Dionisio Antonio - El Estrangulador

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Introito

Lovecraft y su mitología de dioses extraterrestres y monstruos de otras

dimensiones forman ya parte del imaginario colectivo. Desde que el enfermizo

Lovecraft comenzase a hilar las primeras lineas de su maléfica cosmogonía, una

legión de seguidores ha seguido contribuyendo a aumentar, profundizar y

extender los tentáculos de una realidad horrenda, ignorante e insensible a las

aspiraciones humanas, formada por criaturas que, con tan solo conocer su

existencia, llevan a los hombres a la locura. El Estrangulador es una humilde

contribución a esta mitología que se niega a morir (porque ya sabemos que lo que

no puede morir lo que puede yacer eternamente).

Si bien el combustible de la obra se lo debo a Lovecraft y a su Círculo

(August Derleth, Clark Ashton Smith...), iniciadores en una primigenia etapa de los

mitos, la chispa inspiradora me viene tras leer “Estudio en esmeralda”, de Neil

Gaiman. La idea de un mundo impregnado por los mitos, pero visto a través de

una lente alteradora me impulsó a escribir el relato que sigue a continuación,

basándome en la siguiente premisa: ¿Qué sería de un mundo en el cual los mitos

no fuesen solo cosas de libros arcanos y cuchicheos dementes de frenopáticos? ¿Y

si la humanidad hubiese destapado, al menos parcialmente, el velo que oculta los

horrores sin nombre de la mitología lovecraftiana? Busqué entonces un suceso que

hubiese pasado en la realidad y me pregunté cómo sería visto a través de esta lente

alteradora. Elegí así el horrible caso del Estrangulador de Boston y lo modifiqué

para que

fuese una historia que respondiese las cuestiones que me había planteado.

Con este leitmotiv les presento El Estrangulador. Espero que sea de su agrado.

Antonio Dionisio

[email protected]

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1. El viejo mundo se muere

El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los

monstruos.

— Antonio Gramsci

...Las autoridades de Boston han continuado la búsqueda del pequeño Thomas

Symanski, de 7 años, desaparecido a la salida del colegio el pasado martes. El señor y la

señora Symanski se han mostrado muy compungidos y han lanzado un llamamiento de

ayuda a quien quiera que haya visto algo. Si usted tiene alguna pista del paradero del

pequeño Thomas, por favor, póngase en contacto con la policía...

El día estaba gris y plomizo. Las nubes formaban un espeso caparazón

sobre los rascacielos de Boston, brillantes por la lluvia que había azotado sin

clemencia las calles durante la noche anterior. George, sentado en su coche

esperando a que el semáforo se pusiese en verde, encendió el enésimo cigarrillo

aquella mañana, mientras con una mano ajustaba el espejo retrovisor de su

Fairlane del 56. Apenas recordaba cuando había sido la última vez que vio el sol

lucir sobre las siempre húmedas calles de Boston. El cielo parecía siempre estar a

punto de desprenderse, con sus desgarrados y abotargados brazos de nubes negras

formando bucles y... y tentáculos. Miró hacia la calle. Un vendedor de perritos

calientes trataba de hacer negocio en la puerta de un edificio de oficinas. Aquel

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hombre era una momia viviente, con su pellejo pegado a un montón de huesos de

aspecto quebradizo. ¿Qué demonios le pasaba a un país que obligaba a trabajar a la

gente hasta que caían muertos? Lanzó una bocanada de humo y sonrió para si

mismo con cierta ironía. Sería interesante que alguien le respondiese qué demonios

le pasa al país.

La luz se puso en verde y continuó su camino, hacia el sur. Había aparecido

otra víctima, y ya iban 4 en las últimas semanas. Todas muertas en casa, solas, y

tras haber sufrido una inenarrable violencia. Para cuando llegó al lugar del crimen

una fina llovizna había empezado a caer. Un policía de aspecto bisoño, que se

había dejado crecer el bigote para parecer más adulto, se encargaba de parar los

pies a la prensa, que lanzaba preguntas y fotos a golpe de flash sobre la entrada de

la vivienda de ladrillo rojo y sobre cualquiera que pasase cerca. Algunas cayeron

sobre George, pero resbalaron sobre él de la misma manera que las gotitas de

lluvia sobre su gabardina beige. Un par de árboles sin hojas mostraban sus

desnudos esqueletos a la prensa, junto con una farola, entre el cordón policial y el

discreto porche de entrada. Collins le estaba esperando, con su rostro sonrosado e

inflado y su labio inferior protuberante, como una berenjena.

—¿Qué tal, Hampton? —dijo, resollando. Siempre resollaba, como si le

faltase el aire. George había comprendido que sus pulmones se asfixiaban bajo las

capas y capas de grasa.

—¿Qué tenemos aquí? —inquirió George, cruzando el umbral.

—Jane Sullivan, 67 años, estrangulada con sus medias.

—¿Violada? —George iba detrás de Collins. Había huellas de pies mojados

en la moqueta verde de la entrada. Varios policías iban de arriba a abajo,

apuntando, tomando medidas.

—Probablemente.

Collins se detuvo frente a la puerta del cuarto de baño. George observó que

la señora Sullivan, o lo que quedaba de ella, estaba metida en la bañera, boca

arriba. Su cara se encontraba bajo el grifo. Se acercó un poco más y la vio. La

putrefacción había hecho estragos en ella. Su piel estaba marchita, arrugada por

unos sitios y abultada por otros. El hedor era insoportable. Sus piernas estaban

abiertas obscenamente y solo llevaba un camisón mojado que estaba subido hasta

su cintura. Alrededor de su cuello sus medias se anudaban opresivamente. George

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sintió una repugnancia súbita, pero no por el cuerpo que se descomponía en la

bañera, sino por quien hubiese sido capaz de hacerle eso. La contempló durante un

par de minutos. No era una imagen agradable, pero era incapaz de marcharse de

allí sin más. Era como si le estuviese faltando al respeto al verla tumbada y vejada

sin hacer nada. Pero no sabía cómo disculparse.

—¿Habéis encontrado algo? —George se volvió. Collins permanecía bajo el

dintel del cuarto de baño. Su enrojecido rostro se reflejaba en el espejo del cuarto

de baño. Se cubría la nariz y la boca con un pañuelo de tela blanco.

—Sí, ven —Collins pareció contento de abandonar aquel lugar. El olor era

repugnante. No hay nada que posea un olor más penetrante que la carne podrida.

Cuando la vida deja el cuerpo, solo deja peste, pensó George.

Collins guió a George hasta la cocina. Un tipo bajito, oriental, estaba de pie

frente a unas manchas de sangre resecas. Había un buen número de ellas en las

losas de la cocina.

—La puerta no fue forzada —explicó Collins—, como en los otros casos. No

hay ventanas rotas. Las habitaciones no están revueltas.

—¿Es sangre de la víctima? —George señaló con su grueso dedo las gotas

del suelo.

—Posiblemente. No hay mucha sangre —bufó Collins y se sentó en un

taburete bajo un reloj de cocina con dibujos de Pluto y Mickey Mouse—. Creemos

que la mató aquí y luego la arrastró hasta el cuarto de baño. No hemos encontrado

el arma aún.

—¿Cuanto lleva muerta?

—Un par de días.

George se dedicó a dar vueltas por la casa. Afuera había dejado de llover.

La señora Sullivan vivía en una segunda planta, pero hubiese sido relativamente

sencillo llegar usando la escalera de incendios. Se asomó a una ventana

entreabierta y miró el cielo. Una protrusión de nube negra, como un inmenso

brazo, parecía estar cayendo sobre ellos. Abrió la ventana completamente y salió

afuera. Aquel tipo, fuese quien fuese, entraba y salía sin dejar ni rastro. Debía de

tener algún método para ganarse la confianza de sus víctimas, porque en ninguno

de los asesinatos, y ya llevaba al menos tres a sus espaldas, había forzado ninguna

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entrada. Claro que en los tiempos que corrían, colarse en casa de alguien sin usar

violencia física no era un asunto demasiado complicados. Lo raro era que en esta

ocasión no había revuelto la casa. En las ocasiones anteriores las habitaciones

habían sido saqueadas, los cajones abiertos, los cuadros lanzados al suelo, como si

un tornado en miniatura hubiese campado a sus anchas por la casa. De hecho, el

primer caso se tomó por un robo que se salió del plan. En esta ocasión todo había

sido bastante aséptico, salvo por la sangre. ¿Había tenido que huir antes de poder

curiosear por la casa?

George respiró hondo, con la desesperada intención de llenarse los

pulmones de algo limpio. Tristemente, el perfume de la ciudad olía a pescado y a

muerte. Se agachó y contempló la baranda metálica de la escalera de incendios.

¿Qué demonios era eso? Había una baba azulada, una gelatina formando grumos

bajo el pasamanos de la escalera.

—Collins —gritó, asomando su cabeza por la ventana—. ¿Puedes decirle a

alguno de tus chicos que venga a ver esto?

El Dinner’s Corner, en la esquina de Cherry con Washington, estaba casi

vacío a las 10 de la noche. Era un restaurante barato cerca de su casa. George solía

cenar allí casi todas las noches, casi siempre lo mismo. Unas ventanas amplias, con

el nombre del restaurante pintado en letras grandes y blancas, permitía ver las

vacías y mojadas calles. Un coche rojo estaba mal aparcado, con una rueda encima

de la acera, frente a la mesa donde George se había sentado en los últimos meses.

Observó la clientela. Casi todas las mesas estaban vacías a aquella hora. Los que

permanecían a este lado del mostrador parecían unos tipos al menos igual de

tristes que él. Un hombre sorbía su sopa ruidosamente dos mesas adelante. Su cara

era delgada, con los huesos marcados en los pómulos y una nariz que había sido

rota en alguna ocasión. Sus ojillos vidriosos lo delataban como un borracho

habitual, o quizás un yonki. Otro tipo, mayor y con una barba blanca

irregularmente cortada, bebía una cerveza directamente del botellín sentado a la

barra. Se rascaba periódicamente el cuello, y bebía. Eso era lo único que parecía

hacer.

—¿Qué tal, George? —Maude le saludó desde el expositor de bollos, donde

un par de rosquillas eran los únicos supervivientes del día. Maude tenía cincuenta

años y sin duda hace veinte habría sido, si no una belleza, al menos una mujer

capaz de poner a muchos hombres a sus pies. Lamentablemente, el tiempo le había

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dado experiencia, pero se lo había cobrado sobre su cuerpo. Su piel se plegaba

alrededor de sus ojos formando enormes surcos que corrían hasta las mejillas,

como las cuencas de ríos secos. Su cuello por contra se había destensado y su piel

caía fláccida, salvo por dos cuerdas que ataban su mandíbula con la clavícula. Sin

embargo, ella se sentía aún hermosa y, cuando había escapado las suficientes veces

a la cocina para atacar la botella de whisky barato que escondía en un cajón junto

al fuego, no dudaba en flirtear con los clientes. En más de una ocasión lo había

hecho con George, y él la había invitado en un par de ocasiones a tomar una última

copa en su casa.

—Hola, Maude —George reposó sus grandes manos sobre el mostrador de

formica—. ¿Qué tal ha ido el día hoy?

—Bien, cariño —Maude le ofreció un cigarro—. ¿Y que tal el tuyo? ¿Hay

muchos malos en las calles hoy?

George mostró una sonrisa gastada y asintió levemente, mientras se sentaba

en el taburete. Ella aprovechó la ocasión para ponerle una cerveza por delante.

—Muchos.

—Han dicho en las noticias de la tarde que ha aparecido otra mujer

estrangulada.

—Sí. Así es, pero no estamos seguro de que sea el mismo tipo —no supo si

estaba mintiendo o no.

—Dios Santo —Maude lanzó una nube de humo desde sus labios

coloreados—. Este mundo parece irse por el retrete. ¿Por qué alguien haría algo

así, George? ¿Qué le está pasando a la gente?

—No lo sé, Maude —George encendió su cigarro con la lumbre que le

ofreció ella—. Eso mismo me pregunto todos los días —bufó en un amago de

sonrisa—. Aún recuerdo cuando entré en el cuerpo. Me decía a mí mismo que con

los años me haría invulnerable al dolor y a la rabia y ¿sabes qué? Es cierto. Ya no

siento dolor ni me enfurezco, pero las preguntas siguen ahí —señaló su frente con

los dos dedos que sujetaban el cigarro—, golpeando una y otra vez. Tengo miedo

que algún día tiren la pared abajo.

—¡Oh, bueno, cariño! —Maude forzó una sonrisa mientras trataba de alejar

esos pensamientos de su cabeza—. Por suerte, estás ahí para coger a los malos y

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meterlos donde se merecen. ¡Pero deja ya de hablar de tu trabajo! ¿Qué va a ser

hoy?

—Creo que tomaré lo mismo de siempre —alguien había entrado y se había

sentado en el otro extremo del mostrador, un chico joven y despeinado.

—¿No quieres probar el pastel de carne que ha hecho hoy Bud?

—No, ya he tenido demasiada carne por hoy —dijo, y se levantó para

sentarse en su mesa preferida.

Sopa de tomate de primero y un emparedado de atún de segundo. Su cena.

No había otra, casi nunca la había. Llegar al Dinner’s Corner era como llegar a

puerto después de una jornada en alta mar. De algún modo, aquel lugar casi vacío

y lleno sólo de algunas caras conocidas pero personas anónimas, le suponía un

pilar de seguridad y tranquilidad. Charlar con Maude, comer su cena, leer el las

noticias deportivas. Se convertía en alguien normal entonces y por unos minutos

lograba olvidarse de la tormenta exterior.

Atún. Era curioso. Odiaba el pescado, menos el atún. Éste había formado

parte de su dieta durante años. La mayonesa salió goteando del pan sobre el plato.

Afuera había comenzado a llover y el agua emborronaba el mundo, dándole un

aspecto torcido e indeterminado. Se preguntó si el mundo sería mejor así, si eso

cambiaba algo realmente. ¿Era el ojo el que daba el sentido a lo que se veía? ¿Podía

entonces verlo todo desde una perspectiva distinta? Y si era así, deformar la lente

qué resultados tendría. Dudó que la cosa fuese a empeorar. En cristal se reflejó la

televisión en blanco y negro. George desvió su atención del exterior, donde la

lluvia repiqueteaba en los cristales. El presidente Ward estaba hablando a la

nación. Lo hacía todas las semanas desde que accedió al mandato. Diez minutos

explicando lo que sucedía al país, las buenas noticias, las malas noticias y la

esperanza. George hacía tiempo que había dejado eso atrás. Ward parecía un títere

sin dueño. El volumen del televisor estaba apagado y sólo se le veía mover los

labios sin lanzar ningún sonido. Todo hueco y vacío. Dudó que de poder

escucharle hubiese sentido algo distinto.

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2. Miedo a lo desconocido

La más vieja, la más fuerte emoción experimentada por el ser humano es el miedo. Y

la forma más poderosa que se desprende de ese miedo es el miedo a lo desconocido.

— H. P. Lovecraft

— Estamos con la madre del pequeño Tom Symanski, que desapareció hace una

semana. Quería usted decir algo ¿verdad?

— Sí. ¡Por favor, quien tenga a mi hijo, por favor, por favor, déjelo ir! ¡Es un niño

pequeño! No tenemos dinero, pero le daremos todo lo que nos pida.

El ascensor le dejaría en la planta de homicidios. Se movía como una

locomotora, dando tumbos por el hueco y acompañado de un ruido de traqueteo

constante, como si de un momento a otro se fuese a poner a correr por la vía

soltando silbidos de vapor. Los rostros de las personas que veía todos los días eran

iguales, como si formasen parte del paisaje, como el monte Rushmore. Se detuvo

un momento para saludar a un par de compañeros. George no tenía muchos

amigos. De hecho, no estaba seguro de tener amigos. Pero había un grupo de gente

con la que a veces jugaba a las cartas, o con las que charlaba de cosas

intrascendentes, o con las que compartía un café, un cigarro o una copa. Sin

embargo, estaba seguro de no conocerlos, y de que ellos no le conocían, y así era

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mejor. Por fuera poseían una pintura que no era nociva, que no era desagradable,

pero seguro que todos apestaban en el fondo. O él apestaba y no quería que los

demás le oliesen demasiado cerca.

Cuando llegó a su mesa, desordenada, sin decoración, con un montón de

papeles junto a un flexo viejo y un cubilete metálico con varios bolígrafos gastados,

George observó que la puerta del despacho del capitán estaba cerrada. Se sentó en

su silla, que crujió exigiendo una jubilación, aún con la gabardina puesta y dejó el

sombrero sobre la pila de papeles. Iba a llamar a Collins cuando el capitán le llamó

a su despacho. No había muchas mesas hasta llegar hasta allí, pero si formaban un

pasillo tortuoso. Los rostros le miraron ceñudos desde detrás de los escritorios,

como quienes están a punto de darte una mala noticia, o como los que saben que te

van a dar una mala noticia. ¿Y ese olor?

Teniente Hampton —el capitán, un viejo barrigudo con una enorme mancha

de nacimiento en la mejilla le indicó que pasase con sus dedos cortos y rechonchos.

El interior del despacho estaba cubierto de una moqueta beige que había

sido cambiada el verano pasado y una ventana, ahora cerrada, daba a una estrecha

vista de la calle. Había recuerdos colgados de la pared, como si el viejo capitán

tratase de aferrarse a ellos para no olvidar quién era o qué era. Placas

conmemorativas, recortes de prensa enmacarcados, fotos oficiales con

personalidades y una pequeña vitrina con fotos personales y unos cuantos trofeos.

