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DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Febrero 2006 Número 422 ISSN 0185-3716 Un paseo por el catálogo Ignacio Padilla busca al diablo en la obra de Cervantes Margit Frenk mira leer a Cervantes José Luis Martínez confiesa su bibliofilia Miguel León-Portilla nos acerca al Nican mopohua Enrique Krauze rastrea qué han dicho los historiadores sobre Hernán Cortés Octavio Paz describe cómo los tiros pueden salir por la culata ideológica Daniel Cosío Villegas plantea algunos problemas de América David A. Brading recorre la América de Alfonso Reyes Alfonso Reyes se pregunta por lo nacional y lo fuereño en la literatura Juan José Arreola sugiere cómo homenajear a la amada Julio Torri sabe de mujeres Carlos Monsiváis se aproxima a Carlos Pellicer

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DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Febrero 2006 Número 422

ISSN

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Un paseo por el catálogo

■ Ignacio Padilla busca al diablo en la obra de Cervantes■ Margit Frenk mira leer a Cervantes ■ José Luis Martínez confi esa su bibliofi lia■ Miguel León-Portilla nos acerca al Nican mopohua■ Enrique Krauze rastrea qué han dicho

los historiadores sobre Hernán Cortés ■ Octavio Paz describe cómo los tiros pueden

salir por la culata ideológica

■ Daniel Cosío Villegas plantea algunos problemas de América

■ David A. Brading recorre la América de Alfonso Reyes■ Alfonso Reyes se pregunta por lo nacional

y lo fuereño en la literatura■ Juan José Arreola sugiere cómo homenajear a la amada■ Julio Torri sabe de mujeres■ Carlos Monsiváis se aproxima a Carlos Pellicer

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Un paseo por el catálogo Sumario

El manto de Hades 2Ignacio Padilla

Cervantes, lector silencioso 6Margit Frenk

Bibliofi lia 7José Luis Martínez

[hospital de neurología] 9Cristina Rivera-Garza

Tonantzin Guadalupe 10Miguel León-Portilla

La espada y la cruz 12Enrique Krauze

Los problemas de América 15Daniel Cosío Villegas

Tiros por la culata 18Octavio Paz

Alfonso Reyes y América 20David A. Brading

Literatura nacional, literatura mundial 23Alfonso Reyes

Para entrar al jardín 25Juan José Arreola

Mujeres 25Julio Torri

Almanaque de las horas 26Julio Torri

Carlos Pellicer: notas, claves, silencios, alteraciones 27Carlos Monsiváis

Ignacio Padilla, narrador y ensayista, escribió Espiral de artillería ■ Margit Frenk es autora de Nuevo corpus de la antigua lírica popular hispánica (siglos xv a xvii) ■ José Luis Martínez, crítico literario e historiador, dirigió el fce entre 1977 y 1982 ■ Cristina Rivera-Garza es narradora y académica ■ Miguel León-Portilla es antro-pólogo, historiador, traductor, poeta ■ Enrique Krauze es historiador y empresario cultural ■ Octavio Paz fue el mayor autor mexicano de la segunda mitad del siglo xx ■ Daniel Cosío Villegas, fundador del fce y su direc-tor entre 1934 y 1947, fue historiador ■ David A. Bra-ding, inglés, es historiador ■ Alfonso Reyes fue el mayor autor mexicano de la primera mitad del siglo xx ■ Juan José Arreola, narrador oral y por escrito, refrescó la lite-ratura mexicana con su Confabulario ■ Julio Torri, autor de una obra parca pero gozosa, también fue maestro universitario ■ Carlos Monsiváis es periodista, crítico literario, cronista crónico

Hay buenas razones para ir de paseo por el catálogo del fce. A lo largo de sus más de siete décadas de actividad, el Fondo ha buscado atender una gran diversidad de necesidades de lectura, por lo que su lista de autores y obras es larga y rica: el Catálogo histórico, 1934-2004, tomazo con unas 1 750 páginas, es un mapa de esa región a la que ahora haremos una visita, la cual responde a una feliz circunstancia del comercio del libro en el mundo globalizado: en la próxima Feria del Libro de Londres, que se llevará a cabo del 5 al 7 de marzo de este año, México será el país invitado. En efecto, la London Book Fair eligió a nuestro país como su Market Focus. La de Londres pertenece al género de las ferias profesionales, pues su materia funda-mental es el comercio de derechos de autor o la adquisición de grandes cantidades de ejemplares. La designación de México como “mercado focal” pretende ser un estímulo al intercambio libresco con el mundo de habla inglesa en particular. Hemos sintonizado este número con el esfuerzo de promoción que la casa hará a su paso por la capital del Reino Unido, tanto con la presencia de algunos autores en la feria como con una exposi-ción y venta de libros mexicanos.

Abrimos con un texto de Ignacio Padilla, que suma a su obra un convincente ensayo sobre la presencia de lo diabólico en la obra de Miguel de Cervantes. El autor de Amphytrion busca así un acercamiento refrescante al Quijote, tal como hizo Margit Frenk en su estudio sobre la lectura a comienzos del siglo xvii, trabajo del que tomamos un fragmento. Lecturas minuciosas como estas dos delatan el germen de la bibliofi lia, grato pade-cimiento al que José Luis Martínez se ha entregado a lo largo de su extensa y fecunda vida. La muestra que presentamos del texto en que evoca cómo se hizo de ejemplares para su colec-ción personal puede contagiar al lector esa feroz pasión por el libro en tanto objeto. A manera de transición, presentamos un poema de Cristina Rivera-Garza, de quien circula ya Los textos del yo.

Saltemos ahora a una sección de “infaltables”. De la vasta obra de Miguel León-Portilla reproducimos el texto introduc-torio a su versión en castellano del célebre Nican mopohua, ese texto híbrido que da claves sobre el trasvase de Tonantzin a Guadalupe. Enrique Krauze, con un fragmento de su libro más reciente, revisa el modo en que el conquistador Hernán Cortés ha sido estudiado —con veneración o con odio— por algunos de los principales historiadores de México. Heredero de éstos, Daniel Cosío Villegas plantea en el texto siguiente algunos problemas que han aquejado al continente latinoamericano desde su conformación. En esa dirección, republicamos un artículo de Octavio Paz —y deliberadamente resistimos la ten-tación de seleccionar los clásicos textos pazianos— en el que se trata de localizar y comprender un momento en que la culata del marxismo dejó escapar más de un tiro.

Rematamos con una porción centrada en la que es ya litera-tura clásica del siglo xx mexicano. El historiador inglés David Brading —que encarna por su origen y sus intereses el espíritu de esta entrega— rastrea las ideas de Alfonso Reyes sobre nuestro continente y el propio Reyes refl exiona a continuación sobre la necesidad de no confundir, en literatura, lo nacional con lo puerilmente típico. Ejemplos de ese benéfi co equilibrio son Juan José Arreola y Julio Torri, quienes con los raíces bien

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aferradas al terruño supieron hablarle al mundo, como se ve en los textos incluidos aquí. Finalmente, del infatigable Carlos Monsiváis presentamos parte de su ensayo sobre Carlos Pelli-cer, poeta que además fue hombre de acción política.

Todo paseo es fragmentario. Requisito para disfrutar la visi-ta a un lugar que se antoja interminable es convencerse de que tarde o temprano volveremos a él. Eso querríamos que hicie-ran nuestros lectores con el catálogo del Fondo.

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El manto de HadesIgnacio Padilla

Directora del FCE

Consuelo Sáizar

Director de La GacetaTomás Granados Salinas

Consejo editorialConsuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Laura González Durán, Max Gonsen, Nina Álvarez-Icaza, Paola Morán, Luis Arturo Pelayo, Pablo Martínez Lozada, Geney Bel-trán Félix, Miriam Martínez Garza, Fausto Hernández Trillo, Karla Ló-pez G., Alejandro Valles Santo To-más, Héctor Chávez, Delia Peña, Antonio Hernández Estrella, Juan Camilo Sierra (Colombia), Marcelo Díaz (España), Leandro de Sagastizá-bal (Argentina), Julio Sau (Chile), Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat (Venezuela), Ignacio de Echevarria (Estados Unidos), César Ángel Agui-lar Asiain (Guatemala), Rosario To-rres (Perú)

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

Diseño y formaciónMarina Garone y Cristóbal Henestrosa

IlustracionesTomadas de diversas obras de nuestro catálogo infantil y juvenil. Véase el recuadro en la página 16

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Pi-cacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, ex-pedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fon-do de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

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Nadie duda de la existencia del diablo, al menos como personaje literario. Símbolo fértil, Satanás va y viene en los libros con preocupante comodidad. En El diablo y Cervantes, que empieza a circular en nuestra colección Letras Mexicanas y del que hemos tomado parte del texto de introducción, Padilla logra —con un buen humor que disimula la rigurosa investigación que lo sustenta— un acercamiento refrescante, y levemente aterrador, a la obra cervantina

Las bodas del arte y Satanás

Hasta hace algunas guerras, Satanás fue el principal responsable de casi todos nues-tros males y, cómo negarlo, de muchas de nuestras venturas. El escurridizo ángel caído se adjudicaba epidemias, promovía revueltas, comerciaba con lo trascendente y a menudo patrocinaba las artes. Si era invocado por escritores, favorecía la lucidez y la perdición; si por príncipes, dosifi caba el poder terrenal; si por amantes, prometía la voluntad del ser amado. Pero todo tiene un límite: en las postrimerías del siglo xix Lucifer comprendió al fi n que su mayor destreza estaba en la invisibilidad. Desde entonces su poder es infi nito, pues los hombres lo creemos inexistente.

Nadie ignora que el cornudo Lucifer del cristianismo heredó muchos de los atri-butos de sus ancestros grecolatinos, bárbaros y orientales. En esta herencia múltiple, lo más inquietante es el manto que hacía invisible a la deidad infernal de los griegos. Frente a éste, sus demás características parecen simples variaciones de lo que natural-mente nos aterra. Su cornamenta, sus ojos serpentinos y sus afi ladas garras describen a la fi era que desde siempre amenaza al precario animal humano; su variable color, usualmente negro o rojo, es refl ejo del fuego que destruye o la noche que espanta; su gigantismo o la irregular multiplicación de sus extremidades son deformaciones físi-cas con que intentamos describir su desconcertante monstruosidad ontológica.

Pero la invisibilidad de Satanás es infi nitamente más compleja que sus rasgos físi-cos. El manto de Hades es por contraste una alegoría intrincada, un inconsciente o resignado homenaje al poder devastador de un Mal que no vemos ni comprendemos, aunque indudablemente se encuentra entre nosotros.

Revelador en su siglo y lugar común en el nuestro, Baudelaire aseguraba que la más bella astucia del diablo es convencernos de que no existe. Años más tarde, Rougemont lamentaría con alarma que la humanidad hubiese cedido a ese último y supremo en-gaño de Lucifer. En los albores de la Gran Guerra, el diablo había dejado de estar de moda. De pronto pareció más sensato negarlo, entregarse a él confundiendo su invi-sibilidad con su ausencia, renunciar a él como quien piensa ingenuamente que las propias miserias desaparecerán cuando se destruya el espejo que las muestra.

Dirán a todo esto los demonófi los que el milenarismo de los años noventa arreba-tó su manto a Hades y volvió a hacerlo visible. Creo, no obstante, que este diablo edulcorado, media tizado y engrandecido con singular pobreza imaginativa no es ni la pálida sombra del temible personaje al que se referían Rougemont y Baudelaire, aquel demonio que diera tanto que pensar a los teólogos de la edad media y tanto que escribir a los artistas que vinieron luego. El voraz Lucifer de Dante, el prometeico Satanás de Milton y los demonios diletantes de Marlowe ríen a pierna suelta ante los olvidables homenajes del Heavy Metal o la pueril fantasía del adolescente vigesímico enganchado en un juego de rol. En los despojos de la Unión Soviética, numerosos santones recorren la estepa pregonando el retorno del Maligno, pero estoy seguro de que ninguno de estos epígonos del staretz Zosima quitarían jamás el sueño a Aliosha Karamazov, el Bueno.

Recordar a ese antiguo demonio a través de la literatura es uno de los fi nes de El

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diablo y Cervantes. Lo invoco porque ignorarlo nos empobrece más de lo que nos tranquiliza. Porque este ser multívoco, es-quivo y arteramente oculto me parece uno de los caminos más fi rmes para explorar las verdades del Mal, ese territorio que Satanás ha compartido con los hombres desde que el mundo es mundo.

El creciente desprestigio de Satanás en nuestros días se explica en buena parte por la insistencia de artistas y pensadores en considerarlo un mero producto de la superstición. La paradó-jica tiranía de la razón moderna y su presunta incompatibilidad con la fe consiguieron descafeinar a Lucifer mediante el me-nosprecio generalizado de los hombres hacia lo inexplicable o lo obtusamente explicado.

Pero el diablo, hay que decirlo, es sólo medio hermano de la superchería. Para mirarlo a la cara es preciso entender primero que el con-cepto diabólico, más allá de sus repre-sentaciones, trasciende el universo de la superstición para erigirse como elemen-to fundamental de un sistema coherente de creencias. Coincido con Burton Rus-sel cuando rechaza la suposición de que la creencia en el diablo está desfasada o es supersticiosa. Lo que hay que pregun-tarse de cualquier idea —propone el ilustre demonólogo— no es si está des-fasada sino si es cierta. Bien mirado, Lucifer se mueve incómodo en la larga lista del seudosaber, sobre todo si toma-mos en cuenta que los conceptos de su-perchería o seudosaber responden a apreciaciones subjetivas de la Verdad, no digamos del Bien. De igual manera re-sulta difícil entender al diablo bajo la defi nición canónica de lo supersticioso, es decir, como algo extraño a la fe religiosa o contrario a la razón: Satanás, digámoslo de una vez, no es alienable de la devoción, por cuanto nace de ella, menos aún de la razón, su tantas veces aliada a lo largo de la historia. Incluso entre los teólogos se impone hoy una amplia zona de indefi nición entre lo que es y no es superchería. Y es precisamente en ese inte-rregno donde el auténtico Satanás se libera, ya no como pro-ducto de una presunta o impuesta desviación del sentido reli-gioso, sino como reiterada expresión de uno o varios conceptos trascendentes y por ende legítimos.

Ante la insufi ciencia de la razón para defi nirlo o suprimirlo, Satanás ha sido generosamente cobijado por el arte, bastión último de la ambigüedad y de la eterna mutación como partes inalienables de la verdad. Decía André Gide que no hay obra de arte sin la colaboración del demonio. Lo recíproco, acota Jorge Cuesta, es igualmente cierto: no hay colaboración del demonio sin obra de arte. Las bodas del arte y Lucifer no po-dían ser más felices: proclives por naturaleza a refl ejar, criticar y perturbar lo establecido, demonios y artistas se procuran mutuamente como si en ello les fuera la existencia.

En el campo concreto de la literatura, la conspiración entre Lucifer y los poetas ha sido especialmente prolija. Tal es y sigue siendo la presencia del diablo en las letras, que se ha vuelto imperioso matizarla para mejor comprenderla. Con este

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fi n, Salvador Elizondo ha propuesto separar en dos partes el elemento diabólico de la literatura de occidente: la que contie-ne a Satanás como origen y la que lo contiene como tema. De estas dos partes, me interesa más el diablo como tema que como origen. Prefi ero dejar a los devotos del malditismo el escrutinio biográfi co de aquellos autores que se aliaron tácita o explícitamente con el Maligno para engendrar sus obras. Dejo asimismo a los teólogos la ingrata labor de atizar la eterna pes-quisa sobre el papel del Mal en el cosmos o la existencia en sí de Satanás. Parcial o perezoso, me atengo aquí al estudio de lo diabólico como fi gura literaria, lo abordo esencial aunque no únicamente como alegoría, me aproximo a él como mudable signifi cante de una serie de signifi cados trascendentes que, para ser un día literatura, arrancaron primero de la perpetua preocupación de la humanidad por dar nombre y forma a los

accidentes que obstaculizan su camino hacia la plenitud del ser.

Proponer el estudio de Satanás de esta manera sólo puede ser el principio de una delimitación necesariamente más estricta. Más que una camisa de fuerza, el carácter alegórico de las numerosas representaciones literarias del Mal es en sí mismo un universo. Tan digno de in-terés me parece el Mefi stófeles de Goethe, devoto del Mal aunque practi-cante del Bien, como el tierno demonio que siglos más tarde apareció sentado en el lecho de la novelista Marina Tzvetaie-va. Tanto vale en este orden el diablo beisbolista de Musil, que excita al cielo a batir grandes récords, como los muchos satanases que habitan la vasta obra de Thomas Mann. Como el alma del gera-seno bíblico, Lucifer es Legión en la li-teratura, existe y emite signifi cados nu-

merosos, cambiantes, contradictorios, rara vez acordes con los que proponen la teología o la ética. Su valor no puede estimar-se en términos de su compatibilidad con cánones que no sean los de la exégesis literaria, acaso el único sistema que tolera, aprecia y considera a cabalidad su mimetismo, su ambigüedad y el hecho incontrovertible de que Satanás encarna los varia-bles temores, deseos e ideas del alma fi eramente humana que decidió nombrarlo en un momento y espacio dados.

Hacia el fi nal de Los hermanos Karamazov, el diablo se apa-rece al delirante Pavel bajo la apariencia de un bondadoso ca-ballero. La charla que entonces entablan es un auténtico trata-do de diabología literaria, un tratado que, fi el a su naturaleza, plantea más preguntas que respuestas. “Ni un solo instante te he tomado por una verdad real —grita el atormentado Kara-mazov—. Tú eres una mentira, una enfermedad, un espectro. Eres una alucinación mía. Eres la encarnación de mí mismo, aunque, de todos modos, sólo de una parte: la de mis pensa-mientos y sentimientos más asquerosos y estúpidos.” Mentira o delirio, peste o espejo de nuestras vilezas, el diablo de Dos-toievski habla poco porque sabe que su función está en catali-zar la angustia, la duda, esa atormentada discusión de la con-ciencia que conduce lo mismo a la luz que a la perdición.

Plural, accesorio, proverbial y necesariamente equívoco, Satanás no podía menos que infestar la literatura, pues ésta,

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amén de reconocerlo, lo embellece. Desde Dante hasta Bul-gakov, los escritores lo han sustraído del folclor y del púlpito para otorgarle un valor estético que no deja de ser inquietante. Ambiguos y ubicuos, los demonios literarios sirven a la belleza y son servidos por ella mientras claman por un papel protagó-nico entre los recursos del artista para entender por qué los monstruos nos seducen tanto a través del arte. Bastaría acaso que Lucifer fuese la representación inmutable e inequívoca del Mal para que su carga signifi cativa fuese digna de interés. El diablo, sin embargo, es mucho más que eso: su riqueza está en la mutación constante, en esa infi nita renovación semiótica que permite que lo ilumine todo, o casi todo, desde su infernal os-curidad. No dudo que la lectura diabólica de una obra o conjunto de obras de arte pueda ayudarnos a entender la obra misma a través de Lucifer, pero creo igualmente que la obra puede ayudarnos también a entender mejor al diablo. Sa-bemos que los hechos preceden la inter-pretación, pero en este caso conviene reconocer que un proceso inverso es también admisible. Al menos en la literatura, el concepto puede ser simultáneamente causa y efecto de la interpretación. De ahí que ni siquiera parezca necesario que el autor entienda o crea en Satanás para que éste pueda dar algún sentido a su obra.

Invoco estos últimos argumentos para explicar mi empeño en descifrar las reglas que motivaron la presencia del diablo y la elaboración de su sentido en la obra de un autor determina-do. Una vez hecho esto, expongo a continuación mis motivos para haber decidido que dicha obra no sea otra que la de Mi-guel de Cervantes Saavedra.

Carta de naturalización

Si las literaturas fuesen países, Satanás tendría ciudadanía española, si no por nacimiento, al menos por naturaliza-ción. Su pasaporte, desde luego, sería falso, pero eso no va en contra de su acentuada hispanidad. Que Don Juan o Celestina, tan endiabladamente huma-nos, sean asimismo tan españoles, se ex-plica acaso porque pocas naciones como España han gozado y padecido la ubicui-dad de Lucifer. Pensadores tan notables como Menéndez Pelayo, Caro Baroja y Flores Arroyuelo han demostrado ya cómo y por qué el diablo es un persona-je sobresaliente en la historia de esa na-ción. A despecho de los santiaguistas, el cristianismo peninsular es el hijo sobrea-limentado de las enseñanzas de Pablo de Tarso, inventor no sólo de nuestra devo-ción, sino del diablo occidental. Si el arte, la historia y el pen-samiento españoles conceden al Maligno un lugar de honor es porque responden con ello a numerosos siglos de intenso apos-tolado diabólico en suelo peninsular.

La literatura española es quizá la muestra más notable de esta singular presencia: desde las novelas de caballería hasta los esperpentos valleinclanescos, desde la lírica popular hasta

Ante la insufi ciencpara defi nirlo o suSatanás ha sido gecobijado por el artúltimo de la ambigeterna mutación cinalienables de la

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los donjuanes de Benet y Vila-Matas, Lucifer ha sido una in-dudable manía ibérica. Por sí sola, la literatura del Siglo de Oro constituye un auténtico catálogo de demonios, infi ernos y endemoniados, cuáles canónicos, cuáles extravagantes. En este sentido, la atendible propensión de los lectores por lo evidente sitúa a Quevedo a la cabeza de una lista de escritores endiabla-dos donde se cuentan también Calderón y Lope de Vega. Desde esta lectura meramente funcionalista, se diría que Mi-guel de Cervantes se halla muy lejos de fi gurar entre los auto-res españoles claramente obsesionados por el tema diabólico.

