bajos estándares y deficientes aptitudes académicas. Mientras más marginal sea el lugar, más vívida es la imagen y más poderoso el mito. Estos mitos no sólo ayudan a definir el espacio marginal sino, además, reafirman las virtudes y valores del “centro”, con respecto a la periferia. Por implicación entonces, las escuelas aparecen como más intensamente prácticas y los intelectuales universitarios como más rigurosamente académicos. Las propiedades imaginarias y mitológicas de los espacios sociales dejan sus huellas de significación mucho más allá del momento en que las prácticas que las originaron desaparecen. Incluso los esfuerzos más hercúleos de las Facultades de Educación por elevar su prestigio, mejorar sus esfuerzos de publicación, y redescubrir la rigurosidad teórica en la racionalidad de la práctica, no logran superar el legado histórico de la estigmatización con la que la corriente “central” de la vida académica y universitaria definió su identidad y su valor. El que se ponga acento en los estándares se interpreta como simple asignación de requisitos a cursos de segunda categoría. Asimismo, el aumento las publicaciones, se explica como una ampliación del acceso a revista de segundo orden. Esta situación de marginalización la enfrenta tanto los estudiantes de pedagogía como para los responsables de su formación. Por mucho tiempo, estos estudiantes tuvieron que enfrentarse a la experiencia de una marcada división entre cursos teóricos y prácticos. A menudo, el estudiante realizaba su práctica docente lejos de la universidad, siendo visitado con poca frecuencia por su supervisor de práctica docente. Por otra parte, los docentes supervisores de las escuelas estaban poco integrados a las actividades de la Facultad y eran pésimamente remunerados por su trabajo de supervisión. Han habido intentos de cambiaar lo imaginario esta geografía con el fin de resolver el problema de la marginalización en la formación del docente. El trabajo de Shulman (1987), orientado a definir la base de conocimientos que tiene la enseñanza, constituye un excelente ejemplo. Su equipo de trabajo distinguió los siguientes elementos constitutivos del conocimiento pedagógico: conocimiento del contenido, conocimiento pedagógico general, conocimiento del currículo, conocimiento del contenido pedagógico (conocimiento de como enseñar los contenidos específicos de una disciplina), conocimiento del educando, conocimiento de los contextos educacionales;

30

y, conocimiento de las finalidades, propósitos y valores de la educación Si bien las categorías de Shulman apuntan a la naturaleza circunstancial y contingente del contexto del conocimiento docente y de su aplicación, en la práctica, este trabajo ha significado un primer paso importante hacia la configuración de una ciencia educacional, estableciendo los cimientos de una nueva base de conocimiento para la enseñanza. De hecho, el trabajo de Shulman, ha sustentado gran parte del reciente esfuerzo por definir y redactar normas profesionales consensuadas para educadores (National Board for Professional Teaching Standards, 1993; Ingvarsson, 1992). Los intentos por redefinir y codificar cuidadosamente el conocimiento práctico del maestro le da certeza a la incertidumbre. Se establece una ciencia a partir de un oficio. Responden a un problema moderno (el prestigio profesional amenazado y la relegación a la periferia universitaria) con una solución moderna (reinventar el concepto de certeza científica ligándolo a la aspiración de lograr un conocimiento de orden superior). Lo que aseguramos saber sobre docencia se ve definido por aquello que deseamos regular y controlar: la profesionalización del maestro y de quienes lo forman. Por ejemplo, el documento emitido por el National Board of Professional Teaching Standards de los Estados Unidos, está atiborrado de conocimientos, pero las referencias a sentimientos o aspectos afectivos - precisamente lo que más interesa a la mayoría de los maestros - están prácticamente ausentes (Hargreaves, próximo a publicarse). Este constituye uno de los principales problemas del movimiento en pro de estándares profesionales. Una segunda respuesta a la marginalización de la formación docente, es la que ha intentado desinstitucionalizarla. Fuera del ámbito de la educación, las organizaciones se están volviendo más fluidas y flexibles (Leinberger y Tucker, 1991; Hargreaves, 1994); ya no exhiben la compartimentalización rígida de una bandeja para huevos; más bien, se asemejan a mosaicos intercambiables (Toffler, 1990). Ayudadas por la tecnología informática, sus interacciones se extienden fácil y prolíficamente a través del espacio geográfico (Harvey, 1989). Nuestro mundo ya no ostenta claros centros ni periferias; se ha convertido en un mundo de redes. Estos perfiles emergentes de organización post-moderna, han dejado su huella en la formación docente. David Hargreaves (1994), ha descrito la transición que ocurre en el campo de la formación de profesores como el desplazamiento de un modelo tecnocrático a un modelo post-tecnocrático. El modelo tecnocrático, localizado principalmente en instituciones de educación superior, enfatiza la transmisión de