George siempre se fijaba en el trofeo de pesca, un siluro retorcido al extremo de un

palo metálico que había perdido bastante el lustre. Era como si aquel pez aún

estuviese vivo y se debatiese clavado en aquella vara. Y olía a pescado. Vio la

fuente de aquel olor y se quedó parado, muy recto, donde estaba, a un par de

pasos de la puerta.

—Teniente, este es el agente especial Scott, del FBI.

Scott debía de ser más alto que él, pero se encontraba encorvado, mostrando

una enorme joroba en su chaqueta negra. La cabeza colgaba una cuarta por debajo

de la barbilla de George, pero estaba seguro que de erguirse, sería la suya la que le

sacase una cuarta al menos. Y era enorme, negra y brillante. Parecía cubierta de

una fina película de aceite y, según le daba la luz, brillaba irisada como un charco

de gasolina. Aquellos enormes ojos saltones le miraron sin parpadear, sin hacer

ningún gesto. Simplemente, estaban ahí y sin duda le observaban. Su boca, un

enorme tajo a lo largo de su rostro, carecía de labios y se torcía arriba y abajo, como

si a la letra M la cogiesen por sus patas y estirasen a ambos lados. Un palmo por

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debajo de su boca, un dedo por encima del dilatado cuello blanco de su camina,

unas branquias se movían como papel en pegado al protector de un ventilador.

Scott levantó una de sus grotescamente largas manos y se la tendió a

George. Sus dedos eran largos y parecían torcerse por donde no había falanges

para ello. Entre ellos crecía una membrana traslúcida llena de diminutas venas.

George miró la mano durante más tiempo del que hubiese sido cortés y oyó cerrar

a su capitán la puerta. Luego, apretó la mano de aquel ser, un contacto leve y

tenso.

—El agente especial Scott viene para ayudarnos con el tema del

estrangulador.

—No creo que necesitemos ayuda —Gruñó.

El capitán les invitó a sentarse. George estuvo tentado de largarse en ese

mismo momento. Aquel olor le estaba penetrando hasta el cerebro. ¿Es que nadie

más lo olía? Le revolvía el estómago, tanto como la sensación grasienta que le

había dejado en la mano el contacto con él.

—Yo creo que sí —Scott habló y su voz parecía salir de muy dentro de aquel

abombado torso, una voz grave y pausada—. Ayer encontró usted unos restos en

la casa de la última víctima.

—¿La gelatina? —George preguntó al capitán.

—Así es, Hampton. Los chicos del laboratorio trataron de analizarla, pero a

poco que empezaron a trabajar sobre ella se descompuso y aparecieron unos

gusanos blancos y diminutos. El agente Scott es de la Oficina para la Investigación

de Crímenes Relacionados con las Ciencias Ocultas.

—¿Quiere decir que el estrangulador es uno de ellos? —George torció el

gesto.

—No sabemos quien es el estrangulador aún —replicó Scott—, pero creemos

que podemos ayudarles. En caso de que se trate de una actividad relacionada con

las C.O. podremos ofrecerle el mejor modo de actuar ante ella. Nuestro objetivo es

que no se propague esta situación.

—Ya veo —George se retrepó en la silla, incómodo.

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—Hampton, el agente Scott necesita ver el lugar del crimen. Usted va a

acompañarlo. Todos queremos echarle el guante al estrangulador —el capitán

pareció temblar durante un instante—, y si el Bureau nos puede ayudar no vamos

a rechazar su ayuda.

—¿Quiere que le acompañe? —George no daba crédito a lo que acababa de

oír. Él y eso en el mismo sitio—. No...

—¡Sí, maldita sea! Deje ya de ponerme trabas, ya estoy bastante presionado.

Vaya a esa maldita casa y enséñele el lugar del crimen al agente Scott, demonios.

George abrió violentamente la ventanilla del coche. Scott olía como si

hubiese estado nadando en una piscifactoría durante todo el día. Olía a lo que era.

Era un pescado, un pescado andante, aceitoso, escamoso y maloliente. No había

elegido por supuesto su coche para llevarle. No quería que su fetidez se filtrase

indeleble en las fibras de su Ford. Era evidente que Scott se había dado cuenta de

su incomodidad, de su repulsión, pero no había dicho ni hecho nada. Simplemente

estaba ahí, sentado con su enorme e inexpresiva cabeza de besugo, con una mano

sobre su regazo y la otra cogida de la anilla de la puerta.

George condujo a bastante velocidad hasta que vio el edificio de ladrillos

rojos en el 435 de Columbia Road. El cielo seguía gris y arremolinado sobre sus

cabezas y corría un frío viento del este que traía la humedad del mar hacia el

interior, meciendo en su camino las ramas más finas de los árboles pelados de la

entrada.

Tardó unos segundo en encontrar el interruptor de la luz. Las ventanas

estaban cerradas y la oscuridad del día afuera apenas traía iluminación al interior

de la casa donde vivió y murió la señora Sullivan. Una chispa en el interruptor

precedió a la luz de la lámpara de la entrada. Scott entró tras él, observando la

habitación con sus enormes y protuberantes ojos. George se apartó a un lado,

vigilando con disgusto los movimientos de aquel ser. Era increíble que sus

enemigos, aquellos que habían causado tantas muertes humanas durante la guerra,

estuviesen entre ellos ahora, como miembros de una sociedad a la que amenazaron

y estuvieron apunto de derrumbar. Sin quererlo dejó escapar un chasquido de

disgusto.

—¿Dónde se encontró el cadáver?

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—En la bañera —contestó lacónicamente—. Supongo que ha leído el

informe.

—Sí —Scott giró su enorme cabeza en un ángulo extraño—. He leído los

informes. El cuarto de baño se encuentra entonces...

—Creí que ustedes lo sabrían —masculló—. Por ahí.

Mientras George permanecía en el vano de la puerta, apoyando su hombro

derecho contra la jamba blanca, como ayer estaba Collins, Scott se asomó a la

bañera. Aún permanecía en el aire el olor a podredumbre y podían apreciarse

manchas ennegrecidas en su lustrosa superficie. Pero el aire era más fétido por su

culpa. Aquel monstruo se encorvó como si su espina dorsal fuese de gelatina.

Estaba a la vez en pie y con el torso hundido en donde se encontraron los restos

mortales de la señora Sullivan, hurgando con sus grasientas manos. George notó

como su furia crecía y se sintió de pronto con ganas de golpear algo. Pensó que era

mejor darse la vuelta. Aún recordaba los tiempos de la guerra. Apenas acababa de

terminar la Segunda Guerra Mundial cuando sucedió. Nadie sospechaba que los

mares hervían con una vida inane y perversa, que bajo las olas medraban especies

nocivas como ellos. Se les llamó los profundos, un nombre poco imaginativo

ciertamente, aunque George prefería nombrarlos de otra manera: Los pescados.

¿Acaso no lo eran? Branquias, escamas y esa textura grasienta...

—Teniente Hampton.

George se sorprendió de verlo parado justo detrás de él. No lo había oído.

—¿Ha encontrado algo que se nos haya pasado por alto?

—En el informe dice que usted encontró una baba azul que luego en el

laboratorio se convirtió en gusanos.

—Eso dice.

—¿Me puede indicar el punto donde la encontró?

George anduvo hasta la cocina con Scott siguiéndole. Señaló una ventana,

justo al lado de la pileta, donde un plato con restos permanecía silenciosamente

recibiendo gota tras gota del grifo mal cerrado.

—En ninguna de las casas de las víctimas se apreció que se forzara la

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entrada —Scott parecía pensar en voz alta.

—Eso nos ha hecho pensar que de algún modo el asesino conocía a las

víctimas o que dispone de algún medio para ganarse su confianza —George se

agachó un poco para mirar a través de la ventana. La escalera de incendios se

recortaba sobre el telón manchado y borroso del cielo sobre Boston—. Lo encontré

ahí fuera, en la escalera de incendios. Estaba en el pasamanos —George lo encaró.

—Muy bien —la grave voz de Scott carecía casi por completo de inflexión

alguna. Era como hablar con una máquina.

Scott observó por la ventana, como si midiese sus proporciones. George ya

lo había hecho ayer. A él no le fue difícil poner el pie en el alféizar y llegar al otro

lado. Una persona con una forma física aceptable podía hacerlo sin dificultad.

Luego, el profundo metió la mano en su chaqueta, extrayendo lo que parecía una

tabaquera de plata, con un extraño símbolo grabado sobre ella.

—¿Puede usted apartarse a un lado? —Scott parpadeó lentamente, mientras

abría la caja. En su interior había un par de bolsas de tela, una diminuta cucharilla

y un tubo metálico, del tamaño de un pitillo.

—¿Qué es eso?

Scott depositó una de las bolsitas sobre la encimera y tomó la cucharilla

metálica.

—Polvo de Ibn-Ghazi —contestó, mientras parecía calcular con

detenimiento la cantidad exacta que debía extraer de la bolsa. Por fin pareció

contento. Colocó con delicadeza la cucharilla delante de sus labios—. Permite ver

lo inviable.

—Ciencias Ocultas —George hizo una mueca.

—¿También le disgusta? —Scott tomó aire a través de sus branquias, que se

alzaron y temblaron como largos tajos alrededor de su cuello. Sopló.

El polvo blanco se suspendió en el aire, como si el tiempo se detuviese para

él. Luego comenzó a caer con suavidad, más grácil y lentamente que una pluma. A

George no le gustaban aquellas cosas. Escapaban a su capacidad de raciocinio y no

se sentía cómodo delante de embrujos y ungüentos. Había asistido a un par de

cursos impartidos por la policía de cómo reconocer y actuar en esos casos, pero era

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la primera vez que lo veía en vivo.

El polvo siguió cayendo, y de pronto pudo ver una marca rojiza, apenas

perceptible, flotando en el aire. Era como si el propio espacio tuviese un arañazo.

Aquella herida flotante, etérea, no medía más de quince centímetros, y era muy

delgada. Pudo ver entonces que de ella surgían dos cortes más, uno que apuntaba

al interior de la casa y se desvanecía a unos pocos centímetros de su cara, y otro

que salía por la ventana. Notó como se le aceleraba el pulso. La imagen se

desvaneció.

—¿Qué ha visto? —preguntó Scott.

—Una mancha rojiza, como un tajo, aquí —se sintió algo estúpido señalando

el aire vacío—. Tenía dos ramas. Una iba al interior de la casa y la otra hacia la

ventana.

Scott asintió ligeramente, como si le hubiese confirmado alguna idea.

—¿Qué ha sido todo esto?

—El polvo de Ibn-Ghazi permite ver lo invisible. Hay cosas que dejan

rastros. Y lo que quiera que estuvo aquí tenía uno. Pero es demasiado débil. Ha

pasado mucho tiempo.

—Entonces ¿Tiene algo?

—No, no todavía. Pero quienquiera que estuvo aquí no era un ser normal.

—Se refiere usted a esos seres normales que van dejando muestras de babas

que se vuelven gusanos ¿no?

Scott se irguió y lanzó un graznido. George supuso que le había hecho

gracia.

Para fastidio de George, Scott se llevó buena parte de la mañana haciendo

cosas extrañas dentro de la casa. Lo más normal que había hecho había sido soplar

aquel polvo. Él había ido a tomarse un café y este era el cuarto cigarro que

encendía desde que le llevó a allí. Había quedado patente que no le era de ninguna

utilidad y cuanto más tiempo estuviese alejado de él más contento estaría George.

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En el momento que salió de la casa Scott, George estaba sentado en el coche de

policía. Había abierto bien las ventanas para que se fuese el olor a pescado.

Scott entró en el coche.

—¿Podemos ir al tanatorio? Me gustaría ver el cadáver de la señora Sullivan.

George bufó. Se había convertido en un maldito chófer. Estuvo tentado de

preguntarle en más de una ocasión si había visto algo nuevo allí, pero no se sentía

demasiado predispuesto a entablar una conversación con él, de modo que las

oportunidades se fueron agotando hasta que llegaron al tanatorio forense.

El cuerpo de la señora Sullivan no había mejorado desde ayer. Su cara

estaba arrugada y ennegrecida. Había varios abultamientos en su piel y George

tuvo la perturbadora imagen de un pastel reventando dentro de un horno. ¿Esto es

lo que queda de nosotros después de que morimos? No era una expectativa

demasiado halagüeña. Sonrió pensando que quizás dejamos lo mejor de nosotros

mismos atrás cuando morimos. Quizás esa peste, esa lividez y esas marcas infladas

es lo que somos al fin y al cabo, y lo demás son sólo adornos.

Scott por su parte examinó el cadáver con más minuciosidad y,

probablemente, con un conocimiento más erudito. George no tuvo duda de sus

conocimientos sobre la anatomía humana. Tal y como un ornitólogo lo tiene de las

aves.

—¿Se ha encontrado semen en la víctima?

—No hemos encontrado nada —el forense, un tipo anodino con gafas de

culo de vaso sostenía el informe frente a él, evidentemente intimidado por la

presencia de Scott—. El cadáver estaba en bastante mal estado de conservación.

—Las otras víctimas fueron violadas —afirmó George—, pero no se encontró

semen en ninguna de ellas. Lo único extraño en este caso ha sido que no se ha

revuelto la casa. Bueno, eso y usted.

Ante el pasmo de George, Scott introdujo sus dedos en la vagina de la

señora Sullivan. George inmediatamente lo agarró del hombro y lo hizo girar hacia

sí. Intentó descifrar la inexpresiva mirada de aquellos ojos ícteos. Scott se irguió,

tan alto como era.

—¿Qué demonios piensa que está haciendo? —gotitas de saliva escaparon

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de sus labios furiosos.

—Examinando el cadáver —contestó con frialdad Scott—. ¿Qué está

haciendo usted?

George lo observó con los ojos muy abiertos y los labios fruncidos,

respirando pesada pero enérgicamente. Sin saber que contestar se debilitó, bajó sus

hombros y soltó a Scott, que no se había movido un ápice. Salió dando un portazo.

El agente Scott del FBI salió cinco minutos después. George estaba fumando

junto a una ventana enrejada que daba al interior de lo que parecía un aula vacía.

La cenicienta luz del día entraba rajada a través de las persianas venecianas.

—Hay gusanos en su vagina —comentó como si nada hubiese pasado

dentro de la morgue—. Me gustaría pedir la exhumación de los restos de las otras

tres víctimas y querría que el cadáver de la señora Sullivan permaneciese sin

enterrar hasta que avancemos un poco más.

George dio una larga calada al cigarro, sintiendo como el humo bajaba por

sus entrañas, ardiente. Otra larga calada más antes de tirar el cigarro y aplastarlo

con la punta del zapato.

—Eso requerirá una orden judicial —George entornó los ojos—. Vayamos a

la comisaría.

Una copa más. Una más y se iría a casa. La botella de Four Roses estaba casi

agotada. El local se había vuelto más oscuro a cada vaso que vaciaba. Ahora no se

sentía mejor y, en su efervescencia ebria, volvía una y otra vez a los mismos

pensamientos. Llenó el vaso. Al fondo alguien había puesto en marcha la máquina

de discos y Bob Dylan sonaba con The times they are changin’ . Se rió secamente.

...and admit that the waters

Around you have grown...

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Dio un trago. El bourbon se amargaba en cuanto tocaba sus labios. Todo lo

hacía. La vida carecía de sentido.

...and accept it that soon

You’ll be drenched to the bone...

¿Era él la pieza que sobraba? El mundo parecía haberse puesto en marcha y

abandonado la estación sin que nadie le avisase. Ahora él estaba parado en el

andén, solo y sin saber qué hacer. Eso era. Era un hombre adulto, solo y que no

comprendía lo que sucedía a su alrededor. Los enemigos ahora son amigos. Puede

que lo entendiera para los alemanes. Puede que lo entendiera para los japoneses.

Pero los malditos pescados...

...then you better start Swimmin’

Or you’ll sink like a stone...

Ahora aquellos monstruos vivían a su alrededor. El mundo se había roto,

eso era. Y flotaba en pedacitos muy pequeños mientras él se hundía como una

piedra. Al fondo, al fondo. Quizás no fuese una mala idea.

—George —dijo una voz. George levantó sus ojos vidriosos.

—¿Capitán? —croó George.

El capitán se sentó frente a él. Pidió un vaso.

—¿Hay algo que tratas de ahogar, hijo?

— Intento flotar... —dijo, tendiéndole la botella—. Intento flotar.

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El capitán Murdock se llenó el vaso y torció la comisura izquierda hacia

arriba en un gesto característico suyo, mientras hacía girar el vaso entre sus

atocinados dedos.

—Todos tratamos de flotar, George —el capitán buscó los enrojecidos ojos

del teniente, con sus pupilas dilatadas—. Todo esto es muy raro, para todos, pero

es nuestro mundo.

—No, no lo es. El mío no. Mi mundo no tiene monstruos...

—Sí lo tiene. ¿Crees que los monstruos tienen una piel que les distingue?

¿Son las escamas? Maldita sea, George. Tú has vivido la Segunda Guerra

Mundial... sabes qué horrores lanzamos al mundo los propios seres humanos,

contra nosotros mismos. Millones murieron en Europa...

—Millones han muerto aquí, capitán —George se recostó sobre el asiento—.

Millones por su culpa. Nos comían y nos masacraban.

—Era la guerra. Nosotros lo hacíamos con ellos.