Esta impresión, sin embargo, es refutable incluso desde el engañoso horizonte de las cifras. Disuelto en la profusa varie-

dad temática de la suma cervantina, el Satanás de Miguel de Cervantes es más numeroso y digno de consideración de lo que quieren los hispanistas. Sólo el Diccionario de Cervantes, que en modo alguno podría considerarse exhaustivo, ubica en el Quijote un centenar de alu-siones explícitas al diablo, los demonios, los endemoniados, las diabluras, lo en-

diablado y lo diabólico. Y si a esto se añaden alusiones también explícitas al infi erno y a los numerosos seudónimos de Satanás, la centena quijotesca llega sobradamente a duplicarse.

Por si esto no bastara para justifi car un estudio del demonio según Cervantes, así fuera solamente en su obra cumbre, cabe añadir que la presencia de Satanás no se limita a sus menciones explícitas en el Quijote. La intrincada red de signos diabólicos en esta gran novela comprende todos los niveles del discurso, como no podía ser menos en una obra intencionadamente pa-ródica que abreva de inabarcables fuentes literarias, folclóricas y teológicas en las que el diablo es de por sí importante materia de refl exión. Episodios como el descenso a la Cueva de Mon-

tesinos, y personajes como el mono adi-vino Maese Pedro, han merecido ya no-tables aunque breves lecturas a la luz de sistemas de signifi cación tales como el infi erno y el bestiario diabólico. No obs-tante, el inventario de elementos quijo-tescos susceptibles de una lectura demo-nológica es mucho más amplio, pues comprende pasajes y personajes cuya connotación diabólica sólo se hace evi-dente a través de una cuidadosa lectura a la luz de la coyuntura religiosa e ideoló-gica en que fueron concebidos. Indivi-duos como el cobarde Cardenio, objetos como Clavileño o la cabeza encantada de Antonio Morerio, animales como los gatos que protagonizan el espanto cen-cerril o el metafísico Rocinante, son sólo ejemplos de la numerosa caterva de ele-mentos quijotescos que atañen al diablo,

incontestable invitado en toda aquella fi esta que celebre y es-carnezca al hombre desde el mundo del revés.

Las restantes obras de Cervantes multiplican exponencial-mente la nómina de demonios presentes en el Quijote. Con excepción de La Galatea, ciertas comedias y algunas de sus poesías sueltas, los libros del alcalaíno otorgan al diablo un lugar preponderante que viene casi siempre aparejado con la

ia de la razón primirlo,

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conocida obsesión del autor por lo sobrenatural. Sus novelas ejemplares, las más de sus comedias y sus entremeses más céle-bres, y especialmente Los trabajos de Persiles y Sigismunda, trans-curren con frecuencia en las lindes o en el seno del universo diabólico. La fi delidad de Cervantes a sus modelos dramáticos, líricos y narrativos, plagados ellos mismos de alusiones demo-niacas, así como su inclinación discreta al espíritu de la Refor-ma católica, hacen de su obra una constante refl exión sobre el Mal y sus representaciones. De ahí que hoy parezca lícito afi r-mar que el alcalaíno no sólo se mostró interesado en Lucifer, sino francamente atraído por él, fuera como valioso recurso literario, fuera como punto de partida para una interminable discusión sobre los estragos de la superchería y la arbitrariedad de la retórica eclesial, fuera simplemente como expresión de un legítimo dilema espiritual en un tiempo donde nadie tenía muy claro quién estaba de parte de Dios y quién de Satanás.

Para nadie es secreto que los cervantistas, regidos por valo-raciones estéticas que desde luego comparto, han preferido siempre al Quijote por encima del resto de la obra cervantina. Como era de esperarse, esta preferencia se ha traducido en una notable desproporción bibliográfi ca que desalienta a quienes optan por adentrarse en la terra ignota de obras consideradas menores. Creo, no obstante, que un estudio como éste, intere-sado en conceptos antes que en juicios estéticos, debe por fuerza obviar estas limitaciones y extenderse a la integridad del trabajo literario de Cervantes, especialmente al Persiles y a al-gunas de sus novelas ejemplares.

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Por consideración con los lectores de estas páginas, me pa-rece oportuno terminar este proemio con algunas advertencias y delimitaciones que espero les ahorren, si no la lectura, sí al menos alguna indignación.

Reitero en primer lugar que El diablo y Cervantes no preten-de ser un tratado de moral, tampoco una ráfaga escalafonaria de juicios estéticos sobre tal o cual obra cervantina. Se trata más bien de un ejercicio de interpretación. Este libro no es más que la lectura de un conjunto de obras del mismo autor a la luz del tema diabólico. En tal sentido, mi fi nalidad es doble: por un lado, procuro refl exionar sobre el concepto que de lo dia-bólico pudo tener Cervantes; por otro, busco en el tema diabó-lico nuevas rutas y luces para seguir iluminando la inabarcable obra que me ocupa.

Aclaro asimismo que he procurado concentrarme en el tema diabólico evitando, en lo posible, explayarme en el único tema aledaño que, a mi juicio, ha sido ya ampliamente y sin duda mejor tratado por el cervantismo, esto es, la brujería. Me detengo en el trasunto brujeril cuando así lo exige el estudio de la demonización de algunos personajes, animales y objetos de los cuales trato en diversos epígrafes de este libro, particular-mente en lo que atañe a la demonización de las mujeres en la España fi lipina.

Por no cansar ni cansarme, he resuelto obviar algunas suti-lezas que no pasarán inadvertidas para quienes conozcan la materia de estas páginas. Evito, por ejemplo, recurrir a la dis-tinción entre diabología y demonología, tan útil para leer a Papini, pero excesiva para interpretar a Cervantes. De manera similar, me detengo nada o muy poco en la presencia o uso de Satanás en los innumerables modelos literarios del alcalaíno, no porque el Maligno sea poco importante en ellos, sino por-que hacerlo exigiría una auténtica enciclopedia sobre el diablo en la literatura universal. Parejas razones me llevan a esquivar temas como el Infi erno y el Purgatorio, así como ciertas tradi-ciones y personajes folclóricos o históricos que sólo oblicua-mente podrían ser vinculados con Satanás.

En la preparación de El diablo y Cervantes he efectuado un amplio recorrido por la historia de la demonología desde sus orígenes hasta nuestros días, así como del papel del diablo en el pensamiento y la vida de Europa en el turbulento siglo de Cervantes, con sus orígenes en siglos precedentes y algunas de sus más notables secuelas después de 1616. Naturalmente, he evitado ahogar al lector en una inútil bibliografía de libros históricos, fi losófi cos y aun de modelos literarios de Cervantes, la mayoría de ellos bastante obvios. El lector, no obstante, podrá encontrar en la bibliografía el sustento debidamente acreditado que autores como Graf, Hope Robbins y Burton Russel dieron a este ensayo, así como una porción considerable de aquellos libros del cervantismo sin los cuales esta obra no habría sido posible.

Ofrezco por último una disculpa a los lectores que puedan juzgar de elípticas o excesivas algunas de mis aproximaciones a temas, episodios, objetos, animales y personajes que a primera vista podrían parecerles por entero ajenos a la intención del autor o poco vinculados con Satanás. En mi descargo apenas puedo decir que este ensayo es en sí mismo la bitácora de una exploración personalísima por un proceloso mar de conceptos y representaciones diabólicos, conceptos que probablemente nunca quedarán del todo aclarados, para mayor gloria de la literatura. G

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Cervantes, lector silenciosoMargit Frenk

También la lectura tiene su historia. No nos enfrentamos hoy a los textos como lo hicieron nuestros antepasados y rastrear sus prácticas no siempre es empresa fácil. En Entre la voz y el silencio. La lectura en tiempos de Cervantes, cuya reedición se suma a nuestra serie de Lengua y Estudios Literarios, la obra del escritor alcalaíno

sirve para detectar cómo los lectores se relacionaban con lo escrito mientras don Quijote cabalgaba junto a Sancho. Presentamos aquí un par de fragmentos, sin las notas y otras indicaciones académicas que posee el original

Es muy probable que entre los que en el siglo xvi y el xvii te-nían tratos continuos con los libros fuera frecuente la lectura silenciosa. Será cuestión de estudiarlo. Por ahora es poco lo que puedo aportar en este sentido, y sólo me detendré en el apasionante caso de Cervantes. Observa James Iffl and con toda justeza que en el Quijote todas las lecturas de textos “se llevan a cabo en compañía, desde la lectura de la ‘Canción desespera-da’ de Grisóstomo hasta la lectura en voz alta de don Jerónimo a su compañero en la habitación de una venta en la Segunda Parte”, salvo las lecturas solitarias del propio don Quijote. Y frente al leer sonoro de tantos personajes, el Caballero de la Triste Figura evidentemente lee en silencio; “respresenta el ‘nuevo’ lector, característico de la ‘galaxia Gutenberg’ […], el que lee a solas y en silencio”, dice Iffl and. Y en silencio leía, seguramente, Miguel de Cervantes.

En las dos partes del Quijote el verbo leer, cuando aparece sin mayores especifi caciones, normalmente se aplica a la lectura en silencio. Cuando Cervantes quiere decir ‘leer pronunciando; el verbo va (o ha ido poco antes) acompañado de una fórmula que hace explícita la oralidad de la lectura. Pruebas al canto:

1. Del papel con la Canción desesperada de Grisóstomo dice Ambrosio a Vivaldo (1, 14): “leedle de modo que seáis oído”; todos “se le pusieron a la redonda, y él, leyendo en voz clara, vio que así decía” : Ya dentro de este contexto, le basta al narrador decir luego: “el que la leyó dijo que no le parecía que conformaba”, etcétera.

2. Don Quijote toma el “librillo de memoria” de Cardenio y “lo primero que halló en él escrito, como en borrador, aun-que de muy buena letra, fue un soneto, que leyéndole alto, porque Sancho también lo oyese, vio que decía desta mane-ra” (1, 23). Poco después: “Lea más vuestra merced —dijo Sancho— […]. Pues lea vuestra merced alto.” Y leyéndola alto, “vio que decía desta manera”. “Y hojeando casi todo el libri-llo, halló otros versos y cartas, que algunos pudo leer [‘des-cifrar’] y otros no”.

3. El cura y luego Cardenio empiezan a leer en silencio El curioso impertinente: “Leyó el cura para sí tres o cuatro ren-glones, y dijo: ‘[…] me viene voluntad de leella toda’. Mien-

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tras había tomado Cardenio la novela y comenzado a leer en ella; y pareciéndole lo mismo que al cura, le rogó que la le-yese de modo que todos la oyesen” (1, 32).

4. Cuando Teresa entrega las cartas, “leyólas el cura de modo que las oyó Sansón Carrasco, y Sansón y el cura se miraron el uno al otro, como admirados de lo que habían leído” (ii, 50).

5. “No se le cocía el pan, como suele decirse, a la duquesa hasta leer su carta, y abriéndola y [habiéndola] leído para sí, y viendo que la podía leer en voz alta para que el duque y los circunstantes la oyesen, leyó desta manera” (ii, 52).

6. “Las cartas fueron solenizadas […] [y] la que Sancho envia-ba a don Quijote, que asimesmo se leyó públicamente” (ii, 52).

Hay en el Quijote contextos que parecen indicar que leer, sin más, es ‘leer en silencio’:

7. Don Fernando, en i, 27, toma el papel que encuentran en el pecho de la desmayada Luscinda, y, sin que nadie llegue a saber lo que contiene, “se le puso a leer a la luz de una de las hachas; y en acabando de leerle, se sentó en una silla y se puso la mano en la mejilla”.

8. El cuadrillero, en i, 45, “quiso certifi carse si las señas que de don Quijote traía venían bien, y sacando del seno un perga-mino, […] y poniéndose a leer de espacio, porque no era buen lector, a cada palabra que leía ponía los ojos en don Quijote, y iba cotejando”.

Si, en el último pasaje citado, el cuadrillero hubiera. emitido algún sonido al leer, Cervantes lo habría puesto bien claro, como en i, 3, cuando el ventero,

9. “leyendo en su manual —como que decía alguna devota ora-ción— […], en mitad de su leyenda alzó la mano y […], siempre murmurando entre dientes, como que rezaba’: O en i, 40, a propósito del moro:

10. “Supe que sabía muy bien arábigo; […] le dije que me leye-se aquel papel […]. Abrióle y estuvo un buen espacio mirán-dole y construyéndole, murmurando entre los dientes”.

Algo así habría escrito Cervantes a propósito del morisco alja-miado de Toledo, en caso de querer decir que éste no leyó en silencio:

11. “poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y leyendo un poco en él, se comenzó a reír. —Preguntéle yo que de qué se reía, y respondió […]” (i, 9).

Así, se diría que para Cervantes el verbo leer, a secas, signifi ca-ba leer como él mismo leía, o sea, por lo visto, con los ojos sólo. Quevedo también parece haber leído en silencio, si aten-demos a la clara distinción que hace en el Sueño del infi erno:

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“¿Qué otra cosa oís en los púlpitos y leéis en los libros?” ¿Y Lope? No puedo decir por ahora sino que, en sus últimos años, en la Dorotea, cuando el verbo va solo siempre signifi ca ‘leer en voz alta’: “Este papel es de mi letra. Versos son […], quiero leerlos”; “Lee essotro papel, Dorotea, que bien se ve que es de versos”, etcétera, etcétera. Cuando la lectura no es en voz alta, Lope dice en esa obra leer para sí: “Toma y lee para ti, y luego nos ayudarás a comentarle”.

Escuchar ya solo con los ojos

Por eso leer es ahora oír con los ojos: se oye, pero ya no se oye. He aquí otra frase del gran Lope: “Aunque sea cosa tan exce-lente el oír, puedo yo con sola la vista oír leyendo y saber sin los oídos cuanto ha pasado en el mundo.” El siglo xvii, y no sólo en Espa-ña, es muy dado a esta metáfora sinestésica, en que se cruzan la vista y el oído. Solía aplicársela a la experiencia amorosa, como lo hizo el propio Lope. En relación con la lectura, la metáfora encontró su expresión más espléndida en el soneto de Quevedo:

Retirado en la paz de estos desiertos,con pocos, pero doctos, libros juntos,vivo en conversación con los difuntosy escucho con mis ojos a los muertos…

Más tarde, del otro lado del Atlántico, sor Juana Inés de la Cruz escribirá a su Amado dueño ausente unas quejas que él ya sólo escuchará con la mirada:

Óyeme con los ojos,ya que están tan distantes los oídos,y de ausentes enojos,en ecos de mi pluma, mis gemidos;y ya que a ti no llega mi voz ruda,óyeme sordo, pues me quejo muda.

Son paradojas que vienen de muy atrás y atraviesan los siglos. En Curtius encontramos varias de ellas: un poema de Nonno (siglo v) llama a la escritura “elocuente silencio”, oxímoron que

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Bibliofi liaJosé Luis Martínez

luego reaparecerá en Calderón de la Barca —“retórico silen-cio”— o en el soneto xxiii de Shakespeare: “O, let my books be then the elocuence / and dumb presagers of my speaking breast”. Las letras, en sí, eran mudas, aunque luego la voz hu-mana las hiciera hablar, como ocurría comúnmente en tiempos de Nonno, o de san Isidoro, quien a su vez había dicho que las letras “tienen tal fuerza, que nos hacen oír sin voz el habla de los ausentes” (Etimologías, cap. iii).

En el siglo xvii español, Cascales escribirá sobre las letras y contra ellas, diciendo (como Goethe, dos siglos después): “¿Qué cosa más contraria a la naturaleza, la cual nos dio la lengua para el uso de hablar, y nosotros la metemos en la vaina del silencio y damos sus ofi cios a las manos, al papel, a la pluma?”.

En un pasaje memorable, como tantos, de su Carta a sor Filotea, sor Juana Inés de la Cruz menciona el “sosegado silen-cio de mis libros”; en otro, el sumo trabajo que ha signi fi cado para ella carecer de quien le dé instrucción, “teniendo sólo por maestro un libro mudo”. Con esa o semejante formulación, la idea está en Alejo Vanegas (prólogo: “los libros son como vnos preceptores que, avnque no por palabras vocales, a lo menos por señas hablan con los ausentes”), en Lorenzo Palmireno: “es cierto que los libios son Muti magistri”. Por eso “la verdad primero se aprende callando y después se predica hablando”, como dice Jiménez Patón. Un edicto de la Inquisición condena por esos años (1612) la doctrina de los herejes,

que por ningún medio tanto se comunica y dilata como por el de los libros, que siendo maestros mudos, continuamente hablan y enseñan a todas horas y en todos lugares, aun a los que no pudo llegar la fuerza de la palabra.

Más allá de la repetición, a veces trivial, el lugar común puede cifrar una inquietud y una nostalgia. Poco a poco la letra va dejando de ser depósito de la voz. El libro habla cada vez más mudamente a un lector cada vez más sordo. Pero, ya lo sabe-mos, el proceso tardará aún largo tiempo en consumarse. Y nunca, por fortuna, se consumará tan totalmente que no deje, en medio del silencio, un resquicio a los esplendores de la voz. G

La Feria Internacional del Libro de Guadalajara reconoció en 2002 el apetito bibliofílico de don José Luis. En 2004 la casa publicó este discurso, en una pulquérrima edición a cargo del Taller Martín Pescador —ese fósil viviente que sigue componiendo textos con tipos móviles e imprimiéndolos a mano—,

obra que mereció el Premio Caniem 2005 al Arte Editorial, en el género “De ensayo literario y lingüístico”

¿El primer libro?

Con buena letra, anotó la fecha y el lugar, “23-iii-1936, Gua-dalajara, Jal.” en uno de los primeros libros que compró, en una librería de viejo en la capital tapatía, un mozo estudiante de secundaria que entonces contaba dieciocho años y sólo dis-frutaba los pesos que le enviaba su padre, el doctor Martínez. El libro o más bien los libros, pues se trataba de una obra en tres tomos, viejos de casi un siglo, eran Las poesías de Horacio, traducidas en versos castellanos con notas y observaciones crí-

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ticas por don Javier de Búrgos [sic], París, Librería de D. Vi-cente Salvá, calle de Lille, no. 4, 1841, con los textos en latín y en español, frente a frente. Impresos en buen papel, son tomi-tos empastados en cartoné negroverdoso, con letras y adornos dorados, presentables y aguantadores del tiempo. Sólo muchos años más tarde me enteré de que me faltaba un tomo cuarto, cuando lo hube, empastado éste en holandesa con tejuelo rojo, que contiene las “Epístolas”, incluyendo la dedicada a Los Pi-sones y es el “Arte poética” de Horacio. No tiene ninguna huella de lecturas, sólo un extraño apuntito en el tomo dos, en la “Oda a Ligurion”, que dice “Lo raro como argumento por la condición efímera de la belleza”.

El traductor Javier de Burgos no dejó huella en los diccio-narios. El de Alianza sólo registra un homónimo, periodista y dramaturgo popular, de Cádiz, que por sus fechas, 1842-19o2, debió ser su hijo. El latinista cuya versión horaciana llegó a Guadalajara, era un traductor fi el pero plano que no acertó a dar relieve a los aciertos del poeta latino. De hecho, mi aprecio por Horacio nació con la lectura de dos libros de los años treinta, los de Gabriel Méndez Plancarte (Horacio en México, 1937) y de Octaviano Valdés (El prisma de Horacio, 1937), así como en los estudios de Agustín Millares Carlo.

No fue el venusino un gran lírico pero este hombre “pe-queño y obeso, con su equilibrio y su conocimiento de los hombres y del arte literario, no sólo dio forma a los ideales y conceptos de su tiempo, sino que, con un admirable dominio de la lengua supo acuñar muchos de los sentimientos huma-nos en fórmulas breves y perfectas que luego no hemos hecho sino tejer y destejer” (me cito a mí mismo, un escrito de 1976).

No deja de extrañarme que un muchacho de dieciocho años, ignorante del latín, adquiriera estos tomos de Horacio, cuyo nombre apenas conocía y en versiones más bien opacas. Años más tarde, a Lydia, mi mujer, solía mostrarle algunos de los poemas que Horacio dedicó a otra Lydia. Y la mía se admi-raba de mi fl uente traducción hasta que le descubría la que iba al frente. Pero, además de estas diversiones conyugales, debo reconocer que estos Horacios eran sólo un adorno de prestigio entre mis primeros libros.

Primeras relecturas

No fueron estos libros los únicos que adquirí en aquellos años de la secundaria en Guadalajara. Entonces se usaba llevar bajo el brazo, todo el día, el libro que leíamos. Y yo me proveí de

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los tomos verdes de Platón, editados por Vasconcelos. Y como me parecía vergonzoso estar leyéndolos por primera vez, decía que estaba releyéndolos. No creo que por entonces pasara de la emocionante “Apología de Sócrates” y del “Banquete”, por su tema amoroso. Algo más me acerqué al conocimiento de los Diálogos en el memorable curso que dedicó al fi lósofo el doctor José Gaos.

Otro libro de estos años fue un tomito de Ortega y Gasset llamado Notas, editado por la Revista de Occidente. Era una an-tología de los ensayos del fi lósofo español, que fue nuestro guía intelectual por muchos años, y que me fascinaba. No lo con-servo, porque para corresponder a las mercedes de una mujer a la que quise, se lo obsequié.