31

conocimientos, su aplicación a la práctica y a la resolución de problemas y la supervisión de la práctica en lugares selectos. el modelo post-tecnocrático, sin embargo,

enfatiza las competencias profesionales ... que se desarrollan mediante la experiencia y la reflexión sobre ella ... Encontrar empleo en una escuela es meta esencial e integrativa de la formación inicial: es el fin más importante que consagra el modelo tecnocrático. El empleador o supervisor desempeña un papel muy poderoso; hay menos tiempo para aprender los conocimientos académicos los que, a su vez, se reducen y se adaptan para convertirlos en relevantes a la adquisición de las habilidades y competencias que permitan resolver los problemas prácticos (p.14).

Ayudados por este tipo de retórica, gobiernos que han comenzado a socavar y destruir los caminos usuales que llevaban a la profesionalización, entregando la formación docente predominantemente a la escuela; y estableciendo mecanismos para que los recursos financieros correspondientes vayan a los escuelas más que a las universidades como centros de formación docente (Barton y otros, 1994). En este caso, las geografías flexibles de la formación docente terminan, en efecto, desinstitucionalizándola (Hargreaves, 1995), retirándola casi totalmente de las universidades y repartiéndola en las escuelas. La formación del docente está en todas partes y, a la vez, no está en ninguna. Esto significa, no el enriquecimiento de la colaboración y la colegialidad, sino el retorno de la ciencia pedagógica al nivel de un oficio amateur y desprofesionalizado, casi a la categoría de un oficio pre-moderno donde el conocimiento y las destrezas pasa de expertos a novatos, y donde la práctica a lo sumo puede ser replicada pero nunca mejorada.. Al mismo tiempo, en el área del desarrollo competencia de mercado y la autonomía de las escuelas influyen en que los profesores cortejen a los padres para lograr su apoyo y compromiso, e incluso quieran estrechar lazos de cooperación con sus colegas inmediatos para garantizar su sobrevivencia y el éxito de sus escuelas, este tipo de competitividad institucional tiende más a dividir las escuelas y a sus maestros. Si bien la descentralización puede erradicar la burocracia, a menudo también elimina el apoyo profesional local. Los profesores no se sentirán incentivados a trabajar con colegas de otras escuelas o a aprender de ellos, si las respectivas escuelas están trabadas en campañas de captación de clientes. En estas circunstancias, el desarrollo profesional tiende a “centrarse más en la escuela”, y a ser parroquial, doméstico y mediocre (Day y otros, 1993; Helsby y Knight, próximo a publicarse). Así, la consecuencia impensada