—Y entonces llega ese presidente Ward con su tratado de paz y nos pone a

cuatro patas delante del enemigo. Nos vendió —había alzado la voz y se dio

cuenta. Habló entonces con los dientes apretados—. Ward se cagó en los millones

que murieron defendiendo este país y esta bandera. Vendió a nuestros muertos y

nos vendió a nosotros, y ahora tenemos que vivir con la vergüenza y el odio...

ahora vemos al enemigo caminando entre nosotros como si nada hubiese ocurrido.

Si a los demás no les importa, a mí sí, joder —George metió la mano en su

chaqueta y extrajo su pistola. El capitán se le quedó mirando alarmado. George la

examinaba, como si decidiese qué hacer con ella.

—George, por favor, deja...

—Mírela —la soltó sobre la mesa—. Aún recuerdo los días en los que se

podían llevar calibres normales —bizqueó tratando de enfocar la pistola, con dos

cañones, que brillaba lustrosa y negra sobre la mesa—. Antes de la guerra ni

siquiera sabía qué demonios era el teflón.

El capitán la observó sin tocarla. Una pistola reglamentaria de la policía.

Dos cañones del calibre 50 con munición penetrante. Esas balas eran capaces de

atravesar un chaleco antibalas como si fuese papel de fumar. Y a veces no servían

de nada con las cosas que rondaban ahí fuera. Era normal que Hampton se

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encontrase así, pensó. La mayoría de la gente reaccionaba como si nada hubiese

ocurrido, como si vivir con esos seres alrededor fuese lo más normal del mundo.

Seguían yendo al supermercado, a trabajar, cogían los autobuses por las mañanas,

llevaban a sus hijos a los colegios, iban a pescar los fines de semana. Pero lo cierto

es que el mundo se había roto. Nada era como hace treinta años. Las revelaciones

que se hicieron durante la última guerra habían quebrado la cordura humana,

distorsionado su razón y corrompido su corazón. Ahora todos eran fantasmas

encerrados en las rutinas normales, tratando de dar una apariencia de normalidad,

pese a que afuera el velo que ocultaba los tenebrosos horrores sin nombre había

caído, revelando una verdad superior y horripilante. Pero él no podía culparles. Es

normal que todo el mundo quisiese escapar hacia algún lado, recuperarse de todo,

creer que el sol saldría al día siguiente. Y eso era lo terrible. El sol seguiría saliendo

cada día, indiferente de los monstruos que ahora caminaban bajo su luz.

—Bueno, George —el capitán buscó su mirada—. Es hora de irse a casa.

Mañana será un nuevo día. Si quieres, pásate por mi despacho y hablamos. Esto lo

pago yo.

3. La muerte es el único dios que acude cuando lo llamas

Sé también que la muerte es el único dios que acude cuando lo llamas.

— Roger Zelazny, “24 Vistas del Monte Fuji, por Hokusai”

La policía de Boston, con la ayuda de las fuerzas especiales, ha comenzado un

registro de los barrios sumergidos de la costa de Boston. Las esperanzas de encontrar a

Thomas Symanski, el niño humano desaparecido en su colegio, se reducen drásticamente

con cada día que pasa.

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Dolor. Un dolor punzante, que cruzaba desde la parte superior del cráneo

hasta el cuello y se extendía por los hombros. Es como si un pequeño árbol hubiese

decidido hundir sus afiladas raíces llenas de espinas en su cerebro. George se

despertó mirando al techo. La luz entraba por las rendijas de la ventana

entreabierta de su dormitorio. El techo estaba cubierto con manchas de humedad.

Las esquinas habían sido nidos de arañas, pero ya ni siquiera ellas querían seguir

viviendo allí. Tragó saliva y notó la garganta seca y dolorida. Afuera la lluvia caía

con una fuerza inusitada, arrancando sonidos metálicos de las tuberías que

adornaban el exterior del edificio. Se irguió en la cama, multiplicando el dolor de

su cabeza. El cerebro parecía estar suelto dentro del cráneo. Demasiado bourbon

anoche. Demasiados pensamientos. Miró la hora de su despertador y se fue, dando

tumbos, hasta la ducha.

Llegar a la comisaría fue un infierno. Cada vez que llovía las calles se

llenaban de tráfico, denso y oneroso, como la sangre que fluía, lentamente, espesa,

por su cuerpo. Se acercó al despacho del capitán cuando hubo llegado, después de

dejar su empapada gabardina formando un charco en el perchero. Se alisó el pelo y

llamó a la puerta con una lámina de cristal esmerilado con el nombre del capitán

en letras negras.

—Buenos días, teniente Hampton —el capitán le miró desde detrás de sus

gafas gruesas. Estaba rellenando unos papeles que tenía sobre el escritorio.

—Capitán, con respecto a lo de ayer...

—No pasa nada —hizo un gesto con la mano, como si espantase una nube

de moscas.

—Gracias de todos modos. Por cierto, ¿Cómo me encontró?

—Dave llamó a la comisaría preguntando por alguien que te llevase a casa.

Dijo que habías bebido demasiado y que alguien tendría que conducir por ti.

George se miró la suela de los zapatos. No estaba avergonzado. Estaba

triste. La comisaría. Eso era lo único que le ataba con el mundo. No había nadie

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más para él fuera de ella.

—Por cierto, teniente —el capitán respiró hondo—. El agente especial Scott

está esperándole en la sala de descanso.

George asintió y cerró la puerta.

Scott estaba sentado con los brazos sobre el regazo, embutido en su traje

negro, en el sofá de la sala de descanso. Un tablón de anuncios donde había

algunos papeles viejos colgando, una cafetera, una mesa con varias sillas de

diferente tipo, un sofá al lado de una mesa más pequeña que tenía una radio

bastante antigua encima, enmendada con cinta aislante para que conservase su

integridad, y varios ceniceros llenos de colillas. En ese ambiente se encontraba

totalmente fuera de lugar aquel pez en traje de chaqueta. A George le produjo la

misma sensación que ese cuadro de los perros jugando al poker. Era algo siniestro.

Scott parpadeó un par de veces y luego orientó su cabeza hacia él.

—Buenos días, teniente —Scott se puso en pie.

—Buenos días —George desvió la mirada.

—Ayer por la noche estuve realizando varias investigaciones. He

encontrado una pista que sería interesante seguir.

—¿No duerme usted nunca? —la voz de George fue un poco más ácida de lo

que deseaba.

—No tenemos los mismos ritmos circadianos que los humanos, pero sí

duermo.

George no entendió lo que quiso decirle completamente, pero no quería

preguntar más. Se rascó detrás de la oreja.

—Dígame ¿Qué pista tiene?

—Mantuve un par de conversaciones con gente poco deseable. Ellos me

indicaron donde podía encontrar a alguien bien informado de todo lo que

oficialmente no pasa en Boston.

—¿Y donde podemos encontrar a ese alguien?

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—En el Barrio Sumergido.

Si George no fuese desconocedor de la anatomía de los profundos, hubiese

jurado que Scott había sonreído al decir eso.

—El juez ha firmado también los papeles para la exhumación de los cuerpos

de las anteriores víctimas —añadió—. Iremos ahí en primer lugar.

Cuando Hampton detuvo el Pointiac del departamento frente a la muralla

que delimitaba el cementerio, había comenzado a llover de nuevo con bastante

fuerza. Las gotas de agua, enormes, golpeaban el cristal y la carrocería,

provocando una percusión ensordecedora. Más allá de la pequeña tapia había una

alta hilera de cedros cuyas hojas estaban perladas por la tormenta.

Será mejor que esperemos a que escampe un poco —sugirió George,

soltando el volante para encenderse un cigarrillo. Observó de soslayo a Scott, que

estaba en esa pose erecta y antinatural, como si fuese un muñeco de cera.

George lanzó una larga bocanada de humo, con la intensa esperanza de

cambiar el olor predominante dentro del coche. Estaba seguro de que si no se

esforzaba, acabaría apestando a pescado durante una semana. Mientras tanto, algo

incómodo por la situación, contemplaba tratando de evadirse los predecibles

riachuelos que formaban la lluvia al resbalar por los cristales. Era curioso ver como

la lluvia seguía siempre el mismo curso, casi predestinado, por el parabrisas. Era

como si, una vez las primeras gotas pioneras hubiesen abierto el camino, las

demás, demasiado abúlicas para buscarse el propio, se limitasen a seguir el

trazado, una y otra vez, acabando todas por toparse de lleno con el

limpiaparabrisas. George trató de buscar algún símil con las personas, pero le dolía

demasiado la cabeza para ello.

—No me ha ofrecido un cigarro —observó quedamente Scott, sin moverse,

hasta tal punto que George se preguntó si realmente había dicho algo.

—¿Perdón?

—He dicho que no me ha ofrecido un cigarro —algo se movió en los

enormes y abultados ojos de Scott, como si una de sus pupilas le estuviese mirando

de lleno ahora.

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—Eh... —George tartamudeó confuso—. No sabía que fumaba... —sacó el

arrugado paquete de tabaco del bolsillo de su gabardina.

—No fumo —la cabeza de Scott se orientó hacia él—. Pero usted no lo sabía,

y aún así no me ha ofrecido.

George bufó y en su rostro sin afeitar se dibujó una sonrisa cínica.

—Lo siento, agente especial Scott —dijo, marcando con sorna cada una de

las palabras que salían de su boca—. No quería incomodarle. Le ruego que acepte

mis disculpas.

El rostro de Scott era como una máscara. George era incapaz de distinguir

ningún rasgo en él que le indicase si aquel monstruo estaba irritado o no.

Inconscientemente, apretó la culata de su pistola con su propio brazo, como si

quisiese recordar que aún estaba dentro de su funda sobaquera. Tragó saliva.

—No le gusto —Scott abrió su íctea boca lentamente y el sonido grave de su

voz escapó de sus escasos labios como un tronar lejano.

—Buena intuición. Supongo que por algo ha llegado usted a agente especial

¿no? —George no dejaba de sentirse más y más inquieto dentro del coche. Se

movió nerviosamente en su sillón.

—Sólo quiero que sepa que comprendo su antagonismo hacia mí, pero

quiero recordarle que estamos en el mismo bando.

—¡Oh, no! —George dio un golpe con su mano en el volante—. No se crea

que porque trabaja usted para el gobierno eso le convierte en... en...

—¿En humano?

—¡Sí, maldita sea! —George se estaba acalorando y se enojaba aún más al

ver la impasibilidad de Scott, frío y exánime, como un pescado muerto.

—No soy humano. Nadie dijo que lo fuera. Sólo le digo que estamos en el

mismo bando, luchamos por lo mismo. La guerra ya terminó, teniente.

—¡Quizás para usted, Scott! —gritó George, lanzando hilillos de saliva—.

Quizás para los suyos. Pero claramente hubo vencedores y vencidos en esa guerra,

y muchos muertos, y que ustedes anden tranquilamente ahora por nuestras calles

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me ofende personalmente.

Scott pareció contemplarle sin inmutarse. Sus ojos saltones no dejaban

entrever ninguna emoción, su tono monocorde no indicaba ningún sentimiento.

¿Por qué seguir discutiendo con él?

—Todos perdimos en esa guerra, teniente Hampton.

—¿Ustedes perdieron? Dios, ¡Las Vegas es la Costa Oeste ahora mismo!

¿Sabe cuantos millones murieron en la Batalla del Pacífico, por el amor de Dios?

—Fueron ustedes los que colocaron aquellos ingenios nucleares en la Falla

de San Andrés. Eso mató a millones de profundos.

—¡Porque estábamos perdiendo la guerra! ¡Ustedes y su brujería! —escupió

la última palabra como si fuese veneno que le hubiese estado ardiendo en las

tripas.

—No puede juzgarnos a todos por lo que hacen nuestros gobernantes. Yo no

estaba de acuerdo con todo lo que se hizo, como supongo que usted no lo estuvo

con el acto de hundir California bajo el mar.

—¡No me hable así, no se excuse en eso! —George sacó la pistola de su

funda y la colocó a escasos centímetros de la cara de Scott—. ¡Mi hermano murió

por vuestra culpa! —el dedo le tembló en el gatillo, pero Scott no estaba

preocupado, o al menos no se apreciaba ningún gesto de preocupación en su

rostro.

—Ustedes empezaron la guerra... —la voz de Scott pareció fluctuar un

poco—. No tiene derecho a quejarse, Hampton —agarró el cañón de la pistola con

la mano—. Recuerde Enewetak...

George respiraba entrecortadamente, y su corazón parecía apunto de

estallar bajo la camisa. Bajó temblorosamente la pistola y miró al volante del coche.

Casi había dejado de llover. Las gotas, ahora libres de la presión de las que venían

detrás, caían por el parabrisas formando dibujos más eclécticos y variados. Respiró

hondo en un par de ocasiones más y encaró de nuevo a Scott, que parecía de algún

modo aliviado.

—Siento haberle apuntado —George habló con voz sorprendentemente

grave—. No tengo excusa. Si quiere presentar una queja ante mi superior...

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—No quiero presentar ninguna queja, teniente. Sólo quiero saber si estará a

mi lado cuando llegue el momento. Quiero que distinga usted con claridad quienes

son ellos y quienes somos nosotros ahora. No se deje engañar por la piel, por favor,

o estaremos todos en un aprieto.

George no supo que decir, ni a que se refería Scott con aquello. Agradeció

internamente que no presentase una queja a su capitán, aunque no estaba del todo

contento con deberle nada a él. Por mucho que lo pensase, por muchos argumentos

que pudiese poner encima de la mesa, ni siquiera Enewetak podía hacerle cambiar

de opinión. Scott, aquel pescado, no era uno de los suyos. Los suyos no tenían

branquias ni escamas.

Un agente del juzgado estaba allí, cubriéndose con un paraguas pese a que

ya había dejado de llover. Su rostro alargado y su piel pálida hubiesen conseguido

que lo confundiese con alguna de las estatuas del cementerio, de no ser por sus

largas patillas y sus gruesas cejas.

Los trabajadores estaban sacando el féretro del boquete practicado en la

tierra húmeda. Un montón de tierra se encontraba a un lado y en él se podían

apreciar los surcos y las huellas de la lluvia, como si fuesen marcas de balas que no

hubiesen conseguido penetrar del todo. La señora Slesers, la primera víctima,

había muerto hacía poco más de dos meses. George había leído el informe del

forense decenas de veces. Cincuenta y cinco años, divorciada, de origen letón,

violada con un objeto desconocido y estrangulada con el cinturón de su bata.

Había visto sus fotos en innumerables ocasiones, y ahora estaba allí para perturbar

su descanso... Miró alrededor. Scott estaba de pie, con las manos a los lados de su

torso abombado, mirando el boquete. El funcionario judicial parecía más

interesado en terminar con los trámites que con cualquier otra cosa.

La señora Slesers había sido enterrada en el cementerio de Cedar Grove, en

Dorchester. En su tumba podía leerse su nombre, en bajorrelieve sobre el granito, y

su fecha de nacimiento y muerte. Nada más. Desde aquel sitio podía verse un

apelotonamiento de cedros, grandes y viejos, que ocultaban parcialmente un lago

que ahora lucía como un espejo, reflejando las nubes que corrían distraídamente

por el cielo.

El sonido del ataúd al ser alzado y puesto sobre la hierba mojada lo sacó de

sus cavilaciones Era un ataúd sencillo. La señora Slesers había sido una modesta

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costurera y eso era lo único que el esfuerzo de una vida había podido pagarle, una

triste caja de madera apenas sin adornos. Un crucifijo de latón, deslustrado por la

tierra en la que había estado oculto, estaba además hendido por el golpe

descuidado de una de las palas.

—La señora Slesers lleva muerta dos meses y medio —Scott señaló el

ataúd—. No va a ser un espectáculo agradable.

La confirmación llegó a los empleados del cementerio con un gesto del

agente judicial. El ataúd se abrió con un crujido Nada en el mundo hubiese podido

preparar a George para lo que se ocultaba y se arrastraba bajo la tapa de madera.

El olor casi llegó antes, un olor mefítico y nauseabundo que exhaló el ataúd, como

el aliento contenido durante siglos de una boca putrefacta. Dentro de la caja un

manto de gusanos pervertía el tapizado interior de seda artificial. Se trataba de una

densa masa de enormes gusanos blancos, gruesos como los dedos de las mano, que

palpitaban como si fuese un único ser vivo. Durante unos segundos, George creyó

ver que aquella masa informe adoptaba una forma humanoide, definiendo unos

brazos y una piernas, y una cabeza, donde apareció una boca entre la vibrante capa

de gusanos, una boca que sonrió en una horrible mueca sardónica. George se

quedó paralizado, porque aquella masa de gusanos, o aquel ser formado de ellas,

parecía apunto de levantarse del ataúd, y por un momento George pensó

horrorizado que iba a salir corriendo de allí y se preguntó que podrían hacer sus

balas perforantes a eso. Pero no fue así. En medio de un estertor, los gusanos

parecieron ir explotando, deshaciéndose en nubes de un polvo marrón que

ascendió unos centímetros, como si de pronto todo el contenido del ataúd se

hubiese convertido en arena o serrín, y de pronto no quedó nada allí dentro, salvo

una mancha oscurecida y polvo.

George recobró sus sentidos y se dio cuenta de que había dejado de

respirar. Un trabajador del cementerio y el agente judicial estaban vomitando. El

otro estaba blanco y sus manos temblaban como las hojas de un árbol en medio de

un huracán.

—¡Dios bendito! —George dio un paso adelante, atreviéndose a asomarse al

ataúd Allí ni siquiera había huesos ya—. ¿Qué ha sido eso?