El regalo del padrino

Yo vengo de un pueblo al sur de Jalisco, Atoyac, situado al margen de una laguna de temporal. Al otro lado de la laguna se encuentra un pueblecito encantador, llamado Amacueca, famoso por sus nogales, así como Atoyac se envanece por sus pitayas y un jabón especial. Pues bien, el cura de Amacueca, don José del Carmen Méndez, fue mi padrino de bautismo y a su curato me llevaba el doctor Martínez, mi padre, a visitarlo. Recuerdo un caserón ruinoso asolado por los revolucionarios en el cual vivía mi padrino. Debo haber visto en alguna mesa un librote que resultó ser la gran edición de las Obras espiritua-les de san Juan de la Cruz. A pesar de mi corta edad y escasa instrucción, el libro me encantó. No creo haberlo pedido, pero debo haberlo simplemente visto con tal codicia que mi padrino me lo regaló.

Es un libro imponente, de 32.5 × 24 × 6 cm; lo imprimió Francisco Lelfdall, en Sevilla, en 1703, y es una edición nota-ble porque en ella se recogen por primera vez toda la poesía y las obras en prosa de doctrinas mayores de san Juan de la Cruz (1542-1591), así como las alegorías dibujadas por el santo y poeta místico y sesenta láminas grabadas por Mathías Arteaga. El libro está encuadernado con modestia. Allá por los años cincuentas, en las librerías de viejo de la avenida Hidalgo, en-contré otro ejemplar, bien conservado y encuadernado de esta soberbia edición que regalé a mi viejo amigo, Alí Chumacero. Espero que la conserve y la aprecie como yo lo hago con el regalo de mi padrino de Amacueca.

Un poco antes, en 1942, recordamos el cuarto centenario del gran poeta místico español y en el Paraninfo Universitario pro-nunciamos conferencias sobre san Juan de la Cruz, Octavio Paz y el que habla, entre los que recuerdo.

El primer libro de un mexicano impreso en Europa

Un ejemplar perfecto y completo del primer libro de un mexi-cano impreso en Europa, la Rhetorica Christiana, Perugia, Ita-lia, 1579, del tlaxcalteca fray Diego Valadés, se lo compré en 1978 a Neftalí Beltrán, que era mi amigo y, en sus visitas a México, pues era diplomático, solía venir a saludarme en mi ofi cina del Fondo de Cultura. Hice felizmente un apuntito de los detalles del negocio. Pagué por el libro $16 mil —que era como mi sueldo mensual—, y Neftalí me dijo que lo compró en Milán, en 1977, en 620 mil liras que equivalían a 700 dóla-res, y que me lo vendía en el mismo precio y aun perdía 100

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Otras obras de José Luis Martínez en el fce

El ensayo mexicano moderno (dos volúmenes, Letras Mexi-canas, 1958-1971)

De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana (Tezontle, 1960)

Nezahualcóyotl: vida y obra (Biblioteca Americana, 1972)Documentos cortesianos (cuatro volúmenes, Historia, 1990-

1992)Hernán Cortés (Historia, 1990)El mundo privado de los emigrantes en Indias (Cuadernos

de La Gaceta, 1992)Pasajeros de Indias. Viajes trasatlánticos en el siglo XVI (His-

toria, 1999)Semblanza de académicos. Antiguas, recientes y nuevas (Vida

y Pensamiento de México, 2004)Cruzar el Atlántico (Centzontle, 2004)

pesos. Y como hacía Hernando Colón, ambos Neftalí y yo fi rmamos para la posteridad el apunte —que guardé en el libro—, el día de Reyes de enero de 1978. Es un ejemplar tan perfecto que parece salido de la imprenta y tiene completas sus ilustraciones que son notables y muy apreciadas.

Cuando estuve en el fce me empeñé en que se tradujera completa la Rhetorica Christiana, que está en latín y la había estudiado el padre Palomera en un par de libros de Jus. Hice que viniera a verme este sacerdote y le propuse que hiciera la traducción. Yo quería que se lograra una buena edición facsi-milar con el texto original y, enfrente, la versión española y que estuviera lista para 1979, cuarto centenario de la obra. Habla-mos con la unam que estuvo de acuerdo en pagar la traducción. Pero ésta fue larga y complicada y requirió un equipo de lati-nistas que encabezó mi amigo Tarsicio Herrera Zapién, de la Academia de la Lengua. En coedición con la unam, la obra se imprimió en 1989. Es un hermoso tomazo en edición facsimi-lar y bilingüe, frente a frente.

Una década más tarde, volvió a hablarse de Diego Valadés y su obra en un folleto en el que intervino Salvador Díaz Cínto-ra, otro colega en la Academia. G

[hospital de neurología]Cristina Rivera-Garza

Tomado de Los textos del yo, que forma parte de Letras Mexicanas

Hay un hombre entre nosotroslos que aguardamos la muerte, los que estamos despiertos desde el alba hasta el advenimiento del albasobre sillas de plástico color naranja y los huesos rotos de tanto ir hacia el vidrio de la esperanzahacia la burla inminente de la esperanzahacia la crucifi xión puntual de la esperanza.

Alguien acaba de morir. Son las 3:20 de la mañana.

El hombre entre nosotros está sentado como nosotroscon los codos sobre las rodillas y los ojos estancados en este afuera del mundo que es un mundo antiséptico y claroel residuo alrededor y abajo y atrás de todo lo que es:una burbuja de piel casi humana cruzada de sondas amarillas por donde entra el aire y sale la súbita falta de aire;un mundo de isodine y yodo y otros olores sin olor que borran el olor de los cuerpos en su propia malformaciónsus propios errores, sus propios tumultos, sus propias y genéticas imperfecciones;

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un mundo acechado por el azar de dios y rodeado de ventanales ilesos ventanales impávidosmuros de córneas bruñidas por la luz urbana de marzoque todo lo aleja y todo lo difumina;un mundo donde algunos visten de blanco y caminany otros muchos visten de negro y callan inmóviles porque alguien acaba de moriraquí donde son siempre ya las 3:20 de la mañanay donde se muere en el sueño lógico de los sedantes y el no saberque ya no habrá más, nada más, para nosotroslos que esperamos con el pulso disminuido de no querer sentirdeseando con todos los dientes ese letargo suyo de nunca saberque nos quedamos aquí, hora tras hora, encendiendo cigarrillosbebiendo café negro, imaginando al hombre que está entre nosotros dulce y voraz como ningunoencerrado en el cántaro de la sed y el cántaro del deterioronuestro como el animal que llevamos dentroque es inaccesible a nosotros los que sabemos de morir y de soportar la sobrevivencia desde la medianochehasta el advenimiento de la medianoche. G

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Tonantzin GuadalupeMiguel León-Portilla

Otras obras de Miguel León Portilla en el fce

Los antiguos mexicanos a través de sus crónicas y cantares (Antropología, 1961)

Quetzalcóatl (Presencia de México, 1968)Toltecáyotl: aspectos de la cultura náhuatl (Antropología,

1980)Huehuehtlahtolli: testimonios de la antigua palabra (Antro-

pología, 1991)Literaturas indígenas de México (Antropología, 1992)El destino de la palabra: de la oralidad y los códices mesoame-

ricanos a la escritura alfabética (Antropología, 1996)Humanistas de Mesoamérica (dos volúmenes, Fondo 2000,

1997)La huida de Quetzalcóatl (Popular, 2001)Motivos de la antropología americanista. Indagaciones en la

diferencia (Antropología, 2001) G

El 22 de este mes, el autor de este texto cumplirá 80 años. Su pertenencia a El Colegio Nacional y a la Academia Mexicana de la Lengua; los más de diez doctorados honoris causa que ha recibido; la obtención de reconocimientos como la medalla Belisario Domínguez, el Premio Universidad Nacional

y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Historia, Ciencias Sociales y Filosofía, por no hablar del caudal de obras en historia, antropología y literatura, son la sólida estela que nos viene dejando su pensamiento. Reproducimos aquí, en mínimo homenaje, las palabras introductorias a su estudio y versión en castellano del Nican mopohua

Existe un espejo, con frecuencia olvidado, en el que se refl ejan aconteceres innumerables en la vida del México novohispano. Lo tenemos en las expresiones de la palabra en náhuatl trans-vasada ya a la escritura alfabética a partir, por lo menos, de los años treinta del siglo xvi. En archivos y bibliotecas de este país y de varios otros se conservan millares de manuscritos en dicha lengua y también centenares de impresos en la misma. Varia-dos son los géneros que cabe percibir en ese caudal de produc-ciones.

Hay cantos, discursos, narraciones, textos a modo de anales, adagios, oraciones y conjuros en los que puede identifi carse la presencia del pensamiento y formas de decir prehispánicos. Hay, asimismo, composiciones que versan sobre una amplia gama de cuestiones relacionadas con la actividad de los frailes misioneros: sermones, confesionarios, libros parroquiales en náhuatl, gramáticas y vocabularios para el aprendizaje de esta lengua. Existen cartas de indígenas sobre un sinfín de asuntos; unas dirigidas a las autoridades reales y otras que tenían desti-natarios también nahuas. Se conservan, asimismo, muchos testamentos en náhuatl, varios de gran interés.

En conjunción con algunas de esas expresiones escritas con el alfabeto, que muchos nahuas aprendieron pronto de los frai-les, perduraron pinturas y signos glífi cos como en los antiguos códices. Ante tan copiosa riqueza documental, que integra una auténtica literatura indígena, podrá alguien preguntarse cuáles son los escritos que sobresalen por el interés de su contenido o la belleza de su expresión. Querer dar una respuesta es tan di-fícil como riesgoso.

A la mente se vienen de pronto no pocos cuicatl o cantares en que el pensamiento indígena entra a veces en simbiosis con el llegado del Viejo Mundo. También son de obligada referen-cia los relatos de testigos de la Conquista que integran el cuer-po testimonial de la Visión de los vencidos, y los trabajos de tema histórico de sabios como Hernando Alvarado Tezozómoc, Chimalpain Cuauhtlehuanitzin y Cristóbal del Castillo, que escribieron toda o la mayor parte de sus obras en náhuatl.

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Desde luego que las aportaciones históricas de fray Bernardino de Sahagún y otros frailes como Andrés de Olmos, Alonso de Molina, Juan Bautista, y sus colaboradores, discípulos suyos en el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, ocupan también un lugar privilegiado entre estas producciones. Importa al menos recordar las transcripciones que hicieron de los huehuehtlahto-lli, expresiones de la antigua palabra, y la recreación prototípi-ca de los diálogos o coloquios de los primeros franciscanos con algunos sacerdotes indígenas sobrevivientes.

A todo esto deben sumarse los muchos escritos en náhuatl de denuncia y petición dirigidos a alcaldes, gobernadores, oi-dores, virreyes y al mismo soberano. No pocos de ellos son expresión de muy grande dramatismo y elocuencia. Son ejem-plo de una literatura menos conocida, espejo fulgurante de in-contables aconteceres en la vida indígena. Para acabar de per-suadir, a los poco o nada enterados, de la signifi cación de esta riqueza literaria, sólo aludiré ya a las maravillas del teatro ná-huatl, el misionero, el de las danzas de la Conquista y también el de temas profanos, como la adaptación en esta lengua de algunas comedias de Lope de Vega. Y qué diré de los tocotines que, en náhuatl, salieron de la pluma nada menos que de sor Juana Inés de la Cruz.

En el contexto de esta gran literatura colonial en náhuatl, hay que situar al relato conocido como Nican mopohua en razón de sus primeras palabras, que signifi can “Aquí se refi ere…” Acerca de dicha composición no es poco lo que se ha elucubra-do, bien sea para tenerla como testimonio fundamental en apoyo de las apariciones guadalupanas o para descalifi carla como carente de historicidad. No discutiré este tema, el de la historicidad de lo que refi ere el Nican mopohua, por la sencilla razón de que lo sobrenatural y milagroso no puede ser afi rma-

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e

a.

ó sninlp

do o negado por la historia. Considero, eso sí, que este relato en el que la fi gura central es Tonantzin Guadalupe —como aludió a ella fray Bernardino de Sahagún— merece particular atención. Tonantzin, que signifi ca “nuestra madre”, según el mismo fraile lo notó, era el nombre con que los nahuas llama-ban a la madre de los dioses. Ella, Tonantzin, había sido ado-rada precisamente en el Tepeyac, adonde desde mediados del siglo xvi muchos seguían yendo en busca de la que comenzó a llamarse Nuestra Señora de Guadalupe.

La lectura y el análisis del Nican mopohua muestran que fue escrito por un buen conocedor del antiguo pensamiento ná-huatl con el propósito de dar cuenta de por qué y cómo surgió en el Tepeyac la cada vez más grande atracción ejercida por la Señora de Gua-dalupe, allí donde por tanto tiempo se adoró a Tonantzin. Y anticiparé aquí algo a lo que luego atenderemos. Esa nueva atracción que a muchos llevaba al Tepeyac escandalizó al provincial de los franciscanos que predicó contra ella en la temprana fecha de 1556 y al mismo fray Bernardino de Sahagún que, veinte años después, se opuso a la misma al es-cribir su Historia general de las cosas de la Nueva España.

Reiterando que no concierne a la historia demostrar o rechazar la existen-cia de milagros, apariciones o teofanías, y apartándome de la increíblemente prolongada polémica entre creyentes guadalupanos y antiaparicionistas, señalaré en qué me parece está el interés del relato del Nican mopohua. Hay dos hechos que tengo por evidentes. Uno es que, además de ser este texto una joya de la literatura indígena del periodo colonial, es también presentación de un tema cristiano, expre-sado en buena parte en términos del pensamiento y formas de decir las cosas de los tlamatinime o sabios del antiguo mundo náhuatl.

El otro hecho, también insoslayable, es que la fi gura central del relato, Tonantzin Guadalupe —más allá de la demostración o rechazo de sus apariciones—, ha sido para México tal vez el más poderoso polo de atracción y fuente de inspiración e iden-tidad. Será sufi ciente recordar en apoyo de esto lo que signifi có ella en los momentos de pestes, hambrunas y de afán de encon-trarse a sí mismo en los tres siglos del México novohispano. De la vida del país que alcanzó su independencia cabe evocar al padre Miguel Hidalgo, que hizo bandera de su causa a la ima-gen guadalupana, así como a José María Morelos, quien atri-buyó a la Virgen de Guadalupe muchas de sus victorias. Casi un siglo después, la guadalupana acompañó a Emiliano Zapata, la más emblemática fi gura de la Revolución mexicana. Se con-servan fotografías de sus hombres que enarbolan el mismo símbolo.

Reconociendo el valor como creación literaria de este relato y la importancia de Tonantzin Guadalupe en el acontecer his-tórico de México, he preparado una nueva traducción de él al castellano. Es cierto que existen varias versiones del Nican mo-pohua en esta lengua muy dignas de aprecio. Además de la un tanto libre publicada en el siglo xvii por el sacerdote Luis Be-cerra Tanco y de otras inéditas en la centuria siguiente, men-cionaré las de fechas más recientes.

El Nican mopohua, fi gura central es ToGuadalupe —comoBernardino de Sahparticular atenciónsignifi ca “nuestra mmismo fraile lo notcon que los nahuasmadre de los dioseadorada precisameadonde desde medmuchos seguían yela que comenzó a lSeñora de Guadalu

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Quienes las prepararon, don Primo Feliciano Velázquez, mi maestro el doctor Ángel María Garibay y el sacerdote Mario Rojas Sánchez, gozan de merecida fama de conocedores del náhuatl y en sus respectivos trabajos buscaron apegarse al con-tenido del texto. Igualmente en los tres existió la intención de mostrar lo que a sus ojos es el mensaje cristiano del relato. En modo alguno quiero contrariar o disminuir la importancia de la que ha sido su intención. Reconozco incluso la relevante signifi cación que, a la luz de dicho enfoque, tiene el Nican mo-pohua. Sin embargo, mi propósito aquí es diferente.

Partiendo de los dos hechos antes expuestos, la belleza lite-raria de esta composición y el papel primordial que se ha dado

en México a la Virgen de Guadalupe, fi gura protagónica del relato, busco un transvase al castellano en el que cuanto sobrevive allí de la antigua espiritualidad náhuatl sea más fácilmente perceptible. En modo alguno quiero poetizar el texto en la traducción, lo que sería hacerle agravio, ya que es poesía en sí mismo.

Ahora bien, afi rmar que en este rela-to —publicado por vez primera en ná-huatl, sin traducción alguna, hasta 1649 por el bachiller Luis Lasso de la Vega, capellán del Santuario de Guadalupe— hay vestigios del antiguo pensamiento y forma de expresión indígenas, supone esclarecer antes dos cuestiones princi-

pales. Una se relaciona con su contenido, la fecha aproximada en que fue compuesto y lo concerniente a su autor. La otra tiene que ver con la identifi cación misma de esos vestigios de la visión nahua del mundo y de la estilística prehispánica, perceptibles en el relato. G

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La espada y la cruzEnrique Krauze

La presencia del pasado es un recorrido por el modo en que diversos historiadores mexicanos se han ocupado del devenir de nuestra nación. Viéndolos reconstruir el pasado, Krauze mismo lo reconstruye y pondera la importancia de ciertas visiones, fugaces unas, duraderas otras, a través de las cuales se ha relatado la historia

patria. La edición del FCE, además, está profusamente ilustrada, al punto de que esas imágenes constituyen un ensayo gráfi co de cómo se han concebido algunos hitos del pasado. A continuación presentamos un trozo del capítulo dedicado al polémico Hernán Cortés

La presencia del pasado

Tras la atroz caída de su ciudad el 13 de agosto de 1521, los mexicas dejaron testimonios desgarradores (cantares, códices, pinturas, tradición oral) de su cósmica derrota. Ésa era la táci-ta condenación de Cortés. El recuerdo de Cuauhtémoc lo perseguiría tanto en la vida como en la posteridad. Todas las crónicas de la Conquista, aun las del propio Cortés, rendirían tributo al último tlatoani. Cortés había tenido que reducir Te-nochtitlan a escombros, antes de lograr la rendición de su va-leroso adversario: “es verdad y juro amén —escribió Bernal Díaz del Castillo— que toda la laguna, casas y barcas… estaban tan llenas de cuerpos y cabezas de hombres muertos, que yo no sé de qué manera lo escriba”, a pesar de lo cual Cuauhtémoc había dicho: “muramos todos peleando”. Reconociendo la grandeza de los derrotados, los propios compañeros de Cortés le reprocharon el tormento, cautiverio y sacrifi cio de Cuauhté-moc: “esta ejecución —agrega Bernal— fue demasiado injusta y censurada por todos los que íbamos en aquella jornada”. Pero no sería entre los mexicas donde se refugiaría el espíritu com-bativo de Cuauhtémoc, sino en el Septentrión (la vasta tierra de donde los propios mexicas provenían) y, sobre todo, en la antigua zona maya, donde la Conquista no sería sólo el recuer-do de una derrota sino una herida abierta que clamaba vengan-za.

En el polo opuesto, las naciones indias que colaboraron en el derrumbe de aquel imperio recordarían la Conquista como una época dorada. Sin la participación de los cempoaltecas, huejotzincas y tezcocanos, pero sobre todo de los tlaxcaltecas, los quinientos hombres de Cortés hubieran sido derrotados. En pago a su contribución, los tlaxcaltecas obtuvieron trato de aliados libres, no de siervos: siguieron luchando al lado de los españoles en la guerra contra los chichimecas, colonizaron el norte del país y fundaron varias ciudades (Querétaro, Saltillo, San Luis Potosí), a las que imprimieron costumbres que eran claramente visibles aún en tiempos porfi rianos. Otra nación privilegiada había sido la otomí. A pesar de su pobrísima situa-ción en 1910, su memoria colectiva retenía aún las hazañas de

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sus ancestros: guiados por el conquistador indio Pedro Martín del Toro (a quien las pictografías otomíes del siglo xvii repre-sentaban coronado y vestido a la usanza española) habían pe-leado en la “Gran Chichimeca” y fundado varias ciudades mi-neras en el corazón del país (Guanajuato, Sombrerete). Hacia mediados del siglo xvi, los propios mexicas colaboraban con los españoles en la guerra del Mixtón, en el occidente de Méxi-co. De hecho, los críticos españoles de Cortés se sorprendían del afecto mutuo que parecía existir entre los indios y el Con-quistador: “dicho Don Fernando Cortés —testifi caba uno de los fi scales en el juicio que se le entabló, en 1529— confi aba mucho en los indios desta tierra… [y] los dichos indios querían bien al dicho Don Fernando Cortés e facían lo que él les man-daba de muy buena voluntad”.

Para fray Bartolomé de las Casas —su acérrimo enemi-go— Cortés no era más que un “capitán tirano”, un usurpador de reinos ajenos, un criminal que merecía ser decapitado, y su empresa de conquista, una abominación: “Desde que entró a Nueva España hasta el año de treinta… duraron las matanzas y estragos que las sangrientas y crueles manos de los españoles hicieron continuamente… matando a cuchillo y a lanzadas y quemándolos vivos mujeres y niños y mozos y viejos.” Sin ir, por supuesto, tan lejos, algunos compañeros del conquistador deploraron sus actos de crueldad, como la Matanza de Cholu-la. A la vertiente opuesta pertenecía, desde luego, el propio Cortés, autor (pro domo sua, como julio César) de las Cartas de relación; estaba también la Historia de la Conquista de México (1552) de su capellán, Francisco López de Gómara, que enal-teciendo a grado tal a su héroe provocó la exasperación de Bernal Díaz del Castillo, moviéndolo a escribir poco después su célebre vindicación del carácter colectivo de la hazaña: la Historia verdadera de la Conquista de Nueva España. Siguieron, entre otras, la Historia general y natural de las Indias, de Gonza-lo Fernández de Oviedo (primera edición en 1535), la Historia general de los hechos de los castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano (1601, 1615), de Antonio de Herrera y Tordesillas, y ya en la segunda mitad del siglo xvii, la Historia de la Conquis-ta de México (1684), de Antonio de Solís, poeta y dramaturgo de altos vuelos que criticaba ferozmente la “demoníaca” cultu-ra de los indios y a sus defensores (como Las Casas, quien a su juicio “cuidó menos de la verdad que de la ponderación”). Pa-recía la consagración defi nitiva de Cortés, pero lo cierto es que los propios monarcas siguieron la pauta reticente que en vida del conquistador había adoptado Carlos V. De hecho, las Car-tas de relación, publicadas por primera vez entre 1522 y 1525, se volverían a editar doscientos cincuenta años más tarde y no en España, sino en la Nueva España.