32

de la autonomía creciente de las escuelas consiste en generar grandes vacíos de crecimiento profesional al nivel comunitario local (D. Hargreaves, 1994; ver Bullough y Gitlin, 1994 para una crítica paralela en los Estados Unidos). Por lo tanto, las cambiantes geografías de la escuela y el profesionalismo docente en la edad post-moderna, bajo la apariencia de brindar más flexibilidad y poder (empowerment), en la práctica pueden intensificar el control central y la desprofesionalización de la docencia y limitar seriamente las posibilidades de aprendizaje profesional. Asimismo, el aprendizaje profesional se limita en vez de verse incrementado. En los modelos contemporáneos de reforma educacional, la desprofesionalización constituye un grave riesgo, sobre todo cuando forma parte de reformas cuyos objetivos aparentemente son lograr el efecto opuesto. Una alternativa para la dispersión espacial que afecta a la formación de docentes para algunos ha consistido en establecer lugares propios de formación: pequeños, especiales e importantes para ellos. Cuando las redes se expanden y las actividades y relaciones personales se propagan más difusamente a través del espacio, los individuos tratan de crear y adherirse a las peculiaridades de un lugar. La gente se dedica a “la producción activa de lugares con cualidades especiales” (Harvey, 1989:295) que sean fuentes de significado e identidad. En el mundo post-moderno, estos son los lugares adonde se puede ir, a los cuales se puede pertenecer, donde se puede invertir propósito y significado. En la vorágine creada por la reforma de la formación de docentes, los “professional development schools” (escuelas de desarrollo profesional) se han convertido para muchos formadores de docentes, en precisamente en este tipo de lugar (Darling-Hammond, 1994). Para muchos formadores de formadores, las “escuelas de desarrollo profesional” representan preciados microcosmos - pequeños mundos que encarnan las prácticas predilectas de enseñanza y aprendizaje, de preparación del docente, de desarrollo profesional continuo y de mejoramiento de la organización e investigación en terreno (Stoddart, Winitsky y O’Keefe, 1992). Son lugares donde se congregan los profesores nuevos, los experimentados y sus formadores, en torno a formas positivas de educar, experimentar, capacitar, mejorar e indagar. Por mérito propio, las “escuelas de desarrollo profesional” - al igual que las escuelas experimentales que las precedieron - pueden llegar a ser lugares excepcionales de innovación e integración. Sin embargo, en

33

términos de su agenda más amplia de capacitación y reforma, ofrecen serias limitaciones. El mayor problema que enfrentan las “escuelas de desarrollo profesional”, es que preparan muy bien al estudiante de pedagogía y aún cuando el estudiante de pedagogía valoriza el conocimiento que adquiere y las capacidades y cualidades que recibe, ellas no son aceptadas por las escuelas del sistema educacional más amplio y básicamente inalternado, donde deberán emplearse por primera vez. En estas condiciones, el flamante maestro sólo puede hacer lo que hicieron muchas de las generaciones que lo precedieron -adaptarse a las prácticas convencionales de las “escuelas del mundo real (Hargreaves y Jacka, 1995). En otras palabras, es fácil que las “escuelas de desarrollo profesional” se conviertan en el Disney World del desarrollo: espacios segregados que simulan condiciones ideales de enseñanza-aprendizaje, pero que no preparan a los estudiantes de pedagogía para enfrentar la realidad de las escuelas en las que pronto darán inicio a sus carreras. Estas observaciones acerca de las cambiantes geografías sociales de la formación docente, llevan a dos recomendaciones finales dirigidas al aprendizaje profesional de maestros en la edad post-moderna.

11. La principal directriz de las Facultades de Educación debe ser apuntar al mejoramiento de la calidad de la enseñanza y el aprendizaje para todo los docentes, y no tan sólo para quienes recién comienzan sus carreras.. Las Facultades de Educación deben convertirse, primordialmente, en agentes de cambio para todas las escuelas y todos los maestros y no limitarse a las instituciones nuevas y a los maestro inexpertos. De lo contrario, el sistema educacional no podrá sustentar y brindar apoyo a las capacidades con que las Facultades formaron a sus alumnos. Por eso, al momento de introducir reformas en la formación docente, el peor punto de partida es el terreno mismo de la formación. En cambio, las asociaciones entre Facultades y un sistema más amplio de escuelas ofrece la mejor alternativa (Fullan y Watson, 1992).

12. La formación inicial de docentes y el aprendizaje profesional continuo

deben formar parte integral de este cambio sistémico, y no representar algo que se realiza fuera de él o en su reemplazo.

34

Conclusión Nos encontramos al borde de una edad de profesionalismo post-moderno en que los docentes tratan con una compleja y diversificada clientela, en condiciones de creciente incertidumbre moral, donde hay muchas estrategias de enseñanza que son viables, y donde hay más y más grupos sociales ejercen su influencia y tiene algo que decir. El que esta edad post-moderna vaya vaya a presenciar la emergencia de asociaciones positivas y estimulantes grupos e instituciones que trascienden el ámbito de la escuela y maestros que los docentes trabajen eficiente, abierta y autoritativamente con dichos socios; o que, en su defecto, esta edad vaya a ser testigo de la desprofesionalización de la docencia a la medida que los maestros sucumben bajo múltiples presiones, exigencias laborales intensificadas y limitadas oportunidades para aprender de sus colegas, es algo que aún está por decidirse. Esta decisión no debería abandonarse al “destino”, sino ser moldeada por la activa intervención de todos aquellos educadores que realmente entienden que si queremos un aprendizaje mejor en el aula para nuestros alumnos, debemos crear un excelente aprendizaje profesional para quienes los forman.