— La luz del sol —dijo Scott lacónicamente.

—¿La luz del sol?

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— El sol los ha destruido.

—¿Pero qué eran esos gusanos?

— Lo mismo que encontraremos en el resto de ataúdes. Son los restos de

algo que se arrastra en la oscuridad y que el sol puede destruir.

El Barrio Sumergido se encontraba en la parte noreste de Boston. Es un

suburbio compuesto por casas que va cayendo en pendiente hacia el mar. Allí sólo

vive la gente que no puede permitirse otro sitio mejor, porque no puedes caer más

bajo que allí. El propio barrio se extiende varias centenas de metros bajo el mar. Se

trata del hogar de la comunidad de profundos más grande de Boston, y la segunda

más grande de la Costa Este. Al parecer, Nueva Inglaterra estaba llena de colonias

y ciudades sumergidas, siendo uno de los puntos más vitales, por llamarlos de

algún modo, de su geografía. Alrededor de la ciudad sumergida habían crecido

como champiñones toda clase de negocios desagradables y de individuos

indeseables, convirtiendo aquel barrio en un auténtico gueto que nadie se

preocupaba de limpiar.

El Pointiac comenzó a notar los boquetes de las calles. A los lados de la

carretera crecían edificios destartalados y casi desmoronantes. Algunos de ellos

eran solo esqueletos vacíos, mientras que otros parecían haber ardido hasta los

cimientos y eran ahora solo escombros entre los que destacaban, como dientes

rotos, los maderos que una vez formaron su estructura.

A medida que se acercaban a la costa por la Marine Avenue, la calle

principal a partir de la cual el Barrio Sumergido crecía, George pudo observar

como los rostros de los habitantes de aquella zona iban siendo cada vez más y más

inhumanos, asemejándose más a los peces. A veces con rasgos apenas perceptibles,

quizás unos ojos más saltones de lo habitual, o una boca desmesuradamente

grande, pero en otros con una claridad cristalina, como las membranas nictitantes

y las branquias.

Siguiendo las instrucciones de Scott, George dirigió el coche por un

enmarañado grupo de calles. Aún era temprano y quedaban varias horas para que

se pusiese el sol, pero George tenía por seguro que no deseaba permanecer allí

cuando la noche cayese. Scott le indicó que detuviese el vehículo frente a lo que

parecía un garaje donde alguien había pintado algo en extraños símbolos con una

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pintura granate. Un grupo de niños de grandes ojos y aspecto churretoso

correteaban en la esquina, detrás de un perro pulgoso que hacía lo posible por

alejarse de la insidiosa insistencia de los críos.

—Es ahí —Scott señaló un edificio de dos plantas que casi se acostaba sobre

el contiguo, formando un estrecho y oscuro callejón aún a esa horas de la mañana.

Encima de la puerta había un cartel que indicaba escuetamente el negocio:

“Crawler Co. Exportaciones”. La puerta estaba cerrada y cubierta con una

contrapuerta de malla metálica.

—Parece que está cerrado —George siguió a Scott con cierta aprensión.

Scott pulsó el timbre, pero nadie contestó desde el interior. George se asomó

a las sucias ventanas de los laterales, solo para confirmar que allí no parecía haber

nadie.

—¿Quién se suponer que trabaja aquí? —George volvió a la entrada, donde

su acompañante había comenzado a golpear la puerta, llamando la atención de los

deformados viandantes.

—Un tipo que maneja mucha información: El señor Crawler. Si podemos dar

con él nos puede poner en el camino correcto.

Scott golpeó de nuevo sobre la puerta, pero George estaba seguro de que

allí dentro no había nadie. Una mujer se asomó en la ventana de la planta baja del

edificio de al lado. Su rostro pecoso apareció tras las cortinas de encaje. Tenía la

cara redonda y una boca grande de dientes pequeños. Era otra de ellos. George

sabía que cuando la sangre estaba contaminada por los profundos, cuando se

producía algún deleznable cruce entre las especies, los hijos nacían humanos pero

iban cambiando poco a poco, hasta acabar como Scott, aceitosos y lleno de

escamas, completamente inhumanos. Un escalofrío recorrió su espalda.

—¿Son ustedes policías?

George sacó la placa.

—Teniente Hampton —dijo—. Él es el agente especial Scott. ¿Sabe usted si el

señor Crawler se encuentra aquí?

—Normalmente está abierto a estas horas —su rostro mostró una mueca de

disgusto—, pero esta mañana cerró temprano. Vino con una camioneta de

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transporte y metió varias cajas dentro.

—¿Sabe usted adonde fue? —preguntó Scott.

—No lo sé, pero creo que Crawler tiene un almacén en los muelles —señaló

hacia el este.

—Muchas gracias, señora —dijo George. Se volvió hacia Scott—. ¿Vamos a

buscar a ese Crawler al muelle? ¿Puede que sepa que venimos?

—Es posible, pero no creo que esté huyendo de nosotros.

—Bien, pues pongámonos en marcha cuanto antes. No tengo intención de

extender mi visita a este barrio más de lo necesario.

No tardaron en llegar al puerto, si es que se le podía llamar así a aquel

escolladero lleno de enormes bloques de hormigón que descendía bruscamente

hasta llegar a una playa que se extendía de norte a sur. Allí habían varios

almacenes con techos de fibrocemento y varias casetas prefabricadas de latón,

pintadas algunas de colores y otras con trazos de una deprimente caligrafía.

Subiendo hacia el norte por lo que podía llamarse el dique del muelle, en paralelo

con el mar y la linea de almacenes, George pudo divisar el océano, con sus olas de

crestas espumosas arrojándose sin impaciencia sobre la tierra, horadándola poco a

poco. El mar parecía estar en calma y estaba oscuro, reflejando el cielo sobre él. En

algún punto distante, el verde casi negro del mar y el gris oscuro del cielo se

fundían. Por allí vendría la noche, se dijo George con aprensión. Lo tendría

vigilado.

El tráfico hasta allí no había sido difícil, de no ser por los escombros que

adornaban el resquebrajado asfalto del Barrio Sumergido. Apenas había vehículos

de motor y George fue capaz de comprobar como la humanidad y la civilización de

sus habitantes iba descendiendo a medida que avanzaban hacia la costa. En esos

momentos, estaba completamente seguro de no encontrarse en su país ni en su

mundo.

Un grupo de profundos, completamente desnudos, estaban sentados sobre

unos escollos en el borde del dique, frente a lo que parecían los restos de un puente

de madera podrido y semihundido. No era el primer profundo que veía en el

Barrio Sumergido, pero sí los primeros que se encontraban completamente

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desprovistos de ropa. Sus espaldas escamosas y su espina dorsal protuberante

brillaban como los destellos del mar, apagados e iridiscentes a la vez. Uno de ellos

era especialmente grande, un par de palmos más grande que Scott quizá, y mucho

más grueso en su pecho. Sus brazos caían pesadamente y, con sus rodillas

flexionadas, los nudillos casi tocaban el suelo. Por un momento pensó que iba a

pedirle que se detuviesen. ¿Y si Scott quisiese cobrarse su particular venganza por

la disputa de aquella mañana y pretendiese dejarle allí, en medio de todos aquellos

cabezas de pescado? Tragó saliva lentamente y observó por el retrovisor como

aquellos ojos muertos observaban al coche pasar, carentes de ninguna expresión,

vacíos en apariencia. Se preguntó qué harían allí.

No fue difícil encontrar el almacén de Crawler. Frente a él se encontraba el

único vehículo a motor que habían visto en la última media hora. Se trataba de una

vieja furgoneta Ford con un toldo color crema donde se veían, en la misma

tipografía, el nombre de Crawler Co. Exportaciones. ¿Qué se podía exportar de un

lugar como aquel? Se dijo a sí mismo que quizás lograría conciliar mejor el sueño si

desconocía la respuesta. La furgoneta estaba aparcada sin demasiado cuidado

frente a una caseta de contrachapado llena de picaduras de óxido sobre la pintura,

una gran banda blanca y una banda roja deslustrada. Había una puerta grande,

como la de un garaje, presumiblemente para permitir el paso de un vehículo, y una

más pequeña, sobre la cual colgaba un foco lleno de telarañas. Estaba abierta.

George paró el coche y observó a Scott, tratando de averiguar cual sería el

método más eficiente de enfrentarse a aquella situación. El profundo se bajó del

coche y metió las manos en el interior de su chaqueta. Por un momento, George

pensó que iba a sacar su pistola, pero en cambio extrajo un pequeño paquete de

papel, no más grande que un pulgar y lo sostuvo en su puño cerrado. Le hizo un

gesto con la cabeza para que le siguiera.

El interior del almacén estaba oscuro, salvo por la luz que se filtraba por los

boquetes del contrachapado. Sólo una única bombilla colgando de un largo cable

atado a la viga principal del edificio iluminaba una escueta zona donde podía ver

un montón de cajas de madera sin ningún cartel o distinción.

—Disculpen —una voz, más bien un cacareo, surgió del interior del

almacén, donde la oscuridad no era afrentada por la triste bombilla—. Esto es

propiedad privada.

—Soy el agente especial Scott del FBI —dijo, adelantándose un paso. Ahora

estaba completamente dentro. George lo siguió, observando inquisitivamente a

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uno y otro lado.

Se pudo oír un cloqueo y luego un sonido de percusión, agudo y frenético.

Era como si unas manos cadavéricas estuviesen repiqueteando sobre un tubo de

metal.

—¿Es usted Crawler? —George se puso al lado de su compañero. No parecía

haber nadie en aquella sala, salvo un montón de cajas de diferente tipo formando

columnas no demasiado altas. El aire era frío y olía a óxido. Hubiese deseado tener

una linterna para enfocar directamente al lugar de donde salía aquella voz.

—Vamos, Crawler —Scott apretó el puño donde tenía el paquete de papel—.

Sólo queremos hacerle unas preguntas.

El repiqueteo se volvió a escuchar, acompañado de lo que hubiese sido el

suspiro simultáneo de varias bocas. Luego algo pareció desprenderse del techo,

como si una hoja enorme se hubiese caído, en vaivén, desde la rama de un árbol

perdido en la oscuridad. Al momento siguiente apareció un rostro. No, alguna

clase de máscara grotescamente realista de lo que sería un rostro humano flotando

en la negrura. George dio un paso atrás. Aquello solo era una cara, sin cuerpo, sin

cuello, sin cabeza siquiera, plana como una moneda, pero extrañamente real. Sus

dos ojos verdes se movían independientemente bajo unas cejas espesas. Tenía una

nariz ancha y una boca sobre la que lucía un cuidado bigote a lo Clark Gable.

—Pregunten, pero no me hagan perder el tiempo —los labios se movieron

tal vez algo desacompasados con la voz. George no tuvo dudas de que aquella voz

metálica y cloqueante no surgía de esos labios—. Si vienen por ese niño

desaparecido... bueno, ya tengo el cartel en mi tienda.

—No, no venimos por él —dijo George, tratando de mantener la

compostura.

—¿Entonces? —la cabeza flotante ascendió unos centímetros, colocándose a

quizás dos metros de altura.

—Queríamos saber si tiene usted información sobre los asesinatos que se

han estado cometiendo últimamente —respondió Scott.

—¿Asesinatos? Mucha gente muere todos los días a manos de sus

congéneres. Deberá ser más preciso, señor Scott.

Page 33: Dionisio Antonio - El Estrangulador

—Me refiero a los asesinatos en Boston. Las mujeres estrang...

George oyó, o más bien notó, unos pasos a su espalda. La menguante luz

del día afuera se extinguió. Se volvió con toda la presteza que fue capaz de reunir,

pero no tuvo tiempo más que de ver un brazo peludo sosteniendo una porra que le

golpeó en la sien. Luego, el mundo giró rápidamente hacia la negrura.

Cuando despertó lo primero que notó fue un extremo dolor punzante en la

cabeza. Luego, el olor a sangre sobre su cara y después el tronar de la lluvia y el

sonido de las olas del mar y el aroma que flotaba sobre ellas. Trató de abrir los ojos.

En algún lugar había un tragaluz por el que apenas entraba un tenue resplandor

nocturno. Podía ver un pedazo de cielo sombrío, que se iluminaba cada vez que un

relámpago hendía la bóveda celeste. Las paredes eran de tablones de madera y a su

alrededor habían varios cabos de maroma y algunas lonas enrolladas, como si se

encontrase en la caseta de algún marinero. Se dio cuenta de que estaba sentado.

Miró hacia abajo y los ojos se le nublaron y pudo notar una palpitación más que

dolorosa en la sien. Respiró profundamente, recordando los últimos momentos

antes de caer inconsciente. Estaba en el almacén de Crawler, fuese lo que fuese

aquel individuo. Le habían comenzado a interrogar y entonces alguien les atacó

por detrás. Ahora estaba atado y sentado a una vieja silla.

—¿Está usted despierto, Hampton? —la hueca voz de Scott sonó a su

espalda.

—Sí —respondió susurrando—. ¿Dónde estamos?

—Creo que seguimos en el Barrio Sumergido. Alguien nos noqueó en el

almacén de Crawler.

—Supongo que eso le implica —George trató de girar la cabeza para ver a

Scott, pero estaba en un ángulo ciego—. ¿Está atado?

—Sí —oyó un frotar de cuerdas, como si Scott le diese una confirmación más

que verbal—. Dígame, ¿ve algo frente a usted que nos pueda servir?

—No lo sé. Solo veo unos tablones, unas cuerdas y unas lonas.

—Tenemos que salir de aquí. No nos mantendrán con vida por mucho

tiempo si hemos metido las narices demasiado. Ha sido por mi culpa —razonó

Page 34: Dionisio Antonio - El Estrangulador

Scott, quizá algo atribulada su voz—. Debí ser más cauto. No pensé que Crawler

estuviese detrás de esto...

—No se lamente ahora —George forcejeó en vano—. ¡Tenemos que salir de

aquí!

George se balanceó hacia delante y hacia atrás, tratando de aflojar la presión

de la soga. Quien le había atado no lo había hecho mal del todo, pero la cuerda que

habían usado era demasiado gruesa para sus miembros, por lo que los nudos no

estaban todo lo tenso que deberían estar.

—¿Qué hace?

George no contestó. Se movió hacia los lados. Tenia miedo de caer. La

cabeza le dolía después del golpe recibido y no podía descartar alguna pequeña

fractura. Si caía no podría parar el golpe y no estaba dispuesto a recibir más daño

en la cabeza. Aún estaba algo mareado y no sabía que resultados podría golpearse

de nuevo. Pero no tenía ninguna intención de acabar sus días en aquella caseta

mohosa del Barrio Sumergido. Si lo pensaba detenidamente, fuera no tenía

demasiado por lo que pelear, salvo su trabajo. Pero de ningún modo iba a dejarse

vencer fácilmente por aquellos monstruos. Entonces la silla crujió

—¿Ha oído eso? —los susurros de George estaban llenos de júbilo—. La

silla. Es de madera. Y está casi podrida. Si pudiese romperla, quitarse los nudos

sería mucho más fácil.

—No debería hacer demasiado ruido. Creo que hay gente afuera.

George gruñó peleando contra las cuerdas. Iba a ser más difícil de lo que

pensaba.

—Podría hacer algo de utilidad más que quedarse ahí sentado —dijo entre

dientes.

Scott no contestó durante unos segundos, durante los cuales solo se oyó la

agitada respiración de George Hampton forcejeando en la silla, acompañado de la

industriosa melodía de la lluvia golpeando con fuerza aquella caseta de madera.

Luego hubo un estruendo que hizo vibrar cada una de las fibras de la madera que

les daba cobijo.

—Seis segundos —dijo Scott.

Page 35: Dionisio Antonio - El Estrangulador

—¿Qué? —George dejó de balancearse en la silla por un momento.

—El trueno ha tardado seis segundos. Casi todos los que he escuchado hasta

ahora han tardado lo mismo. Podríamos usar ese ruido para encubrir nuestros

movimientos.

George sonrió asintiendo en la oscuridad.

—Me parece lo más sensato que ha dicho en todo el día. Hagámoslo.

Tuvieron que esperar casi veinte minutos para poder partir las sillas

envueltos en los truenos que azotaban el mar no muy lejos de allí. Por primera vez

en semanas George se sintió agradecido por esa lluvia incesante que asolaba

Boston. Ahora estaban en medio de la penumbra con restos astillados de sillas a su

alrededor. George se terminó de deshacer de un trozo de cuerda que se había

enrollado alrededor de su antebrazo. Al ponerse por fin de pie se bamboleó como

causa del mareo que había permanecido con él, como buen compañero de la

contusión de su sien. Se echó la mano a la cara y la notó pegajosa, con su propia

sangre seca cubriéndola en gran parte. Scott estaba de pie a su lado, como una

ominosa sombra en medio de la oscuridad.

Una vez liberado de las cuerdas pudo ver la sala por completo. No medía

más de tres metros y medio de lado. En el extremo opuesto al que había estado

encarado durante su cautiverio había una puerta de madera cruzada con dos

refuerzos metálicos. George se dirigió, con un par de tumbos, hacia el tragaluz.

Estaba colocado en la intersección entre la pared y el techo, no más grande que su

propia cabeza. Lo hizo con una doble intención: La primera era ver si podía

servirles como vía de escape. La segunda, recibir un poco de aire fresco en plena

cara. Deseaba fervientemente que el aturdimiento del golpe se disipase.