En la Nueva España, en efecto, la memoria de Cortés se-guía siendo respetada. Para los franciscanos —cuya misión propició desde el inicio— Cortés había sido el hombre de la Providencia, nuevo Josué que guiaba al pueblo indígena desde las tinieblas de la idolatría hasta la Tierra Prometida de la re-ligión verdadera. “Aunque, como hombre, fuese pecador —es-

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cribió Motolinía—, tenía fe y obras de buen cristiano y muy gran deseo de emplear la vida y la hacienda por aumentar la fe de Jesucristo, y morir por la conversión de estos gentiles.” Lo conmovía recordar a Cortés “confesándose con muchas lágri-mas, comulgando devotamente y poniendo su ánima y hacien-da en manos de su confesor”. En el mismo sentido, fray Ber-nardino de Sahagún encomiaba al “cristianísimo varón”, “fi de-lísimo caballero”, “valentísimo capitán Don Hernando Cortés… en cuya presencia y por cuyos medios, hizo Dios nuestro señor muchos milagros en la conquista de esta tierra… El primero fue la victoria que nuestro señor Dios dio… en la primera batalla que tuvieron contra los otomíes tlascaltecas (que fue muy semejante al milagro que nuestro señor Dios hizo con Josué, capitán general de los hijos de la Israel en la conquista de la tierra de promisión).” Tenochtitlan, como la Jerusalén llorada por Jeremías, había caído por obra de sus pecados:

Aprovechara mucho esta obra para conocer el quilate desta gente mexicana, el cual no se ha conocido, porque vino sobre ellos aque-lla maldición de Jeremías de parte de Dios, fulminó contra Judea y Jerusalén: “yo haré que venga sobre vosotros, yo traeré contra

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vosotros una gente muy de lexos, gente muy robusta y esforzada, gente muy antigua y diestra en el pelear, gente cuyo lenguaje no entenderás ni jamás oíste su manera de hablar, toda gente fuerte y ánimos, codiciosa de matar. Esta gente os destruirá a vosotros, y a vuestras mujeres e hijos, y todo cuanto poseéis, y destruirá todos vuestros pueblos y edifi cios…”

En su interpretación de la Conquista, fray Jerónimo de Men-dieta adujo que Cortés había nacido el mismo día del año 1485 en que, según versiones, ochenta mil indios eran sacrifi cados en el Templo Mayor de Tenochtitlan. Según Mendieta, el pro-pio Creador, apiadado de tantas almas desgraciadas, había en-viado en Su nombre a un nuevo Moisés para liberarlos. Fray Juan de Torquemada ahondó en la semejanza del Conquistador con el libertador del Éxodo: “Al propósito de esta similitud que hemos puesto de Cortés con Moysén, no hace poco al caso el haber Dios proveído (y podemos decir que milagrosamente) al capitán Cortés, que era como mudo entre los indios, de intér-pretes a su sabor y contento, el cual sin ellos no pudiera bue-namente efectuar su intento; así como a Moysén que era bal-buciente y tartamudo y no tenía lengua para hablar a Faraón, ni al pueblo de Israel cuando lo guiase como su caudillo.” Y aportaba otras pruebas de la intervención divina:

permitió Dios que pensasen que eran dioses a quienes ellos tanto respetaban y que desde luego se atemorizasen con su entrada en sus reinos; lo uno para que fácilmente unos de ellos se confedera-sen con los españoles y fuesen contra los otros, y que éstos contra quien venían ligeramente se acobardasen; lo otro para que así desavenidos y discordes entrase el príncipe de paz Jesucristo con su Evangelio, a soldar la quiebra hecha en las diferencias que entre sí traían estas naciones.

Más ponderado, el jesuita José de Acosta refrendó la versión de la Conquista como obra de la Providencia: “los pecados de aquellos crueles homicidas y esclavos de Satanás, pedían ser castigados del cielo”, pero destacó —como antes Motolinía, al hablar de las “diez plagas” que azotaron también a los mexi-cas— los pecados cometidos por los españoles.

Es opinión de muchos que como aquel día quedó aquel negocio puesto, pudieran con facilidad hacer del rey y reino lo que quisie-ran, y darles la ley de Cristo con gran satisfacción y paz. Mas los juicios de Dios son altos, y los pecados de ambas partes muchos, y así se rodeó la cosa muy diferente, aunque al cabo salió Dios con su intento de hacer misericordia a aquella nación, con la luz de su Evangelio, habiendo primero hecho juicio y castigo de los que lo merecían en su divino acatamiento.

Aunque en la defensa de su “mexicano domicilio” exaltaban las virtudes de la historia antigua, los criollos de la Nueva España no denigraron a Cortés. Por el contrario. Los descendientes de los conquistadores lo consideraban su caudillo histórico. En su Sumaria relación, Baltasar Dorantes de Carranza hizo a co-mienzos del siglo xvii un recuento de las hazañas y el carácter de Cortés: “Cosas hechas con grandes fundamentos y con grande ánimo ¿quién pudiera u osara fi allas todas de la fortuna, arrojándose en tantas aventuras que parece impusible el efecto dellas en tan buenos fi nes y gloria de su nación, y acrecenta-miento de su casa, servicio y grandeza de su Rey, con tanta

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Otras obras de Enrique Krauze en el fce

Biografía del poder (Tezontle, 1987)1. Porfi rio Díaz, místico de la autoridad 2. Francisco I. Madero, místico de la libertad3. Emiliano Zapata, el amor a la tierra 4. Francisco Villa, entre el ángel y el fi erro 5. Venustiano Carranza, puente entre siglos 6. Álvaro Obregón, el vértigo de la victoria7. Plutarco E. Calles, reformar desde el origen8. Lázaro Cárdenas, general misionero G

grandeza y hechos tan milagrosos.” En varios momentos de su narración introduce el poema laudatorio de Francisco de Te-rrazas sobre la Conquista:

Valeroso Cortés, por quien la famaSube la clara trompa hasta el cielo,Cuyos hechos rarísimos derramaCon tus proezas adornando el suelo;Si tu valor que el ánimo se infl amaSe perdiese de vista al bazo vuelo;Si no pueden los ojos alcazalle¿quién cantará alabanzas a su talle?

La Conquista, en defi nitiva, había sido un “regalo del cielo” para “los hombres de esta tierra”. Vicios, pecados, “mendi-guez”; las “mil vergüenzas que les acarreaba la ignorancia y libertad en que se criaban”, se había tornado en “compostura y cuidado”.

Carlos de Sigüenza y Góngora fue aún más lejos en su vin-dicación. El agravio apenas larvado de los criollos con respecto a la Corona Española se proyectaba retrospectivamente en la fi gura de Cortés: “sujeto dignamente merecedor de mejor for-tuna que la que en su mayor soberanía lo despojó el Imperio”. En su piedad heroica, Sigüenza hizo la historia del Hospital de Jesús para mostrar que la piedad de Cortés estaba a la altura de su heroísmo. La fundación del hospital, junto con la erección de iglesias y la destrucción de ídolos, se debía a “la providencia de Don Fernando Cortés”. Para “ofrecerle a Dios conquistó su brazo”. Ese empeño espiritual había sido “el norte de sus ac-ciones”.

Si sobresalió más en piedad que en el valor el antiguo Eneas es problema, que tiene por una y por otra parte para su ilustración relevantes pruebas, y las mismas sirven para que en una y en otra virtud se le ladee en el templo de la inmortalidad el fortísimo y piadosísimo Marqués del Valle. Llenas están las historias de lo que en él se competían la religión y el esfuerzo…

En el concepto de Sigüenza y Góngora, la ferocidad de la Con-quista no se debía a Cortés sino a la actitud de aquellos que “más por intereses de su codicia que por inmortalidad de sus nombres, cooperaron mal contentos a sus empresas”. Y como testimonio concluyente de la piedad del Marqués, recurriendo a su testamento, Sigüenza señalaba que el lugar elegido para el hospital, en la Calzada de San Antón, tenía un sentido simbó-lico: por ahí había hecho Cortés su primera pacífi ca entrada a Tenochtitlan, el 8 de noviembre de 1519; y en ese mismo lugar, apuntaba Sigüenza, “empezó” la inundación durante el reino del emperador Ahuítzotl. El sabio pensaba que Cortés había escogido ese lugar para su hospital con el propósito de santifi -carlo: “quién nos puede quitar el que ponderemos ser contin-gencia digna de gran reparo, el que donde experimentó México en su gentilidad tan dolorosa ruina halle ahora para los católi-cos que la habitan providencia caritativa, para restaurarles la salud perdida y remediar sus achaques”.

En su Historia antigua de Méjico, Clavijero (más atemperado, más distante) concede a Cortés prendas de carácter: “Era un hombre de buen entendimiento, de singular valor y destreza, en todo género de armas, de genio fecundo en arbitrio para llevar al cabo sus ideas, de una rara habilidad para hacerse obe-

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decer y respetar aun de sus iguales.” El haber barrenado los navíos le parecía prueba fehaciente de su “grandeza de alma”. Y aunque admite que su celo religioso “no era inferior a la formidable fi delidad que guardó a su soberano”, señala que el “esplendor de éstas y otras buenas cualidades” se “amortiguó con algunas acciones indignas de la grandeza de su alma”. Pero la historia de Clavijero terminaba con una nota trágica. Lejos de las triunfales visiones del siglo xvi o de las vindicaciones heroicas del xvii, entendía que la Conquista había sido tan cruel como ineluctable, en términos humanos y divinos. Y desde su siglo ilustrado, volvía a tocar una nota bíblica, la ines-crutable justicia divina:

Los mexicanos, como todas las naciones que contribuyeron a su ruina, quedaron, a pesar de las cristianas y humanísimas disposi-ciones de los Reyes Católicos, abandonados a la miseria, a la opresión y al desprecio, no sólo de los españoles sino también de los más viles esclavos africanos, y de sus infames descendientes: castigando Dios, en la miserable posteridad de aquellos pueblos, la injusticia, la crueldad y la superstición de sus antepasados: ¡horrible ejemplo de la justicia divina y de la inestabilidad de los reinos de la tierra!

“Desdicha es nuestra el que no tengamos siempre a la vista (para agradecérselo) a quien representa aquel Héroe incompa-rable, a cuyo valor debemos las delicias y conveniencias con que aquí se vive”, había escrito Sigüenza y Góngora. En las postrimerías del siglo xviii, el virrey Revillagigedo dispuso trasladar los restos mortales de Cortés de la iglesia de San Francisco, donde estaban depositados, a un suntuoso sepulcro mandado hacer por el propio virrey en el presbiterio de la iglesia de Jesús (adjunta al hospital). Descubiertos “los huesos envueltos en una sábana de cambray bordada de seda negra con encaje al canto de lo mismo”, el 2 de julio de 1794 se conduje-ron al Hospital de Jesús para colocarlos en el sepulcro. Duran-te la misa que se celebró en la magna ocasión, fray Servando Teresa de Mier (el precursor de la Independencia) pronunció la oración fúnebre por Cortés y en ella lo elogió por haber “destruido la idolatría, los sacrifi cios humanos sangrientos y traído y comunicado la luz del Evangelio a los que moraban en las tinieblas de Egipto”. Ahora sus restos tenían un sepulcro digno en la Nueva España, pero ni ellos ni su memoria —liga-da por siempre a la de Cuauhtémoc, y disminuida por ella en la inevitable comparación— descansarían en paz. G

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Los problemas de AméricaDaniel Cosío Villegas

Editor, profesor universitario, fundador de instituciones, Cosío Villegas perteneció a una generación de audaces y decididos hombres de ideas y de acción. Hemos tomado este fragmento de Extremos de América, obra que reúne ensayos y artículos en los que el lector hallará pasión analítica y a la vez mesura, astucia

literaria y hasta las bases para un programa político. Actualmente circula una nueva edición, dentro de la serie conmemorativa por el 70 aniversario de la casa

Una cosa me ha llamado siempre la atención en la América Latina: el desapego, la lejanía en que el hombre vive respecto de sus semejantes. “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, dice la ley cristiana; pues bien, entre nosotros el prójimo no es ni está próximo: la distancia es grande y pequeña la similitud.

En efecto, al hombre de América le ha venido siempre ancha la tierra de América: la tierra es ancha y ajena, ha podido decir el novelista peruano; el nuestro es un “continente vacío”, dice un escritor mexicano; y en la Argentina, la expresión “so-ledad poblada” parece haber perdido ya su paternidad a fuerza de repetirse.

Lo cierto es que los geógrafos hablan de que el módulo demográfi co común de la América Latina es el muy primitivo del “claustro cerrado”: una mancha humana aquí, otra ahí, y entre ambas, el vacío, la zona muerta en que el hombre no vive, y menos convive. No es sólo que entre una mancha humana y otra exista la nada, sino que cada una de esas manchas —cual-quiera que sea su situación o su magnitud— es densa en su centro y se desvanece progresivamente al aproximarse a la pe-riferia. Esto quiere decir que, por ahora y durante muchos y largos años, no hay esperanza de que una mancha se extienda hasta llegar a tocar la más próxima, fundiéndose ambas en una sola y ampliándose así la zona de convivencia humana. Por eso los geógrafos aseveran que en todo el territorio de Iberoamé-rica hay apenas tres regiones de un crecimiento demográfi co “sano”, es decir, zonas en las cuales el centro se robustece sin sacrifi cio de la densidad de la población periférica: las tierras de Costa Rica y Colombia, y los estados surianos de Brasil.

Muchas y muy curiosas consecuencias se derivan de ese módulo demográfi co claustral. La primera ha sido señalada ya: el grado escaso o nulo en que los hombres de un claustro con-viven con los hombres de otros claustros. La segunda es que el país o la nación son entes en buena medida fi cticios, o, si se quiere, realidades muy imperfectas, pues además de esa conti-nuidad territorial que los tratadistas de derecho público seña-lan como una característica del estado, para la nación habría que proponer la de estar poblada sin solución de continuidad, para decirlo extremosamente. La tercera es que en cada man-cha de población se crean, con manifi esto desperdicio de tiem-po y esfuerzo, instituciones y servicios de toda índole, pues,

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por defi nición, un claustro es una unidad autárquica en lo eco-nómico, en lo político, en lo social y hasta en lo espiritual. En fi n, la mancha mayor pretende gobernar a las menores; pero como cada una es un claustro, los hombres de un claustro ig-noran por qué los del otro han de pretender dictar leyes o costumbres generales. Y las dictan, pero con violencia, grave o leve, pasajera o permanente. Y es explicable esa ignorancia: si el cuerpo humano reconoce primacía al corazón, es porque sirve a todo el cuerpo: manda a cada una de las partes de éste la sangre pura, la roja, y recoge de ellas la sangre envenenada, la azul. El corazón gobierna porque en el cuerpo llena dos funciones no sólo generales, sino sagradas, como se antojaría llamarlas: alimenta y purifi ca. Pero ¿por qué un claustro dis-tante y aislado ha de pretender gobernar a los otros claustros distantes y aislados? ¿Por qué, si sus gentes no conviven? ¿Sim-plemente porque el uno es mayor o más fuerte, o porque está situado en la posición dominante de la meseta o del litoral? Lo cierto es que las comunicaciones, el poder, la fuerza, se concen-tran en el claustro mayor, y que éste pretende usar ese poder y esa fuerza en benefi cio propio, y no para el benefi cio de todos los claustros.

Es casi innecesario decir que si nuestro módulo demográfi -co es el primitivo del claustro, existen razones, y bien serias, para ello. Casi toda la tierra americana es ingrata, de modo que no hay país, con la posible excepción de Uruguay, en que la ocupación y aprovechamiento progresivos de la tierra sea tarea fácil, y hacedera, como si dijéramos, con el simple transcurso del tiempo.

En México, por ejemplo, la parte norte-central es desértica, con poca o ninguna esperanza de compostura, aun desestiman-do el costo de las posibles soluciones artifi ciales; la gran altipla-nicie central depende de lluvias insufi cientes e irregulares; la región costera del golfo y la parte sur, hacia Guatemala, es trópico puro: caliente, húmeda, agresivamente feraz, malsana. El país, en realidad, sólo cuenta con valles pequeños, aislados, en la gran altiplanicie central y con extensiones ricas en la zona noroccidental. Y no hablemos de la maraña de sierras y mon-tañas que tajan al país, haciéndolo literalmente añicos. Esta descripción geográfi ca de México es válida en su esencia para la América Central y el Caribe. Colombia, Ecuador, Perú y Chile son víctimas de la colosal barrera andina, tema, eso sí, de una exaltación literaria continua. Y si el colombiano cuenta con excelentes tierras altas y laderas que ocupa y trabaja con éxito lisonjero, lucha contra la montaña, que devora tiempo y esfuerzo para hacer circular al hombre y sus riquezas, y en su suelo, en la parte noroccidental, el colombiano tiene una selva tan densa que sobrecoge la idea de que alguna vez un ser hu-mano pueda ser atrapado por ella. Brasil la tiene también; no le falta el desierto, y, por añadidura, cubriendo su centro, está la tan justamente llamada “hoya” amazónica. Ecuador y Perú cuentan asimismo con el trópico indomable y el desierto deso-lado. La mitad del territorio chileno es desértico; en Argentina no todo es pampa y menos pampa húmeda: hay también de-

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sierto y una Patagonia que sólo se deja habitar si el lobo huma-no se viste de oveja.

Y lo trágico es que en esas tierras inhóspitas se encuentra buena parte de la riqueza que el hombre de América necesita para vivir: el indio boliviano y el peruano han de encaramarse a cuatro mil metros de altura para arrancar a la tierra el estaño o el cobre que venden a fi n de sustentarse de maíz y trigo. Así, las zonas geográfi cas ingratas obligan a la población a concentrarse en las menos ingratas, aislando una zona poblada de la otra.

Como ocurre siempre, no todo es desventaja en este creci-miento demográfi co de tipo claustral: grata a veces y tan útil siempre como es la convivencia humana, no debiera llegar a ser tan estrecha como en Europa lo es: allí el hombre la siente impuesta, lo obliga a vivir con sus seme-jantes codo con codo, como si fuera en la cuerda rumbo al presidio o el destierro. Una de las razones que decididamente hacen más saludable el clima humano de América es que entre hombre y hombre ha habido hasta ahora tierra bastante que labrar y aire puro que respirar; desgraciadamente, la separación es por ahora tan grande, que se convierte, como el desierto, en estéril, y como el desierto, engendra soledad y desamparo.

Claro que ha habido un avance enorme en el proceso de ocupar y dominar la tierra: por ejemplo, es impresionante re-construir hoy en un mapa las zonas pobladas por los americanos al hacerse el descubrimiento y la conquista: tres cuartas partes de ellos vivían en las limitadísimas franjas en que fl orecieron las grandes civilizaciones maya, azteca e incaica, y la menos avan-zada de los chibchas; el resto de nuestro enorme territorio no estaba poblado del todo, o lo estaba por tribus ralas y desorga-nizadas. Hoy la población es mucho mayor, su agrupamiento más recio, y se han abreviado las distancias y los obstáculos que separan a unos núcleos demográfi cos de otros. Y sin embargo, ni la América Latina en su conjunto, ni ningún país de ella in-dividualmente considerado, ha conseguido repetir la hazaña norteamericana de poblar y dominar un territorio de gran mag-nitud en siglo y medio escaso; no sólo eso, sino que todos los países latinoamericanos están todavía muy lejos de hacerlo y en algunos no se ve cuándo ni cómo podrían lograrlo.

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Sobre las ilustraciones

Las ilustraciones de este número provienen de diversas obras de nuestro catálogo infantil y juvenil. Esperamos que, al reproducirlas aquí —lamentablemente sin todo el colorido que tienen en realidad—, despierten el interés por sus creadores: Juan Gedovius aparece en las páginas 3, de Trucas, y 11, de Columpios; Miguel Murrugarren en la 4, de Animalario; Ricardo Peláez en la 5, de Historia de un niñito bueno. Historia de un niñito malo; Bruno Heitz en la 8, de Yoyo y el color de los olores; Magú en las 25 y 26, de El ratón del supermercado y… otros cuentos; Rodolfo Castro en la 28, de Un hombre de mar; Carlos Pellicer López en la 30, de Julieta y su caja de colores. Agradecemos a Miriam Martínez y su equipo la ayuda para difundir esta valiosa colección. G

La ingratitud de la tierra explica en gran medida su ocupa-ción y dominio parciales; la ocupación y el dominio parciales de la tierra explican el módulo demográfi co primitivo del claus-tro; y ese módulo, a su vez, explica en parte lo que más intere-sa: el grado limitado de convivencia que ha alcanzado hasta ahora el hombre de nuestra América. Mas no podemos explicar así que la convivencia siga siendo limitada y defectuosa dentro de un claustro, llámese éste nación, provincia o caserío. Aquí intervienen razones igualmente obvias y profundas, pero de una índole bien diferente: no es ya la naturaleza quien separa al hombre del hombre, sino el hombre mismo. Poco prudentes

han de ser los hispanoamericanos si no han logrado convivir bien con sus seme-jantes a pesar de que están condenados a hacerlo en claustros cerrados: es eviden-te que el monje recluido de verdad den-tro de un claustro físicamente, material-mente cerrado, hace el mayor esfuerzo imaginable para entenderse con quienes habrá de compartir su vida entera. Y sin embargo, como que el hombre hispano-

americano no lo ha intentado con toda la decisión que debiera, y si lo ha hecho, ha fracasado en muy buena medida.