35

Referencias Abrahamson, J. (1974). Classroom constraints and teacher coping strategies: A way to

conceptualize the teaching task; Tesis Doctoral. Chicago: Universidad de Chicago.

Acker, S. (1995). Gender and teachers’ work. En M. Apple (Ed.), Review of Research in

Education, 21. Washington, D.C.: AERA. Ashton, P. y Merritt, H. (1979). Inset at a distance, Cambridge Journal of Education, 9,

2-3. Barlow, M. y Robertson, H.J. (1994). Class warfare: The assault on Canada’s schools.

Toronto: Key Porter Books Barton, L., Barrett, E., Whitty, G., Miles, S., y Furlong, J. (1994). Teacher education

and teacher professionalism in England: Some emerging issues. British Journal of Sociology of Education, 15(4), 520-544.

Bassey, M. (1978). Nine hundred primary school teachers. Slough, NFER. Bauch, J.P. (1996). The shape of the future of parental involvement: Technological

innovation and new partnerships. Trabajo presentado en ocasión de la Conferencia Anual de la Sociedad de Educadores y Especialistas, realizada en San Juan, Puerto Rico, entre el 18 y 21 de marzo.

Baumann, Z. (1992). Intimations of postmodernity. Londres: Routledge & Kegan Paul. Beresford, E. (1996). How do we provide effective education/training for staff related

work with parents? Trabajo presentado en la Conferencia Education is Partenrship, Copenhagen, noviembre.

Blase, J.J. (1987). The politics of teaching: The teacher-parent relationship and the

dynamics of diplomacy. Journal of Teacher Education, 38(2), 53-60. Brito, S., y Waller, H. (1993). Partnership at what price? En Merttens, R., Mayers, D.,

Brown, A. Y Vass, J. (Eds). Ruling the margins: problematising parental involvement. Londres: University of North London Press.

Britzman, D. (1991). Practice makes practice: A critical study of learning to teach.

Albany: SUNY Press. Bromme, R. (1987). Teachers’ assessments of students’ difficulties and progress in

understanding in the classroom. En Calderhead, J. (Ed.), Exploring Teacher Thinking. Eastbourne: Holt-Saunders.

36

Bullough, R. V. y Gitlin, A.D. (1994). Challenging teacher education as training: Four

propositions. Journal of Education for Teaching, 20(1), 67-81. Bullough, R. V. Jr. Knowles, J.G. y Crow, N. (1991). Emerging as a teacher. Londres:

Routledge. Burgess, R., Herphes, C., y Moxan, S. (1991). Parents are welcome: Headteachers and

mothers’ perspectives on parental participation in the early years. Qualitative Studies in Education, 4(2), pp. 95-107.

Caldwell, B. y Spinks, J. (1992). Leading the self-managing school. Londres y

Washington, D.C.: Falmer Pess. Calvert, J. y Kuehn, L. (1994). Pandora’s box: Corporate power, free trade and

Canadian education. Toronto: Our Schools/Ourselves Education Foundation. Campbell, R.J. (1985). Developing the primary curriculum. Londres: Holt, Rinehart y

Winston. Clark, C.M. y Peterson, P.L. (1980). Teachers’ thought processes. En Wittrock, M.C.

(Ed.), Handbook of Research on Teaching, tercera edición, New York: Macmillan Press.

Cuban, L.J. (1984). How teachers taught: Constancy and change in American

classrooms 1890-1980. New York: Longman. Curtis, B. (1988). Building the educational state: Canada west. New York y Filadelfia:

Falmer Press. Dahloff, U. y Lundgren, U.P. (1970). Macro and micro approaches combined for

curriculum process analysis: A Swedish education field project. Informe preparado por el Intituto de Goeteborg, Suecia.

Darling-Hammong, L. (1994). Developing professional development schools: Early

lessons, challenge, and promise. En Darling-Hammong, (Ed.), Professional Development Schools: Schools for a Developing Profession. New York: Teachers College Press, Columbia University, 1-27.