Apoyándose contra la pared, al lado de un cuadro de nudos marineros, trató de

pensar con claridad. Crawler les había encerrado allí, pero no les había matado. De

algún modo estaba metido en algún asunto sucio, alguno que no quería que la

policía se enterase. Pero debía de tener alguna razón para no haber acabado con

ellos en cuanto pudo. Lo cierto es que un policía menos desaparecido en el Barrio

Sumergido no levantaría mucha polvareda, especialmente tal y como estaban las

cosas últimamente. Puede que la presencia de Scott hubiese jugado a su favor. Él

era un federal, y si simplemente aparecía un día flotando boca abajo en la playa,

los suyos harían preguntas, y les llevarían hasta Crawler de nuevo. Pero entonces

¿Qué demonios pretendía? Tembló ostensiblemente cuando recordó aquel rostro

levitando en medio de la oscuridad.

Page 36: Dionisio Antonio - El Estrangulador

—Teniente —Scott susurró a su lado.

George se giró sobre sus talones. El profundo estaba muy cerca.

Por aquí no podemos salir —aseguró, dando un golpe en la pared. La caseta

era de madera gruesa. Aunque pudiesen tumbarla a golpes harían demasiado

ruido.

Scott señaló la puerta. Su contorno era apenas visible.

George se acercó a ella con cuidado y trató de oír. Efectivamente, hasta allí

llegaban unas voces apagadas. Agarró el pomo metálico, rugoso y frío, y lo hizo

girar lentamente. Los goznes chirriaron en lo que pareció a George una evidente

señal de alarma. La puerta se abría un estrecho pasillo, con el techo coronado por

un par de tuberías de plomo. George apretó los dientes y miró hacia Scott, que le

tendió una estaca, uno de los restos de la silla en la que había estado.

—Intentemos que no nos pillen desprevenidos de nuevo —indicó.

George anduvo en la vanguardia. El pasillo viraba en dos metros hacia la

derecha. Allí estaba la entrada de la caseta, con un pequeño aparador donde

podían verse un almanaque de 1956 con las páginas amarillas y apergaminadas, así

como una pegatina de los Red Sox adherida a un espejo lleno de manchas donde el

azogue se había oxidado. Había una escalera que subía al piso superior, así como

una puerta entreabierta de la que procedían las voces. Una luz tenue de bombillas

escapaba con las voces hacia ellos. La puerta de entrada estaba a un metro de ellos.

—No puedo marcharme sin mis pertenencias —dijo Scott, indicando la

puerta de la casa.

—De acuerdo. Vaya al piso de arriba con cuidado y mire si están ahí. Me

gustaría cambiar este palo por mi pistola. Yo vigilo aquí.

Scott asintió y se deslizó por las escaleras silenciosamente. Lo único que

temió George era que su olor pudiese alertar a quienes estaban al otro lado de la

puerta. Se pegó al marco de la misma, con la estaca preparada.

—Creímos que su jefe iba a ser más generoso —la voz repiqueteante de

Crawler, desde el otro lado de la puerta, era imposible de olvidar.

—Esta es su oferta, señor Crawler —dijo otra voz, cargada de impaciencia—.

Page 37: Dionisio Antonio - El Estrangulador

La toma o la deja. De todos modos, tenga en cuenta que mi jefe ha sido más que

permisivo con... eh... sus negocios.

George pudo oír un cacareo y varios tamborileos nerviosos.

—La permisividad de su jefe no ha sido desinteresada —repuso Crawler—.

Y no hablo solo de dinero.

—Usted dirá, Crawler —dijo una tercera voz, más grave y rasgada—.

Nosotros nos marchamos pero tenga en cuenta que al jefe no le gustará su postura.

Crawler no respondió sino con unos chasquidos como de tijeras de podar.

George notó que unos pasos se acercaban a la puerta y, casi a trompicones, subió

las escaleras hasta el rellano, donde quedaba oculto desde la entrada. Dos personas

salieron, dando un portazo. George soltó el aire que había estado conteniendo en

sus pulmones y se relajó contra la pared.

— Teniente —susurró una voz desde un poco más arriba de la escalera.

George subió hasta lo que parecía un dormitorio sumido en pegajosas

sombras. Scott le tendió su gabardina y su pistola.

Bajaron lentamente las escaleras. George detuvo a Scott y se llevó el dedo

índice a los labios.

—¿Qué vamos a hacer, jefe? —dijo alguien desde el interior de la sala.

—Nos iremos, como habíamos planeado —respondió Crawler—. Tal y como

están las circunstancias, lo mejor es desaparecer pronto.

—¿Le preocupa La Voz?

—Sí, pero no es lo principal. Quería sacar algo de ventaja para los negocios

futuros —un nuevo repiqueteo se dejó oír—. Pero nuestro principal problema no

es ese. Ni el de esta ciudad.

—¿Entonces se llevará a esos dos?

Hubo un silencio durante unos segundos, que George pensó que eran

usados por Crawler para pensar sus destinos.

Page 38: Dionisio Antonio - El Estrangulador

—Si quedan vasijas, se vendrán conmigo. El profundo es muy interesante.

—Iré a ver como están —unos pasos se dirigieron hacia la puerta.

Scott reaccionó más rápidamente, echando todo su peso encima del hombre

que había salido de ella. Era un tipo grande y robusto, con el pelo negro

ensortijado y grasiento, vestido con una camisa de cuadros. En su mano llevaba

una pistola, que se deslizó de sus dedos cuando las poderosas garras de Scott lo

lanzaron contra la pared. George saltó detrás de él y le lanzó una patada en el

costado cuando trataba de levantarse. El aire escapó bruscamente de sus pulmones

y antes de que pudiese reaccionar, un golpe con la pesada culata de su Colt lo dejó

durmiendo plácidamente sobre el suelo. George no tenía ninguna duda de que era

el mismo hombre que les había golpeado aquella mañana y sintió una agradable

sensación al pagarle con la misma moneda. Pero aún quedaba Crawler.

George entró encañonando a la habitación. Era un saloncito iluminado por

unas lámparas viejas a las que les faltaban las tulipas. Había un par de sillones de

fieltro que posiblemente habían ocupado los esbirros de La Voz que acababan de

marcharse. Justo enfrente había una mesita de café algo roída con un cenicero

donde humeaban aún un par de colillas. A la derecha, la cara que George había

visto de Crawler estaba tirada, como si fuese una máscara de Halloween, sobre el

respaldo de una silla como las que ellos habían roto. De hecho, no solo la cara, sino

el cuerpo entero, una piel hueca apoyada en la silla como si fuese un abrigo, con

los miembros vacíos colgando fláccidamente. George sintió que volvía a marearse

y se dejó caer sobre el marco de la puerta, tirando con la cadera una mesita de

pared que aguantaba un teléfono negro, que cayó al suelo pesadamente. George

entonces vio un par de fotos colgadas en la pared, que mostraban a Crawler, o lo

que era Crawler antes de haberse convertido en el envoltorio de alguna

monstruosidad. En una de ellas estaba sentado en un noray, junto con otro

hombre, sosteniendo una lata de cerveza. En otra, Crawler estaba de pie

orgullosamente al lado de un coche.

Lo que vestía a Crawler era una langosta, como aquellas que sirven en los

restaurantes caros de Beacon Hill, solo que más grande. Muchísimo más grande.

George se rió aturdido. Al menos le cobrarían dos de los grandes por servirle una

de esas con guarnición. Necesitaría al menos una semana para poder acabar con

ella. La langosta se agitó en su asiento, y un chasqueo, que George reconoció como

el tamborileo que había oído antes se convirtió en una voz.

—Teniente Hampton —salió la voz de aquel ser, pero no de su boca, ya que

Page 39: Dionisio Antonio - El Estrangulador

no tenía ninguna. En donde debería estar su cara había una protuberancia rosada y

carnosa, llena de lo que parecían agujas córneas—. Que agradable tenerle aquí.

George se tuvo que agarrar a la pared para no tropezar con la mesa que

acababa de tirar al suelo. Se encontraba especialmente mareado, pero no podía

dejar de reírse. Al pellejo de Crawler parecía también divertirle la situación,

porque su boca, desprovista de dientes, estaba estirada en una forzada sonrisa.

Scott entró en la habitación y agarró a George de la gabardina para

mantenerlo en pie, sin dejar de mirar a Crawler.

—¡Estoy bien! —graznó, zafándose del agente del FBI.

—Supongo que querrán continuar la conversación donde la interrumpimos

esta mañana —cloquearon las pinzas del monstruo que era Crawler realmente.

George alzó la pistola, apuntando al centro de la bulbosa cabeza de la

langosta que estaba acostada sobre un sillón.

—¡Se acabó! —la mano de George temblaba visiblemente—. ¡Más vale que

nos diga lo que queremos saber o le hago un boquete a su bonito sillón!

Crawler dejó escapar un chasquido.

—Su arma no le servirá de mucho contra mí —explicó Crawler—. Su amigo

Scott puede confirmárselo.

George notó como le zumbaban pesadamente los oídos y cómo se le

aceleraba el pulso, palpitándole de nuevo en la sien. Creyó que se iba a derrumbar

de nuevo y que se trataba de los efectos del cansancio, la conmoción y el pánico,

pero vio que el zumbido era provocado por Scott, que estaba diciendo algo que le

era completamente ininteligible, pero que al mismo tiempo reverberaba en las

capas más primarias de su ser hasta casi obligarle a postrarse de rodillas, presa de

un pavor reverente. Crawler parecía estar en un estado similar, y había comenzado

a agitarse en su sillón. Ahora se parecía más a un escorpión que a una langosta y

por primera vez pudo ver unas alas pequeñas y deformes que se encontraban a su

espalda.

—¡Basta! —las patas de Crawler golpearon la mesa con vehemencia y ésta se

fracturó—. ¡Ya basta!

Page 40: Dionisio Antonio - El Estrangulador

Scott había andado un par de pasos hacia el frente, con la mano extendida,

como si sostuviese algo en ella. Su boca se cerró, pero los ecos de aquel

estruendoso galimatías reverberaban una y otra vez, como las olas del mar afuera,

golpeándoles cada vez con menos intensidad, pero dejando patente que no se

habían ido del todo.

—Tenemos formas de hacerle hablar —la voz de Scott era una fría

amenaza—. No nos ponga a prueba.

—¡De acuerdo! —Crawler recogió sus alas y sus patas chasquearon sobre el

suelo—. ¡Seamos razonables! Pero no vuelva a usar esa palabra aquí —parecía

nervioso—. Hay muchos oídos especialmente entrenados para escucharla.

George volvió a recuperar la verticalidad, pero no dejó de apuntar su

pistola hacia la cabeza de la langosta. Estaba buscando una excusa para poner a

prueba la afirmación de Crawler.

—Entonces vamos a hablar claro. Sospecho que tiene información

interesante para nuestro caso que puede compartir con nosotros.

La rosada cabeza de Crawler pareció emitir unos destellos ambarinos en

algunos puntos concretos.

—¿Qué sabe del estrangulador? —inquirió George.

— Nada realmente. Sólo que alguien muy importante me ofreció una jugosa

oferta a cambio de avisarle si alguien venía preguntando por ese tema.

—La Voz —dijo George.

—Sí.

—¿Quién es?

—Es el líder criminal de Boston, un maestro del ocultismo. Sabemos de su

existencia por evidencias indirectas y declaraciones de acusados interrogados por

mi oficina —respondió Scott—. Cuando vine aquí sospechaba que podía estar

detrás de todo esto.

—¿Él es el estrangulador?

Page 41: Dionisio Antonio - El Estrangulador

—No, no... —cloqueó Crawler—. No lo creo. No creo que se entretenga en

esas nimiedades.

—¿Es un ser humano? —quiso saber George.

Scott permaneció callado. Meneó la cabeza después.

—No lo sabemos. Parece ser que nadie de los que nosotros hemos

interrogado le ha visto en persona.

—Yo lo desconozco también —afirmó Crawler—. Sé quien puede llevarles

hasta él. Pero les sugiero que se den prisa.

—¿Por qué?

—La Voz se va a marchar de Boston. Por eso me voy yo también.

—¿Va a ir ir tras él? —preguntó George.

—No. Vuelvo a mi lugar de nacimiento —chasqueó las pinzas.

—Sospecho por lo que dice que La Voz se va a trasladar permanentemente

—concluyó Scott.

—Sí. Y si hay algo tan poderoso como para obligar a La Voz a exiliarse... no

quiero permanecer tampoco en ese sitio.

—Bien, Crawler. Denos las señas del tipo que nos puede llevar hasta La Voz.

Luego vuelva a Yuggoth y llévese un tiempo allí de vacaciones. De otro modo la

Oficina para la Investigación de Crímenes Relacionados con las Ciencias Ocultas

va a comenzar a investigar a Crawler Co. Sospecho que a sus congéneres no les

vendrá bien la publicidad sobre sus transacciones. Si les permitimos estar aquí es

porque se comportan razonablemente. Recuerden que su presencia no está

recogida por el Acta Ward.

—Sí, bien —Crawler hizo que sus pinzas y patas tamborilearan sobre el

suelo y su propia coraza quitinosa—. No se preocupen, agentes.

George se dio cuenta de que le temblaban las piernas cuando el gélido aire

Page 42: Dionisio Antonio - El Estrangulador

nocturno le envolvió. Las gotas de lluvia caían como postas sobre su sombrero

arrugado y se colaban en su cuello cuando alguna racha de viento procedente del

mar azotaba el malecón, haciendo que la lluvia cayese horizontalmente por unos

instantes. Estaba confuso y dolorido. Una vez la adrenalina había abandonado su

cuerpo, su cabeza parecía palpitar de dolor y notaba una sensación ardiente en el

cogote.

Decidieron coger la camioneta de Crawler, aparcada detrás de la casa de

madera en la que habían estado encerrados durante horas. Posiblemente, el coche

de la comisaría que les había llevado esa mañana hasta el puerto en el Barrio

Sumergido no estuviese ya donde lo dejaron. George tenía la asfixiante sensación

de que había acabado, de alguna manera, bajo el mar.

Trató de ordenar sus ideas, reviviendo con un regusto amargo las cosas que

había visto en la casa de Crawler. Crawler... Ni siquiera era humano. ¡Ni siquiera

era un profundo! Se estremeció al pensar las monstruosidades que acechaban en

los confines de la cordura, monstruos reptantes, quitinosos, que se arrastraban con

sus tentáculos y conspiraban en un mundo que hasta hace dos décadas era

solamente una pesadilla que acechaba en las noches febriles de las mentes más

desquiciadas. Antes de montar en el coche, Scott le había dado una suerte de

amuleto, una piedra pulimentada de color negro con un extraño bajorrelieve.

Según Scott era un símbolo protector. “¡A buenas horas!” pensó. Hampton se dio

cuenta de que la estaba manoseando nerviosamente. Bufó en voz baja y la guardó

en un bolsillo de su gabardina.

Un relámpago cruzó zigzagueante la bóveda celeste, iluminándolo todo por

un instante como si fuese de día. Unas figuras se hicieron visibles durante unos

instantes, antes de ser envueltas por la más completa negrura. El trueno

subsiguiente silenció el sonido incesante de la lluvia cayendo a plomo y de las olas

golpeando salvajemente sobre la roca, socavándola con una paciencia infinita.

Por fin dejaron el muelle y su camino les llevó por la descuidad avenida en

cuesta. Al final de aquel asfalto resquebrajado y sembrado de escombros, charcos y

basura, se encontraba el mundo, su mundo, un mundo donde los monstruos al

menos llevaban traje y corbata.

Esta vez era Scott el que conducía. George estaba demasiado nervioso hasta

para fumar. En su mente, las ideas y los delirios chocaban y se mezclaban con una

fuerza ciclónica y sentía que se acercaba al borde de algo, y que iba a gritar. Sin

embargo, bajó la ventanilla unos centímetros, permitiendo que el aire frío del

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exterior, y con él algunas gotas de lluvia, penetrasen en el interior. Era capaz de

notar, si no de ver, los ojos abultados escudriñando detrás de las cortinas y en los

huecos de las casas derrumbadas. Cada vez que el cielo se iluminaba, formas

siniestras aparecían en todos los rincones, llevando a cabo Dios sabe qué ominosos

planes, carentes de significado para su mente, pero inenarrablemente perversos.

Scott no dijo nada hasta que dejaron atrás las primeras casas del Barrio

Sumergido y se incorporaron a la estatal 107.

—¿Se encuentra bien?

George meneó la cabeza en una larga negación. Luego respiró hondo y

cerró la ventanilla del acompañante. La manilla produjo un largo chirrido.

—Scott...

—¿Sí?

— Nada.

Los faros de la camioneta, adornada con el rótulo de Crawler Co.,

iluminaban la carretera a través de la densa lluvia. Pronto no tardaron el poder

verse las primeras luces de Lynn.

—Parece usted cansado —arguyó Scott con voz queda—. Debería...

deberíamos parar. Quizás necesite que le vean esa herida.

George se llevó instintivamente la mano a la sien, mojada quizás del agua

de la lluvia. Notaba un dolor sordo y latente, pero sobreviviría sin que le viese un

médico.

Déjelo.

Un par de baches en la carretera hicieron resonar recipientes de cristal en la

parte trasera de la camioneta.

—Scott.

—¿Sí, teniente Hampton?

—Paremos.