Bastaría para convencerse de ello echar una mirada a la es-tructura social de cualquiera de nuestros países, y, por desgra-cia en esto no parece haber excepciones, siquiera de grado. Ninguno tiene una clase media (o, por lo menos, no la tiene bastante numerosa y compacta) cuya existencia mitigue el con-traste tajante y doloroso entre una clase baja desmesuradamen-te pobre, y una alta, también desmesuradamente rica. Quizá lo único en que estas dos clases coincidan sea en su espesa igno-rancia; en lo demás, ni pueden ser más distintas ni estar más distantes. E insisto en que no debemos disimular el desvío abominable que separa a nuestras clases bajas de las altas: el observador superfi cial tiende a ver la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio, de modo que es frecuentísimo que quienes proceden de países donde la indumentaria europea está generalizada, crean que las distancias sociales son menores en sus países de origen y mayores en los de población indígena, simplemente porque en éstos a la separación social se agrega la “nota de color” de una vestimenta pintoresca.

Claro que no hay sociedad moderna en que esas diferencias sociales no existan y aun claramente visibles; pero las nuestras me parecen mayores y como más hirientes, como que envene-nan más el cuerpo social todo, conduciéndolo a convulsiones violentas de tiempo en tiempo, entre otras razones porque en nuestra América parece que debiera haber para todos mucho espacio, mucho aire, mucha luz y comida y abrigo bastantes. Y no olvidemos al hablar de clases sociales ese fenómeno al que los sociólogos atribuyen tanta importancia: la capilaridad so-cial, o sea la mayor o menor facililad o difi cultad con que el hombre de una clase inferior se desprende de su clase para trepar a otra superior.

En cuanto a nuestra clara y profunda división en clases, supongo que no es menester especular mucho para admitirla y sentir su magnitud: bastaría pensar en un indio boliviano o peruano, a un extremo, y en un señorito de La Paz o de Lima, al otro; en un negro de la costa caribeana de Colombia, y en el rico industrial antioqueño; en un roto chileno y en el dandy que concurre al Club de la Unión de Santiago; entre un negocian-

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te mexicano con casas de recreo en Cuernavaca, Taxco y Aca-pulco, y un lacandón trashumante. Puede algún hispanoameri-cano ingenuo pensar que si las distancias sociales son grandes en nuestra América, no lo son tanto como en la Europa occi-dental o en Estados Unidos, porque entre nosotros no hay una verdadera aristocracia ni un genuino proletariado industrial: la primera, una clase de verdad encopetada; la segunda se diría, no simplemente baja, sino subterránea.

Quizá nuestras clases altas sean, en efecto, menos altas que la aristocracia tradicional europea o que el hombre inverosímilmente adinerado de Estados Unidos, si bien no puede dudarse de que nada en el mundo hay tan bajo como un indio de la altiplanicie boliviana pero aun siendo cierto lo pri-mero, el hecho no nos favorece. Por una parte, la aristocracia europea es menos aristocrática de lo que comúnmente se supone y, en consecuencia, menos alta de lo que aparenta; por otra, poquísimo o nada representa en la vida colectiva, de modo que no ha de-jado de ser punto de comparación social o fuente de envidia o rencor; de hecho, es un grupo social confi nado. En todo caso, y en la justa medida en que sea verdadera aristocracia, ha teni-do tiempo para afi narse y pulirse. La nuestra, al contrario, es tan reciente, se ha hecho tan a la vista de nosotros, está amasa-da tan crudamente con el solo ingrediente del dinero, y su fortuna se deriva de manera tan directa del despojo, del factor ofi cial o del azar, que no puede ser objeto de admiración, y a veces podría regateársele hasta el olvido; a ello ha de agregarse su falta general de buen gusto y de refi namiento. Muchos de los héroes de nuestra Independencia fueron caballeros adine-rados; en todos los países de América la clase media alta que fue formándose en la segunda mitad del siglo xix, llegó a ser en ocasiones ilustrada, generosa y progresista; pero el rico de este siglo no tiene perdón de dios por cualquiera parte que se le mire. Así, ha de tenerse presente que nuestra aristocracia, di-recta o indirectamente, gobierna o ha gobernado nuestros países, y aun en aquellos en que ha sido batida, no acepta un papel social de mero ornato, sino que acecha la oportunidad de retornar al poder. De ahí que, en el mejor de los casos, se la mire con recelo, y en el peor, se la tenga por enemiga.

Nuestra estructura económica es, por supuesto, otro obstá-culo formidable para que los hombres convivan más en nuestra América. Si hemos aceptado que la estructura social se carac-teriza por profundas divisiones en clases, debemos suponer que gran parte de esas divisiones tienen su origen en la disparidad de medios y de oportunidades económicas: a un extremo, gran-des riquezas invertidas en tierras, fi ncas y ahora en industrias, que permiten una vida fácil, de ocio y de despreocupación; al otro, un salario menguado e inseguro; de un lado el palacio con hipódromo privado, según se dice en Buenos Aires; del otro, el famoso “conventillo”. Y no se olvide que los vicios de esta or-ganización producen efectos cada vez más generales y cada vez más sensibles: en manera alguna tiene la misma signifi cación ser pobre en el siglo xii que serlo en el xx, pues la industria moderna ha despertado la codicia del hombre al desplegar ante sus ojos, en tienda tras tienda, una variedad infi nita de merca-derías, de servicios, de satisfacciones y de placeres; en suma, cosas que el hombre de otras épocas no podía imaginar siquie-

Ha de tenerse presnuestra aristocracigobernado nuestroaun en aquellos enbatida, no acepta ude mero ornato, sioportunidad de retDe ahí que se la mse la tenga por ene

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ra, y, en consecuencia, tampoco podía ambicionar. Y el hombre mismo ha cambiado, él, por su cuenta o como resultado de una acción exterior; pero lo cierto es que el ser humano de este siglo no está dispuesto a seguir siendo pobre, ni a tolerar que al lado suyo haya hombres iguales a él, excepto en la riqueza. Durante muchos años, siglos, la religión cristiana ha podido ser un freno a los apetitos materiales del hombre, o una com-pensación de su pobreza; hoy, el cristianismo ha perdido para siempre esa función, reservándose la más modesta de dar un

aire inocente de simple buena suerte a la riqueza adquirida quizá de mala ley.

Pero hay un hecho que se olvida con frecuencia al analizar las peculiaridades de la estructura económica de nuestros países, hecho que impide también una mayor convivencia entre los hombres de América: la coexistencia de formas e ins-tituciones económicas primitivas y de formas e instituciones ultra avanzadas. Todos conocemos el brillante cartel de la

Panagra: un monstruo del aire cruza el cielo del Perú o de Bolivia a una velocidad de 5oo kilómetros por hora y a una altura de 6 mil metros, mientras abajo, en el desierto calcinado, unos indios con su tropilla de llamas lo miran pasmados. En realidad, la Panagra, al fi n vieja celestina del imperialismo, ha sido bondadosa con nosotros los hispanoamericanos, pues sin violentar la verdad, ha podido sustituir por la llama otro medio de transporte más primitivo, pero no menos general: el lomo del indio mismo, en que se han acarreado por siglos, y se si-guen acarreando, bienes y personas.

No sólo en los transportes, sino en la vida económica toda de nuestra América, se comprueba la coexistencia de formas primi-tivas y de formas avanzadas, modernísimas. Al lado de la célebre fábrica de Carretones, en que el vidrio se sopla a pulmón limpio para hacer esa singular cristalería de México, las modernas fac-torías de vidrio plano de Monterrey; al lado del sarape o del poncho tejido a mano o en el telar de pie, las grandes fábricas textiles de Antioquia, São Paulo, Santiago o de Orizaba; y en Buenos Aires, al lado del gran almacén en que se puede com-prar, según la fórmula consagrada, “desde un alfi ler hasta una locomotora”, se ve el carro tirado por bestias que va a ofrecer a diario verduras a las amas y sirvientas de la ciudad entera.

No es fácil la convivencia entre hombres que viven en mun-dos económicos radicalmente distintos: ¿será fácil el entendi-miento entre el hombre que carga a cuestas su trigo o su maíz para llevarlos al mercado, y el hombre que recibe por avión algún repuesto para la maquinaria de su fábrica? De hecho, es muy frecuente hallar en los países americanos grupos humanos que viven en una economía de estricto trueque, mientras los otros se mueven en una economía hija del capitalismo más avanzado. La perla, de Steinbeck, no platea otro problema en su dramática novela.

Las diferencias sociales y económicas en nuestros pueblos son tan grandes y tan macizas que no pueden aminorarse o reajustarse de una manera normal, tranquila, diaria, mecánica, diríamos; pues faltan o son pobres los medios y las oportunida-des para mudar de clase o grupo.

Los medios y las oportunidades para adquirir, por ejemplo, una educación que compensara en algo un origen social humil-de o la pobreza económica, resultan trágicamente limitados en

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nuestros países: las escuelas son escasas; las que existen, se acu-mulan en los grandes centros urbanos y faltan en absoluto o merman de prisa en los poblados pequeños y en las comunida-des rurales; la efi cacia de sus enseñanzas es bien limitada, por su fi losofi a tornadiza, por sus métodos rutinarios, por la pobre-za de sus recursos, porque no sirven la vocación y los intereses tan variados del hombre moderno y porque carecen de una inspiración superior, evangélica, a la altura de la tarea de salva-ción que debieran acometer. Los medios económicos son quizá todavía más limitados, pues a su acaparamiento en las manos de unos cuantos individuos debe agregarse la pobreza de los países como países: el acervo de capitales es bien reducido, y, en consecuencia, el crédito es más restringido; no sirve a todo

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Tiros por la culataOctavio Paz

el país, sino sólo a las principales poblaciones, y en éstas se otorga al que ya tiene fortuna y no a quien la inicia.

No sólo los medios son escasos; también lo son las oportu-nidades: sociedades tan rígidas, estáticas casi, como las nues-tras, apenas dan ocasión al individuo que quiere cambiar de posición. Compárense, por ejemplo, las oportunidades norma-les que brindan países como Estados Unidos y Canadá con las que existen en los países sudamericanos más parecidos a ellos, la Argentina o el Brasil. La historia cotidiana de Estados Uni-dos está llena del limpiabotas o el voceador de diarios que se convierte en magnate; en nuestros países el caso más semejan-te sería el del demagogo o el bandolero que salta a gobernante de la noche a la mañana. G

La decena y media de volúmenes de las Obras completas de Octavio Paz, en edición del autor, son uno de los tesoros de nuestro catálogo. Ahí se reúne, además de los libros de poesía y ensayo, y de acuerdo con el orden defi nitivo que quiso darles el propio ganador del Nobel en 1990, su producción

para diarios y revistas. El noveno tomo, primero de Ideas y costumbres, contiene los cuatro artículos de “La libertad contra la fe”, publicados a mediados de 1978, y que luego fueron acogidos por El ogro fi lantrópico. Recogemos aquí el primero de la serie, cuya advertencia sobre el terrorismo conserva su trágica vigencia

Malos tiempos los nuestros: las revoluciones se han petrifi cado en tiranías desalmadas; los alzamientos libertarios han degene-rado en terrorismo homicida; Occidente vive en la abundancia pero corroído por el hedonismo, la duda, el egoísmo, la dimi-sión. El socialismo había sido pensado para Europa y su pro-longación ultramarina: los Estados Unidos. Según uno de los principios cardinales del marxismo (el verdadero), la revolu-ción proletaria sería la consecuencia necesaria del desarrollo industrial capitalista. Sin embargo, no sólo no se cumplieron las profecías del “socialismo científi co” sino que ocurrió algo peor: se cumplieron al revés. Hoy son “socialistas” dos anti-guos imperios, el zarista y el chino —para no hablar de Cuba, Camboya, Albania o Etiopía. La Revolución rusa no tardó en convertirse en una ideocracia totalitaria. Su desarrollo ha sido asombroso, no en dirección hacia el socialismo sino hacia la constitución de un formidable imperio militar.

Aunque Occidente ha sido a su vez teatro de muchas con-vulsiones, ninguna de ellas ha modifi cado realmente las estruc-turas económicas, sociales y políticas. Gran Bretaña, Francia, Holanda y Bélgica han dejado de ser imperios coloniales, Ale-

mania ha sido dividida y los Estados Unidos son ahora la cabe-za de Occidente pero el modo de producción sigue siendo el mismo (capitalismo) y los sistemas políticos no han cambiado en lo fundamental. En uno de los países con mayor y más pro-funda tradición marxista, predestinado por la teoría a ser uno de los primeros en donde estallaría una revolución proletaria, Alemania, se produjo un cambio de signo contrario: Hitler y sus nazis. Otro tiro por la culata del marxismo. Nietzsche y Dostoyevski vieron más claro y más lejos que Marx: la gran novedad del siglo xx no ha sido el socialismo sino la aparición del Estado totalitario, dirigido por un comité de inquisidores.

Vencido el nazismo, los países europeos han regresado poco a poco a la democracia liberal burguesa y las últimas dictaduras —España, Portugal, Grecia— han desaparecido. No obstante, a pesar de la prosperidad económica y de la exis-tencia de instituciones democráticas —cada vez más deteriora-das—, todos sabemos que Europa vive un “fi n de época”. Si en algo no se equivocó Marx, fue en pensar que nuestra sociedad sufría un padecimiento mortal y que sólo un cambio radical en los sistemas y las estructuras podría devolvernos la salud, es decir, asegurar la continuidad de la vida civilizada en Europa y en el mundo. Se equivocó en el remedio: no basta con cambiar el sistema de propiedad de los medios de producción ni es cierto que la estructura económica sea la determinante y el resto —política, religión, ciencia, artes, ideas, pasiones— meras superestructuras y epifenómenos. Marx no fue, por lo demás, el único que en el siglo xix vio la sociedad civilizada como un organismo gravemente enfermo. El tema de la “de-cadencia de Occidente” comenzó muy pronto y se extendió y creció a medida que transcurría el siglo xix. Es signifi cativo que para muchos de esos pensadores —Tocqueville y Henry Adams entre otros— la revolución no fuese un antídoto contra la decadencia sino uno de sus resultados. En fi n, cualquiera que sea nuestro diagnóstico sobre la naturaleza de esos males, lo cierto es que después de la segunda guerra los intentos de los europeos por cambiar sus estructuras han sido más y más tímidos. ¿Por qué?

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Obras completas de Octavio Paz

1. La casa de la presencia. Poesía e historia2. Excursiones / Incursiones. Dominio extranjero3. Fundación y disidencia. Dominio hispánico4. Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano5. Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe6. Los privilegios de la vista I. Arte moderno universal7. Los privilegios de la vista II. Arte de México8. El peregrino en su patria. Historia y política de México9. Ideas y costumbres I. La letra y el cetro10. Ideas y costumbres II. Usos y símbolos11. Obra poética I (1935-1970)12. Obra poética II (1969-1998)13. Miscelánea I. Primeros escritos14. Miscelánea II. Periodismo literario. Última década15. Miscelánea III. Entrevistas G

Las causas de la inmovilidad europea son, sin duda, múlti-ples. Es evidente que el proletariado no ha sido la clase revolu-cionaria internacional del mesianismo marxista; al contrario: ha sido y es nacionalista y reformista. Pero el descenso del temple revolucionario se debe también, en gran parte, a una suerte de parálisis de los grupos y partidos que podrían haber emprendido esos cambios. Parálisis voluntaria, aunque no del todo consciente y en la que ha sido determinante, sobre todo después de 1945, la infl uencia del poderío de la Unión Sovié-tica. No hay ningún misterio en esta aparente paradoja: no es fácil que ningún socialista europeo —ni, en su fuero interno, ningún comunista lúcido— desee para su país la suerte de Polonia o Checoslo-vaquia. Desde el fi n de la segunda gue-rra, Europa occidental vive en un forza-do statu quo: todo cambio alteraría el equilibrio en favor de la Unión Soviéti-ca. Este temor explica también la evolu-ción de los partidos comunistas occiden-tales hacia esa forma híbrida que se llama “eurocomunismo”.

La sombra que arroja sobre el conti-nente europeo la máquina militar de la URSS, la potencia más agresiva y expansionista en esta segunda mitad de siglo, es una sombra venenosa que ha paralizado los movimientos socialistas en los países desarrollados. El “socialismo soviético” no sólo ha sido incapaz de encender la revolución europea, como espera-ban Lenin y Trotski, sino que ha impedido toda evolución hacia el verdadero socialismo. Así, ha condenado a Occidente a la inmovilidad en materia social y política. A su vez, la inmo-vilidad de Occidente ha provocado, no en la clase obrera sino en la clase media intelectual, un estado de espíritu que, del desaliento a la exasperación, ha desembocado en el terrorismo. Otro tiro por la culata: el terrorismo, contra lo que creen sus adeptos, es un proceso circular que, al desencadenar la repre-sión, fortifi ca al Estado y consolida la inmovilidad social. En la Unión Soviética la evolución ha sido aún más lenta que en Occidente. Por más grandes que hayan sido los cambios des-pués de la muerte de Stalin, la URSS y sus satélites son esen-cialmente lo que fueron desde su origen: ideocracias totalita-rias. Tels qu’en eux-mémes enfi n le marxisme-leninisme les change…

El contraste con los países subdesarrollados no puede ser más grande. Esa realidad heterogénea y abigarrada que se de-signa con la inexacta expresión Tercer Mundo (¿qué tienen en común Zaire y Argentina, Brasil y Birmania, Costa Rica y Etiopía?) vive en continuas revueltas, estallidos y trastornos. Casi todos los países asiáticos y africanos han alcanzado la in-dependencia pero muchos han caído bajo dictaduras nativas no menos injustas y con frecuencia más feroces que la antigua dominación imperialista. América Latina, un continente que es una porción excéntrica de Occidente, ha padecido también sacudimientos. Todos ellos, sin excepción alguna, han termina-do en dictaduras militares. Este tercio de siglo nos sorprende por la proliferación de tiranías: Vietnam, Uruguay, Indonesia, Chile, Angola, Argentina, Camboya, Libia, Irak, etcétera, etcé-tera. Tiranías verdes, rojas, negras o blancas pero todas san-grientas.

Un vistazo a la situación contemporánea revela que no es posible discernir un propósito en todas estas agitaciones. El mundo se mueve pero ¿hacia dónde? Esas idas y venidas, ya

Si la historia es unateatro, hay que contiene pies ni cabezacorrompido por actha sido escrito por cuyo perverso métocomposición se redesmaltar sus improcon crímenes e inc

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que no un sentido, ¿tienen una dirección? ¿Cómo saberlo? Si la historia es una pieza de teatro, hay que confesar que no tiene pies ni cabeza. El texto, corrompido por actores infi eles, ha sido escrito por un loco cuyo perverso método de composición se reduce a esmaltar sus improvisaciones con crímenes e in-coherencias. El siglo xix entronizó a la historia y la convirtió en fi losofía; los hombres, a través de ella, se adoraron a sí mis-mos. Marx fue más allá: decretó la muerte de la fi losofía. So-brepasada por el materialismo histórico, la fi losofía sería “rea-lizada” por la revolución proletaria. Para otros la historia fue la nueva Sibila de Cumas. Los pensadores positivistas, de Comte

a Spencer, descorrieron el velo del futu-ro y nos mostraron su rostro... distinto en cada caso. Ahora la historia, como siempre, ha desmentido las predicciones del liberalismo, del positivismo y del materialismo histórico. La refutación más convincente de todas las fi losofías de la historia es la historia misma. Toda-vía en 1930 Trotski escribe: “La fuerza del marxismo reside en su poder de pre-dicción”, frase que revela la enormidad

de esas ilusiones —y la magnitud del desengaño.Kant esperaba la llegada de un Newton de la historia, que

descubriría las leyes del movimiento social como el otro había descubierto las que rigen las revoluciones de los cuerpos celes-tes. El Newton de la historia no ha nacido ni es fácil que apa-rezca alguna vez sobre esta tierra. Mientras tanto, en los cam-pos de la física y la astronomía otros descubrimientos y otros sistemas han restringido la validez de los de Newton. Pero las decepciones de la historia son más dolorosas que las de la cien-cia. Ante el fracaso de tantas predicciones, muchos intelectua-les se refugian en el escepticismo y el nihilismo; otros buscan en los antiguos cultos y religiones de Oriente y Occidente un substituto de las ilusiones perdidas. Sin embargo, como procu-raré mostrar en los artículos siguientes, nuestro tiempo nos pide a todos y especialmente a los intelectuales no el abandono sino el rigor. Sólo el renacimiento del espíritu crítico puede darnos un poco de luz en la gran obscuridad de la historia presente. G

pieza de fesar que no . El texto, ores infi eles, un loco do de uce a isaciones herencias

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Alfonso Reyes y AméricaDavid A. Brading

Circula ya la colección Capilla Alfonsina, coordinada por Carlos Fuentes y publicada en conjunto por la Cátedra Alfonso Reyes, el Tec de Monterrey, la Fundación para las Letras Mexicanas, el Estado de Nuevo León y el propio FCE. Con prólogos de Carlos Monsiváis, Juan Goytisolo, Bernardo Sepúlveda, Gonzalo Celorio, Margo Glantz

o José Emilio Pacheco, esta serie de breves volúmenes busca actualizar la presencia del polígrafo regiomontano. Presentamos aquí un extracto de la introducción que Brading, autor que realza nuestro catálogo, preparó para el tomo sobre “América”

En El erizo y el zorro (1935), Isaiah Berlin cita un fragmento del poeta griego Arquíloco, en el que se dice: “El zorro sabe mu-chas cosas, pero el erizo sabe una gran cosa.” Berlin aplicó fi gu-rativamente estas “oscuras palabras” para dividir en dos grandes clases a una hueste de fi lósofos, poetas, dramaturgos y novelis-tas. Dante, fl anqueado, entre otros, por Platón, Dostoievski y Proust, quedó al frente de los escritores a cuya obra la animaba “una sola visión central” que por sí sola daba sentido a todo lo que ellos hubieran dicho o hecho. Shakespeare, fl anqueado, entre otros, por Aristóteles, Goethe y Joyce, era ejemplo de aquellos escritores cuyos pensamientos son “esparcidos o difu-sos, pasan de un nivel a otro y captan la esencia de una gran variedad de experiencias y de objetos para lo que son en sí mis-mos”, sin tratar de reducirlas a los límites de una “visión inter-na unitaria” Los del primer grupo eran erizos, los del segundo, zorros. De aplicar la clasifi cación de Berlin a los escritores mexicanos, y en especial a los del círculo que fundó el Ateneo de la Juventud en 1909, de inmediato resulta evidente que José Vasconcelos (1881-1959) fue un erizo, toda vez que su vida y sus escritos estuvieron inspirados por la visión de sí mismo como un avatar cultural, a ratos rey-fi lósofo y a ratos profeta, elegido para redimir a su nación y a su raza. A diferencia de él, Alfonso Reyes (1889-1959), el “Benjamín” del Ateneo, fue un zorro, hizo las veces de diplomático, historiador literario, poeta, periodista y presidente de un centro de estudios superio-res y sus escritos abarcaron una gran variedad de tópicos y gé-neros. Al mismo tiempo, el mayor de los dos infl uyó en el más joven y en ningún lugar fue más grande esta infl uencia que en la preocupación de ambos por la situación cultural de América Latina, o, como Reyes prefería decir, de “Nuestra América”.