Day, C. (1997). Teachers in the twenty-first century’s: Tine to renew the vision. En A.

Hargreaves y R. Evans (Eds.), Beyond Educational Reform. Buckingham: Open University Press.

Day, C., Hall, C., Gammage, P. y Coles, M. (1993). Leadership and curriculum in the

primary school: The roles of senior and middle management. Londres: Paul Chapman Publishing Co.

37

Dehli, K. y Januario, I. (1994). Parent activism and school reform in Toronto. Toronto:

The Department of Sociology. The Ontario Institute for Studies in Education at the University of Toronto.

Dow, A. (1996). Status quo? Post-fordism, kowledge and power at Gallipoli high

school. Trabajo presentado en la Conferencia Anual de la American Educational Research Association, New York, abril.

Earl, L. y LeMahieu, P. (1997). Rethinking assessment and accountability. En

Hargreaves, A. (Ed). Rethinking Educational Change with Heart and Mind. The 1997 ASCD Yearbook, Alexandria, Va.: Association for Supervision and Curriculum Development.

Elkind, D. (1997). Schooling in the postmodern world. En A. Hargreaves, A. (Ed).

Rethinking Educational Change with Heart and Mind. The 1997 ASCD Yearbook, Alexandria, Va.: Association for Supervision and Curriculum Development.

Englung, T. (1996). Are professional teachers a good thing? En I. Goodson y A.

Hargreaves (Eds.), Teachers’ Professional Lives. Londres y Filadelfia: Falmer Press.

Epstein, J. (1995). School/family/community partnerships. Phi Delta Kappan, 76, 701-

712. Etzioni, A. (1993). The spirit of community: Rights, responsibilities and the

communitarian agenda. New York: Croan Publishers. Flinders, D.J. (1988). Teachers’ isolation and the new reforms. Journal of Curriculum

and Supervision, 4(1), 17-29. Fullan, M. y Connelly, M. (1990). Teacher education in Ontario: Current practices and

options for the future. Toronto: Ontario Ministries of Colleges and Universities and of Education and Training.

Fullan, M. y Hargreaves, A. (1996). What’s worth fighting for in your school? Segunda

edición. New York: Teachers’ College Press. Fullan, M. y Watson, N. (1991). Beyond school-university partnerships. En Fullan, M. y

Hargreaves (Eds.), Teacher Development and Educational Change. East Sussex, Reino Unido: Falmer Press.

Fullan, M (1991). The new meaning od educational change with S. Stiegelbauer, New

York: Teachers College Press.

38

Galloway, D. (1985). Pastoral care and school effectiveness. En D. Reynolds (Ed.), Studying School Effectiveness. Lewes: Falmer Press.

Galton, M., Simon, B., y Croll, P. (1980). Inside the primary classroom. Londres:

Routledge & Kegan Paul. Goodlad, J.I. (1984). A place called school: Prospects for the future. New York:

McGraw-Hill. Goodson, I.F. (1988). The making of curriculum. New York: Falmer Press. Grimmett, P.y Crehan, E.P. (1992). The nature of collegiality in teacher development.

En Fullan, M. y Hargreaves (Eds.), Teacher Development and Educational Change. Londres y New York: Falmer Press.

Grossman, P. (en prensa). Of regularities and reform: Navigating the subject specific

territory of high school. En M. McLaughlin y I. Oberman (Eds.), Professional Development in the Reform Era. New York: Teachers’ College Press.

Hamilton, D. (1989). Towards a theory of schooling. New York: Falmer Press. Hammersley, M. (1974). The organization of pupil participation. Sociological Review,

22(3), 355-368. Hammersley, M. (1976). The mobilization of pupil attention. En Hammersley, M. y

Woods, P. (Eds.), The Process of Schooling. Londres: Routledge & Kegan Paul. Hammersley, M. (1977). The cultural resources required to answer a teacher’s

question. En Hammersley, M. y Woods, P. (Eds.), School Experience. Londres: Croom Helm.

Hanson, D. y Herrington, M. (1976). From College to classroom: The probationary

year. Londres: : Routledge & Kegan Paul. Hargreaves, A., Earl, L. y Ryan J. (1996). Schooling for change: Reinventing

Education for early adolescents. Londres: Falmer Press. Hargreaves, A., y Goodson, I. (1992). Schools for the future: Towards a Canadian

vision. Documento preparado para: Employment and Inmigration Council, Innovations and Programs Branch, agosto.