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4. La Cosa que no debería ser

Drain you of your sanity

Face the thing that should not be

— Metallica, “The thing that should not be”

...Disturbios raciales: Una multitud de humanos cerca un barrio de Profundos y

Cambiantes en el Norte de Boston. Los rabia de la multitud se desató al conocerse la noche

pasada que un testigo, cuya identidad no ha sido desvelada por la policía, afirmaba haber

visto como un Cambiante metía al pequeño Thomas Symanski en un coche la mañana de su

desaparición. La policía tuvo que intervenir para disuadir a los asaltantes, que exigieron

que se registrasen las casas de los Profundos, a los que acusaron del aumento de la

criminalidad de la zona. Se registraron dos heridos entre los manifestantes debido a la

intervención policial...

El café, negro, humeaba sobre la mesa, protegida por un cristal bajo el cual

se podía ver la carta del restaurante. Se trataba de una cartulina blanca y amarilla,

adornada con divertidos dibujos caricaturescos de una camarera gorda y un

camarero con un bigote ridículamente rizado. George comprobó, por unas fotos

enmarcadas en las paredes, que se trataban de los dueños de aquel lugar. Las fotos

parecían antiguas. Quizás no trabajasen ya, o puede que hubiesen muerto. Su

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mirada perdida reposó sobre un buen número de fotos en blanco y negro de las

paredes. En una de ellas se veía a Ted Williams, con su uniforme de los Sox. Estaba

autografiada y había una dedicatoria que, desde su sitio, apenas podía leer.

George tomó un sorbo de café. Estaba muy caliente, pero le revitalizó al

bajar por la garganta, como si hubiese exorcizado alguno de los fantasmas que se

alojaban en sus entrañas. Scott, frente a él, estaba tomando una infusión. George

notó como las miradas se clavaban en ellos, nunca directamente, siempre de

soslayo, como preguntándose qué hacían allí, como si fuesen infiltrados, como si

no fuesen bienvenidos, pero nadie se atreviese a decirles nada. Cobardes, pensó.

Otro sorbo de café. Quizás solo fuese paranoia.

—Hampton —Scott llamó su atención. Su enorme cabeza negra de pez

estaba recortada sobre el fondo rojo del papel de la pared—. No se ofenda, pero

debería descansar un poco. Creo que esta noche ha vivido usted experiencias que

son duras de digerir.

Hampton lanzó un graznido, que podía haber sido una amarga carcajada.

—¿Quiere ir usted solo a por La Voz? ¿Algún secreto del bureau? ¿O quiere

una maldita medalla? —se dio cuenta de que había levantado la voz y que, esta

vez, le miraban de frente algunos ojos inquisitivos.

—Nada de eso. Solo quiero que no se ponga usted en peligro. Ni a mí.

George tomó la taza de café y dio un largo trago.

—¿Teme que le vaya a confundir con alguno de los malos? —frunció el ceño

en un gesto irónico.

—No. Pero conozco a gente que, después de lo que usted ha visto en estos

dos días, estaría al borde de un colapso nervioso.

—Déjese de monsergas, Scott —George reposó su espalda sobre el respaldo

de la silla y sacó el tabaco, un maltrecho y mojado paquete, del bolsillo de su

pantalón—. ¿Qué sabe usted de lo que he visto o de lo que puedo soportar? ¿Cree

que mi mundo es rosa y que vivo ajeno a la realidad? ¡Soy un maldito teniente de

homicidios!

—Pero lo que ha visto usted hoy... no es lo normal a lo que se enfrentan...

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—¿Quienes? —interrumpió George, con una caja de cerillas de propaganda

en la mano—. ¿La gente normal? ¿Los humanos? ¿Cree usted que les necesitamos?

Sí, a ustedes. ¿Cree que necesitamos a seres como usted para protegernos de los

que son como usted? ¿Monstruos para defendernos de monstruos? Le diré una

cosa —dijo, señalándole con el dedo—: ¡Deberían haberse quedado ustedes bajo el

maldito océano!

—Fueron ustedes los que nos obligaron a salir —replicó Scott, colocando sus

dos manos sobre la mesa, con las palmas boca abajo—. ¿Recuerda usted el

incidente de Enewetak? Pues sólo fue el final de una larga serie de enfrentamientos

entre nuestros dos mundos. A pesar de que sobre la superficie la mayoría de

humanos vivían ajenos a lo que sucedía más allá de sus idílicas y bobaliconas vidas

de engaños, sus gobernantes sabían lo que existía bajos las olas. Y en el profundo

espacio. Pero en lugar de entendernos, nuestros pueblos se enfrentaron. Le diré

una cosa, Hampton, porque creo que ya he soportado demasiado sus desmanes:

¿Quieres saber la fría verdad? ¿Ve usted esta piel? ¿Ve mis escamas? —sus manos

se tocaron. A pesar de que seguramente estaba irritado, su voz apenas había

cambiado de cadencia—. Antes fui como usted.

—¿Qué dice?

—Sí. Yo no nací siendo un profundo. Cambié cuando me hice mayor. Mi

padre era humano y mi madre era una profundo. Vivía en cerca de la costa, en

Innsmouth, hasta que nuestro gobierno lanzó cargas de profundidad sobre los

arrecifes donde vivía. ¿Cree que no sé lo que es perder a nadie? ¿Cree que porque

mis ojos son diferentes o mi piel tiene escamas no sé qué significa sentirse

agraviado, vejado y maltratado? Cuando los Estados Unidos hicieron detonar una

bomba atómica en Enewetak y destruyeron el Templo de Dagón, la mayoría de los

profundos pensaron que habían llegado demasiado lejos. Ustedes pensaban que

con sus armas podrían destrozar cualquier oposición. Y luego, varios años

después, cuando la guerra terminó, todos habíamos perdido. Ustedes y nosotros.

Todos. Y ahora céntrese, maldita sea. La guerra terminó.

George dejó el cigarro sin encender sobre el cenicero. Se puso en pie y salió

fuera del restaurante. Había dejado de llover y el cielo nuboso corría raudo,

mostrando a veces entre sus jirones la luna gibosa y cadavérica. El aire frío, el olor

a tierra mojada, las luces de la ciudad no muy lejos de allí. Respiró profundamente

varias veces, purgando algo que no terminaba de salir de su interior.

Su hermano Tobby estaba sentado en el porche, jugando con un avión de

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papel, hecho con una hoja del periódico. Su padre se enfadaría cuando no pudiese

leerlo entero, pero George se rió al verle tratar de hacerlo volar. Tobby luego

estaba, veinte años después, en una bolsa de plástico negra. Él pidió que se la

dejasen ver. Su cuñada estaba llorando más allá de las puertas de la morgue. Es un

héroe, dijo alguien. Se le revolvió el estómago. Luego pasó lo de la Falla de San

Andrés. Charles Dexter Ward, senador por el estado de Massachussets, había

comenzado a abogar por el armisticio, pero, en un último y desesperado intento de

ganar la guerra, antes de que los profundos avanzasen hacia los estados centrales,

la Costa Oeste simplemente voló por los aires, y luego se hundió. Decenas de

explosiones sincronizadas provocaron una fractura que arrojó bajos las olas a toda

California, y con ella, a los invasores.

Cuando C. D. Ward llegó a la presidencia y se aprobó el acta Ward, por la

cual se reconocía la nacionalidad estadounidense a todos los profundos que

hubiesen nacido dentro de las aguas territoriales norteamericanas, los ojos de

George ya contemplaban un mundo diferente. Ya no importaba el color de tu piel,

sino si ésta tenía escamas o no. Y tampoco si eras católico o protestante, sino si tu

dios se llamaba Dagon, o algo simplemente impronunciable. Y luego él tuvo que

adaptarse a la vida. Se sentía ofendido porque el mundo tuviese la desfachatez de

haberse venido abajo, de haber cambiado completamente, sin su consentimiento.

Estaba irritado con todos, con aquellos que como borregos se había dejado llevar

por las palabras de fraternidad que salía de la boca de Ward, todos unidos,

humanos y profundos, bajo una misma bandera; y con aquellos que se oponían,

con los cínicos y con los violentos y con los hipócritas que afirmaban no tener

prejuicios y luego cambiaban de acera cuando uno de ellos pasaba. Pero sobre todo

estaba enfadado con ellos, con los pescados. Su apariencia, su olor, su voz, todo lo

que eran era una agresión contra todo lo que George había sido o en lo que había

creído alguna vez. ¿Cómo puede un hombre honrado vivir tranquilamente cuando

se abre una capilla a Dagon en su barrio? ¿Qué debería hacer alguien cuando las

ayudas y las becas van hacia aquellos monstruos de pieles escamosas que ni

siquiera hablan su mismo idioma? ¿Cómo se había pasado de la coexistencia a la

convivencia?

Y luego los cambiantes, híbridos monstruosos, criaturas que mudaban la

piel y los dientes, que perdían el pelo, que se deformaban y abotargaban hasta

convertirse en monstruos. Como si dentro de cada uno de ellos hubiese un parásito

pugnando por salir, por cambiarlos.

George se apoyó sobre el lateral de la camioneta. El logotipo de la empresa

de Crawler lucía lustroso por la lluvia entre las manchas de óxido. Colocó la frente

Page 48: Dionisio Antonio - El Estrangulador

sobre el metal helado, y vomitó. Vomitó tanto que pensó que se moría. Sus rodillas

se doblaron y le dolía la garganta y el esófago. Allí entre sus pies, el café y la bilis

formaban un pequeño mosaico sinuoso, una obra de arte que le había manchado

los zapatos. Pero se sintió mejor, mucho mejor, antes de caer inconsciente.

Cuando volvió a abrir los ojos estaba sentado en el asiento de la camioneta.

Las luces del restaurante se reflejaban deformadas sobre el parabrisas. La puerta

del conductor estaba abierta y en aquel asiento estaba sentado Scott, dándole la

espalda. George lanzó un gruñido al incorporarse. Sus miembros estaban tan

carentes de fuerzas como la habían estado justo antes de derrumbarse. Se

encontraba algo mareado, pero dentro de su cabeza había un vacío liberador. Se

notaba ligero, como si hubiese tenido antes un enorme peso aplastándole el cerebro

y, de pronto, hubiese desaparecido. Consiguió al fin incorporarse. Debía de hacer

bastante frío, porque su aliento formó una nubecilla de vaho que se disolvió en un

diminuto remolino. Colocó las manos sobre el salpicadero y se miró el rostro en el

espejo retrovisor.

—Le cogí antes de que cayese —dijo Scott sin volverse, y su voz sonó

apagada.

—Creo que me he manchado los zapatos —respondió George, sin poder

comprobarlo dentro de la penumbra del coche—. Oiga, Scott... Gracias.

—No tiene por qué darlas.

—Yo... —buscó algo que lo acercase a aquel ser. Buscó dentro de sí aquellos

sentimientos que se suponía debían despertar en él los predicadores y algunos

políticos, pero no había nada. Sólo podía soportar aquello y esforzarse en seguir

así.

Scott no le dio demasiado tiempo para hurgar en sus pensamientos. Se

metió del todo en el coche y puso el paquete de tabaco que George se había dejado

en el restaurante junto a la palanca de cambio.

—Teniente Hampton —había algo de ceremonialidad en su voz—, tiene que

decidirse. ¿Quiere que le deje en casa o viene conmigo? He informado a mis

superiores, pero me temo que no tenemos mucho tiempo para esperar refuerzos si

queremos llegar al final de esto antes de que sea demasiado tarde.

George miró a Scott. Comprobó como aquellos enormes ojos, que una vez

fueron humanos, lo enfocaban directamente. En su negra concavidad el mundo se

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reflejaba al revés. George recogió el paquete de tabaco y sonrió de lado— Luego

asintió.

—En marcha.

El agua de las últimas lluvias había desbordado varios desagües atascados

por la basuras y las hojas muertas de los árboles en East Cambridge. El cielo se

había vuelo negro como el carbón, o como si alguien se hubiese olvidado de pintar

algo allí arriba y solo quedase entonces un enorme vacío carente de estrellas. Pero

pronto quedó claro que sí había algo allí arriba cuando un enorme aguacero

comenzó a retumbar con titánico estruendo. George aplastó la colilla en el cenicero

y se pasó la mano por el pelo por décima vez. Pasaron frente a un restaurante

italiano, donde un chico delgaducho observaba la lluvia caer con aire distraído. Un

par de coches estaban subidos en la acera, junto a un árbol pelado, cuyas ramas

retorcidas se enfrentaban con innegable tenacidad a la lluvia. George pensó que

quizás aquellas ramas retorcidas, que se asemejaron a unas manos huesudas y

anhelantes, estuviesen convocando a la lluvia, o tratando vanamente de sostenerla,

esperando que las hojas comenzasen de nuevo a brotar.

Scott aparcó junto a un poste de teléfono. En la pared había una pintada

obscena. Un vagabundo se cubría de la lluvia debajo de un agujereado alero de

asbesto. Un poco más allá, calle abajo, cerca de una esquina donde acababa de

parar un taxi del que bajaron dos hombres, se encontraba el Yhoundhe,

oficialmente un club para caballeros, donde la mayoría de ellos iban a gastarse el

dinero en prostitutas y haciendo girar alguna ruleta trucada. Un hoyo de

inmundicia, donde, según Crawler, se encontraba la persona que podía llevarles a

La Voz.

Atravesar la puerta de madera contrachapada del Yhoundhe era atravesar

la frontera a un mundo dominado por el olor a alcohol barato y a humo de tabaco

flotando en el aire. La atmósfera estaba apenas iluminada por una radiación rosada

que provenía de detrás de una barra que había conocido tiempos mejores, detrás

de la cual un camarero de rostro alargado y enjuto servía copas y cócteles a un

puñado de tipos de aspecto sórdido, cuyas sudorosas manos deseaban introducirse

entre la ropa de las bailarinas exóticas que, en un extremo del salón, bailaban

danzas eróticas sobre una tarima negra, al ritmo de una musiquilla incesante y

psicodélica.

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Los ojos entrenados de Hampton detectaron enseguida al par de matones

que velaban por que las cosas no se salieran de madre en aquel lugar. Uno de ellos,

un tipo de cabeza redonda embutido en un jersey de cuello alto, estaba sentado al

lado de una pianola que no tenía pinta de haber funcionado en décadas. El otro

estaba sentado en un extremo de la barra, observando todo con un par de ojos

hinchados por el humo. Por supuesto, ambos fueron en seguida conscientes de la

presencia de Hampton y Scott. Especialmente de Scott.

George se dirigió a la barra y se hizo hueco entre un par de tipos con el

mentón manchado de whisky. El camarero observó de pasada al gorila del final de

la barra y luego se dirigió hacia el sitio que Hampton se había procurado a base de

codazos.

—¿Qué puedo servirle? —dijo, con un acento franco canadiense.

—Queremos ver al tipo que está a cargo de esto.

El camarero inclinó sus labios en una mueca de ignorancia.

—Lo siento, caballero. Me temo que eso no...

George no le dejó terminar de hablar. Metió la mano en su bolsillo y mostró

la placa, que apenas brilló en aquel ambiente oscuro y caliginoso.

—Creo que no me ha oído —repitió George con tono férreo—. Le he dicho

que quiero ver al encargado.

El camarero se encogió de hombros y se marchó a intercambiar unas

palabras con el tipo del final de la barra. Éste levantó su enorme corpachón y se

movió con paso firme hacia George y Scott.

—Perdonen, caballeros —dijo, mientras sus grandes brazos colgaban a

ambos lados de su enorme pecho de una manera un tanto desgarbada—. ¿Me

pueden decir sus nombres?

—Soy el teniente Hampton y él es el agente especial Scott —George enseñó

la placa. A pesar de aquella oscuridad, la placa hacía efecto y la gente a su

alrededor se había alejado de ellos, como si Hampton estuviese enarbolando una

tea en llamas.

Aquel tipo inspeccionó durante un par de segundos la placa de Hampton

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con su mirada enrojecida y asintió levemente.

—Por favor, esperen aquí un minuto —dijo, y se marchó bamboleante hacia

una puerta al final de unas escaleras de madera bajo barniz negro.

Scott estaba quieto como una estatua en aquel lugar. Sus enormes ojos

negros no parecían moverse y solo en quedo y lento movimiento de su respiración

disipaban las dudas de si realmente estaba vivo. George observó aquel lugar, lleno

de... de ganado. Eso fue lo que le vino a la mente. Despojos ansiosos de hundirse

en alcohol. Resopló casi sin darse cuenta. ¿Qué le diferenciaba de ellos? Sabía que

algo había. Quería creerlo, pero, obviando el hecho de que Hampton era más

amigo de beber a solas, ¿qué característica le alejaba de aquella turba de borrachos

patéticos? Se rascó nerviosamente el mentón tratando de dar con la clave. El

motivo. Eso era. Él tenía un motivo para ser así. Se preguntó cuántos de ellos lo

tenían.

El enorme gorila volvió casi arrastrando los pies. Se colocó frente a ellos e

hizo un gesto con su manaza hacia la escalera.

—El jefe les puede recibir ahora —anunció y se puso al frente de ellos,

camino arriba por las escaleras de madera negra.

Desde la perspectiva que le permitía esos dos metros y medio sobre la

parroquia, George se sintió ajeno a aquellas personas, extraño a aquellas cabezas

que se mecían al compás hipnótico de los vasos de licor, de las manos que

aferraban ilusoriamente el cuerpo de alguna muchacha semidesnuda. Scott entró

en el despacho que había al final de las escaleras, y tras unos segundos, George

también lo hizo.

El despacho era una pieza única, dividida transversalmente por un biombo

de nogal. Había una lámpara encendida en el techo y sobre ella, las aspas de un

ventilador giraban apáticamente. Cuando se cerró la puerta tras ellos, el ruidoso y

estridente mundo de humo del Yhoundhe quedó mudo. Detrás de un escritorio

había un hombre de unos cuarenta años, de pelo negro peinado pulcramente con la

ralla a un lado y vestido con una chaqueta de tweed azul. Encima, una ordenada

colección de papeles y un cenicero, donde una colilla aún arrojaba algo de humo.