Para comprender el origen de esta preocupación no hace falta más que volver la vista a sus Notas sobre la inteligencia ame-ricana (1936), en donde Reyes lamentaba que el plan de estu-dios de la Escuela Nacional Preparatoria en la ciudad de Méxi-co, en donde él estudiara, inculcó en todos sus alumnos un profundo pesimismo hacia la América española. Pues aquí apa-recía un continente que daba la impresión de estar encerrado en una jaula de hierro de determinantes —“fatalidades” las

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llamó Reyes— ya fueran de la raza, la geografía o la política, que impedían su progreso y que lo mantenían dependiente de Europa occidental y de Estados Unidos. En particular, así lo señaló Reyes, la generación de su padre experimentó como una desgracia el haber nacido “en un suelo que no era el foco actual de la civilización, sino una sucursal del mundo”. Reyes citaba a la escritora argentina Victoria Ocampo, quien comentara que los miembros de la generación anterior se habían concebido a sí mismos como los “propietarios de un alma sin pasaporte”. Todavía más: se trataba de una generación que conservaba el viejo desprecio liberal hacia España y que la veía hundida en la decrepitud histórica. En cuanto a México, la sobrevivencia de las comunidades indígenas estaba condenada a representar un obstáculo histórico para su progreso social. En efecto, se pen-saba que todo lo que valía la pena venía de fuera y a todo lo autóctono, fuera nativo o criollo, se le tenía por atrasado. Y todo lo anterior creaba un agudo contraste con el fl oreciente poder industrial y la prosperidad de Estados Unidos.

La paradoja de tal pesimismo, ejemplifi cada en El porvenir de las naciones hispanoamericanas (1899) de Francisco Bulnes, esta-ba en que América Latina, hacia 1870, según observara Alfonso Reyes en su Panorama de América (1918), comenzó a gozar de “una nueva era de prosperidad material y de tranquilidad rela-tiva”. En todo el hemisferio las inversiones extranjeras en los ferrocarriles, los puertos y en las minas habían producido una explosión de exportaciones, no tan sólo en minerales y petró-leo, sino también en la agricultura, tanto en la tropical como en la de tierras templadas. En Argentina y en el sur de Brasil la expansión económica había provocado una inmigración masiva proveniente del sur de Europa y el surgimiento de las grandes ciudades, de modo que para 1910 la población de Buenos Aires y de São Paulo era superior a la de la ciudad de México. Lo que es más, esta novísima prosperidad enriqueció a los terratenien-tes del campo y a los empresarios nacionales y les permitió a las elites políticas establecer regímenes estables basados en las oligarquías parlamentarias o en las presidencias pretorianas. Si en México dio comienzo una revolución en 1910, en otros lu-gares de América Latina la economía de exportación y las ins-tituciones republicanas sobrevivieron hasta 1930, cuando la Gran Depresión llevó a esta etapa a un rápido fi nal.

El ensayista y político uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917) fue quien invocó en Ariel (1900) la fi gura del Próspero de Shakespeare como el autor de un discurso en el que él con-trastaba la espiritualidad en la cultura y la acción desinteresada que representaba ante los sensuales impulsos egoístas de Cali-bán. Convocó a la juventud de la América española a compro-meterse en tan alta empresa y a tratar de realizar la “plenitud de vuestro ser”. En particular, Rodó rechazó la materialista fi -losofía utilitaria que entonces dominaba a Estados Unidos, un país que no obstante que exhibía una “grandeza titánica” en su economía, estaba gobernado por una plutocracia vulgar y ani-mado por una “semicultura universal”. En contraposición, Rodó urgía a la juventud de la América española a que recha-

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zara la “nordomanía” y a que abrazara los valores clásicos y la contemplación de la belleza que fl oreció en la gran época de Atenas. El arte, sostenía Rodó, no sólo expresaba la mayoría de las facultades humanas, sino que también le permitía al hom-bre concebir la ley moral como “una estética de la conducta”. Sobre todo insistía en que todas las distintas repúblicas de la América hispana formaban una sola nación cultural y que su lengua, historia y literatura eran expresión de una sola alma o espíritu. “Tenemos, los americanos latinos,” declaró, “una he-rencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la histo-ria”. En todo esto, además de la infl uencia obvia de Ernst Renan, el teórico francés del nacionalismo, quien escribiera un drama fi losófi co bajo el nombre de Calibán, Rodó se basó en los Discursos a la nación alemana (1807-1808) de Johann Gott-lieb Fichte y en De los héroes, el culto de los héroes y lo heroico en la historia (1840) de Thomas Carlyle, sobre todo en la medida en que este último defi niera al hombre de letras en los tiempos modernos como la “luz del mundo, el Sacerdote que le sirve de guía como sagrada Columna de Fuego en su tenebrosa pere-grinación a través del desierto del Tiempo”. José Vasconcelos siguió conscientemente las exhortaciones de Rodó y asumió la embriagadora concepción de Carlyle al sumergirse en el remo-lino de la Revolución mexicana y al fi gurar más adelante como secretario de Educación Pública.

No puede haber duda alguna en cuanto a la infl uencia del uruguayo en Alfonso Reyes, pues en 1908, a los diecinueve años de edad, convenció a su padre, el general Bernardo Reyes, gobernador del estado de Nuevo León y potencial candidato presidencial, de que publicara la primera edición mexicana de Ariel en Monterrey, aun cuando el fi lósofo literario al que él más admiraba, como lo admitió su hijo, era Theodore Roose-velt. La presencia de Rodó hizo crecer aún más la presencia en México del intelectual dominicano Pedro Henríquez Ureña (1884-1946), hijo de ex presidente y defensor del modernismo, el movimiento literario iniciado por el poeta nicaragüense Rubén Darío. Cinco años mayor que Reyes, mucho más viaja-do que él, Henríquez Ureña se convirtió en su mentor y en su amigo, unidos por el gusto mutuo de la literatura española, ya fuera medieval o barroca, y por su compromiso con los clásicos de Roma y Grecia. Asimismo compartían también el mismo desprecio por la gastada fi losofía de Auguste Comte y de Herbert Spencer, lo que llevó a contar zalameramente a Reyes que él había escuchado a Antonio Caso debatir en un grupo de profesionales, en el que hizo un “sabroso guiso de positivistas”. Cuando a Reyes lo conmovieron El nacimiento de la tragedia de Nietzsche y su exaltación del espíritu dionisiaco sobre la razón apolínea, se volvió hacia Henríquez Ureña en busca de solidez intelectual, la cual nunca llegó, cuando el dominicano le expli-có que tal distinción representaba un contraste entre la poesía épica y la poesía lírica y que no era sino otra expresión de la conocida antítesis entre la fi losofía y la literatura romántica y clásica. Lo que también surgió en la correspondencia entre los dos hombres fue la infl uencia del gran historiador de la litera-tura y crítico, Marcelino Menéndez y Pelayo, una infl uencia que Reyes admitía a la vez que la lamentaba. […]

En donde Europa modelo aplicable ede la especializaciópues en la Américaescritores con frecen la política, actu“caudillos y apóstosostenía que estos “la profesión gene

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Como una aportación a la recuperación de la tradición his-tórica de la América hispana, Reyes publicó una serie de ensa-yos sobre el descubrimiento del Nuevo Mundo, entre ellos Capricho de América (1933), en el que decidió no celebrar el singular papel de Colón, sino que en su lugar se demoró en las acciones colectivas de los españoles en esa enorme aventura, poniendo el énfasis, por ejemplo, en las hazañas de los herma-nos Pinzón. En esa vena, sostuvo que Amerigo Vespucci fue mejor navegante que el explorador genovés. Sin embargo, lo que fascinaba a Reyes era el papel del mito literario en los grandes descubrimientos, sosteniendo que el sentido de estos hechos dependió tanto o más de la imaginación que de los meros hechos del caso. A fi n de cuentas, lo que los hombres vieron al lanzarse a tierras desconocidas dependió de lo que esperaban encontrar o de hecho de lo que fueron capaces de ver. En una frase sorprendente Reyes sostuvo que “América fue la invención de los poetas”, una fórmula que anticipó la tesis de Edmundo O’Gorman según la cual nunca se descubrió a “América”, sino que más bien la inventaron y construyeron los mismos hombres que la conquistaron y los cronistas que defi nieron el signifi cado de esa conquista.

Al llegar a Buenos Aires en 1927, Reyes encontró un país que gozaba de un nivel de vida más alto que el de la Europa del sur y que era un agitado centro cultural, idéntico a Barcelona en cuanto a sus publicaciones. En sus Palabras sobre la nación argentina (1929-1930) Reyes defi nió a México y Argentina como “los dos países polos, los dos extremos representativos de los dos fundamentales modos de ser que encontramos en His-panoamérica”. Contó que en París conoció al poeta argentino Leopoldo Lugones, quien lo desconcertara al declarar llana-mente que México, más que Argentina, parecía un país euro-peo, pues contaba con una larga historia, con muchas tradicio-nes y con numerosos indios, añadiendo: “Sois pueblos vueltos de espaldas. Nosotros estamos de cara al porvenir: los Estados Unidos, Australia y la Argentina, los pueblos sin historia, somos los de mañana.” No es de sorprender que luego de este encuentro Reyes le escribiera a Henríquez Ureña que “todo mexicano sufi cientemente desinteresado sacará provecho de

hablar con un argentino: es una perspec-tiva opuesta”. Pero una observación muy parecida ya la había hecho José Ortega y Gasset, quien señalara que México era parecido a países del centro y del este de Europa, resultado de la conquista y en donde se dio la lenta fusión de los victo-riosos y de los derrotados. Mientras que “por el extremo argentino, el caso ame-ricano se da en toda su pureza; historia leve, problemas de raza casi nula, mezcla

reciente de pueblos que se transportan con su civilización ya hecha, a cuestas”. Era el contraste entre la conquista justifi cada por la imposición de una nueva religión y una colonización que concentró sus recursos humanos en la agricultura. En efecto, Ortega y Gasset defi nía “América” como moldeada a la imagen de Estados Unidos y colocaba a México —y por implicación, a la zona andina— en un raro limbo que era la antítesis de lo que el Nuevo Mundo signifi có para la mayor parte de los europeos. Por su parte, Reyes se limitó en consignar el contraste, sin añadir un comentario personal.

Sólo que Reyes provocó controversia en esta conferencia al

o ofrecía un ra en su práctica n profesional, española los encia se metían ndo como les”. Reyes hombres ejercían al del hombre”

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Otras obras de David Brading en el fceMineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810)

(Historia, 1975)Caudillos y campesinos en la Revolución mexicana (Historia,

1985)Orbe indiano: de la monarquía católica a la república criolla,

1492-1867 (Historia, 1991)Una Iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810

(Historia, 1994)Octavio Paz y la poética de la historia mexicana (Historia,

2002)Mito y profecía en la historia de México (Historia, 2004) G

declarar que en Argentina existía una peligrosa fi sura que sepa-raba al patriciado hispánico de la plebe inmigrante y que en Buenos Aires se ejercía una fuerte presión para asegurar la conformidad con el modo de conducta patricio, con lo cual se forzaba una “disciplina de apariencias”. A decir verdad, una dama conocida de Reyes le había explicado que para ella la “belleza” signifi caba “distinción”. Más aún, si el país de Esta-dos Unidos, por fuertes que fueran sus obsesiones con el avan-ce material, había sido creado por las aspiraciones religiosas de los puritanos, Argentina era “hijo de una aspiración cívica” y por la búsqueda del “bienestar económico”; por lo que “más que una nación de acarreo o depósito histórico”, ésta se deri-vaba de una “creación voluntaria”. El resultado contemporá-neo era un exagerado orgullo nacional, una prepotencia, que llevaba a los periódicos a afi rmar continuamente la superiori-dad de Argentina frente a sus vecinos, pero lo cual, a pesar de la excelencia de su sistema educativo, sugería cierto malestar interior o falta de certidumbre.

En sus Notas sobre la inteligencia americana, expuestas en Bue-nos Aires en 1936, Reyes ofreció algunas refl exiones generales sobre la historia y la situación actual de “Nuestra América”, afi rmando que: “llegada tarde al banquete de la civilización europea, América vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma y otra, sin haber dado tiempo a que madure del todo la forma precedente...” Una vez dicho lo ante-rior, no quedaba del todo claro que América debiera seguir el ritmo de cambio europeo, sobre todo en tanto que la improvi-sación siempre había dominado su historia, su política y su vida. Aun así, “hoy por hoy existe ya una humanidad americana ca-racterística, existe un espíritu americano”. A lo largo del siglo xix se había dado una lucha entre quienes proponían una tradi-ción autóctona y los defensores de los modelos europeos, sin embargo “nuestras utopías constitucionales combinan la fi loso-fía política francesa con el federalismo presidencial de los Esta-dos Unidos”. Debido al dominio de la mezcla racial, el mestiza-je que diera principio con Hernán Cortés y doña Marina, “la inteligencia de Nuestra América” se topó con que resultaba repugnante la segregación étnica que entonces prevalecía en Estados Unidos y con que por lo mismo percibía que Europa era “más universal, más básica, más conforme con su propio sentir”. En donde Europa no ofrecía un modelo aplicable era en su práctica de la especialización profesional, pues en la América española los escritores con frecuencia se metían en la política, actuando como “caudillos y apóstoles”. En una frase predilecta, Reyes sostenía que estos hombres ejercían “la profesión general del hombre”. En una metáfora sorprendente, Reyes escribió: “Nace el escritor europeo en el piso más alto de la Torre Ei-ffel... Nace el escritor americano como en la región del fuego central”. No obstante los retrocesos del momento, las repúbli-cas americanas mantenían una “hermandad histórica” que las unía; eran internacionalistas en sentimiento; y como lo afi rmara Vasconcelos, formaban la base de la futura “raza cósmica”, ins-pirada por “el sueño de la utopía, de la república feliz”.

Octavio Paz se identifi caba a sí mismo en Los hijos del limo (1974) como miembro, ya fuera como discípulo o como maes-tro, de la “tradición moderna de la poesía”, un movimiento iniciado por los románticos alemanes e ingleses, que fuera re-novado por Baudelaire y los simbolistas franceses y que encon-trara su reformulación contemporánea más vital en el surrealis-mo francés. Lo que unía a todos estos movimientos era su re-

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chazo a la Ilustración con su énfasis en las leyes de la ciencia natural y la economía así como la afi rmación común de todos ellos del poder creativo de la imaginación. Paz acentuaba que lo que aquí estaba en juego no era un asunto de valores estéticos, sino más bien una elección de “una forma de ser” en la que la vida, la historia y la poesía estaban unidas. En cuanto al mundo hispano, Paz despreció a los llamados románticos de la primera mitad del siglo xix como “refl ejo de un refl ejo” y afi rmó que el modernismo, iniciado por Rubén Darío, era “nuestro verdadero romanticismo”. En efecto, sólo entonces surgieron poetas y fi -lósofos cargados con la voz profética de un Wordsworth o de un Baudelaire, hombres a los que ya no les satisfacía escribir imitaciones de Sir Walter Scott o Victor Hugo. En muchos sentidos, el primer intelectual mexicano que se atrevió a asumir todo el peso de una vocación romántica fue José Vasconcelos, quien adoptó el papel de profeta en La raza cósmica (1925) y más adelante pronunció una brutal jeremiada en contra de los co-rruptos triunfadores de la Revolución mexicana. Más aún, en su Ulises criollo se identifi có con el astuto héroe griego que evadie-ra a Circe y cegara a Polifemo para volver a su Ítaca y encontrar a su esposa Penélope sitiada por sus pretendientes, todos éstos, sin duda, emblemas de su propia experiencia.

Si bien es cierto que Alfonso Reyes estuvo obviamente in-fl uido por el romanticismo del modernismo, por temperamento era más clásico, fi liación que se ve en su preferencia por Goethe y Virgilio. Más aún, en su Discurso por Virgilio aparece un pasa-je, en el que escribe sobre Eneas, claramente autobiográfi co:

En las aventuras del héroe que va de tumbo en tumbo salvando los Penates sagrados, sé de muchos, en nuestra tierra, que han creído ver la imagen de su propia aventura, y dudo si nos atreveríamos a llamar buen mexicano al que fuera capaz de leer la Eneida sin conmoverse.

En efecto, la caída del estado porfi riano y la muerte de su padre, de quien muchos esperaban que fuera presidente, fue para Reyes en su vida personal el equivalente de la destrucción de Troya, con él mismo como piadoso Eneas, vagando de una playa a otra, durante años sin domicilio fi jo, pasándose un cuarto de siglo en el extranjero antes de su regreso fi nal a México en 1939.

Traducción de Antonio Saborit

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Literatura nacional, literatura mundialAlfonso Reyes

La obra de Reyes, reunida en una treintena de volúmenes publicados por el FCE, es como un gabinete de maravillas: por donde uno se le acerque, encuentra piezas sobresalientes. En el volumen sobre teoría literaria que Julio Ortega preparó para la segunda entrega de la colección Capilla Alfonsina, fi gura este texto en que con su talante usual, entre erudito y modesto, don Alfonso clama por la libertad de ser infl uido por lo extranjero

Lo que yo haga pertenece a mi tierra en el mismo grado en que yo le pertenezco. Nada más equivocado que escribir en vista de una idea preconcebida sobre lo que sea el espíritu nacional. En el peor de los casos, esta idea preconcebida es una conven-ción o resultante casual de ideas perezosas que andan como perros sin dueño. Y en el mejor caso —es decir: cuando la tal idea es resultado de una sincera y seria investigación perso-nal— será tan absurdo el someter a ella una obra por hacer, una obra en que no sólo van a trabajar la razón y la inteligen-cia, y ni siquiera la conciencia sola, sino también el inmenso fondo inconsciente (el individual y el colectivo de Jung), la sub y la superconciencia, el yo y el mí y hasta el trágico y fan-tasmal ello de los últimos atisbos de Freud, como absurdo sería decir, quien nunca haya conocido el amor físico: “En vista de lo que tengo meditado, decreto y resuelvo que voy a sentir esto y lo otro”, ¡en vez de entregarse a sentirlo santa-mente! La vulgar censura: “Esto pudo haber sido escrito en cualquier parte”, aunque niegue determinación geográfi ca, nada quita al valor artístico. Las obras de arte no son coorde-nadas geométricas destinadas a fi jar el domicilio del artista. Es frecuente esgrimir ese triste argumento entre los escritores americanos. ¡Como si el americano fuera un tipo humano dialectal o morboso, sin derecho a participar como todos en el festín trágico de la vida!

Así decía un joven americano, por el malecón de La Haba-na, una tarde, hace mucho tiempo, viendo cómo hasta los en-comios le llegaban medio arrepentidos. Y yo, que escuché sus alegaciones, no he podido olvidarlas.