Hargreaves, A., y Goodson, I. (Eds.) (1996). Teachers professional lives: Aspirations

and actualities, I. Goodson y A, Hargreaves (Eds.), Teacher Professional Lives. Londres: Falmer Press.

39

Hargreaves, A., y Jacka, N. (1995). Induction or seduction? Peabody Journal of Education, 70(3), 41-63.

Hargreaves, A., (1997). Progressivism and pupil autonomy. Sociological Review, 25, 3. Hargreaves, A., (1978). The significance of classroom coping strategies. En Barton, L.

y Meighan, R. (Eds.), Sociological Interpretations of Schooling and Classrooms: A Reappraisal. Driffield: Nafferton Books.

Hargreaves, A., (1979). Strategies, decisions and control. En Eggleston , J. (Ed.),

Teacher Decision-Making in the Classroom. Londres: Routledge & Kegan Paul. Hargreaves, A., (1994). Changing teachers, changing times: Teacers’ work and culture

in the postmodern age. Londres: Cassell, New York: Teachers’ College Press y Toronto: University of Toronto Press.

Hargreaves, A., (1995). Towards a social geography of teacher education, En

Shimahara, N.K. y Holowinsky, I. Z. (Eds.), Teacher Education in Industrialized Nations. New York: Garland.

Hargreaves, A., (1997). Rethinking educational change. En A. Hargreaves, A. (Ed).

Rethinking Educational Change with Heart and Mind. The 1997 ASCD Yearbook, Alexandria, Va.: Association for Supervision and Curriculum Development.

Hargreaves, A., (próximo a publicarse). The emotions of educational change. En A.

Hargreaves, M. Fullan, A. Lieberman y D. Hopkins (Eds.), International Handbook of Educational Change. The Netherlands: Kluwer Press.

Hargreaves, A., Davis, J., Fullan, M., Wignall, R. Stager, M. y MacMillan, R. (1992).

Secondary school work cultures and educational change. Toronto: The Ontario Institute for Studies in Education at the University of Toronto.

Hargreaves, A., Leithwood, K., Gerin-Lajoie, D. y otros (1993). Years of transition:

Times for change. Toronto: The Ontario Institute for Studies in Education. Hargreaves, D., (1980). The occupational culture of teaching. En P. Woods (Ed.),

Teacher Strategies. Londres: Croom Helm. Hargreaves, D., (1994). The new professionalism: The synthesis of professional and

institutional development. Teaching and Teacher Education, 10(4), 423-38. Hargreaves, D., (1995). School culture, school effectiveness and school improvement.

School Effectiveness and School Improvement. 61(1), 23-46. Harvey, D. (1989). The Condition of postmodernity. Cambridge: Polity Press.

40

Heath, S.B. y Mclaughlin, M.W. (1994). The best of both worlds: Connecting schools

and community youth organizations for all-day, all-year learning. Educational Administration Quarterly, 20(3), 278-300.

Helsby, G. y Knight, P. (próximo a publicarse). Continuing professional development

and the National Curriculum. En G. Helsby y G. McCulloch (Eds.), Teachers and the National Curriculum. Londres: Cassell.

Helsby G.y McCulloch G. (Eds.), (próximo a publicarse). Teachers and the National

Curriculum. Londres: Cassell. Helsby, G. (1995). Teachers’ construction of professionalism in England in the 1990’s.

Journal of Education for Teaching, 21(3), 317-332. Henry, M.E. (1994). Parent-school partnerships: Public school reform from a feminist

perspective. Trabajo presentado en la Conferencia Anual de la American Educational Research Association, New Orleans.

Hewitt, J. (1994). Teaching teenagers: Making connections in the transition years.

Thorndale, Ontario: Willsdowne Press. Hoetker, J. Ahlbrand, W.P. (1969). The persistence of the recitation. American

Educational Research Journal, 6. Holt, J. (1969). How children fail. Harmondsworth: Penguin. Holt, J. (1971). The underachieving school. Harmondsworth: Penguin. Hoyle, E. (1974). Professionality, professionalism and control in teaching. London

Educational Review, 3, 13-19. Illich, I. (1971). Deschooling society. New York: Harper & Row. Ingvarsson, L. (1992). Educational reform through restructuring industrial awards: A

study of the advanced skills teacher, mimeógrafo. Melbourne: Melbourne University School of Education.