El hombre allí sentado se puso en pie y alargó su brazo indicando un par de sillas

dispuestas para la ocasión frente a su mesa.

—Señor Hampton, señor Scott —saludó, con una leve inclinación de su

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rostro lampiño—. Les esperaba. Tomen asiento.

Aquel individuo, George fue capaz de sentirlo al momento, irradiaba

serenidad y fuerza, como si fuese alguien acostumbrado a que le obedeciesen. Scott

se sentó y George hizo lo propio. Su anfitrión abrió una pitillera de plata y les

ofreció un cigarrillo. Ambos declinaron. Él, por contra, se encogió de hombros y

sin levantar la vista del escritorio encendió el cigarro con un mechero oculto dentro

de la estatuilla de un elefante aupado sobre sus patas traseras.

—Señor... —Scott abrió su enorme boca, quizás algo impaciente.

—Eibon —concluyó aquel tipo, sonriendo amistosamente.

—Señor Eibon —continuó Scott—, queremos hablar con usted sobre un tema

importante. Tenemos entendido que usted puede ponernos en contacto con La

Voz.

Eibon sonrió y el cigarrillo bailó en sus finos labios.

—Veo que no se andan ustedes por las ramas.

—No hay tiempo para eso —aseveró Scott—. Sabemos que se marchan

ustedes de la ciudad. Y sabemos también que estaban interesados en conocer a

quien preguntase por el estrangulador. Bueno, aquí estamos.

Eibon dio una larga calada al cigarro y expulsó el humo por los orificios de

su nariz.

—Es cierto, nos vamos. Y les recomendaría que ustedes también lo hiciesen.

George entonces creyó que aquella voz era la misma que oyó hablar con

Crawler en su refugio en el puerto.

—Cuéntenos lo que sabe —dijo Scott, colocando una de sus manos en un

puño sobre el escritorio.

—Está bien —Eibon no pareció intimidado—. Pero le aseguro que los trucos

como los que usó en el puerto no le servirán de nada. En cualquier caso —sus

dedos dejaron el cigarro sobre el cenicero—, les informaré. ¿Saben? Yo quiero a

esta ciudad. Me preocupo por ella, así que si quieren hacer algo al respecto, son

bienvenidos. Por mi parte, me temo que está perdida, así que en una hora me

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marcharé.

—Continúe.

—Hace cuestión de un par de meses, unos tipos vinieron haciendo

preguntas del tipo que hacen que a la gente como yo se le disparen las alarmas. Al

parecer estaban abordando a todos los que podían proporcionarles ciertos libros.

—¿Qué clase de libros? —quiso saber George.

—Libros de ocultismo. Libros para invocar cosas. Estos tipos pusieron

nervioso a los distribuidores, que pusieron nerviosos a La Voz, y cuando La Voz se

pone nervioso, todo el mundo debería estar preocupado. De modo que busqué a

esos tipos. No fue difícil dar con ellos. Habían estado dando sus señas a todo el

mundo. Parecían ansiosos. Cuando llegué hasta ellos, mi idea inicial de que era un

grupo de principiantes se disipó. Parecían bien organizados y traían referencias.

Ellos parecieron aliviados al hablar conmigo. Al parecer, tenían claro que no iban a

conseguir lo que querían si La Voz no lo aprobaba. Habían estado haciendo tanto

ruido para llamar la atención adrede. Aquello les salvó de ser silenciados.

—Al final consiguieron lo que venían buscando.

—Sí. Les interrogamos sobre lo que harían con ellos, pero, debe usted

comprender que preguntar demasiado es malo para el negocio. Tenían en dinero y

los bienes necesarios para que se produjese el intercambio. Y así se hizo —Eibon

dio la última calada al cigarro. La puerta se abrió y el barullo exterior envolvió la

estancia como una pesada manta. Era el tipo grandote de antes.

—Señor Eibon, el coche está listo.

—Gracias, Clark. Serán unos minutos.

El gorila sintió y se marchó, cerrando la puerta.

—¿Qué sucedió después?

—Les perdimos la pista. Creímos que se habían marchado con el material.

Luego, a los pocos días, comenzaron los asesinatos. No le dimos mucha

importancia al principio, porque en esta ciudad siempre hay gente que muere de

forma extraña. Algún loco que la poli no tardaría tiempo en detener. Sin embargo,

nos tememos que no es así. La Voz supo que había algo suelto por las calles. Algo

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antiguo y peligroso. Nos pusimos manos a la obra y encontramos con que todos

habían muerto. Al parecer, la invocación se les había escapado de las manos. Pasa

a veces. Pero estos idiotas no estaban jugando con un byakhee. Habían estado

tratando de destruir esta maldita ciudad.

Eibon aplastó la colilla y se pasó la mano por el flequillo, como para

comprobar que seguía bien pegado a su frente.

—¿Una bomba A? —casi susurró Scott.

—Sí, sí. Esos idiotas habían estado tratando de llamarle. Y resulta que como

no sabían o no podían convocarle directamente, llamaron a su heraldo. Y la puerta

se cerró, o él la cerró, antes de volver. Y ahora está suelto.

—Nyarlathotep.

George escuchó ese nombre y no provocó en él la misma reacción que en

Scott y el Eibon.

—Sí. Al parecer, uno de sus avatares está suelto en la ciudad. Nadie sabe

qué puede estar pensando hacer. Obviamente, no queremos estar cerca cuando lo

que quiera que sea pase. Si todo va bien, volveremos en un tiempo. Pero puede que

él esté intentando terminar el trabajo de los otros.

Scott bajó su cabeza como si estuviese pensando. Eibon se puso en pie.

—Señores, debo irme.

—Denos la dirección donde estaba el refugio de esos tipos.

Eibon rió nerviosamente.

—Como quieran.

George respiró profundamente el húmedo aire de la calle frente al

Yhoundhe. La lluvia había dejado charcos por todo el irregular asfalto y los

edificios estaban húmeros, con las ventanas llenas de pequeñas gotitas de agua,

que se escurrían hasta los alféizares.

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Scott anduvo hacia el coche con la llave en la mano. George se sentó en el

asiento del copiloto.

Tiene usted que explicarme bastantes cosas, porque de lo que he oído ahí

arriba sólo he comprendido la mitad.

—¿Sabe usted quién es Nyarlathotep?

—No tengo la más remota idea.

—Digamos que es un tipo de deidad. Una deidad destructiva. En el bureau

tiene una clasificación triple A de peligrosidad.

—¿Y es ese Nyarlathotep quien está matando a las mujeres por la ciudad?

—Eso parece.

—No tiene sentido. Hay un dios maléfico suelto por Boston cuyo

entretenimiento es matar a unas viejas...

Scott giró la cabeza.

—No podemos comprender lo que pasa por la mente de Nyarlathotep. Es un

ser múltiple. Cada una de sus manifestaciones muestra un comportamiento y un

pensamiento diferente. Pero le puedo asegurar que no es una amiga de la

humanidad. Si está matando a mujeres debe ser por algo.

—Y luego ¿qué?

—Según temo, y parece que por lo lejos que piensan irse La Voz y sus

ayudantes, ellos también tienen la misma idea, Nyarlathotep puede tratar de

convocar a Azatoth. La Bomba A.

—No sé a qué se refiere.

—Azatoth es el Dios Supremo de todos los Dioses Exteriores. Es

posiblemente la criatura más poderosa de este universo. Si llegase a ser convocada,

Boston y sus alrededores podría quedar reducida a un enorme cráter en cuestión

de minutos.

—¿Y hay gente que estaba dispuesta a eso? —George no estaba todavía

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seguro de comprender qué pasaba.

— No sabe usted cuánta. Tenemos que enterarnos de lo que consiguieron

aquellos tipos. Si sabemos qué avatar de Nyarlathotep anda suelto, puede que

tengamos alguna posibilidad de detenerlo antes de que sea demasiado tarde.

George miró por la ventana mientras el coche aumentaba su velocidad. Las

luces de la calle se reflejaban en la luna delantera. Él no podía saber que, en los

tejados, una monstruosidad negra, zancuda y que en lugar de rostro tenía un

enorme tentáculo rojo, corría a la par que ellos.

El coche se detuvo encima de un charco cerca de unos edificios

desvencijados que antiguamente, antes de la guerra, habían servido de almacenes

y, algunos años antes, como aduana. Durante la guerra, aquellas paredes encaladas

habían albergado uno de las decenas de centros de reclutamiento diseminados por

todo Massachussets. Ahora, sobre el mástil en el que un día ondearon las barras y

estrellas sólo había óxido y humedad. El edificio, de tres plantas, con las ventanas

rejadas y tapiadas desde el interior, se encontraba rodeado por la parte delantera

de un pequeño muro sobre el cual había una verja que databa de antes de la Gran

Depresión. George sintió un vacío inquietante en su estómago, recordando la

época de Roosevelt, y como el mundo había cambiado para convertir a Charles

Dexter Ward en el presidente de Estados Unidos, incluidos los Estados

Sumergidos de Norteamérica.

Scott sugirió dar una vuelta al edificio antes de entrar, y George estuvo, por

una vez, de acuerdo con él. De pronto, mientras veía su sombra a la luz de las

lamparas que colgaban en la fachada del edificio de enfrente. No sabía si era el

cansancio, la herida palpitante de su cabeza o que hubiese una entidad

sobrenatural violando mujeres y dispuesta a destruir Boston, pero no se

encontraba nada bien. Se dejó caer suavemente sobre la fachada de ladrillos del

lateral del edificio. El alféizar de la ventana de la planta baja quedaba a un palmo

sobre su cabeza. Scott se encontraba calle abajo, moviéndose con su característico

andar bamboleante, moviendo los brazos de una manera simiesca. De pronto se

preguntó como aquella figura le parecía tan familiar. Bajó los ojos hasta el asfalto,

mientras con sus dedos se apretaba los ojos. La calle estaba llena de charcos.

Cuando los volvió a abrir vio muchas motitas de colores flotando sobre el suelo,

que se fueron dispersando poco a poco. Una sombra oscureció durante una

fracción de segundo la calle, como si una enorme polilla hubiese revoloteado sobre

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las farolas. Luego escuchó un crujido sordo encima de su cabeza. George dio unos

pasos hacia el borde de la acera y miró hacia el tejado. No veía nada más que

oscuridad sobre el borde ondulado que sobresalía del lateral del edificio.

—Hampton —Scott le llamó desde el final de la calle. Luego le hizo una seña

para que le siguiera al cruzar la esquina.

La parte trasera del edificio tenía una puerta a la que se llegaba tras tres

escalones. La puerta era una oxidada hoja de metal, cuya cerradura había

desaparecido, dejando un enorme boquete en su lugar. George asintió y sacó su

pistola, sintiendo una agradable sensación de seguridad al notar su peso entre los

dedos.

Scott empujó la puerta con cuidado y arrojó luz a un pasillo desierto con

una linterna que sacó de su gabardina. Cuando el profundo hubo entrado, George

hizo lo propio, ligeramente encorvado y sujetando el arma con ambas manos. No

fue difícil para George notar el olor de la podredumbre por encima del salobre olor

de Scott. No era la primera vez que George notaba un olor así. Era el hedor de la

muerte y los cuerpos en descomposición. Scott miró por encima de su hombro

derecho y señaló con un gesto de su cabeza unas escaleras que subían a la primera

planta. El pasamanos estaba podrido y en algunos sitios simplemente faltaba,

como si alguien los hubiese arrancado. Era fácil imaginar a unos mendigos

usándolos como combustible para una hoguera en alguna noche especialmente

fría. Los escalones crujían a su paso, amenazando con hundirse junto con la

escalera, pero más allá del sonidos que ellos mismos producían, de sus pasos, de

sus respiraciones, no se oía nada. Nada en absoluto. Sin embargo, a medida que

ascendían, la atmósfera se llenaba más y más de aquel olor a putrefacción. George

estuvo seguro de que lo que iban a encontrar no le iba a sentar nada bien a su

maltrecho estómago y de no ser porque estaba completamente vacío, quizás

hubiese vomitado ya.

Al final de la escalera había un salón grande. Al fondo estaban los restos

hechos astillas de una mesa enorme, junto con un retrato apolillado del presidente

Truman, ligeramente ladeado. George tuvo la impresión de que Truman los

miraba con desaprobación.

—Es por aquí —dijo Scott, indicando con su dedo un pasillo al lado derecho

de la habitación.

Cruzaron un corredor lleno de ventanas que daban a un patio interior. La

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luna se filtraba a través del esponjoso tejido de nubes, impregnando el pasillo de

su luz necrótica. Algunos papeles sueltos, algunas ventanas que estaba rotas y

otras que habían sido tapiadas, pero nada más en aquel edificio vacío. George tuvo

la impresión de estar visitando una casa encantada. Por supuesto, todo aquello a la

luz del día se vería de un modo mucho más amable, pero en aquella noche, aquella

noche en concreto de antiguos dioses olvidados que andaban suelto por la ciudad,

de monstruos como los que George jamás había pensado ni siquiera en sus más

etílicos delirios, estaba en un lugar aterrador. Apretó con fuerza su pistola, cuando

la luna se oscureció por un instante mientras algún pedazo desgajado de nube

pasaba sobre ella.

Al final del pasillo, una puerta doble llevaba a un salón cuyas paredes

estaban llenas de garabatos y escrituras incomprensibles para George. También

habían varios cadáveres diseminados alrededor de la estancia, con sus miembros

rígidos y corrompidos doblados en ángulos imposibles. Sus pieles estaban

ennegrecidas, como si hubiesen sido abrasados por algún calor que el resto de la

habitación había pasado por alto. George contó media docena, colocados en poses

que no tendrían sentido de no pensar que simplemente habían volado desde un

punto focal, situado al fondo de la sala, como los cuerpos que quedan tras una

explosión. Cuando la luz de la linterna de Scott pasaba sobre ellos, parecían

refulgir con una luz cadavérica, como aquella baba que George había encontrado

en la barandilla, y que después se había convertido en gusanos. Por lo demás, no se

podía distinguir más rasgos de ellos sin un examen más minucioso, un examen que

George no estaba dispuesto a hacer en ese momento.

—George ¿Se encuentra bien? —Scott se irguió y se dio la vuelta hacia él.

—Sí. Solo un poco mareado. El aire es...

—Sí, es irrespirable —convino Scott—. ¿Puede sujetarme la linterna?

Colóquese a mi lado y trate de alumbrar lo máximo posible.

—De acuerdo —George cogió la linterna y alumbró por encima del hombro

de Scott.

El suelo parecía quemado en algunos puntos y las quemaduras, tan

profundas que habían penetrado varios milímetros en el entarimado, parecían

formar extraños dibujos que hablaban de geometrías imposibles. A cada poco,

Scott se paraba y comprobaba algún símbolo que le parecía especialmente

interesante, mientras se acercaban a lo que parecía ser el punto del que convergían

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las decenas de líneas del suelo, las paredes y el techo. George estaba impaciente

por que Scott dijese algo, por salir de allí y por alejarse lo máximo posible. No sólo

era el olor a muerte penetrando en sus fosas nasales, aferrándose a su ropa y a sus

cabellos, era otra cosa, algo extraño y horrible que se asomaba al borde de su

consciencia, como un horror atávico sepultado por la razón y la sociedad que se

revolvía, tratando de volver a la vida.

—No se mueva —dijo Scott, irguiéndose—. Fíjese ahí.

George observó el suelo y vio una línea, más gruesa que las demás, de color

rojizo casi negro. Sangre seca, pensó. La línea se unía con otras alrededor del punto

central de la sala, un mísero atril en el que descansaba un libro de tapas de piel.

Aquellas líneas formaban un dibujo alrededor del atril, una miríada de triángulos

y círculos concéntricos que a su vez formaban un dibujo mayor, como el foso

alrededor de un castillo.

—¿Qué es? —preguntó George, sin entender del todo.

—No, fíjese ahí —el grueso dedo de Scott señaló un punto que quedaba en la

penumbra formada por la linterna. Era otro cadáver, pero distinto de los demás.

Sus rasgos eran reconocibles, su piel no se encontraba quemada y parecía llevar

menos tiempo muerto que los otros.

George se movió hacia él justo detrás de Scott. Se encontraba apoyado sobre

su hombro, casi en posición fetal, un par de metros detrás del atril.

—Lo que quiera que acabó con los demás no hizo lo mismo con él —observó

George, enfocando directamente el cadáver. Vestía una ropa elegante, una

chaqueta y unos pantalones a juego. La mano de Scott se apoyó sobre su rígido

hombro y lo giró. El cadáver, yerto, adoptó una postura tétrica delante de ellos.

Pero lo que le congeló la sangre a George e hizo que la linterna se escurriera de sus

dedos fue ver su rostro.

La linterna cayó al suelo y rodó demasiado, dando giros y lanzando

alocadamente el cono de luz de un lado a otro. George tuvo pánico real a que se

apagase y los dejase en medio de la oscuridad con los cadáveres. Sintió la bilis

subir por su reseca y dolorida garganta, mientras trastabillaba detrás de la linterna

en una carrera demencial. La linterna por fin se detuvo, demasiado lejos de donde

había caído. George se lanzó a por ella y la sostuvo entre sus dedos tiritantes. Se

dio la vuelta y apuntó hacia donde debería estar Scott. El cadáver no se había

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movido, pero Scott estaba separado un metro de él.