Creer que sólo es mexicano lo que expresa y sistemática-mente acentúa su aspecto exterior de mexicanismo es una verdadera puerilidad. España conoce los horrores de la españo-lada: ¡aquella condenada pandereta que ha dado la vuelta al mundo! Nosotros, por ese camino, pronto llegaríamos a la mexicanada (“el jicarismo”, dice un pintor). Grosero error juzgar del carácter de una literatura sólo por sus referencias anecdóticas. Pascal no sería representativo de un polo del pen-samiento francés, porque habló de cosa tan universal como dios, y dios —a pesar de la bonita traducción parisiense de Sieburg— dista mucho de ser francés. Montaigne tampoco representaría el otro polo de Francia, porque hablaba de Rai-mundo Sebunde, la virtud de las mujeres romanas, los caníba-

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les de Brasil y todo asunto humano y divino. Corneille, que hizo el Cid —motivo hispánico si los hay—, habría dado la espalda a Francia. En nuestros días, Cunninghame Graham sería desterrado de las letras inglesas por haber producido un espléndido libro sobre los caballos de la conquista española en América, conquista que tan poca gracia les hacía a los británi-cos. Y los escritores de sangre indefi nida o que andan de pres-tado y con bandera de corso por una lengua —Joseph Conrad en Inglaterra, Guillaume Apollinaire en Francia— sencilla-mente no habrían existido a pesar del rastro que dejaron. Los helenistas, del Renacimiento acá, traidores a la patria. Los com-paratistas, algo como unos dobles espías que merecen ser fusi-lados. ¡Mal año para Jusserand que, siendo francés, escribió sobre Inglaterra y Estados Unidos! ¡Mala landre para Waldo Frank, empeñado en que el norte y el sur encuentren la fórmu-la de amistad! No me hablen de Max Müller, faccioso alemán metido en la fi losofía indostánica. Mátenme al maestro Bal-densperger, que domina como un águila todas las literaturas de Europa. Pero basta ya, que los ejemplos son infi nitos.

Así, pues, en México no podríamos trabar conocimiento con las matemáticas, porque no hay una manera mexicana de multiplicar el dos por dos, ni puede sacarse otro producto que el universal número cuatro. No podríamos escribir novelas, porque la novela es una importación tan extranjera como lo fue el verso endecasílabo en la España de Garcilaso. ¿Qué más? La lengua que hablamos nos ha venido de otra parte. Cierto que nosotros también, en una apreciable proporción, vinimos de otro mundo. Pero lo mismo pasa a todos los pue-blos y razas, y de ello nadie se duele, ni nadie saca estorbosas consecuencias para su literatura y sus artes. La naturaleza está hecha de vasos comunicantes, y no hay que temer al libre cam-bio en el orden del espíritu. El mayor timbre de México, hoy en día, es el desarrollo de sus artes plásticas, que han alcanzado un carácter nacional fuerte y evidente. Y cada vez que el tema se atraviese, es bueno hacer saber a quienes lo ignoran, y re-cordarlo a quienes lo saben, que la gran sacudida de la pintura nacional es un fruto de la cultura, de la disciplina, de la erudi-ción de nuestros mejores pintores contemporáneos, quienes comenzaron por absorber y digerir las enseñanzas universales de la pintura. El condimento mexicano —creedlo— es lo bas-tante fuerte para que no nos alarme la adopción de una que otra liebre extranjera. Todo lo que venga a nosotros, por noso-tros será adoptado. Es ley de naturaleza. La tierra no tiene tabiques, mucho menos el pensamiento. Hay problemas que se resuelven con negarles la categoría y la dignidad de problemas: tal el que nos ocupa. Ríanse de mí, pero en este punto me siento lleno de confi anza. Lo cual no quiere decir que simpa-tice con cuanto venga y caiga. Sólo que aquí no estoy expo-niendo mis gustos, sino considerando el saldo social de una literatura. No defi endo a nadie, ni a Javier ni a Héctor, ni a Jaime ni a Germán: digo simplemente que no hay para qué alarmarse. “No va a pasar nada”, como dice la gente. Nuestra literatura seguirá adelante, rompiendo por las vicisitudes y

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hasta alimentándose con ellas. Lo único grave y amenazador sería la ola de pereza, porque evidentemente la literatura se acaba cuando dan los literatos en no escribir. En cuanto a mis simpatías personales en la hora que vivimos —para que nadie diga que me escabullo—, las doy equitativamente a todos los bandos, dondequiera que hallo buena calidad. Y en cuanto a mis esperanzas para mañana —aun cuando se diga que yo en eso soy menos que mediano o que sólo sé hacer otra cosa, pues éste sería otro cantar, y también puede suceder que el tenor suspire por ser barítono o viceversa—, quiero ponerlas en los que procuran una expresión nacional bajo forma elevada y noble, fácilmente comunicable a todos los pueblos. De ellos han de salir nues-tros clásicos defi nitivos, los que nos den un nombre de familia ante el mundo. Antes de oponer el menor obstáculo a quienes se agotan en tan hermoso inten-to, yo rompería mi pluma.

Creía hasta hoy que lo mejor que se puede hacer en materia de educación es dar un buen ejemplo. Creí asimismo que la moda de los mani-fi estos, plataformas y programas estéticos es una inútil y aun nociva intromisión de la técnica política en las letras. Aunque tal manía tenga su abolengo, estas declaraciones sólo sirven, hablando a lo erudito, para fi jar hitos y fechas, pero no para inspirar a quienes las fi rman y propagan. Consideré que no habría mejor consejo para la juventud literaria que el ofrecerle el espectáculo (¡feliz aquel que lo realice!) de una vocación constante y ardientemente desarrollada, a pesar de los contra-tiempos que en nuestro México y en nuestra época se hayan atravesado en el camino del escritor, contratiempos que a cada rato podrían desviarlo hacia las muelleces del abandono o las pendientes del rencor —y, peor aún, de ese rencor que, por esconderse bajo el disfraz de “legítimo”, es el más avieso de todos—. Pensé que las únicas leyes deben ser la seriedad del trabajo, la sinceridad frente a sí mismo (no confundirla con la mala educación para con los demás), y —digan lo que quieran las modas— una secreta, pudorosa, incesante preocupación del bien, en lo público y en lo privado. Tuve mano abierta para todas las tendencias artísticas, y manga ancha para todos los tanteos, sean audaces o balbucientes, cuando respondían a una necesidad. Admití que todo presta utilidad y todo rinde su adarme de provecho. Me ejercité —hasta donde puedo, que es poco— en la inmensa fe de ya no negar nada. Deseé no clasi-fi carme entre los “ismos”, porque me importa tanto el desnudo como el traje con que se sale a la calle. Entendí —con el fi ló-sofo que la ha defi nido— que el reconocer por ahí una inclina-ción a la llamada “deshumanización del arte” no signifi ca aplaudirla necesariamente como tal inclinación, pues el arte no se hace con inclinaciones, sino con obras, y lo único que inte-resa es que las obras sean buenas, inclínese para donde sea. Advertí, en la historia, que las literaturas nacionales se enrique-cen más con la libre creación que con la creación de pie forza-do que pretendiera ajustarlo todo a una previa “sofi stería” teórica. Pero tampoco dejé de atender a un fenómeno cuya ejemplar reiteración debe hacernos pensar un poco: “cuando la poesía se desencariña de las realidades circundantes, puede decirse que vive gastándose a sí misma, y así va afi nando sus instrumentos en una atmósfera de pura retórica. (Retórica no

Bienvenidas sean, que nada tienen demuerte y que, si cipeligros, son los peal mismo ritmo ascBienvenidas las criparecen al madrugnuevo ánimo, cuanhoz está ya bastantespigas bien madu

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es un insulto para nadie: quiero con ella decir técnica o proce-dimiento; toda expresión tiene una retórica.) Mas cuando el afi namiento o desgaste llega a un punto exquisito, cuando ya parece que vamos a alcanzar el mundo de las formas puras, en que sólo los dioses aguantarían la respiración, sobreviene una crisis. La crisis representa una ansia de objetividad, de nuevo alimento terreno, una sed de contenido. Y resulta que sólo la buena forma es capaz de captar el buen contenido, de suerte que los dos estados se completan como las dos partes de un

mismo servicio espiritual, A veces, en sus manifestaciones parciales, los dos fenómenos conviven, se enciman uno sobre el otro, o se desgarran entre sí un tanto. Pero el proceso no puede dete-nerse, por delicada, por hermosa que sea una cualquiera de sus etapas. Bien-venidas sean, pues, las crisis, que nada tienen de común con la muerte y que, si ciertamente traen peligros, son los peli-gros inherentes al mismo ritmo ascen-sional. Bienvenidas las crisis que tanto

se parecen al madrugar del segador con nuevo ánimo, cuando siente que la hoz está ya bastante afi lada y las espigas bien ma-duras.

El hecho de que entren y salgan infl uencias no tiene para qué inquietarnos, y menos en literaturas todavía en estado de fl uidez. Si hay ansiedad en el ambiente, será la expectación por los brotes inminentes que ya despuntan. ¿Queréis convenceros del movimiento? Sentaos a verlo pasar. Siga cada uno haciendo sus poemas, y dios escogerá los suyos. Porque, por muy cándi-das que sean las intenciones, sólo ha de resultar escritor el que de veras lo sea, caiga del lado que cayere. También Villegas, el de los sandios sáfi co-adónicos, el del traído y llevado “céfi ro blando”, dijo que venía al mundo con la misión de regenerar la poesía española, ¡y se lo llevaron en las espuelas los verdade-ros poetas, los que hacían poesía sin prometerla, y pegaban sin perder el tiempo en amagar! Lo que sí conviene es poner un poco de respeto entre un creador y otro creador. Hay calle para todos. Nada más estéril que los comadreos entre capillas. Nada más indigno de una joven literatura que el cultivar aque-lla impotente rabia propia de los medios —no necesaria ni exclusivamente europeos— donde la mala higiene mental es-torba la gozosa circulación de estilos y maneras variadas. Y, sin duda, y por encima de todo, un sentido de continuidad. Dedu-ciendo la resta de los pasos perdidos, saquemos piadosamente la suma de las conquistas hechas. El que pueda, que aproveche el total. El que no pueda o no quiera, no pierda el tiempo en negar tradiciones que a él no lo estimulan: que simplemente las deje a un lado, porque con negar no adelanta nada, y traiga también a cocer sus nuevos ladrillos en el horno común, que con todo ello ha de seguir construyéndose nuestro edifi cio. En suma: deje cada uno vivir al otro y, por su parte, procure hacer bien lo que tiene entre manos. Es el único precepto aceptable en la materia, y lo demás es artifi cialidad que asfi xia, tósigo que corroe.

No sé si este sermoneo es oportuno ni si le importa a nadie. Se me vino a la pluma como un desahogo natural. Explíquen-me mis amigos lo que pasa en México, no para que yo dé lec-ciones, que no podría, sino para que, como siempre, los siga, los acompañe y los ayude. G

ues, las crisis, común con la ertamente traen ligros inherentes ensional. sis que tanto se ar del segador con do siente que la e afi lada y las as

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Para entrar al jardínJuan José Arreola

Mujeres

Julio Torri

Tomados del insuperable De fusilamientos, los textos de esta y la siguiente página son un complemento del texto arreoliano y una invitación a la obra de unos los más parcos autores nacionales. Aparte de la obra mencionada, el FCE publicó La literatura española, en la colección Breviarios, Diálogo de los libros, en Letras Mexicanas y El ladrón de ataúdes, en Cuadernos de La Gaceta

Siempre me descubro reverente al paso de las mujeres elefantas, maternales, castísimas, perfectas.

Sé del sortilegio de las mujeres reptiles —los labios fríos, los ojos zarcos— que nos miran sin curiosidad ni comprensión desde otra especie zoológica.

Convulso, no recuerdo si de espanto o atracción, he conocido un raro ejemplar de mujeres tarántulas. Por misteriosa adivinación de su verdadera naturaleza vestía

Si Jalisco fuera un país independiente, su literatura sería una de las más admiradas del mundo hispánico. El más alegre y desquiciado de sus autores, el malabarista del discurso, el enamorado perpetuo, el literato del ajedrez y el tenis de mesa, es una garantía para la relectura y una sorpresa feliz para el que se acerca por vez primera a su prosa sin tropiezos. Aquí tomamos de Palindroma un útil instructivo para convertir a la esposa en parte fundamental del hogar. Saúl Yurkievich antologó y prologó en 1995 una selección de obras de Arreola publicada por el FCE

Tome en sus brazos a la mujer amada y extiéndala con un ro-dillo sobre la cama, después de amasarla perfectamente con besos y caricias. No deje parte alguna sin humedecer, palpar ni olfatear. Colóquela en decúbito prono (ventral), para que no pueda meter las manos y arañarlo. Incorpórese con ella cuando esté a punto de caramelo, cuidando de no empalagarse. En el momento supremo, apriétele el pescuezo con las dos manos y toda la energía restante.

Para facilitar la operación se recomienda embestir de frente sobre la nuca para que no pueda oírse un monosílabo. Suéltela y sepárese de ella cuando el corazón haya dejado de latir y no haya feas sospechas de necrofi lia. Colóquela ahora en decúbito supino (dorsal) y compruebe el refl ejo de pupila. Por las dudas, auscúltela con el estetoscopio que habrá pedido prestado a su vecino, el estudiante de medicina. Ciérrele los ojos, sáquela de la cama y déjela enfriar, arrastrándola hasta el cuarto de baño. Si tiene a mano un espejo, póngaselo sobre la cara y no la vea más.

Previamente habrá usted diluido en agua tres partes iguales de arena, grava (confi tillo) y cemento rápido, de preferencia blanco, dentro de un recipiente apropiado, batiendo el todo hasta que forme una pasta espesa y homogénea. Si es preciso, pida el consejo de un albañil experimentado. Tome un molde rectangular de esos que pueden adquirirse fácilmente en el barrio, o improvise usted mismo una adobera con tablas de pino sin cepillar, porque resulta más barato. Sea precavido y

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deje un margen de diez centímetros de cada lado para que ella pueda caber holgadamente. Usted sabe las medidas de memo-ria: tanto más cuanto de pies a cabeza tanto menos cuanto de busto, cintura y caderas. No hace falta la tapa.

Acuérdese de los vendajes, porque ahora va usted a momifi -carla sin embalsamamiento previo. Use la banda ortopédica enyesada de cinco centímetros de ancho y conforme a las ins-trucciones que vienen en el paquete humedézcala y empiece por la punta de los pies siguiendo el método de la dieciochoava o más bien decimoctava dinastía faraónica, procurando que el conjunto quede lo más apretado posible: la crisálida en su ca-pullo eterno que ya no podrá volar más que en su memoria, si usted puede permitirse ese lujo. Cuando el yeso esté comple-tamente seco, lije toda la superfi cie hasta que casi desaparezcan los bordes superpuestos de las bandas. Déle una mano gruesa

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siempre de terciopelo negro. Tenía las pestañas largas y pesadas, y sus ojillos de bestezuela cándida me miraban con simpatía casi humana.

Las mujeres asnas son la perdición de los hombres superiores. Y los cenobitas secretamente piden que el diablo no revista tan terrible apariencia en la hora mor-tecina de las tentaciones.

Y tú, a quien las acompasadas dichas del matrimonio han metamorfoseado en lucia vaca que rumia deberes y faenas, y que miras con tus grandes ojos el amanera-do paisaje donde paces, cesa de mugir amenazadora al incauto que se acerca a tu vida, no como el tábano de la fábula antigua, sino llevado por veleidades de naturalista curioso G.

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Almanaque de las horas (fragmentos)

Julio Torri

En amor sólo hay dos situaciones: persigue uno a una mujer o trata de librarse de ella. Pero dentro de esta seca fórmula general, qué variedad cabe de embrollos, de incidentes; qué diversidad de sentimientos, qué prodigio de matices, desde el anaranjado del primer deseo —imperioso y desesperado— hasta el violeta del último desengaño en que de nuevo tornamos al monólogo de siempre, al querelloso y grave monólogo de siempre.

uLa mujer es una fuerza de la naturaleza, como el viento o el relámpago, terrible desatada; para el que quiere pagar el hospedaje, necesarísima, sujeta a la inteligencia orde-nadora. O nos arrolla como al mísero des Grieux, o nos saca como a tantos (a France, por ejemplo) del marasmo de la pereza y la vida estéril. Al igual que Odiseo ante las divinidades incógnitas, acerquémonos a ella temerosos si no sabemos la fórmula mágica que ata y orienta su incontrastable energía.

uUn día se hastiaron las sirenas de los crepúsculos mari-nos y de la agonía de los erráticos nautas. Y se convirtie-ron en mujeres las terribles enemigas de los hombres.

uLa mujer, al salir de la juventud, pasa de la contempla-ción desinteresada de las cosas concretas a las gene-ralizaciones, de la pasividad del instinto a la actividad intelectual que todo lo ata y desata. Al principio es sólo ideal espectadora de la vida, en tanto que noso-tros, al contrario, comenzamos por ser teorizantes impenitentes y dados a todo género de abstracciones, y con los años asistimos a la bancarrota de nuestras ideologías.

Así, pues, en ellas es más espontáneo el desenvol-vimiento de las facultades intelectuales, más natural y libre la historia del espíritu. Tienen sobre nosotros la superioridad de quien alcanza sus conquistas por modo más lento y suave.

En los hogares fi rmemente edifi cados se descubre en la esposa mayor comprensión para todo que en el marido, más hondo sentido de los ritmos misteriosos de la vida. Él es a su lado un instrumento de allegarse medios para subsistir, un ser con funciones bien defi -nidas; y tiene nada más la importancia transitoria del macho en ciertas especies zoológicas de que nos hablan los naturalistas. G

de sellador instantáneo, con brocha de dos pulgadas, común y corriente. Después aplique con pistola de aire, o en su defecto, con brocha de pelo de marta, varias manos de laca epóxica, que es dura como el cristal. Una vez que ha secado, gracias a sus componentes, en cosa de minutos, cerciórese de que no quede poro alguno al descubierto, de tela ni yeso. El todo debe cons-tituir una cápsula perfectamente hermética, donde no puedan entrar ni la humedad ni las sales del cemento.

Llene ahora el molde hasta una tercera parte de su altura, más o menos, y póngase a reposar un rato para que la masa repose también. Medite entonces si puede acerca de lo largo del amor y lo corto del olvido o viceversa. Cuando ella, usted y la pasta hayan adquirido la sufi ciente fi rmeza, coloque el cuerpo dentro del molde con la mayor exactitud. Una vez calcu-lada la resistencia de los materiales empleados, vierta sobre ella el resto del concreto fresco, después de agitarlo muy bien.

(Aquí se recomienda arrodillarse y modular una canción de cuna con trémolo bajo y profundo, o el salmo penitencial que más sea de su agrado.)

Si es posible, hay que utilizar un vibrador eléctrico. Si no, plana y cuchara. Antes de que ella desaparezca para siempre, usted puede, naturalmente, darle el último adiós. Sobre todo para comprobar que sus labios y sus ojos ya no le dicen nada, debidamente vendados y amordazados como están.

Cuando el molde esté a punto de desbordarse, déjelo a la intemperie y váyase a dormir bien abrigado porque tendrá que madrugar.

Al día siguiente y antes de salir el sol, cave una fosa al ras del suelo a la entrada del jardín, justamente en el umbral, y ponga en ella el lingote de cemento, sirviéndose para el traslado soli-tario de plataforma, cuerdas y rodillos. Con piedritas de río o con teselas de mosaico italiano, puede hacerse una verdadera obra de arte, según el gusto de cada quien: la palabra Welcome es la más aconsejable, siempre que esté rodeada de fl ores y palomas alusivas, para que todos la entiendan y la pisen al pasar.

Precaución: procure, en la medida de lo posible, que la policía no ponga los pies sobre esta lápida amorosa, hasta que la super-fi cie esté completamente seca. Y si lo interrogan, diga la verdad: Ella se fue de la casa en traje sastre color beige y zapatos cafés. Llevaba una cara de pocos amigos, y aretes de brillantes… G

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Carlos Pellicer: notas, claves, silencios, alteracionesCarlos Monsiváis

Los lectores mexicanos se han habituado a leer a Monsiváis como comentarista político y cronista de hechos medulares de nuestra historia reciente, así como analista de la cultura popular. Pero su glosa de la vida y obra de nuestros poetas es igualmente atractiva. Aquí ofrecemos fragmentos de su ensayo

sobre Carlos Pellicer, incluido en Las tradiciones de la imagen. Quien se interese en las ideas centrales de su producción puede acercarse a Carlos Monsiváis. Cultura y crónica en el México contemporáneo, de Linda Egan

Vasconcelos y la toma de conciencia

José Vasconcelos es [entre 1921 y 1924] el nuevo secretario de Educación, opuesto por igual a la barbarie de los hacendados porfi ristas y los militarotes. […] El proyecto de Vasconcelos es de ambiciones renacentistas: transformar la conciencia de un pueblo con murales, lecturas de clásicos, misiones educativas, sensibilidad poética. Pellicer se incorpora a la empresa y, con Alfonso Taracena, edita una revista “para exigir la libertad ab-soluta de la República Dominicana”, lee poesía, recurre a la oratoria, acompaña a Vasconcelos en sus giras por México y en el viaje a Brasil. En su prólogo a Ensayos y notas, Daniel Cosío Villegas recuerda esos años de “fe encendida, sólo comparable con la fe religiosa” de los sectores ilustrados. El intento es múltiple: poner al día el país infundiéndole el amor por la cul-tura universal, alfabetizar para crearle su espacio necesario a la civilización, incorporar al indio, infundirle humanidad a los pobres.