Johnson, S.M. (1990). Teachers at work. New York: Basic Books. Joyce, B. y Showers, B. (1988). Student achievement through staff development. New

York: Longman. Joyce, B. y Weil, M. (1980). Models of teaching (segunda edición). Englewood Cliffs,

New Jersey: Prentice-Hall, Inc.

41

Kanter, R.M., Stein, B. A. y Jick, T.D. (1992). The challenge of organizational change. New York: The Free Press.

Kelchtermans, G. (1996). Teacher vulnerability: Understanding its moral and political

roots. Cambridge Journal of Education. Kenway, J. (1993). Marketing education in the post-modern age. Journal of

Educational Policy, 8(2), 105-22. Labaree, D. (1992). Power, knowledge and the rationalization of teaching: A genealogy

of the movement to professionalize teaching: Harvard Educational Review, 62(2), 123-154.

Lacey, C. (1977). The socialization of teachers. Londres: Methuen. Lawn, M. (1990). From responsibility to competency: A new context for curriculum

studies in England and Wales. Journal of Curriculum Studies, 22(4), 388-92. Lawton, D. (1980). The politics of school curriculum. Londres: Routledge & Kegan

Paul. Leinberger, P. y Tucker, B. (1991). The new individualists: The generation after the

organization man. New York: Harper Collins. Levi, M. y Ziegler, S. (1991). Making connections: guidance and career education in

the middle years. Toronto: The Ontario Ministry of Eduaction. Levin, B. (1995). Changing schools in a changing world. Trabajo presentado en el

Simposio de Professional Actions and Cultures of Teaching (P.A.C.T.), Scarborough, Ontario, octubre 20 a 22.

Lieberman, A. (1996). Practices that support teacher development: Transforming

conceptions of professional learning. En, Milbrey W. McLaughlin e Ida Oberman (Eds.), teacher learning: new policies, new practices. New York, Columbia University: Teachers’ College Press, 185-201.

Little, J.W. y Mclaughlin, M.W. (Eds.). (1994). Teachers’ work: Individuals, colleagues

and contexts. New York: Teachers’ College Press. Little, J.W. (1990b). The persistence of privacy: Autonomy and initiative in teachers’

professional relations. Teachers’ College Record, 91(4), 509-36. Little, J.W. (1993). Teachers professional development in a climate of educational

reform. Educational Evaluation and Policy Analysis, 15(2), 129-51.

42

Lortie, D. (1975). Schoolteacher: A sociological study. Chicago: University of Chicago Press.

McLaughlin, M.W. (próximo a publicarse). Rebuilding teacher professionalism in the

United States. En A. Hargreaves y R. Evans (Eds.), Buying Teachers Back. Buckingham: Open University Press.

McTaggert, R. (1989). Bureaucratic rationality and the self-educating profession: The

problem of teacher privatism. Journal of Curriculum Studies, 214(4), 345-361. Metz, M. (1978). Order in the secondary school: Strategies for control and their

consequences. Sociological Inquiry, 48(1), 59-69. Metz, M. (1991). Real school: A universal drama amid disparate experience. En D.

Mitchell y M. Gnesta (Eds.), Education Politics for the New Century, The Twentieth Anniversary Yearbook of the Politics of Education Association. Filadelfia: Falmer Press.

National Board for Professional Teaching Standards. (1993). What teachers should

know and be able to do. Newmann, F.M. (Primavera, 1994). School-wide professional community. Issues in

restructuring schools, (6). Madison, WI: Centre on Organization and Restructuring of Schools.

Nias, J., Southworth, G., y Campbell, P. (1992). Whole school curriculum development

in the primary school. Londres y Washington D.C.: Falmer Press. Nias, J., Southworth, G., y Yeomans, R. (1989). Staff relationships in the primary

school. Londres: Cassell. Nieto, S. (próximo a publicarse). Cultural difference and educational change. En, A.

Hargreaves, M. Fullan, A. Lieberman y D. Hopkins (Eds.), International Handbook of Educational Change. The Netherlands: Kluwer Press.