—¿Es Eibon? —preguntó George.

—Sí —la voz de Scott sonó como una campana fúnebre.

—¿Qué demonios está pasando aquí?

Antes de que pudiese decir nada más, un chirrido proveniente de la puerta

por la que ellos mismos había entrado le cortó la respiración. Era como el sonido

de unos huesos repiqueteando sobre el suelo, acompañados de un palpitar

crepitante como el que haría una manta de gusanos. La puerta se abrió y se cerró

rápidamente, aunque un reflejo de la luz del pasillo exterior mostró una silueta

imposible. George se resistía a levantar la linterna hacia el fondo de la sala,

temiendo que lo que se arrastraba hacia ellos fuese demasiado terrible para ser

visto por ojos humanos. Solo su forma, apenas insinuada a través de la oscuridad

había sido suficiente para helarle hasta lo más profundo de su cuerpo y su mente.

De pronto notó como en el bolsillo de su chaqueta, aquella piedra que le dió Scott

comenzó a palpitar como un corazón moribundo.

—¡Hampton, apúntele con la linterna! —gritó Scott, al tiempo que lanzaba

un puñado de polvo al aire y gesticulaba frenéticamente, pronunciando palabras

que retumbaban en sus oídos—. ¡George! ¡Apúntele, por lo que más quiera! —gritó

de nuevo.

La mano le pesaba una tonelada y temblaba con vida propia. Contempló la

posibilidad de dejar caer la linterna, pero no supo si el pensamiento era suyo, de

una parte aterrada y animal de él, o no. Con un aullido apuntó a la oscuridad

reptante al final de la habitación. Pero allí no había nada. Balbució algunas

palabras mientras notaba como el corazón se le iba acompasando. ¿Qué locura

había sido esa? ¿Se había dejado llevar por el pánico? Era lo más seguro. Los

pensamientos racionales se disparaban en su mente, tratando de alejar la alargada

sombra del horror y la demencia. Su linterna se había caído. Alguna ráfaga de

viento había movido la puerta. Los edificios viejos crujen.

—Hola, George —dijo alguien a su lado.

George se volvió, usando la linterna al tiempo que trataba de sacar de

nuevo la pistola de su funda. Una mano le detuvo férrea pero suavemente. La luz

iluminó a un hombre vestido con ropas oscuras, un pantalón ancho y una chaqueta

negra. Tenía corbata. Su rostro no pasaba la treintena. Un rostro moreno, de nariz

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ancha y aguileña, una cuidada perilla sin bigote y unos ojos serenos y grandes, del

color del betún.

—¿Quién eres? —George notó una extraña tranquilidad al contacto con él.

Aquel hombre le sonrió y le inundó de calor y esperanza.

—¡Es él! —gritó Scott desde el atril—. ¡George! ¡Escúcheme! ¡Es

Nyarlathotep!

El hombre soltó el brazo de George y miró hacia Scott. George no supo decir

si había reproche o tristeza en aquellos enormes ojos. Desde luego, no parecía

ningún dios maléfico. No podía serlo.

—¿Qué ha hecho, señor Scott? —preguntó, al ver el círculo que Scott había

trazado a su alrededor con polvos de colores.

—Nyarlathotep, oscuro mensajero, no podrás cruzar este Símbolo —la voz

de Scott traslucía temor. George jamás lo había oído así.

—No habrá necesidad de ello. Sólo necesito que termines lo que los otros

empezaron.

—¿Invocar a ...?

—Shhh —Nyarlathotep se llevó el dedo índice a los labios—. No hay

necesidad de nombrarle.

—¿Y si no lo hago? ¿Me matarás como mataste a Eibon?

—¡Yo no mate a Eibon! —su voz sonó ofendida—. Él se suicidó. Tú no harás

lo mismo ¿verdad? Piénsalo, Daniel. Es por el bien de todos. Solo queda una frase

que decir, y el conjuro estará acabado.

George estaba pálido como una vela. Scott se encontraba encerrado dentro

de su círculo, junto al atril y al libro, abierto por una de sus páginas centrales.

Parecía un libro viejo y carcomido. Junto a él se hallaba aquel hombre misterioso,

que rogaba que se finalizase el conjuro.

—El conjuro... ¿el conjuro invocará a Azatoth? —preguntó con un hilo de

voz. Un silencio pétreo calló sobre la sala y el aire pareció volverse más denso y

pesado. Algunos de los cadáveres se agitaron galvanizados y el humor

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fosforescente escapó de ellos en forma de nube. A lo lejos, en alguna estancia

lejana, pareció escucharse una flauta.

El hombre de la chaqueta negra se giró hacia George.

—Así es. Todo debe hacerse como está escrito.

—¿Qué sucedió aquí? —inquirió George, apuntando a quien Scott había

nombrado como Nyarlathotep con la linterna—. ¿Qué demonios pasó aquí?

—Ellos creían que estaban llamándole, pero yo acudí en su lugar. Tú lo

sabes bien, George. El mundo se derrumba. Los horrores del caos y la anarquía

acechan y devoran los confines de lo que la humanidad ha forjado durante siglos.

Si no hacemos algo, volverá la época del átomo y luego la época del hierro y la

flecha. He visto el futuro, y es un desierto lleno de cadáveres.

—¿Acaso eres tú un dios que se preocupa de la humanidad? —lo desafió

Scott.

— Soy el único dios capaz de preocuparse. Yo soy el dios de todo lo que

habita en este mundo. Yo lo forjé. Levanté las columnas de la antigua Ur, enseñé a

los hombres a escribir en las tablillas de arcilla, alcé las torres de Babilonia y las

pirámides de Egipto. Susurré los secretos de la medicina y de la ciencia a los oídos

adecuados. Yo soy el que soy —aquel hombre levantó las manos,

majestuosamente. Irradiaba una fuerza que apunto estuvo de postrar a George—.

¿Dónde estabas tú cuando yo puse los cimientos de la Tierra?

—¿Qué es lo que quieres?

—¡No le escuche, George! —el grito de Scott parecía desesperado.

El futuro del hombre requiere un sacrificio. Unos pocos a cambio de

muchos. Hoy conviven los hombres de la superficie y los hombres de debajo de las

olas, pero esa paz no durará mucho. Los disidentes, los rebeldes, los desesperados,

los radicales, los fanáticos, todos están esperando el momento de destruir esta

frágil coexistencia. Cuando vuestro presidente Ward muera, la locura se apoderará

ellos y para entonces será demasiado tarde. No quedará piedra sobre piedra.

—¿Qué debemos hacer?

— Boston debe ser destruida. Él arrasará todo lo que existe sobre las olas y

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bajo ellas. Todos, hombres y profundos, arrancados de la vida por el mismo Dios

demente y tiránico. Entonces, un nuevo amanecer empezará y una semilla

germinará entre los escombros de Boston. Habrá un mundo nuevo y unido frente a

los males que viven más allá de las estrellas. No habrá vecino que ataque a su

vecino, ni hermano que envidie a su hermano. Un sacrificio a la ira de un dios,

como el de la antigua Babilonia. Una Alianza.

—¿Y no es lo que iban a hacer ellos?

— No, George. Ellos querían arrasar los Distritos Sumergidos. Eso hubiese

comenzado una nueva guerra con los profundos. Los sacerdotes de Dagon

hubiesen usado esa agresión como una escusa para reabrir las heridas que aún no

han cicatrizado del todo y que desmembrarían el mundo. Tú lo sabes.

—¡George, no le escuches! ¡Te está diciendo lo que quieres oír!

—¡Cállate! —gritó George a Scott—. ¿Acaso no puedes hacerlo tú? ¿Por qué

necesitas a Scott? —Dijo, volviéndose hacia aquel hombre.

—Es una muestra de la Alianza. Yo no puedo traerlo, pero puedo aplacarlo

y devolverlo al lugar donde mora.

—¿Y por eso los mataste? ¿Porque iban a matarnos a todos?

—Sí.

—¿Y qué le pasó a Eibon? —esgrimió Scott.

— Eibon murió porque era demasiado cobarde para hacer lo que os pido.

Prefirió conferirse la muerte a sí mismo antes que afrontar esta verdad.

—No voy a hacerlo —afirmó Scott, con todo el aplomo del que era capaz.

George sacó la pistola y apuntó a Scott.

—Será mejor que dispare —le espetó Scott, mirándole a los ojos. Aquellos

enormes ojos negros y vacíos—. No seré yo quien termine la invocación.

George observó a Scott. El profundo estaba visiblemente aterrado dentro

del círculo que había trazado. Luego observó a Nyarlathotep, firme, convencido.

Sus palabras tenían sentido. Todo encajaba perfectamente en la mente de George.

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Él no temía sacrificarse. No porque fuera un héroe o un mártir, sino porque estaba

deseoso de tener razón. Aquel mundo no era su mundo. Su mundo había

desaparecido y le habían dejado atrás. No reconocía las personas, los lugares, los

sentimientos que había tenido antes de la guerra con los profundos. Si

simplemente desaparecía ahora en medio de la furia de una deidad incognoscible

no sentiría pena ni lástima por él. Sólo quería descansar. La piedra seguía latiendo

como un segundo corazón. Suspiró.

—¿Y las mujeres? —preguntó con un hilo de voz.

— Ellas eran las primeras en este sacrificio. Tuve que llamar la atención de

alguien capaz de terminar todo esto. No demasiado como para que se llenase de

gente haciendo preguntas, pero si lo suficiente para atraer a alguien como él —dijo,

mirando a Scott—, alguien capaz de terminar lo que los otros empezaron.

Nyarlathotep se movió hasta los límites del círculo, a unos centímetros del

rostro de Scott. Sonrió sardónicamente, mostrando una gran hilera de dientes

blancos y afilados.

—¿Sabías que esto iba a pasar? —preguntó George a su espalda.

Nyarlathotep guiñó un ojo a Scott.

—Sí, lo sabía.

—¡George, no!

George apuntó y disparó. La bala salió acompañada de un trueno de la

pistola pesada. Voló la media decena de metros que lo separaba de su objetivo. La

cubierta de teflón penetró como un cuchillo caliente en la mantequilla, atravesando

el cráneo de aquel hombre, que estalló en mil pedazos. La cara de Scott quedó

cubierta de sangre y trozos de dientes y huesos, mientras que el cuerpo de

Nyarlathotep caía de rodillas y la sangre manaba como una fuente de su cabeza

reventada. Luego, la inercia de la caída lo llevó hacia delante.

—No lo sabías.

George avanzó hasta donde estaba Scott. El profundo parecía haber entrado

en colapso, puesto que estaba envarado, con los miembros rígidos y el rostro fijo,

mientras la sangre y los sesos goteaban por su aceitosa piel.

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—¡Scott! —George le agarró del hombro y lo agitó— ¿Scott, se encuentra

bien? ¡Debemos irnos! —la idea de que alguna monstruosidad más saliese de la

oscuridad era demasiado para él. Había hecho un esfuerzo sobrehumano al lograr

pensar por sí mismo y ahuyentar las semillas que en él había plantado aquel ser.

Discernir entre sus pensamientos y los de Nyarlathotep había superado cualquier

proeza que hubiese hecho en su vida, pero estaba demasiado agotado para sentirse

contento siquiera. Sólo deseaba salir de allí.

Scott le miró. Sus ojos negros y enormes parpadearon y su boca se movió

sin emitir nada más que un sonido grave y luctuoso, que fue trocándose a un

gorjeo gutural.

—¡Por el amor de Dios, hombre, vámonos de aquí! —tiró de él hacia la

puerta sin lograr moverlo de su sitio, pero por fin Scott le miró. Una mirada llena

de sentido, que George jamás había visto antes en él.

—Perdón —dijo, volviendo la relajación a sus músculos agarrotados—. Pero

tenemos que hacer una cosa antes de irnos. Nyarlathotep no está muerto. Una bala

no puede detenerle. Su esencia vaga por el lugar y tomará forma tarde o temprano

—Scott respiró lentamente—. Debo desconvocarlo —buscó un pañuelo en sus

bolsillos y se limpió la sangre de la cara.

—¿Desconvocarlo? ¿Cómo hará eso?

— Este libro... en él viene la fórmula. Sólo necesito buscar un momento.

—¿Está seguro?

— Por completo. Si quiere, puede esperarme en el coche. No me llevará

demasiado.

La idea de volver sólo al coche no le agradaba en absoluto.

—Le esperaré.

A George le pareció apreciar una suave sonrisa en el rostro de Scott.

Empezó a pasar las páginas de aquel viejo libro con mucho cuidado.

—Oiga, George... Muchas gracias. Ha hecho usted un trabajo excelente.

George asintió con un gruñido. Aquel tipo seguía sangrando a sus pies.

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Había caído atravesando el círculo que su compañero había hecho en el suelo y su

sangre roja y espesa estaba llenando los surcos del suelo. Scott mientras tanto

farfullaba algunas palabras incoherentes mientras pasaba su dedo enorme y

grasiento sobre las páginas de aquel libro. Anduvo unos pasos alrededor del atril,

cabizbajo.

—Scott —dijo al fin.

—¿Sí?

—Recuerda cuando me dijo que quería estar seguro llegado el momento de

quién era mi amigo y quien era mi enemigo.

—Hmmm... —Scott levantó la vista un segundo del libro—. Claro que lo

recuerdo.

George metió la mano en el bolsillo superior de su chaqueta y extrajo una

piedra pulimentada, plana, como un naipe. Tenía un símbolo grabado, un

pentáculo con una suerte de llama en el centro. Parecía crecer y contraerse con la

precisión de un metrónomo en sus manos. Una bala salió disparada de nuevo, esta

vez contra Scott, que la aguantó de pie, aunque trastabilló. George disparó otras

dos balas más, que lo arrojaron al suelo.

—Creo que esta vez estoy seguro —dijo, apretando los dientes. Acercó

aquella piedra al cuerpo de Scott y éste se convulsionó. Abrió la boca como si le

faltase el aire y algo crepitó a su alrededor, como si la oscuridad misma se

contrajera.

—George... —Scott abrió la boca y un hilillo de sangre salió disparado de

ella—, George... —su voz se iba haciendo más tenue—. Gracias.

George guardó la piedra en el bolsillo, que había detenido su latido, y

agarró a Scott entre sus brazos. Gimió desesperado y las lágrimas cayeron por su

rostro.

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5. Más allá del bien y del mal

No está muerto lo que puede yacer eternamente; y con el paso de los extraños eones,

incluso la Muerte puede morir.

— H. P. Lovecraft

...¡Los padres de Thomas Symanski detenidos! La policía los acusa del asesinato del

niño y de tejer una campaña de mentiras con el fin de salir impunes del horrible crimen.

Poco después de ser llevados a comisaría, la madre se derrumbó y confesó que el pequeño

Thomas murió el mismo día que se denunció su desaparición, víctima de una paliza que se

les fue de las manos...

George despertó sin saber donde estaba. Abrió los ojos y observó el techo

desconchado. Las manchas de humedad surgían entre las vigas, moteando la

pintura beige. Se incorporó y notó al lado el calor que desprendía Maude, como

había pasado algunas veces antes. Sin embargo, esta vez George no se sintió

culpable ni deseó que ella desapareciese. Se puso de pie y observó su imagen

reflejada en el espejo del ropero. Su rostro de nariz gruesa, mandíbula cuadrada y

ojos pequeños debajo de unas espesas cejas grises. Tenía algo de sobrepeso. Miró

un par de botellas medio llenas que estaban tiradas en el suelo junto a un cenicero

lleno de colillas y un montón de cartas desordenadas. Sonrió pensando en la noche

anterior.

Con cuidado de no hacer ruido, se acercó a la ventana y descorrió

parcialmente la cortina. Observó la calle frente a él. Hoy hacían casi cuatro meses

desde que George y Scott detuvieron a Nyarlathotep, pero el mundo no parecía

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haberse dado cuenta. El asunto fue tratado en la más estricta confidencialidad por

el bureau, departamento de Ciencias Ocultas. Se le agradeció lacónicamente su

ayuda y se le conminó a guardar silencio al respecto de lo sucedido. Luego se

llevaron el cuerpo de Scott antes de que pudiese verlo. Quizás fue lo mejor. Puede

que no hubiese soportado verlo de nuevo. Se agachó a coger un cigarro y lo

encendió mientras abría un poco la ventana, para que el aire de la mañana llegase

hasta él.

No había pensado en lo sucedido hasta que pasó una semana. Estuvo

durmiendo mucho tiempo, sueños que no siempre eran muy agradables, pero le

permitieron poner en orden sus ideas, aclarar lo que había pasado. El enemigo del

hombre no lo decide el hombre. Hay seres que caminan entre nosotros esperando

el momento de debilidad que nos enfrente, unos contra otros. El mal puede que

tenga cientos de nombres, rostros y máscaras, que adopte miles de formas, que

repte o vuele, que susurre halagos o grite amenazas, pero se le puede reconocer

por lo que pretende. Detrás de todas sus formas se muestra siempre el mismo

vacío que busca la desgracia, la destrucción y la locura. George se había asomado

una vez a aquel vacío y por un instante se había visto reflejado en él, y no le gustó

lo que vio. Sobrevivió y aprendió que el mundo en el que estaba era su mundo,

que la gente que estaba era su gente. Aprendió especialmente a reconocer a los

enemigos y a que debía defender y respetar a los suyos, tanto los que estaban por

encima como los que estaban por debajo de las olas. ¿O acaso no eran todos hijos

de Ubbo-Sathla?