Y nos lanzamos —precisa Cosío Villegas— a enseñarles a leer… y había que ver el espectáculo que domingo a domingo daba, por ejemplo, Carlos Pellicer. Su cuerpo bajo y menudo, aun su cabeza, entonces con una cabellera bien poblada, no podían darle la estampa de sacerdote; pero sí aquella voz y esa feliz combinación de una preciosa veta religiosa y un instinto seguro de la escena y el teatro. Carlitos llegaba a cualquier vecindad de barrio pobre, se plantaba en el centro del patio mayor, y comenzaba por palmear ruidosamente, después hacía un llamamiento a voz en cuello, y cuando había sacado de sus escondrijos a todos, hombres, mujeres y niños, comenzaba su letanía: a la vista estaba ya la aurora del México nuevo, que todos debíamos construir, pero más que nadie ellos, los pobres, el verdadero sustento de toda la sociedad. Él, simple poeta, era ave de paso, apenas podía servir para encarrilar-los en sus primeros pasos; por eso sólo pretendía ayudarles a leer para que después se alimentaran espiritualmente por su propia cuenta. Y en seguida el alfabeto, la lectura de una buena prosa, y

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al fi nal, versos, demostración inequívoca de lo que se podía hacer con una lengua que se conocía y se amaba. Carlos nunca tuvo un público más atento, más sensible, que llegó a venerarlo. Los otros, con mayor esfuerzo y menos efi cacia, desempeñábamos igual tarea: enseñar a leer, preparar, imprimir, distribuir los clásicos de la Universidad Nacional. […]

Invitar al paisaje a que venga a tu mano

En 1921 Pellicer publica su producción de 1915 a 1920, Colores en el mar y otros poemas (“dedicado a López Velarde, joven poeta insigne, muerto hace tres lunas en la gracia de Cristo”) y ase-gura en el prólogo: “Tengo veintitrés años y creo que el Mundo tiene la misma edad que yo.” En este texto hay otras revelacio-nes: el amor proclamado: “La mujer admirable por cuya admi-ración se estremece este mar de páginas, vive en la provincia cálida de los grandes ríos mexicanos… Amor único, primero e inmortal”; la religión asumida: “Soy cristiano y alabo al Señor con alegría”; el reconocimiento de las tradiciones nuevas que Ramón López Velarde encabeza: “Por los días en que este libro entró en las prensas, murió un gran poeta cuya infl uencia será inmensa. Algunos jóvenes lo reverenciamos y veneramos sus poemas. Su nombre, escrito en las puertas de este libro, es el don más noble que han podido conseguir estas páginas prime-ras.”

En Colores en el mar ya se localizan muchísimos de los ele-mentos propios de Pellicer: culto al paisaje, don para las imá-genes, orgullo cosmogónico, “humanización” de los elementos naturales, sentido del humor que encauza la alegría. […] Hay sentimentalismo y reiteraciones en abundancia en Colores en el mar y, también, los pequeños poemas que afaman a Pellicer de inmediato. […]

En 1924 Vasconcelos le prologa Piedra de sacrifi cios: “Nada en él [Pellicer] es turbio; su corazón se conmueve, pero sin pasión perversa, y su mente es cristalina… Leyendo estos ver-sos he pensado en una religión nueva que alguna vez soñé predicar: la religión del paisaje, la devoción de la belleza exte-rior: limpia y grandiosa, sin interpretaciones y sin deformacio-nes; como lenguaje directo de la gracia divina.”

Pellicer vive —como muchos— el anhelo de gigantoma-quia. La nueva época se concibe al cabo de las energías unifi -cadas de la naturaleza, la historia y la raza. Esta idea se la debe Pellicer a un escritor entonces muy leído: “Manuel Ugarte me abrió una nueva aurora, la comprensión de este mundo que a todos nos importa, de este gran mundo iberoamericano.” […]

Una sensación y una realidad comprobable —“Pertenece-mos a Iberoamérica”— rompen con la tradición eurocéntrica de la cultura mexicana. Pellicer se propone anudar lo nacional y lo iberoamericano (incluye siempre a Brasil y las Antillas), y es creyente decidido de la independencia política (el rechazo al

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imperialismo yanqui) y del vigor del arte y la literatura. Al in-vocarse la voz de dios, que sostiene el rugido del escritor, la geografía se humaniza y exalta por obra y gracia del paisaje, y por la poesía que purifi ca el idioma que esencializa a la raza. Pellicer se desborda, levanta “la bandera optimista”, ve galopar los océanos y crecer las montañas, e incluye en su teomaquia al golfo de México y el mar Caribe, el mar Atlántico y el mar Pacífi co, el Popocatépetl y el Momotombo, el Chimborazo y el Sorete, el Usumacinta y el Orinoco, el Amazonas y el Plata, el Ecuador y los trópicos. Las realidades se tornan imágenes y en el discurso poético concurren las loas del origen (los países tutelares: España y Portugal), el panteón de los héroes (Cuauh-témoc, Atahualpa, Caupolicán, Bolívar, San Martín, Sucre, Morelos, Juárez, Artigas, Morazán, José Martí) y la pasión por los maestros ejemplares: Montalvo, González Prada, Varona, Hostos y, de un modo eminente, Vasconcelos.

Sin unidad, Iberoamérica no detendrá la embestida impe-rialista y cientos de miles de iberoamericanos distan de consi-derar retórica la frase angustiada de Darío: “¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?” En la genealogía reverenciada por Pellicer, los dos ejes de la nueva actitud son Bolívar y la anfi ctionía, que simbolizan el afán de libertades políticas, y Darío y los modernistas, que inventan la sonoridad que desalo-ja al idioma opaco y mortecino. Los pensamientos de Darío son “raza de relámpagos”, su credo de la esperanza “fundará la democracia nueva de la América Latina” y es urgente compar-tir su rechazo sentimental a los Estados Unidos. […]

No sólo el poder de Estados Unidos, “fenicio romano”, impide la propagación de la estrategia de “sublimaciones espi-rituales”. En la década de 1920 es mínima la conciencia ibero-americana. Fruto de necesidades políticas y económicas y de procesos orgánicos, los distintos nacionalismos son en verdad proyectos insulares y sólo una minoría intelectual y artística acoge con entusiasmo la idea de “América”, algo distinto y opuesto a Estados Unidos, y que no acepta el ensueño de una misma simbólica raza del Bravo a la Patagonia.

Pellicer alaba el sueño de “la raza cósmica” anunciada por Vasconcelos. Según él, la regeneración y la salud de la nación dependen también del espíritu y la civilización clásica, de las raíces grecolatinas, de la beligerancia del humanismo. Y por eso agradece a los forjadores de América en poemas como “Elegía ditirámbica” a Simón Bolívar o “Tempestad y calma en honor de Morelos”. […]

Pellicer entre los “Contemporáneos”

En rigor, Pellicer jamás se propone ser un “Contemporáneo”, es decir, actuar de acuerdo con el programa literario de la re-vista de ese nombre, estar al día con lo más avanzado y refi na-do de la cultura occidental, tal y como se postula en París o Nueva York; sin embargo, es modernísimo y usa del impulso internacional. Tiene mucho y poco que ver con una revista en la que apenas publica. Es amigo cercano de estos poetas (Jaime Torres Bodet, José Gorostiza, Salvador Novo, Xavier Villau-rrutia, Enrique González Rojo, Jorge Cuesta, Gilberto Owen, Bernardo Ortiz de Montellano) y son poderosas las coinciden-cias: trato frecuente, afi nidades electivas (muy señaladamente con Gorostiza, Novo y Villaurrutia), creencia en la literatura como segunda patria, fe en el papel supremo de la poesía y en la exigencia formal. También son muy visibles las discrepan-

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cias. Animado por su bolivarismo y su vasconcelismo, Pellicer ve en América el espacio más genuino de la creación. Y esto lo singulariza muy pronto. A los interesados en la poesía, un sec-tor más vasto que el de los lectores estrictos, los entusiasman la religión de los sentidos y la actitud democrática de Pellicer, y esto lo resguarda de la furia antiintelectual que padecen sus compañeros de generación literaria.

A Pellicer sus amigos literarios le parecen a veces demasiado frívolos, sin arraigo en la realidad americana y muy injustos con su poesía. En una carta a José Gorostiza, escrita en Roma el 12 de julio de 1928, desata su resentimiento contra ellos a partir de la Antología de la poesía mexicana, a cargo de Jorge Cuesta, y recién publicada:

Un señor que Cuesta mucho trabajo leerlo hizo por allí una Anto-logía sobre la que estoy escribiendo algo. Está hecha con criterio de eunuco: a Othón, a Díaz Mirón y a mí, nos cortaron los güevos. Todo el libro es de una exquisita feminidad. La gracia y pondera-ción de la dulce Francia luce sus discretos postizos en todas las notas que preceden a los poemas, y las consabidas citas de Gide se suceden con sabio reparto… Es un libro para leer en la cama, atropellado por cualquier chofer. Es curioso: en el País de la Muerte y de los hombres muy hombres, la poesía y la crítica actuales saben a bizcochito francés.

El agravio y la crítica de Pellicer son en ese momento muy profundos: “Mis caros colegas dicen horrores de mí, pero me saquean: unos mis temas, otros mis imágenes; unos y otros mi vocabulario.”

A la distancia lo que se evidencia es el enorme respeto que sus colegas le tienen. Y tan es así que pasado el enojo por la Antología… de Cuesta, la amistad de Pellicer con Novo, Cues-ta y Villaurrutia será estrechísima, y él los admirará sin reser-vas. Pero la carta a Gorostiza expresa el doble fi lo del aleja-miento de México y de la sensación de ser víctima de una in-justicia crítica:

Tú sabes de sobra que lo cursi luce sus cretonas en uno de los grupitos del “grupo sin grupo”… y en otros grupitos aussi. Litera-tura de kiosko de periódicos es la que se hace hoy en México: ideas de veinticuatro horas, escandalitos, falsifi caciones, imitación, imi-tación, imitación…

La experiencia del fuego

En 1929 el régimen acaudillado por Plutarco Elías Calles dis-tribuye a sus opositores en las categorías clásicas: desapareci-

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dos, asesinados, exiliados, presos, marginados, asimilables. José Vasconcelos, candidato a la presidencia de la República, movi-liza sectores muy amplios, colma las plazas públicas, galvaniza a una generación de estudiantes que, antes de ocupar su sitio en las estructuras de gobierno, conocen una etapa de libertad, conspiran, corren graves riesgos, creen tocar el fondo de la voluntad o de la volubilidad del pueblo.

Sin ser parte de complot alguno, Pellicer sí es un radical, alguien ansioso de reemplazar a Huichilobos por Quetzalcóatl, de canjear la barbarie por el régimen ilustrado. La “América mía” requiere de profetas, de maestros que integren el medio (la palabra) con el mensaje (la civiliza-ción), que en el aprendizaje de nación conformen la autoridad moral. Pellicer, vasconcelista, con las palabras telúricas entonces de moda, le entrega su corazón a la verdad para ganarle a la barbarie. Y el ánimo de justicia se refuerza ante la impunidad de los pistoleros del callismo que agreden, amenazan y asesinan para destruir las alternativas al candidato del pnr, Pascual Ortiz Rubio. Acepten que será el presidente o se perderán los empleos y las seguridades mínimas y máximas.

En un mitin en la plaza de San Fernando en la capital (20 de sep-tiembre de 1929) sucede una escena trágica. Germán de Campo, el orador juvenil por excelencia del vasconcelismo, el lector infa-tigable de Sachka Yegulev, la novela de Andrriev sobre el martirio libremente asumido de los jóvenes antizaristas, habla fogosamen-te. De pronto, reconoce a un hombre que días antes lo asaltó y lo señala a la multitud, que lo atrapa. Al tanto de la consigna de Vas-concelos: “A nuestro paso no han de quedar cadáveres”, Germán pide que lo suelten y agrega su refl exión cristiana: “Que sean los otros quienes tiñan sus manos en nuestra sangre, caerá sobre sus cabezas, indeleble.”

El matón hace caso y acto seguido asesina a Germán de Campo.

En el entierro —recuerda el imprescindible Alfonso Tarace-na en La verdadera revolución mexicana— los estandartes dicen: “Justicia o Venganza”. Uno, colosal, trae inscrito el nombre del cacique a quien todos señalan como asesino: Gonzalo N. San-tos. El cortejo recorre diez kilómetros, de San Fernando al panteón de Dolores. Ante la fosa hablan Alejandro Gómez Arias y Carlos Pellicer, que reafi rma su intransigencia: “Las causas que dejan tras de sí mártires triunfan siempre, siempre, siempre… Salvaremos a México de las manos que lo están en-tregando al yanqui.” Concluye: “Del fondo de estas tumbas jóvenes, brotarán corazones libres.” Con el brazo extendido se jura: la sangre vertida no será estéril. Se canta el himno nacio-nal. En la noche, informa Taracena, en el departamento de Antonieta Rivas Mercado, Pellicer le cuenta a Novo: “Pedí en el cementerio la cabeza de tu pariente, el doctor Puig y Casau-ranc” (regente del Distrito Federal). Villaurrutia lo llama “aprendiz de conspirador”. […]

El 11 de febrero de 1929 detienen a Pellicer; dos días des-pués, en el cuartel de San Diego, en Tacubaya, escucha movi-miento aparatoso: a varios presos se les extrae de sus celdas. El “deporte” del simulacro: yo fi njo que te fusilo y tú, sin fi ngi-miento alguno, te estremeces. Pellicer padece dos o cuatro

Una sensación y uncomprobable romptradición eurocéntmexicana. Pellicer anudar lo nacionaliberoamericano, y decidido de la indey del vigor del arte

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escenifi caciones de la ley fuga. Aferra su crucifi jo y se muestra sereno. El periodista José Alvarado evoca ese momento:

Cuando conocí a Carlos Pellicer estaba recién salido de la cárcel. Fue la suya una celda sucia y oscura, helada, inmunda. Varias veces llegó hasta allí el ruido de botas y culatas. Se abría la puerta en la oscuridad y unas voces sin rostro le mandaban salir al frío de la madrugada. Quedaba la ciudad atrás, hundida en el sueño, y Car-los Pellicer era conducido a la orilla de un camino, junto a una barranca o frente a un matorral. —Ora sí, le vamos a dar su agua por hablador y jijo de la tizna-

da. No lo mataron la primera vez, ni la segun-da, pero ¿quién podía saber si la tercera o la cuarta? La quinta vez un general, borracho, le preguntó: —Pero, ¿por qué tales por cuales no dice nunca nada, muchachito lebrón? El general lloró y, tal vez, fue el momento del mayor peligro. Algo sucedió, sin embar-go, en la entraña del cobarde. Desde enton-

ces ya no volvieron los soldados a tocar la puerta con las culatas, después de medianoche. (1957)

“El jefe de los guardianes, homicida violento, lloró una vez de rabia, de asombro, acaso de arrepentimiento”, añade José Al-varado. Sólo una vez Pellicer consigna tal experiencia limite en los tres sonetos de En prisión (en Práctica de vuelo). Allí la bru-talidad carcelaria y la proximidad de la muerte se subordinan a la refl exión mística en la “agonía de todos los sentidos”. […]

El 14 de febrero, policías y soldados asesinan a 23 vascon-celistas en Topilejo, por la carretera a Cuernavaca. Son estu-diantes, viejos generales, obreros, profesionistas. Durante meses, las madres, las hermanas, las hijas de estos desapareci-dos rondan por las ofi cinas gubernamentales y llevan fotos, aguardan, entran a la penitenciaría y revisan las crujías. A Car-los Pellicer no se le localiza ofi cialmente. Taracena describe una escena:

En cambio, ahora saben contadas personas que el Secretario de Relaciones Exteriores, Genaro Estrada, fue a hablar por él al general Calles: “Vea usted, expresó el Jefe Máximo, por quién viene usted a interceder.” Y le extendió un expediente en el que está incluida el acta que dictó el diputado Manuel Riva Palacio en el calabozo de Pellicer y por la que se venía en cuenta de que éste salió a Europa hace pocos meses con la consigna de asesinar al general Calles, al general Amaro, al ingeniero Ortiz Rubio y al licenciado Portes Gil. Leyó todo don Genaro Estrada y exclamó: “Pues sobre estos papeles, yo atestiguo la honorabilidad de Pellicer. Se va a provocar un escándalo continental. Se trata de un gran poeta.” “Debe ser”, contestó el general Calles, que añadió: “Pues por ahora, se suspenden ciertas órdenes que hay contra él.”

La cárcel es la salvación. Alejandro Gómez Arias presenta un amparo, y el regente Puig le dice: “Si está en Lecumberri, res-pondo por su vida. Si no, no.” Allí están detenidos varios co-munistas, también sospechosos de auspiciar a la que Novo llama “bala asnicida” contra Ortiz Rubio. Juan de la Cabada ha relatado ese encierro, su actitud y la de sus camaradas Tina Modotti, Isaac Rosenblum y Valentín Campa, su coexistencia

a realidad en con la ica de la cultura e propone

y lo s creyente endencia política

y la literatura

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pacífi ca con criminales y mendigos, su encuentro con Pellicer, que entusiasma o enfurece a los presos comunes leyéndoles en las noches, en voz muy alta, textos de Simón Bolívar.

El 23 de febrero, al cabo de una campaña difamatoria, se expulsa de México a Tina Modotti. En el penal de Lecumberri, que Pellicer conoce por espacio de un mes (el 4 de marzo de 1930 es puesto en libertad, previa entrega de doscientos pesos), la población no es muy abundante y los presos políticos lo son por tiempo breve. Los vasconcelistas detenidos van saliendo luego de múltiples vejaciones y la entrega de dinero. Pellicer salva su vida porque al régimen no le conviene un escándalo en el exterior; a ojos gubernamentales, un poeta es un ser incomprensible pero in-tocable. Luego de la experiencia vascon-celista, Pellicer se dedica a la enseñanza. Amaina su lucha política aunque, así no lo exprese, jamás asimile del todo la de-rrota del 29.

Pellicer y el programa de la nación

Pellicer cree en los componentes clásicos de la tradición nacio-nal. Por ello admira, colecciona y promueve el arte indígena prehispánico, ensalza a pintores como Joaquín Clausell y muy especialmente José María Velasco, pregona la excelencia de artistas populares como Posada, colabora con Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, rinde homenajes constantes a López Velar-de y Díaz Mirón. Y se aparta de Vasconcelos en un punto central: para Pellicer lo indígena no es el peso muerto del país, sino la aportación esencial que le da raíces y colorido a lo mexi-cano. […]

De ningún modo es gratuita la devoción de Pellicer por Diego Rivera y José Clemente Orozco. En el muralismo —como en las ideas estéticas y culturales de Vasconcelos, las novelas de Mariano Azuela y el nacionalismo musical de Car-los Chávez y Silvestre Revueltas— localiza un poderío seme-jante al de la Revolución mexicana y su capacidad declarada (mito y verdad) de sacudir con trazos de energía portentosa la inercia de siglos. […]

Los años de madurez

En 1937, por adhesión a la causa republicana, viaja Pellicer a España al Congreso de Escritores en Valencia. Pero ya su etapa militante ha terminado. Ingresa a la administración pública y de 1942 a 1945 es director del departamento de Bellas Artes, y reencuentra a su generación literaria en un momento en el que se subrayan más las afi nidades que las diferencias. ¿Por qué la poesía de Pellicer no alcanza la difusión merecida, salvo unos cuantos poemas?

En lo básico, ya se ha señalado, por un pésimo manejo edi-torial, que sólo se corrige en los años recientes. Cierto, se le prodigan las califi caciones de Poeta de América o Poeta de los Andes, con la carga de anacronismo y pompa de estos epítetos, pero escasean las ediciones accesibles. Pellicer, por lo demás, se desentiende del asunto, se consagra a los museos, acepta ser el dueño de la voz potente y las reverberaciones en endecasíla-bo clásico. Al ver a Pellicer uno se sabe ante un poeta y, con incomparable sentido dramático, él lo reafi rma con frases ma-ravillosamente extravagantes y el envío de la mirada al cielo

Por su vitalidad y demás, Pellicer se amargura y la frusconoce el deteriorsus coetáneos: ni sburocracia ni se deplastihumanismo nel afán de ser acep

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desde las inmensidades del presidium. A Pellicer lo elevan la bondad diáfana, la alegre solemnidad, la convicción antiimpe-rialista, el cristianismo.

Por su vitalidad y su interés en los demás, Pellicer se preser-va de la amargura y la frustración y no conoce el deterioro de algunos de sus coetáneos: ni se congela en la burocracia ni se desvanece en el plastihumanismo ni se desintegra en el afán de ser aceptado socialmente. Hasta lo último, tras la fachada del excéntrico, mantiene su vocación poética y su libertad. Así, por ejemplo, le declara a un reportero: “Colecciono ojos. Los tengo en lugar secreto que no puedo revelar porque se va gas-

tando la luz.” Senador de la república por Tabasco, al preguntarle un reporte-ro de Siempre! por la posibilidad de su ingreso póstumo a la Rotonda de los Hombres Ilustres, contesta: “A mí me gustaría, compañero, que mis restos aca-basen en el canal del desagüe.”

Como me la imagino, la estrategia de Pellicer es impecable, así no sea del todo voluntaria: para prevenirse del riesgo de

tomarse muy en serio se inventa una solemnidad irónica; para obtener el respeto a su vida personal, le entrega a la sociedad un personaje entrañable y patriótico; para distanciarse de las rencillas del medio literario despliega a un poeta todo natura-leza. Gracias a esto, el autor de una gran obra disfruta, con ironía barroca, de los distintos papeles y realidades del cargo de gloria nacional, sin dejar nunca de ser autor de una gran obra.

El mito está dispuesto. Que acudan ahora críticos, comen-taristas y público en general y surgirá el hombre sensorial, el místico, la conciencia de Iberoamérica, el consignador de ha-zañas, el amor diurno, el humor que desolemniza, la alegría encarnada, el creyente que encuentra a Cristo a través de una fi esta de los sentidos, el copioso inventario de una naturaleza adjetivada y erguida en los poemas. Lo anterior se desprende de su literatura y, con todo, resulta simplifi cador y parcial. La riqueza y la complejidad de la poesía y el trabajo cultural de Carlos Pellicer trascienden los momentos culminantes de que nos hemos servido para fi jarlo y defi nirlo, y nos presentan a un ser excepcional que vivió con inteligencia y armonía y fue siempre un escritor notable. “He olvidado mi nombre / todo será posible menos llamarse Carlos.” G

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