Pollard, A. (1982). A model of coping strategies. British Journal of Sociology of

Education, 3(1), 19-37. Postman, N. y Weingarter, C. (1969). Teaching as a subversive activity. New York:

Delacorte Press. Renihan, F.I. y Renihan, P. (1992). Educational leadership: A renaissance metaphor.

Education Canada, Spring, 11. Rosenholtz, S. (1989). Teachers’ workplace. New York: Longman.

43

Ross, J.A. (1995). Strategies for enhancing teachers’ beliefs in their effectiveness: Research on school improvement hypothesis, Teachers’ College Record, 97(2), 227-251.

Ryan, J. (1995). Organizing for teaching and learning in a culturally diverse school

setting. Documento preparado para la Conferencia Anual de la Canadian Society of the Study of Education, junio.

Scarth, J. (1987). Teacher strategies: A review and critique. British Journal of

Sociology of Education, 8(3), 245-262. Schempp, P.G., Sparkes, A. y Templin, T. (1993). The micropolitics of teacher

induction. American Education Research Journal, 30(3), 447-472. Sergiovanni, T. (1994). Building community in schools. San Francisco, CA: Jossey-

Bass. Shields, R. (1991). Places on the margin: Alternative geographies of modernity.

Londres: Routledge. Shimara, K. y Sakai, A. (1995). Learning to teach in two cultures: Japan and the

United States. New York: Galard Publishing. Shulman, L. (1987). Knowledge and teaching: Foundations of the new reform. Harvard

Educational Review, 57(1), 114-135. Silberman, C.E. (1970). Crisis in the classroom: The revaluing of American Education.

New York: Random House. Sinclair, J. y Coulthard, M. (1974). Towards an analysis of discourse: The English used

by teachers and pupils. Oxford: Oxford University Press. Siskin, L. (1994). Realms of knowledge. New York: Falmer Press. Sizer, T. (1992). Horace’s school: Redesigning the American high school. Boston:

Houghlin Mifflin Co. Smith, L. y Keith, P. (1971). Anatomy of educational innovation: An organizational

analysis of an elementary school. New York: Wiley. Sodor, R. (1990). The rhetoric of teacher professionalism. En J. Goodlad, R. Sodor y K.

Sirotnik (Eds.), The Moral Dimensions of Teaching. San Francisco: Jossey-Bass. Soja, E. (1989). Postmodern Geographies: The Reassertion of Space in Critical Social

Theory, New York: Verso.

44

Stallybrass, P. y White, A. (1986). The poetics and politics of transgression. Londres: Methuen.

Stoddart, P., Winitsky y O’Keefe. (1992). Developing the professional development

school. Trabajo presentado en la Conferencia Anual de la American Educational Research Association, San Francisco, abril.

Sugrue, C. (1996). Student teachers’ lay theories: Implications for professional

development. En Goodson, I. y Hargreaves, A. (Eds.), Teachers’ Professional Lives. Londres y New York: Falmer Press.

Talbert, J. y McLaughlin, M. (994). Teacher professionalism in local school contexts.

American Journal of Education, 102, 123-153. Toeffler, A. (1990). Powershift. New York: Bantam Books. Tyack, D. y Tobin, W. (1994). The grammar of schooling: Why has it been so hard to

change? American Educational Research Journal, 31(3), Otoño, 453-480. Tye, B. (1985). Multiple realities: A study of 13 American high schools. Lanham:

University Press of America. Vincent, C. (1996). Parents and teachers: Power and participation. Londres y Bristol,

Filadelfia: Falmer Press. Waller, W. (1932). The sociology of teaching. New York: Wiley. Webb, R. y Vulliamy, G. (1993). A deluge of directives: Conflict between collegiality

and managerialism in the post ERA primary school. British Education Research Journal, 22(4), 441-458.

Weber, S. y Mitchell, C. (1996). Using drawings to interrogate professional identity

and the popular culture of teaching. En, I.F. Goodson y A. Hargreaves (Eds.), Teachers’ Professional lives. Washington, D.C.: Falmer Press, 109-126.

Wideen, M., Mayer-Smith, J. y Moon, B. (1996). Knowledge, teacher development and

change. En, I.F. Goodson y A. Hargreaves (Eds.), Teachers’ Professional lives. New York: Falmer Press.